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Aventura a la Boliviana
Amena crónica que discurre por el alma aymara de La Paz y Oruro, y que se empina en la
Cordillera Real, antes de aterrizar en el Salar de Uyuni, la portada de Tiahuanaco, y la
encantadora Copacabana, frente al gran Titicaca.

Texto y Fotos: Rolly Valdivia

Estoy a un par de pasos de Bolivia, aunque, para ser


sinceros, me siento más lejos que nunca, por la
majadería de un funcionario de migraciones, que me
Reciba nuestro
Boletín acusa de indocumentado, de vulgar NN, de ciudadano
de reputación dudosa. 'Así no juega Perú', mascullo
Nombres:
con furioso espíritu deportivo. "Tan cerca y tan lejos",
pienso con filosófica resignación, mientras veo a los
afortunados que ya están en Bolivia, caminando de lo
e-m@il:
más campantes o adelantando una hora sus relojes.

De nada sirven mis quejas, lamentos y explicaciones.


Enviar Todo parece ser inútil. Mi DNI ha sido declarado como inservible y sospechoso. Vuelvo a la
carga. Nada. "No pasas", reitera el odiado burócrata... De pronto, como si fuera un
experimentado tahúr, saco una carta secreta, casi mágica, que convierte los "no" en "sí" y las
frases cortantes en melódicos "si señor, vaya tranquilo".

No fueron soles ni bolivianos, menos dólares. Fue un


carné de prensa el que me devolvió la ciudadanía. Ya
nadie me detiene. Adiós Perú, Bienvenida Bolivia,
tierra mágica de contrastes y desigualdades; tierra de
yungas y collas; tierra andina que estoy a punto de
pisar...

"¡Ey, alto ahí!". Sigo en Perú. Un policía ha visto algo


sospechoso en mí. Quizás el pelo largo o la barbita
desordenadamente rala. La apariencia me condena. -
"Dime, Valdivia, ¿cuánto es tu cariño?", dice el
"benemérito" en tono conspirador. Pienso responder con sapos y culebras. Me los trago. No hay
tiempo para charlas, hay un bus esperándome al otro lado de la frontera. Si quiero alcanzarlo,
debo sacrificarme y mostrar mi cariño... Y lo hago.

No piensen mal. Mi "cariño" tuvo forma de credencial con la palabra prensa escrita con letras
grandes. El policía aflojó. '¡Viva el periodismo!', grito cuando estoy con un pie aquí y el otro allá,
en Bolivia, nación hermana, quizás gemela, unida al Perú por entrañables vínculos históricos y
culturales.

Diente del Diablo


Soy el último en subir al bus. Me miran con cólera, como diciendo "por tu culpa llegaremos tarde
a La Paz", sede de gobierno, urbe principal y, lo que es más importante, la primera escala en mi
travesía boliviana.

Terrapuerto, bajar del bus, estirar las piernas después de un día de viaje; luego, echarse a
andar por las calles de una ciudad de altura (3,650 m.s.n.m.) fundada por el capitán español
Alonso de Mendoza, el 20 de octubre de 1548. Centro antiguo y colonial. La plaza Murillo, el
Palacio Quemado, mujeres aymaras que visten polleras, hombres de saco y corbata, también
lustrabotas con pasamontañas que te hacen pensar en otros encapuchados. Aceleras el paso.
Te alejas.

Sólo un vistazo al corazón paceño, porque me han


"chismoseado" que el diablo perdió una de sus muelas
(¿será la del juicio... final?) en las afueras montañosas
de La Paz, y que en esas mismas "afueras" existe un
valle que está emparentado con la luna. Así que sin
saber muy bien por qué, me voy a la zona sur, con la
esperanza de hacer una profilaxis al diente diabólico y
de poner mis pies sobre la luna, imitando el pequeño
gran paso de Neil Amstrong.

Camino a paso redoblado por un sendero de tierra


empinadamente polvoriento. La vista se regocija con el paisaje cerril, a veces agreste, a veces
cultivado. El recorrido no dura más de dos horas y devela la cara bucólica y altiplánica de los
extramuros de la ciudad.

Llegamos. La Muela se encuentra sobre una pequeña colina. No está picada; al contrario, se
muestra sanita y se presenta como uno de esos caprichos creativos de la naturaleza, que
tienen el poder de subyugar al andariego. Nos quedaríamos horas de horas, pero el Valle de la
Luna nos espera.

De odontólogos a bisoños astronautas. No estoy en la luna, pero pretendo creer que es así. En
realidad, el entorno ayuda y hasta nos da una manito en este inédito sueño selenita, a menos
de 20 kilómetros del centro de La Paz. Y es que en este valle sin río hay una gran cantidad de
extrañas formaciones rocosas, esculpidas por el viento, que parecerían ser de otro planeta.

Rastro Congelado
"Apurate", ordena la señorita guía al conductor que
parece "jironear" por avenidas huérfanas de tráfico.
"Apurate, che", insiste ella, interpretando la cólera
silenciosa de los pasajeros, que reprimen sus ganas
de ahorcar al chofer y su exasperante lentitud.

Con paciencia que despertaría la envidia del


mismísimo Job, el grupo escucha lo que verá en el
camino: rebaños de auquénidos, lagunas primorosas,
los nevados de la Cordillera Real y, claro, el ascenso
al Chacaltaya, nevado emblemático que, según dicen,
tiene la pista natural de esquí más alta del planeta (supera los 5,200 m.s.n.m.).

La guía aprovecha los más de 30 kilómetros de recorrido, para comentar que el primer eslabón
de la cordillera es el Illimani (al sudeste) y, el último, el Illampu (noreste), muy cerca del lago
Titicaca.

Avanzamos. Alguien siente los estragos de la altura.


"Es el sorojchi", dice la guía; Soroche, la contradigo;
"tienes que picchar", recomienda ella; Chacchar,
corrijo, olvidándome que en Bolivia a la gente no le da
soroche sino sorojchi y que aquí la coca se piccha, no
se chaccha.

Luego de un acalorado debate en el que ambas


partes defendieron con ardor los términos utilizados
en sus países, se resolvió que el asorochado recibiera
un tratamiento intensivo de caramelos de limón. La
decisión zanjó el impasse, justo cuando arribábamos a
Chacaltaya.

Una casaca de emergencia, un gorro de lana, tibiecito


y salvador. Caminar hacia la cumbre. Respiración
agitada. Panorama nevado, impactante, conmovedor:
el Illimani, el Mururata, el Huayna Potosí. Al diablo con
el frío. Esto es precioso.

En la cumbre hay sólo un esquiador: "La nieve está fofa. No es buena época", argumenta; ¿y
cómo te llamas?... ya es tarde. Se lanza. Su rastro queda en la superficie congelada.

Un poquito de Sal
Busco un ómnibus. No encuentro, sólo hay "flotas"... y
ya estoy viendo con quién discutir, pero nadie dice
esta boca es mía. Así que viajo calladito hasta Oruro
(4 horas), donde abordaré un tren hacia Uyuni (3,665 m.s.n.m.), el salar más grande del mundo.

Oruro (3,706 m.s.n.m.), la capital folklórica de Bolivia, es famosa por su carnaval en honor de la
Virgen del Socavón. Declarada como Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por la
UNESCO, la fiesta es un rosario de danzas, un estallido de jolgorio que remece calles y plazas.

Durante la celebración, en febrero, Oruro se llena de vida, se hace inolvidable; pero esa hoja
del calendario ya fue arrancada, y en la ciudad no hay bailes ni chinas diablas ni morenitas con
minifaldas encogidas.

Es hora de ir a Uyuni, ahí, al menos, siempre hay sal, lagunas de colores, nevados, volcanes,
flamencos, vicuñas, árboles de piedra, géiseres que despiden vapor al amanecer, y hasta un
cementerio de locomotoras.

Subo al tren a la mitad de la tarde. Desciendo en el esplendor de la noche. Busco refugio en un


hotelito sin pretensiones en el pueblo de Uyuni (provincia Daniel Campos, Potosí), la antesala
civilizada de un salar inmenso que atesora 64 millones de toneladas de dicho mineral,
distribuidas en 11 capas sucesivas.

Despertar, prepararse, partir en una camioneta 4 x 4


hacia el salar y la Reserva Nacional de Fauna Andina
Eduardo Avaroa. Serán cuatro días de correrías
motorizadas por paisajes surrealistas y pueblitos
microscópicos, austeros, siempre empobrecidos. La
primera jornada es toda de sal. El mundo se vuelve
blanco y se llena de resplandores, de silencios,
también de meditación. Y en ese reino albo e
impoluto, aparece milagrosa la isla Pescado, con sus
cactus enormes de siete metros de altura.

Al abandonar el salar, la tierra recupera sus colores, sus formas y quiebres. Reaparecen las
montañas en el horizonte y la aventura se torna distinta; entonces, se visitan lagunas que son
verdes, rojas, coloradas, y hasta hediondas, por los minerales que presentan sus aguas.

Y en una madrugada congelada se enrumba hacia el géiser Sol de Mañana. Luego se miran de
lejitos las piedras de Salvador Dalí, el volcán Licancabur (5,900 metros y ya en territorio chileno)
y el pueblo de Culpinak, entre otros lugares rudamente fantásticos.

De vuelta a Casa
El tiempo se acorta. Se acerca la fecha del retorno y aún tengo recorridos pendientes:
Tiahuanaco (3,870 m.s.n.m) y Copacabana (3,841 m.s.n.m.), a 71 y 155 kilómetros de La Paz,
respectivamente.

Mi expectativa es grande. Pronto estaré en Tiahuanaco, fotografiando la Portada del Sol y sus
48 geniecillos alados, obra arquitectónica que desde mis años de escuela había visto con
asombro. Al llegar, descubrí que la Portada no era el único monumento destacado, también
estaban los enigmáticos monolitos Fraile y Ponce y las cabeza clavas del templete
semisubterráneo.

Mi último destino, un poblado conocido por el fiestón que le organizan a su patrona, la Virgen de
Copacabana. Al llegar, me parapeto en su malecón para admirar los veleros que parecen
dormir arrullados por el viento heladito de la altura y las aguas intensas del lago Titicaca (3,800
m.s.n.m.).

Y navego hasta las islas del Sol y de la Luna y camino por un sendero quebradizo y cuento los
peldaños de una escalera prehispánica y toco las paredes de un antiguo Aclla Wasi y un
hombre cobrizo me dice que al frentecito nomás está el Perú...

Otra vez estoy en la frontera. Me preparo para retrasar el reloj y recuperar la hora que perdí al
ingresar a Bolivia. No quiero marcharme; ¡caray!, por qué ahora nadie me impide pasar al otro
lado...

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