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LOS INFIERNOS, EL REINO DE HADES

Para los griegos, los Infiernos no eran el lugar donde moraban aquellos que habían merecido un castigo
para toda la eternidad, sino el lugar donde residían todos los muertos. Ahora bien, no todos iban al mismo
sitio dentro de los Infiernos: los condenados iban a lo que era, digamos, el Infierno propiamente dicho,
mientras que las almas nobles y generosas disfrutaban de los placeres de los Campos Elíseos, una especie
de paraíso cuajado de verdor, coloridas flores y apetitosos frutos. En este reino se encontraba también el
Tártaro, tenebroso lugar donde habían sido encerrados los Cíclopes y los Titanes por haber apoyado a
Crono. Junto a este lugar estaban los condenados a sufrir torturas eternas.
Sobre este reino de sombras gobernaba Hades, hermano de Zeus. Fue la parte que le correspondió en el
reparto del Universo cuando vencieron a Cronos. Hades, a quien los romanos llamaron Plutón, era un dios
oscuro y más bien poco sociable, pero eso no significaba que fuera un dios siniestro o malvado: lo que
ocurría, simplemente, era que sus dominios, llenos de difuntos, no se prestaban demasiado a la alegría.
Para llegar hasta los Infiernos (que también eran llamados Hades, como el dios), era necesario atravesar
un brazo de la laguna Estige que en ese lugar formaba un río. Cuando los muertos llegaban allí, eran
recogidos por un barquero, Caronte, que les cruzaba hasta la otra orilla cobrándoles una moneda de oro.
Por eso los griegos y romanos enterraban a sus muertos con una moneda dentro de la boca, que les
serviría para pagar este pasaje.
Después de cruzar el río, aparecía la puerta del Hades. Se trataba de un portón custodiado por un terrible
guardián: el Can Cerbero, un perro que tenía tres cabezas, cada una con una gran boca llena de afilados
dientes. Por si esto no fuera suficiente para hacer de Cerbero un animal pavoroso, una maraña de
serpientes de pérfido veneno le cubría el lomo. Cerbero controlaba la entrada a los Infiernos, impidiendo
la entrada de los vivos y no dejando escapar a nadie de su interior.
Una vez dentro, el recién llegado era juzgado por un tribunal de tres jueces: o bien se le condenaba a
vagar en las tinieblas infernales como una sombra triste y olvidada, o bien disfrutaba de una eterna
primavera en los Campos Elíseos.
Cerca del Tártaro solían vagar las Erinias, llamadas Furias por los romanos, terribles seres encargados de
hacer cumplir los castigos de los condenados. También se hallaban aquí las Parcas, tres hermanas cuyo
trabajo era hilar, en una rueca, los hilos del destino de los hombres, cortándolos cuando llegaba su hora.
La condena a sufrir tormentos estaba reservada exclusivamente para quienes habían provocado la ira de
Zeus. Entre estos condenados «especiales» había algunos muy famosos, como Tántalo, Sísifo, Ixión y las
Danaides. Tántalo se había atrevido a robar el néctar y la ambrosía, el alimento de los dioses: por eso fue
condenado a pasar la eternidad rodeado de agua y de frutos pero sin saciar nunca su hambre ni su sed,
porque cuando alargaba la mano para coger una fruta, las ramas se retiraban lejos de su alcance, e
igualmente con el agua, que se alejaba de su boca cada vez que Tántalo intentaba beber.
Sísifo, por su parte, cometió el error de delatar a Zeus en una ocasión en que éste había raptado a una
ninfa de la que se había enamorado y además volvió con engaño de los Infiernos y secuestró a la muerte.
Zeus se encolerizó de tal forma con él que lo condenó a subir una enorme roca hasta la cima de una
montaña para que cuando la tuviera arriba, tras el penoso esfuerzo de subirla, la roca cayera de nuevo
hasta abajo, de forma que Sísifo tuviera que volver a subirla una y otra vez.
Ixión, el padre de los centauros, fue condenado por el dios supremo a girar eternamente encadenado a una
rueda ardiente, por haber osado buscar los amores de Hera, la esposa del propio Zeus.
Las Danaides son cincuenta hermanas que se esfuerzan inútilmente en llenar con agua una crátera sin
fondo, castigadas porque habían matado a sus maridos en la noche de bodas, instigadas por su padre, el
rey Dánao.

HADES Y PERSÉFONE

En medio de este reino tenebroso tenía Hades su palacio. Sólo él podía llegar hasta allí y penetrar en su
interior. Pero el oscuro dios se encontraba muy solo, porque ninguna mujer se animaba a casarse con él y
convertirse en la reina de los Infiernos. Hades, sin embargo, era capaz de sentir amor y demostrar
ternura...
Harto de su soledad, un día se decidió a tomar esposa, aunque fuera por la fuerza. Pero él no quería
cualquier mujer, sino que pretendía a una muy dulce y hermosa: la joven Perséfone. Esta muchacha era
hija de Zeus y de Deméter, la diosa de la fertilidad de los campos. Era una joven alegre, muy amante de la
libertad y de las flores: por su propia voluntad, nunca hubiera accedido a vivir en los Infiernos.
Así que Hades, contando con el consentimiento de Zeus, planeó raptarla: esperó a que Perséfone saliera a
pasear por los prados con sus amigas y cuando vio que se separaba de ellas, entretenida con las florecillas
silvestres, abrió una brecha en la tierra y se la llevó a su reino, sin hacer caso de sus gritos de angustia.
Una vez en los Infiernos, Perséfone no hacía más que llorar y pedir que la devolvieran al aire libre, con su
madre. Hades se esforzaba por demostrarle su amor, diciéndole que ella sería allí la reina y señora, que él
sería un marido tierno y amante, que la haría feliz. Pero sólo conseguía hacerla llorar aún más.
Mientras tanto su madre, Deméter, buscaba desesperada a su única hija. Nadie le decía qué había
ocurrido, dónde se encontraba su niña, si se había perdido o le había sucedido algo malo. Deméter
recorrió los cielos y la tierra entera, sin dar con ella. Finalmente el dios del Sol, que todo lo ve, le contó lo
sucedido. Al saber Deméter que Zeus había dado permiso a Hades para que robara a su hija, se sintió tan
herida que decidió retirarse a la más recóndita soledad. Sin su presencia, sin la protección de la diosa de
las cosechas, la tierra dejó de dar frutos y se convirtió en un desierto seco y árido. Los hombres morían de
hambre, el mundo estaba a punto de extinguirse...
Zeus trató de convencer a Deméter para que volviera a cuidar de los campos y que de nuevo se extendiera
la fertilidad en la tierra. Pero la diosa, ciega de dolor por la pérdida de su amada hija, le contestó:
- Estoy horrorizada al comprobar cómo tú, Zeus, el propio padre de nuestra dulce Perséfone, has
permitido que ese horrible Hades la arrancara de mi lado. ¿Cómo quieres que vuelva a dar la vida, si tú
me has quitado mi alegría? ¡Nunca!, óyeme,¡ nunca volverá a haber frutos en la tierra mientras mi hija no
esté conmigo!.
Zeus, entonces, ordenó a Hades que devolviera a Perséfone a su madre. El dios de los Infiernos, por
descontado, no estaba dispuesto a dejar que su joven esposa se marchara. Pero ante la orden tajante de
Zeus, tuvo que ceder. Sin embargo, poco antes de su partida le pidió que, aunque fuera por una sola vez,
comiera con él uno de los sabrosos frutos que crecían junto a su palacio. Perséfone, feliz al saber que por
fin podría marcharse, accedió.
La alegría de madre e hija al volver a encontrarse conmovió a los cielos y a la tierra, que nuevamente
volvió a dar frutos y a cubrirse de flores y plantas. Pero Perséfone, al poco tiempo de estar en libertad,
comenzó a sentir una extraña nostalgia: deseaba, sin comprender muy bien por qué, regresar junto a
Hades. Al fin y al cabo, el dios de las tinieblas era bueno y cariñoso, actuaba con justicia y la trataba
como a una auténtica reina; eso era cierto, aunque el lugar fuera tan triste. Los sentimientos de Perséfone
no surgían porque sí: los había provocado el fruto comido con Hades antes de marcharse, porque quien
prueba los alimentos del infierno no puede resistirse a volver. ¡Y Perséfone los había probado! No le
quedaba otro remedio que regresar al Hades, y sin embargo ahora la idea no le parecía tan terrible...
Cuando lo supo Deméter, volvió la desesperación a su pecho: así pues, ¿tendría que perder a su hija sin
remedio?
Zeus decidió intervenir buscando una solución que complaciera a todos: ordenó que durante dos terceras
partes del año, Perséfone viviera con su madre, y el tercio restante lo pasara con Hades en los infiernos.
De este modo, cuando Perséfone está junto a Deméter, en otoño, primavera y verano, el mundo florece, la
tierra da frutos y los campos cosechas. Cuando se marcha al Hades, para alegrar un poco la vida de su
esposo, la tierra se repliega, se hielan los campos y se desnudan los árboles de sus hojas: ha llegado el
invierno.

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