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REVI STA

DE LA ACADEMIA COLOMBIANA DE JURISPRUDENCIA

Director: José Antonio León Rey.

Editorial Kelly - Bogotá

Bogotá, D. E. Marzo-Junio de 1974 Números 202-203


GOBIERNO DE LEYES

Por el Académico Dr. Cayetano Betancur.


Hace más de dos mil años, Aristóteles había fijado ya
las tres básicas ventajas que la ley tiene frente al fallo judicial.
Primero, dice, es más fácil conseguir un corto número de le-
gisladores sabios que dicten una ley para solucionar muchos casos,
que multitud de jueces igualmente sabios que puedan dilu-
cidar con sabiduría cada caso que se presente. Segundo, porque
las leyes se hacen tras largas deliberaciones en tanto que el
juicio del juez se emite súbitamente sobre cada caso ocurrente.
Y tercero, porque el mandato del legislador se dicta no para
un caso particular, sino para muchos casos en general que
habrán de ocurrir en un futuro imprevisible, al par que el
juicio del juez se emite sobre el caso único que puede estar
circundado de elementos afectivos como el odio y la amistad,
o económicos como el interés propio y cualquier otra pasión
que impida ver con claridad lo verdadero y distinguirlo de lo
falso.
Santo Tomás que reproduce el texto aristotélico de la "Re-
tórica" que acabo de resumir, después de enumerar las dis-
tintas formas de gobierno, no duda en afirmar, que la mejor
de todas es el gobierno de la ley "sancionada por los señores
junto con los plebeyos", como ya se expresaba San Isidoro.
Pero es menester someter a un análisis esto del "Gobierno
de Leyes", para hallar sus auténticos valores y precisar tam-
bién sus límites.
Lo que primero surge de la estructura del gobierno de
leyes es su impersonalidad. La ley queda y el legislador desa-
parece. No tiene en él cabida lo que Santo Tomás afirmaba
respecto del Príncipe: "El príncipe está sometido a la ley dada
por él ante el juicio de Dios, y espontáneamente ante la fuer-
za directiva, no por coacción".

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En el gobierno de leyes ningún legislador puede excusarse
de obedecer su propia ley con el pretexto de que ha sido obra
suya. Cuando la ley recibe su nota formal de ley, impera so-
bre todos aquellos a los que está dirigida no importa la rela-
ción que haya podido tener con ella para promulgarla o san-
cionarla.
Esta impersonalidad de la ley permite un desenvolvimien-
to de la actividad gubernamental ajeno al paternalismo, a los
compromisos, al odio y a la piedad, a las influencias y a las
componendas.
En el gobierno de leyes no hay hijos ni esposa ni parientes
del gobernante. La ley no ha de serle más suave para obede-
cerla ni menos fuerte para imponerse al que la quebrantó.
Igualmente sería aberrante que la ley cayera con mayor pe-
sadumbre sobre un pariente del mandatario por el solo hecho
de serlo.
Tampoco en el gobierno de leyes hay amigos o enemigos
del gobernante. Que no se crean exentos de su rigor los que
compartieron con el funcionario los bancos de la escuela o
la oficina; ni teman que los tratará más duramente la ley por
el solo hecho de que entre el que representa la autoridad y el
obligado a cumplir el mandato legal, media una apasionada
aversión.
En un gobierno de leyes no tiene por qué haber influen-
cias que desvíen la aplicación rigurosa de la ley. Los persona-
jes influyentes suelen ser los más nefastos enemigos de un
gobierno cuando son capaces de desviarlo de la recta aplica-
ción de las normas.
La impersonalidad de la ley conduce igualmente a la dis-
tribución de funciones entre los distintos encargados de cum-
plirla. Sería muy difícil que un mismo funcionario cumpliera
la tarea de aplicar la ley y la de juzgar los casos en que se
debe decir cuál debe aplicarse. El órgano ejecutivo obedece la
ley sin conflictos. Los ciudadanos obedecen la ley sin conflic-
tos. Uno y otros aplican la ley y se ajustan a ella. Pero cuan-
do se suscita un conflicto sobre aplicabilidad de la ley, cuando
surge una querella sobre cuál es la ley que se ciñe al caso,
entonces nace el órgano jurisdiccional, el que "dice" la ley
aplicable, el que la impone al caso controvertido. Dictar y

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aplicar y "decir" la ley son tres funciones distintas desde hace
tiempo advertidas y que correspondan a lo que los tratadistas
denominan los tres poderes o los tres órganos del poder.
También la impersonalidad de la ley lleva a otro orden
de distribución de funciones: la jerarquización ascendente y
la jerarquización descendente. Por la primera, la norma infe-
rior se dicta con la eventual contingencia de que puede ser
reformada por el superior. Es lo que frecuentemente ocurre
en las normas jurisdiccionales: la sentencia de un juez muni-
cipal si no es apelada o si no es apelable, tiene la misma fuerza
de una sentencia de la Corte Suprema de Justicia. Y así de las
demás escalas jurisdiccionales. En cada instancia, el juez es amo
y señor y nadie es superior a él si no es en aquellos casos en
que mediante recursos como los de apelación o consulta, el
negocio sube al juez que le sigue en jerarquía. De suerte que
unas veces es la ley misma la que impone la intervención del
superior (consulta) y otras es la voluntad de las partes (ape-
lación) la que la determina. En esta jerarquización ascendente
la impersonalidad de la ley se muestra en todo su rigor.
Menos lo es en la jerarquización descendente, ya que una
ley puede trazar muy minuciosamente todos los límites en que
ha de desenvolverse el poder reglamentario. O el decreto re-
glamentario dejar muy poco campo de acción al último eje-
cutante de la ley. En tanto esta personalización de la ley en
sus escalas descendentes no se advierte mucho cuando se trata
de una ley en sentido material, es decir, cuando reglamenta
en forma general un asunto cualquiera, y si cuando se trata de
una ley puramente formal como la del presupuesto en que el
legislador puede meter sus narices para la entrega del último
centavo.
La impersonalidad de la ley tiene que ver mucho con las
reglas del juego. Estas se fijan para que todo mundo sepa
previamente cuándo ha perdido y cuándo ha ganado. El le-
gislador lanza también su ley para que el ciudadano sepa
cuáles son las consecuencias de sus actos. Esta impersonalidad
de la ley equivale a su no arbitrariedad. Un mandato es arbitra-
rio cuando no liga también a aquél de quien emana. Por esto
"Stammler" define el derecho con esta nota precisa de ausencia
de arbitrariedad, diciendo que "es un querer vinculatorio, au-
tártico e inviolable".
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Este sentido de ausencia de arbitrariedad tiene la ley en
expresiones usuales como cuando decimos que algo es ley del
juego, o algo es ley del proceso. En muchos juicios, hay cier-
tas normas que no se pueden variar una vez asumidas porque
son leyes del proceso; tal es la demanda y el auto que la
admite.
La arbitrariedad es el signo más claro de que un derecho
es personalista. En este sentido está muy cerca a la tiranía.
Se cuenta de un dictador de alguno de nuestros países sur-
americanos que para favorecer a un amigo llamó un día a la
lotería de más prestigio para darle la orden de que en esa
semana ganara determinado número bajo la pena de cerrar
el negocio. Este me parece, es uno de los actos en que se re-
fleja mejor, aunque sea en forma caricaturesca, la voluntad
tiránica, la personalización del mandato. Porque ni siquiera
se acepta la objetividad de la suerte.
Pero para que la ley sea impersonal, es necesario que sea
también general. Ya lo advirtió Aristóteles en el párrafo ci-
tado. Si no es general cabe que se cuele en ella la codicia, el
amor o el odio, el interés económico o el político.
De "una ley con nombre propio" se ha hablado siempre en
Colombia para fustigar aquellos actos legislativos que tras su
apariencia de generalidad esconden la solución concreta del
pleito pendiente, de la importación de mercancías, del grava-
men oneroso, etc. etc.
La generalidad de la ley es la astucia de la razón para
castigar a los corazones de mala voluntad. Ella se torna con-
tra el más listo y lo envuelve en sus propias redes.
Cuando el hombre descubrió que sus leyes debían ser
generales dio un paso hacia la seriedad de su existencia. Se
hizo un grado más responsable. Supo atenerse a las consecuen-
cias, y a no jugar tramposamente con la dignidad de gobernar.
La generalidad es la expresión política de aquella realidad
que Niezsche atribuye a nuestra especie: "El hombre es el
animal que sabe prometer".
El ámbito jurídico regido por unas leyes impersonales y
generales es por de pronto, un ámbito ajeno a la polución y
ecológicamente limpio. En efecto, cuando el aire se contamina
con el personalismo y el particularismo, llega un momento
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en que estalla la revolución. Pero generalmente son revolu-
ciones mediante las cuales no se da un paso adelante, sino que
simplemente se restaura un orden perdido: estas revoluciones
no tienen más finalidad que retornar a las condiciones de vida
elemental que nunca debieron extirparse. Es como en aquellos
juegos en que se desorganizan de tal manera los jugadores
que, como se dice, hay que hacer borrón y cuenta nueva, y
repartir otras cartas.
* * *

Pues leyes impersonales y leyes generales con todo y ser


tan altamente valorables, no lo son en lo absoluto y no dejan
de tener sus limitaciones.
También a Aristóteles hay que citar de nuevo con su idea
de la epiqueya o equidad que es, como las reglas lesbias, ajus-
table a los meandros que la realidad ostenta. La justicia es
implacable, ciega muchas veces, no distingue sino los factores
en que ella naturalmente se mueve. Entre la cosa que da el
vendedor y el precio que paga el comprador ha de haber una
equivalencia perfecta por exigencia de la justicia. Y lo justo
exige que el trabajo desempeñado se recompense con un sa-
lario proporcional y que el mérito tenga igual recompensa, y
la culpa igual castigo.
Pero se ha dicho que esta justicia ciega no atiende al
factor personal que puede cambiar las relaciones. Es lo que
pasa con la parábola de los obreros en la cual el Señor recom-
pensa con un mismo denario al que empezó su labor a la hora
de prima como al que la inició a la hora de nona. "Los últimos
serán los primeros". ¿Por qué? No en nombre de la justicia,
sino en razón de una regla de medir de más alto linaje.
Así es la equidad. Con ella se ablanda ese duro rostro de
la ley. Mas el problema está en saber ablandar. Porque puede
haber un proxenetismo disfrazado tras la equidad para quitar
a la ley sus valores de impersonalidad y generalidad.
El derecho positivo, tanto en sus leyes generales como
en sus normas concretas, deja muchos resquicios por donde
puede fluir la bondad y la misericordia. Todo el que maneja
estos instrumentos profesionales lo sabe de memoria. Por eso
es apenas cierta una frase que uno de nuestros más grandes

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juristas solía repetir: "La ley no tiene corazón, y el que le da
el suyo prevarica". La ley no tiene corazón, pero sí deja en
torno suyo un amplio campo en que cabe el corazón misericor-
dioso del que la aplica.
Muchas veces la ley, sobre todo la ley penal, permite al
juez aplicarla con pasión reformista o con enojo ejemplari-
zante. Don Miguel de Unamuno decía preferir esos gendarmes
violentos y tenebrosos de España que los tenebrosos e impar-
ciales guardianes de Alemania En una cárcel los primeros re-
velan corazón al par que los segundos imponen la disciplina
más feroz con frialdad imperturbable.
Siendo la ley un negocio humano, es pues necesario sua-
vizar su generalidad y morigerar su impersonalidad.
Obedeciendo a este criterio es como se han estructurado
teorías jurídicas que ya cumplen casi un siglo: son las teorías
del abuso del derecho, del fraude a la ley, de la responsabilidad
objetiva, del riesgo creado, del fetichismo de la ley escrita,
etc., etc. Muchas de ellas existen justamente como reacción
ante un derecho positivo determinado, el Código Napoleónico,
por ejemplo. Pero todas hacen brillar un derecho por encima
de la norma escrita positiva o por encima de la generalidad y
la impersonalidad de la ley.
Sin embargo, todas estas corrientes, las de la ley estricta
y las que la ablandan y aligeran están dentro del concepto ge-
neral del derecho, o sea el de la norma coercitiva, que si no es
obedecida por las buenas, puede terminar en ser impuesta por
la fuerza. Un gobierno de leyes tiene así todavía una amplia
cabida. Ese gobierno impone una estricta separación entre
gobernantes y gobernados y si en el derecho civil principal-
mente se cumplió la evolución hacia el derecho natural a que
acabamos de aludir hace de ello cien o cincuenta años, en el
campo administrativo se cumple ahora una evolución aún
más trascendental que ya no va a llamar a los jueces sino a
los administradores, ya no les va a pedir que se despojen del
mito de la ley escrita sino que sacudan de sí toda ley.
Me refiero al rumbo que lleva el derecho administrativo
en donde tiene más cabida hoy la gestión que el imperio y,
paradójicamente, el contrato civil que el mismo contrato ad-
ministrativo con sus "cláusulas exorbitantes" como la de la
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caducidad. Los pactos del gobierno con los productores para
que no eleven por encima de cierta cifra un determinado bien
o servicio, la llamada libertad vigilada, etc., etc., son signos
de esta transformación.
Fenómenos de este tipo son copiosos en la vida moderna,
y contrastan con el hecho de que hoy el Estado es tan poderoso
como nunca lo fue.
¿Cómo explicar este devenir de las relaciones del Estado
con los particulares? ¿A qué se debe que el Estado haya des-
cendido en el derecho administrativo de su poder omnipotente
al espacio llano del derecho civil en que figuren igualdad de
condiciones con el antiguo súbdito?
Al Estado le estaba vedado transigir y hoy lo hace todos
los días; no podía someterse a arbitramento, no le era dado
negociar como un igual con los ciudadanos y este es hoy el
contrato más acostumbrado en los actos de los llamados ins-
titutos descentralizados.
A este Estado actual le cabe una legalidad muy distinta
de la legalidad que engendró el derecho administrativo en
que por una parte se buscó defender al súbdito de los desmanes
del poder, y por otra institucionalizar los legítimos derechos
de la comunidad como superiores a los de los individuos. Por
eso la jurisdicción contencioso-administrativo era a la vez
tutela del súbdito y defensa de la administración, mirados en
dos planos que no se podían equiparar.
Hoy el Estado quiere igualarse al ciudadano y competir
con él en la vida económica. Ya al Estado no le bastan los
impuestos: es menester crear industrias o intervenir en ellas
y sacar provecho como cualquier capitalista. Busca el rendi-
miento económico en la forma de la plusvalía, no el simple
ingreso que le otorgaban en otras épocas los precios políti-
cos, la mayor parte de las veces ruinosos.
El Estado se ha hecho el gran capitalista dentro de un
capitalismo privado no muy afirmativo. Y no capitalista a la
manera de algunos Estados comunistas, en que jurídicamen-
te ellos solos lo son dentro de la comunidad. Sino que es Un
capitalista beligerante y competitivo con las gentes del inte-
rior y del extranjero.

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Este Estado que transige, desiste en los juicios, se somete
a arbitraje, renuncia a contratar con "clausulas exorbitantes";
este Estado que se somete a la jurisdicción ordinaria para que
le fallen muchos de sus pleitos que antes eran puramente
administrativos; este Estado que renuncia a ser león para ne-
gociar en paridad con todos los miembros de la vida económi-
ca es también un Estado de derecho y el gobierno que lo preside
debe ser necesariamente un gobierno de leyes.
Hoy precisamente es más necesario todavía proclamar el
valor de la ley y hacerla que presida la vida toda del Estado.
Si la administración en su concepto clásico se rodeó de nor-
mas para no caer en el abuso de la época regalista, esta ad-
ministración que hoy se ha tornado una gerencia o una super-
gerencia al estilo privado, tendrá que estar más ceñida a la
ley para impedir que caiga en el negocio dudoso, en el chan-
chullo, en la componenda. Si la administración se descompone
hoy en multitud de establecimientos descentralizados o insti-
tutos autónomos para lograr más eficazmente los fines eco-
nómicos que los particulares obtienen a menudo, será necesario
que su actividad esté enmarcada en un conjunto de textos le-
gales de modo que su ejercicio no sea venas rotas del tesoro
público. Muy a menudo nos encontramos con el fenómeno de
que las grandes empresas privadas con capital muy diluido,
pueden convertirse en banquetes de Baltazar en que todos dis-
frutan y nadie responde.
¿Pues qué ocurrirá ahora con los fondos públicos de los
institutos descentralizados si no viene a defenderlos una nueva
normatividad que reemplace la que sustituyó al viejo rega-
lismo?
Las perspectivas para la creación de esta nueva normati-
vidad que presida la acción de los institutos descentralizados
es inabarcable y de horizontes dilatados. Casi que reflejan
la actitud de la hora con su afán de cambio y su interés por
lo movedizo. Si el derecho público fue hasta ahora una serie
de normas inflexibles, llega a ser en nuestros tiempos, en
mucha parte, un derecho de normas dispositivas más que
imperativas, de leyes supletorias más que taxativas.
Esta sería la época ideal para un eminente ingeniero de
provincia que hace unos treinta años fue llamado para desem-
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peñar la secretaría de obras públicas. Su nombramiento se re-
cibió con unánime aplauso por su alta inteligencia, su elevado
patriotismo y honestidad inquebrantable. Pero a los tres me-
ses renunció anunciando que regresaría a su tierra. Pregun-
tado por un cronista de prensa acerca de las causas de su
determinación, respondió contundentemente: "Amigo: he
descubierto que todo lo que le conviene al país es inconstitu-
cional".
Para contener esta objeción que generalmente viene del
campo técnico, es, no cabe duda, por lo que este derecho ad-
ministrativo implacable y rígido se está tornando en un de-
recho administrativo flexible y acomodaticio.
Esta tendencia universal, ha dado lugar a meditaciones
sobre este tipo de derecho "que está escrito en indicativo, a
veces en optativo, jamás en imperativo" según las palabras del
profesor Vedel que cita el profesor Paul Marie Gaudemet en
un estudio sobre "La influencia de la planificación económica
en el derecho público francés" y cuyos planteamientos y con-
clusiones están fuera de este trabajo porque lo desbordarían
inevitablemente.
Quede solo como añoranza del viejo derecho, esta vocación
para que el nuevo que aparece en el horizonte en el campo ad-
ministrativo, y con signo contrario en el campo privado (pién-
sese en el derecho laboral con sus cláusulas irrenunciables)
mantenga sobre sí la consigna de que toda norma jurídica no
es sino una institucionalización de la idea de justicia que una
generación trae al mundo y que debe ser siempre superada
por las generaciones subsiguientes.
Esta ilustre Academia de Jurisprudencia que hoy me col-
ma de honor al otorgarme el título de Miembro Correspondien-
te, ha, por cierto, desempeñado muy bien en Colombia ese
papel de transmisor a la juventud de las grandes ideas de
justicia y libertad que han albergado los hombres que nos han
precedido.

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