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Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver

Domingo 2 de julio de 2000

Editora Responsable: Patricia Vega

Ciencia y política en México

Victoriano Garza Almanza

El genoma humano

Antonio R. Cabral

Opiniones de mexicanos

Bolívar Zapata, Laclette, García Carrancá y Lisker

Consideraciones del mundo real

Edward M. Berger y Bernard Gert

Ciencia y política en México


Victoriano Garza Almanza

El ideal clásico del estudiante de ciencias a lo largo del tiempo ha sido convertirse en un
investigador científico. En el México de hace 30 años esta querencia era nada menos que
imposible: la actividad científica era un lujo que pocas universidades podían darse, y un
elemento inexistente dentro del sector privado.

La primera iniciativa para la promoción de la ciencia en México fue establecida por el


presidente Lázaro Cárdenas en 1935, cuando fundó el Consejo Nacional de Educación
Superior y de la Investigación Científica. Cuatro años después de su desaparición, en 1942,
se creó la Comisión Impulsora de la Investigación Científica, que no duró ni la víspera.

En 1950 se formó el INIC, Instituto Nacional de Investigación Científica. Paralelamente al


INIC se fundó el INBA, Instituto Nacional de Bellas Artes. Durante los años cincuenta y
los sesenta, por cada 35 pesos que recibía el INIC de presupuesto, el INBA recibía 2 mil
500 pesos para exportar la imagen folklórica de la nación. Es decir, la existencia del INIC
era meramente simbólica.

Debido a esta situación tan desequilibrada entre el apoyo oficial a las artes y a la ciencia,
los científicos universitarios del país se organizaron y, en 1959, crearon una asociación
civil llamada Academia Mexicana de Ciencias. Este grupo de investigadores se daba cuenta
de que por el escaso interés del gobierno federal para apoyar e impulsar el desarrollo
científico y tecnológico, la brecha entre los países que hacían ciencia y los países sin
ciencia, como el nuestro, era cada vez mayor.

Durante la campaña presidencial de 1970, esos cintíficos preocupados propusieron la


creación de un nuevo órgano regulador de la ciencia. El periodista Manuel Buendía
contribuyó en gran medida en este esfuerzo. Como las nuevas autoridades federales
consideraron que esta entidad podría servir como medio para restablecer el diálogo entre el
gobierno y los universitarios, roto a raíz de los sucesos de 1968, el 23 de diciembre de 1970
se promulgó el decreto que creó al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt).
Sin embargo, los primeros años del este organismo fueron difíciles y de pocos recursos.

A partir de 1976, llevado de la mano de Edmundo Flores y con un mayor apoyo financiero
(eran los tiempos cuando
el presidente López
Portillo pomposamente
anunciaba que los
mexicanos íbamos a tener
que aprender a
administrar la abundancia,
que llegó para quedarse,
pero en forma de crisis),
el Conacyt desató una
avasalladora campaña de
"ciencitis" en las
universidades mexicanas
y entre la comunidad
nacional.

Se crearon centros de
investigación en muchas
regiones de México
(CIES, Cique, Cicese,
etcétera.). Surgieron
librerías Conacyt en las
más importantes ciudades y con excelente variedad de títulos. Se tradujeron obras de
científicos y filósofos de la ciencia poco conocidos en lengua castellana. Se fundaron
revistas como Información Científica y Tecnológica, Comunidad Conacyt, y Ciencia y
Desarrollo, esta última es la única que aún existe.

Flores y muchos científicos más, incluyendo algunos premios Nobel, se apersonaban en los
sitios más remotos del país para darnos a conocer su proyecto de ciencia mexicana a los
entonces jóvenes estudiantes universitarios. Al término de sus conferencias, permanecían
en los repletos auditorios para escucharnos y responder preguntas que iban más allá del
tema ofrecido. Era un acercamiento que no se ha vuelto a ver.

La "ciensada", por no decir cruzada, que en aquellos años emprendió Conacyt, fue con la
clara intención de abonar el terreno para la resiembra de una ciencia mexicana. Es cierto, en
30 años no se ha alcanzado ninguna independencia científica y tecnológica, y dudo que
algún día se consiga, pero el país cuenta con infraestructura y gente capaz de analizar
críticamente los adelantos de la ciencia global e implementar técnicas y procedimientos
avanzados, de enfrentar científicamente algunos de nuestos problemas.

En la actualidad, existe en México una masa crítica de investigadores probablemente mayor


a la que hubo en los primeros 85 años del siglo XX mexicano. Entre 1970 y 1999 el
Conacyt apoyó la formación de 70 mil estudiantes de maestría y doctorado.

La labor de esta institución se ha fortalecido en muchos sentidos; sin embargo, por la


aparición y aplicación de políticas neoliberales en México, hay quien considera que el
sentido del desarrollo científico y tecnológico del país se ha desvirtuado en pro del
utilitarismo corto placista ?cuasi maquilador? desfavoreciendo, por tanto, las ciencias
puras, de mayor profundidad, contenido y alcance.

Aunque es de vital importancia el sostenimiento de la ciencia mexicana y son muchas las


necesidades en el campo de la investigación a nivel nacional, el fortalecimiento del
quehacer científico no fue parte de la agenda política de los candidatos a la Presidencia de
la República.

Por esto, la Academia Mexicana de Ciencias, la Academia Nacional de Ingeniería y la


Academia Mexicana de Medicina plantean de manera conjunta y pública, la necesidad de
restructurar al Conacyt, es decir, aplicar una especie de reingeniería, y pidieron que el
Conacyt se transforme "en un organismo autónomo con presupuesto propio y que, en la
designación de su director, se integre una terna elegida por la comunidad" científica para
que sea el presidente en turno quien elija al ocupante del cargo.

Lo importante es que el virtual presidente de México recoja el guante lanzado por las
mencionadas academias y que implemente la iniciativa por el bien del país. Lo menos
deseable es que los nietos de los actuales científicos aparezcan, dentro de 30 años,
reinvindicando la lucha de los científicos mexicanos de fines de siglo XX. cl
El autor es coordinador del Centro de Estudios del Medio Ambiente de la Universidad
Autónoma de Ciudad Juárez

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