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CINOSARGO AÑO II COLECCIÓN DE CUENTOS

AVISOS (DES)CLASIFICADOS VOL.II


Colección de cuentos de Revista Cinosargo periodo 2009
Editado en Arica- Chile 2010
Diseño: Daniel Rojas Pachas y Milvia Alata Tejedo
Cinosargo © Daniel Rojas Pachas y Milvia Alata 2000-2010
Contacto: carrollera@gmail.com
Web: www.cinosargo.cl.kz

Cinosargo by Daniel Rojas Pachas y Milvia Alata Tejedo


Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras
derivadas 2.0 Chile
NOTA (((DES)))CLASIFICADA

La presente publicación de Ediciones Cinosargo lleva por


título "Avisos (Des)Clasificados. Vol. II" y comprende una serie
de narraciones, cuentos y microrelatos que fueron publicados en
nuestra página web durante el año 2009. Esta labor antológica junto a su
predecesora, anticipa nuestro tercer aniversario y funge como debido
complemento a los especiales de poesía y los libros que en todos los géneros
hemos venido entregando durante la segunda mitad del 2009 y lo que va del 2010.
Sin duda guardábamos una deuda enorme con la narrativa expuesta en nuestras
páginas. Este libro y el volumen I vienen a llenar ese vacío.

Es por lo demás gratificante para nuestro medio cultural rendir un homenaje a nuestros
colaboradores y a la calidad de su arte. Por ello pretendemos en este primer semestre concretar
nuestros proyectos en papel lo cual no implica abandonar el espacio virtual que tanta gratificación
y diálogo ha promovido por ello prometemos nuevas versiones de Avisos (Des)Clasificados. Por el
momento hemos cumplido con las voces que nos deleitaron durante nuestros inicios en el 2008 y
aquellas que a lo largo del 2009 aumentaron tanto en diversidad estética como en distancia
geográfica. Por ello orgullosos podemos recalcar en este segundo volumen el crecimiento de nuestra
red que abarca diálogo y correspondencia con muchos países de habla hispana, inglés, francés así
como amigos escritores del resto de Chile y Latinoamérica radicados en Asia y Europa.

Pretendemos de todos modos seguir creciendo y entregar ediciones nuevas de Avisos


(Des)Clasificados en función de las obras que han ido llegando en lo que va de este año a nuestro
espacio en la red. Gracias por su preferencia y gracias también a la dedicación de quienes han
emprendido esta aventura literaria confiando en nuestro profesionalismo y pasión por la escritura.

Antes de cerrar este breve prólogo no debemos obviar algunas notas acerca de los autores que
participan de la colección. De ellos podemos destacar además del talento y generosidad al
compartir su arte y amistad desinteresada.

En síntesis tenemos muchos motivos para estar orgullosos de la labor que estamos
realizando, sin embargo, sabemos que siempre podemos ampliar nuestro esfuerzo y
seguir creciendo por el gusto y placer de crear.

CINOSARGO TIENE LA PALABRA!!!!!!!!!!!!!!!!


DANIEL ROJAS PACHAS
MARZO DEL 2010
Narradores presentes en esta edición

Anuar Zúñiga Naime (((México)))


Ana Patricia Moya Rodríguez (((España)))
Javiera Ugalde Alfaro (((Chile)))
Jorge Vargas Prado (((Perú)))
Juan Francisco Remolina Caviedes (((Colombia)))
Guillermo Fernández Escareño (((México)))
Milagro Haack (((Venezuela)))
Esteban Chicardinni (((Chile)))
Teresa Iturriaga (((España)))
Luis Sanchez (((España)))
Joaquín Guillén Márquez (((México)))
Iván Medina Castro (((México)))
Emilio Vilches Pino (((Chile)))
Orlando Mazeyra Guillen (((Perú)))
Juan Mauricio Muñoz Montejo (((Perú)))
Juan Ignacio Malacrida (((Argentina)))
Rodrigo Ramos Bañados (((Chile)))
Juan Luis Castillo Yupanki (((Chile)))
Emig Paz (((Honduras)))
Luis Cermeño (((Colombia)))
Todos los días la esperaba un hombre de chamarra negra afuera de la escuela por Ánuar Zúñiga Naime
Publicado originalmente en Cinosargo el 23/01/2009

Se llamaba Vanesa y se sentaba en la parte de atrás del salón, tenía un parche de Metallica en su mochila y
era preciosa. Yo leía comics y usaba loción todos los días.
Íbamos en primero de secundaria y ella me daba miedo, no podía dejar de verla, me fascinaba. Me mostró
su ombligo perforado un día en el recreo, se lo habían hecho la tarde anterior, imaginé a un tipo tatuado
levantándole la blusa del uniforme y atravesándole la piel con una aguja. La sangre me subió a la cara. Le
dije que estaba loca y regresé al salón. No volví a hablarle en todo el año.
El Pinky tiene una máquina para rayar, la hizo con el motor de
una rasuradora. Oscar me enseñó el rostro de una chola tatuado
en el muslo. Anímate, sólo tienes que ponerle unas caguamas y
llevar tu aguja. Le explico que nunca me han llamado la
atención, que ya no puedes donar sangre, que después no te
dan trabajo. Le explico que mi padre me mata si llego a la casa
con un tatuaje. Háztelo a escondidas. Dice.

Vanesa ya no va en mi salón, yo estoy en 2º D y ella en el B, la


veo con sus amigas durante los recreos, se esconden en los
baños para fumar. Ella me saluda con la mano cuando nos
cruzamos en los pasillos, sonríe, me hace sentir cómo su
hermano menor. En la mercería, Oscar pide una aguja de
chaquira extra larga. Aguanta cabrón, todavía ni se que me voy
a tatuar. Oscar dice que eso no importa, el Pinky tiene un
catálogo de tatuajes. Lo que importa es que aguantes vara, que
la banda vea que no te rajas, porque si haces caras o te quejas,
te va a clavar la aguja más profundo.
Hay una pecera con dos pirañas, Oscar las mira mientras ojeo el catálogo y escojo un emblema de Harley
Davidson, el Pinky destapa la primera caguama. ¿Y si vas a aguantar güerito o te vas a poner nena? Le doy
mi aguja. Sí aguanto.

"Como yo te amé jamás te lo podrás imaginar / Pues fue una hermosa forma de sentir / de vivir, de morir"
Esa rola es de Armando Manzanero. El Pinky habla mientras calienta mi aguja con un encendedor. Los
Caifanes hicieron ese cover y no lo consigues en ningún lado, este cassette es especial, nadie más lo tiene.
La máquina empieza a zumbar y la aguja traza la primera línea, aguanto sin hacer caras, cada tanto, el
Pinky moja un algodón en la pecera de las pirañas y limpia las gotas de sangre y tinta que escurren por mi
brazo. Las letras quedaron al revés: nosdivaD-yelraH, me di cuenta cuando ya llevaba más de la mitad. El
Pinky prometió arreglarlo la semana siguiente con tinta blanca y volver a escribir las letras en negro, ya
derechas. Para compensar, hizo una copia del cassette de Caifanes y me obligó a jurar que no se lo iba a
grabar a nadie.

Mi padre me abraza cuando estoy por irme a acostar, le digo que estoy cansado y el me palmea el hombro,
aguanto el ardor y ya en mi cuarto, pongo la copia del cassette de Caifanes. Mañana le enseñaré mi tatuaje
a Vanesa, aunque tenga las letras chuecas.
How sexy am I now, flirty boy? por Anuar Zúñiga Naime
Publicado originalmente en Cinosargo el 21/01/2009

Se estacionaron afuera del merendero, el coche ya venía humeando y el que manejaba se quedó tratando de
arreglarlo, los otros dos no se fijaron en mí cuando entraron. El gordo pidió una Miller y se sentó en la barra
junto al tipo de chamarra negra. El otro fue directo hacia la mujer del tatuaje que bailaba frente a la rockola.
Dejé el periódico y unos billetes sobre la mesa y salí. Esperaba que la camarera viera las fotografías de la
primera plana cuando fuera a recoger la taza, pero para cuando llegué a mi coche ya sonaba el primer disparo.

---
Me arrestaron en la carretera al día siguiente, el tipo que dejaron vivo dijo que yo había estado en el
merendero, que salí y no intenté llamar a la policía. En Nuevo México es delito presenciar un crimen y no
hacer lo posible para impedirlo. Ahora cumplo una condena de cinco años en la Prisión Estatal de Batonga
bajo el cargo de ocuparme de mis propios asuntos.

---
En mi celda tengo un comic de los Cuatro Fantásticos. Lo he leído por lo menos dos veces al día desde hace
dieciocho meses. En una de las viñetas, Galactus arroja a la Antorcha Humana contra un coche en
movimiento.

Desde hace semanas sólo puedo pensar en el tipo que iba conduciendo, en lo mucho que nos parecemos, en
lo terrible que es ir pensando en el dinero de la renta cuando de repente una bola de fuego se abalanza sobre
tu vida y la quema hasta las cenizas.

---
Ayer fue miércoles, los miércoles a las cuatro nos dejan salir al patio, a las seis vuelven a encerrarnos. Son
dos horas de sol a las que tenemos derecho cada semana. Para mí, la vida transcurre en esos lapsos de dos
horas y entre cada uno hay nueve mil novecientos sesenta minutos que cuento uno por uno. Ayer fue
miércoles y McClusky ordenó que no nos dejaran salir de las celdas
Mickey y Mallory fueron transferidos a Batonga, a la zona de máxima seguridad. Yo miro por milésima vez
como la Antorcha Humana le arruina la vida un pobre diablo y cuento nueve mil novecientos sesenta, nueve
mil novecientos cincuenta y nueve, nueve mil novecientos cincuenta y ocho…

Lost child. A.K.A.: Kikín Z. A.K.A.: Rock Lobster. CIUDAD MX, 1982. Se queda dormido
en 9 de cada 10 fiestas. De niño compraba estampitas afuera de la escuela para ver si traían droga. No sabe
manejar. Fue productor, guionista, director, camarógrafo, sonidista y co-estrella en el clásico del género XXX:
Here cums the sun. Despierta todos los días a la taza de café y a la regadera fría. Le gusta jugar en hard. Su
voz en las contestadoras suena oxidada y hospital. El futuro no lo está esperando.
Fast Food por Ana Patricia Moya Rodríguez
Publicado originalmente en Cinosargo el 26/02/2009

La madre insiste, el chiquillo no se decide: yo le repito que está buenísima la hamburguesa del Menu
Infantil… aunque yo prefiero comerme un buen bocadillo de jamón serrano con aceite que tragarme
ese minúsculo trozo de carne que parece cartón, pero como trabajo en esta cadena de comida
rápida por pura necesidad, pues saco mi lado hipócrita con todos los clientes. Y creo que lo hago de
maravilla: el crio se convence y al final vendo la caja con la mini hamburguesa de pollo, el yogurth, el
helado, la chocolatina, las patatas y el juguetito promocional de este mes. Qué coñazo de niños;
pero los peores son los adolescentes, porque después de soportar sus gritos, sus hormonas
revolucionadas y sus estúpidas chulerías, me toca limpiar su mierda, a fondo, con lejia. Menos mal
que estamos a punto de cerrar.

Llego a casa, reventada del currelo. Compruebo que mi madre, muy amable, ha cumplido con el
recado: encima de mi mesa, el título de la Licenciatura. Y, al lado, mi primer libro de poesía. El
primer ejemplar que salió de la imprenta. Lo aprieto contra mi pecho: una de las ilusiones de mi vida.
Salgo de mi mundo de ensueño: tengo que ducharme. Odio este olor a frito, a comida insana.

Tengo que descansar bien porque mañana será un día de nervios: me van a entrevistar por primera
vez en mi vida, en un Canal Cultural de Televisión. Pero yo lo dejaré claro: no soy poeta, soy
empleada de una hamburguesería. No tengo nada de lo que avergonzarme.

¿No es acaso la poesía sinceridad?

© ANA PATRICIA MOYA RODRÍGUEZ

Escritora, fotógrafa y diseñadora gráfica española (Córdoba, 1982). Estudió relaciones


laborales y es licenciada en humanidades por la Universidad de Córdoba. Ha trabajado dando
clases particulares, como arqueóloga y bibliotecaria, entre otros oficios. Es directora, editora y
productora de la Revista Digital Groenlandia de literatura, opinión y arte en general. Ha participado
en diversas revistas digitales e impresas. Obtuvo el accésit del III Concurso Internacional de Relatos
del Museo Arqueológico y Etnológico de Córdoba. Publicó su primer libro de poemas, Bocaditos de
realidad, bajo el sello de Groenlandia.
LO PERDIDO por Javiera Ugalde Alfaro
Publicado originalmente en Cinosargo el 28/02/2009

Pero ya no deseo eso, ya nada importa si esta noche infernal parece caerse a pedazos sobre mí.
Ayer sin pensarlo fui nuevamente al baño, me miraba entera, todo lo que allí había me dolía; sentía
la rabia de no ser lo que realmente pensaba y aspiraba ser. La bulimia es eso, sí, es casi tan
doloroso saber que nadie me acepta como yo quiero.

Canto algo. Escribo desesperadamente: El fin de todo cuerpo parece morir cuando no hay vanidad,
ni odio, ni rabia, ni tanta soledad como en mi boca…

La noche duerme y me estoy quedando con las ganas de ir a verla, sola, yo sé que en el fondo ella
quiere verme, quiere que estemos juntas toda la noche.

En todo momento. Salió rápidamente, pensando en qué le diría y qué cosa ella le respondería. Sin
embargo no quiso seguir, pensó y se devolvió para nuevamente encerrase en el baño.

Cuantas noches son así de desesperantes, cuantas noches he estado así mirándome y mirándome
al espejo, pareciera que afuera todo está muerto, pareciera que todo afuera no vale nada y no
importa. Nada.

La absoluta soledad refugiada en mis ojos. Las luces de la ciudad brillan a lo lejos, todo, parece
perderse en lo lejano a mi realidad, esta realidad tan delirante y ambigua, este cuarto lleno de
cicatrices y olvidos. Pienso nuevamente y siento… busco un cigarro, busco el diario.

Escribo: Cuando tu cuerpo murió con el mío nos convertimos en una, en silencio, en calle, ciudad,
rebeldía, en todo lo que nadie quería de nosotras monstruosas, solas, pequeñas olvidadas…

Cuando terminé de escribir siento un ruido. Podría venir. Por fin vería su cuerpo y lo sentiría parte
de mi y mis locuras. Abro la puerta, miro, no hay nadie, sólo la calle y unos autos perdiéndose
violentamente con rapidez.

(…)
Pájaro muerto por Jorge Vargas Prado
Publicado originalmente en Cinosargo el 06/03/2009

Pájaro muerto.
Para, y sólo para, Ruy Díaz de Vivar.

El oficial sigue esperando de rodillas que ella abra los ojos.


Hace frío. La camioneta susurra cosas incomprensibles más allá, dispuesta a partir cuando él lo
requiera. No pensó bien las cosas y se considera perdido. Doblemente perdido.
Súbito, ella abre los ojos.
—Cúrate, basura de mierda. Loca de mierda. Me has cagado.
Ella sonríe, no queda más ocasión para el éxito de su plan.

—¿Creías que iba a ayudarte? Ilusa —después de susurrárselo al oído el oficial corre rumbo a la
camioneta, grita—. ¡Chibola ilusa! ¡Ilusa!
Todo acaba.
Ahora ni la ciudad le hace compañía, su tristeza casi ni existe de tanta ausencia.
No distingue bien la humedad de su sangre en la frente, duda; sin embargo se ahoga con aquel
líquido. La estrella única brilla en, lo que ella cree, es el sur. Sonríe. Siempre le costó encontrar
astros en aquel cielo.
Se pregunta si en realidad está cerca la muerte. Intenta cantar, sus labios apenas se agitan: Je suis
malade, complètement malade. Desea escuchar música.

Hace poco más de un día estaba en el Jirón de la Unión escuchando a Dalida en desafío al mundo
entero. Después de años, lo decidió al fin.

Se detiene, da la vuelta e ingresa al que, siempre le dijeron, era un bar de escritores. Sería
interesante. Cree subir dos pisos.
Un muchacho bello lee un poema. Ella se queda en la parte que adivina más oscura, lo escucha y se
siente violada. El poema la describe, la descubre. Se llena de temblores, siente que su corazón es
un perro contento que alguien revienta a martillazos, cada golpe la vuelve loca. El muchacho termina
en el momento justo, los aplausos se oyen apáticos y ella odia a todas esas gentes. Animado el
muchacho decide leer un nuevo poema.
Ella siente que alguien malvado le introduce cada letra (del tamaño de una uva) por la nariz, siente la
asfixia, cómo su cerebro se comienza a llenar de dagas dulces, es claro: no puede respirar. Su
cabeza late y desde alguna vena las uvas le recorren todo el cuerpo, dilatando sus espacios, ahora
las uvas parecen tener espinas. Desesperada corre hacia la mesa de luces rojas, arranca el
micrófono de las manos del muchacho y de un golpe seco en el pómulo lo desmaya. Algunas señoras
gritan y se abrazan. Entre todos hay un solo muchacho de su edad que permanece inmóvil, la mira
asombrado pero feliz. Los hombres que custodian la puerta están sobre ella de pronto.

Ella lucha, dentellea y grita. La echan del lugar pateándola, resiste los golpes sin caer, todavía siente
aquel vino joven en la frente. De un empujón salta varios escalones y comienza a correr cuando se ve
algo libre. En la esquina un patrullero enciende sus luces rojas y azules; por primera vez distingue al
oficial, le hace un gesto y corre hacia la derecha. Los demás oficiales tardan en reconocer al
malhechor pues tras ella han salido en tropel más personas. El muchacho absorto del público es el
único que no se cansa de seguirla. Corre tan rápido como ella.
En su mente se distingue sola en una playa corriendo en medio de infinitas gaviotas que ríen. Se
abren en vuelo ante sus piernas y luego aterrizan en las huellas que va dejando. Escucha a Dalida y
toma sus cabellos ondulados y larguísimos para juguetear. Ya no hay peligro. Siente que el plan se
cumplirá muy pronto. Ella descansa y Dalida le sonríe.
—¡Corres como mierda!
Ella despierta y encuentra al que considera su nueva víctima.
—No te asustes, no te asustes. Los tombos ya se quedaron, ya. Yo sólo te seguía porque… me
pareció genial lo que hiciste. Ese huevón es un hijo de puta, siempre me ha caído recontra mal.
Cuántas veces quise hacer yo lo mismo, y tú te atreves. La cagada.
El muchacho ríe. Ella no contesta aunque la incertidumbre del éxito de su plan la dirige en los gestos
amables.
—¿Tomas? —pregunta ella.
El muchacho se sorprende y algo asustado responde que sí. En algún momento una idea sexual lo
entusiasma, pero su admiración trasciende.
—Disculpa, dirás que soy una conchuda, es que tampoco tengo plata.
Ella es dulce, sus ojos son de cereza, están inyectados pero resultan hermosos.
—No te preocupes. Yo compro un Pisco, pero lo tomamos en la calle nomás, ¿qué dices?
Ella considera su suerte. La calle sería un excelente escenario para su propósito.
—Normalazo, yo no tengo problemas.
Él se sorprende, pero finge. Cree que habla con una poeta.
Caminan rumbo a una licorería que él conoce. A ella no le gusta el centro desde que vio a un
muchacho guapo y bien vestido, sorbiendo con desesperación huesos de una bolsa entre la basura.
Ahora, sin embargo, las calles parecen mujeres elegantes y de buena conversación.
Cuando todo está listo toman un taxi. Ella cierra los ojos, prefiere estar perdida. No conversan, sólo
entiende que la carrera ha costado siete Soles. El muchacho la dirige a un parque. Se sientan. Ella
apura el licor que sabe a uva, recuerda la asfixia, la presión, el martilleo.
—No me has dicho tu nombre —dice él sintiendo como el pasto resulta grueso y marca las manos.
—Eso es un misterio.
—Ah, ¿y tus poetas favoritos? —está nervioso. Las preguntas resultan apresuradas.
—Son tantos, son muchas, bueno me gusta la poesía de mujeres —en realidad no ha leído nunca
poesía.
Ella apura el trago, desea que el muchacho esté ebrio ya. Mientras espera que él tome, se palpa
como reconociéndose y descubre que conserva, en los amplios bolsillos de su casaca, el micrófono
con el que golpeó al muchacho-muñeca.
Piensa en Dalida, imagina que tiene un vestido brillante y que las palomas que duermen despiertan
para aplaudirla. El Pisco se convierte en esferas de esmeralda: muy brillantes. Él comienza a perder
el interés por tanto silencio, pero algo le dice, quizás las propias energías de ella, que debe
permanecer.
—Y… ¿qué escribes?
—Si te tomas diez vasitos al toque te lo digo todo.
Él acepta y el truco comienza.
Uno, pequeña pausa, y luego otro: el licor resbala por los acantilados húmedos de sus bocas. El
Pisco sabe a la misma uva, al mismo martilleo. Para ella, aunque beba todas las noches, el licor
tendrá siempre el mismo gusto: está fatigada, siente que debe hacerlo ya.
Sus huesos crujen al primer movimiento, ella es elástica como un cable de luz, cae sobre él. Lo toma
fuerte de los brazos, aprisiona su vientre con las piernas. Lo somete: él tarda en su reacción. Ella se
desespera, lo escupe y con su rodilla intenta estrujar los genitales del muchacho. Él, esta vez, sí
reacciona. Está asustado, se imagina como un mal poema o como un personaje de ficción mal
construido. La empuja con fuerza y ella cae. Comienza a correr.
—¡Loca de mierda!
Ella permanece en su derrumbe. Siente una tristeza ajena al mundo como cuando se observa algo
bello. Cree ver una estrella fugaz dividiendo el cielo púrpura y siente que el tiempo está detenido.
Ella se cuestiona. Hubiera querido decirle tantas cosas al muchacho que acaba de huir, le parecía
bueno; hubiera resultado interesante conversar un poco más, tal vez ese haya sido el error: no
debería apresurarse tanto. Se torna de costado cuando comienza a clarear y distingue cómo el Pisco
se derrama.
Hace mucho que no le daba tanto miedo la oscuridad, y recuerda cuando una vez de niña quiso
impedir que su madre la dejara sola en la noche. Había descubierto que los fantasmas existen: lloró
en silencio para no despertar a los monstruos. Sus uñas desolladas de rascar la pared.
Quiso llorar.
Amanece.
Cierra los ojos.
...
—¡Documentos!
El oficial finge no recordarla pero lo hace y se asusta. Ella es capaz de distinguirlo.
—Me he detenido a descansar en el parque, señor.
—No sea ridícula, señorita. ¡Documentos! —la voz del oficial lucha por sonar severa—, los vecinos
han llamado a la comisaría. Dicen que ha habido escándalos. ¡Documentos!
Ella mueve la cabeza, negando y cierra los ojos. El oficial la sujeta y la dirige a la tolva de la
camioneta sin enmarrocarla. No se resiste.
El vehículo tose como un viejo y luego arranca. Las pistas son amables. Avanzan algún trecho.
—Sotomayor, ¡deténgase! ¡deténgase!
Ella se da cuenta que son tres oficiales, no sabe sobre rangos, pero distingue que uno es el
superior. La camioneta para en seco. Los tres descienden y comienzan a correr. Se escuchan
gritos. Por un momento ella es conciente de su fatiga y considera abandonar su plan, pero se
endereza, es un último esfuerzo. Los gritos, el desorden metálico, no importan.
El sueño se escabulle suave.
Je suis malade/ complètement malade/ je verse mon sang dans ton corps/ et je suis comme un
oiseau mort/ quand toi tu dors...
Un impacto brusco la despierta. Han arrojado a un hombre gordo, borracho y lleno de sangre cerca
de ella. Los policías lo insultan con aversión. El tipo tiene las manos esposadas. Escucha que los
policías discuten sobre su seguridad y deciden trasladarla a la cabina. El oficial abre la puerta
metálica de la tolva y propone.
—Quiero conversar con él —responde ella, aunque el hombre está ya dormido por completo—.
Está dormido pero quiero quedarme con él.
El oficial insiste con firmeza y ella niega muchas veces. Es invencible. El oficial se aburre y siente
que comienza a odiarla. Se va. Ella escucha risas en la cabina antes de que la camioneta parta de
nuevo.
Aquel temblor constante la adormece, el sueño se convierte en la única opción.
Se distingue caminando con su papá en la noche. Siente una rabia inmensa, en ese momento su
padre le da un tirón (que ella confunde con una frenada brusca de la camioneta, el tiempo real en
contra de la aceleración del sueño) y comienza a llevarla de la mano. Le dice: “¡Apúrate!, ¡apúrate!,
no mires hacia atrás, no mires hacia atrás” y sin embargo ella lo hace. Está el señor que los
policías echaron a la tolva atacando a una anciana, la golpea y se ríe. Ella lo odia. Siente ira,
agitación; no puede respirar, se ahoga.
Despierta.
Se palpa con desespero y encuentra el micrófono pesado. La camioneta está detenida. Sin hacer
ruido golpea al hombre con fuerza, él no despierta y se desploma, ella comienza a golpearle uno y
uno y uno, en la cien, en la frente, la sangre embiste, los golpes no cesan.
—¡Reacciona! —un golpe—, ¡reacciona! —un golpe—, ¡reacciona!
El grito es fuerte. Los pasos afuera se confunden con el retumbar del cráneo destrozado.
El oficial abre la tolva, se espanta y su miedo se traduce en ferocidad. Alarga su cuerpo para
tomarla de la cintura y la arranca de aquel pegotín humano. Ella lo permite, está satisfecha, el plan
concluiría muy pronto. Cuando se da cuenta está encerrada en un cuarto completamente oscuro.
El éxtasis de encontrar una nueva víctima repele cualquier miedo.
Lo olvida todo y duerme.
Hay momentos en los que despierta para notar que está en la oscuridad. La sensación es ligera.
Duerme.
...

Despierta ahora por el crujir de su estómago. Tiene hambre. Tarda un poco en percatarse y cuando
está lúcida por completo busca su mp3, desea escuchar a Dalida. Se toca, reconociéndose está
vez con más razón, pero no encuentra nada: ni mp3, ni micrófono, ni el poco dinero que llevaba en
los bolsillos. Su angustia es detenida por la convicción del fin de su plan.
Medita. Le han dicho loca. Y recuerda cuando le prometió perder la razón a aquél que ha partido:
“Si algún día te vas, yo pierdo la cabeza. Me emborracho todos los días y, sin importar dónde esté
ni qué hora sea, le preguntaré a cualquier gente: ¿Ha visto al señor Ruy?, obviamente la gente me
va a decir: No, hijita. Y yo intentaré llorar para responderles: Pero él me dijo que me esperaría aquí
a las cinco; y correré bajo una lluvia inventada por mí, porque en Lima nunca llueve como quiero”.
Sabe que en la realización de su plan el que partió no tiene incumbencia, sólo se trata de un
constante y progresivo cansancio. El que ha partido fue quien le enseñó a Dalida. Dalida estaba
enferma, cansada, pero no loca. No sabe si lo que siente es tristeza. Quiere cantar pero su
estómago cruje de nuevo.

De pronto, una raja en un costado de la oscuridad se ilumina. Ella corre, se acerca y es herida por
aquel poco de luz. Cierra los ojos casi por completo y hace que su organismo se acostumbre.
Cuando la luz ya no es dolorosa se acerca del todo a la rendija, distingue una oficina. Todavía entre
formas encuentra al oficial quien está apoyado en el escritorio, a su lado hay una máquina de
escribir. Ella imagina que va y tecleando la máquina al aire, escribe: Pardonnez-moi, la vie m'est
insupportable, o tal vez en español, cuestión de decidir en el momento. Un crepitar de papel la
distrae, nota que el oficial está leyendo un periódico.
—Tengo hambre.
El oficial se sobresalta. Antes de atender al llamado cierra el periódico y lo guarda en un estante,
recuerda la inquietud que le causa su presencia, una especie de asco. Ella siente compasión por él.
Tendría que ser mala aunque no quisiese, aunque ella no sea mala, de eso dependería el éxito del
plan. El oficial abre una escotilla, la luz.
—Por fin se despierta.
—Tengo hambre, quiero ir al baño.
El oficial siente compasión. Sabe que es prohibido, que si saca a la muchacha podría escapar, le han
asegurado que está loca. Piensa. Ella ha estado muchas horas ahí, son ya casi las siete de la noche.
Se asegura de que no hay nadie alrededor, cierra la puerta de su oficina y abre la celda de castigo.
Él siempre odió tener la celda de castigo en su oficina. Ella está quieta y empolvada.
—Tengo que ponerte esposas.
Ella extiende sus brazos que para el oficial son dos puentes levadizos. Ahora su rechazo se
convierte en una extraña atracción mágica. Tal vez la muchacha sea una bruja real.
—Necesito ir al baño.
Él se sonroja. En su oficina no hay baño, sólo un pequeño jardín donde está el depósito. Abre la
puerta de atrás y hace que ingrese.

Oportunidad perfecta, los ojos de la muchacha se inyectan de sangre. La correa cede, se libera del
botón del jean, intenta abrir su cremallera pero esta vez no lo consigue. Observa al oficial. Él traga
saliva y con movimientos marciales desciende el pantalón de la muchacha, es ahí cuando comprende
que casi es una niña. Ella lo intuye, se acuclilla mostrando un sexo de caramelo.

El oficial tarda en reaccionar y ve cómo un hilillo dorado y potente hace hervir la tierra produciendo
vapor. Cuando termina, ella se limpia con su propia mano blanca y observa al oficial abultado. Pensar
lo que haría le produce cierto malestar, pero sacrificaría hasta su asco para cumplir con lo que desea.
Utiliza las esposas para estimularse. Los pliegues rosas, aquellas pelusas relucen con más fuerza al
contacto del metal. El oficial carece de reacción y ella se acerca y lo palpa. Él cierra los ojos y
recuerda el cadáver del borracho en la tolva. Empuja a la muchacha con fuerza, la toma de los
hombros y comienza a arrastrarla, rasmillando sus piernas desnudas, hasta la celda de castigo; la
levanta un poco del suelo y la lanza. Cierra la puerta. Ella comienza a gritar que se ahoga, que no
puede respirar, que la oscuridad la está matando.

El oficial corre y abre la escotilla, ella lo escupe en el rostro y vuelve a gritar. Sus lamentos son
agudos y finísimos, hacen que el oficial pierda el control. Él desde afuera le pide silencio, no quiere
llamar la atención de su superior, si la encuentran esposada sabrán que él abrió la puerta, que
desobedeció. Le dice que se calle, que los van a escuchar. Pero ella grita con más fuerza.
—¡Estoy enferma! ¡Entiendes? ¡Estoy enferma! ¡Sácame de nuevo! Un ratito nada más, ¡un ratito! La
oscuridad me está ahogando. ¡No puedo respirar! ¡No puedo respirar! Sácame de nuevo, un ratito,
¡sólo un ratito! ¡Un ratito!

Su garganta en ese momento cede y se rompe en cientos de cuerdas, aún así ella no para de gruñir.
Sus gemidos ahora son irregulares, rugosos, llenos de viscosidad. El oficial desespera. La situación
se vuelve insoportable. No podía ser descubierto. Abre la puerta violentamente y antes de que ella se
le eche encima le destruye la máquina de escribir en la cabeza.

Jorge Alejandro Vargas Prado (Cusco, 1987) El 2003 ganó el tercer puesto en el
concurso 'Al Cusco Inmortal' de la Asociación Infantil y Juvenil del Cusco. El 2006 ganó el primer
puesto del concurso 'Jorge Cornejo Polar' de la Escuela de Literatura y Lingüística de la UNSA, el
mismo año publicó un libro de relatos: 'Cuentos'. El 2007 editó 'Vello húmedo-recopilación de
literatura erótica masculina'. El 2008 tradujo la poesía de la rumana Ana Blandiana para la colección
de poesía femenina 'Lady Lazarus', ganó una mención honrosa en la categoría poesía del II Concurso
Literario de Cuento, Poesía y Ensayo breve organizado por el semanario del Búho, este año también
publicó Para detener el tiempo, (cuentos, poesía y una novela). Organizó los encuentros de poesía
joven Colectiva 06 (Arequipa), Colectiva 07 (Arequipa) y Colectiva 08 (Cusco). Es miembro fundador
del Grupo Editorial Dragostea y director de su agregado cultural Perro Calato. Ha dirigido diversos
proyectos de intervención urbana y sus textos han aparecido en diversas revistas a nivel nacional. En
enero del 2009 terminó sus estudios en la escuela profesional de Literatura y Lingüística de la UNSA
de Arequipa.
HISTORIA EN EL ESPEJO por Juan Francisco Remolina Caviedes
Publicado originalmente en Cinosargo el 21/03/2009

La niña se sienta casi desnuda, contemplándose largo rato en el espejo. A través de la telaraña del
vidrio puede ver su rostro triste y el cuervo del espanto asomando por sus ojos. Un hilo de sangre
resbala por sus piernas y aunque el ardor es intenso solo piensa en mami y en que hace mucho frío.

Es domingo. Hoy nos vamos de paseo. Camilo, el señor de la camioneta llega temprano, son las
siete y ya todos estamos listos. Basta nombrar el Pico del Águila y enseguida el agua rica, calientita,
como le gusta a Andresito.

El patio se ha convertido en un infierno para él. Un grupo de hombres toscamente vestidos y


demacrados, con el signo de las sombras en el rostro, hacen fila mientras una ansiedad animal
asoma de sus braguetas. El grito de dolor es ahogado por el tumulto de voces que hacen respetar un
turno.

Son las once y papá no llega. Raro. Nunca demora tanto, más sabiendo que es mi cumpleaños.
Mamá no quiso guardarle un pedacito de ponqué. Voy a dejar la puerta abierta sin que mamá se dé
cuenta, quiero levantarme cuando llegue y mostrarle las muñecas que tía Sofi y tío Carlos me
regalaron. Hoy estuve muy contenta, pero papá faltó.

Los ojos se tornan inquietos. Acarician en silencio la respiración pausada de aquel cuerpo frágil
envuelto en un piyama rosa. Tropieza con un oso de peluche, teme hacer ruido. Introduce su mano
temblorosa y siente el calorcito de los años tiernos. Afuera alguien llama. Sale presuroso con un
temblor que le abruma.

Mamá ve la puerta abriera. Un puño le aprieta el corazón. Se detiene frente a la peinadora


observando su reflejo en el espejo. Ve sus lágrimas y a mamá de nuevo corriendo a abrazarla. Un
ardor le atraviesa el cuerpo, como aquella vez. Otra vez siente frío.

Joven escritor Colombiano. Más información sobre su trabajo literario en


http://octaviando.blogspot.com/
Advenimiento por Guillermo Fernández Escareño
Publicado originalmente en Cinosargo el 29/03/2009

El mar visto desde la playa infundía un enorme temor, entre los miembros más primitivos de la tribu,
es por ello que nadie se atrevía siquiera a tocar su agua, la cercanía era considerada por algunos
cómo un castigo que los dioses les habían dado, por la falta que cometiera un líder desobediente,
muchos eclipses solares antes de que estuvieran en las costas; pero ninguno de ellos se alejaba del
actual que también les tenía ahí, para enfrentar a la naturaleza por si solo.

Él pasaba la mayor parte del tiempo tratando de recordar la forma en que fue pescado un tiburón,
cuando era apenas un pequeño niño, y, cómo prendía fuego la tribu que vio durante el gran viaje que
hizo, acompañado del que le dio vida.

Había estado enviando buscadores hacia tierra adentro, pero cómo éstos no volvían con el
conocimiento para iluminar en las noches, desistió en su intento por que fueran a aprenderlo. La
misión que tuvo él cómo expedicionario, consistió en dar certeza a los suyos sobre la existencia de
otros como ellos, cuando la realizó se convirtió en el líder, mas trajo consigo ese otro saber que
después de muchos fríos, lluvias y calores, era ya la necesidad suprema de todos.

Varias lunas habían pasado desde el último acontecer doloroso que significaba divinidad entre ellos,
cada vez que ocurría un miembro de la tribu sentía perforaciones, en los pies y en las manos, y el
jefe se cuestionaba a si mismo sobre cuál de los enigmas que le atañen, se vería resuelto cuando
volviera a suceder… el vaivén del mar, el llanto de un recién nacido, la luz nocturna o la pesca de un
tiburón. Tal vez algo distinto pudiera ocurrir en vez de la claridad que le llega a quien lo experimenta,
y eso era algo que de igual modo le interesaba.

Nacido en la séptima década del siglo pasado ha vivido en México y ha estado en


Guatemala, Belice y Estados Unidos de Norteamérica. Ha tenido media centena de mujeres y un par
de noviazgos inconclusos más una treintena de techos para pasar la noche y guardar la pertenencia.
VISITE LA SANTÍSIMA TRINIDA
AD DE LAS CUATRO ESQUINAS
Dos narraciones de La carta de pasar en silencio (Pretextos) por Milagro Haack
Publicado originalmente en Cinosargo el 31/03/2009

"...mis ojos están ya inertes, mientras la visión persiste, viva, intacta, flotando en lo
eterno, en la magia del tiempo."
Antonia Palacios

Estando un rato distante de las noticias, para salir temprano de la casa y enviar el cuento a un amigo
de Chile. Me entretuve corrigiéndolo, ya que no quería ser muy extensa. Pero, algo se detuvo, algo
gris comenzó a cubrir las ventanas; aún así, continué con el oficio.

Fui a la cocina por otra taza de café, ya que el frío estaba apoderándose del piso. Entonces, entró, el
sonido, vaya sonido, tembló hasta los marcos de las ventanas, pensé que se podía haber roto uno,
por ello, los revisé todos. Vuelvo al escrito, ya veo que el cuento tiene más palabras, pensé en
leerlo, pero otra vez el sonido, el estruendo, no me deja culminar la idea.

Entraron los ladridos de los perros de la cuadra, entretanto, permanecí contando palabras, no
deseaba pasarme de lo anunciado. Después, fui a bañarme, preparándome para salir. Me vestí
rápido, aunque, seguían aullando los perros, los gritos de un vecino eran ya inevitables omitirlos, y
tomé el teléfono para llamarlo, no pude, no había tono; no obstante, no sentí preocupación, aunque
nada era normal; el estruendo, el grito, para tomarlo sin importancia. Sentí un escalofrío, me tomó
por sorpresa, pensé que era por la larga lluvia desde la madrugada.

Los helicópteros comenzaron a sobrevolar sobre las casas, el ruido, era más fuerte. Me dispuse a
salir, cuando un torrente de lluvia me esperaba y entró por la puerta al abrirla. Mojada hasta las
rodillas, traté de salir, pero lo más, impresionante de todo, es que la casa de mi vecino ya no se veía,
estaba bajo el agua, mientras, yo, escribía un cuento de doscientas palabras.
"La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho,
libre ya, se abría en lenta inspiración."
Horacio Quiroga

Arruina y tuerce la piedra de su ignorancia. La vida pasa oculta en el brillo perdido de un sueño. El
frío le alerta sobre la herida, y continúa sentado en la acera, creyendo que la sangre se había
detenido al llegar a la esquina de su casa. Pobre, su sangre continuaba saltando a chorros como
esas cañerías que se rompen y nadie viene a socorrerlas porque están cerca de su misma gente
apestando por muerta. Recordé a Quiroga, será que piensa que no le dispararon treinta y tres
veces, que parece un colador en medio del callejón, no ve un sólo agujero en su cuerpo, piensa
acaso, regresar junto a su mujer con la caja larga, envuelta en papel de regalo donde está el
paraguas nuevo que le compró.

Milagro Haack, poeta, ensayista, artista visual. Terapia Ocupacional: Labor terapia,
nacida en la ciudad de Valencia. Estado Carabobo un 29 de noviembre 1954. Entre sus estudios
realizados, podemos citar: Teatro: en la Escuela “Ramón Zapata”. Estudios de Ballet. Dirigido por
Nina Nikaronova. Egresada de la Escuela de Arte Arturo Michelena. Dibujo Puro, con el maestro
español, Santiago Valverde. Dibujo de la Figura humana con el maestro Pedro Centeno Vallenilla.
Caracas. Realizó Talleres de Lectura y Poesía en el Departamento de Literatura de la Universidad
de Carabobo. 1984. Exposiciones realizadas en varias galerías del país como dibujante y ceramista.
Paralelamente en amplitud de conocimientos en el área profesional y artística: Emergencias
Psiquiátricas. UC. Departamento de Salud Mental, Taller de Músico-terapia. Dirigido por el Dr.
Vicente Pontillo. Arte Patológico – Esquizofrénico. Con el Dr. Carlos Mendoza. Literatura e Imagen
Poética. Universidad Simón Bolívar dirigido por el escritor, José Napoleón Oropeza. Caracas.
Imagen y Metáfora. Simbología y Arquetipo. Base de estudio: Obras completas de Carl G. Jung.
Taller de Cerámica, en la UC. Curso a nivel Superior de La Psicología y Arquetipo. Mitología Griega
y su actual fusión en la sociedad como paradigma en el Ser. Taller de Organización de Protocolos y
Eventos. Universidad Tecnológica de Estado Trujillo “Don Rómulo Betancourt”. (Venezuela), entre
otros.
¿Irónico o no? (Juguetes en su caja) por Esteban Chicardinni
Publicado originalmente en Cinosargo el 09/05/2009

¿Cómo empezar? Quizás por el comienzo, pero como no sé bien ni donde ni cuando comenzaron mis no tan
extrañas adicciones, empezaré por aquel día en que descubrí la verdad, tal vez la verdad mas esperada por
mi, acerca de esto que solía llamar mi no tan llamativa… vida.

Llegaba un día temprano desde el trabajo, lo cual no quiere decir, que yo sea uno de esos maridos perfectos,
no, según mi parecer todo lo contrario, pero me apuraba siempre para llegar temprano a casa, y también cada
vez que debía dejar sola a mi pareja en mi hogar, lo extraño era que mis manos sudaban por todo el tiempo
que me tomara regresar, y en mi mente siempre me asechaba el mismo pensamiento, tal como en aquel día.

Apresuraba mis pasos con miedo, con miedo de ser descubierto, de que en ese preciso momento la limpieza
compulsiva de mi mujer hubiera alcanzado aquel sector por el temor protegido, aquel rincón de la casa en
donde se esconde mi lado mas oscuro, aquel sector que es parte de mi cotidiano existir y el que quisiera
erradicar para siempre y así poder tener una vida “normal”, una vida “sana”.

A pocos pasos de mi casa, mi pulso se aceleraba como siempre y una mano en mi bolsillo buscaba
resbaladizamente las llaves del antejardín, mientras que la otra sujetaba el portafolio de la oficina.

Una vez abierta la reja, mi frente era campo de diversión para suicidas gotas de sudor.

¿Nerviosismo? Puedo asegurar que lo era.

Ya ad portas de mi hogar, una vez cursado el corto pasillo del ante jardín hasta la entrada principal, creo
escuchar un ruido que provenía desde dentro de la casa, así que posé delicadamente mi oído en aquella gran
puerta de madera para calmar mis dudas, pero, estas se acrecentaron, ¿eran esos ruidos lo que yo creía?,
¿había sido descubierto?, ¿habían llegado las suaves manos de mi esposa hasta aquel rincón en la bodega
tras muebles viejos y cajas de objetos sin uso y recuerdos del pasado?, ¿ habían llegado los bellos ojos
almendrados de mi mujer a divisar aquella caja color marrón en la que ocultaba lo que yo creía era el lado
más oscuro de mi vida?, y de ser así, ¿serian ciertas mis suposiciones?, ¿estaría el contenido de aquella caja
color marrón siendo reproducido?, ¿seria eso lo que escuchaba desde la puerta?.

A mi parecer, aún afuera, el ruido provenía desde el estudio, así que rodee la casa por la izquierda, para
espiar por la ventana el lugar de mi hogar en donde yo hacía la mayor parte de las tareas laborales que me
acompañaban en el portafolio, tareas que llevaba a casa precisamente para llegar mas temprano
En el corto camino, mis manos temblaban, mi corazón quería romper mi pecho y salir huyendo, no lo culpo,
yo también quería correr y no darle certeza a mis pensamientos, no quería verificar si era cierto que mi
amada esposa había encontrado mi más oculto secreto.

Sudo mucho saben, mis manos y mi cara, mi espalda y mi cuello, estaban empapados.

A medio camino, el cual no tenía mas de unos diez metros, creí dar por cierto mis suposiciones, el ruido ya
era bastante claro, mi esposa me había descubierto, y ahora tendría que darle una explicación, pero ¿Cómo
explicarle a tu esposa que eres adicto a algo que ella creía, según acotaciones en mas de alguna
conversación, tan aberrante?

Mi mente voló por un rato en imaginarias conversaciones que se tornaban rápidamente discusiones,
discusiones en las que mi esposa me gritaba y reclamaba la existencia de aquella caja color marrón, lloraba
ella mientras me preguntaba si alguna vez quise cumplir o si concretamente cumplí en algún otro lugar
alguna de las escenas que aparecen en aquellos videos ocultos en la caja color marrón, videos que
claramente despertarían ciertas fantasías en mi, ciertas perversiones y quien sabe que otras cosas. Luego
de las imaginarias discusiones, en mi mente, era abandonado por mi amada mujer, ella se iba a vivir con una
de sus hermanas y pronto me pedía el divorcio. Me complicaba en mi cabeza tratando de explicarle a mi
conyugue que de verdad la amaba, pero después pensé que quizás el amor sea lo mas difícil de explicar.

Luego, hundido en una dolorosa angustia provocada por este imaginario futuro, decidí seguir caminando y
ver por la ventana la actitud de mi esposa ante lo que yo creía ella percibía como mera abominación.

Con pasos temblorosos, húmedas manos y una angustiante opresión en el pecho llegué a posarme sobre el
pasto, por debajo de la ventana del estudio la cual daba al patio, y ya en ese punto cuando mis dudas se
habían concretado por completo, dado que, lo que en ese momento escuchaba eran claramente melodías
orquestadas por el acto sexual, mi fanatismo y clara adicción a la pornografía aún no podían reconocer cual
de todos los videos habrían escogido al azar los finos dedos de mi esposa, así que me dispuse a erguir el
cuerpo para espiar por la ventana, pero esto se me dificultó un poco debido a mis temblorosas rodillas, hasta
que alcancé la ventana y logré reconocer a mi esposa, seguido a eso mis rodillas perdieron su fuerza por
completo y caí al piso, sorprendido.

Mi confusión era inmensa.

Mi confusión, redundantemente, me confundía.

Mis dudas crecían cada milisegundo, se amontonaban hirientes en mi cabeza y nublaban mi sano juicio, me
presionaban a actuar se alguna manera y aún así mi cuerpo era incapaz de moverse.

Sin darme cuenta estaba espiando nuevamente por la ventana, el panorama me dolía, y aún así no podía
dejar de verlo, los gemidos de mi esposa sonaban punzantes en mis oídos, pero solo como si fuera la más
bella melodía con demasiado, demasiado volumen. La imagen frente a mi representaba mucho más de lo
que siempre quise de ella, demasiado más, pero aún así cierta alegría se mezclaba con el llanto que me
destrozaba el pecho, la alegría de saber que mis esperanzas de ver a mi mujer comportándose como una
verdadera actriz porno en la cama no distaban mucho de la realidad, lo estaba viendo en ese mismo
momento, pero, debería haber sido yo uno de los tipos que estaban sobre ella, debería haber sido yo el único
tipo con ella.
Aún así, no podía dejar de espiar por la ventana del estudio, aquel estudio en donde yo hacia la mayor parte
de las tareas del trabajo que llevaba hasta mi casa, aquel cómodo estudio. Mi confusión, mis dudas, el llanto,
la opresión en el pecho, mi corazón queriendo huir, el dolor, la excitación, el placer que me provocaban las
imágenes en ese momento casi indescriptible, me llevaban a preguntar si acaso era yo el problema, ¿sería yo
quien no podía despertar la furia sexual en mi amada esposa?.

Aquel día llegaba casi tres horas más temprano que de costumbre, así que estuve esas tres horas espiando
por la ventana. Uno a uno se fueron cansando los cuatro hombres que acompañaban a mi esposa y quienes
complacían sus mas sucios deseos, después de dos horas y cuarenta y cinco minutos, el ultimo ya se había
ido y solo quedaba mi mujer quien limpiaba todo rápidamente para luego dirigirse al living de la casa que era
en donde yo la encontraba siempre que llegaba del trabajo, sentada, leyendo el periódico y sonriente,
reluciente. Una hora después, después de haberme quedado sentado sobre el pasto bajo la ventana del
estudio que da al patio, me decidí por entrar.

Mis manos buscaron resbaladizamente las llaves de aquella gran puerta de madera, y me dispuse a entrar a
mi casa, y ahí estaba ella, sentada leyendo el periódico, y con una cara entre sorpresa y cierto disgusto, me
preguntó porqué me había demorado tanto en el trabajo, como queriendo decir que si la hubiese llamado
antes para avisarle, ella habría aprovechado mejor el tiempo, mi respuesta no la recuerdo, creo que en ese
momento aún estaba choqueado. El resto del día, fue igual que todos los días.

Ese día aprendí dos cosas, la primera es que todos podemos tener adicciones, así que de cierta manera
perdoné en silencio a mi amada esposa, y la segunda es que un orgasmo puede doler tanto que parece que
estuvieras muriendo, puedes sentir a la vez que el placer, como se rompen tus entrañas y se queman dentro
de tu cuerpo, luego terminas por vomitar esa masa putrefacta que queda dentro de ti y no puedes evitar
preguntarte si así luce tu alma. Después de todo eso bote a la basura aquella caja color marrón junto a todo
su contenido. Hace unas semanas hablé con mi jefe quien no puso reparos en que trabajara solo desde mi
casa, dijo que siempre había sido un buen empleado y que mi esposa estaría feliz de pasar todo el día
conmigo, desde entonces salgo todas las mañanas de mi hogar como si fuese a la oficina, y voy a sentarme
en una de las bancas de una linda plaza que hay en el lado sur de la ciudad, donde sé que mi esposa no me
encontraría si se decidiera por tomar un paseo matutino.

Me siento y espero, por largas horas solo espero. Luego de un largo esperar me dirijo a mi hogar, abro la reja
del antejardín tratando de no hacer ruido, y me dirijo sigilosamente hacia el patio para espiar a mi amada
esposa por la ventana del estudio. Cotidianamente llegan entre dos y cinco hombres a visitar mi cómodo
estudio, no siempre son los mismos, aunque más de algunas veces se repiten las caras que logro ver.

De alguna manera estoy contento, ahora sé que mi mujer podría cumplir con todas mis perversas fantasías
sexuales, pero últimamente me he preguntado que sienten aquellos asiduos coleccionistas que no se permiten
abrir el envase de los juguetes que a ellos tanto les gustan,… pero sudo mucho saben, y cada vez que estoy
sobre la tibia y desnuda figura de mi amada esposa, haciendo el amor con la simpleza y cotidianeidad de
siempre, el sudor se encarga de disimular mis lagrimas que caen gota a gota sobre su suave piel.

Soy el humano imbécil que alguna vez chocó con tu hombro al caminar, puedes quejarte de mi
en silencio o quizás gritarme puteadas al viento, de cualquier manera se que el golpe te dolió, o te dolerá en lo
mas profundo de tus tripas. Más información de Chicardinni en http://mentallyills.blogspot.com/
El Charcón por Teresa Iturriaga Osa
Publicado originalmente en Cinosargo el 29/05/2009

"No esperes encontrar en mí un paño de lágrimas", le dijo un charco a otro cuando se vieron
reflejados en el iris de una grulla. Se habían conocido gracias a la salpicadura de algún despistado
que metió su pie donde no debía. Fue una sorpresa. Un charco de aromas desconocido para uno. Un
charco de esencias desconocido para otro. Así que, desde ese día, los dos sabían que estaban muy
cerca, tan solo separados por una distancia de dos o tres metros, lo suficiente para no poder verse ni
tocarse en su amante soledad. Pero amaneció un día de abril, claro y exacto, y algo había en el aire
cuando los dos pensaron que, en vez de seguir solos, sería bueno aguantar cualquier tormenta juntos,
ya que, por misteriosas razones, alguna marea los había puesto allí, tan cerca el uno del otro, en
medio del camino del ímpetu terrestre. También sabían -quizá guiados por un extraño poso de
intuición- que seguirían aguantando el chaparrón, atendiendo su juego, hundidos en sus rocas. Aún
tendrían que esperar el momento preciso para reconocerse y presentarse como charcos de verdad.

Mientras tanto, pasó el tiempo y, entre sol y tempestad, se hablaron en voz alta durante sus viajes
submarinos. Sin mirarse de frente, veinte mil leguas de palabras recorrieron sus mil y una noches,
gritaron sus nombres en las nieblas más oscuras para palparse la superficie con sonidos, escucharon
la respuesta del gran silencio cuando en un susurro se confesaron los puntos suspensivos escritos en
sus auras. Y, en medio de aquel triste exilio, sólo los ojos de las aves sedientas les servían de espejo
fugaz para escudriñarse sus contornos.

Durante todos esos años soñaron en blanco y negro por separado. Soñaron que algún día, con suerte
-un día de lluvia en un cielo azul con arco iris incluido-, les pasaría por encima un enorme tsunami que
haría más grande el socavón del arrecife y precipitaría sus líquidos, renovaría todos sus barros. Hasta
que un día sucedió. El Oleaje surgió de la nada y a su paso abrió tal brecha que el peso de su sueño
rompió aguas.

Allí nació el Charcón, una laguna marina serena, sin fronteras, donde sólo las grullas blancas tienen
permiso para bañarse y saciar su sed.

(Palma de Mallorca, 1961).Es Doctora en Traducción e Interpretación. Ha colaborado en


proyectos de investigación de la ULPGC, el CSIC y el Instituto Cervantes. Ha publicado en prensa, revistas y
portales digitales. En 2004 es directora, coordinadora y autora de entrevistas y artículos de tipo etnográfico en
el libro Mi playa de las Canteras. Traduce el ensayo Modou Modou, sobre el drama de la inmigración africana.
En 2005 publica su relato Hurto blanco, en Orillas Ajenas; en 2006, Namoe, en Hilvanes; en 2007, El violín y
el oboe, en Fricciones y Tu nombre es Véronique en el libro Que suenen las olas, con relatos escritos por
mujeres marroquíes y canarias, que dirigió y coordinó. Ganadora del III Certamen Internacional de Poesía El
verso digital 2008 y del III Certamen de Poesía Encuentros por la Paz. Se publica su libro Juego astral en
versión digital.
DEVORACIÓN por Luis Sánchez
Publicado originalmente en Cinosargo el 10/06/2009

Según el ilustre psicoanalista argentino Héctor Cassetti, las etapas del desarrollo del acto sexual en la
mujer son, comentadas aquí de forma sucinta, las siguientes: a) pasiva. La mujer, piernas abiertas (en
ángulo inferior a 90º), se deja hacer, y hasta cierra los ojos -en parte por vergüenza y en parte para
obtener la máxima concentración-, pero jamás moverá un dedo, como máximo lanzará, llegado el
clímax, un suspiro o tal vez, unos gemidos; b) piadosa. Cumple fielmente con las instrucciones que su
compañero le asigna, introduciéndose en la realización de ciertas habilidades, propias e impropias, al
término de las cuales siempre preguntará: "¿Lo he hecho bien?". Su cintura ha empezado a perder la
rigidez (¡algo se mueve!); c) virtuosa. Lo que toca se convierte en placer, descubriendo, además, que
su cintura no sólo tiene movimiento, sino también ritmo, swing, tango, bossa nova... ¡Sí, señor...
matrícula de honor! Su destreza es ya equiparable a la de cualquier lustrosa profesional; d) peligrosa.
Le ha encontrado el punto... y ya no para, ¡hay que pararla! Autonomía plena: ella solita busca, saca,
mete... se acomoda, marca el ritmo y enloquece, una y mil veces. Podría hablarse, casi, casi, de una
dulce adicción, en la que el hombre, literalmente, es exprimido; y e) divina. Aquí ya no necesita mover
nada, puesto que ostenta todo el poder, el máximo poder, y con el mando a distancia y la meditación
sensitiva obtiene lo que desea: placer absoluto e indefinido. El hombre, que de entusiasta maestro ha
pasado a simple zombi, queda finalmente superado, pues el zombi será disuelto en la nada. Y esto,
¡atención!, son palabras mayores, ¿eh!

Esta última etapa, por fortuna para los hombres, es excepcional, tan excepcional que, siguiendo a
Héctor Cassetti, sólo una mujer, en más de veinte años de dura investigación, alcanzó esa fase,
digamos... de trascendencia, o mejor aún, de tecnotrascendencia. La mujer, en cuestión, hermosísima,
pero de aspecto lánguido, nebuloso y casi extraterrestre, se llama Nélida González: primero, alumna;
luego, discípula; después, colaboradora y secretaria; y con posterioridad, amante de nuestro querido
psicoanalista.
A Héctor Cassetti -debo decirlo-, lo conocí a raíz de una entrevista para El independiente, periódico en
el que todavía colaboro. Al término de la misma, y visto el interés que mostré por los libros de literatura
que tenía en su vasta biblioteca, me preguntó:
-Así que, además de periodista, es escritor.
-Soy escritor, lo del periódico es una forma plebeya de ganarme la vida.
-¿Y qué escribe usted?
-Depende de la estación.
-¿La estación? -apuntó, perplejo.
-Sí. Verá... en primavera escribo poemas; en verano, cuentos; en otoño, teatro y en invierno, novela.
-Entonces es usted... ¡un escritor de temporada!, que sigue los ciclos que marca la naturaleza.
¡Maravilloso, maravilloso! -exclamó, echándose a mis brazos. Y acto seguido me preguntó:
-Y... ¿es usted bueno?
-Aunque esté mal confesarlo, sí... ¡soy insuperable!
Y ése fue el inicio de una amistad seria, profunda, leal y muy productiva entre el maestro y yo, amistad
que ha durado hasta... hasta hace bien poco, hasta que desapareció del mapa sin dejar rastro. Bueno,
debo decir que yo encontré, entre sus últimas notas, una página, con caligrafía temblorosa, en la que
ponía: Estoy dentro de ella. Ella, por supuesto, declara no saber nada de nada: Echó a volar, como el
araguirá.

No será difícil imaginar cómo, en un momento dado, un hombre -aunque sea de la talla intelectual de
Héctor Cassetti, o quizá por eso mismo- puede perder la cabeza por una mujer, máximo si esa mujer
se llama Nélida González: joven, esbelta, atractiva, inteligente... y envuelta en un taimado halo de
misterio. Ahora bien, lo que sucedió entre ambos fue algo más, ¡mucho más!, que un mero metejón,
¿eh!

Como es lógico, la mayoría de los colegas de Héctor Cassetti, arrastrados por una comprensible
envidia, consideran que su desaparición guarda relación estrecha con el estrés al que últimamente
estaba sometido (estudio y experimentación, así lo llamaba él), estrés al que conviene añadir ese
pasado común a todo ríoplatense de esta orilla, que conlleva el terrible peso de haber soportado una
dictadura militar, el multiforme peronismo, la corrupción política, la sempiterna crisis económica, las
fugas de capital, las villas miseria, las recomendaciones del F.M.I., el corralito, la incontenible
mitomanía, la pasión por el fútbol, la astrología, la verborrea sedente, la sobrevaloración propia, la
falta de previsión, los tiempos de "champán y pizza", la boludez, el ser huevón... y hasta un asunto
familiar extremadamente delicado y probablemente no superado: el hecho de que su madre, viuda
desde hacía tan sólo año y medio, se liara con un oficial británico, poco antes de que estallara la
penosa guerra de las Malvinas, y digo penosa, porque la pena es activa, mientras que la melancolía
no lo es.

En fin, sin desechar todos esos argumentos, que, sin lugar a dudas, tienen gran importancia, yo me
inclino a pensar que el verdadero motivo de su desaparición está en la poderosísima fuerza centrípeta
de Nélida González. Sí, declarémoslo de una vez por todas y con el sano convencimiento de quien
pugna por descubrir la verdad y es coherente con las valiosas aportaciones del maestro: ¡Héctor
Cassetti fue abducido, sexualmente, pero abducido, qué carajo! Y para ello, me apoyo en dos hechos
irrefutables: a) la nota manuscrita en la que declaraba su paradero: ¡Estoy dentro de ella!; y b) el hijo
que Nélida González alumbró, y que es la viva imagen miniaturizada, ¡micronizada!, de Héctor
Cassetti, empezando por el bigotito y acabando por los lentes, porque el niño, pese a ser todavía un
bebé, sano, risueño y juguetón, ¡tiene pelusilla encima del labio superior y cuando está despierto...
usa anteojos!

Biografía: Luis Sánchez (Valencia, 1957) es licenciado en Filosofía. Su incursión en la literatura data
de finales de los años 70. Tras ejercer como profesor de secundaria, colabora en diferentes medios de
comunicación al tiempo que imparte clases de escritura creativa, actividades que compagina con el
dibujo de humor. En el ámbito literario ha publicado libros de poesía (Incienso en lluvia (1989),
Arcanos violines (1992), Cáncamo (1995), Varices de cristal (1997) y A contracielo (2005), publicados
en Editorial Devenir) y en narrativa (Osvaldo querido, publicado en Talleres de La Buhardilla,
Cuaderno de Narrativa, nº 7. Valencia, 2003. Zamizakis, microrrelato leído en Radio Klara y publicado
en el blog del Manklared Cultural Kollektiv (Madrid, 2007). 8.30 p.m. o´clock, microrrelato publicado en
El País Semanal, nº 1.662. Madrid, 2008). Más información del autor en: http://www.luissanchez.eu/
El Niño en el Columpio por Joaquín Guillén Márquez
Publicado originalmente en Cinosargo el 26/08/2009

Mi trabajo era terminar con la vida de aquel niño.

El pequeño tendría un accidente ocasionado por mí. Se caería del columpio en el cual jugaba y al
chocar con el suelo el impacto con una roca sería demasiado para su pobre cuerpo.

Lo observé. Fue la primera vez que veía a una víctima a los ojos. ¿Por qué tenía que ser un niño? Los
infantes son quienes menos mal tienen en su mente. No habría tenido compasión de no haber sido
por su mirada, contemplando lo bello de los árboles, del cielo, de las flores que se mecían despacio a
causa del viento que el columpio proporcionaba.

Así lo seguí de cerca, seguía admirando la belleza que era aquel pequeño. Su sonrisa era lo más
inocente y verdadera que podría pensar. Su risa era como el canto de las sirenas que me invitan a
perderme en el mar.

Su mamá estaba sólo a unos metros de donde me encontraba.

―Mi vida, ya es hora de irnos ― Le avisó― Tu padre llegará pronto a la casa y espera verte con
muchas ganas. ¡Precioso! Eres nuestra adoración.

Entonces me di cuenta de la edad de mi víctima. No tendría más de cinco años. Bajó corriendo del
columpio y reaccioné. No estaba ahí para admirar la vida, sino para destruirla. Era mi trabajo.

Vislumbré una última sonrisa en su rostro… Estaba cerca, después de todo. Tengo todo el tiempo
posible para acabar con mis otras víctimas.

Tomé la guadaña, mi fiel arma. Y despacio me dejé llevar por lo que creí que son los sentimientos.

El niño corrió a abrazar a su mamá, sin saber del peligro que los había atormentado. Y yo me fui,
regresé a mi lugar, donde el tiempo no existe.

Biografía: Joaquín Guillén Márquez (Ciudad de México, 1990) es estudiante de Literatura Inglesa en
la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado en diversos periódicos y revistas como El
Universal, Libélula Nocturna y El Juglar. Es promotor literario en el municipio de Nezahualcóyotl.
Saqueador de tumbas por Iván Medina Castro
Publicado originalmente en Cinosargo el 30/06/2009

A Cyrielle Rothé

¡Que pena tan insoslayable! Escuché cuchichear repetidamente como un eco lejano a la sarta de hipócritas
reunidas con vulgar curiosidad, alrededor del austero ataúd que aprisionaba a mi amada. ¡Nadie!, fuera de mi
lacerante corazón sabe la carga de este sufrir. -Me dije en silencio-.

Al transcurrir la noche, al sonar las ruidosas esquilas anunciando la entrada de la madrugada, el último par
de beatas a quienes no identifiqué -fastidiadas seguramente de recitar incontables rosarios- se despedían
con una efusiva tristeza un tanto desusada. ¡Diantre de religiosas, qué bien saben aparentar! -Pensé con
enojo-.

Las acompañé a la salida de la casa y cerré prontamente la puerta con doble cerrojo, apagué las luces del
portón con la idea de disuadir a algún inoportuno personaje dispuesto a venir a darme el pésame, y me
quedé en la oscuridad meditando por pocos segundos. ¡Por fin sólo! -Exclamé en un susurro-.

Mi estado anímico se debatía entre la fatiga y el desengaño, me opuse a ese malestar del espíritu como
pude, y decidido me dirigí con pasos cortos y lentos como si tuviera cuidado en no despertarla a la antesala
donde se encontraba la razón de mi desdicha. En el breve recorrido, la cruel nostalgia invadió mi ser
haciendo flaquear mis piernas. Me detuve por un instante apoyando mi cuerpo en el respaldo de un sillón del
corredor, al voltear a mi rededor cada mueble y espacio me recordaba a ella. Mis cansados ojos se
cristalizaron por un momento pero ninguna gota logré derramar, pues ya había llorado bastante. Continué mi
andar temeroso, y al cruzar el umbral de la habitación, cuatro cirios consumidos con sus diminutas y tristes
flamitas aleteando al viento me dificultaron mirar. Encendí la luz y me acerqué al féretro ciñendo con fuerza el
borde de un color oscuro aterciopelado. De frente a ella, no pude evitar emitir un profundo suspiro al
contemplar su tersa piel y finas facciones brillar con coloridos reflejos, un perfecto arco iris producto de los
candiles. Inicié un recorrido con una mirada alerta el cuerpo inerte de Cyrielle y sin causa aparente me
detuve en su escotado pecho sintiendo una agradable excitación. Ignorando el tiempo observé deleitado,
después, tomé con mi titubeante mano derecha el fondo de su vestido violeta de luengos pliegues, y al subir
lentamente el atavío rozando mis dedos contra sus torneadas y suaves piernas, sentí un escalofrío singular.
Súbitamente, ignorando mi conciencia tomé con mis brazos el flácido cuerpo sacándolo de su celda
mortuoria. Corrí de prisa hasta lo que fue una vez nuestro jardín secreto y junto al viejo olmo ornado de
flores, bajo la observación de las candentes estrellas, arranqué sus prendas sin vacilar. En mutua desnudez,
incapaz de contener mi lujuria, sin fe ni temor de Dios, tomé el cadáver hasta sodomizarlo. Al terminar, no
presenté ningún remordimiento, de lo contrario, me sentí totalmente liberado. Algo fuera de este mundo.

A los pocos días del entierro, fuertes deseos de posesión carnal hacían turbulentas mis noches. Fui a
recorrer varios prostíbulos fuera del pueblo para evitar rumores y lograr tranquilizarme, pero la sensación no
era nada semejante a lo antes experimentado. Así que, con cierta desconfianza, al depurarse la mañana del
rocío, me dirigí al camposanto municipal y con un buen soborno en monedas de oro, logré llegar a un
acuerdo con el muertero. El arreglo era simple, el velador me dejaría ver cada día en casa, el obituario del
panteón en donde venía información detallada de las personas que serían enterradas. Toda esta novedad
me producía una emoción estimulante.
Mi vida transcurría apacible mientras lograra satisfacer mis excesos, seguí atendiendo el prospero negocio de
medicamentos y cada domingo sin falta pasaba la tarde entera en los cafés de los portales del pueblo,
observando a las joviales señoritas coquetear en el kiosco de la plaza. Pero cuando escaseaban las difuntas,
siendo lo más común en un lugar con unos cuantos miles de habitantes, la ansiedad me desquiciaba. Para
poner fin a ello, me aproveché de mi buen nombre y mis dotes de galán para acercarme a las indefensas
jóvenes, seducirlas con palabrería absurda e invitarlas a tomar un agua fresca, o en su caso, a las más
desenvueltas ofrecerles un aromático café con su respectivo vaso de leche. Avanzada nuestra agradable
tertulia aguardaba el momento ideal para atacarlas a su vanidad. Las tomaba de las manos y con una voz
cálida les aconsejaba ir al tocador a sonar su nariz. En el momento de su ausencia, sin perder ni un instante
aprovechaba para vaciar dentro de la bebida un poderoso veneno a base de digitalina que gracias a mis
profundos conocimientos de botánica y química había perfeccionado. Una vez ingerido el polvo de fácil
disolución, a las cuarenta y ocho horas aproximadamente hacía efecto en la víctima, ocasionando un
instantáneo cese brusco de la función del corazón y de la respiración, con ello la muerte. La pena me
embargaba por desperdiciar la vida de futuras promesas pero mi obsesión mórbida era mayor.

Varias mujeres perecieron en un corto periodo de tiempo, lo que despertó la preocupación de los habitantes
de la ciudad. De ahora en adelante la prudencia y el cuidado imperarán -Me decía cada mañana al verme en
el espejo-. Mi fausta situación no duraría por mucho tiempo, pues a pesar del cuidado sistemático en el
proceder, la dependencia de un tercero causaría la desgracia. Mi última víctima, Victoria Kurse, hija de un
acaudalado comerciante inglés, de acuerdo con la información escrita en el libro de entierros, sería sepultada
un día después de la fecha en que yo regularmente exhumaba los cadáveres. Las cosas sucedieron así de
simple, el muertero, un bruto bebedor empedernido, cometió la terrible falta de equivocar la fecha del sepelio
de la joven en la bitácora en una de sus muchas borracheras. ¡Que fatalidad!

Visité el cementerio esa madrugada lúgubre, escarbé la sólida tierra con total tranquilidad y logré rescatar de
la penuria el cuerpo fresco y luminoso de Nana; la dulce Annabel. Vestida con un corpiño tan blanco como la
pureza de la joven. Chorreando de sudor, jadeante, con los brazos ciñendo el esbelto cuerpo, la posé sobre el
cálido césped. Mi respiración se oía entrecortada y anhelante. Con mis manos ardientes la desvestí, acaricié
sus muslos y su torso, succioné sus tiernos y pálidos pechos con delicada sutileza y besé con frenesí su muy
pequeña boca con su labio inferior saliente y bondadoso. En un paroxismo total, me entregué a la
inconsciencia y con ello al profundo sueño.Un fuerte golpe en la cabeza me hizo despertar, al hacerlo, la
alterada muchedumbre con trinches y palas en mano me cercaban el paso. Gracias a la presencia de la
autoridad, me libré de ser linchado. Me encarcelaron, posteriormente, atando cabos entré en razón. La justicia
junto a la ardida muchedumbre interrumpió en mi hogar en donde encontraron el pequeño diario donde
narraba con detalle la selección de mis víctimas: el acercamiento, la exhumación y mí esperada consumación.
El día de la audiencia, así terminaba la sentencia del juez: “…por causar la muerte de más de una mujer y
faltar a la memoria de los muertos, habiendo violado los sepulcros y profanar más de un cadáver abusando de
ellos. Y por ofender el recato del alma y el pudor del cuerpo. Esta justa corte lo condena a la pena capital.”

Después de reconocer ante Dios, la sofocante urbe se abría paso hacia la explanada. Mientras yo, inerte bajo
los ásperos maderos, veía el mimbre verderón de los canastos. El murmullo ya se hacía una voz estruenda, la
multitud había llegado al caos: maldiciones, befas, insultos y aullidos de la más pura barbarie. Guiados los
presentes por la batuta de la muerte, al unísono se oía esta perenne petición: “¡guillotina, guillotina, su suerte!”
De reojo vi un obeso hombre con un negro y puntiagudo capuchón jalonear de un mástil. Después…

: Mexicano de nacimiento. Radico en la Ciudad de México y tengo 34 años. Nací el 29 de


noviembre de 1974. Estudié la carrera de Relaciones Internacionales y estoy trabajando para la Secretaría de
Comunicaciones y Transportes como jefe del Departamento de Relaciones con América del Norte.
Actualmente estoy tomando un Diplomado en Creación Literaria con la escritura mexicana Mónica Lavín.
CARNE MOLIDA por Emilio Vilches Pino
Publicado originalmente en Cinosargo el 14/09/2009

La puerta sonó tan fuerte que despertó sobresaltada, asustada, confundida. Su marido, su chanchito, no había
llegado a casa y ella como buena y abnegada esposa se había quedado dormida sobre las tapas esperándole,
encantadora, celestial, demasiado hermosa para su chanchi. La cosa es que su chanchi golpeó la puerta muy
fuerte, así que se levantó, confusa, miró por el cerrojo y ahí estaba él. Aún no salía completamente el sol,
debían ser las seis de la mañana o algo así. Abrió la puerta.
- hola- dijo ella.
- puta de mierda- respondió chanchi entre dientes.
- ¿qué?
Y él que empuja a su “perrita” sobre la cama, cierra la puerta y se tira sobre ella, rojo de cólera, sudando,
apestando a ron barato y tabaco. Le toma las manos, la inmoviliza.
-ya sé quién es, ya sé quién es ¿así que clases de pilates? ¡A la mierda el pilates!- gruñía chanchi.
-oye, el pilates hace muy bien, sirve para…
-¡qué me importa para qué sirve el pilates! ¡Ya sé quién es! ¡Ya sé quién es!
-¡pero qué es lo que sabes!- gritó la perri.
-¿te haces la tonta? ¡Ya sé que te acuestas con otro!
Perri quedó un instante en silencio, absorta, mirando directamente los ojos en llamas de su chanchito. Luego
dijo lo único que se le ocurrió…
- eso es mentira.
- ja, y más encima eres descarada, sé que te acuestas con otro y sé quién es.
- ¡mentira!- y forcejeaba, trataba de sacarse a su chanchi de encima, pero él era más fuerte – suéltame,
suéltame- pero no, no, no podía, trataba de golpearlo, pero no, algo cayó, algo se rompió – ¡vas a despertar a
los vecinos!- pero chanchito no estaba dispuesto a oír razones, chanchito quería SANGRE…
....................................................................................................................................................

Cuando las cosas se calmaron chanchito y perrita abrieron unas latas de cerveza y se sentaron en la cama, él
aún colérico, ella llorando suavemente. El sol ya casi inundaba la habitación…
- y según tú- dijo ella, mientras se le caían los mocos- ¿quién es mi “amante”?
- el pelado de la carnicería.
- ¡qué!
- El pelado de la carnicería, no te hagas la hueona.
- ¡Y de dónde sacaste que es el pelado de la carnicería!
- Él me lo dijo
Silencio. Chanchito prendió un cigarro, tragó el humo, lo aguantó unos segundos en los pulmones y lo botó
mientras agregaba…
- tomamos unas cervezas en el club, todos juntos, así como los jaivas, y el negro Quinteros empezó a hablar
cosas, a contarnos cómo conoció a su mujer ¿sabías que la conoció en un accidente? La cosa es que entre
tanta cosa y tanta cerveza y todo eso se le salió un mal chiste, de ti y del pelao…

- ¿qué chiste?
- No importa, la cosa es que el pelao salió a mear y yo lo seguí…
- ¡Oh!
- Y lo tomé por la espalda y le dije “a ver pelao de mierda, así que me estai cagando con mi perrita, dímelo en
la cara, y el pelao lo negaba, pero se notaba que estaba mintiendo porque…
- ¡para! ¡para!- y lloraba y se le caían los mocos a la perrita.

- Estaba pálido, casi lloraba, sabe que yo soy arrebatado, así que lo agarré del cuello y le dije que me dijera la
verdad, que sería peor si me enteraba después y…
- ¡para por favor!
- …entonces lo confesó, me dijo que se acuesta contigo, que en la hora de almuerzo de la carnicería se saca
el delantal y se viene a MI casa, hediondo a carne molida y a chorizo y se mete a MI cama con MI mujer, si por
eso sentía olor a prieta y a longaniza en esta pieza…
- ¡chanchi! ¡Me ofendes!
- …así que me emputecí y lo agarré de los brazos y lo metí al portamaletas del auto…
- ¿QUÉ?
- …y lo empeloté y ahí lo tengo, en pelota en el maletero…
- ¡no te creo!
- Anda a ver si quieres.

y bajó corriendo las escaleras (¿mencioné que el departamento estaba en un tercer piso?) y llegó al auto y
lloraba y trataba de abrir pero no tenía las llaves, entonces ahí venía chanchi , caminando, algo ebrio,
haciendo sonar las llaves, y el sol ya pegaba fuerte y las cortinas de los vecinos se movían y ojos espías
asomaban y entonces giró la llave y ante los ojos de perri y chanchi…un hombre calvo, de un cuarenta y cinco
años, entrado en carnes, desnudo, atado de manos y pies y con una manzana en la boca…¿una
manzana?¿como en las películas?... Sí, con una manzana metida en el hocico, mirando asustado, tiritando de
miedo, de horror…
-no puedo creerlo- dijo ella, pálida, quieta, CASI como una zombie.

Chanchi volvió a cerrar el maletero, tomó a perri del brazo y ante su nula resistencia la subió al auto, en el
asiento del copiloto, luego subió él, echó a andar el motor y salieron disparados avenida abajo hasta meterse
en la carretera sur. Prendió la radio del vehículo, sonaba Elvis. Le gustaba Elvis.

-¿no me vas a preguntar dónde vamos?- dijo él, luego de un rato. Pero ella no contestó, seguía mirando la
carretera, perdida, pálida, muy quieta.
Serían las once a eme cuando llegaron a un sitio desconocido, solitario, seco. Entonces chanchi detuvo el
auto y se bajó. Tomó un cigarro, el viento soplaba muy fuerte así que le costó un poco (no mucho en realidad)
encenderlo. Perri seguía en el asiento delantero mirando al frente, sin decir nada. Entonces chanchi tomó las
llaves y abrió el maletero. Esbozó una sonrisa al ver a aquel hombre desnudo con una manzana en la boca.
Fue su última sonrisa en mucho tiempo.

Biografía: Narrador Chileno. Más información del autor en http://emiliovilchespino.blogspot.com/


¿Cristal, Pilsen o Cuzqueña? por Orlando Mazeyra Guillen
Publicado originalmente en Cinosargo el 09/10/2009

TODAVÍA me parecía mentira que habíamos llegado hasta allí para que el enamorado de Patricia y yo nos
conociéramos. Patricia fue la primera en ingresar, la siguió el gordo y yo le puse fin a esa fila india saludando
a Paco antes pisar el bar. El amplio local, como siempre, se insinuaba lóbrego y plagado de coloquios frívolos
que expelían licor y tabaco, sólo quedaban un par de mesas libres. Al fondo, en el extremo izquierdo, había un
tipo que nos daba la espalda, estaba acodado en el mostrador y platicaba animadamente con el «tío
Leopoldo» —así llamábamos cariñosamente al dueño del local; lo único que sabíamos de él era que había
nacido en Rosario, Argentina y que radicaba en el Perú desde hace aproximadamente unos cinco años atrás,
por motivos que él siempre se empeñó en ocultar con obstinación puritana—; mientras éste, instalado en el
banquillo más alto de todo el bar, limpiaba con un paño húmedo algunos de los cuadros que formaban un
abanico de imágenes que atiborraban las amarillentas paredes del local. Dichos cuadros no eran más que
fotos enmarcadas de grandes personajes argentinos: aparecía Carlos Gardel con guitarra y sombrero, Julio
Cortázar fumando un humeante habano, la rugosa imagen de José Hernández tomándose la copiosa barba,
Ernesto Che Guevara con esa mítica boina ornada por una fulgurante estrella solitaria, Diego Armando
Maradona enfundado en la casaquilla azulina del Nápoles, César Luis Menotti con un balón de fútbol apoyado
en su cintura, y otros tantos que no conozco.
—¡Alonso! —gritó Patricia, e inmediatamente el tipo que nos daba la espalda volteó y, sonriendo
efusivamente, abrió los brazos. Ella, abrumada por la emoción, corrió hacia él y justo antes de llegar, resbaló
con el casco vacío de una botella de cerveza que descansaba en medio del suelo, pero él logró atajarla antes
de que ella rozara el suelo. La tomó de la cintura, la aferró con violencia a su cuerpo y le dio un beso tan largo
y exagerado que hizo que todos los anónimos bebedores de las mesas del local interrumpieran sus
conversaciones y libaciones para espectar en silencio a la llamativa pareja que, ciertamente, empezó a causar
sensación.
—¡Che, pará de una vez! —le gritó el tío Leopoldo al tipo llamado Alonso, mostrando un gesto complaciente—.
Acaso querés asfixiarla, ¡dejála!, porque le podés arrancar los labios a la pobre mina.
El gordo y yo nos quedamos casi en la entrada observando —como lo seguían haciendo todos los
circunstantes— a Patricia en los brazos del sujeto de la barra. Cuando por fin la soltó, empezó a acariciarle los
hombros mientras le hablaba al oído. Ella sonreía y le aliñaba las cejas con esa delicadeza que sólo tienen las
mujeres.
—Van a pasar o se van a quedar parados como un par de giles —nos dijo el tío Leopoldo con una severidad
terminante.
El gordo le sonrió nerviosamente, luego me miró y me largó la invitación que yo no quería recibir:
—Vamos, te voy a presentar a Alonso.
— Ya —le alcancé a decir sin muchos bríos y con ganas de un buen trago; y es que cuando vi a Patricia,
atrapada en los brazos de ese tipo, intuí que, en realidad, ella siempre me había gustado… Hay cosas y
sensaciones íntimas que me sacuden el cuerpo y que nunca he alcanzado a entender: en esos momentos, por
ejemplo, me sentía ¡decepcionado! Sí, estaba decepcionado sin tener un fundamento válido. «¿Por qué
diablos me has decepcionado? —pensé, apesadumbrado—. Patricia eres una pobre ramera.»
Cuando nos acercamos a ellos, recién alcancé a verlo nítidamente y, en verdad, se parecía mucho a mí: tenía
la misma talla, color de piel y ojos, gestos, corte de pelo, facciones, etcétera. (No sé si viene al caso decirlo,
pero mi mamá siempre decía que todos tenemos en alguna parte del mundo a nuestro doble. Tal vez, acababa
de encontrar al mío.)
—Alonso te quiero presentar a tu gemelo —le dijo Patricia, luego me miró y agregó—: Se llama Eduardo…
Eduardo Echenique, te va a caer muy bien.
—Hola Eduardo —me dijo con un acento raro y presuntuoso; creo que también se sorprendió al notar nuestro
considerable parecido—. Soy Alonso Chávez, el enamorado de Paty. Oye, ¿eres algo de Bryce Echenique?
—Que yo sepa no, aunque…
—¿Si o no que se parecen? —nos preguntó Patricia, interrumpiendo mi respuesta.
—Bueno, creo que tenemos algo, pero muy poco —traté de malograrle la fiesta.
—Sí Paty, no es para tanto —me apoyó Alonso, utilizando esa horrible voz que estaba aderezada con un
acento engolado; y continuó—: Pero me estabas hablando de tu parentesco con Bryce Echenique, ¿lo
conoces?
—En realidad sí —le mentí y escruté su reacción antes de continuar—: es mi tío. Pero no me gusta decirlo,
porque todo el mundo quiere que se lo presente y, como comprenderás, yo no puedo hacer eso: él es una
persona muy ocupada… ¿Tú admiras a mi tío?
—¡Claro! —me dijo gratamente sorprendido y el gordo me miró con inocultable incredulidad—. Es un gran
escritor. Me gustó mucho Un mundo para Julius, esa novela la leí como tres veces, me parece excepcional.
Ahora estoy hojeando Guía triste de París.
—Creo que te gusta mucho esa rama de la literatura —le dije con cierto desencanto—, yo sinceramente no leo
muchas novelas. Me gustan más los ensayos y los cuentos; Ribeyro es el mejor cuentista que hemos tenido,
hay un cuento de él que me fascinó cuando estaba en el colegio… Pero ahora no me acuerdo del nombre…
—Los gallinazos sin plumas —intervino el gordo, con una voz adormecedora.
—No, ése es bueno pero el que yo digo es otro —le dije y alcancé a recordar el nombre del cuento—: El
profesor suplente, el cuento se llama El profesor suplente.
—Sí, sí he leído ese cuento, es muy bueno —afirmó Alonso—. Yo también creo que Ribeyro ha sido nuestro
mejor cuentista. Y el mejor novelista que el Perú tiene es, sin duda, Mario Vargas Llosa.
—Paren un poco la mano y acomódense aquí —nos dijo el tío Leopoldo señalando una mesa vacía que
acababa de limpiar—. A mí también me gusta la literatura, en esa pared tengo a varios fenómenos de mi país:
¡escritores bárbaros!
Nos sentamos en la mesa y empezamos a explorar todos los retratos de la pared. El tío Leopoldo se
acomodaba el mostacho mientras ojeaba con orgullo todos los rostros de sus famosos paisanos que, en
blanco y negro, adornaban las paredes del bar.
—¿Con cuántas empezamos? —nos dijo el tío Leopoldo, dirigiéndose a la barra.
—Tres heladas, al toque —le dijo el gordo—, y una cajetilla chica de Hamilton para darle de comer a los
pulmones.
—Quién diría que íbamos a hablar de literatura —murmuré mirando a Patricia: ella apenas sonrió y
permaneció en silencio. Desde hacía un buen rato que no abría la boca. Fue en ese momento en el que caí en
la cuenta de que, estando con él a su lado, ella se transformaba camaleónicamente. No era la misma chica de
la universidad, ahora adquiría una personalidad sumisa y hasta hipócrita: su mirada me daba la razón.
—¿Cristal, Pilsen o Cuzqueña? —nos preguntó el gaucho desde la barra, dándonos la espalda y abriendo la
congeladora.
—Cristal nomás —dijo el gordo con indiferencia.
—A falta de algo mejor —murmuró Alonso y echó una sonrisa cínica.
—¿No te gusta la Cristal? —le pregunté como tratando de convencerme de algo que empezaba a sospechar.

—Sí, normal —me dijo sin ganas y con la anuencia de su enamorada y de su amigo; luego titubeó un instante
antes de proseguir—: Te cuento que la primera vez que vine a este bar, el argentino me hizo pasar un apuro
tremendo. Yo le pedí dos Arequipeñas y él me dijo que no conocía esa cerveza: ¡que aquí no existía! —«Éste
tonto es serrano, con razón habla tan horrible», pensé en ese mismo instante y lo empecé a mirar con
desdén—; yo me alteré y le dije que en Arequipa sólo se toma cerveza Arequipeña. Él me miró como a un
bicho raro y levantó la voz para preguntar a todos los que estaban en el bar, algo parecido a esto: «Atención
todos, ¿alguien tiene una cerveza Arequipeña para este arequipeño que sólo toma Arequipeña porque así lo
han decidido los arequipeños de toda Arequipa…» Y armó un trabalenguas, tan largo y ridículo, que arrancó
risas en todo el bar… Desde ese momento todos empezaron a contar chistes de arequipeños y a pedir
Arequipeñas sólo con el afán de molestarme… Ya sabes tú cómo les encanta a los limeños fregar a los
arequipeños.

—¿A los limeños nos encanta molestar a los arequipeños? —le pregunté, silabeando con sarcasmo—. Oye,
por favor: no seas igualado. A nosotros no nos importan los arequipeños, porque no están a nuestra altura.
Además, creo que tú tuviste toda la culpa, porque hay que ser verdaderamente un idiota para pedir esa marca
de cerveza aquí. En Lima no tomamos cochinadas. ¿Arequipeña? Ni para limpiar el vaso.

Biografía: URGENTE: Necesito un retazo de felicidad (Bizarro Ediciones, Lima), su primer libro de relatos, se
publicó en el 2007. Estudió en el Colegio De La Salle y en la UCSM. Con Todo comenzó en la Universidad
ganó el Primer Premio Nacional Universitario NICANOR DE LA FUENTE (2003), organizado por la
Universidad Pedro Ruiz Gallo de Lambayeque. Su narración Ella siempre está, forma parte de la Selección
Internacional del XIII Premio CARMEN BÁEZ (2006) de Morelia, México. 3:15 p.m. recibió una de las
menciones en el Primer Certamen Literario AXOLOTL de Buenos Aires, Argentina. Ha publicado diarios
impresos y revistas literarias virtuales como El Pueblo (Arequipa), CIBERAYLLU, Cervantes Virtual (Alicante),
El Hablador (Lima), Letralia (Venezuela), Hermano Cerdo (México), Badosa.com (Barcelona), Destiempos y en
el Proyecto Patrimonio de Santiago de Chile. Varios de sus relatos han sido seleccionados por el Proyecto
SHEREZADE (Canadá). Otras de sus producciones aparecen el PROYECTO QUIPU que promueve el crítico
Gustavo Faverón y en la bitácora GAMBITO DE PEÓN del escritor Ricardo Sumalavia. Su segundo libro, LA
PROSPERIDAD RECLUSA, apareció a finales del año 2009.
Los Nogales por Juan Mauricio Muñoz Montejo
Publicado originalmente en Cinosargo el 13/10/2009

Nunca imaginé que en el edificio “Los Nogales” donde viví muchos años se convertiría en un campo de
batalla étnica. Todos somos peruanos. Todos somos cholos. Pero en la Lima oligárquica nunca lo concibieron
de ese modo, ni yo mismo hasta que alguien me ayudó a quitarme la venda, a ver el contexto, para no
ampararme en la ceguera lóbrega donde numerosas personas se congregan.

Yo crecí y me críe en “Los Nogales”. Este edificio de cinco pisos poseía un hermoso jardín lleno de capulíes
en el exterior. Desde la ventana se observaba todo el mar, el Océano Pacífico con su vaivén de las olas,
fastuoso. Yo era un niño de cinco años, que no observaba más allá de mi entorno como cualquier niño. Mis
padres eran dueños de una de las empresas prominentes en aquel tiempo, inmersos en la política, antes que
llegará el autogolpe sigiloso del ex presidente Alberto Fujimori. Además, eran dueños de “Los Nogales” por
eso resolvieron vivir allí. Tenían infinidad de propiedades en Lima, pero es cómodo vivir en un gran
apartamento que se asemeja a una casa, decía mi madre.

Todos los que vivíamos en “Los Nogales”, éramos familias con vasto poder económico. Yo estudiaba en el
nido del colegio más dispendioso del Perú: Principal College. Aún no comprendía cuando alguno de mis
hermanos mayores, Juan Luis o Ronaldo, le gritaba al chofer porque se equivocaba en cualquier intersección
para llegar al colegio. Apreciaciones como “serrano de mierda” ó “cholo apestoso”. Incluso, ellos me alentaban
a que repitiera lo mismo, yo como cualquier niño lo forjaba, mientras ellos loaban mis malas proezas. El chofer
atinaba a echar un vistazo por el retrovisor, moviendo la cabeza de un lado al otro. Ningún chofer aguantaba a
mis hermanos. Todos dimitían después de unas semanas.

La vida pasa y uno se desarrolla. Fui un adolescente presumido, sin ritmo de vida. Mis notas eran pésimas
pero los profesores me pasaban de año porque mi persona era un “requerimiento especial” en el colegio. No
me interesaba nada. Importante era salir todos los fines de semana a fiestas en aparatosas discotecas. Hasta
que llegó el día en que todo cambió. Toda mi vida cambió desde ese suceso: El día que me quitaron la venda,
y vi el alba.

Un día estaba reposando en la escalera del edificio. Ya, para ese entonces, fumaba una cajetilla de cigarrillos
al día. Era uno de esos días donde me sentaba en las escaleras, pensando cosas sin sentido como; cómo
será el auto que mi padre me regalará o cual de las propiedades que tienen mis padres sería mía. Cuando un
niño con un poncho subió por las escaleras. Tenía unos ojos negros penetrantes y sus pómulos eran rojos.
Detrás del niño, apareció una joven aparentemente de mi edad y sus dos padres. Todos con los mismos
rasgos del niño. Era una familia de la sierra con dinero que viviría en la Capital, pensé al instante. Pero ¿acá?
Los cuatro integrantes me saludaron con una reverencia sin decir palabra alguna, yo quedé boquiabierto.
Aquellos personajes que mis hermanos, ahora en universidades londinenses, y mi madre “choleaban” estaban
invadiendo el edificio de mis padres. En un momento me chocó, luego prendí un cigarrillo, para contener la
cólera hacia esas personas. Una ira inentendible pues ellos no me hicieron nada, pero era mi mente
inescrupulosa la que me hacía especular así. Pensé que el portero erró al dejarlos entrar.
Bajé rápidamente y le inquirí:

-¿Y de dónde salieron esos?

-¿Quiénes?-me respondió con desconcierto.

-¡Esos serranos de mierda!-le grité.

Me miró a los ojos y sonrió para agregar:

-Son los nuevos inquilinos. Tu padre los aceptó. La familia Pedraza.

-No puede ser. Mi madre pondrá el grito al cielo.

-Ella también sabe, y los aceptó. Son parte de un eje económico. Algo así me dio a entender tu padre.
Necesitaban un apartamento donde quedarse. Y tu padre les ofreció el que están rentando.

-Maldita sea- pensé en voz alta.

-¿Cómo?-replicó el portero.

-No hablaba contigo-le respondí.

Le di la espalda y subí al apartamento. Maquinaba estupideces en mi cabeza: ¿cómo sería “Los Nogales” con
toda esa gente? Mis padres se equivocaron, pensé. Me recosté sobre mi cama. Quedé confusamente dormido.
Me desperté cuando mis progenitores estaban en casa. Mi madre ordenaba algunos archivos. Mi padre miraba
un partido de fútbol en la televisión de la sala. Me aproximé a mi madre con alevosía, recriminándole en tono
grosero, ¿cómo es posible que esos serranos estén en el edificio? Mi madre, estupefacta, pero vuelta en sí en
un santiamén, cuando me cacheteó por levantarle la voz, atinó a responderme: A ti que te importa quien viva
acá, mientras tengan dinero serán bienvenidos. Tenía lágrimas en mis ojos por el cacheteo, pero me punzó la
réplica; mi madre los admitía por su dinero, no por lo que eran. Me fui a mi cuarto, contrito y acongojado.
Odiaba a los serranos. O mejor expresado; esta élite limeña me enseñó a desprestigiar a las personas que no
eran del mismo nivel socioeconómico, ni tenían el mismo color de piel que yo; éramos una raza intocable, esas
lecciones me las ofrecieron mis hermanos, siendo extendidas por una de las maestras en la escuela.

Nadie nos podía pisotear porque nosotros éramos los pisoteadores, siempre nos comentaba Mrs. Sutherland,
una estadounidense, hija de un ex Embajador que enseñaba porque le gustaba. Era racista y clasista.

-Los serranos no deben existir-agregaba en una de sus tantas clases de Educación Cívica.-Si alguno de
ustedes intenta casarse con un serrano o serrana, estará cometiendo un pecado ante los ojos de Dios. Los
serranos no piensan. Al igual que los negros, son esclavos. Sirven para el campo, por eso Dios los creó. No se
olviden.

Resonaba las clases de la profesora Sutherland, y el alma me punzaba. Ahora, ¿qué dirán mis compañeros de
estudios cuando se enteren que “Los Nogales” ha sido mancillado por unos serranos? Los primeros días en el
colegio pasé inadvertido. En clases, Mrs. Sutherland seguía segregando a los personajes andinos. Yo
inclinaba mi cabeza. Hasta que un día, durante una de sus clases, el alumno Jun von Reichstarg, hijo de un
Embajador alemán, alzó la mano para irrumpir en clase.
-¿Qué sucede, señor Jun?-preguntó la profesora.

-Usted que tanto critica a los serranos. Debe saber algo. Acá tenemos a un amante de esa clase tan baja. ¿Sí
o no, Matías?

Sabía que escucharía mi nombre, la noticia voló. Indudablemente, alguien transitó por el edificio y vio a la
familia Pedraza saliendo del edificio.

Mrs. Sutherland me miró de pies a cabeza.

-¿Cuán cierto es eso, señor Piers?

-No hay ninguna clase de veracidad en ese dato-intenté escudarme.

-Ya pues, no mientas, tu papá le comentó a mi papá-irrumpió una vez más Jun.-Eres un amante de serranos.

Todos los ojos de mis compañeros me señalaban. Era culpable. Los siguientes días en el colegio acepté
insultos de todo calibre. Nadie se me acercaba. Caminaba prácticamente solo.

En “Los Nogales”, la situación era similar. Las familias se mudaron al enterarse del caso. Por su parte, mis
padres se hallaban como si nada ocurriera. ¿Acaso no se daban cuenta?, cavilaba.

Un domingo familiar, mis padres decidieron invitar a la familia Pedraza. La maldita serranía la has traído hasta
acá, recriminé a mi madre. El abofeteo de siempre era su respuesta. Mi padre ni se inmutaba. Te vas a portar
bien, carajo, me dijo mi madre. Esta familia es importante para invertir en la sierra. Yo los aborrezco tanto
como tú, pero hay que ser hipócritas en algunas ocasiones. Caminé hacia mi cuarto. Me eché en mi cama.
Divagando por todas las palabras que mi madre había esparcido sobre mi rostro. Sentía en mi mente, esas
crueles iniciales palabras: Yo los aborrezco tanto como tú. Ella sabía en la situación en la cual me encontraba
porque ella también pasaba por lo mismo.

La hora llegó en que los nuevos inquilinos arribaran. Tocaron el timbre, mi padre abrió la puerta, recibiéndolos
con una sonrisa. Hipócrita, pensé. Yo me senté en la sala, mi madre como requerimiento especial, necesitaba
que yo esté. Por más que le hice berrinches, no cedió. Allí estaba yo, con mi cara larga, ceño fruncido y con
los brazos doblados uno encima del otro. Los Pedraza se me acercaron para saludarme. Mi madre me ganó
con su mirada. Me paré y los saludé a todos. Que educado, caballerito, dijo el señor Pedraza. Gracias, atiné a
decirle. Luego, regresé a mi asiento para no moverme. La hija de los Pedraza se sentó a mi lado. Era una niña
de típicos rasgos andinos, su cabellera azabache, pupilas totalmente negras, nariz aguileña y labios rosados.
Yo prolongaba mi ceño fruncido. Ella inició la conversación: -¿Cómo te llamas?-preguntó con un aire dócil.
-Matías-le contesté, mirándola de reojo.

-Me llamo María. Mucho gusto.

-Mucho gusto- acerté al responderle secamente.

Estuvimos sentados aproximadamente unos quince minutos. Estábamos mudos. Mis padres y los señores
Pedraza entablaron una conversación de negocios, ni siquiera se fijaron que existíamos. El hijo menor de los
Pedraza, Paquito, se quedó dormido en el sofá. Paquito tenía un aire moribundo, callado, mirada triste, unos
ojitos saltones que te hacían sentirlo de una manera especial. Los señores Pedraza vestían sus trajes típicos
de la sierra. Sus chompas y pantalones a base de alpaca eran distinguibles.
El señor Pedraza observaba detenidamente a mi padre cuando alzaba los brazos para explicar como se inició
el negocio de la familia.
Por otro lado, la señora Pedraza parecía una mujer sumisa. Se prendió y clavó la mirada a las alhajas de oro
relucientes de mi madre.
Yo vagabundeaba en otros orbes. Cuando me percaté que María clavaba sus ojos en mí. Volteé y nos
quedamos mirando. Ausculté su mirada penetrante, sus ojos negros.

-¿Sabes, cuál es tu problema?

-No- respondí tranquilamente.

-Qué eres un racista de porquería. Por eso, no quieres hablar conmigo. Imbécil.
Sus palabras fueron un puñal. No imaginaba a una adolescente de los Andes diciéndome palabras de grueso
calibre.

-La gente como tú nos tienen miedo- No sé que me sucedía. ¿Fue su mirada? No, no podía ser. Yo soy de otra
clase, pretendía resonar lo que decía la vieja Sutherland.

-¿Acaso no somos iguales? ¿Crees que te haré algo?-continúo.-Tanto tú como yo somos de carne y hueso.

Sonreí.

-¿De qué te ríes?- se tornó seria, y frunció el ceño.- ¿Crees que no vi tu actitud la primera vez que nos viste
entrando al edificio?

-Pero…-quería defenderme.

-Las excusas están de más. Sólo recuerda que somos iguales. ¿Alguna vez has leído a José María Arguedas?

La literatura era una equis en mi corta hoja de vida.

-No.

-Es uno de los mejores escritores autóctonos del Perú. Si jamás has viajado a los hermosos valles, a esos
Andes que tú tanto desprecias. Él te hará viajar, y comprenderás un poco más a los serranos como yo.
Un extraño suceso sucedió en la conversación. Aún seguía pensando en su mirada.
Seguimos enmudecidos unos minutos más hasta que la reunión entre mis padres y los Pedraza culminó. Ya
me voy, me dijo. A ver si lees Arguedas, si no tienes miedo a ser criticado por tu gente me buscas para
discutir de Literatura Andina.
Nos despedimos.

Al día siguiente, después de asistir al colegio, ubiqué una librería en Miraflores. Quiero todos los libros de
Arguedas, le dije al joven que atendía. Déjame ver cuales tenemos. Ingresó al sistema del buscador de libros
en la computadora. Sólo tengo tres: “El Sexto”, “Todas las Sangres”; y “El zorro de arriba y el zorro de abajo”.
Compro las tres, le dije.

Me encerré en mi cuarto. Le dije a Hermelinda, la ama de llaves, que no estaba para nadie. Devoré los libros.
Jamás me había interesado tanto en un tema como éste. Empecé con “El Sexto”, me sumergí a ese mundo
hostil de la cárcel donde todos son unos animales, donde el pobre José María sufrió. Me encantaba cuando
rememoraba los cantos quechuas de su tierra, cuando evocaba a su querido Andahuaylas. Me fui
enamorando de la prosa energética pero desconsolada de Arguedas. Tal vez en mis clases de Literatura
Peruana lo mencionaron innumerables veces pero yo hice caso omiso a las lecciones del profesor.

Luego, continué con “Todas las Sangres”. En la narrativa de esa obra, me hallé en alguno de esos odiosos
personajes. Era como si el escritor andahuaylino conociera mi idiosincrasia.

Culminé con “El zorro de arriba y el zorro de abajo”. Ese libro ha sido un punto de equilibrio en mi vida.
Cuando tengo un poco de tiempo le doy una leída. Es el punto entre mi visión oligarca y la visión andina. Me
convenció que vivía en una obcecación permanente. También, es el libro de la aflicción en la terminación de la
vida del escritor porque muestra lo apesumbrado que se encuentra con su vida, con su persona.
Lastimosamente, finaliza suicidándose, exponiendo las circunstancias en una pequeña carta que está en el
epílogo del libro.

Eran las cinco de la mañana del día siguiente cuando terminé de leer el último libro del escritor autóctono. Mis
pupilas estaban rojas. Quería concebir ese mundo, percibir la mirada penetrante de María.
Al día siguiente en la tarde la busqué. Al verme, se sorprendió.

-¿Has leído a Arguedas, no?

-Sí-le contesté rápidamente.- ¿Podemos salir a hablar?

-Claro. Aguárdame unos segundos.

La invité a comer a uno de los restaurantes más dispendiosos de Lima. Todos los meseros conocían a mi
familia. Cuando se percataron de mi presencia, me atendieron con normalidad pero a María la miraban de
reojo con desprecio. Los comensales nos miraban atentamente. Éramos el punto de atracción.
María, un poco sonrojada, me dijo:

-Disculpa, creo que te voy a hacer quedar mal. No debiste traerme a este lugar.

-Tú no te fijes en ellos. Ellos no han venido conmigo. Tú mírame directo a los ojos y olvídate del resto.
En realidad, deseaba sentir esa vibración de su mirada. María me hizo caso. Clavó su mirada ante mí, y no las
movió para nada. Nadie existía para nosotros. Éramos ella y yo. Conversamos sobre la vasta obra de
Arguedas. Le conté cuan enamorado estaba de su prosa, le agradecí. Al culminar de comer le comenté una
frase que siempre la recuerdo: Es impresionante como un libro puedo cambiar la visión de una realidad.

De regreso, caminamos por avenidas infestadas de transeúntes. Mira alrededor somos un cruce de razas, me
dijo María. Todos somos cholos, pensé.
Llegamos al edificio y lo saludé al portero con un apretón de manos. Éste, sin salirse de su asombro, asintió
con la cabeza.

Subimos hasta la puerta del departamento de la familia Pedraza.

-Hasta acá llegó yo- señaló María.-Muchas gracias por todo.

Me dio un beso en la mejilla.

-Gracias a ti- le respondí.

Entró a su vivienda.

Mientras retornaba a mi departamento, me topaba con la realidad. Estaba siendo una nueva persona. El nuevo
Yo.
Ahora, el nuevo Yo escribiría una nueva historia, libre de falsas imputaciones hacia esos nobles indígenas: mi
Historia.

Biografía: Juan Mauricio Muñoz Montejo nació en Lima en 1984. Ha vivido en su país y en Estados Unidos.
Estudió en un colegio católico, donde conoció la Literatura por primera vez y, como él dice, se enamoró de ella.
En el año 2004 se dedica a terminar el poemario que empezó en el país del norte: EL LADO OSCURO. Tras
finalizarlo, busca editoriales peruanas que lo apoyen y luego de cuatro años de búsqueda, una editorial
argentina le publica su primer libro: EL LADO OSCURO. Desde la publicación de ese libro, ha escrito cuentos y
poemas para revistas digitales e impresas de Chile, México y Argentina.
La acordeonista por Juan Ignacio Malacrida
Cinosargo el 23/11/2009
Los Migs por Rodrigo Ramos Bañados
Cinosargo el 02/07/2009

La guerra se declaró el 6 de julio. Fue por un trozo del océano Pacífico marcado como corte de pastel frente a
la Línea de la Concordia que no tenía nada de concordia. La guerra era la continuación de la guerra de hace
100 años, la Guerra del Pacífico. Y la segunda de la que vendría en otros 100 años pues nunca quedarían bien
definidos los límites. Los victoriosos rayaban la cancha a su modo. La historia se había encargado de escribir
versiones opuestas. Los niños peruanos trasportaban el odio y revanchismo hasta la adultez, y esto se pasaba
de generación en generación. Hace 100 años la bandera chilena flameó en Lima. Hacía 100 años que los
peruanos odiaban a los chilenos.

En Perú los generales brindaron con pisco sour amargo y con la música de Chabuca Granda en un antiguo
hotel frente a la Plaza Bolivar, mientras la gente saqueaba las multitiendas chilenas de los malls a vista y
paciencia de la policía que también se llevaba lo suyo. El resto comía chicharrones y anticuchos de corazón
como si el mundo se fuera a acabar. Las marineras se escuchaban por toda la festiva Lima. Alardeaban que los
chilenos saldrían en cajones de papas. Alardeaban contra las mapochinos del carajo, hijos de puta y ladrones.
Alardeaban que contaban con la Bomba H y un pacto secreto con Argentina.

Esa noche murieron 120 chilenos, la mayoría turistas. Todos linchados. En Chile no hubo celebraciones de
generales, pero desde las cantinas se escucharon arengas futboleras y el himno nacional como si la guerra
fuera un partido de fútbol. Los borrachos recordaban a Zamorano, Salas y al Chino Ríos como si fueran Prat,
Condell o Luis Cruz Martínez. Desde Iquique al sur a nadie le importaba mucho la guerra. No hubo ni
apagones ni ensayos de ataque antiaéreos ni nada semejante. La televisión siguió emitiendo realitys. Las
ciudades operaron como siempre. La presidenta habló del profesionalismo de las FF.AA. Para eso se habían
invertido millones de dólares. Para eso estaban los F-16. Para eso estaban los submarinos Scorpene. Además
la zona de conflicto estaba a 2 mil kilómetros de Santiago. Arica, en cambio, no volvió a ser la misma después
del 6 de julio. Santiago se acercó a la guerra la tarde que la televisión filmó un vehículo militar incendiado en la
Cuesta Camarones. Los misiles de los Mig cayeron precisos y la televisión chilena logró sus primeros mártires:
Gary y Matías, dos soldados de Valdivia. De inmediato quinces peruanos fueron asesinados a patadas y
combos por una horda de chilenos furiosos en los costados de la Plaza de Armas. La policía hizo la vista
gorda. Otros peruanos alcanzaron a arrancar a la Catedral esperando el arribo de los cascos azules que nunca
llegaron a Santiago. Ese día martes nadie tomó en cuenta en Santiago el sonido de los Mig peruanos. En
Antofagasta e Iquique estaban los F-16. Los Mig habían salido desde las cercanías de Córdoba. La vuelta de
mano de Las Malvinas, dijeron después los argentinos. Un satélite estadounidense fotografió el momento justo
de la explosión. Por casi un mes Santiago fue la palabra más búscada en Google y en Youtube, incluso Bono
dedicó un concierto completo de U2 a la ciudad perdida.

Biografía: periodista, trabajó en diarios de Iquique, como los desaparecidos El Nortino y El Mango.
Actualmente trabaja en un diario de Antofagasta, como redactor en el área cultura. En lo literario: Beca del
Fondo del Libro y la Lectura, año 1999 (en Antofagasta), publicaciones de cuentos en la desaparecida Revista
Sabella de El Mercurio de Antofagasta (año 2000), además de participar en el proyecto Microhistoria, historias
de Micro (2003) que realizó la Universidad de Antofagasta, con fondos del Consejo del Libro. Actualmente
desarrolla una novela a través del blog Alto Hospicio. Este texto ha sido llevado al papel a comienzos del 2009
y posteriormente adaptado a comic por Editorial Quimantú.
Sentencia por Juan Luis Castillo Yupanki

“La gente se retira y yo vuelvo a mi celda. Loreto no está. Mañana apareceré en el diario. Dirán en una hoja
opaca que el asesino de navidad pagará por su delito, explicando o recordando a la ciudadanía los detalles
del homicidio. Pienso en los oficinistas, las secretarias, los gendarmes, los parásitos de un juicio y los pobres
explotados sin nombre, y me viene al alma un sentimiento extravagante: supongo que saben qué hacer con su
tiempo, asumo que lo disfrutan. Entonces reconozco el cielo de otro modo. También el infierno”.

“El sueño de la inocencia”


Roberto Durán Manríquez

Estoy convencido: no se puede juzgar el sufrimiento sino en la medida que uno lo siente. Si alguien sufre por
la muerte de un perro, otro ríe comparando esa desgracia con miles de desgracias que en apariencia son
mucho más categóricas. Si los que ahora me juzgan al verme sentado aquí entregado al escarnio público
sintieran lo que siento, el ardor de lo que quizá pueda llamar alma, mi cara en el espejo, podrían con poco
esfuerzo comprenderme y quizás, perdonarme. Pero no me veo arrepentido o no he sabido demostrarlo para
que la opinión pública lo incorpore en su compasión.

No niego mi responsabilidad. La muerte la siento como una descomunal obra que no siendo física se me
aparece con dimensiones asfixiantes. Sumen el peso de todos los edificios, el hambre y los gritos del mundo.
Bébanlo al dormir. Cada pequeño peldaño en que el odio y la violencia suben o bajan conquistando todas las
esperanzas. Mi espíritu solidario está destruido, no recuerdo si alguna vez lo tuve. Celos y mentira. En cinco
minutos mi tiempo se expandió como un vértigo en cámara lenta donde jamás he logrado ver el fondo.

Aún así aprendí a mirar a los ojos a la gente. Primero como un tic recomendado por mi primer abogado,
después como costumbre. La culpa hace que el cuerpo se retraiga y donde más se evidencia es en la cabeza
que apunta al suelo como si ahí todas las miradas fueran neutras. Ojos cerrados sobre el pavimento. Sigo
sentado. Hablo correctamente. Visto con mi mejor ropa. Veo en mi retina la primera foto que salió en el diario:
quieto con los hombros hacia adentro, compungido pensando en los cinco minutos como si fuesen un flash
directo a los ojos.

“PRIMERO –dice la magistrada con su boca de pez-: que con fecha veintisiete de marzo del año 2006, ante
este Tribunal de Juicio Oral en lo Penal de Antofagasta, constituido por la Jueza Presidenta Ana María
Briones Purto y las jueces Fresia María Rubilar Moncada y Rosita Muñoz Ojeda, se llevará a cabo la audiencia
relativa a los autos Rol Nº 415-2005, seguidos contra ROBERTO DURÁN MANRÍQUEZ, chileno, 32 años,
soltero, mecánico, cédula de identidad Nº 10.296.415-1, domiciliado en Los Maitenes Nº 5062., Población
Matta, Antofagasta...”

La cara de Loreto zigzaguea en mi mente. Se me presenta como si fuese el peor de los castigos. Hacerse
cargo del maldito tiempo es el verdadero castigo. Cada paso es el mismo al instante, cada vuelta igual, los
mismos rostros, penas y miserias. Enloquecer sería terapéutico, pero en lo que a mi concierne he elegido
mirar de frente lo que viene con todo el peso muerto de estar limitado siempre.
“CUARTO: que con el certificado de defunción incorporado en la audiencia, se acreditó que R.T.V. falleció el
26 de diciembre de 2004 a las 21.30 hrs., ratificando las partes a través de una convención probatoria el
hecho de su fallecimiento. Por su parte, el médico Fernando Marías Norton, quien practicó la autopsia al
cadáver de R.T.V, declaró en estrados que la causa de la muerte fueron heridas penetrantes abdominales y
faciales múltiples complicadas con hemoperitoneo, anemia secundaria y un shock hipovolémico. Agregó que
el cuerpo presentaba, entre otras, una herida penetrante en la región lumbar izquierda, la que en su
trayectoria comprometió el riñón izquierdo, el bazo, la curvatura mayor del estómago y la cara anterior de la
parte izquierda del hígado, herida que a su juicio fue la causante de la muerte; dichos complementados con el
informe de la pericia practicada, informe de autopsia Nº 10, en el que explica que esta herida en la región
lumbar izquierda en su trayectoria produjo múltiples lesiones viscerales abdominales con hemoperitoneo,
anemia y shock hipovolémico secundario, herida que por el daño causado era necesariamente mortal,
estableciéndose así la causa de la muerte...”

Loreto no llega. Siempre venía los primeros dos meses y por lo menos me sentí reconfortado sabiendo que lo
había matado por los dos. Juego al encierro: aclarar, oscurecer. En esa cuerda tensa y flotante camino
tratando de no caer de nuevo. Imagino que soy el guardia de mi propio aislamiento. Sólo la irrupción de la
histeria, la paliza a un violador, o una pelea que llega desde el paraíso me tranquilizan. Visto el mundo desde
este lado suena a risa y caricatura. El aire falso que respiran los que caminan afuera viendo y creyendo lo
que ven funciona perfectamente. No imaginan el verdadero mundo cubierto por fisuras que enfocadas de
cerca son abismos donde la miseria y la humanidad se enlazan como siameses que se odian. Por lo menos
llevar a cuestas el silencio de otro y el desprecio de los que quedan tiene un descanso en la convicción de
que actué por amor.

“DECIMO TERCERO: que habiendo sufrido la demandante civil a consecuencia de la muerte de R.T.V
provocada por el demandado un dolor que en justicia debe ser resarcido, se regulará prudencialmente el
monto de la indemnización en la suma de siete millones de pesos, la que se reajustará en la forma en que se
señalará en la parte resolutiva, no dándose lugar al pago de intereses como lo solicita la demandante por no
tratarse de una operación de crédito de dinero...”

Se acerca el final. Las palabras del psicólogo retumban en mi cabeza como si fueran dibujos animados: “eras
un avión averiado queriendo volar para siempre... ¿cómo no estrellarte?” Fantaseo nerviosamente: ¿y mi
fuselaje, la pintura en mi piel, las mil aventuras que viví, el viento en mi cara cuando miré la tierra y me lancé
en picada? Aparece en mi memoria el mundo espectral de la noche, tal vez ahí proyecté mi pequeño destino
enfriando en las esquinas su ya frío centro, quizá me cobra la cuenta el amor por cualquier porvenir que se
acumulara en ese universo que me llamó con su acelerada fuerza.

“Y Vistos además lo dispuesto en los artículos 1, 11 Nº 6, 14, 15 , 18, 24, 28, 50, 68 y 391 del Código Penal;
artículos 295, 296, 297, 325 y siguientes, 341, 342 y 348 del Código Procesal Penal, Nº 2314 y 2316, del
Código Civil, 144 y 170 del Código de Procedimiento Civil, se declara: que se condena al acusado,
ROBERTO DURÁN MANRÍQUEZ, ya individualizado, a la pena de CINCO AÑOS Y UN DÍA de presidio
mayor en su grado mínimo, a las accesorias de inhabilitación absoluta perpetua para cargos y oficios públicos
y derechos políticos e inhabilitación absoluta para profesiones titulares mientras dure la condena y al pago de
las costas de la causa, como autor del delito de homicidio simple de R.T.V ., perpetrado en esta ciudad el 25
de diciembre de 2004”.
La Venganza por Emig Paz

La sangre corría por torrentes deslizándose hasta el pequeño río que atravesaba el potrero, había estado
corriendo desde las seis de la mañana de ese aciago domingo; los transeúntes uno a uno se detenían a
contemplar el agua corriendo bañada de sangre, nadie podía determinar la fuente exacta de tanto liquido
rojo, en pocas horas la gran aldea estaba alarmada, la tierra está pariendo sangre, el agua se volvió tinta, ya
va a ser el fin del mundo, decían unos en tono sarcástico mientras otros los escuchaban preocupados.

Uno de los jóvenes bajado de la montaña conmovido decidió contar nada más que la verdad: no se alarmen ni
se espanten, es la sangre del ladrón matado hoy al amanecer que está corriendo exigiendo cristiana
sepultura, era un vil ratero, con mi primo le dimos alojamiento anoche en la casa de la montaña, no sabíamos
de sus andanzas, si hubiésemos estado enterados lo dejamos dormir a merced de la noche, él muy cabrón
platicó hasta la madrugada con nosotros, hablamos de siembra, de música, de juegos, de gallos y mujeres
hasta nos invitó un par de cigarros, nos quedamos dormidos por un rato; cuando despertamos sorprendidos
observamos que nuestro huésped no estaba en su cama, tampoco estaba nuestra grabadora, ni los objetos de
la mesa, ni la guitarra, buscamos la billetera y tampoco estaba, este hijueputa nos ha robado por eso nos
desveló para timarlos, sigámoslo hasta donde lo alcancemos invitó mi primo, lo seguimos como almas a
quienes se las lleva el diablo, nuestros machetes brillaban del filo que temprano en la noche habíamos
sacado para la limpieza de la finca; lo alcanzamos a la altura de ese potrero exactamente en el paso de la
hamaca sobre el río, cuando nos divisó correr quiso, pero era demasiado tarde, mi primo embravecido le
agarró del pelo y le dio el primer vergazo con el machete en la espalda, el cabrón gritó y suplicaba llorando
que no le matáramos pero nosotros estábamos a verga de la cólera, sin ninguna lástima yo le aseste un pijazo
con el machete cayéndole el brazo derecho, luego mi primo le corto el derecho, entonces decidimos hacerlo
picadillo, le cortamos por pedazos las piernas, de un filazo le cortamos la cabeza, les sacamos los ojos, le
cortamos las orejas, hicimos pedazos sus brazos y por últimos decidimos córtale la pija con todo y huevos;
cuando saciamos nuestra venganza recogimos los objetos robados junto al dinero, entonces nos fuimos a
bañar río arriba, eran las seis y treinta de la mañana cuando llegamos a casa de nuestros padres, si ustedes
quieren meterlos presos por la muerte, vamos tranquilos a la cárcel pero llevamos la satisfacción de haber
limpiado estos pueblos de esa pestilencia de ratero.

Los vecinos habían estado escuchando absortos el relato, nadie quiso interrumpir, algunos se estremecían
contrariando el rostro con la macabra descripción de su pariente provinciano, cuando terminó su narración,
ninguno de los presentes quiso objetar ni preguntar nada, uno a uno se retiró en silencio con la cabeza baja,
todos parecían la misma ruta trazada seguir: el paso de la hamaca sobre el río. Cuando llegaron empezaron a
recoger pesarosos los pedazos de cuerpo humano aún sangrantes, como pudieron armaron cual
rompecabezas el cuerpo del difunto, lo ultimo recogido y colocado fue la cabeza, las orejas las pusieron en
una bolsa encima del integrado cadáver, no pudieron encontrar los ojos ni los órganos genitales; fueron a traer
junto al juez un ataúd al pueblo, después del levantamiento de informe judicial entre cantos litúrgicos de
perdón Oh Dios mío y perdona a tu pueblo señor levantaron y llevaron el muerto donde sus padres en el
pequeño pueblo vecino a cinco kilómetros de la gran aldea.
Nadie derramó una lágrima, nadie estuvo alarmado con el recién llegado muerto, siempre le dije a mi marido
que este muchacho tendría un mal fin, pero él nunca quiso hacer caso, siempre se rió de sus travesuras de
niño ingenuo, siempre cumplió sus caprichos, siempre jugaba con él como dos niños, ahora nos lo traen por
retazos, expreso la madre acariciándose ambas manos; decidieron abrir el ataúd para verlo como se
acostumbra mirar los muertos por última vez, nadie soportó la impresión causada por los ajustados trozos de
cuerpo humano, todos salieron de la casa afligidos, solo quedo la madre encendiendo unas velas y rezando
a la imagen de la santísima trinidad el perdón y el descanso eterno para su hijo.

Los pedazos de cuerpo no dejan de sangrar, la sangre esta por mitad del ataúd afirmo uno de los visitantes,
porque derramará tanta sangre, el río se estaba tiñendo de rojo hoy cuando lo encontramos, preguntó otro
vecino de la gran aldea, es su alma llorando por la inclemencia de la vida, respondió contrito el rezador.

A las cuatro de la tarde decidieron enterrarlo, empezaba a heder y todos dijeron a la madre la imposibilidad
de estar en el velatorio, entonces el padre del muerto sin levantar la cabeza ordenó: enterrémoslo hoy
mismo. Todos los habitantes del pequeño pueblo fueron al cementerio, cantando todos al unísono perdón Oh
Dios mío, perdona a tu pueblo señor y llevando velas encendidas entre sus manos, rápidamente lo
sepultaron e hicieron un breve rezo sobre la tumba. En la noche, nadie habló del muerto, todos se miraban
entre sí preocupados sin decir una palabra, nadie salió a las calles de la pequeña aldea, decidieron irse a la
cama temprano pero estuvieron sincronizados y elevaron una oración al altísimo por ellos mismos y sus
hijos.

Nació y creció en Honduras. Licenciado en Ciencias Económicas y Máster en Administración


de Empresas. Aficionado al arte y la literatura, autor de poemas, cuentos y dos novelas, una de ellas La
Princesa del Río, estará siendo presentada próximamente al público. Ha participado con varios poemas en la
Antología ?Nueva Literatura de Habla Hispana 2008? de editorial Nuevo Ser y dos cuentos en la Antología
Letras Vivas de la misma editorial, además de publicar poesía en diferentes revistas de Latinoamérica y
España.
Un cuento navideño por Luis Cermeño.
Cinosargo el 26/12/2009

Un arrebato sangriento sobre un montículo iluminado despejaba las tinieblas del lugar que se habían
apoderado de Domingo Klopstock. Adentro, en el bar, escanciaban culines de cerveza entre los
extranjeros. Se habían golpeado el mancebo Loreto contra Guisantes Barbarella. En el fondo de la
barra, un viejo polaco cantaba canciones de sus orígenes con un tono aguardientoso y cansino.

Como las infinitas fibras de un mango filoso e invasivo las venas de Klopstock empezaron a
ramificarse sobre la mesa. Le había mostrado su morcilla a la gorda puta que lavaba los baños,
noches antes, y ella le había sugerido que le faltaba más higiene. No hubo oral aquella borrachera.
Domingo trabajaba aquel invierno en un buque tanque salmonero.

El frío le hacía doler el instante siguiente de cada una de sus células. Como un mango contiene los
filos de cada una de sus fibras hasta el momento de la primer mordedura, las venas de Klopstock se
desangraban al primer trago de vodka. Las truchas saltaban en manantiales cristalinos de una tierra
reservada a la pureza inmarcesible de los osos negros.

Un zancudo cayó sobre su culín de cerveza. Su curtido dedo sacó al bicho directamente del líquido y
lo estampó en la tapa de la butaca. Una salchicha más y vaciaría sus tripas sobre el pequeño
gilipollas italiano que se pasaba la mano sobre su grasoso cabello.

Era el viento que provenía de la capilla. Allí se arrodillaban los muertos del cementerio aledaño a
clamar por sus risibles faltas. Un lobo devoraba un trozo de carne fresco que le había arrojado la
puta que lavaba los baños.

Escritor colombiano. Ha publicado el libro Noches de Oriente. Actualmente es residente


en el programa para desarrollo de proyectos avanzados en tecnología de Escuelab, en Lima.
Más información del autor en: http://journalmalediction.blogspot.com/
Sin duda guardábamos una deuda enorme con la narrativa expuesta
en nuestras páginas. Este libro viene a llenar ese vacío.

Es por lo demás gratificante para nuestro medio cultural rendir un


homenaje a nuestros colaboradores y a la calidad de su arte. Por
ello pretendemos en este primer semestre concretar nuestros
proyectos en papel lo cual no implica abandonar el espacio virtual
que tanta gratificación y diálogo ha promovido por ello prometemos
nuevas versiones de Avisos (Des)Clasificados. Por el momento ya
estamos preparando el volumen II que incluye a los autores del
2009 y así sucesivamente pretendemos seguir creciendo con las
ediciones venideras de nuestro espacio en la red.

Gracias por su preferencia y gracias a la dedicación de quienes han


emprendido esta aventura literaria confiando en nuestro
profesionalismo y pasión por la escritura.

Daniel Rojas Pachas

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