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María teresa ronderos
en humor

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© 2007, María Teresa Ronderos
© De esta edición:
2007, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A.
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• Santillana Ediciones Generales, S. L.
Torrelaguna, 60.28043, Madrid

Diseño de cubierta: Ana María Sánchez B.

ISBN: 978-958-704-609-0

Printed in Colombia- Impreso en Colombia


Primera edición en Colombia, diciembre de 2007

Todos los derechos reservados.


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por escrito de la editorial.

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Para Horacio, Matías y Agustín,
que me hacen reír tanto

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Contenido

Prefacio y agradecimientos. ................................................ 9


Prólogo
Pájaros solitarios..................................................................... 13

Rendón en cuerpo y alma..................................................... 17

Las batallas de Klim............................................................ 113

Osuna, un pensamiento libre.......................................... 205

Un Garzón terrible..............................................................293

Retrato aVladdo.................................................................... 361

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Prefacio y agradecimientos

H ace cuatro años nació la idea de 5 en humor. Tal vez,


después de una intensa y gratificante investigación, lle­
na de ires y venires y cambios de rumbo, ya poco quede de ella.
Pero yo tampoco soy la misma. Aprender nos cambia. Reírnos,
también.
Este libro presenta a los lectores los perfiles de cinco gran­
des humoristas políticos del siglo xx en Colombia. Los cinco
que he escogido han marcado época; por eso conocer sus ex­
traordinarias vidas también es una manera de hacerle la prue­
ba ácida a la historia nacional. Son tres caricaturistas, un colum­
nista y un actor de televisión, en orden cronológico: Ricardo
Rendón (1894-1931), Lucas Caballero, Klim (1913-1981),
Héctor Osuna (1936), Jaime Garzón (1960-1999) y Vladimir
Flórez, Vladdo (1963). Todos ellos tienen en común el haber­
se metido con los temas más espinosos de la política criolla y
haber caricaturizado a los protagonistas del poder colombiano
con nombre y apellido. Se han burlado de todos los presidentes
de la República, de políticos, empresarios, artistas y militares, de
los más temibles jefes del narcotráfico, la guerrilla y el parami­
litarismo, de sus colegas periodistas y, por supuesto, también de
sí mismos.
Recordar sus vidas es una manera de tener presente que la
irreverencia es una virtud preciada y escasa que es bueno cul­

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tivar. Es una vacuna formidable contra los gobernantes y de­


más personajes que sufren de excesiva importancia y comienzan
a sentirse todopoderosos e irremplazables. La gente, cómplice,
sonríe porque sabe que el humorista dice lo que nadie se atreve
a decir en serio. Quizás por eso, porque «el aguijón siempre vie­
ne forrado de miel», como dijo hace tiempo el maestro Rendón,
es que su crítica es popular. El cariño de la gente por estos per­
sonajes también es resultado de que siempre los perciban de su
lado, el del más débil.
No están aquí todos los grandes humoristas políticos co­
lombianos. La lista completa es larga: desde Pepe Lápiz, de los
años treinta, con su dibujo excepcional; pasando por Humber­
to Martínez Salcedo, en los cincuenta y sesenta, con sus ácidos
programas radiales y actuaciones; hasta Tola (el mismo carica­
turista «Mico») y Maruja, y el equipo de la Luciérnaga de hoy,
que todos los días hurgan y ridiculizan a la pomposa política
nacional.
La investigación de este libro no habría sido posible sin la
ayuda, el ánimo y el excelente trabajo de documentación de la
periodista Camila González. Matías Godoy, estudiante de His­
toria, también pasó varias horas en los archivos consiguiendo
caricaturas y textos. Les doy las gracias muy especiales a ellos.
Fue fundamental para este trabajo la ayuda de Jairo To­
bón Villegas, historiador de Rionegro especializado en su cote­
rráneo Rendón, y Lucas Caballero, el único hijo de Klim. Los
dos dedicaron muchas horas a conversar conmigo y me abrie­
ron sus archivos personales con gran generosidad. Por supuesto,
agrade­zco también a Héctor Osuna y a Vladdo, que no sólo me
con­cedieron extensas entrevistas, sino que luego, con paciencia
infinita, precisaron datos y me autorizaron a publicar una am­
plia muestra de sus obras. Así mismo, Roberto Posada, Álva­
ro Montoya, Rafael Pardo, Carlos Ronderos, María Fernanda
Márquez y Eduardo Arias revisaron e hicieron comentarios va­
liosos sobre los capítulos.
El director de Semana, Alejandro Santos, me otorgó una
licencia de trabajo para dedicarme de lleno a la investigación

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inicial del libro y me dio su apoyo incondicional para que lo sa­


cara adelante. Él, Gonzalo Córdoba, Fidel Cano, Rafael Santos
y Juan Gabriel Uribe; Germán Santamaría y Cristóbal Ospina
de Diners; Yamid Amat y Clara Avellaneda del archivo de cm&,
también abrieron los archivos de sus medios para que yo los
consultara durante muchos días. Por su parte, los bibliotecarios
de la Universidad de Antioquia me dieron un gran apoyo para
documentar el trabajo de Ricardo Rendón.
Varios amigos me ayudaron a pensar la estructura de los
perfiles, a corregir el rumbo de la búsqueda, o me aportaron do­
cumentos valiosos; entre ellos, Gabriel Ronderos, Enrique Cala
y los colegas Jorge Cardona, Ernesto Cortés, Héctor Feliciano,
Ignacio Gómez, Gabriela Esquivada y Luis Miguel González.
Mis estudiantes del taller de perfiles del ceper, de la Universi­
dad de los Andes, elaboraron retratos de otros humoristas co­
lombianos que me ayudaron a conocer mejor este mundo.
Quiero agradecer particularmente a Santillana, a sus edito­
ras Pilar Reyes y Tatiana Grosch, y a Ana María Sánchez, Ca­
rolina López y Santiago Mosquera, por el cariño y la dedica­
ción que le pusieron al cuidado de la calidad de los textos y de
la diagramación de este libro. A Gustavo Mauricio García tam­
bién le quedo agradecida porque la idea original de este pro­
yecto surgió de una conversación con él, cuando era editor en
Santillana.
Antonio Caballero, editorialista y otro grande de la cari­
catura, no podía dejar de estar en este libro. Así que de él es el
prólogo.

María Teresa Ronderos

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Prólogo
Pájaros solitarios

L e dice el caricaturista Vladdo a María Teresa Ronde­


ros en este libro que el ejemplo de Osuna, su más veterano
colega, «me reforzó algo que siempre he sabido: la importancia
de la independencia». Y de Héctor Osuna mismo la autora se­
ñala que su rasgo más notable, al margen del talento, es la inde­
pendencia: nunca ha vacilado en hacer caricaturas «en contravía
de su propio periódico» (que era, y es de nuevo, El Espectador).
Pero ya había subrayado la misma característica en Ricardo
Rendón, el gran maestro del dibujo de humor de los años vein­
te y treinta del siglo pasado. Rendón «opinaba lo que pensaba,
estuviera o no de acuerdo con la posición editorial del director
de su periódico». Y buena parte del capítulo sobre el humoris­
ta Klim la dedica a narrar su estruendosa renuncia al diario El
Tiempo, donde publicaba su columna desde hacía medio siglo,
cuando sus directores pretendieron que moderara sus críticas al
gobierno. Y al hablar del cómico de televisión Jaime Garzón se
extiende sobre sus accesos de mal humor cuando los guionis­
tas de su programa no lo dejaban decir o actuar lo que quería,
exactamente como quería actuarlo y decirlo. El humor es un vi­
cio solitario. Los humoristas son pájaros solitarios. No patos de
bandada, sino aves de presa, que para volar alto tienen que volar
a solas, por su cuenta. No hay humor posible sin independencia,
y es por eso que el humor oficial no existe. Sería una imposible
contradicción entre los términos.

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De esa necesidad de independencia les viene a los humo­


ristas su (relativo) retraimiento social. Su timidez a veces raya­
na en la misantropía, que María Teresa detalla espléndidamen­
te en este libro en los casos de Héctor Osuna, el niño silencioso
que quería ser cura, y de Lucas Caballero, Klim, el ermitaño ur­
bano que jamás salía de su casa. La melancolía depresiva, que a
Rendón lo llevó finalmente al suicidio y a Garzón lo impulsa­
ba a bromas macabras, como la fingida transmisión radial de su
propio entierro desde el fondo de un ataúd de utilería de teatro.
Los humoristas son hombres solos, aislados por su propia posi­
ción de acidez crítica frente a la sociedad en la que viven. Una
posición crítica que los hace incomprendidos y a veces, incluso,
odiados y temidos. Su oficio es transgresor, irrespetuoso, irreve­
rente: no es de rebaño. Es tarea de lobo, no de oveja (o si acaso
de oveja negra).
La crítica conlleva riesgos. Todos los humoristas tratados
aquí por María Teresa Ronderos sufrieron amenazas, demandas
por injuria y calumnia, excomuniones de la Iglesia, puñetazos
en la calle, desafíos a duelo a pistola. Jaime Garzón fue asesina­
do. Y es que la crítica del humor es más difícilmente tolerable
por los poderosos que otras formas más académicas, porque va
más allá de la simple crítica social y política. Como dice Gabriel
García Márquez refiriéndose a Osuna «su ferocidad es mucho
más que política, porque es sólo moral». Y anota Alejandro Va­
llejo a propósito de Klim que «el humorista es un anarquista y
un inmoral». La censura moral (o inmoral, vista desde enfrente:
desde el lado del censurado) puede desatar furores que llegan,
como ya dije, incluso hasta el homicidio, y en consecuencia exi­
ge valor por parte del censor, y a ninguno de los relacionados en
este libro les ha faltado cuando ha sido necesario. Pero al hu­
mor no le basta con ser independiente, crítico y valiente: tiene
que ser también, y en primer lugar, veraz. No hay humor men­
tiroso. Cuando fue asesinado Jaime Garzón no se dijo que ha­
bían matado a un cómico, sino que habían matado «a uno que
decía la verdad».

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El humorista no puede mentir por la razón elemental de


que la mentira no produce risa: la risa es el resultado del cho­
que inesperado de una verdad que no habíamos visto. La exa­
geración o la simplificación —o sea, la caricatura— provocan
risa porque son un reforzamiento y una síntesis de la verdad:
las «cuatro líneas» que —según «Lenc»— le bastaban a Ricar­
do Rendón «para retratar a un individuo». Retratarlo, no defor­
marlo sino mostrarlo tal como es. El humorista es un testigo.
Pío Baroja, en un curioso ensayo titulado «La caverna del
humorismo» (y digo curioso porque Baroja no era un humoris­
ta, sino simplemente un cascarrabias), define al humorista con
dos palabras antitéticas: «un escéptico trascendental». La defi­
nición es un acierto porque sólo desde el escepticismo se pue­
den decir, paradójicamente, verdades trascendentales. Escéptico
es el que no se toma lo serio en serio, y en consecuencia es acu­
sado de frívolo o de vulgar, cuando se está limitando a decir lo
que ve: que el Emperador está desnudo, como recuerda Eduar­
do Caballero Calderón hablando del humor de Klim. En latín
macarrónico: in humor veritas, del modo que se dice in vino ve-
ritas. Ronderos cita una frase de Rendón: «Las caricaturas no
las hace el dibujante, sino que las hacen las víctimas. […] Lo
esencial de la caricatura no es el dibujante, sino el modelo».
De acuerdo: pero también el dibujante cuenta. La mejor
prueba de esto es justamente la calidad excelsa del dibujo del
propio Rendón. Pues el humorismo es un retrato de la reali­
dad, pero también es una retórica y una relojería: una técnica
de precisión y de elocuencia. Y un estilo. La línea sintética de
Vladdo. El histrionismo efusivo de Garzón. La prosa transpa­
rente de Klim.
Lo que falta por saber es si todas estas cosas de las que ven­
go hablando a propósito del oficio de los humoristas —el talen­
to y la forma, la independencia, el valor, la verdad— sirven de
algo. O si desembocan en la ineficacia y en la inutilidad. El Em­
perador está desnudo, pero no pasa nada.
Puede ser por eso que Rendón se pegó un tiro.

Antonio Caballero

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Rendón en cuerpo y alma

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i.

«Z amorita, tengo ganas de liquidar la existencia y al­


quilar el local», socarrón dijo Ricardo Rendón al pintor
Jesús María Zamora.1 Fue su único aviso. Nadie advirtió otra
señal. Era el martes 27 de octubre de 1931. Estaba vestido co­
mo de costumbre, chambergo de ala ancha, corbata de mariposa
descuidada, traje oscuro. Luto riguroso. El de siempre. «Frente
echada hacia atrás, mechón indómito, de amable y burlesca ex­
presión frente al mundo revuelto».2
Fue al cine a ver a Charles Chaplin. Su alma gemela, dije­
ron después. El Liberal había publicado una noticia: «Por en­
contrarse algo delicado de salud, el genial caricaturista Ricardo
Rendón se propone salir de Bogotá a pasar unos días de des­
canso…». El día anterior lo habían conversado con don Fabio
Restrepo, gerente de El Tiempo. Tomarse unos días. Irse a una
clínica. Rendón bebía demasiado. Se pusieron cita para cuadrar
el viaje. Miércoles a la 5 p. m. Nunca llegó.

1. Jairo Tobón Villegas, «Ricardo Rendón», en Cincuenta personajes de Antioquia, Academia


Antioqueña de Historia, vol. 12 de la Secretaría de Educación para la Cultura de Antioquia,
2003.
2. Esta descripción física está hecha a partir de las de Horacio Franco (en Rendón, Banco Co­
mercial Antioqueño), 1976 y Luis Vidales («Ricardón Rendón 1978», Magazine Dominical de
El Espectador, núm. 544, septiembre 26 de 1993).

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En la tarde del mismo martes fue al periódico. Lo vieron


«profundamente deprimido», escribió luego el cronista. Iba a
dedicarles a sus primas su precioso álbum de caricaturas en dos
tomos. «Meditó durante largo rato y pronunció algunas frases
que mostraban su estado de alma». Después, atestigua el repor­
tero, se le mejoró el ánimo. En lápiz azul dibujó dos esbozos y,
ya sereno, se fue. Diez y media de la noche. Pasó por la tienda de
ultramarinos La Gran Vía, «que atendía con aire de pompas fú­
nebres su propietario, Murillo hijo, siempre vestido de negro».3
Se sentó en el primer reservado y escuchó. Emilio Murillo to­
caba un pasillo en el piano.
Ricardo: —Muy inspirado. Me llega a lo profundo. —Y rió.
Su «risa cerebral y amarga».4
Emilio: —¿Quiere que le toque algo de Morales Pino?
Rendón asintió y siguió atento.5
Once y media de la noche. Caminó unos pasos, entró a su
casa alquilada de la calle 18, saludó a su madre. Se fue a la ca­
ma. Raro en él, que se amanecía en la calle, en los bares, obser­
vando, dibujando.
El miércoles 28 a las nueve de la mañana se despidió de do­
ña Julia. «Ya vengo, piense pues la idea mamá, porque mañana
voy a sacar al doctor Emilio Quevedo».6 Salió a la esquina. Ca­
lle 18 con calle Real. Centro de Bogotá. Un rato absorto. Ami­
gos recuerdan haberlo visto allí. Pasadas las diez, entró a La
Gran Vía. Estaba desolada. Josué Murillo lo vio sentarse en el
último reservado, al fondo. Rendón pidió una cerveza Germa­
nia. Costaba veinte centavos. Epifanio, el mozo, se la llevó en
el charol de la Cervecería Bavaria y salió de prisa. Tenía que ir
al banco a consignar. Atareado, don Josué se olvidó de su único
cliente. Rendón prendió un cigarrillo.
3. Alberto Lleras Camargo (mayo de 1976), en Rendón, op. cit.
4. Gabriel Cano (1975), «Tres nombres estelares de Antioquia», en Rendón, op. cit.
5. «Ayer a las 6 y 20 minutos de la tarde falleció el maestro Ricardo Rendón», El Tiempo, oc­
tubre 29 de 1931.
6. Adolfo León Gómez (Medellín, febrero de 1976), «Noticia biográfica», en Rendón, op. cit.

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ii.

Con su mamá se entendía bien. Se ilusionó porque pensó que


le alcanzaría a comprar una casa si el álbum de caricaturas
que había publicado dejaba buenas ganancias. Eran dos tomos.
Quedó perfecto. Había hecho cuentas con su amigo César Uribe.
Cuentas de la lechera. El libro no se vendió. Fue un fiasco.
Con su papá, en cambio, se había distanciado. Él le recri­
minaba el desorden, las borracheras. No fue siempre así. Cuan­
do niño eran cómplices. Vivían, como antioqueños importantes,
en una casona en el marco de la plaza colonial de Rionegro, un
pueblo de aire tibio en una montaña de verde intenso. Su papá,
Ricardo Rendón Echeverri, rector del Colegio de Varones de
Rionegro, era calígrafo. Él era el mayor de los tres hijos y, antes
de que su padre le enseñara a leer y a escribir, ya pintaba «mo­
nos» con lápices y carboncillos. Todo estaba a la mano. Cuando
vino Uribe Uribe al pueblo, su papá lo dejó ayudarle a decorar el

Ricardo Rendón en su estudio de Bogotá, 1917.

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pergamino que escribió para rememorar la fundación del pue­


blo. Tenía una bella caligrafía.7
A los seis o siete años se encerró en su cuarto un día y nadie
lo hacía abrir. Su mamá, Julia Bravo, golpeaba la puerta, angus­
tiada. Su papá lo llamaba, autoritario. Nada. Él no salía. No se
supo bien cómo entraron. Allí estaba, embadurnado de carbón.
Dibujos de mujeres y hombres llenaban las paredes hasta don­
de le daba la estatura de niño. Eran los campesinos que veía por
la ventana el día de mercado. El padre se sentó atónito, como si
pensara que su hijo era un prodigio.8
En unas vacaciones, siendo un adolescente con problemas
en el colegio por andar sólo pensando en el dibujo, se fue a la
mina de oro de unos ingleses, que su papá administraba, en el
cercano pueblo de Nariño. Como era su hábito, se puso a retra­
tar a los obreros. En cualquier parte. Una tarde hizo una figura
en carbón en una ventana de la casa donde se hospedaban. Un
inglés mandó arrancar la ventana y la hizo empacar para llevar­
se la pequeña obra maestra a su país.

iii.

Veinte minutos caviló Rendón en el apartado de La Gran Vía.


Entonces se oyó la descarga. Como un trueno sordo. Josué y los
demás empleados corrieron a mirar. El vaso de cerveza vacío en
la mesa, el chicote a medio apagar. Escrito con lápiz en la ban­
deja de Bavaria: «Suplico que no me lleven a casa». El último
dibujo: un cálculo del trayecto de la bala entrando al cráneo.
Rendón, de costado, en el piso. La Colt calibre 25 al lado. Nadie
supo de dónde la sacó. Un hueco en su sien derecha. La sangre
formando un charco. Respiraba aún. A estertores.

7. El pergamino todavía está expuesto en el salón del Concejo de Rionegro.


8. Relato que le hizo el papá de Rendón, Ricardo Rendón Echeverri, al padre de Jairo Tobón
Villegas, Enrique Tobón, en Rionegro, transmitido a la autora por el maestro Jairo Tobón en
Rionegro en 2006.

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iv.

«Entre la materia y el espíritu —le había dicho hacía tiempos


Ricardo al cronista Luis Tejada, su amigo y coterráneo— no
puede existir solución de continuidad: constituyen en reali­
dad la misma sustancia; sólo que el espíritu es un aspecto de la
materia demasiado sutil para que los sentidos lo aprecien y lo
perciban con precisión. Pero, como se ha logrado condensar el
hidrógeno, se logrará condensar el espíritu hasta reducirlo a só­
lidos, entonces se podrá comprar por gramos en las boticas, y
se comprarán también la imaginación y el pensamiento, adqui­
riremos media onza de imaginación en la tienda de la esquina,
cuando la necesitemos, y podremos guardar en un frasco el es­
píritu de nuestra novia muerta».9
Eso fue como seis años después de su historia con Clari­
sa. Todavía vivían en Medellín. Su familia se había mudado allí
desde que él tenía catorce o quince años. Había repetido varias
veces primero de bachillerato y, por fin, su papá lo matriculó en
la escuela de Francisco Antonio Cano, el maestro de tantos pin­
tores antioqueños. Después se fue al Instituto de Bellas Artes.
Conoció a varios de los que se volvieron sus amigos, al pintor
Tisaza y a Nano, el músico. Y a Rafico. A él le contó su secreto.
Se enamoró de Clarisa con locura. Ella también, pero su familia
no quería a un apóstata, bohemio, dibujante nocturno como él.
Les prohibieron verse. No les importó. Cuando ella quedó em­
barazada, Rendón saltaba de la dicha porque ahora sí no ten­
drían más salida que dejarla casarse con él.10 No fue así. En cas­
tigo, la familia la enclaustró y la puso a trabajar. Quizás era para
9. Luis Tejada, en Cromos, núm. 315, Bogotá, julio de 1922.
10. Esa historia la contó, muchos años después, Rafael Jaramillo al escultor Jairo Tobón. Aunque
ninguno de los relatos publicados sobre Rendón hace referencia a Clarisa, Tobón pudo confirmar
la autenticidad de esta historia con Jaramillo, y luego con Rita Jaimes, dueña de una taberna
bogotana y quien se había vuelto muy amiga y fue la confidente de Rendón en sus últimos años.
Rita le contó la historia con detalles a Tobón a mediados de los cuarenta, cuando éste la visitó
en su humilde casa de Bogotá (entrevista de la autora con Jairo Tobón). Además, la referencia a
la «novia muerta» en su charla con Tejada, el luto de toda la vida y el verso publicado en Panida
parecen confirmar la historia.

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ella ese soneto que publicó, con su seudónimo panida, Daniel


Zegrí, en el último número, el 10, de la revista Panida en 1915.

Soneto que publicó, con su seudónimo panida, Daniel Zegrí,


en el último número, el 10, de la revista Panida en 1915.

Su espera fue inútil. La muchacha se debilitó y murió. Des­


de entonces jamás lo abandonó un dejo taciturno, cierta leja­
nía permanente. Rita Jaimes supo cuánto sufrió él por Clarisa.
Ella era la dueña de la taberna que después frecuentó tanto en
Bogotá; gordita, bajita, fue su confidente. Él juró guardar luto
para siempre. Así estaba vestido, de negro, ese miércoles en La
Gran Vía.

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25

v.

Rendón estaba vivo. Murillo telefoneó a César Uribe Piedra­


híta. Él era un científico. Sabría qué hacer. El mejor amigo del
caricaturista herido. Urgente, que venga el agente de policía de
turno. El agente Eugenio Muñoz se reporta en seguida al jefe,
el teniente Gaitán. Gritan órdenes. Una ambulancia de la poli­
cía a La Gran Vía, la de la calle Real. De inmediato. Uribe: Que
lo lleven a la clínica más cercana, la de Manuel V. Peña. Allá lle­
gó. Entre varios lo alzaron. Con cuidado. Se nos muere. Raudo
salió el vehículo. La sirena, angustiada.

Su mejor amigo, el médico César Uribe Piedrahíta, 1917.

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vi.

Balada trivial de los 13 Panidas

i.
Músicos, rápsodas, prosistas,
poetas, poetas, poetas,
pintores, caricaturistas,
eruditos, nimios estetas;
románticos o clasicistas
y decadentistas, —si os parece—
pero, eso sí, locos y artistas,
los Panidas éramos trece!
ii.
Melenudos de líneas netas,
líricos de aires anarquistas,
hieráticos anacoretas,
dandys, troveros, ensayistas;
en fin, sabios o analfabetas
y muy pedantes, —si os parece—
exploradores de agrias vetas,
los Panidas éramos trece!
iii.
De atormentados macabristas
figuras lívidas y quietas,
rollizas caras de hacendistas,
trágicos rostros de profetas…;
satíricos y humoristas
y muy ingenuos, —si os parece—
en el café de los Mokistas,
los Panidas éramos trece!
[…]
Leo Legrís

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En febrero de 1915 salió a circulación la revista Panida.
Rendón ilustró cada número con dibujos y viñetas.

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El grupo de los Panidas se empezó a armar en una banca del


parque Bolívar en el centro de Medellín. Él, Ricardo, tenía vein­
te años, y León de Greiff, el poeta, su álter ego, diecinueve. Y los
otros oscilaban entre esas edades.11 Cada uno tenía su seudóni­
mo. El suyo, Daniel Zegrí; el de León, Leo Legrís. Ya había visto
su firma, Rendón, publicada en la revista Avanti, en los retratos
de Jesús Cock, Libardo López, Rafael Mesa, Gabriel Cano.
Pero Panida era lo propio, lo de ellos. Leo Legrís era quien
los coordinaba a todos. El nombre de Panidas fue en homena­
je al dios Pan, aquel flautista-pastor de la mitología griega que
protegía la naturaleza. El mundo hervía de revolución, guerra y
cambio. Había que sacudir, sacar a Colombia del atraso, escan­

Retratos publicados en la revista Avanti, 1912.

11. Los otros panidas, con seudónimos, fueron el pintor Teodomiro Isaza (Tisaza), el estudian­
te de arquitectura y caricaturista Félix Mejía (Pepe Mexía o C. R. Pino), el estudiante de inge­
niería Jorge Villa ( Jovica o M. Carré), el estudiante de medicina Eduardo Vasco (Alí Cavatini),
el cronista Libardo Parra (Tartarín Moreyra), el cuentista Rafael Jaramillo (Fernando Villalba),
el poeta Jesús Restrepo Olarte (Xavier de Lys o Jean Genier), el músico Bernardo Martínez
(Nano), el ensayista y filósofo Fernando González (Gonzálvez), el estudiante de derecho Jo­
sé Manuel Mora (Manuel Montenegro) y el músico José Gaviria Toro ( Joselyn) (Los Panidas
éramos trece, Exposición Didáctica, Sala de Arte, Biblioteca Pública Piloto de Medellín, julio
26 al 29 de 1995).

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29

Teodomiro Isaza (izq.) y Rafael Jaramillo (der.),


dos amigos panidas en el café El globo, 1914.

dalizar a los buenos burgueses de la industriosa Medellín, bus­


car excomuniones. A varios los habían expulsado del San Igna­
cio o del Instituto de Bellas Artes o de la Escuela de Minas por
cuestionar la educación formal, la rigidez.
Usaban cachucha y cachimba, fumaban y bebían tinto en
cantidades industriales en el cafetín-librería El Globo de Pacho
Latorre, que quedaba en los bajos de El Espectador. Jugaban aje­
drez hasta el amanecer.
En los últimos meses del año 14 planearon con esmero la
revista que iban a publicar para expresar su arte de vanguardia.
Alquilaron una oficina, si es que se podía llamar así al cuartucho
de dos por dos, lleno de trastos viejos, en el tercer piso del anti­
guo edificio Central, de propiedad de Pedro Nel Ospina. Ador­
naban las paredes las caricaturas y los dibujos de Pepe Mexía y
de Rendón y las mofas que se hacían unos a otros. Consiguie­
ron mecenas que les pusieron avisos, como la Sastrería Francesa
y el Almacén Británico, y otros que les ayudaron con el alquiler,
como el escritor Tomás Carrasquilla.12

12. La descripción de los panidas está hecha con base en los relatos varios de E. Livardo Ospina,
Alejandro Vallejo, Rafael Jaramillo, León de Greiff y otros en Los Panidas éramos trece, op. cit.

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Tres panidas

Jovica o M. Carré ( Jorge Villa), 1914.

Tartarín Moreira (Libardo Parra), 1912. Pepe Mexía (Félix Mejía), 1914.

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31

En febrero del 15 salió a circulación la revista. Pero desde


días antes, «Caruso», el voceador más conocido del centro de

Personajes vistos por Rendón en Panida, 1915.

la Villa, comenzó a anunciarla con entusiasmo. Costaba diez


centavos y podían suscribirse a seis números por cincuenta cen­
tavos. Panida salió diez veces, cada quince días, más o menos.
Allí ensayaron sus piezas literarias en papeles de diversas con­
texturas y colores. Allí publicaron a quienes admiraban: Rubén
Darío, Oscar Wilde, J. J. Restrepo Rivera, que eran dos herma­
nos con una sola firma.
Rendón labró sus grabados en madera y con buriles hechos
de hierros de paraguas. Mucho después, con la ayuda de César
Uribe, experimentó con losas para grabar en láminas de metal.
Así hizo los búhos que ilustraron La balada de los búhos estáti-
cos, de Leo Legrís, que causó tanta roncha, por rara y «ultra».

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32

Entonces eran trece. Pero no por mucho tiempo. El primero en


suicidarse fue Tisaza, a los veintitrés años.

vii.

El doctor Manuel V. Peña recibió al caricaturista moribundo.


Parte médico:

El maestro Rendón ingresó a mi clínica conducido


en la ambulancia de la policía, aproximadamente a
las 11 a. m. Estaba en estado comatoso y de shock,
respiración tipo Cheyne-Stockes y estertorosa, pu­
pilas más bien contraídas e iguales, pulso 70, tempe­
ratura 36,5.
Presentaba una herida en el ángulo posterior e
inferior del parietal, herida que sangraba abundante­
mente; en esta región tenía un gran hematoma sub­
cutáneo. Presentaba también una hemorragia en bo­
ca y tenía varios dientes rotos.
Se le aplicaron algunas inyecciones tónicas.
Radiografía: proyectil alojado en plena masa en­
cefálica, cerca del ventrículo lateral. Orificio hecho
por el proyectil en ángulo posterior e inferior del pa­
rietal derecho.13

El enfermo se agrava por momentos. Pulso más lento. Respira­


ción más estertorosa. La compresión cerebral por la hemorra­
gia aumenta. Consultas. ¿Qué opina, doctor Uribe Piedrahíta?
Otros distinguidos facultativos dan sus diagnósticos. Se ponen
de acuerdo rápidamente. Hay que descomprimir el cerebro, pa­
rar la sangre, desinfectar la herida. Siguiente paso: trepanación.

13. «Ayer a las 6 y 20…», El Tiempo, octubre 29 de 1931.

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33

viii.

Con la herida de Clarisa abierta, la tristeza lo invadía. Irse de la


estrecha Medellín era lo mejor que podía hacer. Panida murió
por falta de presupuesto. En Bogotá no sería un desconocido.
Leo y algunos de los otros ya habían partido. Desde que se in­
auguró La Semana, el suplemento cultural de El Espectador, en
Medellín, el 12 de septiembre de 1915, él comenzó a publicar
allí sus dibujos. La revista circuló desde principios del 16 tam­
bién en Bogotá. Hasta entonces, poco había hecho de carica­
tura política, apenas apuntes de la familia. De la gente común.
Su abuela, su hermana Olga durmiendo. El «cuarto azaroso»;
un sujeto pendenciero y enamorado que residía por los lados de
La Mosca, en Rionegro; el carro de la basura, apuntes de la vida
doméstica, sus acuarelas…

El «cuarto azaroso», sujeto pendenciero de Rionegro.

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«Atardecer», dibujo de fecha desconocida. Acuarela de la abuela pintada por
Rendón cuando tenía 18 años.

A los 17 años pintó a su hermana Olga (1911).

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35

Había urdido las travesuras de Los Geocorizos, panfletos


clandestinos en los que Eliseo Arango criticaba personajes. Él
los ilustraba y entre varios los repartían por debajo de las puer­
tas en las casas. También lo habían llamado para hacer publici­
dad. No había publicidad caricaturesca. La mejor idea suya fue
la del álbum de los cigarrillos Victoria. Hizo más de doscientas
figuras de personajes en estampas que venían una en cada caje­
tilla. El que las coleccionara todas se ganaba el álbum, también
ilustrado por él. La gente decía que no tenía gracia lo que hacía:
le salía demasiado fácil.

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36

En Bogotá quería hacer dibujos más fuertes, caricatura que


opinara. Se instaló en la buhardilla del tercer piso del Hotel
Metropolitano. Allí había seis habitaciones. Entre los ocupan­
tes, un relojero, un tenor, un estudiante. El barrio era bohemio,
intelectual. Todos llegaban a charlar por la noche. Él siempre
era el último. Aparecía a las tres o cuatro de la mañana.14
Por entonces se inventó lo de «La postal de la Semana». Un
comentario de lo que sucedía, un vainazo al presidente «godo»
de turno, Marco Fidel Suárez; otro sobre la indemnización que
pagaría Estados Unidos a Colombia por sus acciones en el fe­
rrocarril de Panamá…

14. Alfonso Ávila, en El Mundo al Día, Bogotá, octubre 31 de 1931 (reproducido en Ricardo
Rendón. Testimonios de su asombro).

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37

Entonces fue cuando lo llamó la bella revista Cromos, cuyo


propietario reciente era Joaquín Tamayo. Una página entera de
caricaturas de personajes, turnando con Robinet. A veces, viñe­
tas jocosas acerca de lo que era ir al cine, del veraneo, del hipó­
dromo. Y de vez en cuando algún apunte sobre lo que sucedía
en el momento. Experimentó con el dibujo, como cuando hizo
el retrato de Eduardo Castillo, uno de los contertulios de la re­
dacción de la revista.

La temporada de veraneo vista por Rendón, Cromos, 1920.

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En el cine y en el hipódromo, Cromos, 1919.

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39

En Cromos publicó casi cada semana


hasta 1922, cuando ya no pudo continuar
por su compromiso diario con La Repú-
blica, que había fundado en marzo Al­
fonso Villegas Restrepo para defender las
causas republicanas. Fueron días de tertulias
con gentes brillantes e ingeniosas. Era un
«escurridizo habitante de la noche»15 que
prefería tabernas sencillas como La Neiva­
na, donde departía con Leo Legrís y otros
jóvenes de provincia. Conservaban su dis­
tancia frente a la bohemia bogotana más
aristocrática.16 «Beban la bebida», como él
solía decir.
Un día, de regreso a su cuartico del
Metropolitano, un médico antioqueño, de
Marinilla, le dijo solemne al ver que casi
no comía:
—Maestro, usted va camino de una
enfermedad terrible: la tuberculosis.
—¿Sí? Lo lamentable es que usted ya
está enfermo, de una enfermedad que no se
cura. De marinillismo.17
Turbeculosis le diagnosticaron varias
veces sólo con mirarlo. Él intuía que de eso
no se iba a morir, en todo caso.

Alfonso López Pumarejo, Cromos, 1921.

15. Lino Gil Jaramillo, «Ricardo Rendón: el escurridizo habitante de la noche», reproducido en
El Espectador en 1987.
16. Maryluz Vallejo Mejía, A plomo herido: una crónica del periodismo en Colombia (1880-1980),
Bogotá, Planeta, 2006, p. 35.
17. Ávila, op. cit.

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40

ix.

¿Se podrá sacar la bala? Doctor Peña, no lo sé. La sala de ciru­


gía lista en un santiamén. Doctor Enrique S. Rey, hábil exper­
to, asístame usted. Ethel Smith puso la máscara de gases anes­
tésicos sobre el rostro del artista. Bisturí. Cortando. Penetrar
el cerebro genial. Algo se destapó. Estalló como un tubo roto.
Sangre en las batas blancas. En las paredes del quirófano. La
presión había cedido. Sutura. Veinticinco minutos había durado
la operación. Signos vitales en mejoría. Alivio.

x.

«Cuando se tiene pulso y se pega en el fulminante, la caricatura


es una fuerza poderosa. Es el ridículo, y el ridículo la más temi­
ble de las armas». Así había explicado a Nicolás Bayona Posada
el porqué del éxito de sus dibujos en aquella entrevista que le
dio para Cromos.
—El espectáculo de la vida no debe mirarse nunca con ge­
melos comunes. Aburre muy pronto por su monotonía y su po­
ca gracia. Los lentes cóncavos o los convexos lo desfiguran un
poco, y al desfigurarlo lo colman de atractivos. Mirar a los hom­
bres y los acontecimientos a través de un cristal de esa clase: ahí
está el secreto de los caricaturistas.
—Muy sencillo —dijo Bayona.
—Muy sencillo, pero muy complicado —le respondió él—.
Usada la hipérbole con moderación, toma nuestro lenguaje una
vivacidad que no tenía; si abusamos de ella, el arma se volverá
contra nosotros. Es el caso de los lentes de que hablamos. Hay
que graduarlos de tal modo que la figura no produzca repulsión.
Que llegue a lo cómico pero no a lo grotesco… Los buenos epi­
gramas tienen el aguijón forrado en miel.18
Su dibujo, seco, parco, de pocos trazos firmes y, a veces, le­
yenda certera, dio en el fulminante año tras año durante una
década. Desde 1921 hasta 1931. Desde el dominio conservador
18. Nicolás Bayona Posada, «Reportaje al maestro Rendón», Cromos, 7 de junio de 1930.

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41

hasta el triunfo liberal del 30. Quiso apurar al país a que entra­
ra al siglo xx, a la civilización, al debate pacífico de las ideas:
no más oscurantismo, guerra, prohibición, pobreza. El sarcasmo
era su arma, y con ella pretendía derrumbar el conservaduris­
mo filosófico, que en Colombia estaba en la entraña del Partido
Conservador.19 Sus años productivos se desenvolvieron en una
época prolífica para diarios y revistas, por ser una de las más di­
versas en política. Se fundó el Partido Socialista, y surgieron lí­
deres obreros comunistas, arreciaron las huelgas. Pero, a la vez,
fue una época venturosa, de relativas calma y prosperidad en
comparación con la indómita y paupérrima Colombia que ve­
nía del siglo anterior.20
Como buen liberal, Rendón usó toda su fuerza irónica con­
tra el régimen conservador, sus presidentes, sus ministros, las
marrullas partidistas, la poderosa Iglesia que lo sostenía y la in­
tromisión económica del imperio de Estados Unidos, que se
alzaba. Él sabía que, desde los diarios liberales, sus populares
dibujos eran herramienta clave de la oposición para demoler
la arquitectura de la hegemonía conservadora.21 Así como Pe­
pe Lápiz, hermano del ya fogoso Laureano Gómez, servía a
la causa conservadora, él empujaba la liberal. A pesar de ello,
siempre supo mantener su autonomía. Si los liberales hacían al­
go que consideraba indebido, también los criticaba. Opinaba lo
que pensaba, estuviese o no de acuerdo con la posición editorial
del director. Incluso Alfonso Villegas, que era un alma tan ro­
mántica como la suya, le publicó «monos» que no compartía.
Por ejemplo, cuando mostró su indignación con el general
Benjamín Herrera, director del Partido Liberal, por intransi­
gente. En febrero del 22 había salido elegido Presidente de Co­
lombia el conservador Pedro Nel Ospina, derrotando al general
Herrera. En la convención liberal de Ibagué que siguió, el ge­
19. Germán Arciniegas, «La generación quemada», Historia de la caricatura en Colombia, núm.
4, 1988. Reeditado en Testimonios de su asombro, op. cit., p. 48.
20. David Bushnell, Una nación a pesar de sí misma, Planeta, Bogotá 1996.
21. Arturo Alape, «Ricardo Rendón: enigmático transeúnte de la noche», El Espectador, 1998.

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43

neral liberal abogó por la posición extrema de no colaborar con


el gobierno conservador.22 Fue una tajada que le sacó a la paz, y
así la pintó. A pesar de que Villegas estaba de acuerdo con esta
oposición extremista del general, publicó la caricatura. Aclaró
en la leyenda que no compartía la opinión del caricaturista.
Rendón, como buen liberal, estaba del lado de los civilistas,
los liberales que querían colaborar con Ospina. Pero les critica­
ba que, más que las ideas, les interesaran los puestos que el régi­
men conservador ofrecía. Por eso pintó a los liberales civilistas
como perros ansiosos de recibir el hueso oficial. Denunció có­
mo el gobierno conservador había tentado a Herrera y se burló
del «almuerzo de la fieras», en donde el rico Nemesio Camacho
trató de que los civilistas hicieran las paces con el general He­
rrera. ¡Cuántas veces venían en su ayuda los clásicos, Shakespeare
y Cervantes!
22. Germán Colmenares, Ricardo Rendón, una fuente para la opinión pública, Bogotá, Fondo
Cultural Cafetero, 1984, p. 25. Este libro es la mejor fuente para documentar el contexto histó­
rico de las caricaturas más políticas de Rendón. De ahí que el sustento principal de las explica­
ciones históricas aquí consignadas provengan de esta invaluable obra de Colmenares.

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Rendón se burló de las razones patrióticas que adujo la
minoría liberal para cooperar con el gobierno de Ospina.

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Luis Cano, Eduardo Santos y Alfonso López P. visitan a Herrera.

Crítica de Rendón a El Diario Nacional que dirigía Benjamín Herrera.

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46

Herrera había asumido posiciones antiliberales, como la de


expulsar de la Universidad Libre a los jóvenes que habían mani­
festado su desacuerdo con la oposición radical. El general tam­
bién coqueteó con el conservador sectario Alfredo Vásquez Co­
bo. Rendón se burló de ellos sin agüero. Tampoco se comió del
todo el cuento de quienes decían cooperar por supuestas razo­
nes patrióticas; así que, cuando la minoría liberal en el Congre­
so decidió entrar al gobierno «godo» y conseguir así tres minis­
terios, le puso un humor ácido a la cosa.
Los directores de los diarios, Luis Cano de El Espectador,
Alfonso López de El Diario Nacional y Eduardo Santos de El
Tiempo, le habían hecho sentir al general Herrera sus diferen­
cias, y, en su dibujo, Rendón los respaldó. Pero también atacaba
a los diarios cuando los veía flaquear y, como había dicho Luis
Cano acerca de El Diario Nacional cuando lo dirigía Herrera,
convertirse en un «ínfimo costurero de parroquia».23

xi.

León de Greiff en la Clínica Peña. Se lo quedó viendo un rato.


Allí estaba su amigo Rendón, como dormido. Las estrofas del
Noctámbulo como una catarata:

Noches en las mesillas de café nocherniego:
cerca de mí, ante las copas, el otro, mi «álter ego»;
cerca de mí su borrada sonrisa, su voz
asordinada, su mente fulgurante, su
corazón de Maquiavelo niño
y el atormentado espíritu, sobre campos de armiño.

23. Ibid., pp. 34-35.

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47

xii.

A veces se regodeaba en sus maldades. ¡Cómo se deleitó con


ese pérfido «Tío Sam»! ¡Hasta puntiaguda cola de diablo le
dibujó!
Se puede decir que se nutrió desde niño del resentimien­
to nacional contra Estados Unidos por la pérdida de Panamá
en 1903. Cuando era un adolescente y apenas empezaba a dar­
se cuenta de la política se firmó el tratado Urrutia-Thompson,
por el cual el país del norte reconocía su abuso y prometía una
indemnización de veinticinco millones de dólares a Colombia
en compensación por sus acciones en el ferrocarril de Panamá.
Pero la Primera Guerra Mundial suspendió el asunto por mu­
chos años. De ésta, Estados Unidos emergió como la potencia
del planeta.
Por la época en que él empezó a hacer sus caricaturas dia­
rias en La República hacia el año 22, se calentó de nuevo el tema
de que los congresos de las dos naciones ratificaran el tratado
para girar la compensación. En sus tremendos «monos» que­
dó plasmada su versión de la historia: los americanos querían
el tratado para conseguirles jugosos contratos a sus empresas
petroleras, el gobierno estaba dispuesto a darse la pela política
de conseguir ratificarlo porque sus maltrechas finanzas necesi­
taban los veinticinco millones de dólares prometidos, y la clase
política colombiana gritaba nacionalismo en público y por de­
bajo de cuerda buscaba acomodarse en los nuevos negocios.

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50

Cuando se fue a El Espectador, en 1924, se llevó su diabóli­


co Tío Sam para allá. Se sentía más cercano a la posición civi­
lista de ese diario. Sobre todo compartía su verticalidad frente
a la intromisión extranjera. Como en ese dibujo de 1925, cuan­
do el presidente Pedro Nel Ospina hizo un cambio de gabine­
te: el Tío Sam en un barril vacío, como encontró la situación
el ministro de Industria. A su lado, la «zona oscura», que aludía
a las presiones de las empresas extranjeras para que el gobier­
no las favoreciera. Incluso un funcionario de Obras Públicas
había aceptado públicamente haber recibido un soborno de
la United States Steel en la compra de acero para el puente de
Girardot.24
Más tarde, cuando se hizo evidente el interés de empresas
extranjeras por el petróleo colombiano, él lo denunció desde las
páginas de El Tiempo, que lo había contratado en exclusiva des­
de el 27. Se burló de Mr. Flanagan, un representante de la An­
dean National Company, subsidiaria de la Standard Oil, y sus
declaraciones chovinistas. Flanagan había merodeado entre mi­
nistros y obispos, a quienes Luis Cano llamó «los caballeros de
Colón», para impulsar su negocio de construir un oleoducto.
24. Ibid., pp. 236-237.

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52

Cuando finalizó el mandato de Ospina se canceló la conce­


sión petrolera Barco, de la American Gulf Oil. El Tío Sam ren­
doniano volvió a salir para mostrar las intrigas de esa empresa,
que lograron que el gobierno estadounidense le suspendiera el
crédito a Colombia mientras no fuera derogado el decreto que
cancelaba la concesión.
Rendón pintó la preocupación de Estados Unidos ante la
aprobación de la ley petrolera de noviembre de 1927, con la que
el ministro de Industria Montalvo había buscado proteger la
propiedad de la nación sobre el subsuelo petrolero. El decreto
que la reglamentaba —editorializó el Wall Street Journal— de­
mostraba que «Colombia estaba dando muestras evidentes de
inclinación hacia los puntos de vista radicales que han arruina­
do a México y a Rusia».25

Cuando el presidente Miguel Abadía Méndez; su ministro


de Guerra, Ignacio Rengifo, y el Congreso, mayoritariamen­
te conservador, aprobaron, en octubre de 1928, la ley «heroi­
ca» que le otorgaba al gobierno excesivos poderes represivos, en
parte para evitar las críticas de los liberales a las concesiones pe­
troleras, Rendón mostró la complacencia del Tío Sam.

25. Ibid., p. 206.

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56

Tampoco perdonó el doble discurso del poder imperial en


la Conferencia Panamericana de La Habana, en junio de 1928.
Mientras sus funcionarios hablaban de los pilares que sostenían
a las Américas —la mutua buena voluntad y la cooperación—,
sus intereses acechaban. Criticó así mismo la pequeñez del li­
derazgo latinoamericano, mostrando a un gran gato imperial y
a sus súbditos del sur, los ratones.26
Por esa caricatura pasó una peculiar cuenta de cobro: «El
Espectador a Ricardo Rendón debe: valor de veinte ratones, a
peso cada uno, veinte pesos. Nota: el gato no tiene precio».
Porfirio Barba-Jacob, que era el jefe de redacción del diario, pu­
blicó una nota de «Día a día» sobre la cuenta.
Le endilgó responsabilidad al entrometido Tío en el en­
deudamiento excesivo de Colombia, que después devino en una
crisis fiscal que estalló aún antes de la Gran Depresión del 29.
Lo mostró metiendo la nariz en los asuntos internos y aconse­
jando a la Iglesia Católica, que dudaba si presentar a Concha
o a Valencia en la candidatura conservadora para las elecciones
presidenciales del 30.

26. Gil Jaramillo, op. cit.

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58

xiii.

No es probable que se salve. ¿Quién le impone la extremaun­


ción a un suicida? Llegó el doctor Pedro Antonio Silva, vicario
cooperador de La Capuchina. Auxilio espiritual.27 Te absuelvo
de tus pecados. Los santos óleos. La cruz en mente y alma. La
bendición. León Cano, su amigo, hijo de su primer maestro, ob­
serva. El artista entrelazó sus manos sobre el pecho. Imposible
separarlas.28

xiv.

Nunca le gustó la injerencia de la Iglesia en los asuntos que no


le concernían. Menos aún la sumisión de los gobiernos conser­
vadores al poder eclesiástico a cambio de que éste impulsara su
influencia. Mientras, en la alta política, arzobispo y nuncios de­
cidían quién sería el candidato «godo», en el campo, curas y ga­
monales conservadores hacían llave para impedirles a los libe­
rales ganar en las urnas.

27. «Ayer a las 6 y 20…», El Tiempo, op. cit., primera página.


28. «Hace 50 años murió en Bogotá», El Rionegrero, octubre 28 de 1981, p. 5.

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60

Por eso le cobró caro al gobierno Ospina cuando sucumbió


ante la presión del nuncio Vicentini luego de que, en un inten­
to de autonomía, hubiera nombrado al reformista Arroyo Díez
ministro de Instrucción Pública.29 Primero mostró la tensión
entre gobierno e Iglesia. Para él, el presidente Ospina se debatía
en una batalla de ignorancia contra ilustración. Luego, cuando
cambió a Arroyo, mostró la sumisión de Ospina. Finalmente
fustigó el nombramiento del nuevo ministro, Juan N. Corpas,
de mayor agrado del nuncio.
No perdonó a los prelados que conducían a su pueblo por
el camino de la violencia. Al deslenguado obispo de Cartage­

29. Colmenares, op. cit., pp. 266-268.

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61

na, monseñor Brioschi, quien había llamado a Eduardo Santos


«pagano de alma envenenada» y había excomulgado a Antonio
Irisarri —que luego fue absuelto por Roma—, lo confrontó con
las palabras de Cristo.
Muchas veces, los curas amenazaron con excomulgarlo por
sus irreverentes dibujos, otras lo demandaron por calumnia. Eso
desde cuando era joven y él y sus amigos sacaron la revista Pa-
nida, y después… ¡tantas veces! Por aquella caricatura en que
logró expresar realmente cómo sentía el poder de la Iglesia, que
tenía encadenado el futuro del país con su fanatismo y su os­
curantismo, algún prelado le levantó una querella. Fue citado a
una estación por la policía.
—¿Está usted calumniando a la Iglesia con esa caricatura,
señor Rendón?
—No —dijo él—. Son unos chulos comiendo de un muer­
to. Es una escena muy común en el campo colombiano.
—¿Y por qué les puso bonete a los chulos?
—¡Es que se ven tan bonitos!30

30. Relato de Jairo Tobón a la autora, según su investigación inédita Rendón (2006).

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Rendón criticó la intervención de la Iglesia en la definición de
la candidatura conservadora a la presidencia en 1929.

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64

La tercería de la Iglesia en la definición de las candidatu­


ras conservadoras le resultaba intolerable. En la campaña del
29, los jerarcas de la Iglesia se dividieron, unos a favor del poeta
Guillermo Valencia y otros a favor de Alfredo Vásquez Cobo,
quien aspiraba a la Presidencia por tercera vez. Incluso se habló
de la posibilidad de sacar un tercer candidato, José Joaquín Ca­
sas. Esa división les salió cara porque perdieron las elecciones,
pero él se lo había advertido.
¡Cómo se relamió con sus burlas a los intentos fallidos de
Vásquez Cobo de llegar a la Presidencia! Grandote, de cabeza
pequeña, se hacía autobombo en cada oportunidad, pero el sal­
do de siempre era su cabeza por el partido. En el 26, cuando
Vásquez se volvió a lanzar, el presidente Ospina, para inten­
tar sacarlo del ruedo, anunció que lo nombraría embajador en
Alemania. Aquél declinó la oferta, haciendo quedar mal al go­
bierno. Pero quedó desnudo el sesgo de Ospina en contra de
Vásquez Cobo. En el 29, Vásquez Cobo sacrificó otra vez su as­
piración a la Presidencia.

Al candidato conservador, Vásquez Cobo, lo mostró furioso


por el discurso de su copartidario, el presidente Ospina, en favor
de su competidor en 1926, Abadía Méndez.

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No expresaba odio, sin embargo, en esos dibujos de Vás­


quez Cobo. Con Guillermo Valencia fue otra cosa. Es que ha­
bló de implantar la pena de muerte, cómo si ésta no estuviese ya
tan extendida en Colombia.

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Si a los candidatos los golpeó como pudo, con cada pre­­­­­sidente


conservador fue aún más inclemente. Había dibujado sus figu­
ras desde los tiempos de Cromos. Se los sabía de memoria.
A Marco Fidel Suárez le sacó en cara sus tendencias repre­
sivas. Éste habló de «barbarie» cuando los estudiantes protes­
taron en mayo de 1921 porque el gobierno no permitía que se
sacara una ley de honores a favor de Fidel Cano en Medellín,
aunque era legal. Los trazos de Rendón lo envejecieron prema­
turamente y lo pintaron como un viejo vendido y tan sofista co­
mo el búho del primer poema de su amigo Leo Legrís en Pani-
da. Luego hizo eco del escándalo que a la postre tumbó a Suárez
en noviembre de 1921. El Presidente había conseguido un prés­
tamo del Banco Londres y Río de la Plata y había pignorado
sus sueldos y gastos de representación de Presidente. Por un
acuerdo interno del banco con un acreedor, la United Fruit le
giró a Suárez la plata. En pleno debate del tratado con Estados
Unidos en el Congreso, la cosa olió a soborno. Al final, como
tantas veces, el artista se apiadó de él y retrató su soledad.

«Todo tiene sus aves...»

«El padre de los búhos ‒era un búho A don Marco no le quita el sueño «la prensa de oposición».
sofista‒ que ­­­peroró a los otros
‒al modo modernista‒. Los búhos
contestaron la lista macabrista.»

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Desolación La caída de las hojas

Érase una viejecita, sin nadita qué comer…

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Marco Fidel Suárez.

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La figura del general Jorge Holguín, quien asumió la Presi­


dencia luego de la caída de Suárez mientras se celebraban nue­
vas elecciones, no fue tan atractiva para caricaturizar. En lo que
sí insistió Rendón, como tantas veces anteriores, fue en criticar
la falta de libertad —sobre todo, después de la circular que en­
vió Holguín recomendando a los jefes políticos que, para sere­
nar los ánimos, no hicieran conferencias—, la escasez de garan­
tías, el voto amañado y la manipulación de los ciudadanos desde
los púlpitos.

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A Pedro Nel Ospina, quien asumió la presidencia en 1922,


lo expuso en toda su vanidad. Resaltó su lentitud para obrar, su
falta de control de los robos al fisco, como aquel escándalo de un
peculado en el Ministerio de Defensa. Entonces mostró cómo
La Prensa liberal —Eduardo Santos y Luis Cano— destapa­
ba la olla podrida. Además, como Ospina era jinete, se le volvió
fácil hacerlo tambalear sobre su caballo cada vez que perdía las
riendas. Tampoco le perdonó su blandengue respuesta al «Me­
morial de agravios» del general Benjamín Herrera, en el que és­
te denunciaba los atropellos contra los liberales en la campaña
que eligió Presidente a Ospina.

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Luis Cano y Eduardo Santos, respectivos directores de El Espectador y de El
Tiempo, descubren el estado real del régimen. El presidente Ospina se espanta.

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Al clientelismo de los congresistas y su búsqueda perma­


nente de prebendas los retrató con crudeza: como chulos sa­
queando el país, mamando de la República, cargados de micos.

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Cualquier protesta de alguno de ellos era motivo para que


el caricaturista sacara su punzante pluma de nuevo. Como esa
vez en que criticó al senador y general antioqueño Jaramillo
Isaza, por proponer la eliminación de la Junta Asesora del Mi­
nisterio de Relaciones Exteriores. Éste, airado, contraatacó a El
Tiempo y a Rendón en la siguiente sesión del Congreso. Otro
senador le dijo a Jaramillo a la salida:

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—No te calientes, Chato, que de la caricatura a la estatua


no hay sino un paso.
Luego les contó del incidente a Rendón y a otros amigos. Y
el caricaturista los invitó a su buhardilla porque tenía un par de
caricaturas en mente.31 Jaramillo Isaza ante el espejo, meditan­
do sobre la frase de su amigo el senador. Y el espejo le responde:
«Le aconsejo que se quede de ese tamaño, mi querido general.
Tiene usted mucha razón en oponerse a la estatua: yo sé cómo
se lo digo». Y luego otra, donde el pueblo se impresionaba de
ver la estatua de Jaramillo como tamaña caricatura.
Abadía Méndez, que llegó al palacio presidencial de La
Carrera en 1926, le resultó un delicioso personaje para la mo­
fa. Abadía era cazador, y eso le dio a Rendón el símbolo per­
fecto para mostrar su estilo de gobierno: siempre a la ofensiva,
a la caza de una oportunidad, cazando a sus enemigos. Él y su
ministro de Guerra, Ignacio Rengifo, eran autoritarios y reac­
cionaron con desmedida represión policial cuando estudiantes y
dirigentes políticos salieron a protestar por el «manzanillismo»
y la «rosca» en Bogotá en junio del 29. Hubo heridos. Luego,
cuando el Partido Conservador perdió el poder en el 30, el ar­
tista desnudó el terrible estado en que Abadía dejaba el país.

Abadía Méndez en despoblado

31. Alfonso María de Ávila, «Camaradería con Rendón», El Mundo al Día, octubre 31 de 1931;
también en Testimonios de su asombro, op. cit., p. 24.

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Pero fue la masacre de las bananeras lo que demostró, en to­


da su crueldad, la estupidez y la barbarie del gobierno de Aba­
día. El general Cortés Vargas ordenó dispararle en Santa Mar­
ta a una multitud pacífica de obreros que buscaba mejorar sus
condiciones laborales. «Ante el tercer toque de corneta, aquellos
insensatos no trepidaron, como si se tratara de una burla», dijo
Cortés Vargas en sus explicaciones públicas.32 Los «monos» ex­
presaron esa carcajada agridulce tan suya.
Pero, sobre todo, lloró. La muerte, tan cerca.

32. Colmenares, op. cit., p. 261.

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85

xv.

Tres de la tarde. Corran. Rendón se pone peor. Otra vez los es­
tertores. El fin acecha. Ya no saldrá de ésta. En la puerta de la
sala de cirugía, el amigo ve sus zapatos. Se los quitaron de afán
cuando llegó. Zapatos viejos. Agujeros en las suelas.33 Lo que
queda de Rendón. Los millones que ganó. Se esfumaron en su
mano de botarate. El dinero no le importó. Ni la moda. Zapatos
rotos. Una forma de vivir. La única forma de morir.

xvi.

Se puede decir que alcanzó a coger el cielo con las manos. Sus
dibujos ponían a madrugar al pequeño país del poder, el que
leía. También a la mayoría analfabeta. Como no sabían leer, no
les interesaban los editorialistas. En cambio, sí podían disfrutar
sus caricaturas. Siempre estuvo con ellos, denunciando sus pe­
nurias, la lejanía de los poderosos frente a sus desgracias.
Llegó a tener una popularidad que nunca imaginó. Una no­
che fue al Teatro Colón con sus hermanos Olga y Gustavo. Él
les huía a esos ámbitos sociales donde solían reunirse tantos po­
derosos, las víctimas de sus dardos. Creyó que, apenas lo vieran,
lo iban chiflar, a sacar a gorrazos. Entró al teatro, tímido, inten­
tando no ser visto, y se sentó en el oscuro palco. Se oyeron unas
pocas palmas, y luego se desgajó un aguacero de aplausos. Cuan­
do se asomó se dio cuenta de que el teatro lo ovacionaba.34
Fue por esas épocas cuando los socios del recién fundado
Country Club de Bogotá se inventaron un campeonato de golf,
y el premio era que él le hiciera una caricatura al ganador. No
le entusiasmó la idea al principio. Su amigo José Camacho Lo­
renzana le insistió. Lo sacaba de la cama los domingos por la

33. «Hace 50 años murió en Bogotá», op. cit.


34. Anécdota relatada por su cuñada Margarita Castaño a Adolfo León Gómez. «Noticia bio­
gráfica», en Rendón, op. cit., p. 23.

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Los pobres le hablan al presidente Abadía.

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mañana y lo llevaba, casi de las narices, al club. Allí él hacía los


bocetos, y luego en su estudio, aquella buhardilla del Metropo­
litano, hacía la versión final. Experimentó en ellas con la pers­
pectiva. Captó el swing, cuando los golfistas mecen su palo con
elegancia hacia atrás para golpear a la pelota. Se dio el lujo de
cobrarles caro. Incluso, en octubre de 1920, les subió el precio a
diez pesos cada una.35

Eusebio Umaña.

35. «Los 50 años del Country Club de Bogotá», 1967, pp. 32-33.

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Ulpiano A. de Valenzuela.

Manuel B. Santamaría.

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90

Eso no era nada comparado con lo que después alcanzó a


ganar. Trabajó en forma simultánea para varios medios. Así,
mientras estaba publicando en Cromos, la revista cultural Sába-
do de Medellín le abrió las puertas con gran generosidad. El 7
de mayo de 1921 él fue la figura de portada de su número inau­
gural, con un autorretrato que les envió. Entonces Luis Eduar­
do Nieto Caballero, el prolífico «Lenc», escribió de él: «Por un
proceso de eliminación que supone una observación atenta e
intuición psicológica que rara vez le falla, ha llegado a retratar a
un individuo con cuatro líneas. Es sobrio pero profundo». Ilus­
tró una crónica de Tejada con una caricatura del cronista y pu­
blicó sus retratos y caricaturas en varias tapas de la revista o en
páginas interiores.

Luis Tejada.

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Publicaba simultáneamente en Cromos y en la revista Uni-


versidad de Germán Arciniegas, en sus dos épocas. Arciniegas,
que era «un mecenas fabuloso, aunque sin caja fuerte, le pagaba
cinco pesos por caricatura para ilustrar la cubierta de la revista».
Aunque él lo habría hecho gratis, por lo mucho que la quería.36

El logo de los cigarrillos Pielroja que creó Rendón ha


perdurado casi idéntico por más de 70 años.

36. Arciniegas, op. cit., p. 49.

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93

El dibujo publicitario le rentaba más. Para la Compañía


Colombiana de Tabaco diseñó el indio pielroja de los cigarri­
llos. La empresa que producía el Tricófero de Barry para el ca­
bello, y la bebida gaseosa Popular de Posada Tobón también
fueron sus clientes.
Cuando, en 1922, su amigo el embajador Samuel H. Piles
le dijo que le había conseguido trabajo en el prestigioso The
New York Times, él se quedó callado unos minutos y luego le
respondió:
—Le agradezco en el alma sus gestiones a favor mío, pero
le digo francamente que no puedo aceptar.
—¿Cómo que no, si le ofrecen mil dólares al mes? Una opor­
tunidad como ésta no se le presentará nunca más en la vida.
—Lo que usted dice, Mr. Piles, es cierto, pero pierdo plata.
—¡Imposible!
—Las cuentas son claras. The New York Times me ofrece mil
dólares mensuales, que hoy son unos 1.500 pesos colombianos.
Yo gano aquí unos trescientos pesos mensuales, más 1.500 pe­
sos que pagaría con mucho gusto por no vivir en Estados Uni­
dos, son 1.800. Pierdo trescientos.37
En el curubito de su carrera llegó a ganar más. El Tiempo le
pagaba cuarenta pesos por caricatura, fuese publicada o no. En­
tregaba una casi todos los días. Además recibía algún dinero por
la ilustración de libros y por la publicidad. Se ponía más de mil
pesos al mes, el doble de un congresista de la época, casi lo mis­
mo que el Presidente, cuyo sueldo era de 1.500 pesos.38
Tampoco aceptó ofertas posteriores, como la de Caras y
Caretas, de Buenos Aires. ¿Para qué se iba a ir? Vivía tan sa­
broso.39 Pudo por fin irse de la buhardilla del Metropolitano. Se
trajo a sus padres de Medellín y alquiló una casa grande, llama­
da La Gioconda, en la calle 18 con carrera Quinta, en el centro
de Bogotá. Se quedaba en su cama leyendo y dibujando hasta

37. Adel López Gómez (1954), «Ricardo Rendón en cifras», en Rendón, op. cit., pp. 45-46.
38. Federico Rivas Aldana («Fraylejón»), en Lecturas Dominicales de El Tiempo, octubre 28 de
1956.
39. «Ayer a las 6 y 20…», El Tiempo, op. cit., p. 12.

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tarde en la mañana. Tomaba algo de té y, si acaso, una fruta.40


Luego salía a algún café, el Riviere, lo más probable, en los ba­
jos de El Tiempo.41 Allí podía encontrarse con Jaime Barrera, el
único que tomaba trago desde la mañana, como él. O con Ar­
mando Solano, el periodista que creía en la misión revoluciona­
ria del escritor. También participaban en las tertulias Jorge Elié­
cer Gaitán, con su carcajada sonora; Augusto Ramírez Moreno
y Silvio Villegas, los «Leopardos» conservadores que tanto cari­
caturizó, y Jorge Regueros Peralta. A veces, Alberto Lleras y los
poetas Eduardo Carranza y Luis Vidales.42 Últimamente había
comenzado a dar clases en la Escuela de Bellas Artes. Se en­
contraba con su maestro Francisco Cano, al que quería tanto. El
afamado pintor había dicho en una entrevista que él, apenas un
caricaturista, era «un maestro de la composición que haría ho­
nor a cualquier escuela de bellas artes, que era lo mejor que ha­
bía habido en todo los tiempos». Pero también dijo que a Ren­

Francisco Antonio Cano dibujado por su alumno Rendón.

40. Ávila, op. cit., p. 22.


41. José Mar, «Recuerdos del gran caricaturista», El Espectador, diciembre 6 de 1960 (reprodu­
cido en Testimonios de su asombro, op. cit., pp. 39-40).
42. Testimonio de Jorge Regueros Peralta a Arturo Alape (op. cit.).

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Carátula de la primera edición del libro de crónicas
de Tejada diseñada por Rendón, 1924.

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dón lo único que le hacía falta era que «se le acabe la modestia,
porque con esa suya no va ninguna parte».43
No le gustaba hablar de su obra. Le molestaba. No sabía
bien cómo le salían las caricaturas. «Veo el mundo en diagonal»,
le dijo a su amigo Jaime Barrera Parra.44 Pensaba en geometría.
Alguna vez le había explicado la idea a Luis Tejada:

La materia, al transformarse en espíritu, adopta cua­


tro aspectos geométricos, cada uno más espiritual que
el anterior, y que son, en su orden ascendente: el án­
gulo, el círculo, la espiral y la línea recta. El ángulo es
lo más primitivo, lo común, lo primero que traza un
niño en una pizarra. El círculo es el principio de la
purificación, la materia en movimiento. Y cuando el
círculo quiere subir, ascender, ahí está la espiral. Su
nombre dulce y ligero dice algo de lo que hay en ella
de aéreo. El corazón de un hombre es una espiral, pe­
ro al revés, pero si el corazón tuviera su vértice hacia
arriba, como todas la espirales, estoy seguro de que el
hombre sería siempre bueno. La línea recta es la espi­
ral que se endereza por completo; es el límite entre la
materia y el infinito; es la espiritualidad absoluta.45

Los rostros de sus personajes los llevaba en la cabeza. Rara vez


tomaba apuntes cuando los veía. Y los temas le venían de cual­
quier lado. Un comentario en el café, un rostro, un gesto en la
calle. Sin horario fijo. En realidad eran los mismos protagonis­
tas los que hacían sus caricaturas. Así le había respondido a Ba­
yona Posada cuando éste le preguntó:

43. «¿Y Rendón?», en Notas artísticas de Francisco A. Cano (entrevista, 1925), Colección Breve,
núm. 3, Seduca, 1987 (Testimonios de su asombro, op. cit., p. 52).
44. Jaime Barrera Parra, «Despedida a Rendón», Lecturas Dominicales de El Tiempo, octubre
de 1931.
45. Fragmentos de lo que dijo Tejada que le había dicho Rendón. Luis Tejada, en Cromos, núm.
315, Bogotá, julio de 1922, pp. 11-13.

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Rendón en el café, Cromos, 1922.

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—¿Cómo se hace una caricatura, maestro?


—No las hace el dibujante sino que se las hacen las vícti­
mas. Pregúnteles a ellas.
—No me lo dirán, seguramente…
—Y sería una lástima. Porque lo esencial de la caricatura no
es el dibujante sino el modelo. Basta parar en una esquina, mi­
rar a los que pasan, y…
—Tomar el lápiz…
—No. Alguien dijo que los versos más bellos no fueron es­
critos jamás. Mejores que todos los álbumes de caricaturas son
las que suelen verse por las calles. Caricaturas inéditas.
—Pero aquéllas no son de Rendón. ¿Cómo rendonizarlas?
—Yo las hago… y no sé cómo.46
La noche era su aliada para hacer sus dibujos más inspira­
dos. Se iba al café, después de dejar su caricatura en la redacción
del diario. Sus lápices en la mano, su papel en el hondo bolsillo
de su gabán. Se sentaba a charlar con los amigos. Iba retrayén­
dose de la charla, ausentándose, mirando sin verlos. Retratando
en su mente las caricaturas de lo que conversaban. Por horas no
participaba de la conversación. Y, cuando menos pensaba, ya se
habían ido todos. O era él quien se había fugado, a deambular, a
buscar un lugar más solo, una taberna, un cafetín. Y ahí queda­
ba la caricatura.47 La aurora llegaba. En su mesa, varios bocetos.
Los ceniceros llenos. Las copas vacías.
En esos días bebía bastante, pero no se le disipaba cierta
pesadumbre que llevaba encima desde siempre. No podía pasar
sin tomar un solo día. Gastaba quién sabe cuánto, y don Fabio
Restrepo, el gerente de El Tiempo, ya le había dado varios ade­
lantos. Una noche iba con Alberto Lleras, Jorge Regueros y Jai­
me Barrera, sus amigos, a tomarse unos tragos en El Príncipe,
ese cafetín a donde tanto iba a beber aguardiente. A mediano­
che se les acabó el crédito y tuvieron que salir a buscar otro lu­

46. Bayona Posada, op. cit.


47. Ibid.

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Por esos días Rendón bebía bastante, pero no se le disipaba cierta pesadumbre…

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100

gar. «Iba perseguido por el ansia alcohólica, con los ojos cerra­
dos. Entonces vino la ocurrencia: ¡Y pensar que hay un lago de
Ginebra!».48
Tenía sus amigas. Sixta Tulia Arias, propietaria de un gra­
nero-café en el barrio de San Agustín, y aquella morena atrac­
tiva con la que se encontraba en el Parque de la Independen­
cia, que después resultó novia también de su amigo Fraylejón.49
La más cercana era Rita Jaimes, su paño de lágrimas. En su bar
vendían la temida «pita», esa especie de chicha fermentada. Ella
le decía «Ricardón». Y él le dedicaba sonetos de medianoche en
servilletas que ella guardaba como tesoros:

Santa Rita, santa Rita,


de imposibles abogada,
haceme esta pendejada:
que Rendón no tome ron
y Rita no tome pita. 50

La política le había dejado el alma más seca que el aguardiente.


Era cierto que los conservadores por fin habían caído; y cuánto
lo celebró. Pero ya tenía adentro una amargura, pues algo le de­
cía que, con la llegada del liberal Enrique Olaya Herrera, las co­
sas no iban a cambiar todo lo que él esperaba. En sus «monos»
del momento así lo sugirió con sutileza.
Lo escribió, incluso. En septiembre del 31 le dijo en una
carta a su amigo de infancia Salvador Mesa Nicholls:

El gran error del país y del Partido Liberal fue la


elección de Olaya Herrera como Presidente. Aleja­

48. Ibid.
49. «Fraylejón», op. cit.
50. La cercanía de Rendón con Rita Jaimes está documentada tanto por Jairo Tobón, que la
entrevistó, como por Adolfo León Gómez, quien dice que Rita «solía exhibir pruebas de su co­
rrespondencia con Rendón» («Noticia biográfica», op. cit.).

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do, elevado en su ego, no tiene la acuciosidad nece­


saria como gobernante. Permaneció arrodillado ante
los Estados Unidos en acciones sin importancia.
He sostenido que, si se hubiera elegido a Alfonso
López, Colombia, en pocos meses, habría salido de
su caos o, al menos, habría iniciado el camino hacia
la redención social que necesita […]
López sí es conductor, y así lo dije en mi reciente
caricatura sobre su nombramiento en la legación de
Londres, donde yo opino que es aquí y no allá donde
se necesita. El mismo López, en un rápido encuentro
que tuvimos en la redacción de El Tiempo hace poco,
me agradeció ese mono mío, que es a la vez crítica a
lo que está haciendo y no debe hacer el Presidente.51

(Colombia a López Pumarejo.)

51. La carta es citada por Jairo Tobón Villegas en un escrito suyo inédito que me autorizó a
citar.

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Sentía que en El Tiempo les desagradaban sus críticas a Olaya


Herrera. Se las «colgaban» con mayor frecuencia. Sí. Le publi­
caron unas duras, pero él mismo no encontraba su lugar en el
diario liberal, antes tan cómodo.52

52. Alfredo Iriarte, Muertes Legendarias, Bogotá, Intermedio editores, 1996, cap. xii,
pp. 177-195.

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106

Por esos días lúgubres fue cuando le volvió la sensación tre­


menda que había tenido en el 25, después de la pesadilla del es­
queleto. Al despertar sintió que ese esqueleto se le había que­
dado por dentro. Le contó a Luis Eduardo Nieto Caballero, su
amigo y tantas veces su víctima de caricaturas. «Lenc» publicó
una nota sobre ello en El Diario Nacional. A mediados de octu­
bre buscó con vehemencia a Lenc para que le mostrara esa vieja
nota, a ver si lo reconfortaba algo leer sobre el mal sueño.53
La calavera también se metió en sus caricaturas casi en for­
ma repetitiva: para pintar a la justicia, a los pobres, a los con­
servadores; para lamentar la tristeza de un país en el que el
gobierno masacraba, como en las bananeras, y donde los revo­
lucionarios quieren matar más con bombas; para pintar a Gui­
llermo Valencia, poeta y candidato conservador derrotado, au­
tor de las ideas sobre la pena de muerte…
Se le habían cerrado los caminos. La política lo dejaba des­
ilusionado. La vida nocturna, exhausto. La amargura del viejo
amor perdido, de luto. Su lápiz certero se sentía «sin tiempo»,
como le dijo en doble sentido, con sorna triste, a un amigo que
le preguntó por qué estaba publicando tan poco. Resolvió en­
tonces fugarse por «el método directo —como decía su amigo
León—: el suicidio personal de uno mismo». Consiguió la pis­
tola y se fue ese 28 de octubre a La Gran Vía a pegarse un tiro.

53. Miguel Escobar Calle, «Ricardo Rendón: el humor hecho sátira», Credencial Historia,
núm. 53, 1994.

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108

xvii.

El maestro Ricardo Rendón había dejado de existir. Seis y vein­


te minutos de la tarde. Los amigos, alrededor. César Uribe, Ma­
toño Arboleda, Arturo Regueros. Déjennos solos para vestirlo.
Traslado a la casa de Uribe. Velación toda la noche. Cámara ar­
diente. Un rosario de gente: intelectuales, aristócratas, taber­
neras, barrenderos, artistas. J. J. Restrepo Rivera se inspiraría
luego:

Luis Tejada, Luis Tejada,


¡hoy Rendón se nos ha muerto!
Se nos fugó de la vida
en salto funambulesco,
entre un viento de tragedia,
con un callar de misterio.
Y hay en Bogotá una angustia
y un estupor… El invierno
parece que está llorando
la partida del bohemio…

Sus víctimas lo lloraban. El Presidente, el gobernador, el Cabil­


do, la Cámara de Representantes dictaron decretos. Enaltece­
mos su memoria. ¡Cómo se hubiera reído Rendón de verlos ha­
ciendo fila en su velorio! La última caricatura.
Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Lenc. Todo listo. Entierro a las
cuatro de la tarde. Funerales en la iglesia del Hospicio. De ahí
al cementerio. Telegrama de Eduardo Santos:

París, octubre 28 –Consternado con la inexplicable


muerte de Rendón, a quien profesé tanta admiración
como cariño, y cuya desaparición es para la Patria y
para El Tiempo una pérdida irreparable.
Háganle Capilla Ardiente en Salón de Recepción y
ofréndenle el homenaje a que el Maestro es acree­
dor, haciéndose cargo de los funerales y asegurando
el porvenir de su desolada familia.54

54. «Ayer a las 6 y 20…», op. cit., primera página.

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Don Ricardo y doña Julia se resisten. No quieren dejarlo partir.


Los separan a la fuerza. Su corazón, roto. Sale el cortejo. Para­
da en la iglesia del Hospicio. Murmullos. No puede entrar. Es
un suicida. No hay perdón para Rendón.55 El ataúd en hom­
bros: Uribe Piedrahíta, Gaitán, Lenc, Regueros, Pierre Yaro­
min, Eduardo Zalamea Borda, León de Greiff. Hasta la fosa.
Los discursos. José Mar, por sus amigos. Alberto Lleras, por El
Tiempo:

55. «Hace 50 años murió en Bogotá», op. cit., p. 5.

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Mientras Chaplin vague por debajo de la luces de


la ciudad, mientras Rendón ausculte el misterio de la
subconciencia ciudadana y saque de entre sus pícaros
y miserables la certeza del bien y el mal de los actos
humanos, podéis estar tranquilos, porque el órgano
universal no podrá descuajarse, el orden y el ritmo
arruinarse y vencerse, ni venir nada peor de lo que
hay ya sobre la tierra.56

Bajó el cajón. A los 37 años, Rendón pasó a la leyenda.

xviii.

Desde ese 28 de octubre de 1931, en cada aniversario de su


muerte, en cada celebración de su nacimiento —el 11 de ju­
nio de 1894—, hasta 1994, su centenario, se publicaron remem­
branzas, poesías, elegías, opiniones, discursos y biografías de Ri­
cardo Rendón. Kilómetros de adjetivos tratando de descifrar
sus silencios, su lejanía, el enorme mundo interior que intuían,
la razón de su muerte, su legado. Quizás no hubiera intrigado
tanto si se hubiera muerto de viejo y la sociedad que lo gozó lo
hubiera olvidado en vida. El mito quedó intacto. El suicidio lo
congeló perfecto, en pleno vuelo, con su lápiz más afilado que
nunca.

56. Alberto Lleras, «Discurso en la tumba de Rendón», El Tiempo, octubre 28 de 1931.

Nota: Las caricaturas de Rendón incluidas en este capítulo han sido tomadas de publicacio­
nes diversas sobre el autor; del archivo personal de Jairo Tobón Villegas; del libro Ricardo Ren-
dón, una fuente para la opinión pública de Germán Colmenares, Fondo Cultural Cafetero, 1984;
de los dos tomos del álbum de Rendón publicados por la Editorial de Cromos, 1930, y del libro
Rendón del Banco Comercial Antioqueño. También se han rescatado caricaturas de Rendón
publicadas en El Tiempo, El Espectador, Panida, Avanti, Cromos y La República.

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Autorretratos

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Las batallas de Klim

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Una rara y feliz intuición del fiero adelantado Ji­
ménez de Quesada, lo impulsó a fundar a Santa Fe
de Bogotá justamente trescientos setenta y cinco años
antes de que tuviera lugar la gentil ocurrencia de mi
nacimiento. Nací en un día desapacible y frío como
todos los que forman el acervo de la historia munici­
pal de la ciudad. […] mi nodriza, una mujer austera,
rubicunda y lacónica, después de observarme minu­
ciosa y pormenorizadamente, exclamó un día: «Es in­
dudable que el angelito es feo, pero no se puede negar
que tiene un garabato».

E l garabato de Lucas Caballero Calderón, más conocido


por su seudónimo de Klim, nacido en Bogotá el 6 de agos-
to de 1913, fue el humor. Quizás le fue innato porque desde
niño todo lo hurgaba y desbarataba, despojándolo de cualquier
so­lemnidad, como alguna vez escribió su hermano Eduardo; o
como él mismo lo dijo: veía el mundo como un daltónico, en su
sentido ridículo. El talento literario lo sacó de una herencia fa-
miliar de escritores; lo absorbió en su infancia en la legendaria
biblioteca de su tío abuelo Lucas Caballero Echavarría y en las
sobremesas ilustradas de su casa.
. «El cumpleaños de Bogotá y el mío, 2 de agosto de 1937», en Klim, 45 años de humor, Bogo-
tá, El Áncora, 1983, pp. 15-16.
. Aunque quedan pocos testigos que hayan conocido, querido o sufrido a Klim en per­sona, él
dejó gran parte de su vida relatada por su divertida pluma. Este perfil estará construido sobre
todo con sus propios textos, a riesgo de que la historia real quede sesgada por sus exageracio-
nes e invenciones. También he dibujado este retrato de Klim con las entrevistas que dio a un
puñado de reporteros en diferentes momentos de su vida, con los ensayos que han escrito sobre
el otros maestros del periodismo —entre ellos, su hermano Eduardo, Daniel Samper Pizano,
el caricaturista Héctor Osuna, Alfredo Iriarte y Alejandro Vallejo— y con los testimonios de
quienes tuvieron la suerte de conocerlo de cerca, principalmente de su hijo Lucas.

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Su papá era el general santandereano Lucas Caballero Ba­


rre­ra, liberal acérrimo, jefe de Estado Mayor del general Benja-
mín Herrera en la guerra de los Mil Días y arquitecto del acuer-
do fir­mado a bordo del vapor «Wisconsin» en 1902, que puso
fin a ese conflicto armado. En tiempos de paz, el general fue
ministro de Hacienda, senador, embajador y, junto con sus her-
manos, empresario idealista. Su mamá, María del Carmen Cal-
derón, nie­ta de un famoso gobernador de Boyacá de mediados
del siglo xix, era de otra familia cultivada. Su padre, Arístides,
también había sido gobernador del Estado Soberano de Boyacá
a mediados del siglo xix.

La primera edición de Figuras Políticas de Colombia fue


ilustrada por el caricaturista Rivero Gil.

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Alejandro Vallejo escribió en el prólogo de Figuras Políticas


de Colombia, el primer libro del humorista:

En aquel organismo del general Caballero, ya esta­


ba una parte de Klim. Era una celulilla, o menos que
eso, era un cromosoma, por allá encaramado sobre la
horqueta de un tejido, haciendo ya travesuras en el or­
ganismo paterno, alborotando la sangre del guerrero
y mirando muy espabilado, con mirada muy malicio-
sa, que tiene que ser la de un cromosoma, lo que a su
alrededor estaba pasando […] Klim es, pues, casi un
veterano liberal.

Cuando escribió estas palabras, Vallejo lo conocía bien, pues en


su boletín Comandos, Caballero Calderón había escrito, a varias
manos con otros escritores de la época, el relato de novela ne­gra
publicado por entregas El misterio del cuarto 215 o la pasajera del
Hotel Granada.
No sólo tenía Caballero el espíritu liberal y guerrero de su
padre sino que también heredó uno de sus oficios, pues el gene-
ral también fue periodista en tiempos de paz. Escribió un relato
de lo que vivió en la guerra de los Mil Días, donde, al decir de
Va­llejo, tuvo que «guerrear con los conservadores y con el genio
del general Herrera, que era uno de los viejos más difíciles de
manejar».
Cuando Klim, siendo un niño, conoció al general Herrera,
sufrió una desilusión. Lo vio por primera vez cuando el legenda­
rio general entró al vagón donde viajaba con su papá de Bogotá
a Girardot, y su figura nada tenía que ver con la que había
construido en su imaginación. «Se había imaginado a Herrera
como una especie de coloso mitológico que fulminaba a los
enemigos y atemorizaba a los amigos —le contó al cronista
Alfredo Iriarte—. Grande fue su sorpresa cuando se encontró
. Alejandro Vallejo, «Prólogo», en Figuras Políticas de Colombia, Bogotá, Kelly, 1945, p. 21.
. Maryluz Vallejo Mejía, A plomo herido: una crónica del periodismo en Colombia (1880-1980), Bo-
gotá, Planeta, 2006, p. 128.
. Ibid.

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ante un viejecillo afable, de corta estatura, que luego de saludarlo


con ex­tremo cariño le regaló una talega de mandarinas».
Klim le contó a Iriarte que cuando Herrera se agravó en su
cuarto del Hotel Franklin en el centro de Bogotá, llamaron al
Oso Rivas, en cuyo ojo clínico confiaban los médicos bogotanos,
aunque no se había graduado en medicina. El Oso encontró una
botella de coñac en la habitación del viejo caudillo y se la bebió.
Luego metió la cabeza entre las cobijas de Herrera, la sacó y sa­lió
a dar su parte médico: «El general tiene pecueca. Una pe­cueca le­
tal. Cuando le llegue al corazón, lo mata». Herrera murió a los
pocos días.
Klim creció con estas historias de veteranos de la guerra de
los Mil Días, y varios de ellos, que eran amigos de su padre, fre-
­cuentaban su casa. Recuerda un día de especial conmoción cuan­
do era muy chico:

Yo recuerdo que la inauguración del baño america­no


fue muy solemne. Había más generales que en Pa-
lonegro. Y gente del gobierno. El lavamanos y la tina,
de funcionamiento tan obvio, comprometieron su
entera admiración. […] El water requería una expli­
cación más detallada. El General señaló hacia arriba
y dijo:
—Éste es el tanque de agua, que, como ustedes
ven, está unido por este tubo que baja pegado a la
pa­red al dispositivo principal. Es decir, a la taza. La
taza, aquí abajo, es descapotable. ¡Lucas, muchacho,
levanta la tapa!
Yo la levanté y un ¡oh! de admiración se escapó
de todos los pechos. Los próceres no habían captado
bien por dónde era la cosa. Ahora sí. Uno de ellos se
interesó por la función del bizcocho. Y el General le
expli­có que, por ser el bizcocho de un diámetro
menor, reducía la boca de la taza, impidiendo que el
usuario cayera en ella y…
. Alfredo Iriarte, «Anticipo autobiográfico de Klim», Consigna, núm. 48, octubre 30 de 1979,
p. 21.

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—¡Entiendo! —interrumpió con una sonrisa de


inteligencia el coronel Eudoro Pedroza, más conoci­
do por su nombre El Rayo de las Batallas—. Eso im­­
pide que se le moje a uno el cuaderno. ¡Los extran­
jeros están en todo!

Ese día, después de que todos se fueron, el conservador Pe­dro


Nel Ospina, quien, a pesar de haber sido adversario de su pa­dre
en la guerra, se había vuelto un buen amigo, se quedó a bañarse
en la tina. Esto debió ocurrir antes de que Ospina fuera presi-
dente en 1922. Klim recuerda que cada vez que llegaba a su ca-
sa «había que abrir de par en par todas las puertas para que le
pasaran los bigotes».
Y fueron dos generales quienes le explicaron a Lucas, cuan-
do era un adolescente, cómo nacen los niños. Había ido con su
padre y con el general Celso Rodríguez, quien le regalaba cin-
co centavos por decir palabrotas contra el general Uribe Uri-
be, a veranear al hotel de moda de la época, La Esperanza, que
quedaba en el camino del ferrocarril a Girardot. Ese día, Lucas
había visto a Ritica Ramos semidesnuda cuando el chingue se
le subió mientras nadaba en la alberca del hotel y, emocionado,
había ido a contarles a los generales. Éstos, en castigo, lo de-
jaron sin helado, pero en la noche resolvieron que era hora de
contarle el misterio de la vida.

Con una delicadeza nada común en dos Generales de


la Revolución, me relataron todo lo referente a la re-
producción de las flores.
—¡Verás! —me dijeron—. Ella se consuma cuan­-
do una abeja que ha estado posada en el estambre u ór­
gano masculino de una flor, vuela al pistilo u órga­no
femenino de otra flor y deja allí el polen que lleva ad-
herido al cuerpo.

. Yo Lucas, joven Caballero. 10 en historia, 0 en imaginación, Bogotá, Pluma, 1979, pp. 258-259.

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—Entonces la flor —comentó, con su agradable


vozarrón, caro Celso— queda de hecho fecundada.
Y un proceso semejante se cumple en el género huma­
no. ¡De ahí, chino, las diferencias entre la señorita Ra­
mos y nosotros!
—¿Eso quiere decir —les pregunté yo— que, pa­
ra que la reproducción entre hombre y mujer se cum-
pla, una abeja se les tiene que parar precisamente ahí?
Entonces no me caso.
El General, mi padre, y caro Celso estaban de una
pieza, y caro Celso, en voz baja, para que yo no lo oye­
ra, murmuró:
—¡Lucas, mijo, harto te dije que no nos metiéra­
mos en vainas! ¡Este chino nos jodió!
Pero los dos, que para algo eran Generales, vol-
vieron valerosamente a la carga.

Los generales jugaron un papel muy importante en la infancia


de Lucas, porque su mamá, María del Carmen, murió cuan­do él
apenas tenía once años. Medio siglo después, en sus memorias
presuntamente amnésicas, la retrata de cuerpo y alma, sin olvi-
dar detalle y, de paso, esboza su propio carácter y la huella que
dejaron sus padres en él:

Si algo no le perdono al Señor es habérsela llevado


siendo yo muy niño. La recuerdo como una mujer ex­
cepcional que parecía amasada con un material más
noble que el barro humilde del cual, según la tra­di­
ción, todos estamos hechos. Era alta y esbelta y en su
porte se repetía la elegancia de las palmeras… Lo
más bello, sin embargo, eran sus ojos, unos ojos cla-
ros, dulces, melancólicos, que sabían descubrir el la-
do bueno que duerme en el fondo de todos los seres
y de todas las cosas y en los cuales yo aprendí a leer,
antes que en las páginas ingenuas del catecismo, todo
. Ibid., pp. 263-264.

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lo que hay de emoción y de grandeza en la doctrina


cristiana. Yo he llevado a ratos una existencia bohe-
mia y no he sido ajeno ni a la atracción de las mujeres
ni a la alegría del vino, pero en lo fundamental me he
mantenido recto. No he faltado a la verdad, he prac-
ticado la honradez y he sido fiel a mis ideas, a la tierra
que me vio nacer y a los míos. Ésa ha sido mi carta de
vida hasta hoy, y si algo bueno hay en ella, yo creo que
es apenas un pálido destello de la claridad espiritual
que derramaron en mi corazón María del Carmen y
el general, mi padre, a su paso por la tierra.

A su papá, que se lo aguantó en su insoportable adolescen­cia,


siempre lo llamó General, «por antítesis, porque siempre fue
un ardiente civilista y consideró su destacada participación
en la guerra de los Mil Días como una simple obligación del
pa­triotismo».10 Una hermana de su padre que nunca se casó, Mag­­­
dalena Caballero, hizo las veces de mamá de Lucas y de su her-
mano Eduardo. Ella se convirtió en el personaje de la tía Ma-
golita de varios de los relatos de Klim, desde los más senti­dos
hasta los más jocosos. Ella «resolvió tomar bajo su exclusi­va res-
ponsabilidad la salvación eterna de todos los pecadores que el Se­
ñor había puesto en su familia». Rezaba por ellos en la iglesia de
La Candelaria, acompañada de Lola Holguín, «un sujeto horri-
ble, con pinta de sacerdote», como le dijo Lucas a la tía cuando
la conoció. Magolita le daba las quejas al general cuando Lucas
llegaba en la madrugada después de una parranda, pero lo con-
sintió hasta que fue mayor. Como cuando años des­pués, éste se
resbaló y tuvo una fractura grave en el brazo, y ella lo cuidó con
esmero.
A Magolita, que tenía una nariz como la de su hermano Ju­
lio, «como hecha a la carrera», no le gustaba salir de frente en los
retratos, sólo de perfil. Con esa pequeña debilidad de su tía en
mente, Klim escribió un conmovedor obituario en su honor:

. Memorias, p. 78.
10. Ibid., p. 87.

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El día en que la tía Magolita murió, yo sentí que con


ella se había roto uno de esos lazos impalpables que
con tanta fuerza nos atan a la vida y que en mi cora­
zón se había hecho ese vacío triste y opresivo que se
respira en las casas en donde se acaba de practicar un
desahucio. Yo creo que si hay cielo, la tía Magolita
ocupa en él un lugar de privilegio y que su espíritu vue­
la ahora por los espacios infinitos, libre ya de los ma-
reos que en esta vida le producía el avión, bajo la mi-
rada dulce y complacida de Dios.
El cielo de la tía Magolita, claro está, debe ser un
cielo en donde los fotógrafos, si los hay, sólo retratan
a las almas buenas de perfil.11

La otra herencia de Klim, que lo acompañó a lo largo de su vi­da,


fueron las secuelas de una batalla pacífica que emprendió su pa-
dre en 1908. Quiso sacar adelante una empresa de desarrollo
industrial, pionera en el país, en los terrenos de las haciendas fa-
miliares en San José de Suaita, Santander, un pueblo que habían
fundado su abuelo César y su tío abuelo Lucas.
Después de haber sido ministro de Hacienda del general Ra­
fael Reyes, su padre Lucas ideó, con sus tíos Alfredo y Julio, un
complejo industrial, bajo la firma Sociedad Caballero Herma-
nos, con más idealismo que experiencia. Querían impulsar la
modernidad y «fomentar la potencialidades agrícolas de toda
una región».12 Como en la zona se cultivaban el cacao, la ca­ña
de azúcar y el algodón, los hermanos montaron pequeñas in-
dustrias para procesar estos productos: una chocolatería, un in­
genio azucarero y una destilería de licores.
Para darle un impulso a su emprendimiento, y poner a fun-
cionar también una fábrica de textiles y un molino de harina, pi­­
dieron prestados un millón de pesos de la época a una firma de
banqueros franco-belgas, según dijo Klim en sus memorias. Con
11. Ibid., p. 115.
12. Pierre Raymond, Historia del proyecto agroindustrial de San José de Suaita (libro en
proyecto).

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esos dineros trajeron las máquinas, pero, ante la falta de cami-


nos, muchas de ellas quedaron inservibles en el viaje. El general
volvió a Europa y pidió un préstamo adicional para reponer los
equipos perdidos. Los banqueros se lo aprobaron, pero a condi-
ción de que sus representantes en Colombia, y no los Ca­ballero,
manejaran las fábricas. La nueva empresa se llamó entonces
Sociedad Industrial Franco-Belga. En 1912, cuando Klim aún
no nacía, arrancaron la textilera y el molino, pero con la ma-
la suerte de que la representación en Colombia se la dieron al
barón Cristian du Riveau; según Klim, un «hombre cíni­co, en-
cantador y mujeriego, que derrochaba el dinero de San Jo­sé a
manos llenas y que había convertido la vieja casa de los Caba-
lleros, remodelada por él, en un elegante refugio para sus baca-
nales».13 A este ritmo de gastos, el barón informaba a los ban­
queros europeos que lo producido por las fábricas no les dejaba
ninguna utilidad ni, menos aún, alcanzaba para amortizar las
deudas de los Caballero. El barón cerró la chocolatería, el mo-
lino y la destilería, y sólo quedó funcionando la fábrica de hi-
lazas y tejidos, que, para 1916, representaba aproximadamente
el diez por ciento de la capacidad textil instalada en Colombia.
Esta situación se mantuvo por muchos años, y sólo cuando
el general pudo pedir, veinte años después, revisión de los libros,
encontró que el barón los había echado al río. La cosa se con-
virtió en un largo pleito judicial que finalmente se resolvió a co-
mienzos de los cuarenta, en un arbitraje que dejó la mitad de las
acciones para los Caballero y la mitad para los banqueros euro-
peos y sus representantes.
El general no alcanzó, sin embargo, a regresar a San Jo­sé. «La
muerte se lo llevó sin permitirle volver a ver el escenario don-
de transcurrió su niñez y del que nunca estuvo ausente su es­
peranza», escribió después su hijo Lucas.
El barón Du Riveau hizo su socio al joven abogado Alfonso
López Michelsen, hijo de Alfonso López Pumarejo, quien fue
elegido presidente de Colombia en 1934. Por las acciones em-
13. Memorias. Aquí Klim relata su versión más completa del pleito de San José de Suai­­ta (pp.
89-92), aunque se va a referir a éste en diversos escritos a lo largo de su vida.

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prendidas a favor de la causa de los banqueros extranjeros, Ló-


pez Michelsen recibió acciones de la sociedad y se convirtió en
apoderado del pleito contra la familia Caballero. Según Klim, «su
socio, el barón, en una carta confidencial a los banqueros fran-
ceses, les decía que había que reconocerle a él una considerable
cantidad de acciones por sus invaluables servicios».
Fue paradójico, porque López se casó luego con una hija de
Julio, hermano del general Caballero y fundador de las empresas.
Años después, López Michelsen terminó con el control de la
Fá­brica de Hilazas y Tejidos de San José, que, luego de huelgas
prolongadas y otros problemas financieros, cerró en 1980.

San José de Suaita, por una sucia paradoja de la vida, es­


tá hoy en manos del joven estudioso que tenía su oficina
de negocios con el barón Du Riveau. Yo, aunque toda-
vía conservo unas acciones de la empresa como un re-
cuerdo sentimental de mi padre, el general, tampoco he
vuelto. Hoy me explico, con mayor claridad que nunca,
por qué no qui­so el general Charles de Gaulle regresar
a Francia, su patria, cuando los nazis la tenían ocupada.

La herida que dejó en la familia Caballero esta historia fue tan


honda que cuando Klim escribió estas palabras en 1981, unos
meses antes de morir, aún le dolía. Es probable que ayuda­ra a
abrirla el hecho de que en esos momentos se estuviera fraguan­
do la candidatura a la reelección presidencial de López Mi­
chelsen por el Partido Liberal.

La segunda esperanza

Para entonces, el enfrentamiento entre Lucas Caballero Calde­


rón y Alfonso López Michelsen había dejado de ser un mero
asunto de familia. Klim fue la conciencia moral del gobierno de
López, y sus ironías diarias continuaron hasta que éste terminó
su mandato en 1978, al decir de Daniel Samper Pizano, «en for-
ma melancólica y con bastante desprestigio». Sin embargo, tres

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años después, el ex Presidente estaba a punto de ser escogido


como el candidato del liberalismo para repetir mandato. Klim se
opuso hasta el final y ridiculizó el intento como «la segunda es-
peranza». «Por desgracia, la salud del más importante columnis-
ta colombiano, que había sufrido varias recaídas en los últimos
años, le tendió la última zancadilla [y él falleció] un mes antes
de que la convención de políticos liberales eligiera a López co-
mo su candidato presidencial», escribió Samper en el epílogo
de La segunda esperanza, una recopilación póstuma de los mejo-
res artículos de Klim desde la primera candidatura de López, en
1973, hasta esta última, en 1981.
Klim vio que la convención liberal iba a escoger a López Mi­
chelsen, que Alberto Lleras se iba a doblegar ante esa decisión y
que, por eso mismo, el Partido Conservador iba a ganar las elec-
ciones. Lo que escribió ese 8 de junio, a un mes largo de morir,
resultó profético:

Alberto Lleras por Rivero Gil en Figuras Políticas de Colombia.

En ese momento uno de los dos miembros de la Di-


rección Liberal Nacional, Alberto Lleras, siempre con
sus ideas de veras iluminantes, dará la fórmula salo-
mónica para designar al candidato único del parti-

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do. Los aspirantes, tomados de la mano, formarán un


círculo, en medio del cual el señor presidente de la
Con­vención, con los ojos vendados, irá diciendo las
ju­guetonas palabras que todos hemos pronunciado al­
guna vez en la niñez: «Tin marín de dopingüé, cúcu­
ru mácara, títiri fue». Alberto Lleras explicará enton-
ces, con su sonrisa de órgano Thomas, «el único que
trae locuciones latinas incorporadas», que el favore-
cido será aquel de los candidatos a quien correspon-
da la partícula fue. Todos los liberales aplaudirán, co-
mo ocurre siempre que Alberto Lleras propone una
de sus sabias majaderías. […]
Yo quiero creer, en aras de la disciplina liberal, que
la actual Dirección Nacional ha adelantado una labor
extraordinaria. En cambio, cuando me pongo a ana-
lizar esa labor por sus resultados, llego a la conclu-
sión melancólica de que nunca en su historia había
estado el partido liberal peor dirigido que ahora. […]
El partido liberal marcha, pues, por sus pasos conta-
dos al desastre, y ni los conservadores, que aspiran a
recuperar el poder, podrían manejarlo mejor, es de-
cir peor, para alcanzar sus consabidos fines. […] El
partido liberal está en el mismo caso del «Hombre
nuclear» [serie de te­levisión cuyo protagonista murió
en esos días], sin cabeza, y por carecer de ella va a un
inexorable fraca­so electoral.
Esto poco importa, sin embargo, ante el honor
de estar dirigidos por dos ex presidentes, López Mi­-
chelsen y Alberto Lleras, censor éste del primero
cuando Lleras era una cumbre moral de la República,
y ahora, desde que abandonó la moral por el ciclismo,
su triste encubridor y a ratos su botones.14

14. «El gran futuro del liberalismo, junio 5 de 1981», La segunda esperanza, Bogotá, El Ánco-
ra, 1982, pp. 217-219.

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127

Klim no le perdonaba a Lleras Camargo que respaldara a Ló­


pez en su intento de volver a la Presidencia. A López le siguió re-
criminando, hasta el final, que se hubiera quedado como socio
principal de la fábrica con la que soñó su padre y hubiera inten-
tado maniobras —para él indelicadas— con el fin de salvarla de
la quiebra al comienzo de los ochenta. En la última columna de
Klim sobre el tema, publicada el 19 de junio de 1981, se burló
del unanimismo oficialista y denunció otra movida del ex Pre-
sidente para proteger sus intereses en San José:

Este fin de semana fue más pródigo en discursos que


los anteriores, y no es poco decir. Enciende usted la tv
en el canal 7 y está Julio César [Turbay] hablando en
defensa de su gobierno. Pasa al canal 9 y la Di­rección
Nacional Liberal en pleno, es decir el Com­pañero Ló­
pez Michelsen, está defendiendo el su­yo. La única sa­
lida para el pobre televidente agobiado es saltar al ca-
nal 11 y sintonizar el instructivo espacio «Qué fácil es
coser». En él por lo menos se entera usted de algo útil,
verbigracia de cómo se enhebra una aguja. […]
López Michelsen, en Bucaramanga, tampoco se
manifestó parco en palabras. Habló en todas partes
don­de encontró a más de dos santandereanos reuni-
dos. «Está luchándose, dijo, para que se creen mayo­res
empleos, se extiendan los servicios a los barrios mar­
ginados y no se cierren más fábricas». Lo primero no
nos consta, pero en lo referente a no dejar cerrar más
fábricas, sí conocemos un caso. El de la carta de in-
tención para prestarle a San José de Suaita, una fábri-
ca quebrada, hoy de propiedad de la familia Ló­pez, la
suma de treinta millones de pesos figurando como deu­
dor el propio Ministerio de Trabajo.15

15. «Discursos en la cumbre, junio 19 de 1981», en ibid., pp. 223-224.

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128

El joven Lucas

El humorista —escribió el literato Eduardo Caballe­


ro, hermano de Klim— me recuerda el cuento infan-
til del rey cuyo traje deslumbrante de sedas y oropeles
sólo era visible por las gentes honradas. Al pasear por
las calles y plazas, hinchado de vanidad y en medio
de la aclamación de las gentes, un niño ingenuo, un
ser que veía claro, sin prejuicios ni telarañas, exclamó:
¡Pero si el rey va completamente desnudo! Lucas es
ese niño desde cuando constituía un dolor de cabeza
para los profesores del Gimnasio Moderno.16

De esa tradicional institución bogotana donde cursaba bachi-


llerato, que había sido fundada en 1914 por Agustín Nieto Ca­
ballero, un primo de su padre, lo expulsaron por un ensayo inso-
lente que escribió cuando le pusieron la tarea de relatar la visita
al colegio del profesor belga Ovidio Decrolly, una eminencia en
pedagogía. En una de las cartas publicadas en El Espectador, ba-
jo la firma Lukas, en los años cuarenta, y que luego fueron com­
piladas en el libro Epistolario de un joven pobre, Klim cuenta la
anécdota:

Mi admiración por el profesor Decrolly tenía enton­


ces el sello de los sentimientos irrevocables. Pero el vie­
jo lo echó todo a perder. Un buen día amaneció con
sus maletas en Colombia. Era alto, nervioso, usaba ga­-
fas; unas monumentales barbas de pirata le ocul­taban
el rostro, y por la vía múltiple y regular del ca­bello,
que era muy abundante, se surtía de caspa las solapas.
Una por una recorrió todas las dependencias del
colegio. Pas mal… pas mal!, decía agarrándose con las
manos la barba que emergía de entre ellas como un
atado de cebollas. Al llegar a la despensa, el buen vie-
jo, la faz iluminada por la alegría de un descubri-

16. Yo Lucas…, p. 193.

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Los hermanos Lucas y Eduardo Caballero Calderón en
caricatura de Moreno Clavijo y en fotografía.

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miento, se lanzó con las manos abiertas sobre una


pierna de cordero. C’est magnifique ça… absolument
magni­fi­que, comentó, a tiempo que el jamón desapa-
recía en uno de sus abrigados e insondables bol­sillos.

Después de haber sido testigo de esta escena, Lucas escribió su


tarea concluyendo que el profesor no había necesitado español
porque «el apetito no tiene para manifestarse preferencias por
ningún idioma determinado y [...] el doctor Decrolly lo que tie-
ne por el momento es apetito».17
Lucas le echó la culpa de no saber francés, lo que le impidió
conocer la sabiduría de Decrolly, a su profesor de este idioma en
el Moderno, Felipe Lleras Camargo. Esas clases «fueron causa
de innumerable desazones para el joven estudiante Caballero,
quien, al llegar a Francia, se halló incomunicado, puesto que ni
él lograba hacerse entender ni nadie le entendía una palabra», es­
cribió Alfredo Iriarte cuarenta años después. En cambio recor-
dó al profesor de latín, Saúl Gómez, que «le enseñó con tanta
propiedad que, gracias a esas estupendas lecciones, hoy su do-
minio del latín es superior al de Alberto Lleras». 18
La época escolar le dejó a Klim otros recuerdos non sanctos.
Un compañero que se llamaba Salvatore Pignalosa les vendía
la postale marrana para la serventa, y los días de confesión «un
sacerdote vasco, sólido y membrudo como un pelotari y a quien
expulsaron luego de la orden» les preguntaba si habían­ visto las
«fototipias ob-ze-nass» y les pedía los números de la colección
de muchachas desnudas que a él le faltaban.19
En el colegio no se reveló el talento de escritor de Lucas
Ca­­ballero. «Ni siquiera sacaba cinco en redacción —le contó a
Elvira Mendoza en 1963—. Estaba acomplejado por Eduar-
do, mi hermano. Él era literato. Desde los tres años era el niño
pro­­digio».20

17. Epistolario de un joven pobre, pp. 31-32.


18. Anticipo autobiográfico…, p. 22.
19. Epistolario…, p. 174.
20. Elvira Mendoza, «Klim en pantuflas», artículo original de la revista Nueva Boyacá, publicado
en 1963 y reproducido en la revista Diners, núm. 137, agosto 13 de 1981.

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Del Moderno, según su propio relato, fue a dar al colegio de


los hermanos cristianos de La Salle, pero allí duró una semana,
pues le arrojó un frasco de tinta al hermano prefecto. Decidido
ya a meter en cintura a ese joven díscolo, el general Lucas hizo
los preparativos para enviarlo al Seminario Conciliar. Cuando
ya le estaban fabricando la sotana a la medida, a un amigo se le
ocurrió cómo salvarlo. Le dio un paquete de libros para que lo
enviara con sus otros objetos personales al seminario poco an-
tes de empezar las clases. Al día siguiente, el rector le informó a
su padre que no creían que Lucas tuviera vocación eclesiástica.
Después supo por qué: su amigo había enviado varios de los li-
bros prohibidos de José María Vargas Vila —Ibis, Aura o las vio­
letas, Flor de fango—, llenos de anotaciones emocionadas en las
partes más impúdicas. Era, por supuesto, imposible recibir un
joven así de arrebatado en la carrera sacerdotal. Pero Lucas no se
inquietó cuando supo que, como última salida desesperada, el ge­
neral había resuelto enviarlo interno a un colegio suizo.
Cuenta Eduardo que los pedagogos «nunca pudieron ensi-
llarlo y ponerle la jetera escolar, [pues] en cuanto alumno no tenía
el menor sentido de la disciplina. En cambio, el del humor le cho-
rreaba de la boca, como las babas a los recién nacidos. Era insopor-
table como Lisandrito el portento, personaje de un cuen­to versi-
ficado que recordaba papá, cuando con dos palabras desnudaba a
los demás de su seriedad, su vanidad, su idiotez o su petulancia».21
Eduardo ilustra cómo Lucas mortificaba a su papá con su
habilidad para trastornar el sentido de las palabras. Cuenta que
una vez, en un hotel en Tunja, mientras desayunaban con serí-
simos magistrados, «Pablito el mesero, meloso y afeminado, le
dijo a Lucas: “¿Cómo se le hacen losuevos, don Luquitas?”, sin
aspirar la hache, tal vez por elegancia. Y él le contestó aflautan-
do la voz: “¡De un lado para otro, Pablito!”, lo cual le costó el
que papá lo sacara de una oreja del comedor, ante la consterna-
ción de los magistrados de Santa Rosa de Viterbo».
Las peripecias de Lucas durante su permanencia de un año
en Europa quedaron inmortalizadas en su libro de Epistolario de
21. Yo Lucas…, p. 193.

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un joven pobre, que publicó en 1947. Las cartas que conforman


esta obra fueron las que le abrieron camino como periodista y hu­
morista. Había escrito algunas de ellas a su padre, y años des-
pués, Luis Cano, por entonces director de El Espectador, las co-
noció y le propuso publicarlas en serie en su diario.

Corrían los años treinta y el diario de los Cano estaba en


ple­­na ebullición de ideas nuevas. Varios jóvenes acaudalados y
bohemios habían llegado de Europa y le propusieron al diario
meterle secciones de humor, tiras cómicas y una columna de con­
sultorio sentimental. Entre ellos estaban Emilia Pardo Umaña,

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una de las primeras mujeres que tuvo una columna de opinión


política en un diario. Paradójicamente, era ultraconservadora y
estuvo en contra de permitir el voto femenino.22 También esta-
ban su hermano Camilo Pardo y Jorge Cárdenas Núñez, «otro
gran sinvergüenza», recuerda José Salgar, quien era un jovencito
que acababa de vincularse a trabajar como asistente en la sala de
rotativas del periódico. «Cárdenas inspiraba los chistes y escri-
bía las cartas a Ki ki, doctora corazón, y la doctora era Emilia.
Ella se trajo estas innovaciones del Paris Soir. Y estaba Arturo
Camacho Ramírez, un gran poeta y un genio para hacer trans-
posiciones de nombres, como llamar al general Navas Pardo, Pa­
vas Nardo y a Bertha Puga de Lleras, Yerta de Veras. Lucas na­ció
como humorista en ese fogón extraordinario».23
Todo el talento del humorista, cargado de recursos, aparece
ya en estas cartas. Los elementos que conforman el humor de
Klim, que expuso en detalle Daniel Samper Pizano en un artícu­
lo de la revista Credencial en 1994, están allí: el retratista que
con tres frases crea un personaje completo, el guionista que re-
vive las situaciones más cómicas y el narrador magistral que usa
la exageración, la metáfora, la imitación del lenguaje coloquial,
la repetición y unas frases lapidarias que no dejan títere con
cabeza.24
Son varios los retratos que hace a lo largo de su estadía. Los
que siguen son quizás los mejores de esa época: el de monsieur
Isaac Geyler, un profesor en el colegio suizo de Champittet; el
del hermano de la acaudalada familia Barroso, de Matanzas, San­­
tander, que conoce en Europa, y el del capitán del barco que lo
trae de regreso por el río Magdalena, de Barranquilla a La Do-
­­rada.
Monsieur Isaac Geyler:

El ecónomo de Champittet se llama monsieur Isaac


Geyler y es la más acabada estampa de Sion. Nariz
22. Vallejo Mejía, op. cit., p. 49.
23. Entrevista de la autora a José Salgar, julio de 2005.
24. Daniel Samper Pizano, «Klim, un vigilante armado de humor», Credencial Historia, núm.
53, mayo de 1994.

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cor­va y afilada, cabello sucio, barba hirsuta y entreca-


na, ojos cínicos y llorosos, bigote manchado de rapé.
En la primavera los pájaros picotean las frutas de la
huerta. M. Geyler se planta en la mitad de ella y azo-
ta con los brazos el aire. Las aves huyen, pero huirían
lo mismo con su sola presencia, sin necesidad de que
moviera los brazos. M. Geyler sonríe, satisfecho, y
cobra un franco. ¡Es un espantapájaros seducido por
la pedagogía! […]
M. Geyler es un institutor de muchas campani­
llas y microbios. El año pasado fue distinguido con las
Palmas Académicas. Ese día se puso en manos del bar­
bero, y éste, al escarmenarle la barba, le encontró que-
so, dos ratones, las obras completas de Ale­jandro Du-
mas y un cuaderno de calcomanías.

Lucas sigue describiendo la terrible suciedad de sus maestros,


con exageraciones extremas, y pidiéndole a su padre que lo sa-
que de allí antes de que la infección lo mate:

Si tú así lo deseas, seguiré en Champittet, cortejando


a la ciencia y a la septicemia, hasta que esta última aca­
be conmigo. Pero ¿qué dirá el país si llega a informar-
se de que uno de los negociadores del «Wisconsin»,
cuya firma evitó en el año dos que siguieran segán-
dose vi­das colombianas, está hoy, involuntariamente,
propiciando el deceso del tierno e inocente retoño?25

En un receso, su padre lo autorizó a salir de Champittet y a ir a


Bruselas a matricular a su hermana —cosa que nunca hizo por-
que se jugó la plata de la matrícula en el casino de un tren—. Lu-
cas describió a varios de los personajes que conoció en el viaje,
entre ellos a la familia Barroso, unos nuevos ricos santanderea-
25. Epistolario…, pp. 57-58.

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Algunos capítulos del Epistolario publicados en El Espectador.

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nos que vivían a todo dar en París. Un noble ruso venido a me-
nos era su chofer, y un príncipe arruinado, su mayordomo. Una
noche invitaron a Lucas a un coctel, y así escribió a su hermano
Eduardo en una carta cómo conoció a Co­rinto Barroso:

El hermano de ellas, un señor vie-


jo, calvo, seco, arrugado, oscuro, como
una pepa de sarrapia con frac, reci-
bía a los invitados. […] Don Corin-
to estaba divino dis­fra­zado de gente
decente. Todo le sonaba: la peche-
ra, los zapatos, sus viejas coyuntu-
ras y el reloj, un cu­rioso reloj, con
las fases completas de la luna y
un me­canismo despertador, que
él guardaba en uno de los bolsi-
llos superiores del chaleco. Don
Corinto ha sido siempre lacó-
nico; mejor dicho, avaro de
palabras: sin embargo, el or-
gullo social le llenaba el espí-
ritu, le inflaba la pechera, lo
tenía a punto de reventar…
hasta el extre­mo de
que sus dos cajas de
dientes le conver­sa­
ban solas.26

Después de un año largo­ en


Europa, Lucas, con dieci-
siete años, tuvo que regre­sar
a Bogotá. Se había partido­
la clavícula, ha­bía sufrido­
una oclusión intestinal, pues Ilustración del Epistolario por Héctor Osuna, publica-
da en el Magazine Dominical de El Espectador en 1981.
26. Ibid., p. 123.

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prefirió aguantarse las ganas a pasar la vergüenza de pedirle a


la bella enfermera que lo cuidaba que le alcanzara el pato, y su
padre, el general, ya no estaba dispuesto a endeudarse más con
Azam & Fetty, la casa de crédito que le financió a Lucas su es-
tadía. Era 1930, y el viaje desde Europa a Bogotá se hacía en va-
rias etapas: el barco «Orinoco», de la Hamburg American Line,
lo trajo a Puerto Colombia. De allí tomó el tren Anaya Express
a Barranquilla, y de esta ciudad viajó en barco por el Magdalena
hasta La Dorada. Por último tomó un tren que lo llevó a Iba-
gué, a Girardot y, finalmente, a Bogotá. Así le contó a Gabriel
Cano, gerente de El Espectador, su percepción del capitán del
barco que abordó para remontar el Magdalena:

Nos embarcamos en un buque cuyo capitán, un hom­


bre gordo, cetrino y que andaba a todas horas de chan­-
cletas, era una esponja. Tenía el humor destrozado,
porque era además conservador, y al hablar no hacía
pausas: donde tocaba hacerlas colocaba una palabra
gruesa, llena de sugerencias, o escupía por encima de
la borda algo sólido que saltaba dos o tres veces sobre
el agua antes de hundirse definitivamente. Según la
tripulación, «el capi» era temible y hacía desaparecer
dos litros diarios de ron Pope en épocas normales.27

Según Daniel Samper, el gran aporte de Klim al humor co­


lombiano es haber sido el primero que hizo humor de situación.
La gra­cia de este humor no es la exageración o la comparación
absurda: es presentar una situación ridícula o cómica. Una de las
más divertidas situaciones que contó en sus cartas desde Euro-
pa es la que vivió con una señora que le había recomendado una
familia amiga, en su viaje desde Lausana a París, y que Lucas
acep­tó «con heroica resignación»:
ca-
1.
27. Ibid., p. 167.

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El viaje a París se hizo normalmente, es decir, de acuer­


do con mis últimas predicciones. Yo dormí casi todo
el tiempo, como un lirón, mientras mi honora­ble com-
­pañera de viaje echaba afuera las tripas, llorosa y de­
sencajada, por la ventanilla de nuestro compartimien-
to. En la frontera francesa arrojó el hígado, pro­dujo
un gruñido dramático, se puso de color de tierra,
murmuró:
—¡Sea por Dios todo! —y estiró como dos bas-
tones sus piernas.
—¡Se me murió este bagre! —dije yo—. Y aho­ra
¿qué hago?
Pero el bagre no había muerto, Gabriel: tenía so-
lamente un ataque. Poco a poco empezó a recuperar­
se. Abrió los ojos, con una motica de algodón se dio
un golpe de polvos en la nariz y paseó una discreta
mirada por sus ropas. Al ver sus largas faldas negras
descocadamente enrolladas hasta muy cerca del pes-
cuezo, poniendo en evidencia unas tímidas calci­na-
guas de color lila, con arandelones, las volvió apre­su-
radamente a su lugar y, mientras el rubor le acaloraba
las mejillas, exclamó:
—Que esto quede entre usted y yo, joven amigo.
Sobre ellas sólo han caído los ojos de mi Próspero.
—¡Pierda usted cuidado, señora! —respondí sin­
ceramente—. ¡Entre sus calcinaguas y el paisaje, pre­
fiero el paisaje! […]
(A mí, Gabriel, siempre me ha perjudicado la
blandura del corazón. No tuve entrañas para decir­le
a esa dama buena y deteriorada que dejara en paz a
su Próspero y que no se cuidara de su reputación, por­-
que a sus años la reputación no existe, sino la meno-
pausia.)28

28. Ibid., pp. 79-80.

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Anécdotas parecidas abundan en sus cartas a don Gabriel Ca-


no, a su padre el general, a su hermano y, de vez en cuando, a
otros amigos: la de misía Efrosina, la telegrafista de Mogotes
que «no era menos gorda que el premio que le había tocado en
suerte», bebió Grandines todo el paseo y tuvo que pedir que el
bus parara para desaparecer detrás de una piedra que «inexpli-
cablemente quedó humedecida por el rocío de la mañana, pues
ya eran las cuatro de la tarde»; la de la vomitona de todos los
pasajeros a bordo del «Orinoco» cuando una tormenta los azotó
a la altura de Plymouth, y cómo transformaron, entre su amigo
Antonio Rueda y él, al «capi» del barco, agrio y godo, en un tipo
alegre que gritaba vivas a Olaya Herrera.
El otro secreto del humor de Caballero, que reveló desde
que empezó a escribir estas cartas, es su talento de narrador, lle-
no de una imaginación que todo lo distorsiona y lo hace extre-
mo. Un amigo le contó que se casaba. Klim le respondió que no
lo hiciera porque con los años y la maternidad la mujer iría per-
diendo sus encantos, y se «convertirá en un atado, en un buru-
jo, en un talego, en una pelota enorme llena de monumentales y
antiestéticas exuberancias. Tú mismo, para averiguar en dónde
tiene ella los brazos, y las piernas, y el busto, tendrás que llenarla
de cintas de colores, como se hace con los misales para saber en
qué sitio queda la epístola y en cuál el ofertorio».

Ilustración del Epistolario por Héctor Osuna, publicada


en el Magazine Dominical de El Espectador en 1981.

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A su padre le da todo tipo de excusas inverosímiles sobre có­


mo se le perdió la plata porque se la llevó una ráfaga de viento o
sobre por qué necesita urgentemente un nuevo giro para sobre-
vivir. A don Gabriel Cano también le vive echando vainas sobre
su tacañería para pagarle. Se inventa una escena del gerente de
El Espectador yendo al médico y cómo el médico le diagnostica
un ataque de remordimiento por no pagar lo suficiente. Según
le contó después a Iriarte, le pagaban setenta centavos por ar-
tículo, lo cual era bastante mejor pago que muchos oficios más
aburridos.
Una de sus cartas más recordadas, sin embargo, es aquella
que le escribe al dentista de Bogotá, despotricando porque le cal­
zó la muela que no era antes de viajar a Europa y cuando llegó
allí tuvo que acudir a otro dentista a que le curara la muela, que
seguía ahí con su caries:

Inescrupuloso sacamuelas:
¿Recuerda usted que, antes de mi viaje, por dos
largas y terribles semanas honré yo su detestable con-
sultorio diariamente para que me hiciera una juicio-
sa y completa revisión bucal? Si lo recuerda es inú­til
hacer en esta carta el recuento de las iniquidades y tor­
mentos profesionales a que usted me sometió, viejo
indecente. Pero si los ha olvidado, le diré que la pieza
dañada era una sola. Usted metió dentro de ella toda
clase de cosas absurdas: una siniestra aguja de crochet,
un tornillo pavoroso, el herrón temible de un trom-
po, un tenedor para fruta y muchas cosas más que mi
memoria empavorecida no conserva. Baste decirle que
a un puntico insignificante que yo tenía en la segun-
da bicúspide del maxilar inferior —perfectamente lo
recuerdo— le dio usted la insondable profundidad de
un pozo petrolero […] usted me preguntó:
—Dígame una cosa, señor Caballero: ¿a usted no
le había obturado anteriormente esta muela con oro?

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—Qué oro ni qué niño muerto. ¡Lo que pasaba es


que usted, en su furia perforadora, ya había llegado has-
ta el botón del cuello!

Luego de que le calzó la muela con porcelana, el dentista le di­jo


a Lucas que ya podía cruzar el Gran Charco sin temores.

Todavía me parece estarlo oyendo. ¡Miserable, godo


har­pía! Esta carta tiene por objeto decirle a usted que
es un asno cedulado cuya libertad es un peligro para
todas las personas que no tienen caja de dientes. […]
Si algún día regreso a Bogotá, tenga usted por se­­-
guro que trataré por todos los medios a mi alcance de
aplastarlo como una cucaracha. La placa que hay en su
puerta, alusiva a una hipotética especialización en pró-
tesis y ortodoncia, es una bandera pirata en los abomi­
nables mares de la odontología. Me propongo pisarla
a mi regreso… Hay momentos en que siento inclina-
do al perdón. Pero lo que abre un abismo definitivo
entre los dos no es la cuenta, no: es el chisguete de
agua fría con que me bombardeó el nervio cuando lo
tenía descubierto, viejo sádico y asesino.
Con el deseo de que le duelan las muelas, y de
que sea usted mismo el que se las calce para que le
vuelva a doler, queda de usted su ex cliente que no lo
olvi­da, Lukas.29

Cuando los políticos, y no los dentistas o la gente del común,


eran los sujetos de las burlas de Lucas, éste se volvía más sutil,
más irónico, pero no por ello menos demoledor. Quizás por la
madurez que ya tenía los últimos años de su vida se dio el lu-
jo de mofarse a sus anchas, con mayor audacia que nunca, del
gobierno y, en especial, de su jefe, Julio César Turbay Ayala.

29. Ibid., pp. 73-74.

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Harmano Gulito

No se sabe bien desde cuándo Klim le pone el apodo de Harma­


no Gulito a Julio César Turbay, en referencia a su origen libanés.
A pesar del sobrenombre y de la continua burla a su ascenden-
cia, a su origen humilde, a su manera de vestir, de hacer política
clientelista, y a su mansa obediencia a los tradicionales políticos
aristócratas bogotanos, durante muchos años Caballero habla
de Turbay con cierto cariño, con una especie de paternalismo
comprensivo. No obstante, ese tono cambia a medida que se acer­-
ca su gobierno. Y cuando, después de que se posesiona Turbay
en 1978, emergen los escándalos de corrupción y abuso de los
derechos humanos, la sátira de Klim se torna descarnada y
exigente.
Cuando era ministro de López Michelsen en 1975,Turbay le
organizó una visita a Washington a su jefe. Según el recuento de
Caballero, la visita fue un fiasco: prácticamente no fue registrada
por la prensa estadounidense aunque, como suele suceder siem-
pre en estos viajes, los medios nacionales informaron del éxito de
la gira. Klim azotó a Turbay —aún en su tono cálido— por su
fracaso:

Entiendo que a Harmano Gulito, que dejó la desig­


natura a Indalecio [Liévano] para preparar adecua­
damente la recepción, le hacían falta patillas para ta-
parse de vergüenza. Y que no se cansaba de repetir:
«Ga­raspálidas horrorosos, garaspálidas andecentes,
ga­raspálidas hijuemíchicas, ¡la cólera del Brofeta cai-
ga sobre vosotros! ¡Nada de recebciones, nada de tur­
maqué, nada de biquetes, nada de nada!». (La indig­
nación de Harmano Gulito es razonable. Pero es que
él olvidó que Washington no son Los Laches.) […]
El único aspecto negativo del viaje fue el refe-
rente al Harmano Gulito. No prebaró nada a juzgar
por lo que publicó allá la prensa. […] Un amigo de la
co­lonia me llamó llorando para decirme: «Harmano

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Lu­quitas, Harmano Gulito nos hizo quedar como el


exhosto de un camello».30

Unos dos años después, Klim vuelve a la carga contra Turbay


y sus seguidores, ya en el tono más ácido. Se pregunta por qué
les va a todos tan mal en Pasto, siendo una ciudad tan amable.
Y ahí relata la embarrada del político pastuso y turbayista Luis
Avelino Niño, que, siendo de los Amigos de Cristo en Agonía,
«se olvidó de que éste no abandonó nunca el divino lienzo que
le cubría la cintura»:

Luis Avelino, sin embargo, pese a tan obligante an-


tecedente, se sacó el Bonitico o Divino Cuy, como
tam­bién le dicen allá, en una fiesta social a la cual
concurría lo más granado de la sociedad de Pasto.
Sus ami­gos tuvieron que cubrirlo púdicamente con
un auxilio parlamentario y sacarlo de la reunión. La
Con­gregación de Amigos de Cristo en Agonía quiso
cerrarle las puertas, pero lo que es estar bien relacio-
nado, digo yo: Harmano Gulito habló por él, y parece
que todo se arregló pagando Luis Avelino, sólo por
ese mes, una multa equivalente a una cuota de do­
ble miembro. El Bonitico, en Nariño, realmente ha-
ce milagros.

Después fue el propio Turbay el que metió la pata en Pasto con


un discurso que sigue siendo citado hoy con sorna:

[Gulito] permitió que le afloraran a la superficie el es­


píritu intrépido de los abuelos Ayalas, descubridores
de América [esto porque alguna vez, en una entrevis­
ta, Turbay había confundido a los Pinzón con sus an-
tepasados], y la centelleante cimitarra turca que ha-
bía dejado envainada en las páginas de don Emilio
Sal­gari otro de sus ilustres parientes, el León de Da-
30. «Balance positivo», en La segunda esperanza, octubre 5 de 1975, pp. 46-47.

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masco. Lo emplazó para medirse con él en el Hono­


rable Senado a quienes lo combaten con cargos in-
fundamentados, en un enfrentamiento de hombre a
hombre, «si es que están bien hormonados y testicu-
lados». Lástima que ya no esté en el país Antoñito Pa­
nesso para preguntarle qué es eso.
Tengo la satisfacción de que nada de lo anterior
reza conmigo. Yo sólo he hecho dos cargos. […] El
primero es que Harmano Gulito es demasiado buen
estadista para el país, «un hombre que le queda fun-
dillón a la grandeza». […] El segundo cargo consiste
en que Harmano Gulito es un talento rigurosamen-
te técnico, ajeno por completo a la política de turme-
qué y componenda. Ignorante de las asechanzas de la
clase electorera, virgen de toda contaminación con el
país que trafica clandestinamente con los votos. […]
Pero me niego a creer que sea cierta la frase que le po­
ne en sus labios nuestro corresponsal en Pasto, debió
oír mal. Hormonados y testiculados son palabras mexi-
canas, impropias de todo ex embajador de Co­lombia
en Inglaterra. Yo tengo para mí que son simples bo-
las que corren.31

Cuando Turbay ganó las elecciones, Klim publicó una columna


irónica del «gran triunfo de la democracia colombiana», en el
cual el Presidente salió elegido a duras penas, con dos millones
de votos menos que su antecesor cuatro años atrás, aunque tuvo
la televisión a favor y contó con una gran maquinaria. Es más:
ofrece en agradecimiento por haber acertado con el ganador
enviarle al Harmano Gulito «un corbatín tejido con los colores
del himno nacional», pero, como carece de máquina, le propone
al ganador enviarle un ovillo de seda para que lo teja una de las
electoras de Slebi, un gran cacique liberal de la época.
31. «Sucedió en Pasto», en Klim, 45 años…, junio 22 de 1977, pp. 138-140.

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Caricatura de Osuna, El Espectador, 1977.

Y en la transmisión de mando, el 7 de agosto de 1978, se


entristeció de tener que verla en la televisión a color, y no co-
mo antes que se veía en «blanco y bula», haciendo referencia bur­­
lesca al ex ministro Germán Bula Hoyos, de piel morena.
Klim, al igual que muchos colombianos, tenía la esperanza
de que Turbay, que venía de abajo, y que había acumulado un
enorme poder, hiciera un mejor gobierno. Pero no. Hizo la ca-
rrera política desde los barrios de Engativá, donde campeaba
«como el Mío Cid, sólo que no a caballo sino en taxi», donde
disparaba el tejo con gracia, engullía papas y huesos de marrano
e ingería «amarga» toda la noche. Aguantó desaires, sufrió an-
tesalas, recibió órdenes, abrazó manzanillos y cumplió servicios
políticos. Sus jefes lo dejaron ascender sin preocupación, pues
cre­yeron que no tenía ambiciones. Así lo expresó Klim en el de-
moledor perfil de Turbay que escribió en sus memorias:

No era que no tuviera ambiciones, como las tienen to-


dos, sino que las disimulaba. Bajo su apariencia in­o­
fensiva y pesada, como de hipopótamo dibujado por
Walt Disney para entretener a los niños, desarrolla­ba
su actividad febril de colibrí. […] Julio César en polí-
tica, antes de llegar a la Presidencia, siempre actua­ba

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así. Como los colibríes. Moviéndose siempre sin mo-


verse nunca y chupando, en todo momento, los más
delicados néctares del inagotable rosal del presu-
puesto. Los demás, sin embargo, no se daban cuenta.
Está es­crito en el Corán: «Alá dijo: reservaré los más
jugosos dátiles para mis elegidos» […]
[ Julio César], con el apoyo decidido del gobier-
no [de López Michelsen], cumplió por fin la aspira-
ción máxima de su vida, desde que se había inicia-
do muchos años atrás en la política, de bermudas, y
cuando todavía los gallos de la voz le cantaban en la
veleta de la pubertad como concejal principal de En-
gativá. Era un premio a su perseverancia más que a sus
capa­ci­dades de gobierno. El Corán, sin embargo, lo
dice: «La berseverancia es la virtud que le barmite a
la go­ta convertirse en nube y al hombre elevarse so-
bre los demás». […]
Yo creo que Julio César, ya como presidente, sin
nadie a quién adular ni de quién depender, libre de
compromisos y con el poder en la mano, hubiera po-
dido realizar una gran tarea como gobernante desde
la cima vertiginosa a donde lo exaltó el destino. No
su­po entender su gran responsabilidad histórica, sin
embargo, y prefirió seguir flotando a media altura,
como un inmenso globo cautivo, sujeto a la platafor­
ma de la mediocridad política con las amarras de los
compadrazgos y el manzanillismo. Julio César no des­
pegó. Eso hará que no deje, a su paso por la Presi­den­
cia, una brillante obra de gobierno sino apenas una
inmejorable guía de turismo. Es triste.32

Las dos críticas más frecuentes que Klim hizo a Turbay fue­ron
al autoritarismo de su política de lucha antisubversiva, bajo el
Estatuto de Seguridad, y a sus viajes multitudinarios y costosos
para mejorar la imagen del país. De lo primero escribió en sorna
32. Memorias…, pp. 149-177.

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y en serio, como solía hacerlo ante las cuestiones más graves. Al


general Luis Carlos Camacho Leyva, ministro de De­fensa de
Turbay, lo apodó primero Herr Camacho Leyva y luego general
Von Holocaust, y aseguró que, luego de que una aguamala picara
al Presidente mientras se bañaba en el mar de las islas del Ro-
sario, el ministro la sometió a consejo de guerra y la fusiló en la
playa. Y sobre el Estatuto escribió:

… aunque nadie niega que existen peligrosos movi-


mientos armados que apelan, para mejorar las cosas,
a caminos equivocados […] ese Estatuto [de Se­guri­
dad], que por lo demás es una pieza represiva, indig­na
de espíritus liberales, opera menos contra los alzados
en armas, contra los secuestradores y contra los ham-
pones, que contra las gentes inofensivas pero sospe-
chosas de simpatizar con las ideas de izquierda.
El caso más patente de esos excesos fue el de Luis
Vidales, teórico marxista en su lejana juventud, poeta
excelente además y que hoy, a los ochenta años de su
edad, se gana la vida trabajando honorablemente en
estadística. Una madrugada, agentes secretos ar­mados
allanaron su apartamento y se lo llevaron en piyama,
amenazándolo con el ojo de sus metralletas, a las ins-
talaciones que tiene la Brigada de Institutos Milita-
res en Usaquén. La gente que vivía allí en el edificio
[…] estaba aterrada. Había convivido durante mu-
chos años con un peligroso anarquista, disfrazado de
dulce y bondadoso anciano, a oscuras por completo
del peligro que corrían. […]
Él contó entonces que lo habían confinado en
un patio junto con otros detenidos anónimos, sin du-
da para ablandarlo, y lo habían obligado a permane-
cer varias horas parado en un solo pie y con los ojos
vendados. Como cuando siendo niño jugaba a la ga-
llina ciega. Esto produce risa hoy, pero no se la pro-
dujo a Luis Vidales, desde luego. Él, sin embargo, re-
cibió un tratamiento benigno. Ha habido individuos,

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sin amigos influyentes, pienso yo, que han sido so-


metidos a salvajes choques eléctricos y colgados infa-
memente de la sagrada trinidad, fuera de los que han
desaparecido sin volver a saberse nada de ellos. En las
esferas oficiales no dan razón ninguna de su suerte.
Yo supongo que deben estar trabajando en «El hom-
bre invisible» de la televisión. El Estatuto de Se­gu­ri­-
dad sólo ha servido en el país para causar mayor in-
seguridad.33

Cuando el Presidente quiso ir al exterior a mejorar la pésima


imagen de Colombia —de drogas, secuestros, peculados y vio-
lencia, a la cual, según Klim, Turbay le había añadido su gra-
nito de arena con el Estatuto de Seguridad y las torturas—,
Ca­ballero se burló tanto de él que al primer mandatario no le
debieron quedar ganas de volver a subirse en un avión:

Harmano Gulito tomó entonces en comodato un Jum­


bo de Avianca, lo colmó de clientela y le ordenó al pi­
loto: «Arranque, mi querido amigo, y eche para don-
de digan Nydia y las señoras». Harmano Gulito ha
debido consultarme. En todos los países pandía el cú­
nico cuando se sabía que iba a aterrizar un avión co­
lombiano portador de ochocientas bombas, digo mal,
ochocientos funcionarios. La gente se tranquilizaba,
sin embargo, cuando el radiooperador del Jumbo acla­-
raba que Harmano Gulito no iba en plan de invasión
sino de pronunciar discursos y regalar esmeraldas.
[…]
El gobierno, sin embargo, se ha anotado un gran
acierto dándole al general Vega Uribe, alma máter de
la Brigada de Institutos Militares, un alto cargo diplo­
mático en España. Es posible que él vaya a aplicarles a
los colombianos detenidos el Estatuto de Se­guridad.
33. Ibid., pp. 165-167.

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Bien pronto, pues, todos colgarán de las lám­paras de


la Embajada, los varones del racimo y las mujeres de
las teclas.
El Jesús del Gran Poder los asista.34

Por esa época, fines de los setenta, Klim fue uno de los pri­­
meros periodistas colombianos que comenzó a criticar a los na­
cientes barones de la droga y su capacidad corruptora. Un re-
por­taje de la cbs acusó al presidente Turbay y a su ministro de
Defensa, Abraham Varón, de estar implicados en el tráfico de nar­
cóticos. Klim los exculpó y sostuvo que eso les pasaba por an-
dar respaldando un gobierno «en donde la mafia compra vo­tos y
se incrusta en el Congreso». Lo más impactante de esta colum-
na es que, salvo su visión «folclórica» del problema que luego
le causaría tanto dolor al país, describe una situación que no ha
cambiado mucho veinticinco años después:

Los colombianos y las colombianas que viajan a los


Estados Unidos son sometidos en la Aduana a toda
clase de vejámenes, humillaciones y empelotes. En
uno de sus últimos viajes, el fallecido presidente Ma-
riano Ospina Pérez tuvo serios e imprevistos tropie-
zos porque los funcionarios norteamericanos, lecto-
res em­pedernidos de La República, se empeñaban en
sostener que, a raíz del 9 de abril, Harmana Berthica
no era una mujer sino setenta kilos de la más pura
heroína colombiana.
Hace poco, el eterno senador por el Magdalena
Hugo Escobar Sierra denunció el intenso mercado de
votos en el litoral y la inminente llegada de represen­
tantes de la mafia al Capitolio. Lo que aún no ha di­
cho es si llegaron o no llegaron. Y si llegaron cuáles
son. […]

34. «La imagen de Colombia», en Klim, 45 años…, febrero 4 de 1980, pp. 179-181.

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La droga llega, mecida por las olas, a los Esta­dos


Unidos, en las bodegas del barco insignia de Co­lom­
bia, la goleta «Gloria». [En una columna posterior la
bautiza «la goleta Cocaína» y dice que llega a Nueva
York con un cargamento de «inmarcesible glo­ria».]
Los capos salen a recibirla a los muelles, sacándose
todavía raviolis de los dientes, y cantando himnos ju-
bilosos: «Ya arrivó la data dolce e benedita, hoy es la ma­
tina bella de la vita». Las autoridades, alertadas por
algún disgraciato soplone, la abordan antes de entrar al
puerto y practican una minuciosa requisa. Hay dro-
ga para todos los gustos. Rubia marihuana samaria y
cocaína blanca como el alma de los niños. Y hasta la
propia Estatua de la Libertad baja la mano con que
aprieta la antorcha para que, si a alguno le apetece,
prenda con ella un varillo.35

Que un señor de 65 años hablara, a finales de los setenta, con


tanto desparpajo acerca del «varillo» sólo se explica porque Klim,
a pesar de llevaba encerrado en su apartamento casi veinte años,
tenía un corazón bohemio, era liberal de costumbres y lo escan-
dalizaban la inmoralidad en el gobierno y la falta de coherencia
de principios, pero no los varillos de marihuana.

Bohemio y parrandista

Lucas fue un joven tomatrago y mujeriego, «un volador de luces»,


decía su papá, preocupado porque el muchacho no sentaba cabe­
za ni conseguía «destino», como se llamaba al puesto fijo, remu-
nerado, en la época.
A los veintitantos se iba los jueves con sus amigos a comer
los famosos chicharrones de Las Cruces y, como relata Alfre-
do Iriarte en su entrevista a Klim, los pasaba bebiendo «pita»,
una especie de chicha explosiva cuyo corcho iba sujeto con una
35. «El caso de la cbs», en La segunda esperanza, abril 7 de 1978, pp. 144-146.

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cuerda o pita —de ahí el nombre— para que no volara con la


presión de los gases tremendos que emanaba. «El regreso de los
muchachos de la clase alta era bien simple. Cuando ya se sen-
tían “jinchos” cada uno de ellos negociaba con un zorrero el re-
torno a su hogar», dice. El pasaje costaba cinco centavos, pero,
cuando alguno no los tenía, como le pasó a Lucas varias veces,
el zorrero lo devolvía a la tienda hasta que consiguiera cómo
pagar.36

Klim, joven y viejo, visto por Osuna.

36. Anticipo autobiográfico…, p. 23.

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Se metió a estudiar derecho y ciencias económicas a la Uni­


versidad Javeriana. No era muy lógico que su padre, un liberal
anticlerical, lo enviara a ese claustro de los jesuitas, pero como
le explicó Lucas muchos años después a Consuelo Araújo, La
Ca­cica, el general tenía fe en que allí los curas pudieran discipli-
narlo.37 No era suya la vocación ni de abogado ni de gerente, así
que dos años más tarde se retiró.
Cuando tenía unos veinticuatro años nombraron a su padre,
el general, embajador en Costa Rica, y Lucas se fue por un tiem-
po a vi­vir con él. «Allá dejó recuerdos por las fiestas que daba.
Unos surprise parties que casi matan a don Lucas», le contó a la
periodista Elvira Mendoza. También que, cuando se aburría,
invitaba a las gringas que conocía en el Hotel Costa Rica a la
Embajada, y a su padre le tocaba darles «bar abierto».38 Fue con
su papá a la posesión de Anastasio Somoza, y se gozó la fiesta
por cuenta del gobierno que duró varios días, pero al final llegó
a la conclusión de que «las dictaduras son encantadoras en to-
dos los países menos en el propio».39
Después de regresar a Bogotá y andar unos meses de juer-
ga, según le dijo a Elvira Mendoza, su papá lo envió a la hacien­
da de Tipacoque, Boyacá, tierra de su abuelo materno. Al po-
co tiempo, Luis Cano, director de El Espectador, lo mandó
llamar para que publicara sus famosas cartas de los tiempos
de Champittet, y también otros relatos inspirados en las gen-
tes sencillas de Ti­pacoque. El jefe de redacción del diario li-
beral era Alberto Ga­lindo, un seguidor furibundo de López
Pumarejo, excelente escritor, maestro de periodistas y alguien
que, cuando llegó a El Espectador, rediseñó totalmente el pe-
riódico en dos años.40 Fue el creativo Galindo el que le pro-
puso a Caballero su primer seudónimo, Lukas. De ahí salió
también una sección permanente de comentarios cortos, lla-
mada «Lukerías». También colaboraba con una página de hu-
mor con su «Confesionario». Ésta salía con las caricaturas de
37. Consuelo Araújo de Molina, «Confesiones de Klim a La Cacica: “Alfonso debe estar de un
genio horrible”», El Espectador, abril 14 y 15 de 1977.
38. Klim en pantuflas, p. 45.
39. Anticipo autobiográfico…, p. 22.
40. Vallejo Mejía, op. cit., p. 44.

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Adolfo Samper, discípulo del gran Rendón y autor de la pri-


mera tira cómica nacional, Don Amacice y Misiá Es­copeta.41
Estos primeros escritos de Lukas en El Espectador no siem-
pre fueron de humor. Muy pronto, por ejemplo, se reveló como
un magnífico obituarista, virtud que siguió desplegando toda la
vida. En 1938, por ejemplo, cuando apenas tenía veinticinco años,
publicó «La muerte del sabio», un obituario del legendario mé-
dico Federico Lleras Acosta que fue luego reproducido en la re-
vista Pan, dedicada al arte y la literatura y que había sido fun-
dada tres años atrás:42

Lo conocí años más tarde, en su laboratorio, observan­


do, con la ayuda de los microscopios, el tremendo ba-
cilo de Hansen. Nunca supuse entonces que ese sabio
silencioso y austero que se doblaba sobre su mesa de
trabajo, en lucha incesante contra los enemigos de la
vida, fuera a desentrañar el arcano de la lepra, cuan­do
ya en el fuego interior que lo consumía hubieran ar-
dido las últimas reservas vitales de su noble existen-
cia. Porque él le hizo a la humanidad el sacrificio in­-
signe de su vida, calladamente, sin hacerse anunciar
por pregoneros gotosos, como lo han menester quie­
nes necesitan pedirle marco a la historia para su pe-
queñez.

Muchos años después, cuando murió la periodista Alegre Levy,


su amiga y colega, le hizo otro gran homenaje con su plu­ma:

Tenía en la sangre el sentido de la profesión y a es-


to se sumaban una agudeza y una gracia inigualables
pa­ra escribir y presentar a su manera los hechos y las
cosas. Encontraba savia para sus comentarios allí don­
de sus colegas sólo veían un leño muerto, inútil, y le
bastaba una mínima astilla para reconstruir desde la
copa hasta las raíces del árbol de una situación o la tra­
gedia de una vida. Sólo la suya no quiso revelarle su

41. Ibid., p. 283.


42. «Lukas. La muerte del sabio», Pan, núm. 21, mayo de 1938.

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secreto, y la muerte prematura y absurda se la llevó


sin que ella se diera cuenta de lo mucho que valía, siem­
pre viviendo para los demás, al garete de su propio
destino. Alegre ha sido la mejor quizá de nuestras pe­
riodistas. Y pasó por la vida repartiendo generosamen­
te entre sus lectores la magia de sus comentarios, co-
mo lo hacían entre los peregrinos de la Escritura, con
el agua fresca de sus cántaros, sus dulces antepasadas,
las airosas mujeres de Betania.43

No escribió en El Espectador por un tiempo, y, preocupada por


su falta de disciplina y de rumbo, su familia le buscó traba-
jo. Su hermano Eduardo le consiguió puesto en la Contraloría,
cuando el contralor era Plinio Mendoza Neira, padre de los afa­
mados periodistas Plinio Apuleyo y Consuelo. Lo nombraron en
la sección de estadística y le pagaban ochenta pesos mensuales.
Luego Klim contó que fue escogido con otros diecinueve pa-
ra ser técnico en estadística, y su profesor era Emilio Guthard.
«Le teníamos miedo al contralor. Cada vez que lo oíamos se nos
bajaba la tensión. Y él acostumbraba a dar vueltas por las ofici-
nas con mucha frecuencia. Además había un portero boyacen-
se que era una eminencia gris. Después de Plinio estaba él. En
esas condiciones era muy difícil no trabajar», le dijo Klim a El-
vira Mendoza.44
Su paso por la Contraloría no fue del todo en vano, pues
dejó unas «memorias» que publicó en la revista Sábado, fundada
precisamente por Plinio Apuleyo Mendoza en 1943, y se inven-
tó un folletín llamado La vida de Fonsecón.45 Lo publicó por ca-
pítulos en El Tiempo. Su personaje era un «chinazo» bogotano,
un tarambana, el típico empleado público. La primera entrega es
la historia de cómo su padre, Apolonio Fonsecón, escribiente
segundo de una notaria, se casó con su madre y lo tuvieron a él.

43. Klim, 45 años…, p. 147.


44. Klim en pantuflas, pp. 44-45.
45. Vallejo Mejía, op. cit., p. 26.

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Fue niño. Era el cuatro de julio, día de san Laurea­


no, obispo, protomártir y jefe del conservatismo co-
lombiano.
—Pongámosle así —sugirió la señora de don
Apo, dulcemente.
Pero don Apo, liberal recalcitrante «hasta donde
dice Zalamea Hermanos», dijo:
—¿Laureano, dices? Absolutamente no, mija: le
pondremos Alfonso.46

Antes de volverse un columnista regular de El Espectador, Lu­cas


alcanzó a tener otro puesto oficial que le consiguió su adora­da
tía Magolita. Fue archivista del Ministerio de Obras Públicas, y,
aunque renunció varias veces, sólo lo dejaron ir cuando pidió
aumento de sueldo.47
Sus primeros escritos en El Espectador, donde estuvo has-
ta 1945, eran más críticos de las costumbres que de la política.
Se burló a gusto de los bogotanos que viven del aparentar. Por
ejemplo, cuando un famoso actor francés se presentó en el Tea­
tro Colón, Lukas escribió:
46. Vida y milagros del Chinazo Fonsecón, Bogotá, El Tiem­po, 1944.
47. Klim en pantuflas, p. 45.

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Lo que hace falta saber es cuántas personas de las que


van al Colón no están tratando de simular cultura, por
la módica suma de ocho pesos luneta […] el públi-
co podía dividirse en tres grupos: los que sabían de tea-
­tro, los que sabían francés y los que no sabían ni de
francés ni de teatro. Por desgracia lo que pasaba era
que los que sabían de teatro no sabían suficiente fran-
cés, y los que sabían francés no sabían el suficiente
teatro. En otras palabras, para todo el mundo, la re-
presentación transcurrió apaciblemente en griego. Lo
cual demuestra que todavía Bogotá puede seguir lla-
mándose la Atenas Suramericana.

Y de los antioqueños dijo que su habilidad comercial provenía


de la insípida arepa que comían. Así lo aprendió Mr. Fleet, un
inglés que llevaba en el país varios años:

El éxito de los antioqueños consistía en que, a cada


mañana y tarde, con el desayuno, el almuerzo, la co­mi­
da y la cena, se comían una o dos bolas de billar mo­di-
ficadas, Dios sabe por qué extraño procedimiento. El
matrimonio Fleet comprobó que comer arepas era
como comer bolas húmedas de papel secante. Pero se
realizó el milagro. Mr. Fleet, que jamás tuvo la menor
aptitud comercial, en el momento de pagar la cuenta
señaló con uno de sus rojos y peludos dedos el plato
casi intocado de arepas, y por primera vez en su vida
pidió rebaja.48

48. «La arepa antioqueña y Mr. Fleet», El Espectador, octubre 5 de 1944.

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Escribió sobre temas cotidianos: el médico milagrero que ha-


bía logrado que por fin la esposa de don Epifanio quedara em­
barazada después de que la tuvo en su consultorio mientras el
marido estaba en Chiquinquirá, el joven que escandalizaba por
sus celebraciones a la salida de toros, los romances entre policías
y empleadas domésticas, las últimas artimañas de los estafadores,
los pobres niños torturados permanentemente por sus madres y
los señores a quienes horrorizaba tener que dormir con su mujer.
A veces mezclaba política y burla social y lograba resultados
graciosos. En una columna titulada «La representación popular
y el pecado», de marzo 20 de 1943, por ejemplo, argumentaba
que los jóvenes se sentían muy atraídos por las dos cosas, quizás
debido a que la política tenía mucho de pecaminosa. Así explica­
ba esa conexión:

En un noventa por ciento de los casos, de lo que se


ha dado en llamar las locuras de la juventud quedan
tan sólo desarreglos funcionales, trastornos de la salud,
no­vedades orgánicas. Ahora que si las cosas se saben
manejar con tino, puede quedar una curul de dipu-
tado, una senaduría o una carrera política. Todo de-
pende de que usted, en lugar de trasnochar con sus
amigos, se vaya a Las Cruces a trasnochar con unos
señores a quienes no conoce pero a quienes cono-
cen los electores de los barrios. […] Y si usted es un
hombre capaz de darle intención política a un pique-
te en los barrios, se gana la voluntad o la admiración
de dos o más ga­monales suburbanos, que es lo mis-
mo que echarse entre el bolsillo tres mil votos. […] Y
en esta forma tiene usted que, así como hubiera po-
dido ser un señorito ca­lavera o una bala perdida, es
un joven que sin saber a qué horas ha conquistado el
porvenir.49

Desde entonces, a quien tuviera entre ojos lo ridiculizaba día a


día con nombre y apellido. Al alcalde bogotano Soto del Co-
49. «La representación popular y el pecado», El Espectador, marzo 20 de 1943.

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rral no lo dejó en paz por cobrar impuesto al cine y al presbítero


santandereano Jordán «se la veló» por guerrerista.

El levantisco señor Jordán usa la sotana para despis-


tar. Debajo de ella está él dispuesto a fajarse por sus
ideas con cualquiera, como los caporales de las pelícu­
las mexicanas. En las manos del doctor Jordán el caya­
do se convierte en trabuco y las indulgencias se true­can
en trocitos de plomo pulidos y redondos para colocar
dentro de aquél.

Este ataque frontal causó una exigencia de rectificación de


Jordán.50
El éxito de Lukas se volvió enorme, y un día don Fabio Res­
trepo, el eficaz gerente de El Tiempo —que lo fue durante 36
años—, lo invitó a escribir en su diario, con un seudónimo dife­
rente para que los Cano, en El Espectador, no lo «pescaran». Lu-
cas quería un nombre corto y sonoro, y de casualidad vio un avi-
so de la leche en polvo que acababan de lanzar al mercado, la
leche Klim —que no es más que milk («leche» en inglés) escrita
al revés—. Ése fue su apodo. El secreto duró apenas unos meses,
pero él siguió publicando por un año o más en los dos diarios.

Por ese entonces fue cuando Alejandro Vallejo escribió en


Sábado, y luego también en el prólogo al libro de Caballero Fi-
­guras Políticas, que el humorista era un anarquista y un inmoral:

El anarquista ve por todas partes las injusticias de la


sociedad. Klim descubre a cada paso lo ridículo y di­

50. «¿Por quién doblan las campanas?», El Espectador, marzo 13 de 1945.

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vertido de esa sociedad. Y los dos atacan. Cada uno


a su manera. El uno con dinamita y el otro con iro-
nía. El anarquista que arroja una bomba se va para la
cárcel o se toma un veneno y de todas maneras que-
da eliminado de la lucha. Klim arroja la suya y se va
tranquilo a tomar el aperitivo a la peña taurina con el
dinero que le han pagado Gabriel Cano, don Fabio
Restrepo o Plinio Mendoza.51

Alcanzó a publicar en los dos diarios algunos capítulos de su


novela humorística Así entró al cielo Betsalión Casís en octubre
de 1944. Es la historia de un tipo bohemio y parrandero que un
día se mata en un accidente de tránsito. Llega al cielo y Dios le
dice que lo convenza de no mandarlo al infierno, pues por la vi-
da que llevó no le quedaría más remedio. Esta novela salió pu-
blicada en un libro que luego fue censurado por la Iglesia Cató-
lica, y, según cuenta Lucas, el hijo de Klim, los pocos ejemplares
que había se perdieron. Sólo ha quedado lo que salió por entre-
gas en los diarios. Algunos apartes explican por qué a los prela-
dos de la Iglesia no les gustó:

[Dios le dijo:] «Betsalión, se tienen de ti, en este re-


cinto celestial, los peores informes. Tu vida ha sido un
violar incesante de mis enseñanzas; por omisión o por
otros motivos, te hiciste reo de transgredir mis leyes.
De Bogotá —porque tú vienes de Bogotá, donde las
cosas han llegado a tal extremo que hasta me inven-
taron un hijo— mis invisibles hilos telegráfi­cos no
cesaban de transmitir noticias pésimas tuyas». […]
[Casís se defiende:] «Efectivamente pequé, pero
¿acaso, Señor, no ha dicho san Marcos que el justo cae
en el día setenta veces siete?».
Casís hizo una pausa, la cual aprovechó el Señor
para decirle en el oído a san Pedro: «¿No te decía yo

51. Vallejo Mejía, op. cit., p. 256.

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que no había que dejar pasar todas esas barrabasadas


de Marcos?».52

Y así sigue la novela, con Noé cantando «Jalisco, no te rajes»,


santo Tomás de Aquino con su aureola chispeante en un bol-
sillo y san Pedro intentando que Casís le pague las deudas. Fi­
nalmente, Dios lo perdona, y aquél se queda a vivir en el cie-
lo, que, de paso, convierte en un lugar menos aburrido y más
parrandero.
Los dueños de El Espectador le dieron el ultimátum a Lucas:
o seguía con ellos en exclusividad o se iba del todo a El Tiempo.
Caballero prefirió El Tiempo porque pagaban mejor. En ese pe-
riódico, Klim se volvió famoso, pues publicó una columna, casi
a diario, hasta el 30 de marzo de 1977. Pero si su entrada a ese
dia­rio fue juguetona y traviesa, y sus primeras publicaciones allí
fueron divertidas y livianas como la novela de Betsalión, su sali-

En 1947 Caballero se volvió tan famoso que mereció carátula de la revista Semana.

52. «Así entró al cielo Betsalión Casís», por Lukas, El Espectador, octubre 13 de 1944, y «Primer
capítulo de una novela inédita», por Klim, El Tiempo, octubre 13 de 1944.

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da, 33 años después, fue dolorosa y dramática, y sus últimas co-


lumnas en el periódico de los Santos contienen quizás las más
amargas palabras que Lucas Caballero jamás escribió.

La ruptura

Klim salió de El Tiempo por sus críticas constantes al gobierno


del presidente Alfonso López Michelsen. No alcanzó éste a em-
pezar su Mandato Claro, cuando ya Caballero le lanzaba dardos.
Los primeros meses, en forma más bien suave y jocosa, señaló la
incapacidad del «Compañero Primo» para bajar la inflación. Lo
bautizó así porque estaba casado con Cecilia Caballero, su pri-
ma hermana. Cada nada la emprendía contra el manejo econó-
mico, el alto costo de vida, y la desconexión de todos los máste-
res y genios del mit que había traído López al gobierno con las
penurias de las gentes corrientes.

«Estamos embozalando la inflación», declaró [López]


el martes para todos los noticieros, con su voz natu-
ral. Lenta, uniforme y desavicolizada [porque le ha-
bía pasado la gripa y ya no le salían gallos] […] Yo
nunca he contradicho a ningún miembro de la fami­
lia, y no voy a comenzar ahora precisamente con el
único que nos salió Presidente. Pero me temo que
con tantos problemas como le viven revoloteando en
la cabeza, al Compañero Primo no le quede tiempo
para revisar estadísticas ni listas de mercado. […]
Desde luego, no es posible dudar de que a la in-
flación la están embozalando, habiéndolo dicho el
Compañero Primo. Pero todo hace temer que la in-
flación ya aprendió a comer con el bozal puesto co-
mo los caballos.53

Hasta versos sobre el tema hizo, parodiando los villancicos


navideños:
53. «¿La inflación embozalada?», en La segunda esperanza, mayo 16 de 1974, pp. 15-16.

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El peso está en crisis,


el víver escaso…
Pase la emergencia,
suba ya el salario.
Compañero Primo,
¡ven, no tardes tanto! […]

No es que uno sea oposicionista. Simplemente


católico. Pe­ro si las Navidades se siguen celebrando
con la pobreza de este año, tenga el Compañero Pri-
mo la seguridad de que en 1975 el Niño Jesús no
nace.54

Y se quejó del alza del precio hasta del papel higiénico:

Lo malo aquí en Colombia, como bien lo reconoce el


Compañero Primo, es que los Mandos Medios frus­
tran las mejores campañas. Lo confirma la declara­
ción que hizo el martes Fernando Londoño, Superin­
ten­dente Nacional de Costos Ascendentes, acerca de
una nueva alza en el papel higiénico. ¡Joven puerco!
Jus­tamente cuando en departamentos como Boyacá
el papel higiénico estaba destronando a los palitos, a
la mano callosa del obrero y a la lengüevaca. Y, entre
las clases acomodadas, al galápago de las bicicletas,
según me informaba el Pre [el ex presidente Alberto
Lleras, quien se había retirado a Chía y montaba bi­
cicleta]. ¿Ahora, qué va a pasar?55

La pluma ácida de Lucas Caballero no descansó durante el


Mandato Claro. Casi siempre, en por lo menos una columna se­
manal, le reprochaba al gobierno una decisión, alguna política.
Escribió notas sarcásticas contra la diplomacia de López en Cen-
­troamérica y su amistad con Omar Torrijos, el mandatario pa-

54. «¿Vendrá Chuchito en el 75?», en ibid., diciembre 29 de 1975, pp. 23-24.


55. «Ahora el alza fue en el otro papel», en ibid., junio 20 de 1975, pp. 39-40.

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nameño que logró que el Tío Sam le devolviera el canal inte-


roceánico; reprobó al rector marxista que había nombrado en
la Universidad Nacional, por lo revuelta que la tenía. Y les pu-
so apo­dos fulminantes a muchos de sus colaboradores. A Clara
López Obregón, sobrina de López y secretaria económica del
palacio presidencial, la llamó la «sobrinita pálida» y le tomaba el
pelo por gringófila, «máster de castellano en Harvard». A María
Elena de Crovo, ministra de Trabajo, le decía «Sor Elenita del
Mandato Claro» o «Mamá María Elena». A Germán Bula Ho-
­yos le decía «el Idi Amín de Montería», en alusión a su raza ne-
gra. A Alberto Santofimio lo bautizó «Pinina» porque su pre­co­
cidad en la política era parecida a la de la niña protagonista de
una telenovela argentina entonces de moda. Al alcalde de Bo­go­
tá, Bernardo Gaitán Mahecha, lo apodó «Bruno Bernardo». Y al
propio Compañero Primo, a quien también llamó «Tío Fon­sy»,
no dejó de echarle vainas por su gripa, por someterse al tratamien­
to rejuvenecedor de la doctora Anita Aslán o por lo que fuera.
De esa capacidad suya de caricaturizar a un personaje públi­
co en dos trazos dijo su hermano Eduardo:

Lo clava en una nota como a una mariposa, con el al­


filer de un mote o un remoquete que el país ya no
podrá olvidar. […] De la galería de jefes naturales
y arti­ficiales, estadistas buenos o malos, políticos y
electoreros, congresistas, ministros, gobernadores
y alcal­des que ha producido Colombia en los últi-
mos cuaren­ta años, se podría asegurar que, más que
los discursos y obras que dejaron a eso que llamamos
pomposamen­te la posteridad, sólo quedará el inven-
tario de nombres y alfilerazos que Lucas va regando
en sus notas.56

El mote más ofensivo fue el que le dio al entonces director de


la revista liberal Consigna, Jorge Mario Eastman, a quien bau-

56. «Mi hermano Lucas», en Yo Lucas…, pp. 194-195.

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tizó con una marca de toallas higiénicas, «Stayfree». Hay va­rias


teorías de por qué le puso así. Según su hijo Lucas, era una for-
ma de decirle «oportunista», pues era «la toallita para los últi-
mos días». Daniel Samper recuerda que lo que le quiso decir fue
que «siempre estaba muy cerca de lo mejor, pero no era lo me-
jor». Lo que los dos no olvidan es la ira de Eastman, que retó a
duelo —esto, en 1975— a Klim. «Jorge Mario no entendió que
subirse al ring con un humorista es perder», dijo Samper. Y, por
supuesto, perdió. Klim salió con una columna mordaz que lo
puso en ridículo:

Ahora me pareció entenderle [a Eastman] que había


optado por trasladar el caso al terreno del duelo. San
Gregorio milagroso, protégeme.
Hago una confesión. A mí me producen mucho
miedo estas cosas, prohibidas, además, por la Iglesia.
Pero he tenido algunos duelos en mi vida y conside-
ro que los peores son los de familia. Una noche tuve
uno muy cruento con un distinguido jefe conserva-
dor, el doctor Abel Casabianca, de tanto prestigio co-
mo puntería. Y murió una vaca fina. Nos tocó pagar-
la. Pero Stayfree debe creerme si le confieso que el
que me dejó con ganas de no volver a repetir jamás
fue el que tuve a la muerte de mi tía Magolita. Yo la
quería muchísimo. En todo caso, si él sigue interesa-
do, no es sino que me lo haga saber. Yo para las emo-
ciones fuer­tes siempre vivo dispuesto.
No quiero que se diga de mí, si debido a la pun-
tería de Stayfree pronto voy a abonar los Jardines del
Recuerdo: «¡Lucas se nos fue sin arreglar sus cosas!
¡Dios y los turbayistas lo hayan perdonado!». Es mi
deseo que Lucas Jr. e Isabelita [la ex esposa] no tengan
por culpa mía ninguna dificultad con la Administra­
ción de Hacienda. Les dejo a ambos mi corazón pa-
ra que sea conservado en un frasco. […] Admito que
fui pésimo marido, pero si Isabelita logra reprimir su

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carácter, en mi próxima reencarnación estoy dispues-


to a concederle una segunda oportunidad. En guarda
de mi buen nombre le ruego pagar cuatro cuotas que
todavía debo de la licuadora. Y, finalmente, voten por
Carlos Alberto [Lleras Restrepo].
Codicilo final: La relación de todos mis bienes
queda en el cajón de la mesa de noche, escrita en el re­­
vés de un sobre. Y la relación de todos mis males espe­
ro que se conozca en la autopsia. Aguardo órdenes del
Purgatorio, si me va bien. O, si no, de más abajo. Con
ustedes hasta el final.57

El duelo con Casabianca era verídico. El pleito se dio porque


el viejo general, que había estado en la guerra de los Mil Días,
hablaba pestes de los jóvenes. Un día, cuenta Lucas hijo, su pa-
pá dijo a Casabianca: «Los jóvenes somos bobos como usted di-
ce, pero peor ustedes los godos, que tienen que usar flechas en
las medias para saber donde les quedan las pelotas». Caballero
se estaba burlando de la vestimenta tradicional de los señores bo­
gotanos, que se remangaban los pantalones y mostraban sus ele-
gantes medias con flechas dibujadas. Casabianca se sintió insul-
tado y retó al joven Caballero al enfrentamiento.
El duelo se llevó a cabo en la calle 72, donde terminaba Bo-
gotá —así que no hubo vacas muertas—. Con Casabianca esta­
ban los conservadores, y los liberales con Lucas. Casabianca erró
el tiro y Lucas le dijo: «Le debo un tiro». Casabianca le respon-
dió humillado: «Joven, pégueme un tiro». «Yo no gasto pólvora
en galli­nazos», reviró Lucas. Luego estuvo ocho días de fiesta con
los liberales, celebrando que había dejado en ridículo al general
«godo».
Con Eastman no hubo duelo, por supuesto. Tampoco lo hu­
bo después con Iáder Giraldo, a quien Klim había atacado por-
que dejó deudas personales cuando salió de encargado de ne-
gocios de Colombia en Bulgaria. Exagerando, como siempre, el
humorista dijo que lo habían encontrado en el aeropuerto tra-
57. «San Gregorio milagroso, ¡protégeme!», en ibid., marzo 3 de 1976, pp. 57-58.

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tando de llevarse «las piernas de Sofía» y que «el nombre amado


de Colombia flota ahora en Bulgaria, gracias a Iáder, sobre una
ele­vadísima montaña de vales». Giraldo lo retó a duelo por su ho-
nor. Lucas le envió un telegrama de respuesta: «Acuso recibo de
su bulgarigrama». Daniel Samper, que reconoce que Giraldo te-
nía razón, pues su caso más que de deshonestidad era de desor-
den, publicó una columna tomándoles el pelo a los dos y evitó
el duelo.
Las recriminaciones diarias de Klim al gobierno López, que
más que eso eran divertidos y livianos comentarios, se estaban
volviendo algo monótonas. Pero a partir del segundo año del
Man­dato Claro cambió el tenor de las críticas de Klim. En sep-
tiembre de 1975 apareció una denuncia poco clara de doña Ber-
tha Hernández, la esposa del ex presidente Mariano Ospina Pé-
rez, en su columna «Tábano» del diario La República. Hablaba
de un negocio con una finca en los Llanos, relacionado con el pre­
sidente López. La publicación causó comunicados oficiales del
gobierno y un anuncio de retiro del poder de los conservadores.
Klim comentó la cosa sin mayor pugnacidad, más burlándose
de doña Bertha y su mal castellano que atendiendo a la denun-
cia. Concluyó entonces así, sin imaginar la caja de Pandora que
se abriría:

Total, nada. Fuera de que Hermana Berthica carecía


de datos para apoyar sus insinuaciones, debe cuidar
en­tonces su gramática, que la lleva a decir cosas que
no puede probar. Lo cual va a acabar con mi Cuñado
[Mariano Ospina Pérez]. Y también el Compañero
Pri­mo, al exigir su enmarronada cabeza de Directora
del Conservatismo, se sobró de reacción. Ojalá ella
y el Compañero Primo lleguen los dos solitos a una
reconciliación. Yo nunca intervengo en discrepancias
de familia.58

Más de un año después, una investigación de El Espec­ta­dor re-


veló en detalle de qué se trataba el negocio del que había ha-
58. «Un caso de gramática parda», en ibid., septiembre 14 de 1975, p. 45.

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blado doña Bertha. Aseguraba la publicación que Juan Manuel


López Caballero, hijo del Presidente, se había beneficiado com-
prando una finca en los Llanos a precios muy mó­di­cos y, luego
de que el gobierno de su papá construyera una carre­tera alterna
a esa región que la va­lorizaba considera­blemente, la había ven-
dido con grandes uti­lidades. El humor de Klim se volvió cada
vez más corrosivo a medida que aparecían en la prensa nuevos
hallazgos sobre este caso y otros que cuestionaban la ética del
gobierno:

«La Libertad», en manos de mi sobrino Juan Ma­nuel,


ha pasado a valer cuatrocientos millones de pesos [de
treinta que le costó]. Los campesinos compradores
de las parcelas [que les vendía López] deben hacerse,
sin embargo, la democrática reflexión de que la liber-
tad no es cara a ningún precio.
La gente nueva tiene visión anticipada de los ne­
gocios. Una intuición de la valorización de la tierra
muy superior a la que tuvo en su tiempo otro parien­
te político mío, el abuelo de Isabelita, mi papá Pepe
Sierra. Él, sin embargo, necesitó toda una vida para
hacer lo que a mi sobrino Juan Manuel le ha toma­do
únicamente dos años. Es indudable que para eso se
necesitan poderes especiales como los de Regina 11
[una política del momento que se proclamaba bruja].
El chino tuvo la corazonada de que «La Liber­tad» iba
a centuplicar su precio cuando se construyera una ca-
rretera alterna al Llano. Y la carretera se construyó.
[…] Los invasores deben ser, pues, desa­lojados por
contravenir la ley y oponerse al progreso. Están vi-
viendo en el pasado, alimentados sentimentalmente
por los recuerdos de una época abolida, cuando el Lla­
no y la libertad con minúscula eran de ellos.
El porvenir está en el Llano, como lo dijo tan elo­
cuentemente el Compañero Primo en Gaviotas. Lás-

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tima no tener treinta millones como mi sobrino Juan


Manuel, para comprar también mi libertad.59

A partir de ahí Klim martilló incansablemente en esta de­­nuncia


y otra que salió también por esos días. Se cuestionó que Feli-
pe López, entonces secretario privado de su padre, el Presi­dente,
hubiera sido contratado simultáneamente por la Fede­ra­ción
de Cafeteros para hacer un estudio del mercado de futu­ros de
café.
Al respecto, Felipe López, en entrevista con la autora, ex-
plicó que para hacer el trabajo con la federación, tomó una licen­
cia no remunerada de su cargo en la Presidencia:
«A mí me buscó Arturo Gómez Jaramillo, entonces ge­rente
de la Federación, para que trabajara unos meses con Jorge Ra-
mírez Ocampo en la posibilidad de que la Federación partici-
para en el mercado de futuros de café en Nueva York, Chica-
go y Londres. Jorge y yo habíamos trabajado en ese tema en la
59. «El Llano, tierra de la libertad», en ibid., febrero 18 de 1977, p. 75.

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Federación. Nos pagaron siete mil dólares. El escándalo fue tan


grande, pues el concepto de mercado de futuros se ridiculizó
tanto en caricaturas y en los escritos de Klim, que yo quedé co-
mo si supiera predecir el futuro».
Al final, la Federación tuvo que suspender su ingreso al mer­
cado de futuros.
A inicios de marzo de 1977, el Procurador de la época que
había investigado el caso de «La Libertad» emitió un fallo abso-
lutorio. Una semana des­pués, un nuevo documento sobre la tra-
dición de propiedad de la finca fue publicado por El Espectador.
Con base en los hechos que de allí se desprendían, Klim refutó
los argumentos que el presidente López había presentado en su
defensa ante el Congreso.

Absolución por bula

A finales de marzo de 1977, cuando la tensión por este es-


cándalo estaba en su punto crítico, la Comisión de Acusaciones
de la Cámara, a la cual el propio López había pedido que lo in-
vestigara, citó a doña Bertha y a Klim a declarar. El domingo
27 de marzo, El Tiempo publicó en primera página la noticia de
que Klim se había excusado de ir a la Cámara y, en su defecto,
le había dirigido al cuerpo legislativo una carta titulada «Lo que

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puedo decir sobre “La Libertad”», que El Tiempo publicó com-


pleta. En esa carta, el periodista les explicaba a los legisladores
que no conducía investigación alguna sobre el tema, que sus co-
mentarios se basaban en las publicaciones de prensa y que, por
tanto, sólo podía aportar algo de «espuma» a esas investigacio-
nes. Luego volvió a relatar, sin faltar a la ironía, por supuesto,
los hechos ya conocidos y predijo que la comisión absolvería a los
involucrados. Éste era el cierre de esa carta:

Nada hay doloso o ilegal. Lo único, pues, que puede


salir de todo esto es la indignación de las conciencias
a sueldo respecto de las personas que nos atrevimos a
pensar que no está bien que las familias que gobiernan
alternen la responsabilidad del poder con los azares
de la agricultura porque se exponen a descui­dar una de
estas dos actividades en detrimento de la otra. Es lo
que está pasando ahora. En efecto, mientras Juan Ma-
nuel y Lázaro Felipe discuten en las so­bre­mesas fa-
miliares con su papi sobre el alto costo de la vida y la
justicia social, el alcalde de Villanueva tie­ne que reco-
rrer sin tregua, ni fatiga, las treinta mil y tantas hectá-
reas de «La Libertad», expulsando invasores y espan-
tando mosquitos y colonos. La delica­deza personal es
algo que ya no cuenta estando la vida tan cara. […]
No hay nada más que decir, como no sea que an-
helo ardientemente que todos nosotros, ustedes como
representantes del pueblo, y yo como modesto perio-
dista liberal, luchemos siempre por una patria más
digna y mejor, de donde estén proscritas la inmorali­
dad y la calumnia y en donde todos los funcionarios
del Estado, desde el más alto hasta el más bajo, no
sólo sean honrados sino también lo parezcan.60

60. «Lo que puedo decir sobre “La Libertad”», El Tiempo, marzo 27 de 1977.

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Esa misma mañana, como lo relató años después la revista con-


servadora Guión, el presidente López, además de leer a Klim,
tuvo que desayunarse con editoriales críticos de El Tiempo y de
El Espectador. El primero de estos diarios liberales aprovechó
que se cumplía un aniversario de la muerte de Eduardo Santos,
ex Presidente y ex director del periódico, para echarle a López
sus indirectas: «Cuando la voluntad de su pueblo lo elevó a la
primera magistratura de la nación [Santos] observó en la admi-
nistración de los intereses del Estado tan severa e inquebranta-
ble pulcritud que prohibió a parientes cercanos y lejanos, y aun
a amigos de su intimidad, gestionar el más insignificante nego-
cio con cualquier rama del gobierno, así fuera la más extraña a
su directa intervención».
«No había terminado de apurar el café, cuando el señor Ló­pez
Michelsen tomó El Espectador en sus manos para ver qué decía,
y encontró más agrias las reprensiones, en su primer editorial»,
escribió un narrador anónimo en Guión, recordando el episo-
dio cuatro años después de los hechos. Y cita luego un aparte
de dicho editorial del periódico de los Cano: «Hay necesidad
de retomar conciencia de ciertos linderos éticos, de guardar las
proporciones y las dignidades, de mantener al margen las acti-
vidades privadas de las públicas y de ser cuidadosos al extremo
y mostrar el mayor celo en el desempeño de las altas posiciones
del gobierno».61
El Presidente estaba realmente disgustado. La mañana del
lunes 28 habló con Abdón Espinosa, su ministro de Hacienda,
según López Michelsen porque éste lo llamó a ofrecerle su re-
nuncia como un gesto de solidaridad con la prensa liberal, a la
cual el Presidente había atacado en un discurso del día anterior.
Esta versión de López se hizo pública a raíz de una carta que le
escribió al director de Lecturas Dominicales de El Tiempo, Ro­
berto Posada García-Peña (D’Artagnan), once años después, en
réplica a un perfil de Klim publicado en esa separata por Héc­tor
Osuna. En esta carta cita otra carta que el ex Presidente le es-

61. «El columnista que casi tumba un gobierno», Guión, núm. 221, julio 24-30 de 1981, p. 80.

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cribió al abuelo de D’Artagnan, Roberto García-Peña, que era el


director de El Tiempo cuando ocurrieron los hechos.
Según López, él le había preguntado a Abdón si había leí-
do su dis­­curso, y éste le admitió que lo conocía por referencias,
pero que entendía que era contra El Tiempo y El Espectador. Por
eso, explicó López, Abdón, muy cercano a El Tiempo, le ofreció
su renuncia al ministerio.
«Mi respuesta inmediata fue la de que sería yo quien renun-
ciaría —escribió López—, dándole a conocer al país las razones
de mi de terminación, como era, entre otras, menciona­da en el
propio discurso, el que, en el afán de arrojar descrédito sobre mi
gobierno, la prensa no se había detenido en estimular los bro-
tes separatistas del archipiélago de San Andrés y Providencia,
por medio de titulares sobre la desatención del gobierno, cuan-
do acababa de ponerse en servicio una central eléctrica superior
a las necesidades de la Isla, con un costo vecino a los doscientos
millones de pesos.
»El doctor Espinosa Valderrama me solicitó un tiempo pru-
dencial para leer el texto de mi discurso y volvió a llamarme con
la insinuación de que invitá­ra­­mos a Alberto Lleras Camargo,
a ti [Roberto Gar­cía-Peña] y a Hernando Santos. […] No es,
pues, exacta la versión según la cual la iniciativa de tal confe-
rencia fuera mía, como se repite periódicamente en hojas de la
oposición».62
La versión de la «oposición» de la que habla López —que
es la de Klim y sus hermanos, la de Guión y la que le contó el
abuelo a D’Artagnan— es sencillamente que López estaba tan
molesto que fue él quien citó a la mencionada reunión. Convo-
cada por quien fuera, el caso es que ésta tuvo lugar a las cinco de
la tarde de ese lunes 28 de marzo en el Palacio de San Carlos.
Ló­pez vestía de sport, pues venía de un almuerzo campestre en
una hacienda sabanera. Roberto Posada, en una entrevista que le
hice a mediados de 2005, recordó así los hechos, que conoció
directamente de su abuelo, quien estuvo en la reunión:
62. «Carta del ex presidente López», El Tiempo, septiembre 9 de 1998, p. 5a.

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«Mi abuelo había escrito un editorial violento contra Ló­


pez. [López, como gobernante, era muy provoca­dor con la pren-
sa.] Ya se venía la campaña presidencial, estaban en su furor los
escándalos de “La Libertad” y el contrato de Felipe, y Klim, que
escribía sus cortas cuartillas tres veces por semana, no perdía la
ocasión de referirse al tema. López, en la reunión de San Carlos,
se los tragó a todos. Les dijo que no resistía más, que renunciaba
si no apaciguaban a Klim. Se pusieron con los pelos de punta.
Mi abuelo salió a moderar su columna, pero ya se había ido a la
edición nacional, y sólo la alcanzó a cambiar para la de Bo­gotá.
La República descubrió el cambio y sacó las dos columnas en-
frentadas para que se viera cómo se había moderado el editorial.
Por supuesto, El Tiempo quedó muy mal».63
El ex presidente López aseguró que nunca exigió el retiro
o apaciguamiento de Klim. Y, para probarlo, citó la carta que le
envió Roberto García-Peña:
«Ni tú [López], ni muchísimo menos Alberto Lleras nos
hicieron exigencia de ninguna naturaleza, y por ello es falso de
toda falsedad lo aseverado desde un principio por Lucas Caba-
llero, y coreado por su her­mano Eduardo y su primo Enrique,
que Alberto y tú nos hubieran pedido, como terminante condi-
ción para prescindir de tu idea, la supresión de la columna de
Klim. Lo único que Hernando y yo dijimos, sin que nadie nos
lo pidiera, fue en relación con la conve­niencia de que Lucas no
insistiera, por ahora, simple­mente por ahora, en su tenaz y necia
campaña personalista».64
De todos modos, el efecto de la conversación de los directi-
vos de El Tiempo y el ex presidente Lleras Camargo, todos fieles
liberales, con un Presidente también liberal, que, según Guión,
se confesó abandonado por su partido y listo para renunciar,
fue devastador en los ánimos de los jefes del diario. Ellos po-
dían moderar su propia pluma, pero sabían que con Klim la co-
sa iba a ser difícil. Por eso se dieron la pela de intentar conven-
cerlo. ¿Calculó López que, si ponía suficiente presión, la cuerda
63. Entrevista de la autora con Roberto Posada en agosto de 2005.
64. «Carta del ex presidente…», op. cit.

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se reventaría por lo más débil, que era Klim, y así se lo qui-


taría de encima? Quienes lo conocían bien sabían que López
desprecia­ba a Klim, lo consideraba parroquial. En la mencio-
nada carta de rectificación a D’Artagnan, López dice que no se
le puede dar tanta importancia a Lucas Caballero, a quien, «por
diferencias íntimas con la familia Caballero, tuve que soportar
por más de treinta años sin que me molestara mayormente». La
contradicción de términos revela cuánto le fastidió en realidad.
Hernando Santos fue al apartamento de Lucas en la ma-
ñana del martes 29 de marzo. Pidieron almuerzo en La Red,
restaurante del cual era socia la esposa de Santos. Hernando se
to­mó varios whiskies. Estaba nervioso. Respetaba a Klim, quien
había sido inmensamente solidario en los tiempos más difíciles
del partido y del periódico. Le pidió no hablar de los escán­dalos
del gobierno mientras pasaban las investigaciones y se tranqui-
lizaban un poco las cosas. Lucas insistió en que lo suyo no era
una pelea personal contra López. Quería cuestionar una con­
ducta poco ética de un gobierno, línea en la cual El Tiempo lo
había acompañado hasta el día anterior. Al parecer, Klim no le
contestó al final ni sí ni no. Santos salió convencido de que ha-
bía logrado su cometido. Pero al día siguiente llegó la corta y
defini­tiva carta de renuncia del columnista a El Tiempo.

Entre primos

Osuna dibujó el dolor de cabeza de López y la mordaza de Klim.

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Los días Santos

En ella citó la reunión con Hernando Santos y aseguró que


éste le había hablado de la inminencia de un golpe militar y de
la necesidad de respaldar al gobierno en ese momento difícil.
Dijo que la visita no lo sorprendía, pues había visto el giro de
los editoriales del diario en tres días. De aquel del domingo 27,
en el que, al destacar la conducta intachable de Eduardo San-
tos, se interpretaba una descalificación tácita de la conducta del
Pre­sidente, al del día siguiente, que prefería no comentar «por
la simpatía y el cariño» que había tenido por El Tiempo. Y lue-
go remataba:

Las ideas del doctor Santos, la lección de vida, el pa-


sado íntegro del periódico había ido a parar al cesto
de los papeles inútiles en donde ustedes arrojan los
cabos de los cigarrillos consumidos y las mecanógra-
fas escupen el caucho de los chicles gastados. No sé
quién los esté aconsejando en esta hora melancólica
para la prensa y para Colombia pero deseo que uste­-
des piensen un momento, un solo momento nada más,
en la herencia moral del doctor Santos y obren de
acuerdo con ella y con la tradición hasta hoy limpia e
ilustre del periódico.

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La columna que serví durante treinta y cinco años


es de ustedes. Y al retirarme de ella me queda la sa-
tisfacción de que empleé siempre limpia y honesta­
mente mi pluma, de acuerdo, por lo menos, con la
le­yenda impresionante que el doctor Santos me dijo
al­guna vez que llevaban impresas en los gavilanes las
viejas armas toledanas: «No la saques sin razón ni
la guardes sin honor». Espero que no se produzca el
golpe militar que ustedes temen, aunque, a mi juicio,
a esas soluciones de fuerza sólo se llega cuando los
gobiernos se corrompen y la prensa, por interés o co-
bardía, se hace su cómplice. […] mi más cordial salu-
do. De ustedes atentamente,
Lucas Caballero Calderón65

En efecto, Klim debía estar apesadumbrado de romper con una


institución que había estimado entrañablemente y con la cual
había compartido los años difíciles de la persecución conserva-
dora. Debió necesitar mucho coraje para renunciar, una vir­tud
de la cual este columnista nunca careció.

Los años oscuros

Un escrito de Klim de septiembre de 1952 da una idea de su cer­


canía a El Tiempo. Fue a los pocos días de que, como dijo un
editorial del diario, «el vendaval sectario redujo a ceniza cua-
renta años de lucha»; es decir, días después de que turbas con-
servadoras quemaran las residencias de los jefes liberales, el ex
presidente López Pumarejo y Carlos Lleras Res­trepo, y las ins-
talaciones de El Tiempo. Klim escribía entonces, como él mis-
mo las definía, columnas ligeras; sin embargo, en esa hora álgida
rompió su estilo:

El Tiempo está íntimamente ligado a mi modesta vi-


da de escritor liberal y es, por así decirlo, mi hogar
65. «Carta a El Tiempo», en La segunda esperanza, marzo 31 de 1977, pp. 82-83.

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espiritual. En los largos años que llevo de trabajar en


él he compartido sus éxitos, sus vicisitudes, sus pro-
pósitos, así que con mayor razón ahora deseo hacer
míos sus quebrantos y sus insucesos. Esa casa que ar-
dió an­tier, en cada uno de sus desvanes, de sus sóta-
nos, de sus rincones, guardaba un buen recuerdo para
mí. Era algo de mí mismo […] nunca como hoy he
comprendido el cariño que suscitaban en mi espíritu
esas viejas rotativas que durante más de cuarenta años
contribuyeron a formar la grandeza colombiana, que
ahora por desgracia está tocada de ruina. El Tiempo,
en todo momento, ha sido el alimento espiritual de
los colombianos que aman la libertad, la justicia y la
dig­nidad humanas, y de una época a esta parte ha re-
cogido en sus páginas, que tienen la noble fragilidad
de las banderas, el clamor angustiado de una ilustre
colectividad vencida […]
Es innecesario decirles a mis camaradas de El
Tiem­­po que hoy más que nunca me siento unido a
ellos para seguir luchando por nuestras viejas e in-
cansables ideas liberales, que han sido las inspirado-
ras constantes de la vida accidentada de este diario y
que, infortunadamente para ciertas almas mezquinas,
no se consumen, como las simples cosas materiales,
al contacto del fuego. Éste, por el contrario, las puri-
fica y las ennoblece.66

La violencia sectaria entre liberales y conservadores se había


desatado desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril
de 1948. Ese mismo día, huestes liberales enfurecidas quema-
ron El Siglo, el periódico conservador que dirigía Laureano Gó-
mez, con rotativa y todo. Desde el día siguiente, el gobierno
conservador de Mariano Ospina, de una facción del conserva-
tismo distinta a la de Gómez, impuso el toque de queda y la ley
marcial, que implicaba la censura de prensa.
66. «De Klim», El Tiempo, septiembre 8 de 1952.

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«Las fuerzas del Estado empezaron la persecución a los pe-


riodistas, a quienes consideraba en parte responsables de la he-
catombe del 9 de abril —relata Maryluz Vallejo en su completí-
sima historia del periodismo, A plomo herido—. Algunos fueron
condenados a conse­jos verbales de guerra; otros fueron privados
de su li­bertad por violar medidas del estado de sitio, entre ellos
León de Greiff y Alejandro Vallejo. Por orden de un juez mili-
tar fueron detenidos José Mar, director del radioperiódico On­
da Libre; Gerardo Mo­lina, rector de la Universidad Nacional, y
Jorge Zalamea, acusa­do de liderar la toma de la Radiodifusora
Nacional. El mismo día fueron puestos en libertad después de
rendir indagatoria».67
Klim, que todavía era sociable y parrandero, tuvo que que-
darse en su casa en esos días. Jocosamente dice su hijo Lucas que
él fue producto de ese toque de queda de 1948. A pesar de que
Caballero no se había metido demasiado en política, en su for-
ma burlona y aparentemente trivial desafió también la censu-
ra. Escribió entonces una columna contándole a un alto mando
militar cómo estaban obligando a todos los bogotanos a andar
con las manos en alto para que no los acribillaran. Se nota que
después le cayó la censura, y Klim «rectificó»; es decir, defendió
la conveniencia de andar con las manos en alto toda la noche:

La misma sinceridad que usamos entonces para ano-


tar los inconvenientes de andar con los brazos en al-
to por las calles, la pondremos hoy para señalar sus
ventajas. […] se trata de una disciplina física de pro-
bada eficacia para proporcionarles elasticidad y re-
sistencia muscular a los brazos. En efecto, no son po­
cas las gentes que reconocen ya que, con sólo quince
días de toque de queda, están en mejores condiciones
que nunca para poder andar por la calle con paraguas
abierto, cuando sea el caso, o para poder cambiar una
bombilla colgante, cuando se les funda en su casa.68

67. Vallejo Mejía, op. cit., p. 310.


68. «Bajo el toque de queda», en Klim, 45 años…, abril 30 de 1948, pp. 53-54.

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Las cosas, sin embargo, pasaron de castaño a oscuro. Un día se


cruzó en la calle con los guardaespaldas de Lucio Pabón Nú­
ñez, que luego fue ministro de Gobierno de Laureano Gómez.
Uno de ellos le dio un tremendo puñetazo. También le pegaron
a Jaime Dávila, que estaba con Lucas, pero éste, que era tan ami­
go de las trompadas que le decían el Gángster, se metió deba-
jo de la mesa y la rompió de un golpe. «Papá dijo después que
nunca había visto a un tipo rasgar una mesa —cuenta Lucas hi-
jo, quien relata que su padre llegó golpeado y chorreando san-
gre—. Casi lo matan». La joven familia se fue entonces para San
José de Suaita, para escapar de los peligros.
Allá tampoco pudo estar tranquilo. Un día, mientras bajaba
las escaleras de piedra que conducían a la casa del telégrafo, se
dio cuenta de que un policía «chulavita» (conservador) lo esta-
ba siguiendo. Lucas se desvió para ir a la fábrica a resguardarse,
pero tenía que atravesar un potrero. Mientras se agachaba para
pasar por una cerca, el policía se arrodilló, montó su fusil Grass
y disparó. «Tuvo suerte porque al tipo se le encasquilló el fusil»,
dice Lucas hijo. El humorista fue a su casa y pidió la pistola por
si acaso. Su esposa Isabel se encaminó a la casa del telégrafo a
pedirle ayuda al presidente Ospina. Como la telefonista de­bía so­-
licitar la llamada a la del pueblo vecino, y ésta a la del otro pue­blo,
y así sucesivamente hasta conectarse con Bogotá, Isabel habló
en clave para que nadie supiera: “El niño está enfermo”, di-
jo. Aunque Ospina era conservador, había sido, junto con Luis
Eduar­do Caballero (Lenc), padrino de matrimonio de Lucas e
Isabel y les ofreció enviarles el ejército. Pero no pudieron espe-
rar. Un amigo de la familia fue hasta El Socorro y llevó un taxi.
A la una de la mañana salieron Lucas, Isabel y su bebé Lucas, de
apenas un año, rumbo a Bogotá. El carro tenía que pasar en-
frente del puesto de policía. Esos momentos se hicieron eter-
nos. Lograron salir del pueblo sin ser vistos. ¡Se salvaron! A las
pocas semanas, Caballero recibió en su casa un sobre. Adentro
encontró una bala de fusil con una nota del policía que intentó
matarlo: «Cachiporro h. p.: ésta no lo mató pero la próxima sí».

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El humorista regresó a Bogotá, pero ni se fue del país, co-


mo hicieron varios patricios liberales a medida que la reacción
conservadora se hacía más fuerte, ni se calló. A fines de 1949 sa­
có una serie de artículos, aparentemente insulsos para un lector
de hoy, sobre las cualidades de la naranja, la manzana, la pera,
el aguacate, la guama y el coco. En realidad, las frutas no eran
más que una disculpa metafórica para ridiculizar a varios de los
personajes oficiales. Seguramente cuando los censores se die-
ron por enterados del truco, comenzaron a salir comentarios en
la prensa sobre cómo Klim en realidad estaba hablando de los
funcionarios tal y cual. Algo así escribió Zalacaín en El Especta­
dor. Por eso, Caballero cerró su serie con la nota «Las frutas, las
verduras y yo», en la cual, con socarronería, negó que se tratara
de algo metafórico, pero mencionaba a los personajes a los que
supuestamente no se estaba refiriendo:

La gente es suspicaz y no sería extraño, según él [Za­


lacaín] lo dice, que pensara en que al hablar yo de «la
saltarina ligereza de la pepa de guama» estaba en el
prólogo de una historia rítmica del doctor Zuleta Án­
gel. O que al referirme al color del aguacate, que es
verde, quería aludir concretamente a «la peculiar pig-
mentación del escritor Armando Solano» […]
Estimo que es necesario que se sepa que cuan-
do yo escribo sobre las verduras y las frutas, pienso
en ellas y nada más que en ellas. Así podrá evitarse
que cuando diserte sobre el plátano paso, el público
crea que lo hago por alusión al jefe de Zalacaín. Que
cuando trate de los mamoncillos toda la administra-
ción pública se ponga molesta.69

Alternando de vez en cuando con temas políticos, Klim si­guió


con sus comentarios burlones de siempre sobre cómo «Medellín
es la única ciudad del mundo en donde para que los niños no
lloren los ponen a jugar a la Bolsa»70 y sobre el peluquero que lo
69. «Las frutas, las verduras y yo», en ibid., diciembre 21 de 1949, pp. 71-72.
70. «De Klim», El Tiempo, julio de 1950.

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tenía tan trasquilado como a Calibán, su colega columnista. De


vez en cuando hacía una crítica feroz de algún conservador, co-
mo aquella sátira sobre Luis Navarro Ospina, «quien no tiene
otro trabajo que bucear en su conciencia para sacar como pareja,
si quiere, a una de las once mil [vírgenes], y en su corazón, a toda
hora, ángeles y serafines, arcángeles y querubines dicen ¡santo,
santo, santo!».71 Y también, corriendo riesgos, atacó al notabla-
to conservador en el poder. Cuando se reunieron en agosto de
1952 en asamblea constituyente y quisieron aprobar un artícu-
lo que impedía que el Presidente fuese investigado por algún en-
te legislativo o judicial, Klim escribió:

El solio de Nariño tendrá así un fuero mucho mayor


que el de cualquier trono de la tierra, y quien lo ocu-
pe será, de hecho, bueno, puro, casto, honorable, ge-
nial, omnipotente, sabio, buen mozo e infinitamente
digno de ser amado y de ganarse la lotería. Es decir,
reu­nirá en sí mismo todas las calidades y virtudes que
hasta hoy sólo se le habían acordado a Aquel a quien
el doctor Carlos Arango Vélez llama, con tanta elo-
cuencia como acierto, El Perfectísimo.72

En otro artículo se metió con Jorge Leyva, el laborioso, pero te-


mido, ministro de Obras del gobierno de Laureano Gómez, en
un tono amable pero burlón. Comentó la inauguración del pri-
mer tramo de la autopista Bogotá-Chía y propuso que la bau­
tizaran en su honor, «la Underjorgen», que sería como ponerle un
«busto de 22 kilómetros».

Una sola duda se tiene en relación con la Underjor-


gen derivada de las especificaciones técnicas de la
obra, tan minuciosamente detalladas por el mismo
Jorge. En consonancia con ellas, la amplitud de la cal-
zada será excepcional, habiendo pistas diferentes pa-

71. Ibid.
72. «De Klim», El Tiempo, agosto 12 de 1952.

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ra automóviles, camiones, ciclistas, hermanos cris-


tianos, pea­tones, novios y demás. Parece que habrá
pistas hasta para descubrir a los asesinos intelectuales
del doc­tor Gaitán. Ahora bien: duda es que, siendo
solamente siete los kilómetros que se darán al servi-
cio, ¿cómo se hará para saber si la inauguración de la
Un­derjorgen, prospectada para hoy, va a ser a lo an-
cho o a lo largo?73

El hartazgo con la violencia que desató el régimen conserva-


dor llevó a muchos liberales —y Klim no fue la excepción—
a aplaudir el golpe militar encabezado por el general Gustavo
Rojas Pinilla el 13 de junio de 1953. Por esos días, Caballero pu­­
blicó tan encendida defensa del general, que afirmó que había
regresado la democracia al país:

Sobre el suelo de la patria se respira de nuevo el aire


puro y delgado de la democracia. Es como si la sangre
corriera más suelta y desembarazada a lo largo de las
arterias, curada ya de sus antiguos dolores […]
Este milagro lo hizo posible un gallardo militar
colombiano en un momento estelar de su vida y de la
historia. Bastó que él, desde los balcones del Palacio
de Nariño, le hablara al pueblo en un lenguaje que el
sectarismo había proscrito, para que en todos los cora­
zones prendiera como una lumbre la esperanza.74

Más adelante, en tono más jocoso, volvió a celebrar la llegada


de Rojas al poder:

No más para escribir esta nota y cumplir con el pe-


riódico, interrumpo la extasiada postura en que me he
mantenido desde antier en la noche. Los brazos cru­
zados sobre el pecho y las manos en los hombros, de

73. «La Underjorgen», en Klim, 45 años…, mayo 1 de 1953, pp. 78-79.


74. «De Klim», El Tiempo, junio 15 de 1953.

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suerte que la derecha descanse en el izquierdo, y la iz­


quierda en el derecho. De vez en cuando las levanto y
me doy, con infinito cariño, unas cuantas palmadi­tas
en los omoplatos. Esta postura es, en cierto modo, la
misma que adoptan defensivamente las mujeres cuan­
do alguien las pesca debajo de la regadera bañándo-
se. En mi caso sobra advertir que el motivo es muy
otro, pues los hombres tenemos sin mullir la zona
en donde suelen usarse el strapless, los pulmones y el
escapulario.
La postura es de autofelicitación y de abrazo a
mí mismo por haber acertado el propio sábado tre-
ce en lo de que a la pirámide estatal le estaba sobran­
do el copete. El actual presidente titular, Excmo. Sr.
Te­niente General Gustavo Rojas Pinilla, que es inge­
niero y, como tal, domina a cabalidad las matemá­ticas,
coincidió felizmente con mis molestas apreciaciones
geométricas. […] Los de la filarmónica estaban ma-
nejando al país con un violín prestado y, para impe-
dir que continuaran desafinando, la única solución
posible era la de arrebatarles de entre las manos lo
que el maestro Valencia llamaba «el tísico instrumen­
to». El alivio en todos los planos de la pirámide ha
sido general.75

La felicidad de Klim, como la de muchos compatriotas, no du-


ró mucho. Apenas dos años después, el régimen militar cerró El
Tiempo y, en febrero de 1956, El Espectador. Estos diarios, sin
embargo, no claudicaron, y empezaron a circular como Interme­
dio y El Independiente, respectivamente.
Solamente cuando cayó Rojas, en junio de 1957, volvió
Klim a alegrarse, en serio, del cambio de gobierno:

75. «De Klim», El Tiempo, junio 16 de 1953.

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La jornada del diez fue el triunfo de un pueblo iner-


me contra una camarilla omnipotente, a la vez que una
lección inolvidable para quienes creen que la fuer­za
puede imponerse indefinidamente a la razón y a la jus­
ticia, cuando al lado de ellas, respaldándolas, al­ternan
la dignidad y el coraje. […] El país se unió resuelta-
mente para salvar a la Patria, olvidando vie­jos e inúti-
les resentimientos, y contra ese duro e imba­ti­ble blo-
que de conciencias se mellaron las armas de la dic-
tadura. […]
No se sabe de nadie, ni siquiera del Libertador,
que haya contado con tanto respaldo de opinión co-
mo el que se le brindó espontáneamente el 13 de junio

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al militar que, por un azar del destino, llegó ese día a la


Presidencia de la República. Ni nadie tampoco que lo
hubiera dilapidado tan absurdamente. El pueblo des­
pués de algunos duros años de deambular por el de-
sierto creyó haber encontrado en su administración el
oasis con que sueñan todos los peregrinos. La reali­
dad, sin embargo, se encargó de demostrarles brutal-
mente la magnitud de su equivocación.76

Obviamente no fue sólo el pueblo sino también el propio Caba-


llero quien se había equivocado en grande al festejar la llegada
de un militar al poder por la vía de las armas. Su anticonserva-
tismo lo llevó al error de aplaudir el ascenso de un dictador, pero
su desilusión, como la del resto del país, fue profunda.
Ese desencanto, luego de los años de miedo, lo cambió. Del
joven trasnochador que tomaba trago en el bar Granada y le fas­
cinaba la tertulia empezó a quedar cada vez menos. En 1957, al
tiempo con la dictadura, terminó su matrimonio con Isabel Re-
­yes, la independiente nieta del legendario millonario Pepe Sierra,
con quien se había casado hacía diez años.
En ese entonces, la vida de Klim, un aristócrata bohemio, era
ligera y feliz. Su matrimonio fue tema de una página entera del
diario El Tiempo, donde había comenzado a trabajar hacía dos
años, llena de apuntes, versos y caricaturas de sus amigos intelec­
tuales. La nota principal decía que el matrimonio de Lucas ha-
bía causado «profunda sensación», y su amigo Trivio le escribió:
«De manera, Lucas, que te casas; lo sabía yo y lo sabíamos todos:
bajo el humorista impertinente se oculta, de soslayo, el buen pa-
dre de familia del que habla el Código Civil».77
Pero diez años después el país había vivido la cruenta guerra
partidista, y el remedio que buscó la dictadura resultó peor que
la enfermedad. «La violencia de los cincuenta lo encerró en sus
paredes y dentro de sí, muy posiblemente en resguardo de su vena
humorística, cuando el medio exterior se tornó amargo», escri­
76. «De Klim», El Tiempo, mayo 11 de 1957.
77. El Tiempo, mayo 27 de 1947, p. 6.

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bió con gran intuición su colega humorista Héctor Osuna, cuan­


do El Tiempo le pidió un perfil de Klim para su informe especial
«Los 100 personajes del siglo xx».78
Ese encierro voluntario también se debió a que la timidez
con que había venido al mundo se le creció con la fama. «Te-
nía una idea muy clara de lo que puede ser ridículo», interpreta-
ba un editorial, probablemente del ex presidente Carlos Lleras
Restrepo, de Nueva Frontera, cuando Klim murió.79
El mismo Caballero habló del tema en una entrevista que le
hizo Consuelo Araujonoguera, la furibunda lopista Cacica, cuan­
do Klim estaba en plena batalla con el Mandato Claro:

Yo creo que, siendo uno humorista, tiene, en cierta for­


ma, más desarrollado el sentido de la crítica, de la au-
tocrítica; entonces, cuando uno llega a una parte con
la fama de humorista a cuestas, la gente quiere oír-
lo hablar a uno, y uno por autocrítica trata de todo lo
contrario, de mantenerse callado, porque como ve que
tanta gente hablando en exceso hace el ridículo, trata
de no incurrir en eso. Además, me ocurre también lo
que a muchos escritores: que tengo mucha facilidad
para escribir pero no tengo esa misma facilidad para
expresarme.80

Se volvió cada vez más solitario. «A mí no me presenten amigos


que yo no conozca», solía decirle a su hermano Eduardo.
«Lo más curioso de Lucas o Klim es que teniendo una men-
talidad diurna, es decir clara como quien todo lo ve en la pleni-
tud del medio día, en la madurez de su vida es un hombre noc-
turno, o noctívago, o noctámbu­lo, a quien le fascina la noche y
detesta la luz del sol. Agazapado en el caracol de su casa, procu-
ra prolongar la noche y retardar el día con las cortinas corridas

78. Héctor Osuna, «Lucas Caballero, Klim, sátira demoledora», Lecturas Dominicales de El
Tiempo, septiembre 6 de 1998.
79.«Klim», Nueva Frontera, julio 20 de 1981, p. 7.
80. Consuelo Araújo de Molina, «Confesiones de Klim a La Cacica (2): “Por qué critico al go-
bierno», El Espectador, abril 15 de 1977.

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para que la luz no vaya a perturbar la penumbra nocturna de su


refugio de ermitaño», escribió su hermano Eduardo.81
Se veía con pocas personas. Se pasaba los días encerrado,
es­cribiendo en su máquina, cuando no estaba mirando la tele­
visión o hablando por teléfono, los dos inventos con los que nun­
ca dejó de maravillarse, pues le permitían mantenerse informa-
do y conectado al mundo sin hacer parte del él.
También leía muchísimo. Su hijo Lucas se acuerda de cómo
despertó en él un gran amor por los clásicos de la literatura. «En
los últimos años se fascinó con las novelas de misterio y las an-

Dibujo de Antonio Caballero, publicado en el libro de Klim


Memorias de un amnésico, El Áncora editores, 1982.

81. «Mi hermano Lucas», en Yo Lucas…, pp. 193-194.

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tologías de relatos policíacos», dice. También recuerda que de-


volvió su acción del aristocrático Gun Club, y recibía a pocos y
selectos visitantes en su casa. A su hijo Lucas, por supuesto; a
su ex esposa Isabel, que seguía pendiente del cuidado de su apar­
tamento; a Daniel Samper Pizano, el periodista investigativo a
quien cariñosamente apodó en sus columnas «Salmonete», y, por
supuesto, a su hermano Eduardo y a su primo Enrique. «Las lla­
maban las reuniones de caballería», explica su hijo.
La cercanía de los tres Caballero se hizo más estrecha cuan-
do Klim salió de El Tiempo. Al día siguiente de que éste enviara
su carta anunciando que se iba, lo siguieron hermano y primo con
sendas airadas renuncias a sus respectivas columnas.

De vuelta en El Espectador

«…Éramos tres los caballeros»

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Al mes, los tres ya estaban escribiendo en El Espectador, su anti-


gua casa editorial, que los recibió con brazos abiertos y sin con-
diciones. Los lazos de Klim con ese diario también eran entra-
ñables: allí había empezado su carrera periodística y allí había
conocido a algunos de los hombres que más había admirado en
su vida, como el viejo director, don Luis Cano. Él era una de las
figuras políticas que Caballero había perfilado a mediados de
los cuarenta:
El hijo pródigo

Así es Luis Cano, que podría haber sido presidente si


a él le hubiera venido en gana: un niño grande y ge-
neroso, terriblemente inteligente, encantadoramen­
te sencillo e incurablemente tímido. Luis les sirve al
liberalismo y a la república, con la sola condición de
que no lo hagan aparecer en los primeros planos […]
Luis Cano es mi jefe en El Espectador, y ha sido
mi amigo siempre, lo cual me cohíbe para decir mi
de­voción por el patriota, mi admiración por el escri-
tor y mi aprecio por el caballero. De todos modos,

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lo que no he de callar es que, en mi concepto, con su


cara fres­ca y sonrosada y su hermoso penacho de ca-
bello blanco —que le dan la apariencia de una fresa
con crema—, Luis Cano es un pequeño gran hom-
bre colombiano que voluntariamente vive desaperci-
bido detrás de sus insignes servicios al liberalismo y
al país.82

Cuando volvió a trabajar con los Cano, en su primera colum-


na, Klim exaltó el espíritu de Luis Cano, «quien se dejó morir
cuando su concepción liberal de la vida se derrumbó brutalmen­
te». Gabriel Cano y sus hijos Guillermo y Alfonso, para enton-
ces, 1977, conducían el diario. «Los hijos han crecido pero siguen
familiarmente fieles a la tinta de imprenta, defendiendo la liber­
tad sin recortes ni ganado que figura en el lema de nuestro escu-
do. Ninguno tiene finca con ese nombre en el Llano».83
Con el cambio de periódico no dejó de ser el fiscal ético del
go­bierno de López, recordando una y otra vez, con diferen­tes
jue­gos de palabras y sátiras, los escándalos de la finca «La Li­
bertad», los futuros de café y lo que él había interpretado como
la obsecuencia de Hernando Santos y el ex presidente Alberto
Lleras ha­cia el poder presidencial.
A este último nunca le perdonó haber salido de su retiro en
Chía para ser intermediario en la gestión que terminó con su sa-
lida de El Tiempo. Le cobró reiteradamente, y sin ninguna con­
templación por su edad o su dignidad, lo que para Caballero era
una gran incoherencia: haber sido en los cuarenta uno de los gran­
des críticos de López Michelsen como protagonista de escánda­
los que contribuyeron a la caída de su padre, López Pumarejo, y
prestarse ahora para callar a un periodista crítico, él.
En la medida en que el periodismo investigativo de la época
seguía exponiendo a la luz pública irregularidades del go­bierno
de López, Klim utilizó esas denuncias para ironizar sobre la
conducta oficial y caricaturizar a los protagonistas. Así que des­
82. «Luis Cano», en Figuras Políticas…, pp. 131-133.
83. «La Garzona», en La segunda esperanza, p. 84.

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pués vinieron el escándalo de la parentela que llevó el presiden-


te a pasear a Europa en el avión presidencial, que se recuerda
hasta hoy con el nombre que Klim le dio de «Fonsijet», y el que
causó la compra del hijo del Presidente Juan Manuel López de
otra finca, llamada «El Recreo». Ésta fue quizás una de sus co-
lumnas más demoledoras contra el gobierno de López:

El gobierno me ha hecho un gran homenaje al man-


dar a todo su circo presidencial a combatirme. […]
la función se inició con un espectacular acto de ciclis­
mo, cuando de San Carlos mandaron a Alberto Lle-
ras, el Pre, con la censura de prensa sentada en los
manubrios. En seguida hubo en el Senado un núme­
ro de orangu­tanes amaestrados con la actuación espe-
cial de Amín Dadá, nombre de pista de Bula Ho­yos.
En esa ocasión intervino también, en una exhi­bición
de reata y jaripeo jurídico, Hernando Durán Dussán,
el Sietema­chos del Meta, el invencible Cachetón de
Matupa. La música volvió a sonar cuando salió a la
pista Iáder Giraldo con su troupe de cone­jos de ultra-
mar, seguido de Indalecio, quien los hizo de­saparecer
metiéndolos en su reciente cubilete diplo­mático y
pronunciando las palabras sacramentales del turba-
yismo: «Abracadabra, Harmano Gulito, chicharrones y
cerveza amarga». El espectáculo obvia­mente empe-
zó a decaer con Slebi, representante a la Cámara, un
indi­viduo sin calidad para nada, quien por recomen-
dación de Palacio salió a tildarme peyorativamente
de payaso. Muy bien: acepto el calificativo. Ha ha-
bido payasos extraordinarios, insolentes como Ber-
nard Shaw y tris­tes como Chaplin. Pero, sobre todo,
esa profesión es más decorosa de algunas de las que se
habla tanto aho­ra.84

84. «El circo de San Carlos», en La segunda esperanza, pp. 95-97.

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Dibujo que Osuna le regaló a Klim.
(Del archivo personal de Lucas Caballero, hijo.)

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¿Habría atacado Lucas Caballero tanto a López Michel­sen y a


su gobierno si no hubiera sido por la vieja pelea familiar de San
José de Suaita? ¿Fueron las suyas, como aseguraron el ex Pre-
sidente y los directivos de El Tiempo, razones personales y, por
eso mismo, desproporcionadas y obsesivas? ¿O fueron más bien,
como lo aseveró tantas veces Caballero, su motivación, política,
y su preocupación por la falta de ética del Ejecutivo, legítima?
Es innegable que Klim estaba especialmente predispuesto
contra López por la historia familiar. Prueba de ello es que nun-
­ca atacó de manera tan persistente y reiterativa la conducta de otros
gobiernos. Pero también es cierto que, si las sátiras de Klim hu-
bieran sido del todo infundadas, y si de alguna manera no hubie­
ran representado un sentir de mucha gente, jamás su humor ha-
bría tenido tanta acogida como la tuvo en esos años. Ha­bría sido
desdeñado como un «loquito» monotemático e insignificante.
Como escribió Daniel Samper en el epílogo de La segunda
esperanza:
«El combate entre Klim y López Michelsen resultaba en
apariencia bastante desigual. El Presidente de la República, con
el inmenso poder del Estado a su ser­vicio y el apoyo de nume-
rosos medios de comunicación, se enfrentaba a un columnista
cuyas únicas armas eran una máquina de escribir y un talento
inusual como comentarista de humor. ¿Por qué tan desequili­
brado enfrentamiento estuvo a punto de terminar con la renun-
cia del Jefe de Estado? […] La magnitud de esta hazaña debe
entenderse, pues, como producto de la suma de la independen-
cia y el talento de un escritor que supo asumir la representación
auténtica de la opinión pública».85
No obstante, si los escritos de Klim no hubiesen sido de cor­
te humorístico, quizás tampoco habría tenido el éxito que tu-
vo en sus críticas a este y a otros gobiernos. Al vestir sus dardos
de un tono jocoso, con la sonrisa siempre a flor de piel, conse-
guía darles cierta intranscendencia a las cosas. Y cuando se es-
cribe así, tomando el pelo, la bronca que pueda tener el autor

85. «Nota final» por Daniel Samper Pizano, en ibid., pp. 228-229.

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se desvanece. O, dicho de otra forma, el cedazo del humor fil-


tra los resentimientos porque siempre revela desprendimiento
del otro. Cuando alguien se puede reír de algo, es porque la ra-
bia ya pasó.
Por eso, en uno de los días más conmovedores para Lucas
Caballero, cuando un grupo de amigos resolvieron hacerle un
muy colombiano homenaje de desagravio por su salida de El
Tiem­po en el Salón Rojo del Hotel Tequendama, el columnista
pronunció un discurso cargado de humor, casi amable con sus
adversarios. Esto a pesar de que el salón estaba a reventar. Su
co­lega Osuna, que fue al acto —y quien, por cierto, en esos días
publicó varias caricaturas de respaldo a Klim—, pudo allí «com-
probar el arraigo que su mente juguetona y su bri­llo singular ha-
bía alcanzado a tener en la sicología de quienes lo rodeábamos a
nombre de un país. Alto, escuálido, tremendamente pálido, co-
mo una visión del más allá, este popular desconocido fue reci-
bido con el canto espontáneo del himno de la patria. Un instan­
te sublime —aun para un bromista escéptico— que narró con
precisión cuánto había servido a la Re­pú­blica, sin proponérselo.
Con aquel delicioso humor, producto de un abnegado oficio li-
terario, que siempre pareció un acto ocioso».86
Por aplaudido que fuera, el humor de Klim tuvo las limita­
ciones de su tiempo y del ambiente de aristócratas cachacos
en el que creció. Es muy probable que sus apuntes contra Bu-
la Ho­yos, asociando el color de su piel a la condición de si-
mio o a la de dictador africano, o aquellos en que puso a «Har-
mano Gulito» a hablar como el prototipo del turco creado por
las prejuiciosas mentes de la época no cayeran bien, por racis-
tas, entre muchos negros o descendientes de libaneses. Varios
dirigentes de la costa Atlántica de la época ni siquiera lo en-
contraban gracioso, pues lo recibían como algo ajeno, excesiva-
mente bogotano. Tampoco es fácil pensar que hoy sería acepta-
ble de un columnista, por cómico que fuera, repetir un insulto
una y otra vez, como lo hizo con Carlos Lemos Simmonds,
al que le pegó la frase «tan carajo y tan chisgarabís» y cuyo
nombre nunca escribió sin adjuntársela. Sus constantes refe-
86. Osuna, op. cit., p. 3.

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rencias a la banalidad de las mujeres y a la estupidez de las es-


posas habrían motivado muchas cartas airadas en la actualidad.
Y sus comentarios clasistas, como que «iba vestido de gente de-
cente», no habrían pasado el filtro de un editor contemporáneo.
Este humor de sesgo chovinista en los textos de Klim, no
obstante, no revelaba necesariamente un prejuicio racista o ma-
chista, porque él tenía la peculiaridad de acudir a estos recursos
discriminatorios solamente cuando quería demoler a la perso-
na, cuando pensaba que estaba haciendo algo definitivamen-
te criti­cable o para desnudar la arrogancia del poder. Era, más
bien, que usaba los recursos que había en el ambiente, así fue-
sen prejuiciosos, para atacar. Lo mismo que hacía con los per-
sonajes de las telenovelas o con los eslóganes de la publicidad.
De las mujeres a las que respetaba, como Emilia Pardo o Ale-
gre Levy, nunca habló en tono machista sino con gran consi-
deración por su intelecto. Y sólo se refería a los ancestros de los
descen­dientes de libaneses que admiraba, como Gabriel Turbay,
candidato a la Presidencia por el liberalismo en 1946, para exal-
tar alguna de sus virtudes. Sus exagerados cuadros del hombre
dominado y la mujer de bolillo o de las señoras de medio pelo
tratando de ascender socialmente también eran una manera de
hacer visibles y, por tanto, exponer a la crítica pública esas cos-
tumbres sociales.
Así mismo, hay que decirlo, la obsesión estadounidense por
ser «políticamente correcto» con el lenguaje, de la que nos hemos
contagiado en el resto del mundo, a veces no es más que un dis-
fraz hipócrita para esconder tras palabras «adecuadas» un com-
portamiento discriminatorio que no se ha logrado extirpar de la
sociedad. Acartonar el humor dentro de lo que es «correcto» es
también empobrecerlo.
«Klim hacía todo lo que escandaliza a los partidarios de que
nada ofenda a nadie», escribió Daniel Samper en su perfil Un
vigilante cargado de humor. «Pero los lectores se lo perdonaban
todo. Entre otras cosas porque lo entendían como producto no
de una convicción perversa sino de lo que realmente fue Klim: un
espíritu travieso armado con una pluma genial».87

87. «Klim, un vigilante», Credencial Historia, op. cit., p. 7.

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Las últimas batallas

Con la misma falta de piedad con que se burló en público de


gobiernos y presidentes se rió de sus dolencias y sacó a venti-
lar sus intimidades. En su libro Yo Lucas, joven Caballero. 10 en
historia, 0 en imaginación, escrito en 1974, contó cómo se sintió
después de que el doctor le hizo un examen de próstata:

Yo recuerdo con horror el día en que el profesor Jorge


E. Cavelier, una eminencia médica, me sometió a un

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examen general y me hizo esa cosa. Santo Dios, San­


to Fuerte, Santo Inmortal, ¡líbranos, Señor, de todo
mal! Dejé su consultorio en el mayor grado de abati­
miento y humillación. Me sentía tan culpable como
si hubiera pasado el último fin de semana acompañan­
do a Oscar Wilde. Y sin saber cómo firmarme en el fu-
turo. Si con el inmaculado nombre de soltero que ha-
bía usado hasta entonces o como L. Caballero de Ca­-
velier.88

No fue menos irreverente consigo mismo en los meses anterio-


res a su muerte. Sufrió varias complicaciones de salud y tuvo que
salir de su apartamento —donde llevaba veinte años de encierro
voluntario— para hacerse chequeos y tratamientos mé­dicos, ca-
si siempre en la Clínica Marly. Según sus amigos, fueron males
dolorosos y difíciles de soportar, pero él los sobrellevó convirtién-
dolos en una diversión para sus lectores. Así describió, por ejem-
plo, uno de los penosos exámenes médicos que le practicaron:

Yo veía todo esto atisbando por debajo de la sábana


con la que me habían cubierto y debía presentar un
aspecto decididamente mortal. Era como si estuvie-
ra en lo que se denomina, en el lenguaje judicial, la
dili­gencia del levantamiento del cadáver, y el cadáver
fue­ra el mío.

Sigue su relato contando cómo la enfermera le di­jo que se pu-


siera un camisón para llevarlo a sacarle una radiografía.

Hice tal como me había dicho y nunca me había sen-


tido peor en mi vida. El camisón era más ancho que
largo y escasamente me alcanzaba a cubrir las fuentes
de la demografía, y así, con la barba entrecana y ca-
minando sobre mis dos piernas largas y delgadas, co-

88. Yo Lucas…, p. 296.

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mo don Quijote de la Mancha en la aventura de la


venta, recorrí de la mano de la enfermera un pasillo
pequeño atestado de gente hasta el departamento de
rayos x. Una señora me gritó: «¡Viejo impúdico!», y
dos niños pequeños se echaron a llorar.

Cuenta que, para hacerle la radiografía, un ayu­dante le dio un


vaso de agua «en el que había disuelto previamente un talego
de yeso», y mientras pulsaba un botón le decía que respirara y
aguantara la respiración intermitentemente. Luego lo envió a su
habitación hasta que «le funcionara el yeso».

Llegué a mi habitación sintiéndome muy mal. Te­nía


náuseas y además un peso enorme en el estómago que
me obligaba a caminar inclinado hacia atrás para no
irme de cabeza. Esto iba acompañado de fuertes re-
torcijones y una gran turbulencia abdominal. Era in-
dudable que al ayudante de rayos x se le había ido la
mano en el yeso y que yo, en el mejor de los casos,
iba a tener una cornisa. Estuve vacilando entre tener-
la normalmente o ir al departamento de ma­ternidad
a que me practicaran una cesárea […] y me resolví
por lo primero […] Un sudor mortal me empapaba
la frente, y experimentaba un dolor tremendo, hasta
que, incapaz de soportarlo, me desmayé […] cuando
desperté […] el jefe de obstetras, todavía con un fór-
ceps en la mano, me comunicó el parte de vic­toria.
—Le informo, don Lucas —me dijo todavía emo­
cionado—, que, después de un alumbramiento extre­-
madamente laborioso, usted ha sido madre de la prime­
ra cornisa de yeso que ha nacido en Mirla S. A. des-
de su fundación.
—No me diga, doctor —le respondí—. ¿Y pue-
do verla?
El médico, abochornado, me dijo entre bal­­-
buceos:

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—La cornisa nació muerta y se la llevó el ca-


mión de la basura.89

Finalmente perdió su combate contra los males. Lucas Ca­ba­


llero Calderón murió poco antes de cumplir 68 años, el 15 de
ju­lio de 1981, en su elegante y sobrio apartamento del norte
de Bogotá, en la calle 80 con la carrera 15. Ganó, sin embar-
go, otra batalla. La que dio con su humor implacable para pro-
testar cuando las cosas andaban mal en el poder o reírse de la
pomposidad de las costumbres de sus conciudadanos, y pa-
ra re­escribir la historia de los hidalgos del siglo xix como le vi-
no en gana o desnudar, en toda su pequeñez, a los personajes
de su época. Inventó frases lapi­darias, escribió comedias pican-

tes para­ cafés conciertos y borró el mapa de Estados Unidos de


su atlas porque no le caía en gracia la prepotencia de ese país.
89. Ibid., pp. 64-67.

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Falleció en el momen­to en que estaba en su «mejor y más


combativo esta­do de piyama», como escribió su hijo Lucas en el

Evangelio del humor

prólogo de un libro que su padre no alcanzó a terminar, Memo­


rias de un amnésico. Apenas dos días antes había publicado en El
Espectador su última columna. Con la pluma inspirada y firme
de los grandes escritores, se dio el lujo de decir lo que pensaba.
No divertía porque se lo hubiera propuesto sino porque, al lla-
mar las cosas por su nombre, provocaba risa entre sus cómpli-
ces lectores. Descubría los pies de barro de los importantes y el
público lo celebraba sonriendo porque utilizaba códigos que le
resultaban familiares, como los eslóganes de la publicidad y los
programas de televisión. Además fue pionero en el humor co-
lombiano porque a la exageración, a la metáfora absurda y a la
repetición de sirirí les añadió la creación de situaciones y esce-
nas cómicas con una imaginación juguetona, tierna y cruel a la
vez.
No era un moralista de esos de púlpito, sino que su sentido
de la rectitud, antiguo si se quiere, lo convirtió en un guardián

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del interés público. Costara lo que costara. Quizás la valentía se


la dio haber crecido entre hidalgos de poca plata y grandes va-
lores; pero también gozó la seguridad de quienes, siendo aristó-
cratas, pueden ver el mundo desde arriba.
Por esas condiciones le resultó incómodo al poder. Sin ren-
dirle pleitesía a nadie, sin salir de su casa, conversando solamen­
te con quien le cayera bien, acumuló un desmedido poder de
opi­nión. Por eso cuando falleció, su noble figura larga, pálida,
de barba cuidada y blanca, era ya algo mítica. Un Quijote de
profun­da levedad.

Klim visto por el caricaturista Naide, revista Diners, núm. 137, 1981.

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Osuna, un pensamiento libre

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P ara llegar hasta allá hay que salir de la autopista que
de Bogotá conduce a Zipaquirá y meterse por uno de los
múl­tiples caminos que surcan la Sabana, charcos y barro, sauces
llorones y uno que otro nogal, ciclistas de corta ruana carmelita
y sombrero negro de fieltro. No es fácil descubrir la casa porque
su nombre está escrito en hierro forjado, como un arabesco más
de la verja de doble hoja de la entrada. Finalmente se lee: «Vi-
centulia». La bautizó en honor a sus padres, Vicente y Tulia. De
viejo le dio a Héctor Osuna, chapineruno de toda la vida, por
venirse a refugiar aquí.
La quinta se ve al fondo del jardín colorido: de trazos lim-
pios, parca, llena de luz. Unos peldaños y se entra a una pequeña
sala de visitas. Más atrás está el comedor de muebles belle époque
y vajillas antiguas en exposición. Y a la izquierda, por un corre-
dor, se llega a la trinchera del caricaturista.
En el estudio cambia el ambiente. Es más acorde con esta
época, si se quiere. Libros por todos lados, ninguno fuera de lu-
gar. Los más preciados están en una biblioteca cerrada con puer­-
tas de vidrio, réplica de la que tuvo Rafael Núñez —tres veces
Presidente y autor de la vieja Constitución conservadora de
1886—. Allí se ven unos tomos gruesos empastados en cuero
rojo que le regaló su hermano Javier, con una selección cuidado­

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Era la esperanza

Los personajes de Osuna entristecidos luego del asesinato


de Guillermo Cano en diciembre de 1986.

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Lo confundes todo, Lilín

sa de 1.075 caricaturas de las doce mil o más que ha produci-


do. Al frente, en un rincón junto a una ventana, está su mesa de
trabajo, donde sigue trazando cada semana un nuevo apunte en
lápiz, un boceto burlón a mano alzada en estilógrafo, un dibujo
terminado a tinta china, listo para que lo vengan a buscar des-
de Bogotá.
Enmarcada y expuesta sobre el muro izquierdo, inmediata-
mente encima de su escritorio, hay una sola caricatura. La pu-
blicó en El Espectador el 20 de diciembre de 1986, a los tres días
del asesinato de Gui­llermo Cano, su director. La sín­tesis de su
protesta porque habían cercenado el futuro. Sus personajes: la
monja, Lilín, el caballo, y el mismo Héctor, abatidos. Una sonri­
sa de dolor para el peor día.
. Esta caricatura, como las demás incluidas en este perfil, que hacen referencia a su obra de en-
tre el 13 de diciembre de 1959 y 1998, y luego desde 2001, fueron publicadas originalmente en
El Espectador. Su obra de 1998 al 2001 fue publicada en la revista Semana.

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No se puede decir que Cano fuera su mejor amigo personal;


más bien, como dijo Osuna pocos meses después del crimen, «era
una amistad periodística, que a lo largo de tantos años de cola-
borar en El Espectador se volvió familiar, casi hasta cariñosa. En
todo caso, una amistad de gran independencia recíproca». Los
Cano eran liberales de veras; confiaban sin límites en el pensa-
miento libre, fuera el propio o el de los demás. Cobi­jado bajo ese
espíritu libertario, Osu­na había podido puyar al poder con su
plumilla, según sus convicciones, durante veintisiete años.
Como a Guillermo lo mataron por ejercer la franqueza,
Osuna, como escribió un columnista después, «quedó partido
en dos […] creó a Lilín de una costilla suya para que le ayudara
a soportar el desencanto, pero el hijo, rastrillado entre luces de
bengala y lágrimas decembrinas de estupor, se mantiene ofus-
cado». 
Hoy, sentado en la salita de recibo de «Vicentulia», Osuna
hace memoria de cuando conoció a Guillermo: «Estaba entre los
treinta y los cuarenta años, el pelo todavía alborotado y oscuro,
muy querido, muy humano». Apenas el caricaturista se enteró del
atentado, se fue a la Clínica de la Caja de Previsión. «Fue el pri­
mero en llegar —recuerda Alfonso Cano, hermano de Gui­ller­
mo y gerente de El Espectador por muchos años—. Siempre
solidario con las vicisitudes del periódico. Lo veo, con su sobre-
todo negro, tan elegante».
Osuna se viste impecablemente, aun para las entrevistas de
fin de semana para este libro: traje gris, camisa blanca y calzo-
narias. Es bajito pero sostiene la cabeza erguida, en una postu-
ra digna, que a veces lo hace pasar por arrogante. Le queda algo
del jesuita que no fue: habla suave y a veces posa una mano so-
bre otra. Éste es, en todo caso, el Osuna solemne.

. Roberto Posada García-Peña, «Osuna a cuatro lápices», Credencial, julio de 1987.


. Gustavo Páez Escobar, «El cafecito de Osuna», El Espectador, junio 16 de 1987.
. La autora entrevistó a Héctor Osuna en varias ocasiones entre marzo de 2004 y junio de
2005.
. Entrevista de la autora con Alfonso Cano, junio de 2005.

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A un mes del otro holocausto

Navidad aciaga Perdimos el año

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Porque hay otro Osuna. Se asoma en los ojos risueños y pí-


caros que, sin importar la trascendencia de lo que esté diciendo,
siempre se están burlando, incluso de él mismo. Es la mirada ju-
guetona la que avisa que alguna ironía viene en camino. Y luego,
su risa seca, para adentro, como tratando de deshacerse por un
instante de la timidez que lo atormenta. Éste es el Osuna del hu­
mor negro, el que puede arrancar una sonrisa aun cuando han
ma­tado a su amigo y, de paso, le han quebrado un pedazo de su
propia autonomía.

* * *

Osuna creció en un ambiente donde se respiraban aires contra-


dictorios. En las casas, la fe de la Medellín católica y apostólica
mandaba cultivar vocaciones religiosas en los niños; pero en la
suya, además, se enseñaba a pintar y a esculpir, y también a reír,
pues a cada rato su papá, Vicente, soltaba un retruécano nuevo o
un chispazo clásico del sutil ingenio bogotano. Además, las pa-
siones liberales y conservadoras hervían en cada hogar.
«Como todos en esa época, uno nacía de un lado o del otro
de la calle, yo nací del lado conservador», dice Osuna. Llegó al
mundo el 21 de mayo de 1936, en el pleno centro de la capi­tal an­
tioqueña, en la casona donde funcionaba la Clínica Gil, en una
manzana que ya demolieron sobre la antigua calle Calibío. En
su lugar está hoy el parque de las esculturas gordas de Fernando
Bo­tero. Héctor Daniel fue el cuarto y el menor de los hijos de
la familia Osuna. El mayor, Javier, se volvió jesuita, el segundo
mu­rió a los dos años, el tercero, Gabriel, fue arquitecto y mu-
rió mayor. Crecieron en medio del fervor político. La familia de
su papá había sido vecina de la de Laureano Gómez en el centro
de Bogotá y el mayor de sus tíos había sido muy amigo del je-
fe conservador, tanto que, cuando murió su abuela paterna, Lau­
reano ayudó a cargar el cajón.
Mientras Héctor jugaba en el espacioso comedor estilo espa­-
ñol de su casa de Medellín, los discursos de Laureano ante el

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213

Con­greso tronaban en la radio, transmitidos en directo por


La Voz de Colombia. Los conservadores, que habían perdido el
poder desde 1930, ejercieron por más de una década la más
encen­dida oposición contra los gobiernos liberales, ya fuese pa-
ra denunciar la reforma al concordato o para resistir la reelec-
ción de Alfonso López Pumarejo. En la casa de los Osuna se
compraba El Siglo, el diario que había fundado Laureano en el
36, junto con José de la Vega el mismo año en que nació Héc­
tor y que fue instrumento central de la batalla partidista. Cu-
riosamente también compraban la revista Semana, creada por el
dirigente liberal Alberto Lleras en 1946, con la idea de hacer
una Time a la colombiana, más informativa y menos sectaria. En
las páginas de estos medios aparecían las fotos de políticos y
gobernantes, ésas que Héctor se aprendía de memoria, la privi-
legiada memoria visual con la que había venido al mundo. En
1948, cuando tenía doce años, una turba enardecida por el ase-
sinato de su caudillo liberal, Jorge Eliécer Gaitán, incendió y
arrasó con El Siglo.

Juvenal Gil Madrigal.

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El niño Osuna también creció en medio de los pinceles y


paletas de su madre. Tulia, nacida en Yarumal, era hermana me-
nor del famoso médico antioqueño Juvenal Gil Madrigal, más
conocido como Gil J. Gil —cuya caricatura hizo el maestro fi-
sonomista de la época, Ricardo Rendón—. Ella se casó más tar­
de que las mujeres de su época y eso le permitió estudiar una ca­
rrera en la Escuela de Artes de Medellín.
La mamá pintaba mientras criaba los hijos. «Era un oficio
familiar, como tejer», dice el caricaturista, a quien se le quedó gra­
bado «el olor de colores, del aceite de linaza, la pintura en cier-
nes, el proyecto que iba a adelantando, el cuadro terminado…
Era lo de todos los días en mi casa». En su larga vida, 89 años, do­
ña Tulia, una paisa jovial, gran cocinera de platillos tradiciona-
les antioqueños, «compuso un mundo de flores y miniaturas que
debió ser el que le infundió ese carácter alegre y siempre ama­ble»,
escribió Ana María Busquets de Cano en su obituario.  Cuan-
do murió, su hijo, adolorido, la dibujó con sus pin­celes.

Otra página femenina

. Caricatura publicada en 400 personajes en la pluma de Rendón, Fundación Uni­ver­sidad Cen-


tral, noviembre de 1994.
. El Espectador, junio 12 de 1981.

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215

De niño, Héctor no pintaba con pincel. Sólo más tarde, co-


mo a los quince años, se atrevió a coger uno. En cambio, di-
bujaba caras sin parar. Su papá, que era «un tipo de imprenta»
como bromea Osuna, porque era tipógrafo, era buen dibujan-
te y le enseñó a esbozar los carros y los caballos que luego se
volvieron personajes de sus caricaturas. Al pie de su papá, el ni­ño
Héctor moldeó figuras de barro. Conserva aún unas figuras de
John y Robert Kennedy y la del papa Juan XXIII hechas por su
padre. Don Vicente era un bogotano de suma elegancia: calzo­
narias, chaleco y unos grandes bigotes. «Un viejo bello, como
salido de un cuento inglés», dice uno de los mejores amigos
de Osuna. Vicente había ido a pasar una temporada a Mede-
llín con su tío jesuita, Cayetano Sarmiento, que era el con­fesor de
Tulia Gil Madrigal. Allí trabajó en la publicación Fa­milia Cris­
tiana y su tío cura le presentó a Tulia. Luego dirigió una edito-
rial adjunta al periódico El Colombiano de Medellín.
A los diez u once años, Héctor creó sus primeros personajes
políticos en figurillas de cuerpo entero hechas de cartón. Desde
entonces, los políticos —Laureano Gómez, Jorge Eliécer Gai-
tán, Mariano Ospina, Carlos Lleras Restrepo e incluso los que
comenzaban a descollar en otras partes, como el secretario de
Trabajo argentino Juan Domingo Perón— comenzaron a volver­
se sus muñecos. Todavía guarda esos monitos en una caja de me­
tal. Además les dibujó cada detalle de la vestimenta, desde el pa­
ñuelo en el bolsillo hasta las rayas del sacoleva. Los estantes del
bifé del comedor hacían de balcones desde donde sus personaji-
llos echaban discursos como los que escuchaba en la radio. Aba-
jo, la multitud imaginaria aclamaba. Todo sucedía en un país que
él había bautizado Holanda.
Cuando cumplió los doce, lejos de abandonar su mundo de
infancia se lo tomó más en serio. Creó la revis­ta Social, una imi-
tación de la revista Semana. Allí sus políticos eran más carica-

. Entrevista de la autora con Gabriel Ronderos, 2005.


. Posada García-Peña, op. cit.

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216

turescos. Jorge Eliécer Gaitán, en versión cubista —al estilo del


famoso ilustrador de Semana Jorge Fran­klin—, fue la carátula
del número 41 de Social «una revista al servicio informativo de
Holanda».10
Esas observaciones tempranas fueron perfilando sus afec-
tos. Desde muy joven admiró a Jorge Eliécer Gaitán, un liberal
de la línea más cercana al laureanismo. Le fascinaban su abrigo
elegante y su sombrero Borsalino. Tuvo la oportunidad de cono-
cerlo en persona. Apenas tenía diez años, y su hermano Javier,
cinco años mayor que él, en un diciembre en que la familia vino
a Bogotá, le propuso el gran plan: ir a pedirles autógrafos a los
políticos importantes. De la mano de una tía rubia y atractiva,
los muchachos lograron entrar a la oficina que tenía el líder li-
beral en el segundo piso del edificio Agustín Nieto, en la carrera
Séptima con calle 14, en el centro de la capital. Le impactó que
estaba tapizada de afiches de «¡A la carga!» hasta el techo. «Yo
me emocioné mucho —dice Héctor—. Estaba allí rodeado de
jefes de barrio y alcancé a verle el cabello abundante, negro, en-

10. «Osuna cum laude», Semana, febrero de 1983.

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217

Alberto Lleras Camargo y Mariano Ospina Pérez vistos por Osuna a los trece años.

gominado con Glostora». Para su sorpresa —quizás porque la tía


se parecía a Evita Pe­rón—, Jorge Eliécer se salió de la reu­nión
para saludarlos. La imagen se le quedó pegada: el caudillo recos­
tado sobre una baranda se sonrió y les conversó animado. «Era
otra dimensión del personaje porque su imagen pública era muy
dura». Algo de esa cali­dez expresa un retrato en óleo que hizo
Osuna de Gaitán muchos años después de ese día, después de
que lo mataran el 9 de abril 1948.

Jorge Eliécer Gaitán.

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Pero a quien más admiró y ha seguido admirando toda la


vida es a Laureano Gómez, y no sólo por la cercanía con su
familia paterna sino quizás también porque simpatizó con su
condición de opositor. Él creció escuchando al Laureano que
estaba por fuera del poder, al perseguido a quien le quemaron su
periódico, al que repetía incansable cuatro palabras en el Con-
greso: Se roban la plata. Por eso rechaza la imagen del Laurea-
no jefe de los «pájaros» de la Violencia, el extremista, el «godo»
cavernario.
«La personas que me conocen ven mi admiración por Lau-
reano como una enorme contradicción —dice Osuna—. Un jo-
ven me dijo hace poco que Gómez era un asesino. Eso es an-
tinómico. La violencia y animosidad partidista fue tremenda,
unos y otros difundieron versiones graves, con la diferencia que
a los liberales los protegió la prensa que subsistió, que fue la li-
beral, y en cambio a los conservadores se los odió, y a Laureano,
que era su jefe, la historia lo volvió nada».
Quizás por las razones contrarias, porque estaba en el parti­
do del poder, le cogió antipatía a Carlos Lleras Restrepo, y
lo re­cuerda desafiante, extremista. Así lo caricaturizó después,
cuando éste era Presidente y él se iniciaba como caricaturista.11
Estudió los primeros años en el Colegio de la Presenta-
ción y, aunque no se le conocen sus dibujos escolares de en-
tonces, apren­dió de memoria cada detalle de los hábitos de las
monjas y con ellos creó, cuarenta años más tarde, el personaje
quizás más popular de su larga carrera como periodista de hu-
mor político: sor Palacio, una monjita regordeta que corretea-
ba por los pasillos de la casa presidencial y se convirtió en la
conciencia crítica del gobierno. Continuó en el Colegio, San
Ignacio, de Medellín, y estando allí publicó en la revista cole-
gial sus primeros retratos. Eran sus compañeros de cuarto de
primaria. Al lado de los dibujos explicó en una nota —que pa-
recía escrita por un grandilocuente profesor— que aquellos
11. Las caricaturas de Osuna entre el 7 de marzo y diciembre de 1959 incluidas en este perfil
fueron publicadas originalmente en El Siglo.

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Época de aguinaldos

«ensayos de rasgos caricatures­cos eran un homenaje de sim-


patía a sus apreciados condiscípulos de la cuarta división».12
En 1950, cuando la familia se trasladó a Bogotá, Osuna, de
catorce años, entró al colegio, también de jesuitas, San Bartolo-
mé La Merced. El colegio se estaba recuperando del «Bogota-
zo», ocurrido dos años antes, cuando el pueblo adolorido por la
muer­te de Gaitán destrozó a machete la figura de la Virgen que
había en la sala de recibo. 13 La emprendieron contra el San Bar­
tolomé también porque allí estudiaba Gonzalo Ospina, hijo de
Mariano, el presidente conservador.

12. Daniel Samper Pizano, «Reportaje a Osuna», Diners, septiembre de 1979.


13. Investigación del profesor Jorge Rodríguez, bibliotecario del colegio, entrevistado por la au-
tora en junio 2005.

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Carlos Lleras Restrepo.

Héctor era alumno externo pero, como las jornadas escola­


res eran entonces más largas, pasaba casi todo el día en ese enor-
me edificio frío, tan pegado a los cerros que cortan la ciudad por
el oriente, que la neblina mañanera le cubre los tejados. Como
siempre lo sería, fue estudiante dedicado y de excelentes califi-
caciones. En cuarto de bachillerato sacó cinco en apologética, la­
tín y geografía y casi cinco en anatomía y literatura universal. Su
materia más floja fue francés (3,91), pero en conducta, deberes
religiosos, urbanidad y puntualidad y esfuerzo personal sacó cin­
co todo el año.14 A uno de sus compañeros, el hoy padre jesuita
Darío Restrepo, no se le olvidan «su capacidad para descubrir lo
agudo en las personas» ni las caricaturas de los presidentes lati­
noamericanos que pegaba en la ventana de su cuarto, ni tampo­-
co los retratos de políticos famosos que publicó en la Revista Ju­

14. Catálogo de estudiantes del Colegio San Bartolomé la Merced, «Héctor Daniel Osuna Gil,
externo, ii sección de la división i de Cuarto de Bachillerato», p. 410.

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ventud Bartolina.15 Le dieron dos páginas de la revista 189, de


fe­brero-mayo de 1951, para que desplegara sus dibujos de Lau-
reano, Alberto y Carlos Lleras y otra decena de figuras de la
época. Ya había pasado a quinto de bachillerato, pero aún no
cumplía los quince años.
El día que los cumplió dejó el colegio, sin terminar el curso.
Se levantó de madrugada y se fue en tren con su abuela Hele-
na Arango de Gil, la única que conoció, rumbo a Santa Rosa de
Viter­bo, un pequeño pueblo del páramo boyacense, a unos dos-
cientos kilómetros de Bogotá. Allí, donde hoy hay un puesto de
po­licía, quedaba la Casa del Noviciado de la Compañía de Je-
sús. No iba obligado. Desde niño quería ser sacerdote y los profe­
sores habían cultivado esa incipiente vocación. Para su mamá, de­-
vota católica, era una alegría que un hijo suyo resolviera ser cura.
(Su hermano mayor, Javier, entró al noviciado después de él.)
Héc­tor, decidido a seguir lo que creía, a los quince años, que
era un claro llamado de Dios, se despidió de su abuela y se que-
dó sin chistar en la silenciosa casona novicial de aquel pueblito
campesino.

* * *

Religión, arte y política. En estas tres aguas se cocinó el caldo


crítico de Héctor Osuna en su infancia. Por eso ni él ni su humor
son livianos.
Religión. Cuando cumplió treinta años como caricaturista,
uno de sus pocos y más cercanos amigos, el manizalita Álvaro
Montoya, caricaturista también, que firma hoy en El Nuevo Si­-
glo como «Alfín» —porque al fin se decidió a ser caricaturista—,
des­tacó como uno de los mayores logros de Osuna «haberse ba-
tido […] como el mejor de los caballeros medievales. En sus ca-
ricaturas, aun las nacidas en medio de los fragorosos combates
en los que se ha visto comprometido, siempre existe un explícito,
15. Entrevista de la autora con el sacerdote jesuita Darío Restrepo, mayo de 2005.

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premeditado y aleccionador respeto por la persona humana, por


la dignidad de la persona humana».16
Arte. «Todos lo conocen como el caricaturista político más
im­portante de la historia moderna del país […] pero cuando
uno se acerca, está el artista y es otro mundo, su soledad, esa per­
fección para plasmar la vida», dice Fernando Cano, quien ade-
más de codirector de El Espectador, ha sido fotógrafo y humo-
rista bajo el seudónimo de «Paloma Méndez».17
Política. «Que me gustara la política desde niño me sirvió
para maliciar mucho —dice Osuna—, para no leer titulares ni
editoriales como una cosa inalterable, no extrañarse porque los
po­líticos se peleaban y luego eran los mejores amigos. Le queda
a uno como la relatividad de las cosas, ¿no?, el escepticismo ne-
cesario para opinar».
Dice el filósofo francés Henri Bergson en su primer ensa-
yo sobre la risa que a ésta la definen tres características: que su
esen­cia es puramente humana —el hombre es un animal que ríe
y mueve a la risa—, que su peor enemigo es la emoción y por eso
surge cuando la observación es distante, inteligente y algo des-
piadada, y que siempre esconde un prejuicio de complicidad con
otros rientes reales o imaginarios.18 Al humor de Osuna la reli-
gión le dio la humanidad necesaria; el arte, la inteligencia para ser
un observador algo distante, y la política colombiana, un mate-
rial de primera para que la gente se encontrara en sus dibujos.

La lucha por no ser

Visto desde afuera parece fácil, pero Héctor Osuna no logró to-
do esto sin librar muchas batallas. La primera, interna, contra la
idea de quedarse siendo un simple caricaturista. Es verdad que
pocos han hecho tanto como él por enaltecer el papel de la cari­
catura política. Fue el primero en conseguir que los derechos de
16. Álvaro Montoya Gómez, «El maestro Héctor Osuna: treinta años como testigo de excep-
ción», El Espectador, marzo 9 de 1989.
17. Entrevista de la autora a Fernando Cano, junio de 2005.
18. Henri Bergson, La risa, Buenos Aires, tor.

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La «libre» expresión

los originales fueran del autor y no del medio y que les paga-
ran mejor; y cuando el procurador Alfonso Gómez Méndez di-
jo en tono despectivo que «eso era lo que tenían que hacer los
caricaturistas para no morirse de hambre», Osuna le respondió
con una caricatura de todos sus cole­gas protestando. También
protes­tó con todos sus personajes cuan­do, en 1987, El Tiempo le
cambió la leyenda a una caricatura de Vladdo, Vladimir Flórez,
su pupilo y gran amigo.
Sin embargo, a una parte de él le ha parecido que la caricatu­
ra es «un arte menor», que él podía ser mucho más. «Le he de-
dicado demasiado tiempo a algo que iba a ser provisional —di-

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ce hoy—, y en cambio aplacé y abandoné otros proyectos de


vida». Intentó varias veces dejar el periodismo de humor, pero
la realidad lo empujaba de vuelta a sus caricaturas. Era como si
su mano no se pudiera quedar quieta y su espíritu burlón se re-
belara contra el peso de una tradición que esperaba de los hom-
bres profesiones más «serias», ante tanta barbaridad que sucedía
allá afuera.

El jesuita

Su primera búsqueda de una vocación profunda fue el sacerdo­


cio. Después de instalado en la casa de los jesuitas de Santa Ro­
sa de Viterbo, el joven Héctor comenzó a explorar una vida des­
conocida. Levantarse de madrugada, bañarse con agua helada,
orar en silencio por una hora al comenzar cada día. Tuvo que
hacer oficios humildes, como lavar el piso y cargar ladrillos, pues
la casa aún estaba en construcción.19 Más adelante debió pasar
las pruebas de san Ignacio. Los novicios peregrinaban a algún
lugar, según las instrucciones escritas que dejaban los padres el
día anterior: «Hoy salida a Toca», decía el mensaje, que a con-
tinuación explicaba qué camino había que tomar para llegar al
pueblito vecino, qué obstáculos encontrarían y quién era el pá-
rroco para pedirle posada. Los muchachos salían a caminar por
trochas y colinas. Osuna recuerda perfectamente el atuendo que
llevaban para sus excursiones: la esclavina de hule cayendo sobre
los hombros, el sombrero scout y, como apoyo, un largo bordón.
También tiene presentes las nubes perfectas flotando en el cie-
lo azul profundo. No podían aceptar que los llevasen en carro,
tampoco dinero, sólo comida regalada. «En aquellas meriendas
en el bosque —recuerda el padre Restrepo, que había entrado un
año después que Osuna al mismo noviciado en Boyacá— a ve-
ces Héctor sacaba una caricatura de alguien, un compañero o un
padre». Los dos años del noviciado pasaron rápido y, aunque
19. Entrevista de la autora con el padre Darío Restrepo, ya citada.

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hoy parezcan tétricos para un joven, fueron divertidos, entre pa-


seos, oraciones y aquellos pequeños sacrificios.
«Esos dos primeros años son una conversación de la Com­
pañía de Jesús con el joven, un diálogo en la vida: se le prepara
para trabajar en el mundo, no en un convento», explica el padre
Javier Osuna.20 Luego de esa primera etapa, a los diecisiete años,
Osuna hizo los votos religiosos de castidad y el compromiso con
el sacerdocio.
Comenzó entonces otra etapa, la del juniorado, de intensa
formación clásica humanística, en la cual los novicios leyeron a
los filósofos griegos en su idioma original y a los poetas romanos
en el suyo. La conversación que habían iniciado con los jesuitas en
el noviciado ahora siguió en latín, pues en sus salidas al campo
los aspirantes a sacerdotes debían conversar en esta lengua muer­
ta como en los tiempos de Virgilio y Horacio. Osuna continuó
los estudios religiosos por casi cuatro años más.
El padre Restrepo creyó que iba a ser un buen sacerdote «por­
que se tomó muy en serio todas sus cosas». Pero no fue así. «No
tenía ningún signo de rebeldía pero por razones internas, antes
de equivocarme, tomé la determinación de salir —dice Osuna,
rea­cio a explicar mucho más—. Irme me dio mucho más brega
que entrar». Sus consejeros trataron de impedirlo, pues creyeron
adivinar, en su devoción por el estudio, una genuina vocación.
Hoy Osuna, con algo de sorna, dice que a veces duda si no tenían
razón. Y, mientras aspira uno de esos cigarrillos que fuma muy
de vez en cuando, cuenta que hace unos días, por los lados del Vo­
to Nacional, en el centro de Bogotá, un indigente le dijo: «Padre­
cito, ayúdeme», y que, cuando conducía su Volkswagen «escara-
bajo» le decían: «Siga, Su Reverencia», y le daban paso.
Le quedó la pinta de cura, optó por la soltería y no tuvo más
hijos que los que ha engendrado su imaginación. No sirvió para
el sacerdocio. Demasiado irreverente quizás o, tal vez, excesiva-
mente terrenal. Comprende el mundo por los sentidos; por eso
20. Entrevista de la autora con el padre Javier Osuna.

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recuerda con mayor detalle la belleza del cielo boyacense o la


risa de los paseos que las oraciones. Con la misma resignación
bíblica con que había entregado su hijo quinceañero a los jesui-
tas, doña Tulia lo recibió de vuelta: «Como Abraham, lo entre-
gué para el sacrificio y Dios me lo devolvió», dijo. Esto lo cuenta
Osuna con cierta risita socarrona.
Al oficio al que le dedicaría la vida, en cambio, llegó dos años
más tarde, en 1959, sin mayor esfuerzo; es más, sin saber mucho
en qué se metía. Como lo ha relatado muchas veces, se encontró
en un bus con su amigo del colegio Pedro Elías Novoa, y éste
le preguntó si todavía hacía caricaturas, porque en El Siglo es-
taban buscando un caricaturista. De una vez, cuando se bajaron
en la calle 15 con carrera 13, más abajo del centro periodístico
bogotano, donde eran vecinos El Espectador y El Tiempo, No-
voa le presentó a Álvaro Gómez Hurtado, hijo de su admirado
Lau­reano, a Juan Pablo Uribe y a Julio Abril, un humorista muy
malhumorado. Le dijeron que llevara sus monos a ver si se los
publicaban.
Hacía apenas un año El Siglo había reabierto después de que
en 1953 la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla ordenara
su cierre definitivo. «A diferencia de El Tiempo y El Es­pectador,
que pudieron seguir saliendo bajo otros nombres, El Si­glo fue ce­
rrado del todo por cinco años», explica Juan Gabriel Uribe, di-

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rector de El Nuevo Siglo e hijo de Juan Pablo, quien era el secre­


tario general del diario cuando Osuna publicó su primera ca-
­ricatura.21
Fue el 7 de marzo de 1959. El Siglo abrió ese día con el ti-
tular: «Versión personal del 10 de mayo dio Rojas Pinilla en el
Senado», y Osuna, bajo su primera firma, Hosuna, publicó una
crítica al general, pues el presidente del Congreso lo estaba de-
jando ponerse de ruana el juicio que le seguían por el golpe de
Estado que dio en 1953 y que tumbó a Laureano Gómez cuan-
do éste intentó destituirlo del mando del Ejército.

Su trazo estaba muy influido por el cubismo, tardíamente


en boga en la provinciana Bogotá. Años después, un día en que el
director de El Tiempo, Hernando Santos Castillo, vio un retrato
al estilo cubista de Alberto Lleras hecho por Osuna, exclamó:
«¡Ah! Es que todos estos genios han sido en alguna época cu-
bistas».22 Como con todos los comentarios de Santos sobre Osu­
na —y viceversa—, no se sabía cuánto había en éste de ironía. Sus
caricaturas comenzaron a salir diariamente al lado del editorial,
siempre alrededor del juicio a Rojas y del Frente Nacional, que
estaba en plena definición.23
21. Entrevista de la autora con Juan Gabriel Uribe, 2005.
22. Entrevista de la autora con Roberto Posada, a quien Osuna le regaló este «Lleras Camar-
go» cubista.
23. Archivo de El Siglo.

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En la última semana de marzo empezó a publicar una tira


dominical con cuatro cuadros sobre un mismo tema. Fue una in­
novación en la caricatura política que la emparentó con la his-
torieta y que con el tiempo él fue perfeccionando. Como dice
su amigo Alfín, «no es cari­catura de apunte suelto, es la historia
colom­biana desde el Frente Nacional hasta hoy en fotogramas
continuos».24
En el prólogo al libro Osuna de frente, que publicó una se-
lección del trabajo del maestro hasta 1983, Gabriel García Már-
quez escribió sobre este estilo de Osuna: «Es la historia vista de
espaldas, con las miserias cotidianas de sus costuras, como nos
ha sido servida semana tras semana durante más de veinte años
con el desayuno dominical, con un sabor tan propio y un con-
dimento tan variado que ya empezamos a preguntarnos cómo
serían nuestros domingos si no existiera Osuna».25
Unos meses más tarde, cuando se fue a El Espectador, no
tardó mucho en retomar estas historietas de la política. El do-
mingo 13 de diciembre de 1959 publicó la primera serie en el
diario de los Cano; eran los regalos navideños para los persona-
jes nacionales e internacionales.

24. Entrevista de la autora con el caricaturista Álvaro Montoya, Alfín.


25. Gabriel García Márquez, «La historia vista de espal­das» (prólogo), en Osuna de frente,
Bogotá, El Áncora (Bi­blioteca de El Espectador), 1983, p. 6.

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Mao (1964) y Picasso (1959) en témpera a color.

A la vez que publicaba sus caricaturas en El Espectador, que


aún era matutino y vespertino, Osuna hizo ilustraciones para el
Magazine Dominical, que dirigía Gonzalo González, más cono­-
cido en el mundo literario como Gog. Allí ilustró el primer capí-
tulo de Cien años de soledad y el cuento, también de García Már-
quez, El ahogado más hermoso del mundo. Más famosas fueron sus
ilustraciones de portada del Magazine con retratos de los presi-
dentes colombianos y de otros personajes del momento como
Pablo Picasso y Mao Tse-tung. Esta colección estuvo expuesta
por muchos años en El Espectador, a la entrada de las oficinas del
director, hasta cuando Osuna se fue a fines de 1997 y se las lle-
vó consigo.

El abogado

A tal punto no consideraba la caricatura su camino que, en 1963,


a los veintisiete años, se metió a estudiar derecho en el Colegio
Mayor del Rosario. «Hice toda mi carrera de derecho siendo ca-

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ricaturista: este oficio me daba una pequeña entrada, aparte del


gusto de hacerla», explica Osuna.
Mayor en edad, y con una cultura más vasta que la mayoría
de sus compañeros de clase, Héctor venía más bien sobrado. Sa­
bía de los clásicos como ninguno y sacaba cinco en casi todo. La
imagen que se le quedó a su compañero Enrique Cala es la de un
tipo «cerebral y profundo que, cuando echaba uno de sus chistes
de juegos de palabras, se quedaba serio esperando a que uno lo
entendiera, y luego apenas esbozaba una sonrisa».26
Luis Carlos Sáchica, su profesor de Derecho Constitucio-
nal, siempre tuvo la impresión de que la suya era su materia pre-
ferida. Lo sentía más cerca de los profesores que de los alumnos
por su aplomo. «¡Qué miedo me daba cuando apoyaba sus inter­-
venciones con un latinajo y nos sacaba del juego a quienes no
conocíamos el latín!», dice.27
Las notas que tomaba en clase eran de letra perfecta y frases
completas. «Hubo varias generaciones de derecho que estudia­
ron con los cuadernos de Héctor», dice Gabriel Ronderos, que
Banda para Lleras

26. Entrevista de la autora con Enrique Cala, abril de 2005.


27. Entrevista de la autora con el profesor Luis Carlos Sáchica, mayo de 2005.

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se hizo amigo de Osuna en la universidad, quizás porque era,


como él, mayor que sus compañeros, y también porque eran po-
los opuestos: Osuna, tímido; Gabriel, expansivo. Sin embargo
han tenido siempre en común la creatividad —aplicada a cosas
diferentes—, la pasión por la política —sin ejercerla jamás nin-
guno de los dos— y una singular afición por los carros antiguos.
Por eso, a Ronderos no se le olvida el Volkswagen «escarabajo»
nuevo, negro, que tenía Osuna en la universidad.
Pero más que su buen gusto o disciplina, sus compañeros ad­
miraban su carácter. Se rebeló contra las «comprobaciones saba­
tinas», o sea a que hicieran exámenes los sábados, y también tu-
vo el ánimo de irse a la casa del rector, monseñor José Vicente
Castro Silva, cuando éste se hallaba muy enfermo, a reclamarle
porque dos de sus compañeros había sido expulsados de la uni-
versidad faltándoles muy poco para graduarse (uno de ellos era
Carlos Náder, quién después fue un polémico parlamentario). El
padre lo obligó a hacer una larga antesala en su casa de Teusa-
quillo. «Se le ve bien», le dijo Osuna cuando finalmente lo re-
cibió en su dormitorio. «No estoy enfermo del semblante —le
ripostó Castro—. Tengo una oficina para atender asuntos del
colegio, y ésta es mi casa particular. ¿Qué se le ofrece?». Osuna
no se arrugó: «Vengo por un asunto del Colegio… Usted sigue
sien­do el rector». Y expuso su petición. Se fue sin saber si había
logrado su cometido, pero se hizo escuchar.
«Creímos que iba a ser un gran jurista», dice Sáchica. No
obs­tante aplazó su tesis por la muerte de su padre, y nunca lle­gó
a graduarse, a pesar de que cursó todas las materias de la carre-
ra. Otra vez, «el oficio menor», la caricatura, lo absorbió. La exi-
gencia de estar siempre al día, ver los noticieros, leer cada medio
impreso, estar atento a la señal que le diera la inspiración para
demoler a Carlos Lleras o reírse de Pastrana y de sus precoces
ministros como Luis Carlos Galán, era grande, y sucumbió a su
encanto.

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Dibujo que envió Osuna desde Francia al Magazine Dominical en 1972.

El pintor

No pasó mucho tiempo antes de que Osuna retomara su bús­-


queda de algo más trascendental. Abandonado el derecho, le que­
dó la alternativa de explorar más a fondo su vocación artística.
Había sido autodidacta en la pintura. Cuando hizo su primer
óleo, siendo adolescente, un retrato de san Ignacio de Loyola,
tuvo que adiestrar la mano para que el pincel no se le desmaya­
ra. «Pasar del dibujo a la pintura es como haber aprendido a ca-
minar apoyado en una palanca firme, el lápiz, y luego echarse al
agua a nadar sin ayuda, a manejar el maleable aceite», explica el
maestro. Sentía que necesitaba pasar por la academia para llegar
a ser un pintor de tiempo completo. Decidió irse a España para
matricularse en una escuela de estudios artísticos en Madrid, la
Santiago de Santiago. El paso más difícil fue subirse a un avión,
pues les tiene terror. Pero su amigo Gabriel le hizo el favor de
acompañarlo hasta Caracas y emborracharlo para que pudie-

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ra seguir viaje al otro lado del océano sin darse mayor cuenta.
Cuando despertó, ya en vuelo a Madrid, se dio cuenta de su de-
plorable estado cuando la azafata le preguntó: «¿El señor tam-
bién se va a desayunar con whisky?».
Visitó museos y gozó el agitado mundo de las exposiciones
de la capital española. Estaba decidido a renovarse como pintor
y dejar definitivamente la caricatura. Pero no se había despren-
dido del todo de El Espectador y desde Europa seguía enviando
colaboraciones: noticias de alguna ex­hibición importante, algu-
na caricatura filosófica o una simpática descripción de una ca-
lle o un personaje. En septiembre de 1972, por ejemplo, estuvo
de paseo por Francia y envió al Magazine Dominical sus obser-
vaciones sobre la vida cotidiana, los colores y la arquitectura de
pueblos y ciudades. «Y en lo que hace a esta ciudad (Tours), las
mobylettes y velos, popular medio de transporte que hace de ella
una especie de Ca­jicá en francés, pero con bicicletas a motor y
ruido», dice un aparte de su nota.28

El «diario de oposición»

28. «Osuna en Francia», Magazine Dominical de El Espectador, septiembre 10 de 1972.

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Ganó en la academia madrileña el galardón anual de pin-


tura. «Lo recibí porque no me lo entregaba Franco», le dijo con
malicia a Daniel Samper en un reportaje cuatro años después.29
Esto porque en julio de 1979, cuando ganó el premio Simón Bo­
lívar de caricatura, no quiso recibirlo porque lo entregaba el pre­
sidente Julio César Turbay; sintió que habían discriminado a
sus colegas por «estar en el desierto de la oposición» y que habían
dejado por fuera una vez más al director emérito de El Especta­
dor, Gabriel Cano, desconociendo su vida y obra.
Regresó a Bogotá tan dispuesto a retirarse del periodismo
que ni siquiera se reportó a los Cano. Montó su estudio y se de-
dicó de tiempo completo a pintar retratos al óleo. Para financiar­
se daba clases de arte, y además por unos meses enseñó griego en
la Universidad Javeriana. Pero su determinación no duró mucho.
Quizás tuvo algo que ver con un mal presagio sobre su carrera
recién iniciada —le hicieron un robo en el taller de pintura —,
pero es más probable que fuera por el momento político en que
llegó: plena campaña electoral de dos contrincantes de marca ma­
yor, Alfonso López Michelsen y Álvaro Gómez Hur­tado. «Me
tocó retomar las riendas del oficio», dice hoy. En realidad no le to­
có, sino que por más que ha tratado no ha podido reprimir esa
mirada crítica, esa distancia inteligente frente a la comedia na-
cional. Le resulta irresistible ponerla en ridículo.
Al igual que su paso por el noviciado le ayudó a profundizar
su humanidad, y sus estudios de derecho le dieron fondo a su vi­-
sión política, así el año largo que le dedicó a la pintura le hizo po­
sible mejorar su dibujo, soltar la mano alzada. Hasta entonces
sólo había usado el pincel para trazar la línea de la caricatura, y
pasó, con facilidad, a usar las siete plumas que le había deja­do su
abuela, de aquéllas con las que los escolares hacían sus pla­nas a
comienzos del siglo xx. Para crear sombras o texturas, rayi­tas o
cuadros, se había ayudado con una especie de calcomanías de la
época, unos papeles parafinados adherentes importados de Es-
tados Unidos que llamaban zipatón (de la marca en inglés Zip-
29. Samper Pizano, op. cit.

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Bogotá le regala la demora, 1974

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a-Tone). «De Europa llegué con muchas ínfulas de dibujo libre,


a pulso, con plumilla y tinta china, y me encontré muchos pro-
blemas en la publicación, pues era más exigente», dice Osuna.
A pesar de las dificultades de sus innovaciones, la gente las re-
cibió con beneplácito, especialmente don Guillermo Cano, que
decía que Osuna «parecía otra perso­na», porque sus monos ha-
bían ganado en detalle, en trazo, en ca­lidad. En sus caricaturas
de 1974 se hizo evidente cómo había cambiado su línea al re-
gresar de Europa.
Osuna nunca ha dejado de pintar. Hasta hoy, siempre tiene
algún óleo en ciernes en su atril. El más conocido es un retrato
de Guillermo Cano escribiendo a máquina, que estuvo por mu-
chos años expuesto en el Salón Fundadores de El Espectador. Lue­
go se lo regaló a Ana María Busquets, la viuda de Cano. En 1993,
Adpostal lanzó 500.000 estampillas de 250 pesos con la imagen
de este óleo, como conmemoración a la muerte del director del
El Espectador.

El escritor

Su último esfuerzo por hacer algo más que su «arte menor» de


caricaturas consistió en ser periodista de prensa escrita. Sólo que
esta vez, a diferencia de lo que sucedió antes, no se trató de bus-
car una alternativa, un camino que lo sacara de sus «Rasgos y Ras­
guños» —así se ha llamado su tira dominical de El Espectador
por muchos años—, que se le estaban volviendo la vida. Fue más
bien un complemento, una nueva forma de hacer lo mismo: crí-
tica política.
Después de sus envíos de Francia, las primeras notas escri­
tas que publicó fueron cartas en defensa propia —que casi siem-
pre eran un contraataque— o alguna explicación genuina a al-
gún lector ofendido. Reviró por escrito, por ejemplo, cuando el
también humorista político Alfonso Castillo Gómez criticó así
en su habitual columna «Coctelera» de El Espectador a quienes
seguían atacando al presidente Alfonso López Michelsen por el

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escándalo de que la carretera al Llano, que construyó su gobier-


no, beneficiaba «La Libertad», la hacienda de su hijo: «Se repite
una y mil veces lo de la carretera alterna, tema que en cien opor­
tunidades le ha servido a un pintamonos godo para atacar al pre­
sidente López, acogido a la amplia hospitalidad de este perió-
dico del canódromo, fundado con criterio liberal».30
Al día siguiente, Osuna le replicó por escrito:

El caricaturista cumple en la prensa un oficio tan vie-


jo y reconocido que se­ria necio defenderlo de su de-
primente calificativo. Es el suyo un género menor del
arte, y en lo periodístico realiza un comentario de in-
tención y de humor tan válido, por lo menos, como
el que usted y muchos otros sirven con tan acertado
sentido del oficio.31

Continúa su carta argumentando que, si sus posiciones son con-


trarias al partido de las directivas del diario del Cano, es por su
criterio independiente, pero siempre las ha tenido de frente y
con lealtad.
«Con las frases de Castillo yo me sentía indefenso en la sín-
tesis de la caricatura, no podía defenderme de los ataques, en-
tonces me pasé al escrito», explica hoy Osuna. De todos modos
la pelea terminó en caricatura. Castillo le contestó una carta lla-
mándolo «monotemático» y acusándolo de «aprovechar su in-
genio para hacer humor destructivo en torno a un caso fallado y
de­finido».32 Y Osuna recurrió a su síntesis demoledora, burlán-
dose de Castillo, de la pelea y aun de sí mismo.
Cada vez con mayor frecuencia, Osuna siguió recurrien­do
a las cartas para responder a sus críticos. En marzo de 1983 pu­
blicó una columna de opinión —ya no una carta— bajo su nom­
bre para defender los derechos humanos de los delincuentes y,
un mes más tarde, explicó en una carta al director, a quienes lo
30. Coctelera, Alfonso Castillo Gómez, «Coctelera», El Espectador, mayo 19 de 1977.
31. «La carta del día: Duelo epistolar entre colegas», El Espectador, mayo 21 de 1977.
32. Ibid., mayo 21 de 1977.

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Castillo-Osuna

habían tildado de in­sensible por su caricaturas posteriores al te-


rremoto de Popa­yán, que no pretendía ridiculizar el dolor y que
«la distensión es propia del hombre y es tan humana como el
dolor y la tragedia».33
Por la fuerza de su pluma, Guillermo Cano lo instó muchas
veces a que escribiera algo más regular, pero Gabriel Cano no
estaba de acuerdo, pues temía que se debilitara al caricaturista.
Osuna dejó esta alternativa en salmuera y solamente a comien-
zos de los noventa se animó a salir con una columna permanente,
bajo el seudónimo de «Lorenzo Madrigal» —retomando el ape­
llido de su abuela materna—. Pero Lorenzo no es Osuna. Como
sus personajes de caricatura, fue tomando vida propia, al punto
de que fue Lorenzo quien le aconsejó a Osuna renunciar a El
Espectador cuando lo compró el grupo económico Santodomin­go
a finales de 1997. Y, por supuesto, Osuna acató su insinuación.
Lorenzo Madrigal se parece más al Osuna que se ve desde
lejos: escribe digno, con el chaleco y la corbata puestos. El otro
Osuna, el de los ojos risueños que desafía las verdades reveladas
33. «Héctor Osuna responde a críticas sobre sus caricaturas de Popayán», abril 15 de 1983.

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y no se toma demasiado en serio, poco se ha asomado a la plu-


ma de Madrigal. Lorenzo es más tradicional, y su lenguaje es de
otro tiempo. Sin embargo, el escritor y columnista Óscar Colla-
zos no ve contradicción entre Osu­na y Lorenzo Madrigal: «son
dos personas distintas y un solo intelectual verdadero». Sostiene
que el primero «se desdobla» en el segundo, «lee a los españoles
clásicos, de allí su prosa ortegassiana, ese castellano pulido como
su indumentaria, esa crítica como de herejías y esa lealtad in-
comprensible a la memoria de Laureano».34
Así como ha mantenido viva su vocación de pintor, Osuna
ha seguido escribiendo sus columnas, pero no puede abando-
nar sus caricaturas. Quizás siente que con ellas —aunque las
desprecie un poco— puede decir más, hurgar donde más due-
le. Así, cuando apenas empezaba a aflorar Lorenzo Madrigal,
de su trazo nació otro personaje genial: el elefante Rubiancho,
creado a partir de una frase de monseñor Pedro Rubiano, que
Zoomorfismo estatal

34. Óscar Collazos, «La bella y la bestia», El Tiempo, marzo 15 de 1998.

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Y el elefante a la espalda

El elefante republicano y el de Casa de Nariño

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Osuna cogió en el aire. El prelado había dicho, frente a las de-


claraciones del presidente Ernesto Samper de que no se había
enterado de posibles dineros del narcotráfico en su campaña,
que era como si a uno se le metiera un elefante en la sala de la
casa y no lo viera. Osuna convirtió al elefante en símbolo del
narcotráfico metido en la política.
Los dos, Osuna y Lorenzo, se fueron luego, en 1998, a la re­
vista Semana, a los pocos meses de salidos de El Espectador. El
pri­mero inauguró un trazo más artístico, con más volumen, que
se parecía a los bocetos que hacía a mano alzada en estilógra-
fo. También les puso color, adaptándose a la línea moderna de
la revista. Una de las mejores piezas de su estreno en la revista
fue su burla al presidente Pastrana, cuando el jefe de la guerrilla
Manuel Marulanda lo «dejó metido» en la inauguración de los
diálogos del Caguán con las Farc.
Con el cambio, sin embar­go, algunos extrañaron al viejo
Osu­na de los «Rasgos y Rasgu­ños». El mismo Felipe López, pro-
pie­tario de Semana, quien lo llevó a la revista, cree que Osuna
era más para periódico, que ése era su medio natural y que en el
cambio perdió algo.35
Esta búsqueda de ser más que caricaturista, que lo llevó del
sacerdocio, al derecho, a la pintura y al periodismo de texto, pa-
radójicamente profundizó su talento como caricaturista. Pero
sobre todo le templó el carácter independiente. Osuna ha pre-
servado su indocilidad, en exceso si se quiere, a lo largo de 48
años de trabajo profesional. Ha batallado contra las presiones,
la manipulación, la adulación, la censura y otras armas que se
han inventado los poderosos para domar a sus críticos. Ha pre-
ferido no firmar contratos laborales, ha peleado hasta con sus
amigos y ha ido en contra aun de sus propias simpatías ideo­
lógicas para preservarse libre. Ha sufrido en estos combates
porque su religión no lo deja ser injusto, desmesurado en sus
ataques o demoledor del ser humano.

35. Entrevista de la autora con Felipe López, mayo de 2005.

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Ante la expectativa nacional de un encuentro de paz, Tirofijo no ocupó su silla, para


confusión del presidente Pastrana y del numeroso público.

La independencia

Desde el principio de su carrera, Osuna demostró que defen­


dería su autonomía contra viento y marea. A los veintitrés años,
cuando ya publicaba caricaturas con regularidad en la página
editorial de El Siglo y los domingos sacaba ese comentario a
cuatro cuadros, al estilo tira cómica, comenzó a resentir el ex­
ceso de dirigismo del periódico conservador. «No había ni una
frase ni una coma que no fuera una decisión política», dice. El
diario apoyaba a Alberto Lleras, el presidente liberal del Fren-
te Nacional. El caricaturista hizo entonces una sátira leve de
Lleras Camargo que revelaba la dificultad que estaba tenien-
do para manejar el país. Las directivas del diario consideraron
que era una caricatura que podría molestar al gobierno y duda-
ron mucho en publicarla, pero finalmente salió el 21 de agosto
de 1959.

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Un buen jinete

Las siguientes dos que envió al diario eran tan poco impor­
tantes que Osuna ni siquiera recuerda el tema. Sin embargo, ya
no sobrevivieron a la censura y, como se decía en esa época, «las
pusieron en el gan­cho». El jefe de redacción le dijo a Osuna que
es­perara a ver si las sacaban más adelan­te. El joven no esperó.
Agarró sus mejores «monos» y se fue al diario liberal El Espec­
tador, que entonces dirigía Gabriel Cano. Se reunió con Eduardo
Zalamea Borda y Guillermo Cano, hijo de Gabriel. Este úl­ti­mo
dijo que iba a consultar con su papá y le avisarían. La respuesta
fue su caricatura publicada al día siguiente, el 6 de septiembre, en
la edición vespertina de El Espectador. Cuando vieron la noti-
cia en El Espectador, que publicó una nota especial de bienveni-
da a Osuna, con todo y autorretrato, los de El Siglo trataron de
volverlo a conquistar. Su raíz conservadora lo halaba y, aunque
no envió más caricaturas entre semana, aceptó seguir sacando
su tira dominical en El Siglo por un tiempo más, pero al fina­
lizar noviembre se fue del todo. Prefirió la liberalidad de El Es­
pectador, aunque allí también tuvo sus encontrones.
Años después, en los noventa, por invitación de su nuevo
director, Juan Gabriel Uribe, Osuna regresó a El Siglo como co­

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Autorretrato

lumnista de opinión. Pero duró poco. Según recuerda Uribe, le


sugirieron que eliminara dos párrafos de una columna, pues te-
mieron que pusieran en riesgo la vida del periodista Francisco
Santos, en ese momento secuestrado por el narcotraficante Pa-
blo Escobar. Osuna no estuvo de acuerdo y no permitió que se
cambiara su texto. Después no volvió a enviar sus colaboracio-
nes. Osuna tiene otra versión: no les gustó un adjetivo que él
usó para calificar a un senador alvarista.
Cuando llegó a El Espectador al inicio de la década del se-
senta, Osuna no se sentía precisamente en su casa. Venía de una
fuerte tradición conservadora, y el diario era, junto con El Tiem­
po, bastión del liberalismo. Además, hasta ese momento no ha-
bía habido caricaturistas que no coincidieran con el criterio edi-
torial de los periódicos. Hernando Turriago, Chapete; el gran
Ri­cardo Rendón, Adolfo Samper, todos habían expresado la lí-
nea partidista de sus diarios, fuera El Li­beral o El Tiempo. Así
mismo, Pepe Lápiz o Jack Monkey ( José Gómez, hermano de
Lau­reano), el genial y bohemio caricaturista de Bogo­tá Cómico,
era conservador acérrimo y publicaba en El Siglo.

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José Gómez, hermano de Laureano, usó los seudónimos Jack Monkey y Pepe Lápiz.

Los que ven todo negro (Chapete).

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Pero su incomodidad no era insuperable. Osuna no se sentía


amarrado por su pertenencia partidista a defender a los conser-
vadores a toda costa. Por ejemplo, le dio más duro al presi­dente
conservador Gui­llermo León Valencia que al liberal Alberto Lle-
ras, porque creía genuinamente que la gestión del primero era
más criticable —y porque tenía una fisonomía que le hacía agua
la boca a cualquier caricaturista: ojos desorbitados, mentón
enorme, bigotazo negro—.
Así, Osuna vio con malos ojos que el entonces candidato
Valencia estuviera promoviendo su propia candidatura a la Pre-
sidencia, cuando lo digno era que el partido escogiera a su can-
didato. Dibujó una caricatura que le produjo tanta ira a Va­lencia
que le mandó a decir improperios a través del jefe de redacción
del diario, Darío Bautista. Ésta parodiaba la propaganda que te-
nía el mismo diario para conseguir clasificados, en la cual una
señorita muy amable decía por el teléfono: «Yo soy Ca­rolina,
llámame».

En «Paletará»

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A la puesta del «sol»

CORTO METRAJE

—¿Éste es el león de la Metro?


—¡No, viejo, éste es el león del MILÍMETRO!

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Quizás sin estar demasiado consciente de ello, Osuna es-


taba rompiendo una larga tradición de la prensa colombiana:
se con­virtió en el primer caricaturista con opiniones que po-
dían ir en contravía del diario en el que publicaba. Ésa no fue
gracia sólo del caricaturista. «Yo me considero un luchador por
mi in­dependencia y por mi espacio, pero no se puede decir que
yo le haya ganado una batalla a nadie. Era una batalla contra
mí mismo porque no encontré en los Cano sino tolerancia y
simpatía».
A pesar de esto, Osuna se sentía incómodo porque leía
los editoriales del periódico y muchas veces eran contrarios a
sus «Mo­nerías». Algunos amigos hasta le preguntaban si es-
taba de colaboracionista del Par­tido Liberal. Pero, como lo re-
cuerda José Salgar, el galardonado periodista del El Espectador,
«el periódico liberal le daba independencia y Osuna llegó con
mucha».36 Cuando sentía que no estaba haciendo lo que se es-
peraba, renunciaba. «Tuve más renuncias que los santos», dice
Osuna con picardía. Un día, Gabriel Cano, como lo recuer­da
Osuna —bajito, simpático, muy elegante y respetado—, lo lla-
mó a su despacho de director para conversar largo. Al cabo de
una intensa charla, Cano le dijo: «Olvídese que usted es conser-
vador y yo me olvido que soy liberal, y hagamos periodismo».
De ahí en adelante las cosas se calmaron y Osuna se sintió
más seguro. Bajo el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-
1970) hubo, sin embargo, un momento bastante tenso. El há-
bil congresista samario Nacho Vives armó un gran debate en
el Congreso contra Enrique Pe­ñalosa Camargo, encargado por
Lleras de adelantar una ambiciosa reforma agraria. Vives acusó
a Pe­ñalosa de haber ejercido influencias indebidas sobre el ga-
binete.37 Con cada acusación, Vives blandía un documento. Su
versión caló tanto en la opinión que acabó con la carrera po-
lítica de Peñalosa y, por supuesto, debilitó enormemente la re-
forma agraria, lo que era la verdadera intención de Vives, un
gran terrateniente. Osuna sacó caricaturas favorables a Vives y

36. Entrevista de la autora con José Salgar, junio de 2005.


37. Óscar Alarcón, «El Frente Nacional», Credencial Historia, septiembre de 2006.

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en contra de Lleras, lo que hizo que el Presidente intentara, sin


lograrlo, presionar a los Cano por el daño que le estaba hacien-
do al gobierno.
Una de las pocas ocasiones en las que los Cano terminaron
hablando con Osuna para persuadirlo de que amainara sus puyas
fue cuando se dedicó a satirizar la nacionalidad estadouni­dense
de Carolina Isakson, la esposa del presidente Virgilio Barco.
Esto tenía muy molesto a Barco y se lo hizo saber a los Cano.
Con enorme tacto, seguramente sabiendo que se arriesgaba a
otra renuncia, Guillermo Cano habló con Osuna. Él mismo es-
taba incómodo, pues su esposa, Ana María, también era extran­
jera. «Osuna aceptaba cuando se le hablaba con argumentos de
altura —dice Salgar—. Cuando se apelaba a su amistad, como
amigo tierno, extraordinario que era de El Espectador, era más
razonable».38
Un vuelo espacial

38. Entrevista de la autora con José Salgar, ya citada.

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«A muchos les han molestado esas caricaturas porque han


destapado un concepto americanista que se había tratado de di-
simular con andamiajes de campaña —replicó Osuna cuando
le preguntaron por sus monos contra la futura Primera Dama,
en un reportaje concedido a la revista Semana un mes después
de que Barco había sido elegido y aún no se posesionaba—. Me
han acusado por eso de tener un nacionalismo a ultranza o de
tener pésima educación con una dama, cuando la única referen-
cia de esos dibujos es que doña Carolina es norteamericana de
origen. Eso no puede ser deshonroso para nadie».
Más que un antiamericanismo a ultranza, lo que Osuna rei-
tera en sus dibujos y escritos es una gran molestia por la injeren­
cia de la potencia del norte en los asuntos colombianos y por
la facilidad con que los gobernantes criollos ceden a ellos. Sus
pu­yas más duras se las ganó Myles Frechette, el colorido em-
bajador de Estados Unidos que estuvo en Bogotá a lo largo del
mandato de Samper.
Los momentos verdaderamente tensos con los Cano, sin
em­bargo, se dieron en la década siguiente al gobierno de Bar-
co, cuan­do, a fines de 1997, éstos tomaron la decisión, ante la
gravedad de la crisis financiera, de venderle el periódico al mag-
nate Julio Mario Santodomingo, dueño mayoritario de un con-
sorcio que entonces agrupaba más de cien empresas, entre ellas
la cervecería Bavaria y la aerolínea Avianca. La situación llegó a
un punto tan tirante que Osuna renunció.
El caricaturista dibujaba a Santodomingo con tanto pareci-
do a la realidad, que el mismo Julio Mario quiso comprarle los
originales de sus caricaturas en dos ocasiones. La primera vez
Osu­na le dijo que, aunque no solía desprenderse de sus origina-
les, podía considerar vendérsela a un precio adecuado. El empre­
sario dijo que era muy poco, que quería pagarle más. Osuna se
rehusó. La segunda, quien hizo de emisario fue José Salgar, pero
Osuna no quiso venderla.
Más que por razones personales, Osuna se fue de El Es­
pec­tador para ser consecuente. Había criticado al Grupo San­
todomingo porque bajo la conducción de Augusto López había

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Sube y baja El país sojuzgado

Llegó don Julio

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enfilado todas sus baterías, y las de los medios de comunica-


ción que poseía, en favor de la campaña presidencial de Ernesto
Samper en 1994 y había adquirido una influencia exagerada en
las decisiones públicas.
«¿Tomó la decisión porque fue este grupo el que compró
la mayor parte del diario?», le preguntó la reportera Olga Gon­
zález, de El Tiempo, tan pronto como se conoció su salida en
noviembre de 1997.39

Tiene mucho que ver la concentración de poder que


está ejerciendo, el acaparamiento de medios y sus
abusos, como la financiación de la pasada campaña
por encima de los límites permitidos. No es que ten-
ga algo personal contra Julio Mario Santodomingo o
Augusto López, pero dentro de mi estilo, muy inde-
pendiente y muy rebelde, no cabía una subordinación
tácita a un pulpo de éstos.

A pesar de que arriesgaba quedarse sin medio donde publicar


sus caricaturas y su columna, y «sin cinco», Osuna se lanzó a
lo que él mismo calificó, un poco en broma, de «suicidio pro­
fesional». No quería ser parte del inventario de bienes que en-
tregarían al grupo cuando entrara a administrar el diario. Pero,
sobre todo, como le explicó a González, «me tengo que ir, no
porque quiera sino porque tengo un compromiso con mis pro-
pios antecedentes. Me toca irme contra mi voluntad para ser
coherente, para parecerme a lo que fui».
La escena, aunque en circunstancias diferentes, se repitió en
Semana. Al comenzar el 2001, la revista atravesaba una grave cri-
­sis económica, y pidió a sus colaboradores mejor pagos que acep­
taran rebajarse los honorarios. Sin embargo, en la negocia­ción
con Osuna, el director Alejandro Santos le dijo, además, que la
columna de Lo­renzo ya no gustaba tanto y que sólo querían se-
guir con sus carica­turas.40 Osuna se ofendió con la propuesta. Y
39. Olga González, «El último rasgo de Osuna», El Tiempo, noviembre 23 de 1997.
40. La autora era entonces editora general de Semana y conversó con el director acerca de la
salida de Osuna.

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aunque el dueño de la revista, Felipe Ló­pez, le insistió que si-


guiera con las caricaturas, Osuna resolvió irse. Intuía que detrás
de la excusa económica estaban las influencias del fiscal Alfonso
Gómez Méndez, amigo de Alfonso López Michelsen, padre de
Felipe, y del alcalde Enrique Pe­ñalosa Londoño, a quienes ha-
bía criticado sin clemencia tanto en sus caricaturas como en sus
columnas. Los directivos de la revista aseguraron que ni Ló­pez
ni Peñalosa tuvie­ron que ver en la decisión.
F iscalía

Peatones y hormigones Nerdo

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Lechona vs. paloma

Caricatura de Osuna a raíz de la decisión del fiscal tolimense Gómez Méndez de


llamar a juicio a Álvaro Leiva, mediador de varios procesos de paz.

El grupo anti-8.000

Crítica del caricaturista al procurador Jaime Bernal y al fiscal Gómez Méndez por
su cercanía al presidente Samper.

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Independencia cara

Osuna se fue de Semana por dignidad, no por plata. No le ha im-


portado nunca ser rico, ni tampoco la seguridad laboral. Eso ex­-
plica que nunca haya querido tener un contrato de trabajo ni que
la empresa le hiciera aportes a la seguridad social o siquiera a
una pensión de jubilación. Una posición extremista: considera­ba
que volverse empleado era volverse literalmente depen­diente, y
no quería que nada le pusiera cortapisas a su libertad de dibujar
y opinar. Sin embargo, le parecía que los caricaturis­tas eran muy
subvalorados en los diarios —y en esto coinciden varios de sus
colegas—; por consiguiente, exigía por sus dibujos lo que creía
que valían sin admitir discusión al respecto. «Era muy celoso
de su arte, consideraba que tenía que estar muy bien pagado, y
él ponía el precio. Y que lo valía, ¡lo valía!», dice Alfonso Ca-
no, ex gerente de El Espectador.41 Él, Fernando Cano, José Sal-
gar, todos coinciden en que Osuna debió ser por muchos años
—e incluso hoy— el caricaturista mejor pagado del país. Cada
año El Espectador fijaba los aumentos, si los había, y Osuna pro-
ponía el suyo. «Casi siempre Guillermo manejaba esa negocia-
ción y cada vez llegábamos a lo mismo: a agachar la cabeza —di­ce
don Alfonso—. No obstante, visto a la larga, le pagábamos mal».
Valorar su trabajo también significaba que lo trataran con
el mayor respeto. «Cuando el periódico cambiaba de diseño, se
ponía furioso de tener que cambiar el tamaño de sus caricaturas
—recuerda Fernando Cano—. Peleaba por los problemas de im­
presión que tuvimos por el cambio de rotativa, y una vez que ti-
tularon mal una caricatura, lo que le cambiaba el sentido, casi se
va del periódico».
Su posición vertical en materia de no recibir prestaciones le
salió a la larga muy cara. Cuando renunció a El Espectador, des-
pués de 37 años de labores, se fue sin un peso ahorrado para su
pensión, sin indemnización ni bonificación alguna.

41. Entrevista de la autora con Alfonso Cano, ya citada.

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Por encima de la amistad

Osuna arriesgó su bienestar para garantizar lo que a su juicio le


daba la mayor autonomía periodística. Pero puso en vilo más
que eso. Cuando sintió que sus amigos del alma, a quienes que-
ría entrañablemente, se alejaban de la línea que él consideraba
correcta o apropiada, no dudó en criticarlos con todo el peso de
su plumilla.
En los últimos meses de 1997, antes de que la familia Cano
dejara de controlar El Espectador, Juan Guillermo y Fernando
—quienes habían tenido que asumir for­zadamente la dirección
del diario luego del asesinato de su padre— hicieron un último
esfuerzo por salvar el periódico. Llamaron como asesor a un vie­
jo amigo de la casa, el subdirector del diario El País, de España,
Miguel Ángel Bas­tenier, para que les ayudara a darles un nuevo
aire a sus páginas.

Refajo periodístico

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259

Se nos fue

Con su tono enérgico y francote, Bastenier llegó a criticarlo


todo: recomendó engrosar la sección de Bogotá para que pudie­
ra competir en un nicho de mercado sin conquistar, sacudió há-
bitos periodísticos y no tuvo pelos en la lengua para decir que
había que cambiar lo que estaba mal.
A pesar del enorme afecto que les tenía a los hijos de don
Guillermo, Osu­na resintió los cambios en el diseño y, como él
mismo lo declaró después, «se rebeló contra la intromisión os-
tentosa de este visitador español»,42 quizás porque no le consul-
taron, cuando él se sentía «socio espiritual» de El Espectador, lo
mismo que pasó des­pués con la venta del periódico. Y no tardó
en plantarle su caricatura a Bastenier.
Juan Guillermo y Fernando sufrían. «A cada anuncio de Osu­
na de que se iba porque no le gustaba esto o aquello que se había
publicado, en la angustia de perderlo, yo respondía que el perió-
dico era pluralista, mientras hubiera respeto», dice Fernando.
42. «Soy un rebelde frente al poder» (entrevista con Héctor Osuna), Semana, noviembre 14 de
1997.

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La verticalidad del caricaturista también rasguñó a José Sal­


gar a pesar de la cercanía de tantos años. Cuando el alcalde de Bo­-
gotá Enrique Peñalosa lo condecoró con la Orden de Gon­zalo
Jiménez de Quesada por su columna de El Espectador, «El Hom­
bre de la Calle», en la que por años le dio voz al bogota­no de a
pie, Osuna le impuso simbólicamente a Salgar «La Or­den del
Bolardo». Salgar sintió que era víctima de la pelea que Osuna
tenía contra los bolardos que había puesto Peñalosa en los an-
denes para impedir que los automóviles se estacionaran allí y obs-
taculizaran el paso de los peatones.
Por suerte, el humor torna las críticas más piadosas, y por
tanto las «víctimas» se resienten bastante menos que si se tra-
tara de una publicación en serio. Por eso, estos roces personales
no han impedido que quienes fueron directivos de El Espectador
sigan apreciando hoy al caricaturista. Fernando Cano admira su
gran coherencia a lo largo de los años, y Salgar está convencido
de que «ni el mismo Osuna se ha dado cuenta de la trascenden-
cia que tiene como figura del periodismo nacional».
Una amistad que sí quedó averiada por cuenta de los «mo-
nos» de Osuna fue la que tuvo con el columnista de El Tiempo
Roberto Posada García-Peña, más conocido por su seudónimo
periodístico, «D’Artagnan». Se conocieron a fines de los ochen-
ta. Más tarde iniciaron una agradable tertulia política, que se
reu­nía con frecuencia, con los personajes más disímiles: el abo-
gado Jesús Pérez González-Rubio y los políticos María Pauli-
na (Pum Pum) Espinosa y el Tigrillo Noriega, entre otros. Una
muestra de la estima en que Osuna tenía al columnista fue re-
galarle varios originales de las caricaturas que había hecho de él
y un retrato al estilo cubista que había hecho de Alberto Lleras
en los sesenta, gesto poco usual del caricaturista.43
Sin embargo, desde 1993, cuando se inició la campaña de
Ernesto Samper Pizano a la Presidencia, las cosas entre Osuna y
D’Artagnan empezaron a ponerse tirantes. El primero no aho-
rraba dardos contra el político ni contra el columnista «espada-
chín» que lo defendía constantemente, su amigo D’Artagnan.
43. Entrevista de la autora con Roberto Posada, junio de 2005.

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261

Rapazuelos jurídicos

El segundo replicaba con todo en sus columnas. En agosto,


escribió furibundo contra Osuna: «El ingenioso caricaturista no
sólo ejerce por principio cierta aversión hacia el llamado oficia-
lismo liberal que prácticamente ha sido constante en él, sino que
su indudable olfato político, no por eso menos maléfico, lo incli­
nó a asumir actitudes disuasivas harto identificadas con el viejo
laureanismo de quien Osuna sigue siendo hincha total».44
El tono de las puyas entre los dos siguió subiendo en públi-
co, aunque en privado seguían encontrándose. Pero un día llegó
Pum Pum Espinosa a la tertulia con sombrero de Samper, y al
rato llegó como invitado el propio Samper. «Eso acabó con esas
reuniones —dice Posada—, y la relación se terminó de deterio-
rar con todo el escándalo de Samper».
Tal vez, precisamente, porque se trataba de su amigo, y Osu­-
na no podía comprender que siguiera apoyando a Samper en me-
dio del Proceso 8.000 —el proceso judicial por ingreso de di-
neros del narcotráfico a las campañas políticas, incluida la de
Samper—. Por eso se obsesionó y a lo largo de 1998 lo dibujó
44. Columna de D’Artagnan, El Tiempo, agosto 10 de 1993.

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D’Arta vs. Cano

Las peleas menores

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en decenas de caricaturas, hasta que el mismo D’Artagnan lo


registró en una columna titulada «Culto al nar­cisismo». De ahí
en adelante, Robertico, el niño que había aparecido como amigo
de Lilín, dejó de aparecer en los dibujos de Osuna. Ésa fue, al
parecer, su venganza.
Quizás fue García Márquez quien, muchos años antes, en
su prólogo al libro Osuna de frente, dio la clave de por qué Osuna
ha terminado sacrificando tantas cosas en su larga y estricta ba-
talla por su independencia:

Aunque se le considera como el caricaturista políti­co


más lúcido y feroz que ha tenido Colombia, su feroci­
dad es mucho más que política, porque es sólo moral.
Carece del cálculo matrero, de las pasiones efímeras,
de los apetitos terrestres de los políticos. Su negocio
parece ser la salvación de las almas. Y su única posi-
ción legítima, en consecuencia, sólo puede ser la de
los cristianos primitivos, que en el circo romano se
dejaban comer por los leones cantando plegarias de
amor, porque estaban convencidos como Osuna de
que en la lógica de Dios eran ellos quienes se estaban
comiendo a los leones.45

En contra de sus simpatías

El director de El Tiempo, ya fallecido, Hernando Santos, solía


decir a sus amigos que era mejor negocio ser enemigo que ami-
go de Osuna. «Uno creía que siendo amigo estaba libre de sus
dardos, y se equivocaba, cuando menos pensaba le mandaba
unas caricaturas las machas», dicen que dijo alguna vez.46
En el fondo está esa convicción de que él es autónomo de
pensamiento y de que por ello no puede «casarse» con nadie
para siempre. Por ejemplo, él mismo reconoce que ha tenido
45. Gabriel García Márquez, op. cit.
46. Entrevista con Roberto Posada, ya citada.

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mayor simpatía por las figuras políticas conservadoras, por fa-


milia, por tradición, pero nunca militó en ese partido ni obró
según les conviniera a sus directivas. Es más: si consideraba que
un conservador se apartaba de la línea de lo que a él le parecía
ético o coherente, pronto se lo hacía saber en sus «Rasgos y Ras­-
guños». Por ejemplo, a pesar de ser laureanista, no ahorró tinta
para demostrarle a Álvaro Gómez, hijo del líder conservador,
que no estaba de acuerdo con que él, que se había enfrentado
tan duramente a Julio César Turbay y a Virgilio Bar­co en las
campañas presidenciales, luego se hubiera sumado al gobierno
a cambio de algunas cuotas en el gabinete.
De igual modo, a Belisario Betancur lo vio con simpatía
en la campaña que lo llevó a la presidencia en 1982, e incluso
fue bastante cálido con él, al punto de que el Presidente le en-
vió una inusual carta que fue publicada en primera página de El
Espectador:

Cada vez que veo sus ca­ricaturas, espléndidas y ejem-


plares, me digo que de­bo escribirle para expresarle
mi gran a­dmiración. Llegó el momento de ha­cerlo
con el objeto de decirle que gen­tes de talento e inde-
pendencia mental como usted sí le cuentan al gober-
nante cómo va él y cómo va el país. Gracias por sus
urticantes aun­que sonrientes lecciones.47

Pero, cuando Osuna vio que el gobernan­te, por error o debili-


dad, tomó decisiones que llevaron a la catástrofe del Palacio de
Justicia, el 6 de noviembre de 1985, que produjo la muerte de
un centenar de personas, entre ellas once magistrados de una
Corte Suprema admirable, fue implacable en sus críticas.
Si Osuna es un conservador sin agüero para criticar a sus
co­partidarios, también ha sido un católico que no ha ahorrado
lápiz para destacar las incongruencias de algunos jerarcas de la
Iglesia. Al cardenal Muñoz Duque lo fustigó por recibirle fa-
47. «El Presidente y Osuna», El Espectador, enero 27 de 1983.

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El Palacio de la Carrera Hubo contradicciones históricas

La justicia arrasada

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vores al presidente Ju­lio César Turbay Ayala a cambio de ha-


ber ayudado a que anularan su matrimonio católico con Nydia
Quintero, con quien había tenido cinco hijos. Por eso, cuando
monseñor Muñoz Duque lo volvió a casar con Am­paro Canal
en gran ceremonia, Osuna le plantó una tremenda caricatura.

Matrimonios modernos

El cavernario cardenal López Trujillo también recibió va-


rios sablazos de Osuna, y monseñor Pimiento se ganó una bue-
na burla cuando prohibió bautizar a los niños cuyos padres no
tuvieran partida de matrimonio. El Opus Dei tampoco ha sido
san­to de la devoción de Osuna, y lo ha dejado ver en sus cari-

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caturas, aun para criticar el nombramiento del papa Benedicto


XVI, Joseph Ratzinger.
Las figuras que más admiró no se salvaron de sus puntiagu-
dos dibujos. De Luis Carlos Galán tenía la mejor opinión. Tan-
to, que cuando le preguntaron si a él, como ciudadano, le gusta-
ría verlo en la Presidencia, respondió: «Desde el punto de vista
de egoísmo profesional, a mí no me gustaría ver a los buenos en
la Presidencia, pero desde un punto de vista patriótico sí».48 Pero
siguiendo su línea de siempre, cuando vio que titubeaba para res­
paldar al ministro de Justicia, Rodrigo Lara, a quien la mafia le ha-
bía tendido una celada metiendo dinero contaminado en su cam­-
paña, Osuna fue tan implacable que Galán fue a verlo y duró
varias horas explicándole su conducta.
El sentimiento contra Galán que expresaban las caricaturas
era idéntico al que sintió Osuna en carne propia. Después del
asesinato de Lara, el 30 de abril de 1984, el caricaturista viajó a
Neiva, de donde era oriundo el ministro, para acompañar a la fa­
milia en el sepelio. Iban todos los deudos en un bus que avan-
zaba a paso de tortuga. Inmediatamente delante de Osuna iban
Galán y su esposa, Gloria Pachón. La gente comen­zó a arremo-
linarse amenazante al lado del bus. «¡Doctor Galán! —vociferó
un tipo que trotaba al lado de su ventana—, el que peca y reza,
empata». El político iba silencioso. Osuna y sus amigos, abo-
chornados. Un trecho de pocos minutos pareció una eternidad.
Más tarde, en 1989, cuando Galán decidió regresar a las tol­
das liberales y dar por terminada su disidencia del Nuevo Li­be­
ralismo para convertirse en precandidato de ese partido, el ca­ri­
caturista no ahorró ironía.
El 18 de agosto de 1989 asesinaron al político en la plaza de
Soacha en medio de una manifestación, y Osuna lo rescató co-
mo la encarnación de la moral política. El siguiente domingo le
hizo un homenaje, junto con otros caídos por las balas del nar-
cotráfico, y también a su amigo Argos, el lingüista, quien, como
una excepción, murió de muerte natural.
48. Posada García-Peña, op. cit.

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Galán y sus pilatunas Galán Sarmiento

La casita roja

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La moral política… La magistratura honorable…

La comandancia legítima… …De nuestra historia sagrada

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Contra la corriente

La independencia le ha dado agallas a Osuna. Y las ha tenido en


dos sentidos. Ha sido valiente para ridiculizar a personajes temi­
bles como Pablo Escobar y para denunciar a los militares cuando
más atropellos cometían. Era arriesgado meterse en esas hon-
duras, y muchos que lo hicieron no están hoy para contarlo.
Siempre defendió los derechos humanos aun de las perso­
nas perseguidas con razón por la justicia. En 1983, apenas ha­bía
terminado el gobierno de Turbay Ayala, denunciado por haber
torturado a guerrilleros y militantes de izquierda, Osuna escri-
bió una columna bajo su nombre —no su seudónimo— en la
que argumentó que el sentido específico de la defen­sa de los de-
rechos humanos era preservar los de aquellos sindicados de al-
gún delito, que debían ser protegidos de los abusos del Estado.
«Todavía no ha perdido su condición humana, aún es libre para
respirar sin inmersiones asfixiantes, tiene derecho al reposo de
su cuerpo, a la comida, al abrigo, a no ser amenazado ni destrui-
do sicológicamente, a no lucir hematomas y, en último caso, a
una cárcel digna», escribió.49
Tampoco en sus caricatu­ras le tembló la mano para de­nun­
ciar los abusos. Cuando lle­varon presos a las caballerizas de Usa-
quén a los sospechosos de haber participado en el robo de armas
del m-19 en el Can­tón Norte del Ejército, en los «Rasguños» de
Osuna empezaron a aparecer dos caballos que atestiguaban los
vejámenes a que allí eran sometidos los presos y denunciaban
los demás atropellos que cometían los militares bajo el amparo
del Estatuto de Seguridad que había impuesto el gobierno de
Turbay Ayala.
Las críticas de Osuna arreciaron cuando el general Mi­guel
Vega Uribe llevó presos a dos jóvenes jesuitas que trabajan en el
centro de estudios Cinep, involucrándolos en un crimen, el del
ex ministro Rafael Pardo Buelvas, con el que nada tuvieron que
ver. El cariño del caricaturista por la Compañía de Jesús, que lo
49. Héctor Osuna, «Los ciudadanos del mal», El Espectador, marzo 20 de 1983.

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Inefable bim

Superpoder

Habla Camacho Leiva, ministro de defensa de Turbay.

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La confesión de Vega Uribe

había formado, despertó su indignación. Pero más pesó su áni-


mo de defender la libertad de pensamiento y el respeto al ser
humano.
También a Pablo Escobar le «dio palo» sin miedo. Sin em­
bar­go, el capo del narcotráfico, como muchos poderosos, más que
furioso se sintió halagado de ser sujeto de la plumilla del cari-
caturista. Incluso se mandó hacer un libro empastado en cuero
con una enorme colección de caricaturas suyas publicadas en to-
dos los diarios y revistas del mundo, al que le estampó su huella
dactilar y su firma en oro. Una copia del libro le llegó misteriosa­
mente a Osuna por correo, y éste descubrió que contenía varios
de sus dibujos y, para su sorpresa, algunos venían modificados.
Es decir, originalmente estaban destinados a criticarlo, y Esco-
bar o sus amigos las habían trucado para dejarlo bien parado.
En una, por ejemplo, Osuna había dibujado a Lara Bonilla cer-
cado por las fieras del zoológico que tenía Escobar en Puerto
Triunfo, y, en el libro de Escobar, alguien le pintó bigotes al La-
ra de Osuna para que quedara parecido a Escobar. El sentido
cambiaba por completo porque ahora era Escobar quien que-
daba rodeado de fieras.

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Mundo al revés

Arriba, la caricatura original de Osuna que mostraba a Lara entre las fieras.
Abajo, los amigos de Escobar le pusieron bigote a Lara para que el acosado por
las fieras fuera Escobar.

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Tampoco le ha faltado coraje para plantarse en sus conviccio­


nes. Estuvo siempre en contra de la extradición de colombianos,
así esta posición coincidiera con la de los narcos. Y, a pesar de
ha­ber atacado a Pablo Escobar con toda la fuerza de sus dardos
bur­lones, fue la única voz que protestó cuando se exhibió su ca-
dáver como presa de cacería, y sonrientes a los policías que lo
ultimaron en la casa donde se refugiaba en Medellín el 3 de di-
ciembre de 1993.
En un terreno menos fangoso, el de la política, también se
ha quedado solo con sus convicciones en más de una ocasión.
Qui­zás su batalla más quijotesca haya ocurrido cuando se lan-
zó contra la candidatura de Virgilio Barco a la Presidencia de la
República por el Partido Li­beral. Osuna se siguió oponien­do a
Barco aún después de que éste emergió triunfante de las eleccio-
nes parlamentarias de marzo de 1986. La prensa, los dirigentes
liberales, los ex presidentes, la maquinaria, todos a una, como
dijo en su momento la revista conservadora Guión, consideraban
que Barco debía ser el candidato y que sería el Presidente.
«El monopolio total y absoluto de la prensa liberal que-
dó en manos de Virgilio Barco, quien pareció hablar más que
nunca —decía la nota de Guión de abril de 1986—. Pero desde
una trinchera en El Espectador, un francotirador llamado Héc-
tor Osuna seguía apuntando certeramen­te su pluma hacia los
dos ingredientes principales de la nueva fórmula liberal: Virgi­
lio Barco y los caciques que lo habrían de llevar en andas hasta
la elección presidencial del 25 de mayo».
Osuna le dijo a Guión que «era un época de esas cuando
cunde el unanimismo, cuando hay que estar de acuerdo con al-
go que se ve muy voluminoso, por ejemplo, la candidatura de
Bar­co. El auge del clientelismo, de esa máquina poderosa que
se desenvolvió el 9 de marzo. Y entonces la tónica es estar de
acuerdo con eso, y los que nos quedamos discrepando estamos
temporalmente un poco solos».50
50. Artículo publicado en Guión y reproducido en El Espectador el 13 de abril de 1986.

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Lara, batallador… Cano, símbolo…

Galán, semilla No al triunfo de la muerte

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El Espectador, que se había declarado barquista, respetó la


oposición de Osuna. El Tiempo, en cambio, reviró con fuerza
contra sus trazos. Al día siguiente a las elecciones de marzo
publicó una caricatura de Guerreros titulada «Del naufragio al
destróyer», mostrando un barco (Barco) triunfante y a Osuna
apabullado. Rodrigo Guerrero (Guerreros), quien había estado
departiendo con Osuna y otros colegas días antes, dice que es-
ta caricatura fue idea suya y no de Santos, pues estaba en des-
acuerdo con el maestro Osuna.

Del naufragio al «destróyer»

Caricatura de Guerreros publicada en El Tiempo en marzo de 1986, después


de que los liberales ganaran las elecciones parlamentarias.

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El penacho del líder

Cortes y pestañeos

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278

Además, Hernando Santos y otros de sus colaboradores es-


cribieron varios apuntes editoriales y destacaron cartas contra
Osuna por sus dibujos antibarquistas. Resulta revelador del po-
der de los «rasguños» de Osuna el he­cho de los Santos le hubie-
ran dado tanta importancia y, en lugar de cari­caturizar a Galán
o a Gó­mez como los derrotados, mostraran al opinador como el
perdedor de la jornada. «El Tiempo ha llegado incluso a inven-
tar un nuevo verbo: “osunizarse”, que quiere decir no mostrar la
debida reverencia ante ­las cosas sagradas, como el ex presiden-
te Alberto Lleras o el origen norteamericano de la esposa del
candidato Barco», escribió la re­vista Se­mana también en abril
del 86.51 En respuesta al periódico de los San­tos, Osuna envió
una larga carta defendiéndose. El Tiempo la publicó destacada
pero le incluyó una urticante coletilla del director: «No tema,
Osu­na, está perdonado, sin peligro de ser víctima de un espíritu
vindicativo. Pue­de visitar a El Tiempo, como cuando lo hizo pa-
ra solicitar los salones y exponer sus excelentes caricaturas».
Esto realmente enfureció al caricaturista, pues Santos se ha-
bía inventado lo de que él había pedido los salones de El Tiem­
po. Le respondió con punzantes y divertidas caricaturas donde
mostraba a Santos en su calidad de conductor de la maquinaria
y lo golpeaba por su manipulación de la información.

Los aliados

En realidad, pensándolo bien, Osu­na no estuvo realmente so-


lo en estas posiciones minoritarias, que, como él mismo ha di-
cho, son «su sistema natural». Sus personajes han librado con
él estas guerras de rescate de la dignidad humana, el civilismo
y, si se quiere, la ternura. La mente risueña e imaginativa de
Osuna ha ido creando, a lo largo de su carrera, personajes que
se han vuelto famosos por sí mismos: la perra dálmata que opi-
naba sobre el gobierno de Alfonso Ló­pez Michelsen, los caba-
51. «Editoriales vs. Rasguños», Semana, abril 8 de 1986.

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Hernando Santos y Osuna.

Alertando a Lilolás

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Uncidos para el cambio

Hernando Santos aparece como el conductor de la maquinaria liberal.

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llos de la guarnición militar de Usaquén, testigos parlantes de


las torturas que allí padecieron muchos presos bajo el gobierno
Turbay, y sus propios «hijos» Lilín y Pifis, cuyos comentarios
inocentes desenmascararon muchas veces al poder de turno.

Amor a primera vista

El conflicto

Osuna se burló de las conversaciones


entre el gobierno de López, simbolizado
por la perra dálmata del Presidente, y
la mafia, representada por una jirafa del
zoológico de Pablo Escobar.

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Caballerosidad

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Punto y aparte merece su personaje de la monja, sor Pala-


cio, quizás la más célebre de todos, que llegó incluso a recibir
ho­menajes y a contestar entrevistas en la prensa. Su historia es
bien particular. Cuando llegó a la Presidencia, Belisario Betan-
cur, desafiando las tradiciones barrocas que habían regido hasta
entonces en el palacio de los presidentes, resolvió adornarlo con
cuadros de los pintores colombianos modernos, entre ellos los
gor­dos de Fernando Botero y los billares de Satur­nino Ramí-
rez. La decisión causó polé­mica, sobre todo cuando colgaron en
una de las paredes principales el óleo de una monja rechoncha
de Bo­tero. Muy pronto comenzó a aparecer en las caricatura de
Osuna el cuadro de la monja, y de él salían globitos con comen-
tarios de lo que pasaba en palacio.
Pinacoteca de Palacio

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«Luego la monja se salió del cuadro, con un hábito distinto


al que tenía la de Botero, más parecido al original de las mon-
jas de La Pre­sentación, el colegio donde estudié de niño», dice
Osuna. Sor Palacio re­corría los corredores del palacio presiden-
cial y lanzaba apuntes a diestra y siniestra. Era belisarista —co-
mo lo había sido el mismo Osuna—, pero se avergonzaba cuan-
do el gobierno la embarraba.
La monja se ganó al público de forma tal que en 1985 fue
declarada personaje del año por algunos medios. Las hermanas
de La Presentación escribieron a los diarios cartas emociona-
das por la reivindicación que de ellas había hecho Osuna. La
monja Noemí Restrepo escribió a El Espectador desde Pitalito,
Huila:

Señor Osuna: Yo soy una hermana de La Presenta-


ción que siempre ha admirado y analizado sus carica-
turas, especialmente desde que apareció la mofletuda
monjita. No crea que nos disgusta. Le agradezco el
aprecio con que nos honra. Es genial su monja, señor
Osuna. La deformidad no le hace perder los rasgos
genuinos de la hermana de La Presentación, con su
hábito antiguo que parece usted se aprendió de me-
moria, pues no le falta ni un alfiler. 52

Y el reportero René Pérez escribió un reportaje de una página


entera en el mismo diario sobre sor Palacio.53
Su momento más difícil fue cuan­do Belisario cometió la
mayor equivo­cación de su mandato y permitió que los militares
recuperaran en forma violenta el Palacio de Justicia, donde gue-
rrilleros del m-19 tenían como re­henes a un centenar de ma-
gistrados, jueces y empleados. El resultado fue una masacre y la
destrucción total del edificio. Sor Palacio se desplomó.

52. «Las monjas contentas con Osuna», El Espectador, diciembre 22 de 1983.


53. René Pérez, «Confesiones de la monja de Palacio», El Espectador, septiembre 23 de 1984.

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Rosa sin espino B. B. cien días

Las horas de la masacre

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El posible diálogo

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Cuando llegaron al Palacio de Nariño, Virgilio Barco y su


esposa estadounidense Carolina volvieron a una decoración clá­
sica, y el cuadro de Botero fue desalojado. Osuna registró el
agravio.
Retiran a la monja

Por eso, en los «Rasgos y Rasgu­ños» de Osuna, la simpática


sor Palacio fue reemplazada por una monja oficialista con cara
de dictador llamada Sister Alice of the Saints. Todo el mundo re­
conoció en la nueva monja a Hernando Santos, el director de
El Tiempo, defensor acérrimo del gobierno de Barco. Ésa fue la
respuesta de Osuna a las críticas que recibió de Santos cuando
se opuso a la candidatura de Barco un año atrás.
La monja de Botero fue a dar al Museo de la Tertulia de
Cali y luego al Museo Nacional, donde le pusieron una leyenda
que decía: «Este cuadro lo volvió famoso el caricaturista Héctor
Osuna». El presidente César Gaviria devolvió la obra al pala-

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Habemus monja

Con la llegada de Barco al poder, sor Palacio salió de la casa de nariño y en su


reemplazo llegó sister Alice of the saints, una monja igualita a Hernando Santos,
director de El Tiempo y barquista furibundo.

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cio presidencial, y esto fue noticia. El presidente Ernesto Sam-


per la volvió a sacar y, como ya no era testigo de excepción de lo
que sucedía en aquel recinto poderoso, sor Palacio casi no vol-
vió a salir en El Espectador. Cuando el presidente Andrés Pas-
trana llegó a la Presidencia en 1998, la monja fue recibida con
tapete rojo y brindis al cual fue invitado Osuna, su mentor. Es
curioso, sin embargo, que nunca el pintor Fernando Botero se
haya referido a la importancia que el caricaturista le in­fundió a
su cuadro.
Al igual que sor Palacio, a quien se ve de vez en cuando con
gafas y algo encorvada, Héctor Osuna ha envejecido y sale po-
co. Desde hace unos años se ha refugiado en su armoniosa ca-
sa de la Sabana de Bogotá, quizás con la intención de iniciar su
merecido retiro luego de 48 años de trabajo o tal vez para ale-
jar su alma sensible del río de tragedias en que se ha convertido
Colombia.
Pero los intelectuales como Osuna nunca se jubilan. Luego
de su renuncia a Semana, y tras un ofrecimiento de que se fuera
para El Tiempo, que finalmente no cuajó, sucedió lo que parecía
impensable: volvió a El Espectador de Santodomingo. Su nuevo
director, Carlos Lleras de la Fuente, con quien había polemi-
zado públicamente por su idea de implantar la pena de muer-
te a los secuestradores, le pidió públicamente que regresara. Y
entre él y sus amigos de toda la vida del diario lo persuadieron.
No debió ser fácil para Osuna, pues se había ido de allí por su
convenci­miento de fondo de que los conglomerados económi-
cos no debían tener medios de comunicación. Hoy encuentra
una expli­cación: «Entre quedar callado y volver al periódico, re-
solví deslindarme de las razones que tuve para retirarme, mien-
tras la tribuna siguiera siendo libre, y acepté regresar».
Es cierto, las condiciones de siempre, de respeto absoluto
de los directivos por sus caricaturas y por las columnas de Lo-
renzo Madrigal, no han variado. Él sabe que ya no tiene la mis-
ma influencia que antes, pero no parece importarle demasiado.

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290

Sin saber a qué horas, se le fue la vida en aquel oficio «me-


nor» que muchas veces consideró provisional. Por eso, el carica-
turista sigue ahí, indemne. Se ve en sus ojos juveniles y risueños,
en el comentario ácido que salpica la conversación, en la cons-
tante burla de sí mismo y en las ganas de opinar acerca de la vi-
da nacional. Sobre su escritorio están los bocetos del día: un tra-
zo en borrador del presidente Uribe o un dibujo terminado de
Her­nando Santos volando por el cielo como un trompo. Y más
allá, sobre un sillón, los periódicos, pues intacta sigue su disci-
plina de estar al día para no perderse el momento que le inspi-
rará su próximo dibujo.

Intercambio humanitario Con tiempo de sobra

Osuna no ha dejado de criticar los intentos del gobierno de Uribe por buscar la
liberación de los políticos secuestrados por las Farc. En la imagen de la izquierda,
Uribe conversa con el jefe guerrillero Marulanda, y en la de la derecha, Osuna
ironiza sobre la discusión entre el gobierno y la guerrilla para que esta última
devolviera los cadáveres de los diputados asesinados en cautiverio.

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Cortés, como siempre durante nuestras tres largas conver-


saciones domingueras, me acompañó a la puerta de la casa. Pe-
rros de todos los tamaños se acercaron con un ladri­do alegre. De
regreso a casa, mientras conducía por los caminos barrientos de
la Sabana, me quedé pensando cómo habrá hecho Osuna para
haber llegado a conocer tanto el poder y, a la vez, haberse pre-
servado tan lejos de él.

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Un Garzón terrible

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J osé Gabriel Ortiz entrevista a Heriberto de la Calle, el
personaje más popular de los que Garzón interpretó:

—Oiga, Heriberto, ¿y usted es casado?


—Sí, yo soy casado con Eulalia.
—¿Y tiene hijos?
—Sí, John Wilson, que tiene once meses, y Cindy
Lady.
—¿Por quién votó en las pasadas elecciones?
—No, señor; yo no voto porque en el setenta voté por
Rojas y subió Pastrana. Entonces, eso pa qué.
—¿A usted lo regañan mucho por decir grose­rías?
—Sí, con su perdón doctor, pero en este país se es-
candalizan porque uno dice «hijo de puta» en televi-
sión, pero no se escandalizan cuando hay niños lim-
piando vidrios y pidiendo limosna. Eso es folclor.
—¿Qué piensa de Jaime Garzón?
—¡Huy, no! ¿Por qué siempre me preguntan de ese
malparido? Me debe como cuatro lustradas hace co-
mo dos meses y no me ha querido cancelar. Además
está todo berriondo porque yo creo que ese man ya
pasó de moda. Ya se quedó en el pasado. Y, ahora, que
me va a mandar quebrar.

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Jaime Garzón como Heriberto de la Calle.

Por furioso que estuviera con su otro yo, Jaime Garzón no al-
canzó a matar a Heriberto de la Calle. Heriberto, en la cúspide
de la fama, lo sobrevivió. El lustrabotas, creado dos años antes
por Jaime junto con el periodista Antonio Morales, es una mez-
cla de la ingenuidad del Chavo del Ocho y la picardía clásica
de un trabajador cachaco. Hizo su debut en el programa humo-
rístico «La lechuza», que duró pocas semanas. Después pasó a
ser la estrella del cierre del noticiero cm& dos veces por semana,
y cuando su director, Yamid Amat, se fue a Caracol, se lo llevó
con él al noticiero del canal.
Nota: Algunas fotografías de Jaime Garzón las prestó la revista Semana para este libro, otras
pertenecen a archivos familiares y algunas las tomaron aficionados directamente de la pantalla
del televisor, de videos o programas producidos por Cinevisión, rti, Caracol tv y el noticie-
ro cm&.

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El doble sentido, el juego de palabras, la rapidez para revi-


rar y la imagen triste y cómica del embolador quedaron inmor-
talizados en video. Además de los millones de copias caseras que
guardan los colombianos, Heriberto sale al aire en todos los no-
ticieros cada aniversario del asesinato del humorista, desplegan-
do sin pudor su sonrisa desmueletada, con su camisa a cuadros
embadurnada de betún. Tan altanero con el poder como siem-
pre, soltándoles en la cara a los políticos lo que menos quieren
oír. Cada vez que mienten, hace un puchero de ternura y excla-
ma: «¡Ay, tan lindo el doctor!». El público cómplice entiende la
clave, como en esta entrevista al entonces candidato conserva-
dor a la Presidencia, Juan Camilo Restrepo.

—¿A usted no le dio miedo hacer campaña con don


Valencia Cossio, que en un descuido le sacara la bi­-
lletera?
—Él es bastante honesto.
—¡Ay, tan lindo el doctor Juan Camilo!

Luego al mismo Fabio Valencia le advierte que ha amarrado los


betunes por prevención, porque viene mucho político.
Y cuando el saliente fiscal Alfonso Valdivieso le asegura que
no se mete en los expedientes judiciales, también le replica:

—¡Ay, tan lindo el doctor Valdivieso! Ya huele a


embajada.

El lustrabotas Heriberto les dice a todos lo que piensa con clari-


dad meridiana. Describe a Serpa como un tipo inteligente muy
mal rodeado y a Pastrana como lo contrario. Al ex ministro de
Justicia Néstor Humberto Martínez —hijo de Humberto Mar-
tínez Salcedo, gran humorista bumangués que se consagró con
el papel del maestro de obra Salustiano Tapias en la popular se-
rie de tv «Yo y tú»— le suelta sin rodeos:

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—El maestro Salustiano, el primer maestro del hu-


mor, alma bendita… ¡Quién iba a saber que le iba a
salir un hijo tan cafre!

A Sabas Pretelt, entonces presidente del gremio de comercian-


tes, lo llamó por el apodo que la gente le tenía a escondidas:
Babas.

—Las personas que más dinero tienen en Colombia


son los que más impuestos pagan —afirma Pretelt.
—¡Ay, tan lindo el doctor Babas! ¿Usted sabe por qué
el Club del Country se llama así? Porque ha sido he-
cho con la plata del contri-buyente. ¿No?… Bobito
si no.

—¿Adhirió a Pastrana? —le pregunta a Juan Manuel


Galán.
—Sí —contesta, tímido, el joven Galán.
—Pues le cuento que esos manes fueron los que
nombraron a Puyo en la Energía. ¿Y sabe con los vo-
tos de quién está él? Con los de Telésforo Pedraza y
con los de Fabio Valencia. El huevón no es ningún
santo tampoco.

Juan Manuel, visiblemente incómodo, apenas balbucea una res­-


puesta.
A José Fernando Bautista, entonces ministro de Comuni-
caciones, y a Horacio Serpa les da el consejo de su mamá: que
de los políticos, como de las muchachas del servicio, uno espe-
ra que no hagan mucho pero que por lo menos no roben. Y en
la campaña de 1998 a la Presidencia le pregunta al candidato
liberal:

—¿Usted rectifica, doctor Serpa, que no es el candi-


dato del gobierno sino de Samper?
—No, Samper es Samper y Serpa es Serpa
—responde, recio, Serpa.

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El embolador le da la razón:
—Sí, usted defiéndase. ¿Candidato de cuál gobierno
va a ser, si no hubo?
—[entre risas] A mí me van a apoyar todos los lus-
trabotas de Bogotá y de Colombia. ¿Usted me acepta
que lo marque?
El candidato le pone el sticker de su campaña en la ca-
ja de embolar.

Heriberto sonríe. Luego mira a la cámara, que se cierra sobre su


rostro en primer plano. Su sonrisa se torna en un gesto amar-
go, con los labios hacia abajo, revelándole al público su disgusto.
Después, cuando Serpa salió derrotado en la contienda electo-
ral, el embolador, a nombre del pueblo colombiano, le agradeció
haber perdido las elecciones.

El gesto de Heriberto luego de que Serpa le puso su sticker de campaña.

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La candidata de la tercería en 1998, Noemí Sanín, también


apareció en el banquillo de víctimas de Heriberto. Cuando va
a comenzar la entrevista, un empleado amable le sirve un tinto
a la invitada. Heriberto no pierde oportunidad:

—A ése ¿qué puesto le va a dar? —le pregunta.


Ella responde:
—Nosotros vamos a empezar la era del mérito.
—Pero a uno le queda la huevonada, como la sensa-
cioncita de que cuando era la embajadora del doctor
don Gaviria, usted fue la que le consiguió puesto a
él, ¿no?
—Y… —trata de explicar la candidata.

Heriberto lustrando los zapatos de la entonces


candidata presidencial Noemí Sanín.

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Pero Heriberto sigue:

—Entonces dicen: ¡Ah!, que se fue en el avión de no-


sotros y que ese avión se paga con el billete de los im-
puestos y que fue y les dijo a los regentes del Caribe:
No, si ustedes votan por don Gaviria, viene el doctor
Patarroyo y les pone la vacuna. Y si no sirve la vacu-
na de Patarroyo, les mando al cura Pérez a que los
vacune.

Sanín, incapaz de jugar con el lustrabotas, se pega a sus eslóga-


nes de campaña:

—Crecer y generar empleo, gobierno sin compo-


nendas…
—¿A usted no le aburre repetir todas esas huevona-
das todos los días?

No le fue mejor a Andrés Pastrana. La entrevista, en plena cam-


paña presidencial, empezó con par sablazos:

—¿A usted no le da miedo que esta campaña también


se le derrumbe como el relleno Doña Juana y el puen-
te de la 93? —le pregunta Heriberto haciendo refe-
rencia a dos fiascos de la Alcaldía del entrevistado.
—El único que se cayó en mi Alcaldía ¿sabe quién
fue? El alcalde menor de Sumapaz, al único que me
tocó destituir —respondió Pastrana con gran rapidez,
refiriéndose al mismo Jaime Garzón, a quién había
nombrado y echado de ese cargo.

Heriberto no acusa el golpe.

—¡Huy! Qué hembras tan buenas tiene su campaña.


Como todas dicen: «¡Qué tan lindo Andrés!», va a

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salir es erecto en estas elecciones. ¿Y de qué le va a


dar puesto a Morenito?
—Es que no hay que ensillar antes de traer las bes-
tias.
—¿Va a nombrar sólo bestias?

Después de las elecciones, en una entrevista que le dio a Pache-


co, Heriberto confesó por quién había votado finalmente:

—Yo voté por don Gustavo Bell. Un doctor me ex-


plicó que la Constitución dice que el Vicepresidente
asume en caso de incapacidad del Presidente. Y como
don Pastrana es como, como incapaz…

Ese 13 de agosto de 1999 en que balearon a Jaime Garzón, He-


riberto se multiplicó por doscientos. Doscientos emboladores
salieron a la Plaza de Bolívar, junto con decenas de miles de do-
lientes más, a protestar. Estaban enardecidos, quizás tanto como
cuando mataron a Galán o a Gaitán. Garzón había sido el in-
térprete de su descontento. Reclamaban justicia.
Por eso lo velaron como a un héroe. Honores en el Capi-
tolio. Misa en la Catedral. «Un entierro del tamaño de su im-
portancia», pidió su amigo Antonio Navarro, y así fue. Ríos de
gente abriéndose paso a codazos para estar cerca del cajón. Co-
mo a un santo. Millones de flores colmaron la entrada del Cole-
gio Mayor de Cundinamarca, frente a su apartamento. Miles de
mensajes y claveles en los restaurantes que frecuentaba en La
Macarena, el barrio bohemio del centro de Bogotá. Un gentío
que desbordó las calles y reventó un puente peatonal. Que les
habían matado la risa, dijeron unos. Otros sabían que era mu-
cho más que eso. Les mataron a uno que decía la verdad. Mon-
da y lironda, delante del que fuera.
«Lo que yo hago es una práctica conceptual de la vida, que
es decir la verdad. En este país no llamamos las cosas con la ver-
dad nunca, ni en política ni en la vida real», le había dicho Gar-

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zón a Pacheco en televisión, ocho años antes, cuando apenas


empezaba a ser conocido.

La gente llenó de flores la pared del Colegio Mayor de Cundinamarca


frente a su apartamento.

El humor (i)

Lo de ser gracioso le fue siempre natural. Un poco porque le


llegó de herencia. Su papá, Félix María, profesor de tabulación,
era apodado «Resorte» porque bailaba como trompo e imitaba
a cantantes de su época. Su mamá, Daisy, nacida en Honda, era

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A pesar de su pinta de juicioso, Jaime no podía


quedarse quieto cuando era niño.

hija de un liberal radical de Ubaté «que marcó a su hija mayor,


mi mamá, con un sentido crítico agudo y un humor ácido que
heredamos cada uno a su manera», recuerda Alfredo, el herma-
no de Jaime que compartió cuarto con él. Hoy es un gran cari-
caturista residente en Estados Unidos. Daisy, que se retiró de su
profesión de enfermera para dedicarse al hogar, contaba a sus
hijos sobre sus burlas a las monjas que la educaron y les leía la
columna «Coctelera» de El Espectador, del humorista Alfonso
Castillo Gómez. Quizás Jaime también desarrolló el talento de
verle el lado absurdo a la vida como una manera de lidiar con la
muerte prematura de su papá, cuando él apenas tenía siete años.
Siempre se sintió un poco huérfano.
Otro tanto de su simpatía proviene del simple hecho de que
nació hiperactivo. Como si algo le impidiera quedarse quieto.
Desde niño, Jaime siempre estaba en problemas. Una audacia
sin límites. Jaime sin miedo. Quién sabe qué maroma estaba
haciendo cuando, en plena ruta, se cayó del bus que lo llevaba
de su Colegio Cooperativo Los Cedritos a su primera casa del
barrio San Diego, en el centro de Bogotá. Quedó inconsciente
y su oído quedó maltrecho. Otro día, en un paseo a Fontibón,
se metió a una zanja de agua podrida y hubo que envolverlo en
papel periódico para poder subirlo al carro. En la finca de las
tías, en La Vega, cogía los murciélagos y se los metía en el bol-
sillo y espantaba a todo el mundo. En el puente de Honda se
sentaba con los pies colgando en el aire a leer el diario en cal-

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zoncillos y echaba las páginas al agua. En el Llano se tiró de un


puente altísimo porque quería demostrar que podía hacerlo, y
se le reventó la nariz. «Se nos murió veinte veces», dice su her-
mana menor, Marisol.

Entrevista que le hizo Pacheco en 1997:

—¿Usted desde pequeñito tuvo esas aptitudes de imi-


tador y mamagallista?
—Hace poquito me encontré a un tipo que estudió
conmigo en el seminario y se llamaba Pericles, y me
contó que una vez estaba yo a las diez de la mañana
comiendo un calentao en el comedor del seminario
y que entró el padre rector, me vio ahí y se fue a la
cocina y regañó a las monjas. A la madre le dijo que
qué hacía Garzón ahí comiendo, y ella le dijo: ¡Padre,
pero si usted llamó hace poquito y dijo que le diéra-
mos desayuno!

Era el mismo Jaime quien había llamado e imitado la voz del


rector: «Dénmele un buen desayuno al joven Garzón, que me
ha ayudado mucho».
Del Seminario Menor lo echaron apenas se fue el rector
Héctor Gutiérrez Pabón, que no desfalleció en el intento de
«domesticar su alma rebelde», en las palabras de Alfredo, su her-
mano. Es el mismo sacerdote que después fue arzobispo de Chi-
quinquirá y que habló en su entierro, en cumplimiento de una
promesa hecha en vida a Jaime. Las Hermanas de la Paz lo re-
cibieron como un acto de caridad con esa familia piadosa. Jai-
me no escarmentaba. Imitaba el pito del Volkswagen del rec-
tor para que le abrieran la puerta y poder escaparse. Se burlaba
de todos. Aprendía demasiado rápido y se aburría. Faltándole
seis meses para graduarse, lo expulsaron. No era mal estudiante.
Al contrario, se graduó de la Normal de la Salle como el mejor
normalista del Distrito, dice orgullosa su hermana Marisol.

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Según Garzón les relató a varios amigos —y las anécdotas


de su vida siempre estaban cargadas de fantasía humorística—,
una broma pesada le impidió graduarse de abogado de la Uni-
versidad Nacional. Estaba por terminar la carrera y un día vio
pasar al decano, Leopoldo Enrique Lozano, un tipo al que no
quería. Lo llamó como quien llama a un perro: «¡Chst, chst! Ven­
ga acá».
Al decano no le gustó el chiste y botó a Garzón de la uni-
versidad. Después los amigos le conocieron a Garzón un perro
rottweiler al que llamaba Leopoldo.
El intrépido Garzón tenía que aprender a volar. Sus inten-
tos de hacerlo sin alas a lo largo de su infancia habían termina-
do en accidentes. Así que resolvió ir a Barranquilla a estudiar
para mecánico de avión y luego estudió pilotaje en Guaymaral.
Obtuvo su licencia. Un día, mientras piloteaba una avioneta que
había salido del aeropuerto de Guaymaral, al norte de Bogotá,
hacia Medellín, llamó a la torre de control:
—Pido permiso para aterrizar en Mariquita.
—Eso no figura en su plan de vuelo —le respondió el
controlador.
—Es una emergencia.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Tengo que orinar.
No le dieron permiso. Garzón aseguraba que por eso le qui-
taron la licencia. No era un asunto menor en aviación alertar
con falsas emergencias. Otro título embolatado. Valía una bue-
na carcajada.
El humor le brotaba en los momentos menos apropiados.
Por ejemplo, había logrado que lo enganchara la campaña de
Andrés Pastrana a la Alcaldía de Bogotá en 1987. Cuenta Clau-
dia de Francisco, la gerente que lo contrató, que Jaime se puso
la camiseta del niño Andrés y era el más entusiasta. Hacía pe-
rifoneo, coordinación, patinaje. Un día llegaron unos tipos con
facha de facinerosos y entraron armados como tromba a la sede.
Apuntando con sus metralletas, les advirtieron a todos que se

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tiraran al piso. En un santiamén salieron arrastrando a Andrés


Pastrana a las malas. Jaime, sin pensarlo, se agarró de la pierna
de un secuestrador: «Me tienen que llevar a mí también. Yo ten-
go que acompañar al candidato porque soy su jefe de giras».
El tipo se lo zafó de un sacudón. Eran los sicarios del nar-
cotraficante Pablo Escobar en pleno secuestro del político con-
servador. Habrían podido acribillarlo. Tal vez no quiso hacer
un chiste. Quizás quiso ayudar en serio. Ésa también era su
naturaleza.

Jaime trabajó de «todero» en la campaña de Andrés Pastrana


para la Alcaldía de Bogotá.

La historia terminó bien: Pastrana regresó pronto a la cam-


paña y ganó la primera elección popular de alcalde en Bogotá.
Nombró a Garzón alcalde menor de San Juan de Sumapaz, la
localidad más rural y aislada del Distrito Capital, con gran in-
fluencia guerrillera. Después Jaime se burló a sus anchas del ti-
po de exigencias que los burócratas de Bogotá les hacían a sus
funcionarios.

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José Gabriel Ortiz: —¿Cómo fue lo del telegrama?


Jaime Garzón: —Al secretario de Gobierno [de Su-
mapaz] le mandaron un telegrama que decía: «Sírva-
se notificar a este despacho los parqueaderos autori-
zados en su zona. Sírvase aclarar a este despacho si
son para caprino, equino, vacuno o porcino porque
allá no hay parqueaderos para carros sino para ani-
males. Sírvase notificar las casas de lenocinio auto-
rizadas en su zona». Entonces yo lo respondí: «La-
mentablemente, aquí sólo están las putas Farc».

Estando en el cargo de alcalde, su amigo el periodista Her-


nando Corral, que trabajaba como reportero de televisión en el
Noticiero de la Siete, lo entrevistó y, sabiendo del talento his-
triónico de Garzón, aprovechó para que hiciera algunas de sus
mejores imitaciones de políticos. Ésa fue la primera vez que sa-
lió al aire.
La ingeniosidad del joven funcionario no siempre caía bien
entre sus pomposos colegas de Bogotá. Se fue ganando su ene-
mistad y, a la primera falta —no llegó a tiempo a abrir la urna
para el conteo de los votos en las elecciones del 90—, no lo per-
donaron y fue despedido. Garzón demandó al gobierno distrital
y, años después, ganó. Le pagaron su indemnización unos meses
antes de morir.

José Gabriel Ortiz: —¿Por qué lo echó Pastrana


de la Alcaldía de Sumapaz?
Jaime Garzón: —Por desconocimiento del secreta-
rio de Gobierno, hoy Secretario General de la Presi-
dencia. Ellos no conocen el Sumapaz y el secretario
no sabía que no es como las elecciones en Bogotá, que
uno abre la mesa uno y luego abre la mesa dos, por-
que en Sumapaz la mesa uno queda a tres horas de la
mesa dos. Entonces abrí la uno y, mientras llegaba a
la mesa dos, me echó. Es tal el desconocimiento que

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yo pedí que me enviaran un caballo y nunca me lo


enviaron porque no sabían si era un bien de consumo
o un bien devolutivo.

Se quedó sin su puesto de alcalde. No tenía nada mejor que ha-


cer que andar de paseo por las salas de redacción, dedicado a
hacer pegas, de mamagallista, haciendo reír a todos. Un día vio
a un ministro en la sala de un noticiero de televisión y lo llamó
desde una extensión haciéndose pasar por el presidente Barco.
Otro día imitó perfectamente a Klaus Schubert, director de la
Fundación Friederich Ebert (Fescol), y fue invitado permanen-
te a las reuniones de discusión política que entonces organiza-
ba Hernando Corral bajo el auspicio de esa fundación alemana.
También iba a menudo al diario La Prensa. No por fidelidad
con sus propietarios, los Pastrana, sino porque le encantaba una
reportera que trabajaba allí. Eduardo Arias, otro periodista con
agudo sentido del humor, se divertía viendo sus imitaciones.
Garzón remedaba al ex presidente Julio César Turbay Ayala,
blanco frecuente de burlas, pero además podía hacer a las ma-
ravillas al Virgilio Barco de dicción enredada y estilo golpeado
de cucuteño y al Alfonso López Michelsen de hablar cansado
y algo nasal. El que se volvió inolvidable fue su Álvaro Gómez
Hurtado, enredando los labios y estirando las vocales, deforma-
ba la cara hasta quedar idéntico al dirigente conservador. Arias
supo que estaba frente a un ingenio excepcional.
Las charlas de corredor de Arias con Garzón coincidieron
con el nacimiento del primer programa de humor político de la
televisión colombiana. Paula Arenas, hija del dueño y ejecutiva
de la programadora televisiva Cinevisión, se había empeñado
en producir un espacio inspirado en los que ya se hacían desde
hacía tiempo en otros países. Ella era compañera de universi-
dad de Rafael Chaparro y sabía de su humor. También convocó
a Eduardo Arias y a Karl Troller, la «llave» de éste en creaciones
estrambóticas y divertidas como el disco burletas Chapinero gai-
tanista. Se empezaron a reunir los cuatro a cocinar el programa.

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Querían algo parecido a un espacio gringo que se llamaba «Not


Necessarily News», un poco de noticiero en tomadera de pelo y
un poco de revista cómica de variedades. «Si este programa lle-
ga a salir, yo les tengo al tipo perfecto para presentarlo», les dijo
Arias a sus colegas Arenas, Chaparro y Troller.
También se lo dijo a Garzón cuando se lo encontró en La
Prensa. Éste estaba desesperado por trabajo —y seguramente
muy entusiasmado con la idea de convertir su ocurrente inte-
ligencia en un oficio—. Luego de un par de meses, ante la ur-
gencia de sacar del aire a una comedia de situaciones que no es-
taba funcionando, Arenas urgió al equipo a apresurarse con el
programa. Debía estar listo en un mes, y Francisco Ortiz sería
el director. Lo bautizaron «Zoociedad». Arias llevó a Garzón
para ver si lo contrataban. «Rebasó todo lo que nos hubiéra-
mos podido imaginar cuando atravesó el umbral de esa puer-
ta», dijo Ortiz después, en un homenaje televisivo al humorista
asesinado.

Pacheco: —¿Cómo llegó usted a la televisión?


Jaime Garzón: —A mí me lo propuso un tipo que
se llama Eduardo Arias, que es uno de los gorditos
de Pili que forma parte del equipo. Yo hago política;
yo creo que la televisión incluso es política porque es
un servicio social.

Ese programa, un espacio liviano, de apuntes picantes, pero no


con gran carga política, expresaba mucho del humor juguetón
de los libretistas Arias, Chaparro y Troller. Arrancó cuando Jai-
me acababa de cumplir treinta años, en octubre de 1990. Los
colombianos empezaban a vislumbrar un futuro más lumino-
so después del trágico narcoterrorismo que había traumatizado
a las principales ciudades y dejado miles de víctimas y de una
guerra sucia que había asesinado a tres candidatos presidencia-
les, todos de una izquierda que intentaba participar en el juego
democrático. El presidente César Gaviria se había posesionado
con su eslogan «Bienvenidos al futuro», y los jóvenes se movili-

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«Zoociedad», con Jaime Garzón como el presentador Émerson de Francisco, llegó a la


tv cuando Colombia comenzaba a salir del trágico capítulo del narcoterrorismo.

zaban a favor de hacer realidad una Asamblea Nacional Consti-


tuyente que barajara el poder de nuevo, incluyera a las minorías
políticas, rescatara los derechos de los ciudadanos y moderniza-
ra el concepto de democracia.
Garzón hacía varios papeles en «Zoociedad». Los más re-
cordados: el versátil reportero Lui Hernández y el presentador
Émerson de Francisco. Este nombre lo sacó de una confusión.
Cuando trabajaba en la campaña pastranista a la Alcaldía, va-
rios fueron a acompañar al candidato a una entrevista en cabina
con el periodista radial Juan Gossaín. Entraron todos, menos
Garzón. Gossaín preguntó:
—¿Y quién se quedó afuera?
—Garzón —le respondieron.
—¿Émerson? —entendió Gossaín—. Llamen a Émerson;
que siga a la cabina.
Se quedó Émerson. El «de Francisco» fue un homenaje a su
amiga Claudia, que lo había contratado en la campaña política y
que, cuando lo botaron de su cargo de alcalde menor, intentó, en

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vano, que lo contrataran en unos comerciales del Banco de Co-


lombia. «El publicista se negó. Nunca había visto a un tipo tan
feo, que le sobraran tantos dientes», contó ella después.

La sonrisa de Garzón.

Garzón llamó a su amiga Elvia Lucía Dávila para que lo


acompañara en el set como Pili, una rubia menuda y, a veces, tan
graciosa como el mismo Émerson. En «Zoociedad», los libre-
tistas enviaban unos días antes a la programadora sus esquemas
de programas, con las necesidades de escenografía y algunos bo-
cetos de libretos. John James Orozco, editor del programa, era
quien anotaba las imágenes de la semana que salían en el noti-
ciero y sugería parlamentos para acompañarlas. El director Or-
tiz, con gran experiencia en televisión, ponía todo junto. Una
proeza, si se tiene en cuenta el bajísimo presupuesto con el que
trabajaban.
El programa cambiaba de telón de fondo cada miércoles:
un día Lui y Pili estaban en la luna, otro día eran escobitas, otro
más eran policía de tránsito y ciclista, portero y recepcionista de
hotel, pasajeros de un bus, artistas de circo, bailadores de tango,
mecánicos, profesor y asistente en un laboratorio…

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Lui: —Ningún candidato ha presentado alguna fór-


mula, ninguna salida ni solución. Entonces la vamos
a preparar aquí.
Pili: —Listo, profesor.
—A que no sabes cómo se transforma un Turbayato
de Gaviria a Gaviriato de Turbay.
—Eso es facilísimo, profesor. Poner el Turbayato en
una solución pereiráica al 41 por ciento. La revuelve
bien. Le pone goticas como catalizador de bálsamo
de Roma. Lo pone a fuego lento. Y ahí está: Gaviria-
to de Turbay.
—En esencia, los dos terminan siendo lo mismo.

Lui y Pili ensayan sus recetas políticas en «Zoociedad», de Cinevisión.

En esos momentos solía aparecer en pantalla el titular «Lo mis-


mo que antes». Era una sección regular del programa. Para la
muestra, un botón: sale una nota de los congresistas en sus curu-
les. Algunos duermen plácidamente. Suena la canción de Pie-
ro: «De vez en cuando viene bien dormir, viene bien, viene bien,
viene bien dormir».

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Lui: —¡Tengo la fórmula! Señorita, mezcle un mi-


límetro de pastranilio. No se le vaya a pasar porque
la historia de este país no merece más. Dos milí-
metros de Samperato de Bojote, una molécula de
DelaCallato.
Pili: —psc: Partido Social Conservador. ¡Valiente
fórmula!
—Ahora sí, ahora sí es. Le muestro: una molécula de
sulfúrico violento, dos de amnistiato de guerrilla, tres
de un patógeno, y le echamos encima ambiciosato de
poder a más no poder.
—Tómelo con guantes de seda.

Lui se agacha y mira en el microscopio. En el círculo de luz apa-


rece la cara de Antonio Navarro, entonces ex constituyente.
«Zoociedad» se mofaba también de los «guerreros». Metie-
ron a un caleño de hablado desabrochado que hacía las veces de
traqueto y se burlaba del cartel de Cali. Los hermanos Rodrí-
guez Orejuela le enviaron una carta a Garzón: «Ve, no te metás
con nosotros, que nosotros somos gente de paz». Seguro que eso
no decía la carta, pero es lo que contó, socarrón, Jaime, y así que-
dó. Alguna vez salió una nota de John James con imágenes de
Pablo Escobar, con los helicópteros persiguiéndolo, y de fondo
una canción alusiva: «Esta es la historia de Pablo, el hombre de
la calle que se volvió importante por falta de importancia nacio-
nal… Es una historia verdadera que le ocurre a un cualquiera en
un país de veras como el país de usted».
En otra ocasión salió la figura del fiscal general Gustavo de
Greiff en contrapunteo con la de Escobar, que se había fugado,
y no daban con él; y el canto era:

Ya no puedo más,
ya me es imposible soportar un día más sin él.
Ven, dame una razón.

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Es algo que no tiene solución,


es otro día más, oh, oh, nada qué hacer.

Otro ejemplo: el «cura» Pérez, jefe del eln, aparece bañándose


en un río, y, mientras se jabona y restriega fuertemente el cuer-
po, una lúgubre voz en off dice: «Por más que trate, nunca podrá
quitarse el hecho de ser un hombre deshonesto».
De pronto arrancaba la «Zoofototelenovela rosa», una burla
a la Batichica, la actriz Amparo Grisales, o a la operada Lucero
Cortés. Otra sección era «La pesadilla sin fin», en la que Troller
contaba lo que había soñado.
El centro del programa, sin embargo, era Garzón como
Émerson de Francisco. Con acento un poco agringado y pose de
presentador de cnn saludaba a los colombianos:

—Buenas noches. Hoy, como todos los lunes no


Emiliani, tocó trabajar.

Después anunciaba el patrocinio:

«Con el patrocinio de la decisión tomada». Y sonaba la


«Marcha nupcial» y caía arroz encima del presentador. «Con el
patrocinio del que siempre paga los platos rotos». Y ¡zuaz!: arro-
jaba un plato al suelo. «Con el patrocinio del Bloque de Búsque-
da» [que era el cuerpo de seguridad que en esa época buscaba
intensamente al fugado capo del narcotráfico Pablo Escobar].
Y sacaba un pesado bloque de cemento y lo ponía con esfuerzo
encima del escritorio. «Con el patrocinio de tapo remacho y no
juego más». Y se tapaba la cara como un niño jugando a las es-
condidas y empezaba una cuenta regresiva.

Al final se despedía con su acostumbrado:

—Y que Dios los perdone. Y no se olvide: visite Gua-


rinocito —o cualquier otro pueblo que le viniera a la
mente.

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Las buenas noches de Émerson de Francisco en «Zoociedad» se volvieron famosas.

Garzón era un creativo más del programa. Improvisaba con bas-


tante libertad y, como dijo su compañera Pili después de su
muerte: «Hizo todo lo que todos hubiéramos querido hacer, de
la manera como siempre nos dijeron que no se podía hacer».

Émerson [vestido de obrero]: —Y no olviden, com-


pañeros: ¡al pueblo unido también se lo han comido!

Émerson conversando con el presidente Ga-


viria [en realidad, fingiendo ser el interlocutor de és­
te en una charla telefónica que el primer mandata­rio
había tenido con el jugador Faustino Asprilla des-
pués de la famosa goleada 5 a 0 de la Selección Co-
lombia a la Selección Argentina]:

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Presidente Gaviria: —Muy contentos con tus


éxitos.
Émerson: —Gracias, Presidente. Nosotros también.
—Aquí tuvimos la oportunidad de ver el…
—¿El último programa? ¿El de la muerte de la vio-
lencia?
—Y este país está muy orgulloso de ti.
—Yo también, Presidente. A pesar de la inflación, la
recesión, la inseguridad, los apagones, los senadores, la
guerra total, la guerrilla, yo también estoy orgulloso.

Cuando el gobierno de Gaviria cumplió dos años, en agosto de


1992, un año antes de que «Zoociedad» saliera del aire, Jaime
Garzón se dio el lujo de salir imitando al Presidente, parado de-
trás de un burladero, respondiendo las preguntas que de verdad
le habían hecho los periodistas más destacados del momento al
propio Gaviria.

Enrique Santos Calderón: —Los índices de


violencia crecen, los guerrillesteros… —y en segui-
da se corrige—, los guerrilleros amnistiados del epl
están siendo asesinados. ¿Queda su Estrategia Na-
cional contra la Violencia en un catálogo de buenas
intenciones?
Garzón-Gaviria: —A ver, Enrique. Ciertamente,
y quisiera corregirte nuevamente con todo el perdón
que mereces, pero guerristerios no tenemos sino uno.
Ciertamente, el Ministerio de Salud ha sido clasifi-
cado nacional e internacionalmente, de acuerdo a los
tratados de paz, como un guerristerio. Ni siquiera el
Ministerio de Guerra lo hemos clasificado como un
guerristerio.

Se refería, obviamente, al ministerio que le habían dado a Anto-


nio Navarro, desmovilizado de la guerrilla del m-19.

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Daniel Samper Pizano: —¿Tiene su gobierno ci-


fras sobre el desplazamiento de trabajadores del café
y la caída de las exportaciones en comparación con el
aumento de los cultivos de coca?
—Ciertamente, tu pregunta, siempre tan inteligente
como todo lo de los Samperes. Como esa perspectiva
que pintan ellos, como esa certeza, como esa seguri-
dad, como esa afirmación… Me gustaría que me re-
pitieras la pregunta.

Yamid Amat: —Presidente, responda claramente:


¿hasta cuándo va a haber racionamiento de energía
en Colombia?
—A ver, Yamid, a ver. Cierto que ciertamente una de
las cosas que me impresiona de tu labor periodística
es ese tipo de preguntas tan elaboradas, tan sencillas,
tan precisas, tan pen… sadas, que ni siquiera el mis-
mo Max Henríquez [el experto meteorólogo de la
tv] podría responder. Sin embargo, contando con los
elementos que nos han dado la Constitución nacio-
nal, la Procuraduría tan eficaz, la Defensoría, el Ce-
lador del Tesoro, el Veedor, estamos seguros de que
la respuesta conjunta del gobierno a tu pregunta es:
¿jmm?

Y alza los hombros y levanta las manos en señal de no tener ni


idea.
A pesar de lo que se gozaba el programa, de lo mucho que
se reía a carcajadas, de las caídas y las metidas de pata, Jaime
Garzón a veces se sentía incómodo. Le daban rabietas monu-
mentales por cualquier cosa. En ocasiones, incluso, no podían
grabar con él porque se negaba a hablar o a actuar. Se sentaba
inmóvil en el escenario. En la entrevista que les hizo Pacheco a
él y a Pili, en pleno auge de «Zoociedad», lo confesó con tanta
candidez que seguramente nadie creyó que era cierto:

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Pacheco: —¿Usted cree que en algún momento


puede ser serio?
Pili: —Nunca. Bravo sí, pero serio nunca.
Garzón: —No es cierto, yo nunca soy de mal genio.
Me da depresión. Yo me deprimo de lunes a viernes.

A medida que ascendía su carrera al estrellato, los cambios de


estado de ánimo de Jaime Garzón se iban haciendo más extre-
mos. Un día no se tomaba nada en serio: todo lo volvía broma.
Al día siguiente amanecía abrumado con la violencia, la pobre-
za, la impotencia. Él no era un simple payaso a quien le gustara
divertir al selecto grupo que lo veía. Buscó el humor como un
camino para expresar su sentir político, para transformar. («Zo-
ociedad» tenía la misma sintonía de los programas de opinión
más vistos de la época —unos 17 puntos—, pero nunca llegó a
ser un programa masivo. Estaba dirigido a una élite que sabía
gozar los sofisticados chistes políticos.) Se pasó la vida buscando
cómo llegarle mejor a la gente, cómo calar mejor con sus ideas.

La política (i)

Su casa era muy religiosa. De niños, sus hermanos mayores, Jor-


ge y Alfredo, y él fueron acólitos de la iglesia de San Diego, ve-
cina a la casa donde vivían cuando nació Jaime. Jorge se volvió
luego secretario del despacho parroquial. Alfredo ingresó a los
jesuitas, en tres años renunció al sacerdocio y se casó. Marisol,
la hermana menor, se hizo monja, y vistió los hábitos por do-
ce años.
«Jaime era una especie de ángel gordito totalmente puro
y estudiando para santo —relata Alfredo—. Se acostaba tem-
prano y madrugaba y me reprochaba por pasarme el día leyen-
do prensa que mi mamá ya había leído y marcado para que no
se nos fuera a pasar lo importante. Existen fotografías de Jaime
conmigo parados frente al campanario con los roquetes inma-
culados minutos antes de ennegrecerlos en algún salto mortal

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por los recovecos de la iglesia. Socializábamos en los grupos ju-


veniles de la parroquia y nos enamorábamos platónicamente de
las monjas que los dirigían».

José Gabriel Ortiz (en 1997): —¿Por qué usted


fue seminarista; su hermana, monja, y su hermano,
jesuita?
Jaime Garzón: —Porque había una decidida voca-
ción religiosa por mi papá. Creo que mi papá era sa-
cerdote y mi mamá monja y decidieron seguir el man-
dato de Dios que decía: amaos los unos a los otros,
creced y multiplicaos, y se dieron a la tarea.

Alfredo y Jaime Garzón de monaguillos. Jaime y su hermana Marisol


cuando era monja.

Por cáustico que se mostrara sobre el tema, esa educación reli-


giosa y el sentido de la responsabilidad por lo público que les
inculcó la mamá le dejaron una manera de relacionarse con el
mundo, una pasión por servir, un desprendimiento generoso ha-
cia el prójimo. Según uno de los maestros que más lo conoció,

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también esa formación tan católica le dejó cierta disposición de


mártir, de cristiano originario, dispuesto a sacrificarse por un
ideal.
Ser maestro podía ser una manera de poner en práctica su
vocación. Eso buscó y se matriculó en la Universidad Pedagógi-
ca para ser profesor de física. En el hervidero de la universidad
pública, Jaime se encontró con algunos profesores que milita-
ban en las redes urbanas del Ejército de Liberación Nacional.
En su década larga de historia, esa guerrilla, inspirada en la Re-
volución Cubana y el Che Guevara, había atraído a muchos in-
telectuales brillantes de varias universidades y, también, a sacer-
dotes que militaban en la Teología de la Liberación, entre ellos
al padre Camilo Torres. Jóvenes urbanos idealistas se metieron
en esa causa, convencidos de que desde allí transformarían la
desigual e injusta sociedad colombiana. Pronto, como lo relata
en detalle Joe Broderick en El guerrillero invisible, se encontra-
ron con la realidad terrible de la selva y las montañas enormes.
Además, bajo el liderazgo paranoico de Fabio Vásquez Casta-
ño, el eln desató una cacería de brujas entre sus mismos mili-
tantes, y muchos de estos soñadores murieron fusilados como
traidores. En 1973, una ofensiva del Ejército, conocida como la
Operación Anorí, terminó diezmando lo que quedaba de la or-
ganización guerrillera. Vásquez Castaño huyó a Cuba, y el eln
quedó temporalmente a cargo de un campesino prácticamente
criado por los guerrilleros, Nicolás Rodríguez, alias «Gabino».
Más tarde, el ex sacerdote español Manuel Pérez, conocido por
el país como «el cura Pérez», tomó las riendas de esa guerrilla.
Cuando Garzón entró a la Pedagógica y conoció al eln, es-
te movimiento estaba en plena crisis, pero quizás él lo descono-
cía. Calzó en la causa «elena» a la perfección. Él, de dieciocho
años, era un alma audaz, y esa guerrilla le ofrecía una suerte de
apostolado para cambiar el mundo. Se enroló entonces como
militante urbano, y no hacía mucho más que pegar afiches, lle-
var razones y participar en las discusiones políticas. Pronto lo
trasladaron al monte con el frente «José Solano Sepúlveda». Lo

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enviaron a las montañas de la serranía de San Lucas, en el sur


de Bolívar. Según le contó Jaime a su amigo el periodista Ál-
varo García, su misión consistía en cuidar un dinero que esta-
ba enterrado. Sacarlo a asolear de vez en cuando para que no se
pudriera. Según García, un día que Garzón estaba viendo tele-
visión con Gabino en un campamento, pasaron la serie infantil
«Heidi».
—Abuelito, dime tú… —cantó Jaime a dúo con la peque-
ña Heidi.
—Lo que pasa con usted es que se cree la niña de los mon-
tes —le dijo, exasperado, Gabino.
De ahí le quedó Heidi como nombre de combate. Pero no
lo usó por largo tiempo. Muchos de los guerrilleros universita-
rios habían regresado a la ciudad para reflexionar sobre si se-
guían o no en la guerrilla. Ese corto período se llamó «el replan-
teamiento». Algunos, entre ellos el joven Garzón, resolvieron
salirse del eln. Junto con él abandonaron la militancia arma-
da Hernando Corral, Alonso Ojeda y el profesor universitario
Beethoven Herrera, quien luego fue profesor de Jaime cuando
éste entró a estudiar derecho en la Universidad Nacional. Pron-
to conformaron un grupo de discusión con otros intelectuales,
entre ellos Franco Ambrosi y su esposa María Teresa. Se llama-
ron a sí mismos El Rotundo Vagabundo. Comenzaron charlan-
do de política pero, poco a poco, se fueron volviendo una fami-
lia, de la que Jaime era el hijo menor. Celebraron matrimonios
y cumpleaños. Cuando se reunía con los «Rotundos», Jaime no
era el centro de las miradas con sus chistes e imitaciones, co-
mo solía ser suceder cuando estaba en cualquier otra reunión.
Sí brillaba por su inteligencia, y llegaron a quererlo entraña-
blemente. Fueron para él una especie de conciencia política, a
la vez que «sus padres y madres», como lo describió el profesor
Herrera. El día que mataron a Jaime fue este profesor quien le
dio la trágica noticia a su compañera, Gloria Hernández, apo-
dada por todos la Tuti. Él la recogió, y lo encontraron todavía en
la camioneta, como había quedado después de los balazos.

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Jaime conoció a la Tuti a través de un amigo común en una


reunión social el 21 de mayo de 1983. «Hablamos de lo divino y
lo humano. Reímos hasta las lágrimas. A los pocos días hicimos
un pacto tácito de complicidad que se fue renovando a lo largo
de toda la relación». Jaime tenía veintidós años, y la Tuti, vein-
tiséis, y vivieron juntos hasta cuando él murió. Ella era separada
y tenía tres hijos pequeños: Nelson, de siete años; Alejandra, de
seis, y Susana, de cinco. Jaime se volvió su otro papá. «Él probó
toda suerte de juegos, desde pararse en la cabeza para ellos hasta
ayudarles en las clases de matemáticas para ganarse su confian-
za y su cariño», dice la Tuti.

Garzón y su compañera y cómplice Gloria Hernández,


a quien siempre le han dicho la Tuti.

Susana lo recuerda con nitidez. Usó por muchos años un


abrigo largo, verde, de paño, que le había dado una tía de ellos,
quien a su vez lo había heredado de una familia para la que tra-
bajó de niñera. «Me acuerdo que me llevaba a la Nacional, co-
míamos arepa con queso y siempre me decía que yo sería bue-
na estudiando derecho porque era muy contestataria; también,
que había que leer mucho», dice. Su hermano Nelson viajó con

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Jaime algunas veces a Sumapaz. «Nos consentía mucho y vivía


orgulloso de nosotros, pero no era meloso. Como que le costaba
el afecto. Sólo cuando ya éramos grandes empezó a referirse a
nosotros como sus hijos», dice.
Cuando la Tuti conoció a Jaime, él estaba en una búsqueda
permanente por aprender. Cuando salió expulsado de Derecho,
se fue a aventurar a la campaña más conservadora que encontró,
la de Andrés Pastrana a la Alcaldía, con ganas de conocer có-
mo pensaban los «godos», con las ideas más opuestas a las que
había conocido hasta entonces. Llegó con una petición formal
de audiencia con el candidato, escrita en pergamino, cuyos bor-
des había quemado cuidadosamente con cigarrillo, como hacían
los escolares cuando tenían que representar a los virreyes de la
Colonia.
De ahí pasó a la alcaldía menor de Sumapaz. Allí su ges-
tión fue mucho más que unas buenas bromas. Con la pasión con
que asumió todas sus causas, Garzón se dedicó a hacer un buen
gobierno. Usó sus encantos para conseguir en Bogotá los recur-
sos necesarios para transformar el pueblito y ayudar a la gente.
Construyó un centro de salud, dotó la escuela —literalmente
pidiendo dinero para comprar cada lápiz— y, según lo recuer-
dan sus amigos, logró la pavimentación de la calle principal.
Con ganas de profundizar en su nueva meta de político, in-
gresó a la maestría en Estudios Políticos de la Universidad Ja-
veriana. Llegaba puntual a sus clases en la camioneta de la Al-
caldía y tenía una iniciativa nueva cada día. Su profesor Horacio
Godoy no alcanzaba a entrar a clase cuando Jaime ya estaba le-
vantando la mano con alguna propuesta que, por supuesto, ter-
minaba en una risotada general. Entregaba sus ensayos, pero,
más que demostrar una juiciosa lectura de los artículos requeri-
dos, éstos eran piezas críticas y divertidas sobre la realidad na-
cional. El profesor Godoy lo felicitaba y, luego de rajarlo, le re-
comendaba que las publicara en un periódico.
Pronto abandonó voluntariamente su corta carrera de po-
litólogo, aunque le gustaba contar que lo habían expulsado por
un viaje que hizo a La Uribe a visitar al Secretariado de las Farc
en una de sus primeras gestiones para lograr que esa guerrilla se

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sumara a los procesos de paz que se adelantaban en ese momen-


to con el m-19, el epl y otros movimientos guerrilleros.
Poco después fue cuando tuvo la oportunidad de actuar en
«Zoociedad». Antes de esto, Rafael Pardo, que lo había cono-
cido a través de Hernando Corral en una de las reuniones del
Rotundo, le ofreció que fuera a trabajar con él en el Plan Nacio-
nal de Rehabilitación que dirigía. El Plan fue creado por el go-
bierno de Belisario Betancur para llevar el desarrollo a los mu-
nicipios colombianos pequeños y aislados y evitar así que éstos
sucumbieran a la influencia guerrillera. Bajo el gobierno Barco,
el pnr creció y tuvo éxito en promover no sólo el desarrollo so-
cial sino también la participación comunitaria en estos pueblos.
Garzón supervisaba algunos proyectos del pnr, viajaba intensa-
mente por todo el país y, una vez más, apelaba a su encanto para
conseguirle respaldo.
Del pnr, Garzón pasó a trabajar con el asesor presidencial
Manuel José Cepeda en la difusión de la nueva Constitución
nacional, aprobada en 1991. Él montó las cuñas que se hicieron
para la difusión de la Carta, contribuyó a diseñar la serie televi-
siva «Tutela, factor humano», que dramatizaba los primeros ca-
sos en que la gente apeló a la tutela para defender sus derechos
fundamentales, y, junto con los líderes de comunidades indíge-
nas, tradujo la Constitución a varias de sus lenguas. «Jaime era
el coordinador de mejor voluntad, siempre buscando el vínculo,
unir esto con ello —cuenta Cepeda—. Decía: “Yo soy el patina-
dor con acceso a cualquier sitio que se requiera en el Estado”. Si
se requería agilizar la divulgación masiva de un libro barato que
sacamos, Jaime iba, impulsaba, empujaba».
La paradoja es que Garzón, al tiempo que ridiculizaba cons-
tantemente a Gaviria y a su gobierno en «Zoociedad», traba-
jó los cuatro años de su mandato en el Palacio de Nariño. El
ex Presidente intentó explicar la aparente contradicción en una
entrevista concedida a Cromos en agosto de 2006: «En medio
de su humor cáustico e irreverente, de su manía de burlarse de
todas las personas y las instituciones, Jaime sentía una enorme
responsabilidad política».

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Eran, en realidad, dos caras de una misma moneda. Era tan


responsable con el país haciendo burlas e imitaciones y criti-
cando a todo el mundo en la cara como traduciendo a lenguas
indígenas una Constitución que lo llenó genuinamente de es-
peranzas de cambio.
En una conferencia dictada a estudiantes de la Universidad
Autónoma de Occidente, en Cali, en 1997, Jaime Garzón dijo:

Yo tuve una experiencia que fue traducir la Constitu-


ción a lenguas indígenas con la comunidad wayú, que
es una comunidad brava de la alta Guajira, bien co-
nocida por traquetear e intercambiar cosas. Ellos se
reunían. Uno iba con un traductor y les decía: «No-
sotros tenemos una Constitución y en el artículo 11
dice: “Nadie podrá ser sometido a pena cruel, trato
inhumano o desaparición forzada”. Es increíble que
la Constitución de un país diga eso. Es lo mismo que
uno llegue a una casa de visita y le digan que por fa-
vor no se suene con el mantel. Uno pensaría: «¡No,
pues los que viven en esa casa son unas bellezas!».
¿Saben cómo tradujeron ese artículo los indígenas?
«Nadie podrá llevar por encima de su corazón a na-
die, ni hacerle mal en su persona, aunque piense o di-
ga diferente». Con ese artículo que nos aprendamos
salvamos a este país; veríamos un país mínimamente
más agradable.

Aun después de que se acabó «Zoociedad», Garzón siguió tra-


bajando con Gaviria. Simpatizaba con él, y por eso tuvo muchas
discusiones con sus hijos y con sus amigos. Incluso cuando és-
te ya había salido de la Presidencia, y lo nombraron Secretario
General de la oea, Garzón escribió el discurso de aceptación
que con pocos ajustes pronunciaría Gaviria y se lo envió por fax
a Washington.
Pronto estuvo de vuelta en la televisión. Tal vez su talento
para ver el lado ridículo de todo no lo dejó avanzar en la polí-
tica formal. O quizás descubrió que por el camino del humor

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podía progresar políticamente con mayor rapidez. Con sus per-


sonajes podía llegar, influir, convocar con mucha mayor efica-
cia que escribiendo discursos para los presidentes. Como dijo el
director de «Zoociedad», Francisco Ortiz, «para él la televisión
nunca fue nada distinto a un vehículo para poder tener acceso
a las cabezas».

El humor (ii)

Es lo que yo hago en televisión: le cuento al país sus


propias verdades, y el país muerto de la risa. No se
han dado cuenta de que el Presidente nunca se dirige
al país, se digiere al país…

Eso también lo dijo Garzón en la citada conferencia universita-


ria en Cali. Y por un tiempo se fue al teatro a demostrar cómo
era que los presidentes se digerían al país. Con Fanny Mikey,
la actriz argentina, pionera de las revistas teatrales, entre otras
cosas, montaron una obra que se llamó Mamá Colombia. Era la
historia colombiana contada por sus protagonistas. Garzón los
imitaba a sus anchas: la sonrisa desdeñosa de Misael Pastrana,
la cadencia agitada de López, el murmullo gangoso de Turbay,
el clerical acento paisa de Belisario Betancur, la jerigonza tími-
da de Barco, la risita aguda de Gaviria y, por supuesto, el «rolo»
nasal del recién inaugurado presidente del momento, Ernesto
Samper.
Por esos días, quienes habían hecho «Zoociedad» se habían
quedado con las ganas de hacer un noticiero cómico que soña-
ban más elaborado y con mayores recursos. Cinevisión cerró
poco después del fin de «Zoociedad», y Paula Arenas, su crea-
dora, se fue a trabajar a rti, una programadora más grande, y
llamó de nuevo a Arias, Troller y Chaparro para inventarse el
nuevo programa. Coincidió esta búsqueda con la idea que es-
taban cocinando dos desempleados: Jaime Garzón y Antonio

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Morales, el periodista, escritor, bohemio y radical que había di-


rigido hasta hacía poco el noticiero que le adjudicaron al m-19
después de su desmovilización, «am-pm» —al que Garzón, en
broma, llamaba «Ah Mierda Pa Mala»—. Ellos presentaron su
proyecto a rti con Morales como guionista principal y Gar-
zón como actor y presentador, y allí encontraron toda la bue-
na disposición del equipo de Arenas. Arias se alejó pronto de
ese programa porque se fue a hacer «Los reencauchados», otra
comedia.

El reportero William Parra entrevista al personaje


de Garzón que lo imita, William Garra.

Morales y Miguel Ángel Lozano, experimentado en la pro­


ducción de material educativo y en publicidad, fueron los prin-
cipales libretistas de «Quac, el noticero», como se llamó el nuevo
programa. Lo dirigió Claudia Gómez, que moriría prematura-
mente varios años después. El protagonista, más aún que en el
anterior programa de Cinevisión, era Jaime Garzón. En «Quac»,
Jaime hacía de Jaime Garzón —el presentador—, de Néstor

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Elí —el portero del Edificio Colombia—, de Dioselina Tiba-


ná —la cocinera del Palacio de Nariño—, de Godofredo Cíni-
co Caspa —un viejo comentarista, de ideas cavernarias—, de
John Lenin —un agitador mamerto—, del Quemando Central
—un general rudo—, de Inti de la Hoz —una bogotana de cla-
se alta, siempre a la moda— y de los reporteros William Garra
—de orden público—, Farra —de sociales— y Narra —de de-
portes—. Además de dar vida a estos personajes permanentes,
imitaba a casi todos los políticos que figuraban en el momento
y hacía todo tipo de papeles temporales, desde policía de trán-
sito hasta viejita fisgona. Su compañera presentadora era María
Leona Santodomingo —representada por el actor Diego León
Hoyos, vestido de mujer elegante, quien, además, hacía de fiscal
Alfonso Valdivieso y desempeñaba algunos otros papeles pasa-
jeros—. Lo de «Leona Santodomingo» era una manera de bur-
larse de la competencia entre los principales grupos económicos
del momento, el de Santodomingo, tradicional dueño del em-
porio cervecero Bavaria, y el de Ardila Lülle, zar de las gaseosas,
que intentaba conquistar una tajada del mercado de cerveza con
su recién creada marca «Leona».

El actor Diego León Hoyos era María Leona Santodomingo, la


presentadora y compañera de Garzón en «Quac, el noticero» de rti.

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—Buenas noches, María Leona Santodomingo y Jai-


me Garzón les llevamos la mayor desinformación de
Colombia y el mundo.

«Quac» salió al aire en febrero de 1995, cuando empezaba a


conocerse el escándalo conocido como «Proceso 8.000», debi-
do a la filtración de dineros del narcotráfico en las campañas
electorales del 94, incluida la de Ernesto Samper. Ya los me-
dios habían publicado los «narcocasetes» en los que un rela-
cionista público del cartel de Cali hablaba con uno de los jefes
de ese grupo de narcotraficantes, Gilberto Rodríguez Orejue-
la, y le daba cuenta de sus aportes a la campaña Samper Presi-
dente, cuyo lema era «Es el tiempo de la gente». Esos casetes
fueron divulgados días antes de la elección por Andrés Pastra-
na, el candidato que resultó derrotado por Samper, y filtrados a
los medios, al parecer, por agentes estadounidenses. Después, el
diario La Prensa, dirigido por Juan Carlos Pastrana, hermano
de Andrés, no dejó de publicar acusaciones contra el gobierno
liberal. Sin embargo, fue a mediados de 1995 cuando la crisis
se agravó y puso a tambalear al Presidente. Quien había sido el
tesorero de la campaña de Samper, el anticuario Santiago Me-
dina, resolvió contar a la justicia todo lo que sabía. Al tiempo, la
Fiscalía, que había recibido cajas y cajas de cheques decomisa-
dos por el Bloque de Búsqueda en allanamientos a las empresas
de los Rodríguez Orejuela, llamó a la justicia a muchos congre-
sistas, al Contralor, al Procurador y a otras figuras políticas que
habían recibido dineros calientes para sus campañas. Otros ha-
blaron, aunque hubo un intento fallido de sabotear la confesión
de Medina a la Fiscalía. Ésta dejó expuesto al ministro de De-
fensa, Fernando Botero, quien tuvo que renunciar y cayó preso
en agosto. El embajador de Estados Unidos en Bogotá, Myles
Frechette, desempeñó un papel protagónico en todo el 8.000,
de opositor en la sombra al gobierno.
A medida que la crisis subía de intensidad, la opinión pú-
blica se politizaba, y «Quac» tenía más y más éxito. Con segu-

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ridad, toda la dirigencia colombiana estaba cada domingo pe-


gada al televisor, pendiente de con qué saldría «Quac». Un día
podía ser así:

Garzón, en su papel de Néstor Elí, imita a Andrés Pastra-


na cantando la canción que hizo famosa a Mercedes Sosa, Sólo
le pido a Dios:

Na, nanana, naa, naa…


Sólo le pido a Dios
que Samper no sea más el Presidente,
que no sea El Tiempo de la gente
y que los gringos me tengan en mente.

Néstor Elí era el inolvidable portero del Edificio


Colombia interpretado por Garzón.

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Luego de una breve presentación de Jaime y María Leona expli-


cando, esta vez, cómo los gringos no le van a dar la certificación
de lucha contra las drogas a Colombia, viene la nota «Certifica-
ción imposible», con imágenes del canciller de Samper, Rodrigo
Pardo; el embajador en Washington, Carlos Lleras, y el emba-
jador de Estados Unidos en Bogotá, Myles Frechette, alterna-
das con las de la serie televisiva «Misión imposible», y al fondo
la música característica.
En seguida sale el agente de tránsito, vía horno microondas,
revisando las placas de la gente —la placa dental— o de nuevo
el celador Néstor Elí —el nombre lo tomó Garzón de su colega
y amigo, Néstor Morales—.
Néstor Elí, vestido de uniforme marrón de portero del Edi-
ficio Colombia, con quepis y saco de paño con galones, sale can-
tando y trapeando el piso:

—Me estoy portando mal y me fascinas, no sabes


cuánto me fascinas…

Timbra el teléfono.

—¡Todo yo, todo yo!… ¿Cuál escándalo? ¿No ve que


estoy es trapeando? ¿No ve que me dijeron desde allá
que hay que ayudar para lavar la imagen de Colom-
bia? ¡Yo no sabía que lavar la imagen era trapearle el
mugre! ¿Ah? No, lo que pasa es que…

Se sienta sobre el escritorio, dispuesto a charlar largo, y mira a


los lados para asegurarse de que nadie escucha.

—Lo que pasa es que los del cuarto, los del quinto y
los del sexto piso están agarrados con los del penjáus.
Los del cuarto, los que tienen el aviso en la puerta…
¡Ésos!, los del cartel, dizque mandaron un billete al
man del penjáus. Entonces los del quinto se entera-
ron y dijeron: «¡Huuy! Cómo así que quién le está pa-

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gando el arriendo al del penjáus, que quién lo sostie-


ne», y entonces la señora dea… la deadentro, eso…
Ella levantó el teléfono y oyó la charla y grabó unos
casetes y entonces el niño Andrés los oyó y le contó a
todo el mundo y entonces están agarrados.

Se para y camina mientras sigue trapeando sin ganas.

—Salió el dotor Rodrigo Marín, que era godo (es que


los godos si no la hacen a la entrada, la hacen a la sa-
lida), y dijo que cómo así, que él no iba a dejar que
se la montaran al del penjáus, y entonces hizo un co-
municado y todos lo firmaron y lo mandaron a la
administración.

Timbran en la puerta.

—Huy, después le cuento… Ta bueno el cuento, ¿no?

Cuelga y abre la puerta. Son los del noticiero.

—Quiubo, hermano, hoy tengo un comunicado de


la administración: Ante la Patraña de la familia esa,
rechazamos todo lo que diga La Prensa si no es re-
visado Semana a Semana. Rechazamos que vayan al
exterior a contar que aquí hay narcos y respaldamos
al man ese que vive en el penjáus. Firma: mi sargento
Garzón; perdón: el consejo de ministros.

Le preguntan algo.

—¿Cómo? ¿Los dos mil millones? No sé, hermano,


qué hicieron con ese billete. Arriba está lleno de go-
teras, allí se inunda, y allá la gente de la frontera no
tiene ni qué comer… No más.

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Las notas del noticiero alternan con cuñas publicitarias. El nue-


vo champú de Inti de la Hoz, Inti Plus Cabello Bello, que ella
misma —Garzón con peluca— anuncia trotando en cámara len-
ta, con el pelo agitado por el viento y con su acento ligeramente
agringado de señorita elegante. El champú está preparado a ba-
se de glifosato, anuncia, que erradica hasta las cucarachas.

Inti de la Hoz era la chica play del noticero «Quac».

O la invitación al ahorrista a que invierta su platica tranqui-


lo en certificados de Emisión Líquida, eln, cuyas oficinas abren
todos los días, hasta los Domingo Laín. O los próximos estre-
nos en tvCatre: «Los Santos inocentes» con Juan Manuel, «Los
hombres del Presidente», no hay quién Serpa el final, estese Fre-
chette y vea «El último emperador»; «Sexo, mentiras y casetes»
con la Monita Retrechera y «Garganta profunda» con Mamola.
O el dentífrico Presi-dent, que anuncian todos los presidentes
y termina con un primer plano de la desordenada dentadura de
Garzón: sonrisa perfecta.
Dioselina, a veces con un delantal con la figura de un pa-
to, otras con la de Mona Lisa, o vestida para la ocasión, sale en

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su cocina, cálida, sencilla, contando todo lo que pasa en Palacio.


Con su acento tolimense, a cada rato dice «¡Ay, buen primor!»,
y le secretea a la cámara como si se tratara de una comadre. Ac-
túa cada historia, y con dos gestos se transforma en el Presiden-
te —el «dotor Gordito», que se soba la barriga mientras habla—
o en la «señora Jacuin», que se pasea como una reina con los
brazos posados sobre sus anchas caderas. Cocina «arrosso» con
leche para el día de la captura de Gilberto Rodríguez Orejue-
la, o conejo a la Constitución, que «se sirve sin verdura porque
el dotor Samper dijo: “Ay, Dioselina, de hierba no me vuelvas a
hablar, que eso me ha traído muchos problemas”», o alegrías de
burro para el ministro de Educación, que es costeño. Muchas
veces están celebrando y ella, solidaria con sus patrones, se ale-
gra con ellos y corre a ver qué se les ofrece.

—Casi no me encuentra, mijita. Estamos de fiesta.


Esta mañana bajó el dotor Samper y me dijo: «Dio-
selina, hoy no hay que cocinar porque nos vamos a
tomar unos traguitos». Y yo le pregunté: «¿Y qué van
a celebrar?» «Pues imagínese, Dioselina: por fin te-
nemos a los narcos a la sombra, unos debajo del la-
vamanos y otros en la cárcel. Al Partido Conserva-
dor lo tengo comiendo de aquí —y señala la palma
de su mano—. El Glorioso Partido Liberal está en
convención y al Congreso lo tengo mansitico porque
quieren puestos».

Dioselina le da la razón al Presidente y dice que está feliz de que


lleguen los doctores del nuevo gabinete, que ella va a preparar-
les los cocteles. Luego sigue relatándole la fiesta a su comadre,
el televidente:

—Vino el niño Fernandino y trajo uno de esos jugue-


tes nuevos, una ruleta, y todos apostaban —mues-
tra cómo tiraban los dados— hasta que dijo: «No va

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«¡Ay! buen primor» decía Dioselina Tibaná, la cocinera tolimense del


Palacio de Nariño que contaba las intimidades del gobierno de Samper.

más». Vino el dotor Mockus y trajo a los emplea-


dos de la administración de él, que son los de la ca-
ra blanca [alusión a unos mimos que este alcalde de
Bogotá había sacado a las calles para avergonzar a los
malos conductores], y no dicen nada, como él. Vino
mi general Bedoya [comandante del Ejército] y tra-
jo la pólvora. El Tirofijo y el Cura Pérez [los jefes de
las Farc y del eln] estaban ahí jugando a las cartas.
A la tapada. Y se quitaban prendas si perdían. El do-
tor Hommes [ministro de Hacienda de Gaviria] es-
taba sin camisa porque iba perdiendo. Estaba el niño
Andrés, ¡imagínese, mijita!, ahí paradito con el buen
Frechette. Y Pastrana le dijo… —imita a Pastrana
con su hablado infantil—:
«—Oye, te voy a hacer una adivinanza. Blanco es, Co-
lombia lo pone, y el gringo lo come. ¿Qué es?
»—Ou, no sé —Frechette piensa—. ¿La sal?
»—No.

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»—Entonces, si no es el coco, no sé».


Y sí era el coco, mijita. De los polvitos blancos de
esos que siempre hablamos. Vino el dotor Álvaro
Gómez y me dijo… —habla relamiéndose al estilo
Gómez—:
«—Regio régimen rige a rajo el reestablecimiento de
la reconstitución».
El dotor Serpa que estaba ahí le contestó —sigue con
hablar golpeado—:
«—Constituyente constituye calumnia contra el go-
bierno».
El dotor Samper, que estaba como tambaleadito, dijo
que su gobierno estaba muy consolidado. Adiós, mi-
jita. Me voy.

Cuando las cosas se agravaron, Dioselina salió con los pelos pa-
rados, aterrada, rezándoles a las almas benditas del purgatorio
porque la situación estaba muy enredada y contando que se la
pasaban tomando tinto toda la noche y hablando de una medi-
cina «o algo de Medina o algo así» para Samper.
Por esos mismos días, Néstor Elí le contó por teléfono a algún
amigo que habían desocupado varios apartamentos, pues habían
llegado los de la firma de fumigación «Salamanca y Valdivieso»,
respectivamente fiscal y vicefiscal del momento, a fumigarlo todo
y encontraron documentos debajo de los tapetes, y salieron ratas
y cucarachas. La mayoría se fue al apartamento «Modelo» —en
alusión a la cárcel—, o, al menos, así lo esperaba él.
Fue por entonces cuando desde el gobierno convocaron a
rodear al Presidente, y Néstor Elí les dio la razón con la frase
suya que se hizo más célebre: «Hay que rodear al Presidente pa-
ra que no se escape». Al portero del Edificio Colombia lo lla-
maban de todas partes, hasta la prensa internacional, a la que él,
con mucho orgullo, le pudo hablar en inglés, con ayuda de al-
guien que le soplaba por el otro teléfono.

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—¿Cómo dicen? ¿El New York Times? ¡Huy, sopas, la


revista! ¿En inglés? De Fiscalí arráived to Edificio
Colombia and allanéited díferent aparmens y cap-
turéited a corrómpid polític clas. ¿Cómo dijo? Güeit
a móment, como decía Pili. —Emocionado, brinca
y salta. Llama a su amigo para que le traduzca qué
quiere decir «Ol pípol narcotráfic». Le dicen: Que
todos son narcos—. ¡Ah, no! No la vayan a montar.
Not ol pípol: onli… —Cambia de teléfono rápida-
mente y pregunta—: ¿Sólo se dice onli? ¿Sí? —Vuel-
ve con el reportero extranjero—: Onli de corrómpid
polític clas is narcotráfic. —Cambia de nuevo—: Im-
perialist, your mother. Me voy, hermano, que llegaron
del noticiero.

Sin duda, Garzón contaba con los excelentes libretos de Mo-


rales y Lozano, de profundidad política y, a la vez, comprensi-
bles para todo el mundo. Pero eran su interpretación genial, sus
acentos, su velocidad para hablar, sus maromas y sus gestos lo
que les daba vida a esos personajes que se volvieron tan queridos
por los colombianos. Además de ser un gran observador, él te-
nía una sensibilidad hacia la gente humilde que le permitía ver
el mundo desde su óptica y expresarse genuinamente como un
celador o una empleada doméstica. No se trataba de un niño de
clase alta jugando a ser pobre sino de alguien que expresaba au-
ténticamente a los de abajo, en su versión más bondadosa.
Algunas veces había tensiones entre los libretistas y Gar-
zón. Morales era estricto y quería que sus parlamentos se dije-
ran al pie de la letra. Garzón era bastante fiel a los guiones que
le escribían, pero nunca los decía exactos. Él quería ser más ra-
dical contra el gobierno Samper, por ejemplo. Morales sentía
que había una verdadera conspiración gringa contra Samper y
parecía más interesado en denunciar eso que en cuestionar la
moralidad del Presidente. A veces, Garzón se les quejaba a sus
amigos de que lo estaban maniatando, de que no lo dejaban de-
cir lo que quería.

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Quizás el personaje donde mejor se encontraban libretis-


ta y actor era Godofredo Cínico Caspa. Godofredo, abogado,
aparecía bajo una luz mortecina, frente a una vieja máquina de
escribir, vestido de chaleco y corbata, casposo, siempre gritando
y golpeando la mesa para ponerles un énfasis amenazante a sus
palabras. Decía abiertamente cómo piensan en realidad algu-
nos dirigentes colombianos, clasistas, indolentes, amigos de la
represión violenta de las ideas contrarias. Cuando no estaba de-
fendiendo el turismo parlamentario, salía protestando porque
no nombraban a los políticos de carrera, con grandes cliente-
las, en los ministerios, o alabando ideas de políticos que figu-
raban enredados en el narcoescándalo, como José Guerra de la
Espriella. También despotricaba contra los «comunistas» que
se preocupaban por los derechos humanos, como el procurador
Valencia Villa, que, por investigar a los militares que los viola-
ban, había sido amenazado y forzado al exilio. Paradójicamen-
te, su acento de bogotano antiguo y su pinta pasada de moda le
daban un toque algo deplorable de alguien que había vivido sus
épocas gloriosas hacía tiempo.

Godofredo Cínico Caspa, un abogado cavernario cachaco, era el


personaje donde mejor se encontraban libretista y actor.

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—Buenas noches. Soy el doctor Godofredo Cíni-


co Caspa, conductor de autos de proceder. El doc-
tor ex procurador Valencia Villa no sólo debería ir-
se del país. Debería irse a las caballerías, al potro, al
cepo. —Aporrea la máquina con su dedo índice para
demostrar su indignación—. Ya nos lo había adver-
tido el benignísimo y honorabilísimo doctor Joselito
Guerra de la Espriella: es un estafeta de la guerrilla.
¿Cómo así que este subversivo quiebrapatas venga a
calumniar y a enlodar la carrera del prohombre de los
derechos humanos que es mi general Velandia? ¡No
hay derecho! ¿Cuáles desapariciones? ¿Cuáles tortu-
ras? Si son ellos mismos, los subversivos, los que se
desaparecen y se torturan entre sí con el fin único de
enlodar la institución militar. Yo les pregunto: ¿cómo
funcionaría la inteligencia militar si los interrogato-
rios no tuvieran sus pataditas? ¿Cómo funcionaría?
¡Bien ido ese Valencia y que siga mi general Velandia
por el bien y la honra de gente como uno!

Quizás nunca antes de «Quac» alguien se había atrevido a bur-


larse en televisión abierta del discurso de la extrema derecha y
de los abusos militares. La figura del Quemando Central tenía
unos parlamentos francamente osados, anunciando la creación
del «Ministerio de Autodefensas paramilitares y civiles, identi-
ficado con bandera a Rambos», aplaudiendo al coronel que hizo
presencia en la «facultad de tiro al blanco de la Universidad Pe-
dagógica, repeliendo la emboscada de bandoleros armados con
libros de alta potencia y esferos automáticos» y gritando frases
como: «¡Procedo a atrincherarme en mi fuero!».
Tampoco a la izquierda dogmática y panfletaria la dejaron
tranquila en «El noticero». Las parrafadas del camarada-estu-
diante eterno, John Lenin, repetían la cantaleta antiimperialis-
ta, antioligárquica, hasta el absurdo. Pedía sabotajes a la ham-
burguesa y a la crema dental y a otros bienes de consumo del

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capitalismo: «No más guardianes de la bahía, compañeros; pre-


ferimos los moros en la costa. No más desodorante; que viva el
olor de la guayaba, compañeros. Contra los computadores, aba-
jo el imperialismo. No más chicles, liberación y habas, y contra
los tenis de marca, pata y puño limpio, compañeros».
La celebridad de «Quac» no fue tanto por su sintonía, aun-
que ésta sí sobrepasó los récords tradicionales de cualquier pro-
grama de opinión, como por su popularidad entre los demás me-
dios. La crisis política tenía al presidente Samper al borde de la
renuncia en 1996, después de que Fernando Botero Zea, quien
fue su director de campaña, confesara públicamente que habían
recibido dineros de los Rodríguez Orejuela y que asegurara que
su jefe, Samper, lo sabía. El interés del público por la política es-
taba en su máxima expresión, y quienes decían las verdades con
mayor tino eran los de «Quac». Por eso, a Néstor Elí y a Diose-
lina los entrevistaban en la televisión y en la prensa, y Garzón
era la estrella de las páginas de farándula. Pero, cada vez más,
también consultaban su opinión en política.
En la revista Semana de marzo de 1996:

—Usted se ve con frecuencia con el Presidente a pe-


sar de que le tira rayo todo el tiempo en «Quac». ¿Có-
mo son sus relaciones con él?
—Es una relación franca y amable porque en reali-
dad yo lo critico a sus espaldas.
—¿Cuál es su opinión sobre la renuncia del Pre­­si­-
dente?
—Justa y necesaria.
—¿Cree que se va a producir?
—En el Edificio Colombia se ven cada vez menos vi-
sitantes y más escoltas. Pero la decisión final sobre su
salida depende de quienes lo eligieron: los Rodríguez
y Julio Mario Santo Domingo.
—¿Qué opina usted de adelantar las elecciones?
—¿Quién las va a financiar? Los Rodríguez no se
aguantan otro conejo. A Santacruz [otro narcotrafi-
cante] lo mataron, y Santo Domingo prefiere a De la
Calle [el vicepresidente] porque le sale gratis.

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—¿Qué opina de De la Calle?


—A mí personalmente no me gusta porque si sube,
se va Samper y sin él no hay a quién tirarle rayo en
«Quac». Por eso en «Quac» somos samperistas.

El feo Garzón siempre tuvo mucho éxito con las mujeres.

La fama y los sueldos altos que vinieron con ella no tranquiliza-


ron esa búsqueda ansiosa que parecía arderle a Garzón por den-
tro. Al contrario, sus abruptos ascensos y bajones de ánimo se
pronunciaron. Un día era una fiesta y grabar con él era una risa,
y a la jornada siguiente estaba en el piso, incapaz de actuar una
línea. Una noche era el conquistador —aunque decía que levan-
taba pero no acostaba, el feo Garzón salió con las más atractivas
mujeres del momento—, y otra parecía disgustado y resultaba
ofensivo. Un día de depresión llamó a medianoche a una amiga
—a quien había consentido con la extravagancia y la generosi-
dad con las que trataba a sus amigos— a asustarla con unas ri-
sotadas macabras de payaso loco.
La Tuti, su pareja y cómplice más entrañable, reconoce que
a Jaime sí lo afectó la fama: «Le costó trabajo asimilar el ser re-
conocido por donde fuera. Por eso luchó contra la idea de creer-

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se estrellita. Sus posibilidades sociales y económicas cambiaron,


pero al mismo tiempo se volvió un poco escéptico de las nuevas
personas que se acercaban a su vida. Esto reafirmó más nuestra
relación. Según me decía, yo era su polo a tierra».
Poco después, ya transformado en Heriberto de la Calle,
Garzón confesó sus propios temores, como solía hacerlo, en pú-
blico y en chanza, en una entrevista a Horacio Serpa.

Heriberto: —Le tengo una razón de don Jaime Gar-


­zón.
Serpa: —Yo lo aprecio mucho.
—Ese hijueputa habla muy mal de usted. ¡Hi­pó-
crita!
—Pero él me saluda, es medio izquierdoso, así lo co-
nocí ¿Será que cambió?
—¡Quién sabe! Eso, como la plata daña todo, de pron-
to ya se le olvidó qué era ser pobre.

A veces se alejaba del ruido de las vanidades. Le gustaba irse a


una casita que tenía en La Calera, al nororiente de Bogotá. Se la
alquilaba a unos campesinos por 130 mil pesos mensuales. Ahí
se volvía a sentir pobre. Tenía un colchón en el piso, gallinas. Se
sentaba en la puerta a mirar el horizonte, tomándose un agua
de panela caliente.

Jaime se alejaba del


ruido de las vanidades
en la cabaña que
tenía alquilada
en La Calera.

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A veces, esa nostalgia se tornaba negra. Fue entonces cuan-


do empezó a hacer bromas macabras, como si rumiara la pers-
pectiva de su muerte. Diseñó un anuncio de muerto, de esos que
pegan en las paredes de los pueblos, lo mandó a imprimir y se lo
envió a sus amigos. El chiste consistía en que el muerto era él:

El Señor
Jaime Garzón
Ha fallecido
El Secretario General de la oea, el secretario
Pastrana, Los Diplomáticos, Los Amigos Invisibles
de Radio Net, El Cuerpo Colegiado, Los Honores
Patrios, Las Fuerzas Armadas y Centrífugas, Los
Odios y los Rencores, El Festival Vallenato, Los
Compas y los Ñeros, La Mujer del Prójimo y la
Decadente Institucionalidad, invitan a sus exequias.
El martes 8 de septiembre en
el Cementerio Obrero.
(Favor No Enviar Flores, Sólo Dólares)
Única Presentación
Invita Caracol
Santafé de Bogotá, septiembre de 1998.

Los hijos de la Tuti lo oían decir, cada vez más a menudo, que
no había razón para vivir más allá de los cuarenta, que para qué;
que él, como su papá, no sobrepasaría los 38 años. Y en «Quac»
esas tétricas ironías se volvieron recurrentes. Antonio Morales,
en una entrevista a Cromos, relató una anécdota que revela cómo
Jaime empezó a jugar, literalmente, con la idea de la muerte:

Un día, en medio del almuerzo, en los estudios de


rti, mandó traer de Gravi [el estudio de grabación]
un ataúd de utilería. Se metió adentro, se puso unos
algodones en la nariz y narró su muerte:

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«—¡Alerta, Bogotá! En extrañas circunstancias fue


asesinado el periodista y humorista Jaime Garzón, de
varios tiros».
Era muy gracioso verlo zampado ahí, narrando su
entierro, contando quién había ido a la Plaza de Bo-
lívar, cómo llegaban allá los políticos que había in-
sultado e injuriado a llorar lágrimas de cocodrilo por
alguien a quien, en realidad, detestaban.

El novelón del 8.000 aflojó luego de la absolución de Sam-


per por el Congreso cuando apenas faltaba un año para que ese
gobierno terminara. En junio de 1997, los padres y madres de
«Quac» resolvieron terminar el programa. «Siempre es bueno
salirse en lo mejor de la fiesta», escribió Morales al respecto en
un perfil de Garzón que publicó en la revista Número en 2003.

La política (ii)

Garzón había aprovechado el cuarto de hora de popularidad


que le había dado la televisión para hacer lo que más quería: po-
ner a conversar a la gente, unir, sumar voluntades para mejorar
el país. En esa rara ocasión en que expresó su pensamiento po-
lítico sin bromas —o sólo con algunas—, en la conferencia an-
te estudiantes de la Universidad Autónoma de Cali, en el Valle,
dijo que transformar este país implicaba pensar colectivamente,
buscar lo que queremos, afianzar la identidad y dejar de espe-
rar salvadores.

No tenemos un reconocimiento de nuestra propia


identidad. Nosotros no sabemos si somos mestizos
o españoles y sin embargo le seguimos rindiendo tri-
buto y un respeto a esa clase alta dueña del poder.
Fíjense cómo es de absurda la lógica de nuestra rea-
lidad, que cuando un hombre tiene tres novias es el
putas, pero si una niña tiene tres novios es una puta.

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Hay una antilógica al orden. Nosotros nombramos


funcionarios públicos; funcionario público es para
que le funcione al público, y terminamos haciéndole
venias. […]
»Uno dice: «Hermanos, hay que ponerse en la onda
de transformar el país», y responden: «No, es que no
hay líderes». ¿Qué están esperando? ¿Que venga al-
guien y diga de hoy en adelante nadie roba, nadie ti-
ra basura como mi papi?... Si ustedes los jóvenes no
asumen la dirección de su propio país, nadie va a ve-
nir a salvárselo. El problema de los colombianos es
que no tenemos una conciencia colectiva sino una
conciencia cómoda e individual ante la vida: el pro-
blema soy yo, me salvo yo; y los demás ¿qué? Si no
reaccionan ustedes, jóvenes, dejemos el país y vámo-
nos a mirar para otro lado.

Empezó a trabajar en el cambio que creía necesario en simples


cenas con amigos y algunas personalidades en su sencillo apar-
tamento de La Macarena. Allí se encontraban enemigos que
Garzón hacía reconciliar entre copas de vino y su deliciosa pas-
ta. Como la vez que sentó a Jaime Castro con Antonio Navarro.
El primero había sido víctima del segundo, cuando el m-19 in-
tentó secuestrarlo y casi lo mata. Luego Navarro había liderado
una recolección de firmas para revocarle el mandato a Castro
cuando era alcalde de Bogotá. «Hubo una conversación inespe-
rada y poco tensa. Los demás invitados estaban fascinados de
ver el show», cuenta Navarro. A esas comidas iban Frechette, los
periodistas conspiradores, el fiscal Valdivieso, pero también al-
gunos del gobierno. Cuando le preguntaron a Jaime cómo hacía
para darles palo en «Quac» y al tiempo invitarlos a su casa, res-
pondió: «Todos tienen mi casa por cárcel».
Las comidas de Garzón se filtraban a las secciones de chis-
mes de la prensa y la imagen que se proyectaba era que Garzón
se había convertido en un gran arribista a quien le encantaba

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codearse con el poder, que era su bufón y los entretenía tam-


bién detrás de cámaras. Sin embargo, quienes frecuentaron esas
cenas sentían que Jaime cumplía allí dos misiones importantes.
Una, poner a personas diferentes a conversar sobre los proble-
mas y las salidas para el país. Por eso, él no era el protagonista
de esas comidas. Más bien se la pasaba en la cocina, sirviendo
más vino aquí o allí, y soltaba sus frases cáusticas sólo para dis-
tensionar el ambiente. Y, la segunda, llenarse de información.
Por su oficio de humorista-periodista, por su proyecto políti-
co —que quizás ni él mismo sabía con precisión en qué consis-
tía— y, luego, por su delicado trabajo de paz, tener información
de primera mano era vital.
En esas comidas nació una buena amistad con Navarro y su
familia, quienes además se volvieron sus vecinos en el mismo
edificio. En alguna conversación se les ocurrió la idea de inten-
tar un acercamiento del gobierno de Pastrana con el eln con
miras a una negociación de paz. «Nos inventamos escribir una
carta al gobierno y al eln, ofreciéndonos a mediar para que se
sentaran —cuenta Navarro—. Como firmantes de la carta me-
timos como a cuarenta, entre directores de medios, gremios. De
ahí nació la Comisión Facilitadora del Diálogos con el eln».
Desde entonces hasta su muerte, un año después, Garzón estu-
vo activo en esa gestión.
El humorista tampoco podía faltar en la recién inaugurada
zona de distensión en el Caguán, donde el gobierno y la gue-
rrilla de las Farc sostuvieron diálogos durante más de tres años.
Allá hizo un programa de Heriberto de la Calle, personaje que
ya estaba al aire, y conversó con los guerrilleros. Yamid Amat, el
director del noticiero, también se lo había llevado a trabajar al
grupo de las noticias de la mañana de su proyecto radial, Radio-
Net. Garzón era parte de la mesa de trabajo. Como humorista,
imitaba a sus personajes y entrevistaba a la gente del programa.
También comentaba las noticias de una forma muy seria, e in-
cluso durante varios meses fue él quien dio las noticias de diez
a doce del día.

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Garzón hizo entrevistas al aire con los jefes guerrilleros. En


una de éstas se peleó con el vocero internacional de las Farc,
Marcos Calarcá, y criticó con vehemencia la violencia de ese
grupo guerrillero. Luego le dijeron que la guerrilla lo había de-
clarado objetivo militar. Se cercioró con sus amigos de que se
trataba de una amenaza creíble y, como no conocía realmente el
miedo, se fue a ponerle la cara al problema. Viajó al Sumapaz,
aquella región de la cual había sido alcalde y que conocía bien,
a buscar al comandante del frente 53 de las Farc, que acechaba
por allí. Cuando tuvo en frente al jefe Miller Perdomo, le dijo:
«Vine porque me dijeron que me querían matar. Si me va a ma-
tar, máteme de una vez».
Perdomo quedó desarmado por el arrojo del humorista,
y en unas horas de conversación se disipó la tensión. Segura-
mente había quedado encantado con la simpatía de Garzón. Ese
contacto le resultó fundamental a Jaime cuando empezó a in-
termediar ante los guerrilleros a nombre de las familias de se-
cuestrados. Al padre de un amigo suyo del Teatro Nacional se
lo había llevado la guerrilla. Garzón se enteró y fue a ver cómo
ayudaba. Negoció el caso directamente con el guerrillero Per-
domo y consiguió que la víctima regresara sana y salva a su casa.
Otras familias con sus seres queridos secuestrados se enteraron
y empezaron a acudir a él.
No se pudo negar. ¿Cómo decirles a esas familias desespe-
radas que no? Después de que el guerrillero Henry Castellanos,
alias Romaña, organizó un secuestro de 32 personas, incluidos
un italiano y cuatro estadounidenses, en el sitio llamado Mon-
terredondo, en la vía de Bogotá al Llano, en marzo de 1998,
Garzón se metió de lleno a tratar de liberar a los secuestrados.
La tarea le copaba cada vez más horas. A veces lo llamaban a
medianoche a darle una razón o a pedirle otra. «Familiares an-
gustiados lo buscaban, y Garzón, la estrella de televisión, toma-
ba un viejo campero y se internaba días enteros en los caminos
hasta cuando llegaba con la persona liberada», escribió Rafael
Pardo en una columna de opinión que publicó en El Espectador
días después del asesinato del humorista.

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Mientras se adentraba en esos caminos espinosos, Pardo,


Navarro, los del Rotundo Vagabundo, Yamid Amat y otros ami-
gos le advirtieron a Garzón que no siguiera en eso, que era pe-
ligroso, que podía ponerse en la mira de cualquiera involucrado
en el negocio. «El último regaño del Rotundo fue cuando apa-
reció con varios celulares a hablar sobre secuestrados. Con do-
cumentos de paz. Iba solo a Itagüí. Él no podía pretender hacer
un proceso de paz tan solo», dice el profesor Herrera.
Las gestiones humanitarias de Garzón levantaron roncha
entre los militares. En mayo del 98, el general Jorge Enrique
Mora, en ese momento comandante de la Quinta División del
Ejército, envió al Zar Antisecuestro el siguiente oficio:

Le solicito investigar la actuación asumida por el se-


ñor Jaime Garzón, su participación en la negociación
que culminó con la liberación de nueve ciudadanos
colombianos secuestrados por la cuadrilla de Roma-
ña. […] Considero que es necesario esclarecer las cir-
cunstancias precisas en que ocurrieron estos hechos
[…] para verificar si este particular abordó directa-
mente la negociación con autorización expresa del
Conase o del director del programa presidencial para
la defensa de la libertad personal.

Según el mismo Mora, el zar le respondió un mes después que


la actuación de Garzón había obedecido a fines humanitarios.
Preocupado por la desconfianza de los militares hacia sus
gestiones, Garzón le pidió respaldo al gobernador de Cundina-
marca, Andrés González, y éste lo vinculó a su equipo de paz y
le expidió un salvoconducto para sus actividades. El Zar Anti-
secuestro también le dio autorizaciones expresas a Garzón con
el mismo objetivo. En 1999, el secuestro se había convertido en
Colombia en una epidemia que afectaba, en promedio, a diez
familias al día.

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Además, Jaime fue a ver al general Mora cuando éste ya


había sido ascendido a Comandante del Ejército, pero no pu-
do hablar con él. Le envió entonces, vía fax, una carta en la que
explicaba que sus gestiones eran puramente humanitarias y que
no perseguía otro fin que el de ayudar a las angustiadas familias.
Mora no le respondió, porque, según dijo después, no le dio im-
portancia a una carta cuyo original nunca llegó a sus manos. Al
parecer, según le respondió a la revista Semana en una entrevis-
ta posterior a la muerte de Garzón, a Mora no le quedó claro si
la labor del humorista era totalmente humanitaria o no. En esa
misma entrevista el general rechazó cualquier insinuación de
que sus averiguaciones sobre Garzón hubieran tenido que ver
con su muerte y se declaró hincha de «Quac»; tanto, que había
cambiado la hora de su misa el domingo para poder verlo.
Jaime siguió adelante con sus intermediaciones de paz, tan-
to colaborando en los grandes procesos como atendiendo en
persona a quienes sufrían por causa de la guerra. Nunca cobró
un peso ni se lucró políticamente de ello, porque en esa labor
siempre conservó un bajo perfil.
«Jaime era fundamentalmente un hombre honrado, que no
sospechaba de nadie, hiperactivo, reflexivo, de una memoria im-
presionante, una voluntad de hierro y una inteligencia que inti-
midaba», es la definición de su hermano Alfredo, una de las per-
sonas que mejor lo conoció.

El final y los principios

Garzón no necesitaba un perfil más alto. Su personaje del em-


bolador Heriberto de la Calle estaba en horario estelar y, a dife-
rencia de sus anteriores interpretaciones, gozaba de las audien-
cias masivas de un noticiero exitoso. Heriberto, el personaje que
crearon Jaime y Morales en 1997 y que Yamid Amat había lle-
vado a cm& y luego a Caracol, se metió en el alma de la gen-
te. A Garzón le gustaba decir que él era la única persona que se
quitaba la caja de dientes para comer. Como se había mandado

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arreglar los dientes —la fama no perdona—, le habían extraído


unos, y usaba una caja de dentadura perfecta, pero, al quitárse-
la, aparecía la sonrisa agridulce y desdentada de Heriberto. Un
día le protestaron los lustradores de Bogotá porque dijeron que
él los hacía quedar mal con esa cantidad de groserías que decía.
Jaime invitó al programa a uno de sus líderes, también de ape-
llido Garzón.

Heriberto [de corbata]: —Entonces ustedes di-


jeron: «Ese man no nos representa y lo vamos a
entutelar».
Lustrador: —No nos representa muy bien porque
hay gentes que creen que nosotros tenemos ese diálo-
go, que hablamos mal, y eso es una falta de respeto.
—¿Usted embola en la Comisión Nacional de Tele-
visión?
—No embolo, lustro.
—Embellece el calzado. Yo le prometo, don Garzón,
y a los demás manes del gremio que no es irrespeto
con la profesión y, segundo, que voy a tratar de co-
rregir este hijueputa vocabulario con que se me sale
la grosería.

Casi nunca se le oyó alguna referencia pública en el noticiero


sobre sus contactos con la guerrilla. Una de esas raras veces, la
cosa no pasó de ser una gran tomadura de pelo. Conversaba con
su amiga Claudia de Francisco:

Ahora que están negociando con la guerrilla ¿Usted


por qué no les da unos teléfonos, que todavía hablan
por radio y no se les entiende nada? Se oye: «El go-
bierno… ggghghh [ruido de interferencia] uta». Y
luego es que lo que han querido decir es que «el go-
bierno ejecuta».

En uno de sus viajes a lugares inhóspitos para encontrarse con


la guerrilla casi se mata tres meses antes de lo que le tocaba.

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Según Navarro, el comandante de la Policía, Rosso José Serra-


no, estaba buscando un contacto con Manuel Marulanda, jefe
de las Farc, seguramente en alguna gestión relacionada con el
proceso de paz que esa guerrilla adelantaba con el gobierno de
Andrés Pastrana desde enero de 1999. Jaime viajó a los Llanos
el 15 de mayo, y en la vía entre Granada y San Martín tuvo un
accidente brutal. El campero se volcó, y a él se le quebraron am-
bas piernas.
Anduvo con bastón y yeso en una pierna hasta cuando lo
asesinaron. Su obsesión con la muerte se agudizó. En su confe-
rencia a los universitarios caleños les dijo:

Todos los días uno se prepara para morir. Se arregla


uno, le avisa a la Fiscalía, que esta cosita de oro que
se la den a mi mamá…

Por la época del accidente aumentó su preocupación de que los


militares creyeran que estaba en gestiones irregulares con la
guerrilla. Su amigo Rafael Pardo organizó una comida para que
Garzón pudiera conversar con Rodrigo Lloreda, entonces mi-
nistro de Defensa. A la cena fueron varios directivos de medios
y autoridades del Estado, además del ministro. En su columna
de El Espectador, Pardo relató lo que allí les dijo el humorista:
«Que el general Mora, comandante del Ejército, lo señalaba pú-
blicamente de ser amigo de la guerrilla. Era evidente que Gar-
zón sentía que sus pasos molestaban y estaba haciendo una ad-
vertencia seria».
Unas semanas después, a Jaime le llegó la información de
que su vida corría peligro y de que Carlos Castaño, el temido je-
fe de las Autodefensas Unidas de Colombia, quería matarlo. El
martes 10 de agosto, Garzón le dijo a Navarro que tenía urgen-
cia de hablar con él. «Me arrepiento de no haber podido hablar
con él —cuenta Navarro—. Yo no tenía tiempo. Le dije que ha-
blaríamos en el viaje a Medellín. Íbamos a viajar juntos allá muy

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temprano ese viernes 13. Teníamos una reunión en Itagüí por la


facilitación con el eln. Yamid le dijo que tenía que cumplir su
horario en RadioNet. Así que él consiguió un avión que lo lle-
varía a las nueve de la mañana sólo a él a Medellín».
Ese mismo martes, Garzón, ya muy alterado, consiguió que
Ángel Gaitán Mahecha, asociado a las autodefensas del extinto
narcotraficante Rodríguez Gacha, lo recibiera en la cárcel. Des-
de la misma celda, el preso le hizo puente a Garzón con Car-
los Castaño. Garzón les contó después a varias personas que su
conversación con Castaño fue áspera. Éste lo insultó por andar
haciendo lo que él consideraba favores a las guerrillas al nego-
ciar con éstas los secuestros. Garzón le explicó que se trataba
de acciones humanitarias. Finalmente, el jefe paramilitar acce-
dió a darle una cita el sábado siguiente para charlarlo con mayor
calma. Le advirtió, sin embargo, que se cuidara hasta entonces
porque la orden de su asesinato ya había sido dada y era difícil
echarla atrás.
Angustiado, Jaime se fue a su casa a contarle lo sucedido
a la Tuti. Ellos ya venían contemplando la posibilidad de salir
del país por un tiempo, de viajar a Inglaterra, quizás. Esa no-
che, cuentan algunos amigos, Garzón parecía entregado: estaba
deprimido y sin ánimos. Al día siguiente, en un almuerzo con
colegas periodistas, un fotógrafo se les acercó subrepticiamente
y le sacó una foto. Uno de los presentes dice que Jaime se puso
muy mal, pues creyó que se trataba de un espía de sus posibles
asesinos. Después resultó ser un simple paparazzi de una revista
de farándula. El jueves en la noche, la Tuti y los hijos se prepa-
raban para salir a una cena familiar que tenían en casa de una
hermana de ella. Jaime les dijo que era mejor que no fueran con
él porque era arriesgado. Así que él se quedó en casa. La Tuti
se puso a llorar. Esa noche estuvo particularmente cariñoso con
sus hijos. «Hay que ser correctos, honestos; hay que ser unos ba-
canes», les dijo. Una de las hijas sintió que se estaba despidiendo
para siempre. Jaime se acostó temprano. Al otro día tenía que ir
a RadioNet en la madrugada y después viajar a Medellín.

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¿Quién querría matarlo? ¿Podían sus gestiones humanita-


rias haber causado tanta bronca como para que los paramilitares,
que se habían erigido en los justicieros de los supuestos ami-
gos de la guerrilla, quisieran eliminarlo? ¿Era la acumulación de
tantas verdades incómodas que había soltado en esa forma su-
ya de decirlas, burlona pero directa? ¿Sería que los oficiales co-
rrompidos que había pillado transando armas y secuestros con
la guerrilla temían que los denunciara? ¿Quizás alguien pensó
que el proyecto político que estaba considerando —incluso ha-
bía pensado lanzarse de candidato a la Cámara— podía adqui-
rir demasiada popularidad?
Unos amigos están seguros de que él pensó que su perfil era
tan alto, su nombre tan querido, que nadie se atrevería a asesi-
narlo. Que él podría arreglarlo conversando, con el encanto con
el que ya había deshecho otros entuertos. Otros, por el con-
trario, creen que Garzón sentía, desde siempre, una especie de
atracción fatal por la muerte, como si supiera que iba a morir jo-
ven: antes de cumplir los cuarenta, como había dicho tantas ve-
ces, en serio, que era lo que debía ocurrir. Y que ese imán que lo
jalaba hacia el abismo, junto con el profundo sentido religioso,
inculcado desde niño, de ser mártir, lo llevaron como un zombi
a cumplir la cita con la muerte de la que estaba advertido.
En la madrugada del viernes 13 de agosto salió solo de su
apartamento, sin guardaespaldas ni acompañantes, en su jeep
Cherokee. Cuando ya se aproximaba a su lugar de trabajo, en el
barrio Quinta Paredes, en el centro de Bogotá, una moto con
dos muchachos se le acercó y uno de ellos le disparó cinco tiros
de metralleta en la cara.
Heriberto de la Calle, que lo sobrevivió, le respondió con
una sonrisa triste a Juan Manuel Galán el día que éste le pre-
guntó qué recuerdo tenía de su papá, el llorado líder liberal Luis
Carlos Galán: «El recuerdo de su papá es que por una causa hay
que dar la vida».

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La Colombia inmortal

Así registró Osuna el asesinato de Jesús Bejarano, profesor de


la Universidad Nacional, un mes después del de Garzón.

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Epílogo

Ocho años después, el asesinato de Jaime Garzón no se ha es-


clarecido. Después de que dos jóvenes, apodados el Bochas y To-
ño, pasaron varios años en la cárcel, acusados de haber dispara-
do esa madrugada, un juez dictaminó que los testigos que los
incriminaron habían sido parte de un montaje para desviar la
investigación y que se habían perdido irremediablemente prue-
bas que habrían podido conducir a los asesinos. El Juez Sépti-
mo Penal Especializado de Bogotá condenó, en sentencia del 3
de noviembre de 2004, a Carlos Castaño a 38 años de prisión,
que no pagó porque fue asesinado. El fallo ordenó a la Fisca-
lía comenzar la investigación de nuevo. Así mismo, se enviaron
copias del proceso a la Procuraduría para que investigue la con-
ducta de los agentes del Departamento Administrativo de Se-
guridad (das) que efectuaron la investigación y de cuatro testi-
gos que rindieron falsos testimonios en el curso del proceso, y la
presunta participación de uno de ellos, identificado como Wil-
son Javier Llano Caballero, en la muerte de un declarante.
Según lo documentaron los periodistas Jorge González y
Jairo Lozano en su libro La censura de fuego, la investigación del
caso Garzón ha dejado una estela de víctimas. Han sido asesi-
nados Robinson Ramírez, ex integrante de Inteligencia Militar;
Ángel Gaitán Mahecha, el hombre que, desde la cárcel, comu-
nicó a Garzón con Castaño la víspera del homicidio; Juan Si-
món Quintero, agente del das; Luis Guillermo Velásquez, alias
«Mascotita», invitado a ser informante del das; Rafael Antonio
Moreno, quien iba a denunciar un plan para asesinar a Bochas, y
Édgard Faír Medina, relacionado con los autores materiales del
crimen. Otros tres, Yiyo y El Compadre, de la banda de Mede-
llín La Terraza, aliada a paramilitares, quienes confesaron haber
asesinado a Garzón por orden de Castaño y por 39 millones de
pesos, y el soldado Hernando Méndez Carvajal, que notificó al
personal del Hospital Militar que quería dar información sobre
el asesinato del humorista, están desaparecidos. La testigo prin-
cipal del caso, cuyo testimonio, como se probó, era falso, huyó
del país.

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Fuentes

1. Entrevistas:

La autora escribió para la revista Semana un perfil corto de Jai-


me Garzón cuando se cumplieron cuatro años de su muerte. Se
publicó bajo el título «Un corazón demasiado grande» en agos-
to de 2003. Entonces hizo algunas de las entrevistas citadas en
este capítulo. También realizó nuevas entrevistas en 2006.

Los entrevistados fueron:

• Gloria Hernández (la Tuti)


• Susana y Nelson (hijos de la Tuti)
• Alfredo Garzón
• Marisol Garzón
• Hernando Corral
• Rafael Pardo
• Claudia de Francisco
• Eduardo Arias
• Antonio Navarro
• Beethoven Herrera
• Manuel José Cepeda
• Carlos Chica
• Otras cuatro personas que, o bien lo conocieron muy de
cerca, o tuvieron acceso al proceso judicial por su asesinato,
prefirieron no ser mencionadas.

2. Archivos de videos:

Se revisaron archivos privados y públicos de noticieros y de los


programas «Zoociedad» de Cinevisión y «Quac, el noticero» de
rti.

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3. Documentos consultados:

• Jaime Garzón, «Presentación en sociedad», Semana, di-


ciembre 24 de 1991.

• Claudia Beltrán, «Jaime Garzón», Telerrevista, enero 25


de 1992.

• «Néstor Elí habla en serio», Semana, marzo 26 de 1996.

• D’Artagnan, «Algo más que la risa», El Tiempo, agosto 15


de 1999.

• Manuel José Cepeda, «Jaime Garzón, el serio», El Espec-


tador, agosto 15 de 1999.

• Rafael Pardo, «Garzón», El Espectador, agosto 15 de


1999.

• «Jaime Garzón 1960-1999», Semana, agosto 16 de 1999.

• Alfonso López Michelsen, «Jaime Garzón póstumo», El


Tiempo, agosto 22 de 1999.

• «Yo no he absuelto a Castaño» (entrevista con el general


Jorge Enrique Mora), Semana, agosto 23 de 1999.

• «La cuña que más aprieta», Semana, agosto 23 de 1999.

• «El sábado ya no existo», Semana, agosto 23 de 1999.

• «El señor de La Terraza», Semana, enero 17 de 2000.

• «El zar del secuestro», Semana, marzo 20 de 2000.

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• «Jaime nos hace mucha falta», El Tiempo, agosto 5 de


2000.

• «Un año sin Jaime Garzón», Semana, agosto 7 de 2000.

• «Las últimas cenas con Garzón», El Tiempo, agosto 13 de


2000.

• «El fantasma de Heriberto», Semana, noviembre 6 de


2000.

• «Nosotros matamos a Garzón», Semana, diciembre 18 de


2000.

• «Tres años sin el humor de Garzón», El Tiempo, agosto


14 de 2002.

• «Historia sin fin», Semana, octubre 28 de 2002.

• Antonio Morales Riveira, «Un adiós de carnaval», Núme-


ro, septiembre de 2003.

• Jorge González y Jairo Lozano, «Jaime Garzón Forero:


huellas que se borran con sangre», en La censura de fuego,
Bogotá, Intermedio, 2003.

• «El Garzón que no conocimos», Cromos, agosto 21 de


2006.

• Antonio Morales Riveira y Miguel Ángel Lozano, «Edi-


ficio Colombia»: antología de los libretos del programa de tele-
visión «Quac, el noticero», Bogotá, Revista Número, 2006.

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Retrato aVladdo

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L es presento a Diego Ignacio Flórez Flórez, nacido el 22
de diciembre de 1963 en la Clínica Marly de Bogotá, cuya
madre en un arrebato de independencia se lo llevó siendo un bebé
a su na­tal Armenia, donde posteriormente fue rebautizado con
el revolucionario nombre de Vladimir. Empezó a dibujar desde
que aga­rró un lápiz y, a pesar de los augurios pesimistas de su tía
abuela, ha vivido de pintar monos y de diseñar periódicos. Ha
sido, además, sacristán a sueldo, soldado, profesor, marquetero
y aprendiz de alemán. Es papá de dos mujeres: Sofía, su hija de
ocho años, y Aleida, una treintona de ficción, exacta a las mujeres
de la vida real. Se le apareció en un rato de ocio creativo y le pu­
so el nombre de una señora que tenía un salón de belleza en Ar­
menia. Firmó sus primeras caricaturas con el seudónimo de Pi­
lattos, pero desde que empezó a publicarlas siempre fue Vla­ddo,
como le decía el papá de una de sus novias.
La siguiente conversación es una forma de pasearse por su
carrera, que ha llegado a las alturas donde se adquiere velocidad
de crucero. Es prematuro afirmar si quedará ungido como uno de
los grandes del humor político colombiano. Su popularidad ha­
ce pensar que sí. Miles de colombianos celebran cada ocho días
su «Vladdomanía», que se publica en la revista Semana casi sin
inte­rrupciones desde 1994. Muchos otros siguen a su Aleida con

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devoción. Más incertidumbre despierta el hecho de que, siendo


un crítico mordaz del poder, a la vez se mueva en sus aguas con
aparente comodidad.
Ha cultivado con disciplina su rico talento como dibujante
y como humorista. Trabaja muy por encima del horario regular,
se informa en detalle y no deja de averiguar nada que le cause
curiosidad, que es casi todo. Se adapta fácilmente y aprende rá­
pido, trátese de un idioma nuevo o del último programa de di­
seño por computador. La adversidad, además de maleable, lo
hizo permeable. Capta al otro en un instante. Sus amigos ase­
guran que su emotividad conmueve y su desprendimiento desar­
ma. Sin embargo, no es frágil. Desde jovencito ha demostrado
temple para lograr lo que se propone, sin importar los obstácu­
los. Con los años, que no son tantos, veintiuno de profesión, cua­
renta y tres de edad, destila tal satisfacción con lo que ha logra­
do, que, como dice una amiga suya, «Vladdo está encantado de
conocerse».
Lo entrevisté varias veces en su apartamento de El Nogal, el
clásico barrio de las viejas fortunas de Bogotá. No es demasia­
do grande, pero sí espacioso y abierto. Como sus dibujos, es de
trazos limpios y minimalista. Él amontona trabajos suyos de dis­
tintos tiempos por diversos rincones, y a cada rato va en busca
de alguno para dar un ejemplo. Se ve que pasa muchas horas
pren­dido al computador o, mejor, a los computadores, porque
tiene varios. En su biblioteca, que cubre un costado del recinto,
sobresalen un sagrado corazón que dibujó a lápiz en la tapa re­
ciclada de un «Powerbook», una máquina de escribir Continen­
tal y una acuarela pequeña que heredó de su abuelo paterno.
Así fluyó la conversación…
—Su abuelo paterno era acuarelista; su mamá, dibujante
aficionada. ¿Cuánto de herencia hay en su habilidad con el lá-
piz?
—Mucha. Mi hermano Alfonso, el filósofo, dibuja bastante
bien. Cuando éramos estudiantes hacíamos dibujos a cuatro ma­
nos. Nos inventábamos cuentos de extraterrestres, y mi hermano
era buenísimo para pintar naves espaciales. La herencia tiene que
haber influido en lo que yo hago.

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—¿Y de su abuela brasilera heredó algo?


—Alguien me decía hace poco que el estilo de humor mío
era muy brasileño. Pero en realidad no conocí a mi abuela. Era
de Manaos y supongo que era mulata. Mi abuelo se enamoró de
ella cuando lo enviaron a Leticia como experto en comunicacio­
nes a instalar unos equipos en los años treinta, durante la gue­
rra con el Perú. De ese amor nació mi papá. Pero él no se crió en
Leticia, porque lo mandaron a vivir a donde las hermanas de mi
abuelo.
—Una historia que se repitió, porque usted también fue a dar
a donde las mismas señoras, tías abuelas suyas.
—Sí, cuando tenía trece años. Pero eso tiene su historia. Mi
mamá, que es de Armenia, había estudiado biología en la Univer­
sidad Libre de Bogotá. De ahí mi nombre: soy un damnificado
del comunismo internacional.
—Primero lo bautizó en Bogotá con un nombre más común:
Diego Ignacio, como le dijeron siempre en su casa.
—Sí. Mi mamá, Berta Flórez, se casó con el señor Ricardo
Flórez, y de ese matrimonio nacieron cuatro hijos: Luz Myriam,
Alfonso, Carlos Ernesto y yo. Recién nacido, poco después de
que me bautizaran como Diego Ignacio en Bogotá, mi mamá
me llevó a Armenia a vivir con mis padrinos. Mis papás ya esta­
ban separados. El primer recuerdo que tengo de mi mamá es de
cuando yo tenía como seis años. Mis dos hermanos mayores se
quedaron con mis tías abuelas en Bogotá. Y mi mamá se que­dó
con Carlos, el tercero de mis hermanos. Organizó su vida con un
nuevo personaje, profesor de la Universidad del Quindío, Jor­
ge Rozo. A mi papá lo vi muy pocas veces en la vida; nunca viví
con él. Murió a fines de 2005.
—¿Por qué su mamá lo dejó viviendo con sus padrinos?
—No sé. Mis padrinos eran un matrimonio muy humilde,
Eduardo y Lucrecia Alzate, que administraban una casa de mi
abuelo materno en Armenia y con el usufructo de esa casa me
sostenían. Mi mamá iba cada cierto tiempo a visitarme y me
lle­vaba juguetes y ropa nueva. [De pronto, Vladdo saca papel y

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lápiz y empieza a dibujar. Traza dos líneas paralelas para sim-


bolizar su vida creciendo con sus padrinos y la de su madre, que,
después lo supo, vivía también en Armenia, pero a quien él so­
lamente veía de cuando en vez.­] Cuando cumplí doce años, mi
mamá me dijo que me iba a llevar con ella. Allá sólo estuve
un año, y luego me mandó a donde mis tías abuelas, con mis
hermanos.
—Su mamá parece una mujer rebelde para su época. Se ne-
cesita tener carácter para separarse, más aún teniendo que de­
jar los hijos al cuidado de otras personas. ¿Heredó algo de esa
rebeldía?
—Espero que no. Porque no me desentendería nunca de mi
hija. Mi mamá se desentendió de mí, su hijo menor. Si eso es
rebeldía, no la admiro. Mi mamá me sacrificó no una sino dos
veces: cuando era un bebé me llevó a Armenia y me dejó allá y,
luego, a los doce años, cuando viví con ella. Escasamente estu­
vo conmigo un año y después me dejó donde mis tías. Yo tengo
una relación cordial con mi mamá, pero no puede ser cercana.
—La dedicatoria de su segundo libro de caricaturas, Vladdo­
grafías, publicado en 1996, dice: «A Eduardo Alzate, que afiló
mi primer lápiz».
—Esa dedicatoria es de las más bonitas que se me han ocu­
rrido. Yo ten­go el recuerdo de Eduar­do Alzate afilándome el lá­
piz con una navaja de bolsillo. No me lo dejaba muy puntiagu­
do para que la mi­na no se me partiera. Me ayudaba a numerar
las hojas de los cuadernos. En realidad, quería evitar que yo les
arrancara las hojas para hacer dibujos, y por eso las numeraba.
—¿Qué le quedó de él?
—Un recuerdo inmenso en el corazón. [Se aclara la gar­
ganta tratando de no llorar.] Me pongo siempre muy triste…
Nosotros nos comunicábamos muy poco. En la casa de él en
Armenia no había teléfono. Había que llamar a un vecino y le
avisaban. Un día de 1993, cuando vivía en Cali, me fui a visitar­
lo de sorpresa a Armenia. Llegué y pregunté por él, y me dijeron
que lo habían enterrado hacía dos meses. Yo nunca supe.
—¿Y qué hay de él en su manera de ver el mundo?

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—No tanto de él en sí mismo como del hecho de haber es­


tado viviendo ahí y en las condiciones en que yo vivía. Él era
un hombre pobre, un barbero de pueblo con quien yo compartía
mi vida. En ese momento uno no se percibe pobre, pero cuan­
do uno mira para atrás se da cuenta de cuánto lo era. Además
era bastante severo, disciplinado, una fiera. ¡Me daba unas pe­
las…! Sin embargo, era cariñoso a su modo. Una vez estábamos
en Semana Santa, y él fue a comulgar y yo, que siempre era tan
curioso y no había hecho todavía la primera comunión, le dije:
«Muéstreme cómo es la hostia». Me dijo: «¡Como se le ocurre!».
Y yo insistí: «Muéstreme, muéstreme». Al final abrió la boca y
ahí estaba el redondelito blanco en su lengua. Hay otra circuns­
tancia especial que me forjó. En su Barbería Berlín —así se lla­
maba— él siempre tenía El Siglo, y yo me la pasaba leyéndolo,
sobre todo las páginas internacionales. ¡Nací predestinado a ser
«godo»!
—Ésa no fue su única experiencia temprana con el perio-
dismo.
—¡Ah, no: también fui vendedor de periódicos! A las cinco
de la tarde llegaba El Espacio a Armenia y me daban unos cen­ta­
vos por vender el periódico. Un día me robaron porque me iban
a pagar con un billete de cincuenta pesos y yo, confiado, di las
vueltas por adelantado, y el tipo me robó; nunca llegó con el bi-
llete. Por mi llanto y mi preo­cupación por haber perdido el dine­ro,
en la casa a donde fui a buscarlo me dieron un vaso de leche.

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—¿Trabajó también en otras cosas cuando era niño?


—Sí. Mi madrina hacía arepas y yo las vendía en la estación
de tren de Armenia, en la calle. Llevaba las arepas con la bote­
lla para el ají. En otra época, cerca de mi casa había un botadero
de hierro viejo, y yo pedía permiso para sacarlo y lo vendía por
peso.
—Usted tenía desde muy pequeño una facilidad para pintar
que quizás le celebraron de niño: la Caperucita Roja que pin­
tó en la escuela pública Simón Bo­lívar, donde estudió primaria,
o la tarje­ta de cumpleaños que le regaló al segundo esposo de
su mamá, con una caricatura de él cogiendo café. Pero entien­do
que, ya más grande, sus tías abuelitas poco apoyaron su talento…
—En tercero o cuarto de bachillerato, mi tía abuela Cristi­
na me preguntó: «¿Usted cree que se va a ganar la vida haciendo
mamarra­chos?». Y yo le dije: «No sé, pero me gusta». Años des­
pués, cuan­do publiqué mi primer libro, le escribí en la dedica­
toria: «Para mi tía Cristina, una prueba de lo que es ganarse la
vida haciendo mamarrachos».

La voluntad

Con una historia personal tan difícil, Vladdo habría podido ter­
minar mal. Pero no fue así. Desde que empezó a adquirir algu-
na conciencia de su vida, no se arredró. Cuando tenía nueve o diez
años, cuenta su hermana Luz Myriam, la tía Cristina, preo­cu­
pada de que el niño estuviera criándose con extraños, solo en Ar­
menia, resolvió ir por él y lo llevó a su casa de Chapinero, en
Bogotá, donde vivían sus hermanos. Lo matriculó en el Colegio
Antonio Nariño. Las tías lo consintieron y lo metieron a los boy
scouts. Pero sus hermanos lo veían un poco en menos, porque era
muy pueblerino. Vladimir no se adaptó y llamó a Armenia a su
padrino a decirle que mandara por él. Un hijo mayor de Eduar­
do Alzate fue a recogerlo y se lo llevó de vuelta a Armenia.
Un par de años después, cuando empezaba a acostumbrar­
se a vivir con su mamá en una finca cafetera cerca de Armenia,

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tuvo un accidente. Montaba en bicicleta al borde de la carrete­ra


cuando un camión que pasaba lo atropelló: se fracturó un bra­
zo. Su mamá lo llevó aún convaleciente a donde las tías de Bo­
gotá. Le había dicho que, si sus tías no lo recibían, lo metería a
un internado, pero las tías sí lo aceptaron. Quisieron matricu­
larlo en algún colegio cercano a la casa de Chapinero, pero el
pén­sum era muy distinto al del Inem de Armenia, donde había
estudiado sus dos primeros años de secundaria, así que termi­
nó matriculado en el Inem del barrio Kennedy, donde terminó
el bachillerato.
Cuando vino a Bogotá a vivir con sus tías viejitas, las ten­
siones crecieron. Diego era un adolescen­te al que le gustaba es­
cuchar tangos a todo volumen, hablar por teléfono y llegar tar­
de. Y ellas, chapadas a la antigua, lo regañaban. A los amigos del
colegio les daba la impresión de que poco lo aceptaban en esa
casa. Pero también dicen que no parecía importarle demasiado.
Era un muchacho inocente, más que ellos, alegre, que echaba
chistes flojos hasta el cansancio. Era además un buen estudian­
te: casi no tomaba apuntes pero sacaba excelen­tes calificaciones.
Por una especial conexión que sentía con Alemania —quizás
por la Barbería Berlín del padrino, por las tijeras alemanas con
las que les cortaba el pelo a los clientes o por las marcas de los
útiles de dibujo— estudió alemán en el colegio con tanta dedi­
cación que cuando salió prácticamente lo hablaba. Por supues­
to, su primer viaje al exterior, cuando ya estaba en sus veinte, fue
a Alemania.
Seguramente como no se sentía muy a gusto en la casa de
sus tías buscó apoyo y cariño en las familias de sus amigos. En
donde los Del Castillo lo animaban a que dibujara y celebraban
su habilidad. No salía demasiado ni era noviero. La plata de bol­
sillo que podía necesitar se la consiguió trabajando de sacristán.
Hasta el día de hoy no resiente el hecho de que las tías, que les
pagaron las carreras a sus hermanos en las costosas universida­
des de los Andes y Javeriana, a él le dijeran que saliera a rebus­
carse un trabajo cuando se graduara de bachiller.

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Se fue al Ejército como una aventura y, acostumbrado a la


disciplina de su padrino, se adaptó con facilidad y ascendió rápi­
damente. Luego de prestar el servicio militar, hizo trabajos que
odió después, como el de profesor de colegio, y otros que se go­
zó, como el de marquetero. Durante varios meses fue asisten­
te de su tía en una oficina de finca raíz que ella tenía. Le tomó
seis años graduarse de diseñador gráfico en un instituto poco co­
nocido, por la doble carga de trabajo y estudio.
En 1986, por iniciativa propia, fue al diario conservador La
República y demostró que era capaz de ser caricaturista. Lo con­
trataron. Le pagaban trescientos pesos por «mono» publicado.
—Esa capacidad para conseguir lo que se propone y propo­
nerse lo que le viene en gana le afloró desde chiquito. Me im­
presiona el episodio que cuenta su hermana de cuando usted no
se amañó con las tías y llamó a su padrino a pedir que lo lleva­
ran a Armenia…
—Fue simplemente el corazón el que manejó esa cosa. Me
dio papitis, porque, para mí, mi papá fue mi padrino Eduardo.
Yo estaba más cómodo donde las tías, que tenían mayor holgura
económica, pero estaba más triste.
—Hoy, cuando lo piensa, ¿no se sorprende de no haberse
trau­matizado con la inestabilidad familiar?
—Mi vida siempre ha sido a contramano. Donde mi padri­
no, a veces también me hacían ver que no pertenecía allí. Don­
de las tías no era mi casa. En el Ejército tampoco. Siempre he
estado en contravía.
—¿Eso le hizo crearse su propio mundo?
—Nunca abandono mi espíritu libertario. Soy obcecado, ca­
beciduro, terco. Para lo bueno y para lo malo. Capricornio, como
la ca­bra que siempre echa para arriba entre los riscos. Y siempre
llega.
—¿Tuvo algo que ver en formarle esa voluntad el padre
Huer­tas, párroco de Santa Teresa de Ávila, que lo hizo su mo­
naguillo y, luego, su sacristán con sueldo?
—De alguna manera, sí. No es que me diera consejos. El
único que repetía es que no cantara porque desafinaba. Más bien,

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es que tenía una aproximación muy liberal a lo religioso. Era


joven, estaba en sus treinta, y tenía un espíritu abierto a los jó­
venes. Si bien era estricto, pues si, por ejemplo, un niño lloraba
en misa, paraba la celebración hasta que lo sacaran, era también
moderno. Daba homilías de siete minutos. Me caía bien porque
era firme y, a la vez, fresco.
—¿Qué le tocaba hacer en su oficio de sacristán?
—Los cuatro años en que fui sacristán tocaba las campa­
nas, arreglaba los ornamentos de la iglesia, compraba las hostias
y el vino y leía epístolas. Conocí por dentro el ritual de la misa.
En vacaciones ayudaba hasta en tres misas diarias. Como no era
fiestero ni noviero, me la pasaba en la iglesia. Algún día pensé ser
cura. Después lo descarté.
—¿Sigue siendo tan católico?
—Soy creyente. No voy todos los domingos a misa, pero,
cuan­do voy, siempre comulgo. Es parte del rito. Pero nunca me
confieso. Para mí, ir a la iglesia es como ir a un cajero automáti­
co. No necesito que nadie me marque la clave para conectarme
con Dios.
—Así como fue buen sacristán, luego tuvo éxito como sol­
dado. ¿Cómo lo logró tomando tanto del pelo? El Ejército no
es propiamente el templo del sentido del humor.
—Era mamador de gallo pero disciplinado. Yo me someto a
las reglas explícitamente, no las rompo. Era juicioso, llevaba bien
el uniforme. Además le escribía los discursos a un capitán. Eso
hizo que confiaran en mí, me ascendieran a dragoneante y me sol­
taran la responsabilidad de entrenar a los reclutas.
—Su carrera de caricaturista también se la forjó usted mis­
mo. Publicó su primera caricatura política en La República en
mar­zo de 1986. ¿Recuerda cómo lo consiguió?
—Yo estudiaba en la universidad con una hermana del to­
rero César Rincón, Martha, que hacía gráficos para La Repúbli­
ca. (Yo ya había enviado, en 1984, dibujos a Los Monos de El Es­
pec­tador, donde les publicaban a los jóvenes, y me publicaron
unos.) Ella me sugirió que fuera a La República porque allá no

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tenían caricaturista. Años después, en mi oficio de asistente de


mi tía, fui a la Notaría 16, que quedaba en la misma cuadra de La
Repú­blica, me acordé de lo que me había dicho Martha y decidí
probar suerte. Le conté al portero que era ca­ricatu­rista y me dijo
que habla­ra con Ovidio Rin­cón Pe­láez, quin­diano, sub­director
del periódico. No tenía porta­folio. Le dibu­jé en un papel en cin­
co minutos un Turbay, un Ló­pez, un Be­lisario y un soldadito. El
14 de marzo de 1986 salió publicada mi primera caricatura.
—¿Cuándo empezó a vivir del oficio?
—Le decía yo a Yayo, un colega ya recorrido, que quería ga­
narme la vida solamente haciendo caricaturas. Y Yayo me res­
pondió: «Eso es lo ideal, y lo que hay que hacer para lograrlo es
tra­bajar». Eso fue al principio, cuando estaba en La República,
donde, además de caricaturas, hacía las infografías rudimentarias
de la época. No creía que fuera posi­ble vivir sólo de las caricatu­
ras y el diseño. Pensé que siempre tendría que complementar con
otra cosa. Yo les enmarcaba cuadros a los amigos, y también fui
profesor de educación física para sostenerme. En enero de 1987
me empezaron a publicar caricaturas en El Tiempo y entonces

Primera caricatura en La República, marzo 14 de 1986.

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renuncié a La República. Al director de La República no le gustó


y me dijo que entonces tampoco hiciera ilustraciones ni nada. Y
me echó del periódico. Así que me tocó vivir sólo de las carica­
turas. Pero a las malas.
—No parece que hubiera estado seguro de su vocación desde
muy joven, porque cuándo se graduó de bachiller se fue al Ejér-
cito a prestar servicio en forma voluntaria. ¿Qué hacía un artista
metido a militar?
—Como dicen los muchachos hoy, porque estaba «despar­
chado». No sabía qué iba hacer cuando saliera de bachiller. Mi
tía me dijo: «Bueno, yo ya le di el bachillerato, usted tiene casa,
pero mire a ver cómo se gana la vida». Entonces con tres compa­
ñeros, Héctor Alférez, Frank Bedoya y Jaime Díaz, acordamos
irnos para el Ejército. Fue una decisión colegiada.
—No lo pensó demasiado, parece.
—Todo en la vida se me ha dado así. Parece que hubiera es­-
tudiado en un «improvisatec». Yo no planifiqué ser padre a los
35, ser caricaturista a los veintidós, ni ganarme un premio a los
vein­ticuatro. En cambio, sí planeé no ir a Estados Unidos, y allá
terminé vi­viendo.
—Hizo dos semestres de publicidad en la Universidad Jor­ge
Tadeo Lozano y a pesar de que le dieron una beca desertó por­-
que no se dibujaba lo suficiente. Estudió finalmente diseño pu­
blicitario en la Corporación Internacional de Desarrollo Edu­ca­
tivo (cide). ¿Le sirvió de algo la escuela?
—Había sobre todo una profesora de diseño, María Victo­
ria Rodríguez, que me enseñó composición de imágenes. Marce­
lino González y Julio Sotelo me enseñaron muchísimo de la téc­
nica para las ilustraciones. Y con Alon­so González aprendí los
rudimentos de la fotografía, que me encanta.
—Su tesis de grado fue una recopilación de sus caricaturas
críticas del presidente Virgilio Barco.
—Sí, se llamó Mis memorias. Así me recuerda Vladdo.
—Desde sus primeras caricaturas en La República comenzó
a jugar con ideas que fue perfeccionando. Por ejemplo, la del em-

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El primer libro de caricaturas de Vladdo sobre el


gobierno de Barco fue su tesis de grado.

palme entre Belisario y Virgilio Barco es como una precurso­


ra de aquella metamorfosis que se hizo famosa en la campaña
de 1998, en la que Sam­per, el presidente saliente, se vuelve Ser­
pa, el candidato liberal. Hay otra más reciente de Napoleón que
se vuelve Uribe ¿Esa idea de dónde sale?
—La idea de hacer esas metamorfosis es un recurso común
en humor gráfico. Me gusta apelar a ella, primero, porque es una
forma de asociar a personajes con cosas que generalmente esos
personajes niegan. Es una manera de desnudarlos. Y, segundo,
porque hoy me permiten chicanear o presumir de lo que yo pue­
do hacer con juegos gráficos en el computador.
—La de Samper mutando a Serpa fue la que más ruido
hizo.
—Sí. Le dio el triunfo a Pastrana sobre Serpa en 1998. Fal­
tando una semana para la segunda vuelta, después de que Ser­
pa ganara la primera, estaban reunidos algunos miembros de la
campaña de Pastrana, Sokoloff, entre ellos. Él vio mi metamorfosis
de Samper a Serpa, publicada en El Espectador, y ahí resolvieron
copiar la idea y hacer un afiche con el que empapelaron el país.

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BB a VB

Samper o no ser…

El emperadorcito

Nota: Las caricaturas de Vladdo publicadas en este capítulo aparecieron en La República, El


Siglo, El Espectador, El Tiempo y la revista Semana.

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—Usted no quedó contento con publicar sólo en La Repú­


blica. ¿Có­mo fue que buscó a Álvaro Gómez y por qué le llamó
la atención trabajar en un diario como El Siglo, tan conservador
como su jefe?
—Ya le dije que nací predestinado a ser conservador. Apren­
dí a leer en El Siglo, mi padrino era muy godo y mis tías eran
alvaristas, y en la campaña del 74 llegó a mi casa un calendario
de Gómez y a mí me gustó. Así que me volví alvarista. Un día
lo llamé a la oficina de la revista Síntesis Económica y me dijeron
que me devolvería la llamada. Al poco tiempo, estando en La
República, para mi sorpresa, me la devolvió. Me dijo que le deja-
ra unos trabajos, pero para El Siglo, a donde se iba de director.
Después, cuando ya me habían echado de La República por publi­
car caricaturas en El Tiempo, me llamaron de El Siglo y me dije­
ron que me contrataban como caricaturista de planta. Me paga-
ban lo mismo que en El Tiem­po por cada dibujo, pero publica­
ba todos los días.
Alguien insustituible Perfil social

Homenaje a Gómez H., mientras estaba Vladdo recordó el lema de la campaña


secuestrado en 1988. de Samper como una cruel ironía
ante el asesinato de Álvaro Gomez
el 2 de noviembre de 1995.

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—Siempre fue muy benigno con Gómez, como si fren­te a


él tuviera un punto dé­bil. Algunas de las caricaturas más profun­
das e impactantes, de esas que no hacen reír sino llorar, las pin­tó
en su honor. ¿Por qué?
—No me tocó Gómez en el poder sino más como un perro
apaleado, derrotado en dos elecciones, secuestrado. Así que no
fue que no le diera duro por mi simpatía hacia él sino porque
nunca estuvo en el poder. Si me hubiera dado papaya, habría si­
do distinto. Claro que en la época de la Constituyente del 91 yo
no estaba de acuerdo con él; y precisamente la única vez que no
voté por él, sí ganó. Durante la campaña para la Cons­tituyente
hice muchas caricaturas en su contra. Cuando lo mataron, yo
estaba muy afectado y la caricatura que saqué fue mala.
—Fue incluso más de­moledor con figu­ras bastante más que­
ridas por el público, como Galán.
—Yo antes le tenía admiración a Galán, pero al final se ha­
bía rendido al Partido Liberal, se había reu­nido con Turbay y
había aceptado las componendas, y lo critiqué por eso.
—Sí, le puso el corba­tín y el traje rayado de Tur­bay. Más de­
moledor fue con Daniel Samper, un periodis­ta con una trayecto­

Nada personal ¡Tapen, tapen!

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ria ad­mi­rable, que quizás defendió a su hermano en momentos


difíciles porque honestamente lo creía inocente. Esa ca­ricatura
es quizás la más dura que le he visto contra alguien. ¿No le preo-
cupó ser injusto?
—Si se mira el contexto, no era tan dura. Esa caricatura sa­lió
luego de que el futbolista René Higuita había salido des­nudo en
Cromos, ta­pándose sólo con un balón. De ahí salió la idea. Mi crí­-
tica era porque Daniel había sostenido que el juicio a Samper ha­
bía sido justo y transparente. Si quería de­fen­der a su hermano,
enton­ces que dejara a un lado el perio­dismo, pero que no dije­
ra mentiras.
—En el entierro de Guillermo Cano, en diciembre de 1986,
le presentaron a Hernando Santos. Él le dijo que le llevara sus
«monos» para verlos. Y el 2 de enero usted ya estaba en la ofici­
na de él con sus caricaturas ¿Qué lo jalaba? ¿Las ganas de pu­
blicar en el diario más poderoso del país? ¿Probarse que usted
era capaz?
—Una vez, cuando estaba en el colegio, charlando con Gus­
tavo del Castillo, vimos unas caricaturas de Naide en El Tiempo, y
yo le dije: «Huy, qué berraquera publicar mis dibujos en El Tiem­
po». Eso quería: verlos publicados allí. Pero quizás también ne­
cesitaba probarme hasta dónde podía llegar. Es como echarle los
perros a una vieja que uno cree que está fuera de las posibilida­
des de uno, y que ella le pare bolas. ¡Uno no lo puede creer!
—¿Le preocupa que lo excluyan?
—No he crecido con resentimiento ni complejo de clase. No
me importa aparentar. Soy irreverente y saludo a los poderosos
y les echo puyas como si nada. Recuerdo que, el año que entré a
Semana, estábamos trabajando en vísperas de Navidad. Felipe
Ló­pez, que lo puede mortificar a uno mucho con sus comenta­
rios, dijo: «¡Qué tal esta vaina! Yo lleno de plata y trabajando en
Navidad. ¿Por qué cree que estoy en la revista un 22 de diciem­
bre?». Yo le contesté sin pensarlo: «Porque no tiene tanta plata».
No les he tenido miedo a los poderosos.
—También fue a golpear las puertas de El Espectador.

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—Un día vi a Osuna entre un carro y le golpeé en el vidrio.


Él se asustó. Le dije que yo era Vladdo, el caricaturista, y le pedí
el teléfono y nos hicimos amigos. Además, su hermano, el padre
Javier Osuna, a quien yo también conocía, era amigo de mi her­
mano Alfonso por la Javeriana. Por Osuna conocí a Álvaro Mon-
toya, que trabajaba en El Siglo, y a Fabio Castillo y a Aura Rosa
Triana, de El Espectador, periódico al que yo iba con algu­na fre­
cuencia. Una vez hice un dibujo que le gustó mucho a Fa­bio, y
él se lo mostró a Fernando Cano, el director. Así empecé a cola­
borar en ese periódico: publiqué ilustraciones a color para La Se-
mana Económica y otras para «Internacionales» desde fines de
1987 hasta 1992. Precisamente el día que explotó la bomba en el
periódico, yo había salido unas horas antes, pues me había que­
dado hasta la una de la mañana haciendo mis ilustraciones. Tam-
bién publicaba ocasionalmente caricaturas allí, pues, como Osu­na
no mandaba dibujos todos los días, otros publicábamos cuando
él no salía.
—Usted suele decir que Osuna es su maestro. ¿Qué le ha
enseñado?
—Osuna no se ha propuesto enseñarme nada. Nunca habla­
mos de nuestro trabajo antes de publicarlo. Pero ver la actitud de
Osuna, no sólo con las fuentes sino también con los medios
donde trabaja, me reforzó algo que siempre he sabido: la impor­
tancia de la independencia. Osuna abrió un camino para que a
nosotros los caricaturistas nos respetaran en los periódicos co­
mo periodistas, para que no nos trataran como cuentachistes ni
pintamonos.
—Sólo después de muchos años de rebuscarse donde le pu­
blicaran, usted empezó a tener suficiente reconocimiento para
que lo llamaran de un medio que usted no buscó: la revista Se­
mana. Fue su caricatura de Santodomingo, o del Santo Domi­
nio, como usted lo llama, la que fascinó a Felipe López.
—En 1994 estaba en Cali trabajando como director de diseño
de El País. Hacía caricaturas para El País y El Siglo. Me llamó Fe­
lipe López por esa caricatura del r-4 que tenía todo hecho por el
Grupo «Santo Dominio». Osuna también le había hablado de mí.

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Viene con todo

López me dijo que me fuera a Semana de tiempo completo y


con exclusividad. Renuncié, pero, cuando llegué a Bogotá, Feli­
pe había resuelto pensarlo mejor. Al final se decidió y entré no
sólo como caricaturista, a hacer la «Vladdomanía» —nombre
que le puso Felipe—, sino también como director creativo.
—Esa caricatura del Grupo Santodomingo usa un recurso
al que usted apela con frecuencia: el de identificar las partes de
una persona o cosa con letreros que les cambian el sentido.
—Uno, como caricaturista, agarra los mensajes reales que
la gente conoce (uno presume que la gente ya vio, oyó o leyó lo
que está ocurriendo) y les da el bote y muestra otra cosa. Si la
gente no tiene el conocimiento previo de lo que uno está ha­
blando, la caricatura no funciona. Uno entonces hace explícito
el doble sentido, y el lector chasquea los dedos y dice ¡pues cla­
ro! y completa la caricatura. Así, por ejemplo, cuando yo pongo
a Uribe a decir que él es capaz de asumir sólo su autodefensa, la
gente completa la caricatura en el sentido que quiere.

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Visto por dentro

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—¿Cuida tanto las leyendas de sus caricaturas como el


dibujo?
—Siempre he sentido que esta profesión es buscarle el do­
ble sentido a todo: a las palabras, a los gestos, a los vestidos, a to-
do. Soy muy juguetón. Soy, además, aman­te del idioma español.
Cuido las palabras de mis leyendas para que no tengan errores y
sean precisas. Si me falla esta profesión de caricaturista, me me­
to a corrector de estilo.
Así, ni modo Sorprendidas

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—Los fotomontajes tam­bién son una especiali­dad suya. El


primero que en­cuen­tro es un afiche que parodia el de la pelícu­
la Su nombre es peligro, de James Bond, con «Su nombre es Vir­
gilio». Lue­go vinieron más, el de «Cash Marx», cuando la caí­
da del muro de Berlín en 1990, y varios cuando el gobierno de
Sam­per. Con Uribe los ha usado menos, pero está ese clásico
de «Nacido el 4 de julio». ¿Qué fuerza le da al mensaje el foto­
montaje que no le da el dibujo? ¿Cuáles lo han dejado más sa-
­tisfecho?
—Ese primero de «Su nombre es Virgilio» no es en reali­
dad un fotomontaje, es puro dibujo. Es una parodia. Es el mis­
mo concepto de La mujer del año, un musical de María Cecilia
Bo­tero, a cuyo afiche yo le puse a la muerte como la mujer del
año. Está también el Forrest Gump que es Uri­be. Ése es muy
bueno, modestia aparte, porque es muy acertado. Los tipos se
parecen mucho.

Simultánea nacional

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Forrest Gump

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—En 1992, usted se fue becado a estudiar diseño en un ins­


tituto adscrito a la imprenta oficial de Holanda. ¿Cómo enri­
queció ese aprendizaje sus trazos?
—Ahí fue don­de despegué en el manejo del computador.
Hacíamos diseño con un programa que conocí allá y que se lla­
ma Quark XPress, y aprendí muchas cosas teóricas de diseño.
He sido el caricaturista que primero y que más ­(se me está sa­
liendo toda la inmodestia que reprimo) les ha metido tecnolo­
gía a los trabajos. Hoy mis trabajos son mitad virtuales y mitad
dibujo a mano alzada.
—Lo dice su colega Alfín, Álvaro Mon­toya, en el prólogo
de uno de sus libros, Vladdografías, que usted es un vanguardista
en la tecnología. Pero creo que esas ideas de combinar el dibujo
original con afiches de películas o teatro ya las tenía en la cabe­
za antes de la técnica.
—Sí, yo lo hacía con fotocopias o sólo con dibujo, y cuando
llegó la técnica pude desarrollar mejor esas ideas. Ahora bien,
creo que la tecnología, los efectos especiales, deben ser como el
perfume: si uno se echa unas goticas, está bien; pero si uno se
echa el frasco encima, hiede. Es decir, lo ideal es que la técnica
no se note tanto. Hoy en día, muchas partes de mis caricaturas
ya están digitalizadas: las tramas de fondo, mi letra en las leyen­
das, algunos dibujos que se repiten.
—¿Tener esos detalles digitalizados le permite mantener
ese trazo limpio que lo caracteriza?
—Eso tiene que ver con mi pereza. Yo trabajo mucho pero
soy perezoso en muchos casos. Al contrario de Quino, que hace
unos dibujos muy adornados, de cuadros detallados, yo soy del
parecer que en las caricaturas lo que no es indispensable sobra.
Por eso no pongo paisajes. Descuido el entorno para concen­
trarme más en la ropa, en los detalles de la figura del personaje.
—En sus múltiples trabajos de diseño de publicaciones y
rediseño de diarios colombianos y extranjeros ­ —El Universo
de Guayaquil, El País de Cali, Gatopardo, El Espectador, Soho—
trabajó al lado de grandes como Mario García y Roger Black.
¿Qué les aprendió?

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—Ahí descubrí, aunque no suene bien decirlo, que Mario


García tiene un talento que sabe vender bien, pero no es un pro­
digio. Llega a un periódico a dar una asesoría y siempre dice que
le gusta estudiar la ciudad para diseñarlo. Eso es paja, porque
él llega con el mismo diseño a cada ciudad por temporadas. En
cam­bio, Roger Black sí es un genio. Es disciplinado, sabe de ti­
pografía como pocos y es francote con los clientes.
—Ustedes fueron socios con Black y con el mexicano Eduar­
do Danilo. ¿Cómo trabajaban?
—Para Soho o para Gatopardo o para Poder, yo hice los boce­
tos del número cero, los discutimos con Danilo, y luego viajamos
a donde Black para que él los revisara. Roger ha creado fuentes
y cuida mucho el trabajo tipográfico. Él se va a rescatar lo clási­
co y lo vuelve moderno. Él sí se mete en los archivos del perió­
dico y retoma ideas de ahí para el rediseño.
—No sé si es la influencia que ha ejercido sobre usted el
ofi­cio de diseñador, pero en sus caricaturas lo veo ensayando di­
ferentes trazos, letras y compo­siciones en diversas épocas. En­tre
el 88 y el 90, por ejemplo, le dio por dibujar como un niño; lue­
go aparecen personajes al estilo Fontanarrosa, como salidos de
Inodoro Pereyra. ¿Son exploraciones?

Favor Tío Sam

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Ciclo vital

Nos internacionalizamos

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—Es sobre todo influencia del gran caricaturista venezola­


no Pedro León Zapata. [Saca un libro de Zapata.] ¿Ves? Es­­to
es en crayón, esto en tinta, pero luego tienes esto como en acua­
rela. Eso me gusta mucho. A veces, según lo que quiera decir,
busco el recurso gráfico que mejor se adapte. Cambio de líneas
para dibujar. Lo de los niños era deliberado, quería pintarlo así.
—Desde que empezó a publicar sus dibujos expresa usted
especial solidaridad con los niños y los pobres. Usted tuvo una
infancia difícil y vivió, como la mayoría de los colombianos, con
poco dinero. ¿Tendría esa sensibilidad si no fuera así?
—Aunque quizás tenga que ver con mi historia, uno, como
periodista y como caricaturista, siempre se pone del lado del dé­­-
bil. Por ninguna razón se justifica el abuso del débil por el fuerte.
Los adultos dicen que es por el bien de los niños que los aban­
donan o les pegan, y que eso les duele más a ellos. No es cier­to:
eso les duele más a los niños.

Desamparados y emparamados

Colombia tierra querida

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Sólo promesas

Empobrecimiento ilícito

Lo de siempre

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—Algunos caricaturistas han creado personajes permanen­


tes para contar sus historias políticas: Osuna creó a la monja, a
Lilín y a otros; Antonio Caballero tiene a su ganade­ro y a su ama
de casa; Fonta­narrosa, a Boogie, etc. Sin contar a Aleida, que no
es po­lítica, no tiene usted perso­najes permanentes. Sólo en­con­
tré un viejito bogotano en sus primeras caricaturas de La Repú­
blica y El Siglo, pero luego no lo vi más.
—Siempre los carica­turis­tas soñamos con un personaje que
la gente identi­fique con nosotros y que tenga conti­nuidad. Sin
embargo, empecé a dibujar al viejito y no quedé muy conten­to.
Se llamaba don Cándido de Veras, para burlarme de los De
Pombo, de los De Brigard. De pronto lo resucito. Uno no sabe.
Interrogantes Don Cándido de Veras

—Es como si sus personajes favori­tos fueran los pro­pios pre­


sidentes de la Re­pública. A varios de ellos los caracterizó con
un grafismo. Por ejemplo, las gotas de sudor de Barco, que vue-
lan y que luego se vuelven estrelli­tas bailando sobre su cabeza. Me
impresiona la fuerza de ese símbolo para representar una cabe­
za perdida, porque sólo después afloró el Alzheimer de Barco.
¿Cómo concibió usted ese símbolo y cómo fue evolucionando?

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Frustración Insiste él

Contra su voluntad Siempre dudando

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Dizque no —¡Es que yo le veía las


estrellitas a Barco! Yo que­
ría mostrarlo como un au­
tista, co­mo en la luna, co­
mo perdido, porque así lo
percibía. En esa época no
estaba en el circuito social
ni político, como lo estoy
hoy, así que no sabía más
de lo que veían los demás.
—César Gaviria fue
siem­pre niño en su versión
de la historia y a veces te­
nía un lápiz en la oreja. Es
cierto que era joven, pero
tenía amplia experiencia.
¿Por qué lo pintó así?
—Fue el Presidente más joven en mucho tiempo en Co­
lombia. Era sólo la edad. Incluso le decía «Cesar­dino».
—Quizás la imagen del presidente Pastrana que per­durará
en el tiempo es la que usted creó de él metido en un saco que
le queda enorme. La primera caricatura que encuentro con esa

A César lo que es de César

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American Way Qué más quieren

Vladdo critica los decretos que sacó el


gobierno de Gaviria para que los
narcotraficantes se sometieran a la justicia.

figu­ra naciente —el saco no era tan grande ni la cabeza tan pe­
queña— es del 1o de no­viembre de 1998, apenas tres meses des­
pués de que se posesio­nó como Presi­dente. Sim­boliza su peque­
ñez frente a la potencia de Es­ta­dos Unidos. ¿Lo pensó así desde el
principio, o el personaje solo se fue achicando entre esas ropas?
—No fue algo delibe­ra­do. Salió una primera vez, y Álvaro
Montoya me dijo que yo por qué pintaba a Pastra­na así, y, expli­-
cándo­le, me vi diciendo: «Es que esta vaina le quedó grande».
A partir de ahí me di cuenta de que ésa era su mejor caricatura.
Nora [de Pastrana] me decía que a ella no le importaba que la
pintara como una Barbie, pero lo que sí no aceptaba era que
pintara a Andrés con esa ropa tan grande.
—No veo, paradójicamente, un mensaje gráfico tan claro,
de un solo símbolo, para caracterizar a los dos presidentes con­
tra los que usted ha sido más feroz, Ernesto Samper y Álvaro
Uri­be. A Samper siempre le cuestiona la moral y a Uribe el mi­

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Los tres días que cambiaron al mundo

A contratiempo

Semana, 1998. Semana, 2002.

Todo está en juego El alto mando

Así vió Vladdo en Semana el día en que


«Marulanda», jefe de las Farc, dejó
metido al presidente Pastrana cuando se
iniciaron los diálogos de paz en el Caguán, 1998.

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La Venus de Milo litarismo, pero eso está más en las le­


yendas de las caricaturas que en los
símbolos gráficos. ¿Les ve demasia­
dos defectos para resaltar uno solo?
—Sí. Yo creo que, de alguna ma­
nera, tienen tantos problemas, es­
tán metidos en tanto bollo, que no
es fácil agarrarles una sola cosa que
los identifique. Lo que hice con Uri­
be, después de que se salió de la ropa
cuando perdió el referendo, fue po­
nerle la aureola de santo remendada.
Quería cuestionar esa idea que tenía
la gente de que era un santo.

El poder

No es fácil convertirse en uno de los


caricaturistas más celebrados por el
público y mantenerse alejado del po­
der. Vladdo se ha ganado su fama por
el enorme empeño que ha puesto en abrirse campo en un país
donde las herencias y los padrinazgos pesan aún demasiado. Tam­
bién porque ha demostrado su independen­cia. No ha dudado en
defender su libertad, aun sacrificando preciadas oportunidades.
Al mismo tiempo, sin embargo, esa popularidad lo ha acer­
cado mucho al poder, y él parece disfrutarlo. Figura casi siempre
entre los invitados del jet set criollo. Su visión de lo que acontece
y de las decisiones que se toman en los centros políticos o econó­
micos ya no es la de un observador externo, que mira con ojo dis­
tante. Ahora él es parte de éstos. Trata personalmente a los pro­
tagonistas de la política en reuniones y fiestas en las que departen
juntos. Si quiere hablar con alguno de ellos, sólo tiene que marcar
su celular, y es muy probable que le respondan agradados, incluso
aquellos con quienes ha sido más demoledor en sus dibujos.

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Frases de campaña

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Puede ser que estar mejor informado y ver los acontecimien­


tos desde un balcón privilegiado le permitan ser más agudo en
sus burlas. También es probable que capte mejor los gestos y fi­
guras de los poderosos si los ha visto actuar en persona. Ésos
son sus argumentos para justificar su intensa actividad social.
Por ahora han resultado ciertos. Sus caricaturas, nada com­
placientes con el poder, hablan más fuerte que cualquier cues­
tionamiento que pudiera hacérsele. También, desde comienzos
de 2006 empezó a producir Un Pasquín, periódico mensual que
él mismo escribe en gran parte, ilustra, produce y distribuye a
cinco mil personas. Lo definió como el periódico de la «o», de
la oposición, en contraste con el partido de la u, del uribismo,
y lo proclamó «políticamente incorrecto». Lo financia casi todo
de su bolsillo, y es quizás la publicación más radicalmente an­
tiuribista de las actuales.
—Quizás su más costosa pelea con el poder fue cuando em­
pezaba su carrera. Usted estaba feliz de publicar en El Tiempo,
pe­ro un día se dio cuenta de que el director había cambiado la
le­yenda de su caricatura, dándole un sentido muy diferente al
original.
—En julio o agosto de 1987 llevé una caricatura de un muñe­
co que leía el diario, y el titular era uno real del periódico: «Ame­

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nazadas las playas de Cartagena». Le puse de remate la leyenda:


«Ni que fueran jueces». Eran los tiempos en que el narcotráfico
asesinaba jueces todos los días. Al otro día la vi publicada con la
leyenda cambiada: «Hasta dónde se mete el m-19». Me fui fu­
rioso al periódico a protestar. Don Hernando [Santos], sorpren­
dido, dijo que él siempre cambiaba las leyendas de las caricatu­
ras y no pasaba nada. Le exigí rectificar. Santos aceptó publicar
la rectificación, pero me dijo que, si lo hacía, no podría publicar
más mis caricaturas en su diario. Yo no cedí, y me fui. Me de­
cía a mí mismo: «¡Cómo me pasa esto! Lo que más quería era
estar en El Tiempo y, cuando lo logré, me tocó irme». No hice
mucha bulla. Después me en­trevistaron en Semana sobre el in­
cidente, y por eso se supo.
—Vivió otro episodio parecido en Semana, pero con final
feliz.
—Felipe me colgó una caricatura en pleno Proceso 8.000.
Hice un fotomontaje del afiche de la película Duro de matar y pu­-
se a Samper con una leyenda que decía «Duro de tumbar». Fe-
li­pe quería cambiarle la leyenda. Yo no transé. O todo o na­da. Así
que no salió nada. Me fui un mes de vacaciones. Al regresar de
vacaciones, siendo yo empleado de Semana, Felipe no se deci­
día a reanudar la publicación
de la «Vlad­domanía». Al fi­
nal me fui a la re­vista Dine­
ro y le pregunté a su direc­
tora, Fa­nny Kertz­man, si me
recibía allá, y ella dijo que
sí. Cuando le insinué a Feli­
pe que po­­dría irme de la re­
vista, me dijo que siguiera, y
acordamos que él no volvería
a ver las caricaturas antes de
pu­blicarlas, así no inten­ta­ría
cambiarlas. Arreglado el pro­­-
blema. Y así ha funcionado
hasta la fecha.

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—¿Ha tenido otros líos con poderosos?


—Algunos roces meno­res. Cuando capturaron a Gil­berto
Rodríguez Orejuela, puse en la caricatura el titular de la noti­
cia y al entonces contralor, David Turbay, diciendo: «¿Hay pe­
ligro de que confiese?». Él estaba siendo investigado en el Pro­
ceso 8.000, pero aún no lo habían condenado. Me contaron que
me iba a poner una tutela, pero desistió. Otro que se disgustó
conmigo fue el general Bonnet, a quien no le gustaba que lo pin­-
tara de dientes volados y gafas oscuras. Se mandó arreglar la bo­
ca y se puso gafas claras. Perdió esa platica, porque lo seguí pin-
tando igual. Otra vez puse al presidente de Argentina, Carlos Mé­
nem, diciendo: «Che, yo no entiendo por qué nunca nos invi­
tan a las reuniones del g-7, si somos la primera prepotencia del
mundo». El agregado de prensa de la embajada envió una carta
de protesta.
Reacciones contraloriadas

El contralor David Turbay, investigado en el 8000, reacciona ante la


captura del narcotraficante Rodríguez Orejuela.

—Usted nunca ha dejado de burlarse de los narcotrafican­


tes y los mafiosos. Incluso creó un personaje de gafas negras que
los simboliza. Sé que no le gusta contar, ni se queja de presiones
indebidas, pero entiendo que sí le han enviado mensajes intimi­
dantes. ¿Ha tenido miedo?

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Al general Bonnet nunca le gustó que Vladdo le


pusiera gafas oscuras y dientes volados.

—No pienso en el miedo porque no podría hacer nada.


—¿Lo han amenazado?
—Al blog me llegan insultos. Una vez recibí un mail perso­
nal amenazante, dicién­dome que me fuera del país. No pienso
en eso ni le doy importancia porque no quie­ro autocensurarme.
No es por valiente, sino para trabajar tranquilo.
—Es decir, por cobarde.
—Sí —se ríe—. ¡Me da pánico sentir miedo!
Bueno saberlo

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Se busca

—Su más reciente episo­dio de voluntarismo es Un Pasquín


¿Este pe­riódico es para «joderle la vida al Presidente», como les
dijo a unos estudiantes hace poco?
—Creé y lancé Un Pasquín en un momento en que estaba
harto de tanta pleitesía con el gobierno. Me ofendía. Uno tiene
que poder decir estas vainas que pasan y que la prensa no re­
coge. Llamé a unos compinches que me colaboraron sin cobrar
nada. Es una tarea de cívica. Como la libertad de expresión en
Colombia es privada, uno tiene que tener su propio medio para
poder decir lo que quiere.
—¿No dice más y mejor y llega más lejos con su «Vladdo­
manía» que con este Pasquín, que, como lo dice su nombre, es
algo panfletario y trae demasiada opinión y poca información?
—En un medio común y corriente no hubiera podido sa­
car una entrevista como la que le hice a Michael Frühling, re­
presentante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas pa­
ra los Derechos Humanos en Colombia. Dijo que era la mejor

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entrevista que le habían hecho, según supe luego. Publiqué una


investigación sobre Avantel, y nadie rectificó a pesar de las de­
nuncias. Entrevisté al presidente Uribe, y dijo cosas que no ha­
bía dicho anteriormente. Pero nadie recogió nada de esto. Eso
me ratifica que Un Pasquín vale la pena porque otros medios no
publican lo que yo publico aquí. Ahora sale Un Pasquín más hu­
morístico, con Boogie el Aceitoso, de Fontanarrosa, y otras co­
sas de mamadera de gallo. Pero yo quise que, en el primer año,
Un Pasquín se posicionara como una publicación seria, de opi­
nión si se quiere, aburrida. Seguirá siendo una publicación polí­
tica y deliberadamente sesgada de oposición.
—¿Cómo maneja la presión de la popularidad de Uribe,
siendo tan antiuribista?
—Recibo insultos tremendos por mis caricaturas contra Uri-
­­be en Semana. Su imagen se ha ido desinflando. Creían que uno
era un loquito, pero ahora, con el destape, ya se ve que en algo
tenía razón. Desde su primera campaña puse su imagen como si
tuviera una pistola, lo rotulé como Mesías y me inventé la pala­
bra «furibistas» para definir a sus seguidores acérrimos.
—También le fue adornando el Palacio de Nariño, en esa
sección de «Vladdomanía» que nació durante el gobierno de Pas­­
trana: el Palazzo Presiden­cial. Cuando se empezó a hablar de

Vladdo le cambia el sentido a una frase del presidente Uribe al asociarla


con los políticos uribistas investigados por la parapolítica, Semana , 2007.

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Cuando se habló de reelección aparecieron Cuando el escándalo de la empresaria del
las columnas para el segundo piso. chance, «La gata» Vladdo la puso en el tejado.

Cuando Uribe fue reelegido, el palacio Cuando vinieron las denuncias contra uribistas
se volvió castillo de dos pisos. involucrados en la parapolítica, Vladdo recordó
el elefante símbolo de la infiltración de
narcodineros en la campaña de Samper.

Ante la noticia de que Uribe le haría el


guiño a su pupilo Andrés Arias como su
posible sucesor, Vladdo puso un altillo
con el nombre «Uribitwo». Arias, minis­
tro de Agricultura, es apodado «Uribito»
por emular al Presidente.

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reelección, usted comenzó a levantar las columnas del segundo


piso del palazzo, y, cuando se destapó que una polémica dueña
de negocios de chance apodada «la Gata» le había donado cien
millones de pesos a la campaña de Uribe, usted pintó un gato en
el tejado. ¿Por qué detesta a Uribe?
—No es que lo deteste, pero estoy convencido de que es fal­
so, hipócrita, desfachatado. Que todo lo calcula y lo hace tras bam­
balinas. Y la gente está engañada y le cree.
—Por su postura tan radical contra Uribe fue tan cri­ticada esa
imagen que circuló de usted en una fiesta con Uribe, en la que él
montaba a caballo alrededor suyo. Era como la caricatura en vivo
que Uribe hizo de usted. ¿Có­mo se prestó para eso?
—Fui al cumpleaños de Gabriela Febres-Cordero, la espo­sa
de Luis Alberto Moreno, que es mi amiga, a una finca en Rio­
negro. Acepté ir pese a que sabía que iba a estar Uribe y, desde
que llegó a la fiesta, le eché puyas todo el tiempo. Al final, el Pre­
sidente me puso en el centro del ruedo y me dio la vuelta con el
caballo. Fue algo espontáneo que se dio así. Yo no podía hacer
nada. Decir que no, era romper el protocolo de la reunión, y eso
es algo que yo no hago. A estas alturas del juego, la gente sabe
que yo no me descresto tan fácilmente. Los medios le pusieron
mucha tiza a eso, creyendo que, a partir de ahí, mis caricaturas
iban a cambiar frente al Presidente.
—¿No corre el riesgo, al acer­carse tanto a los círculos de po­
der, de que le pasen esas cosas?
—Depende mucho de cómo se relacione uno con ese círcu­
lo. No dejo que se metan en mi vida privada y me encargo de
rea­firmar mi independencia. Por ejemplo, hace dos años, Pon­
cho Rentería invitó a unos periodistas a ver un partido de la Se­
lección Colombia en su casa, donde yo nunca había estado an­
tes. Se suponía que era un grupo de seis periodistas o algo así.
Al llegar, había como veinte personas, todas del jet set. Y un mi­
nuto después llegó Ernesto Samper, cosa que me ofuscó, por­
que a mí no me habían avisado que él iba. Así que de inmediato
abandoné la reunión. No voy a ayudar a reencaucharlo. Tengo

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Inmutable

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muy pocos amigos entre los políticos. Para mí, amigo es el que
le cubre a uno el sobregiro de fin de mes, es al que uno le cae
el domingo a almorzar sin avisarle. Y ninguno de ellos entra en
esa categoría.
—Ponerse en la postura de moralista siempre es difícil. Im­
plica que uno se siente bueno y mira a los otros como malos.
—Nunca me he sentido me­­jor o peor que nadie. Sim­ple­men­
te, hay cosas que pasan y que no se pueden ignorar. Son inocul­
tables. No hago caricaturas sobre rumores. Pero cuando hay al­
go demasiado pro­­tuberante de inmoralidad, hay que decirlo.

Limpieza monumental Reacción oficial

—Eso lo ha pensado des­de muy joven, ¿no? En el colegio


ya tenía usted una posición política fuerte, e incluso hizo carica­
turas críticas del Estatuto de Seguridad del go­bierno de Turbay.
—El Inem era como una Uni­versidad Nacional chiquita.
Cuando había paros o protestas, nos mandaban tanques y poli­
cías que entraban al colegio. Hicimos en mimeógrafo un perió­
dico llama­do El Humanista. En sexto de bachillerato publiqué
allí unas caricaturas que armaron un tierrero. Una era Turbay
en medio de huesos y torturas, y debajo decía: «En Colombia se
respetan los derechos humanos»; y la otra era del rector en una
playa diciendo: «Estamos haciendo lo posible para liberar a los
estudiantes presos».

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Dibujos de Vladimir Flórez cuando era estudiante en el Inem de Kennedy
en Bogotá. Su compañera de curso Janeth Suárez todavía los conserva.

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—¿Lo ha alejado del colombiano típico el mundo de los po­


derosos donde se mueve ahora?
—Yo soy de provincia. Soy un colombiano común y co­rrien­
te, que fue a escuela pública. Hoy me muevo en un mundo dis­
tinto pero he tenido el cuidado de no comerme el cuento. De no
perder el polo a tierra. Hoy me saludan y me invitan. Mañana de-
­jo de estar en Semana y ya no me van a invitar mucho.
—Sin embargo, usted ya es famoso… ¿Eso no lo ha cam-
­biado?
—Si comparo mi posición de hoy con la que tenía hace vein­
te años, sí, mi trabajo es más conocido y comentado. En mi vida
personal ha habido una transición. Pero no me gané la lotería.
Em­pecé a trabajar en esto hace tiempo. Tuve suerte y mi traba­
jo hizo el resto. He vivido muchas experiencias que vive un co­
lombiano que pasa de la provincia a la capital, que pasa del ano­
nimato a ser conocido, que creció con privaciones y ahora vive
cómodamente… Tengo, por eso, una visión completa de la co­
lombianidad. No es lo mismo criticar el poder si uno no lo cono­
ce por dentro.
—Algunos ven, en ese orgullo que usted tiene de haber he­
cho algo con su vida, una suerte de pretención…
—Más que pretencioso, soy ambicioso. Claro que estoy or­
gulloso de haber llegado a donde estoy hoy, sin herencias, sin
títulos de grandes universidades, sin papás que me pagaran na­
da. Estoy satisfecho, pero no conforme. Puedo y quiero llegar a
más. No es asunto de plata. Es que siento que puedo hacer más
cosas.
—Según Luz Myriam, su hermana mayor, de niño usted
de­cía que, cuando fuera grande, quería tener harta plata para
po­der montar en avión todo el tiempo. Hoy vive parte del año
en Miami, y lo invitan tanto a dar conferencias o asesorías que
viaja mucho, monta en avión todo el tiempo.
—No sabía que había dicho eso de niño, pero se me cum­plió
el sueño. Ado­ro viajar. Yo no tengo plata ahorrada porque la he
gastado en viajes.

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—¿Está satisfecho?
—En una época, hace tiempo, antes de que nacie­ra Sofía,
me decía: «Si me muero hoy, me muero tran­quilo». Era una for­
ma de satisfacción que tenía con lo que me dio la vida. No la des­
perdicié. Lo más du­ro que me ha pasado en la vida nunca me ha
llevado a situaciones extremas de desesperación: fumar basuco
tres días o emborracharme un mes. Sin embargo, desde que na­
ció Sofía siento que tengo que vivir por lo menos hasta que ella
termine la universidad; no la puedo dejar a la deriva, ni perder­
me su juventud ni su preparación para la vida.
—A lo largo de su carrera ha publicado muchas caricaturas
sobre la violación de los derechos humanos y el paramilitaris-
­mo, pero también contra la violencia guerrillera ¿No se siente des­
alentado a veces de repetir la misma historia tantos años?
—Es cierto. He pensado en estos días sacar una «Vladdo­ma­
nía» con caricaturas viejas que podrían publicarse hoy y se­rían
perfectas para contar lo que pasa. A veces también siento que
debería publicar un solo cuadrito de «Vladdomanía» y dos pági-
nas de «Aleida». Es más fácil pensar sobre amor y sexo que se­
guir comentando la miseria de la situación en la que nos se­
guimos moviendo. Aleida es un solaz.

Casos aislados

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El sino rutinario Innecesaria la crisis de Estado

Estas caricaturas de Vladdo de los ochenta siguen vigentes hoy.

Sin protocolo Década de guerra

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Aleida

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La pasión que no es

—¿Qué le indigna más: la impunidad o la indiferencia fren­


te a la violencia?
—Yo hago un esfuerzo constante para que la gente no asu­
ma la violencia como rutina. La forma como los medios cubren
el conflicto lo vuelve algo cotidiano. Si El Tiempo o la televisión
no le dan importancia a un hecho, así lo asume todo el mun­
do: la policía, los fiscales, los jueces. Ahí empieza la cadena de
la impunidad. En cambio, si Julio Sánchez u otro periodista
importante magnifica un hecho porque le pasó a un amigo, se
vuelve un propósito nacional hacer justicia. Esa manipulación
del poder que hacen los medios es el comienzo de la indiferen­
cia y de la impunidad.
—¿Piensa que su voz es muy solitaria?
—Yo sí siento que soy una voz demasiado solitaria. La gen­
te lo considera a uno un amargado, un pesimista, que no ve na­
da bueno. Pero ¿qué le hacemos? Uno advierte, critica, ésa es la
tarea del periodista.

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Este libro
se terminó de imprimir
en los talleres gráficos de Nomos Impresores,
en el mes de diciembre de 2007,
Bogotá, Colombia.

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