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rodricavs 18.08.12
Título original: Tyrant. Funeral Games
Christian Cameron, 2011
Traducción: Borja Folch
Editor original: rodricavs (v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas: celso1200
ePub base v2.0
Para los trekkers
316 a. C
316 a. C
316 a. C
316 a. C
313 a. C
—No tengo ni la más remota intención de combatir
contra el Tuerto si puedo evitarlo —dijo Casandro, vestido
con una magnífica clámide púrpura sobre un quitón que
habría parecido suntuoso incluso en la persona de un rey—.
Enfrentarse con el Tuerto es una estupidez. Eliminó a
Eumenes y ahora está en lo más alto, aunque es vulnerable.
Quiero que el Tuerto luche contra Tolomeo mientras yo
despojo a éste de sus soldados.
Casandro se encontraba en Atenas en visita de estado.
Había llegado con un gran séquito que ponía a prueba los
esfuerzos de Demetrio de Falero y de todos sus aliados
políticos para mantener a sus numerosos huéspedes. Tal
como bromeaba Menandro, era como si aquel hombre
comiera oro.
Se habían congregado en casa de Demetrio, un palacio
en todos los sentidos salvo en el nombre. Casandro estaba
rodeado de macedonios, aunque había otros griegos en su
cortejo, e importantes aliados como Eumeles de
Panticapea.
Demetrio de Falero había llevado a sus propios aliados,
los hombres a quienes confiaba el gobierno de Atenas, y
también a otros hombres cuyos bienes contribuían a
mantener a Casandro.
Estratocles estaba tendido en una kliné toqueteándose
la barba, ahora más encanecida, y cruzaba miradas con los
hombres de su confianza presentes en la sala, el mercenario
con la cara marcada que se hacía llamar Ifícrates y su
lugarteniente, un italiano muy corpulento llamado Lucio.
—¿Cómo piensas persuadir a Antígono para que luche
contra Tolomeo? —inquirió Felipe, hijo de Amintas.
Era uno de esos idiotas que hacían tales preguntas; de
hecho, Estratocles contaba con él para que las formulara. Y
no era el único de la sala que lo hacía: todos los oficiales
macedonios se cuestionaban lo mismo. Estratocles, por su
parte, calculaba si Casandro, el regente asesino, el aliado de
Atenas, el saqueador de Grecia, por fin estaría perdiendo
facultades.
—No hay de qué preocuparse —dijo éste. Su risita fue
almibarada, casi insinuante—. Antígono y yo nos
conocemos desde hace mucho tiempo —explicó con una
picara sonrisa—. Es viejo. Y su hijo, un idiota. Puedo
controlarlos.
En boca del hombre que había asesinado a Olimpia, la
madre de Alejandro, y a sus principales rivales, la
declaración no estaba revestida del hubris que quizás
habría tenido en boca de otro de menor (o incluso mayor)
valía. Casandro no era estúpido en el campo de batalla,
pero en el mundo de la política y el asesinato era el maestro
incontestable.
—Me parece que subestimas a Tolomeo —dijo
Demetrio.
—Tal vez. —Casandro sonrió—. Aunque lo dudo. Un
hombre con fama de ser sencillo en el trato, a quien su tropa
apoda el Granjero, no es un gran candidato para sobrevivir
en este mundo.
—Hasta ahora le ha ido muy bien —replicó Estratocles,
sin poder contenerse.
Casandro se volvió hacia él. Mirarlo siempre resultaba
una experiencia inquietante. La mayoría de los hombres
rehuía la realidad física del rostro de Estratocles, pero no así
Casandro.
—Con permiso de mis aliados, pareces perfecto para ir
a Egipto en mi nombre, querido artero mío. Como
embajador de Atenas, ansiosa por librarse de la tiranía. —
Casandro sonrió porque las ciudades estado griegas y su
cháchara sobre la libertad le resultaban ridículas—. Pero
cualquiera con dos dedos de frente que esté en la corte de
Tolomeo se dará cuenta de que te envío yo. Dile que estoy
desesperado. Consigue que llene sus barcos con sus
ejércitos regulares de macedonios y mándamelos a mí. Lo
despojaré de soldados de verdad para que Antígono pueda
tomar Egipto.
Estratocles se acariciaba la barba. Sus ojos se dirigieron
a Menandro y el dramaturgo asintió levemente.
—Una artimaña bastante fácil. Puedo hacerlo —dijo
Estratocles—. Aunque no estoy seguro… —agregó,
dispuesto a dar un franco resumen de lo que motivaba su
vacilación, basada mayormente en la cantidad de enemigos
que se había granjeado entre las facciones atenienses—.
Aquí no se me conoce como Estratocles el Informante
porque mis conciudadanos me amen.
«Atenas, cómo he de verme por ti.»
—¿En serio? —Casandro se rio—. Mi querida víbora,
puedes hacerlo y lograr que al Granjero le guste el sabor del
veneno. —Miró a Demetrio—. ¿Me prestas a tu serpiente?
—Pero si Antígono se hace con los ingresos de Egipto,
¡será invencible! —objetó Diógenes, el amante de Demetrio
y el hombre más apuesto de toda Grecia.
Demetrio de Falero tenía unos ojos duros y grises; los
ojos de Atenea, según muchos. Ignoró al gallardo
muchacho tendido en su diván y sus ojos pasaron de
Casandro a Estratocles.
—Te lo puedo prestar, pero tengo mis dudas sobre lo
acertado de tu decisión, Casandro.
«Mejor tú que yo, Demetrio», dijo Estratocles para sus
adentros. Él también pensaba que la misión era un
despropósito. Pero como de costumbre, Casandro
conducía la cuadriga y Atenas se dejaba llevar.
—Diógenes, mi querido y hermoso cabeza hueca, éste
es el motivo por el que tú eres un adorno en las fiestas y yo
el regente de Macedonia. Si Antígono conquista Egipto,
usará más de sus preciados macedonios para guarnecerlo.
Eso es lo único importante, ¿no te das cuenta? Los
soldados, los soldados de verdad, son macedonios; nuestra
única exportación, pero ahora mismo, la exportación más
valiosa del mundo. Sólo un macedonio es capaz de
combatir con sarisa. Ninguna infantería del mundo puede
vencernos. —Sonrió a la concurrencia, afectando
indiferencia tras haber insultado a todos los griegos
presentes en la sala—. Nos quedaremos con los veteranos
de Tolomeo a modo de tributo y el año que viene los
usaremos para derrotar a Antígono el Tuerto. O tal vez a
Lisímaco. Es lo de menos: una vez que tenga las falanges,
podré ir a donde quiera. —El regente apartó sus ojos de
pesados párpados del apuesto ateniense y los dejó caer
sobre Estratocles como si su mirada realmente pesara—.
Tú, víbora mía, eres la herramienta para mover esa piedra
en concreto.
Estratocles pensó que era mala señal que los
macedonios estuvieran comenzando a creerse su propia
propaganda. Aún no habían transcurrido diez años desde
que los hoplitas de Atenas derrotaran a una falange
macedonia. Cruzó una mirada con su amigo Ifícrates, que
tenía el rostro congestionado por la ira. Ahora le tocó a él
negar con la cabeza, pese a que cualquier exabrupto habría
recibido el apoyo de todos los atenienses presentes. Incluso
Menandro, que tenía fama de desdeñar los asuntos
militares, estaba ofendido.
El insulto del regente —«víbora», un término que ningún
hombre soportaba— era casi un cumplido en boca de
Casandro.
«Atenas, lo que he de aguantar por ti —pensó
Estratocles—. Cuando llegue el momento, enterraré a estos
arrogantes bárbaros en sus propias entrañas.»
Eumeles, a quien todos llamaban Herón, el presunto rey
del Bósforo, se abrió paso entre los macedonios.
—Tolomeo aún da refugio a mis enemigos —dijo.
De espaldas al tirano del Euxino, Casandro miró a
Estratocles esbozando una mueca e hizo un gesto con la
mano como diciendo «¿Qué puedo hacer?».
El regente de Macedonia se dio la vuelta en su diván
para mirar a Eumeles.
—¿Y nada de grano para mis enemigos? ¿Das tu
palabra?
Eumeles hizo una reverencia.
—Doy mi palabra. —Miró a Estratocles—. Pero me
gustaría, ¡ejem!, ver zanjado el asunto.
Casandro asintió.
—Es verdad. Estratocles, los dos niños. Olimpia los
quería muertos, Herón los quiere muertos y se te escaparon,
¿eh? Que no vuelvan a escapar. ¿Entendido?
Estratocles se encogió de hombros.
—Era Herón quien quería verlos muertos. Y Olimpia lo
convirtió en asunto suyo. Pero es impropio de una
embajada ir asesinando mocosos.
Miró a Demetrio de Falero en busca de orientación.
Demetrio había sido discípulo de Focionte, igual que
Kineas, el padre de los niños. Aunque Estratocles no sentía
un verdadero amor por Demetrio, era ateniense.
Los duros ojos grises de Demetrio se entornaron. Tomó
aire para hablar, pero luego negó con la cabeza y bebió un
sorbo de vino.
Casandro frunció los labios. Siempre era peligroso
enfrentarse a Casandro a propósito de cualquier tema, y
Demetrio, el hombre más poderoso de la sala a excepción
de Casandro, había rehusado hacerlo.
«Debemos de estar muy apurados», pensó Estratocles.
—Muy bien —dijo—. Intentaré liquidar a los niños
antes de irme de allí. Pero aguardaré hasta entonces. Si se
me relaciona con el asesinato, me expulsarán o algo peor.
—Pues no dejes que te descubran —dijo Casandro.
Acto seguido adoptó un tono más conciliador—. Entiendo
tu punto de vista. Contrata a alguien que lo haga y asegúrate
de que no se relacione conmigo. —Sonrió—. ¿Qué me
dices de tu médico? Ya nos ha sido útil alguna vez.
La buena traza rubia de Casandro y sus ojos, cuyos
párpados recordaban los de un adicto al opio, resultaban
muy engañosos.
«Es mucho más feo que yo», pensó Estratocles. «Me
parece que va siendo hora de que cambiemos de política.»
Más tarde, en una habitación privada, le manifestó su
opinión a Menandro.
—Estoy de acuerdo —admitió el poeta—, pero
Demetrio dice que ahora lo necesitamos. La situación actual
es muy mala. Sal airoso de esa misión en Egipto y tal vez
nos dé un respiro.
Estratocles suspiró y se rascó la nariz.
—Le odio tanto como para plantearme un tiranicidio.
—Al ver la expresión asustada de su amigo agregó—: No
me refiero a nuestro tirano, Menandro, sino a Casandro.
No obstante, hizo el equipaje para marcharse a
Alejandría.
Se tomó su tiempo para enviar una carta al médico, a la
sazón en Atenas, en la que le ofrecía un puesto en su
embajada y le proporcionaba, además, una lista de los
miembros de la asamblea de esa ciudad y de sus diversas
transgresiones, y se llevó a Lucio como jefe de su escolta.
Tenía muchos enemigos, y sería preciso hacer un uso
sensato de la fuerza.
Cambió el orden de prioridades de su red de
información, de modo que los partes sobre Alejandría
tuvieran primacía. Escuchó un sinfín de informes de espías
antes de zarpar en su propio trirreme con rumbo a esa
ciudad, la más moderna del mundo.
Los informadores de Estratocles eran hombres y
mujeres capaces. Su nómina de agentes abarcaba desde el
Euxino hasta las Columnas de Hércules, de modo que,
cuando la ciudad apareció en el horizonte, ya sabía dónde
vivía León y con quién; sabía los nombres de sus barcos y
los de sus factores. Todo eso era información de rutina,
pues León y Estratocles habían tenido sus roces en la
persecución de sus respectivos intereses, a veces en
conflicto, a veces en alianza, a lo largo de diez años.
Sabía que Tolomeo tenía una amante egipcia y que
Amastris, la hija de Dionisio de Heráclea, la heredera más
rica del mundo helenístico, cualquier día regresaría a
Alejandría, esa ciudad vital para los intereses de Atenas.
Sabía también que la corte estaba buscando un médico para
el palacio. Incluso sabía que Sófocles el Ateniense, a quien
tenía a su lado, había sido sobornado por Casandro para
que lo vigilara. La idea hizo que Estratocles sonriera al
farsante que lo acompañaba.
—Siempre me preocupo cuando es obvio que algo te
divierte —comentó el físico, agachándose para rascarse la
cicatriz de la rodilla.
Estratocles sonrió y le dio una palmada en la espalda.
—Vas a tener mucho trabajo en Alejandría —auguró.
—Será un placer —respondió Sófocles.
16
312 a. C
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Christian Cameron
Toronto, 2009
CHRISTIAN CAMERON, es escritor e historiador militar.
Es veterano de la Armada de Estados Unidos, donde sirvió
como aviador y oficial de inteligencia. Reside en Toronto, y
actualmente está escribiendo la siguiente novela de la serie
TIRANO mientras trabaja en su doctorado en lenguas
clásicas.