CARTA DE CHARLESALEXANDER LESUEUR A LOS HERMANOS GRIMM,
informándoles acerca de los sorprendentes e insólitos hallazgos del ilustre
explorador, naturalista y visionario François Auguste Péron, en relación a un lobo, una niña y la Historia de la Humanidad.
A los Sres. Jacob y Wilhelm Grimm en París, el 2 de Abril, 1811 Mis queridos Señores,
No siendo mi voluntad molestarles o distraerles de sus quehaceres, tengo el atrevimiento de dirigirme a Vds. mediante esta epístola, dado que, muy a mi pesar, me siento en la urgente obligación de hacerlo. Les ruego tengan paciencia suficiente para leer esta misiva en su totalidad, porque no es sino llegando hasta su fin que podrán Vds. comprender su verdadero propósito y sentido más hondo, así como los motivos que me impulsan a escribirla. Trataré de no alargarla en demasía con asuntos excesivamente anecdóticos y de llegar a lo que me preocupa con la mayor celeridad posible. De antemano les doy las gracias por su tiempo, que me consta es muy valioso, y por la deferencia que muestran hacia mi persona otorgándome el honor de leer estas líneas; les pido disculpas, además, por todas las torpezas que sin duda cometeré y por todos los errores en que haya podido yo incurrir en el transcurso de ésta, así como por mi alemán, que no es tan bueno como cabría desear.
Mi nombre es Charles‐Alexander Lesueur. Hace poco más de 6 años embarqué a bordo de la nave Le Naturaliste, integrante de la expedición Baudin, que recorrió los Mares del Sur, más allá del Cabo Buena Esperanza y justo hasta el Océano Pacífico. Como supongo sabrán, esta expedición, patrocinada por la Marina Francesa y capitaneada por el gran explorador Nicolas Thomas Baudin, tuvo principalmente fines científicos, incluyéndose en su tripulación geógrafos, naturalistas, cartógrafos, médicos, jardineros y artistas, entre los cuales se incluyeron mi querido amigo el explorador y naturalista François Auguste Péron y yo mismo. La travesía fue muy larga y me entristece decir que su tripulación sufrió muchas bajas; hubo víctimas de fiebres y otras enfermedades, así como gran número de desertores: marineros, sabios y artistas que dejaron la expedición en la Isla de Francia por motivos que no viene al caso mencionar aquí. A pesar de haber sido contratado como dibujante, yo mismo acabé desempeñándome como naturalista a raíz de la trágica muerte del Sr. Maugé de Cely, tras la cual se me nombró ayudante del Sr. Péron, único zoólogo que quedó a bordo. Trabajamos en equipo, codo con codo, y desde el primer momento me sentí unido a él por la más profunda y fraternal de las amistades. La travesía se prolongó durante 3 años, pero fueron para nosotros como varias vidas encadenadas, llenas de experiencias que dudo nadie pueda siquiera imaginar. No incurriré, sin embargo, en estas particularidades, dado que no es mi intención, como ya he manifestado, prolongar esta misiva más de la cuenta ni llenarla de detalles que no estén a merced de que comprendan Vds. su definitiva pretensión. En 1803, en el trayecto de regreso, hicimos escala de nuevo en La Isla de Francia para el mantenimiento y aprovisionamiento de las naves. El destino quiso que el Sr. Baudin contrajera tuberculosis durante el largo viaje y que pereciera allí mismo el 16 de septiembre del año de 1803, dejando huérfanos a nuestros navíos, que retornaron a Francia sin su valeroso Capitán. Tras arribar a París, el Sr. Péron y yo emprendimos la ardua tarea de clasificar y estudiar nuestros hallazgos (unos 100000 especímenes zoológicos) con la finalidad de redactar Voyage de découvertes aux Terres Australes, cuya primera parte fue publicada en 1807 y en cuyo segundo volumen me hallo ahora mismo trabajando. La fatalidad, no obstante, ha vuelto a suceder y mi amado compañero pereció a principios del año pasado víctima también de una tuberculosis con la que lidiaba desde nuestros tiempos a bordo de Le Naturaliste. Cuando, en los últimos días de su vida, hízome llamar a su lado parecía, a pesar de su debilidad, gozar de plenas facultades mentales. Hablaba sin cesar y me confesó tener que comunicarme asuntos de suma importancia para las Ciencias y las Artes; asuntos que ni siquiera acabo de comprender y que a continuación trataré de relatar tal y como me fueron contados de su propia boca.
El relato que el Sr. François Péron comenzó a narrarme en sus postreros días, empezaba en su infancia: su padre era sastre en Cérilly y su madre, de origen muy humilde, conocía, a pesar de no saber apenas leer, muchas leyendas y fábulas de memoria. Cada noche le contaba una, aunque sus favoritas fueron desde siempre las que incorporaban lobos, y en especial una que hablaba acerca de una niña y un lobo que se la comía. El infante Péron pedía a diario la misma historia y pasó sus primeros años obsesionado por el lobo, ese enigmático y tenebroso animal. Aquella inquietud fue copiosamente nutrida por un increíble episodio que le aconteció durante una estancia en la región de Dordoña, siendo todavía muy joven: caminando por el valle, encontró la entrada de una cueva y, al penetrar en ella y adentrarse unos metros, se encontró con la silenciosa figura de un lobo pintada sobre una de sus paredes. Según sus propias palabras, se quedó paralizado y absolutamente sobrecogido por semejante hallazgo, asustado y fascinado de una manera casi ancestral. Mantuvo en secreto el suceso, sintiéndose por una parte temeroso, como si aquella visión fuera un castigo divino, y por la otra importante al saberse el único conocedor de semejante misterio; sea como fuere, aquella insólita visión fue algo que lo acompañó para siempre. Tanto fue así que mucho tiempo después, cuando, tras unirse al segundo batallón de Allier en 1792, fue herido y capturado por las fuerzas prusianas, el recuerdo de la leyenda de la niña y el lobo y el de la cara de éste mirándolo desde la obscuridad de la caverna fueron su única compañía en la celda de la fortaleza de Magdeburgo donde estuvo prisionero durante más de un año. Una vez repatriado a Francia y tras ser notificado de la muerte de su madre, postuló para una beca y pasó los siguientes 5 años formándose en Ciencias Naturales en París. Aprovechó su estadía en la capital francesa para, paralelamente a sus estudios, investigar con avidez el tema que hacía tanto lo acompañaba, atraía y desasosegaba. La primera versión por escrito que encontró del cuento de la niña y el lobo fue recogida en latín por Egberts Von Lüttich y se remontaba al año de 1023. Halló también las versiones posteriores hechas por Charles Perrault en 1697 y por Ludwig Tiek en 1800 y que ustedes, Srs. Grimm, conocerán sobradamente. Las tres historias, advirtió el joven Péron, se asemejaban a la de su madre lo suficiente como para adivinar que pretendían ser la misma, pero habían sido desfiguradas; se habían introducido tantos elementos y se habían omitido tantos otros, que, curioso e indignado a partes iguales, decidió dedicarse a viajar por distintos lugares de Francia, donde escuchó más de 35 diferentes interpretaciones de la misma fábula y las catalogó metódicamente. A su vez, empezó a recopilar escritos de lo más variados sobre lobos y a investigar el origen primigenio de la historia que le quitaba el sueño. Tratando de llegar al relato original, encontró referencias a lobos y hombres‐lobo en mitos, mitologías, romances, poemas, leyendas y fábulas de toda Europa Central. Conforme su proyecto crecía, el rastro lo llevaba más y más lejos, encontrando su estela en un sinnúmero de países y de momentos históricos distintos. Por si esto fuera poco, observó con agrado y estupefacción que iban estos relatos casi siempre asociados a un ser humano en general y a un niño o una doncella en particular. La figura del lobo parecía estar profundamente arraigada a la condición humana y estaba presente en culturas de lo más disímiles: lo incluían en su tradición hunos, romanos, hindúes, caldeos, persas, vikingos, hebreos, árabes, fenicios, egipcios, griegos, numantinos, etruscos, celtas, iberos, otomanos y hasta halló su impronta en el Oriente más lejano. Todos estos pueblos, como pudo comprobar, incluían al lobo en su pasado y en sus creencias; pareciera que aquella obscura figura campase a sus anchas por la memoria misma de toda la Humanidad. Investigó también el Sr. Péron acerca del misterioso dibujo que había encontrado siendo un niño. Pudo leer crónicas de historiadores y geógrafos donde se hacían vagas alusiones a algo similar, casi siempre dentro de cuevas, pero no poseían suficiente determinación como para que se diese por satisfecho su científico espíritu. Sin embargo, él no se daba por vencido y acabó encontrando La cosmographie universelle de tout le monde, en la que el cronista Belleforest citaba una gruta de casi idénticas características en Rouffignac‐Saint‐Cernin‐de‐Reilhac: era tan amplia que sólo se podía penetrar a ella en grandes grupos y con muchas antorchas, y en sus paredes el propio Belleforest pudo ver de primera mano pinturas de animales grandes y pequeños, así como las huellas de los mismos. Le sorprendió sobremanera al Sr. Péron que fuese justamente en la región misma donde él se encontró con su lobo y se sintió con renovadas fuerzas para proseguir, dado que con los años había llegado a pensar en los momentos de abatimiento que quizá todo aquello no había sido más que un producto de su imaginación infantil. Más firme y seguro en sus tesis, Péron prosiguió su tarea, analizando disciplinas de lo más diversas. Estudió con fruición el Systema Naturae de Linneo, pareciéndole todo un descubrimiento lo que allí se hallaba clasificado como Homo Troglodyta y a lo que el doctor neerlandés Jacob de Bondt parecía hacer referencia con el Homo Silvestis nombrado en el tratado que escribió durante su estancia en Batavia: se trataba de una suerte de hombres primarios habitantes de cavernas, a menudo desnudos o cubiertos con pieles. Le constaba que el mismo Linneo había tratado de averiguar si el Homo Troglodyta existía realmente, pidiendo a la Compañía Sueca de Comercio de la India Oriental que buscara un ejemplar o, al menos, señales de su existencia, recibiendo como única respuesta algunas noticias que informaban de cuevas donde se habían encontrado utensilios rudimentarios y extrañas pinturas de animales y seres antropomorfos en las paredes, pero sin rastro de haber sido habitadas recientemente. Éstos y otros indicios iban poniéndole en la pista de una lectura tras otra y, a medida que avanzaba en su camino y pese a que él era ante todo un hombre de Ciencia, tuvo el gran presentimiento de que todo estaba de alguna forma relacionado. Fue entonces cuando, influido por el estudio de la Histoire Naturelle Génerále et Particulliere des Animaux del Conde de Buffon, empezó a fraguarse en su mente la idea de lo que él llamó Anthropologie: una ciencia de la realidad humana que estudiase al hombre de manera total. Sintió que lo veía de repente claro: tenía que analizar todos los elementos de que disponía de manera integral, porque sólo una concepción global lograría arrojar algún tipo de luz sobre lo que se traía entre manos. Carecía de sentido estudiar por separado piezas literarias o pictóricas como lo estaba haciendo; solamente llegaría al fondo del asunto teniendo todos los factores en cuenta al mismo tiempo: factores culturales, históricos, biológicos, arqueológicos e incluso lingüísticos o climáticos. El Sr. Péron estuvo largo tiempo indagando acerca de estas cuestiones, pero no fue hasta que su vida se cruzó con la del Capitán Baudin que sus pesquisas y su vida entera no dieron el giro necesario que lo acercaría, según él, a la verdad. Fue en el año 1800: Péron había llegado muy lejos en su búsqueda y sentía que el mundo conocido se le quedaba pequeño. El desengaño amoroso que sufrió tras la ruptura de su compromiso por parte de su prometida, la Srta. Clotilde Fournier, lo empujó a decidirse por completo a formar parte de la expedición Baudin, en la que intentó enrolarse como observateur anthropologique, pero en la que no fue finalmente aceptado sino como aprendiz de zoólogo. A lo largo de todo el trayecto de ida y en el más absoluto secreto, puso a Baudin al corriente de sus investigaciones. Éste al principio lo tomó por un lunático desquiciado, pero con el paso de los días, conforme iba Péron contándole más y más detalles, un gran cambio se operó en su actitud. El Capitán tenía una memoria prodigiosa y resultó ser un auténtico pozo de sabiduría: su última expedición había estudiado las tierras del Caribe, pero también había recorrido anteriormente media esfera terrestre, tendiendo además ocasión durante sus viajes de conversar con muchos de los más célebres exploradores. Pasó junto al Sr. Péron interminables noches sin dormir: se encerraban en un camarote y hablaban acerca de un sinfín de cuestiones que éste anotaba en sus numerosos cuadernos. El suyo, repetía mi amigo y maestro en su lenta agonía, fue un encuentro absolutamente enriquecedor y revelador. Sin la ayuda del Capitán, a quien profesaba auténtica veneración, no hubiera podido llegar a ninguna conclusión tras toda una vida dedicada a la investigación y, a raíz de las narraciones de éste, pudo Péron ir enlazando y relacionando datos hasta que fue poco a poco encontrándole a todo un sentido único: las cosas parecían encajar y formar parte de un mismo rompecabezas. El Capitán Baudin le habló del carácter sagrado del lobo en muchas culturas; le contó que en todas ellas había algún animal que, aunque no fuese un lobo por razones geográficas, era equivalente en su papel, tenía semejantes funciones y poseía ese mismo carácter simbólico y sagrado, ese mismo arraigo en la cultura popular: ora podía ser el lobo, ora el jaguar, el toro, la hiena, el león, el coyote, el puma o el zorro. Aún en los lugares más remotos y recónditos, este animal era odiado y amado, temido y respetado a partes iguales. Se le había asociado al bien y al mal, al cielo y a la tierra, a la luz y a las tinieblas, a la vida y a la muerte; se le consideraba un dios o un demonio. Los aborígenes de muy diversos pueblos confeccionaban vestidos, muchas veces dotados de una especia de caperuza que les cubría la cabeza, y realizaban ritos de fertilidad, rituales guerreros y de iniciación a la madurez o la sexualidad; los sacerdotes se ponían máscaras emulándolos, los imitaban en sus sonidos e incluso se comían a sus semejantes simulando su fiereza. El Capitán Baudin le mostró, además, bocetos y apuntes tomados por él mismo donde podían verse pinturas muy parecidas a la que él observase en su infancia e imágenes donde parecía estar representado el mismo cuento que él escuchó de voz de su madre: el cuento de la niña y el lobo. Durante la expedición visitamos principalmente las costas de la Nueva Holanda. Allí, con el desconocimiento del resto de la tripulación, entre los cuales me incluyo, los Sres. Baudin y Péron incursionaron en cuevas donde observaron pinturas en que se representaban animales, seres humanos y extraños símbolos. En la Tierra de Van Diemen, donde mi amigo pasó un mes completo en contacto directo con los aborígenes para escribir su libro Observations sur l’anthropologie, ou l’Histoire naturelle de l’homme, encontró una gruta donde había, grabado sobre la piedra, lo que parecía ser una extraña especie de lobo. Los lugareños, que desconocían por completo el emplazamiento de dicha gruta, le enseñaron sin embargo vestimentas rituales en relación a este animal, lo que hizo que el Sr. Péron pensase en relaciones de proximidad mayores de lo que hasta ahora se han supuesto entre distintas culturas y llegase a unas conclusiones últimas, que les trataré de resumir tanto como pueda a continuación: Péron pensó que, si había cuevas con aquella suerte de pinturas y grabados por todo el mundo y eran en su mayoría cuevas evidentemente desconocidas y deshabitadas desde hacía mucho tiempo, tenían que ser aquellos vestigios de culturas ancestrales, antediluvianas, que no dejaron legado escrito alguno. Pensó que tanta sincronía no podía ser casual cuando, en lugares tan dispares y lejanos unos de otros, había referencias iconográficas al mismo relato que él oyó de niño y que estaba tan extendido en sus diferentes versiones en la tradición campesina de Europa Central (y, ahora lo sabía, no sólo de Europa Central). Pensó, en último término, que si estos hechos, pese a presentarse con pequeñas diferencias y características propias, son los mismos a lo largo de toda la geografía terrestre, son sin duda las pruebas concluyentes que demuestran que la raza humana tiene que haber sido originaria de un mismo lugar: una suerte de cuna de toda la Humanidad, que él presumía en África, donde tuvieron que originarse los Homos primigenios, que posteriormente se diseminaron por el resto del mundo, dando así origen a todas las culturas y las civilizaciones.
Sé, Sres. Grimm, que puede parecer ésta una idea de lo más descabellada; yo mismo tengo mis dudas al respecto y atribuyo algunos de sus datos al estado febril de mi amigo cuando me fueron contados, pero he de reconocer que, observando la colección de cuadernos que él mismo me entregó en herencia antes de morir, considero que no son absolutamente improbables hipótesis semejantes. Incorporo en este manuscrito algunos bocetos copiados directamente de estos cuadernos para que los examinen Vds. y puedan comprobar que no soy ningún demente y que es ésta una historia del todo real. De todas formas, exponerles las teorías de un moribundo no es ni mucho menos la finalidad de esta carta. Lo que en realidad me dispongo a pedirles es otra cosa muy distinta. He tenido noticias recientemente de que están ustedes dedicándose a recopilar cuentos de la tradición oral con la finalidad de incluirlos en una colección para su publicación. Sé que están entrevistando a gente en Kassel, en especial a la familia de los Hassenplug, ya que mi hermano Jean‐Loup, que está estrechamente emparentado con ellos por parte de su esposa, me ha informado al respecto. Me consta que es ése un ambiente burgués de hugonotes muy religiosos de clase acomodada y, a pesar de no tener nada en contra de ellos, ya les he comentado que prácticamente somos de la misma familia, pienso que no sería adecuado compilar los cuentos preguntando sólo en una determinada zona geográfica ni estamento social. Sé que es natural e incluso irremediable que toda una serie de circunstancias relativas al entorno deformen las leyendas y fábulas de generación en generación; existen factores de todo tipo, comenzando por la propia memoria humana, que van distorsionándolas a lo largo del tiempo. No tenemos más que poner el ejemplo del cuento que nos ocupa, el de la niña y el lobo, que mi amigo Péron escuchó de boca de su madre en una versión donde tenían cabida el canibalismo y otros asuntos de índole sexual, y que fue, como ustedes bien sabrán, reinterpretado después en tres ocasiones: la primera por Von Lüttich en su Fecunda Ratis, en que incluía referencias a la sociedad feudal, emitiendo un juicio a favor de las ciudades amuralladas frente a la vida de campo; la segunda por Perrault en su Le Petit Chaperon Rouge, donde veló las cuestiones que hacían referencia al canibalismo, omitió algunas de las escenas de carácter erótico e introdujo una moraleja explícita inexistente hasta ese momento; y la tercera por Tiek en su Leben un Tod des kleinen Rotkäppchens: eine Tragödie, quien tuvo incluso la osadía de introducir la figura de un leñador que le salvaba la vida a la niña. No les ocultaré que mi formación científica me hace dudar de sus procedimientos y que, en mi opinión, la técnica que deberían Vds. emplear pasaría por preguntar a tantas familias como les fuere posible, cotejar los resultados y plasmar en la obra impresa aquella versión que fuere la más extendida. Para estos menesteres y si Vds. gustan, estoy listo para viajar a donde se encuentren y poner a su disposición todas las versiones recogidas en los cuadernos de Péron con el fin de que las tengan en cuenta. Sé que no soy quién para opinar acerca de sus métodos de trabajo y decirles cómo deben conducir su proyecto y no voy a pedirles, como probablemente les hubiera sugerido Péron, que desistan de dejar testimonio escrito de aquello que pertenece a la tradición oral. Me consta que él, en sus alucinaciones finales, decía cosas como que no debería hacerse nada parecido, que no había que dejar constancia en los libros de este tipo de leyendas populares porque hay una gran tendencia a introducir juicios morales en ellas y porque acaban por suplir a las historias verdaderas. Supongo, sin embargo, que no lo decía en su sano juicio, dado que él mismo dedicó su vida entera a transcribir todos sus hallazgos en pro del Saber. Con todo esto, y para finalizar, les diré que no es mi voluntad incomodarlos a Vds. ni criticar la loable tarea que están desempeñando en beneficio de la Literatura Universal, pero sí es mi intención pedirles, más bien rogarles, que, si no van a dignarse siquiera a leer las versiones recopiladas por mi amigo ni pretenden hacer un estudio pormenorizado y minucioso al respecto, hagan el favor de no incluir el cuento de la niña y el lobo en su volumen. Hay cientos de cuentos y leyendas que pueden Vds. dejar por escrito para la posteridad, así que les pido de corazón que dejen el cuento en la memoria del pueblo, que no permitan que su versión desplace y substituya definitivamente a todas las demás y acabe por hacerlas desaparecer para siempre. Dejen al lobo y a la niña tranquilos; háganlo en recuerdo de mi amigo; es el mejor homenaje que podrían hacerle. No se lo pido por mí, se lo pido en honor al gran naturalista y explorador François Auguste Péron, en nombre de la Ciencia y en nombre de la Verdad. Tengan por favor la amabilidad de acusar la recepción de estas líneas tan pronto como les sea posible. Sin otro particular, dígnense recibir con su amable bondad toda consideración de gratitud y respeto, así como la estimación y singular aprecio para sus talentos y literatura, de éste su humilde servidor, Charles‐Alexander Lesueur