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Fernando Barragán
Introducción
Jerusalén, año 33
Jerusalén, año 40
—Le digo a usted que no, esto está llegando muy lejos y hay
que ponerle freno ya mismo.
—Cardenal, creo, pese a todo, que no le queda mucho, no
debemos precipitarnos.
—Ustedes los seglares ven las cosas desde otro ángulo, sólo
ven el lado económico del asunto.
—Vamos, eminencia, no me venga con gaitas –interviene un
tercero–, el papa anterior sólo pensaba en un cambio en las
estructuras económicas de la Iglesia.
—Señor Gelli –le interrumpe el arzobispo–, cuide sus formas,
se está dirigiendo a un cardenal.
—De todos modos –insiste Gelli–, ambos aspectos están
íntimamente ligados; si se derrumba el sostén dogmático de la
Iglesia, se viene abajo el edificio económico.
—Si me permiten –se incorpora un cuarto participante a la
asamblea–, hay una importante novedad que deben saber.
—Hable –concede el cardenal.
—La chica está siendo vigilada por la guardia suiza.
—Eso ya lo sabemos –le interrumpe el cardenal–, el comandante
Esterman es hombre del Opus e incondicional de Navarro Valls.
—Lo que usted no sabe, eminencia, es que además está siendo
sometida a escuchas y espionaje por una agencia de seguridad.
—¿Estatal? –pregunta inquieto Gelli.
—No, se trata de una empresa de seguridad y vigilancia
privada.
—¿Para quiénes trabajan?
–quiere saber el cardenal.
—Aún no lo he podido averiguar.
Se mueven todos inquietos, enciende Gelli un cigarrillo, el
arzobispo le pide uno, Gelli se lo da y le acerca la llama
del mechero, aspiran ambos el humo profundamente; se seca el
sudor de la frente el cardenal, que rompe el silencio:
—¿Con seguridad que no está metiendo el Estado las narices?
—Ayer mismo cené con el ministro del Interior –responde
Gelli–. Hablamos de la Iglesia, del papa y del jubileo, y no
parecía inquieto por nada.
—De todos modos, es hora de llegar al fondo de la cuestión.
Gelli, usted tiene que encargarse de presentar un informe con
todo lo que la chica y el jesuita español han averiguado; si
el documento existe, hay que destruirlo aunque haya que
incendiar la biblioteca vaticana, y a la joven Della Rovere
hay que neutralizarla y desacreditarla de modo que lo que
ella pueda decir carezca de credibilidad.
Quien ha hablado, con una voz deformada por un dispositivo,
es uno de los tres personajes encapuchados, que han
permanecido hasta el momento en silencio.
—Se hará todo lo necesario, gran maestre –se apresura a
conceder el cardenal.
—La semana próxima se reunirá el consejo de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, y se aprobará con carácter de
dogma infalible el “dominus Iesus”, resolución que ya está
completamente consensuada y será presentada por el cardenal
José Ratzinger: “Existe una única Iglesia de Cristo, que
subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de
Pedro y por los obispos en comunión con él”.
—Bien –aprueba el cardenal, y refuerza la afirmación con un
gesto de su cara–, pero para que la resolución adquiera
carácter de infalible, debe firmarla el papa.
—No hay ninguna dificultad para ello; el papa me firma lo que
le ponga por delante –asegura el cardenal–, si puede dominar
el temblor del Parkinson, que ya le sacude incluso el
antebrazo. Además, se está deteriorando por momentos, se
olvida de prácticamente todo, le puedes presentar una misma
persona dos veces con un día de intervalo.
—De acuerdo, señor secretario, a ninguno se nos oculta ese
hecho.
Pese a ello, se ha manejado muy bien en Palestina y lleva
personalmente la investigación de la carta de Santiago.
Gelli se mete los dedos entre la camisa y el cuello y estira
la cara hacia un lado y otro en un gesto incontrolado que
repite cada pocos minutos y al que se unen una serie de
guiños cuando la situación es más tensa. El arzobispo se
contagia y hace un amago de estirar su cuello, se da cuenta,
se detiene y comenta:
—Sí, sí, parece que hay algunos asuntos que aún lo mantienen
despierto, pero el deterioro se acrecienta día a día; espero
que no suceda como con Juan Pablo I.
Lo interrumpe la voz metálica y tenebrosa del artilugio que
utiliza el gran maestre:
—Está bien, hay que poner freno a los desvaríos aperturistas
del polaco, pero jugamos con fuego; esta afirmación infalible
puede estallarnos en las manos si aparece la carta de
Santiago y se hace público su contenido, de modo que, como
dije antes, nada debe impedir su destrucción, pero no nos
confundamos, hasta ahora todo lo que el jesuita y la joven
están averiguando es por medios indirectos, anotaciones
hechas por Alejandro VI y Burckard, sólo hay ideas,
suposiciones; es necesario que nos conduzcan hasta el
original.
—Por lo que se ve, gran maestre, está usted al tanto de todos
los avances que están haciendo –responde Gelli en nombre de
todos.
—Hay algo de lo que no estáis al tanto; en primer término, de
que existe otro documento, un reconocimiento de deuda de
juego de Agostino Chigui a Alejandro VI.
Todos se miran unos a otros con extrañeza, el cardenal se
quema los dedos con la colilla, el arzobispo no se inmuta y
Gelli abre la boca estúpidamente.
—¿Por qué no se nos comunicó antes? –pregunta la cuarta
persona.
—Había motivos para ello –sentencia el gran maestre– y hay
algo más que deseo que quede claro.
—¿De qué se trata, gran maestre? –quiere saber el cardenal.
—La joven Alexandra della Rovere debe ser neutralizada, como
dije antes, pero no debe sufrir ningún daño físico.
—De primero nos pone un par de docenas de ostras, pero antes
algo de caviar beluga dorado y una botella de champán Dom
Pèrignon para acompañar el caviar y las ostras; de segundo,
pechitos de faisán en “coulis” de frambuesas y, de postre,
nos prepara “zabaglioni” y flameado de fresas; para beber, un
ribera del Duero español.
—Papá, te va a costar una fortuna esta cena, no quiero que
gastes tanto dinero, yo lo que quiero es estar contigo, me da
igual si es en una pizzería.
—No te preocupes, hijita, no salimos a cenar muy
frecuentemente y la ocasión bien lo merece. Mejor me lo gasto
contigo que con cualquier pelandusca.
—¿Cómo van tus cosas con Ada?
—No tan bien como yo quisiera.
—Ésa, más que Ada es una bruja.
—No seas tan dura, pero no vamos a estropear nuestra cena
hablando de Ada, hablemos de ti; ¿le ha dicho ya ese
aspirante a banquero a su mujer que quiere el divorcio?
—Todavía no, pero lo hará.
—Seguramente, en alguna otra reencarnación, ¿no te lo ha
dicho tu madre?
—Papá mejor hablemos de otras cosas.
—De acuerdo, hablemos de tu trabajo. ¿Cómo van las
traducciones de los rollos del mar Muerto?
—Lento, pero muy bien. Es apasionante. ¿Sabías que los
esenios que habitaban el asentamiento de Qumran a orillas del
mar Muerto, de donde proceden los manuscritos que estoy
estudiando, son posiblemente los precursores del
cristianismo?
—¡Pero qué dices! ¿Quieres que te excomulguen?
—No, de verdad. Mira, te doy algunos ejemplos: en el manual
de disciplina de los esenios se cita el deber de poner la
otra mejilla como respuesta a una ofensa, tal como dice Jesús
según Mateo; Juan el Bautista aparece en el desierto de
Judea, cerca del río Jordán, que desemboca en el mar Muerto
muy cerca de Qumran, y casualmente el bautismo de conversión
que el Bautista imparte, precisamente en ese río, coincide
con la enseñanza qumránica sobre la necesidad del baño ritual
para la purificación y la santificación, y he aquí que los
textos mencionan la misión de los esenios de Qumran y la de
Juan Bautista con la misma cita: Isaías 40, 3, donde se habla
de ir al desierto para preparar el camino del Señor. Hay
muchas más, pero veo que te ríes. No quiero aburrirte con
esas cosas.
—No, hija, no me aburres, sólo que sabes que yo no creo mucho
en esas cosas. ¿Cómo te tratan en el Vaticano? ¿Has cobrado
algo ya?
—No, todavía no, pero me gusta mucho lo que hago. Estoy
trabajando con un cura viejecito, español, que es muy
simpático. Al principio me impresionaba mucho porque parece
muy serio y cortante, pero ahora nos hemos hecho muy amigos,
estamos descubriendo unas pistas que pueden llevarnos al
escondite de una carta que parece que escribió Santiago, el
hermano de Jesucristo, a san Pablo, y ahora la cosa se ha
puesto muy interesante, ya que ha aparecido una carta que
habla de una deuda entre un banquero y el papa Alejandro VI,
y dice el padre Lorenzo que según unas anotaciones que ha
encontrado en un diario que seguía el maestro de ceremonias
del papa, un tal Burckard, cree que hay una vinculación entre
esta deuda y la carta que estamos tratando de encontrar.
—¿Qué vinculación puede haber entre una carta de hace dos mil
años y una deuda de hace quinientos?
—Aún no lo sabemos, pero ya han aparecido un montón de datos
que tenemos que cotejar y vincular.
Yo investigo en el arameo, es decir, en lo que pasó hace dos
mil años, y él en el latín de hace quinientos.
—Creo que no deberías ir contando esas cosas; puede ser muy
peligroso. ¿No te han dicho que guardes secreto?
—Sí, me han encarecido que no debo hablar de ello con nadie.
—Y ¿por qué lo haces?
—¡Papá, te juro que sólo te lo he dicho a ti!
—Ni siquiera a mí. ¿No le habrás comentado nada al capullo de
tu ligue?
—Papá, no lo llames así, no es ningún capullo y tampoco es un
ligue, estoy enamorada de él.
—Seguro que le has dicho algo.
—Bueno, sólo un poco, es muy preguntón.
—Hija, por favor, no le digas una palabra, en estas cosas te
puedes jugar la vida.
—No me asustes.
—No quiero asustarte, pero por una vez en tu vida haz caso a
tu padre; si notas algo raro, como que te siguen o que han
revisado tu casa, me lo dices. Si quieres verme o decirme
algo no me llames por teléfono desde tu casa, hazlo desde un
teléfono público.
—Ya me has asustado.
—Ya sabes que me gustan mucho las películas de intriga, pero
ya basta de eso, que aquí están el caviar y el champán. Ahora
te voy a contar los planes que tengo para comprar un barco y
pasar un año entero navegando.
—¿En qué puedo serle útil, comandante?
—Señor secretario, necesito hablar con su Santidad con
urgencia.
Abre el secretario Estanislao Deizinsky una agenda, recorre
las hojas, se quita las gafas y las limpia con un pañuelo que
saca del bolsillo posterior; se impacienta el comandante, que
carraspea y se revuelve en la silla.
—Veré qué puedo hacer, comandante, déjeme que vea la agenda;
quizá la semana próxima pueda recibirlo.
—Se trata de un asunto oficial que no puede esperar hasta la
semana próxima.
—Su Santidad está aquejado de una fuerte gripe; si es algo
oficial facilíteme a mí el informe, y si se trata de una
comunicación verbal, démela ahora mismo, que tomaré nota de
ella en el registro de entrada de asuntos internos.
—Lo siento, señor secretario, pero se trata de un asunto
privado, encargo de su Santidad, y a nadie puedo confiarlo si
no es a él mismo.
—Sólo puedo decirle, comandante Esterman, que haré lo que
pueda. Regrese mañana, que si su Santidad está en condiciones
de escucharme, le transmitiré su solicitud.
—Mañana estaré aquí. Le reitero que se trata de un asunto de
la máxima importancia.
Hola, caro lector, si has llegado hasta aquí creo que puedo
ya considerarte casi un amigo y pedirte que me prestes tus
manos, tú que las tienes, y tus pies, que hacen que puedas
moverte libremente, en tanto que mis únicos apéndices son
doradas volutas de madera, cubiertas de pan de oro,
envejecidas con betún de Judea. Curiosamente, el restaurador
ha querido devolverme el esplendor de mi juventud sin que se
pierda la solera de los años.
Te suplico que con ellas, tus maravillosas antropomorfas
manos, abras para mí la ventana. Es noche profunda, inmensa y
silenciosa, noche sin luna, noche negra de magia, en la que
las estrellas refulgen haciendo destacar su pedrería en el
terciopelo oscuro del firmamento, noche propicia para que la
luz de las estrellas devuelva las imágenes que recibió en un
pasado tan remoto como lejano el astro que lo capturó, ¡qué
maravilla! Luz azul de plata que me baña y se funde en mi
cristal, luz pura, sin colores que deformen la pureza de las
formas, ¡cuántas imágenes!
¡Cuánta historia jamás contada!
La emoción me embarga, sé generoso, lector, te ruego,
permíteme que tenga emociones, que des un margen a la
fantasía y dejes que por un instante este objeto intemporal,
circunstancialmente animado, amoral y locuaz, se embriague
del placer de sentir las sensaciones del alma.
Separo de todas las imágenes una y estoy nuevamente con mi
amo Rodrigo –disculpa la confianza–, el papa Alejandro VI.
Corre el año del Señor de 1497 y en los mentideros de Roma se
comenta en los corrillos que Juan Esforza se ha esfumado, ha
hecho un sutil mutis por el foro en una actitud de sana
profilaxis para evitar el puñal que, en el decir de las
buenas gentes de Roma, esgrime a sus espaldas su temible
cuñado César Borgia. Lucrecia, por su parte, conocedora del
percal, se alejó también del Vaticano para encerrarse en un
convento, no en vano conocía cómo las gastaba su hermano: se
encaprichó de Sancha de Aragón, su lozana, fresca y hermosa
cuñada, esposa de su hermano Vilfredo, y ambos tuvieron que
salir por patas para evitar el acoso de César –hacia Sancha,
no sobre sus espaldas–, “proper indignationem quam dux
Valentinensis assumsit sibi contra eum pro eu quod idem
cardinalis diligebat et cognoscebat principissam uxorem
fratis dicti Ducis quam etiam ipse dux carnaliter cognoscebat
dixit” Burckard, menos mal que allí está el diario del
“magister cerimoniarum”, que era una especie de cotilla del
Vaticano, que si no, cualquiera daba crédito a lo que este
“blablante” espejo está contando.
El hecho es que César era el brazo armado de su padre, que
admiraba su bravura y decisión, mas sus afectos –el corazón
no sabe de razones– se volcaban en Juan, el duque de Gandía,
y a nadie escapaba que éste era el favorito del papa papá,
que no se cansaba de repartir privilegios entre su prole; fue
así que el 7 de junio concedía a su retoño los señoríos de
Pontecorvo, Terracino y Benevento, primeras gemas del
codiciado reino de Nápoles, que ya eran feudo de la Iglesia,
y como buen padre que quería evitar cuestiones de celos entre
hermanos, al día siguiente nombró a César legado pontificio
para asistir a la coronación del rey Federico, de modo que
ambos “fratelli” debían abandonar Roma de viaje a sus
respectivos destinos. La madre de ambos, Vannozza Cattanei,
no quiere despedir a sus hijos sin una reunión familiar, y
organiza una fiesta campestre en la villa de su propiedad,
vecina a San Pietro in Vincoli. La fiesta transcurre en paz y
alegría, se digieren ingentes cantidades de “mongetes amb
butifarra”, y al ceder la tarde la luz del día, los hermanos
compiten en fraternal concurso de dar fuego a los tronantes
pedos, cargados de abundante gas metano, resultando ganador
César con una llamarada de casi dos metros, que chamuscó las
barbas del juez del concurso y cuyo rebufo dejó a todos sin
aliento, mejor dicho, conteniendo el aliento. Llega la noche
y con ella las sombras y el momento de decir adiós a la
“mamma”, montar el caballo y volver a casa; al llegar a la
ciudad eterna, los hermanos se separan, César toma el camino
de la derecha, negro jinete en negro corcel, confundiéndose
con la prieta noche, se dirige a su palacio, Juan monta un
blanco bridón y se pierde internándose en el dédalo de
estrechas callejas, que son flanqueadas por el Tíber; lo
acompaña un hombre embozado que su padre le ha asignado como
escolta.
La lechosidad de la bruma espesa pegada al suelo del alba del
día siguiente comienza a desflecarse en vaporosas hilachas
que se disuelven al calor del sol; sobre la tierra húmeda, en
un charco de sangre coagulada, es hallado el cadáver del
hombre embozado que debía cuidar de Juan; del duque de
Gandia, ni rastros. La noticia es llevada de boca en boca,
mas nadie tiene el valor de comunicarlo al papa; al llegar la
tarde, Alejandro VI ya lo sabe, el pánico se apodera de él,
el espanto atenaza su estómago y personalmente recorre todos
los prostíbulos de Roma en busca de su muy querido hijo. Un
leñador murmura algo en una oreja y allí, en el sitio donde
las inmundicias de Roma se vacían en el Tíber, Juan, el duque
de Gandía, el hijo dilecto de su Santidad el papa de Roma,
Alejandro VI, es pescado con palos y redes como un gran pez
putrefacto con el vientre hinchado, la cara deformada y el
pecho cosido a puñaladas.
Bernardo, el leñador, preparaba su poco pretencioso lecho en
la barca que le servía de transporte de la leña recogida y
lugar donde entregarse al sueño reparador luego de una dura
jornada, cuando advierte un movimiento en una calleja que, en
la ribera opuesta, desemboca en el río, mira con atención, la
tenue luz de un candil que porta un hombre le permite
distinguir a otros tres que se materializan de las sombras
junto a un jinete que lleva, atravesado a la grupa del
caballo blanco, un bulto que es arrojado al suelo sin ningún
miramiento; dos de los hombres de a pie toman uno de cada
extremo el hato y se llegan hasta el río, arrojándolo a sus
aguas violentamente; la capa carmesí de Juan no quiere
rendirse y flota cubriendo a su dueño, uno de los asesinos
coge una gran piedra y la arroja sobre la prenda, que se
hunde bajo su peso.
Así, el sucesor de Pedro, nombrado pescador de hombres, pescó
de las aguas del Tíber a su propio hijo, “Piscattorem hominum
ne te nom, Sexte putemos: Piscaris nostrum retibus ecce
tuum”.
Fue en estas dolorosas circunstancias cuando Gabrielino
regresó a Roma acompañado de Adonías, rabí de la alhama judía
de Zaragoza, tras un periplo de tres años en su busca.
—¡Qué desgracia tan grande Gabrielino! –solloza Francisco,
balanceando sus colgantes mejillas introduciendo los nudillos
de ambos índices en sus ojos y girándolos a derecha e
izquierda con el ánimo de restañar las lágrimas y con el
resultado de provocarlas en mayor cantidad.
—He tenido noticia del desgraciado suceso aun antes de llegar
a Roma; ya en el puerto de Ostia no se hablaba de otra cosa,
monseñor, mas decidme, ¿cómo se halla su Santidad? Es preciso
que lo vea, pues he logrado traer al judío cuya búsqueda me
encomendó.
—A nadie recibe, Gabrielino, lleva siete días encerrado en la
cámara, negándose a comer y beber, sólo se oyen sus llantos y
lamentaciones, sus sollozos e imprecaciones llenan el palacio
y se teme lo peor. Todos los cardenales se han llegado a
visitarlo a excepción de César, incluso Giuliano della Rovere
ha querido consolarlo, el Sacro Colegio Cardenalicio me ha
rogado con insistencia que haga lo posible por sacarlo de la
depresión que lo posee. “Majus damnum et periculum quod
persone sue evenise exinde posse considerans”...
—Permitid, monseñor, que lo intente, quizá la noticia de que
el judío me acompaña lo saque de esta situación.
No precisa Gabrielino agacharse hasta la cerradura de la
puerta de la cámara papal, pues el ojo de ésta se encuentra a
la altura del suyo propio; por esta ventana divisa la
irreconocible figura del antaño apuesto Rodrigo Borgia,
hogaño demacrado y macilento, remedo de aquel que fue, la
barba blanca sin afeitar, la cabellera que rodea la calva
crece como descuidados matorrales sin jardinero que cuide de
ellos, oscuros círculos rodean sus ojos hundidos en las
profundas cuencas, la tez cerúlea y la soberbia nariz es
afilado gancho que moquea sobre los apretados y azules
labios, yace entre sus propios excrementos y orines en la
cama que nadie ha podido adecentar.
Gabrielino, que amaba sinceramente a su amo, llora
desconsoladamente ante la imagen que se da a sus ojos, y con
su voz atiplada de falsete le grita:
—¡Santidad, soy yo, vuestro Gabrielino! Me ha llevado el
empeño tres años, pero aquí estoy con el judío dispuesto a
hacer la traducción.
La voz de Gabrielino tiene la virtud de animar al papa, que
se levanta con gran dificultad, pues la debilidad del ayuno a
duras penas se lo permite, llega hasta la puerta casi
arrastrándose, levanta las trancas que la bloquean y dice con
un hilo de voz:
—Francisco, ayúdame, que vengan los sirvientes.
Han pasado varios días, la fortaleza física con que la
naturaleza ha dotado a Rodrigo ha permitido que éste se
reponga rápidamente, también ha superado la honda pena y el
abatimiento en que la muerte de su hijo predilecto lo ha
sumido, pero persiste en él una crisis mística, convencido de
que lo sucedido ha sido un castigo divino por sus muchos y
terribles pecados.
Alejandro VI desatiende las obligaciones del cargo y pasa las
horas reunido con Francisco y Gabrielino; la llegada del
judío la interpreta como una indicación que proviene
directamente de las alturas celestiales de que debe proceder
a descubrir el misterio que oculta esa carta tan celosamente
guardada y que nadie se ha atrevido a desentrañar, y dar
conocimiento de su contenido.
Da indicaciones a Francisco de que oscurezca todas las
ventanas de los aposentos, obstruye con sebo de velas los
orificios de las cerraduras por las que pueda violentar su
intimidad la mirada indiscreta de algún observador no
deseado, y pide a Gabrielino que traiga al judío a su
presencia.
—Tengo entendido que tienes por nombre Adonías.
—Así es, excelencia –responde Adonías, negándole el título de
Santidad.
—Te agradezco que hayas hecho tan largo viaje para dar
satisfacción a mis deseos, pero tus esfuerzos se verán
generosamente recompensados y brindarás un servicio
inestimable a la humanidad.
—Aceptaré cuanto queráis retribuirme, considerándolo como un
pequeño gesto de reparación a las vejaciones a las que mi
pueblo ha sido sometido en Sefarad.
—Me excuso de todo ello en nombre de la Iglesia de Cristo, de
la cual soy cabeza, pero créeme que ésta no tiene todo el
poder terrenal que quisiera sobre cada uno de los reyes
cristianos, y es particularmente díscolo Fernando, pese a ser
ambos hijos de la misma tierra, y sin ninguna consideración
al hecho de haberles otorgado a él y a la muy devota de su
esposa el título especialmente creado para ellos de reyes
católicos. Yo me he opuesto al decreto de expulsión de los
judíos y he dado protección personal en Roma a cuantos de
vuestra religión hayan querido acogerse a ella.
—Excelencia, no consideréis esto una impertinencia, pero para
realizar el trabajo de traducción que me pedís, cosa que haré
con lealtad, honestidad y total discreción, sólo pongo una
condición.
—Habla.
—Que pueda conservar una copia, que yo mismo haré, del
original y mantendré bajo juramento, oculta en lugar seguro
sin hacer público su contenido, salvo indicación vuestra en
sentido contrario.
Meditó unos instantes el papa y luego consultó con la mirada
a Francisco, que permaneció impávido, y luego a Gabrielino,
que asintió con la cabeza.
—Así sea, cuento con que jurarás por ello ante nuestro Dios
común.
Tras obtener el mutuo y recíproco compromiso, Rodrigo Borgia,
guiando al extraño grupo tras la única y mortecina luz de una
vela de sebo, se llegó hasta el tapiz que ocultaba la entrada
que daba paso al estrecho corredor que llegaba al
“scriptorium” privado, dejando en él a Gabrielino y Adonías y
continuando en compañía de Francisco hasta el recinto que
guardaba los libros secretos. Retiró del anaquel el libro de
la Apocalipsis de Esdras, elevándose sobre las puntas de los
pies descorrió el piso del anaquel que hacía de tapa del
compartimento secreto y, con reverente cuidado, retiró de
allí el manuscrito de papiro. En esta ocasión no sintió tras
él presencias angustiosas, sino una sensación de liviandad
que le hacía creer que no se desplazaba sobre el suelo sino
que flotaba sobre él.
De regreso al “scriptorium”, depositó sobre la mesa el papiro
y se dirigió a Adonías.
—Este documento puede haber sido escrito por uno de tu
religión al que nosotros adoramos como Dios, trata este
documento con el máximo respeto. Puedes comenzar tu trabajo
de inmediato, dispones de vitela, tinta y pluma, y haré que
te sea suministrado cuanto pidas, pues deberás permanecer
recluido en este aposento hasta que lo finalices; luego serás
acompañado con escolta que garantice tu seguridad hasta tu
ciudad de origen y podrás conservar la copia tal como nos
hemos conjurado.
—Así lo haré.
¡Qué te voy a decir! Que el tiempo, que no tiene medida a
pesar de que los pretenciosos humanos hayan querido acotarlo
en unidades de ingeniosa correlación astrológica con aparente
precisión de nanosegundos, ignora que la física no controla
la metafísica, cuando no es la misma física la que se desdice
a sí misma (tenemos ahora, por ejemplo, el asunto de la
teoría cuántica, que nos plantea los multiuniversos
temporoespaciales, todo ello sin tener en consideración que
muchos años pueden ser contenidos en un segundo y que, a su
vez, un segundo puede durar muchos años)...
Toda esta inconsistente cháchara pseudosesuda o filosófica
tiene como único objeto dar respaldo al lugar común de decir
que hasta para mí, de vida harto más larga que la tuya,
lector, el tiempo ha pasado volando y ha llegado ya el poco
por mí deseado momento de dar por acabado en este relato el
cometido del –ya te habrás percatado de ello- tan querido
papa Alejandro VI con relación al asunto central de esta
historia, pues en tanto que ya sabes que en el presente el
famoso escrito está en vías de ser descubierto por el padre
Lorenzo y destripado su misterio por Alexandra, es
evidentemente obvio que el papa, una vez enterado de su
contenido, decidió regresarlo al lugar en donde lo halló, sin
darlo a conocer al resto de los mortales.
Te confieso que me cuesta dejarlo, y ya que hemos hurgado en
su vida hasta sus 67 años, que es la edad que hacía en el año
de 1497, el año en el que retorna Gabrielino con el tan
buscado rabí y se encuentra el desolador panorama de nuestro
papa hecho “fosfatina” y mustio como perejil en lata tras la
muerte de su hijo por causas naturales –ya me dirás tú si no
es natural morirse después de que te envainan tropecientas
veces la hoja de un puñal y te tiran luego en el río Tíber, o
en cualquier otro, y, por si esto no ha sido suficiente, para
que te mueras de asco, lo hacen allí donde vuestros cuerpos,
los de los humanos, se deshacen de la suciedad, hablando
delicadamente, de las materias fecales y urinarias,
haciéndolo científicamente, o de la mierda y los orines, en
el decir popular–, de Juan, el niño de sus ojos.
Voy pues brevemente a darte un resumen de los seis años que
le quedan de vida al último papa español –hasta ahora.
El Cohen ha Gadol Adonías ben Sehuda ha finalizado su
cometido. No necesita hablar para que el papa de los
cristianos perciba a través de sus ojos que algo muy grave e
importante es lo que ha encontrado en la escritura de ese
antiguo papiro. En aras de una mejor puesta en escena, voy
una vez más a sacrificar la satisfacción de mi ego haciendo
el relato en primera persona y voy a ceder mi voz –ya ves si
soy generoso cediendo parte de mi tan preciado tesoro– a los
actores.
—Excelencia, el documento que me has dado para que te
traduzca está escrito en un antiguo papiro de procedencia
egipcia, redactado en el idioma que se hablaba en Galilea, es
decir, el arameo, también los caracteres utilizados son
arameos, y ambos, idioma y caracteres, poseen las mismas
características con que se han escrito los documentos judíos
que he podido leer procedentes de las épocas de los
emperadores romanos Octavio, Augusto y Tito, tiempos en los
que en Judea reinaron desde Herodes el Grande a Herodes
Antipas y Aquelao; es pues el tiempo en que vivió y predicó
Jeshua el Galileo. Lo que en este documento se dice es
terrible, y casi temo que mi condición de sacerdote, que me
impide mentir, me obligue a transmitirte la verdad de su
contenido, y ello me lleve la vida; te pido pues que cumplas
con nuestro trato y me dejes marchar en paz, yo seré fiel a
mi juramento y mantendré mi copia fuera del conocimiento de
las gentes.
—Muy graves palabras son estas que has pronunciado, pero
puedes estar tranquilo, que yo cumpliré mi juramento y creo
que tú harás lo propio, mas por si el contenido del papiro
pudiese tentarme a no hacerlo, no daré lectura a la
traducción que me has dado hasta dentro de dos días, en los
que haré ayuno, penitencia y oración, pidiendo a Dios que me
ilumine. Tú partirás de inmediato; Gabrielino, con una
escolta, te acompañará hasta que abandones las tierras que
controla la Iglesia, de allí en más será Dios quien velará
por ti.
Alejandro VI cumplió con su promesa y se encerró en la
capilla ayunando y orando. ¿Te asombras?
No es para tal, así suelen ser de maximalistas las
conversiones de los grandes pecadores cuando caen en una
crisis mística, aunque podría no haber sido una crisis sino
un delirio provocado por la cuarta fase del entonces llamado
mal francés y más tarde conocido como sífilis; yo mismo he
visto con mi propio cristal tantos y tan variados meteisaca
de mi amo, que ya he perdido la cuenta; si a ellos agregas
aquellos de los que sólo he tenido conocimiento por reflejos
que me han llegado, la cifra puede ser de vértigo. De modo
que, si te gusta más la segunda opción, puedes quedarte con
ella, o ensayar la que sea más de tu gusto para sentirte así
un implacable revisionista, ya sabes que en esto del
revisionismo vale todo, y cuanto más esperpéntico, mejor. Yo
a lo que voy es a los hechos y no a las causas, de modo que
tanto monta; el caso es que cualquiera que fuese el motivo
que llevó a mi dueño a orar y pedir la ayuda del cielo antes
de asomarse al secreto desvelado y durante tanto tiempo
oculto, éste permitió que Adonías desapareciese de Roma y de
la memoria de los hombres llevándose consigo una copia
literal y primorosamente realizada por propia mano de la
epístola de marras, cuyo contenido no dudo que también tú,
constante lector, estarás impaciente por conocer.
Pasados los dos días de gracia concedidos a Adonías,
dedicados a una piedad de nuevo cuño, Alejandro VI, etéreo
espiritual y físicamente –no hay que olvidar que ha estado
sometido a un prolongado ayuno–, imbuido de la gracia de
Dios, se retiró a la intimidad del “scriptorium” para leer la
traducción de la carta que se mantuvo secreta desde los
tiempos de Jesús y que a él lo había mantenido entre el deseo
de conocer su contenido y el temor a lo que éste pudiese
significar.
Cuando hubo finalizado la lectura, permaneció un espacio de
tiempo silencioso y meditabundo, apenas daba crédito a lo que
estaba leyendo. En un principio pensó que todo había sido una
trampa del judío, inmediatamente desechó la idea, ya que él
seguía teniendo en su poder el documento original y podía
contrastar la traducción con cualquier otro que conociese la
antigua lengua hebrea. El significado de esas palabras era
terrible, ya que destruía los cimientos mismos en que se
sustentaba la Iglesia; resultaba que ya no había sido Pedro
la piedra en la que Jesús edifico su Iglesia, sino todo lo
contrario, se hallaba aturdido y no sabía qué decisión
adoptar. Tomaron cuerpo en su mente las consecuencias que
podría tener para el poder espiritual y terrenal –sobre todo
este último– de la Iglesia, se debatía indeciso sin saber
bien qué camino tomar, la muerte de Juan aún pesaba mucho en
su alma y el temor a Dios y el pensamiento de que ésta era la
consecuencia de la ira divina por sus muchos pecados no lo
había abandonado, si bien comenzaba inconscientemente y sin
casi apercibirse de ello a maquinar sobre cómo atar la
continuidad de su estirpe al frente del carro de la Iglesia.
Sin haber tomado aún una decisión en firme, regresó a sus
aposentos e hizo llamar a su primo Francisco.
—Esto que me has dicho es terrible, con seguridad es falso,
obra del mismísimo Satanás.
—¡Vamos, Francisco! No me vengas con ésas, no creo que el
Demonio se dedique a escribir cartas en arameo.
—El Demonio es capaz de cualquier cosa con tal de destruir la
Iglesia de Cristo, y si no ha sido el Demonio, habrá sido
cualquier judío de los que crucificaron a nuestro Señor, y
además, ¿de dónde sale que Jesús tenía un hermano?
—¡Francisco! A un obispo como tú lo menos que se le puede
exigir es que conozca los Evangelios que la propia Iglesia ha
dado por buenos. Jesús tuvo cuatro hermanos: Simeón, Judá,
Josetos y Jacob. Este último nombre deriva latinizado a Yago,
y éste se hace santo, tenemos ya a Sant Yago y, todo junto,
Santiago, y es este hermano de Jesús el supuesto autor del
Evangelio conocido como protoevangelio de Santiago, que
nosotros, es decir, la Iglesia, hemos catalogado como
apócrifo y al que, no obstante, recurrimos continuamente
cuando necesitamos información sobre la infancia del
Salvador.
—¿Quieres decir, entonces, que la carta es auténtica?
—No lo sé, según el rabino, el manuscrito ha sido escrito en
la época de Cristo, pero ello no conlleva que el autor haya
sido Santiago, y menos aún que lo haya hecho con el
conocimiento y aprobación de nuestro Señor.
—Lo que debemos hacer entonces es destruir ese pergamino,
que, pese a lo que digas, sigo pensando que es obra del
Diablo.
—No, Francisco, hay un poder en ese rollo que lo protege y no
creo que provenga de las tinieblas.
La primera vez que lo tuve entre mis manos, aun antes de
conocer el secreto que encerraba, una fuerza desconocida tiró
de mis vestiduras levantándome del suelo de tal forma, que me
aterrorizó y lo devolví a su sitio deseando no volver a
verlo.
—¿Qué hacer entonces?
—Creo que finalmente la Virgen se me ha manifestado
indicándome el camino a seguir.
—Dime luego qué te ha manifestado la santa madre de Dios.
—Debo destruir la traducción que nos hizo el rabino y
devolver la carta al sitio donde ha permanecido oculta
durante todos estos años, y en el libro que se guarda sobre
el escondrijo, la Apocalipsis apócrifa de Esdras, escribiré
con tinta invisible partes de la carta traducida, dejando
pistas que lleven a descubrir dónde se encuentra la misma.
Luego haré tapiar el recinto donde se guardan los libros
secretos y, con ellos, la Apocalipsis de Esdras, colocaré en
el compartimento secreto la carta de Santiago y sobre ella el
reconocimiento de la deuda de Chigui hasta que “veritas
emergit lumen infra corruptio”.
—Y ¿a quién van dirigidas las pistas que has de dejar?
—La Virgen me ha dicho que vendrá en su momento un papa que
sabrá encontrar el significado de estas pistas, hallará la
carta y la Virgen le indicará qué debe hacer con ella.
—¿Y Burckard? ¿No está al tanto de la existencia de la carta?
—Él sabe que algo se oculta en el compartimento secreto, sus
intromisiones comenzaron cuando Agostino Chigui me entregó el
reconocimiento de la deuda de su hijo. Tú te encargarás de
darle más información al respecto, de modo que quede
convencido de que todo se trata de un asunto de negocios.
—¿Eso es todo lo que quieres de mí?
—No, Francisco, a ti voy a encomendarte la misión más
importante, deberás seleccionar entre nuestros más fieles
parientes un pequeño número; con ellos constituirás una orden
cuya misión será custodiar el secreto de la carta,
transmitiéndolo de generación en generación hasta la llegada
del elegido.
—¿No crees que es peligroso que tanta gente sepa el contenido
de la carta y el lugar donde se oculta?
—No, la orden, a la que llamarás Custodios de la Palabra de
Cristo, sólo tendrá conocimiento del libro apócrifo de Esdras
y de que éste oculta una clave que espera la revelación
divina para ser descubierta; la carta y el lugar donde se
esconde seguirán siendo una leyenda hasta que llegue el
momento.
Ya ves cómo finalizó la relación del papa Borgia con la carta
oculta de Santiago, también finalmente te explicas por qué se
mantuvo la leyenda durante quinientos años y cómo se origina
la secta de los guardianes de la verdadera palabra de Cristo,
de modo que nada tengo ya que hacer en esta maravillosa e
irrepetible época.
Esto es una cursilada, ya que toda época pasada es
irrepetible, pero ¡qué demonios! A mí me gusta, no olvides
que fue en la que yo nací y también para los espejos todo
tiempo pasado fue mejor. ¿Que ya está bien de viejas
historias? ¿Que lo que tú quieres es saber cómo acaba esto?
Vale, dame tan sólo unas líneas de gracia para que,
brevemente, te cuente cómo acabó el misticismo de mi amo... y
su vida.
El asunto religioso le duró algunos meses, en los que dividió
su tiempo entre arreglar los asuntos de Estado de la Iglesia,
la oración y escribir con tinta invisible entre las líneas de
la Apocalipsis de Esdras, en tanto que Burckard lo hacía en
su diario con tinta absolutamente visible, si bien
susceptible de ser borroneada.
Pasados unos meses –no llegó al año– de la muerte de Juan y
la revelación del contenido de la carta, y por aquello de que
la cabra tira al monte, retorna a sus fueros y tiene que
apagar las voces airadas que se levantan contra César, que ha
dejado la púrpura cardenalicia para dedicarse por entero al
oficio de las armas, y hace boca intentando asesinar a su
cuñado, el príncipe de Bisceglie, marido de su hermana
Lucrecia, en las escaleras de la basílica de San Pedro. No lo
consigue y Lucrecia, que ama a su marido, lo cuida en el
lecho noche y día hasta que la abandonan las fuerzas y,
mientras cae rendida por el sueño, su amado esposo es
estrangulado en la cama por los secuaces de su hermano.
El retorno de Alejandro VI a las cosas mundanas de la Iglesia
en los años que siguieron a los luctuosos hechos que te he
contado está lleno, a punto de saturación, de intrigas de
toda índole, con exaltación del nepotismo hasta hacer de ello
un arte, baste decirte que cinco Borgia adornan sus cabezas
con la púrpura cardenalicia y más de veinte sobrinos –¡vaya
tío!– y demás parientes ocupan sedes episcopales e
importantes cargos eclesiásticos.
Quiero despedirme de él con el retrato que en sus setenta y
dos años le hace el embajador veneciano Giustiani, quien lo
ve en el umbral de su segunda juventud participando de
fiestas, cabalgatas y juegos y, sobre todo, disfrutando del
placer de las féminas, ya que Venus continuaba ocupando
muchas de las horas de sus días, nocturnas y diurnas, como en
aquellos tan lejanos tiempos en que, siendo un joven cardenal
de la Iglesia, participaba de la alegre y despreocupada
farándula de la vida de los jóvenes nobles sieneses, como la
que se celebró en los jardines de Giani de Bichis, que
provocó la suave reconvención de Pío II, que te he transcrito
cuando dimos comienzo a nuestra relación –la tuya y la mía.
El poeta Michele Firno, en hexámetros latinos, lo parangona
con aquel otro Alejandro, el deiforme inmortal macedonio,
cuando escribe: “Cabalga en un caballo blanco como la nieve,
con frente serena y majestuosa dignidad. Así se presenta al
pueblo; así los bendice a todos y así es objeto de todas las
miradas; así también su mirada penetra por todo y todo lo
alegra. ¡Qué maravilloso el dulce abandono de su fisonomía,
la franca nobleza de su rostro y la limpidez de su mirada!
¡Esta lozanía y este aspecto de agradable belleza, así como
la fresca y plena alud de su cuerpo!, ¡cómo acrecienta la
veneración que inspira!”.
¡Vaya pelota! Para que no vayas a creer que este espejo es el
único apologista que ha tenido Alejandro VI, que antes fuera
Rodrigo Borgia.
Roma, siglo XX
Panorama
Entrevista a Muguet Baudat, madre del cabo segundo Cédric
Tornay.
—¿Qué contenía la cartera negra?
—No tengo ni idea, pero desde entonces no he dejado de atar
cabos y recordar detalles. Recordé que mi hijo me había dicho
en otoño: “Estoy haciendo con unos amigos una investigación
del Opus Dei en la guardia”.
—Pero ¿por qué razón tendrían que haber elegido a su hijo?
—No olvidemos, además, que en la casa de los Esterman se
encontraron cuatro vasos usados; estaba presente una cuarta
persona.
¿Quién era?
Epílogo