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Alzhéimer en
Navidad
Jotamario Arbeláez
23 de diciembre de 2009.
NTC … agradece al autor la autorización para publicar el cuento completo.

Como estamos en vísperas de Navidad, y es domingo, y mi


familia se fue a visitar a la suegra, saqué con dificultad, porque
casi no atino con la clave de mis tarjetas, todo el efectivo de que
dispongo en los bancos y me fui a buscar los regalos para mi
mujer y los dos jovenzuelos. Elegí un centro comercial
encumbrado, de cuyo nombre no puedo acordarme, donde
pudiera darme primero el placer de almorzar violando la dieta y
luego, con un par de gintonics, terminar de leer El origen de la
tragedia, de Nietzsche, que me acaba de regalar no recuerdo
quién.
Buscaba inspiración para el arranque de mi novela,
contratada por una editorial española, ya les diré el nombre, y
centrada en la memoria de mi familia. Tal vez Planeta. Mientras
examinaba la carta vi que ingresaba a Balzac, como maquillada
por el Tiziano, una señora de esas que a mí tanto me gusta
reparar en su atuendo, de algo así como cincuenta años, en todo
caso no más de cincuenta y cinco, muy bien llevados. Creo haber
visto su traje en una revista de modas de la Quinta Avenida, ¿o
tal vez del Soho?, con unas medias veladas de rombos
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translúcidos, que daban paso a unas piernas de perfil griego y a


la vislumbre de una cadenilla de oro a la altura del tobillo
derecho. Parecía una vicepresidenta de banco.
Sus ojos desorbitaron de la sorpresa. Luego de titubear un
instante se dirigió derecho a mí y, con una sonrisa en la mirada
que no compaginaba con el resto del rostro neutro y la severidad
de su tono, me dijo, –hola Jotamario, puedo sentarme?–. Lo dudé
un momento. Por este sitio navegan tantas amigas de mi mujer,
tantos compañeros de colegio y universidad de mis hijos y tantos
amigos impertinentes. Debe ser una periodista, supuse, –claro,
bien pueda–. Algo que me paralizaba me impidió el arco reflejo de
levantarme para acercarle el asiento. Me clavó los ojos con tanta
fuerza que me sentí impregnado de pestañita. Llegó el mesero.
Desistí del plan de almorzar para ofrecerle algo de paso, tal vez
un drink, en la convicción de que si bien la mujer mantenía sus
encantos, no me motivaba el mínimo interés en probar una
seducción, cosa rara, lo admito; algo me trabajaba en el
inconsciente. –Iré al grano, poeta, ¿a ti que te pasa?–. Para nada
era un lenguaje de reportera. Traté de ser cortés, pero claro. –Me
pasa lo que me como, cuando puedo comer. Y veo que no es éste
el momento–. Sentí que su estupor acrecía. El rictus de extrañeza
le produjo en la frente tres arrugas horizontales y dos pequeñas
verticales en el entrecejo, arruinando el efecto del maquillaje. –
Veo que no me recuerdas–. –¿Habría algún motivo especial para
recordarla?–. Movió lentamente la cabeza al oriente y al
occidente, como diciendo no, con abatimiento. –Increíble, ¿te
sigue la amnesia? Creí que te habías curado. El médico había
dicho que era una astereognosis de tipo temporal, producto de la
muerte de nuestra hija, pero que recuperarías la memoria–.
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Aunque me había llamado por mi seudónimo, percibí que la


vieja estaba más loca que una cabra, por lo que decidí cortarla de
tajo. –La señora me confunde, nunca he sufrido de amnesia,
nunca he tenido ninguna hija que hubiera muerto. Y es la primera
vez que tengo el placer de saludarla, placer que doy por
terminado porque espero a otra persona–. –¿A tu nueva esposa?–.
–¿Nueva? Llevo 20 años de convivencia con una chica de quien
me distancia tanto la edad que cada año la siento más joven. Y en
todo ese tiempo he sido parco en levantes–. Iba a pedir la cuenta
pero reparé en que no había pedido nada. El mesero esperaba
libreta en mano. –¿Le provoca tomar algo? No quiero parecer
descortés y todavía dispongo de unos minutos–. En realidad
estaba que me zampaba un trago. Tal vez la tensión me estaba
subiendo. –Tomaré lo que tomábamos siempre, para empezar. Un
coctel margarita–. Odio el coctel margarita, me sala la lengua.
Ordené uno para ella y para mí Tankeray con tónica.
–No sabes lo que sufrí desde cuando decidiste dejarme
porque alegabas que ni siquiera sabías quién era después de
convivir diez años. La verdad que no te creí, porque siempre
fuiste un simulador, por no decir que un farsante. La muerte de
Iris te dio en la cabeza, dijo el médico. A lo mejor compraste el
dictamen. No te quise seguir, ni insistir, porque estabas
convertido en un ente. Supe que te enrolaste con una jovencita y
allí comenzó tu vida, de la cual me aparté corriendo. Vivo en New
York. Tengo una hija de 20 años, Samsara. Tu vivo retrato. Vino
conmigo. Quedamos en reunirnos en este sitio. Y mira la gracia o
la desgracia, que entro y te encuentro.
El cuento estaba bueno, para qué, así la dama se hubiera
equivocado de ganso. Decidí seguirle la cuerda. Al fin y al cabo
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disponía de toda la tarde, no tenía ninguna limitación económica


y el librito de Nietzsche podía esperar. –Supe que publicaste un
tomo con tus antimemorias, donde desde luego no me
mencionas. Deberías odiarme, si te acordaras. Me echaste la
culpa de la muerte de la niña ahogada en la piscina del hotel
mientras yo fornicaba en la habitación con tu peor enemigo. No
pude defenderme, te la di por ganada, de no habérsete corrido la
teja me habrías matado. Aun así, logré que me hicieras un último
amor, ya atembado. Volé a los steits. Es la primera vez que
regreso–. –Y ¿se puede saber a qué viniste? –. –A un tratamiento
en la Clínica Barraquer. Iris es ciega.
¡Gulp! Apuré el trago de un golpe. –¿Ciega de nacimiento, y
se llama Iris? –. –Por mi grandísima culpa perdí a la primera Iris,
te perdí a ti, y al recuperar a Iris Samsara de tu sangre los
recuperé a los dos. Me juré que nunca volvería a verte. Es más,
como veo que no te acuerdas de mí, es como si no te estuviera
viendo–. –¿Pero es ciega de nacimiento?–, insistí. –Su invidencia
no es genética, sino más bien sicológica. Se le presentó hace
cinco años, cuando vio tu foto en mi álbum y me preguntó quién
eras y le dije que eras su padre.
Bebí hasta el fondo del vaso. En realidad, ¿qué me había
pasado a mí antes de vivir con mi actual esposa? Nunca me
pregunté por mi inmediato pasado galante, que me temo fue
borrascoso. Me informan los amigos que pertenecí al movimiento
nadaísta –del que sigo haciendo parte a pesar de haber
estrechado a Cristo–, y he leído en sus antologías todo lo que
escribí en mi juventud. Al momento, en mis plenos 69, sin mayor
deterioro a la vista, cada vez que me siento a escribir poemas me
salen los mismos, que son los que antes rechazaban los críticos y
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ahora me premian en los concursos. Se me olvidan algunas cosas


triviales, dónde dejé la plata, dónde escondí la perica, quién me
debe, con quién tengo cita mañana, cómo se llama mi
odontólogo. De los cocteles artísticos salgo siempre con una
cantidad de nuevos y divertidos amigos. Eso si, sé en qué sitio
están, y qué dicen los subrayados de los siete mil setecientos
libros de mi biblioteca. –Si no lo tomas a mal, ¿puedes
recordarme tu nombre?–. –Baste con decirte que me llamabas
Diany, y como tal figuro en tu primer intento de novela, ni para
qué te lo recuerdo, titulada La frente cubierta por el cabello–. La
frente cubierta por el cabello, cómo no, por allí la he visto en las
cajas de los archivos. Y allí figura esa tal Diany, un personaje de
ficción, si mal no recuerdo. El mesero, en vista de que no existía
para el mundo, seguía trayendo tanda tras tanda.
No sé qué me pasó, pero puse mi mano sobre su mano. Ella
no opuso más resistencia que su anillo de brillantes. –Como el
amor entra por los ojos, según repite Samsarita, se niega a tener
novio, y eso a mí me derrumba. Tiene casi la misma edad que yo
tenía cuando empezamos–. Tumbé un salero. –Buena suerte–,
musitó ella, echando un pellizco por encima de su hombro
izquierdo. –Haz lo mismo–, me dijo, e hice lo mismo, reímos.
En ese momento vi que entraba por la puerta del Honorato,
puerta de salida del cielo, una niña que no podía ser más bella
que sí misma con un traje informal de camisa de tules y falda de
cuadros escoceses naranja y zapote y medias tobilleras y tenis de
lona azul y unas gafas negras que le cubrían casi la mitad de la
cara, como a la Lolita de Stanley Kubrich. También se me
antojaba una modelito de Balthus. La conducía del brazo una
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firme enfermera de almidón dándole seguridad para que no


tropezara y llegaron hasta nosotros.
Sin siquiera saludarme la enfermera se dirigió a Diany y le
dijo que los exámenes habían dado resultados muy
prometedores, que la operación estaba programada para mañana
muy de mañana, que el cirujano estaría soportado por un
psicólogo, que debía llevar un adelanto de veinte millones. Diany
le dijo que correcto, que no se preocupara por llevar al hotel a
Iris, que ella tenía un taxi contratado por horas, que estarían en la
clínica a las 5 de la mañana y que saludos al doctor Barraquer.
Me presentó a Iris Samsara, y sentí que recibía en mi mano mi
misma mano y que me sonreía con mis mismos dientes y con mi
mismo tono de voz me decía –mucho gusto–. Alta, espigada, de
cabello tirando a azul, labios humedecidos con brillo, huequecillos
en las mejillas. –Es un amigo de hace muchos años, que tuvo la
desgracia de perder una hija, como yo, pero parece que ya
también la recuperó. ¿Quieres agua?–. –Si, mamá, quiero agua,
pero también quiero ver, quiero ver el mundo, quiero verme,
quiero ver cómo me visto, quiero verte, quiero ver a tu amigo de
quien todavía no sé el nombre–. –Me llamo Jota -le contesté
tímidamente-, Jotamario–. –¿Jotamario Arbeláez? No sé por qué
me resulta tan familiar ese nombre. ¿Es el mismo que fundó el
nadaísmo? Es el ídolo de mi profesora de literatura en Dalton
School–. Su voz me parecía sacada para una audición individual
de un coro de arcángeles. Me puse más nervioso que una hoja de
rosa. Bebió con propiedad su vaso de agua mientras yo sentía
que se estaba bebiendo mi vida. –Nosotras nos debemos retirar,
amigo poeta, como comprenderá por la emergencia en que
estamos. Debo ir a conseguir el dinero del adelanto. No es
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mucho, pero me falta la mitad. Tengo un par de amables amigos


que estarán encantados en ayudarme. De todas maneras
estamos en el Hotel Dann Carlton. Y apunta nuestro teléfono de
New York, por si algún día vas por allá–. Lo anoté en el libro. –
Espera, de ninguna manera permitiré que consigas el dinero en la
forma que me imagino. Porque a lo mejor así fuiste siempre. Y
hasta serías capaz de comprometer a la niña. Aquí tienes cinco
millones. Los otros cinco los conseguiré mañana en la mañana y
te los llevo a la clínica–. Haría un préstamo a algún amigo, por ahí
veía a Vitatutas. –Gracias–, me dijo recibiendo el fajo de billetes,
que guardó prestamente en la honda cartera marca Cartier. –Tan
generoso como siempre. Sólo por la niña te los recibo. Te
esperamos mañana–. Y se acercó para darme un tímido beso,
pero entendió que yo quería que me lo diera Iris. –Iris, dale un
beso al poeta–. Y lo que había de ser un beso filial se convirtió en
pasional sin yo proponérmelo. Al rozarse las comisuras y
entrechocarse los pechos y los ombligos, ocurrió el contacto más
estremecedor que he sentido en mi vida, casi un colapso. La
tensión debió subirme al punto supremo. –¿Quieres que te
dejemos en tu casa?–. –Es temprano para regresar a casa. Voy a
leer un rato El origen de la tragedia–. Y se fueron. La niña
buscando seguridad en el brazo y en el paso tambaleante de su
mamá.
Al llegar a casa, en la noche, llamé a mi amigo Ignacio
Barraquer para encomendarle a la joven paciente de mañana, y
decirle que pasaría a darle un saludo. Me pidió el nombre para
agendarlo y buscar en el turno de compromisos. –No figura
ninguna Iris, ¿no tendrá otro nombre?–. –Samsara–. –Tampoco–. –
Permíteme averiguo–. Llamé al Hotel Dan Carlton y pregunté por
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Diany, no recordaba el apellido. Me respondieron que allí no había


ninguna Diany. Claro, si era el nombre ficticio de mi novela.
Tampoco con las aerolíneas tuve éxito.
No demoran en llegar mi mujer y mis hijos. Tendré que
decirles que saqué cinco millones de pesos para comprar sus
regalos de Navidad, pero que no sé dónde los puse. Que llevo tres
horas buscándolos. Como ya me ha pasado en otra oportunidad,
tendrán que creerme.
En cuanto a las gringas, supongo que no esperaron que
pudiera conseguirles los otros cinco millones. Quizás no
resistieron el choque emocional en la desgarradora casualidad del
encuentro. O a lo mejor Samara recuperó la vista súbito cuando
Diany le dijo que había besado al papá, así pasa en los
somatismos. Tal vez en este momento estén abordando el avión
de regreso, mi sufrida examante y nuestra preciosa hija
desventurada. Cuando vaya a New York iré a visitarlas. Por ahora
mi problema es dónde dejé el hijueputa libro de Nietzsche.
jmarioster@gmail.com
La primera parte, de tres, de este cuento se publicó en El País, Cali, Dic. 22, 2009.
http://www.elpais.com.co/historico/dic222009/OPN/opi2.html

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Con autorización del autor, publica y difunde: NTC … Nos Topamos Con …
http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia, Dic. 23, 2009

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