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Por un cuarto litro

Ramón Amaya Amador

Octubre había comenzado; el invierno incipiente sufría de pereza o tal vez de


cansancio; los meses del verano, abrasadores y terribles habían quedado atrás como si
fuesen páginas de un libro de esos que dejan en el lector más sincero anhelo de no
volverlos a leer jamás.

Los días de octubre, amodorrados, con el cielo opaco, gris, entristecido, se deslizaban
monótonos y graves, el sol apenas en los mediodías asomaba su cara disgustada por
entre los cortinajes nublados reflejándose en los charcos de los caminos. Después de
esos efímeros minutos de calentada, volvía el capote gris de la lluvia lenta, suave,
prolongada a veces, formando lagunetas en donde se atascaban los arrieros y las
bestias.

Los ríos principiaban a subir el nivel de sus aguas mezcladas con tierras barriales,
parlanchinas corno viejas comadres de mercado, arrastrando en sus ondas, hojas y
ramajes, señales precursoras de las grandes crecientes. Los ríos son como los
hombres y es que tal vez ellos también tengan un alma; en la primavera ríen, en el
otoño sueñan, se encolerizan en el invierno y lloran como niños enfermos en las
rudezas del verano.

En ese octubre, ríos y riachuelos del valle comenzaban a sufrir los primeros accesos de
neurastenia, no obstante, campesinos y viajeros aun cruzaban los caminos venciendo
"los pasos" de los ríos "a vado" sin recurrir a sus cayucos o a los puentes colgantes
improvisados. La llovizna paralizaba las labores agrícolas en toda la región; era el
comienzo de los meses para los cuales se preparan de antemano las hormigas y las
abejas, ejemplo ese que muchos hombres no saben imitar.

Atanasio de Arriba era un penco que podía entrar en el rol de esos hombres; si en
verdad tenía un profundo amor al trabajo y a su tierra, en cambio al llegar el tiempo de
las cosechas todos sus productos eran vendidos en las aldeas vecinas o en la plaza de
la ciudad, íntegramente, sin retener para sí, a veces ni siquiera "para semilla", cuanto
más para su manutención en los meses de invierno crudo, aunque para recordárselo
estuviera alerta la voz de su mujer Dominga y la presencia de su hijo Chico, ya de diez
años de edad. Y si vendía todas sus cosechas, no era para acumular pesos en alguna
bocateja de su barraca o en alguna tinaja bajo tierra; ni tampoco por el anhelo de
mejorar su mísera condición; y era que, si en verdad jamás se doblegó ante el
cansancio de los días de "moneo" en los montes, en cambio caía vencido por los
cálidos humos del guaro al llegar el tiempo de las tapiscas y todo el producto de sus
trabajos iba a parar a los estancos del valle, ya fuese en puro pisto" o al cambio.

Esta pasión vehemente por el aguardiente era irrefrenable y criminal; criminal porque
siempre dejaba que su mujer y su hijo sufrieran las consecuencias de las privaciones y
de las hambres. Durante los quince años de estar juntos, estos dos campesinos
tuvieron cuatro hijos; los tres primeros no habían llegado a la edad de gatear porque
enfermedades "incurables" se los habían comido. El primero, producto de su juventud,
a los dos meses de nacido murió del "temible mal de ojo", Dominga, como decía
Atanasio, no le había puesto el consabido diente de lagarto para ahuyentar ese mal. El
segundo, aún en el mes, fue visto por un amigo que tenía a su mujer encinta y no lo
"chinió", motivo por el cual a los pocos días murió de "pujo". Y el tercero, si no murió
de- los males anteriores fue porque a los siete meses de embarazo, Dominga tuvo un
"antojo" que no le fue satisfecho y abortó. Solamente lograron levantar el cuarto hijo,
que según sus cálculos sería el "seca leche".

-Dios -decía Dominga- no ha querido darnos más retoños, pues que se haga su santa
voluntad.

-¿Para qué putas queremos más chigüines? -refunfuñaba Atanasio-; con éste es
suficiente y aún nos sobra.

Y si decía que sobraba era porque el cipote, a pesar de su edad ya desempeñaba


cualquier comisión en las aldeas vecinas y siempre estaba de muy buen humor, en
contradicción con la característica de los muchachos del campo que son por lo regular
apocados, tristes y huraños, más cuando están en presencia de extraños.

Atanasio bien hubiera llegado a ser un pequeño terrateniente porque su trabajo le


proporcionaba medios suficientes para ello; no obstante, debido a su apego a la bebida
en tiempos de cosechas, vivía en la miseria. Su mujer a pesar de las prolongadas
"patas", lo toleraba porque le tenía sincero cariño; ese cariño leal y generoso que
caracteriza a las campesinas catrachas.

Atanasio de Arriba era conocido con ese apelativo, no porque sus progenitores, ya
desaparecidos, se lo hubieran legado, sino porque los vecinos de las aldeas
circundantes se lo habían obsequiado porque Atanasio tenía su barraca y sus trabajos
en la parte más alta del valle, próxima a la montaña, aguas arriba de la quebrada
Potrera y para diferenciarlo. de un homónimo suyo existente en la parte del bajo y a
quien llamaban de Abajo. Entre la barraca de Atanasio de Arriba y la aldea más
próxima había un poco más de una legua de distancia y en el camino se cruzaba la
quebrada Potrera, un riachuelo bullicioso y pedregoso que en el verano secaba sus
aguas haciendo que los aldeanos abrieran "ojos de agua" o fuesen a buscar el líquido a
ríos más lejanos.

Estaban en octubre y el invierno principiaba como si no quisiera desatar la "arrechura"


de su inclemencia. Era sábado; llovía como con pereza; un gélido "viento abajo"
presagiaba días de crudo invierno corno también traía avisos de que en las montañas,
el chubasco ya era tremendo. En la choza de Atanasio, entristecida en medio de los
montes llorones, los dos campesinos discutían a gritos. La cara del hombre revelaba al
borracho de muchos días, inflamada, poblada de pelos, y la mirada torva; su voz
enronquecida, pero altanera repercutía:

-¡Nuay más que lo que yo mando! -le decía a su concubina con las manos empuñadas-
. ¿Quién lleva puestos los calzones aquí?

-¿Y no ves que si nos deshacemos destos medios de maíz nos quedamos sin ni una
mierda pa comer y con la chubasquina encima?

-¡No importa! ¡Digo que se vendan y se venderán!

-¡Pues no se venderán! -afirmó Dominga, encarándosele disgustada-. ¡No nos


podemos quedar con el tabanco vacío; ni siquiera tenemos "chatas"! ¿Qué le daremos
a Chico...?
-¡Cho, zoquete! Cuando Dios se niega a darnos, viene el diablo a ofrendamos; andá a
bajar el maíz y asunto acabado. Yo no puedo morirme de la "goma".

-¡Goma...! ¡Goma...! -repitió la mujer-. ¿Cómo te la vas a quitar sinvergüenza si ya


estás borracho? ¡Sos un degenerado; la autoridá debiera ver con vos!

-¡Cho, cuidadito con esa lengua de trapo!

El hijo, ya acostumbrado a esas escenas, metido en un saco de mezcal, jugaba con un


gato atigrado y un Perro chingo y flaco, indiferente a la discusión de -sus tatas.
Dominga con sus pies descalzos, su vestido de zaraza, miraba a su marido con un
profundo sentimiento que fluctuaba entre la conmiseración, la cólera y la vergüenza.
Amaba a su compañero Y Compartía su misma suerte con resignación, pero al llegar la
época de sus "patas", sentía en su interior el deseo de rebelarse y buscar otro camino
llevándose a su hijo. Ella tenía que andar escondiendo el maíz, los frijoles, los
"bufalitos" para que no cayeran en "colada" en el vicio de Atanasio. Durante los días de
la "bebiata" era ella la encargada de la barraca y de los plantíos de "chatas", ella la que
cortaba la leña, la que buscaba los "manguíos" en la montaña para la lumbre nocturna,
y ella la que hacía todas las labores, teniendo que cuidar sus pertenencias para que no
las mal vendiera o cambiara por "guaro". En esa época había logrado ocultar dos
medios de maíz en unas tinajas fuera de uso, pero el olfato de Atanasio las descubrió y
como era su costumbre, al no tener un centavo, los quería mandar a cambiar a la aldea
cercana. Eso era lo único con que contaban para alimentarse, pero él ordenaba lo
contrario con su carácter brusco e intolerable.

Durante lo transcurrido del día había mandado a traer medio litro de guaro a cambio de
dos docenas de "blanquillos" que ella guardaba para el mercado, y un par de espuelas
nuevecitas. Ahora eran los medios de maíz, o sea, las tortillas, los tamales, el pinol el
pan cotidiano.

-Dominga, dame el maíz; echalo en este chinchorro y que vaya Chico al estanco del
bajo y me traiga un cuarto litro de "Matagua" La campesina regateó por algunos
momentos oponiéndose a la voluntad del borracho.

-Ya es muy tarde, Atanasio; está lloviendo y Chico no puede ir; además, La Potrera
está llena y tal vez crezca más.
-Nada, es temprano, y para que vuelva ligerito, que se vaya en el burro; yo no puedo
morirme de "goma sólo por la terquedad tuya.

-Quizá no encuentre al estanquero, mejor dejalo para mañana.

-¡Cho, mujer, con yo nuay tutía! Chico, montate en el burrito y vas al estanco; que te
cambien ese maíz por un cuarto litro y si no te lo dan, me tres aunque sea un "octavito".
¡Ligero, Chico, su tata se lo manda!

Aunque el cipote no deseaba salir a mojarse, tuvo que ir porque el tata lo amenazó
finalmente con las riendas de un freno.

Montado en el asno tembloroso, Chico dejó la barraca cubierto con un "coleto" y


llevando los dos medios de maíz al anca en unas alforjas de mezcal. La lluvia
continuaba impertinente y el "viento abajo" soplaba fuerte y frío. Chico no tenía miedo
de ir sin compañía a la aldea del abajo; varias veces lo había hecho. El burro era
manso y obediente, pero bajo la lluvia y en los atascaderos casi no quería avanzar.

El atardecer se entristecía más con el canto de los sapos y ranas en los charcos; pasó
sin dificultad la quebrada que con sus aguas sucias pronunciaba diálogos y risas
misteriosas. El perro sarnoso seguía a corta distancia como si a él le hubieren
encomendado la guardia del cipote; cuando se quedaba muy atrás, e chico lo llamaba
con un silbido y aquél avanzaba de nuevo con rapidez.

Llegar al estanco de la aldea y cambiar el ni maíz por el "guaro" no tuvo mayor


dificultad.

Ya con el cuarto litro en el chinchorro y amarrado en los "jinetillos" de la albarda, hizo el


regreso a su choza siempre bajo la lluvia, con sus débiles miembros entumecidos por el
frío. Los montes iban cubriéndose de una sombra borrosa; grandes sapos saltaban por
el camino lodoso; el viento abajo soplaba más fuerte y la lluvia. arreciaba mojándole y
pegándole al cuerpo su calzoncito de dril y su camiseta de manta. El cipote no tenía
miedo a la oscuridad, y si tenía algún "cuero" era a los pijazos que su padre le podría
dar por haber tardado un poco a causa del mal camino donde el burro se atascaba
continuamente. Chico se desesperaba ante la paciencia obligada del pollino al que
castigaba con el mecate de la gamarra y en voz alta le lanzaba "hijueputazos", los
mismos que había aprendido del vocabulario de su tata.

Crujían los ramajes y los sapos ponían su queja isócroma en las sombras donde pocos
"cucuyos" trazaban líneas de luz. Pero el valor del cipote tenía su límite; a cada crujido
de rama volvía la mirada exploradora y le parecía ver figuras entre los montes. Principió
a dominarlo el miedo. Nadie transitaba por aquel camino y menos bajo la lluvia; pero
Chico no lloraba aunque el corazón le saltaba como picoteando. En un momento
estuvo a punto de tirarse del asno y correr huyendo; te parecía haber oído al lado suyo
un gemido que le hizo recordar inmediatamente los cuentos de "aparecidos" que le
contara su nana en noches de calina; pero luego reconoció que quien lo lanzó fue su
perro chingo que lo acompañaba; le habló y el perro contestó con gruñidos; esto le
mermó la tensión nerviosa.

La quebrada Potrera no mostraba ni el color de sus aguas a causa de las sombras


nocturnas y a las de los árboles de su ribera; pero su voz ronca se escuchaba bien
como si la noche hubiera despertado su "arrechura"; sonaban golpes fuertes de
choques de maderos y piedras arrastradas en su corriente. Según iba el patojo de
timorato, no comprendió que la quebrada estaba creciendo vertiginosamente; sólo
pensaba que ya le faltaba poco para llegar a la barraca con el cuarto litro para su
padre. Por ello, sin tomar precaución, hizo penetrar al burro en la corriente; el perro
flaco olfateó el viento, metió las patas delanteras en el agua y retrocedió dando
gruñidos, y si el perro hubiera podido ver mejor, hubiera presenciado la escena
dolorosa que en el centro de la quebrada sucedió inesperadamente. Primero se oyó un
suave lloro; después un grito, un solo grito lastimero y desesperado que bien era una
imploración o un llamado:

-¡Mamaaaaaa... !

El perro en la ribera corría de un lado a otro queriendo encontrar un paso propicio


ladrando desesperadamente, imponiéndose al bramido de la quebrada y a las sombras
de la noche tremenda.
La hoguera de ocote en el centro de la barraca baña de luz rojiza y de humo la
desordenada sala; Atanasio impertinente lanza denuestos por la tardanza de Chico,
mientras Dominga, parada en la puerta, con un hachón de ocote, explora el camino con
miradas inquietas.

-Yo le enseñaré a cumplir lo que se le manda -dice el labriego encolerizado- ¡Carajito!


Debe haberse entretenido retozando con los cipotes de la aldea.

-¡Callate, espirituado! -increpa la mujer-. Por tu condenado vicio anda el pobre chigüín
en una noche como esta; en vez destar con majaderías debieras andar encontrándolo.
Debe venir hecho una sopo; pero es la última vez que mi cipote va trerte guaro. ¿Ya
loiste?

-¡Chó alcahueta; eso es lo que sos vos con Chico; con esas nenequerías nunca vas
hacer de Chico un hombre; lo tenés consentido como si juera un NiñoDios. ¡Ya verás,
yo haré de¡ un hombre de verdá y no un maricón!

-¡Bonito modo de hacer hombres! ¡Caballo!

-Ve, Dominga, mejor debieras echarte un bozal; mira que nuestoy pa muchas pulgas.

La mujer no contestó, pero luego con alborozo gritó:

-¡Ah, ya viene m'hijo, allistá el burro! ¡Pobrecito! ¡Bendito sia Dios!

Por el camino del bajo avanza el burro; cuando llega al patio Dominga sale a recibirlo.
Pero ¡sorpresa! Y el asno llega solo, con el mecate arrastrado por el lodo y la albarda
por un lado con las alforjas atadas de los jinetillos.

-¡Atanasio, corre! ¡Chico no viene con el burro! .Ay Dios santo! ¿Qué le habrá pasado a
mi cipote? ¡Virgen Santísima! ¡Tres Divinas Personas!

Dando traspiés, Atanasio sale al corredor con las faldas afuera y la mirada opaca e
imbecilizada.

-¡Qué diablos le va pasar; vos sólo sos "santulonadas"¡Se ha venido a pie con algotro
pícaro, sólo falta que mihaya quebrado el cuarto litro, pero si así es, ¡Dios lo libre al
zamarro!
Del chinchorro saca el litro; una risa bufa aparece en su rostro, y dice:

-¡Chico es un gran muchacho; yo luaré todo un vergonazo!

Mientras, Dominga hace una gran tea de ocotes, toma un machete corto, y sale
valerosamente en busca de su hijo. Es el amor de la, madre en presencia del hijo en
peligro.

-¡Estás loca, Dominguita! Déjalo, no debe tardar en venir -dice Atanasio con voz
aguardentosa, llevándose con pasión y alegría la pacha a los labios, diciendo:

-¡Bendito sea siempre el hombre que inventó el guarito!

Se sienta en el suelo junto al gato y principia a cantar una lúbrica canción de estanco.

La madre con un trapo en la cabeza, evitando que se le apague la luz, va rápida bajo el
rigor de la lluvia por entre los charcos. Su voz temblorosa se hace grito:

-¡Chicoooo...! ¡Chicooooo...! ¡Chicoooooo...!

No tienen más contestación sus llamados que el canto de las ranas y el silbido del
"viento abajo". A su imaginación viene la idea terrible de La Potrera. El rumor de la
avenida llega a sus oídos. Corre como una loca con los ojos centellantes, la cabellera
al viento y los ocotes encendidos. Corre, corre y grita:

-¡Chicoooo...! ¡Chicooooo...! ¡Chicoooooo...!

Los ladridos de un perro le aumentan la carrera: cruza atascaderos; se hiere los pies en
los troncos; deja jirones de vestido y de piel en los espinos. La Potrera está allí,
rugiente, enardecida, bárbara, arrastrando maderos y piedras. Dominga jadeante se
detiene; en la otra orilla el perro flaco, inquieto aúlla horrorosamente; se introduce al
agua pero luego vuelve a la playa corriendo como rabioso. Dominga lo llama y él da
saltos con la cabeza en alto. ¡Si los perros hablaran! Su hijo no contesta. ¿Dónde
puede estar? ¿Por qué llegó el burro solo? Tal vez su hijo está al otro lado; tal vez
sufrió una caída y el perro lo está cuidando; tal vez se ha regresado a la aldea. ¡Ah, si
los perros hablaran...!

-¡Chicoooo...! ¡Chicooooo...! ¡Chicoooooo...! ¡Onde estáaaaaas...!


Nadie contesta; sólo el perro ladra lúgubremente. La luz quiere apagarse y la sombra
de la mujer se proyecta larga y fantástica en los montes. No llora, pero sus ojos tienen -
extraños fulgores que presagian locura. ¿A quién preguntar por el hijo? Los árboles, el
torrente, el perro, la lluvia, el viento abajo, no pueden contestarle. Ella es madre y una
madre nunca vacila cuando su hijo está en peligro. El torrente de La Potrera está
rabioso y tremendo, pero ella no lo teme, no lo ve, y amarrándose las faldas a la cintura
penetra a la soberbia vorágine del torrente.

El perro mira penetrar a Dominga en las ondas, avanzar impulsada hacia abajo por la
fuerza de la corriente llevando la luz en alto y el machete corto, llegar casi al centro
milagrosamente. Bajan balseras río abajo con estrépito; la hochonada de ocote se
apaga de un golpe; la mujer desaparece en las aguas barrosas; hiere las sombras un
grito atormentado:

-¡Chicoooo...!

El perro da un enorme aullido porque La Potrera

ha silenciado la voz de la madre atrevida que va siendo despedazada por las piedras y
los maderos. El perro flaco, huye por los montes cargado de pánico.

El chubasco es dueño del valle y de la noche.

En la barraca, Atanasio de Arriba, después de media hora de espera ya está


nuevamente borracho; quiere levantarse, pero sus piernas no le responden y se deja
"quer" al suelo con el sueño en los ojos. Murmura entre dientes:

-No tardarán en volver; que se mojen ellos por babosos...

"Fondeado" ronca sordamente. Cerca de la hoguera que se extingue parpadeando, el


envase del cuarto litro de guaro, está vacío. Por la puerta abierta entran ráfagas de
"viento-abajo" y a lo lejos, apenas como un rumor, se oye la voz colérica de La Potrera
que también se ha puesto una "montera" infernal.

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