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Los días de octubre, amodorrados, con el cielo opaco, gris, entristecido, se deslizaban
monótonos y graves, el sol apenas en los mediodías asomaba su cara disgustada por
entre los cortinajes nublados reflejándose en los charcos de los caminos. Después de
esos efímeros minutos de calentada, volvía el capote gris de la lluvia lenta, suave,
prolongada a veces, formando lagunetas en donde se atascaban los arrieros y las
bestias.
Los ríos principiaban a subir el nivel de sus aguas mezcladas con tierras barriales,
parlanchinas corno viejas comadres de mercado, arrastrando en sus ondas, hojas y
ramajes, señales precursoras de las grandes crecientes. Los ríos son como los
hombres y es que tal vez ellos también tengan un alma; en la primavera ríen, en el
otoño sueñan, se encolerizan en el invierno y lloran como niños enfermos en las
rudezas del verano.
En ese octubre, ríos y riachuelos del valle comenzaban a sufrir los primeros accesos de
neurastenia, no obstante, campesinos y viajeros aun cruzaban los caminos venciendo
"los pasos" de los ríos "a vado" sin recurrir a sus cayucos o a los puentes colgantes
improvisados. La llovizna paralizaba las labores agrícolas en toda la región; era el
comienzo de los meses para los cuales se preparan de antemano las hormigas y las
abejas, ejemplo ese que muchos hombres no saben imitar.
Atanasio de Arriba era un penco que podía entrar en el rol de esos hombres; si en
verdad tenía un profundo amor al trabajo y a su tierra, en cambio al llegar el tiempo de
las cosechas todos sus productos eran vendidos en las aldeas vecinas o en la plaza de
la ciudad, íntegramente, sin retener para sí, a veces ni siquiera "para semilla", cuanto
más para su manutención en los meses de invierno crudo, aunque para recordárselo
estuviera alerta la voz de su mujer Dominga y la presencia de su hijo Chico, ya de diez
años de edad. Y si vendía todas sus cosechas, no era para acumular pesos en alguna
bocateja de su barraca o en alguna tinaja bajo tierra; ni tampoco por el anhelo de
mejorar su mísera condición; y era que, si en verdad jamás se doblegó ante el
cansancio de los días de "moneo" en los montes, en cambio caía vencido por los
cálidos humos del guaro al llegar el tiempo de las tapiscas y todo el producto de sus
trabajos iba a parar a los estancos del valle, ya fuese en puro pisto" o al cambio.
Esta pasión vehemente por el aguardiente era irrefrenable y criminal; criminal porque
siempre dejaba que su mujer y su hijo sufrieran las consecuencias de las privaciones y
de las hambres. Durante los quince años de estar juntos, estos dos campesinos
tuvieron cuatro hijos; los tres primeros no habían llegado a la edad de gatear porque
enfermedades "incurables" se los habían comido. El primero, producto de su juventud,
a los dos meses de nacido murió del "temible mal de ojo", Dominga, como decía
Atanasio, no le había puesto el consabido diente de lagarto para ahuyentar ese mal. El
segundo, aún en el mes, fue visto por un amigo que tenía a su mujer encinta y no lo
"chinió", motivo por el cual a los pocos días murió de "pujo". Y el tercero, si no murió
de- los males anteriores fue porque a los siete meses de embarazo, Dominga tuvo un
"antojo" que no le fue satisfecho y abortó. Solamente lograron levantar el cuarto hijo,
que según sus cálculos sería el "seca leche".
-Dios -decía Dominga- no ha querido darnos más retoños, pues que se haga su santa
voluntad.
-¿Para qué putas queremos más chigüines? -refunfuñaba Atanasio-; con éste es
suficiente y aún nos sobra.
Atanasio de Arriba era conocido con ese apelativo, no porque sus progenitores, ya
desaparecidos, se lo hubieran legado, sino porque los vecinos de las aldeas
circundantes se lo habían obsequiado porque Atanasio tenía su barraca y sus trabajos
en la parte más alta del valle, próxima a la montaña, aguas arriba de la quebrada
Potrera y para diferenciarlo. de un homónimo suyo existente en la parte del bajo y a
quien llamaban de Abajo. Entre la barraca de Atanasio de Arriba y la aldea más
próxima había un poco más de una legua de distancia y en el camino se cruzaba la
quebrada Potrera, un riachuelo bullicioso y pedregoso que en el verano secaba sus
aguas haciendo que los aldeanos abrieran "ojos de agua" o fuesen a buscar el líquido a
ríos más lejanos.
-¡Nuay más que lo que yo mando! -le decía a su concubina con las manos empuñadas-
. ¿Quién lleva puestos los calzones aquí?
-¿Y no ves que si nos deshacemos destos medios de maíz nos quedamos sin ni una
mierda pa comer y con la chubasquina encima?
Durante lo transcurrido del día había mandado a traer medio litro de guaro a cambio de
dos docenas de "blanquillos" que ella guardaba para el mercado, y un par de espuelas
nuevecitas. Ahora eran los medios de maíz, o sea, las tortillas, los tamales, el pinol el
pan cotidiano.
-Dominga, dame el maíz; echalo en este chinchorro y que vaya Chico al estanco del
bajo y me traiga un cuarto litro de "Matagua" La campesina regateó por algunos
momentos oponiéndose a la voluntad del borracho.
-Ya es muy tarde, Atanasio; está lloviendo y Chico no puede ir; además, La Potrera
está llena y tal vez crezca más.
-Nada, es temprano, y para que vuelva ligerito, que se vaya en el burro; yo no puedo
morirme de "goma sólo por la terquedad tuya.
-¡Cho, mujer, con yo nuay tutía! Chico, montate en el burrito y vas al estanco; que te
cambien ese maíz por un cuarto litro y si no te lo dan, me tres aunque sea un "octavito".
¡Ligero, Chico, su tata se lo manda!
Aunque el cipote no deseaba salir a mojarse, tuvo que ir porque el tata lo amenazó
finalmente con las riendas de un freno.
El atardecer se entristecía más con el canto de los sapos y ranas en los charcos; pasó
sin dificultad la quebrada que con sus aguas sucias pronunciaba diálogos y risas
misteriosas. El perro sarnoso seguía a corta distancia como si a él le hubieren
encomendado la guardia del cipote; cuando se quedaba muy atrás, e chico lo llamaba
con un silbido y aquél avanzaba de nuevo con rapidez.
Crujían los ramajes y los sapos ponían su queja isócroma en las sombras donde pocos
"cucuyos" trazaban líneas de luz. Pero el valor del cipote tenía su límite; a cada crujido
de rama volvía la mirada exploradora y le parecía ver figuras entre los montes. Principió
a dominarlo el miedo. Nadie transitaba por aquel camino y menos bajo la lluvia; pero
Chico no lloraba aunque el corazón le saltaba como picoteando. En un momento
estuvo a punto de tirarse del asno y correr huyendo; te parecía haber oído al lado suyo
un gemido que le hizo recordar inmediatamente los cuentos de "aparecidos" que le
contara su nana en noches de calina; pero luego reconoció que quien lo lanzó fue su
perro chingo que lo acompañaba; le habló y el perro contestó con gruñidos; esto le
mermó la tensión nerviosa.
-¡Mamaaaaaa... !
-¡Callate, espirituado! -increpa la mujer-. Por tu condenado vicio anda el pobre chigüín
en una noche como esta; en vez destar con majaderías debieras andar encontrándolo.
Debe venir hecho una sopo; pero es la última vez que mi cipote va trerte guaro. ¿Ya
loiste?
-¡Chó alcahueta; eso es lo que sos vos con Chico; con esas nenequerías nunca vas
hacer de Chico un hombre; lo tenés consentido como si juera un NiñoDios. ¡Ya verás,
yo haré de¡ un hombre de verdá y no un maricón!
-Ve, Dominga, mejor debieras echarte un bozal; mira que nuestoy pa muchas pulgas.
Por el camino del bajo avanza el burro; cuando llega al patio Dominga sale a recibirlo.
Pero ¡sorpresa! Y el asno llega solo, con el mecate arrastrado por el lodo y la albarda
por un lado con las alforjas atadas de los jinetillos.
-¡Atanasio, corre! ¡Chico no viene con el burro! .Ay Dios santo! ¿Qué le habrá pasado a
mi cipote? ¡Virgen Santísima! ¡Tres Divinas Personas!
Dando traspiés, Atanasio sale al corredor con las faldas afuera y la mirada opaca e
imbecilizada.
-¡Qué diablos le va pasar; vos sólo sos "santulonadas"¡Se ha venido a pie con algotro
pícaro, sólo falta que mihaya quebrado el cuarto litro, pero si así es, ¡Dios lo libre al
zamarro!
Del chinchorro saca el litro; una risa bufa aparece en su rostro, y dice:
Mientras, Dominga hace una gran tea de ocotes, toma un machete corto, y sale
valerosamente en busca de su hijo. Es el amor de la, madre en presencia del hijo en
peligro.
-¡Estás loca, Dominguita! Déjalo, no debe tardar en venir -dice Atanasio con voz
aguardentosa, llevándose con pasión y alegría la pacha a los labios, diciendo:
Se sienta en el suelo junto al gato y principia a cantar una lúbrica canción de estanco.
La madre con un trapo en la cabeza, evitando que se le apague la luz, va rápida bajo el
rigor de la lluvia por entre los charcos. Su voz temblorosa se hace grito:
No tienen más contestación sus llamados que el canto de las ranas y el silbido del
"viento abajo". A su imaginación viene la idea terrible de La Potrera. El rumor de la
avenida llega a sus oídos. Corre como una loca con los ojos centellantes, la cabellera
al viento y los ocotes encendidos. Corre, corre y grita:
Los ladridos de un perro le aumentan la carrera: cruza atascaderos; se hiere los pies en
los troncos; deja jirones de vestido y de piel en los espinos. La Potrera está allí,
rugiente, enardecida, bárbara, arrastrando maderos y piedras. Dominga jadeante se
detiene; en la otra orilla el perro flaco, inquieto aúlla horrorosamente; se introduce al
agua pero luego vuelve a la playa corriendo como rabioso. Dominga lo llama y él da
saltos con la cabeza en alto. ¡Si los perros hablaran! Su hijo no contesta. ¿Dónde
puede estar? ¿Por qué llegó el burro solo? Tal vez su hijo está al otro lado; tal vez
sufrió una caída y el perro lo está cuidando; tal vez se ha regresado a la aldea. ¡Ah, si
los perros hablaran...!
El perro mira penetrar a Dominga en las ondas, avanzar impulsada hacia abajo por la
fuerza de la corriente llevando la luz en alto y el machete corto, llegar casi al centro
milagrosamente. Bajan balseras río abajo con estrépito; la hochonada de ocote se
apaga de un golpe; la mujer desaparece en las aguas barrosas; hiere las sombras un
grito atormentado:
-¡Chicoooo...!
ha silenciado la voz de la madre atrevida que va siendo despedazada por las piedras y
los maderos. El perro flaco, huye por los montes cargado de pánico.