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Componer una imagen, no es tarea fácil. Sobre todo cuando pretendes expresar algo legible
con dicha imagen. Entiéndase que expresar algo legible implica que el “otro” –el que
observa la imagen-, reconoce en ella exactamente lo que se pretende decir. Aquí no vale el
“achunte” o el esperar a ver qué interpreta el “otro” para –justificar- la imagen. ¡No!
La expresión, es para ser recibida y no para ser únicamente expuesta. Bajo este punto de
vista la expresión debe componerse.
Del mismo modo que un sonido sin orden es sólo un ruido, así también unos colores sin
orden, no pasan de ser más que pintura. En la comunicación hay algo más que ruidos y
colores. La comunicación exige recognición, por eso, cuando decimos una palabra que
contiene varios ruidos ordenados y reconocibles, podemos comunicarnos. Pero no podemos
entender aquellos ruidos que no reconocemos, por muy agudos o graves que estos ruidos
sean. Tampoco podemos entender un gráfico que no reconocemos, por muy gráfico y
seguro que sea el trazo. Para comunicarnos es preciso de la recognición.
Si visitamos las grandes pinacotecas europeas, podemos ver al guía que nos explica el
simbolismo de las imágenes y después de reconocer la intención del autor al representar
dichas imágenes, disfrutamos hallando aspectos de interés en el cuadro. Ese simbolismo, no
es ni más ni menos que el aspecto contenedor del interés que dota al trabajo de valor.
Si por el contrario, se nos exponen unas manchas de color lúdicas, casuales y sin ningún
contenido intencional más allá del mero gesto gratuito y espontáneo, la reacción lógica de
quien espera algún elemento de interés en el cuadro o algún elemento de valor, se sienta
frustrado e insatisfecho y por lo tanto, desista del intento de extraer algo que por lógica
contiene la mínima expresión gestual.
La reiteración de estos trabajos, está causando el desinterés por la pintura incomprensible.