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Con spi ra ci ón y mue rt e e n el Va ti can o

La car ta o cul ta de J esú s.

Fernando Barragán

“La verdad os hará libres” Lucas 8:32

Introducción

Durante mucho tiempo he debido permanecer en silencio, no por


voluntad propia sino por haberme sido impuesto por quien
quiera que sea el hacedor o administrador de todas las cosas,
que quiso, por ser también quien dicta las leyes del orden –o
desorden– universal, crear una ley de compensaciones,
acogiéndome a la cual mi vista es tan aguda como completa mi
mudez; soy también del todo incapaz de moverme y necesito ser
asistido para cualquier desplazamiento, limitación esta que
también compenso en parte gracias a mis propiedades visuales,
que me han permitido ser testigo de hechos ocurridos lejos
del lugar donde habito. Mi gran enemigo es la oscuridad, pues
ella me deja inerme, ajeno a cuanto acontece a mi alrededor y
sometido a su poder, que ejerce como lo hacen todas las
tiranías: en forma dictatorial. He permanecido –por no poder
oponerme a ello– largos periodos languideciendo en las
tinieblas, al margen de cualquier forma de comunicación con
mi entorno natural o con cualquier otro, por poco natural que
éste pudiese ser.
Sucedió un hecho, inesperado por lo insólito, que desafió al
orden que establece los límites entre lo aceptable por la
razón y aquello que, sin explicaciones racionales,
simplemente ocurre sin más; este acontecimiento cambió el
significado de mi existencia. Ocurrió repentinamente, al poco
tiempo de ser rescatado de uno de mis más largos periodos de
oscuridad. Sin casi apercibirme de ello, me hallé en posesión
del divino don de la palabra, “divino”, pues únicamente un
dios podía haber obrado el milagro, ya que ¿de qué otra forma
podríamos definir lo que el entendimiento no entiende?
Haciendo uso de este inesperado atributo, quiero ganarme el
derecho a prolongar mi existencia –no voy a caer en la
vulgaridad de hablar de inmortalidad– optando por permanecer
en la memoria de los hombres, y para ello voy a relatarte una
historia, una entre tantas de las que he sido testigo,
algunas de ellas simples jirones de la condición humana que
quedaron enganchados en mí: soledad, desesperanza, abandono,
ambiciones, frustraciones, envidias, traición y muerte o la
simple angustia del no saber, pero no vayas a pensar por ello
que lo que voy a relatarte es algo cotidiano y de andar por
casa, un pequeño gran drama de cada día...
Presta atención, la historia que tengo para ti se inicia con
una carta que fue escrita hace casi dos mil años y que de
haber llegado a su destinatario, habría cambiado el curso de
la humanidad... o no, nunca se sabe; quizá quien debía
haberla recibido la habría desechado o le habría dado un uso
poco apropiado, o sólo habría dado lugar a uno más de los
posibles multiuniversos que nos promete la física cuántica.
Lo cierto es que la epístola de referencia permaneció oculta
durante periodos de tiempo que se podrían adjetivar como
largos en comparación con la corta vida de los humanos, con
ocasionales intentos de darse a conocer sin lograr del todo
ese objetivo; pese a ello el solo hecho de la presunción de
su existencia originó la aparición de partidarios de su
destrucción y de otros que, en lado opuesto, se conjuraron
para protegerla esperando el momento en que se manifestara la
ocasión de que viera la luz pública. En un principio sólo
fueron personas que, a título personal –ya que de personas se
trata–, comulgaban con una u otra posición; luego los
defensores de cada facción se constituyeron en logias; su
historia –la de la carta– es compañera de ambiciones
espurias, traiciones y... asesinatos en altas, medias y bajas
esferas –¿por qué esferas y no cubos o dodecaedros?
Personalmente, prefiero los círculos como figura geométrico–
gramático–social, ya que concéntricos pueden contenerse sin
tocarse–. Los sufridos en las carnes de los pertenecientes a
las dos últimas categorías, en realidad, no cuentan gran
cosa, claro, y los que han acabado en forma arbitraria y
anticipada con la vida de los poderosos han sido, en su
mayoría, escondidos tras el eufemismo de “muerte por causas
naturales”, aunque no siempre, a veces, se los ha mentado con
propiedad, llamando a las cosas por su nombre, es decir:
envenenamiento, apuñalamiento o estrangulación.
A esta altura de mi discurso te estarás preguntando: ¿Quién
es este que, por haber recuperado por obra de algún prodigio
la capacidad de locución, se arroga el conocimiento de lo
que, según sus propias palabras, no ha visto la luz, no
afloró a la superficie; en resumen, ha permanecido ignoto?
¿Cómo puede estar al tanto del contenido de una carta que no
ha sido leída?
No tanta prisa, amable lector, que estamos tan sólo en las
primeras páginas de este cuento, que no es cuento sino
rigurosa verdad, y espero y deseo, con el fervor con que
desea todo charlatán, ser escuchado, que recorramos juntos
algunos cientos de ellas. Vayamos pues, por partes, a dar
satisfacción a la pregunta que intuyo te haces. En primer
lugar, acordemos que yo no he recuperado la voz, ya que mal
se puede recuperar lo que nunca se ha poseído, sino que he
sido dotado de ella, y ya en posesión del papiamento, en
ningún renglón de los que hasta ahora has recorrido he dicho
que la carta que constituye el meollo, ombligo o fuente
nutricia de esta historia no haya visto la luz; para saberlo,
tendrás que continuar leyendo las páginas que restan.
El cómo lo he sabido es fácil de explicar y puedo
adelantarlo: de la observación íntima, directa, minuciosa y
continuada de las personas que consiguieron penetrar en su
misterio, tanto de aquellas que dedicaron toda su energía en
el empeño de hacer que permaneciera oculta como aquellas que
dejaron la vida en el intento de que su contenido viera la
luz pública arrancándola del escondrijo en que permaneció
disimulada durante dos milenios.
Darte a conocer mi identidad es algo más complicado, y está
por verse si lo consigo, ya que no es pequeña la tarea para
hacer que me creas, sobre todo porque como ya habrás podido
imaginar por lo susodicho, no hay antecedentes de que los de
mi especie sean pródigos en palabras, quizá debería dejar
abierta la incógnita y ver si eres capaz de descubrirlo por
ti mismo.
¿Que te dé alguna pista? ¿Que vas a tratar de resolverlo como
si fuera un acertijo? Vale, ¿por qué no? Ello hará que te
impliques más en mi relato.
Puedo decirte que –y ya te he dado dos indicios en el mismo
sentido, el primero unas líneas más arriba, al decir “los de
mi especie”, y el segundo al utilizar la primera persona del
plural, dejando así establecido que pertenezco a un grupo,
tribu, sindicato, corporación, logia, conciliábulo, clan,
cabila, cáfila, casta, linaje, horda, etcétera a cuyos
individuos unen condiciones, gustos o intereses afines, y de
los posibles comunes denominadores es sin duda el más
importante nuestra condición de videntes, en cuanto a que
todo lo vemos y nada se nos oculta– cuando nos encontramos en
público, se nos mira de reojo, como al descuido, mas en la
intimidad, sin testigos y a solas, frente a frente, cara a
cara, cuerpo a cuerpo, todos se desnudan ante nosotros
exponiendo a nuestra vista sus más ocultos secretos,
haciéndonos partícipes de sus más íntimos detalles, sin pudor
alguno, en ocasiones –no pocas– nos dirigís la palabra,
habláis con nosotros, que es tanto como hablar con vosotros
mismos, ya que no podemos sino dar la callada por respuesta,
ensayáis el parlamento elocuente, promesas de amor eterno,
empalagosos requiebros, la reclamación airada o la protesta
de fidelidad sumisa y pelotillera, hacéis reverencias, gestos
y muecas, para luego preguntarnos: ¿Qué tal?
¿Cómo he estado? Y así nos inquirís con la certeza de que
habréis de escuchar la respuesta deseada; luego nos dais la
espalda y os alejáis, no sin antes girar la cabeza para
dirigirnos una última mirada por sobre el hombro.
Tenemos también el don de la omnipresencia, ya que hemos
estado en todo tiempo y lugar, y si, como te he dicho antes,
carecemos del don del habla y del movimiento por cuenta
propia, estamos dotados de la cualidad de poder comunicarnos
a través del tiempo y el espacio a la velocidad de la luz.
No todos los de nuestra hermandad somos iguales; muy por el
contrario es entre nosotros tan grande la variedad en las
formas y características, que sólo por nuestros actos se nos
puede relacionar.
Algunos vamos a cara descubierta, exhibiendo sin embargos,
complejos ni pudor nuestra condición, no dejando lugar a la
duda de nuestra identidad –yo soy uno de ellos–; otros van de
incógnito con las más variadas apariencias, ya que somos
maestros también en el arte del disimulo, pero sin dejar de
cumplir con nuestra misión, con más o menos eficiencia.
Somos críticos severos y nada se escapa a nuestro análisis
implacable, si bien debo reconocer que tenemos el
incontrolable defecto de llevar siempre la contraria,
poniéndolo todo del revés, y que algunos de los nuestros
tienden a deformar las cosas, y como también nos hallamos
presentes en los ojos de los humanos y les damos información
de su realidad, no es de extrañar que algunos de ellos,
muchos diría yo, vivan su realidad tan deformada.
Bueno, supongo que con tal cantidad de pistas e indicaciones
habrás despejado de obstáculos el camino, llegando a la
conclusión, lejos de toda duda, de que quien te habla es un
espejo, sí, una superficie lisa y pulida que recibe la luz y
devuelve imágenes, antiguo como el hombre mismo, incluso más,
pero como todo lo que puebla y habita la tierra, no adquiere
existencia real hasta que se la concede el hombre, ya que
nada es si nadie sabe que es. Si no has arribado a este
descubrimiento –que yo soy un espejo–, será quizá debido a
que mi descripción ha sido un tanto críptica y mis pistas,
algo ambiguas, o bien deberás aceptar que no eres muy ducho
en acertijos. Bueno, bueno, para ya, no comencemos tan pronto
a deteriorar nuestra relación con observaciones tan
superficiales y tontas como esa que está formando tu mente de
que los espejos no hablan, vamos, que cosas más difíciles de
creer han colado como ciertas; vosotros, los humanos, sois
proclives a creer lo que os echen, cuanto más inverosímil,
mejor, y no te cuento si además aparece escrito en letra de
molde... Y ya te he dicho al comienzo que se trata de un caso
especial sin antecedentes –excepción hecha de los utilizados
por brujas, adivinos, nigromantes, magos, hechiceros,
aojadores y madrastras–, y que probablemente no se vuelva a
repetir. Y ahora, si estás en disposición de querer saber lo
que un espejo puede decirte, continúa leyendo, que yo daré
comienzo a mi historia.
Al decir “mi historia” no aludo a la mía propia, que, por
cierto, no deja de tener interés y está de algún modo ligada
a aquella que me dispongo a participarte, pero ¡qué diablos!
¿A qué viene tanta humildad? Voy a comenzar por decir algo de
mí mismo, no sea que vayas a creer que yo soy, acaso, un
vulgar trozo de vidrio con la espalda cubierta de azogue, es
decir, azogado –que suena como azorado en plan gangoso–, ya
sabes, ese procedimiento mediante el cual una lámina de
vidrio es acostada boca abajo y cubierta, por la espalda, con
delgadas hojas de estaño, que son cuidadosamente alisadas
para luego verter mercurio sobre ellas. Bueno es que sepas
que quien te habla es una verdadera obra de arte diseñada y
realizada por el genio Bernardino di Betto, conocido como el
Pinturrichio, como muestra de agradecimiento a su mecenas el
papa Alejandro VI, que hizo que me colocasen en la cámara
papal para tenerme siempre al alcance de su vista. Soy grande
y robusto, de la altura de un hombre y algo regordete, ya que
mi perímetro es oval, pero perfectamente armonizado con el
vestido con el que me rodeó el artista por los cuatro
costados.
¿Que un óvalo no tiene costados y mucho menos cuatro, pues
entonces dejaría de ser óvalo para ser un paralelogramo?
¡Chupa del frasco, Carrasco! El lector me ha salido
respondón. No te pases de listo, majo, ¿acaso no sabes lo que
es una metáfora? Y además, no quieras darle lecciones de
geometría artística a quien ha nacido de las manos de uno de
los sublimes artistas de la más pródiga de las épocas que la
humanidad se ha regalado en materia de buen gusto, y ha
vivido lo que para ti serían muchas vidas, viendo asomarse a
sus ojos la flor y nata del arte, de modo que no me
interrumpas y oye, tú que tienes oídos, que yo soy todo ojos
y no sé en virtud de qué extraño sortilegio dispongo hoy del
don de la palabra, y no puedo contenerme en su uso.
Decía entonces que estoy vestido con un maravilloso marco de
madera de nogal labrada con armoniosas volutas que conforman
un encaje penetrando las unas en las otras, todo ello
recubierto de pan de oro, con su adecuada pátina. El maestro
vidriero que conformó mi cara, y con ella mi alma, ha dado a
mi superficie, no sé si de chiripa o por intencionada
picardía, una casi inapreciable concavidad, lo que hace que
quienes en mí se miran se vean algo más estilizados de lo que
en realidad son. Esto es causa de que me tengan más aprecio
que a la mayoría de mis hermanos, y esta característica
particular de mi carácter ha sido muy apreciada por quien fue
mi primer dueño, ya que a su santidad el papa Alejandro VI –
Rodrigo Borgia de seglar– difícilmente podría haberlo
contenido en mi interior en su totalidad de no ser por esa
particularidad con la que me dotó mi creador.
No fue el papa Alejandro VI especialmente pródigo en
mecenazgos; él prefería gastar los dineros del Vaticano en
aumentar sus ejércitos y fortalecer el castillo de
Sant.Angelo, dotándolo de altas torres y almenas que adornaba
con profusión de culebrinas, bombardas y otros artilugios
propios de la noble tarea de sacudir el polvo a los
semejantes, y no es que mi papa favorito fuera
particularmente guerrero, ya que eran otras guerras las que
le sorbían la mente y de otra naturaleza los polvos que
sacudía –si quieres entenderme–.
Al que le privaba ver salir la sangre a raudales por la
puerta abierta por las armas era a su hijo César, pero para
mi suerte, Alejandro VI era amante de los placeres materiales
de la vida, de los que no excluía el rodearse de lujo y
belleza, de modo que sus habitaciones fueron magníficamente
adornadas, cubiertas por frescos de Pinturrichio –su pintor
de cámara- con temas tan poco sacros como la recreación del
mito egipcio de Osiris e Isis, haciendo pasear al buey Apis
por las paredes de los aposentos –debo confesar que estos
motivos son muy de mi agrado–.
Este vicario de Cristo, en un acto que no sabría si es
correcto definir como provisto de fina ironía, dio órdenes a
mi creador para que pintase en una de las paredes un fresco
en el que la virgen María era representada con la cara de la
jovencísima y bella Julia Farnesi, y en el que también
aparecía él, a sus pies, en actitud de adoración. ¡Todo un
“cuadro”!
Con seguridad estarás pensando que la historia que quiero
contarte se origina en estas estancias donde dio comienzo mi
propia existencia; pues yerras si tal piensas, ya que la
historia se remonta a los tiempos en que fue escrita la carta
de marras que cito al inicio de mi relato, y fueron su
escriba y su destinatario actores principales, y no meras
comparsas, de esta obra.
¿Qué dices? ¿Que una historia de dos mil años ha de ser muy
larga y con seguridad aburrida? ¡Leche!, pero ¿qué haces?
¡Por favor! No te vayas, no cierres ya el libro, aguarda,
espera, te suplico, ten algo de paciencia, que siempre es
necesario mondar la naranja, cascar la nuez y pelar el
plátano para catar la dulzura del sabor de su interior, que
los comienzos son siempre áridos, la escultura fue primero
piedra, el dibujo, boceto, y el amor, cortejo. Recuerda
aquello de la mona y la nuez verde, no te quedes con el
amargor de la cáscara, y ya verás que si perseveras
encontrarás esta historia apasionante y su contenido podrá
cambiar tus convicciones.
Ya tornaremos a los Borgia y su familia, pero antes vamos a
buscar la punta del hilo que nos permita desenredar la madeja
y dar al relato un cierto orden, pues con esto de verme de
repente dotado del don del habla, son tantas las cosas que
quiero contar, que se me hace la picha un lío, con perdón,
que esto es sólo una licencia, pues es sabido de todos que
los espejos no tenemos picha, si no es prestada, claro, ya
que tratándose de prestado, por supuesto que disponemos de
todo lo que pueda disponerse.
Para que no te sorprenda lo extenso de mis conocimientos,
sobre todo de aquéllos acaecidos fuera de mi tiempo y lugar,
debo decirte que los de nuestra familia hemos estado siempre
al loro de todo, vamos, al tanto, quiero decir, desde los más
lejanos orígenes, ya que cualquier superficie pulida,
incluida la del agua, ¿has oído hablar del espejo del agua?,
es uno de nosotros; incluso las gotas de la lluvia o del
rocío son minúsculos espejos, hasta las gafas que ponéis ante
vuestros ojos son espejuelos y vuestros propios ojos son
espejos en los que se reflejan vuestras emociones, vuestro
carácter y son la puerta por que se puede acceder a vuestro
secreto interior; ya sabes aquello de que la cara es espejo
del alma, y habrás oído que aquel santo varón fue espejo de
virtudes, ya que en nuestras virtudes se reflejan las
vuestras; así, lo espejado es limpio, puro, también reluce o
refulge y es claro y diáfano, mas también somos propensos a
deformar la realidad o crear realidades virtuales, y así una
aparición o visión terrenal o divina puede ser ¡un espejismo!
Como nuestra memoria es ilimitada y nuestra información viaja
de reflejo en reflejo, resulta que en forma directa o
reflejada lo hemos visto todo, eso sí, al revés, ya que
nuestro corazón está a la derecha.
Voy ya, sin más trámite, a tirar de la punta que emerge de la
madeja para introducirte en su interior y a ver hasta dónde
llegamos.

Palestina, abril, año 2000


Juan Pablo II interrumpió la misa. La voz del muecín llamando
a oración le llegaba lejana y monótona. Había entre los
asistentes al oficio una buena cantidad de musulmanes entre
autoridades y curiosos, y les debía ese respeto. Yasir Arafat
paseó la mirada orgulloso sobre la multitud y una no
disimulada sonrisa se dibujó en sus carnosos labios mientras
con un suave movimiento de cabeza agradecía al papa su gesto.
No era para ellos nueva esta relación que se había iniciado
hacía ya casi veinte años, cuando el líder palestino hacía
equilibrios en la delgada línea que separa el terrorismo de
la política, y Juan Pablo II lo había recibido en audiencia
privada aquel 15 de septiembre de 1982, poco después de ser
tiroteado ¡por un musulmán! Él le prometió su apoyo en la
consecución de la paz en Palestina, ahora ambos eran ya
ancianos que luchaban por esa porción de ilusión de
inmortalidad que se obtiene al figurar en los libros de
historia y enciclopedias, perviviendo así en la memoria de
las gentes.
Jerusalén, “Ur Shalem”, la ciudad de la paz, ¡qué ironía!
Ninguna otra como ella había sufrido tantas y ensañadas
destrucciones, hasta no quedar piedra sobre piedra, en
ninguna otra como en ella se había profanado tanto el nombre
de la paz en aras de una intolerancia religiosa cainita entre
primos hermanos carnales como judíos y musulmanes –ambos
hijos de Abraham– y hermanos por adopción, que no son otra
cosa los cristianos de los primeros, todo ello en la defensa
de un mismo Dios, y allí estaban matándose, los unos
venerando las piedras de un muro que suponían fue parte del
antiguo templo de Salomón, los otros sosteniendo que el muro
no es sino la pared posterior de la gran mezquita de
Jerusalén.
Había pedido perdón en nombre de la Iglesia por las
persecuciones, expoliación y martirio a los que habían sido
sometidos los judíos a lo largo de dos milenios de
cristianismo, sabía que eso no era suficiente, una
esquizofrénica relación unía a cristianos y judíos desde sus
orígenes y la Iglesia había deshecho a golpe de espada y
fuego, sobre todo fuego, el nudo gordiano que ataba el yugo
de los bueyes cristianos al carro del judaísmo.
“Alah Akbahar ilaha illa lah!” La monótona letanía de la
oración facilitaba el camino a la modorra a la que era tan
propicio. Últimamente se quedaba dormido a la menor ocasión,
le quedaba poca vida terrenal, su cuerpo, sometido a tantas
agresiones, estaba ya muy gastado, se sentía débil y enfermo,
arrastrando un cansancio que le hacía verse a sí mismo como
una vela cuyo pabilo ardiera en una habitación en la que casi
no quedase aire.
—Soy viejo, eso es todo –se dijo. Necesitaba estirar el
tiempo y en ese estado de letargo en el que el breve sueño lo
sumía, los segundos se hinchaban, dando cabida cada uno de
ellos a muchos años.
¡Abril del año dos mil! Nunca creyó que llegaría a ver el
tercer milenio, y allí estaba, en la Tierra Santa, en un
viaje que tenía poco de pastoral y mucho de político y
exculpatorio. El 20 de mayo próximo cumpliría los ochenta, su
mente estaba clara y su pensamiento, lúcido, aunque era
consciente de que en ocasiones se le escapaban las ideas,
pero su cuerpo se resentía, su voz era baja, trémula, apenas
inteligible, y su espíritu flaqueaba; entornó los párpados y
dejó que su mirada volara hacia el infinito por sobre las
cabezas de miles de fieles congregados en las faldas de ese
monte, el mismo en el que Jesús diera el sermón de las
bienaventuranzas, y la mirada perdida en la lejanía le fue
llevando veloz el pensamiento hasta aquel treinta de agosto
de 1978, cuando aún era el cardenal Karol Josef Wojtyla.
“...Su Santidad Juan Pablo le requiere en audiencia privada
que tendrá lugar el día...” Este deseo del recién elegido
papa, que cuatro días antes era el cardenal Albino Luciani y
desde entonces el sucesor de Pedro con el nombre de Juan
Pablo –nombre que tomó en recuerdo y a modo de homenaje a los
dos papas que lo precedieron: Juan XXIII, que lo hizo obispo
en 1958, y Pablo VI, que en 1969 le otorgó el capelo
cardenalicio–, le sorprendió. Lo había votado, como lo había
hecho la mayoría de los cardenales, como un papa de
compromiso que pusiera fin a la lucha fratricida entre los
cardenales italianos monseñor Siri y monseñor Benelli, pero
no se podía decir que fuesen particularmente amigos ni que
tuviesen puntos de vista comunes en lo que hacía a la
organización de la Iglesia.
Mientras esperaba ser introducido en la sala de audiencias,
se preguntaba qué querría de él ese nuevo papa, neutro y
bonachón, hijo de un maestro vidriero de Murano, la pequeña
isla vecina a Venecia, a quien él mismo otorgó su voto en el
segundo día de ese tortuoso cónclave que, como era tradición,
se celebró en la capilla Sixtina.
Para sorpresa general, el encierro duró poco y el nombre de
Albino Luciani apareció en las dos terceras partes de las
papeletas, el mínimo exigido para ser elegido; las papeletas
fueron incineradas, volando al cielo los nombres que
contenían en blancas volutas, que al escapar por la boca de
la chimenea, darían forma a la “fumata” que anunciaba a los
fieles congregados en la plaza de San Pedro la buena nueva:
“Habemus papam”. Luego vino la ardua labor de convencerlo
para que aceptase. Cuando lo hizo, pronunció unas tremendas
palabras que cobrarían significado más tarde:
“Tempesta magna est super me” (una gran tormenta se abate
sobre mí).
Lo recordaba con tanta claridad como si hubiese sucedido ayer
mismo, la cara del bueno del papa Luciani le traía a la mente
aquélla del cuadro del pintor milanés Giuseppe Arcimboldo en
el que, representando al verano, un rostro conformado por
frutos y cereales tenía por nariz un pepino, ¿o quizá era un
calabacín? No lo recordaba con exactitud y ese pequeño
detalle le molestaba. ¿Por qué se molestaba tanto por
pequeñas cosas sin importancia? Quizá porque era consciente
de que la pérdida de la memoria significaría el inicio del
deterioro final. Ese pensamiento del cuadro de Arcimboldo...
¡Qué asociación de ideas tan infantil!
Mas no podía evitarlo, no quería ser irreverente ni siquiera
en el anonimato de la intimidad de sus pensamientos. Quizá
esas asociaciones le vinieran de aquellos felices y
despreocupados años en los que formaba parte del grupo de
teatro experimental Studio 38 fundado por Tadeus Kudlinski,
sí, aquéllos eran años despreocupados, corrían los 38,
acababa de trasladarse con sus padres a Cracovia, él tenía
dieciocho, estudiaba filosofía y aún la bestia de la segunda
gran guerra no había dado su primer rugido; luego vendrían
tiempos difíciles.
Con qué facilidad la mente divaga enlazando un pensamiento
con otro, alejándose de su dirección primaria y concluyendo
en recuerdos recónditos y escondidos entre los pliegues del
alma. En esa breve eternidad que le brindaba la oración de
alabanza a Alá, había regresado hasta el momento en que
recibió de las manos de su breve predecesor el conocimiento
de la existencia de ese misterioso escrito, que permaneció
arrinconado con diferentes envolturas entre los documentos de
la Iglesia oficial desde el mismísimo Pedro, 262 papas antes
que él, y probablemente sólo un puñado habría conocido su
significación, y de aquellos que hubiesen estado al tanto de
ello, ninguno había querido revelarlo.
De hecho, aún hoy ignoraba el secreto que encerraba y
desconocía si alguno de los que lo precedieron lo supo;
parecía que su predecesor Albino Luciani sí que penetró en el
secreto, pero no vivió lo suficiente para contarlo; quizá, a
su regreso a Roma, la joven Alexandra della Rovere tuviese ya
la respuesta.
Volvía con el pensamiento nuevamente a las dependencias de
Juan Pablo I, quien despidió a su secretario y, una vez a
solas, se levantó de su silla y avanzó hacia él llamándolo
por su nombre:
—Karol, ven, acércate.
—Santidad...
—Estamos solos; por favor, no me llames Santidad, hace sólo
cuatro días y me siento muy raro con ese tratamiento. Llámame
Albino, como siempre.
—De acuerdo, Albino, entonces, dime, ¿a qué se debe esta
extraña audiencia privada luego de haber recibido a todos los
cardenales en conjunto?
Tardó un rato en responder; parecía como si le costase
encontrar las palabras adecuadas para dar comienzo a su
explicación.
Karol Wojtyla permaneció en silencio. Finalmente, luego de un
carraspeo y una especie de suspiro, sin más preámbulos,
Albino Luciani le dijo:
—A poco de ser elegido papa, el bibliotecario encargado del
archivo secreto del Vaticano, un fraile dominico español,
seco de carnes y de carácter, llamado Lorenzo, me solicitó
una audiencia privada con carácter urgentísimo.
Ya sabes, Karol, que a mí esto de ser papa me queda muy
grande y aún no sé cómo cedí ante vuestras presiones y acepté
el cargo, de modo que, intrigado y preocupado, le concedí la
entrevista. La segunda sorpresa fue cuando me rogó que
despidiese a mi secretario, ya que sólo mis oídos podían oír
lo que debía decirme. Lo hice entonces –como lo he hecho
ahora para recibirte a ti– y, una vez a solas, luego de besar
el anillo, me dijo: “Santidad, debéis saber que existe en el
archivo secreto de la biblioteca un ejemplar de la
Apocalipsis de Esdras. Este apócrifo del Antiguo Testamento
es el más oculto de los libros, y su conocimiento se ha
transmitido de generación en generación a los iniciados de
una secta llamada Custodios de la Verdadera Palabra de Jesús
y ni siquiera todos los papas han sabido de su existencia.
Pues bien, escondida entre sus hojas se halla una revelación
que podría cambiar todo el sentido de la cristiandad. Ningún
papa, que yo sepa, ha podido descifrar o arrancar de su
escondrijo el secreto que se oculta entre la revelación que,
como su Santidad bien sabe, es el significado de la palabra
Apocalipsis –que el ángel Aor El, o Uriel si su Santidad lo
prefiere, le hizo al profeta Esdras–. Si alguien en algún
momento lo consiguió, se guardó muy bien de darlo a conocer.
La secta de los Custodios espera que se manifiesten los
signos que indicarán que su contenido debe ser conocido, y
será un papa el mensajero de que ha llegado ese momento”.
—¿Te das cuenta, Karol? –dijo Juan Pablo I–. Llevaba sólo
unas horas como vicario de Cristo y me desayunaba con
semejante noticia. No pude menos que preguntarle a aquel
hombre si aquello no podía haber esperado algún tiempo; la
respuesta que me dio fue lo que me llevó a llamarte a mi
presencia.
—¿Qué fue lo que te dijo? –le contestó.
—Su respuesta fue tan oscura como aterradora: “Santidad,
usted es un hombre de iglesia distinto a los que se mueven en
el ámbito Vaticano, su trayectoria ha sido siempre pastoral y
humana, quizá quiera cambiar muchas cosas en las que se
mezclan intereses terrenales y espirituales y hay poderes
fácticos dispuestos a todo para que esas cosas no cambien.
Existe otra logia nacida en las mismas fechas en las que
tiene origen la de los Custodios, y los fines que persigue
son contrapuestos, como lo blanco a lo negro o el bien al
mal, a aquellos que persiguen los miembros de los Custodios
de la Verdadera Palabra; estos otros, llamados a sí mismos
los Paulianos, se proponen la destrucción de la Apocalipsis y
lo que guarda en su interior.
“La vida de un hombre es muy frágil, incluso la del sucesor
de Pedro. Ha habido pontificados, como el de Pío III, Marcelo
II, Urbano VII, Inocencio VIII o León XI, que duraron días o
meses, y otros muchos que, de más larga duración, fueron
interrumpidos por la inesperada y siempre para algunos
oportuna visita de la Parca; hoy goza su Santidad de buena
salud, mañana quizá quiera el Señor llamarlo a su lado”.
—Como te darás cuenta, Karol, lo que me decía este hombre era
estremecedor. Pensé que debía de estar mal de la cabeza, pero
me picaba la curiosidad y le pregunté qué era aquello tan
tremendo que se ocultaba en el libro de Esdras, a lo que me
contestó: “Existe una carta, de alguna forma oculta, en esa
Apocalipsis, o bien en ella se guarda la clave para hallar el
escondrijo de la carta; el contenido de la epístola parece
haber sido escrito de puño y letra por Santiago o Jacob, el
hermano de Jesús testigo de la infancia del Salvador, y en
ella se harían revelaciones que podrían dejar sin sostén
varios dogmas de la Iglesia católica. El contenido del
documento pudo haber sido conocido por el papa Alejandro VI,
quien decidió ocultarlo en el apócrifo. Debe de contener una
revelación trascendental para los intereses terrenales del
Vaticano, pues está la banca muy interesada en que no salga a
la luz”.
—Interrumpí su discurso para preguntarle cuáles eran los
poderes fácticos a los que había hecho mención antes. Me miró
como si dudase entre considerar mi ignorancia como disimulada
o como clara evidencia de que yo estaba en el limbo pese a mi
condición de papa.
“Santidad –me contestó–, acabo de mencionaros la existencia
de dos sectas de opuestos fines. La primera, de carácter
hermético y estrictamente religioso, entronca de algún modo
con los Cátaros o Albigenses; la segunda se vincula a la
familia de las sectas francmasónicas y mantiene estrechos
lazos de unión con la Banca Ambrosiana, el Banco del Laboro y
el Banco Chigui, y también con logias, como la P–2 o la
Congregación para la Doctrina de la Fe, que tienen en común
el principio de que si algo debe cambiar es para que todo
siga igual”.
—Dicho esto, me ofreció un papel, que tomé de su mano, en el
que estaba anotada la catalogación de la Apocalipsis de
Esdras en el archivo secreto, y me pidió la venia para
retirarse. “Antes de irte –le contesté–, debes primero
decirme cómo sabes tú todo lo que me has contado”. Su
respuesta fue: “Santidad, he dedicado mi vida a estudiar
entre los archivos secretos buscando un indicio y custodiando
la Apocalipsis”.
—Dicho esto, se retiró. Cuando se hubo ido, me quedó la
impresión de que había pronunciado con particular énfasis la
palabra “custodiando”. ¿Habrá querido significar que él era
uno de los iniciados de la secta de los Custodios?, me
pregunté. Todo cuanto dijo sonaba a extraño misterio e
intrigas de las que todos hemos tenido oídas como parte de la
leyenda del Vaticano, pero lo que en verdad me inquietó mucho
fue el hecho de que me atribuyera la intención de abordar
reformas en los manejos económicos y financieros del
Vaticano.
Ello me ha llevado a llamarte dentro del programa de
consultas personalizadas con los cardenales, pues, en efecto,
es en cierto modo la razón por la que acepté la tiara, la
posibilidad de devolver a la Iglesia el verdadero espíritu de
Cristo desprendiéndola de las ataduras materiales y
acercándola al hombre.
Wojtyla recordó, con tanta claridad como si hubiese sucedido
ayer mismo, que le dijo con un punto de ironía:
—¿Le has tomado la idea al pobrecito de Asís?
También pudo recordar con la misma claridad su respuesta y la
profunda pena que asomó a sus ojos ante aquella observación:
—No, Karol, la he tomado de Jesús; recuerda que dijo que es
más fácil que pase un “camillus” por el ojo de una aguja a
que entre un rico en el reino de los cielos.
—Perdona mi insolencia, Santidad –fue todo lo que atinó a
contestarle, y él prosiguió:
—Llevo estos cuatro días tratando de visitar la biblioteca y
me ha sido imposible, me encuentro como prisionero en el
Vaticano y son los barrotes el protocolo y el rígido programa
de actividades a que me tienen sometido. Tengo la sensación
de que algo apesta a mi alrededor en el Vaticano, y además
una terrible revelación se oculta en la biblioteca. Temo que
algo pueda sucederme e incluso sospecho que ojos y oídos me
acechan incluso en la intimidad de estas habitaciones. He
recurrido a ti porque conozco tus orígenes y trayectoria.
Voy a tratar de hacerme con el libro y ver si en los archivos
secretos hay algún otro documento que pueda tener alguna
vinculación, y después tendré también una larga conversación
con el arzobispo de Milán, a quien considero un amigo, y le
preguntaré, como te lo pregunto a ti, si puedo contar con
vosotros para emprender las reformas necesarias, pues
necesitaré de apoyos, ya que voy a convocar al cardenal
Camarlengo, monseñor Villot, que es el administrador de los
bienes pontificios, para exigirle la revocación del cardenal
Marcinkus, ya que su nombre se encuentra entre los implicados
en el escándalo de la Banca Ambrosiana. Ahora debes irte, no
quiero que la duración de esta audiencia particular pueda
levantar sospechas.
Quiso arrodillarse para besar su anillo, pero él lo impidió.
Tomando sus manos, lo besó en las mejillas y disimuladamente
dejó en su mano izquierda el papel con los datos de ubicación
del apócrifo, y le susurró al oído estas extrañas palabras:
—Si algo me sucediera, trata de encontrar el libro oculto. En
este papel que te doy está su catalogación; habla con el
padre Lorenzo y averigua si hay algo de cierto en lo que me
ha dicho, y hay que enfrentarse a un nuevo problema con el
que no contaba, o está completamente loco, y deberás
centrarte en el asunto de las finanzas, y luego habla con el
arzobispo de Milán; no quisiera que se perdiera la
oportunidad de hacer lo que es necesario, aunque todo
dependerá del papa que vaya a sucederme.
Cuando el cardenal Wojtyla ya alcanzaba la puerta, le detuvo
la voz sencilla de hombre de pueblo de Juan Pablo I, una voz
que no había sido uniformada con ese tono monocorde y falso
que tan frecuentemente se instala entre los papas; él mismo,
en ocasiones, se descubría hablando de ese modo y lo atribuía
a la necesidad de expresarse en italiano, tan suave y
cantarino, tan distinto a su polaco materno:
—Karol, no temas lo que puedas descubrir, no hay secreto que
no vaya a ser revelado ni verdad que pueda permanecer por
siempre oculta.
Se giró y asintió con una inclinación de cabeza sin añadir
palabra, con una extraña sensación, la de que ese hombre
sabía que iba a morir y no precisamente de causas naturales.
Un hecho sorprendente reafirmó aquella sensación: desde el
día 15 de septiembre, vale decir trece días antes de su
repentina muerte, circulaba en forma secreta, en círculos
reducidos y autorizados, una lista de veinte “papabili”, esto
era tanto como dar por hecho que en breve serían cerradas
nuevamente a cal y canto las ventanas y puertas de la capilla
Sixtina para la elección de un nuevo papa.
Cuando Karol Wojtyla objetó ante quien le hizo confidente de
esa lista que el nuevo papa parecía gozar de muy buena salud,
le contestó en tono de misterio: “Eso es algo que nunca se
sabe”.
Abrió lentamente los párpados, que le pesaban una enormidad,
y por la rendija de luz que dejaban pasar entre sus
abotargados pliegues distinguió la sonrisa en los abultados
labios de Yasir Arafat, rodeados de una desprolija y rala
barba en la que alternan los pelos blancos y negros con áreas
de piel lampiña cubierta de manchas de vejez, en la cabeza el
perenne turbante a cuadros negros y blancos que cubre una
gran calva sólo conocida por un puñado de sus íntimos.
El muecín apenas había pronunciado las dos primeras palabras
de la llamada a oración, ¡qué maravilla, cómo puede elongarse
el tiempo en nuestro interior dando cabida a tantos
pensamientos! A su derecha, el primer ministro israelí, Ehud
Barak, también sonreía, debía pedir perdón a los judíos por
tantos siglos de persecución, tortura, muerte, discriminación
y humillaciones a los que los cristianos les han sometido,
iba a hacerlo ahora en público, no había tenido el valor de
hacerlo antes recogiendo la antorcha que dejó en su lecho de
muerte aquel papa bueno, Juan XXIII, en una de sus últimas
oraciones: “Reconocemos ahora que muchos, muchos siglos de
ceguera han tapado nuestros ojos, de manera que ya no vemos
la hermosura de tu pueblo elegido ni reconocemos en su rostro
los rasgos de nuestro hermano mayor.
“Reconocemos que llevamos sobre nuestra frente la marca de
Caín.
Durante siglos, Abel ha estado abatido en sangre y lágrimas
porque nosotros habíamos olvidado tu amor.
Perdónanos la maldición que injustamente pronunciamos contra
el nombre de los judíos. Perdónanos que en su carne te
crucificásemos por segunda vez. Pues no sabíamos lo que
hacíamos...” Él tenía su deuda particular para con los
judíos; ésta devenía de la lejana niñez, cuando compartía
juegos, fantasías e ilusiones con quien era su mejor amigo,
Jurek Kruger, el hijo del presidente de la comunidad judía.
Un par de años más tarde, en los albores de 1936 y con 16
años de edad, llegó el primer amor de la adolescencia en la
persona adorable, rebosante de alegría de vivir y amor a las
cosas de la vida de Ginka, la dulce judía; ya para entonces,
la senilidad política del mariscal Hidenburg, el rencor
alimentado en el pueblo alemán por las humillantes
condiciones del tratado de Versalles y la ceguera egoísta del
resto del mundo habían permitido que la locura de Hitler se
instalara democráticamente en Alemania; la fiera xenófoba
despertaba y el antisemitismo se extendía por Europa como una
viscosa mancha contaminante. La división alcanzó al instituto
Marcin Vadovius, donde él estudiaba; allí rompió sus primeras
lanzas a favor de los judíos cuando decía a sus compañeros
que ser antisemita era ser anticristiano. Sus palabras se
perdían en el griterío racista; Ginka, su primer amor de
juventud, partió para Palestina, él la despidió parafraseando
al gran poeta polaco Adam Mickiewicz: “Señor, al judío,
nuestro más antiguo hermano, ayúdalo en el camino a la
eternidad”.
Ginka se despedía de él agitando su menuda mano mientras le
decía entre sollozos: “Adiós Lolek, no me olvides”. Lolek...,
le sonaba raro, hacía ya una eternidad que nadie le llamaba
así.
Se preguntó si también Juan XXIII habría tenido conocimiento
de lo que se ocultaba en la Apocalipsis de Esdras, quizá
intentó descifrarlo sin éxito, se preguntó también si alguno
de sus predecesores habría penetrado en el arcano.
¿Sería él el papa que esperaba la secta de los Custodios para
hacer pública la palabra de Jesús? ¿Habría tenido éxito
Alexandra en su intento? ¿Estaría suficientemente protegida?
Un accidente de circulación es algo muy frecuente en una
ciudad como Roma y con demasiada frecuencia no se da con el
conductor homicida.
Llegaba a su memoria su propio atropello, fue en marzo del
44, se cumplía ya un año de su última aparición en el
escenario de un teatro con la representación del papel de
Samuel Zborosky, y ya en aquella lejana juventud algo se
movía dentro de él guiando sus pasos hacia la Iglesia.
Probablemente fue culpa suya, andaba metido en sus
pensamientos y fuera del mundo que le rodeaba, no vio el
coche que avanzaba en su dirección, tampoco debió de verlo a
él el conductor. En la confusión de las sombras que propicia
el crepúsculo, sólo recordaba del accidente un irritante y
algo lejano sonido producido por el chirriar de los frenos en
un intento desesperado de evitar el atropello, luego un ruido
sordo, que fue el que hizo su propio cuerpo al chocar con el
parachoques para rebotar luego sobre el asfalto del
pavimento. Despertó en el hospital varios días después, y
conoció por primera vez la nada de la muerte durante el
tiempo que duró la conmoción cerebral, luego tuvo algunos
otros encuentros ocasionales con el ángel de la muerte, mas
en ninguno de ellos consideró el Señor que debía acompañarlo.
Ya recuperado de la conmoción cerebral y de las heridas y
fracturas, el arzobispo Adam Stefan Sapieha le llevó a su
casa, donde funcionaba el seminario clandestino. En ocasiones
había pensado que aquel coche que surgió de la nada fue un
acto de voluntad divina para darle la señal que buscaba. Allí
permaneció hasta el final de la guerra, tenía 24 años, las
tropas rusas liberaban Cracovia de la ocupación nazi y
recibió tonsura y la primera de las órdenes menores, el
ostium, con la íntima sensación de haber hecho más por su
alma que por la de sus semejantes durante esos años
rebosantes de oprobio que llenaron sus días con la
humillación de las botas de los invasores de la cruz gamada.
Los libertadores no resultaron mejores que los anteriores
opresores y decidió que debía luchar contra el comunismo con
todas las fuerzas y habilidades que Dios quisiera concederle.
Cuando salió de la sala de audiencias tras su entrevista con
el recién elegido papa Juan Pablo I, se preguntaba si había
sido acertado otorgar su voto a ese hombre. Abandonó en las
profundidades de un bolsillo el papel que le había dado y se
dijo que, seguramente, cuanto le había dicho ese
bibliotecario no era otra cosa que los desvaríos de un cura
con la mente afectada de tanto hurgar entre los archivos. Se
fue convencido de que nada habría de sucederle al nuevo papa
y que, en el desempeño de su nueva responsabilidad, Dios le
ayudaría a realizarlo correctamente.
Se olvidó del asunto y partió de visita a la República
Federal de Alemania con la compañía del cardenal primado
Stefan Wyszynski y los obispos de Stroba y Rubin.
No duró mucho su viaje; la terrible noticia de la inesperada
y sorpresiva muerte de Albino Luciani hizo que el día 3 de
octubre tuviera que regresar a Roma para asistir a los
funerales del papa que hacía el número 262 desde Pedro.
La muerte de Juan Pablo I le impactó profundamente, ya que
nada en él daba que pensar en una muerte tan repentina; por
el contrario, tenía un aspecto agradable y saludable. No
podía sino recordar las palabras del bibliotecario tal como
el mismo Albino se las había relatado, y sus propios temores
que le había susurrado al oído, pero eso era imposible; hacía
mucho que se había superado la Edad Media y el Renacimiento.
En pleno siglo XX no se podía asesinar a un papa dentro del
Vaticano. El diablo le sopló en el oído que a los papas no se
les hace autopsia y la policía de Roma no tiene jurisdicción
dentro de las fronteras del Vaticano, que es un Estado
independiente; los únicos con capacidad para ordenar una
investigación podrían ser los mismos con capacidad para el
magnicidio.
Durante los diez días que debió permanecer en Roma hasta que
se celebrase el cónclave, trató de hacer algunas
averiguaciones. Cumpliendo con lo que para él fue el último
deseo del papa que se disponían a reemplazar y con el papel
rescatado en el que estaban los datos de localización de la
Apocalipsis de Esdras, se dirigió a la biblioteca vaticana,
preguntó por el encargado y la persona que le atendió le dijo
que el documento que requería pertenecía al archivo secreto.
Le preguntó si el papa fallecido había examinado alguna vez
el documento y le respondió que lo ignoraba, pues no había
tenido el placer de conocer personalmente al recién
desaparecido papa, pero que en caso de haberlo hecho tampoco
podría haber dado cumplimiento a sus deseos ya que esa
codificación correspondía, como acababa de decirle, al
archivo secreto. Le preguntó si era nuevo en el cargo, a lo
que le respondió que llevaba diez años desempeñándolo;
recordaba que insistió preguntándole si acaso había sido
reemplazado por algún suplente o si tenía algún ayudante que
tuviese acceso a dicho archivo; reafirmándose él en su
respuesta añadió que sólo el padre Lorenzo tenía la posesión
de las llaves y los códigos de entrada al archivo secreto. Un
estremecimiento recorrió su cuerpo y por unos instantes se le
ocurrió que quizá hubiese algo siniestro tras la muerte de
ese papa sencillo y con deseos de cambiar algunas cosas;
enseguida sacudió de su mente esos pensamientos como se
sacude una inoportuna suciedad que ha caído en uno de
nuestros hombros; no obstante, recordó también que en aquella
entrevista le había manifestado su intención de examinar el
libro y tener una conversación con el arzobispo de Milán, se
preguntó si habría conseguido hacerse con el libro y si
habría tenido esa conversación con el arzobispo de Milán y,
de tenerla, se preguntaba si le habría participado de sus
planes reformistas solicitando su apoyo, y si éste se lo
habría dado, de modo que esa misma noche se hizo con el
número de teléfono del arzobispo y lo telefoneó. Se mostró
sorprendido de su llamada pero más lo sorprendió el motivo de
la misma, cuando le preguntó si había tenido una conversación
con Juan Pablo I poco antes de su muerte; sólo atinó a decir
“¿cómo?”. Cuando le repitió la pregunta, se hizo del otro
lado de la línea un silencio embarazoso, como si dudase entre
negarlo o reconocerlo, finalmente le llegó una respuesta
afirmativa para, a continuación, contraatacar preguntando a
su vez cómo era que estaba enterado de ello. Le contestó que
el mismo papa se lo había contado poco antes de su muerte.
Un nuevo silencio, sin duda estaba conjeturando sobre cuánto
podría saber él de esa conversación para, a continuación,
añadir:
—Sí, tuvimos una larga conversación de más de una hora
durante la que tratamos asuntos confidenciales, relativos al
Vaticano y su organización política y financiera.
—¿Nada más? –insistió.
Tras una nueva vacilación, le dijo:
—Bueno también hablamos de la oportunidad de abrir al público
algunos de los archivos secretos de la biblioteca, pero ¿a
qué vienen tantas preguntas? Ni que fueras a ser el próximo
papa.
—Nunca se sabe –le contestó bromeando, a lo que él, en el
mismo aire festivo, le dijo:
—Lo tienes muy difícil, no sólo no eres italiano sino que
además eres polaco.
Antes de colgar, Wojtyla le hizo una última pregunta:
—¿Sabes algo de la secta de los Custodios de la Verdadera
Palabra de Jesús o de la logia de los Paulinos?
La respuesta tardó unos segundos que se le antojaron en su
silencio llenos de significado; le hubiese gustado ver la
cara del arzobispo en esos instantes y mirarlo a los ojos,
quizá habría visto algo, pero a través del frío contacto del
teléfono sólo llegaron a sus oídos unas inexpresivas
palabras:
—No sé de qué me hablas.
Decidió olvidar todo ese asunto, pero guardó cuidadosamente
el papel que le había dado Albino, no tanto con la intención
de profundizar en el tema sino como recuerdo de su
predecesor. Diez días más tarde, el 16 de octubre de 1978,
alrededor de las cinco y cuarto de la tarde, sin que tuviese
conocimiento de que varios cardenales lideraban una corriente
para favorecer la elección de un papa que no fuera italiano,
se propuso su nombre precisamente por su cruzada personal
contra el comunismo, que pretendía asfixiar sin conseguirlo
el catolicismo de Polonia.
Fue así elegido el sucesor de Pedro y, por un impulso que no
sabía a qué atribuir, decidió tomar el nombre que había
adoptado Albino Luciani, pasando a ser Juan Pablo II.

Roma, comienzos del siglo XVI

Creo que ha llegado el momento en que debo retroceder en el


tiempo más allá de lo que los pensamientos del papa Juan
Pablo II puedan hacerlo y brindarte así, amable y paciente
lector, una perspectiva más alejada que te permita asumir la
trascendencia de esta historia en su verdadera magnitud.
Voy a comenzar en el momento en que se inicia mi propia
existencia, es decir, durante el papado de Alejandro VI, el
catalán, como lo llamaban en Roma además de otros
calificativos menos amables; ciertamente, no era justa tal
denominación, ya que mi primer amo había nacido en Játiva,
villa de la región de Valencia. Dado que yo lo conocí cuando
era ya papa, creo que conviene que te cuente algo de su vida
anterior para que puedas comprender un poco mejor su
personalidad. Rodrigo fue desde joven un chico despierto,
miembro de una no muy importante familia de Játiva; su tío
Alfonso, hermano de su madre, Juana, que era a la sazón papa
con el nombre de Calixto III, lo distinguió con su
preferencia y le otorgó la dignidad cardenalicia cuando sólo
contaba veinticinco años de edad.
Calixto III tuvo dos pasiones que dieron sentido a su vida:
la primera, organizar una cruzada contra los turcos, para lo
cual empleó todo el dinero a su alcance, enviando a
predicadores por toda Europa para reclutar a gente ofreciendo
entradas preferentes –incluso palcos en proscenio– al cielo
para los que se uniesen a la guerra santa, a más de los
predicadores abocados a reclutar mano de obra bélica –carne
de cañón, podríamos decir, pues ya comían carne los cañones
en esos tiempos–. Armó una flotilla de quince trirremes que
también requerían servidores a las tres filas de remos, pero
para ello no se precisaba desperdiciar dispensas ni regalar
entradas al paraíso pues para algo estaban las cárceles,
llenas de posibles galeotes. Su otra pasión fue un desmedido
amor por sus sobrinos y hacia toda su parentela, abrigando la
intención de perpetuarse en ella con la instauración de una
dinastía; creo que esto se llama nepotismo, ¿o no? Perdona si
me explayo un poco en este papa que, aunque no conoció el
secreto de la Apocalipsis de Esdras, creo sin embargo que es
interesante pues inicia la dinastía de los Borgia y establece
una línea de actuación que seguiría luego su sobrino.
Si Alfonso Borgia –Calixto III– puso los ojos en Rodrigo para
ampliar su control de la Iglesia, no fue menos generoso con
el hermano de éste, Pedro Luis, el que era gallardo mozo y
causaba estragos entre los corros de las féminas romanas,
dueñas o solteras, condición esta que, por lo que tengo
visto, compartían los varones de la familia. Para este pollo
poco afecto al mundo de la Iglesia pensó su tío el papa ceñir
una corona real y, a modo de desbrozarle el camino a ésta,
hízole primero Gonfaloniero de la Iglesia, luego prefecto de
Roma y poco después duque de Spoleto, y se dedicó
posteriormente a mover los hilos de su fina sensibilidad
política para prepararle el trono de Nápoles, para intentarlo
luego con el de Chipre y por último con Bizancio.
En los primeros días de agosto de 1458 murió Calixto III –
este amante protector de los suyos- luego de casi cuatro
fructíferos años de pontificado. Los romanos, más celosos y
envidiosos que indignados con la preeminencia de los
“catalanes”, se lanzaron a la caza y captura de éstos,
haciendo de sus propiedades hogueras con las que elevar la de
por sí alta temperatura del verano de Roma; quizá fue este
aumento de temperatura la causa de las fiebres que acabaron
con la vida del hermano del futuro papa –y mi primer dueño–,
camino del refugio que esperaba hallar en su huida a
Civitavecchia. Su muerte dejó un inmenso patrimonio a
Rodrigo, haciendo de él el cardenal más rico, con mucho, de
la curia romana, importante valor añadido a su cargo de
vicecanciller de la Iglesia, el más alto en la jerarquía
eclesiástica, inmediatamente por debajo del Sumo Pontífice.
Dicen que el conocimiento es poder, y la misma condición se
le atribuye al dinero; pues bien, ambos se le salían por las
orejas al cardenal Rodrigo Borgia, que hizo buen uso de ellos
para mantener una corte de cardenales adictos y papas
complacientes. Debes tener en cuenta, lector, que veinticinco
años de vicecanciller y doce de papa no son moco de pavo; su
poder era tanto y tan conocido, que cuentan que en cierta
ocasión llegó hasta Juan de Volterra, secretario del papa, el
conde Juan de Armagnac, sondeando la posibilidad de conseguir
la dispensa matrimonial para un caso de consanguinidad en
primer grado, y el secretario le prometió hablar del asunto
con el vicecanciller Rodrigo Borgia, anticipándole que al
tratarse de un delicadísimo caso, debía contar con disponer
de una buena cantidad de oro; pocos días después se
despachaba una bula papal que legitimaba las relaciones
incestuosas del conde ¡con su hermana!, veinticinco mil
monedas de oro se repartieron el obispo de Aleth, que
extendió la bula, Juan de Volterra, secretario papal, y mi
buen dueño, el cardenal Rodrigo Borgia. Este gran hombre –
como poco por el tamaño– había sido dotado por la naturaleza
de una magnífica planta, alto, agraciado y desbordando
fortaleza y salud por todos los poros, dueño de una voz
cálida y dulce a la vez que convincente y enérgica que
insinúa complicidad en tanto que ordena, ojos aquilinos y
penetrantes que acarician o hacen daño, de gestos agraciados
y porte majestuoso, risa fácil y contagiosa que atraía a las
hembras como el néctar a las abejas o el imán a las limaduras
de hierro. En el palacio que se hizo construir cerca de Campo
di Fiori siempre estaban las puertas abiertas para quien
llegase a él en busca de “alegría” y estuviese dispuesto a
recordar los favores recibidos.
La relación de Rodrigo con la Apocalipsis de Esdras comenzó
cuando éste era aún cardenal y de una forma harto extraña y
en todo distinta al modo como pudo haber sido alcanzada por
sus antecesores, que, si los hubo, se guardaron muy mucho de
hacerlo público. Hubiera sido quizá más fácil para la
comprensión de este relato comenzar la historia por quien
inició la misma, es decir, por Santiago el menor, Yago,
Jacob, Jacobo o como queráis llamar a ese hermano de Jesús,
testigo y relator de la infancia de su hermano, cuyo
testamento ha querido la Iglesia oficial dejar oculto o
apócrifo, pero al que echa continuamente mano para la
recreación de pasajes de la infancia del Salvador. Sin
embargo, he decidido no hacerlo así por dos motivos: el
primero, ceder a Alexandra Della Rovere el placer de que sea
ella quien os desvele el misterio de la Apocalipsis de
Esdras, el segundo motivo es la particular debilidad que este
espejo que os habla ha tenido y tiene por este papa
simoníaco, perdulario, alegre, juvenil y mujeriego hasta en
su senectud, perjuro, escéptico, vendedor de bulas, capelos y
báculos y por sobre todo quien decidió que yo fuese creado –
quien no es bien agradecido...
Ha llegado el momento de introducir a un personaje que fue
conocedor y partícipe en toda la larga y complicada relación
que mantuvo Rodrigo Borgia desde el inicio de su cardenalato
hasta su fin como papa con el libro secreto; se trata del
hijo natural de su tío el papa Calixto III, se llamaba el
primo –en el sentido de parentesco de la palabra, que de lo
otro no tenía nada– Francisco, al que su padre hizo en
principio tesorero pontificio y luego obispo de Teano y de
Cosenza, y fue inmortalizado al fresco por el Pastura,
discípulo del Pinturrichio, de rodillas en actitud de oración
ante la elevación de la Virgen al cielo, las manos con las
palmas juntas, la mirada elevada a las alturas, la nariz
larga con caballete en el dorso, mejillas planas, descolgadas
y afeitadas, mandíbulas cuadradas, con el mentón algo
adelantado, los labios finos y apretados, casi ausentes, y el
pelo corto pegado a la frente en un flequillo aceitoso; muy
cerca de él, en otra pared, su maestro hacía lo propio con
Alejandro VI ante la tumba abierta de Jesús.
El tal Francisco era un personaje oscuro, avaro hasta para sí
mismo, una fisonomía vulgar con una expresión siempre
lacrimógena y una sola virtud: una fidelidad perruna para con
su primo, a quien hacía las veces de secretario,
trotaconventos y correveidile y de cuyas más secretas
intimidades estaba al tanto, mas nunca salió de su boca una
palabra que pudiese utilizarse en contra de su pariente y
benefactor, algo que no podrá decirse, como más adelante
verás, de su “magister cerimoniarum”, Burckard –toma nota del
nombre pues es personaje importante de esta tramaese
reprimido y chivato alemán quien no dejó de anotar en su
“Diarium” o “Liber notarum” ni un pedo que se le escapase al
papa de turno durante los veinte años que duró en el cargo de
maestro de ceremonias, cosa que le permitió el contacto más
estrecho con un papa que ningún otro puesto le pudiese
brindar, y que odiaba secretamente a ese papa español que
hacía virtud del pecado y que, como Satanás, tenía el don de
atraer a la gente.
Las circunstancias que vinculan a Rodrigo Borja, o Borgia,
con este relato tienen un inicio que puede datarse con
precisión en tiempo y lugar. Andaría el entonces cardenal
rondando los treinta años y estaba de paso por Siena, no
sabría decirte en qué menesteres, abocado seguramente en
alguno ligado a su cargo o a su bolsillo, aunque no había
para este perillán diferencia alguna entrambos; lo cierto es
que trabó amistad con gente divertida a la alocada manera de
las ciudades–estado italianas de comienzos del Renacimiento
que tanto agradaba a nuestro joven purpurado.
Para dar gusto al ilustre visitante –nada menos que el
“vicecancelarum”–, decidieron estos jóvenes crápulas
organizar una fiesta nocturna en los jardines de Gianni de
Bichis y, para animar esta fiesta, qué mejor idea que reunir
a una decena de jóvenes solteras y casadas, algunas de dudosa
reputación y otras no tan dudosa; vamos, que era de todos
conocido que eran putas, sin que faltase alguna respetable
dama deseosa de dejar de serlo. Las puertas de la residencia
fueron cerradas a cal y canto para impedir el acceso a
inoportunos maridos, hermanos u otro tipo de cancerberos, ya
que para perrerías de cualquier índole ya se cuidaban ellos.
No faltó a la fiesta, como es de suponer, su fiel primo
Francisco. Durante el transcurso de la bacanal, un enano
acondroplásico de nombre Gabrielino, bufón al servicio del
dueño de la casa, se vio sin saber cómo en uno de esos
momentos en que el vapor de los alcoholes de los vinos y
licores cambia las realidades sensoriales de los humanos y
deja salir del interior lo peor, o lo mejor, que éstos
encierran en el envoltorio de sus cuerpos, cambiado a su
pesar de la actitud de bufón activo –en eso de provocar la
hilaridad por sus actos volitivos– a la de sujeto pasivo u
objeto que da motivo al jolgorio por el uso manual que se da
de él. Gabrielino, convertido en “enano objeto”, fue
utilizado como lanzadera que volaba por el aire de mano en
mano capturado antes de tocar el suelo y vuelto a lanzar al
aire para finalmente ser sumergido de cabeza en el recipiente
del ponche al grito de: “¡bebe, bebe vino, Gabrielino, que
así volarás más fino!” El pobre bufón estaba a punto de morir
ahogado en el licor en medio de las risas generales que
provocaban sus esfuerzos por respirar, que eran interpretados
como grotescas muecas destinadas a beber más ponche y
contribuir a la jarana general.
Rodrigo, al que muchos han considerado amoral, que
seguramente lo fue, a mí me es muy difícil valorarlo ya que
en mi condición de espejo no he sido dotado de adornos
morales, sin embargo no era cruel, y el sufrimiento ajeno no
le provocaba placer; tanto era así, que cuando por razones de
conveniencia debía deshacerse de alguien, procuraba que el
tal no se apercibiese de ello y su tránsito fuese lo más
rápido e indoloro posible, haciendo suyo el precepto judío
que impone la obligación de que el cuchillo para el degüello
tenga el filo perfecto por aquello que dijo el profeta: “Ya
que hemos de matarlos para satisfacer nuestra necesidad, al
menos, que no padezcan innecesariamente”. De modo que,
molesto por los apuros por los que pasaba el escaso
personaje, decidió intervenir a su favor y, cogiéndolo con
una mano del tobillo, lo elevó en el aire extrayéndolo
chorreante de la fuente, sosteniéndolo con el brazo estirado
como el que exhibe un conejo o algún otro trofeo de caza
menor. Este gesto dio nuevos bríos a la cuchipanda del
personal, que lo interpretó como la incorporación del
cardenal al “juego del enano”. No lo entendió así Gabrielino,
que apreció la actuación del purpurado en su justa medida e
intención de privarle de ese no querido baño, salvando así su
vida, y una vez en el suelo se lo hizo saber abrazado a sus
rodillas, prometiéndole eterno agradecimiento.
La fiesta se fue entonando a medida que avanzaba la tarde
cediendo su lugar a la noche, el calor que los centenares de
cirios encendidos esparcían en el ambiente se sumó al que
brotaba del interior de los cuerpos, que comenzaron a
despojarse de sus vestiduras. No voy a aburrirte describiendo
escenas que tantas veces he visto y que se me hacen todas
iguales; quizá más adelante te brinde mayor detalle de alguna
de las juergas que se corrió Rodrigo siendo ya papa.
Para darte una idea de lo que ésta de Siena, con enano
volador, pudo llegar a ser, bastará con que te transcriba la
carta de reconvención que el entonces papa Pío II le envió a
su vicecanciller Rodrigo Borgia, del que en los medios
vaticanos se decía en sorna: “Vicecancelarius non solus in
lecto dormiverat”. Así rezaba la misiva: “Amado hijo: cuando
hace cuatro días se congregaron en los jardines de Gianni de
Bichis diversas mujeres de Siena dedicadas a la vanidad
mundana, tu Dignidad, olvidándose del cargo que ocupa, se
entretuvo con ellas desde las siete hasta las veintidós
horas... Se bailó disolutamente; allí no dejó de gozarse de
ninguno de los encantos del amor, y tu comportamiento no fue
distinto del que hubiera sido si hubieses pertenecido al
grupo de los jóvenes mundanos. Lo que allí ocurrió debe
callarse por pudor, pues son indignos de tu rango no sólo el
hecho sino hasta su nombre.
“A los maridos, los hermanos y los parientes de las mujeres
jóvenes y de las doncellas que allí había no les fue
permitida la asistencia, para que vuestro deleite pudiera ser
más desenfrenado.
“Nuestro disgusto es indecible, pues esto se vuelve en
desdoro del estado y del cargo sacerdotal”.
Si te transcribo el contenido de esta regañina epistolar que
el papa envió a su vicecanciller no lo hago con espíritu de
cotilla, al fin y al cabo se trata de documentos hoy públicos
y que pueden ser consultados por cualquiera, sólo me mueve la
intención de que te hagas una idea del natural de Rodrigo
recurriendo a otras voces que las mías, algo que utilizaré
con cierta frecuencia, no vaya a ser que creas que lo que te
voy diciendo es un “espejismo”, una intencionada ilusión que
brota del fondo de mi alma de azogue. Regresemos entonces a
la fiesta para encontrar a un cardenal Borgia desprovisto de
capelo y púrpura, desnudo como su madre lo parió y
refocilando con tres féminas al unísono, haciendo un alarde
de vigor y entusiasmo que no podían seguir sus jóvenes
compinches de Siena, que yacían exhaustos, desparramadas sus
sudorosas humanidades por los distintos habitáculos y
rincones del palacio. Agotadas las chorbas (esta palabra es
nueva, la he aprendido de un colaborador un tanto “progre” de
Alexandra, mi última dueña) por la potencia del garañón
cardenalicio, en el que se había finalmente aplacado el
ardoroso impulso vital que lo animaba, consideró entonces que
era llegado el momento de vestir nuevamente el hábito y
retirarse. Una vez revestido de la solemnidad que le prestaba
el ropaje se preguntaba si sería capaz de orientarse por sí
solo en esa desconocida ciudad de Siena y llegar hasta la
casa de la madre del hijo de su tío, el ya difunto papa
Calixto III, vale decir su incondicional primo Francisco, de
modo que la madre de éste vendría a ser algo así como su tía,
en cuyo hogar se hospedaban. Paseó la mirada a su alrededor
en busca de algún perdulario de los que lo acompañaban que
pudiese guiarlo por el laberinto de callejas; la inspección
ocular sólo le devolvió cuerpos tremolantes por los
ronquidos, buscaba entre ellos el rostro familiar de
Francesco Borgia, obispo de Cosenza, su primo y hombre de
confianza, al que más adelante, cuando fuera ya el papa
Alejandro VI, otorgaría el capelo cardenalicio con el título
de Santa Cecilia; en su busca se ocupaba cuando un tirón en
los bajos del hábito le hizo dirigir la vista abajo para
encontrar la cara regordeta, adornada con un gran bigote, del
enano Gabrielino.
—Monseñor.
—¿Qué quieres, Gabrielino?
—Compradme, monseñor, no os arrepentiréis de ello, alegraré
aún más vuestra ya alegre vida.
Dicho esto hizo una profunda reverencia barriendo el suelo
con una descomunal pluma de avestruz, tan grande como él
mismo, con la que adornaba su sombrero.
Rodrigo no pudo evitar reír ante el gesto del bufón.
—Dime, Gabrielino, ¿qué utilidad puede tener para un cardenal
de la Iglesia de Roma un bufón?
—Monseñor, entre otras muchas que iréis descubriendo puedo,
así de pronto, señalaros una que no es cosa banal: desde la
perspectiva que me da mi altura puedo otear los bajos de las
bellas y evitaros alguna desilusión facilitándoos información
privilegiada; os sorprenderá sin duda comprobar que se pueden
ver y oír desde las bajuras cosas a las que no se llega desde
las alturas en las que su eminencia se mueve.
El ingenio del minúsculo hombrecillo provocó un nuevo rapto
de hilaridad en el cardenal.
—De todos modos, Gabrielino, no es a ti a quien corresponde
decidir sobre tu cambio de dueño, creo que algo tendrá que
decir al respecto tu amo.
—Eminencia, ¿quién podría negarse a satisfacer un deseo al
vicecanciller del Vaticano, protegido de su Santidad Pío II y
uno de los cardenales con más posibilidades de ser algún día
sucesor de Pedro?
—De acuerdo, entonces te ofrezco un trato: le diré a tu amo
que eres un enano muy gracioso; si entonces él me ofrece que
me quede contigo, así lo haré; si tan sólo agradece mi
elogio, desistirás de insistir en el futuro en tan
descabellada idea, y esta observación sólo la haré si en el
camino que me lleve a encontrar al obispo, mi primo, tropiezo
con Gianni de Bichis y éste se encuentra despierto.
—¿Conoce su dignidad el lugar donde reposa el obispo de
Cosenza?
—Lo cierto es que no sé en qué sitio del palacio se esconde.
—Seguidme entonces.
Y dicho esto y con una agilidad insospechada en sus cortas y
zambas piernillas, inició una carrera por sobre los cuerpos
inermes de los bacantes entregados ahora a Morfeo, que sigue
siempre muy de cerca a su hermano Baco, dirigiéndose al lado
opuesto del salón, donde una gran escalera de mármol rosado
desarrollaba su abanico hasta el piso superior. Gabrielino,
al grito de “¡seguidme eminencia!”, inició el ascenso de los
peldaños apoyando los nudillos de las manos sobre el peldaño
que tenía por encima, y balanceando el cuerpo saltaba de
costado hasta el inmediato superior como lo haría un
chimpancé; Rodrigo, entre risas, apenas si podía seguirlo. El
bufón entró en una cámara en la que un informe amasijo de
cuerpos entremezclados yacían en una cama, de ésta pasó a
otra en la que el dueño de la casa dormía abrazado a un
doncel de ensortijada cabellera, aquí se detuvo Gabrielino y,
encaramándose de un salto a los pies de la cama, comenzó a
agitar sus breves brazos como si fuesen alas imitando el
canto del gallo; esto hizo despertar a Gianni de Bichis,
quien, incorporándose, dijo:
—¡Cómo! ¿Es ya de día que canta el gallo?
Entonces, dirigiéndose a Rodrigo, dijo el enano:
—Eminencia, en el camino, buscando al señor obispo, habéis
hallado al dueño de la casa despierto, como podéis ver.
Entonces éste, conteniendo a duras penas la risa, cumplió con
el trato y comentó dirigiéndose al medio despierto Gianni:
—Ya es hora de recogerse, te saludo y me retiro. Por cierto,
que tienes un bufón muy divertido.
A estas alturas de la conversación, el anfitrión estaba lo
suficientemente despierto para darse cuenta de qué clase de
gallo era el que lo había despertado y, con un punto de
malhumor en la voz, contestó:
—Querido Rodrigo, si de veras encuentras divertido a este
jodido enano puedes quedarte con él, es para mí un verdadero
placer regalártelo.
Al escuchar estas palabras, Gabrielino saltó de la cama al
suelo y tirando de la capa del cardenal le urgió:
—Daos prisa, amo, que aún nos queda hallar al señor obispo
Francisco.
Mientras lo seguía desandando el camino, pensaba Rodrigo en
la astucia del pequeño deforme que lo guiaba descendiendo las
amplias escalinatas por el lado derecho de las mismas, en
tanto que cuando subieron lo hicieron por la izquierda; al
llegar a la base, apoyada la espalda en la columna en la que
se remataba el extremo de la baranda y oculto por la misma,
Francisco Borgia agitaba sus colgantes mejillas en cada
soplido producto de un profundo sueño, seguramente poblado de
agitadas ensoñaciones a juzgar por los guiños y muecas que
acompañaban los movimientos del fuelle de sus mejillas. Era
evidente que el pequeño bufón sabía desde el primer momento
dónde se hallaba, y le había hecho dar ese rodeo escaleras
arriba a través de los dormitorios hasta llegar al de Gianni
de Bichis con el propósito de que se cumplieran las
condiciones del pacto que le había ofrecido; de esta
observación extrajo en conclusión que, después de todo, quizá
había hecho una adquisición que podía serle muy útil.
Francisco estaba vestido. Como era natural en él, acompañaba
a su primo en toda ocasión, incluidas las francachelas,
incluso le proporcionaba los mejores datos de “donnas” más o
menos dispuestas al jolgorio, pero él nunca participaba de
los mismos; la sexualidad del obispo era un misterio, pues
tampoco había evidencias de que gustara del amor de los
efebos y menos aún que sus inclinaciones cayesen hacia el
lado de los hombres viriles y velludos; en fin, que era en
efecto un misterio y no puedo dejar de confesarte que esto me
contraría un tanto, ya que presumo de que pocas cosas se me
escapan de la intimidad de los humanos debido, como te he
explicado al principio, a la innumerable cantidad de espías y
relaciones con las que cuento, y para más escarnio de mi amor
propio, el obispo de marras ha estado largas horas a solas
conmigo en la cámara de Rodrigo cuando éste era papa y aquél
cardenal, y ni con ésas, que mucho he podido saber de su
personalidad y de sus intrigas, he podido tener constancia de
su lealtad perruna para con su primo, pero de su sexo, nada;
vamos, que ni siquiera se lo he visto. En fin, dejemos ya de
hurgar en los bajos de Francisco y prosigamos con el relato.
Ya despejado el primo, abandonaron el palacio de Gianni de
Bichis y se internaron en el laberinto de callejas de Siena.
Rodrigo creía que podría haberse orientado guiándose por el
alto campanario de seis pisos que se elevaba desde la
magnífica catedral gótica de mármol policromado sobresaliendo
por entre el conglomerado de los apretados edificios de la
ciudad, pero pudo comprobar que se había equivocado, pues si
bien el alto campanario era visible recortado en la claridad
de un cielo estrellado y con una luna que ya estaba alta
pasadas las doce de la noche, no servía como punto de
referencia, viéndose de igual modo desde cualquiera que fuera
el sitio donde uno estuviese; afortunadamente, el obispo sí
sabía dónde vivía su madre y los guiaba con seguridad. Así
marchaban los tres, sin prisas, alumbrados por la vacilante
luz de un candil que portaba Francisco pese a su dignidad, ya
que de haberlo hecho, como correspondía, el recién adquirido
criado la lumbre apenas habría alcanzado hasta la altura de
las rodillas, cuando de pronto Gabrielino empujó
violentamente a Rodrigo mientras gritaba con su voz aflautada
y bitonal:
—¡Huid, excelencias, por vuestras vidas! Corred hasta que no
sintáis las piernas.
El empujón desequilibró a Rodrigo, que se inclinó hacia
delante y sintió algo como un fuego que le quemaba la espalda
a la altura del omoplato derecho. Francisco de Borgia lo
cogió de la mano arrastrándolo en una desenfrenada carrera
hacia delante. Resbalando en las húmedas piedras que
adoquinaban las calles, Rodrigo perdió el pie y cayó
arrastrando a Francisco en la caída; ya se levantaban
reiniciando la alocada carrera, volvió el cardenal la vista
atrás en medio de la confusión que les impedía hacerse cargo
de la situación, ya que la claridad del cielo no llegaba
hasta las calles, y el vicecanciller apenas vislumbraba un
confuso revuelo de bultos que rodaban entre imprecaciones y
maldiciones, alcanzando a distinguir unas palabras:
—¡Dile al Piccolomini que es un aviso: la Apocalipsis no debe
ser revelada, nada debe cambiar; si lo intenta, él será el
próximo!
Los bultos se hicieron sombras que se esfumaban diluyéndose
en la oscuridad de las paredes, Francisco ya se incorporaba y
ayudó a su primo, que se cogió de su hombro y corrieron ambos
sin parar hasta llegar a la casa de la madre del obispo,
vecina a la “Piazza”. La anciana, amante que había sido de
Calixto III, les abrió la puerta en ropa de dormir portando
una lámpara de aceite. Francisco tenía la cara roja por la
congestión del esfuerzo de la carrera, su corto pelo siempre
brillante de grasa estaba empapado del sudor que corría en
verdaderos arroyos desde la frente y mejillas abajo. Cuando
la luz de la lámpara recorrió la cara de Rodrigo Borgia, la
“madonna” ahogó un pequeño grito; ésta presentaba un blanco
cerúleo cubierto de pequeñas gotas de un sudor viscoso que
perlaban la superficie de la piel sin desplazarse, reflejando
la luz del candil. El grito que no provocó la fantasmal cara
del sobrino escapó de la garganta de la señora cuando vio
brotar de entre las piernas del cardenal un pequeño monstruo
deforme; la impresión fue tan fuerte que dejó caer la
lámpara, que fue cogida al vuelo por Gabrielino, pues no era
otro el resultado del parto que alumbraron los muslos de
monseñor.
—Tranquilízate, tía, se trata de mi nuevo criado.
Las piernas de Rodrigo vacilaron aflojándose sus rodillas y
habría caído de no ser sostenido entre Francisco y su madre;
éste, que había pasado su brazo bajo la axila de su primo
para sujetarlo, sintió cómo su mano se humedecía en un
líquido caliente que le chorreaba hacia el codo.
Transportaron al cardenal hasta el lecho y despojándolo de
las ropas apreciaron que tenía un profundo corte en la región
de la paletilla derecha del que manaba abundante sangre.
—¡Que la Virgen nos asista!
–exclamó la tía–. ¡Me lo han matado!
—Hay que llamar a un barbero –dijo Francisco, pero se imponía
la chillona voz de Gabrielino dirigiéndose a la dueña.
—Señora, facilitadme una aguja de coser, brocados e hilo de
seda, si de ello disponéis.
Corrió la matrona presurosa en busca de lo solicitado, el
bufón limpió de coágulos la herida que presentaba sus bordes
limpios y nítidos; luego, arrollando la camisa del cardenal y
haciendo con ella una almohadilla, la aplicó sobre la herida
sentándose a continuación sobre ella. Algo más de diez
minutos demoró la tía en regresar con lo que Gabrielino le
pidió. Cuando el enano tuvo la aguja en su poder, enhebró el
hilo de seda y luego, retirando sus irreverentes posaderas de
la espalda de Rodrigo, quitó la almohadilla y para sorpresa
de los presentes, los labios de la herida estaban juntos y
habían dejado de sangrar; luego, con la aguja y la seda,
cosió los bordes y aplicó nuevamente la doblada camisa sobre
la ya cerrada herida, sujetándola firmemente al tórax con los
cordones que arrancó de la capa.
Ya recuperado el aliento y cerrada la brecha por donde se le
escapaba la sangre gracias a los buenos oficios de
Gabrielino, las primeras palabras que pronunció Rodrigo
fueron:
—¿Quiénes habrán sido esos cabrones?
Quien estaba ahora pálido era Francisco, que parecía que
acababa de asumir la gravedad de lo ocurrido y, a la pregunta
que Rodrigo había formulado al aire, sólo atinaba a mover la
cabeza en gesto de impotente ignorancia. Le siguió un breve
silencio que rompió la voz de “castrato” de Gabrielino:
—Son hombres de Agostino Chigui; aunque iban embozados pude
distinguir con claridad la cicatriz que cruza el ojo
izquierdo de Casio.
Como ves, amable lector, el cardenal Rodrigo Borgia salió
bien librado de este intento de asesinato, claro que esto no
tiene sustancia ni miga ni misterio, y en estos momentos
estarás diciéndote: “Menudo petardo el espejo éste, si no
hubiese sobrevivido a ése o a cualquier otro atentado no
habría llegado a ser ni papa ni papá, ni habría muerto a los
setenta y dos años envenenado, según cuentan”.
Podría desde luego contestar con alguna rotundidad a estos
pensamientos, pero no quiero hacerlo y es que tú llevas las
de ganar, ya que tienes la sartén por el mango, como se dice,
pues si cierras el libro me cierras el pico, de modo que sólo
te diré que la historia de la cuchillada viene a cuento tan
sólo como un episodio que es el punto de partida de la
intrusión de Rodrigo Borgia en el asunto de la Apocalipsis de
Esdras, que es el verdadero personaje de esta historia.
¿Recuerdas la advertencia, mensaje o amenaza que pronunció el
frustrado asesino cuando Francisco y Rodrigo huían gracias a
la afortunada intervención de Gabrielino?: “Dile al
Piccolomini que es un aviso: la Apocalipsis no debe ser
revelada”. Bueno, voy a dejar que los personajes se expliquen
por sí mismos, pero a los fines de facilitarte la comprensión
de sus conversaciones te haré algunos comentarios sobre
nombres que seguramente no te dicen nada, pero que tanto
Rodrigo como Francisco conocen muy bien, por lo que pasarán
por alto dar sobre ellos explicación alguna. El Piccolomini
al que hay que advertir es, para mentarlo al completo, Enea
Silvio Piccolomini y no es otro que el papa Pío II, el mismo
que unos días más tarde enviará la nota de reconvención a
nuestro cardenal, y el puzzle comienza a encajar alguna
pieza, ya que este papa era precisamente oriundo de Siena;
bueno, no exactamente de Siena, en realidad nació en
Corsignano, un pequeño pueblo perteneciente a Siena, y fue un
gran humanista en el amplio sentido de la palabra, sus
conocimientos abarcaban la historia, la filosofía, la
política y las letras, escribió incluso algunas novelas de
fino ingenio satírico y erótico –como a mí me gustan– en un
estilo muy cercano al del sublime Giovanni Bocaccio. Fue
secretario privado del emperador del Sacro Imperio Romano
Federico II de Estiria, quien lo nombró poeta laureado, y
para finalizar el retrato de este hombre te diré que quien le
concedió el capelo cardenalicio fue Calixto III, ¡un Borgia!
Nada menos que el tío de Rodrigo y padre de Francisco. Y aquí
encaja otra pieza que liga el intento de asesinato de
Rodrigo, precisamente en Siena, quizá sólo por sentido
poético de la geografía. El otro personaje, el que envía el
aviso, el tal Agostino, para quien trabaja el esbirro del ojo
con cicatriz que Gabrielino alcanzó a reconocer, es un
miembro de la poderosa familia Chigui, que monopoliza la
banca de Siena y con fuertes intereses en la banca Romano–
Vaticana. ¡Con la banca hemos topado!
La banca da señal y aviso al Vaticano. ¿Qué se cuece? Creo
que es momento de que deje de robar cámara y devuelva el
protagonismo a nuestros personajes.
A la mañana siguiente, Rodrigo sólo tenía un fuerte dolor en
el hombro derecho y un enorme cardenal –lo que no deja de ser
una redundancia– que le llegaba hasta donde la espalda cambia
de nombre, vaya, que nuestro cardenal tenía un ídem en el
culo. El trabajo de Gabrielino, ayudado por la fuerte
complexión física de Rodrigo, había conseguido que no se
presentaran fiebres ni supuraciones, y el Borgia olvidaba ya
la herida intrigado por el mensaje.
—”Francesco, no m.admira que haguin volgut matarme, els Borje
tenim molts i poderossos enemics, no oblidem que el teu pare
i el meu oncle Calixto III van repartir cárrecs a mes de
trescents valencians i catalans”.
—”Rodrigo, darrera de tot aixó veig la ma dels Rovere”.
Como ves, los Borgia tenían la costumbre de hablar en catalán
cuando se hallaban en la intimidad familiar, y era la lengua
que utilizaban en su correspondencia epistolar, pero como es
muy posible que tú, lector amigo, no domines esta bella
lengua romance, continuaré el relato de sus diálogos en
castellano, reservándome el derecho de dejar colar alguna que
otra frase tanto en catalán como algún latinajo o italiano a
los efectos decorativos y como elemento coreográfico, o en
ocasiones para mejor conservar el espíritu del cronista.
—Más que el mensajero me intriga el mensaje. Si tan sólo se
tratase de eliminarme físicamente para acabar con la
influencia de los Borgia en los asuntos de Roma, el asunto
tendría fácil lectura, ya que la fortuna que me dejó mi
hermano, más el cargo de vicecanciller, que se me fía largo
si tienes en cuenta el afecto y agradecimiento que me profesa
Pío II, me hacen poderoso y si bien tengo comprados a varios
cardenales que pertenecen a grandes familias, nunca se está
del todo seguro, porque tratándose de los Orsini, los Coloma,
los Medici y los del Este nunca se sabe; con los Della Rovere
no hay duda, son enemigos declarados, por eso no has vacilado
en ver su mano empuñando la daga asesina; aspiran al papado
tanto como yo, pero a diferencia de ellos yo me puedo
permitir ir eligiendo a los papas que han de precederme hasta
que me llegue el momento.
—Dime entonces por qué desestimas mi apreciación sobre Della
Rovere.
—Es el mensaje verbal el que me desconcierta no el físico,
¿recuerdas? “la Apocalipsis no debe ser revelada”. Esto
comienza por ser un contrasentido semántico, ya que
apocalipsis significa revelación; por tanto es como decir que
la revelación no debe ser revelada, y enseguida la segunda
incógnita: ¿a qué Apocalipsis se refiere?
¿Estará quizá señalando la clave de los simbolismos
utilizados por Juan el evangelista? Con seguridad
comprendidos por sus contemporáneos, pero que a nosotros se
nos escapan.
—¿Y qué relación puede tener tu muerte con una discusión
teológica que, por otra parte, me consta que no te preocupa
gran cosa?
—Querido Francisco, si lo supiese dejaría de ser una
incógnita, y déjame proseguir que viene la tercera pregunta:
¿qué tiene que ver un banquero con la apocalipsis y qué
importancia ha de tener el vínculo para que el tal banquero
amenace al papa enviándole como aviso y señal el cadáver de
su vicecanciller?

Tierra Santa, abril, año 2000

Abril estaba siendo especialmente húmedo y frío en Palestina,


tanto en Jordania como en Israel no cesaba de caer una
insistente y en ocasiones torrencial lluvia que se
transformaba en nieve a cierta altura, pero esto no había
arredrado a la muchedumbre, compuesta mayoritariamente de
jóvenes llegados de los más variados países que, en religioso
silencio, soportaban estoicamente la fina lluvia cubriéndose
con paraguas, plásticos, gorros o, sencillamente, dejando que
el agua los mojase.
Juan Pablo II parecía dormitar, pero su mirada viajaba por
sobre las cabezas de la multitud y continuaba hilvanando sus
recuerdos.
Después de ser elegido papa olvidó por completo el encuentro
con su predecesor y el misterioso personaje que lo visitó
diciendo ser el bibliotecario del Vaticano.
Guardó en algún recóndito cajón el trozo de papel que le dio
Albino y en un probable pliegue de su cerebro la conversación
que mantuvo con el arzobispo de Milán.
Había demasiado trabajo que hacer en un mundo dividido en dos
bloques. Polonia, su patria, se hallaba en el sitio
equivocado, del otro lado del telón la Iglesia estaba
proscrita, y tampoco en casa las cosas andaban muy bien,
dentro del propio seno de la Iglesia católica apostólica
romana surgían movimientos, como el llamado de “liberación”,
que pretendía catequizar el tercer mundo participando de sus
revoluciones, los curas en traje de fajina con el fusil en
bandolera; y era precisamente en ese tercer mundo, el ancho y
extenso mundo de la pobreza, de la miseria y la explotación
inmisericorde, donde Jesucristo se alzaba desde lo alto de la
cruz confraternizando quizá con antiguos dioses y ritos aún
vivos en el escondido subconsciente del indígena como señal
de esperanza, y eran esos curas guerrilleros los que hacían
que el pueblo aguantase el hambre con la esperanza de un
cambio que no llegaba. También había jesuitas que en las
ciudades sacudidas por la violencia del Estado hacían frente
al poder.
Mientras así estaban las cosas en la mayor parte de ese
planeta que Dios creó en seis muy largos días, en el llamado
primer mundo, el espíritu de Sodoma y Gomorra planeaba por
sobre su grey, la sociedad de consumo anteponía en el orden
de prioridades el coche, la casa y las vacaciones a los
hijos, el escándalo llegaba a los extremos de publicitar en
televisión los condones, alentando a la juventud a la
concupiscencia promiscua; se hacía pública ostentación del
pecado nefando e incluso no faltaban sacerdotes que hacían
orgulloso alarde de su condición de homosexuales, el colmo de
la perversión se alcanzaba con la bendición de la legislación
laica, que amparaba a los homosexuales y se aceptaba la unión
de parejas del mismo sexo que pretendían, incluso, se les
facultase para la adopción de niños; el orden natural
amenazaba subvertirse. Quizá fuese esa extraña enfermedad que
afectaba a homosexuales y drogadictos el fuego del Señor,
sería acaso el equivalente de la lluvia de azufre y fuego que
hizo caer sobre las ciudades malditas, pero ellos parecen no
darse cuenta y continúan con sus abominables prácticas
degeneradas. Se preguntaba si podrían hallarse en cada ciudad
los cincuenta primeros justos que le concedió Yahvé a Abraham
para salvar a Sodoma.
No, decididamente la situación no estaba en aquel momento
para perder el tiempo investigando en los archivos secretos
del Vaticano en busca de un extraño Apocalipsis, apócrifo
para más datos. Así pensaba en ese tiempo; ahora, sin
embargo, pasados tantos años y ya apagados todos los fuegos
de la juventud, los del cuerpo y los del alma, veía las cosas
con otra claridad y comprensión, ya no era todo tan simple
como cuando, lleno de vigor, cogió el relevo de Pedro,
dispuesto a expulsar a latigazos si era menester a los
mercaderes del templo, y había comenzado con furia, a sólo
tres meses de encasquetarse la tiara ya tuvo su primera
audiencia con Andrei Gromyko, ministro de Asuntos Exteriores
de la, gracias a Dios, desaparecida Unión Soviética; arbitró
en el conflicto entre la República Argentina y Chile y viajó
a su Polonia natal, Varsovia, Auschwitz, Treblinca,
Majdanek... Separó tenuemente los entornados párpados y ya no
estaba en Palestina, se hallaba de pie soportando treinta
grados bajo cero con el pico entre las manos, golpeando las
congeladas piedras para sacar de ellas el carbón en la
cantera a cielo abierto de Zakrowek. Tenía veinte años y
comenzaba a aprender a resistir en silencio a dos tiranos,
Hitler y Stalin. En sólo treinta días Polonia había perdido
los veinte años de libertad que había tardado dos siglos en
conquistar. Ahora volvía a estar en Varsovia y era ya papa,
se vio a sí mismo en el pequeño cuarto que conformaba el
búnker del hambre del campo de exterminio de Auschwitz,
imaginando la escena: intento de evasión en el bloque 14,
diez judíos prisioneros son tomados al azar por el Lagerfürer
Fritsch, uno de ellos se rompe, las piernas le tiemblan y no
lo soportan, cae de rodillas e implora por su vida. Un hombre
se adelanta de entre las filas de prisioneros que observan
aterrorizados: “Yo ocuparé su lugar”. “¿Y tú quién eres?” “Un
sacerdote católico” es la lacónica respuesta.
El padre Maximiliano Kolbe murió en aquella celda en la que
él, el papa que vino del frío, como lo llamaban en Roma, le
rendía homenaje. Stanislas Kania, el ideólogo del partido
comunista polaco, cruzó con él una mirada acuosa y asintió
con un gesto de la cabeza, el acto fue transmitido por la
televisión oficial y alguien le dijo que Wojciech Jaruzelski,
al verlo, se había persignado. No es posible comprender la
historia de la nación polaca sin Cristo, le contestó a quien
se lo había contado.
Antes de cumplir un año de pontificado, su viaje a Turquía
haría su cuarta visita internacional pastoral, iniciando el
largo camino que habría de recorrer para convertirse en “el
papa viajero”.
¿Era esta visita que ahora efectuaba a Jordania e Israel su
87 u 88 viaje pastoral por el ancho mundo? ¿O quizá había
llegado ya al centenar? ¡Cuánta tierra recorrida! ¿En cuántas
lenguas había pronunciado bendiciones y homilías? ¡Cuánto
cansancio acumulado!, cansancio del cuerpo y del alma,
cuántas veces había vacilado su fe, sólo él lo sabía, cuanto
más arreciaban las dudas más debía aferrarse a la ortodoxia,
la razón no puede sino destruir la fe, sólo en Cristo se
puede hallar la salvación. Así comenzó su andadura, pero
ahora, en la vejez, había comprendido que la Iglesia se había
hecho fuerte y poderosa, no con Cristo sino a pesar de
Cristo, y allí estaba él pidiendo públicamente perdón por los
errores cometidos y aferrándose a la más pura tradición
cristiana. Había seguido sin duda el camino de Narciso hacia
la santidad, y como aquél, ya cerca del final, envidiaba a
Goldmundo, él pudo ser Goldmundo en su juventud, cuando en
aquel mundo bohemio del teatro conoció a ambos de la pluma de
Hermann Hesse, y le asustó el hombre que llevaba dentro, no
muy distinto de los otros, y eligió encerrarse en el
monasterio de Narciso.
Allá, en Roma, Alexandra, por indicación suya, estaría quizá
dinamitando los cimientos de la Iglesia, pero la duda no
creaba inquietud en su alma, Cristo debía prevalecer por
encima de las manipulaciones que tantos de sus antecesores
habían maquinado; otros, sin embargo, como Albino Luciani,
habían entregado su vida por tratar de que nada permaneciera
oculto al servicio de mantener una estructura de poder al
margen de las enseñanzas de Jesús.

Roma, julio de 1999

Desde la ventana del estudio de Alexandra della Rovere


alcanzaba a divisarse la cúpula de la catedral de San Pedro,
testigo monumental del genio multifacético de Miguel Ángel,
en esta ocasión como arquitecto, destacando al final del
dédalo de pequeñas azoteas y buhardillas pobladas de una
maraña de antenas de televisión y tendederos de ropa. No era
la mejor vivienda que podía encontrarse en Roma, pero
probablemente una de las mejores que podían obtenerse en el
centro con los magros ingresos que obtenía de los encargos
que distintas instituciones le hacían para la utilización de
sus conocimientos de paleografía. Cuando el trabajo escaseaba
siempre estaba su padre, pero ella tenía en mucho el orgullo
de ser autosuficiente.
El calor de julio la agobiaba, estaba completamente desnuda y
recibía el golpe del aire caliente que un ventilador recogía
por detrás de sus paletas para luego impulsarlo hacia
adelante igual de caliente, pero que al agitar sus cabellos
le daba una falsa sensación de frescor. Se pasó por la cara y
el cuello la fría superficie de un vaso con limonada en la
que tres o cuatro cubitos de hielo pegoteados entre sí
golpeaban las paredes interiores de la copa tintineando y
transmitiendo su frío al cristal, provocando que el agua de
la humedad del aire se condensara en su superficie,
induciendo la formación de fríos arroyuelos que se deslizaban
hacia su base, refrescando las ya húmedas manos de ella.
Había hecho un alto en la tarea de descifrar el texto de uno
de los rollos de Qumran. Era un trabajo muy interesante,
encargo del museo Metropolitano de Nueva York, interesado en
crear una sala dedicada a estos fabulosos documentos. Sus
amplios conocimientos sobre escrituras antiguas
mesopotámicas, que incluían el cuneiforme, el jeroglífico y
demótico egipcios y el arameo y hebreo primitivo, hacían que
su nombre fuera ampliamente conocido en el reducido círculo
de la arqueología y la paleografía; este encargo le
proporcionaría bastante dinero y podría buscar un piso mejor,
o quizá lo gastase en algo frívolo y superficial como mejorar
su aspecto. Se miró en el espejo y se dijo: Me voy a hacer
una liposucción, tengo el vientre y las caderas como una
matrona del renacimiento, y las tetas vacías y caídas. ¡He
aquí el resultado de cumplir con eso de poblar la tierra!
Tenía apenas treinta y cuatro años, debía también cuidar su
cuerpo, volvió a mirarse y moviendo lentamente de un lado al
otro la cabeza, dijo en voz alta dirigiéndose al espejo: Eres
un jodido cabrón que me hace la pelota, eres el único que me
dice que estoy más delgada de lo que soy, seguro que cuando
mi padre insistió en que me quedase contigo sabía que eras un
adulador, quizá lo hizo porque sabe que en caso de necesidad,
cualquier galería de subastas de arte me daría por ti una
fortuna, pero ¿cómo voy a desprenderme de ti?
Por un lado eres un regalo de papá y, por otro, el único que
me dice que no necesito la liposucción y silicona en las
tetas.
Qué, ¿te has dado cuenta ya?
Claro, caro lector, que sí, que has adivinado, que el espejo
de Alexandra soy yo, que no hace falta ser un lince para
advertirlo.
¿No soy acaso yo quien te está contando toda esta historia?
De todos modos, te ayudaré a atar algunos cabos, ¿Te suena el
nombre de Della Rovere? Sí, exacto, lo menciona unas páginas
más arriba Francisco, el primo del entonces cardenal Rodrigo
Borgia, como la posible mano negra que se escondía tras el
intento de asesinato del que fue objeto en Siena, cuando
Gabrielino le salvó la vida.
Bien, pues resulta que el tal Giuliano della Rovere, que era
en quien pensaba específicamente Francisco, fue años después
quien sucedió a mi más querido amo como vicario de Cristo con
el nombre de Julio II, y no fue precisamente este papa
“espejo” de virtudes cristianas, que fue tan bicho como mi
dilecto Borgia, pero frío y calculador y sin los encantos que
adornaban a mi primer amo, mas debo reconocer –nobleza
obliga– que fue mecenas de importantes artistas y a él le
debemos que Miguel Ángel, “más que mortal, divino”, en
palabras de Ludovico Ariosto, decorase con sus frescos la
cúpula y las paredes de la capilla que el papa Sixto IV –
también un Della Rovere– hizo construir; sólo el haber sido
el responsable de que nos quede esa pintura ha llenado de
razón su existencia y justifica su papado. Pues bien, un
hermano de este papa se enamoró de mí a primera vista, sí,
claro, era más bien gordito, ya sabes, por esta cualidad mía
de hacer que se vean algo más delgados, todos los gordos me
quieren. El caso es que desde entonces he permanecido en
poder de esta familia hasta llegar al padre de Alexandra,
que, poseído por su pasión arquitectónica –te anticipo aquí
que este hombre es muy dado a dejarse poseer por las más
variadas pasiones–, se entregó con brío a la tarea de
remodelar el viejo palacete familiar y, con la idea de hacer
un estudio con solera para disponer en él sus mesas de
dibujo, ordenadores y demás útiles de su profesión, demolió
un tabique que limitaba el espacio útil aprovechable del
desván, hallando detrás de éste un cementerio de muebles y
trastos viejos entre los que se encontraba... ¡Sí, sí, yo, el
inigualable, el único e inimitable espejo, facundo gárrulo y
locuaz! Y como es natural, quedó prendado de mis hechuras, me
rescató del más largo periodo de ostracismo en ausencia
completa de luz que he vivido, me limpió, hizo que
restaurasen algunas resquebrajaduras y desconchones del pan
de oro de mi marco y me instaló en un lugar de privilegio,
una vez que hubo acabado su estudio, y allí quedé, mudo
testigo de horas de trabajo de hacer planos, consultar
ordenadores, citas galanas, reflexiones sobre sus más íntimos
pensamientos, conversaciones telefónicas y terribles
revelaciones, hasta que un buen día apareció su hija
Alexandra de visita y nuestras miradas se cruzaron, en
realidad se enlazaron, se fundieron y se multiplicaron hasta
el infinito, ya que sus redondos y tiernos ojos de gacela
oscura llegaban a los míos que no eran otros que los suyos
que a ella regresaban, atravesaban la ventana de su pupila y
llegaban hasta el fondo de la retina desandando el recorrido
mientras en sus límpidas córneas, diminutos espejillos
convexos, mi propia imagen en ellos pequeña y regordeta, se
refleja y vuelve a mí, que la devuelvo y así en una eternidad
contenida en unos segundos hasta que ella rompe el hechizo
que nos ata y dice:
—¡Qué espejo tan bonito, papá!
¿De dónde lo has sacado?
—¿Te gusta? –pregunta él de forma ociosa.
—Sí, mucho –responde a lo obvio de la pregunta.
—Es tuyo.
Y ya el maridaje queda concertado, y vivo desde entonces
junto a ella la segunda etapa mejor de mi vida desde aquellos
inolvidables tiempos de Rodrigo –permíteme que, cuando me
refiera a él prescinda de etiquetas y apee el tratamiento, ya
que nadie como yo ha sido su más íntimo- Deja ahora que te
describa a Alexandra: es una mujer joven, inteligente,
sensible y bella, con una belleza inocente de cervatillo
asustado que de pronto se hace pícara cuando ríe, porque ella
nunca sonríe; cuando la sonrisa se dibuja, inicia primero
lenta y luego desbocada la carrera a la risa, siempre con ese
toque infantil descontrolado; ni alta ni baja, la talla justa
para fundirse en la multitud sin respirar el aire más puro
por encima del horizonte que separa la superficie capilar de
la marea humana ni el denso y contaminado por los efluvios
corporales de la biomateria humana que se ven obligados a
utilizar los bajitos, rubia oro en la infancia primera, sus
cabellos son ahora castaños oscuros y los lleva cortos y
alborotados, finos como el plumón de un ave joven se agitan
como las algas marinas a la más leve brisa; delgada y
estrecha de talle, se preocupa por unas inexistentes grasas
bajo su piel.
Entregada con entusiasmo a su trabajo, entre los caracteres
de las antiguas escrituras esconde sus frustraciones, dudas y
necesidades insatisfechas, y con la máscara de la
racionalidad cubre la cara de todas sus emociones contenidas.
Cuando el sentimiento de que su vida es un completo fracaso
la amenaza, se defiende exhibiendo ante sí misma la lista de
los secretos arrancados a quienes los habían ocultado entre
misteriosas escrituras milenios atrás.
Se casó muy niña, con apenas dieciocho años, “tremendamente
enamorada” de un estudiante norteamericano de arqueología.
¿Enamoramiento primero del despertar del sexo y la llamada
del instinto primario de correr con la pareja en busca de la
nueva cueva donde parir los cachorros? ¿O bien huida
desesperada del hogar que arropó su infancia y que se
fractura por la llegada de otra hembra que despierta en su
padre la necesidad de renovar en ella una juventud que siente
que se aleja con cada año que suma a los cuarenta? Cualquiera
que haya sido la causa, el efecto que le correspondió fue un
divorcio precoz cuando, pasados los primeros años, se deshace
el caramelo del enamoramiento que cubre la superficie y se
descubre un hombre desconocido que no se corresponde con el
que ella espera para compartir su vida, y allí se queda con
dos hijos de tres y cinco años y sus sueños aún vivos. Su
padre se opuso con firmeza al matrimonio, no con la firmeza
necesaria que quizá habría cambiado su vida; él no quiso
imponerle nunca actitudes, pensamientos o conductas, se había
limitado a enseñarle a razonar, darle su opinión y consejo y
rara vez repetía uno, solía terminar su plática diciendo: “Tú
decides, es tu vida, si te equivocas, no culpes después a
alguien, ha sido tu opción, si abres la puerta equivocada,
tuya será la responsabilidad de lo que halles al final del
pasillo, yo sólo puedo aconsejarte la que a mí me parece la
mejor de las opciones”. Probablemente su padre no quiso
asumir el compromiso de equivocarse por ella. Amaba a su
padre, lo amaba tanto, que tenía que demostrarle que era una
mujer que había sabido triunfar en la vida para que él no
supiese cuánto le había hecho sufrir la aventura que tuvo con
aquella mujer, aquella aventura que no se acababa, que
desembocó finalmente en el divorcio con su madre y posterior
casamiento con la advenediza, que había tenido el mérito de
dar a su padre esos remansos del río de la vida que llamamos
felicidad; sólo por ello la respetaba y hasta había llegado a
quererla.
Así es Alexandra della Rovere, mi actual dueña. Habrás podido
apreciar que la conozco muy bien; en realidad todo lo supe de
ella aquel primer día que se cruzaron nuestras miradas en el
estudio de su padre. A través de esos ojos conocí a las dos
Alexandras, la del cuerpo, que da forma al aire que lo rodea,
y la del alma, que es limitada por ese cuerpo.
Regreso ahora al escenario en que irrumpe Alexandra en este
cuento, ¿recuerdas? Estaba ella frente a mí diciéndome esas
tonterías de la liposucción y las tetas.
Dejó de hablar y sus ojos como avellanas se posaron en mi
fría superficie de cristal, pero no pude devolvérselos pues
no buscaba ella su reflejo; su mirada atravesó el plano del
cristal y siguió de largo perdiéndose en mi interior; yo la
veía a ella pero ella no, un brillo especial hizo refulgir
mil pequeñas estrellas en la superficie de sus córneas y, de
pronto, el llanto brotó inesperado, intempestivo, se habían
roto las barreras:
—¡Soy un fracaso! –decía, dirigiéndose a mí–. ¡Cómo echo de
menos a mis hijos! Papá, papá, ¡cuánto te necesito!
Hubiera querido consolarla, decirle que no había fracasado,
que así es la vida de los humanos, que todos llevan en su
interior la sensación del fracaso, que sólo los necios e
ignorantes se creen sus propias mentiras, que los que van de
triunfadores sólo tratan de disimular el mayor de los
fracasos, el desconocimiento de su propia ignorancia.
Entonces todavía no tenía el don de la palabra; de haberlo
tenido, le habría dicho que ella había triunfado en el más
difícil de los desafíos, había sabido amar sin condiciones, y
en ocasiones el trofeo de esta victoria es el desamor de
quienes amas; le habría dicho que este viejo y redicho espejo
que tanto ha visto y oído la ama.
Me estoy poniendo sentimental y eso es algo que un espejo no
se puede permitir, pues si lloramos, las lágrimas se escurren
por nuestra espalda separando el azogue del cristal y eso
para nosotros es envejecer y tenemos que recurrir al
restaurador, que viene a ser algo así como el cirujano
plástico de los espejos. Estoy pensando que...
sí, sí, pienso, como lo oyes, y aun a riesgo de que me dejes
con la palabra en la hoja, he de decirte que eres un tanto
zoquete. ¿Cómo podría hablar si no pensase? ¿Te ríes? Sí, ya
lo veo, tanto, que te ha dado un acceso de tos. ¿Cómo?
¿Que son legión los que hablan y no piensan, pues si pensasen
no hablarían? ¡Tocado! Tienes toda la razón, creo que
finalmente nos llevaremos bien tú y yo. En fin, olvida esa
tonta afirmación mía y acepta que pueda pensar tan sólo un
poco. Bien, te decía entonces que pienso que fue el amor y la
ternura, que el desamparo de Alexandra hizo nacer en mí lo
que finalmente decidió a quien mueva los hilos de este guiñol
en el que todos, humanos y espejos, somos marionetas, a
otorgarme el don de la palabra, que fue precedido por la
capacidad que, sin saber cómo, supe que tenía para
comunicarme con Alexandra, sólo con ella, utilizando los
caminos de entrada que se abren en la mente de los humanos
cuando el cerebro duerme.
Alexandra se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, me
miró y dijo:
—Basta de tonterías, sé que lo he hecho lo mejor que he
podido.
Vamos a relajarnos, a espirar hondo para expulsar toda la
energía negativa e inspirar profundo y lento para que la
energía universal me penetre y se distribuya por todo mi
organismo.
Dicho esto, luego de varias inspiraciones y espiraciones, se
sentó en el suelo con las piernas cruzadas, abrió los brazos
en cruz, sacudiéndolos en forma de ondas, y luego arqueó la
espalda hacia atrás hasta tocar el suelo con la cabeza, para
después retomar la posición de yoga y, cruzando los
antebrazos sobre el pecho, presionar los dedos pulgar y mayor
de cada mano comenzando a emitir un lento y progresivo
“ommmm” con la boca cerrada; de esta forma, su energía se
uniría a la de todos los que en ese instante estuviesen
haciendo lo propio, dejando así escapar su tensión emocional.
Al cabo de unos momentos, cesó en ello y dio dos o tres
soplidos profundos, luego me miró, o se miró, según se mire,
diciendo:
—Ya estamos mejor.
Habrás visto que ha utilizado la primera persona del plural.
Con seguridad Alexandra, en su subconsciente, sabía que yo
estaba allí, frente a ella, observándola y comprendiéndola.
Sucede con frecuencia que quien mejor entiende tus dudas, tus
manifestaciones y tus silencios, calle; suele ser más
elocuente el silencio bien dicho que la palabra mal callada.
Perdona que mi actual incontinencia verbal me lleve a decir
tonterías, soy consciente de que era más sabio cuando por
imperativo de la sustancia de las cosas inanimadas sólo veía,
oía y callaba, ahora no puedo dejar el chamullo.
El sonido de “rrrrrrrr” prolongada de la chicharra de la
puerta la sobresaltó, haciéndole exclamar:
—¡Joooder! No esperaba a nadie esa tarde. ¿Quién podría ser?
¿Franco, Sandrine?
“Rrrrrrrr”, la chicharra de nuevo.
—¡Ya voy! –dijo en un breve grito, y, doblando la lengua
mientras la mordía en un gesto muy característico de ella
cuando cogía un cabreo repentino y de corta duración, un
chubasco emocional podríamos decir, corrió a ponerse un
amplio vestido de falda larga, de tela cruda al estilo de los
viejos hippies de los años sesenta, repitiendo por lo bajo:
—¡Ya voy, carajo!
Aplicó el ojo a la minúscula mirilla telescópica y cuando
encontró finalmente el ángulo de visión adecuado, distinguió
del otro lado a un mensajero de uniforme con cara de pez
curioseando por detrás del cristal de la pecera.
—¿Qué quieres? –gritó sin abrir la puerta.
—Un mensaje del Vaticano.
Mierda, mierda, mierda, justo ahora que estaba en medio del
trabajo del museo de Nueva York se les ocurría venir con
algún encargo, y el puto de Carlo sin llamarla ni dejarle
ningún mensaje en el contestador; con seguridad la bruja de
su mujer no le daba un minuto de tranquilidad. Era domingo, y
los domingos los dedicaba a la familia.
¡Odiaba los domingos!
“Rrrrrrrrr”, insistía la chicharra.
—A éste lo reviento –dijo en voz alta mientras se dirigía a
la puerta.

Tierra Santa, finales del siglo XX

Abrió levemente los entrecerrados ojos: todo estaba igual,


parecía que el tiempo se hubiera detenido. Trató de controlar
el temblor del brazo derecho, que al llegar a la mano se
hacía tan intenso, que el papel que sostenía y que contenía
el texto de su alocución se batía como las alas de una blanca
paloma que, retenida, no pudiera levantar vuelo. Volvió a
cerrar los ojos y dejó que fuese su espíritu el que levantase
el vuelo de la mano de los recuerdos.
Fue el 8 de febrero de 1981, durante la entrevista que
mantuvo en Catinari con el jefe de los rabinos de Roma, el
rabí Elio Toaf, cuando afloró a la superficie de su
consciencia el asunto del que en forma tan confusa y
misteriosa le participó Albino Luciani y que mantenía
guardado en el fondo de su cerebro.
El rabí era un hombre culto y de mente abierta,
intercambiaron opiniones sobre los problemas que aquejan a
judíos y a cristianos; el rabí insistía en la cuestión del
judeocristianismo y la conversación derivó a los libros y
documentos sagrados. Fue entonces cuando Elio Toaf dijo algo
sobre los rollos del mar Muerto, los libros ocultos y los
libros proscritos, como la Apocalipsis de Esdras, y en ese
momento, aquel pequeño papel que Juan Pablo I depositó
subrepticiamente en su mano y las palabras que musitó en su
oído cobraron vida nuevamente y retornaron a la superficie de
la memoria.
Dejó al rabí con un compromiso de un nuevo encuentro en el
que debían acercar posturas entre el cristianismo y el
judaísmo. De regreso al Vaticano, decidió que debía hacer una
visita a la biblioteca. Se refrescó la cara con agua fría, el
verano de Roma lo agobiaba con su calor intenso y pegajoso y
le hacía añorar el clima fresco de su Polonia. Sin darle más
vueltas al asunto, se dirigió al templo de los libros
directamente desde sus habitaciones por el largo sistema de
pasillos y pasadizos, reservado sólo al papa y a sus más
allegados colaboradores. Por estos vericuetos se podían
recorrer todas las instalaciones del palacio Vaticano, la
Basílica de San Pedro y Sant.Angelo, viendo sin ser visto y
oyendo sin ser oído.
En puntos estratégicos, generalmente culos de saco ciegos y,
por tanto, fuera de la vista y acceso de quienes recorrían
los circuitos conocidos, se abrían puertas ocultas tras
tapices o muebles, que se desplazaban a mor de silenciosos
mecanismos y que permitían, a quien circulase por los
pasadizos secretos, incorporarse inadvertidamente a las zonas
conocidas.
Juan Pablo II andaba con ese paso rápido y atlético que debía
a su afición a la natación, adquirida en su juventud y que no
había abandonado, ya que nadaba a diario en la piscina de que
disponía para su uso exclusivo. Utilizaba los nuevos
corredores secretos, construidos a finales del siglo XIX, ya
que por ellos se podía acceder a la mayoría de las mil
habitaciones con las que estaba dotado el palacio.
Los pasadizos antiguos constituían una verdadera maraña que
guardaba aún algunos secretos, pues las murallas y palacios
databan de la baja Edad Media y del Renacimiento, y él, pese
a su curiosidad, no había podido explorarlos hasta el
momento. Estas galerías de reciente construcción que ahora
recorría, además de comunicar todas las dependencias del
Vaticano, constituían una vía de escape que posibilitaba que
en caso de emergencia el papa pudiese abandonar el recinto de
incógnito, ganando las calles de Roma desde una vieja casa
donde funcionaban las dependencias de una fundación para el
estudio de las manifestaciones Marianas; él la había
utilizado en alguna que otra ocasión para mezclarse entre la
gente como un ciudadano más.
Absorto como estaba en sus pensamientos, pasó de largo el
desvío que lo llevaba a la biblioteca una decena de metros.
Al percatarse del error, se detuvo bruscamente y, al volver
sobre sus pasos, algo llamó su atención en la pared, observó
con atención y le dio la impresión de que un sector de ésta
parecía ser el cierre o condena de una abertura, que pensó
podría haber pertenecido a alguna vieja puerta que diera
acceso a la biblioteca y que había sido condenada. Volvió
sobre sus pasos y halló la puerta que franqueaba el acceso
privado a la biblioteca.
Era la primera vez que lo utilizaba. Al traspasar la puerta
comprobó que ésta daba a una sala de regulares dimensiones en
la que se disponían algunos muebles: una mesa de madera con
seis sillas a su alrededor, una mesa de lectura con la tabla
inclinada graduable a modo de atril y su correspondiente luz
incorporada a un flexo, un cómodo sillón, que asistía a la
mesa...
La puerta se cerró tras él automáticamente, y entonces, casi
inconscientemente, dirigió su vista a la derecha, hacia donde
debía de haberse abierto la puerta que había sido cancelada,
y tuvo la impresión de que la distancia que mediaba desde
donde se encontraba hasta la pared que ponía final a esa
estancia era menor que la que había recorrido en el exterior.
De ser así, la supuesta puerta debía de ser un acceso a un
pasadizo que, probablemente, comunicaría con alguna
dependencia oculta de la biblioteca.
Una puerta se abrió en la pared opuesta, entrando al cuarto
un hombre alto y delgado, casi completamente calvo y provisto
de unas gafas de montura de carey y gruesos cristales, vestía
un guardapolvo azul; se dirigió a Juan Pablo II e inclinando
una rodilla le besó el anillo diciendo:
—Santidad, es un grato placer que honréis la biblioteca con
vuestra visita.
—Levántate, hijo mío, era ya tiempo de que viniera, es una
deuda que tenía con Juan Pablo I.
—Decidme, Santidad, ¿qué deseáis saber? O ¿qué libro queréis
consultar?
—Quiero que me traigas los libros de Esdras.
—Santidad ¿queréis unas fotocopias de Crónicas y de los
libros 1 y 2?
—Hijo, no pensarás que he recorrido estos corredores para
pedirte la fotocopia de algo que está entre las páginas de la
Biblia que tengo en mi habitación.
—No os comprendo, Santidad.
—Quiero que me traigas la Apocalipsis de Esdras.
—Pero, Santidad, la Apocalipsis que me pides forma parte de
los libros apócrifos de Esdras, el segundo libro para ser más
preciso.
—No agotes mi paciencia. Por supuesto que se trata de libros
apócrifos; de ser canónigos estarían incluidos en el Antiguo
Testamento y no estaría yo aquí en estos momentos.
—Santidad, en ese caso debo llamar al custodio y encargado de
los libros de consulta restringida.
—¿Qué haces entonces que no vas a por él?
—Ya mismo, Santidad.
Y haciendo una genuflexión, desapareció por la puerta por la
que había entrado.
¡Libros de consulta restringida! Hasta entonces había creído
que ningún libro debía ser restringido. Poco después
ocurriría el acontecimiento que cambiaría su actitud con
respecto a la libertad de pensamiento y lo haría más
conservador. Pasaron más de diez minutos, no sabía bien
cuántos, pero ya había rezado un rosario completo y comenzaba
a impacientarse. Se dirigió hasta la puerta por donde había
desaparecido el funcionario que lo recibió y al que no había
preguntado su nombre; mal hecho, se recriminó, siempre se
debe saber con quién has hablado o quién te ha atendido para
cualquier servicio.
En la puerta había una gran mirilla con una rejilla de bronce
con pequeños orificios a través de los que se podía ver con
nitidez el largo pasillo, flanqueado por anaqueles que
llegaban hasta el techo a una considerable altura, que debía
aproximarse a los cinco metros. Ya estaba a punto de
eclosionar su fuerte genio polaco y se disponía a abrir la
puerta para ir en búsqueda de algún responsable sobre el que
descargar su enfado, cuando en el fondo del corredor,
tenuemente alumbrado, vio avanzar a paso acelerado una
delgada figura que vestía una sotana negra a la vieja usanza,
que le llegaba hasta los tobillos, que se prolongaban en unos
grandes zapatones también negros. Las largas zancadas del
personaje hacían flamear la sotana como una bandera al
viento. Al llegar a la puerta, con la inercia de la prisa que
llevaba, la abrió con brusquedad, dándose de bruces con el
papa. El inesperado encontronazo le hizo dar un respingo y
emitir un pequeño y ahogado grito:
—¡Santidad!
—T£ no eres Lorenzo, el encargado de los archivos secretos –
le increpó recordando a aquel parco fraile español que lo
atendió en su primera consulta.
—No, Santidad, mi nombre es Marcos, el sector de la
biblioteca a mi cargo es tan sólo restringido al público en
general, pero disponible para estudiosos, bibliotecarios,
investigadores o cualquier persona acreditada por una
universidad o centro de estudios religiosos de cualquier
signo. Fray Lorenzo se cuida ahora de los archivos secretos.
Me ha comunicado el bibliotecario mayor que deseáis consultar
un apócrifo.
—Así es, quiero que me traigas un ejemplar de la Apocalipsis
de Esdras, y no quiero estar toda la mañana en esta oscura
habitación.
—No tardaré nada, Santidad.
¿Quiere su Santidad que le haga servir un té o un refresco
mientras espera?
—Lo que su Santidad quiere es disponer del dichoso libro de
una buena vez.
Sin añadir más palabras, el personaje de la sotana se alejó
con tal velocidad, que parecía volar sobre el suelo.
No habrían transcurrido ni diez minutos cuando reapareció
llevando en la mano un libro encuadernado en tapas de cuero
del tamaño aproximado de un misal, y con la voz agitada por
el sofoco de la carrera se dirigió al papa diciendo:
—Santidad, aquí tenéis, se trata de una edición realizada en
Brujas en el año 1783. Una verdadera joya para un bibliófilo.
—Bueno, me lo llevo para leerlo con calma en mis aposentos.
—Santidad, debéis firmarme un recibo –y dicho esto le
extendió un talonario y un bolígrafo.
Al leer el recibo que se aprestaba a firmar, el código de
catalogación le llamó la atención y, metiendo la mano en el
amplio bolsillo, extrajo de sus profundidades aquel trozo de
papel que Albino Luciani le dejó disimuladamente entre los
dedos, lo leyó y notó que difería del que figuraba en el lomo
del ejemplar que le habían traído.
—No es éste el que estoy buscando. Toma nota de esta
catalogación –dijo, extendiendo el papel al padre Marcos– y
ve por él.
El cura tomó con extrañeza el arrugado trozo de papel y luego
de leerlo demoró unos instantes mientras localizaba
mentalmente los datos de catalogación, para luego decir:
—Lo siento, Santidad, esta catalogación pertenece a la de los
archivos secretos y su acceso es permitido a un muy reducido
grupo de personas, y, además, requiere la autorización
expresa del portavoz de su Santidad, o bien del
vicecanciller, el secretario, el jefe de protocolo y algunas
pocas más que su Santidad desee nombrar. Es curioso, pero en
la última semana su Santidad es la tercera persona que se
interesa por esta obra.
—¿Quién más te la ha solicitado?
—Una señorita con acreditación de la biblioteca Ambrosiana de
Milán y un caballero historiador con credencial de la
Universidad de Barcelona, que dijo estar escribiendo un
tratado sobre los libros apócrifos.
—¿Tomáis nota de los datos personales de quienes consultan
obras como ésta?
—Todos los visitantes de la sección restringida son
registrados con sus señas particulares en el libro de
registro de visitantes.
—Podrías, entonces, facilitarme sus señas.
—Por supuesto, Santidad.
—Cuando las tengas, hazlas llegar a mi secretario. Dime,
Marcos, ¿Cuántos años llevas en este cargo?
—Cinco, Santidad.
—¿Alguna vez mi predecesor, el papa Juan Pablo I, te pidió o
consultó sobre este libro?
—No, Santidad, pero si hubiera estado interesado en ello
habría tenido que hacerlo, como vos mismo, en los archivos
secretos.
—Supongo que no puedes pedirle a fray Lorenzo que me traiga
aquí el documento.
—Ningún documento puede salir del recinto de los archivos
secretos, esta orden emana directamente de su Santidad, ha
sido así por siempre, al menos que yo sepa.
Debéis dirigiros personalmente a fray Lorenzo.
El papa se levantó dando por concluida su visita, y Marcos se
inclinó para besarle la mano mientras el Pontífice hacía con
dos dedos extendidos la señal de la cruz sobre su cabeza.

Palestina, finales del siglo XX

La Virgen lo estaba ayudando en este –siempre creía que sería


el último– viaje pastoral. Palestina lo recibía con un clima
de relativa paz, producto de un alto de la intifada.
A través de la rendija de sus entrecerrados ojos la marea de
multicolores cabezas se extendía más allá de lo que él podía
distinguir, perdiéndose en una fluctuante línea del horizonte
que soportaba en inquebrantable voluntad la persistente
lluvia.
La Iglesia goza de excelente salud, se dijo, pese a tanto
agorero había acercado posiciones con las distintas sectas
del cristianismo e incluso se estrechaban vínculos entre las
tres grandes ramas del monoteísmo abrahanita; finalmente,
judíos, cristianos y musulmanes provenían de un culto único a
Elohim o Yahvé, el Dios de Abraham.
Ni que decir tenía que la salud de las finanzas tanto de la
Santa Sede como del Estado Vaticano, cuyas cuentas se
llevaban por separado, era excelente, se había cerrado el
balance de la primera el pasado año con un superávit de más
de 5.000 millones de dólares.
¡Dios mío!, se dijo, ¿acaso será pecado disponer de tanto
dinero? Y con éste iban ya siete años consecutivos de
balances positivos.
También las cuentas de la ciudad dejaban un saldo a favor de
casi tres millones de dólares a sumar a los cerca de diez que
quedaron del 98, todo ello sin tener en cuenta que, además,
se habían rehabilitado edificios, se habían construido nuevos
accesos a los museos vaticanos y, para dar facilidades a sus
775 habitantes e incontables visitantes, se había construido
un aparcamiento subterráneo de enormes proporciones en la
cercana colina del Gianicolo.
El arzobispo Sergio Sebastiani, presidente de la prefectura
de asuntos económicos, así se lo hizo saber tranquilizando su
conciencia cuando añadió: “Además, Santidad, está el óbolo de
San Pedro”. Sí, pensó en ese momento, el impuesto religioso,
voluntario o forzoso según el país de que se tratase, y el
proveniente de las limosnas, esas contribuciones que rascan
de los bolsillos de su miseria los ciudadanos más pobres de
los países más ricos para sostener a los ciudadanos más ricos
de los países más pobres; pero en este caso, él mismo había
tomado a su cargo dar las instrucciones para que los 55
millones de dólares que en el año 99 había recaudado el óbolo
de San Pedro se distribuyesen en el eufemismo del tercer
mundo, principalmente África y América Latina, pues los
desastres naturales se ensañaron, como siempre, con los más
desprotegidos.
El Estado Vaticano tenía además el monopolio del comercio, el
turismo y los viajes organizados; de las finanzas tanto del
Estado Vaticano como de la Santa Sede se hacía cargo el
I.O.R.
–Instituto para las Obras de Religión–, al que se vinculaban
algunos bancos, como el Ambrosiano y la Banca del Lavoro o la
Banca Chigui, y en todo ello quiso meter las narices su
predecesor, Albino Luciani, él no sabía entonces, ni ahora,
mucho de números, pero se imaginaba que esa ingente cantidad
de dinero invertida con mediano acierto debería dar una renta
difícilmente imaginable. Seguía sin saber si el asunto de la
Apocalipsis se relacionaba de algún modo con la trama
financiera, pero por lo que Albino Luciani le había confiado
en aquella entrevista, suponía que sí.
Quizá nunca había estado tan sólida la salud económica de ese
pequeño estado independiente, de apenas 44 hectáreas, con su
propia moneda, la lira vaticana, correo, un periódico,
L.Osservatore Romano, un semanario: L.Osservatore della
Domenica, una agencia de prensa: Fides, Radio Vaticano, que
emite en 33 lenguas, una cadena de televisión y hasta
estación de ferrocarril. Él era apenas un niño cuando en 1929
Benito Mussolini firmara en representación del rey Víctor
Manuel III el pacto de Letrán, que concedía la soberanía
absoluta y categoría de Estado al territorio del Vaticano.
No sabía qué se escondía en ese libro que Alexandra della
Rovere trataba de descifrar por expreso pedido suyo, pero
había muerto mucha gente para evitar que eso ocurriese y
entre esos muertos sospechaba que podía incluirse a Albino
Luciani, y posiblemente al servicio de los mismos intereses
estaban los que pagaron y guiaron la mano de Alí Agka. A su
regreso al Vaticano ultimaría los detalles para conseguir del
gobierno italiano el indulto de éste; tendría que hablar
nuevamente con él y luego haría público el tercer misterio de
Fátima, que, habiendo sido escrito en 1944 por sor Lucía, la
única sobreviviente de los tres pastorcillos a los que se
apareció la Virgen, había sido mantenido en secreto por todos
los papas que lo habían precedido.
En esos inagotables minutos su mente jugaba con el tiempo y
toda su vida tenía cabida en sus recuerdos, que, dotados de
voluntad propia, viajaban erráticos hacia atrás o hacia
adelante sin someterse a orden alguno que él quisiera –que no
quería– imponerles. Retrocedió así diecinueve años,
encontrándose nuevamente en febrero de 1981, cuando, tras
bendecir a Marcos, el encargado del sector restringido de la
biblioteca, se dirigía a los archivos secretos. Recordó su
anterior visita, cuando aún no había sido elegido papa: el
padre Lorenzo, ese jesuita español de carnes magras y gesto
avinagrado, lo había recibido con frialdad, negándole toda
facilidad y respondiendo a sus requerimientos que sólo el
papa podía autorizar el acceso a ese documento; en ese
momento no había papa que lo autorizase, pero ahora el papa
era él, y ya comenzaban a impacientarle las dificultades para
hacerse con la dichosa Apocalipsis.
El recibimiento que le brindó el padre Lorenzo no fue muy
distinto del que obtuviera cuando era el cardenal Karol
Wojtyla; sólo lo diferenció una genuflexión y el tratamiento
de Santidad, por lo demás, la misma seca frialdad.
Tomó el trozo de papel con la codificación, la estudió unos
segundos y luego dijo:
—Santidad, necesito al menos un día para hallar este
ejemplar.
Os ruego que esperéis hasta mañana y lo llevaré a vuestras
dependencias.
—Tómate tu tiempo, hijo mío, mañana regresaré. Una cosa más,
¿has conocido personalmente a Juan Pablo I?
—Sí, Santidad.
—¿Ha consultado él este libro?
Demoró unos segundos en contestar, dando antes una mirada en
semicírculo como queriendo comprobar si alguien los
observaba, aun cuando era evidente que estaban solos.
—Para contestar debería comprobar las hojas de consulta;
mañana os daré la respuesta.
Al día siguiente, cuando pidió a su secretario que hiciese
venir a fray Lorenzo a su presencia, le comunicaron que se
hallaba en cama afectado de una repentina enfermedad, y ya no
pudo volver su atención al apócrifo, al día siguiente
iniciaría su noveno viaje pastoral que le consumiría once
días, del 16 al 27 de febrero, en los que visitaría Pakistán,
las islas Filipinas, Japón y las islas de Guam y Anchorage,
estas últimas de soberanía estadounidense.
No recordaba bien sus actividades, y al regreso de este viaje
todo quedó absorbido por aquel fatídico 13 de mayo de 1981
que marcó un hito, estableciendo un antes y un después en su
vida. Circulaba por la plaza de San Pedro antes de dar la
audiencia general cuando, en una confusa amalgama en la que
no había límites, se mezclaron el estallido de unos petardos
y una especie de golpes sordos sobre su cuerpo que lo
empujaron hacia atrás, haciéndolo caer, sólo una fracción de
segundo antes de que Alois Esterman, el capitán de la guardia
suiza a cargo de su custodia, se cruzase delante suyo en un
intento apenas tardío de interponerse entre él y las balas
que lo golpearon. Le llamó la atención una anormal agitación
en un sector del público donde guardias y carabineros
forcejeaban con un hombre joven, moreno, de pelo muy corto y
de aspecto mediterráneo; luego tuvo la sensación de un
líquido espeso y tibio en su piel y, al ver sus blancas
vestiduras teñirse de rojo, tuvo conciencia de que había sido
tiroteado, después voces apremiantes, unos instantes
interminables en los que sentía que su vida se le escapaba
con la sangre mientras venía a su mente el tercer misterio de
Fátima, que ningún papa antes que él había querido revelar, y
se vio a sí mismo como el obispo blanco que ascendía al monte
coronado con las tres cruces mientras era tiroteado, luego el
ulular de las sirenas y la llegada al hospital Gemelli. No
perdió la consciencia hasta que la mascarilla que el
anestesista colocó sobre su cara dio comienzo a su tarea.
Supo después que la intervención quirúrgica que salvó su vida
duró seis horas; cuatro días después, desde su cama en el
hospital, recitó el Angelus y rezó por Mehmet Alí Agka, el
hermano que le había disparado y al que sinceramente había
perdonado, pues no había sido responsable de sus actos sino
un instrumento para que se cumpliesen los designios del
Señor.

Jerusalén, año 33

El cielo estaba encapotado, el sol oculto bajo una espesa


capa de nubes escamoteaba su luz a la tierra, en la que la
noche había desplazado al día en cuestión de minutos, ahora
las nubes parecían a punto de partirse y dejar escapar el
agua encerrada que caería con fuerza sobre los pocos curiosos
que aún quedaban esperando el último suspiro de los tres
crucificados que alimentaban el morbo de la plebe. Era pues
el momento apropiado, José se aproximó al guardia que,
arropado con un grueso paño descansaba su cuerpo apoyándose
en el pilum. Al verlo aproximarse se irguió en actitud
respetuosa, conocía a José de Arimatea y sabía que se trataba
de un magnate judío que gozaba del favor del mismo Poncio
Pilato.
José se dirigió al soldado romano llamándolo por su nombre:
—Ave, Longino.
—Ave, José, ¿qué deseas?
—Es tarde y se aproxima el comienzo del Shabat, la noche ha
caído repentina y los truenos amenazan un pronto aguacero,
todos queremos regresar a casa y las familias deben hacer los
ritos funerarios y enterrar a los muertos antes de la puesta
de sol, o deberán esperar hasta el domingo.
—Para ello es necesario que los ajusticiados expiren.
—Dos de ellos ya lo han hecho, ya que les han quebrado las
piernas, y el tercero, Jeshua, a cuya familia protejo, está
próximo a dar su último suspiro.
—¡Oh, José!, poco sabes de crucifixiones, el reo puede aún
aguantar un par de horas.
—Entonces ayudémosle acortando su tormento.
—¿Cómo había de hacerlo? Me has pedido que no le quiebre las
piernas y que lo hiera superficialmente con la lanza. ¿Qué
más he de hacer por la moneda que me has dado?
En esos momentos el crucificado emitió un ronco quejido,
entreabrió los resecos labios y dijo:
—¡Agua! ¡Por piedad, dadme un poco de agua!
José aprovechó la intervención de Jeshua para insistir:
—Ya ves, Longino, sólo tienes que acercar a su boca esta
esponja empapada en veneno y no vulnerarás la ley y te habrás
ganado esta otra moneda de plata.
Longino miró la moneda y, tomándola de la mano de José, dijo:
—Dame la esponja.
Y clavándola en la punta del pilum la aproximó a la boca de
Jeshua diciendo:
—¿Tienes sed, judío? Pues bebe.
Los pocos asistentes que aún había se aproximaron extrañados
del gesto de piedad del guardia. Jesús sorbió con fruición de
la esponja y luego de tragar con avidez lo que pudo extraer
de ella torció la boca en un gesto de repugnancia tratando
sin éxito de escupir lo que aún le quedaba entre los labios.
Longino, asustado de que alguno de los asistentes descubriese
lo que había hecho, reaccionó con rapidez y, dirigiéndose al
crucificado, le dijo con voz tronante:
—¡Eh!, rey de los judíos, ¿no te ha gustado el vinagre?
Todos prorrumpieron en risotadas, que fueron acompañadas por
una risa nerviosa de Longino, aliviado de haber salvado la
situación.
A los pocos minutos, Jeshua gritó:
—”Elohim, Elohim, ¿lema sabactani?” –Y exhalando un hondo
suspiro su cabeza cayó hacia delante y se aflojó todo su
cuerpo. Era la hora nona.
En ese momento, las nubes reventaron y el agua cayó con
violencia haciendo escapar a toda prisa a los curiosos que
aún quedaban, Longino se cubrió como pudo con el manto y
gritó tratando de hacerse oír por sobre el fragor de la
tormenta:
—Ya podéis llevaros el cuerpo.
Jacob, el más joven de los hermanos de Jeshua y el único que
lo había seguido, ayudado por Juan, también el único de sus
discípulos que lo acompañó hasta la cruz, y con la asistencia
de Longino, a quien José había dado para ello otra moneda,
descendieron el cuerpo inerme de Jeshua y se dirigieron con
él hasta un huerto de olivos, vecino al lugar de la
crucifixión y en el que había una caverna con una gran piedra
a un costado capaz de ocluir por completo la entrada, como si
se tratase de un sepulcro que alguien hubiera preparado y que
finalmente no hubiese sido utilizado. Esperaron el regreso de
José de Arimatea, que había ido a ver a Pilato para obtener
su permiso para el enterramiento. Éste se extrañó de que
Jeshua ya hubiese muerto e interrogó con la mirada al
centurión, que lo corroboró; compró luego José una sábana de
fino lino para hacer el sudario y regresó con Nicodemo, que
llevaba mirra y óleo para ungir el cuerpo.
Cuando llevaron el cuerpo a la cueva, Miryam, la madre y su
hijo Jacob lo acomodaron con delicadeza en el suelo de la
caverna. Miryam de Magdala, llamada por ello la Magdalena,
bañó con su llanto el cuerpo de Jeshua mientras cubría su
rostro de besos y se arrancaba mechones de cabello y se
surcaba las mejillas con las uñas dejando en ellas rojos
regueros de sangre.
Cuando el cuerpo estuvo lavado y vendado y cubierto por el
sudario, al ver la cara de Jeshua cubierta por completo,
Jacob detuvo a las mujeres y dijo:
—Descubridle la cara.
—¿Es que acaso va a respirar?
–le recriminó la Magdalena.
—Así lo ha querido él –contestó José de Arimatea apoyando a
Jacob.
—Es ya muy tarde –dijo con voz nerviosa Jacob mirando el
cuerpo yacente–. Todos sois testigos de que mi hermano, el
rabí, ha muerto; cerremos ahora la sepultura y regresemos a
Jerusalén.
Miryam de Magdala no dejaba de ir cada día al huerto donde
estaba la sepultura de Jeshua, allí se sentaba frente a la
gran piedra que obstruía la entrada y allí lloraba
desconsoladamente hasta que el sol caía tras el horizonte. El
primer día trató de mover la piedra para ver por última vez
el rostro que había quedado descubierto, pero eran necesarias
al menos cuatro personas para moverla.
Al tercer día, cuando se acercó a la sepultura comprobó con
asombro que la piedra había sido movida y reposaba a un lado
de la entrada, corrió precipitadamente hasta el interior para
hallarlo vacío. En el suelo yacían las vendas y, algo
apartada, cuidadosamente doblada, la sábana que había traído
José de Arimatea y le había servido de sudario. En la parte
que había cubierto su rostro, y que Jacob le había obligado a
retirar, se veía con nitidez la impronta de la cara de Jeshua
dibujada con su sangre.
Salió al exterior gritando enloquecida:
—¡Ay de mí! ¡Se han llevado el cuerpo de mi amado Jeshua y no
sé qué ha sido de él!
Y se mesaba los cabellos y desgarraba las vestiduras en medio
de grandes muestras de dolor cuando apareció ante ella un
hombre, cubierto su cuerpo con un manto y su cara con un
velo.
—¿Quién eres? ¿Acaso el dueño del huerto que ha cambiado de
lugar la sepultura de mi señor?
—Miryam de Magdala, ¿quieres ver nuevamente a Jeshua?
—Oh, sí, te lo ruego, condúceme hasta donde su cuerpo reposa.
—Sígueme entonces.
Y la guió hasta lejos de las murallas de Jerusalén, donde a
la sombra de un sicomoro apareció la figura del rabí
demacrado el rostro por el sufrimiento.
Quiso abalanzarse sobre él para rodearlo con sus brazos, pero
la figura de la cara embozada la retuvo cogiéndola de un
brazo y, con una voz que recordaba mucho a la de Jacob, le
dijo:
—No lo toques, primero regresa a Jerusalén, reúnete con los
discípulos y diles que el rabí ha resucitado, que en su
momento les visitará por una única vez y luego no volverán a
verlo. Cuando hayas cumplido ese encargo, regresa aquí.
La Magdalena cumplió lo que se le pidió y nunca más supo
alguien de ella.

Siena, finales del siglo XV

Regreso con mi cuento a la época que me es más entrañable,


sin duda por ser la de mi nacimiento.
Si bien se suele decir que todo tiempo pasado fue mejor, yo,
en razón del largo –en comparación del vuestro– tiempo que
llevo siendo testigo de las repetidas tonterías que los de
vuestra especie cometéis sin que al parecer toméis de ellas
las experiencias que os permitan evitarlas en el futuro,
puedo decir que desde mi cristalino punto de vista no ha
habido para mí tiempo mejor que aquel que me tocó compartir
con el papa Borgia.
Aprovecho este momento en que me dirijo a ti, nuevamente en
forma directa, para aclararte que no obstante no haber sido
testigo directo de los hechos relacionados con Juan Pablo II
–como te podrás imaginar–, he tenido conocimiento de ello por
vía de múltiples reflejos, que comprenden una legión de
agentes de las más diversas guisas, que van desde las gotas
de lluvia o rocío o las córneas de millones de ojos que se
pasan el en ocasiones muy fugaz testigo de uno a otro, así
hasta llegar a mi pulida superficie. ¡Ya lo sé! Que esto ya
lo he dicho antes, algunas páginas atrás, en la introducción
para ser más exacto, pero antes hablaba de generalidades y
ahora lo hago de particularidades, y no seas quisquilloso,
que tú eres un lector detallista, pero muchos otros pasan las
hojas a vista de pájaro o, lo que es peor, en ocasiones la
mente vuela lejos de la lectura, dejando alguna página en
blanco, de modo que quizá ellos agradezcan esta ayuda, no los
pájaros, sino los lectores despistados.
Francisco escuchaba a su primo con esa expresión de estúpida
y devota atención que se imprimía en su cara cuando no
alcanzaba a entender los razonamientos de Rodrigo.
—La fortuna ha traído a Gabrielino a mi lado para evitar mi
muerte y, quizá si desentrañamos el misterio que encierra
este mensaje, salgamos de la situación aún con ventajas, ya
que todo esto suena a algún tipo de secreto que no debe
conocer la luz; si nosotros logramos penetrar en él, sin duda
seremos aún más poderosos. Ya sabes, Francisco, que el
conocimiento es poder.
—¿Debemos pedir cuentas de ello a los Chigui? Podíamos acudir
al papa para que los llame a capítulo.
—Nada más lejano a eso, en principio no tenemos ninguna
prueba, ni siquiera alguna evidencia en que fundamentar la
sospecha, nuestro único indicio es el reconocimiento que
Gabrielino ha hecho de uno de los esbirros de Agostino
Chigui; debemos, por tanto, averiguar de qué se trata sin
alertar al enemigo.
—¿Hemos, pues, de ocultar al papa el ataque de que hemos sido
objeto?
—No, Francisco, esa gente ha enviado un mensaje al
Piccolomini y se lo daremos, pero no haremos mención a los
Chigui, ya que si consigo hacerme con el secreto y evitar su
divulgación, quizá los Chigui se conviertan en amigos y
protectores de quien, no dudes, será en su momento el vicario
de Cristo.
—Regresemos entonces cuanto antes a Roma a dar cuenta al papa
de lo sucedido.
—No tan deprisa. Primero debemos hacer algunas
averiguaciones. Aprovecharemos que tu madre vive aquí. No, no
nos iremos sin antes tomar ventaja sobre quienes nos han
atacado... Dentro de tres días será el dos de julio.
—¿Y qué? –le interrumpió Francisco.
—”No fotis”, Francisco, ¿tú eres de Siena y no sabes qué pasa
el dos de julio?
—¿El palio?
—Francisco, en ocasiones pareces tonto, por supuesto que me
refiero al palio. Tú te encargarás de averiguar en qué
contrada están las preferencias de los Chigui y Gabrielino se
las apañará para saber cómo están las apuestas, los sobornos
y las trampas. Yo haré que Agostino Chigui quede deudor mío
por una cantidad tan grande como la que sea capaz de apostar,
ya me encargaré yo de que esa cantidad valga el rescate de un
rey.
Ese dos de julio se presentaba fresco en Siena, pese al cielo
de un intenso azul celeste sin un discreto esbozo de nube que
lo maculara y con un sol que, como un disco de oro, refulgía
en él. Eran las doce del día y todo Siena bullía en
preparativos para la carrera que comenzaría a las siete;
acabada la hora de la comida, cada contrada llevaba su
caballo a bendecir y en las baldosas de la iglesia de cada
barrio repicaban, amplificándose, los ecos de los cascos de
los equinos, mientras el cura, haciendo sobre sus nerviosas
orejas la señal de la cruz, les decía: “Ve caballito, corre y
regresa triunfante”. Por esa extraña virtud de los ruegos a
las vírgenes y santos del cielo, cada uno de los que recibía
exacta bendición en la que no variaba una coma o un acento
salía de la iglesia imbuido en la sensación de ser el elegido
para hacerse con el palio, ese estandarte con la figura de la
virgen.
Ya son las cinco de la tarde y Gabrielino se abre paso entre
las gentes que componen el cortejo en que se representan los
catorce grupos; en ellos están presentes las comunas, las
ciudades de la república, las corporaciones y las contrades.
En desordenada disciplina desfilan caballeros con vistosos
ropajes, acompañados de sus pajes, soldados de refulgentes
armaduras, alabarderos, arqueros y ballesteros y, encabezando
el desfile de cada contrade los abanderados que compiten en
la habilidad de lanzar al aire los estandartes, haciéndoles
describir graciosas figuras para luego recogerlos al vuelo
con precisión y soltura. El centro del cortejo está ocupado
por el carro de la república, que, arrastrado por una yunta
de bueyes blancos, es portador del palio.
Las vistosas y costosas galas bufonescas de Gabrielino le
permitían acceder a todos lados, pues nadie dudaba de que
sirviese a persona principal. Había así averiguado que entre
las siete contrades que tenían asegurada una plaza en la
carrera por no haber participado en la pasada edición se
encontraba la de la Oca, a la que pertenecía Silvio, el menor
de los hijos de los Chigui, joven alocado –como todo hijo de
buena familia– muy aficionado al juego. Se daba el caso de
que el caballo del barrio de la Oca era el gran favorito, ya
que era capaz de correr el circuito sin jinete y con vocación
de victoria, y esta carrera la ganaba el caballo que primero
cruzara la meta con o sin caballero, pues todo era lícito en
“el palio”.
Cuando se dio a conocer como sirviente del cardenal Rodrigo
Borgia, Gabrielino fue recibido con prontitud por Silvio
Chigui, que, rodeado de su corte de aduladores y compañeros
de francachelas, aparentaba una displicencia e indiferencia
que estaba muy lejos de sentir.
—En pequeña estima me tiene tu amo cuando tan pequeño
embajador me envía.
Risotadas y aplausos de los lameculos.
—El tamaño del mensajero tiene en este caso el valor del
mensaje, mi señor.
—Mal me huele el mensajero, así ha de apestar el encargo –
dijo apretándose la nariz con los dedos pulgar e índice de la
mano derecha y desviando la cara hacia un costado, entre los
festejos de sus parciales.
—Tienes razón, mi señor, pequeña es la encomienda pues sólo
de dinero se trata y ello es negocio baladí para el
vicecanciller de la Iglesia.
—No te comprendo, enano, ¿acaso quiere el cardenal un
empréstito?
—Oh, no, no, mi amo sólo quiere apostar contra el caballo de
la contrade de la Oca, que tiene entendido pertenece a
vuestra familia.
—¿Sabe tu amo que las apuestas cotizan tres a uno a favor de
nuestro caballo?
—Por cierto que es sabedor de ello, y te ofrece darte a ti
esa ventaja.
—Y ¿a cuánto asciende la suma que la generosidad del
vicecanciller quiere hacer pasar a mi bolsillo?
—Cien mil ducados, que vos deberéis pagar si vuestro caballo
pierde, contra trescientos mil que recibiréis si, por el
contrario, gana.
El rostro de Chigui se puso repentinamente serio y rojo como
la grana, mientras un murmullo mezclado con exclamaciones de
asombro se extendía entre sus acompañantes.
La cifra era de una magnitud tal, que muchos de los presentes
ni siquiera eran capaces de imaginarla.
Ante el silencio del hijo del banquero, Gabrielino retomó la
palabra:
—Mi señor me ha dado instrucciones para que, en caso de que
la cantidad sea excesiva para vos, me retire con prontitud a
visitar al resto de la lista de principales capaces de hacer
frente a su envite, de modo que con vuestro permiso me
retiro, pues el tiempo apremia.
Dicho esto hizo ademán de dar la vuelta cuando la voz de
Silvio lo detuvo:
—No tan deprisa, pequeño engendro, que aún no te he dado mi
respuesta. Dile a tu amo que ya que está de visita en Siena,
lo recibiré en mi palacio una hora antes de que dé comienzo
la carrera, es decir, de aquí en una hora, pues que son ya
las cinco.
—El vicecanciller de la Iglesia católica, su eminencia el
cardenal Rodrigo Borgia, os espera en el salón de los
recibimientos del palacio de Gianni de Bichis, en compañía
del notario que tendrá los documentos prestos para formalizar
la apuesta; deberéis estar asistido de dos testigos.
Y en medio de un silencio espeso, Gabrielino realizó una
exagerada reverencia barriendo el suelo con la descomunal
pluma de su sombrero, tras lo que dio media vuelta,
abandonando el palacio del estupefacto Silvio Chigui.
—¡Magnífico! –exclamó Rodrigo dirigiéndose a su primo
Francisco–. Los vamos a joder. Gabrielino ha hecho un gran
trabajo, no hay duda de que Dios lo ha puesto en mi camino,
ahora te toca a ti, que conoces mejor la ciudad y sus gentes.
Debes averiguar quiénes son los otros competidores con
posibilidades de triunfo, pues con el dinero que he puesto en
juego no dudo que Silvio comprará a los “fantinos”, o
jinetes, para sellar las alianzas que aseguren sin dudas el
éxito de su caballo. También debemos saber quién es aquél con
menores posibilidades, ya que de éste no se cuidará nadie y
será nuestro hombre.
Son ya las siete de la tarde, el sol declinado mantiene a
Siena vestida de oro, refulgiendo de amarillo rojizo las
paredes de sus casas estucadas con sus rojas tierras.
Una muchedumbre en la que se apretujan codo con codo todos
los habitantes de Siena abarrota la plaza en la que no queda
un balcón, ventana o techo que no esté ocupado por racimos de
gente que cuelgan como flores de variopintos colores.
Las gradas soportan milagrosamente el peso de la multitud,
que se agolpa sobre sus tablones, la tensión aumenta por
momentos hasta convertirse en una presencia física tangible a
medida que los diez competidores se preparan para la salida.
Los caballos piafan nerviosos, caracolean, alguno quiere
arrancarse y el jinete debe aplicar el freno con firmeza,
aquél tira un mordisco a la pierna del “fantino” del equino
vecino, otro sacude una coz al que le importuna por detrás, y
entre todos destaca la imponente y nerviosa figura del blanco
caballo árabe que lleva los colores verde y blanco de la
contrada de la Oca, que no cesa de caracolear.
Los “fantini” consolidan las alianzas establecidas con
anterioridad, aquellos que no han pactado miran desconfiados
a sus contrincantes, los nervios a flor de piel de los
jinetes apenas les permiten mantenerse en la línea de salida
esperando la señal que dé comienzo a la carrera. Los que han
hecho las componendas tampoco están libres del nerviosismo de
la incertidumbre, siempre pueden sufrir cambios por adición o
deserción de último momento, o puede urgir algún tapado con
el que no se contaba.
El rugido de la fiera colectiva surge atronador y reverbera
en las áureas paredes del atardecer trasponiendo las murallas
de la ciudad, y los “contadini” saben sin estar allí que en
la plaza de Siena la carrera ha comenzado. Los caballos se
lanzan desbocados desde la línea de salida, los “fantini”
azotan con la fusta a diestro y siniestro sin hacer
distinción entre el caballo propio y los jinetes de los
vecinos, y como se da se recibe, y ya en el mismo instante de
la salida se pueden ver en algunos rostros los regueros de
sangre que dejan escapar las heridas abiertas por las fustas
de sus vecinos. Se llega a las curvas a galope tendido y
nadie frena a las cabalgaduras, un jinete es despedido por la
fuerza de la inercia estrellándose contra una valla,
continuando la bestia, aligerada de la carga del caballista,
la carrera. El caballo del barrio del Aquila, al entrar en la
segunda vuelta, resbala sobre las piedras de la calle y cae
rodando sobre su jinete hasta que es detenido en informe
amasijo por los espectadores, que se apretujan contra las
paredes de las casas.
Se han completado dos vueltas a la plaza y al inicio de la
tercera y última sólo quedan seis caballos en competición: el
blanco del barrio de la Oca, al que arropan otros tres que
hacen un semicírculo que le cubre flancos y retaguardia, el
negro corcel del barrio de la Torre, que intenta adelantarse
por el interior, pero el “fantino” que cubre el flanco
derecho del de la Oca le cierra el paso mientras le fustiga
el rostro. Ya se ha cubierto la mitad de la última vuelta y
sólo unos metros separan al pelotón cuando, de repente, el
jinete del caballo blanco se lleva las manos a la cara y cae
hacia atrás siendo arrollado por el caballo que le cubre la
retaguardia, que cae también al suelo; nadie ha advertido la
piedra que con la velocidad y fuerza de una bala de arcabuz
golpeó al jinete en la cara.
El caballo de la Oca, aligerado de su jinete, excitado por
los gritos de los espectadores y azuzado con las fustas de
los dos que lo flanquean, se dispara hacia delante
separándose por un cuerpo de sus protectores, momento que
aprovecha el alazán del barrio de San Marino para colarse por
el lado interior a la grupa del favorito y, dando gritos, le
fustiga los ijares impidiéndole ceñirse al interior de la
última curva, y sacándolo por la tangente, lo lleva a chocar
contra el banderín de hierro de la esquina, que
inexplicablemente estaba torcido y angulada su punta hacia el
interior, de modo que golpea el ojo del caballo, del que
brota un gran chorro de sangre. De todo ello se aprovecha el
caballo negro del barrio de Istrice, que se cuela por el
interior del de San Marino, y el de la Oca, herido y sin
jinete, parece aún con posibilidades de alcanzar primero la
meta cuando, a los pocos metros, agotadas las fuerzas, cae
muerto, alzándose con la victoria el de Istrice, que ha
aprovechado la lucha del de San Marino con el de la Oca.
La carrera ha durado solamente setenta y cinco segundos, en
el aire se mezclan los gritos de alegría de los ganadores con
los lamentos de los perdedores, la plaza se llena de pañuelos
con los colores amarillo y negro del barrio del vencedor, que
danzan como alas de mariposas enloquecidas. El “fantino”
vencedor es llevado en andas y todos quieren tocar y besar al
caballo, que relincha y se agita con el cuerpo cubierto de
espuma blanca mientras su cuidador trata de serenarlo y le
echa una manta sobre el lomo. El capitán de la contrada de
Istrice recoge el palio, el premio de la carrera, y todos,
entre cantos y algazara, se dirigen a la catedral, donde el
ilustre invitado, el vicecanciller de la Iglesia, cardenal
Rodrigo Borgia, oficiará el “tedeum”.
Rodrigo se hallaba sentado ante la bella mesa de talla
florentina sobre la que, en ordenados montículos, tenía
separados los despachos de las distintas recaudaciones y
órdenes de pago a los que debía dar su visto bueno,
cumpliendo eficazmente con la función de vicecanciller, que
desempeñaba con responsabilidad. Apenas levantó la vista por
sobre los papeles cuando la puerta se abrió sin aviso previo,
ni siquiera apartó los ojos de lo que tenía entre manos, ya
que sólo su primo Francisco podía entrar de tal manera, y, en
efecto, era él.
—¿Qué pasa, Francisco?
—Rodrigo, está aquí pidiendo audiencia para verte el mismo
Agostino Chigui acompañando a su hijo Silvio.
Desde el incidente de Siena se había dejado crecer un fino
bigote cuyas guías dirigía hacia arriba y una perilla que
mesaba suavemente con su mano derecha mientras meditaba la
respuesta que debía dar.
Finalmente se decidió, dejó la tarea de acariciar la breve
barba y levantando el dedo índice señaló a su primo diciendo:
—Diles que hoy no los puedo recibir, dales audiencia para
dentro de tres días.
—Quizá deberías verlos antes, son malos enemigos.
—Peor los hemos tenido, los Orsini hicieron asesinar a mi
hermano en su viaje en barco de Ostia a Civitavecchia, luego
que el pobre renunciara a todo tras la muerte de mi tío –y tu
padre– Calixto III, y no dudes que peor los tendremos, las
familias italianas no perdonan nuestro origen. Pero, querido
Francisco, uno a uno iré metiendo a todos en mi faltriquera,
conocer sus debilidades es nuestra fortaleza y verás que con
la ayuda de Dios, o del Diablo, seré cada vez más fuerte como
vicecanciller, hasta que llegue el momento de asaltar el
papado.
—A veces me asustas, Rodrigo.
—Desde que regresamos de Siena no has descubierto para mí
nada que me alegre el ojo, de eso deberías asustarte,
Francisco, me obligas a saciar mis ganas de mujer con
vulgares putillas que me traes a escondidas y haciéndome
pasar por tu secretario. ¡A ver si despiertas, “chiquet”!
Tres días más tarde y tras una antesala de dos horas, el
cardenal concedía audiencia a Agostino Chigui y su hijo
Silvio, los recibió vestido con la púrpura cardenalicia, el
capelo y sentado en una silla de respaldo alto montada sobre
una tarima.
Avanzaron a indicaciones de un ujier hasta llegar a los pies
del cardenal, para luego doblar una rodilla y besar el anillo
cardenalicio que éste les ofreció.
—Eminencia –tomó la palabra Agostino–, desearía tener con vos
una audiencia en privado.
—Si ha de ser en privado hemos entonces de estar solos, os
sugiero por tanto que se retire también vuestro hijo.
El vicecanciller hizo un gesto con la cara y el ujier,
acompañado de Silvio Chigui, se apresuró a abandonar el
recinto cerrando tras de sí la puerta.
—Veo que gozáis de buena salud, eminencia, tras vuestra
visita a Siena en la que he sabido que habéis sufrido un
desgraciado percance, del que afortunadamente y con la ayuda
de Dios habéis salido con bien y, además, acreedor de una
pequeña fortuna, que os adeuda el perdulario de mi hijo, tan
grande que jamás en su vida, por larga que sea, podrá poseer,
ni siquiera cuando yo muera, pues siendo el menor no tendrá
herencia.
—¡Oh! micer Agostino, os agradezco vuestras condolencias,
pero el tal percance no pasó de ser el intento que unos
rufianes hicieron de apoderarse de mi bolsa y no tuvo Dios
que intervenir en mi favor, que se bastó para ello mi bufón;
con relación a la deuda contraída por vuestro hijo, supongo
que no dejaréis que se pudra en la cárcel o vaya a galeras
por un puñado de ducados.
—Muy grandes tenéis las manos, eminencia, para que tal
cantidad de ducados os entren en un puño, pero no estáis
errado al suponer que no permitiré que lleven a los
tribunales a mi hijo si está en mis manos impedirlo.
Precisamente el motivo que me ha traído a Roma es solicitaros
un plazo para reunir esa cantidad.
Rodrigo estalló en una carcajada y levantándose de la silla
se acercó al banquero, al que pasó familiarmente un brazo
sobre los hombros mientras le decía, abandonando el
formalismo protocolario e iniciando un tratamiento de
confidencia familiar:
—Querido Agostino, podrías por edad ser mi padre y pareciera
que por un niño me tomas y como tal me hablas pese a mi
investidura, pero no te engañes creyendo que por edad y
frivolidades puedo ser uno de los tantos jóvenes purpurados
hijos de buenas familias, diletantes, cínicos e hipócritas
vestidos de seda y envueltos en armiños, luciendo anillos y
collares en los que refulgen el rojo del rubí, el ámbar de la
amatista o el verde de la esmeralda, que exhiben sin pudor
incluso haciendo de ello ostentación sus jóvenes y bellos
mancebos o atletas; podría estar hablando de Ipolito d.Este,
de Petruci, de los Gianni de Bichi, de los Coloma y, por qué
no decirlo si estamos solos, del joven Silvio Chigui. Conoces
mi fama de mujeriego y juerguista, quizá los haya acompañado
y los acompañe en esos banquetes en los que el faisán o el
pavo real son presentados en bandejas de plata para ser
servidos en platos de oro, y son los sirvientes gráciles
doncellas envueltas en vaporosas gasas y tules de los que se
van despojando hasta acabar desnudas, pero allí se acaba toda
la semejanza que yo pueda tener con los jóvenes de vuestras
nobles familias italianas, de modo que no pretendas
engañarme, tú eres la cabeza de la más importante
organización de banqueros y prestamistas de Siena, de Roma y
de vuestra eterna rival Florencia. ¿Crees acaso que se me
oculta que estás haciendo construir en el mejor sitio de Roma
la villa Farnesina?
De modo que no me llores penas pidiéndome un aplazamiento
para satisfacer la deuda. Y en lo tocante a mis dignidades,
las cuido celosamente, y los planes que tengo en mente para
mi futuro van mucho más allá de lo que imaginas, y ya
entrados en confidencias, te voy a confesar que confío en que
tú me ayudarás a que mis deseos devengan en realidades.
Vosotros los italianos sois muy dados a solucionar las
diferencias por la vía del puñal o del veneno, pero esa
inclinación a la “vendetta” no suele funcionar y, a la larga,
el que a hierro mata a hierro muere. Nosotros los valencianos
–catalanes, como nos llamáis a todos los que hablamos esta
lengua– confiamos más en involucrar a nuestros enemigos en
una trama de interés común, cuanto más extensa y tupida
mejor; de ese modo, el enemigo se dice: si a mi enemigo las
cosas le son propicias yo prospero, ergo debo ayudar a mi
enemigo para que continúe mi progreso, claro que esto es
válido hasta el punto en que tu enemigo pretende tomar tu
lugar, entonces ha llegado el momento del veneno.
—Eminencia, yo no soy vuestro enemigo.
—Si el haber enviado a vuestros esbirros con el encargo de
apuñalarme para luego hacer llegar con mi cadáver un mensaje
a su Santidad ha sido un acto de amor, Dios me libre de
vuestros amores, ya que hacen carne aquel decir popular de
que hay amores que matan.
—Pero eminencia...
—Calla, Agostino, no digas más, me hago cargo de que no había
en ello nada personal, pero ahora sí lo hay, pues tu hijo me
adeuda cien mil ducados, deuda que ha sido certificada ante
un notario y cuatro testigos, dos de ellos amigos de vuestro
hijo.
—Con relación a la deuda...
—Calla, calla te he dicho, deja que acabe, tengo un trato que
ofrecerte.
—¿Un trato?
—Sí, sí, un trato.
—¿Qué clase de trato, eminencia? –Preguntó Chigui entre
curioso y temeroso.
—Muy simple, tú me reconoces documentalmente la deuda de tu
hijo y yo me olvido de cobrarla, es decir, te la perdono;
para ser más exactos, la dejo en suspenso.
—¿Así, sin más contrapartida?
—Bueno, de aquí en más tú serás mi amigo.
—Pagáis muy alto mi amistad, excelencia.
—Mirado de otra forma, la estoy pagando con tu propio dinero,
pero hay más.
—¿Más?
—Tú me dirás en qué consiste el secreto que guarda el papa
Piccolomini y yo me encargaré de que Pío II no revele la
revelación que no debe ser revelada.
—¿Qué ganáis vos con todo ello?
—Dos cosas: la primera, satisfacer la curiosidad que me ha
despertado esa Apocalipsis y, la segunda, el poder del
conocimiento.
—Habéis hablado claro, excelencia. Debería quizá pedir algo
de tiempo para meditar sobre vuestra oferta, pero para qué
engañarnos, me tenéis en vuestras manos, pues el pequeño
tarambana de Silvio es una de mis debilidades, de modo que os
firmaré ese reconocimiento que deseáis a cambio del que
tenéis de mi hijo. Con relación al secreto que el papa
debería hacer que siga siéndolo, curiosamente nadie sabe bien
de qué se trata, pero es tradición que existe una carta que
Santiago, el hermano de Jesús, envió a san Pablo y cuyo
contenido podría conmover los cimientos de la Iglesia.
—Y ¿qué tiene esto que ver con un libro del Antiguo
Testamento?
—Según trasciende entre los iniciados en este secreto –que
somos pocos–, ese libro guarda la clave del escondrijo de esa
epístola, y sólo los papas –no todos- tienen acceso a ese
libro del profeta Esdras.
—¿A qué se debe que vos, un banquero sin ninguna relación con
la Iglesia, esté tan interesado en que ésta no se vea
conmovida?
—Eminencia, vos me habéis confiado vuestras ambiciones. Como
creo que hoy se abre una etapa de colaboración entre ambos,
que espero que será fructífera, yo voy a confiaron las mías.
Como vos acertadamente habéis observado, estoy preparando mi
traslado a Roma, que no obedece a que prefiera esta ciudad
llena de ruinas, recuerdo de un antiguo esplendor, a la mía
natal de Siena. Mis planes son los de vincular la banca de la
familia Chigui a las finanzas e intereses económicos del
Vaticano, en una unión que, como el matrimonio, sólo Dios
pueda separar.
—Querido Agostino, te recuerdo que la Iglesia tiene la
facultad de deshacer los matrimonios.
Por otro lado, para que tus planes pudiesen concretarse debes
contar con la aprobación del vicecanciller de la Iglesia, y
ése soy yo mientras el papa no disponga otra cosa, algo que
no creo que su Santidad esté en disposición de hacer.
—Eminencia, nuestros planes esperaban pacientemente que la
voluntad de Dios produjera un cambio de personas, mas como os
deseo una larga vida a vos y a su Santidad, mis planes
deberán esperar mucho tiempo.
—Quizá no sea necesario esperar tanto y la voluntad del Señor
ya se haya manifestado propiciando este encuentro entre
nosotros.
Hola, querido lector, soy yo otra vez, el espejo parlanchín,
locuaz y dicharachero. ¿Que no te dé la vara? ¿Que quieres
seguir la novela? Vale, vale, ¡no te jode!
Ahora será el lector el que le marque las pautas al escritor;
será por aquello de lo interactivo, tan de moda en estos
tiempos. ¡Pues no! Yo voy a seguir esto a mi aire. ¡Que no,
hombre! –o mujer, no se me vaya a cabrear alguna feminista y
no me lea o recomiende–, ¡que es sólo de coña! ¡que tu
opinión en realidad lo es todo para mí! ¡Vaya pelota que
tiene que ser uno para que lo lean! Bueno, sólo te quiero
hacer unos comentarios que, debido al desarrollo de la obra,
quedarían descolgados o fuera de lugar en la trama que
estamos tejiendo, luego de tanta charla se me ha ido el santo
al cielo. ¡Ah, sí! Te quería comentar que un descendiente de
este Agostino Chigui llegó a ser papa y adoptó el nombre de
Alejandro VII, fue el primero en rescatar ese nombre en más
de ciento cincuenta años.
¡Mira si lo había dejado devaluado nuestro buen Rodrigo!
Lo otro que quería adelantarte es que pocos años después de
estos hechos recientemente relatados, en 1472 para ser más
precisos, exactamente veinte años antes de ser elegido papa,
Rodrigo Borgia es encomendado por Sixto IV –sí, ese que hizo
construir la famosa capilla que por ello se llama Sixtina- a
cumplir con una delicada misión diplomática allá por tierras
hispánicas, no te digo yo las suyas para no herir la
susceptibilidad de tantas patrias, naciones, nacionalidades,
reinos, principados, condados, países y comunidades
históricas como ha habido, hay y no sé si habrá, pues del
futuro no me llegan reflejos. En ese batiburrillo que
responde –no siempre– al nombre de España, la misión se las
traía y Rodrigo demostró que además de ser un pendejo que le
daba gusto al cuerpo, tal como le dijo a Agostino, sabía
tejer su malla de intereses, pues viajando por los reinos de
Aragón y de Castilla logró que los nobles castellanos, que
eran muchos y mal avenidos, aceptasen a Isabel –a quien él
mismo, algo más tarde, cuando fue papa, otorgó el título de
reina católica– como soberana.
Te cuento estos pequeños chismes históricos sólo porque a la
vuelta de este viaje su primo Francisco le tenía preparada
una fémina de las que, según sus palabras, le daban alegría
al ojo, y se trataba nada menos que de Vannozza Cattanei, de
la que tuvo al menos cuatro hijos reconocidos y que fue la
única papisa de facto de la que he tenido noticia. Como sé de
buena fuente que tanto el papa como sus hijos se van a colar
nuevamente en esta historia, voy a hacer mutis por el foro y
dejo que sigas con la lectura del relato.

Roma, finales del siglo XX

Al abrir la puerta, Alexandra pudo comprobar que el mensajero


no tenía cara de pez, como le pareció al verlo a través del
ojo de la mirilla. Pese a eso, no podía decirse que la madre
naturaleza lo hubiese tratado bien en lo que respecta a
belleza exterior según el canon a la usanza, ya que estaba
dotado de unos grandes dientes superiores salidos para
delante, una nariz afilada y caída hacia la boca, el mentón
pequeño y retraído y una piel llena de granos, consecuencia
del acné juvenil en pleno florecimiento. El chico no decía
nada y permanecía boquiabierto metiendo sus pequeños ojillos
de un azul acuoso en el escote de la bata, que se había
abierto dejando entrever el nacimiento de los pechos de
Alexandra. Ella, al advertirlo, lo cerró con una mano
mientras con la otra arrancaba el papel que el hipnotizado
muchacho sostenía entre los dedos, diciéndole con enojo:
—¿Qué miras, tarado? ¿Nunca has visto unas tetas?
—Nunca unas como las tuyas, parecen de cabra –dijo el chaval
ruborizándose por haber sido cogido en falta y, para
reafirmar que no era ningún pardillo, cerrando el puño de la
mano derecha, le enseñó el dedo mayor enhiesto y salió por
piernas.
—¡Será capullo! –exclamó Sandra mientras cerraba la puerta y
se disponía a leer el mensaje.
El sobre llevaba el escudo con las llaves cruzadas y la mitra
del Vaticano.
—¿Qué querrán éstos ahora?
¡Siempre tan inoportunos!
El texto de la misiva, por lo escueto y fuera de todo
protocolo, la sorprendió en extremo:
“De la secretaría de su Santidad a la señora Alexandra della
Rovere. Su Santidad Juan Pablo II le concede audiencia
privada el día 23 del mes de enero del año 2000 a las diez de
la mañana”.
La carta llevaba la firma de Navarro Valls, portavoz del
Vaticano, y una posdata le indicaba que previamente sería
recibida por el mismo Navarro Valls.
¿Qué demonios podía significar eso? Ella no había solicitado
ninguna audiencia al papa, y siempre que el Vaticano había
requerido sus servicios lo había hecho por medio de la
secretaría de museos vaticanos o bien por la dirección de la
biblioteca vaticana. ¿Sería un error o alguien le quería
gastar una broma pesada?
Debería contrastarlo consultando con la secretaría de agenda
de audiencias del Santo Padre; le quedaban cinco días para la
fecha consignada en la esquela, esto era rarísimo, ¿acaso el
papa quería verla a ella? ¡Qué estupidez!, se dijo, no hay
duda de que tiene que ser una confusión, de todos modos no
podía dejar de comprobarlo, le pediría a su padre que lo
hiciese por ella.
Palestina, finales del siglo XX

Una sensación de angustia y la necesidad de inspirar


profundamente lo fue invadiendo, se había quedado dormido y
la cabeza le cayó bruscamente hacia delante, deteniéndose al
llegar la barbilla al esternón, haciéndole despertar con esa
desagradable percepción de muerte que provoca la apnea, que
se hace angustia al ser arrancado con violencia del ensueño,
que se vive como una verdad alternativa al sueño de la
vigilia. ¿Cuánto había dormido?
Quizá dos o tres segundos, soñaba que flotaba agradablemente
desnudo en las aguas del mar Muerto, de espaldas, sintiendo
esa extraña sensación de no poder hundirse en las oscuras y
oleosas aguas; a su lado, gozando también de la ingravidez de
ese mar, eterno compañero del pueblo judío, había una mujer
que, como él, estaba completamente desnuda. El cuerpo,
próximo a él, dejaba reposar indolente el brazo derecho
vecino al suyo cogiéndolo de la mano; la mujer estaba
desprovista de rostro, en su lugar una ventana, y asomándose
a ella se le ofrecía la visión de un mundo en el que se
contemplaba a sí mismo como un hombre normal, que exploraba
la vida degustando sabores insospechados, aspirando aromas de
deleite y llegándole por la piel sensaciones antiguas y
olvidadas. Por unos instantes intemporales, lejos de toda
medida, volvió a tener cuarenta años y ser el joven
dignatario de la Iglesia que en 1960 tomó partido a favor de
una sexualidad armoniosa, invitando a la pareja a no enfocar
la relación amorosa con el único fin de tener hijos. Fue
mucho más lejos aún cuando en “Instrucciones a los
confesores” escribió: “Hay que exigir que en el acto sexual
no sea el hombre el único que alcance el clímax de la
excitación, y que éste ocurra con la participación de la
mujer y no a sus expensas.” No era nueva la vecindad de esa
mujer compañera de una ensoñación recurrente, siempre una
mujer desnuda cerca de él, en otros tiempos la figura tuvo
rostro pero no podía recordarlo, sí recordaba que en su
juventud esos sueños se los enviaba el Demonio y le
perturbaban la carne haciendo que manchara las sábanas. ¿Por
qué Dios nos había insuflado ese fuego entre las piernas que
nos quema y nos consume, en su caso y en el de todos los
sacerdotes por dos veces, la primera en la furia del deseo
insatisfecho de pecar y la segunda en el arrepentimiento por
el pecado no cometido pero deseado? El pecado ya no estaba
presente en la compañía de esa mujer, la vida que se le iba
con la juventud se llevaba todo ese fuego que no dejó
cenizas.
Generalmente no recordaba los sueños, sólo aquellos en los
que lo acompañaba esa siempre desconocida mujer. Hoy le
tocaba flotar sobre las aguas, en otras ocasiones volaba,
pero volaba de verdad, ninguna experiencia onírica o vigil
era tan perfecta, volar no podía ser de otra forma distinta a
como él la percibía, primero sentía la brisa del aire en su
rostro, luego cerraba los ojos y dejaba que el sol acariciase
su piel tibiamente, con esa tibieza rojiza del amanecer;
siempre volaba al amanecer y siempre estaba el sol presente,
luego batía sus brazos, lenta y suavemente como las alas de
un gran pájaro, un águila o un cóndor, y tras dos o tres
aleteos de calentamiento, que hacían un ruido especial y
provocaban una corriente de aire a su alrededor, se elevaba
etéreo en el aire y ascendía raudo, majestuoso, casi
vertical, viendo como todo se empequeñecía por debajo de él,
los hombres, los campos, las ciudades y las colinas, todo se
alejaba en una espiral que giraba lenta siguiendo en sentido
contrario sus propias evoluciones, y desde la altura
contemplaba la obra de Dios que parecía más y más pequeña en
la medida que se elevaba. Cuando volaba no estaba desnudo,
vestía su hábito blanco que flameaba al viento en el ruedo,
adhiriéndose el resto a su cuerpo, la cabeza descubierta, los
cabellos le azotaban el rostro y saboreaba la vida que le
entraba y salía por los poros en un interminable ciclo de
renovación.
En ocasiones, seguramente como castigo del Señor a su
soberbia o quizá llegado en un soplo de Satanás, envidioso de
él, soñaba que se aprestaba a soñar que volaba, pero no lo
conseguía, agitaba inútilmente los brazos, al principio
lento, como siempre, y luego de forma frenética intentando
ayudarse impulsando su cuerpo hacia arriba, pero no lograba
despegar los pies del suelo, entonces quería correr para
catapultarse y las piernas no le respondían, las sentía como
si fueran de corcho en una extraña amalgama que las hacía ser
etéreas y plúmbeas al tiempo. En ese momento la necesidad de
volar lo acuciaba y se convertía en imperiosa necesidad, mas
como pese a todos sus esfuerzos no lograba despegar, corría
haciéndolo de esa manera lenta y pegajosa con que se corre en
las pesadillas cuando es necesario huir y el miedo lastra los
movimientos y asciende hasta la garganta, donde se congela el
grito que no puede ser liberado, y él escapaba hacia un alto
acantilado en cuyo borde se acababa el mundo y se disponía a
saltar, y cuando lo hacía y caía sin conseguir volar,
entonces se daba cuenta de que en realidad estaba soñando,
que quería soñar que volaba sin lograrlo, y se despertaba.
En sus sueños soñaba, cuando un nuevo sobresalto le dio el
aviso de que cabeceaba nuevamente, levantó la cabeza e inició
una leve sacudida para desprenderse de la modorra, dirigió su
mirada a la derecha para ver el rostro del primer ministro
Barak con la mirada perdida, ese fugaz sueño le había hecho
perder la noción del tiempo. ¿Acababa de empezar la llamada
del muecín a oración o finalizaba ya? El sueño había
interrumpido el repaso de lo que su vida había sido en el
momento en que a los pocos días de abandonar el hospital tras
22 de internamiento, tuvo que ser intervenido nuevamente de
urgencia por aquella infección de citomegalovirus. Casi tres
meses permaneció en total en el hospital desde que las balas
integristas, de la locura o la conspiración, buscaron su
cuerpo para habitar en él. Cuando el cinco de agosto se
retiró a Castelgandolfo para reponerse, no es que olvidase la
Apocalipsis de Esdras, sino que la enterró en un recóndito
rincón de su memoria convencido de que así lo había querido
Dios, y por ello se había manifestado su voluntad en forma
tan dolorosa, no debía de estar en sus designios que se
entrometiese en ese asunto, y así se lo hizo saber enviándole
dos señales, la primera al enfermar a fray Lorenzo y la
segunda por medio de las balas que el turco le disparó.
De allí en más, su vida fue un continuo peregrinar de viajes
pastorales en desesperada lucha contra la muerte, robándole
el tiempo necesario para visitar a los hijos de Dios en el
más recóndito rincón de ese planeta que Él había creado para
ellos.
Hasta que Dios se manifestó nuevamente, fue el 8 de enero de
1999. Finalizada la primera audiencia de la mañana, que había
correspondido al primer ministro de la República Italiana,
Massimo D.Alema, se retiró a descansar a sus aposentos, se
sentía cansado y algo febril, llevaba tiempo aquejado de una
gripe, no muy fuerte, pero que no lo abandonaba, dando pábilo
a los frecuentes rumores sobre su endeble salud; como le
había dicho alguien, sobrellevaba sus obligaciones de vicario
de Cristo con una mala salud de hierro. Al llegar a la
antecámara, pidió que le llevaran un vaso de leche y una
aspirina, mejoró la leche con un generoso chorro de vodka y
se acostó, cayendo pronto en un profundo sopor. Entonces tuvo
aquel terrible sueño que reproducía el tercer secreto de
Fátima, tal como describió la pastorcilla sobreviviente la
revelación que le hizo la Virgen el 13 de julio de 1917, en
la Cova de Iría. Recordaba cada una de las palabras que sor
Lucía escribió en 1944 y que ningún papa había querido
revelar hasta el presente: “Escribo en obediencia a vos, Dios
mío, que me lo ordenáis por medio de su excelencia el señor
obispo de Iría y de la santísima Madre, vuestra y mía.
“Hemos visto al lado izquierdo de Nuestra Señora, un poco más
alto, un ángel con una espada de fuego en la mano izquierda;
lanzaba llamas de fuego que parecían destinadas a incendiar
el mundo, pero se apagaban al contacto con el resplandor que,
desde su mano derecha, Nuestra Señora enviaba hacia él; el
ángel, señalando la tierra con la mano derecha, con voz
fuerte, exclamó: penitencia, penitencia, penitencia. Y vimos
en una luz inmensa, que es Dios, algo semejante a como se ven
las personas en un espejo cuando pasan frente a él, a un
obispo vestido de blanco, tuvimos el presentimiento de que
fuera el Santo Padre.
“Vimos también a otros obispos, sacerdotes, religiosos y
religiosas subir una montaña, en cuya cima había una gran
cruz de maderos toscos, como si fueran de alcornoque con la
corteza; el Santo Padre, antes de llegar a ella, atravesó una
gran ciudad medio en ruinas un poco tembloroso, con paso
vacilante, apesadumbrado de dolor y pena, rezando por las
almas de los cadáveres que hallaba en el camino.
Llegado a la cima del monte, postrado de rodillas a los pies
de la gran cruz, fue muerto por un grupo de soldados que le
dispararon varios tiros de armas de fuego y flechas; y del
mismo modo murieron unos tras otros los obispos y sacerdotes,
religiosos y religiosas y personas laicas, hombres y mujeres
de varias clases y posiciones.
Bajo los dos brazos de la cruz había dos ángeles, cada uno de
ellos con una jarra de cristal en la mano, en las cuales
recogían la sangre de los mártires y regaban con ellas las
almas que se acercaban a Dios”.
Así rezaba la carta que podía recitar de memoria, pero en su
sueño había algunos cambios. Cuando estaba alcanzando la
cruz, al pie de ésta lo esperaba Alí Agka, que le apuntaba
con un revólver diciéndole: “La revelación no debe ser
revelada y lo oculto debe permanecer oculto”.
Entre los obispos que se dirigían a la cruz se destacaba
Albino Luciani, su predecesor, que le extendía un papel
diciendo: “Karol, búscalo en la biblioteca, la humanidad
tiene derecho a conocer la verdad”.
Entonces Alí Agka desviaba el arma y disparaba contra Albino,
que caía muerto mientras el papel volaba por el aire hasta
caer en sus manos, y cuando lo aferraba entre sus dedos, el
árabe volvía el revólver contra él y sentía cómo las balas
impactaban en su cuerpo, que se impregnaba del húmedo calor
de la sangre.
Despertó de aquella pesadilla agitado y empapado de sudor, la
leche, la aspirina y el vodka habían cumplido su cometido y
el sudor pegajoso y ardiente que provoca la eliminación de la
fiebre le había parecido sangre en sus sueños.
Se dirigió al baño con paso lento y vacilante, ya se había
caído dos veces con anterioridad, en una se había
descoyuntado un hombro y en la otra se había fracturado el
fémur, pero se negaba tozudamente a tener un asistente a toda
hora y verse así privado completamente de unos momentos de
privacidad. Lavó su cara con agua fría y se sentó en su
poltrona, pensó que ese sueño distinto a cuantos había tenido
no podía ser otra cosa que un mensaje divino.
El mensaje estaba claro en las palabras de su ejecutor,
anunciado en el tercer secreto de Fátima.
Alí Agka era tan sólo un instrumento, en su sueño había dicho
que la revelación no debía ser revelada, era evidente que se
refería a la Apocalipsis pues ése es el significado de esta
palabra, y al apostillar que lo oculto debía permanecer
oculto, estaba señalando que la Apocalipsis era apócrifa, ya
que esta palabra deriva del griego y quiere decir oculta o
secreta.
Desde que el homicida había fallado en su intento, era
evidente que la Divina Providencia quería que el secreto
fuera conocido, al menos él debía penetrar en el arcano, y
conociendo su significado estaría en situación de decidir si
debía hacerse público o mantenerse secreto; se preguntaba si
el papa Luciani lo habría desvelado. En el sueño, Alí Agka
disparaba en primer término contra Albino Luciani, matándolo,
y luego contra él. ¿Era eso una señal de que la muerte de
Juan Pablo I y el intento de acabar con la suya propia
obedecían a una misma mano asesina?
Decidió que debía entrevistar con urgencia a dos personas, al
padre Lorenzo y al turco que había querido acabar con su
vida.
Del primero, para obtener más información sobre el libro
oculto, del segundo trataría de sacar los motivos reales y
los inductores de su intento de asesinato, así como
sonsacarle cualquier información que tuviera sobre la muerte
de Albino Luciani.

Roma, finales del siglo XV

Pío II recibió a su vicecanciller en la sala secreta de la


biblioteca, a la que se accedía por un pasadizo oculto cuya
existencia –tanto la del pasadizo como la de la sala– sólo
era conocida por el papa, el vicecanciller y Burckard, el
“magister cerimoniarum”. “Querido Rodrigo, es de rigor que el
luctuoso suceso en el que tu eminencia se ha visto envuelto,
cercano a ceder en ello la vida, haya despertado tu
curiosidad e interés en las enigmáticas palabras del mensaje
que tu desconocido agresor quería hacer llegar hasta mí
prendidas en el ropaje de tu mortaja.
Agradezco a Dios que así no haya ocurrido y puedas ser tú, en
plenitud de juventud y salud, quien me las transmita”.
Te habrás percatado, atento lector, de que el muy zorro del
cardenal se ha cuidado de callar el hecho de ser conocedor de
la identidad de su agresor, y por supuesto nada ha dicho de
sus negociados con Agostino Chigui, no dudo de que también
habrás tomado nota de que así, como el que no quiere la cosa,
he vuelto a un personaje que ha sido mencionado como al
descuido unas páginas más arriba. Esa tercera persona,
conocedora de las tripas secretas del palacio del Vaticano,
de nombre Burckard, no es mencionada así de pasada sólo por
ser el tercero en conocimiento de pasadizos varios, sino más
bien por ser un tercero en discordia, y mucha. Este cotilla,
alemán de origen, ocupó el cargo de maestro de ceremonias
durante más de veinte años, en el curso de los cuales dibujó
con meticulosidad de miniaturista las apretadas líneas de su
famoso “Diarium o liber notarum”, en las que no dejó de
incluir la más íntima de las intimidades de los papas que
desfilaron en el tiempo en que duró en el cargo, y a quien
más atención dedicó, poniéndolo a parir de la manera más
ponzoñosa, fue a mi querido Borgia.
Si te digo que este individuo era fanático, misógino y
reprimido te explicarás el porqué de su predilección. He
querido llamar tu atención en este tipejo porque fue factor
clave en el desarrollo de esta historia.
¡Ah!, me olvidaba. De paso aprovecho para decirte que la
biblioteca fue fundada por el papa Nicolás V pocos años antes
del momento de nuestra historia. Este papa bibliófilo –no
paidófilo o pedófilo, como suele decirse– empedernido hasta
la saciedad quiso disponer de un recinto secreto donde
pudiese guardar escondidos, lejos de la curiosidad general
para así releer a su antojo, a todos los autores malditos,
declarados sacrílegos por la Iglesia, cuyas obras estaban por
tanto proscritas. Para ello encargó a un constructor genovés
la tarea de levantar ese apéndice que debía comunicar con la
biblioteca general y con sus aposentos, con los que
conectaría por un pasadizo secreto que sólo él conocería.
Pero ya ves que estos secretos no pasan de ser veleidades
carentes de realidad, pues cuando es más de uno el enterado,
finalmente dejan de ser tan secretos.
El constructor fue pagado más que generosamente y regresó a
su lugar de origen con los obreros que participaron de la
empresa, que eran, a su vez, genoveses.
—Su Santidad no puede ocultar el poeta que lleva dentro, y se
asoma cada vez que abre la boca.
—No creas que porque me adules he de olvidar el escándalo que
protagonizaste con esos jóvenes libertinos en el palacio de
Gianni de Bichi, ya te he hecho saber en una carta mi
desagrado y descontento por esa conducta impropia de los
hábitos que vistes y de tu condición jerárquica de
vicecanciller de la Iglesia.
—Santidad, os ruego olvidéis por un momento mis debilidades
de pecador, pues el enfado os aleja de revelarme el acertijo
que me tiene sobre ascuas, a éste se le suma ahora el extraño
lugar que habéis elegido para sacarme de mi ignorancia.
—Estoy dudando sobre la conveniencia de hacerte partícipe de
un secreto que ha permanecido siendo tal durante mil
quinientos años.
—Santidad, ¿no soy acaso vuestro vicecanciller? ¿No os sirvo
con diligencia y lealtad? ¿No he puesto toda mi influencia y
la de mi familia, así como nuestros dineros, en la causa de
que vuestra noble cabeza se ciñera el camauro?
—Rodrigo, hijo mío, no es necesario que me recuerdes la
firmeza de tus apoyos, como también es ocioso que yo te
reitere mi amor, que es tanto como el de un padre con su
hijo, y mi tolerancia para con tus travesuras, que es mayor
aún; si dudo es precisamente por ser el tema que nos ocupa de
carácter teológico que afecta al dogma y puede socavar los
cimientos mismos del edificio de la Iglesia, no es por tanto
asunto baladí, y debe preocupar y preocupa a quien es el
representante de Dios en la tierra, pero no veo en ello
relación alguna con la hacienda de la Iglesia.
A nuestro hábil cardenal debió de hacerle cosquillas en la
garganta el responder que allí donde tanto interés ponía la
banca Chigui debía de haber mucho dinero de por medio, mas en
lugar de ello dijo:
—Santidad, si os dijera que no soy indiferente a los
misterios que forman el dogma de la Santa Iglesia y que
intuyo que el mensaje tiene que ver con la Apocalipsis y no
la del profeta Daniel o la de Juan el Evangelista, sino
alguna que por razón que ha de ser el nudo de la cuestión ha
sido oculta y es por tanto apócrifa, quizá la de Enoc o la de
Esdras, y un algo que no sabría definir me inclina hacia el
segundo libro de Esdras, pues éste establece un nexo entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento; Esdras se lamenta por la caída
de Jerusalén –de igual modo a como lo hace llorando nuestro
Señor–, luego tiene visiones en siete sueños cuyo significado
le es revelado por el ángel Uriel, una de éstas es nada menos
que la llegada del Mesías. Y sobre todo es el sesgo cristiano
que adopta la Apocalipsis, escrita en griego aparentemente
unos trescientos años después del nacimiento del Salvador y,
evidentemente, no por hebreo sino por cristiano, lo que me
inclina por este apócrifo.
—Me sorprendes, Rodrigo, siempre he tenido de ti una
valoración alta como excelente administrador, político sagaz
y buen tejedor de tramas, y si bien no dudaba de tu formación
eclesiástica, no te suponía tan interesado en los estudios
bíblicos.
—Ya veis, Santidad, que no es así y mis desviaciones mundanas
no son sino concesiones a la debilidad de la carne, que trato
de compensar con una mayor dedicación a las bases teológicas,
que son el sostén moral de la Iglesia.
No digas nada, sé que conculca y vulnera casi todas las
normas morales y códigos éticos de conducta, pero no me
negarás que este cabrón ha sido genial, su tío Calixto III
sabía lo que hacía cuando le otorgó el capelo cardenalicio
aun antes de profesar las órdenes mayores, en sólo un año y
medio en la Universidad de Bologna alcanzó el doctorado en
derecho canónigo, lo que a otros les llevaba entre tres y
cinco. ¿Por ser quien sois?
Puede que sí, pero treinta y siete años como vicecanciller
durante cinco papados mientras prepara el suyo propio es
mucha tela. ¿Que fue pesetero? ¡Vaya, quién no!
Pero no fue hipócrita, el peor de los defectos a tenor de la
opinión de este viejo y cansado trozo de vidrio que hoy te
habla. ¿A que me ha salido bien este toque de humildad? Fue
cínico. ¿Y qué? ¿Es ello defecto o virtud? Quizá a mí me
gusten los cínicos –Voltaire fue otro de mis chicos
favoritos–.
¿Te escandalizan mis comentarios y mi forma de tratar un tema
tan serio y delicado? Espero que sepas disculparme, caro
lector, lejos de mí toda intención de ofender tu
sensibilidad, finalmente eres tú quien me da la vida. ¿Tiene
vida, existe acaso un libro sin que nadie lo lea? Quizá seas
tú el único que lea mi historia, ya ves si es importante para
mí que no me abandones, mas debes tener en cuenta que quien
te habla es un objeto inanimado, excusado por ello de
sometimiento a norma moral alguna. Con respecto a las formas
del lenguaje, mis cinco siglos de existencia me han permitido
ver nacer y morir tantos estilos y modas sociales de
expresión, donde se han alternado la hipérbole redundante y
rebuscada y la palabra soez y agresiva, extemporánea y
simplemente provocadora para darse el autor una pátina de
desdén hacia los convencionalismos, señal inequívoca al
entender de una progresía de café, presente en todos los
tiempos de superación intelectual por encima de
convencionalismos.
Ni tanto ni tan calvo, dirás, y coincido contigo, pero entre
la frescura popular y el engolamiento solemne mis
preferencias están claras; vamos, que en el contencioso entre
Góngora y Quevedo yo voto por Quevedo.
¿Que todo esto nada tiene que ver con el Borgia? Pues no,
pero quizá trataba de justificar ante ti lo que tal vez no
sea más que un complejo de Edipo –¿Electra?–, que vincula a
este espejo con su padre.
—En realidad, querido Rodrigo, no sé bien de qué se trata, el
asunto me ha llegado de algunos años atrás, durante el breve
–pero bien aprovechado– papado de tu tío Calixto III, que
como bien sabes, se caracterizó por la invasión de parientes
y amigos, de los que se rodeó y a quienes dio pingües
acomodos. Algunos de ellos, como tú mismo, fueron hombres de
gran valía, otros no tanto. Hubo entre los primeros uno
llamado Cosme Montserrat, a quien designó bibliotecario, por
serlo de profesión y afición. Este hombre, de gran cultura y
asombrosos conocimientos bibliófilos, organizó como nadie lo
hiciera antes –ni después– nuestra biblioteca. Como era
hombre de memoria prodigiosa y lector insaciable, no hubo
libro o documento que catalogara que no hubiera leído o al
menos ojeado su contenido. En el año del Señor que precede al
que hoy vivimos fue llamado a dejar su envoltura de carne
para sin duda ascender a los cielos; en su lecho de muerte,
al recibir los santos óleos, quiso que fuera yo quien le
diera confesión, y antes de entrar al sacramento quiso
confiarme un secreto fuera de éste, para que pudiera yo
disponer de él discrecionalmente sin estar afectado al
secreto de confesión. Sus palabras fueron más o menos así:
“Santo Padre, no quiero entregar mi alma al Salvador sin
antes confiaros la existencia de un secreto celosamente
guardado por un puñado de iniciados que han sabido de su
existencia. De ellos, sólo unos elegidos, entre los que he
tenido el privilegio de contarme, han accedido a comprobar
con sus ojos que no se trata tan sólo de una leyenda. El
secreto en cuestión es una epístola que Santiago, el hermano
de Cristo, dirige a Pablo y en la que hace terribles
revelaciones. Yo conocía su existencia, como acabo de
deciros, más como leyenda de transmisión oral que como hecho
cierto hasta que, casualmente, hallé la mítica epístola entre
las hojas del libro segundo del apócrifo de Esdras; este
documento llamó enseguida mi atención –aunque aún no era
consciente del valor de mi hallazgo–, ya que parecía ser
antiquísimo y estaba escrito sobre un papiro similar a los de
factura egipcia.
Los caracteres de la escritura parecían ser arameos, y si
bien conozco muy superficialmente la escritura hebrea, no son
estos conocimientos suficientes para descifrar el contenido
del manuscrito. Tremendamente emocionado por el
descubrimiento, sospechando que el mismo, quizá, encerrase
alguna revelación de interés, me aboqué a la tarea de
localizar a alguien que conociera esa escritura. A los pocos
días de iniciar las averiguaciones me abordó Burckard, el
“magister cerimoniarum”, que me dijo: “_”He sabido, micer
Cosme, que habéis hallado un raro ejemplar de pergamino
escrito en arameo y buscáis un docto en esa herética
escritura. Sólo entre la raza maldita de los judíos podríais
hallar quien os lo interprete, y han de ser con seguridad
conjuros satánicos para traer maleficio al corazón de la
cristiandad. Creo micer Cosme que deberíais pedir la
autorización del Santo Padre para entregar a las llamas esa
escritura diabólica_”.
“Si me permitís que os lo diga, Santidad, ese alemán siempre
me ha dado mala espina, y su exposición vino a confirmar mis
sospechas de que todo lo espía desde los laberintos secretos,
pues yo a nadie había mencionado las características del
documento, sólo había esparcido la voz de que necesitaba los
servicios de alguien que conociese la escritura aramea.
Presintiendo que el documento podía tener un valor
incalculable, decidí trasladarlo conjuntamente con el
ejemplar de la Apocalipsis al compartimento secreto de la
biblioteca, haciéndolo personalmente durante la noche sin que
nadie tuviera noticia de ello”.
Calló en este punto el papa, como si al hacer el relato se
diese cuenta de algunos cabos que no casaban, y de los cuales
no se apercibió en su momento y ahora, al rememorarlo, lo
viese por primera vez con nueva claridad. Rodrigo, que era
muy zorro, intuyó que esto podía hacer que Pío II continuase
desenredando la trama más para sí que para confiárselo a él,
y arriesgó entonces darle el pie para elaborar una tesis.
—Entonces, Santidad, sospecháis que Burckard conocía el
contenido del manuscrito y por alguna oculta razón deseaba su
destrucción.
—Es más, sospecho que Cosme Montserrat murió envenenado, y el
“magister cerimoniarum” ha sido el inductor de la mano
asesina.
—¿En qué fundamentáis tan terrible sospecha, Santidad?
—En unas extrañas palabras que pronunció antes de entregar su
alma al Señor.
—Me tenéis sobre ascuas, ¿qué palabras fueron ésas?
—”Santidad, no comáis de la mano de Burckard ni bebáis en su
mesa”. No tuvo tiempo de dar más claridad a sus palabras,
pues expiró ni bien acabó de pronunciarlas.
Rodrigo escuchaba atentamente mientras pensaba cómo dirigir
el discurso del papa hasta la familia Chigui, ya que hasta
ahora no aparecía relación alguna, veía que el asunto era aún
más importante de lo que había sospechado y debía
interiorizarse de todo, en primer término para dar
cumplimiento al compromiso adquirido con Agostino y, por otro
lado, presentía que el contenido de ese manuscrito podía
hacerle aún más poderoso, de modo que, aprovechando la pausa,
volvió al ataque.
—Santidad, sigo sin comprender el nexo entre este asunto y el
ataque personal de que he sido objeto acompañado de una
advertencia a vos.
—Tampoco yo lo entiendo del todo, pues no he podido descifrar
el contenido de la epístola, que supongo, a tenor de las
palabras de micer Cosme, se trata de la de Santiago, ya que
la persona que dijo ser entendida en lenguas orientales era
en realidad un farsante que mal conocía el hebreo clásico, y
se dio en alardear de haber descifrado un importante
documento que era mantenido en el más absoluto de los
secretos y al que sólo él había accedido. La consecuencia de
esto fue que su cadáver fue hallado flotando en el Tíber con
el cuello abierto, y que yo he recibido presiones de varias
de las más importantes familias, entre las que destacan los
Chigui, para que destruya ese documento escrito por judíos e
inspirado por el príncipe de las tinieblas.
¡Por fin aparecía el nombre de Chigui! Ahora sólo le faltaba
averiguar el contenido del manuscrito y, si era posible,
apropiarse de él; debía jugar sus cartas cuidadosamente, el
papa Piccolomini, pese a parecer habitar el Parnaso en
compañía de las musas, era un hombre inteligente e intuitivo
que confiaba en él, pero que podía perder esa confianza si
daba un paso en falso.
No puedo menos que decir que el calavera purpurado de nuestro
cardenal era asiduo visitante de las faldas –nunca mejor
dicho– del monte Parnaso, pues mientras el papa se perdía
etéreo entre las nubes de la cima, dejándose querer por las
musas, el Borgia ofrendaba las primicias a Dionisios y Pan.
La luz de los velones que alumbraban con su llama amarillenta
el pequeño cuarto secreto que se comunicaba con el sector
restringido de la biblioteca y con el cuarto privado de
lectura del papa por medio de anaqueles móviles, mediante
silenciosos mecanismos, apenas permitía ver las altas
estanterías habitadas por los más secretos de los documentos,
cuyo conocimiento había pasado de papa en papa. La luz
bailoteaba sobre los lomos de las encuadernaciones haciendo
que éstas cobrasen vida al conjuro de la vacilante llama, el
mobiliario sencillo, apenas un par de sillas y un facistol
con una lámpara por sobre él para examinar las obras
escogidas.
—Santidad, la emoción me domina y la curiosidad me corroe.
¿No oís el alterado batir del corazón que quiere salir del
pecho? ¿No vais a dejar que vea el manuscrito?
—Sí, claro, por ello te he traído hasta aquí. De todos modos
eres la única persona en quien puedo confiar en las actuales
circunstancias.
El papa Piccolomini se dirigió al anaquel situado a su
derecha, retiró de él dos volúmenes encuadernados en vitela
y, buscando a tientas con los dedos por detrás de la madera
de la balda, accionó un mecanismo que hizo desplazar
lateralmente el fondo, dejando al descubierto la abertura de
un nicho de cuyo interior extrajo un rollo sujeto con una
cinta púrpura, se dirigió con él hacia el facistol y,
apoyándolo verticalmente, lo desenrolló y luego, aplicando en
su centro dos bastoncillos de madera, lo fue separando,
desplegando así el pergamino que abrió sus intimidades a los
atentos ojos de Rodrigo Borgia, que gracias a su elevada
estatura veía por sobre los hombros del papa. Los caracteres
no le decían nada, pero apenas podía sofrenar la emoción que
hacía vibrar su cuerpo sin saber por qué.
—Santidad –dijo sin poder controlar un leve temblor en la
voz–, creo que conozco a la persona adecuada para descifrar
el papiro.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Se trata de un rabí judío, sacerdote de la alhama judía de
Zaragoza, llamado Adonías, hijo de un célebre médico
malagueño de nombre Jehudá Franco.
—¿Me estás sugiriendo que un judío sea introducido en la casa
de Pedro?
—Santidad, en mi tierra, del otro lado de los Pirineos, hay
judíos que han llegado a obispos, quizá yo mismo, o mi tío,
que fue papa, haya tenido mezclada entre la suya algo de
sangre judía.
Claro que esto lo dijo Rodrigo en voz baja con los gestos de
un conspirador y una media sonrisa en su boca, en una actitud
de la que él era consciente rompía las rigideces de los
protocolos, y que utilizaba sólo cuando sabía que su
interlocutor era receptivo.
—¡Hijo mío, qué cosas dices!
Respondió el papa persignándose, y luego, moviendo lentamente
la cabeza de un lado a otro, dejó la risa insinuarse entre
sus labios para añadir:
—Rodrigo, eres incorregible.
—Santidad, este hombre tiene fama de ser un sabio conocedor
de las santas escrituras, severo y rígido en sus
convencimientos y, lo que es más importante, casi con
seguridad conocerá el arameo, pues es la lengua en que se han
escrito la mayor parte de los libros de la Torá.
—Pues toma dentro del mayor secreto las medidas para que lo
traigan con la máxima premura.
—No es seguro que acceda a desplazarse; es más, dudo que lo
haga.
—Rodrigo, no me exasperes, tú mismo lo has propuesto, de modo
que no me vengas ahora con que me has sugerido lo que no
puedes cumplir.
—Lejos de mí, Santidad, está la disposición de adoptar la
fácil actitud de aparentar ofrecer una solución para luego
desentenderme del asunto, sólo quiero sugerir a su Santidad
que me dé la libertad de negociar con el judío de forma que
pueda desarmar todas sus defensas y se avenga a nuestros
deseos.
El papa sacudió la mano delante de su cara, como si espantase
una mosca, para luego conceder:
—Cardenal Rodrigo Borgia, ¡siempre haces lo que te viene en
gana!
En ese momento, las llamas de las velas y de la lámpara sobre
el facistol se inclinaron hacia un mismo lado y se dejó oír,
por detrás de los anaqueles, un crujir de maderas; ambos
hombres callaron y mientras el papa Piccolomini reponía
apresuradamente el rollo a su escondrijo cerrando el
compartimento secreto, Rodrigo, acercando sus labios al oído
del papa, le susurró:
—Alguien ha estado espiándonos, quizá nos haya visto y oído.
—Hay aquí muy escasa luz como para que hayan podido ver el
compartimento secreto, –le respondió el papa en un susurro, y
luego, alzando la voz:
—Como os decía, cardenal Borgia, debemos analizar a fondo el
libro segundo de la Apocalipsis de Esdras para estudiar si se
debe revisar su catalogación y considerarlo de libre acceso.
—Reuniré un comité de sabios teólogos para satisfacer
vuestros deseos, Santo Padre.
Se entendieron con una mirada y el papa dio por terminada la
reunión.
—Cardenal, es el momento de retirarnos, ya es casi la hora de
maitines, debemos acudir a la Iglesia.
—Te digo, Francisco, que en todo esto hay algo muy extraño
cuyo alcance se me escapa.
—Vamos a ver, Rodrigo, si me aclaro. Por lo que he podido
entender has conseguido cumplir tu compromiso con el
Piccolomini, ya que en tus manos está el controlar el
manuscrito y que no se haga público; tal fue el mensaje que
te gritaron el día de tu apuñalamiento.
—Sí, con esto y el reconocimiento de deuda tenemos bajo
control a los Chigui, pero hay una serie de piezas que no
encajan.
—Lo que sucede, Rodrigo, es que eres muy complicado y siempre
le buscas una pata más al gato, no veo lo que no encaja, has
obligado a Agostino a que te reconozca una deuda millonaria
con la que has envuelto a su hijo, has descifrado el asunto
de la Apocalipsis, y está en tus manos que éste diga lo que
tú quieras que diga, ya que te encargarás de elegir al
traductor.
—Francisco, ¡nunca verás más allá de tus narices! Si juegas
una partida de ajedrez, el fin del juego no consiste en ganar
una pieza al adversario, ni dos ni tres, tampoco vale ofrecer
tablas, tienes que dar jaque mate. Para ello no debes
quedarte en la autocomplacencia de la bella jugada que has
hecho; más importante aún es penetrar en el pensamiento de tu
contrario, saber qué es lo que él va a jugar para, así,
neutralizarlo.
—No sé qué tiene que ver el ajedrez con todo esto, yo lo
único que sé es que casi te matan de una puñalada y estás en
condiciones de deshacerte de quien te envió a los asesinos.
—Querido Francisco, a veces tienes la virtud de desesperarme,
creo que deberías dedicarte a dar misas.
—No me digas eso, Rodrigo, sabes que me duelo con ello,
¿quién sino yo está siempre a tu lado como un perro guardián,
listo para protegerte y darte todos los gustos y
suministrarte todo tipo de placeres?
—Bueno, bueno, no te pongas lacrimoso que no he querido
herirte, lo que pasa es que esto me tiene irritado. Mira, te
voy a explicar cuáles son en este tablero las piezas que no
encajan, que no son muchas pero sí muy significativas: la
advertencia decía que la Apocalipsis no debía ser revelada, y
ello podía querer significar dos cosas, o bien que no se
tradujera su significado o que no se hiciera público.
—¿Qué tiene eso de extraño?
—Calla y escucha, tiene todo de extraño. Primero, el único
secreto de la Apocalipsis de Esdras es que guardaba entre sus
páginas un manuscrito muy antiguo; segundo, que el papa no
tiene ni idea de lo que significa la escritura de dicho
pergamino; supone, sólo supone, que se trata de una supuesta
carta que Santiago, el hermano de Cristo, le envía a Pablo,
todo ello fundado en una leyenda que yo desconocía y que así
lo afirma; tercero, que el bueno de Pío II no ha hablado con
nadie sino conmigo de este asunto, del hallazgo de la carta
en cuestión.
—Eso significa que alguien más sabe de la existencia de estos
papeles.
—Excelente, Francisco, ya vas aprendiendo, y aquí viene otra
pieza que no encaja. ¿Por qué suponía el desconocido
personaje que el papa abrigaba intenciones de hacer público
el manuscrito?
—No se me ocurre, Rodrigo.
—A mí tampoco, pero ahora viene la pregunta que vale un reino
–o un papado–. ¿Qué importancia puede tener este documento de
contenido desconocido para que Agostino Chigui se arriesgue a
hacer asesinar al vicecanciller de la Iglesia y amenazar al
papa?
—Ese viejo maldito debe de saber su contenido.
—Así debe de ser, pero precisamente el cómo lo ha conocido y
su significado es lo que lo mantiene en situación de ventaja
en la partida, y son las dos cosas que debo averiguar para
saber cómo debo colocar mis piezas y planificar
cuidadosamente mi próximo movimiento.
—¿Sospechas de alguien?
—Sí.
—¿De quién?
—De ti.
—¡”Collons”! Rodrigo, tómame en serio.
—Quien sin duda tiene mucho que decir en todo esto es
Burckard, el “magister cerimoniarum”.
—¿Ese alemán marica?
—Sí, creo que este hombre va a traernos muchos problemas.
No sabía bien –con todo lo que sabía– el entonces cardenal,
más tarde papa y en el culmen de su gloria hacedor porque sí,
porque le dio la gana, del más grande objeto –metafóricamente
hablando– que ojo humano se haya regalado, obviamente estoy
refiriéndome a menda lerenda, el magnífico, el incomparable –
por ser único– espejo parlante contador de historias.
Continúo luego de este breve autopanegírico con aquello que
no sabía el papa, y me refiero a cuántos problemas había de
depararle el “magister” antes, durante y después de su papado
–es decir, después de muerto–. No sabría decirte si éste era
tan sólo un medio idiota masturbador, obsesionado con la
letra pequeña del ceremonial que dirigía, o se trataba de un
gran hijo de puta, amargado, resentido y reprimido, sexual y
cerebralmente; lo cierto es que en su diario, en el que no
dejó de escribir cada día de su vida, salvo breves
interrupciones coincidentes con las pocas veces en las que se
ausentó, dejó para la posteridad, en un latín pedestre y
falto de imaginación o adornos, el testimonio de cada pequeño
o gran acto del que fuera testigo o le fuera relatado.
La minuciosidad con la que narra algunos episodios, como el
famoso “convivium” de las cincuenta cortesanas desnudas, y la
frialdad con que los describe, como si se tratase del
inventario del mobiliario de la sala de recibimientos, sin
comentarios en el margen, sin análisis ni juicio de valores,
te lleva a exclamar: “¡qué jodido mojigato correveidile! O
bien: ¡qué cronista aséptico, imparcial y objetivo!” ¿Cómo?
¿Que de qué va el asunto el “convivium” de las cincuenta
cortesanas desnudas? Bueno, en realidad sólo lo he citado
para dibujar el perfil de este personaje, que tendrá una
importante participación en el desarrollo de la trama que nos
ocupa. ¿Que te ha picado la curiosidad? Es que en realidad
esto no tiene nada que ver con la Apocalipsis ni con la línea
argumental del libro. ¿Que no pasa nada, que lo cuente, que
así descansamos un poco? Vaya, vaya, por lo visto el tema de
la porcachonada erótica no deja de tener tirón, y más si
afecta a personajes famosos, y el morbo se dispara si el
protagonista ha sido un papa de la Iglesia. De acuerdo, a
pedido de la concurrencia, allá va la historia relatada por
Burckard en su célebre diario.
La fiestecita se celebró en la víspera de la festividad de
Todos los Santos, en el año 1501, cuando Rodrigo era ya
Alejandro VI y contaba setenta años de edad, vale decir
cuarenta años más tarde del momento de nuestra historia,
claro que, como nuestra historia dura cerca de dos mil años,
poco importa que demos pequeños saltos para atrás y adelante.
Ya veis que el zorro pierde el pelo pero no las mañas, y el
otrora apuesto cardenal, ahora papa barrigón, no cesaba de
darle gusto al cuerpo allá por las bajuras, que era por donde
más se lo pedía.
Vamos entonces a la historia tal como la describe Burckard en
su diario; las traducciones son de andar por casa y corren
por mi cuenta, te ruego sepas disimular los errores, ya que
el pobre latín que conozco es tan sólo de tanto haberlo oído
hablar a mi alrededor.
¿De qué otro modo puede saber algo un espejo?
“In sero facerunt cena cum duce Valentinense in camera sua in
palatio apostolico”. Por la noche, en la cámara papal del
palacio apostólico, cenaron acompañados del duque de
Valentinoise –su hijo César.
“Quinquaginta meretrices honeste, cortegiani noncupate, que
post cenam coreaverunt cum servitoribus et aliis ibidem
existentibus, primo in vestibus suis, deinde nude”. Luego de
la cena, cincuenta honestas putas hicieron un coro con los
servidores y los invitados, primero vestidas y luego en
pelota picada –desnudas, por si no has entendido.
“Post cenam posita fuerunt candelabra communia mense in
candelis ardientibus per terram, et proyecta ante candelabra
per terram castanee”. Cuando terminó la cena, fueron
retirados los candelabros de las mesas y puestos en el suelo,
fueron arrojadas sobre sus llamas castañas.
“Quas meretrices ipse super manibus et pedibus, nude
candelabra per transeúntes colligebant”. Aquí las pendonas
empelotadas, avanzando entre los candelabros con los pies y
las manos, es decir, con el culo en pompa, cogían las
castañas al paso.
“Papa, duce et d. Lucretia sorore sua presentibus et
aspicientibus”. El papa, el duque y Lucrecia, su hija,
presentes, no les quitaban los ojos de encima, vaya, que no
perdían detalle.
“Tandem exposita dona ultima, diploides de serico, Paria
caligarum”. Finalmente aparece una última mujer con vestidos
de seda y sandalias de la isla de Paria.
“Bireta et alia pro aliis qui pluries dictas meretrices
carnaliter agnoscerent; que fuerunt ibidem in aula publice
carnalite tractate arbitrio presentium, dona distributa
victoribus”. Bueno, aquí se monta la jodienda colectiva, la
“madama” en vaporosas sedas distribuye a las meretrices y a
la vista de todos da comienzo la exhibición del meteisaca, y
de haber estado presente un monje miniaturista, con toda
seguridad dispondríamos hoy de un códice iluminado al que
poco tendría que añadir el “Kamasutra”. ¡Manda güebos!
Así lo cuenta Burckard y, si retrocedes unas líneas, al
comienzo de la descripción, verás que todo ocurre en la
cámara papal, y ¿quién estaba siempre presente en la cámara
papal? ¿A quién se dirigía el buen Alejandro VI cada mañana
al levantarse? ¡Sí, bingo! Era yo quien presidía el
dormitorio papal, testigo inevitable de cuanto en él sucedía.
¿Que si yo he presenciado el asunto de las castañas? ¡Por
supuesto! ¿Que te dé mi versión de los hechos? ¡No hijo, no!
Que para cotilla ya se basta el Burckard, de mis reflejos
sólo verás salir aquello que otros ya han hecho público.

Jerusalén, año 40

El joven Saulo, recién llegado de Tarso, se expresaba ante el


pequeño sanedrín como conocedor profundo de la retórica
griega, deseoso de profundizar en el conocimiento de la Torá
con la ambición de convertirse en rabí.
El famoso maestro Gamaliel el Viejo le decía:
—¿Cómo es que tú, que hablas como un griego y vistes como
griego y procedes de una ciudad griega, me pides que te
instruya en el estudio de la Torá?
—Oh, sabio rabí, he nacido sin que mi voluntad tuviese parte
en ello en la ciudad de Tarso, pero fui circuncidado al
octavo día como manda la ley y educado por mi padre en la
interpretación farisaica de la ley, y ya no toca la navaja el
pelo que crece en mi cara. Quiero dar comienzo a mi
colaboración con el sanedrín, denunciando las actividades
blasfemas de Esteban, quien con una elocuencia inspirada sin
duda por Belial desvía a numerosos judíos de la
interpretación farisaica, atrayéndolos a la secta de los
cristianos, secta de inspiración esenia fundada por Jeshua de
Galilea y avalada por el decapitado Juan, llamado el
Bautista.
—Difundir y ser seguidor de la doctrina esenia, como hacen
los cristianos, no constituye blasfemia, y cumplen
escrupulosamente la ley de Moisés.
—Esteban ha blasfemado, ha predicado en público que Jeshua el
crucificado es Dios vivo y que al tercer día de muerto ha
resucitado.
—¿Hay testigos que avalen tu acusación?
—Los hay.
Esteban fue condenado por el sanedrín a morir lapidado. Saulo
de Tarso fue el primero en lanzar una piedra.

Roma, finales del siglo XX

En el estar, salón y estudio, todo en uno, del apartamento de


Alexandra, sentadas en la alfombra sobre el suelo, las
piernas cruzadas en posición de escriba, la una al lado de la
otra y ambas frente a mí, se hallaban Alexandra y Sandrine –
una amiga–, se hablaban la una a la otra por mi intermedio,
ya que ambas se miraban –me miraban– y yo les devolvía la
mirada.
Creo que fue aquel día que comenzamos, tímidamente, sin
darnos ambos cuenta, a comunicarnos, no sé por qué, pero
había en Alexandra un algo que me recordaba a Lucrecia, como
si en lugar de ser descendiente de los Rovere lo fuera de mi
querido papa Borgia, algo que no descarto, ya que pocas damas
se resistieron a los embates de la prédica fornicatoria en la
que no cejó hasta el día de su muerte –pongamos que algún día
antes.
Como te decía, sentía que Alexandra entroncaba con aquéllos
los mejores días de mi existencia, que no vida, pues los
objetos no estamos dotados de ella ¿o sí? Ahora que lo miro,
siempre se habla de la vida útil de las cosas, es pues quizá
la nuestra de mayor consideración que la de los humanos, ya
que la de éstos no siempre es útil.
Había algo especial en esa joven dotada de una capacidad de
prodigarse a quien se acercaba a ella, un afán quizá
desmedido de amar al prójimo, posible manifestación de un
ansia de ser amada, de buscar en el reconocimiento ajeno la
reafirmación de su propia seguridad. Ha de haber sido esa
súplica no declarada de ella ante mí, hablándome en su
soledad y haciéndome testigo de sus más íntimos deseos y
frustraciones, el soplo que se hizo en mí hálito de vida y
dio lugar a la magia que hoy me permite esta incontenible
verborrea con la que ahora te castigo.
—Sí que es raro lo que me cuentas de esa audiencia no
solicitada, igual el papa se ha enterado de que te quieres
poner las tetas de silicona y te ha llamado para darte su
opinión, o bien se ha enterado de que hay una divorciada
entre la gente que trabaja en el Vaticano y quiere
convencerte de que vuelvas con tu ex.
—No digas chorradas, Sandrine, que el tema me tiene de los
nervios, no me explico qué carajo puede pasar.
—Bueno, no le des más vueltas al asunto, seguro que se trata
de un error.
—¡Que no, coño! Que me lo ha confirmado la secretaría del
Vaticano.
—Bueno, no lo pienses más, dentro de unos pocos días saldrás
de dudas. Dime, ¿cómo va ese trabajo que te han dado los
yanquis?
—Muy bien, es un poco arduo, pero muy interesante, se trata
de traducir del arameo unas copias de unos manuscritos.
—¿Son muy antiguos?
—Aproximadamente dos mil años.
Fueron hallados hace relativamente poco, en 1947, por un
pastor beduino en unas cuevas vecinas a los restos de un
asentamiento de una secta judía, en un sitio llamado Qumran,
cerca del mar Muerto, en el desierto de Judea.
—¡Una secta! Eso le gustaría un montón a tu madre.
—Sí, desde luego. Aún no le he dicho nada, ni pienso, me
enloquecería con sus cosas misteriosas y no me dejaría
trabajar en paz.
—No sabía que también los judíos tenían sectas, y menos aún
en esos tiempos.
—Sí, había varias. La que habitaba este asentamiento era la
de los esenios.
—Y ¿cómo es que si los descubrieron en 1947 tienes que
traducirlos tú ahora?
—No seas bobita, Sandrine.
En primer lugar se han seguido descubriendo ánforas con
rollos en su interior en cuevas vecinas. En este momento
suman más de ochocientos los rollos encontrados, además de
infinidad de fragmentos y documentos hallados en otros
sitios, como Damasco y El Cairo, que se vinculan de algún
modo con éstos.
—¿Y qué tiene que ver con esto el museo de Nueva York?
—Quieren dedicar un sector de la sala de las culturas
mesopotámicas a las culturas de los márgenes del Jordán y del
mar Muerto.
—Y tú, ¿tienes que descifrar algún secreto?
—No, las copias que yo tengo que traducir ya lo han sido por
rabinos de la casa del libro de Jerusalén.
—¿Entonces?
—Les interesa tener otra versión y contrastarla, y no es por
darme pisto, pero entre los goyim, es decir, no judíos, se me
considera una de las máximas autoridades en el arameo.
—¿Y de qué va el rollo?
—Parece que tiene que ver con el cristianismo.
—¿Con el cristianismo, unos escritos judíos de hace dos mil
años?
—Sí, la cosa parece bastante interesante, pero todavía no
pesco del todo el sentido. Estoy en la fase más ardua, la de
identificar los caracteres y hallar un principio de
traducción literal; luego hay que llevarlo al hebreo para ir
encontrando el significado de las frases.
—Parece muy complicado.
—Lo es, requiere muchas horas de trabajo y consultas para
luego cotejarlo con otras escrituras hechas en arameo, griego
y latín, como la Biblia, por ejemplo.
—Eso sí que es un rollo, me quedo con mis clases de yoga y
aeróbic. ¿Sabías que he editado un vídeo?
—Sí, ya me lo has dado.
—¿Cómo te sientes sin los niños?
—Jodida, el peque se ha querido ir definitivamente con el
padre.
—¡Qué cabroncete! ¡Con lo que te has desvivido por sacarlos
adelante sin una ayuda del capullo del padre! Tú tranquila,
que ya vendrá con las orejas gachas. ¿Y James?
—Ése es un cielo, cuando acabe las vacaciones con el padre
regresará, quiere estudiar informática.
—¡De puta madre! Es la profesión con más futuro.

Roma, finales del siglo XX

En la cárcel de máxima seguridad, los carabineros de la


guardia lucían el uniforme impecable con los blancos
correajes acharolados refulgentes en el interior, patios y
paredes recién fregados olían a limpiador desinfectante con
perfume de pino; los presos, tras los barrotes, peinados y
rasurados invadían los pasillos del corredor con el aroma a
“aftershave”, distribuido gratuitamente por las autoridades
carcelarias en ocasión de la visita.
Los barrotes de las celdas y las puertas de hierro que
bloqueaban corredores a mor de omnipresentes mecanismos
electrónicos agobiaban a Karol Wojtyla, le traían recuerdos
de su patria, primero bajo la ocupación nazi y luego de los
comunistas.
Rodeado de estrictas medidas de seguridad, entre las que no
faltaban los agentes del pequeño servicio secreto de la
guardia suiza que lo acompañaban continuamente, se desplazaba
con su lento e inseguro paso ante la atenta y respetuosa
mirada de los reclusos; alguno se santiguaba a su paso, otros
se arrodillaban, se oyeron algunas tímidas peticiones de
bendición y hubo uno que escupió al suelo cuando pasó frente
a su celda; él no negó la bendición a ninguno de los que la
pidieron, haciendo el mágico movimiento de manos frente a
cada una de las jaulas sin detener el paso. Había sido su
deseo acceder al locutorio donde se entrevistaría con Alí
Agka pasando por el interior del presidio. Ya le resultaba
duro vivir prisionero de la cárcel de carne en la que se nos
confina ni bien nacemos, para soportar por encima de ésta
otra prisión, que se superponía a la primera como en esas
típicas muñecas rusas de madera. Había conseguido del primer
ministro, Massimo D.Alema, el indulto para su fracasado
asesino y el privilegio de ser él quien se lo comunicara;
había solicitado que la entrevista se realizara en un
locutorio sin barreras físicas entre él y el prisionero,
donde no pudiesen ser oídos y con el compromiso de las
autoridades carcelarias de que no habría ningún aparato de
escucha.
La habitación, de unos tres por tres metros, de paredes
grises, desnudas y desconchadas trajo a su mente que las
cárceles italianas todavía tenían la estética de una prisión,
parecían lo que eran sin disimulo.
Trato de transmitirte lo que se me ocurre que debía de pensar
el papa, ya que a mí todo esto me llega por medio de reflejos
ya muy reflejados, y si bien se dice que asomarse a los ojos
de alguien es como hacerlo por una ventana que comunica con
el patio interior del alma, esto me ha parecido más o menos
cierto cuando me ha sido dado hacerlo directamente en los
ojos del candidato a desnudarme su alma; en este caso mi
visión es de tan segunda mano, que he tenido que ver un poco
con los ojos de la imaginación. ¡No pongas esa cara de
desilusión! ¿O acaso has creído que cuando cualquier autor te
cuenta lo que piensa éste u otro personaje está dentro de su
cerebro para saberlo? Todos hacen lo mismo que yo: le echan
imaginación a la cosa, al menos yo muchas las sé de primera
mano. Te he dejado un poco al pairo con el encuentro del papa
con el turquito balaseador para abundar en la reflexión que
hizo Juan Pablo II sobre las cárceles italianas, que parecen
ser lo que son y esto me lleva a destacar el hecho de que en
estos tiempos que corren, me refiero a los finales del siglo
XX –ya que para mí han corrido tantos–, se ha extendido y
popularizado la moda del eufemismo y las cosas que no son, lo
parecen o parecen lo que no son, y no se mentan por su
denominación de origen; es decir, las de toda la vida, allá
van algunos ejemplos: ahora un ciego es un “invidente”, ¡como
si así dejase de ser ciego! Los cojos, paralíticos; tuertos o
mancos ahora son “discapacitados”, ¡si hasta parece algo
bueno! A fornicar se le dice “hacer el amor”, ¡qué poético!,
y el capitán Pantaleón Pantoja llamaba “visitadoras” a las
putas con las que levantaba la moral del ejército peruano. Al
asesinato de las ideas y la disidencia por el expeditivo
sistema del tiro en la nuca se le llama “lucha armada”, y a
una banda de asesinos descerebrados que se dedican a la
extorsión, el asesinato y la intimidación por medio de la
violencia física y moral, “brazo armado de un partido
político”. Al enriquecimiento milmillonario en pocos días
haciendo uso de información privilegiada se le dice “stock
options”... Ya ves, las cosas no suelen llamarse por su
nombre.
Entre tanto, mi buen Borgia echaba sus polvos sin disimulo y
reconocía a sus hijos –al menos, a varios de ellos–, y en un
mundo como el de siempre eso es de agradecer.
—Quiero confesión, Santidad.
Fueron las primeras y extrañas palabras del convicto al ver
al papa en el locutorio, si tenemos en cuenta que se trata de
un musulmán.
Juan Pablo II estaba sentado en una silla tapizada de
terciopelo rojo, que había sido llevada allí ex profeso, y
Alí Agka, arrodillado frente a él. El papa acercó su boca a
la oreja derecha de éste y en voz muy baja, hablando en
italiano con esa voz cansada y monocorde que le era
característica, le dijo:
—Hijo, antes de recibirte en confesión quiero adelantarte una
buena noticia y hacerte unas preguntas.
—Lo escucho, Santidad.
—El gobierno italiano te ha concedido el indulto.
—Iré a Portugal, a Fátima, para rezar con los cardenales
durante cuarenta días y cuarenta noches. El misterio de la
Virgen contiene las razones de mi gesto.
—Antes deberás poner al día tu deuda con las autoridades
turcas por el asesinato del director del diario “Milliyet”,
pues con el indulto se ha concedido tu extradición a Turquía.
—No dudo de que pronto estaré nuevamente en Roma para besar
vuestros pies, pues soy inocente del crimen que se me imputa.
—Hijo, ciertamente has sido un instrumento de los designios
del Señor, pero en ocasiones los caminos que utiliza son
inescrutables y posiblemente sus órdenes te han llegado
ocultas en las de alguien que te haya sugerido distintas
razones. —No os comprendo, Santidad.
—Quiero decir que quizá alguien hizo que se cumpliese la
profecía ofreciéndote dinero para que me matases.
—Quiero confesión, Santidad.
—Habla, hijo, te escucho bajo el sagrado sacramento de la
confesión, cuyo secreto es inviolable bajo cualquier
circunstancia.
—En marzo de 1981 un contacto italiano de la organización
“Lobos grises”, llamados terroristas cuando son en realidad
patriotas turcos, se puso al habla conmigo diciéndome que
tenía que realizar una acción armada de gran envergadura por
cuenta de una poderosa corporación internacional; esta acción
haría que el mundo entero dirigiese sus ojos a Turquía e
ingresaría en la cuenta suiza de los “Lobos grises” un millón
de dólares.
—¿Cuánto ingresaría en la tuya, hijo?
—Cien mil, Santidad.
—Prosigue.
—Parece que el asunto les apremiaba, ya que en menos de una
semana tuve una reunión en un restaurante de las afueras de
Roma con nuestro contacto italiano y dos hombres, que aun
vistiendo vaqueros, se dejaba ver que eran gente de alto
nivel y acostumbrados a moverse entre el dinero como el pez
en el agua, trataban de pasar inadvertidos como si fueran
turistas o algo así, pero a Mehmet no se le engaña
fácilmente, la sola vista de sus zapatos o las cuidadas manos
de manicura fueron suficientes para saber con qué clase de
personas estábamos tratando. Me dijeron que la acción tenía
un cierto riesgo, por eso pagaban tal cantidad de dinero,
dieron muchas vueltas antes de decirme finalmente quién iba a
ser el blanco. Cuando supe que debía dar muerte a tiros al
papa me negué en principio, y uno de ellos dijo sonriendo que
si era cierto que su Santidad era el representante de Dios en
la Tierra, ya se cuidaría Él de ponerlo a salvo, o bien si
moría sería porque así lo había dispuesto. Recuerdo que les
contesté con enfado que el único Dios es Alá y Mahoma su
profeta, y que no me asustaba acabar con la vida de ese
farsante cristiano.
Perdonad estas palabras, Santo Padre, pero todavía la Virgen
no me había iluminado con el conocimiento de la verdadera fe
de Cristo.
—Continúa, continúa.
—Toda la conversación se desarrolló por intermedio de nuestro
contacto, que hablaba con ellos en italiano y conmigo en
árabe. Yo entendía bastante el italiano, pero aparentaba no
comprenderlo; en un momento en que nuestro contacto y yo
estábamos embarcados en una larga conversación en árabe en la
que éste me explicaba los pormenores del atentado y cómo se
realizaría el pago, los dos europeos hablaban en voz baja
entre sí en un idioma que suponían que yo no entendería,
español, con un fuerte acento suramericano, creo que
argentino, y se equivocaban, pues hablo aceptablemente el
español.
—No divagues y sigue.
—Uno le dijo al otro: “Por ese conchudo documento vamos a
freír dos papas”. En ese momento, pasó un camarero y el
segundo hombre, sin poder contener la risa, se dirigió a éste
diciendo: “Mi amigo quiere papas fritas para acompañar el
vermut”.
—¿Estás seguro de que no dijo libro en vez de documento?
—No, Santidad, dijo sin duda alguna documento.
—¿Qué otra cosa pudiste escuchar?
—Nada más, Santidad.
Juan Pablo II quedó desorientado e impresionado por las
revelaciones de Alí Agka; con ellas quedaba claro que pese a
que nada pudo comprobarse durante el juicio, había habido una
conspiración para acabar con su vida. Eso no lo sorprendía en
demasía, lo de dos papas fritos ligaba su frustrado asesinato
con la muerte de Albino Luciani, pero lo que lo desorientaba
por completo era la palabra documento, esto introducía un
nuevo elemento. ¿Ocultaría la Apocalipsis un documento? Si
había en él motivo para asesinar a dos papas era señal
inequívoca de que quienes estaban detrás de todo esto
conocían su contenido y no les interesaba que se hiciera
público, pero entonces, si poseían tanto conocimiento y
recursos, ¿por qué no habían destruido el documento? Eran
evidentes dos cosas: la primera, que no debían de tener
acceso a dicho documento o lo que fuera, él mismo no había
podido hasta el momento hacerse con él; la otra era que en la
Santa Sede no había quien supiese el significado de este
escrito, o bien se había mantenido oculto sin hacerlo
público.
Sin noción de lo que hacía, comenzó a levantarse cuando una
voz lo sacó de sus pensamientos.
—¡Santidad, la absolución!
—”Ego te absolbo in nomine pater et fili”...
La tarde estaba agradable y soleada pese a estar avanzado el
mes de enero. Vistos desde la altura de los balcones, los dos
ancianos, uno vestido con una larga y negra sotana, ya en
desuso desde hacía muchos años, y el otro en albos ropajes,
también cubriéndole los zapatos, daban una extraña impresión.
—Santidad, os he rogado que sostuviésemos esta conversación
mientras paseamos por el jardín debido a que los muros del
Vaticano parecen estar dotados de mil oídos, y no hay
dependencia que esté libre de ellos, ni siquiera vuestras
habitaciones privadas.
—No te falta razón, hijo mío.
—Creo saber el motivo por el que habéis querido verme.
—Habla entonces.
—Santidad, cuando poco después de la muerte de vuestro
antecesor, siendo aún cardenal, me visitasteis indagando por
el apócrifo de Esdras, desconfié de transmitiros un
conocimiento cuyo alcance yo mismo ignoraba –e ignoro aún–
pero intuía –e intuyo– de la máxima trascendencia. En 1981,
habiendo ya sido elegido sucesor de Pedro, volvisteis a
requerirme; en esa oportunidad una fuerte gripe me impidió
acudir a vuestra presencia. Supongo que en aquella ocasión
habría tenido que confiaros todo en aras del voto de
obediencia; la enfermedad me evitó tener que hacerlo.
Fue en ese mismo año, poco después de mi enfermedad, un par
de meses, creo, que sufristeis el atentado que por poco acaba
con vuestra vida; en ese momento pensé que pudiera ser que
este intento tuviese alguna conexión con la repentina e
inesperada muerte de Juan Pablo I, ambos sucesos acaecidos
casualmente luego de manifestar curiosidad por el apócrifo de
Esdras.
Eran muchas casualidades y en ese entonces yo desconocía que
Alí Agka pudiese ser un instrumento de la Virgen para que se
cumpliese la profecía de Fátima.
—Advierto cierta ironía en estas últimas palabras, hijo mío.
—Santidad, soy ya muy viejo para que me reste ironía, quizá
algo más de escepticismo.
—Prosigue entonces.
—Pensé en aquel entonces que debería deciros cuanto sabía del
asunto, pero vuestra Santidad no volvió a requerir mi
presencia hasta hoy; han pasado casi veinte años, durante los
cuales habéis estado más tiempo de viaje fuera del recinto
del Vaticano que dentro.
—Dime, Lorenzo, ¿contiene el libro de Esdras algún documento
escondido en su interior?
—No, Santidad, me sorprende que me hagáis esa pregunta.
—¿Por qué te sorprende?
—Es sólo que poco antes de la muerte de Juan Pablo I una
mujer joven que se dijo doctora en filología hebrea se
interesó por los libros apócrifos de Esdras, y consiguió del
mismo papa, por medio de su portavoz, una autorización para
examinar el archivo secreto, y dedicó varias horas a la
lectura de la Apocalipsis de Esdras. Finalizado el estudio,
me hizo la misma pregunta, pero la formuló como si el
documento debiera estar allí, ya que dijo: “¿Dónde está el
documento?”.
—¿Qué le respondiste?
—Lo mismo que a vos, Santidad, que no sabía de qué me estaba
hablando.
—¿Qué hizo ella?
—Dudó unos instantes y luego dijo: “debo de haberme
equivocado”.
—¿Entonces?
—Se fue, pero me había dejado intrigado. Se me ocurrió en ese
momento preguntar al encargado de los documentos restringidos
si esa misma joven, cuyos datos había recogido en el
formulario de visita, había estado anteriormente y había
examinado algún otro documento.
—¿Y?
—Mi corazonada resultó acertada; la misma mujer había
solicitado examinar el ejemplar original del diario de
Burckard, de modo que tomé ese ejemplar y lo examiné
cuidadosamente. Esto me llevó bastante tiempo, pues no sabía
lo que buscaba, y este “magister cerimoniarum” era un hombre
muy detallista que no dejaba de reflejar en su diario ni el
más mínimo detalle de cuanto observaba, y, por otro lado, mi
latín estaba algo olvidado.
—Deja los detalles y vayamos a lo importante.
—Al llegar a la época de Alejandro VI, entre sus páginas
apareció un billete suelto con un texto escrito en un latín
descuidado y cuya caligrafía no dejaba lugar a dudas de que
había sido hecha por el mismo autor del diario. El texto
rezaba: “El papa impío ha escondido la palabra de Jesús en la
Apocalipsis apócrifa, y el manuscrito de Santiago en
sacrílego maridaje con el compromiso del mercader en algún
oculto lugar, el simoníaco de acuerdo con el banquero no
quiere que nada cambie”.
—¿Qué significa ese galimatías?
—Tampoco yo lo sabía, Santidad, pero tuve la sensación de que
quien lo consultó antes que yo sabía exactamente lo que
buscaba, pues su examen de la obra no duró más de una hora.
Decidí entonces averiguar quién era y qué valedores le habían
llevado a conseguir que el portavoz de la Santa Sede
autorizase el examen de ambas obras.
—¿Qué averiguaste?
—Que la estudiosa se llama Simonetta Chigui y pertenece a una
familia ligada a la banca con la que el Vaticano lleva sus
negocios financieros.
—¿Y qué relación puede guardar eso con la misteriosa carta?
—Que da la casualidad de que en la fecha en que Burckard hizo
sus anotaciones, el banquero a que hacía referencia era
Agostino Chigui, antepasado de esta estudiosa de documentos
secretos.
—Es cierto, es una gran casualidad, pero ¿has encontrado esa
carta?
—No, no la he hallado ni sé si existe, pero a los pocos días
de ser elegido papa el cardenal Albino Luciani, ocurrió un
extraño robo en el Vaticano que fue impedido por la guardia
de seguridad; fueron aprehendidos dos conocidos ladrones de
obras de arte, que se alzaban con un par de incunables y
¡vaya coincidencia! Se llevaban también la Apocalipsis de
Esdras.
—¿Cómo pudieron llegar hasta el archivo secreto?
—Evidentemente, contaban con ayuda de dentro, pues llegaron
hasta lo que buscaban de forma directa y sin hacer ningún
destrozo. Nunca delataron a quien les hizo el encargo.
—¿Y en eso quedó todo?
—No, Santidad, a los dos días del abortado robo yo fui
atropellado por un coche que se dio a la fuga, y salvé la
vida de milagro.
Fue entonces cuando, recuperado del accidente, visité al
recién elegido papa y le puse al tanto de todo. Parece que
Juan Pablo I examinó el diario de Burckard y la Apocalipsis,
y debió de descubrir algo sin llegar a descifrar del todo el
enigma, y también, casualmente, el bueno de Albino Luciani
murió misteriosamente a los pocos días; yo creo que debió de
comentar el estado de sus investigaciones a la persona
equivocada o en el sitio equivocado. Ya veis por qué os he
pedido que tengamos esta conversación en el patio.
—Ahora cobran sentido las palabras con las que Albino me dejó
su mensaje antes de morir.
—¿Pecaría de imprudencia si preguntase a su Santidad qué
palabras fueron ésas?
—Este asunto requiere de gente en la que pueda confiar y no
son muchos; tú eres uno de ésos, hijo; lo que Juan Pablo I me
dijo la última vez que lo vi fue que temía por su vida.
—Pudiera ser, Santidad, que haya que seguir dos pistas
distintas que por alguna razón se cruzan en la Apocalipsis de
Esdras; os propongo que mientras yo estudio nuevamente el
diario de Burckard con más detenimiento, vos os hagáis cargo
de hallar a la persona adecuada para estudiar la Apocalipsis.
En la obra del “magister” hay algunas líneas, que en ciertas
partes llegan a ser una página entera, con tachaduras hechas
con pluma y tinta para hacer ilegible el texto; éstas
corresponden a la misma época en que fue escrito el diario, y
probablemente alguien que tuvo en su poder el libro de
memorias del maestro de ceremonias quiso eliminar algún
testimonio que le resultase molesto. Examinando esas páginas
con rayos X puede ser que Dios quiera que halle lo que tan
rápidamente parece haber encontrado la señora Simonetta
Chigui.
—Mañana mismo hablaré con mi secretario para que me indique
algún experto en arameo.

Algún lugar de Galilea, siglo I

—Debemos evitar que él lo sepa.


—Tienes razón, Jacob, destrozaría los últimos años de su
vejez.
—Es inaceptable. Jamás un judío ha blasfemado de tal modo.
Sólo por eso merece mil veces la muerte por lapidación.
—No te excites, Jacob, sabes que tu hermano ha renegado
siempre de la violencia.
—Lo sé, Miryam, lo sé. ¿Cómo no había de saberlo yo, su
hermano, que he sido testigo de cómo aceptó con resignación
de cordero ser el receptor de toda la violencia para redimir
con su sacrificio al pueblo judío? Desde pequeño he sido su
guardián, como me lo pidió su madre. Soy ya muy viejo para
poder hacer algo, pero no puedo permitir que esto prosiga y
pueda llegar a sus oídos.
—Todos somos ya ancianos.
Elohim ha querido que nuestra vida fuera larga para dar
testimonio del Mesías y no podemos renunciar a esa misión en
tanto quede un soplo de vida en nuestros cuerpos. Hay que
impedir que se siga utilizando su mensaje para pervertir la
ley, pero algo debemos hacer, Jacob.
¿Está Simón al tanto de lo que está ocurriendo?
—No lo sé, María, las últimas noticias que tengo son que
Simón y Juan predican en las sinagogas de Jerusalén y son
muchos los que los siguen, pero han sido conducidos a
declarar ante el sanedrín, los saduceos se han unido a los
fariseos.
—¿Y los esenios?
—Muchos de ellos siguen a los apóstoles, sobre todo los que
fueron seguidores de Juan el Bautista; otros no toman
partido.
—He oído rumores de que el mismo Simón, influenciado por ese
arribista de Pablo, predica en el exterior de la sinagoga
permitiendo la asistencia de incircuncisos; dicen incluso que
va a ir a predicar a Roma.
—Yo también los he oído, María, pero no creo que Simón, en
quien mi hermano confió la divulgación de sus enseñanzas, lo
traicione; si va a Roma será a predicar a los judíos de esa
perversa ciudad y recordarles sus obligaciones para con su
Dios.
—Deberías viajar a Jerusalén y hablar con Simón y con Juan.
—María, temo que si me allego hasta ellos y han sido
condenados por el sanedrín, puedan también tomar represalias
contra mí, y os dejaría abandonados a vuestra suerte.
—¡Oh, Jacob! Él ya ofreció una vez su vida para que salga la
palabra de Elohim del corazón de su pueblo, debes hacer algo.
—Ya sé lo que haré, redactaré una epístola que haré llegar a
Pablo de forma que no queden dudas sobre el significado del
mensaje, y una copia de ella con un mensaje personal tendrá
como destinatario a Simón.

Roma, finales del siglo XV

—Estoy convencido, Francisco, de que la clave de este


embrollo la tiene Burckard, y no sé por qué me da en las
narices que este mentecato ha complicado las cosas metiendo
en el asunto a los Chigui.
—¿Por qué no le has preguntado a Agostino, ahora que es tu
aliado?
—Francisco, eres como un niño, tratar de sonsacar a Agostino
es tanto como hacerle partícipe de nuestra total ignorancia
sobre el contenido del jodido libro y perder con ello una de
nuestras ventajas.
—¿Qué propones pues que hagamos?
—Tenemos que hallar la forma de que Burckard se confíe a ti.
—¡Oh, eso es imposible! Todo el mundo sabe en Roma que
cualquier cosa que yo sepa estará inmediatamente en tu
conocimiento.
—Bueno, Francisco, las intrigas palaciegas no deben
precipitarse, mi apuesta es a largo plazo.
Ya te dije una vez que esto es como una partida de ajedrez, y
no hemos hecho más que la apertura; vamos ahora a desarrollar
el medio juego, aquí es donde se prepara el final ganador,
pero va a ser una partida larga, por ahora dejemos las cosas
como están, pues mantenemos el control sobre ellas. En tanto
tú tienes que iniciar una aproximación amistosa hacia
Burckard, busca puntos de encuentro y si tienes que hablar
mal de mí no dudes en hacerlo.
Rodrigo se recuperaba lejos de Roma de la herida recibida en
Siena, en una pequeña aldea emplazada en un bucólico valle
alejado del ajetreo mundano. Había dejado los asuntos de la
Iglesia en manos de Francisco, y necesitaba algo de tiempo en
paz para pensar con tranquilidad en cuanto había acontecido.
Lo ayudaba en la recuperación, como no podía ser de otra
forma, una bella campesina, de nombre Livia, a la que asistía
su joven hija, Florinda.
Desgranaba las horas en descansados paseos a través de los
prados tapizados de florecillas silvestres, que perfumaban el
aire mezclándose sus aromas con el del heno recién cortado,
que los campesinos amontonaban en altas parvas con forma de
gigantesco panal de abeja, y en ellas el cardenal, haciendo
uso de otros atributos, que no los cardenalicios, retozaba
como un gatillo juguetón con la madre... y con la hija.
No, no pases de hoja para atrás y adelante, no mires el
número, no es un error, no se trata de una página de otro
libro interpolada entre las de este que lees, tampoco el
espejo relator ha perdido la chaveta, lo que pasa es que
Rodrigo tenía a veces esos impulsos.
Luego de los sucesos de Siena y el arreglo establecido con
Agostino Chigui, creyó que sería oportuno desaparecer unos
días de Roma, dejando actuar a Francisco. Recordó a aquella
bella campesina que conoció cuando acudía a vender sus
productos a su palacio, y mientras el mayordomo examinaba la
mercadería él, que pasaba circunstancialmente por las
cocinas, se dedicó a examinar a la viuda campesina, aún
apetitosa en sus 34 años.
Estaba el cardenal jugando a los escondites con las rústicas
cuando el resonar de los cascos de un caballo a ritmo de
galope en vertiginoso crescendo lo forzó a delatar el
escondrijo que apretadamente compartía con la más joven de
las labriegas; salió de éste a la pata coja mientras entre
salto y salto intentaba subirse las calzas.
No había terminado de cubrir sus partes íntimas –algo
bastante comprensible, dado el estado enhiesto de las mismas–
cuando el caballo, un percherón de pequeña alzada, casi tan
ancho como alto, sofrenó su loca y destartalada carrera.
Encima de él, como formando parte del caballo –extraña
apariencia de centauro–, un torso con una cabeza coronada de
un gran sombrero, rematado en exagerada pluma de avestruz y
sujeto por un barbiquejo a una cara de la que emergían por
los flancos las guías de un enorme bigote.
Rodrigo, ya sujetas las calzas, corrió al encuentro del
caballo y, cogiendo las riendas, acabó de sofrenar al equino,
y luego, extendiendo los brazos, ayudó a poner pie en tierra
al medio jinete.
—¡Gabrielino! ¿Pasa algo grave?
—Eminencia, debemos regresar más rápidos que el viento, su
Santidad el papa ha muerto.
—¡Me cago en todos los santos del cielo! Sin mi voto y mi
presencia saldrá elegido el Della Rovere.
Vale, vale que es muy fuerte poner en boca de un cardenal de
la Iglesia esas blasfemias, ¿qué quieres que yo le haga?
Rodrigo era así, no lo he inventado yo.
Resulta que en Roma, Francisco había hecho correr la especie
de que su primo se recuperaba con dificultad de una severa
enfermedad; de ese modo tomaba nota de las distintas
reacciones de todas las marionetas del guiñol, y de paso se
iba ganando la confianza del “magister”.
Manta, cincha, bocado y riendas, montura y estribos, las
manos no le son suficientes al hijo de la viuda, el caballo
de monseñor ya está listo, ya monta Rodrigo de un salto y
saluda con la mano mientras grita:
—Adiós, remanso de paz.
—¿Seremos proveedores del Vaticano?
—Por siempre, amadas mías.
Ya se aleja veloz como el tiempo, sin dar descanso a la
cabalgadura, corre, corre, no para, no descansa, ya divisa
las colinas de Roma.
—¡Monseñor!
Todos vuelven hacia él la mirada, cubierto de polvo, con
botas de montar y la cabeza vendada.
—Os hacíamos gravemente enfermo.
—Un gravísimo ántrax casi acaba con mi vida, pero el Señor ha
querido reservarla para mejor servirle desde este valle de
lágrimas.
—Ya procedíamos a la votación.
—Solicito un aplazamiento de tres horas para poder
refrescarme y cambiar el vendaje de mi cabeza.
Los cardenales Juan Bautista Cibo y Pietro Barbo acceden de
inmediato, Francisco della Rovere también, su pariente
Giuliano lo fulmina con la mirada, finalmente se concede la
prórroga para que Rodrigo pueda votar.
—Si no llegas a tiempo, Della Rovere era ya papa.
—Gabrielino me ha salvado la vida por dos veces. Pietro Barbo
ya es Pablo II, yo sigo vicecanciller y preparando el camino
al papado, aún soy muy joven, debemos asegurarnos la facultad
de poder poner en la silla de Pedro a uno o dos papas más –
depende de lo que vivan–. ¿Cómo han ido tus averiguaciones?
—He logrado sonsacar algo a Burckard y también a Silvio
Chigui, nada concluyente, pero al menos tenemos algo más que
antes.
—Vamos, Francisco, no me des la paliza, deja de hacerte el
misterioso y cuenta ya qué es lo que has averiguado.
—Parece ser que existe una leyenda en el Vaticano –que casi
nadie conoce– que habla de la existencia de una epístola, que
se atribuye al mismo Jesús, cuyo contenido destruiría el
soporte de grandes dogmas de la Iglesia.
—Eso significa que Burckard desconoce la gaveta disimulada,
ya que casi con seguridad fue él quien produjo la humillación
de la luz de las velas la noche en que el difunto papa Pío II
me confió el compartimento oculto en el recinto secreto de la
biblioteca, y si lo supiera habría aprovechado mi ausencia en
el momento de la muerte del papa y se habría hecho con el
manuscrito, tanto si su intención es divulgarlo como si
pretende su destrucción; cabe también la posibilidad de que
pretendiera utilizarlo en beneficio propio. Tendré que andar
con tiento y buscar la ocasión propicia para visitar
nuevamente ese sitio sin que el nuevo papa se aperciba de
ello.
¿Qué te parece, lector? Como para no preocupar el asunto a
esa panda de golfos que campeaban por sus respetos por la
Iglesia de Roma, total, casi nada: una carta de Jesucristo
avalando la concepción dualista de los cátaros o albigenses;
para ellos la cosa era muy simple, de un lado Jesucristo
representando al Dios del bien, sólo espíritu, y del otro el
Dios del mal, Satán, representado por la corrupción, el
dinero, el poder, el sexo y los placeres de la carne y los
sentidos. El objetivo de esos chicos: abolir la Iglesia.
Bueno, no es que yo apruebe la cruzada que Inocencio III
envió contra ellos allá por 1209, hasta prácticamente su
exterminio; me horroriza incluso el churrascamiento hogueril
a que la Santa Inquisición sometió a los pocos que quedaron,
pero debo reconocer que yo no lo habría pasado muy bien con
ellos, y no ya por mi amistad con Alejandro VI, incluso por
mi propia naturaleza, ya que según dijo alguien, “la cópula y
los espejos son obra de Satán, pues ambos multiplican los
hombres sobre la tierra”.

Roma, finales del siglo XX

—Papuchi, mi vida, siempre trayéndote problemas.


—No, cariño, dime, ¿qué te pasa ahora? ¿Necesitas dinero?
—No, gracias, no es eso, lo que sucede es que he recibido una
carta del Vaticano en la que el papa me concede una audiencia
privada.
—¡Qué bien, hija! Y eso ¿qué tiene de extraño? No es la
primera vez que trabajas para el Vaticano.
—Sí, pero estoy muy nerviosa porque no sé de qué se trata. La
carta la firma el señor Navarro Valls, el portavoz del
Vaticano, y dice que primero debo entrevistarme con él.
—Conozco a Navarro Valls; si quieres, lo llamo y averiguamos
para qué te requieren.
—Sí, por favor, pucho.
—¿Cuándo tienes la entrevista?
—Pasado mañana.
—No sé si tendré tiempo de averiguar nada. ¿Cómo van tus
cosas con el banquero?
—Sin progresos. Dice que le va a poner un negocio a la mujer
para lavar su conciencia y que luego le pedirá el divorcio.
—Estás haciendo las cosas mal otra vez. ¿Es que no vas a
aprender nunca, hija? Aunque más no sea de tus propios
errores.
—No empieces otra vez, papá, ahora necesito tu ayuda para
otra cosa.
—¿Pronto? ¡Arquitecto Della Rovere! Es un placer. ¿En qué
puedo serle útil?
—Querido señor Navarro, me permito tomar algo de su tiempo
para pedirle un favor.
—Usted dirá, arquitecto.
—¡Aló, aló! ¡Pronto!
—Sí, lo escucho.
—Estos dichosos teléfonos móviles, parece que no estoy muy
bien de cobertura.
—Yo le recibo perfectamente.
—Sí, ahora también yo le escucho bien. Se trata de mi hija...
—No diga más, ya sé lo que va a decirme, yo mismo he
recomendado a su hija al Santo Padre.
—¿De qué se trata?
—El Santo Padre tiene necesidad de los servicios de un
paleógrafo que domine a la perfección el arameo, pero además
debe ser alguien de la máxima confianza y discreción.
—Mi hija...
—Por descontado, arquitecto, por si el nombre de la familia
de la que proviene no fuera ya aval suficiente está el hecho
de que ya ha trabajado para el Vaticano y conocemos bien sus
virtudes.
—Señor Navarro, me complacería mucho si pudiese acompañarla a
la entrevista.
—El tema que se va a tratar es extremadamente confidencial,
casi me atrevería a decir que se trata de un secreto de
Estado, Vaticano por supuesto, pero supongo que de todos
modos ninguna promesa evitará que le participe a usted de lo
que hable con su Santidad, de modo que puede usted
acompañarla el día de la entrevista, pero cuídese de co...
pru... res...
—Aló, aló, ¡pronto! ¿Me escucha? ¡Se ha cortado!

Palestina, finales del siglo XX

La modorra lo posee por segunda vez, “Alah akbahar”... ¿Es


otra llamada a oración? Tiene que ser la misma, el tiempo no
existe. La relajación de los músculos del cuello ha hecho
caer la cabeza hasta que el mentón frena la caída contra el
esternón, sueña, revive, rebobina, la vida es como un vídeo,
sólo en fracción de segundos, atrás, adelante, “stop”, la
imagen se detiene.
Noviembre 23, 1982, un año después del atentado, preside la
segunda reunión plenaria del colegio cardenalicio, tema
monográfico: revisión del código del canon legal de la
solvencia financiera de la Santa Sede y las relaciones entre
el instituto de trabajos religiosos y el banco Ambrosiano.
Obra pastoral, ayuda al tercer mundo, inversiones en
actividades desconocidas de países productores de armas,
blanqueo de dinero...
inmoral... ajeno al espíritu del cristianismo... la
Iglesia...
realismo... pragmatismo... la Iglesia necesita dinero para
sostenerse, la Iglesia se dedica a las almas... los bancos,
al dinero, pero el dinero del banco Ambrosiano es el dinero
de la Santa Sede... pragmatismo... que tu mano derecha no
sepa lo que hace tu mano izquierda. “Stop”, rebobina, un poco
para atrás, en esa reunión había un hombre, un seglar,
¡Chigui!, Agostino Chigui. Simonetta Chigui era el nombre de
la dama que interrogó a Lorenzo. Hay algo que da vueltas,
quiere asomarse pero no encaja... sigue rebobinando... hacia
atrás, un año, dos...
ya está, la imagen se aclara... no es una imagen, es una voz
sin rostro... tiene un nombre... ¡El arzobispo de Milán! Fue
cuando tuvo con él esa conversación telefónica, ¿de qué
habían hablado el arzobispo y Juan Pablo I? Muchas cosas,
había algo que en ese momento no significaba nada, pero ahora
cobraba un nuevo protagonismo. ¡Ya está! “Abrir al público
algunos archivos secretos de la biblioteca”.
En ese momento supuso que hablaba de la biblioteca vaticana,
allí estaba el error. ¿Por qué el arzobispo de Milán, para
hacer público un documento del Vaticano?
¡No era del Vaticano de lo que hablaban! ¿Cómo no lo supo
antes?
Se referían a la biblioteca Ambrosiana, fundada en Milán en
1602 por el cardenal Federico Borromeo y que guardaba la
colección más importante de manuscritos y documentos de los
siglos XV y XVI. Había pues intereses de las bancas Chigui y
Ambrosiana de por medio; por lo visto se trataba de dos
documentos, y se movían asuntos terrenales que movilizaban a
los representantes de dos poderosas fortunas. La vida de la
joven Alexandra della Rovere podía valer muy poco cuando la
suya propia había estado a punto de ser sacrificada.
Se despertó con el sobresalto y la necesidad de respirar
hondo que acompañaban a cada uno de sus sueños en apnea.
¿Sería la falta de oxígeno en su cerebro la que daba a cada
segundo el valor de varios años?
—”Ite misa est”. Necesito un teléfono móvil.
—¿Santidad?
—Que necesito un teléfono móvil.
—¿Ahora?
—Ya mismo, es de suma urgencia y un asunto privado.
¡Viva el papa! ¡Bendícenos, Santo Padre! ¡Somos tuyos! El
cántico entonado por la boca colectiva se eleva al cielo:
“Alabado sea el santísimo sacramento del altar y la Virgen
concebida sin pecado original... Gloria al padre, al hijo y
al Espíritu Santo”.
—¿Pronto, Alois?

Jardines del Palacio Episcopal del Vaticano, finales del


siglo XX

—Se está a gusto aquí, ¿verdad, Lorenzo?


—Sí, Santidad, el murmullo de las fuentes y la sombra de los
árboles que dan cobijo al trino de los pájaros nos aleja de
los hombres y nos acerca a la creación del Señor.
—¿Has hecho algunos avances con Burckard?
—Sí, Santidad, en un primer examen de la obra me ha llamado
la atención la abundancia de tachaduras hechas sobre
anotaciones que correspondían al papado de Alejandro VI.
—Eso ya me lo habías dicho la última vez que conversamos en
este mismo patio.
—Sí, sí, pero dejad que concluya.
—Sigue, sigue.
—He examinado con rayos X y luz negra esos borrones y, con
mucho trabajo, paciencia y cubriendo los espacios ilegibles
con palabras que dieran sentido al resto, creo que podemos
aceptar que dicen algo así como: “La oscuridad y la luz han
sido ocultadas juntas por el papa impío. La Apocalipsis de
Esdras guarda la llave. Cuando la puerta se abra, Satanás
será expulsado por Jesús”.
—¿Algo más?
—Sí, hay otras sobretachaduras en las páginas finales del
diario que dicen: “Dejaré de comer y de beber. Ha llegado el
momento de buscar la perfección y recibir el “consolamentum”.
—¡Herejía cátara!
—Sí, Santidad, a lo que parece, Burckard era un hereje
infiltrado.
—Esto nunca ha sido sospechado.
—No, Santidad, pero nunca antes se ha podido leer lo que
subyacía borroneado, que por otro lado tampoco sería
concluyente de no haber agregado yo los elementos faltantes
para dar coherencia al texto en latín.
—Cuanto más investigamos, más confuso se pone todo. Hay algo
que me dijo el arzobispo de Milán hace veinte años que me da
vueltas en la cabeza, pero que no logro recordar –cada vez
tengo más dificultad para recordar–, y algo me dice que
arrojaría luz sobre todo este embrollo.
—Quizá quiera Dios iluminaros en vuestro viaje a Tierra
Santa.
—Dentro de una semana iniciaré mi visita por Jordania e
Israel.
Antes de partir quiero dejar todo encaminado; no quisiera que
el Señor me llame sin haber resuelto el problema. Mañana
mismo entrevistaré a una joven que me ha escogido Navarro
Valls y le facilitaré la Apocalipsis.
—¿Habéis decidido hacerla pública?
—Sí.
—¿Sea lo que sea?
—Hace dos días, no sé si soñando o despierto, cada vez se me
hace más difícil establecer la diferencia, vino a mi mente el
pasaje del evangelio de Mateo en que Jesús dice a los
discípulos: “No hay nada encubierto que no haya de ser
descubierto ni oculto que no haya de saberse”. Creo que ya es
tiempo de que dejemos de estar de espaldas a Cristo; te voy a
pedir que confíes en la joven Alexandra della Rovere y le
hagas partícipe de todo lo que vayas descubriendo en el
diario de Burckard.
—Confiad en que así se hará, Santidad.
Roma, finales del siglo XX

—El Santo Padre me ha encomendado la tarea de localizar a


alguien experto en lengua aramea y de la máxima confianza; no
he tenido que buscar muy lejos, ya que esa persona, que eres
tú, es prácticamente de la casa y, para más referencias,
último vástago de una familia de la que han salido dos papas.
He cumplido el encargo de su Santidad, a quien he transmitido
su deseo, arquitecto, de estar presente en la reunión.
Lamentablemente, pese a mi recomendación favorable, su
Santidad no lo ha considerado oportuno, e insiste en mantener
la audiencia con su hija a solas. Con honestidad, ni yo mismo
sé realmente de qué se trata el trabajo que su Santidad va a
encomendarle a Alexandra.
—Señor Navarro, le agradezco de todos modos el interés que se
ha tomado. Usted me indicará dónde puedo esperar a mi hija.
—Por favor, arquitecto, tenga la bondad de esperar en mi
despacho hasta que deje a Alexandra en los jardines del
palacio episcopal, pues el papa ha decidido conversar con
ella mientras pasean. De ese modo, cumple con las
recomendaciones de su médico de hacer algo de ejercicio al
día; mientras tanto, usted y yo tendremos una conversación
preliminar sobre unas obras de ampliación y restauración que
hay que realizar en Castelgandolfo, y de las cuales podría
hacerse usted cargo si resulta de su interés.
—Alexandra, puede ser que el futuro de la Iglesia católica...
dependa de ti... de tus conocimientos en la lengua que habló
Jesús... de tu discreción, de tu valentía y, sobre todo, de
la ayuda que la santísima Virgen te brinde.
Nerviosísima, las palmas de las manos le sudan copiosamente y
un reguero le baja de las axilas a la cintura; hace un
tremendo esfuerzo por seguir el discurso del papa con esa voz
casi inaudible y las palabras estiradas en el final hasta
enlazar con la siguiente, cada una le parece que será la
última y que se va a morir allí mismo delante de ella, no se
anima a pronunciar palabra por temor a interrumpirlo.
Esa introducción le está llenando de espanto.
—¿Estoy bien así, Sandrine?
—Pareces una hippie de los años sesenta, no creo que le guste
al papa.
—¿Ahora?
—Está mejor, esa falda por debajo de las rodillas, los
tacones un poco altos...
Se pone unos zapatos, se los quita, baja la falda, sube la
blusa, no tanto escote, mejor un jersey, suelta el pelo, lo
recoge...
—¡Ahora estás perfecta!
—Es el uniforme de trabajo que me pongo cuando voy al
Vaticano.
—Contarás con la ayuda del bibliotecario mayor, él conoce
todo acerca de las diferentes secciones y te facilitará
cuanto necesites; también él estudia otros documentos cuyo
contenido te hará conocer.
—¿Perdón?
—Que el padre Lorenzo será tu asistente y guía.
—No se enfade, Santidad, es que no le entiendo bien.
—Ahora me río, Carlo, pero allí, delante del papa, me cagué
hasta las patas, es que no le entendía un carajo, además, de
vez en cuando, se le mezcla alguna palabra no sé si en
polaco.
—¿El señor va a probar el vino?
Levanta la copa, la mece suavemente, mete su nariz y aspira
profundamente, la eleva y mira su suave color rubí con
reflejos ambarinos, bebe un generoso trago, pero no lo
ingresa, hace un suave movimiento con el caldo en la boca y
finalmente traga, gira lentamente la cabeza y hace un suave
gesto de aprobación, sonrisa autosuficiente del “sommelier”
que escancia.
—¿Qué quería de ti el viejo reaccionario?
—No hables así del papa, es muy viejecito y muy bueno,
también un poco cascarrabias cuando no entiendes lo que dice.
—Bueno, vale, ¿qué te dijo el viejecito bueno?
—Nada, un aburrido tema de traducción, y tú ¿qué le dijiste a
tu mujer? ¿Vas a cortar de una vez?
—No debes hablar de esto con nadie, ¿me has entendido bien?
—Sí, Santidad, ¿y a quién debo comunicar lo que vaya
traduciendo?
—Sólo a mí y al padre Lorenzo. No debes comentarlo con tu
padre, ni siquiera con el señor Navarro Valls. En caso de que
descubras algo terrible, puedes llamarme a un número que voy
a dejarte; pertenece a un móvil que lleva mi secretario, y
bastará con que digas que llama Alexandra para que me pase la
comunicación.
—¿Un teléfono de dónde?
—Un moóoovil, que lleva mi secretariooo.
—Perdón, perdón.
—La langosta debe hacerse hervida al vapor, recién sacada del
estanque, viva y agitando fuertemente su cola contra el
abdomen.
—¡Qué crueldad!
—Es como mejor sabe. Luego debe servirse tibia y acompañarse
con una salsa mahonesa suave, salsa rosa o, simplemente,
aceite de oliva, según las preferencias.
El lamento del violín los envuelve, el violinista zíngaro
rasga el aire con las chardash de Monti mientras se acerca a
ellos. El esperma de la vela se derrama por las rojas
paredes, dejando un verrugoso reguero que alcanza el mantel,
se ha roto la compuerta del reborde y ya otro río de cera
líquida sigue al primero, ella lo interrumpe con su dedo que
se cubre de una delgada capa.
—¡Qué lugar maravilloso, cariño! ¡Me haces tan feliz! Pero no
puedo continuar así, tienes que definirte y elegir.
—¿No crees que ya he elegido?
—No se enoje, Santidad, pero tiene que darme una pista de lo
que busco. Hasta donde he entendido tengo que traducir del
arameo un antiquísimo libro, una Apocalipsis, parece, y en
tanto que lo traduzco debo ver si encuentro entre el texto
algo que se aparta de éste, es decir, un documento disimulado
entre la Apocalipsis.
¿Es eso?
—No lo sé, Alexandra, quizá lo que se esconda entre la
escritura de la Apocalipsis sean las indicaciones para hallar
el sitio que esconde lo que buscamos.
—¿Y qué es lo que buscamos?
—Una carta de Jesucristo.
—¿Cómo?
—¿No me has entendido? Creo haber hablado alto y claro.
—Sí, sí, Santidad, lo he comprendido, sólo que me ha
impresionado su respuesta.
—No he podido sonsacarle nada.
—Es vital que lo hagas, Carlo, hay mucho dinero en juego;
además, ya sabes que si conseguimos lo que se nos pide,
pasarás de ser director de sucursal a director regional con
una importante prima en acciones y en efectivo, colocadas en
una cuenta numerada en la casa central en Zurich de la misma
banca Chigui.
—Por ahora no ha soltado prenda, pero hay que darle un poco
de tiempo, todavía no ha comenzado con el trabajo.
—Se te va a dar un margen de tiempo, pero más vale no poner
nerviosos a los jefazos.
—Lorenzo, ésta es Alexandra, debéis poneros a trabajar de
inmediato. El mes próximo inicio mi viaje por Palestina, y a
mi regreso desearía tener algún resultado.
—¿Dónde y cuándo comenzamos?
—Mañana mismo, en el sector privado de la biblioteca.
—¿De qué ayudas puedo disponer?
—De todo cuanto necesites, amplificación, fotografía,
proyectores, fotocopiadoras, luz negra, rayos X, textos de
época..., y lo que no tengamos, lo conseguimos.
—Comandante.
—¿Cabo?
—Un mensaje del Santo Padre, desea que vaya a verlo a los
jardines del palacio episcopal.
—¿En los jardines?
—Sí, mi comandante.
—¿A qué hora?
—Ya mismo, mi comandante.
—¿Alois?
—Sí, Santidad.
—Deja que me coja de tu brazo y caminemos, si es que puedes
seguir mi marcha.
—Haré lo que pueda, Santidad.
—Quiero confiarte una misión muy importante.
—A vuestras órdenes. ¿Puedo preguntaros algo?
—Pregunta.
—¿Por qué en los jardines?
—Es una tradición que deberías conocer: las paredes del
Vaticano tienen oídos.
El comandante de la guardia suiza, Alois Esterman (“), esbozó
una sonrisa y casi imperceptiblemente, como si estuviese
haciendo un ejercicio de estiramiento de cuello, recorrió con
la vista cada balcón y terraza que asomaba al jardín, así
como balaustradas de : (“) El comandante Alois Esterman murió
asesinado en las extrañas circunstancias, que luego se
detallarán, en mayo de 1998, es decir, dos años antes; nos
permitiremos este anacronismo para mejor servir a los
intereses de la trama de esta ficción.
escalinatas y árboles alejados, y luego dijo en voz muy baja
y con la boca dirigida a su propio hombro:
—Santidad, para escuchar las conversaciones a cielo abierto
están los micrófonos direccionales.
—Lo sé, Alois, pero sería demasiado ostensible, y creo que
tus hombres se apercibirían de algo así; además, ya resulta
bastante difícil y requiere de paciencia entenderme a unos
pocos centímetros. La misión que voy a encomendarte roza la
ilegalidad, pues tendrás que realizarla en buena parte fuera
de los límites del Vaticano y no afectado a mi persona, es
decir, fuera de tu jurisdicción.
—Nada de lo que su Santidad disponga es ilegal.
Juan Pablo II lo miró de soslayo, pronunció algunas palabras
ininteligibles mientras meneaba la cabeza y luego prosiguió:
—Hay una joven, llamada Alexandra della Rovere, que comenzará
mañana a realizar unos trabajos en la sección de documentos
secretos por encargo expreso mío. Encontrarás todos sus datos
en los archivos de seguridad, ya que es personal contratado
por el Vaticano a tiempo parcial por la biblioteca, sección
de documentos antiguos y lenguas muertas. Debes convertirte
en su sombra sin que ella ni nadie, absolutamente nadie, lo
sepa; eso incluye a mi secretario, el jefe de protocolo y el
portavoz; ni siquiera fray Lorenzo, con quien trabajará, debe
saber que es vigilada.
También cuidarás de él. Tendrás que estar al tanto de todos
los movimientos de la señorita Della Rovere, dónde va, quién
la visita y con quién habla por teléfono.
—¿Quiere que pinche su teléfono?
—Yo estoy ya muy viejo para entender vuestro lenguaje, no sé
de qué me hablas, sólo quiero que hagas lo que te he dicho y,
además de vigilarla, cuídala.
—¿Cómo?
—Sí, que la cuides, su vida es muy valiosa y corre grave
peligro, ella y probablemente su familia.
¡Ah! Casi lo olvido, quiero también que encargues a alguno de
tus hombres de máxima confianza que viaje a Milán y visite la
biblioteca Ambrosiana y saque copias de todos los documentos
que hagan referencia al papa Alejandro VI o a los 27 años en
los que se desempeñó como vicecanciller de la Iglesia; cuando
los tengas en tu poder, les darás traslado a fray Lorenzo.
—Necesitaré disponer de algunos hombres.
—¿Cuántos?
—Al menos cuatro.
—Escógelos entre los más fieles y discretos, en la medida de
lo posible deben ser insobornables.
Hola, soy yo, el espejo parlanchín. Hace rato que no te
interrumpo con intromisiones directas, dejando que te metas
en la historia por boca de sus personajes sin meter yo el
cazo. He hecho un “break” para que te relajes un poco
mientras te digo algo sobre la guardia suiza, tan colorida,
tan brillante y, como verás, efectiva, no tanto como lo fue
en sus buenos tiempos, no en los de mi papa, pues ya habrás
ido viendo que a él le iban otra clase de guerras y no era la
alabarda su arma favorita sino la lanza; no es que no tuviera
su ejército, que lo tenía, y no eran poca cosa los ejércitos
pontificios, a cuyo frente estuvo su hijo César, pero la
guardia suiza fue creada en 1505 por su sucesor y enemigo
inveterado Giuliano della Rovere –Julio II–, que quiso tener
su propia guardia pretoriana y quiso también que fueran sus
números los más aguerridos y fieles soldados mercenarios de
la época, que, fíjate por dónde, eran los suizos, entre queso
y queso, de modo que hasta el día de hoy esta pequeña fuerza
sólo puede estar formada por hombres de esa nacionalidad.
Julio II, que no quiso ser menos que mi papa en figuración,
se dijo: “Mi guarnición –lo cortés no quita lo valiente–, a
más de fieros tienen que dar el cante por su elegancia”, y
como en esos tiempos no se hablaba todavía de Versace, le
encargó el diseño del vestuario de su guardia nada menos que
a Michel Angelo Buonarotti –Miguel Ángel–. ¡Ahí es nada!
¡Jódete, patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón! Y tuvo
tanto éxito la vistosidad y el colorido de los uniformes en
las pasarelas, que hasta hoy no lo han cambiado.
Todos estos cotilleos vienen a cuento, pues el tal Julio II
tiene algo que decir en nuestra historia, y la guardia suiza
será la encargada de velar por nuestra protagonista; no voy a
decirte ahora si tuvieron éxito en ello, eso le quitaría
interés al asunto y podrías dejarme colgado luego de haber
recorrido juntos tantas páginas.
Un último dato: la guardia suiza cuenta en la actualidad con
110 hombres y seis oficiales, un capellán, 23 suboficiales,
70 alabarderos y dos tambores, no muchos, suficientes para
decorar pasillos y desfiles y... un pequeño grupo para hacer
servicios especiales, eso sí, sin uniformes de mangas
acuchilladas, ni alabardas ni brillantes corazas y cascos de
pulido acero.

Milán, Biblioteca Ambrosiana, finales del siglo XX

El joven rubio de pelo corto y gafas con gruesa montura de


carey, que vestía unos pantalones cortos de ésos de mil
bolsillos con camisa verde oliva del mismo estilo, se detuvo
ante las escalinatas de mármol del impresionante edificio
renacentista y miró a lo alto, frunciendo la nariz y los ojos
para evitar el exceso de luz de un radiante sol de verano que
asomaba justo por encima del frontispicio de la biblioteca
Ambrosiana.
—¿Puedo ayudarte?
—Sí, supongo que podrás hacerlo. Busco alguna documentación,
fundamentalmente correspondencia de la época que va desde el
papado de Calixto III hasta el de Julio II incluido.
—Son muchos años. ¿Qué es exactamente lo que buscas?
—Estoy haciendo una tesis sobre la influencia de los Borgia
en las cortes europeas de su tiempo; no creo que haya mucho
de ese material aquí. ¿Tú crees que debería haber comenzado
por la biblioteca vaticana?
—¡Ya quisieran! ¿Sabes que esta biblioteca contiene más de
850.000 libros impresos, 2.100 incunables y, asómbrate,
35.000 manuscritos, entre los que buscar la documentación que
te interesa?
Ven, te acompañaré hasta la sala de los ordenadores; allí
debes comenzar la búsqueda. ¿Cómo te llamas?
—Cédric.
—¿De dónde eres?
—Alemán.
—Hablas muy bien italiano, aunque con mucho acento.
—Mi madre es italiana.
—Salgo a las seis, ¿te apetece que cenemos juntos?
—Pronto, ¿comandante Esterman?
—¿Cédric?
—Sí, mi comandante.
—¿Has encontrado algo?
—Hay una enormidad de material para examinar, esto me puede
llevar varios días.
—Bueno, ni bien encuentres algo significativo, lo fotocopias
y me lo envías por fax.
—Comandante.
—¿Sí, Cédric?
—Hay una bibliotecaria joven muy dispuesta a colaborar, y me
ha invitado a cenar esta noche, ¿debo aceptar?
—Sí, desde luego, puede ser útil en la búsqueda, trata de
sonsacarle si conoce a Simonetta Chigui, es restauradora y
paleógrafa y pertenece a la familia de los banqueros, forma
parte también del consejo de administración de la fundación
de la biblioteca. Averigua si en el último año ha retirado
algún documento que pueda tener relación con nuestra
búsqueda, ¿Cédric?
—Sí, mi comandante.
—¿Es guapa la muchacha?
—No está mal, mi comandante.
—¡”Achtung”!

Roma, finales del siglo XX

—¡Apaga ya ese jodido cigarrillo! Si quieres matarte, al


menos, no lo hagas delante de mí, sabes que me produce
alergia y me irrita los ojos.
Simonetta apagó la colilla contra la superficie de cristal
del cenicero mientras con la otra mano hacía por debajo de la
mesa el conocido signo con el dedo mayor sobresaliendo erecto
del resto de la mano cerrada en un puño.
—Aumenta el aire acondicionado, se llevará los restos de
humo.
—El aire acondicionado también me da alergia –contestó con
gesto malhumorado Agostino Chigui.
—Papá tiene razón, Simonetta, fumas demasiado, no terminas
uno y ya das comienzo al otro.
—Tú te callas, Beto, a ti nadie te ha dado vela en este
encierro.
—Bueno, a callar ambos.
Se impuso la voz grave de Fabio, el mayor de los Chigui,
Simonetta lo ignora mientras examina el circulito que se
agranda en la malla de sus medias negras caladas, carrera en
puerta, coge los hilos separados y trata de anudarlos para
evitar que el estropicio se propague.
—¿Alguna novedad?
—He localizado una carta de un banquero judío veneciano que
ofrecía una verdadera fortuna a Julio II a cambio del
documento. No he podido hallar ni trazas de contestación a
esa carta ni mención alguna durante el papado de Giuliano
della Rovere, esto es una prueba concluyente de que el
documento existía, ya que en la carta se mencionan las mismas
circunstancias que nos han llegado por medio de la historia
familiar, desde ese tatara tatara que se llamaba como tú,
papá.
—¿Qué has hecho con la carta, Simonetta?
—La he retirado y la he llevado a la sección de restauración,
a mi propio gabinete; allí está segura.
—Hay que traerla y llevarla a la caja de seguridad de la
central de Zurich.
—Beto, ¿cómo van tus indagaciones?
—Resulta que el amiguete de la paleógrafa es director de una
de nuestras agencias, de modo que ya le he puesto la miel en
la boca, pero la chica, por ahora, o no ha descubierto nada o
no suelta prenda.
—Ya ves lo que pasa con los familiares advenedizos, hoy
están, mañana un divorcio o una amiguita, o amiguito... –
terció Fabio mirando a Simonetta.
—Los secretos de familia nacen y mueren en la familia, y en
la familia no se entra, se nace –sentenció Agostino Chigui.
—Resumiendo –volvió a intervenir Fabio–, estamos igual que
hace veinte años, parece que el papa Luciani, antes de morir,
alcanzó a comunicarle algo a Wojtyla, y éste pareció
interesarse en la búsqueda del documento, pero luego, los dos
tiros que le metió el turco al polaco lo mantuvieron quieto
hasta ahora.
—No estuvo mal, consiguió que la cosa estuviera quieta
durante estos años.
—Sí, pero los documentos siguen intactos y su valor se ha
multiplicado por mil.
—Puta casualidad –intervino Simonetta–, resulta que la niñata
que está metiendo las narices en el asunto es descendiente en
línea directa del papa Giuliano della Rovere, Julio II.
—Tenemos a los Chigui y a los Della Rovere, disputas entre
familias, natural, estamos en Italia, ¿o no? –añadió Beto.

Roma, finales del siglo XX


El “scriptorium” privado del papa había sido invadido por una
gran mesa, formada por un tablero de conglomerado de dos
pulgadas de espesor y cuatro metros de largo por dos de
ancho, montado sobre unos caballetes; en su superficie se
amontonaban ordenadores, lupas, lámparas de luz ultravioleta
y multitud de hojas de fotocopias con anotaciones y esquemas.
Alexandra se inclina sobre la mesa hasta casi acostarse en
ella, está ordenando varias hojas de modo que coincidan
algunos párrafos, mientras fray Lorenzo consulta
equivalencias semánticas entre arameo y hebreo.
—¡Aquí, aquí, hay algo!
Da un salto fray Lorenzo y pisa unas hojas en el suelo, cae
aparatosamente de espaldas.
—¡Fray Lorenzo! ¡Fray Lorenzo!
Corre Alexandra, tropieza Alexandra y cae sobre el fraile,
respira con dificultad el jesuita, se lleva una mano al
pecho.
—¿Le pasa algo? ¡Ay, Dios mío! No se muera, fray Lorenzo –le
cachetea las mejillas Alexandra.
—Deja que me levante. Bueno, ayúdame, me has dado un susto de
muerte. ¿A qué viene tanto grito?
—Mire, fray Lorenzo, en esta fotocopia del capítulo segundo
del libro primero, siguiendo la pauta establecida, hago las
fotocopias aumentadas y voy traduciendo entre líneas y he
encontrado unos trazos muy suaves entrelineados.
—¿A ver? Sí, ya los distingo, pero no recuerdo haberlos visto
en el original.
—Es que no se ven en el original, deben de estar escritos con
algún tipo de tinta invisible, y la pluma ha dejado una suave
impronta que ha sido captada por la fotocopiadora.
—Veámoslo con la lámpara de luz negra. Hemos examinado con
toda la ayuda técnica el diario de Burckard para ver debajo
de las tachaduras, pero no se nos ha ocurrido hacerlo con la
Apocalipsis.
—Tranquilícese, padre, ¿cómo íbamos a hacerlo si todavía
estamos haciendo la traducción definitiva de las dos primeras
páginas? ¡Qué nervios! Veámoslo, aquí, aquí, ¿lo ve, padre?
—Sí, sí, pero... ¡demonios!
—Sí, padre, es latín.
—¡Alabado sea Dios! ¡Por fin tenemos algo!
—El 18 de mayo, su Santidad cumple 80 años, tenemos casi dos
meses para darle un buen regalo de cumpleaños.

Roma, finales del siglo XV, año 1474

Rodrigo se paseaba a grandes zancadas por el salón del


palacio; mientras, Gabrielino, que había tomado la costumbre
de imitarlo en todos los gestos, lo seguía dando cuatro pasos
por cada dos del cardenal. Francisco, en un rincón, rezaba el
rosario sentado en una silla, cumplida la misión de alejar de
Roma en “misión oficial” a Domenico d.Arignano, el
funcionario del Vaticano al que el cardenal Rodrigo Borgia
había endosado el incómodo –o cómodo, según se mire– papel de
marido oficial de Vannozza Cattanei, la bella mantuana que el
mismo Francisco había oteado para su primo entre las bellas,
durante el tiempo que el cardenal gastaba desplegando sus
dotes políticas en España para conseguir la aceptación de
Isabel como reina de Castilla por encima de los derechos
sucesorios de su sobrina Juana, la hija de su hermano
Enrique.
Vannozza había sido la mejor pieza que Francisco había
cobrado entre los cotos de caza públicos y privados en los
que se movía en busca de satisfacer la lujuria de su admirado
Rodrigo. Sumaba Vannozza a su belleza serena y delicada una
pasión amatoria que llegaba a saciar por completo los
insaciables apetitos del cardenal. La pasión que despertaba
en Rodrigo era poco usual, ya que la bella había dejado atrás
la juventud y pasaba los treinta años; no obstante, bastaba
una palabra, una media sonrisa o el roce de su mano para que
se encendiera el deseo de Rodrigo.
Entre la tensión ocupada por el paseo del salón, surge un
grito desgarrado seguido del llanto de un recién nacido.
—¡Soy padre! ¡Soy padre!
—Sí, padre, sí, padre, el padre Borgia es dos veces padre –le
parodia Gabrielino. Vuela Gabrielino por los aires
catapultado por los fuertes brazos del cardenal, que lo
recoge en el aire, ya lo deja en el suelo y sube los
escalones de tres en tres, irrumpiendo en la cámara. Sonríe
sudorosa y bella como una “madonna” Vannozza, la matrona
sostiene al niño y se lo ofrece:
—Vuestro hijo, eminencia.
Lo coge el cardenal entre sus manos, mira el rostro del
pequeño, que ya nace con el ceño fruncido y los puños
apretados como en actitud de pelea, ríe Rodrigo y lo alza
extendiendo los brazos, mirándolo desde abajo.
—¡Mira, Vannozza, parece que ya quiere comerse el mundo! Lo
llamaremos César, y sin duda que llegará a papa después de su
padre.
Francisco, presente siempre al lado de su primo en los
momentos importantes, participa sinceramente de la alegría
del cardenal.
—¡Un Borgia más! Nos vamos a comer Roma.
—Francisco, es el comienzo de lo que ha de ser la gran
familia Borgia; a ver, hombre, si te buscas tú también una
buena hembra que a más de calentar tu cama contribuya a hacer
más numerosa la familia.
—A mí déjame en paz, ya te encargarás tú de ello. Yo cuidaré
de tus hijos como lo hago contigo.
—Ahora que he iniciado una familia, me he cargado de
responsabilidades, he cumplido ya 44 años, el papa actual,
Sixto IV, es un Della Rovere, aunque se llame Francisco,
igual que tú, primo.
Creo que es hora de que intentemos llegar hasta el escondrijo
de la carta.
—Monseñor, recibid mis más cálidas felicitaciones, la buena
nueva que recorre Roma es el nacimiento del primogénito de su
dignidad, yo me sumo al deseo de la ciudad toda de que crezca
en salud y sea digna rama del tronco del que sale.
—Agradezco tus deseos y, sabedor de tu impaciencia por
satisfacer de algún modo la deuda de gratitud que te obliga
para conmigo, te recuerdo que la Apocalipsis está a buen
recaudo, y su Santidad Sixto IV no desea otra cosa que
mantenerla oculta dejándose aconsejar por su vicecanciller.
—Sois evidentemente, monseñor, insustituible en el cargo, ya
que cuatro papas no han pensado siquiera en otro sino en vos
para tan importante función, incluso, para maravilla del
pueblo romano, un Della Rovere, cuando deja su nombre para
ser Sixto IV, hace su primera elección confirmando a monseñor
como “vicecancellarium”.
—Amigo mío, la “donna” Vannozza vería con mucho agrado que
alguien le obsequiara una discreta posada, situada a no más
de 20 estadios del Vaticano y cuyo nombre es La Cuádriga, es
un negocio que una dama puede administrar fácilmente.
—Monseñor, os lo ruego, no permitáis que nadie se me adelante
y me prive del placer de ser yo quien dé la sorpresa a la
“donna” Vannozza.
—Quedad tranquilo, Agostino, que a nadie participaré de este
deseo.
Abandona el palacio episcopal Agostino Chigui, el hijo del
cardenal le va a costar algunos ducados, mas están bien
empleados y, si bien no deja de sentirse cogido de sus partes
íntimas por aquel reconocimiento de deuda que el cardenal
guarda celosamente, desde que cerraron aquel trato los
negocios de la banca Chigui en Roma se ha multiplicado, y por
sus manos pasan todas las transacciones económicas del
Vaticano.
A la luz mortecina de la lámpara, Rodrigo recorría con paso
seguro el estrecho pasadizo que, a semejanza de la galería de
un gusano, recorría las entrañas del palacio episcopal.
Abstraído, olvidó bajar la cabeza al doblar el recodo tras el
cual se iniciaba un suave descenso disminuyendo la altura,
ahogó una imprecación y se llevó la mano a la frente, la
retiró manchada de sangre. Sólo unas pocas veces había
recorrido ese camino en los últimos años, una tras la
elección de cada uno de los tres papas, y en otra ocasión en
que a Burckard le dio un delirio místico mascullando que se
acercaba el momento en que se revelaría el misterio. Evitaba
frecuentar el gabinete secreto temeroso de que el “magister”
lo descubriese, pues estaba seguro de que el jodido alemán
sabía de la existencia del documento, incluso sospechaba que
conocía algo del reconocimiento de deuda de Chigui y que
estaba familiarizado tan bien como él, o incluso mejor, con
todos los laberintos y recintos secretos que cribaban el
Vaticano. En esta ocasión había sido la obsequiosidad
meliflua de Agostino la que lo había inducido a controlar que
sus secretos seguían siéndolo y estaban a buen recaudo.
Incomprensiblemente, todavía no conocía el contenido del
papiro después de tantos años, pero cada vez que lo había
tenido en sus manos dispuesto a sacarlo del escondrijo para
llevarlo a traducir, una extraña sensación –por otro lado,
desconocida para él– lo impulsaba a dejarlo nuevamente en su
nicho; no sabía a qué atribuirlo, pese a sus investiduras y
su carácter de dignatario de la Iglesia era absolutamente
escéptico con respecto a los temas religiosos, y los dogmas
no eran otra cosa que herramientas de trabajo que había que
saber manejar muy bien para sacar del negocio el máximo
rendimiento y poder regalar a su cuerpo con todos los
placeres; cuanto más dinero, más placeres, el dinero en sí
mismo era la llave del mayor de los placeres, el poder, pero
ese documento tenía algo que lo atemorizaba, le parecía
incluso que cuando lo tenía mucho tiempo en las manos, le
quemaba. Se decía a sí mismo que el papiro esperaba que
llegase a traducirlo la persona indicada, que no era otro que
Adonías Franco ben Jehudá, y todavía no había podido
contactar con el hebreo.
Llegó al pasadizo en el que se abría la puerta que comunicaba
con el cuarto secreto de la biblioteca, al que se accedía por
la pared frontera al “scriptorium” privado del papa, traspuso
la puerta y dio lumbre con la lámpara que llevaba a la
linterna que iluminaba el tabuco. Era un hombre valiente
capaz de echarle cara a cualquier situación, pero no podía
evitar que un cosquilleo le recorriese el cuerpo cuando se
movía en el silencio de la noche por esos corredores de
paredes desnudas que parecían querer atraparlo;
ocasionalmente, una corriente de aire frío lo alcanzaba por
la nuca y él aceleraba el paso con la absurda sensación
infantil de que el demonio iba tras suyo, casi sin darse
cuenta acababa corriendo y cuando por fin llegaba a la
seguridad del cuarto, cerraba la puerta tras su espalda,
rezando “pater noster”...
Acciona el resorte y busca con la mano sacando de las
profundidades una vitela atada con una cinta púrpura,
murmurando: ¡Aquí te tengo, Chigui! Deposita la vitela en la
mesa y busca nuevamente en el compartimento secreto, el
corazón parece detenerse, no está, se dice, el pánico lo
domina, se alza sobre la punta de los zapatos, busca
desesperadamente arrastrando la mano por el fondo y allí,
como escondido en el ángulo diedro entre pared y fondo, está
el papiro.
Algo lo aferra por la espalda y lo arrastra, cierra la mano
sobre el pergamino y desaparece la fuerza que tira de él, un
sudor frío le cubre la frente, respira hondo tratando de
superar la agitación que mueve el fuelle de sus pulmones y se
calma el batir del corazón dentro del pecho.
—Te digo, Francisco, que si el Demonio existe está cuidando
el pergamino ése “del collons”.
—No digas eso, que me da repelús.
—Si tengo que volver allí, lo haré por la puerta principal y
de día.
—Tendrás que pasar por los aposentos papales.
—Soy el vicecanciller.
—Sí, pero la llave la tiene el papa.
—¿Tú crees que Sixto sabe algo de todo esto?
—Con seguridad que ignora la existencia del compartimento
secreto.
—¿No crees que ha sido arriesgado esconder en una dependencia
reservada al papa el reconocimiento de deuda de Chigui?
—Si cayésemos en desgracia, lo primero que arrasarían sería
mi palacio, el de Vannozza y el tuyo propio, recuerda lo que
sucedió a la muerte de tu padre, Calixto III, tuvimos que
huir abandonando todo, y mi pobre hermano, pese a dejarles
todos sus bienes, fue asesinado en la barca que lo llevaba a
Ostia. Si en un lugar está seguro nuestro aval, es en los
aposentos papales; de todos modos, no te preocupes, que yo
seré el próximo papa y me encargaré de que tú seas cardenal.
No sé, igual a ti no te interesa el chismorreo, pero a mí el
comadrear es algo que me chifla, y resulta que mi amo y señor
–hubo muchos otros, pero en mi corazón de cristal sólo uno–
no volverá a tener relación con la intriga de la Apocalipsis
hasta diez años después, con la elección del próximo papa,
pues se equivocó en sus afirmaciones a Francisco cuando le
dijo que sería el siguiente: tuvo que esperar ocho años más,
ya que la gloria visitó antes al cardenal Giovanni Battista
Cibo, que “papeó”, vale decir, fue papa con el nombre de
Inocencio VIII, y no puedo dejar de soplarte en el oído
algunos jugosos chismes de la vida privada de Rodrigo, ya que
para suplir la carencia de “paparazzis” en el alegre
Renacimiento, Dios ha querido que haya un espejo parlante.
Ya, ya, algo de pisto me estoy dando, casi todo lo que te
cuento está reflejado en documentos guardados en los archivos
secretos del Vaticano, pero no todo el mundo puede ir a meter
el hocico en esos archivos. A lo que íbamos, que la Vannozza
dio al cardenal garañón y cojudo cuatro hijos (antes y
después tuvo más, pero con otras). César, como hemos visto
más arriba, fue el primogénito (con Vannozza), y no hay dudas
de la fecha de su nacimiento, pues el mismo padre ni bien se
ciñó la tiara le entregó la silla episcopal de Valencia,
dejando reflejado en el documento la edad de 18 años; así
rezaba el latinajo: “Ad praesens in decimo octavo nel circa
tuae aetatis anno constitutus”.
También deja constancia de ello nuestro amigo Burckard en su
famoso diario un año antes, cuando el joven César tenía sólo
17 años y papi, todavía cardenal, consiguió que Inocencio
VIII le concediera la diócesis de Pamplona; así lo cuenta el
“magister”, dejando además constancia de que era su hijo:
“Praefati cardenalis vicecancellarii filius era in XVII sue
etatis anno constitutus”. Los otros hijos que la Vannozza le
dio fueron Juan, Lucrecia y Vilfredo; de Juan y Lucrecia
hablaremos luego, ya que tienen su papel en esta historia. De
algunos de los otros nos han llegado los nombres: Jerónima,
Isabel y Pedro, Luis, Laura y un misterioso infante romano
del que quizá hablaremos más tarde. Esta abundancia de hijos,
que siempre reconoció como propios y cuidó –cosa que habla
mucho a su favor–, no sabría decirte bien si fue debida al
fervor cristiano por poblar la tierra o a que entonces no se
había inventado el condón, y el “coitus interruptus”, a más
de repetir el pecado de Onán, dejando caer su simiente en la
tierra para no propiciar la estirpe de su fallecido hermano
en su cuñada Tamar, dejaba sensación de frustración y dolor
de testículos.

Roma, finales del siglo XX

—Escuche la cinta, mi comandante.


Ruido de cinta grabando el silencio, ruido de puerta que se
abre, ruido de pasos en la tarima que cruje, ruidos sin
identificar, ruidos de algo que raspa, pequeña campana o
timbre que suena, una voz masculina: ¡Hecho! Otra voz: “Voy a
probarlo con el móvil”.
Musiquilla secuencial de marcado, un timbre de un teléfono
sonando, alguien que descuelga: “Hola, ¿se oye bien?” Cuelga,
sonido de llamada al móvil: “¿Sí? Okay nos vamos”. Puerta que
se cierra, silencio.
—¡Por todos los santos! Están manipulando el teléfono que
nosotros hemos pinchado.
—Parece que tenemos competencia.
—Hay que establecer tres turnos de vigilancia.
—Vamos a necesitar algunos hombres más.
—¿Cuántos?
—Al menos dos.
—Fíjese, padre Lorenzo, además de las anotaciones en latín
hay un subrayado en algunos párrafos.
¿Qué querrán significar?
—Veamos, vamos a anotar en una hoja las estrofas de la
Apocalipsis subrayadas y en otra la traducción del texto en
latín.
“El ángel que había sido enviado hacia mí y que se llamaba
Uriel me respondió: “He sido enviado para mostrarte tres
caminos y proponerte tres parábolas. Si me explicas una de
ellas te revelaré la vía que deseas conocer y te enseñaré por
qué este corazón es malo”. “Habla, señor, le dije. Él
respondió: “Ve a pesar el fuego con una balanza, a medir el
viento con una medida o, si no, vuelve a llamar a mí el día
que ya ha pasado. Si te preguntara ¿cuántas moradas hay?, tú
que eres corruptible no puedes conocer la vía de aquel que
escapa a la corrupción”.
—Ésta es la traducción de las estrofas de la Apocalipsis que
se han subrayado, pero fíjese, padre, en estas anotaciones al
margen a la altura de las estrofas subrayadas: “Veritas
emergit lumen infra corruptio”, que, traducido, viene a
decir: la verdad saldrá a la luz bajo la corrupción.
—Aquí hay otra inscripción marginal.
“Jesus Crhistus verbum subesse Apocalypsis apocryphus.” —¡La
palabra de Jesús está bajo la Apocalipsis apócrifa!
–exclamaron a dúo el padre Lorenzo y Alexandra.
—¿Qué puede significar todo este embrollo? –se preguntó
Alexandra en voz alta.
—Debe de ser sin duda la clave para hallar un documento por
el que hay cierta gente interesada en que no aparezca –
contestó casi sin apercibirse de ello el padre Lorenzo–.
Mira, hija, debo decirte algo, pues esto debemos dilucidarlo
entre ambos y no puedo ocultarte información. Hay algunas
pistas que parecen coincidir con este asunto y han sido
dejadas por otra persona en otro documento.
—Dígame, fray Lorenzo.
—No sé si habrás oído hablar del diario de Burckard.
—No, no sé de qué va.
—Se trata de un canónigo alemán que ejerció el cargo de
maestro de ceremonias a lo largo de más de veinte años
durante varios papados, entre los que se encontraban dos
antepasados tuyos, de la familia Della Rovere, Inocencio VIII
y Julio II, y entre ambos, Alejandro VI, el Borgia. ¿Me
sigues?
Alexandra, sentada en un taburete alto, los codos apoyados en
el tablero que hacía de mesa y la cara descansada entre las
palmas abiertas de las manos, asentía con la cabeza
escuchando con interés las explicaciones del anciano
sacerdote español.
—Sí, padre, pero todavía no encuentro la relación.
—Para resumírtelo, te diré que este hombre llevó un diario
íntimo en el que anotaba cada acontecimiento o hecho que
sucedía en torno a los pontífices por banal que fuese; pues
bien, unas anotaciones aparecidas durante el papado de
Alejandro VI hacen suponer que todo este asunto se inicia
durante esa etapa, y a la vista de tu reciente
descubrimiento, la coincidencia es más notoria.
—¿Podría ver esas anotaciones?
—Sí, te voy a enseñar las fotografías obtenidas de lo que
subyace bajo unas raspaduras que han sido estudiadas con
rayos X.
Fray Lorenzo rebuscó entre un cúmulo de papeles que tenía
apilados en una estantería hasta hallar lo que buscaba.
—Aquí está, mira.
“Papae corruptio abscondere oscuridad et lumen”.
—El papa corrupto esconde la oscuridad y la luz –tradujo
Alexandra.
—Ahora compárala con la que tú has encontrado escrita con
tinta invisible en la Apocalipsis de Esdras.
“Veritas emergit lumen infra corruptio”.
—La verdad saldrá a la luz bajo la corrupción, que puede
también interpretarse como oscuridad.
Estas frases parecen tener conexión entre sí.
—Claro, los escritos en la Apocalipsis de Esdras parecen ser
hechos por Alejandro VI, y el comentario de Burckard debe de
referirse a ello. La pregunta que surge ahora es ¿quién
intentó ocultar con tachaduras de tinta este comentario?
—El asunto se hace cada vez más complicado. Voy a tomar nota
de estas frases y las voy a estudiar en casa con
detenimiento, pues quiero revisar la traducción del arameo de
las parábolas de la Apocalipsis y compararlas con unas citas
que me han llamado la atención en unos rollos de Qumran que
estoy traduciendo y creo que pueden tener alguna relación.
—¿Qué relación pueden tener los manuscritos del mar Muerto
con el siglo XV?
—Fray Lorenzo, si tengo que tratar de descubrir algo no me
tome por tonta; la Apocalipsis de Esdras data precisamente de
esa época y, por si no lo sabe, le diré que su Santidad me
confió que el documento que buscamos podría ser una carta de
Jesucristo.
—Comandante Esterman.
—¿Sí, cabo?
—Creo que he encontrado algo interesante, se trata del
documento que la tal Simonetta Chigui retiró de la colección
de la biblioteca y trasladó a la sección de restauración, de
la que ella misma es directora. Con la inestimable ayuda de
Tina, la bibliotecaria, he logrado hacerme con unas
fotografías del documento original en latín y de la
traducción que la dicha Simonetta ha tenido la amabilidad de
hacer.
—Bravo, cabo, regrese inmediatamente a Roma y véame en cuanto
llegue.
—Cariño, ya le he dicho que quiero el divorcio.
—¿Qué te ha contestado? –pregunta ansiosa.
—En un principio montó una escena, ya sabes que está al tanto
de lo nuestro, pero finalmente entró en razón. Ya verás que
estas próximas navidades las pasaremos juntos.
—Lo mismo dijiste hace un año.
—Esta vez va en serio, te he llamado hasta cansarme a tu casa
y nunca estás ni dejas mensajes en el contestador.
—Ya sabes, esto del Vaticano me absorbe todo el día.
—¿No vas a contarme nada? Me tienes en ascuas.
—Me han pedido que lo mantenga en el más absoluto secreto.
—¿Y qué pasa? ¿Es que yo voy a ir pregonando a todo el mundo
lo que me cuentas?
—No es eso.
—Ya, yo divorciándome de mi mujer y tú con secretos, que por
otro lado me importan un bledo; lo que me jode es la falta de
confianza, el hecho de que ya empecemos desconfiando el uno
del otro.
—No seas tonto, no hagas de un hilo una cuerda; además, son
temas de religión que a ti nunca te han preocupado.
—Mira, ¿sabes qué te digo?
Que te guardes tus secretos donde quieras que yo haré otro
tanto.
Alexandra le cogió la mano por sobre la mesa y se la acarició
con ternura, mientras sus ojos, exageradamente maquillados,
lo acariciaban con la mirada.
—¡Cómo no iba a confiar en ti!
Si tú también me fallases ya no podría volver a hacerlo en
nadie.
En el salón del lujoso chalé, domicilio de Agostino Chigui,
se hallaban reunidos Simonetta y los dos varones, Fabio y
Beto, ella enfundada en una apretada y cortísima minifalda de
cuero gris perla, blusa de malla plateada, que dejaba
adivinar unos magníficos y provocativos pechos que hacían
honor a los millones de liras pagadas al cirujano plástico,
una chaqueta del mismo material y color que la falda y las
larguísimas y bien torneadas piernas rodeadas de unas medias
negras caladas que finalizaban en unos delicados pies,
guardados en unas sandalias de charol gris plata con tacones
de vértigo; el conjunto la hacía sentir satisfecha con sus 44
años, fumaba un cigarrillo que alternaba con un vaso de
whisky sin hielo ni agua.
—¡Joder, Simonetta, parece que lo haces adrede! Ya sabes que
papá odia que fumes, y menos en su salón.
—Mejor te callas, Beto, a ver qué le parecerán a papá las
rayas de coca que te esnifas un día sí y otro también.
—Cerrad el pico, que viene papá. –Interviene Fabio. Simonetta
busca afanosamente un cenicero con la vista, naturalmente no
lo encuentra, apaga el cigarrillo en el whisky y tira la
colilla en el interior de un valioso jarrón esmaltado de
cristal de Murano del siglo XVI. Agostino Chigui besa a sus
tres hijos, Simonetta es la última, y luego de besarla se
aleja un poco de ella para mirarla con detenimiento, hace
como que no ha percibido el olor a tabaco y le dice:
—¿No podías vestirte de forma algo menos provocadora?
—¡Papá!, no seas anticuado.
Coge al padre del brazo, se cuelga de él y le dice zalamera:
—Vamos a sentarnos –y, volviendo la cabeza–. Vamos, chicos,
acercaos, que tengo importantes nuevas.
Se sienta la familia unida alrededor de una mesa baja de
mármol en cómodos sillones de cuero, entra la sirvienta,
uniforme negro con delantal blanco y ribete de encaje, cofia
coronada con lo mismo:
—¿Sirvo el café, “comendatore”?
—”Prego”, Nina.
—¿Cómo está tu marido, Simonetta?
—En la consulta nunca acaba antes de las nueve.
—¿Y el pequeño Luigi?
—Hasta el sábado no sale del internado. Muy bien, es muy
aplicado a los estudios, quizá demasiado.
Entra Nina con bandeja y cafetera de plata y primorosas tazas
de porcelana transparente con decoración en azul Prusia y
oro. Vierte el fino chorro del oscuro brebaje en las tazas.
—¿Dos terroncitos de azúcar, niño Fabio? –Fabio mira el
escote cuando ella se agacha a servir, ella sonríe y adelanta
disimuladamente los hombros, facilitando la visión de los
pechos.
—Bravo, Nina. Ahora que nadie nos moleste hasta que te avise
con el timbre; no estamos para nadie, ni siquiera al teléfono
–ordena Agostino.
—A servir, “comendatore”.
Se retira con discreto bamboleo de caderas y dedica una
sonrisa furtiva a Fabio.
—¿Aló mamá?
—¡Alexandra, te has acordado de que tienes madre! ¿Dónde te
habías metido?
—Estoy muy atareada con un trabajo para el museo de Nueva
York, y ahora estoy realizando un encargo para el Vaticano.
—¿Has roto ya con ese cabrón casado?
—Se va a divorciar.
—¡Y un huevo! Ese hombre te está usando.
—No empieces otra vez, mamá.
¿Ves por qué no te llamo?
—Ya veo por qué no me llamas.
Dime, pues, ¿por qué me llamas?
—Examinando un antiguo ejemplar de la Apocalipsis de Esdras
hemos encontrado una escritura entrelíneas, hecha con tinta
invisible, y unos versos subrayados cuyo significado no
llegamos a comprender. He pensado que tú, que estás metida en
todo eso del esoterismo y las sectas, podrías echarme una
mano.
—El lunes próximo tenemos una reunión a la que asistirá un
famoso maestro de energía; con su dirección podremos intentar
activar el octavo chacra y se nos dará la respuesta.
—No sé, no sé, mamá. Bueno, ya veré. Cualquier cosa, te llamo
de nuevo. Estaré el fin de semana en casa tratando de ver si
caso ambos escritos.
—¿Comandante? Soy Cédric, creo que hay novedades en la casa
del sujeto.
—Te escucho, Cédric.
—Ha llamado por teléfono a la madre y le ha confiado los
avances de la investigación.
—¿Ha dicho por qué?
—Parece que confía en la madre para obtener alguna clave.
Tengo la cinta para que la escuche.
—Tened abierto el ojo y no perdáis el contacto ni un minuto,
no olvidéis que alguien más escucha esas conversaciones.
—Comprendido, comandante.
—¿Cédric?
—Sí, mi comandante.
—Tenedme al tanto de cualquier movimiento sospechoso.
—A la orden, mi comandante.
—Por fin he podido localizar un documento que confirma la
existencia del que estamos buscando.
—¡Bravísimo, Simonetta! Hasta ahora sólo teníamos la
información por tradición familiar –la anima Fabio.
—Se trata de una carta que Agostino Vespuci dirige a
Maquiavelo.
—Supongo que la habrás traído –pregunta Fabio.
—He traído la traducción del original en latín, y si me
dejáis terminar sin interrupciones, os la voy a leer.
—Adelante, comienza.
Abre parsimoniosamente el bolso, en forma de sobre de gran
tamaño, de charol, a juego con las sandalias, busca en su
interior, consciente de la expectación creada, y extrae un
papel doblado en cuatro que despliega ante sus ojos y lee:
—De Agostino Vespuci, etcétera, etcétera. A Nicolo
Maquiavelo, etcétera. Me voy a saltar toda la introducción y
voy a ir al grano.
“El papa mantiene continuamente su grey ilícita, cada noche
son traídas a palacio más de 25 mujeres, desde la hora del
Ave María hasta pasada la una de la madrugada, convirtiendo
el palacio pontificio en un prostíbulo, de modo que se baila
y se hace el amor. Es de particular agrado del papa el ver
bailar a jovenzuelas, cuanto más ligeras de ropa mejor, de
modo tal que si comienzan con alguna acaban sin ella, él toma
parte siempre de estos jolgorios, que no abandona por ningún
asunto. Fui una noche a visitar a su beatitud integrándome al
grupo y tomando parte del general jolgorio, participando,
hasta llegado el día, de los placeres habituales de su
beatitud, en los que no falta nunca la presencia de las
damas, sin las que actualmente en este palacio no se celebra
fiesta alguna que pueda considerarse de deleite. Se practican
también en estas reuniones del Vaticano los juegos de azar,
en los que me ha tocado perder a favor de su Santidad algunos
cientos de ducados, lo que no pude hacer con la impasibilidad
necesaria, dejando traslucir sin duda en mi expresión el
desagrado que me provocaba perder esa suma. El papa, que
siempre desborda alegría en medio de estas juergas, al notar
mi pesadumbre, me dijo entre risas que el banquero Chigui
había perdido contra él a las patas de un caballo, no unos
cientos de ducados sino el valor de un ducado, haciendo
chanza con el juego de palabras.
No sé, querido Nicolo, qué puede significar esto, pero os
digo que desde hace algún tiempo se considera a los Chigui
incondicionales sostenedores de su beatitud.
“No quiero daros más noticias por ahora, pero si me
respondéis os facilitaré otras aún más graciosas”.
—Con la venia, mi comandante, el cabo Cédric Tornay solicita
despachar.
—Hágalo pasar, lo estaba esperando.
—Descanse, cabo, y tome asiento, ¿un cigarrillo?
—No gracias, mi comandante.
—Veamos, Cédric, qué es lo que ha encontrado en la biblioteca
Ambrosiana de Milán.
—Con la inestimable ayuda de una empleada, he podido obtener
una fotografía de un documento que la señora Simonetta Chigui
retiró de la colección de correspondencia epistolar de los
siglos XV y XVI, dándole traslado a la sección de traducción.
—Veámoslo.
Coloca el cabo sobre sus rodillas un portafolios negro de
cuero, antiguo, de los de base con fuelle, empuja el muelle
que libera la cerradura, que se desliza bajo el arco
metálico, levanta la solapa y separa las divisiones
interiores; rebusca en el interior, extrae un sobre y se lo
extiende al comandante, que lo recibe y lo abre sacando de su
interior una hoja de papel fotográfico que examina
atentamente con la mirada.
—Se trata de una carta dirigida a Maquiavelo, pero mi nivel
de latín no da para tanto; de todos modos, habrá que
llevárselo a fray Lorenzo.

Roma, finales del siglo XV, año 1484

Han pasado ya diez años, y unas cuantas páginas, no son


muchas en verdad, en las que mis reflexiones –por lo de
reflejar, que es lo míoparlantes no te dan la lata, y aunque
a ti se te hayan hecho pocas por no oírme, han sido para mí
largas por no hablarte, de modo que retomo el relato
apologético de mi creador.
Durante los diez años en que lo hemos dejado en paz, no ha
permanecido inactivo el cardenal Rodrigo Borgia. Vannozza le
ha dado otros dos vástagos, Juan, que luego fue su hijo más
querido, que nació durante un interregno de viudez de
Vannozza y Rodrigo reconoció como suyo sin muchas gaitas y,
para que no quedasen dudas, a los pocos meses de ser papa, en
la bula de 19 de septiembre de 1493 con la que le asigna el
ducado de Gandía, así lo deja escrito para la posteridad:
“Dilectum filium nobilem virum Joannem de Borgia ducem
Gandiae procreavimus”; y Lucrecia, que si bien es conocida
como Borgia, llevaba en realidad el apellido Da Crocce, que
así se llamaba Giorgio, el voluntario que le fue asignado
como marido a Vannozza un par de meses antes del nacimiento
de Lucrecia. Ésta llegó a ser la más conocida de la familia
borgiana, fama que no le vino de sus obras o influencias en
el momento que le tocó vivir, quizá debido a que su vida
sentimental y familiar estuvo sazonada con todos los
condimentos necesarios para elaborar un sabroso melodrama,
inspirando, por ejemplo, al gran impulsor del romanticismo
francés, Víctor Hugo, para componer en 1833 el drama en prosa
“Lucrecia Borgia”, al que luego puso música Donizetti, y ya
tenemos una ópera, aunque puestos en melodramas, a mí me
gusta más “La Traviatta”.
Para esas fechas estaba yo cumpliendo uno de mis largos
periodos de confinamiento a oscuridad en el desván; de no
haber sido así, podría haberle brindado al insigne poeta,
novelista y dramaturgo francés alguna información de primera
mano sobre la heroína; de ese modo, no habría quizá pasado a
la historia o historieta popular como hábil envenenadora,
manipuladora libidinosa y sometida a los deseos incestuosos
de su padre y hermano y, posiblemente, hubiese trascendido
algo más el retrato que de ella hace Ludovico Ariosto en su
célebre “Orlando furioso”, cuando dice aquellos versos:
“Qual lo stagno a l.argento, il rame all.oro, il campestre
papavero allá rosa il palido salce al sempreverde alloro
dipinto vetro a gemma preciosa é verso qualque altre donne
Lucrezia Borgia Di cui d.ora in orasa La beltá, la virtú, la
fama honesta E la fortuna crescerá non meno Che giovin pianta
in morbido terreno”.
Es decir, como el estaño a la plata _, el cobre al oro, _, la
silvestre amapola, a la rosa _, el pálido sauce al siempre
verde laurel, _, el vidrio pintado a las piedras preciosas,
_, es Lucrecia Borgia comparada a cualquier otra mujer, _,
Lucrecia Borgia de la que hora por hora, _, la belleza, la
virtud, la honestidad, _, y la fortuna crecerán tanto _, como
la joven planta en terreno fértil.
¿A que es bonito? No sé, es que a mí estas cosas poéticas y
románticas me ponen de un tierno que se me afloja el marco.
Disculpa mis escapadas por las ramas, pero ya nos vamos
conociendo y sabes de mi prodigalidad verbal, que se hace
incontinencia cuando de cotorreo se trata. Vaya, sucedía que
Rodrigo tenía una prima en segundo grado, de nombre Adriana
Mila, que gozaba de gran ascendiente sobre él, de modo que a
su cuidado fue confiada la educación de la niña Lucrecia,
separándola para ello de su madre, y ya sea por casualidad o
causalidad, hete aquí que en el mismo invernadero crece un
bello pimpollo que, en el ir abriéndose de sus pétalos,
exhala una cautivadora fragancia cuyas volutas van
envolviendo al ya maduro cardenal y perenne vicecanciller,
que no puede sino caer rendido al encanto de la fresca
belleza juvenil cuando ya el capullo –me refiero a la joven,
no al futuro papa– es flor. Se llamaba la bella en cuestión
Julia Farnesio, y con el epígrafe de “la bella” era conocida
por antonomasia en los mentideros romanos; en fin, que la
bella y graciosa moza me lo puso a cien al cincuentón
“vicecancellarium”, echando las bases de la fortuna de la
familia Farnesio, enchufando al hermano de Julia, que, mira
por donde, se llamaba Alejandro, y otorgándole el capelo
cardenalicio ni bien se calzó la tiara, tomando para ello el
mismo nombre; otro tanto le dio a su hijo César y lo de Juan
ya te lo he contado. Todo ello en menos de un año. Y fíjate
lo que se cae de las vueltas que da la vida, el hermanito de
la “esposa de Cristo”, como mordazmente la llamaba el pueblo
romano y a la que nuestro viejo conocido Burckard, sin tantos
eufemismos, describe en ése su diario –que tan útil nos está
siendo– como “concubina papae”, llegó con el andar del tiempo
a ser el papa Paulo III, ¡toma cuñadísimo! Debía de tener sus
virtudes Julia cuando Sanudo la describe diciendo: “favorita
del papa, joven esposa de gran belleza, inteligente, prudente
y de carácter dulce”.
¡No saltes la página! Ya me voy, ya hago mutis por el foro y
te dejo con Rodrigo y sus intrigas.
En el palacio del vicecanciller de la Iglesia pasa la hora de
maitines y la luz de las velas da vida a las figuras que
adornan las vidrieras de los altos ventanales.
Sentadas, rodeando una gran mesa oval de mármol con vetas
verdes y blancas, cinco sombras trazan una estrategia; se
trata del cardenal Rodrigo Borgia, el obispo Juan de
Fuensalida, el médico Gaspar Torrella, el primo Francisco,
obispo de Teano, y una pequeña figura que de pie sobre la
silla apoya sus antebrazos en la fría superficie del mármol.
—No queda nadie por tocar, dispongo de un grupo de cardenales
fieles, pero nos faltan cuatro votos para llegar a los dos
tercios necesarios.
—¡Sólo cuatro votos!
—Sí, mas son irreductibles.
—¿No crees, Rodrigo, que si dos de esos cardenales muriesen
repentinamente, los otros dos estarían más dispuestos a dar
su voto?
–preguntó Torrella.
—No, Gaspar, ya no hay tiempo para ello, y aun cuando lo
hubiera, no es el procedimiento; ya nos odian bastante por
ser ricos y extranjeros. Sólo comprándolos podremos tenerlos
de nuestro lado; si nos temiesen, se unirían y serían
nuestras cabezas las que rodarían.
—Tienes razón, Rodrigo –tercia Francisco–, Sixto IV se ha
muerto muy deprisa sin darnos tiempo a maniobrar.
—Sin embargo, yo coincido con Maquiavelo: si has de elegir
entre que los que has de mandar te amen o te teman, has de
optar por la segunda opción –interviene el obispo Juan de
Fuensalida.
—Los cuatro que nos faltan por comprar –sigue Rodrigo su
razonamiento– están comprometidos con los Coloma. Hemos
conseguido reducir a los Orsini, pero debemos ganarnos
también a los Coloma.
—Mañana mismo se celebrará el cónclave, y han decidido los
cardenales que sea en la capilla que hizo construir Sixto IV
–añade el obispo Juan de Fuensalida.
—¿No crees que la carta oculta puede encerrar algo con lo que
pudiésemos coaccionar a los cuatro que se resisten? –aventura
Francisco.
—Hace casi diez años que no se menciona ese pergamino, no
disponemos de tiempo y, por otro lado, está escrito en
hebreo. ¡Podías haberte acordado antes de la carta de los
“collons”!
—¡”No fotis”! Rodrigo. ¿Cómo podía saber que el papa se
moriría así, de pronto?
—Escuchad todos, debemos hacer de la necesidad virtud y sacar
de la derrota algún provecho; debo conservar al menos el
cargo de vicecanciller, que me permita seguir maniobrando
desde dentro y sostener a los nuestros. He decidido venderle
mi voto y el de mis parciales al cardenal Juan Bautista Cibo.
La media persona que había permanecido callada prorrumpió en
aplausos diciendo:
—Eminencia, el papa que ha de salir de este cónclave lo
elegiréis vos y vos seréis sin duda el próximo; considerad
que sois aún muy joven, apenas tenéis 52 años.
—Tienes razón, Gabrielino, no debo dejarme dominar por la
impaciencia.
El cónclave no deparó ninguna sorpresa y el cardenal Cibo fue
elegido papa adoptando el nombre de Inocencio VIII. Rodrigo
lo había atado bien.
La magnífica bóveda de la capilla, que desde ese momento
comenzó a llamarse Sixtina, impresionó a Rodrigo, que no pudo
evitar que su contemplación lo llevara a recordar ese
misterioso documento. Pensó que enviaría a alguien a buscar a
aquel rabino de Zaragoza y le arrancaría su secreto;
necesitaba de todas las armas que le diesen poder. Cibo era
ya un anciano, y lo que le quedase de vida, que no habría de
ser mucho, era el plazo de que disponía para organizar su
asalto al solio pontificio; una vez sentado en él, haría del
Vaticano un Estado poderoso, pero el sólo pensar en un nuevo
encuentro con ese escrito le producía escalofríos; aún no se
había borrado de su memoria el último intento, y todavía
podía sentir en su espalda esa garra que lo aferró por la
espalda. Se dijo que era hora de ir desentrañando el arcano,
de modo que decidió encomendar a Gaspar Torrella el viaje a
la búsqueda del judío.
Algunos días después de la elección del nuevo papa,
compartían mesa en el palacio de Adriana Mila –la prima de
Rodrigo– los mismos personajes que en vísperas del cónclave
analizaban la estrategia por seguir, con la ausencia de
Gabrielino y el añadido del teólogo escolástico Pedro García
y la anfitriona.
Luego de una abundante comida, a la que Rodrigo hacía siempre
buenos honores, hecho este que se dejaba ver en el volumen
que iba adquiriendo su figura en general y su abdomen en
particular, durante la que se conversó sobre temas domésticos
y sociales, Rodrigo dio indicaciones a los criados para que
abandonasen la sala y no interrumpiesen. Adriana Mila,
excusando tareas que realizar, abandonó también el comedor,
dejando a los hombres solos.
—Gaspar, voy a encomendarte una misión de la máxima
importancia –entró en tema Rodrigo–. Deberás viajar hasta
Zaragoza, allí te dirigirás a la alhama judía y averiguarás
el paradero de un rabí de nombre Adonías Franco; me han
llegado referencias de él como hombre docto, conocedor en
profundidad del Antiguo Testamento y de la lengua de los
hebreos, en la que están escritos los antiguos documentos.
—Va a ser difícil. En Zaragoza precisamente, como no ignoras,
se ha producido recientemente una grave revuelta de los
judíos y conversos que ha culminado con el asesinato del
inquisidor Gaspar Yuglar, en la misma catedral, mientras
rezaba maitines. Esto ha desatado una verdadera caza de
conversos, no se han salvado ni parientes del mismo Fernando.
—Sí, sé que la situación de los judíos y conversos es
delicada en España, todo debido al fanatismo de Torquemada,
ese dominico loco que apesta a cristiano nuevo.
—En el supuesto de que logre dar con ese judío, ¿qué debo
hacer con él? –preguntó Gaspar Torrella.
—Traerlo aquí a cualquier precio.
—¿Qué he de decirle para convencerlo?
—Dile tan sólo que lo necesito para traducir un importante
documento judío.
—Supongo que debo ofrecerle algo a cambio. ¿Qué sugieres para
ello?
—Accede a cuanto pida, no importa la cantidad.
—¿Y si se niega?
—Entonces le dirás que si cumple con éxito la labor que le
tengo reservada, conseguiré del papa la destitución de
Torquemada e influiré en los reyes Fernando e Isabel para que
dejen en paz a los judíos. No dejes de hacerle ver quién será
el próximo papa y de dónde procede.
—¿Y si aun así se niega?
—Entonces lo amenazas con la hoguera, y si esto no funciona,
le propinas un buen garrotazo en su dura cabeza y me lo traes
encadenado. Llevarás documentación que te acreditará como
correo especial del Estado pontificio en misión diplomática,
bajo las órdenes directas del vicecanciller, viajarás en
compañía de Gabrielino, te sorprenderán los recursos de este
pequeño hombre, y llevarás además una protección de cuatro
soldados.
—Conozco personalmente a Alonso de Caballería, el gobernador
de Zaragoza por delegación del rey Fernando; se trata de un
cristiano nuevo, hombre cabal y agradecido que me debe algún
favor, de modo que también yo puedo darte una carta de
creencia para él, que te facilitará la búsqueda –intervino el
obispo Juan de Fuensalida.

Roma, finales del siglo XX

—¡Éramos pocos y parió la abuela! –Así se expresaba el


anciano fraile cuando hubo leído la copia fotográfica que le
facilitó el comandante de la guardia suiza.
—¿Qué significa eso, padre?
—Significa que si no teníamos suficiente complicación con
enlazar dos documentos distintos, que no parecen sino indicar
la existencia de un tercero del que no sabemos nada, tú me
traes ahora un cuarto.
Lo de la abuela es un viejo dicho de mi tierra.
—¿No tiene pues ninguna relación esta carta con vuestra
investigación?
—No lo creo, comandante Esterman, se trata de correspondencia
privada entre Agostino Vespuci y Nicolo Maquiavelo, en la que
se hacen comentarios sobre la lujuriosa vida del entorno de
Alejandro VI y una deuda de juego contraída por Agostino
Chigui con el papa.
—Por favor, padre, hágame una copia de la traducción de esa
carta; no estoy tan seguro de que no tenga vinculación con la
búsqueda que están haciendo –contestó el comandante Esterman.
—Señor portavoz, el asunto se está complicando algo, y he
cometido un error; como usted indicó, además de controlar a
la joven Della Rovere hemos extendido la vigilancia a la
familia Chigui, una vez que establecimos su implicación en la
operación Apocalipsis.
—Me está mareando, Alois, por favor, vaya al grano. ¿Cuál es
el error que dice haber cometido?
—El cabo Tornay se hizo con un documento en latín de la época
correspondiente a los papados que van desde Pío II hasta
Giuliano della Rovere, que es la que el padre Lorenzo está
investigando, de modo que se lo entregué a él para que lo
tradujera y ver si conseguíamos alguna información.
—¿Y bien?
—Que parece que a los Chigui no les interesa el tema de la
operación Apocalipsis, ya que el documento que le di trata de
una deuda millonaria contraída entre el fundador de la banca
Chigui y Alejandro VI.
—Esto puede interesarnos mucho, pero tiene razón, mejor
hubiera sido no meter al padre Lorenzo en esto. A propósito,
¿el cabo Tornay es de fiar? Me parece que es demasiado lo que
sabe y ni una palabra de todo este asunto debe salir de los
que estamos en ello.
—No creo que dé problemas, es algo inestable, pero de
confianza; cuando acabe todo esto habrá que darle alguna
clase de premio, una medalla o algo así. En el informe que le
dejo hay una copia traducida del documento.
—Incremente el control sobre la familia Chigui.
—No me mires, Alexandra, me da vergüenza que me veas la
barriga. Eres tan joven y guapa...
—No seas tonto, me gustas como eres, no me importa tu
barriga, tampoco yo soy tan joven, pero ya verás, cuando me
opere las tetas sí que te voy a volver loco.
—Ven aquí –le dice él y, tomándola de una muñeca, la arrastra
a la cama; pretende ella resistirse, muy poco, lo justo para
despertar aún más su deseo, cede y cae con controlada
violencia sobre su pecho, se besan apasionadamente y ella lo
recibe en su interior a horcajadas, arqueando la espalda
hacia atrás y elevando sus pechos que apuntan al cielo, él
intenta acariciarlos y unas breves sacudidas le anuncian un
orgasmo anticipado que ha sido incapaz de contener; intenta
ella prolongarlo para alcanzar el suyo propio, insiste
mientras él se desmadeja, desiste finalmente y descabalga.
Simula haber alcanzado el culmen y yace junto a él, lo besa
suavemente y juega con el vello de su pecho haciendo pequeños
círculos que forman rizos, le susurra al oído:
—Te quiero tanto, Carlo...
—No es suficiente, Simonetta.
Lo que has hallado, de alguna forma coincide con nuestra
información de que existió una relación de deuda de juego
entre nuestro antepasado y Alejandro VI, pero no nos acerca
al documento que reconoce esa deuda y está oculto en algún
sitio del Vaticano.
—Papá, llevas casi veinte años detrás de ese fantasmal
documento; finalmente no puede tener otro valor que el
histórico –intervino Fabio.
—Te equivocas, Fabio, olvidas que el lema de la banca Chigui
es precisamente su tradición de quinientos años; presumimos
de ser la institución bancaria y financiera más antigua de
Europa, al no haber interrumpido nuestra actividad desde que
fue fundada.
—¿Y qué hay con eso? –preguntó Beto.
—Que ese documento sería ejecutable por los herederos legales
de Rodrigo Borgia o los de quien haya recibido un endoso, y
si la cifra es de la magnitud que suponemos y le sumas los
intereses acumulados durante quinientos años, el resultante
puede superar el valor de toda la banca Chigui –le respondió
el padre.
—¿Y cómo sabemos si ese documento ha sido librado por la
banca o a título personal por nuestro antepasado, o siquiera
si existe o es tan sólo una leyenda? –intervino nuevamente
Fabio.
—¡”Porca miseria”! Lo ignoramos, pero sí sabemos que la
muerte de Juan Pablo I no es ajena a su intención de
destituir al obispo americano Marcinkus de la dirección de la
IOR, o banco Vaticano, por sus escandalosas vinculaciones con
la masonería de la P–2 y nuestra competidora, la banca
Ambrosiana.
—Algo se mueve en los archivos secretos del Vaticano, y
sabemos también que gira en torno a un documento de Alejandro
VI; ya tu hermana Simonetta investigó aquello hace veinte
años.
—Es cierto, pero todo se tranquilizó tras la muerte del papa
Luciani, y luego la tentativa de asesinato de Juan Pablo II,
según nuestros informadores, también coincidió con un intento
de remover la cuestión de los archivos, y ahora está la joven
ésa, Alexandra della Rovere, metiendo las narices en el
asunto.
—¡Exacto! Y ahora os pregunto: ¿cómo se llamaba el papa que
sustituyó a Alejandro VI?
—Si no tenemos en cuenta a Pío III, que sólo duró 26 días,
fue Julio II –contestó Simonetta, incorporándose a la
conversación.
—Y dime, Simonetta, tú que eres la más versada en la materia,
¿cómo se llamaba Julio II antes de ser papa, cuando aún era
cardenal?
—Giuliano della Rovere.
—Y ahora, ¡por la santa sangre de San Genaro! ¿Es casualidad
que la que está hurgando entre los papeles de Alejandro VI
sea heredera en línea directa de ese papa, que, sin duda,
pudo tener acceso a toda la documentación que dejó el Borgia?
La pregunta de Agostino Chigui quedó flotando en el aire,
huérfana de respuesta.
En los jardines del Vaticano, Juan Pablo II recorría con su
paso lento y vacilante los senderos cubiertos de gravilla que
trazaban caprichosos recorridos entre los parterres de flores
y arbustos; a su lado, el recientemente designado comandante
de la guardia suiza, Alois Esterman, hasta ese momento
capitán y encargado de la protección personal del papa. Con
su elevada estatura lo protegía del sol y esperaba
pacientemente que el pontífice tomara la palabra.
—¿Cómo va todo, Alois?
—¿Su Santidad se refiere a las investigaciones que me ha
encomendado?
—Todo a su tiempo, hijo. Te preguntaba por ti, ¿cómo está tu
esposa? ¿Sigue tan bella? Y ¿cómo te preparas para la
ceremonia oficial de tu nombramiento?
El comandante miró un poco de reojo al papa; de primera
impresión parecía un anciano cercano a la demencia senil, el
mal de Parkinson mantenía sus manos en un continuo temblequeo
y su voz, algo escandida y apenas audible, reforzaba esa
impresión, mas eran ya muchos los años que llevaba a su lado
como para llamarse a engaño, y sabía que no salía de su boca
ni una frase que no tuviese perfecta coherencia; estaba al
tanto de las circunstancias personales de todos los que lo
rodeaban, cuando menos se lo esperaba saltaba con algún
comentario como el que acababa de hacer sobre su esposa, se
preguntaba si llevaba segundas intenciones, luego se
insinuaba en su boca una suave sonrisa cómplice, rotaba la
cabeza un poco hacia un costado y arriba y regalaba una
mirada en la que brillaba una cierta picardía, como queriendo
decir: “Te he pillado”.
—Gladys sigue, en sus cincuenta años, siendo una mujer muy
atractiva, y su trabajo en la embajada venezolana la mantiene
muy ocupada. En cuanto a mi nombramiento, me hace sentir, por
supuesto, muy orgulloso y agradecido a su Santidad.
—Me alegro, sinceramente me alegro de que Dios así lo haya
querido, y ahora dime qué es lo que has averiguado.
—No mucho, Santidad, pero hemos encontrado algunos indicios
que nos llevan a dos líneas distintas de investigación, y
todo parece indicar que ambas coinciden en un punto, y la
llave de éste se encuentra oculta en algún lugar del
Vaticano.
—Háblame de esos indicios y esas líneas de investigación.
—Por un lado, uno de mis hombres ha investigado en la
biblioteca Ambrosiana siguiendo la pista de Simonetta Chigui,
que es la persona que dos veces, con intervalo de veinte
años, consultó los archivos secretos del Vaticano
interesándose en un libro en particular, la Apocalipsis de
Esdras.
La primera de las visitas de esta dama coincide con la muerte
de su Santidad Juan Pablo I y un intento de robo que fue
frustrado por los servicios de seguridad; entre los objetos
que pretendían llevarse los cacos figuraba, ¡curiosamente!,
la Apocalipsis de Esdras. La vigilancia de esta mujer dio
como resultado conseguir una copia de un documento que fue
hallado, seguramente, tras largos años de trabajo por la
constancia de la citada Simonetta, que es la directora del
departamento de restauración de la biblioteca Ambrosiana,
soportado financieramente por la banca Chigui, y, siguiendo
con las casualidades, el padre de la dicha Simonetta es nada
menos que Agostino Chigui, se podría decir que el dueño de la
banca que ha pertenecido a la familia durante quinientos
años.
Alois Esterman hizo un alto en su disertación para comprobar
si el papa seguía su exposición, ya que parecía haberse
quedado dormido con los ojos semicerrados.
—¿Santidad?
—¿Qué pasa, por qué interrumpes tu relato cuando comienza a
ser interesante?
—Creía que...
—Sigue, sigue, ya sé lo que creías.
—El documento en cuestión es una carta dirigida por Vespuci a
Maquiavelo, y en ella se hace referencia a una probable deuda
de juego contraída por el fundador de la banca Chigui con el
papa Alejandro VI.
—¿Qué opinas de todo esto?
—Creo que los Chigui buscan algo que no tiene nada que ver
con el dogma de la Iglesia, ni siquiera creo que tenga
relación con la trama de la P–2 o la muerte de Juan Pablo I,
pero no sé por qué se interesan en la Apocalipsis.
Hemos pinchado el teléfono de Alexandra della Rovere y nos
llevamos una gran sorpresa al comprobar que hay alguien que
se nos ha adelantado para seguir de cerca sus progresos en el
estudio de la Apocalipsis. Intentamos hacer lo mismo en la
casa de Agostino Chigui, que es donde se reúne el clan, pero
ha sido imposible, debido a las impenetrables medidas de
seguridad que tienen instaladas.
—¿Has comprobado algo sospechoso en la chica?
—No, ella parece ser de fiar, pero no es todo lo discreta que
se le ha exigido, pues ha participado de su trabajo a su
madre y a su padre, con el que tiene una estrecha relación, y
posiblemente a un hombre casado con el que mantiene
relaciones, y creo que, en esta ocasión debido realmente a
una casualidad, el amante es director de una sucursal de la
banca Chigui en Roma.
—¡Qué contrariedad! Deberemos retirarla de la investigación
que lleva con Lorenzo.
—Si su Santidad me permite una opinión, creo que debería
dejarla seguir; el padre Lorenzo hace un buen equipo con ella
y han comenzado a encontrar cosas. Creo que puedo demostrarle
a Alexandra que su amante la utiliza, y quizá podamos, a
través de ella, enviar información falsa a quienes la vigilan
y hacer así que se descubran.
—Lo dejo en tus manos. ¿Quién es el padre Lorenzo?
La pregunta sorprende a Alois, que queda desconcertado; no
sabe si el papa le está haciendo algún tipo de prueba, de
modo que opta por responder con naturalidad.
—Es el jesuita español que está a cargo de los archivos
secretos de la biblioteca Vaticana y, por encargo directo de
su Santidad, está investigando el asunto de la Apocalipsis
con la chica de quien hablábamos.
—Sí, sí, claro, por supuesto.
¿Sabes, Alois? Últimamente la memoria me juega algunas malas
pasadas; puedo recordar en pocos segundos hechos
insignificantes de mi infancia, pero comienzo a olvidar las
cosas más cercanas, y ello me asusta, Alois. Quedan muchas
cosas importantes por hacer.
Calló evidentemente fatigado.
El comandante Esterman pensó que también se hacía muy difícil
en ocasiones entender lo que decía, al fin y al cabo se
trataba de un anciano que había sido muy castigado y con una
actividad que a muchos jóvenes les superaría; no sabía si
hacía lo correcto teniéndolo al tanto de todos los detalles
de la operación Apocalipsis, quizá al portavoz no le
agradase.
—Fabio, tienes que hacer espiar a la chica ésa, Alexandra,
debemos enterarnos de cuanto vaya desentrañando del asunto
ése de la Apocalipsis, hasta donde sé, todo este endemoniado
asunto se origina con algo que ha ocultado el jodido papa
Alejandro VI. Habla con Nicola, es el director de la compañía
que se cuida de nuestra seguridad. Ellos tienen más
artilugios que la CIA, son capaces de colocarle un transmisor
en el culo, de modo que estarán al tanto de todo lo que hace
hasta en el baño.
—De acuerdo, papá, mañana mismo me pondré en contacto con él.
—¿Qué quieres que haga yo?
—Tú, Simonetta, sigue investigando en cuanto archivo pueda
encontrarse algún documento vinculado con la familia Chigui,
sobre todo durante los pontificados desde Pío II hasta Julio
II.
—¿Quieres que lo intente nuevamente en los archivos del
Vaticano? Tenemos muy buenos contactos.
—Aquello está ahora muy revuelto por culpa del jesuita ese
español, que tiene prácticamente bloqueado el archivo
secreto; es mejor dejar que investigue él y nosotros estar al
tanto de los avances que vaya haciendo por medio de la hija
del arquitecto.
—¡Mira aquí, Alexandra!
El padre Lorenzo la llama excitado con una mano mientras con
la otra sujeta, muy próxima a una hoja fotocopiada, una lupa
circular rodeada de un fino tubo que emite una luz violeta, a
la que tiene aplicados los ojos, que no ha movido del papel
que examina mientras la llama. Corre Alexandra secándose el
sudor de las palmas de las manos en la superficie rústica de
la descolorida tela de los pantalones tejanos que el viejo
cura ha preferido ignorar.
—¿Qué ha encontrado, padre?
—Nuevas anotaciones en latín entre las líneas del versículo
23 del capítulo dos de la Apocalipsis, también en el 25 y el
27, ¿las has traducido ya del arameo?
—Sí, ya las tengo, he llegado hasta el capítulo IV.
—Búscalas, tenemos que intercalar lo que he descubierto entre
líneas.
Se afana Alexandra y busca nerviosa entre decenas de copias
de las traducciones del arameo al hebreo y de éste al
italiano.
—¡Mierda! –se le escapa–.
Perdone, padre.
—No es nada, hija, sólo has dicho mierda. Anda, sigue
buscando.
Remarca el padre Lorenzo con bolígrafo los rasgos arrancados
a la tinta invisible por la fotocopiadora; se trata de líneas
subrayadas de versículos del capítulo II.
—¡Ya está!, ya las tengo.
La mesa está cubierta, no hay un lugar libre para colocar un
nuevo papel ni las muestras a examinar, barre con el
antebrazo parte de la mesa el padre Lorenzo, dando por el
suelo con todo lo que había sobre ella.
—No nos iremos hasta haber ordenado todo –aclara.
Copia apresurada Alexandra sus traducciones en una hoja en
blanco, dejando espacio entre línea y línea para que pueda el
jesuita intercalar la traducción de lo que ha hallado
entrelineado en latín; ya lo acaba y se lo alcanza, lo coge
el viejo y completa la tarea. Alexandra, impaciente, mira por
sobre su hombro: 23 Pues Israel ha sido entregada en oprobio
a las naciones.
“Yo te digo que ninguno es más odioso que tú a los ojos de mi
hermano”.
Y el pueblo que amas a los pecadores.
“Sirves a los fariseos sumándote a la corte del sacerdote
impío”.
La ley de nuestros padres ha sido rechazada.
“Maquinas para corromper la Torah”.
25 Pero qué hará por su santo nombre.
“Quién sino tú une el yugo de los judíos al carro de los
gentiles”.
Que está invocado sobre nosotros.
“Cristo, el ungido, mi hermano”.
27 No puedes traer la esperanza a los justos.
“Fieles al espíritu del maestro de justicia”.
Pues este siglo está lleno de dolor y debilidad.
“Intentas también corromper a Pedro”.
Leen ambos en silencio, el padre Lorenzo se pasa una mano por
sus blancos cabellos, Alexandra se muerde las uñas. Al cabo
de un rato, ella dice:
—Algunas de estas frases me resultan conocidas.
—¿Las arameas o las latinas?
—En realidad es la combinación de ambas; creo que tiene algo
que ver con el texto de unos manuscritos del mar Muerto que
estoy traduciendo para el museo Metropolitano de Nueva York.
—¿Dónde los tienes?
—En mi casa.
—Tráelos mañana, ahora vamos a poner un poco de orden en todo
esto.
—Comandante, no me va a creer lo que está pasando.
—Dime, Cédric.
—Parece una película de los hermanos Marx. Han vuelto a
entrar en el domicilio de la señora Della Rovere y han
colocado otros aparatos de escucha en las habitaciones y en
el teléfono.
—De modo que ya somos tres los que la espiamos.
—Así parece. En esta ocasión tuve contacto visual con los
intrusos, los seguí y pude averiguar que son empleados de una
conocida agencia de seguridad.
—Parece que esto no termina de complicarse.

Roma, septiembre, año 2000

—Le digo a usted que no, esto está llegando muy lejos y hay
que ponerle freno ya mismo.
—Cardenal, creo, pese a todo, que no le queda mucho, no
debemos precipitarnos.
—Ustedes los seglares ven las cosas desde otro ángulo, sólo
ven el lado económico del asunto.
—Vamos, eminencia, no me venga con gaitas –interviene un
tercero–, el papa anterior sólo pensaba en un cambio en las
estructuras económicas de la Iglesia.
—Señor Gelli –le interrumpe el arzobispo–, cuide sus formas,
se está dirigiendo a un cardenal.
—De todos modos –insiste Gelli–, ambos aspectos están
íntimamente ligados; si se derrumba el sostén dogmático de la
Iglesia, se viene abajo el edificio económico.
—Si me permiten –se incorpora un cuarto participante a la
asamblea–, hay una importante novedad que deben saber.
—Hable –concede el cardenal.
—La chica está siendo vigilada por la guardia suiza.
—Eso ya lo sabemos –le interrumpe el cardenal–, el comandante
Esterman es hombre del Opus e incondicional de Navarro Valls.
—Lo que usted no sabe, eminencia, es que además está siendo
sometida a escuchas y espionaje por una agencia de seguridad.
—¿Estatal? –pregunta inquieto Gelli.
—No, se trata de una empresa de seguridad y vigilancia
privada.
—¿Para quiénes trabajan?
–quiere saber el cardenal.
—Aún no lo he podido averiguar.
Se mueven todos inquietos, enciende Gelli un cigarrillo, el
arzobispo le pide uno, Gelli se lo da y le acerca la llama
del mechero, aspiran ambos el humo profundamente; se seca el
sudor de la frente el cardenal, que rompe el silencio:
—¿Con seguridad que no está metiendo el Estado las narices?
—Ayer mismo cené con el ministro del Interior –responde
Gelli–. Hablamos de la Iglesia, del papa y del jubileo, y no
parecía inquieto por nada.
—De todos modos, es hora de llegar al fondo de la cuestión.
Gelli, usted tiene que encargarse de presentar un informe con
todo lo que la chica y el jesuita español han averiguado; si
el documento existe, hay que destruirlo aunque haya que
incendiar la biblioteca vaticana, y a la joven Della Rovere
hay que neutralizarla y desacreditarla de modo que lo que
ella pueda decir carezca de credibilidad.
Quien ha hablado, con una voz deformada por un dispositivo,
es uno de los tres personajes encapuchados, que han
permanecido hasta el momento en silencio.
—Se hará todo lo necesario, gran maestre –se apresura a
conceder el cardenal.
—La semana próxima se reunirá el consejo de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, y se aprobará con carácter de
dogma infalible el “dominus Iesus”, resolución que ya está
completamente consensuada y será presentada por el cardenal
José Ratzinger: “Existe una única Iglesia de Cristo, que
subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de
Pedro y por los obispos en comunión con él”.
—Bien –aprueba el cardenal, y refuerza la afirmación con un
gesto de su cara–, pero para que la resolución adquiera
carácter de infalible, debe firmarla el papa.
—No hay ninguna dificultad para ello; el papa me firma lo que
le ponga por delante –asegura el cardenal–, si puede dominar
el temblor del Parkinson, que ya le sacude incluso el
antebrazo. Además, se está deteriorando por momentos, se
olvida de prácticamente todo, le puedes presentar una misma
persona dos veces con un día de intervalo.
—De acuerdo, señor secretario, a ninguno se nos oculta ese
hecho.
Pese a ello, se ha manejado muy bien en Palestina y lleva
personalmente la investigación de la carta de Santiago.
Gelli se mete los dedos entre la camisa y el cuello y estira
la cara hacia un lado y otro en un gesto incontrolado que
repite cada pocos minutos y al que se unen una serie de
guiños cuando la situación es más tensa. El arzobispo se
contagia y hace un amago de estirar su cuello, se da cuenta,
se detiene y comenta:
—Sí, sí, parece que hay algunos asuntos que aún lo mantienen
despierto, pero el deterioro se acrecienta día a día; espero
que no suceda como con Juan Pablo I.
Lo interrumpe la voz metálica y tenebrosa del artilugio que
utiliza el gran maestre:
—Está bien, hay que poner freno a los desvaríos aperturistas
del polaco, pero jugamos con fuego; esta afirmación infalible
puede estallarnos en las manos si aparece la carta de
Santiago y se hace público su contenido, de modo que, como
dije antes, nada debe impedir su destrucción, pero no nos
confundamos, hasta ahora todo lo que el jesuita y la joven
están averiguando es por medios indirectos, anotaciones
hechas por Alejandro VI y Burckard, sólo hay ideas,
suposiciones; es necesario que nos conduzcan hasta el
original.
—Por lo que se ve, gran maestre, está usted al tanto de todos
los avances que están haciendo –responde Gelli en nombre de
todos.
—Hay algo de lo que no estáis al tanto; en primer término, de
que existe otro documento, un reconocimiento de deuda de
juego de Agostino Chigui a Alejandro VI.
Todos se miran unos a otros con extrañeza, el cardenal se
quema los dedos con la colilla, el arzobispo no se inmuta y
Gelli abre la boca estúpidamente.
—¿Por qué no se nos comunicó antes? –pregunta la cuarta
persona.
—Había motivos para ello –sentencia el gran maestre– y hay
algo más que deseo que quede claro.
—¿De qué se trata, gran maestre? –quiere saber el cardenal.
—La joven Alexandra della Rovere debe ser neutralizada, como
dije antes, pero no debe sufrir ningún daño físico.
—De primero nos pone un par de docenas de ostras, pero antes
algo de caviar beluga dorado y una botella de champán Dom
Pèrignon para acompañar el caviar y las ostras; de segundo,
pechitos de faisán en “coulis” de frambuesas y, de postre,
nos prepara “zabaglioni” y flameado de fresas; para beber, un
ribera del Duero español.
—Papá, te va a costar una fortuna esta cena, no quiero que
gastes tanto dinero, yo lo que quiero es estar contigo, me da
igual si es en una pizzería.
—No te preocupes, hijita, no salimos a cenar muy
frecuentemente y la ocasión bien lo merece. Mejor me lo gasto
contigo que con cualquier pelandusca.
—¿Cómo van tus cosas con Ada?
—No tan bien como yo quisiera.
—Ésa, más que Ada es una bruja.
—No seas tan dura, pero no vamos a estropear nuestra cena
hablando de Ada, hablemos de ti; ¿le ha dicho ya ese
aspirante a banquero a su mujer que quiere el divorcio?
—Todavía no, pero lo hará.
—Seguramente, en alguna otra reencarnación, ¿no te lo ha
dicho tu madre?
—Papá mejor hablemos de otras cosas.
—De acuerdo, hablemos de tu trabajo. ¿Cómo van las
traducciones de los rollos del mar Muerto?
—Lento, pero muy bien. Es apasionante. ¿Sabías que los
esenios que habitaban el asentamiento de Qumran a orillas del
mar Muerto, de donde proceden los manuscritos que estoy
estudiando, son posiblemente los precursores del
cristianismo?
—¡Pero qué dices! ¿Quieres que te excomulguen?
—No, de verdad. Mira, te doy algunos ejemplos: en el manual
de disciplina de los esenios se cita el deber de poner la
otra mejilla como respuesta a una ofensa, tal como dice Jesús
según Mateo; Juan el Bautista aparece en el desierto de
Judea, cerca del río Jordán, que desemboca en el mar Muerto
muy cerca de Qumran, y casualmente el bautismo de conversión
que el Bautista imparte, precisamente en ese río, coincide
con la enseñanza qumránica sobre la necesidad del baño ritual
para la purificación y la santificación, y he aquí que los
textos mencionan la misión de los esenios de Qumran y la de
Juan Bautista con la misma cita: Isaías 40, 3, donde se habla
de ir al desierto para preparar el camino del Señor. Hay
muchas más, pero veo que te ríes. No quiero aburrirte con
esas cosas.
—No, hija, no me aburres, sólo que sabes que yo no creo mucho
en esas cosas. ¿Cómo te tratan en el Vaticano? ¿Has cobrado
algo ya?
—No, todavía no, pero me gusta mucho lo que hago. Estoy
trabajando con un cura viejecito, español, que es muy
simpático. Al principio me impresionaba mucho porque parece
muy serio y cortante, pero ahora nos hemos hecho muy amigos,
estamos descubriendo unas pistas que pueden llevarnos al
escondite de una carta que parece que escribió Santiago, el
hermano de Jesucristo, a san Pablo, y ahora la cosa se ha
puesto muy interesante, ya que ha aparecido una carta que
habla de una deuda entre un banquero y el papa Alejandro VI,
y dice el padre Lorenzo que según unas anotaciones que ha
encontrado en un diario que seguía el maestro de ceremonias
del papa, un tal Burckard, cree que hay una vinculación entre
esta deuda y la carta que estamos tratando de encontrar.
—¿Qué vinculación puede haber entre una carta de hace dos mil
años y una deuda de hace quinientos?
—Aún no lo sabemos, pero ya han aparecido un montón de datos
que tenemos que cotejar y vincular.
Yo investigo en el arameo, es decir, en lo que pasó hace dos
mil años, y él en el latín de hace quinientos.
—Creo que no deberías ir contando esas cosas; puede ser muy
peligroso. ¿No te han dicho que guardes secreto?
—Sí, me han encarecido que no debo hablar de ello con nadie.
—Y ¿por qué lo haces?
—¡Papá, te juro que sólo te lo he dicho a ti!
—Ni siquiera a mí. ¿No le habrás comentado nada al capullo de
tu ligue?
—Papá, no lo llames así, no es ningún capullo y tampoco es un
ligue, estoy enamorada de él.
—Seguro que le has dicho algo.
—Bueno, sólo un poco, es muy preguntón.
—Hija, por favor, no le digas una palabra, en estas cosas te
puedes jugar la vida.
—No me asustes.
—No quiero asustarte, pero por una vez en tu vida haz caso a
tu padre; si notas algo raro, como que te siguen o que han
revisado tu casa, me lo dices. Si quieres verme o decirme
algo no me llames por teléfono desde tu casa, hazlo desde un
teléfono público.
—Ya me has asustado.
—Ya sabes que me gustan mucho las películas de intriga, pero
ya basta de eso, que aquí están el caviar y el champán. Ahora
te voy a contar los planes que tengo para comprar un barco y
pasar un año entero navegando.
—¿En qué puedo serle útil, comandante?
—Señor secretario, necesito hablar con su Santidad con
urgencia.
Abre el secretario Estanislao Deizinsky una agenda, recorre
las hojas, se quita las gafas y las limpia con un pañuelo que
saca del bolsillo posterior; se impacienta el comandante, que
carraspea y se revuelve en la silla.
—Veré qué puedo hacer, comandante, déjeme que vea la agenda;
quizá la semana próxima pueda recibirlo.
—Se trata de un asunto oficial que no puede esperar hasta la
semana próxima.
—Su Santidad está aquejado de una fuerte gripe; si es algo
oficial facilíteme a mí el informe, y si se trata de una
comunicación verbal, démela ahora mismo, que tomaré nota de
ella en el registro de entrada de asuntos internos.
—Lo siento, señor secretario, pero se trata de un asunto
privado, encargo de su Santidad, y a nadie puedo confiarlo si
no es a él mismo.
—Sólo puedo decirle, comandante Esterman, que haré lo que
pueda. Regrese mañana, que si su Santidad está en condiciones
de escucharme, le transmitiré su solicitud.
—Mañana estaré aquí. Le reitero que se trata de un asunto de
la máxima importancia.

Zaragoza, finales del siglo XV, año 1485

—Llegáis en muy mal momento para hablar de judíos, señores.


Han pasado en esta ciudad hechos terribles en los que se han
visto implicados los conversos de Zaragoza y otros de
diferente procedencia. El inquisidor de Zaragoza –como no
dudo será de vuestro conocimiento– ha sido asesinado en forma
brutal por cuatro conjurados mientras rezaba maitines en la
misma catedral. La reacción del inquisidor general, Tomás de
Torquemada, ha sido terrible y se ha castigado con
ejemplaridad a todos los conjurados; ni siquiera la
influencia de mi padre, el rey, ha podido librar a algunos
que contaban con su protección.
Quien así hablaba era el arzobispo de Zaragoza, el joven
Alfonso de Aragón, hijo del rey Fernando y de doña Aldonza
Roig Iborra, habido con anterioridad al casamiento con doña
Isabel.
—Eminencia, estamos al tanto de estos desdichados sucesos,
mas no son conversos lo que nos trae a vuestro reino; se
trata, como ya os anticipamos, de un judío –insistió Gaspar
Torrella.
—Lo que trato de deciros, caballeros, es que el pueblo,
enfurecido por el asesinato, tomó partido por el inquisidor –
aun cuando no eran los inquisidores bien queridos en estas
tierras– y, no haciendo distingos entre judíos o conversos,
se alzó contra los judíos incendiando la alhama y matando a
muchos de ellos, de modo que no sabría deciros si
encontraréis con vida a vuestro judío.
—Será una gran contrariedad si no lo hallamos, pues el
vicecanciller Rodrigo Borgia cifra en los conocimientos de
ese hombre importantes asuntos de la Iglesia.
—Quizá don Alonso de Caballería, gobernador de Zaragoza por
voluntad de mi augusto padre, pueda saber algo de ese hombre,
pues a él da cuentas el regidor de la alhama judía para los
pagos del impuesto de capitación.
—Os ruego entonces, eminencia, me introduzcáis a don Alonso,
por ver si está en la voluntad de Dios que podamos hacernos
con este judío.
Alonso de Caballería, designado gobernador de Zaragoza por
deseo expreso de Fernando de Aragón, era uno de los pocos
cristianos nuevos que habían salido bien librados de la caza
de brujas, o de judíos, que para el caso era lo mismo, para
ese gran tostador que fue Torquemada; de buen seguro que de
vivir en estos tiempos, se ganaría bien la vida regentando
algún asador, y si es donostiarra, mejor, pues lo suyo era el
asado a la brasa, y a diferencia de sus cofrades, los
churrascadores franceses cuya especialidad eran herejes y
brujas, a nuestro buen dominico lo que le iba era la carne de
judío, y el mejor corte, el de converso o cristiano nuevo,
como les decían los cristianos viejos para marcar
diferencias, o bien simplemente marranos, como le gustaba al
pueblo.
Bueno, ¡caramba, no te enfades!
¡Que hace un buen rato que no me meto en el libro! Y si yo no
te cuento estas cosas, no te enteras de ellas, no vayas a
creer que los personajes te van a dar tantos detalles, y
además, todos estos chismes los sé de muy buen reflejo, y los
he conocido sin defectos de refracción, de modo que sigo con
mi rollo.
Alonso de Caballería recibió a los enviados de Rodrigo e hizo
las gestiones oportunas para tratar de dar con Adonías
Franco, pero las noticias que trajeron sus delegados no
fueron muy alentadoras: Adonías, gran rabí de la alhama de
Zaragoza, había sido señalado como uno de los implicados en
la conspiración que acabó con la vida del inquisidor Yuglar y
tuvo que huir precipitadamente, nadie supo dar noticias de
él. Gaspar Torrella, apesadumbrado y temeroso de la reacción
que pudiera tener el cardenal ante su fracaso, se lamentaba
de lo inútil de su misión y se preparaba para el regreso a
Roma cuando Gabrielino le pidió licencia para hacer unas
gestiones por su cuenta; don Gaspar miró al enano con
displicencia para finalmente acceder.
No me preguntes cómo lo consiguió, pues no lo sé, ¡caramba!
¡No seas tan quisquilloso!, tampoco vayas a creer que lo sé
todo, pon tú también algo de imaginación; además, tampoco
tiene tanta importancia, lo importante es que el pequeño
bigotudo pudo saber que Adonías había huido a África, en
concreto a la ciudad de Masoura, de modo que no estaba todo
perdido; habría que viajar a Egipto.
Te estarás probablemente diciendo que el Borgia se está
poniendo un tanto agonías con el Adonías, que ya habría en
Roma algún judío o letrado que conociera el arameo, y no te
falta razón, pero así fueron las cosas y así te las cuento.

Roma, finales del siglo XX

Cerraba los ojos para sentir con más deleite el calor de la


caricia del sol atenuada por el viento que se arremolinaba
por detrás del parabrisas del pequeño deportivo japonés que
circulaba descapotado. Todavía no terminaba de creérselo,
Carlo la había invitado a pasar un fin de semana en un
romántico y recoleto hotel de montaña, lejos de la
masificación de la costa, un sitio íntimo y confidencial
donde podrían hacer planes para el futuro cuando se
concretase su divorcio. El chirriar de las gomas al tomar una
curva pasado de velocidad la arrancó de su ensoñación con un
sobresalto.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, nena, estaba un poco distraído y entré en la curva
demasiado rápido.
—Me has asustado.
—Tranquila, no pasa nada.
—¿En qué pensabas?
—En nosotros. Pensaba que me han prometido que antes de final
de año me van a ascender a director regional.
—¿Y eso es mucho?
—¿Que si es mucho? Tanto como duplicar el sueldo y un derecho
a opciones sobre acciones de la banca Chigui, que está en
trámites de fusión con la Ambrosiana, y cuando se haga
efectiva la fusión, la nueva banca tiene asegurado un
convenio con el Vaticano por el que se hará cargo del manejo
del total de las finanzas de éste; eso significa que vamos a
ser millonarios.
—Cariño, qué importante eres para que te confíen esas cosas
tan confidenciales.
—Ya ves, y yo te lo cuento todo a ti.
—Carlo, no sé si es que estoy paranoica, pero me parece que
hay un coche blanco que nos sigue hace un rato.
—Sí, ya lo he visto, pero es sólo que no se anima a pasarnos
en esta carretera de montaña; además, llevamos un deportivo y
eso impone, verás, voy a dar un acelerón y lo vamos a dejar
como un poste de quieto.
—No corras, que me da miedo.
—Bueno, entonces voy a bajar la velocidad. Si de veras nos
está siguiendo bajará él también, y si no, nos adelantará.
Pisa el freno Carlo para que se note que es generoso y quiere
dejar que lo adelante ese pardillo, y por si queda alguna
duda pone el intermitente del lado derecho.
—¿Has visto, tontita, que no nos seguía? Nos ha adelantado y
además, mira, se desvía en la próxima salida.
—Ese tío es un capullo de campeonato. ¿Has oído lo que le
decía?
—Tiene la lengua con seguridad más larga que el cerebro, no
sé qué le ha visto la chica, que no está nada mal y parece
bastante más lista que él.
—Vamos a comunicar, pásame el móvil. ¿Hola? Aquí unidad móvil
blanca, damos paso a unidad negra, el hotel en que pararán
está a unos quince kilómetros, hemos grabado una conversación
que puede ser interesante.
—¿Comandante Esterman?
—Lo escucho, Cédric.
—La chica, tal como quedó con su amigo, se dirige al norte,
si no han cambiado los planes que hicieron por teléfono, y
pasarán juntos el fin de semana en el hotel El Corzo. Vamos
tras un sedán blanco que la sigue desde que abandonaron el
apartamento de ella.
—¿Crees que pueda ser un detective privado? Quizá lo haga
seguir la mujer por el asunto del divorcio.
—No, mi comandante, no parece ser un detective de éstos de
asuntos matrimoniales, se han turnado al menos dos veces. He
identificado también un coche negro.
—Podrían ser del servicio secreto italiano.
—No lo sé, mi comandante.
—¡Qué maravilloso es todo esto! La comida ha sido como en las
películas, en ese pequeño salón de madera, y ahora este paseo
por el bosque siguiendo el curso del arroyo.
Se sientan ambos en una roca a la orilla del cauce del
pequeño y serpenteante riachuelo, el agua corre veloz entre
los meandros que le configuran las piedras más grandes del
lecho, allí se forma una pequeña rompiente, más allá, una
diminuta cascada, y luego un remanso donde el agua gira en un
remolino para luego seguir su curso hasta perderse de vista.
Ella se descalza e introduce sus pies en las frescas aguas,
cierra los ojos y se estremece de placer.
—¿Estás a gusto, Alexandra?
—Demasiado.
—Qué quieres decir con demasiado.
—Que es como un sueño que dura siempre poco y sabes que
despertarás y nada de eso habrá pasado.
—Esto es real, está pasando.
—Sí, pero cuando queramos darnos cuenta ya será pasado.
—Entonces llegará mi ascenso y seremos ricos.
—Eso es una ilusión, ahora es cuando somos ricos, tenemos
cuanto necesitamos. He leído en algún sitio que es de necios
esforzarse y gastar la vida en la obtención de cosas que no
son necesarias.
—El dinero te abre todas las puertas, con dinero eres
alguien, sin él te manosea todo el mundo.
Mira, “cara”, no es igual cuando llegas, por ejemplo, al
hotel con un deportivo y le das las llaves al aparcacoches
que si lo haces con un seiscientos, y si traes un Ferrari, es
ya la repera, te darían ellos la propina por llevarlo hasta
el parking.
—Eso es una tontería, Carlo, el dinero hace falta en la justa
medida para no pasar necesidades, tener tu casa digna, un
trabajo en el que te realices, poder alimentarte bien y poder
satisfacer tus necesidades espirituales, acceso a la cultura
y la salud para ti y tus hijos, todo lo demás sobra, y más
aún si para ello tienes que sacrificar tu alma. Con respecto
al coche, te digo que yo voy igual de a gusto en mi
“Cincuecento”, que además gasta muy poco y ayuda a conservar
el medio.
—Eres una romántica poco práctica, el mundo real no es así.
—No sé cómo será el mundo, Carlo, pero como dice mi padre, la
felicidad está compuesta por retales de vida que vas dejando
en el camino, son momentos que debes capturar y saborear con
deleite, crestas de una cordillera en la que se alternan los
valles de la desesperanza y el hastío de vivir; a veces el
destino rompe la burbuja que habías construido a tu alrededor
para poder permanecer más en la cima y lo hace con una
enfermedad tuya o del ser que amas, una muerte, un desamor,
que equivale a la muerte momentánea del alma, o cualquier
otra circunstancia en la que te ves envuelta, y entonces
crees que ya el mundo se ha acabado.
También dice mi padre que hasta los malos momentos hay que
vivirlos intensamente, porque sin ellos no existirían los
buenos, sólo la llegada de la oscuridad pone de manifiesto la
maravilla de la luz; dice también que la belleza sólo destaca
en comparación con la fealdad que pueda rodearla.
—No conozco bien a tu padre, pero hasta donde sé es un
arquitecto de renombre y no parece que le haga feos al
dinero; además, proviene de una de las familias más
aristocráticas de Roma.
—Precisamente son esas familias las que te dan el mejor de
los ejemplos de lo vano y efímero del poder y del dinero si
los miras con la perspectiva que te da el tiempo.
Un caso ejemplificador de lo que te digo son los escritos que
está estudiando el padre Lorenzo y que pertenecen a uno de
los papas que más poder y dinero acumuló para él y su
familia, incluso parece que ha encontrado un documento en el
que se habla de una deuda muy importante que contrajo un
banquero de la época. ¿De qué les sirvió a ambos, acreedor y
deudor, tanto dinero?
Sólo para ser esclavos de él.
Tener mucho dinero sólo sirve para preocuparte por no
perderlo.
—Al contrario, Alexandra, lo bueno de tener mucho dinero es
no tener que preocuparte por conseguirlo.
—Se me han quedado los pies helados, vamos a andar un poco y
luego volvamos al hotel.
El hombre que estaba en la otra ribera, unos cincuenta metros
más abajo, sostenía una larga caña, que curiosamente apuntaba
corriente arriba en dirección a donde ellos estaban; parecía
no prestarles ninguna atención, enfrascado en la lectura de
un libro que tenía sobre las rodillas, pero cuando se
levantaron y desaparecieron bosque arriba dirigiéndose al
hotel, se levantó, plegó su silla de tijera y redujo el largo
de su caña introduciendo telescópicamente un segmento dentro
del otro, como una antena de radio de coche, y trepó luego
ágilmente la escarpada ladera de ese lado del río sobre la
cual, un centenar de metros más arriba, discurría la
carretera.
—Hola, señor Chigui, aquí Carlo Giacobone.
—Señor Giacobone, le he recomendado que no me llame si no es
imprescindible. ¿De dónde me llama usted?
—Le llamo desde la plaza de estacionamiento del hotel donde
estamos pasando el fin de semana; me pareció importante, me
dijo algo nuevo, que el cura español de la biblioteca ha
encontrado un documento que parece que trata de una deuda o
algo por el estilo entre el papa Alejandro VI y un banquero.
—Sí, puede ser importante pero ¿no le dijo qué decía el texto
del documento? ¿O algún otro dato que nos sirva para tratar
de identificarlo?
—No, pero trataré de sacarle más información, pues tengo que
terminar rápidamente con esto; me parece que mi mujer
sospecha de mi asunto con Alexandra, hoy cuando veníamos nos
pareció que nos seguía un coche.
—¿Cómo? ¿Dice que los han seguido?
—En realidad fue una falsa alarma, bajé la marcha para ver
qué hacía y nos adelantó siguiendo por el primer desvío que
apareció en la carretera.
—Bueno, bueno, señor Giacobone, sea más cuidadoso y que su
mujer no se entere de nada, trate de averiguar cuanto pueda
y, si tiene acceso a la casa de ella, saque fotos de todos
los papeles que encuentre, para eso le hemos dado la máquina,
no para sacar fotos de paisajes.
—Algo más, “comendatore”.
—¿Sí? Dígame.
—Cuando regresamos al hotel, el teléfono móvil de Alexandra
tenía un mensaje.
—¡Vaya al grano, hombre!
—El mensaje era del padre Lorenzo, le pedía que el lunes
acudiese sin falta a la biblioteca a primera hora de la
mañana, que él estaría allí trabajando desde las seis. Debe
de tratarse de algo importante.
El hombre que pescaba enfrente de ellos daba acomodo a sus
aparejos de pesca un par de coches más allá del de Carlo,
tenía la cabeza y el tórax en el interior de la parte trasera
del monovolumen, que parecía querer tragarlo con su gran boca
posterior abierta, la caña nuevamente desplegada descansaba
en el ángulo formado por la puerta elevada y el techo del
vehículo, uno de los extremos apuntaba en dirección a Carlo,
que, enfrascado en su conversación, no le prestó ninguna
atención.
Carlo Giacobone conducía de regreso a Roma con excesiva
prudencia, había tenido un par de sustos en curvas más
cerradas de lo que parecían. Conducir de noche no es lo
mismo, se dijo, pensó que tampoco era el momento más
apropiado para tener un accidente con un promisorio futuro
por delante. A su lado, Alexandra dormitaba apoyada la cabeza
sobre su hombro, la miró de reojo, le daba pena, la muchacha
se había enamorado, también él se había encandilado, era muy
atractiva y una fiera en la cama, pero sobre todo cariñosa y
de buenos sentimientos, pero él se debía por sobre todo a su
mujer y a sus hijos, no debía permitir que una aventura
destrozase su hogar, por muy encoñado que estuviese, porque
finalmente no era otra cosa que eso, un encoñamiento de los
cincuenta, pero le costaba dejarla, le hacía sentir joven
nuevamente y se excitaba con sólo pensar en ella, y
precisamente ahora que había decidido dejarla, su futuro
dependía de la información que ella pudiera brindarle.
Se estaba haciendo muy tarde, las retenciones de la caravana
de regreso a Roma luego del fin de semana eran interminables.
Alexandra parecía tener razón, ¿de qué le servía el deportivo
en medio de ese monumental atasco? Finalmente, llegaron al
centro con un par de horas de retraso, detuvo el coche en
doble fila delante del portal y se bajó para abrirle la
puerta y ayudarla a descender.
—¿Cómo lo has pasado?
—Muy bien, cariño, pero a ver si arreglas de una vez el
asunto con tu mujer, me siento muy mal y muy sucia obrando de
este modo.
—El trago peor lo paso yo, que tengo que volver ahora a casa.
Quédate tranquila, que pronto se acabará esta situación y
estaremos siempre juntos.
La atrajo junto a él y la besó profundamente en la boca y se
sintió enfermo; por un instante cruzó por su mente el dejarlo
todo, el contacto con el cuerpo de ella le decía cuánto la
deseaba, tuvo en ese fugaz momento conciencia de ser un
hombre pequeño y despreciable, sólo por una pequeña fracción
de tiempo, la que necesita el alma para montar sus defensas y
así justificar todas las acciones por perversas que sean; el
sentimiento de culpa destruye, hay que ser malo o bueno sin
fisuras, el espíritu no es capaz de afrontar la duda y el
remordimiento sin acusarlo y pasar factura.
Esperó a que cerrase el portal de acceso a la escalera y,
pese a que era ya tarde, no dejó la acera hasta que comprobó
que se encendía la luz del ático. Con una extraña sensación
de desasosiego que no conocía, subió al coche.
—¿Qué me está pasando? –se preguntó–. Yo no soy una mala
persona –se contestó a sí mismo.
Absorbido por sus pensamientos no se percató de que alguien
se había aproximado hasta la puerta derecha del coche y
golpeaba la ventanilla con los nudillos, dio un pequeño
respingo sobresaltado, luego respiró aliviado.
—¿Es usted?
—Desde luego que soy yo. ¿Le sorprende verme?
—Sí, sí, claro, no esperaba verlo así, tan de pronto, sé que
le debo una explicación.
—Tranquilo, para eso he venido, para que se explique.
Algo más relajado al reconocer al responsable de su
sobresalto, abrió la puerta invitándolo a pasar al interior
del coche.
—¡Cuidado! Parece que alguien se acerca por la acera de
enfrente.
Carlo giró automáticamente la cabeza hacia su ventanilla para
comprobarlo.
Lo único que Carlo vio fue un estallido multicolor acompañado
de un ruido seco y explosivo como el que hace una bolsa de
papel llena de aire cuando se revienta entre las manos; luego
se apagaron todas las luces, tuvo una sucesión vertiginosa de
pensamientos dispares y el anunciado fin del mundo se hizo
presente para Carlo, llenándolo todo con la nada.
Cuando Alexandra llegó al “scriptorium” encontró al padre
Lorenzo demacrado con unas oscuras ojeras rodeando sus
profundos ojos, que brillaban con místico fulgor en la
profundidad de unas órbitas acentuadas por su ascética
delgadez.
—¡Por fin llegas, hija! Te esperaba ansioso.
—Padre, son las ocho de la mañana.
—Te he dejado un mensaje para que vinieras con urgencia.
—Era domingo y no estaba en Roma.
—Bueno, bueno, no perdamos tiempo en palabrería huera, vamos
a lo esencial; parece que he descubierto lo que puede ser una
pista con sentido, pero antes aclárame algo que me ha dejado
cavilando.
El viernes, antes de irte, dijiste que lo que habíamos
descifrado te parecía haberlo visto en unas piezas de los
rollos del mar Muerto que estás traduciendo.
—Es cierto, padre, se trata del estilo y las palabras
utilizadas, así como el tema tratado.
Parece como si los tres escritos, la Apocalipsis de Esdras,
los manuscritos del mar Muerto y el entrelineado hubieran
sido escritos en la misma época y por personas pertenecientes
a una misma orientación.
—Aclárate; de acuerdo en que pueda haber una cierta
coincidencia del apócrifo de Esdras y los rollos de Qumran,
¡pero el entrelineado está escrito en latín y aparentemente
por Alejandro VI!
—Sé que suena extraño, padre, pero, por favor, busque los
apuntes donde habíamos hecho la traducción en arameo de los
versículos 23 a 27 y de los agregados en latín.
Revuelve el padre Lorenzo los cientos de hojas hasta dar con
las que le pide Alexandra.
—Aquí las tienes, hija.
Dispone una al lado de la otra las tres hojas.
—Vea, padre, aquí, en el versículo 23, la traducción del
arameo reza: “Pues Israel ha sido entregada en oprobio a las
naciones”.
Y el subrayado en latín: “Yo te digo que ninguno es más
odioso que tú a los ojos de mi hermano”.
Esto podría ser la traducción en latín de un texto judío
contemporáneo a Jesús, pero luego continúa: “Y el pueblo que
amas a los pecadores”.
Y el subrayado en latín: “Sirves a los fariseos sumándote a
la corte del sacerdote impío”.
Esta frase parece copiada casi literal del manual de
disciplina esenio. Luego prosigue: “La ley de nuestros padres
ha sido rechazada”.
Y por debajo: “Maquinas para corromper la Torah”.
En el versículo 25: “Pero qué hará por su santo nombre”.
Lo que el misterioso escribiente añade: ¿”Quién sino tú une
el yugo de los judíos al carro de los gentiles?”.
Y luego: “Que está invocado sobre nosotros”.
“Cristo, el ungido, mi hermano”.
Luego, en el 27, la Apocalipsis reza: “No puedes traer la
esperanza a los justos”.
Y lo escrito en latín: “Fieles al espíritu del maestro de
justicia”.
Y finalmente: “Pues este siglo está lleno de dolor y
debilidad”.
“Intentas” también “corromper a Pedro”.
—No puede estar más claro, todo ello se encuentra reflejado
en los rollos y hace alusión al enfrentamiento mantenido por
el maestro de justicia líder de los esenios con el sacerdote
fariseo del templo de Jerusalén, y, por otro lado, la
correspondencia de intención y temporalidad entre los
escritos del apócrifo de Esdras y el agregado en latín no
deja lugar a dudas de que ambos textos se corresponden en
tiempo y lugar y los autores coinciden en los conceptos.
—Sí, tienes razón, eso sólo puede significar que quien hizo
esas anotaciones en latín estaba copiando de un original de
la misma época que la Apocalipsis, posiblemente el siglo I, y
si damos fe a lo afirmado en el versículo 25, su autor no
puede ser otro que Jacob o Santiago, el hermano de Jesús,
autor del protoevangelio de Santiago, catalogado oficialmente
como apócrifo. Se trataría entonces de una carta dictada, o
al menos con la aprobación, del propio Jesucristo; ello
significaría que se identifica como el maestro de justicia,
ergo Jesús pertenecería a la secta de los esenios, y no murió
en la cruz.
—Eso es algo que sostienen algunos estudiosos de los rollos
del mar Muerto, que tanto Juan el Bautista como Jesús eran
esenios.
—Siempre que se trate de la transcripción de un original y no
de una simulación intencionada.
—Eso es lo que creo que estamos buscando, ¿no es así padre
Lorenzo?
El padre Lorenzo no contestó de inmediato, meditó unos
instantes que se le hicieron eternos a Alexandra para,
finalmente, mirando fijamente a los ojos de la muchacha,
decir:
—Así es, hija mía, creo que debes saber algunas cosas más
sobre este asunto. ¿Estás dispuesta a guardar el más absoluto
secreto sobre lo que voy a decirte?
—Desde luego, padre, puede contar con mi discreción.
—¿Lo juras?
—¡Padre, jurar es pecado!
—No digas tonterías, Alexandra, pecado son otras cosas que tú
has hecho. Dime ¿lo juras?
—Lo juro, padre.
—Existe una leyenda milenaria que nace desde los primeros
tiempos de la Iglesia y que habla de una carta que Jacob o
Santiago, el hermano de Jesús, escribe por dictado de éste a
Saulo y Cefas (Pablo y Pedro), y en ella se desvelaría la
verdadera palabra de Jesús. Esta carta no ha sido nunca leída
por nadie, o al menos nadie que la haya leído ha transmitido
su contenido. Entre las muchas cosas que se dicen de este
asunto, la que más fuerza ha cobrado es la versión de que
Alejandro VI la tuvo en su poder y conoció su mensaje, pero
decidió ocultarla sin comunicar a nadie su contenido, aunque
dejando pistas para que cuando llegara el momento oportuno,
pudiese ser hallada y hecha pública.
—¿Y cuándo sería ese momento?
—El papa Alejandro VI fue un papa muy poco piadoso, pero tras
la muerte de su hijo Juan –su favorito– a manos de unos
asaltantes, tuvo un súbito cambio de actitud y cayó en un
repentino misticismo, decidiendo que había que dar a conocer
el contenido de la carta, pero desconfiaba de todos,
particularmente de su “magister ceremoniarum”, Burckard –de
quien ya conoces bastante–, por lo que mantuvo oculta la
existencia de la carta con el convencimiento de que tras él
vendría un papa sobre el que Dios daría alguna señal para
indicar que sería el encargado de sacarla a la luz.
—¿Y cómo sabe usted todo eso?
—Alejandro tenía un primo llamado Francisco que era su más
íntimo colaborador y a él le encargó la fundación de una
orden secreta, que fue llamada Orden de los Custodios de la
Verdadera Palabra de Jesús y que habría de tener como misión
custodiar el secreto hasta que se manifestaran las señales de
quién habría de revelarlo.
—¿Y aún existe esa orden?
—Sí, cuenta con tan sólo ciento cincuenta miembros en todo el
mundo y yo soy el prior.
Alexandra miraba al padre Lorenzo con la boca entreabierta y
una expresión de asombro impresa en su rostro.
—De modo que si estamos tratando de hallar el original de la
carta, ¿significa eso que se han dado las señales de que el
momento ha llegado?
—Sí, el candidato parecía ser el papa Juan Pablo I, pero se
fue de este mundo en forma demasiado rápida y harto
sospechosa.
—Entonces, los rumores que hablaban de la monja misteriosa
que le llevó la tisana...
—Desgraciadamente pueden haber sido ciertos, pues debes saber
también que existe una logia, que cuenta con la complicidad
de varias otras al servicio de los poderes fácticos
económicos, que han controlado el Vaticano y que desean la
destrucción de esta carta que podría acabar con la fuente de
sus riquezas, pues socavaría los cimientos sobre los que se
asienta la Iglesia, y esta gente no tiene reparos a la hora
de conseguir sus objetivos y no les asustaría tener que
acabar con la vida de un papa.
—Padre, me está aterrorizando.
—No quiero que te asustes, pero es necesario que lo sepas
para que te cuides, aunque estás siendo custodiada por
algunos elementos de la guardia suiza.
—¿Quiere decir que me están vigilando?
—Es por tu propia seguridad, y ha sido el mismo papa quien lo
ha dispuesto.
—Entonces puedo estar tranquila.
—No del todo, algo se está moviendo en torno a la guardia
suiza y no sé si podemos fiarnos plenamente del comandante.
—¿Será, entonces, Juan Pablo II quien revele el misterio?
—No lo sé, y aquí comienzan nuestros verdaderos problemas. En
un principio pareció que así iba a ser, se presentaba como un
papa innovador que realizaría las reformas económicas que se
proponía el papa Luciani y seguiría las líneas maestras
trazadas por el Concilio Vaticano II, con una apertura de la
Iglesia al mundo, favoreciendo el diálogo con el resto de las
iglesias; que se enfrentaría a las tesis fundamentalistas de
monseñor Lefevbre; un papa que ponía fin a cuatro siglos y
medio de papas italianos. Juan Pablo I, poco antes de morir,
tuvo con él una entrevista y lo puso al tanto del asunto de
la carta oculta de Santiago y él dio comienzo a una serie de
averiguaciones, contactando incluso con el arzobispo de
Florencia, encargándole que iniciara una investigación con
carácter urgente para determinar el grado de la presencia
masónica en la jerarquía eclesiástica y, en particular,
dentro del Vaticano. El cardenal Giovanni Benelli realizó, en
efecto, lo que el papa le pidió, mas no llegó a revelarse en
razón de la inesperada y repentina muerte de Juan Pablo I. El
actual papa, que en principio pareció dar su apoyo a Luciani,
se retiró luego a sitio neutral al morir éste, pero tras el
atentado que sufrió a manos del turco Alí Agka, pareció
olvidar por completo el asunto.
—Pero padre Lorenzo, si fue precisamente su Santidad quien me
encargó personalmente la traducción de la Apocalipsis.
—Calla, calla y deja que concluya, te decía que después del
atentado pareció olvidarlo todo, hasta recientemente que no
sé por qué motivo, cobró nuevo interés en el asunto,
retomando la investigación.
—Entonces, ¿dónde está el problema?
—El problema está en que en estos últimos días parece estar
como secuestrado, es imposible acercarse a él en privado
desde que monseñor Ratzinger, de algún modo, le obligó a
suscribir como infalible el documento “Dominus Iesus”, en el
que, contradiciendo la postura de toda su vida, declara a la
Iglesia católica romana como la única verdadera, excluyendo
la posibilidad de salvación fuera de ésta.
—¿Tanta influencia tiene ese cardenal?
—Es algo más que influencia; el cardenal Ratzinger es la
cabeza de la Congregación para la doctrina de la Fe; ignoras
qué congregación es ésta ¿verdad?
—Sí, digo, no, no la conozco.
—Pues es, nada menos, que la continuación del Santo Oficio,
de la Inquisición.
—¿La Inquisición en el siglo XXI?
—Sí, hija, sí, la Inquisición y, para más datos, te diré
también que es una de esas sectas que te mencioné antes que
conocen la existencia de la carta y buscan su destrucción.
Luego de esta declaración es para ellos vital hacer
desaparecer la carta; acaban de echar un órdago.
—¿Qué es eso?
—Una expresión de un juego de naipes de mi tierra.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Trabajar 25 horas al día para hallar la clave. Yo trataré de
llegar hasta el papa y rezar para que Dios nos ilumine.
¿A que se está complicando un poco la cosa? ¡Eh, chaval!
Despierta, soy yo, el espejo oblongo y renacentista. ¿Quién
otro se dirige a ti con estas confianzas? ¿Que no me pase?
Vamos, anda, estás tú bueno, ya no me asustas, que estamos en
la página titantos y pico, no vas ahora a confinarme en
función decorativa de relleno en un anaquel de tu biblioteca.
¡Abre, abre, no me cierres, que era de coña! Sólo un farol,
tú ganas, como siempre.
Vamos a dejar el presente por un rato y a abrir la puerta de
la máquina del tiempo para regresar junto a mi tan dilecto y
admirado papa. Lo habíamos aparcado unas cuantas hojas atrás
en 1484, cuando, tras la muerte de Sixto IV, el bueno de
Rodrigo simoneó como sólo él sabía hacerlo para que Juan
Bautista Cibo cambiara de nombre y pasase a llamarse
Inocencio VIII; luego de ello, envió a Torrella y a
Gabrielino a Zaragoza en busca del judío Adonías para que
éste le tradujera la mítica carta.
Cuando los emisarios regresaron de vacío con la noticia de
que habría que buscar al rabí en África, contra todo
pronóstico, no montó en cólera –en realidad, en cuanto a
montar, era hombre de idea fija con relación a la
cabalgadura- y le dijo a su primo Francisco que quizá todavía
no había llegado el momento de averiguar qué contenía el
manuscrito y que éste podía esperar en la gaveta secreta, y
el judío en Masoura, hasta que él fuera papa.
Los ocho años que Dios le dio de propina a su vicario
Inocencio VIII los pasó Rodrigo regando a la bella Julia, que
desplegaba sus pétalos viendo crecer a sus propios vástagos y
tejiendo una cada vez más tupida malla de intereses que
involucraba a las más influyentes familias romanas.
Francisco, mientras tanto, se aproximaba a Burckard y lograba
su confianza a expensas de mostrarse ante él envidioso y
despechado con la conducta de su primo el “vicecancelarium”,
y así, Vannozza, amatronándose y enriqueciéndose con sus
casas de postas, Lucrecia, ganando en belleza y sabiduría
bajo la tutela de Adriana Mila, César, desarrollando un
carácter avasallador y guerrero, Juan, dulce y encantador, y
los otros... vaya usted a saber.
Pasan los años hasta llegar al mítico 1492, el año pródigo en
acontecimientos magnos que cambian la faz de la tierra.
Boabdil cede Granada a los reyes de Castilla y Aragón y llora
como una mujer lo que no supo defender como un hombre –
valiente cursilería atribuida a Aixa, la madre del último
nazarí, que además es falsa, me lo dijo un espejo al que se
lo reflejó el agua de la fuente del patio de los leones de la
Alhambra, y a ésta, las cantarinas y siempre chismosas
murmurantes aguas del Darro–; un genovés trapisondero, pirata
y braguetero engatusa a la reina Isabel y hete ahí que
descubre América; Torquemada, cansado de torrar conversos
consigue que los reyes expulsen a los judíos de la recién
formada España; el cardenal Rodrigo Borgia es elegido papa
y... suenen las fanfarrias, repiquen los timbales, contenga
la humanidad el aliento, la tierra se regala con el magno
acontecimiento del nacimiento del singular, sin par, excelso
espejo verboso, lenguaraz y comadrero: yo, menda –que no
mendaz, que siempre digo verdades.
Hubo otros muchos acontecimientos importantes en este
glorioso año, pero vamos a dejarlo en éstos para no hacer
excesivamente larga la lista y nos explayaremos en el más
importante, al menos para quien habla, la elección del futuro
Alejandro VI.
Al llamar Dios a su lado a Inocencio VIII, Rodrigo decide que
ha llegado su hora, ha superado los sesenta y el apetecible
fruto del frondoso y prolífico árbol de la Iglesia, cargado
de manzanas de oro, está ya maduro; es el momento de
recogerlo so riesgo de que se pase y se apoderen de él los
gusanos. El desarrollo de la larga partida de ajedrez, cuyo
primer movimiento comenzó hacía más de cuarenta años, cuando
su tío el papa Calixto III le impuso el capelo, había llegado
a su final, un final de alfiles que tendría que jugar sin
cometer el más mínimo error, era ahora o nunca, si se le
escapaba, la tiara iría a parar a la cabeza del cardenal
Carafa.
La empresa no fue fácil, también el contrario se había
preocupado en esta oportunidad de colocar los trebejos en
lugares estratégicos. Los cardenales Costa y Carafa se han
aliado en contra del enemigo común, y en el primer escrutinio
quien más votos reúne es Carafa, pero no llega a los dos
tercios necesarios. Han sido horas agotadoras, se forman tres
grupos que discuten su voto, se pasa a la segunda votación,
que da un empate técnico –así se dice ahora– entre Costa y
Carafa, el cansancio comienza a hacer mella entre los
cardenales, ese 6 de agosto de 1492 se prometía largo, las
riquezas y obligaciones que había tejido Rodrigo le habían
dado un gran poder, pero el hecho de ser español era un
escollo en el que naufragaban muchas intenciones, pues la
resistencia a nombrar a un papa extranjero era muy fuerte en
los cardenales italianos, que eran mayoría.
Se llega así a la tercera votación; en ella el joven cardenal
Juan de Medicis aglutina una fuerte oposición, proponiendo a
Ascanio Sforza como papa y dejando a Borgia con tan sólo ocho
votos, le faltan como mínimo otros siete para alcanzar los
quince necesarios. La situación parece desesperada, llevan ya
encerrados cuatro días sin salir del espacio de la capilla
Sixtina, estamos ya a 10 de agosto, y entonces sucede lo que
ha sido una constante en la vida de mi amo: se agranda en la
adversidad. Sin dudarlo un momento, en forma decidida, se
dirige a su rival, Ascanio Sforza, y, cogiéndolo de un brazo,
lo lleva a un aparte y lo convence de la imposibilidad de la
maniobra de Juan de Medicis para que sea papa; le confiesa
que está agotado y ha pactado con Carafa para entregarle su
voto y los de los otros siete que le son parciales a cambio
de conservar el cargo de vicecanciller, y el de
“gonfaloniero” para su hijo César; finalmente, le dice que
difícilmente un papa puede obtener tanto como él lo ha hecho
como vicecanciller. Claro que si a Ascanio Sforza le hacía
ilusión el cargo de vicecanciller, el magnífico palacio de
los Borgia en Roma, el castillo de Nepi y el episcopado de
Eriau con una renta de más de 10.000 ducados, él se los daría
si era elegido papa, traicionando su palabra con Carafa, pero
claro, le matiza, para eso harán falta algunos votos más
aparte del suyo.
¿Qué te parece, lector? ¿Tú qué habrías hecho? No importa, no
lo digas y quédate con la ilusión de que habrías sido
incorruptible, de todos modos nadie se iba a enterar. Lo
cierto es que cuando Sforza se convenció de que no tenía
ninguna opción de vencer, y que el camauro se lo pondría
Carafa y el jodido catalán seguiría con el control como
vicecanciller, dejó su oído blando a las sugerencias de
Rodrigo, tan blando, que le señaló el nombre de los
cardenales que lo habían votado para que probara con ellos.
Orsini pensó que era el momento en que sangre fresca española
accediera a la mitra a cambio de las ciudades de Monticelli y
Soriano; el cardenal Coloma aceptó de buen grado la abadía de
Subiaco con todas sus fortificaciones; Civita Castellana y el
obispado de Mallorca fueron a parar al cardenal Savelli;
Pamplona fue considerada un buen bocado por Pallavicini; a
Juan Michiel le tocó el obispado de Porto; Riario fue a las
manos de Sclafenati; para Sanseverino, Riario y Domenico
della Rovere hubo grandes abadías y buena pasta –y no
precisamente “tagliarini”, sino ducados contantes y sonantes–
. La tarea de convencer a los cardenales Ardicino della Porta
y Conti corrió por cuenta de Ascanio Sforza.
A buen seguro que no has sacado la cuenta. El final es de
infarto; con los votos comprometidos y el suyo propio –no
pensarás a estas alturas que no se iba a votar a sí mismo– se
suman 14 sufragios.
¡Faltaba un solo voto para superar los dos tercios! Los
cardenales Carafa, Costa, Piccolomini, Medicis y Giuliano
della Rovere antes se habrían abierto las venas que darle su
voto a Borgia; Lorenzo Cibo no habría llegado al suicidio,
pero como era sordo, no se enteró de la subasta; todo quedaba
en las manos de sólo un hombre cuyo voto podía decidir la
cuestión, era el viejo cardenal Gerardo, de 95 años y con una
imbecilidad senil que lo hacía impermeable a cualquier
oferta. Sus familiares se encargaron de conseguir el voto a
cambio de un sonajero, unas gachas o vaya uno a saber qué
otra cosa hicieron para convencer al pobre hombre, y así, con
el voto de un pobre viejo babeante que apenas andaba, más
sordo que una tapia y que no veía tres en un burro, en la
mañana del 11 de agosto de 1492 se abrió la ventana del
cónclave anunciando a Roma el nombre del nuevo papa, el
cardenal Rodrigo Borgia había muerto y el papa Alejandro VI
acababa de nacer.
Si vosotros creéis que el camauro y las llaves apostólicas
obran milagros, vais buenos; mi buen amo siguió bajo su manto
papal con la misma vida que cubría bajo la púrpura
cardenalicia. La mística paloma del Espíritu Santo sólo le
dejó las manos aún más libres, si cabe.

Roma, finales del siglo XV

—Gabrielino, coño, no vayas detrás de mí parodiando la misa


en el camino de regreso de la basílica; cuando te escucho
cantar el “Angelus” con esa voz de gangoso que pones, no me
aguanto la risa, y tú, Francisco, cuando veas que lo hace,
dale una patada en el culo y sácalo de mis espaldas; y ahora
dime, Francisco, ¿cómo van tus relaciones con el “magister
cerimoniarum”?
—Me lo estoy ganando a fuerza de ponerte a parir. Ahora que
eres papa me es más fácil, ya que su indignación es tal
cuando te pasas el protocolo por donde más te place, o cuando
dices la misa con la celeridad que te caracteriza...
“IX duravit ad mediam horam”, suele decir. El día que vio
cómo Lucrecia y Sancha subían contigo a la silla de mármol y
las otras jóvenes ocupaban riéndose los asientos de los
canónigos de San Pedro, se le pusieron tan hinchadas las
venas del cuello, que pensé que le reventarían; fue en ese
momento que me gané del todo su confianza cuando, simulando
una santa indignación, exclamé refiriéndome al espectáculo
que ofrecíais: “Cum magnum dedecore, ignominia et scandalo
nostro et populi”.
—Tampoco te pases, primo, ¿has podido averiguar qué es lo que
sabe del documento?
—Es muy cuidadoso al respecto, pero Dios ha querido venir en
nuestra ayuda; esta misma mañana traspasaba yo la puerta del
pasadizo que conduce de tus habitaciones a la basílica, y
cuando me disponía a desplazar el tapiz que la oculta escuché
un murmullo de conversaciones y me detuve a tiempo de ver por
un pequeño agujero que Burckard hablaba con dos seglares a
los que no había visto antes. Ya sabes que tengo un oído
excepcional y puedo distinguir con claridad palabras allí
donde el común apenas oye un murmullo; pude así escuchar casi
toda la conversación, si bien se me escapa casi por completo
su significado.
—A ver si eres capaz de repetir cuanto has oído.
—Cuando me puse en situación de máxima atención, el que
hablaba era uno de los seglares, que decía: “La verdadera
palabra de Jesús corre peligro si este corrupto entre
corruptos se hace con la carta”. A lo que añadió el otro
seglar: “Debemos hallar el pergamino y ponerlo a salvo”. A
continuación fue Burckard el que habló: “No sé exactamente
dónde se oculta, creo que está en el “scriptorium” privado
del papa en el sector secreto de la biblioteca. Hace algunos
años, cuando el papado de Pío II, estuve muy próximo a
descubrirlo, se encontraban el papa y el simoníaco, que
entonces era vicecanciller”.
—¿Puedes ahorrarme los calificativos?
—Es que sólo puedo recordarlo si recito todo de un tirón.
—Anda, anda, sigue.
—¿Dónde iba? ¡Ah, sí! El “magister” decía que os había
seguido a ti y al papa Pío II hasta el cuarto oculto de la
biblioteca, “hablaban de un pergamino antiguo y manipularon
algo sobre el facistol, pero no pude ver de qué se trataba,
ya que desde el sitio en el que espiaba la visión estaba muy
dificultada, y además la iluminación de las velas era muy
escasa; un movimiento que hice creó una corriente de aire que
movió la luz de las velas y los alertó, sospechando que
alguien los vigilaba, de modo que continuaron la conversación
que mantenían en voz alta diciendo algo sobre la conveniencia
o no de recatalogar la Apocalipsis de Esdras”.
—Entonces estaba acertado, siempre sospeché que había sido
ese bastardo el que nos espiaba, pero por lo visto no sabe
dónde se oculta, lo que ignoramos es si sabe su contenido.
Creo que es hora de que hagamos una visita al sitio en el que
descansan nuestros preciados documentos.
—Habrá que hacerse con un conocedor de la antigua lengua
hebrea.
—¿Cómo, Francisco? ¿Ya te has olvidado de que teníamos uno
seleccionado?
—¡Santidad, eso fue hace ocho años! Y recuerda que había
desaparecido de Zaragoza.
—Claro que lo recuerdo, recuerdo también que según los
informes que recogió Gabrielino, huyó a Masoura, una ciudad
perdida en Egipto.
—No estarás pensando en buscar en Egipto a un judío del que
apenas conocemos el nombre.
—No, Francisco, estoy pensando en un golpe de mano que nos
puede hacer aún más ricos, de paso que localizamos a nuestro
judío.
—No te sigo, Santidad.
—Voy a enviar para esta misión a César, que hará un pequeño
rodeo antes de tocar Masoura, llegándose hasta Constantinopla
para entrevistarse con el sultán Bayaceto II. Es ya tiempo de
que saquemos algún provecho de nuestro huésped, el príncipe
Djem, el hermano del sultán, que no hace otra cosa que
asistir a las procesiones con sus extravagantes vestidos
orientales, que han provocado a Juan a imitarlo en el vestir
luciendo sobre las vestimentas turcas la cruz y las insignias
pontificias.
—¿No estarás pensando en entregar a Djem al sultán?
—Nada de eso, Francisco, tan sólo quiero que el sultán nos
encuentre a nuestro hombre, el judío de Zaragoza, y de paso
ver cuánto vale para él su hermano, y ver si está dispuesto a
prestarnos su ayuda.
Lo siento de veras, no es que quiera darte el coñazo, pero si
no te cuento algunas cosas se te va a hacer una empanada
mental, pues la introducción así, sin más, de estos
personajes turcos para encontrar al rabí que traduzca el
arameo parece traída de los pelos y sin substancia para el
meollo de la cosa que tratamos, pero no es así.
El tal príncipe Djem era pretendiente al trono otomano, que
disputaba a su hermano Bayaceto, el hijo del gran Mehmet II,
el conquistador de Constantinopla.
El tal Bayaceto, con su poderoso cuerpo de jenízaros, fue la
bestia parda de la cristiandad del oriente europeo,
guerreando contra Hungría, Polonia y Venecia. Su hermano
Djem, hijo también de Mehmet II, ambicionaba a su vez el
trono, pero no tenía lo que había que tener para
disputárselo, y, convengamos en que fuera lo que fuera eso
que hay que tener, tenían que ser muy gordos para ponerse
frente a los jenízaros. Bayaceto, que no se cortaba un pelo
y, puesto a cortar, prefería cortar cabezas, comenzó a mirar
golosamente la de Djem.
Éste sospechó que tales miradas podían no ser buenas para su
salud y decidió poner pies en polvorosa huyendo a Rodas, de
donde fue acogido por los caballeros hospitalarios de San
Juan. Te suenan, ¿verdad? Sí, los eternos rivales de los
templarios antes de que éstos fueran perseguidos hasta su
total exterminio.
El gran maestre de esta orden de caballeros monjes, Pedro
D.Aubouson, que demostró ser además abusón, se llevó al
príncipe Djem a Francia, brindándole su protección por la
módica suma de cuarenta y cinco mil ducados anuales; si bien
el negocio era pingüe, finalmente, lo cedió al papa Inocencio
VIII a cambio del birrete cardenalicio, y así el príncipe
turco hace en marzo de 1489 una entrada triunfal en Roma,
instalándose con todo su séquito en el Vaticano. El papa
Inocencio, que de ello no tenía nada, se sirvió del turco
para organizar una nueva cruzada de las potencias cristianas
contra el Islam, y como aquí el que no corre vuela, encontró
en esto un filón y envió cartas a los distintos Estados
europeos, afirmando en éstas que el príncipe se había
comprometido con él, si conseguía el califato, a retirar las
fuerzas turcas cediendo, incluso, Constantinopla, que pasaría
a ser nuevamente cristiana bajo gobierno del Vaticano.
Incluso se negociaría un trato especial en Jerusalén para los
santos lugares, todo ello con tan sólo una discreta
aportación económica y el compromiso de disponer de sus
ejércitos, pero sólo para mostrar los dientes, ya que todo
quedaría resuelto con la asunción del califato por Djem.
Pero como suele pasar frecuentemente, se subestima al rival,
y Bayaceto, que no se chupaba el dedo, creyó llegado el
momento de deshacerse de tan peligroso y ambicioso hermano, y
para ello contactó con un tal Cristofano da Castrano, al que
llamaban Magrino, que era natural de la Marca de Ancona y no
se complicaba demasiado la vida, de modo que urdió una manera
sencilla e infalible para eliminar al príncipe; averiguó que
éste sólo bebía agua de la fuente de Belvedere, ya que estaba
convencido de las propiedades curativas de esta agua para
limpiar los riñones, y decidió envenenar la fuente al
completo, pero como no hay en la vida nada más falible que
los planes infalibles, el suyo fue descubierto y en mayo de
1490 don Cristofano da Castrano se columpiaba del extremo de
una cuerda que el papa Inocencio hizo que anudaran alrededor
de su cuello.
Todos estos pequeños percances enfriaron un tanto los
entusiasmos del papa por la cruzada, y Bayaceto, para
terminar de enternecerlo, le envió como regalo una reliquia
de gran valor, nada menos que la punta de la lanza con la que
Longinos hirió el costado de Jesús, y mientras el papa se lo
pensaba, llegó la parca, lo cogió de la mano y le dijo:
“Anda, Inocencio, majo, vámonos, que le toca el turno de la
tiara a Rodriguito”.
Y ahora que te he puesto en situación de las circunstancias
que llevaron a Djem a ser huésped de Alejandro VI como
herencia dejada por su antecesor, devuelvo tu atención a los
personajes principales y te libero de la impertinente
cháchara de espejo lengüilargo e irreflexivo, cuando lo suyo
es precisamente lo contrario, vale decir, ser reflexivo, por
eso de reflejar que no de cogitar; no obstante, “sum ergo
cogito”, ¿o era al contrario, “cogito ergo sum”?
—Mira, Francisco, el asunto del manuscrito de Santiago me
preocupa, pero tenemos algunos otros problemas que resolver
más acuciantes e inmediatos. Carlos VIII amenaza con
incursionar en Italia, necesitamos recurrir al auxilio del
sultán, y en conseguirlo consiste precisamente la misión que
le encomendaré a César, que ha de pasar primero por Génova,
donde entregará al nuncio Giorgio Bocciardo una carta que
éste llevará al sultán.
—De modo que en Génova se sumará a la comitiva el nuncio
genovés.
—Así es, Francisco, esta misión necesita de alguien muy
diplomático y no es ese rasgo algo que caracterice a mi hijo
César.
—¿No crees que sería útil que enviaras a Gabrielino como un
observador neutral entre ambos? El pequeño hombrecillo es
fiel hasta dar la vida por tu Santidad.
—Es un viaje peligroso y temo por él, pero creo que seguiré
tu consejo y le pediré que los acompañe hasta las tierras del
infiel.
Toma las medidas necesarias para que partan cuanto antes.
La mar estaba alborotada, la falúa aparejada al estilo turco
que Bayaceto había puesto a disposición de Gabrielino, al que
el sultán consideró, pese a su escasa estatura, el más hábil
y fiable de los embajadores del papa cristiano, se movía como
una pequeña hojarasca entre la espuma que la rompiente de las
furiosas olas hacía brotar de las negras aguas del Mare
Nostrum.
Gabrielino ya no tenía en su interior nada que ofrendar a los
dioses de las profundidades marinas como no fueran sus
propios intestinos; hacía veinte días que habían zarpado de
Constantinopla y el tiempo hasta el momento había sido
bonancible. Comenzó a tener los síntomas del mareo ni bien
puso los pies en cubierta, si bien éste había sido soportable
mientras navegaron por el mar de Mármara.
Atravesaron después el estrecho de los Dardanelos para entrar
en el Mar Egeo, hallando puertos seguros y abastecimientos en
la multitud de islas controladas por el sultán. Le brindaban
protección un grupo de diez jenízaros al mando de un capitán
de este cuerpo, personalmente elegido para esta misión por el
mismo Bayaceto. Omar era el nombre del capitán de los
jenízaros, que sobresalía más de una cabeza por encima del
resto de guerreros y marineros que tripulaban la embarcación.
La nívea blancura de su piel se hacía tostada en su cara por
la continua acción del sol, refulgían en ella los ojos de un
azul celeste como el mismo cielo en los claros días
estivales, llevaba la cabeza afeitada a excepción de un
dorado mechón que crecía como la cola de un caballo en el
occipucio, signo distintivo de este temible cuerpo, formado
por eslavos hechos prisioneros en su niñez, entrenados en una
férrea disciplina militar y religiosa en la que el espíritu
de cuerpo y la fidelidad al sultán, del que se consideraban
hijos, eran los valores máximos que guiaban sus vidas.
Omar, por señas, pues no hablaba ninguna de las lenguas que
dominaba Gabrielino, le indicó que debía atarse a unas
argollas de metal que sobresalían en la cubierta vecinas a la
regala, pues esa mar que a Gabrielino se le antojaba
embravecida no era sino el despertar de una galerna que se
abatiría sobre ellos rápidamente. Estaban en alta mar, lejos
de cualquier refugio, pues el capitán había decidido evitar
la costa de Líbano y Palestina para no encontrarse con los
piratas berberiscos, que no respetaban ni la bandera del
sultán, de modo que decidió hacer rumbo sur desde Chipre
hacia Damieta; allí lo desembarcaría para seguir por tierra
su camino hasta Masoura.
Os estaréis preguntando posiblemente cómo es que no he
mencionado a César, el hijo guerrero del papa, cuando unas
páginas más arriba se lo cita entre el grupo de delegados
papales que viajaría a Constantinopla con el mensaje a
Bayaceto, para luego seguir hasta Masoura; lo que acontece es
que finalmente César no formó parte del grupo, ya que debió
ser cedido por su padre en rehenes al francés, asegurando así
que se cumplirían los pactos, y permaneció en el castillo de
Gaeta junto con Djem, el hermano de Bayaceto. Carlos VIII
marchó sobre Nápoles, pero luego de algunos días de marcha,
César, que como el legendario Ulises era rico en ardides,
entró en los establos por un extremo como príncipe de la
Iglesia y salió por el otro como palafrenero, y de esta guisa
consiguió huir desde Velletri hasta Roma, de modo que
Gabrielino viajó solo hasta Génova, siguiendo luego a
Constantinopla en compañía del nuncio Giorgio Bocciardo,
portador de una extensa carta del papa en la que éste
alertaba a Bayaceto de la gravedad de la situación en la que
ambos se encontraban, ya que el peligro no sólo se cernía
sobre Nápoles, feudo de la Iglesia, pues una vez que Carlos
VIII hubiese conquistado el reino, el francés haría rumbo a
Constantinopla al frente de una poderosa armada y llevaría
con él a Djem, a quien sentaría en el trono musulmán.
Magnificaba en la carta el peligro real para el turco,
citando inexistentes alianzas que hacían más poderoso al
ejército franco. Pedía por tanto ayuda al sultán con tropas
por tierra y mar para socorrer al rey de Nápoles y a él
mismo, y le encarecía asimismo de la acuciante necesidad de
adelantarle cuarenta mil ducados para hacer frente a los
gastos militares más urgentes.
El contenido de la carta fue convenientemente aderezado por
nuestro enano trapisondero, que produjo una fuerte impresión
en el mameluco, sorprendido de que en sólo medio hombre
cupiese más entendimiento que en uno entero, y de los
grandes, de los que rodeaban al sultán. No dejó de
impresionarle asimismo el gran bigote del pequeño cristiano,
que podía sin desmedro compararse con el de los mejores
bigotudos otomanos.
Alarmado Bayaceto por el contenido de la carta y los añadidos
verbales de Gabrielino, pidió al nuncio genovés que regresara
urgentemente a Roma y lo hiciera acompañado del embajador
turco, Casim Beim, portador de los cuarenta mil ducados de
oro solicitados por Alejandro VI, y se comprometió a llevar a
Gabrielino, debidamente protegido, hasta Masoura para dar
cumplimiento a su misión de encontrar al rabí de Zaragoza.
Gabrielino ignoraba que mientras vomitaba inerme en las manos
de Neptuno, quizá había salvado la vida, ya que cuando
Bocciardo y el embajador turco desembarcaron en Ancona para
proseguir por tierra hasta Roma, fueron asaltados, cuando no
habían andado diez millas, por un grupo de hombres
fuertemente armados que se hallaban emboscados a ambos lados
del camino. Estos bandidos no eran tales sino enviados por
las familias enemigas del Borgia, acaudilladas por Giovani
della Rovere, hermano del cardenal Giuliano della Rovere, el
más acérrimo enemigo del “catalán” y que sería después el
papa Julio II, antepasado de nuestra Alexandra.
El embajador turco, Casim Beim, liberado del peso del oro,
pudo correr más rápido, salvando así su pellejo, en tanto que
el nuncio genovés, Bocciardo, que confió demasiado en la
protección de su investidura, fue aprehendido y llevado a
Sinigaglia, de la que era prefecto el susodicho hermano del
cardenal Della Rovere.
Dos meses después, Djem moría, aparentemente, de causas
naturales; obviamente, es absolutamente natural que alguien
muera luego de ingerir una buena dosis de arsénico
convenientemente disfrazada por el vino, por otro lado
absolutamente prohibido por el profeta a sus fieles durante
su estancia terrenal. El cadáver de este rocambolesco
príncipe fue trasladado a Constantinopla, donde su hermano le
rindió homenajes de acuerdo con su rango, no pudiendo
Bayaceto evitar que sus mejillas se humedecieran con
abundantes lágrimas, que también de alegría se llora. El
sultán retribuyó con esplendidez oriental a quienes habían
formado parte de su séquito, llegándole, como es natural, una
generosa porción a mi hacedor, también de ello deja
constancia en su diario –nuestra inagotable fuente de
información– el “magister” Burckard.
He dejado unas líneas más arriba a Gabrielino aterrado ante
la revelación que le había hecho Omar de que lo que él creía
que era una infernal tormenta no era sino el aperitivo que
precede al banquete, que la verdadera tormenta aún no había
hecho acto de presencia. No había terminado de amarrarse
cuando la fuerza del mar se mostró en todo su magnífico
poderío, ¡qué voy a deciros sobre una tormenta que no haya
sido dicho antes! Que Gabrielino tuvo noción, de repente –
pero sin tiempo para percatarse de ello–, de la redondez de
la Tierra, pues el cielo estaba abajo y el mar arriba; supo
también de la ingravidez sujeto a la cubierta de la falúa,
que remontaba vuelo con blancas y burbujeantes alas de espuma
para luego descender en vertiginoso picado de cormorán
pescador introduciéndose en la negrura del húmedo abismo, que
no quiere aún devorarla y la escupe con violencia nuevamente
a las alturas, tan oscuras como las profundidades; de
repente, el agua desaparece por debajo de la quilla y la
barca quiere ser pájaro, pretende que sus velas son alas e
intenta volar, mas no, no puede y cae vertical y el mar va a
su encuentro y resuena como un estallido la bofetada
acuática, y la barca estalla en mil pedazos y la negrura se
hace también en Gabrielino, que se sumerge en la nada de la
inconsciencia.
El fuego solar va deshaciendo la bruma que ocupa el cerebro
del bufón enano, bigotudo y embajador de excepción de su
Santidad. El calor comienza en la espalda y va licuando un
frío que escapa a las manos y pies sumergidos en el agua, aún
está atado al trozo de cubierta que sujeta la argolla, abre
los ojos y ve frente a él cómo dos pequeñas gemas separan su
azul claro de aquel otro más oscuro de las aguas; son los
ojos de Omar, que lo vigilan desde la proximidad de otro
resto de la falúa desguazada, y que mantenía el control sobre
la que sostenía a Gabrielino mediante una cuerda que, luego
de dos vueltas en la muñeca del jenízaro, anidaba su extremo
en el cerrado puño. Bayaceto le había dicho que protegiera la
vida del delegado papal con la suya propia, y así lo hacía al
pie de la letra aquel hijo del sultán que nunca había
conocido a aquel otro padre, rubio como los trigales, de la
desconocida patria serbia.
Dos días flotaron sin hablar una palabra por no gastar las
pocas energías que restaban... y por no tener nada que
decirse; un grupo de gaviotas que se acercaban desde el
horizonte, volando en círculos, les dio la primicia
anticipada de que una embarcación se aproximaba; estamos
salvados, se dijo Gabrielino, pues tanto si se trata de una
nave cristiana como musulmana, llevamos credenciales
suficientes.
Ni cara ni ceca, la moneda cayó de canto, se equivocó
Gabrielino, se equivocaba, se trataba de una nave del temido
pirata Aruch, conocido como Barbarroja, cristiano, natural de
la isla de Lesbos, quien observando que el cristianismo sólo
ofrecía sufrimiento en esta vida para alcanzar un premio
místico e intangible en un paraíso al que sospechosamente
todos retardaban en lo posible su acceso, decidió cambiar de
bando y afiliarse al Islam, que no escatimaba los placeres
terrenales y los prometía aún mayores al cambiar de estado –
físico, que no geográfico–. Este tránsfuga se contrató de
cómitre, algo así como director de orquesta de los galeotes,
a los que marca el ritmo a golpe de tambor en una galera
turca, que, por esos vaivenes de la guerra, fue capturada por
una galera rodiota; no, hombre, que no es un insulto, se
trata de una galera de los Caballeros de Rodas. Fue degradado
de director de orquesta a músico de bulto, es decir, galeote,
y es aquí donde el azafranado color de su tupida barba le
valió el apodo de Barbarroja; la superficie del mar, por
quieta y calma que se halle, tiene siempre suaves movimientos
que la quiebran en millares de minúsculas superficies que
devuelven a la rosa de los vientos los rayos reflejados del
sol y, con ellos, las imágenes que su luz transporta, de modo
que esto que te digo me viene de testigos presenciales que
han ido pasando el testigo. Dicen pues estos reflejos, de
cuya veracidad no tengo motivos para dudar, que el corpulento
lesbiano –provenía de la isla de Lesbos– consiguió escamotear
a la vigilancia de sus captores un pequeño cuchillo con el
que se liberó de la cadena que lo aherrojaba al remo y,
amparado por las sombras de la noche –esta parte de la
historia es reflejo de rayo de luna–, se lanzó al agua y,
nadando durante toda la noche, alcanzó la costa llegándose a
Estambul, donde tras muchas vicisitudes, que no es el caso
que te cuente ahora, se enroló como timonel en una galera y,
una vez en alta mar, hizo gala de sus dotes de amotinador
nato y, soliviantando a los galeotes, se hizo con un hacha y,
sin muchas explicaciones, le cortó la cabeza al capitán y dio
comienzo a su productiva carrera de pirata, dirigiéndose a
Berbería, donde reclutó al por mayor a los moriscos
andaluces, que, despojados y extrañados por Fernando,
engrosaban las listas del paro y habíanse quedado con la
sangre en el ojo. De modo que ya tenemos en funciones a los
temidos piratas berberiscos, en cuyas manos ha venido a dar
el bueno de Gabrielino.
Por fortuna para el bufón, pues nadie habría dado un maravedí
por un enano, Omar no necesitó dar muchas explicaciones, ya
que a un jenízaro se lo conocía a la distancia, y, una vez
establecida la identidad de los náufragos, Barbarroja decidió
que podía sacar rescate por partida doble, ya que ofrecería
el lote al papa cristiano y a Bayaceto, de modo que fueron
ambos conducidos hasta la isla de Djerba, en la que tenía el
de la bermeja barba sus cuarteles.
En aquella época las comunicaciones no eran tan rápidas como
lo son ahora, y todo se tomaba con mucha calma, de modo que
nuestro pequeño gran personaje y su rubio guardián debieron
permanecer con los piratas durante largo tiempo, pero, en
atención al sultán, fueron tratados más como huéspedes que
como prisioneros, gozando de una relativa libertad de
movimiento, y al cabo de un año Barbarroja accedió, subyugado
o harto de la irresistible charla del pequeño bigotudo, y
permitió que, siempre acompañado del inseparable Omar y
convenientemente escoltados de berberiscos andalusíes con los
que Gabrielino se entendía muy bien, se prepararan para
realizar el largo viaje que los llevaría de Túnez a Egipto en
búsqueda del rabí zaragozano. Barbarroja, al enterarse de la
misión del delegado papal, pensó, con ese espíritu comercial
con el que Alá (sólo Alá es grande) ha dotado a sus fieles,
que si conseguían hallar al judío, el papa debería pagar un
rescate también por éste, y que a juzgar por el interés y los
esfuerzos puestos en el empeño, no había de ser cosa baladí.
Una mañana de primavera en que Poseidón y su corte de
tritones parecían estar de buen humor y todos los augurios
eran favorables presagiando tiempo bonancible, se hicieron a
la mar en una pequeña barca con aparejo latino y tripulación
berberisca; navegaron siguiendo la costa africana hasta
llegar a Alejandría, la que fuera la perla del Mediterráneo;
allí, los berberiscos contactaron con un jeque de nombre
Mohamed que, si bien se declaraba fiel al sultán Bayaceto,
era incondicional de Barbarroja, y al recibir de boca del
capitán de la nave las recomendaciones del pirata, sumó a los
diez berberiscos que cuidaban de la seguridad y permanencia
de Gabrielino y su jenízaro seis bereberes de su tribu,
dotándolos de diez camellos y abundantes provisiones,
formaron así una caravana lo suficientemente grande y segura
para llegar a Masoura sin temor a ser asaltados por las
numerosas bandas que hacían su agosto (también el resto de
los meses del año) con los incautos mercaderes que se
aventuraban sin protección suficiente.
De lo que aconteció en este viaje a través del desierto no me
atrevo a darte detalles, ya que el conocimiento que de él
tengo no me ha llegado por medio de reflejos sino de
espejismos, que es lo que se lleva en el desierto, y ya sabes
que estos parientes no son muy de fiar, pero como quiera que
el viaje haya sido, lo cierto es que llegó a su término
felizmente, sin incidentes de mayor importancia.
Masoura no era lo que se dice una gran ciudad, de modo que
allegarse hasta el barrio judío fue tan sólo cosa de
preguntar al primero que se cruzó por delante; una vez allí,
tampoco fue necesario recurrir a la sagacidad de que tú,
querido lector, has hecho gala, al deducir en las primeras
páginas la vítrea personalidad de quien te habla, para dar
con la sinagoga y allí preguntar por el rabí Adonías ben
Jehuda. Dar con él no fue tampoco difícil, ya que era el
Cohen ha Gadol de la comunidad judía de Masoura; también fue
tarea sencilla que éste los recibiera, haciendo gala de la
hospitalidad oriental; ahora bien, la reacción del judío
cuando escuchó la propuesta de Gabrielino merece ser contada
por boca de sus actores. Paso el testigo al diálogo habido
entre Gabrielino y Adonías.
—Y así, sabio descendiente del rey Salomón, te ruego escuches
con benevolencia el pedido del papa de los cristianos y
vengas con nosotros a Roma para descifrar el documento del
que te he hablado.
—Abusas de mi hospitalidad, cristiano. ¿Cómo pretendes que un
sacerdote del pueblo al que los tuyos han perseguido,
expoliado y expulsado como perros de Sefarad, de nuestra
patria, colabore de alguna forma con quienes han sido sus
verdugos?
—Serás retribuido generosamente, tú pon el precio que mi amo
no lo discutirá.
—Con seguridad que no habría de hacerlo, no han de faltarle
dineros con los que el demonio de Isabel le habrá pagado de
aquellos que robó a mi pueblo por medio de aquel satánico
decreto de expulsión. En él nos extrañaba de Sefarad,
quedándose con nuestro oro, pero yo te digo que no dispone tu
dueño de caudales suficientes para comprar a Adonías.
—Eres muy duro con mi amo, sin duda porque desconoces que él
siempre ha intercedido por los vuestros ante los reyes de
España.
—¿No era acaso Tomás de Torquemada gran inquisidor para
España por designación papal?
—Quien designó a Torquemada fue Sixto IV. Mi amo, por el
contrario, llamó a capítulo a Fernando, pidiéndole que
frenara los abusos de Torquemada para con los de vuestra
raza, y ha dado refugio y protección a los que huyendo de él
se han dirigido a Roma.
—No parece tener entonces el papa de los cristianos poder
sobre los reyes de su religión.
—Adonías, tú bien conoces a Fernando; no en balde es, según
Nicolo Maquiavelo, el arquetipo del príncipe.
—Allá vosotros con vuestras querellas, pero desecha toda
posibilidad de que yo pueda inmiscuirme en ellas. Ni el oro,
ni ruegos ni amenazas –que tu amo no está en condiciones de
ejercer– harán que cambie de idea.
—Veo que tu decisión es firme; sólo me resta decirte antes de
partir de regreso que el documento que se pretende que
descifres ha sido escrito por un judío, su clave está
escondida en un libro judío y su contenido posiblemente dé la
razón a los de tu religión, privando de argumentos a quienes
os maldicen.
—Si así fuese, ¿por qué habría de querer el papa que éste se
hiciera público?
—En realidad, no puedo asegurarte que así sea, pero ¿no crees
que vale la pena intentarlo?

Roma, septiembre, año 2000

Preside la reunión el gran maestre de la orden de los


Paulianos, asisten diez cardenales, representantes de
distintas corrientes masónicas. Todos convenientemente
caperuzados. Invitado de excepción, el cabo de la guardia
suiza Cédric Tornay.
—Señor Tornay, ¿han conseguido usted y sus dos amigos la
información que les fue encomendada?
–pregunta el gran maestre con la voz escandida que le
proporciona el dispositivo electrónico.
—Sin ninguna duda, señor. El comandante Esterman es hombre
del Opus y está realizando una planificación para hacer de la
guardia suiza un cuerpo de élite, una especie de cuerpo
especial que concentrará, además de la competencia habitual
que le es propia de la seguridad del papa, las de
inteligencia y de seguridad ciudadana, actualmente
competencia del Corpo della Vigilancia.
—¿Ha logrado hacerse con alguna documentación que pueda
confirmar sus averiguaciones?
—Hay una lista que contiene más de 125 nombres de obispos,
cardenales y seglares pertenecientes a distintas logias
masónicas.
—¿Tiene en su poder esa lista?
Se revuelve inquieto el cabo, se pasa una mano por sus
dorados cabellos, duda, parece buscar las palabras.
—¡Por Dios! Hable de una vez, –tercia un cardenal con
impostada voz que no requiere deformación electrónica.
—Verán ustedes, excelencias, la lista la guarda celosamente
el comandante en una caja de seguridad en su propio
apartamento; para poder cumplir con eficiencia con la misión
que me ha sido encomendada, he necesitado de la colaboración
de la esposa del comandante –se pavonea Cédric, ensayando una
semisonrisa de galán de los años 60–. Gladys me ha permitido
ver la lista, pero no pude copiarla, si bien memoricé al
menos una docena y media de nombres.
—Díganos, Cédric...
La voz del gran maestre de los Paulianos trata de ser
familiar y envolvente, algo bastante ridículo saliendo a
través de un modulador que la hace tan musical y envolvente
como la del tenebroso Darth Wader de “La Guerra de las
Galaxias”.
—¿Qué nos puede aportar sobre las investigaciones que le
encargó el comandante Esterman con relación a los estudios de
la protegida de su Santidad, cuya seguridad también les ha
sido encomendada y espero que no descuiden?
—Este asunto está muy complicado. El comandante Esterman
sospecha que se mezclan en él dos caminos que corresponden a
distintos intereses y que, de algún modo, se unen creando
confusión.
—Aclárate, hijo mío –interviene nuevamente el encapuchado que
lo hizo anteriormente, con un punto de impaciencia en la voz.
—Yo, personalmente, seguí una de estas pistas que nos llevaba
hasta la biblioteca Ambrosiana de Milán, y más precisamente
hasta un distinguido miembro de la familia de Agostino
Chigui; se trata de la señora Simonetta Chigui, que se mostró
interesada en un documento de finales del siglo XV que hacía
referencia a una presunta deuda contraída por alguien de su
familia.
—¿Y qué opina de esto el comandante? –quiere saber la voz
metálica.
—Él opina que los Chigui andan tras la pista de un documento
comercial que no tiene nada que ver con el que busca su
Santidad, y que por alguna razón aún desconocida tienen algo
en común.
—¿Hay alguna novedad en la vigilancia de Alexandra Rovere?
—La chica está siendo sometida a vigilancia por agentes de al
menos dos organizaciones a más de la nuestra misma.
—¿Sabes quiénes son vuestros competidores?
—En realidad lo ignoramos, pues son muy profesionales, pero
el comandante Esterman sospecha que una de las escuchas
podría ser cosa del Corpo della Vigilancia; en fin, si me lo
permiten vuestras excelencias, en ese caso nadie mejor que
vosotros para saberlo, ya que es notoria la rivalidad entre
el Corpo y la guardia suiza, y en tanto que la guardia parece
estar bajo control del Opus, parece lógico que a la
gendarmería la controle la masonería.
—Sea más explícito, cabo Tornay... –aquí el de la voz de
ultratumba parece querer marcar distancias nuevamente.
—Cuéntenos si sabe de algún avance en los trabajos que están
llevando a cabo la joven Della Rovere y el padre Lorenzo en
la biblioteca Vaticana.
—La chica tiene un amante que trabaja para la familia Chigui
y ella lo ignora; le ha dicho algo como que están trabajando
en descifrar una presunta carta del hermano de Jesús dirigida
a san Pablo.
—¿Sabes si se ha obtenido evidencia de la existencia real de
ese documento?
—No lo creo, ya que el comandante Esterman goza de la total
confianza de su Santidad y, por consiguiente, de la joven
Della Rovere, y si bien no estoy del todo seguro de que el
comandante se fíe totalmente de mí, tampoco Gladys, perdón,
su esposa, ha hecho ninguna referencia a que esa carta haya
sido hallada.
—Supongo, señor Tornay, que mantendrá usted todo lo que aquí
se habla y sabe dentro de la más absoluta confidencialidad.
—Ni siquiera la señora Muguette Baudat, mi madre, está al
tanto del contenido de un portafolio negro que se guarda en
una caja de seguridad, y sólo en caso de que yo sufriera un
desgraciado accidente, saldría éste de ese lugar. Por lo
demás, espero que todo este asunto termine pronto y pueda
dejar la guardia para hacerme cargo del puesto en el banco
que se me ha prometido en Zurich.
Las puertas del salón de conferencias del hotel se han
cerrado tras las espaldas de Cédric Tornay; por unos segundos
que se alargan interminablemente, un espeso silencio ocupa la
atmósfera de la sala; una voz de falsete lo desplaza
abriéndose camino hasta los oídos vacíos de los asistentes.
—Un chico listo el cabo.
—Sí, un chico muy listo, habrá que seguirlo muy de cerca.
—Parece que el Opus quiere controlarlo todo.
—Esterman es hombre de Navarro Valls.
—Navarro Valls es hombre del Opus.
—Al Opus tampoco le interesa que la carta salga a la luz.
—El papa está metiendo demasiado las narices en la carta.
—Desde los disparos de Alí Agka se había quedado tranquilo.
—Sí, pero ahora...
—Ahora Ratzinger le ha hecho firmar el dogma “Dominus Iesus”.
—Ratzinger es también del Opus...
—En realidad nos están haciendo el trabajo.
Ahora hablan todos a una sin escucharse los unos a los otros,
quizá porque las capuchas tienen agujeros para los ojos y la
boca pero no para las orejas; la voz metálica se impone sobre
el parloteo general.
—¡No! La carta debe llegar a nuestras manos, la guardia suiza
debe disolverse o quedar reducida a una docena de hombres,
como simple decoración para celebraciones, y nosotros debemos
hacernos con el poder en el Vaticano y procurar que el
próximo papa no sea hijo de vidriero ni de minero polaco.
Se retiran uno a uno con intervalos de un minuto,
desapareciendo por una puerta lateral, el tiempo necesario
para despojarse de la capucha y confundirse luego con la
gente del gran hotel de lujo.
—¿Cómo van las cosas, hija?
—No sé, papá, Carlo hace dos días que no llama.
—Probablemente esté enfermo.
—Sí, eso me han dicho en el trabajo, que ha llamado diciendo
que no podrá ir a trabajar durante toda la semana.
—¿Has visto?
—No sé, no sé, es raro, tengo ganas de llamarlo a su casa,
pero no me animo.
—Ni se te ocurra; ya me encargaré yo de hacer alguna
averiguación, verás que no es nada. ¿Cómo van tus trabajos de
detective del pasado?
—Se está poniendo muy interesante, de noche no me puedo
dormir de los nervios y las ganas de que llegue la mañana
para ir a la biblioteca.
—Estos asuntos son más para tu madre que para mí, pero estás
despertando mi curiosidad.
—Es realmente apasionante, papá, hay una coincidencia
absoluta entre algunos versículos de la Apocalipsis de
Esdras, algunos escritos del manual de disciplina de los
esenios y unas anotaciones hechas con tinta invisible en
latín, presumiblemente, por el papa Alejandro VI.
—¡La bestia parda de nuestro antepasado, Giulliano della
Rovere, el papa Julio II!
—¡No es para hacer bromas, papá! El padre Lorenzo tiene una
teoría; cree que el papa Borgia tuvo en su poder esta carta
y, pese a la fama de corrupto que lo ha acompañado hasta el
presente, no tuvo el valor de destruirla y, quizá en un
acceso de misticismo provocado por la muerte de su hijo Juan,
la escondió en algún lugar seguro y copió parte o toda la
carta con tinta invisible entrelineada entre los versículos
de la Apocalipsis de Esdras, dando a la vez pistas sobre el
emplazamiento de su escondite.
—Hija, me estás poniendo los pelos de la nuca erizados, no sé
si lo que me cuentas es una novela de Agatha Christie o se
trata del descubrimiento más importante desde que Pedro fue
la piedra fundacional de la Iglesia de Cristo.
—Cefas.
—¿Qué?
—Que en realidad Jesús le dijo a Simón que sería Cefas, que
en arameo, que es la lengua que hablaba Jesús, significa
piedra.
Lo de Pedro, que viene de “petra”, es la versión latina.
—¿Me dices esto por deformación profesional o para poner en
evidencia la ignorancia de tu padre?
—Ya quisiera yo conocer la décima parte de lo que tú sabes,
papá, sólo quería que vieras que tu hija también tiene
sentido del humor.
—Bromas aparte, no deberías haberme revelado todo esto que
estás conociendo, ya te dije antes que es sumamente
peligroso.
—Papá, sólo he hablado contigo y con Carlo, pero desde la
última conversación que tuvimos en aquella maravillosa cena,
ni siquiera a él le he comentado nada.
—Me parece que debería contratar a alguien para que te
escolte.
—No seas paranoico, papá; además, ya lo hace la guardia
suiza, tengo nada más y nada menos que al comandante Esterman
continuamente a mis espaldas.
—¡El propio comandante!
—Bueno, no personalmente, con él converso casi cada día y lo
pongo al tanto de nuestros avances, pero siempre hay un par
de sus hombres vigilándome; si miras disimuladamente a la
mesa que tienes a la derecha, verás a un rubio alto,
guapísimo; es el cabo Cédric Tornay, acompañado de uno de mis
infalibles escoltas.
—Parece, pues, que estáis en el final del camino.
—No del todo, existe otra fuente de la que estamos sacando –
digo estamos, y en realidad es el padre Lorenzo quien la está
estudiando– que nos trae por la calle de la amargura.
—¿Cómo es eso?
—Se trata del maestro de ceremonias del papa, un tal
Burckard; el padre Lorenzo ha descubierto bajo unas
tachaduras unas anotaciones tremendamente coincidentes con lo
que buscamos.
—¿Qué tiene eso de extraño?
—El padre Lorenzo cree que hay un segundo documento al que
Burckard alude como corrupción y no tiene nada que ver con la
carta de Santiago.
—¡Vaya, esto sí que complica las cosas!
Resulta que sí, que efectivamente, tal como ha dicho el
arquitecto Della Rovere, descendiente en línea directa del
papa Julio II y padre de mi actual dueña, Alexandra, esto se
está poniendo algo embrollado. Permíteme aquí un lapso en el
relato y déjame tener una explosión alborozada de autoestima;
es que, ¿sabes?, nos acercamos inexorablemente al desenlace
de esta trama, y durante su desarrollo he ido tomando
conciencia gradual y progresiva de la verdadera naturaleza de
mi ser, que encierra en las limitadas características de un
espejo una avasalladora vocación de narrador. Dios, en
ocasiones, se confunde y rodea el alma de su creación con un
envoltorio exterior que no se corresponde con ésta; yo me veo
a mí mismo bajo un toldo multicolor de algún mercado muslim,
rodeado de silenciosa y subyugada audiencia, relatando
historias, contando cuentos, dando al escuchante –que no
oyente– ese justo margen para que su imaginación complete los
detalles de la descripción, o bien la ponga allí donde ésta
falta, por ser la acción, el diálogo o el análisis
protagonistas del relato; dicen por ahí que vale más una
imagen que mil palabras, debería este lugar común llenar el
saco de mi vanidad, ya que no es otra mi natural función que
la de dar imagen, y sólo imagen, pues ninguna otra cosa
podría salir de la superficie de un espejo, mas no hallo en
ello otra virtud que devolver al ojo lo que es del ojo, algo
que está, que ya ha sido creado y desaparece cuando la luz le
niega la vida. ¡La palabra!
¡La palabra! Sólo al hombre concedió Dios el don supremo de
su posesión, ella sola suple a todos los sentidos y por sí
sola puede dar vida a la abstracción del pensamiento, pues
suena aun sin ser oída y tiene vida sin ser pronunciada. A
través de la palabra puede ver el ciego, oír el sordo y
sentirse la calidez del tacto cuando a la piel no llegan los
eléctricos cables de los nervios. ¡Cómo envidio, tras esta
breve incursión mía en el mágico mundo del verbo, a quienes
sus calles transitan con la libre arrogancia de quien conoce
bien el camino y por él se pasea con soltura, con insolente
exhibición del arte que admiro y no domino! Duelos he
presenciado de toda índole, lances de todo tipo, con armas,
con pelotas –deportivos–, gimnásticos, gastronómicos o de
récord, mas quítense todos ellos allí donde el esgrima verbal
ensaya fintas. Antes de lanzarme atropellado al verborrágico
ejercicio de contador circunstancial de cuentos, cuando era
todo ojos y reflejos, leía, leía con pasión exagerada cuanto
por delante de mí se ponía impreso; debo confesarte, no sin
algo de pudor, mi falta total de selección en la literatura,
y que me he comportado como cualquier drogadicto, en forma
compulsiva y desenfrenada.
Te he pedido que me permitas un paréntesis en la historia que
te alcanzo, y que lo he dedicado a hacer la apología de la
palabra, que no necesita defensa ni apologetas, pero es que
presiento que cuando cierres la última página de esta, por
así llamarla, obra me devolverás al silencio de las cosas. Te
agradezco tu paciencia y te devuelvo a la acción.
Agostino Chigui se pasea como un tigre enjaulado por el
cuidado césped del jardín de su chalé, atrás, adelante, hace
un alto, continúa, se muerde el bigote, sus hijos lo observan
con la preocupación pintada en el rostro; finalmente, se
detiene, agita un diario hecho un revoltijo y dice:
—¿Habéis visto? Han encontrado el coche de Carlo Giacobone
incendiado y en su interior un trozo de carbón que sólo ha
podido identificar su dentista.
Bajan la mirada los hijos, se altera más aún la cara del
padre, que se llena de pequeñas manchas rojas. Fabio se
anima, suspira hondo y de un tirón da su comunicado.
—En la agencia de detectives me han asegurado que estamos
siendo vigilados, también a Carlo lo seguían, y además de la
nuestra hay otra escucha en la casa de Alexandra della
Rovere.
—¡”Porca miseria”! –exclama Agostino.
Sin darle tiempo a más, interviene Simonetta; mientras habla
se mira las uñas de la mano:
—Alguien ha estado metiendo las narices en la biblioteca
Ambrosiana de Milán y se ha llevado una fotocopia de la carta
de Maquiavelo.
La cara del padre se pone ahora lívida, destacando más las
pequeñas manchas rojas.
—¿Y quién era? –balbucea.
—Según dijo la empleada, tenía acento alemán, de modo que no
se trata de la policía.
—La guardia suiza.
—¿Cómo?
—La guardia suiza –repite Fabio.
—¿Y qué hace la guardia suiza en este negocio?
—¡Papá, por favor! ¿No era acaso un papa Rodrigo Borgia?
¿No estamos por casualidad espiando a una empleada del
Vaticano?
—¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer ahora?
Fabio se siente seguro, disfruta viendo desmoronarse la
autoridad del padre.
—No hay que hacer nada, hay que olvidarse de todo este asunto
del “maledetto” documento, ir deshaciéndose lentamente de las
acciones para evitar su desplome, y si el jodido
reconocimiento de deuda ve la luz y alguien pretende ejercer
derechos sobre él, pasar el asunto al departamento jurídico;
en el peor de los casos, el juicio se puede prolongar “in
aeternum”.
—Nunca debimos habernos metido en este asunto.
Se encoge más aún Agostino.
—No es momento de lamentaciones, creo que es buen momento
para que el “Simonetta II” leve anclas y la familia en pleno
se embarque en un crucero por el Caribe hasta que el viento
se lleve el olor a chamusquina. Me he anticipado y he
liquidado la cuenta de la agencia de detectives, dando por
finalizado el encargo.
Fabio es consciente de que se ha producido el relevo en el
mando de la familia, el padre asiente y lo confirma en el
puesto.
—Beto, Simonetta, haced cuanto vuestro hermano mande.
Vía Venetto, en la terraza de la cafetería, Simonetta saborea
un Martini rojo mientras espera la llegada de alguien; ese
alguien se hace presente entre las miradas de soslayo de los
hombres y los desvergonzados exámenes de las mujeres; Gladys
Meza Romero se agacha consciente de que sus cincuenta años no
son todavía un obstáculo para que su persona no pase
inadvertida.
—¿Cómo estás, querida? ¿La familia bien?
—Todos vivos, Gladys, ¡qué tremendamente atractiva te veo! ¿Y
tu marido? ¿Lo han confirmado oficialmente como comandante de
la guardia suiza?
—¡Qué te voy a decir de Alois que tú no sepas!
—Vamos, Gladys, si tuviese que enrollarme con algún miembro
de la guardia suiza no lo haría con tu marido, sino con su
asistente, el cabo Tornay, ¿has visto cómo está el chaval? De
modo que déjate de tonterías y dime si ha recibido Alois la
confirmación oficial del cargo de comandante.
—Aún no, la ceremonia oficial será la semana próxima, y ahora
dime, Simonetta, ¿por qué tenías tanta urgencia en que nos
viésemos?
—Mira, Gladys, voy a hablarte con franqueza, no quiero que
pienses que pretendo pasarte factura por la ayuda que te he
dado para facilitar el trasiego de dinero de Roma a Suiza que
habéis hecho el comandante y tú, para eso están las amigas...
y los banqueros, pero ahora soy yo quien necesita que muevas
tus influencias, pues quiero una información de vital
importancia para nuestra familia, y cuando digo vital, lo
estoy haciendo en el sentido más literal de la palabra.
—Me estás intrigando.
—Hace un par de días ha sido hallado el cuerpo carbonizado de
un hombre en el interior de un coche; el tío en cuestión era
un empleado de una de las sucursales de la banca Chigui.
—¿Y por qué te preocupas por un empleaducho? O ¿acaso estabas
liada con él?
—¡Por Dios! ¡No sabes la clase de petardo que era el pavo!
—¿Entonces?
—Voy a ir al grano, el fulano se llamaba Carlo Giacobone y
además de trabajar en el banco estaba, por encargo de mi
padre, trabajándose a una tal Alexandra della Rovere, que
está haciendo una investigación para el Vaticano, para ver si
conseguía sacarle alguna información.
—¿Y qué puede investigar una paleógrafa en la biblioteca
vaticana que preocupe tanto a un banquero?
—Mi padre está interesado en rescatar un antiguo documento en
el que un antepasado nuestro y fundador de la banca Chigui
reconocía una deuda de considerable magnitud al papa
Alejandro VI.
—Y quieres que yo crea que el Vaticano ha contratado a una
paleógrafa para descifrar un documento del siglo XVI.
—No, no, por lo que hemos podido saber, ella y un fraile
español están tratando de desentrañar una especie de
jeroglífico que incluye una misteriosa carta oculta, escrita
en arameo y que procedería de un hermano que, por lo visto,
tuvo Jesús.
—¿Y?
—No sé por qué aquello que busca mi padre se mezcla con este
asunto de la Iglesia.
—¿Y qué instrumento toco yo en este concierto?
—Mi padre supone, y creo que con motivos, que el tal Carlo no
ha sido asesinado por un vulgar chorizo, que no se habría
tomado la molestia ni el riesgo de llevarlo a cincuenta
kilómetros de Roma para luego prender fuego al coche. Él está
convencido de que lo ha hecho alguien que sabía lo que
buscaba de su relación con la chica.
—¿Y por qué cree eso?
—Por alguien bien informado –mi padre tiene muchas amistades–
, que supo que el teléfono de la muchacha había sido pinchado
y le confirmó que ella estaba siendo sometida a vigilancia
por una o más organizaciones, ya que su teléfono había sido
intervenido y era seguida a dondequiera que fuese.
—¿Y en qué puedo yo ayudarte, Simonetta?
—Mi padre teme por su propia vida y por la de todos nosotros;
lo que quiero de ti, Gladys, es que me digas si la guardia
suiza está vigilando a Alexandra, y que sonsaques a tu marido
si sabe quién puede estar tras el asesinato de Carlo.
—Creo que sobrestimas mi influencia.
—¡Vamos, Gladys! No me vengas con falsas modestias ni me
tomes por tonta; sé muy bien que además de haber sido la
primera mujer policía de Venezuela, has pertenecido a los
servicios de seguridad del Estado de tu país, y ni que hablar
de tus amistades con monseñor Castillo Lara o con el conde
Dobjensski.
—Para, para, ya veré lo que puedo hacer, dame unos días para
hacer averiguaciones y nos vemos nuevamente.
Se afana el cabo Tornay de la guardia suiza en dar gozo a la
insaciable y no por madura menos bella Gladys Meza;
lubricadas las desnudas pieles por el sudor viscoso y tibio,
se desliza el pecho de Cédric, suave y escrupulosamente
depilado, sobre la espalda de la venezolana, cubierta de una
suave pelusa delicada como la del melocotón. Las manos de él
ascienden hábiles por los flancos para convergir entre los
omóplatos, descendiendo luego a lo largo del canal vertebral
para acabar su recorrido en las nalgas, en las que se apoyan
las palmas abiertas brindándole el punto firme para erguirse
y dar un fuerte envite, que hace más profunda y violenta la
penetración. Grita Gladys su satisfacción a las sábanas, que
bajo su boca se arrugan húmedas de sudor y saliva, brama,
muge, ruge y barrita el semental a sus espaldas la
satisfacción del placer de la hembra.
—Estás tensa, Gladys, ¿qué pasa? ¿No ha sido suficientemente
bueno?
—No te sientas tan importante, hijo, que yo recién le estoy
sintiendo el gusto y ya noto que tu pija vira de cobra a
gusano dentro de mi vaina.
—¿Algún problema con el comandante?
—Por si fueran pocos los tejemanejes de Alois con el gallego
del Opus, esta mañana Simonetta, esa niñata de papá de la
banca Chigui, pretende apretarme las clavijas pidiéndome
información sobre el espionaje al que la tenéis sometida los
guardias.
—¿Te ha dicho algo que no sepamos?
—Parece que lo que ellos buscan no tiene nada que ver con el
asunto vuestro; me habló algo de un reconocimiento de deuda
de un antepasado de la familia para con el papa Alejandro VI.
—¿Y qué quiere saber de ti?
—Están acojonados, parece que un empleado de ellos se comía a
la experta en lenguas muertas, y están convencidos de que ha
sido asesinado porque debió de sonsacarle algo a la mocosa
que molestaría a algunos.
—¿Se lo has comentado a Alois?
—¡Claro, carajo! ¿Qué esperabas?
—¿Y qué dijo?
—Sonrió poniendo esa cara de huevón que pone cuando se cree
que conoce más que nadie de esta vaina, y me dijo que sabía
quién lo había hecho.
—¿Te dijo el nombre?
—No, sólo masculló: “A ese masón hijo de puta ya lo tengo
cogido por los cojones”.
—”Comendatore”...
—Espero que sea de la suma importancia lo que tiene que
decirme; ya sabe que sólo debe utilizar este teléfono en
casos de extrema gravedad.
La voz metálica y de ultratumba –algo ridícula de tanto oírse
en películas de asesinos en serie- hace cosquillas en el oído
del cabo, que se siente muy importante trebejo en la partida
de ajedrez que se está librando.
—Gran maestre, el comandante Esterman sabe quién mató a Carlo
Giacobone, y su esposa me ha dicho qué es lo que buscan los
Chigui espiando a la muchacha.
—¿Sólo por eso ha usado usted esta línea?
—El asesino les debe de ser cercano, ya que su expresión
exacta fue: “A ese masón hijo de puta ya lo tengo cogido por
los cojones”.
—¿Algo más, cabo?
Se rasca incómodo el corto pelo rubio detrás de la oreja el
cabo Tornay.
—También dijo algo sobre tener terminado el informe técnico
en el que fundamentará el portavoz Navarro Valls la reforma
de las fuerzas armadas del Vaticano, dando a la guardia suiza
carácter militar de cuerpo de asalto y poniendo bajo su mando
directo el cuerpo de la vigilancia; de este modo, el Opus se
haría con el control completo del Vaticano, con Esterman al
frente del aparato militar y Ratzinger dirigiendo la
Congregación para la Conservación de la Fe, moviendo los
hilos que manejan al papa.
Se hace un breve silencio, el gran maestre de la orden de los
Paulianos se toma un tiempo para digerir lo que el cabo
Tornay acaba de decir.
—Bien hecho, cabo, me encargaré personalmente de que su
trabajo sea plenamente recompensado.
—No sé si esto será importante, “comendatore”, el comandante
planea hacerse con el documento que están descifrando en la
biblioteca vaticana, parece ser que está ya muy avanzado y su
contenido podría darle un gran poder dentro del Vaticano.
¿Hola, hola, “comendatore”?
La línea ha quedado muda, el gran maestre de la orden de los
Paulianos se ha despedido a la francesa.
Son las cuatro de la madrugada, el padre Lorenzo da
distraídos sorbos a una taza de humeante y oscuro café,
siempre llena a expensas de un acerado termo de más de un
litro de capacidad; en la larga e improvisada mesa tiene
frente a él, a la derecha, las fotocopias de la Apocalipsis
de Esdras con el entrelineado resucitado por la magia de la
fotocopiadora y los rayos X; a su izquierda, la réplica del
diario de Burckard y, en el centro, una hoja en la que va
anotando el entrelineado de la Apocalipsis y las anotaciones
subyacentes al emborronamiento del diario.
Debe llegar rápidamente al final de ese acertijo, sabe que el
tiempo se acaba, el papa está virtualmente secuestrado y ya
no controla nada, y hará cuanto le dicten Ratzinger, Navarro
y la gente del Opus, y esa pobre chica, Alexandra, ha quedado
destruida tras el asesinato de su amante. En su interior se
abre paso el presentimiento de que terribles acontecimientos
han de suceder, y de que, posiblemente, sea la última
oportunidad de hallar la epístola. Gracias al trabajo de
Alexandra, está claro que las anotaciones en latín del papa
Alejandro son transcripciones de la carta de Santiago, pero
en su mente danza algo que no puede definir, la mayoría de
los párrafos destacados de la Apocalipsis, tanto como las
anotaciones entrelíneas hechas por Alejandro VI y las
anotaciones marginales cubiertas de tachaduras del diario de
Burckard, son crípticos y parecen encerrar algún significado
oculto a la vez que relaciona entre sí las fuentes, pero es
incapaz de encontrar la clave que los vincule.
Vuelve por enésima vez a tomar un lápiz y escribir todas las
frases que le parece que pueden dar algo de luz, suspira, se
dice a sí mismo que no debe permitir que la sensación de
premura le reste claridad de pensamiento, habla solo, echa de
menos a Alexandra, vamos a tratar de ordenar nuevamente todo,
mas en esta ocasión separaremos las anotaciones marginales,
el texto subrayado y la escritura con tinta invisible y,
aparte, las anotaciones tachadas del diario de Burckard.
Tenemos así tres columnas:
“Texto y tinta invisible”:
“Pues Israel ha sido entregada en oprobio a las naciones”.
“Yo te digo que ninguno es más odioso que tú a los ojos de mi
hermano”.
“Y el pueblo que amas a los pecadores”.
“Sirves a los fariseos sumándote a la corte del sacerdote
impío”.
“La ley de nuestros padres ha sido rechazada”.
“Maquinas para corromper la Torah”.
“Pero qué hará por su santo nombre”.
“Quién sino tú une el yugo de los judíos al carro de los
gentiles”.
“Que está invocado sobre nosotros”.
“Cristo, el ungido, mi hermano”.
“No puedes traer la esperanza a los justos”.
“Fieles al espíritu del maestro de justicia”.
“Pues este siglo está lleno de dolor y debilidad”.
“Intentas también corromper a Pedro”.
“Anotaciones marginales”:
“Veritas emergit lumen infra corruptio” (la verdad saldrá a
la luz bajo la corrupción).
“Jesus Cristus verbum subesse Apocalipsis apocryphus” (la
palabra de Jesús está bajo la Apocalipsis apócrifa).
“Diario de Burckard”:
“Papae corruptio abscondere oscuridad et lumen” (el papa
corrupto esconde la oscuridad y la luz).
“Veritas emergit lumen infra corruptio” (la verdad saldrá a
la luz bajo la corrupción).
—Alexandra tiene razón –se dijo–, está muy claro que lo
escrito con tinta invisible tienen que ser traducciones de
partes de la carta de Santiago; también está clarísima la
relación entre la carta y los versículos, de lo que se deduce
que éstos han sido escritos probablemente por
judeocristianos. La clave del escondrijo tiene que estar en
las dos columnas restantes.
Tiene la sensación de que en ese algo que se le escapa está
la respuesta a todo, pero ¿qué es?
Toma un gran trago de café, se quema y vuelca la taza, que se
derrama en la copia del diario del “magister”, menos mal que
no se trata del original, piensa, y en ese momento se hace la
luz. ¡Claro! Lo que baila en su memoria no corresponde al
papado de Alejandro VI, las anotaciones entrelineadas con
tinta invisible en el apócrifo de Esdras habían atraído toda
su atención, desviándola de cualquier otro sitio. Limpió con
la manga de su sotana el café derramado y volvió con ansiedad
las páginas de la copia del diario de Burckard hacia atrás,
hasta llegar al papado de Pío II; finalmente, halló lo que
buscaba, unas tachaduras bajo las que se leía: “El papa y el
vicecanciller han examinado el libro apócrifo de Esdras en el
compartimento secreto de la biblioteca.
Algo terrible se esconde bajo este libro”.
¡Ésa era la palabra! Había estado siempre ante sus narices,
“Jesus Cristus verbum subesse Apocalipsis apocryphus”,
Alejandro lo estaba indicando con toda claridad, la carta se
hallaba bajo el libro.

Vaticano, Basílica de San Pedro, comienzos del siglo XXI

Parecen papaveráceos, rojas amapolas, las decenas de


casquetes que cubren el suelo por delante del solio, los
nuevos cardenales, humillados ante él, esperan el turno para
acercarse y recibir de sus manos la imposición del capelo
cardenalicio; la memoria le fallaba, pero le parecía que eran
muchos, ¿38? ¿48? ¿Alguna vez se habían concedido tantos al
tiempo?
¿Quién los había seleccionado?
¿Ratzinger? De todos modos, Navarro le había dicho que estaba
todo en orden. Su cabeza estaba ya perennemente inclinada a
la derecha y no podía mantenerla quieta; lentamente, trató de
sincronizarla al movimiento de la mano pero ésta se disparaba
en oscilaciones más amplias y frecuentes. Con la vista
dirigida desde ese ángulo casi apoyada en el hombro, el campo
de amapolas cobraba el tamaño real de la flor; en relación
con su mano, más cercana al ojo, jugaba con la perspectiva
conteniendo en su palma la cabeza de aquel prelado que no se
quedaba quieto y saltaba de la mano al compás del Parkinson.
Ahora los blancos hábitos formaban un solo cuerpo y las
amapolas viraban a gotas de sangre, tenía ante sí al obispo
blanco tiroteado que anunciaba la profecía de la Virgen de
Fátima, se dejó poseer por esos sueños breves, cada vez más
frecuentes y que prolongaban su vida casi al infinito,
mutando los segundos en horas, días, años...
Antes los sueños recreaban retales de su vida con precisión
de miniaturista, reviviendo algunos detalles como aquel botón
que faltaba en su camisa, el gusto salado del sudor que le
venía de la frente cuando trabajaba en la mina o cada una de
las pequeñas flores que decoraban el delantal de percal de
Ginca, la delicada y etérea, alegre, risueña y cantarina
judía, amor primero de aquella lejana y cercana niñez; podía
sentir el calor áspero del humo de aquel primer cigarrillo,
fumado en la intimidad cómplice del sótano y compartido con
su mejor amigo, Jurek Kruger, el niño judío que perdió su
niñez y su vida en el gueto. Así eran sus sueños antes, podía
degustar inagotables segundos de infinitos detalles que no
acababan; ahora, sus ensoñaciones las constituían
caleidoscópicas imágenes de su vida toda, que cambiaban en
infinitas combinaciones al girar del tubo que deja caer
caprichosamente los cristales; allí estaba Albino Luciani,
que se cambiaba en Alí Agka, que mudaba ahora en una joven
mujer desconocida que, repentinamente, tomaba un nombre:
Alexandra della Rovere, en su boca una frase: “La verdad os
hará libres”, y una cita: Lucas 8:32.

Roma, finales del siglo XV

Hola, caro lector, si has llegado hasta aquí creo que puedo
ya considerarte casi un amigo y pedirte que me prestes tus
manos, tú que las tienes, y tus pies, que hacen que puedas
moverte libremente, en tanto que mis únicos apéndices son
doradas volutas de madera, cubiertas de pan de oro,
envejecidas con betún de Judea. Curiosamente, el restaurador
ha querido devolverme el esplendor de mi juventud sin que se
pierda la solera de los años.
Te suplico que con ellas, tus maravillosas antropomorfas
manos, abras para mí la ventana. Es noche profunda, inmensa y
silenciosa, noche sin luna, noche negra de magia, en la que
las estrellas refulgen haciendo destacar su pedrería en el
terciopelo oscuro del firmamento, noche propicia para que la
luz de las estrellas devuelva las imágenes que recibió en un
pasado tan remoto como lejano el astro que lo capturó, ¡qué
maravilla! Luz azul de plata que me baña y se funde en mi
cristal, luz pura, sin colores que deformen la pureza de las
formas, ¡cuántas imágenes!
¡Cuánta historia jamás contada!
La emoción me embarga, sé generoso, lector, te ruego,
permíteme que tenga emociones, que des un margen a la
fantasía y dejes que por un instante este objeto intemporal,
circunstancialmente animado, amoral y locuaz, se embriague
del placer de sentir las sensaciones del alma.
Separo de todas las imágenes una y estoy nuevamente con mi
amo Rodrigo –disculpa la confianza–, el papa Alejandro VI.
Corre el año del Señor de 1497 y en los mentideros de Roma se
comenta en los corrillos que Juan Esforza se ha esfumado, ha
hecho un sutil mutis por el foro en una actitud de sana
profilaxis para evitar el puñal que, en el decir de las
buenas gentes de Roma, esgrime a sus espaldas su temible
cuñado César Borgia. Lucrecia, por su parte, conocedora del
percal, se alejó también del Vaticano para encerrarse en un
convento, no en vano conocía cómo las gastaba su hermano: se
encaprichó de Sancha de Aragón, su lozana, fresca y hermosa
cuñada, esposa de su hermano Vilfredo, y ambos tuvieron que
salir por patas para evitar el acoso de César –hacia Sancha,
no sobre sus espaldas–, “proper indignationem quam dux
Valentinensis assumsit sibi contra eum pro eu quod idem
cardinalis diligebat et cognoscebat principissam uxorem
fratis dicti Ducis quam etiam ipse dux carnaliter cognoscebat
dixit” Burckard, menos mal que allí está el diario del
“magister cerimoniarum”, que era una especie de cotilla del
Vaticano, que si no, cualquiera daba crédito a lo que este
“blablante” espejo está contando.
El hecho es que César era el brazo armado de su padre, que
admiraba su bravura y decisión, mas sus afectos –el corazón
no sabe de razones– se volcaban en Juan, el duque de Gandía,
y a nadie escapaba que éste era el favorito del papa papá,
que no se cansaba de repartir privilegios entre su prole; fue
así que el 7 de junio concedía a su retoño los señoríos de
Pontecorvo, Terracino y Benevento, primeras gemas del
codiciado reino de Nápoles, que ya eran feudo de la Iglesia,
y como buen padre que quería evitar cuestiones de celos entre
hermanos, al día siguiente nombró a César legado pontificio
para asistir a la coronación del rey Federico, de modo que
ambos “fratelli” debían abandonar Roma de viaje a sus
respectivos destinos. La madre de ambos, Vannozza Cattanei,
no quiere despedir a sus hijos sin una reunión familiar, y
organiza una fiesta campestre en la villa de su propiedad,
vecina a San Pietro in Vincoli. La fiesta transcurre en paz y
alegría, se digieren ingentes cantidades de “mongetes amb
butifarra”, y al ceder la tarde la luz del día, los hermanos
compiten en fraternal concurso de dar fuego a los tronantes
pedos, cargados de abundante gas metano, resultando ganador
César con una llamarada de casi dos metros, que chamuscó las
barbas del juez del concurso y cuyo rebufo dejó a todos sin
aliento, mejor dicho, conteniendo el aliento. Llega la noche
y con ella las sombras y el momento de decir adiós a la
“mamma”, montar el caballo y volver a casa; al llegar a la
ciudad eterna, los hermanos se separan, César toma el camino
de la derecha, negro jinete en negro corcel, confundiéndose
con la prieta noche, se dirige a su palacio, Juan monta un
blanco bridón y se pierde internándose en el dédalo de
estrechas callejas, que son flanqueadas por el Tíber; lo
acompaña un hombre embozado que su padre le ha asignado como
escolta.
La lechosidad de la bruma espesa pegada al suelo del alba del
día siguiente comienza a desflecarse en vaporosas hilachas
que se disuelven al calor del sol; sobre la tierra húmeda, en
un charco de sangre coagulada, es hallado el cadáver del
hombre embozado que debía cuidar de Juan; del duque de
Gandia, ni rastros. La noticia es llevada de boca en boca,
mas nadie tiene el valor de comunicarlo al papa; al llegar la
tarde, Alejandro VI ya lo sabe, el pánico se apodera de él,
el espanto atenaza su estómago y personalmente recorre todos
los prostíbulos de Roma en busca de su muy querido hijo. Un
leñador murmura algo en una oreja y allí, en el sitio donde
las inmundicias de Roma se vacían en el Tíber, Juan, el duque
de Gandía, el hijo dilecto de su Santidad el papa de Roma,
Alejandro VI, es pescado con palos y redes como un gran pez
putrefacto con el vientre hinchado, la cara deformada y el
pecho cosido a puñaladas.
Bernardo, el leñador, preparaba su poco pretencioso lecho en
la barca que le servía de transporte de la leña recogida y
lugar donde entregarse al sueño reparador luego de una dura
jornada, cuando advierte un movimiento en una calleja que, en
la ribera opuesta, desemboca en el río, mira con atención, la
tenue luz de un candil que porta un hombre le permite
distinguir a otros tres que se materializan de las sombras
junto a un jinete que lleva, atravesado a la grupa del
caballo blanco, un bulto que es arrojado al suelo sin ningún
miramiento; dos de los hombres de a pie toman uno de cada
extremo el hato y se llegan hasta el río, arrojándolo a sus
aguas violentamente; la capa carmesí de Juan no quiere
rendirse y flota cubriendo a su dueño, uno de los asesinos
coge una gran piedra y la arroja sobre la prenda, que se
hunde bajo su peso.
Así, el sucesor de Pedro, nombrado pescador de hombres, pescó
de las aguas del Tíber a su propio hijo, “Piscattorem hominum
ne te nom, Sexte putemos: Piscaris nostrum retibus ecce
tuum”.
Fue en estas dolorosas circunstancias cuando Gabrielino
regresó a Roma acompañado de Adonías, rabí de la alhama judía
de Zaragoza, tras un periplo de tres años en su busca.
—¡Qué desgracia tan grande Gabrielino! –solloza Francisco,
balanceando sus colgantes mejillas introduciendo los nudillos
de ambos índices en sus ojos y girándolos a derecha e
izquierda con el ánimo de restañar las lágrimas y con el
resultado de provocarlas en mayor cantidad.
—He tenido noticia del desgraciado suceso aun antes de llegar
a Roma; ya en el puerto de Ostia no se hablaba de otra cosa,
monseñor, mas decidme, ¿cómo se halla su Santidad? Es preciso
que lo vea, pues he logrado traer al judío cuya búsqueda me
encomendó.
—A nadie recibe, Gabrielino, lleva siete días encerrado en la
cámara, negándose a comer y beber, sólo se oyen sus llantos y
lamentaciones, sus sollozos e imprecaciones llenan el palacio
y se teme lo peor. Todos los cardenales se han llegado a
visitarlo a excepción de César, incluso Giuliano della Rovere
ha querido consolarlo, el Sacro Colegio Cardenalicio me ha
rogado con insistencia que haga lo posible por sacarlo de la
depresión que lo posee. “Majus damnum et periculum quod
persone sue evenise exinde posse considerans”...
—Permitid, monseñor, que lo intente, quizá la noticia de que
el judío me acompaña lo saque de esta situación.
No precisa Gabrielino agacharse hasta la cerradura de la
puerta de la cámara papal, pues el ojo de ésta se encuentra a
la altura del suyo propio; por esta ventana divisa la
irreconocible figura del antaño apuesto Rodrigo Borgia,
hogaño demacrado y macilento, remedo de aquel que fue, la
barba blanca sin afeitar, la cabellera que rodea la calva
crece como descuidados matorrales sin jardinero que cuide de
ellos, oscuros círculos rodean sus ojos hundidos en las
profundas cuencas, la tez cerúlea y la soberbia nariz es
afilado gancho que moquea sobre los apretados y azules
labios, yace entre sus propios excrementos y orines en la
cama que nadie ha podido adecentar.
Gabrielino, que amaba sinceramente a su amo, llora
desconsoladamente ante la imagen que se da a sus ojos, y con
su voz atiplada de falsete le grita:
—¡Santidad, soy yo, vuestro Gabrielino! Me ha llevado el
empeño tres años, pero aquí estoy con el judío dispuesto a
hacer la traducción.
La voz de Gabrielino tiene la virtud de animar al papa, que
se levanta con gran dificultad, pues la debilidad del ayuno a
duras penas se lo permite, llega hasta la puerta casi
arrastrándose, levanta las trancas que la bloquean y dice con
un hilo de voz:
—Francisco, ayúdame, que vengan los sirvientes.
Han pasado varios días, la fortaleza física con que la
naturaleza ha dotado a Rodrigo ha permitido que éste se
reponga rápidamente, también ha superado la honda pena y el
abatimiento en que la muerte de su hijo predilecto lo ha
sumido, pero persiste en él una crisis mística, convencido de
que lo sucedido ha sido un castigo divino por sus muchos y
terribles pecados.
Alejandro VI desatiende las obligaciones del cargo y pasa las
horas reunido con Francisco y Gabrielino; la llegada del
judío la interpreta como una indicación que proviene
directamente de las alturas celestiales de que debe proceder
a descubrir el misterio que oculta esa carta tan celosamente
guardada y que nadie se ha atrevido a desentrañar, y dar
conocimiento de su contenido.
Da indicaciones a Francisco de que oscurezca todas las
ventanas de los aposentos, obstruye con sebo de velas los
orificios de las cerraduras por las que pueda violentar su
intimidad la mirada indiscreta de algún observador no
deseado, y pide a Gabrielino que traiga al judío a su
presencia.
—Tengo entendido que tienes por nombre Adonías.
—Así es, excelencia –responde Adonías, negándole el título de
Santidad.
—Te agradezco que hayas hecho tan largo viaje para dar
satisfacción a mis deseos, pero tus esfuerzos se verán
generosamente recompensados y brindarás un servicio
inestimable a la humanidad.
—Aceptaré cuanto queráis retribuirme, considerándolo como un
pequeño gesto de reparación a las vejaciones a las que mi
pueblo ha sido sometido en Sefarad.
—Me excuso de todo ello en nombre de la Iglesia de Cristo, de
la cual soy cabeza, pero créeme que ésta no tiene todo el
poder terrenal que quisiera sobre cada uno de los reyes
cristianos, y es particularmente díscolo Fernando, pese a ser
ambos hijos de la misma tierra, y sin ninguna consideración
al hecho de haberles otorgado a él y a la muy devota de su
esposa el título especialmente creado para ellos de reyes
católicos. Yo me he opuesto al decreto de expulsión de los
judíos y he dado protección personal en Roma a cuantos de
vuestra religión hayan querido acogerse a ella.
—Excelencia, no consideréis esto una impertinencia, pero para
realizar el trabajo de traducción que me pedís, cosa que haré
con lealtad, honestidad y total discreción, sólo pongo una
condición.
—Habla.
—Que pueda conservar una copia, que yo mismo haré, del
original y mantendré bajo juramento, oculta en lugar seguro
sin hacer público su contenido, salvo indicación vuestra en
sentido contrario.
Meditó unos instantes el papa y luego consultó con la mirada
a Francisco, que permaneció impávido, y luego a Gabrielino,
que asintió con la cabeza.
—Así sea, cuento con que jurarás por ello ante nuestro Dios
común.
Tras obtener el mutuo y recíproco compromiso, Rodrigo Borgia,
guiando al extraño grupo tras la única y mortecina luz de una
vela de sebo, se llegó hasta el tapiz que ocultaba la entrada
que daba paso al estrecho corredor que llegaba al
“scriptorium” privado, dejando en él a Gabrielino y Adonías y
continuando en compañía de Francisco hasta el recinto que
guardaba los libros secretos. Retiró del anaquel el libro de
la Apocalipsis de Esdras, elevándose sobre las puntas de los
pies descorrió el piso del anaquel que hacía de tapa del
compartimento secreto y, con reverente cuidado, retiró de
allí el manuscrito de papiro. En esta ocasión no sintió tras
él presencias angustiosas, sino una sensación de liviandad
que le hacía creer que no se desplazaba sobre el suelo sino
que flotaba sobre él.
De regreso al “scriptorium”, depositó sobre la mesa el papiro
y se dirigió a Adonías.
—Este documento puede haber sido escrito por uno de tu
religión al que nosotros adoramos como Dios, trata este
documento con el máximo respeto. Puedes comenzar tu trabajo
de inmediato, dispones de vitela, tinta y pluma, y haré que
te sea suministrado cuanto pidas, pues deberás permanecer
recluido en este aposento hasta que lo finalices; luego serás
acompañado con escolta que garantice tu seguridad hasta tu
ciudad de origen y podrás conservar la copia tal como nos
hemos conjurado.
—Así lo haré.
¡Qué te voy a decir! Que el tiempo, que no tiene medida a
pesar de que los pretenciosos humanos hayan querido acotarlo
en unidades de ingeniosa correlación astrológica con aparente
precisión de nanosegundos, ignora que la física no controla
la metafísica, cuando no es la misma física la que se desdice
a sí misma (tenemos ahora, por ejemplo, el asunto de la
teoría cuántica, que nos plantea los multiuniversos
temporoespaciales, todo ello sin tener en consideración que
muchos años pueden ser contenidos en un segundo y que, a su
vez, un segundo puede durar muchos años)...
Toda esta inconsistente cháchara pseudosesuda o filosófica
tiene como único objeto dar respaldo al lugar común de decir
que hasta para mí, de vida harto más larga que la tuya,
lector, el tiempo ha pasado volando y ha llegado ya el poco
por mí deseado momento de dar por acabado en este relato el
cometido del –ya te habrás percatado de ello- tan querido
papa Alejandro VI con relación al asunto central de esta
historia, pues en tanto que ya sabes que en el presente el
famoso escrito está en vías de ser descubierto por el padre
Lorenzo y destripado su misterio por Alexandra, es
evidentemente obvio que el papa, una vez enterado de su
contenido, decidió regresarlo al lugar en donde lo halló, sin
darlo a conocer al resto de los mortales.
Te confieso que me cuesta dejarlo, y ya que hemos hurgado en
su vida hasta sus 67 años, que es la edad que hacía en el año
de 1497, el año en el que retorna Gabrielino con el tan
buscado rabí y se encuentra el desolador panorama de nuestro
papa hecho “fosfatina” y mustio como perejil en lata tras la
muerte de su hijo por causas naturales –ya me dirás tú si no
es natural morirse después de que te envainan tropecientas
veces la hoja de un puñal y te tiran luego en el río Tíber, o
en cualquier otro, y, por si esto no ha sido suficiente, para
que te mueras de asco, lo hacen allí donde vuestros cuerpos,
los de los humanos, se deshacen de la suciedad, hablando
delicadamente, de las materias fecales y urinarias,
haciéndolo científicamente, o de la mierda y los orines, en
el decir popular–, de Juan, el niño de sus ojos.
Voy pues brevemente a darte un resumen de los seis años que
le quedan de vida al último papa español –hasta ahora.
El Cohen ha Gadol Adonías ben Sehuda ha finalizado su
cometido. No necesita hablar para que el papa de los
cristianos perciba a través de sus ojos que algo muy grave e
importante es lo que ha encontrado en la escritura de ese
antiguo papiro. En aras de una mejor puesta en escena, voy
una vez más a sacrificar la satisfacción de mi ego haciendo
el relato en primera persona y voy a ceder mi voz –ya ves si
soy generoso cediendo parte de mi tan preciado tesoro– a los
actores.
—Excelencia, el documento que me has dado para que te
traduzca está escrito en un antiguo papiro de procedencia
egipcia, redactado en el idioma que se hablaba en Galilea, es
decir, el arameo, también los caracteres utilizados son
arameos, y ambos, idioma y caracteres, poseen las mismas
características con que se han escrito los documentos judíos
que he podido leer procedentes de las épocas de los
emperadores romanos Octavio, Augusto y Tito, tiempos en los
que en Judea reinaron desde Herodes el Grande a Herodes
Antipas y Aquelao; es pues el tiempo en que vivió y predicó
Jeshua el Galileo. Lo que en este documento se dice es
terrible, y casi temo que mi condición de sacerdote, que me
impide mentir, me obligue a transmitirte la verdad de su
contenido, y ello me lleve la vida; te pido pues que cumplas
con nuestro trato y me dejes marchar en paz, yo seré fiel a
mi juramento y mantendré mi copia fuera del conocimiento de
las gentes.
—Muy graves palabras son estas que has pronunciado, pero
puedes estar tranquilo, que yo cumpliré mi juramento y creo
que tú harás lo propio, mas por si el contenido del papiro
pudiese tentarme a no hacerlo, no daré lectura a la
traducción que me has dado hasta dentro de dos días, en los
que haré ayuno, penitencia y oración, pidiendo a Dios que me
ilumine. Tú partirás de inmediato; Gabrielino, con una
escolta, te acompañará hasta que abandones las tierras que
controla la Iglesia, de allí en más será Dios quien velará
por ti.
Alejandro VI cumplió con su promesa y se encerró en la
capilla ayunando y orando. ¿Te asombras?
No es para tal, así suelen ser de maximalistas las
conversiones de los grandes pecadores cuando caen en una
crisis mística, aunque podría no haber sido una crisis sino
un delirio provocado por la cuarta fase del entonces llamado
mal francés y más tarde conocido como sífilis; yo mismo he
visto con mi propio cristal tantos y tan variados meteisaca
de mi amo, que ya he perdido la cuenta; si a ellos agregas
aquellos de los que sólo he tenido conocimiento por reflejos
que me han llegado, la cifra puede ser de vértigo. De modo
que, si te gusta más la segunda opción, puedes quedarte con
ella, o ensayar la que sea más de tu gusto para sentirte así
un implacable revisionista, ya sabes que en esto del
revisionismo vale todo, y cuanto más esperpéntico, mejor. Yo
a lo que voy es a los hechos y no a las causas, de modo que
tanto monta; el caso es que cualquiera que fuese el motivo
que llevó a mi dueño a orar y pedir la ayuda del cielo antes
de asomarse al secreto desvelado y durante tanto tiempo
oculto, éste permitió que Adonías desapareciese de Roma y de
la memoria de los hombres llevándose consigo una copia
literal y primorosamente realizada por propia mano de la
epístola de marras, cuyo contenido no dudo que también tú,
constante lector, estarás impaciente por conocer.
Pasados los dos días de gracia concedidos a Adonías,
dedicados a una piedad de nuevo cuño, Alejandro VI, etéreo
espiritual y físicamente –no hay que olvidar que ha estado
sometido a un prolongado ayuno–, imbuido de la gracia de
Dios, se retiró a la intimidad del “scriptorium” para leer la
traducción de la carta que se mantuvo secreta desde los
tiempos de Jesús y que a él lo había mantenido entre el deseo
de conocer su contenido y el temor a lo que éste pudiese
significar.
Cuando hubo finalizado la lectura, permaneció un espacio de
tiempo silencioso y meditabundo, apenas daba crédito a lo que
estaba leyendo. En un principio pensó que todo había sido una
trampa del judío, inmediatamente desechó la idea, ya que él
seguía teniendo en su poder el documento original y podía
contrastar la traducción con cualquier otro que conociese la
antigua lengua hebrea. El significado de esas palabras era
terrible, ya que destruía los cimientos mismos en que se
sustentaba la Iglesia; resultaba que ya no había sido Pedro
la piedra en la que Jesús edifico su Iglesia, sino todo lo
contrario, se hallaba aturdido y no sabía qué decisión
adoptar. Tomaron cuerpo en su mente las consecuencias que
podría tener para el poder espiritual y terrenal –sobre todo
este último– de la Iglesia, se debatía indeciso sin saber
bien qué camino tomar, la muerte de Juan aún pesaba mucho en
su alma y el temor a Dios y el pensamiento de que ésta era la
consecuencia de la ira divina por sus muchos pecados no lo
había abandonado, si bien comenzaba inconscientemente y sin
casi apercibirse de ello a maquinar sobre cómo atar la
continuidad de su estirpe al frente del carro de la Iglesia.
Sin haber tomado aún una decisión en firme, regresó a sus
aposentos e hizo llamar a su primo Francisco.
—Esto que me has dicho es terrible, con seguridad es falso,
obra del mismísimo Satanás.
—¡Vamos, Francisco! No me vengas con ésas, no creo que el
Demonio se dedique a escribir cartas en arameo.
—El Demonio es capaz de cualquier cosa con tal de destruir la
Iglesia de Cristo, y si no ha sido el Demonio, habrá sido
cualquier judío de los que crucificaron a nuestro Señor, y
además, ¿de dónde sale que Jesús tenía un hermano?
—¡Francisco! A un obispo como tú lo menos que se le puede
exigir es que conozca los Evangelios que la propia Iglesia ha
dado por buenos. Jesús tuvo cuatro hermanos: Simeón, Judá,
Josetos y Jacob. Este último nombre deriva latinizado a Yago,
y éste se hace santo, tenemos ya a Sant Yago y, todo junto,
Santiago, y es este hermano de Jesús el supuesto autor del
Evangelio conocido como protoevangelio de Santiago, que
nosotros, es decir, la Iglesia, hemos catalogado como
apócrifo y al que, no obstante, recurrimos continuamente
cuando necesitamos información sobre la infancia del
Salvador.
—¿Quieres decir, entonces, que la carta es auténtica?
—No lo sé, según el rabino, el manuscrito ha sido escrito en
la época de Cristo, pero ello no conlleva que el autor haya
sido Santiago, y menos aún que lo haya hecho con el
conocimiento y aprobación de nuestro Señor.
—Lo que debemos hacer entonces es destruir ese pergamino,
que, pese a lo que digas, sigo pensando que es obra del
Diablo.
—No, Francisco, hay un poder en ese rollo que lo protege y no
creo que provenga de las tinieblas.
La primera vez que lo tuve entre mis manos, aun antes de
conocer el secreto que encerraba, una fuerza desconocida tiró
de mis vestiduras levantándome del suelo de tal forma, que me
aterrorizó y lo devolví a su sitio deseando no volver a
verlo.
—¿Qué hacer entonces?
—Creo que finalmente la Virgen se me ha manifestado
indicándome el camino a seguir.
—Dime luego qué te ha manifestado la santa madre de Dios.
—Debo destruir la traducción que nos hizo el rabino y
devolver la carta al sitio donde ha permanecido oculta
durante todos estos años, y en el libro que se guarda sobre
el escondrijo, la Apocalipsis apócrifa de Esdras, escribiré
con tinta invisible partes de la carta traducida, dejando
pistas que lleven a descubrir dónde se encuentra la misma.
Luego haré tapiar el recinto donde se guardan los libros
secretos y, con ellos, la Apocalipsis de Esdras, colocaré en
el compartimento secreto la carta de Santiago y sobre ella el
reconocimiento de la deuda de Chigui hasta que “veritas
emergit lumen infra corruptio”.
—Y ¿a quién van dirigidas las pistas que has de dejar?
—La Virgen me ha dicho que vendrá en su momento un papa que
sabrá encontrar el significado de estas pistas, hallará la
carta y la Virgen le indicará qué debe hacer con ella.
—¿Y Burckard? ¿No está al tanto de la existencia de la carta?
—Él sabe que algo se oculta en el compartimento secreto, sus
intromisiones comenzaron cuando Agostino Chigui me entregó el
reconocimiento de la deuda de su hijo. Tú te encargarás de
darle más información al respecto, de modo que quede
convencido de que todo se trata de un asunto de negocios.
—¿Eso es todo lo que quieres de mí?
—No, Francisco, a ti voy a encomendarte la misión más
importante, deberás seleccionar entre nuestros más fieles
parientes un pequeño número; con ellos constituirás una orden
cuya misión será custodiar el secreto de la carta,
transmitiéndolo de generación en generación hasta la llegada
del elegido.
—¿No crees que es peligroso que tanta gente sepa el contenido
de la carta y el lugar donde se oculta?
—No, la orden, a la que llamarás Custodios de la Palabra de
Cristo, sólo tendrá conocimiento del libro apócrifo de Esdras
y de que éste oculta una clave que espera la revelación
divina para ser descubierta; la carta y el lugar donde se
esconde seguirán siendo una leyenda hasta que llegue el
momento.
Ya ves cómo finalizó la relación del papa Borgia con la carta
oculta de Santiago, también finalmente te explicas por qué se
mantuvo la leyenda durante quinientos años y cómo se origina
la secta de los guardianes de la verdadera palabra de Cristo,
de modo que nada tengo ya que hacer en esta maravillosa e
irrepetible época.
Esto es una cursilada, ya que toda época pasada es
irrepetible, pero ¡qué demonios! A mí me gusta, no olvides
que fue en la que yo nací y también para los espejos todo
tiempo pasado fue mejor. ¿Que ya está bien de viejas
historias? ¿Que lo que tú quieres es saber cómo acaba esto?
Vale, dame tan sólo unas líneas de gracia para que,
brevemente, te cuente cómo acabó el misticismo de mi amo... y
su vida.
El asunto religioso le duró algunos meses, en los que dividió
su tiempo entre arreglar los asuntos de Estado de la Iglesia,
la oración y escribir con tinta invisible entre las líneas de
la Apocalipsis de Esdras, en tanto que Burckard lo hacía en
su diario con tinta absolutamente visible, si bien
susceptible de ser borroneada.
Pasados unos meses –no llegó al año– de la muerte de Juan y
la revelación del contenido de la carta, y por aquello de que
la cabra tira al monte, retorna a sus fueros y tiene que
apagar las voces airadas que se levantan contra César, que ha
dejado la púrpura cardenalicia para dedicarse por entero al
oficio de las armas, y hace boca intentando asesinar a su
cuñado, el príncipe de Bisceglie, marido de su hermana
Lucrecia, en las escaleras de la basílica de San Pedro. No lo
consigue y Lucrecia, que ama a su marido, lo cuida en el
lecho noche y día hasta que la abandonan las fuerzas y,
mientras cae rendida por el sueño, su amado esposo es
estrangulado en la cama por los secuaces de su hermano.
El retorno de Alejandro VI a las cosas mundanas de la Iglesia
en los años que siguieron a los luctuosos hechos que te he
contado está lleno, a punto de saturación, de intrigas de
toda índole, con exaltación del nepotismo hasta hacer de ello
un arte, baste decirte que cinco Borgia adornan sus cabezas
con la púrpura cardenalicia y más de veinte sobrinos –¡vaya
tío!– y demás parientes ocupan sedes episcopales e
importantes cargos eclesiásticos.
Quiero despedirme de él con el retrato que en sus setenta y
dos años le hace el embajador veneciano Giustiani, quien lo
ve en el umbral de su segunda juventud participando de
fiestas, cabalgatas y juegos y, sobre todo, disfrutando del
placer de las féminas, ya que Venus continuaba ocupando
muchas de las horas de sus días, nocturnas y diurnas, como en
aquellos tan lejanos tiempos en que, siendo un joven cardenal
de la Iglesia, participaba de la alegre y despreocupada
farándula de la vida de los jóvenes nobles sieneses, como la
que se celebró en los jardines de Giani de Bichis, que
provocó la suave reconvención de Pío II, que te he transcrito
cuando dimos comienzo a nuestra relación –la tuya y la mía.
El poeta Michele Firno, en hexámetros latinos, lo parangona
con aquel otro Alejandro, el deiforme inmortal macedonio,
cuando escribe: “Cabalga en un caballo blanco como la nieve,
con frente serena y majestuosa dignidad. Así se presenta al
pueblo; así los bendice a todos y así es objeto de todas las
miradas; así también su mirada penetra por todo y todo lo
alegra. ¡Qué maravilloso el dulce abandono de su fisonomía,
la franca nobleza de su rostro y la limpidez de su mirada!
¡Esta lozanía y este aspecto de agradable belleza, así como
la fresca y plena alud de su cuerpo!, ¡cómo acrecienta la
veneración que inspira!”.
¡Vaya pelota! Para que no vayas a creer que este espejo es el
único apologista que ha tenido Alejandro VI, que antes fuera
Rodrigo Borgia.

Roma, siglo XX

Al padre Lorenzo le tiemblan las piernas de la emoción. Con


las palmas de las manos viscosas, cubiertas de sudor
pegajoso, y el corazón acelerado se dirige a la carrera hasta
la sección de la biblioteca de uso restringido donde se
encontraba catalogada la Apocalipsis de Esdras, las piernas
se le enredan en la sotana y está a punto de caer, los
empleados lo observan con extrañeza, la ansiedad le impide
aclarar las ideas y recordar el emplazamiento de la obra y
tiene que consultar con el archivo.
Ya llega, no puede esperar el recorrido de la escalera desde
el extremo opuesto y acerca una silla, se sube y otra vez la
condenada sotana está a punto de hacerle caer y tiene que
aferrarse al borde de la balda, pero ya está allí, en el
espacio vacío que dejó la retirada del volumen que está en su
mesa de trabajo; pasa frenéticamente la mano por el piso de
la estantería y no halla ningún resquicio o resalto, tampoco
ningún desnivel, arroja al suelo sin consideración los
volúmenes vecinos al sitio que ocupara la Apocalipsis ante la
mirada atónita de un par de clérigos; nada, la maldita tabla
es maciza y no presenta ninguna anormalidad, la percute con
los nudillos en espera de oír sonido a hueco, pero no, sólida
madera que le ha despellejado los nudillos, allí no puede
esconderse nada, se aleja desconsolado, presa de una angustia
que le dificulta la respiración, no se resigna a dar todo por
perdido; de repente, se detiene y se aplica un feroz puñetazo
en el lado derecho de su cráneo exclamando en un grito.
¡Claro! ¡Idiota de mí! Acaba de darse cuenta de su error, el
compartimento oculto debía de estar bajo el sitio donde se
guardaba la Apocalipsis de Esdras... ¡En el tiempo de
Alejandro VI! Sin pérdida de tiempo, se dirige a los
aposentos del palacio Borgia, llega hasta la que fue la
cámara papal sin que nadie se lo impida, afortunadamente no
es todavía horario de visita en el Vaticano y los cuidadores
aún no han comenzado su tarea, sólo están los vigilantes de
guardia.
La puerta que comunica con el pasadizo que, con toda
seguridad, lleva al “scriptorium” secreto tiene que ocultarse
entre esas paredes, pero ¿dónde? Es consciente de que el
tiempo se acaba, se mesa los cabellos blancos y reza, Señor,
dame una señal, levanta los ojos que dirigió al suelo durante
la oración y se encuentra los de la bella y quinceañera Julia
Farnesio, que lo mira entre santa y pícara, desde el lienzo
del Pinturrichio, se acerca, lo examina y acaricia con la
palma de la mano los rizos de oro de la joven amante del
lujurioso papa, y allí, en un tirabuzón detrás de la oreja,
un relieve, lo presiona suplicante, trata de moverlo de
derecha a izquierda y viceversa y nada, no pasa nada.
Desesperado, grita:
—Señor, ¿por qué me haces esto? –Mientras, golpea con furia
la oreja de la Farnesio, y entonces le parece oír un quejido
y el ruido sordo que podría hacer un muelle al saltar, empuja
con todo su cuerpo el fresco de la adoración y éste se hunde
desplazándose unos cincuenta centímetros lateralmente, y un
tufo a humedad y encierro le sopla en el rostro. Luz,
necesita luz, mete rápidamente la mano en el insondable
bolsillo de la sotana y extrae de sus profundidades una
pequeña linterna que utiliza para estudiar al trasluz los
documentos.
Con una extraña mezcla de miedo, reverencia y curiosidad, se
interna por el pasadizo que nadie ha hollado en quinientos
años, lo recorre a paso acelerado sin reparar en las
telarañas que le envuelven el rostro ni en el olor a fétida
putrefacción; llega al “scriptorium”, allí está la mesa
asistida de las sillas, el facistol en el que Alejandro VI
debió de examinar el manuscrito, el resplandor de la linterna
surca de rayos de luz ansiosos, desordenados, pero
escrutantes, las paredes de la estancia hasta que, al fondo,
uno de los rayos se pierde en un agujero negro tras el que se
esconden los anaqueles de los libros secretos, y ya está la
linternita en un examen próximo, destripando su contenido.
Por breves segundos la curiosidad detiene el haz en alguno de
los enmohecidos lomos; dura poco, no son volúmenes ocupados
lo que busca sino volúmenes vacíos. De pronto, la luz ya no
se mueve, se ha detenido en el hueco dejado por un libro
ausente, se pone en puntillas, de pie, y examina con la yema
de los dedos la polvorienta superficie, las lágrimas se
desbordan y le nublan la visión, su dedo mayor ha tropezado
con un resalto, lo ha presionado y una pequeña rendija se
abre en el fondo, mete en ella la punta del dedo, lo desplaza
lateralmente y con él se desliza una tapa, mete la mano
entera en la gaveta descubierta y aferra con la delicadeza
con que lo haría un pequeño pajarillo un rollo de vitela
sujeto con una cinta, lo saca de su sitio trémulo de emoción.
Es consciente de que nadie lo ha tenido en sus manos en
quinientos años, sujeta la linterna con la boca y con ambas
manos extiende el pergamino y lee.
La sangre abandona en un principio su rostro y su cerebro
cree que perderá el sentido; no puede ser, después de tanto
esfuerzo, lo que tiene ante sus ojos no es otra cosa que un
reconocimiento de deuda de un tal Agostino Chigui con el papa
Alejandro VI. Ahora la sangre vuelve en oleadas furiosas de
ira, repite esta vez en un grito ¡no puede ser, Señor! No se
resigna, regresa a la gaveta, se eleva sobre la punta de los
dedos de los pies y, en un esfuerzo, dobla la mano para
intentar repasar el fondo del compartimento secreto y algo
cruje bajo sus dedos, se estira aún más y ya no hay dudas, su
mano tacta algo seco y friable.
Sin respirar, con toda la delicadeza de que es capaz, lo
extrae, se sienta en el suelo y lo examina a la luz de la
linterna, casi no puede ver, pues los ojos se le han nublado
por el llanto, se trata de una escritura hebrea, ahora
encajaban todas las piezas del rompecabezas, la anotación
marginal de Alejandro VI: “Veritas emergit lumen infra
corruptio”, quería decir que la luz de la verdad estaba bajo
la corrupción, representada por el documento de Agostino
Chigui, y la anotación de Burckard: “papae corruptio
abscondere oscuridad et lumen”, significaba que el “magister”
sabía que el papa poseía ambos documentos y los había
escondido, pero no supo dónde.
Alexandra coge el teléfono sobresaltada, son las cinco de la
madrugada, siempre que el teléfono suena en esas horas le
provoca un estado de emoción y ansiedad que le impide
conciliar el sueño posteriormente.
—¿Padre Lorenzo? ¡Me ha dado un susto de muerte!
—Tienes que venir a la biblioteca inmediatamente.
—¿Ahora?
—Sí, ya mismo.
—¿Qué ha pasado?
—No puedo decírtelo por teléfono, ni desayunes ni te laves
los dientes, toma un taxi y ven.
—Comandante Esterman, parece que algo importante ha
acontecido; la chica ha recibido una llamada urgente del
padre Lorenzo conminándola a ir al Vaticano a toda prisa.
—Muy bien, Fritz, localice al cabo Tornay y dígale que se
presente inmediatamente en mi casa.
—Gran maestre, disculpe que lo moleste en esta hora, pero hay
novedades importantes: la señorita Della Rovere ha sido
requerida con urgencia por el padre Lorenzo y el comandante
Esterman me ha citado en su casa.
—Asegúrese de que también esté presente la señora Esterman.
—Pero ¿cómo puedo estar seguro de que estará allí?
—Es asunto suyo, pero tiene que conseguir que Gladys Meza
esté allí, y su misión habrá terminado y podrá dejar la
guardia con un importante puesto en Zurich.
—Padre Lorenzo, ¿está seguro de que ésta es la auténtica
carta?
—Como mínimo tiene quinientos años; tú me dirás si tiene dos
mil cuando estudies sus caracteres, cosa que tendrás que
hacer sin darte una hora de sueño.
—Necesito entonces llevar una copia a casa.
—Ni lo sueñes, esto es demasiado importante, ni siquiera aquí
estaremos seguros.
—Padre, si no estamos seguros en el Vaticano, ¿dónde lo
estaremos?
—Mira, Alexandra, hasta que esto se revele corremos un gran
peligro; lo que vas a hacer es partir esta misma noche para
España. Allí te llegarás a un pequeño pueblo llamado Silos en
el que existe un monasterio que facilita celdas para retiros
espirituales de seglares. Una vez en el monasterio, pide
hablar con el padre Teobaldo y le dices que yo te envío para
retirarte a estudiar la verdadera palabra; él es uno de los
miembros de nuestra poco numerosa secta.
—Pero ¿y usted?
—Yo me reuniré contigo lo antes posible; voy a sacar una
fotocopia del documento para que tú te lo lleves y yo
guardaré conmigo el original.
—Papá, tengo que salir urgentemente de viaje para España.
—¿Qué pasa, que te has echado por fin un nuevo novio? ¡Cuánto
me alegro, hija!
—No es eso, papá, se trata del asunto del Vaticano. Ha
aparecido un antiguo documento que tengo que traducir y para
ello me voy a encerrar en un monasterio hasta que complete mi
trabajo.
—¿En un monasterio de España?
—Sí, papá, en Silos, ese de los monjes que sacaron un disco
con cánticos gregorianos.
—¿Quieres que te lleve?
—No, papá, esto debe permanecer en el máximo secreto, ni
siquiera he querido decírselo a mamá, por favor, no hagas el
menor comentario con nadie.
—No, hija, ¡por Dios! Con quién habría de comentarlo...
—Papá necesito que me prestes algo de dinero, me dio apuro
pedírselo al padre Lorenzo, pero yo no tengo una lira.
—Descuida, hija, espera un poco que voy a la caja y te daré
tres mil dólares.
—Eso es demasiado, papá.
—Seguro que se te ocurrirá comprar muchas cosas en España.
—Ah, papá, ¿sabes una cosa?
El padre Lorenzo, en el mismo sitio donde se ocultaba el
escrito arameo, ha hallado un documento en latín, fechado a
finales del siglo XV, en el que un banquero reconocía haber
adquirido una deuda de considerable valor con el papa
Alejandro VI, y esto es lo que nos ha traído de cabeza y
confusos, ya que las alusiones a la Apocalipsis de Esdras que
hacía Burckard en su diario eran referentes de ese documento,
y parecían coincidir con las anotaciones que hacía el papa en
esa Apocalipsis, y no eran otra cosa que pistas que dejaba
para revelar el sitio donde lo había escondido, mezcladas con
traducciones al latín de la misma carta de Santiago,
seguramente para dejar constancia de que conoció el contenido
de la carta y no quiso revelarlo, pero dio órdenes a su primo
Francisco para que crease una especie de orden secreta con el
fin de custodiar el escondite de la carta.
—¡Menuda historia me estás contando! Me parece que tú y ese
vejete cura español estáis un poco locos.
—Por Dios, papá, no tomes esto a broma y no lo comentes con
nadie.
—Por supuesto que no lo comentaré con nadie, y eso de tomarlo
en serio, ¿quién fue el primero que te dijo que todo esto
podía ser muy peligroso?
—Tú, papá, dame un beso y deséame suerte.

España, Monasterio de Silos


En la celda del padre Teobaldo la electricidad se siente en
el ambiente. Alexandra no ha querido anticipar sus progresos
a ninguno de los dos viejos clérigos, que han esperado
pacientemente los dos días que le ha llevado la traducción
completa del documento.
—Queridos padres, puedo deciros con certeza que el documento
que he traducido corresponde, sin ningún género de dudas, al
comienzo de nuestra era. Yo no soy versada en religión; pese
a ello, intuyo que lo que se dice es de suma gravedad. Aquí
os lo entrego y vosotros decidiréis lo que debe hacerse.

Algún lugar de Galilea, siglo I

Este encabezamiento es personal, para datar el documento


según los caracteres y sintaxis utilizados. Para la
traducción he preferido seguir el sentido del texto según los
modismos a la usanza de la cultura y la época, sirviéndome
para ello de la correlación con otros textos de la época,
como los manuscritos del mar Muerto, en lugar de utilizar la
traducción literal, por otro lado muy difícil de realizar
directamente del arameo y que puede conducir a graves errores
interpretativos.
Alexandra.
De Jacob, hermano de Jeshua, el rabí santo, cuya venida fue
anunciada por las profecías y su camino preparado por Juan,
llamado el Bautista, hermano de la luz de los esenios, que
habitan el desierto en la pureza del estudio de las Sagradas
Escrituras, y hablando por boca del rabí me dirijo a Saulo de
Tarso.
Hermano... dices en tus prédicas que mi hermano se apareció
ante ti cuando hacías el camino de Jerusalén a Damasco
enseñándote el camino verdadero que lleva a la luz, y tomaste
en ese momento conciencia de la oscuridad que rodeaba a aquel
por el que a ciegas andabas.
¿Cómo osas contar tales embustes tú, que has servido primero
a los gentiles, adoptando sus costumbres tan distintas de las
del pueblo de Israel? No dudaste incluso de cambiar el
sagrado nombre del rey Saúl, con el que te honraron tus
padres, por el de Saulo para hacerlo más grato al oído
heleno.
Luego, de regreso a la tierra prometida por Elohim a Moshe,
te sumaste a la corte de los fariseos rindiendo pleitesía al
sacerdote impío, y susurraste a su oído el nombre de Esteban
como seguidor de las enseñanzas de mi hermano Jeshua,
consiguiendo del sanedrín la condena a morir por lapidación a
nuestro querido Esteban.
Yo te digo que ninguno como tú es más odioso a los ojos de mi
hermano. He tenido noticia de la epístola que diriges a los
corintios, en la que les dices con hipócritas palabras: “No
unciros en yugo desigual con los infieles, pues ¿qué relación
hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué armonía entre el
ungido y Belial?
¿Qué participación entre el fiel y el infiel? Y yo te
pregunto, ¿cómo tal dices dirigiéndote a los incircuncisos
goyim? ¿No dijo acaso mi hermano: “No toméis el camino de los
gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más
bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel”? Tú, Saulo,
sirves a la corte del sacerdote impío, maquinas para
corromper la Torah llevando el mensaje de Cristo, el ungido,
mi hermano, a las naciones.
¿Quién sino tú une el yugo de los gentiles al carro de los
judíos, buscando con ello la destrucción de aquellos que son
fieles al maestro de justicia?
Ignoras las palabras de mi hermano cuando dice: “No penséis
que he venido a abolir la ley de los profetas. No he venido a
abolir sino a dar cumplimiento”.
Quieres también corromper a Simón y lo tientas con engañosas
palabras, y entregando tú personalmente a la Iglesia
cristiana de Jerusalén el dinero que recaudas en las escuelas
que dejas al paso de tu prédica en tierras de gentiles, con
todo ello quieres torcer la voluntad de Simón, tentándolo,
como hizo Asmodeo con nuestro primer padre Adán, para que
viaje al centro de perdición, donde se adoran falsos dioses y
donde tú, falso profeta, pretendes crear una iglesia
apropiándote de las enseñanzas de mi hermano, al cual no
tuviste la dicha de conocer, pero Simón no irá a Roma sino
que difundirá la palabra de mi hermano en Jerusalén y en las
ciudades que habitan los descendientes de aquellos que Moshe
trajo de regreso de Egipto para morarlas, y a ti, desde aquí,
te maldigo y te digo que Adonais hará de tu estirpe una raza
maldita. ¿Dices que Yahvé te indicó que la llegada de mi
hermano iniciaba el fin de todos los credos, dando comienzo a
la llegada de los nuevos tiempos? ¡Y esto afirmas cuando en
la epístola que diriges a los gálatas dices que la ley de
Moshe en manos del pecado puede convertirse en un poder
esclavizador! Tu interpretación de la ley es aún más perversa
que la de los fariseos, pues no sólo la profanas exponiéndola
a los gentiles, también blasfemas sobre ella.
Aún puedes rectificar, Saulo, y retornar –como el hijo
pródigo de la parábola de mi hermano– al seno de la ley de
Moshe, reniega de los gentiles, aléjate del reino de Goyim y
regresa al seno de tus hermanos, súmate a los seguidores de
Jeshua, fieles al espíritu del maestro de justicia, arranca
la hiel de tu corazón.
¿Cómo estamos, querido lector?
Con toda seguridad que ya has dejado deslizar por la yema de
tu pulgar derecho –o izquierdo, en el caso de que seas zurdo–
las páginas que restan y ya sabes que son muy pocas, de modo
que estamos casi en la despedida. Por otro lado, finalmente,
te has enterado del contenido de la carta que no hemos
desvelado hasta el final. No sé si para ti ha constituido una
sorpresa, no lo ha sido en absoluto para mí, ya sabes que,
sin ninguna pedantería de mi parte, puedo decir que no se me
escapa nada, o bien, si ponemos una pizca de humildad, casi
nada. Te estarás diciendo que aunque sean pocas la páginas
que quedan, son muchos los cabos sueltos y que tú no me has
aguantado tantas hojas para que ahora te deje a medio saber o
apele a tu imaginación –como hacen algunos– para construir el
final; tienes toda la razón y no seré yo, mientras me dure un
segundo la facultad del habla, quien no la aproveche para
enrollarme más que una persiana.

Ciudad del Vaticano, siglo XX

Estamos en el apartamento del sencillo edificio de tres


pisos, de los pocos que componen el censo urbano de la ciudad
del Vaticano, que ocupa el matrimonio que forman el
comandante Alois Esterman y su esposa, Gladys Meza. Se
encuentra reunido con ellos el cabo Cédric Tornay, los dos
primeros sentados en un sofá de tres cuerpos de imitación de
cuero, y el cabo Tornay en uno de un solo cuerpo, a juego con
el primero; se interpone entre ellos una mesa baja de madera
y vidrio que sirve de apoyo a tres vasos de cristal y boca
ancha llenos hasta la mitad de whisky, en el que flotan
algunos cubos de hielo.
—Cédric, esta misma noche desmantelarás toda la instalación
de la casa de Alexandra y daremos por finalizada la misión.
—¿Esta misma noche?
—Sí, la muchacha saldrá de viaje y el piso estará desocupado.
—¿Se ha averiguado algo? –interviene Gladys.
—Parece que sí, pero el Santo Padre ha perdido interés en el
asunto y todo el resultado de las pesquisas va a ser
archivado –responde Alois.
—¿Qué tienen que ver los Chigui en todo esto? Simonetta está
histérica y paranoica –insiste Gladys.
—En realidad nada, nos han hecho seguir una pista falsa.
Ellos están interesados en un documento mercantil de
quinientos años de antigüedad y de dudosa validez, pero hay
un individuo al que dicho documento le interesa tanto como
para matar por él, y ya se ha cargado a un empleado de esos
banqueros de pacotilla, pero resulta que el señorito es un
jefazo de la masonería, partidario de la disolución de la
guardia suiza.
Aquí, en este portafolios, tengo todas las pruebas que lo
incriminan sin lugar a la duda razonable, de modo que la
justicia italiana nos hará el favor de deshacernos de este
molesto individuo.
—Comandante, ¿puedo llevar la documentación al inspector
Leonardi?
—No, Cédric, no es que no confíe en ti, pero esto es algo que
quiero hacer personalmente, y no será un inspector quien
reciba este maletín sino el juez anticorrupción.
Suena el timbre de la puerta del apartamento, con sobresalto
del matrimonio y absoluta indiferencia del cabo Cédric
Tornay, que continúa paladeando la bebida.
—¿Esperas a alguien, Gladys?
—No, ¿y tú, Alois?
Deniega con la cabeza el comandante.
—Yo abro –se ofrece el cabo.
Abre la puerta y da paso al interior del apartamento a un
hombre. El comandante, al reconocer al recién llegado, se
levanta y lo recibe con una sonrisa algo irónica dibujada en
los labios.
—Pase, pase, “comendatore”, no esperaba verlo tan pronto, y
menos de visita en mi casa.
—Supongo que apreciará un buen whisky, “comendatore” –comenta
Gladys mientras sirve una cuarta copa.
El recién llegado trae consigo un bolso de cuero de
considerables dimensiones, de los que se abren por arriba; lo
deposita en la mesa baja entre los vasos.
—Le agradezco el trago, Gladys.
Da un buen trago y comenta:
—Excelente, ahora quiero, de alguna forma, retribuir vuestra
hospitalidad.
Y diciendo esto, abre el bolso y saca del interior un fajo de
billetes de cien dólares que arroja sobre la mesa.
—¿Qué significa esto? –exclama el comandante.
—El bolso está lleno de fajos como éste –es la lacónica
respuesta que da el recién llegado, mientras introduce
nuevamente la mano en el interior del bolso, pero en esta
oportunidad la saca del mismo empuñando una pistola Sig Sauer
de nueve milímetros provista de un silenciador. Antes de que
el comandante pueda reaccionar, el visitante le dispara dos
tiros a bocajarro, el primero le da en un hombro y el
segundo, en el pómulo derecho; a continuación, gira el arma
hacia Gladys Meza, que recibe un único disparo y cae
fulminada. Sólo han transcurrido unos pocos segundos y ya los
reflejos del cabo Tornay comienzan a desbloquearse cuando una
voz metálica, que proviene del mismo que ha efectuado los
disparos, le dice:
—Tranquilo, cabo, la misión ha terminado.
La expresión de asombro que se dibuja en la cara del cabo
apenas tiene tiempo de cambiar a sorpresa cuando ve
levantarse el cañón del arma en dirección a su rostro y
recibe una bala que le penetra por la boca y le revienta al
salir del cerebro.
A continuación, la inesperada visita arrastra los cadáveres
hasta un pequeño despacho que el comandante tenía instalado
en una de las habitaciones, dispone el cuerpo del cabo boca
abajo, retira el silenciador al arma, colocándola, luego de
limpiarla con un pañuelo, debajo del cadáver de Cédric
Tornay; previamente ha cacheado rápidamente el cuerpo para
comprobar que no lleva su arma reglamentaria –idéntica a la
utilizada para cometer el triple homicidio– encima.
Por último recoge con una mano el maletín en el que el
difunto comandante guardaba las pruebas que lo incriminaban
en el asesinato de Carlo Giacobone y el asunto de la trama
Chigui; con la otra, el que él mismo había traído, y como no
dispone de más manos, deja la puerta entreabierta cuando
abandona el apartamento.
Vecina al cuartel de la guardia suiza, se alza la pequeña
iglesia de los santos Martín y Sebastián.
En ella, tres catafalcos alojan los cadáveres de los esposos
Esterman y del cabo segundo Cédric Tornay. Juan Pablo II es
asistido para arrodillarse, cercano a los féretros se cubre
la cara con las manos y parece rezar, su mente errática trata
de encajar las piezas de este horrible crimen ocurrido tan
cerca de él; había algo que pugnaba por abrirse camino en la
confusión que imperaba en su cerebro, él mismo había
encomendado al fallecido una misión, se trataba de algo
personal relacionado con una joven, ¿cómo se llamaba? Y algo
que Albino Luciani le había transmitido, nuevamente venía a
su cabeza esa cita de Lucas, “La verdad os hará libres”, era
muy extraño. ¿Qué relación podía haber entre su antecesor,
una joven cuyo nombre no podía recordar y el jefe de su
guardia? Sin embargo, estaba seguro de que le había confiado
una misión importante y personal; de todos modos, había
muerto, de modo que no podía preguntárselo. Su secretario le
había dicho que debía hacer un nuevo viaje. ¿Es que quedaba
algún sitio que no hubiese visitado?
Un leve carraspeo a sus espaldas lo trae de regreso a la
capilla ardiente, debe hacer el responso, alguien le entrega
el papel con el texto que debe leer: “Señor, acoge junto a
ti, en la paz, a tus siervos Gladys Meza y Alois Esterman,
que era una persona de mucha fe y profunda entrega al deber,
que durante dieciocho años me prestó un servicio fiel y
valioso que yo le agradezco personalmente. Te suplico
misericordia para Cédric, que ahora se encuentra ante tu
juicio”.
Hoy me han hablado, literalmente, se han dirigido a mí
directamente, es tan poco lógico y fuera de crédito como que
a mí mismo se me haya dado el raro privilegio de articular el
pensamiento, dando a la abstracción un código de palabras con
las que me he puesto en contacto contigo y te he contado esta
sarta de verdades enhebradas con el hilo de la imaginación, y
alguna que otra licencia. ¿Lo ves?
No puedo evitar el irme por los cerros de Úbeda; es que sé
que estoy apagándome, que dejaré de existir, que perderé la
maravillosa noción de ser y comunicarme, he de tomarlo con la
resignación con que debe tomarse todo aquello que no podemos
cambiar. Te decía que aunque probablemente no fuera así,
aquel cabrón que tenía ante mí parecía que sabía que yo lo
escuchaba. Lo que seguramente no sospechó es que estaba en
condiciones de contarlo.
Examinó meticulosa y parsimoniosamente todos los apuntes y
papeles que Alexandra guardaba en su desordenado ático, se
desenvolvía con la soltura de quien conoce a la perfección el
territorio en que se mueve y con la tranquilidad de quien
sabe que nadie va a molestarlo. El examen le llevó poco
tiempo, metió todo cuanto halló de interés en un bolso de
cuero, de esos que se abren por arriba, luego lo cerró y,
sacando un teléfono móvil de un bolsillo, interpuso entre él
y su boca un dispositivo electrónico para deformar la voz,
marcó un número, esperó a que la llamada sonara tres veces,
apretó luego el botón de rellamada y aguardó hasta que
alguien contestó del otro lado de la línea.
—Hola, sí, pueden salir inmediatamente. Los dos curas deben
sufrir un accidente mortal, quiero los documentos, pero a la
chica no tiene que pasarle nada, ni un cabello de ella tiene
que sufrir el más mínimo daño, ¿entendido?
Devolvió el teléfono al bolsillo y luego cogió una silla, la
arrastró hasta disponerla frente a mí, se sentó, sacó un
cigarrillo, lo encendió, aspiró una profunda bocanada, me
miró unos instantes y... ¡finalmente me habló!
—¿Qué tal, viejo? No lo hemos hecho tan mal, ¿verdad? Nos
hemos librado del jodido suizo, que, además de interponerse
en nuestro asalto al Vaticano, había metido las narices donde
nadie lo había llamado, y para redondearlo le hemos dejado un
buen embolado al español; a ver cómo explica el portavoz
Navarro la aparición de los tres cadáveres en el Vaticano.
Pronto los dos curas estarán junto a Dios –que es donde deben
estar–, y con los documentos en mi poder, ¡a ver quién es el
guapo que nos pone obstáculos en el Vaticano!
¿Qué va a pasar con mi hija? Nada, quedará desacreditada
profesionalmente si intenta dar a conocer lo que sabe, ya me
encargaré yo de convencerla de que lo mejor es olvidar todo
este asunto. Sigues siendo un magnífico interlocutor, sabes
guardar un secreto como nadie y eres un testigo al que no es
necesario eliminar. Además, continúas poseyendo esa cualidad
de ser el perfecto adulador, pues eres único para devolver
esa imagen juvenil y estilizada. ¿Que por qué me cargué a
Carlo? ¡Porque estaba jodiendo a mi hija en los dos sentidos
de la palabra! Además, Alexandra le había contado más de lo
conveniente. Ese mamón era el que más lo merecía.
Se levantó, se acomodó el nudo de la corbata, me guiñó un ojo
y luego se fue apagando la luz y cerrando la puerta con llave
desde fuera.
Te he dicho anteriormente que, debido a mi natural condición
de cosa, estoy al margen de cualquier condicionamiento moral,
que sólo sirve para complicar las relaciones entre vosotros
los seres humanos y vuestra conciencia, ente intangible que,
por cierto, sólo conozco por haberos oído hablar
frecuentemente de él, pero cuya existencia no me consta, ni
se desprende que así sea de la observación de vuestros actos.
Queda entonces claro mi carácter de amoral, pero no por ello
me son ajenos los sentimientos, y si muchas veces te he
confesado mi debilidad por el Borgia, puedes estar seguro de
que es Della Rovere quien saca de mí los peores reflejos. No
podía ser de otra forma, de casta le viene al galgo,
¡recuerda fue Giuliano della Rovere el peor enemigo de
Alejandro!
¿Que quieres saber qué aconteció con Alexandra y los padres
Lorenzo y Teobaldo? ¿Si finalmente el padre de Alexandra se
salió con la suya? ¿Si la carta de Santiago vio la luz
pública? ¡Caramba, lo quieres todo servido! Y yo percibo que
se acerca la medianoche y el encantamiento cesará, mi carroza
devendrá en calabaza y yo tornaré a ser un objeto reflejante;
en el último esfuerzo de mi agonía, sin fuerzas ya para ser
yo quien te lo diga, te remito a la hemeroteca.
Adiós, amigo, gracias por haberme dado la vida escuchándome–
leyéndome, y por haberme acompañado hasta el final.
La Voz de Burgos, Sucesos
Accidente mortal en la Nacional I ... el conductor del
turismo, un sacerdote del monasterio de Silos, murió en el
acto; su acompañante, también sacerdote, en estado de muerte
cerebral ha sido trasladado al hospital...

Sala de prensa de la Santa Sede, Boletín 184

El comandante en jefe del cuerpo de la Guardia Suiza


pontificia, coronel Alois Esterman, fue hallado sin vida en
su domicilio junto a su esposa, Gladys Meza, y el cabo
segundo Cédric Tornay.
Los cadáveres fueron encontrados poco después de las 21 horas
por una inquilina del apartamento contiguo, alertada por los
fuertes ruidos. Un primer reconocimiento superficial permite
afirmar que los tres murieron por disparos de arma de fuego.
Bajo el cuerpo del cabo segundo se encontró el arma
reglamentaria del mismo. Las investigaciones serán dirigidas
por el juez único de la ciudad del Vaticano, Gianluigi
Marrone...
Boletín 186, divulgado por la sala de prensa de la Santa Sede
Declaración del portavoz Navarro Valls: “...de una primera
comprobación de los hechos y de los resultados de las
autopsias se deduce que el cabo segundo Cédric Tornay, tras
haber disparado dos veces con su pistola reglamentaria contra
el comandante Esterman y una vez contra la esposa del
comandante, se quitó la vida.
“Se confirma que las exequias serán celebradas por el
secretario de Estado, cardenal Angelo Sodano, esta tarde a
las 17 horas en el altar de la cátedra de la basílica
patriarcal vaticana”.
Il Giornale
Policía italiano manifiesta dudas y desconcierto.
“...¿Por qué no actuó la policía italiana? Dentro de los
límites del Vaticano han sucedido cosas raras y especiales,
por decirlo de algún modo. Mis compañeros tuvieron
conocimiento inmediato del triple crimen, pero cuando se
presentaron en el lugar de los hechos, fueron invitados a
retirarse.
Nunca antes se actuó de semejante manera, tantas prisas,
mucho nerviosismo y, sobre todo, un continuo circular de
gente rara, que nunca habíamos visto. Todo esto huele a
cuerno quemado, ni siquiera nos agradecieron el habernos
personado...”

Panorama
Entrevista a Muguet Baudat, madre del cabo segundo Cédric
Tornay.
—¿Qué contenía la cartera negra?
—No tengo ni idea, pero desde entonces no he dejado de atar
cabos y recordar detalles. Recordé que mi hijo me había dicho
en otoño: “Estoy haciendo con unos amigos una investigación
del Opus Dei en la guardia”.
—Pero ¿por qué razón tendrían que haber elegido a su hijo?
—No olvidemos, además, que en la casa de los Esterman se
encontraron cuatro vasos usados; estaba presente una cuarta
persona.
¿Quién era?

Vaticano, Secretaría de Estado


Mediante un decreto del 5 de febrero de 1999, el juez
instructor del Tribunal Vaticano, abogado Gianluigi Marrone,
ha decidido el archivo de las diligencias.

Epílogo

Alexandra della Rovere fue hallada en su domicilio muerta por


una sobredosis de barbitúricos sin signos de violencia. Su
amiga Sandrina sugirió que no había sido capaz de superar la
muerte de su amante; su madre sostuvo siempre que su hija fue
asesinada a causa de un trabajo de investigación que estaba
realizando por encargo del mismo papa.
Las investigaciones realizadas por la policía judicial
italiana con la colaboración de la guardia suiza no
encontraron ningún elemento que avalase la tesis del
asesinato. En su domicilio se halló abundante material del
trabajo que realizaba a cuenta del museo Metropolitano de
Nueva York sobre los manuscritos del mar Muerto.
El caso fue archivado como suicidio.
El arquitecto Della Rovere murió al despeñarse el automóvil
que conducía por una carretera de montaña cercana a la ciudad
de Montecarlo. Unos excursionistas declararon a la policía
que una caravana “autoportant”, que circulaba en sentido
contrario, lo sacó de la carretera, provocando el accidente;
la caravana no fue identificada.
La banca Chigui fue absorbida por un gran banco suizo, que
compró a la familia la totalidad de las acciones.
La carta de Santiago no fue hallada y ningún medio
informativo dio razón de su existencia; no obstante, la
leyenda se mantiene.
Es posible que los padres Lorenzo y Teobaldo hayan puesto a
salvo el original y su traducción en manos de algún otro
miembro de la secta de los Guardianes de la Verdadera
Palabra. Por otro lado, el cohen judío Adonías puede haber
mantenido la copia que llevó consigo cuando salió de Roma
hace quinientos años.
El espejo parlante languidece silencioso en un oscuro sótano
de la casa de subastas de arte Sotheby.s, devuelto a su
natural condición de objeto inanimado, observándolo todo y
acumulando reflejos, esperando que el milagro se repita
nuevamente.
Él puede esperar, su tiempo es mucho más largo.

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