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Aventura a la Boliviana
Amena crónica que discurre por el alma aymara de La Paz y Oruro, y que se empina en la
Cordillera Real, antes de aterrizar en el Salar de Uyuni, la portada de Tiahuanaco, y la
encantadora Copacabana, frente al gran Titicaca.
No piensen mal. Mi "cariño" tuvo forma de credencial con la palabra prensa escrita con letras
grandes. El policía aflojó. '¡Viva el periodismo!', grito cuando estoy con un pie aquí y el otro allá,
en Bolivia, nación hermana, quizás gemela, unida al Perú por entrañables vínculos históricos y
culturales.
Terrapuerto, bajar del bus, estirar las piernas después de un día de viaje; luego, echarse a
andar por las calles de una ciudad de altura (3,650 m.s.n.m.) fundada por el capitán español
Alonso de Mendoza, el 20 de octubre de 1548. Centro antiguo y colonial. La plaza Murillo, el
Palacio Quemado, mujeres aymaras que visten polleras, hombres de saco y corbata, también
lustrabotas con pasamontañas que te hacen pensar en otros encapuchados. Aceleras el paso.
Te alejas.
Llegamos. La Muela se encuentra sobre una pequeña colina. No está picada; al contrario, se
muestra sanita y se presenta como uno de esos caprichos creativos de la naturaleza, que
tienen el poder de subyugar al andariego. Nos quedaríamos horas de horas, pero el Valle de la
Luna nos espera.
De odontólogos a bisoños astronautas. No estoy en la luna, pero pretendo creer que es así. En
realidad, el entorno ayuda y hasta nos da una manito en este inédito sueño selenita, a menos
de 20 kilómetros del centro de La Paz. Y es que en este valle sin río hay una gran cantidad de
extrañas formaciones rocosas, esculpidas por el viento, que parecerían ser de otro planeta.
Rastro Congelado
"Apurate", ordena la señorita guía al conductor que
parece "jironear" por avenidas huérfanas de tráfico.
"Apurate, che", insiste ella, interpretando la cólera
silenciosa de los pasajeros, que reprimen sus ganas
de ahorcar al chofer y su exasperante lentitud.
La guía aprovecha los más de 30 kilómetros de recorrido, para comentar que el primer eslabón
de la cordillera es el Illimani (al sudeste) y, el último, el Illampu (noreste), muy cerca del lago
Titicaca.
En la cumbre hay sólo un esquiador: "La nieve está fofa. No es buena época", argumenta; ¿y
cómo te llamas?... ya es tarde. Se lanza. Su rastro queda en la superficie congelada.
Un poquito de Sal
Busco un ómnibus. No encuentro, sólo hay "flotas"... y
ya estoy viendo con quién discutir, pero nadie dice
esta boca es mía. Así que viajo calladito hasta Oruro
(4 horas), donde abordaré un tren hacia Uyuni (3,665 m.s.n.m.), el salar más grande del mundo.
Oruro (3,706 m.s.n.m.), la capital folklórica de Bolivia, es famosa por su carnaval en honor de la
Virgen del Socavón. Declarada como Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por la
UNESCO, la fiesta es un rosario de danzas, un estallido de jolgorio que remece calles y plazas.
Durante la celebración, en febrero, Oruro se llena de vida, se hace inolvidable; pero esa hoja
del calendario ya fue arrancada, y en la ciudad no hay bailes ni chinas diablas ni morenitas con
minifaldas encogidas.
Es hora de ir a Uyuni, ahí, al menos, siempre hay sal, lagunas de colores, nevados, volcanes,
flamencos, vicuñas, árboles de piedra, géiseres que despiden vapor al amanecer, y hasta un
cementerio de locomotoras.
Al abandonar el salar, la tierra recupera sus colores, sus formas y quiebres. Reaparecen las
montañas en el horizonte y la aventura se torna distinta; entonces, se visitan lagunas que son
verdes, rojas, coloradas, y hasta hediondas, por los minerales que presentan sus aguas.
Y en una madrugada congelada se enrumba hacia el géiser Sol de Mañana. Luego se miran de
lejitos las piedras de Salvador Dalí, el volcán Licancabur (5,900 metros y ya en territorio chileno)
y el pueblo de Culpinak, entre otros lugares rudamente fantásticos.
De vuelta a Casa
El tiempo se acorta. Se acerca la fecha del retorno y aún tengo recorridos pendientes:
Tiahuanaco (3,870 m.s.n.m) y Copacabana (3,841 m.s.n.m.), a 71 y 155 kilómetros de La Paz,
respectivamente.
Mi expectativa es grande. Pronto estaré en Tiahuanaco, fotografiando la Portada del Sol y sus
48 geniecillos alados, obra arquitectónica que desde mis años de escuela había visto con
asombro. Al llegar, descubrí que la Portada no era el único monumento destacado, también
estaban los enigmáticos monolitos Fraile y Ponce y las cabeza clavas del templete
semisubterráneo.
Mi último destino, un poblado conocido por el fiestón que le organizan a su patrona, la Virgen de
Copacabana. Al llegar, me parapeto en su malecón para admirar los veleros que parecen
dormir arrullados por el viento heladito de la altura y las aguas intensas del lago Titicaca (3,800
m.s.n.m.).
Y navego hasta las islas del Sol y de la Luna y camino por un sendero quebradizo y cuento los
peldaños de una escalera prehispánica y toco las paredes de un antiguo Aclla Wasi y un
hombre cobrizo me dice que al frentecito nomás está el Perú...
Otra vez estoy en la frontera. Me preparo para retrasar el reloj y recuperar la hora que perdí al
ingresar a Bolivia. No quiero marcharme; ¡caray!, por qué ahora nadie me impide pasar al otro
lado...
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