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La ciencia frente a las creencias religiosas

Por Juan Antonio Aguilera Mochón (1)

El viejo debate sobre las relaciones entre ciencia y religión, lejos de extinguirse por ausencia de
novedades, ha cobrado vigor en los últimos años, sobre todo en el ámbito anglosajón. En Estados
Unidos, los ataques a la enseñanza de la evolución por parte de activistas religiosos se están
recrudeciendo, y han merecido una portada y un editorial de la gran revista científica Nature (2005).
Como ha ocurrido en este caso, la respuesta desde las instancias científicas a los ataques directos a
la ciencia por parte de algunos creyentes religiosos suele ser conciliadora con la religión en general,
una respuesta que recibe el visto bueno de la mayor parte de los pensadores y autoridades religiosos.
Habitualmente, en efecto, se defiende una posición próxima a esta:

«La religión ya no es enemiga de la ciencia. Ciencia y religión no son


incompatibles, sino complementarias, y entre ellas se espera una "mutua
armonía". Cuando -por ejemplo- los creacionistas niegan la evolución se trata
de una invasión inaceptable del terreno científico, y cuando algunos científicos
pretenden que la ciencia diga algo sobre lo sobrenatural o quieren que la
ciencia guíe todas las actividades humanas estamos ante una intromisión
improcedente en el terreno religioso.»

Este espíritu conciliador se ha alentado en los últimos años desde diversos frentes. Tuvo una
inusitada repercusión el número de 20 de julio de 1988 de la revista estadounidense Newsweek, cuyo
titular de portada rezaba "Science Finds God" ("La ciencia encuentra a Dios"). Otras revistas
recogieron el tema de forma similar y dieron cuenta de las crecientes iniciativas de diálogo entre "las
dos vías de conocimiento". Un incentivo no desdeñable de este diálogo "constructivo" en el mundo
anglosajón lo supuso la creación de la Fundación Templeton, financiada por el multimillonario sir John
Templeton. En 1972 convocó el premio Templeton para el progreso en la religión, dotado en 2005
con 795.000 libras esterlinas (aproximadamente un millón doscientos mil euros que se ha embolsado
el premio Nobel de Física de 1964 Charles Townes): más que el propio premio Nobel, de hecho es el
mayor premio monetario anual otorgado a un individuo. Pero son múltiples las iniciativas de esta
Fundación; en 2004 apoyó en Barcelona la décima Conferencia Europea sobre Ciencia y Teología.
Animados o no por estos reclamos, lo cierto es que son numerosos los científicos que han escrito en
torno a esta idea de la "mutua armonía". Destaquemos por su alcance estos libros de los ganadores
del premio Templeton en 1995, 1999, 2001 y 2002, respectivamente: La mente de Dios, de Paul
Davies (1992), Religión y Ciencia, de Ian Barbour (1997), God and Science, de Arthur Peacocke
(1996) y Ciencia y Teología, de John Polkinhorne (1999). Pero ha tenido mayor impacto popular el
libro que publicó, pocos años antes de morir, Stephen Jay Gould, el gran divulgador evolucionista y
combatiente activo contra el creacionismo en Estados Unidos: Ciencia versus religión (Gould 1999).
En él proclamaba -en línea con lo que ya propusiera Kant- el fin del viejo contencioso entre la ciencia
y la religión, en particular la católica: cada una tendría un "magisterio" independiente. La ciencia se
ocuparía del reino empírico, de los hechos del universo y de por qué éste funciona como lo hace; la
religión, de los valores morales, los fines y el significado último. Según Gould, la religión católica y
otras respetan esta división de tareas. Muchos otros científicos (y, por supuesto, muchos teólogos)
han manifestado públicamente su coincidencia con Gould en esta visión armoniosa, no conflictiva,
que no obstaculizaría el que los científicos coherentes fueran creyentes religiosos no menos
coherentes.

Sin embargo, en mi opinión, Gould llega a esa percepción de ausencia de conflicto sin atender en
ningún momento al contenido doctrinal de las religiones: no hace el análisis de las creencias
religiosas concretas. Así, no alcanza a ver este posible lugar conflictivo: el de la percepción y
explicación de la realidad, el del "reino empírico", en sus propias palabras. En efecto, encontramos
una serie de creencias religiosas fundamentales en las que se hacen afirmaciones de gran calado
sobre cómo es y cómo funciona el mundo, y, por tanto, sobre aspectos de la realidad de los que se
ocupa la ciencia.

Como al fin y al cabo quien esto escribe no es más que un científico, quiero empezar recogiendo lo
que dicen los científicos en general sobre las creencias religiosas; más aún: respecto a las mayores
creencias religiosas -como la relativa a Dios-, ¿son los científicos creyentes, o incrédulos?

Los científicos y Dios


La pregunta ya se la hecho un prestigioso físico español, Antonio Fernández Rañada, en su libro Los
científicos y Dios (Rañada 2000). En la pág. 40 defiende la tesis de que "la ciencia y la religión son
plenamente compatibles", y en la pág. 44 se adscribe a la idea de que "por sí misma, la práctica de la
ciencia ni aleja al hombre de Dios, ni lo acerca a Él". En la pág. 45 sostiene Rañada:

"Desarrollaré la tesis de este libro siguiendo los testimonios de grandes


científicos. Me parece necesario hacerlo así. La experiencia de personas como
Maxwell, Einstein, Planck, Darwin o Monod está hondamente arraigada y
expresa un compromiso vital profundo que les hace estar por encima de
estereotipos, de modas o de interpretaciones superficiales."

Rañada recuerda a los más grandes científicos de los siglos anteriores y llega a la conclusión de que
casi todos eran "religiosos". La palabra "religión" es polisémica y gracias a ello Rañada puede incluir
entre los religiosos a autores como el pionero evolucionista Wallace o Einstein. Pero la creencia a la
que se adhiere queda muy clara cuando concreta esta definición (pág. 59):

"Lo que se suele entender por Dios en nuestra cultura es el Dios personal de
las religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo o islamismo. Es un ser
creador y mantenedor del mundo, que administra justicia en una vida futura.
Es posible tener una relación personal y directa con Él: se le puede adorar,
rezar, amar, agradecer o hablar."

Me parece una definición muy acertada, que apoyarían las autoridades oficiales y la inmensa mayoría
de los creyentes de esas religiones. Pero, comoquiera que Rañada ciñe su estudio casi totalmente a
científicos pretéritos, convendría saber qué piensan (qué creen) los actuales. Por fortuna, se han
hecho al respecto en Estados Unidos unas encuestas muy acreditadas (sus resultados han aparecido
en Nature y en Scientific American).

En 1914 y 1933, el psicólogo James H. Leuba se propuso poner a prueba la hipótesis de que cuanto
más instruida es la gente, menos probable es que crea en Dios. Para ello, realizó una encuesta entre
científicos estadounidenses, y sus respuestas confirmaron la idea de que es mucho menos probable
que crean en Dios los miembros de este colectivo que el público general. Leuba atribuyó esto a la
mejor educación de los científicos, y se aventuró a predecir que con el paso del tiempo y el
presumible aumento en la educación del público general, las creencias religiosas se harían cada vez
más raras.

En 1997 y 1998, Edward J. Larson y Larry Witham (el primero historiador de la ciencia en la
Universidad de Georgia, el segundo periodista del Washington Times) publicaron dos artículos en
Nature (Larson, Witham 1997, 1998) mostrando los resultados de sendos estudios en los que se
repitieron las encuestas de Leuba. Éste había indagado sobre las actitudes de los científicos,
concretamente, de los biólogos y físicos (incluyendo entre éstos a los matemáticos) estadounidenses,
en lo referente a lo que él denominó "las dos creencias centrales de la religión cristiana": la
existencia de un Dios influenciado por la oración (en la que centraremos nuestro análisis), y la otra
vida (afterlife). Abrevió como "creencia en un Dios personal" la fe en "un Dios en comunicación
intelectual y afectiva con la humanidad, es decir, un Dios a quien uno puede rezar en espera de
recibir una respuesta": esta es la definición de Dios que aparecía en la encuesta; como vemos, muy
acorde con la de Rañada. Ya en tiempos de Leuba hubo protestas por la naturaleza de las preguntas;
por ejemplo, alguien decía que creía en Dios pero no esperaba que respondiese a las plegarias. Pero
Leuba mantuvo que el Dios de su pregunta es el que postulan todas las ramas de la cristiandad. Y
Larson y Witham no modificaron las preguntas para poder comparar los resultados con rigor.
Leuba hizo sus encuestas entre científicos "normales", por una parte, y "grandes científicos", por
otra. La distinción la hacía el propio American Men of Science, de donde obtuvo la lista de científicos.
Larson y Witham, por su parte, han buscado biólogos, físicos y matemáticos en el ahora llamado
American Men and Women of Science, pero éste ya no distingue a los grandes científicos, así que han
tomado como tales a los miembros de la mucho más elitista National Academy of Sciences (NAS).

Veamos en primer lugar qué pasa con los científicos "normales". Como vemos en la Tabla 1, tanto en
1914 como ahora, aproximadamente el 40% de los científicos creen en un Dios personal. En cambio,
la creencia en la inmortalidad ha caído de algo más del 50% a algo menos del 40%, y se ha
duplicado sobradamente la increencia.

En lo que respecta a la creencia en Dios, estos datos no corroboran una de las predicciones de Leuba,
que esperaba que, gracias al progreso científico y educativo, la increencia religiosa crecería tanto
entre los científicos estadounidenses como entre los estadounidenses en general. Como vemos, los
científicos "normales" son hoy casi tan creyentes en Dios como entonces, y las encuestas Gallup
sugieren lo mismo respecto a la población general: siempre más del 90 % de estadounidenses
creyentes en Dios. (Sí parece haber un descenso en el caso de los españoles: un 79 % de creyentes
en 1987, pero un 72,9 % en 2005; este porcentaje es la suma de las respuestas a "creo firmemente"
(41,7 %) y "más bien creo" (31,2 %) frente a "más bien no creo" (5,4 %), "no creo, en absoluto"
(9,2 %) o no contestan (0,8 %). Datos de Pérez-Agote y Santiago, 2005). Hay que señalar que en
las encuestas no suele darse una definición precisa de Dios, del tipo de la que se empleó para los
científicos; en este sentido nos interesa la encuesta publicada por Tom Rice (2003), según la cual el
83 % de los estadounidenses cree que Dios responde a las plegarias. En todo caso, los datos de unas
y otras encuestas permiten decir algo más: el título del artículo de Larson y Witham es "Los
científicos mantienen su fe", pero, siguiendo a Máximo Pigliucci (1998), biólogo de la Universidad de
Tennessee, más bien debería decirse que "Los científicos mantienen su poca fe", pues tanto en 1914
como en 1996 el porcentaje de científicos que creen en Dios (40 %) es significativamente menor que
en la población general (más del 80 %).

Pero ¿lleva razón Pigliucci cuando explica el mantenimiento de los porcentajes de creyentes diciendo
que el nivel de educación de la mayoría de los científicos es hoy probablemente comparable al que
tenían en 1914, y que nuestra visión global del universo no ha cambiado dramáticamente desde
entonces? Pigliucci concluye que "claramente, no hay mucha correlación entre el nivel de educación
general y la capacidad para discriminar ficción y realidad", pero creo que este autor no considera
otros datos sociológicos y psicológicos que pueden empujar al pensamiento irracional. Esto permitiría
entender lo que también señala el autor: a pesar de que ahora muchos más estadounidenses han
estudiado más, no han descendido tampoco sus creencias en astrología, parapsicología u ovnis.

En la segunda parte de su estudio, Leuba encontró en la elite científica mucha más increencia y duda
(véase la Tabla 2).
La "creencia en un Dios personal" cayó casi a la mitad en 19 años: un 27,7 % creían en 1914, y sólo
un 15 % en 1933. El estudio de 1998 no hizo sino confirmar esa tendencia, pues la "creencia" bajó
hasta el 7%, mientras que la "increencia" subió al 72,2 % y la "duda o agnosticismo" permaneció
cerca del 21 %. (Véase la Tabla 2, y la Figura 1, donde se resumen los datos recientes sobre creencia
en un Dios personal de los científicos y la población general de los Estados Unidos).

La creencia en la inmortalidad bajó de manera similar, aunque en este caso el aumento en la


increencia fue mayor (se triplicó de 1914 a 1998) y hubo además un fuerte descenso en el porcentaje
de dudosos o agnósticos.

La mayor propensión a la increencia de los "grandes" científicos, Leuba la atribuyó a su "superior


conocimiento, entendimiento y experiencia", y los resultados de 1998 confirmarían sus predicciones.
Larson y Witham, a pesar de ser creyentes ellos mismos -Larson asiste a una iglesia metodista y
Witham declara sentirse confortable con el Dios definido por Leuba-, no dejan de reconocer que el
resultado de su encuesta es coherente con otros datos estadísticos, y citan al historiador Paul K.
Conkin (1998): "Hoy, cuanto mayor es el nivel educativo de los individuos, o mejores sus resultados
en test de inteligencia o de rendimiento, menos probable es que sean cristianos". Los datos de que
disponemos en España apuntan en el mismo sentido (Pérez-Agote, Santiago 2005, pp. 43 y 82):
conforme aumenta el nivel de estudios, disminuye la creencia en Dios; el 90,4 % de los españoles sin
estudios creen en Dios, pero sólo el 55,5 % de quienes tienen estudios superiores. Entre éstos, no
reza nunca el 43,7 %, pero sólo el 15,8 % de quienes carecen de estudios. Los autores de este
importante estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas llegan además a esta conclusión:
"La sociedad española tiende a crecer en su nivel medio de estudios y, con ello, a decrecer en su
nivel de religiosidad" (p. 124).

Volviendo a las respuestas de los grandes científicos, cabe pensar que se deben a convicciones
personales y no a una adhesión a una especie de toma de postura colectiva antirreligiosa -como
alguien ha llegado a sugerir-. De hecho, un grupo de científicos de esa elite (NAS) proclamó
públicamente en 1998, en un escrito en defensa de la enseñanza de la evolución en la escuela
pública, que la ciencia es neutral sobre la cuestión de Dios. Bruce Alberts, presidente del NAS,
declaró que "hay muchos miembros muy destacados de esta Academia, muchos de ellos biólogos,
que son muy religiosos y creen en la evolución". El biólogo Richard Dawkins, de la Universidad de
Oxford, achaca este tipo de declaraciones a "cobardía". Lo cierto es que, mientras en la encuesta
confidencial los científicos de elite se revelan mayoritariamente ateos, suelen guardarse de
manifestarlo en declaraciones públicas.

Como vemos, el camino tomado por Rañada acaba volviéndose en contra de su tesis. Es muy
significativo que en la p. 46 de su libro haga mención de los estudios estadísticos de Leuba, Larson y
Witham sobre los científicos "normales" pero, en cambio, ¡ignore por completo los datos de los
científicos "eminentes"!, que son mucho más pertinentes según su propia reivindicación del especial
valor de las opiniones de éstos.

Cabe añadir que, puestos a evaluar el peso de las opiniones de grandes científicos del pasado y
actuales, deberían ganar nuestros contemporáneos sencillamente porque, por el propio desarrollo
científico, disponen de mucha más información. Casi todos los grandes científicos de épocas pasadas
creían en Dios, es cierto, pero también tenían otras creencias que se han demostrado falsas (por
ejemplo, antes de Pasteur daban por cierta la generación espontánea). Es el caso de pensadores tan
importantes como Descartes y Newton. Newton era alquimista y creía en la Biblia hasta tal punto que
pensó el mundo acabaría con el Apocalipsis en 2060. En realidad, esto es aún posible, pero es que,
además, creía que el Sol estaba habitado, que se podía obtener oro a partir del antimonio…

Llegados a este punto, que podría parecer favorable para mis tesis posteriores, quiero hacer borrón y
cuenta nueva, prescindiendo del mero recurso a la autoridad de personas "eminentes".

En efecto, una manera muy común de enfrentarse a un asunto conflictivo consiste en dejarse llevar
por las autoridades en la materia. La falacia de la autoridad, también llamada argumento de
autoridad, se produce cuando se proclama una tesis como verdadera sólo porque una persona de
reconocido valor intelectual o moral (autoridad) la afirma. Esto tiene sentido práctico cuando uno no
está capacitado para entrar en el fondo de una cuestión; así, si no entiende la mecánica cuántica,
quizás sea lo más conveniente aceptar lo que dice un experto en esta disciplina si se está discutiendo
un asunto que la atañe. Pero aunque en general es mucho más probable que sean ciertas las
opiniones de un especialista que las de un lego, no es raro que el especialista se equivoque, y en las
ciencias experimentales y en la filosofía el argumento de autoridad es muchas veces un obstáculo
para la investigación. Dijo Richard Feynman -¡toda una autoridad!- que la ciencia enseña que se debe
dudar de los expertos. En definitiva, la opinión de una autoridad no es suficiente: deberá
fundamentarla con razones y pruebas.

Menos valor aún tiene el "efecto de halo", tan común en nuestra sociedad, por el que una autoridad
en una materia (o una persona simplemente "famosa") es considerada autoridad en otra materia en
la que no es experta. Y una última falacia a la que nos puede conducir el resultado de las encuestas
es el "argumento de la mayoría": lo que la mayoría crea debe ser verdad.

En el tema que aquí nos ocupa, el posible conflicto con la ciencia de ciertas creencias religiosas, mi
intención es que el lector llegue a sus propias conclusiones. Pero como antes de escribir, es obvio que
yo he analizado el caso y he alcanzado una conclusión, quiero hacerla explícita para que se mantenga
alerta y crítico conmigo: existen conflictos irresolubles entre la ciencia y algunas creencias religiosas
fundamentales.

Para poder opinar con conocimiento de causa, conviene empezar por comparar brevemente las
características del conocimiento científico y del religioso.

El conocimiento científico

La ciencia es un conocimiento y un modo de conseguir conocimiento sobre la base de pruebas


objetivas, que busca explicar de forma rigurosa cómo es y funciona el mundo. La ciencia incluye, en
primer lugar, una serie de métodos empíricos y lógicos para la observación sistemática de fenómenos
con el objetivo de entenderlos y explicarlos. Es lo que englobamos bajo el nombre genérico de
método científico. En segundo lugar, la ciencia comprende el conjunto organizado y sistemático de
conocimientos que derivan de aplicar los anteriores métodos. Lo podemos dividir en una serie de
ciencias específicas -cada una con unas metodologías características- según el tipo de fenómenos
empíricos que investigan: física, astronomía, geología, química, biología, ...

La ciencia trata de fenómenos y hechos de la realidad empírica (natural, que podemos percibir directa
o indirectamente con los sentidos), se basa en la razón y no en sensaciones, opiniones infundadas o
dogmas, es sistemática (busca constituir un cuerpo de proposiciones entrelazadas) e intenta ser
explicativa, no sólo descriptiva (véase Bunge 1979 y Carrier 2001). En esta labor explicativa, que
supone que el conocimiento y la metodología científicos son comunicables, resalta la búsqueda de
coherencia, claridad y precisión. Se rechazan el gusto, la intuición o la conveniencia (tan decisivos en
otros terrenos) como criterios de verdad. Hay que dejar constancia, no obstante, de que sigue
habiendo controversias en las reflexiones teóricas sobre el método científico, pero donde sobre todo
las hay es en el análisis del avance de la ciencia: las aportaciones clásicas de Popper, Khun, Lakatos,
Feyerabend, Polanyi o Bunge siguen discutiéndose acaloradamente.

Últimamente se insiste mucho en que la ciencia presupone unas creencias, lo que la hace similar a las
religiones. Es cierto que para que la ciencia funcione son necesarios algunos presupuestos filosóficos.
En la ciencia se acepta de entrada que hay una realidad externa, que nuestros sentidos nos dan una
indicación al menos parcialmente aproximada de ella, y que esa realidad es inteligible. Asimismo se
asume que el pasado es (o fue) real y que podemos confiar un mínimo en la memoria de la mayoría.
Por fin, la asunción sobre el futuro es que los patrones y principios que han existido en el pasado
probablemente continuarán existiendo, que hay una continuidad de los fenómenos. Son unas
asunciones tan básicas que las necesitamos para sobrevivir. Pero, en ocasiones (¿en la mecánica
cuántica?) incluso estos presupuestos pueden contravenirse desde la propia ciencia; ésta es capaz de
superar las limitaciones y posibles errores de los sentidos… incluido el "sentido común".

Sobre estas bases tan elementales, la ciencia se construye gracias a un modo de hacer tan simple
como extraordinario en la actividad humana. Para que algo se califique como ciencia, las
observaciones deben ser verificables independientemente por otros. La mayor fuerza de la ciencia
viene de que sus hallazgos están bajo sospecha, sujetos a prueba. Se deben eliminar de la
consideración científica las impresiones subjetivas y los fenómenos sin pruebas. Una verdad
"objetiva" es aquella sobre la que se pueden poner de acuerdo todos los observadores (en su caso,
que estén completamente enterados del tema). El que esto se consigue se manifiesta en que hay una
sola ciencia, independientemente del lugar de origen o de las creencias de los científicos. En
resumen, el truco es usar estrategias que permitan un conocimiento lo más objetivo posible de la
realidad. Se busca eliminar toda una serie de fuentes de error en nuestro entendimiento del mundo:
superstición, pensamiento mágico, pensamiento guiado por el deseo (wishful thinking), pensamiento
reprimido, autoengaño, refuerzo grupal, explicaciones ad hoc y post hoc, distorsión de los recuerdos,
alucinación, ilusión, fraude… Se desarrolla un escepticismo que favorece un máximo de objetividad.

Otro rasgo extraordinario de la ciencia, íntimamente ligado al anterior, es la asunción de


provisionalidad. Se considera que el conocimiento científico es provisional porque es siempre
susceptible de cambiarse o modificarse sobre la base de nuevas evidencias. Fue Karl Popper quien
mejor defendió la falsabilidad como una característica esencial de las hipótesis científicas -aunque su
papel en la historia real de la ciencia sea muy discutible-. Paradójicamente, la provisionalidad de la
ciencia la hace enormemente fuerte, es una de sus grandes virtudes: el camino hacia la verdad no
sería posible sin el cambio, sin la rectificación. La ciencia ha redondeado así el mayor y más efectivo
control contra los errores, y progresa espectacularmente a pesar de las debilidades de los científicos.

Decía antes que hay quienes acusan a la ciencia de no ser más que otro sistema de creencias. No
podemos aceptarlo, pues tales "creencias" no se forman por "fe ciega o intuitiva", sino que se basan
en observaciones múltiples e independientes, en la aportación de pruebas rigurosas, en la resistencia
a los intentos de falsación. En la ciencia se unen la supuesta fe (creencia) con la justificación empírica
de modo que el resultado no es una fe, pues se está en las antípodas del "creer sin ver".

La ciencia no sólo somete a prueba hipótesis, sino también métodos, de forma que cada vez
encuentra las mejores formas para acercarse a la verdad. Este es otro factor que añade fiabilidad a
los conocimientos adquiridos vía científica.

La ciencia se basa en la observación, y los experimentos son sólo una manera especialmente valiosa
de llevarla a cabo. La contrastación (sometimiento a prueba) de las predicciones que generan
nuestras hipótesis se puede hacer con experimentos, que tienen el interés de añadir controlabilidad,
pero no siempre es posible hacerlos. Apenas podemos hacer experimentos con montañas, astros,
ecosistemas naturales o personas: puede resultar imposible o ser carísimo, podemos interferir
demasiado en los fenómenos, o simplemente pueden frenarnos los impedimentos éticos. En estos
casos se hacen predicciones (o retrodicciones) de lo que se debería encontrar si la hipótesis es
cierta... y la observación será lo que nos servirá para contrastar si se cumple o no lo que predecimos.

Los objetivos principales de la ciencia son generar descripciones generales, pero también predicciones
y explicaciones (a través de hipótesis, leyes y teorías). Los hechos son aquello que cuidadosamente
hemos observado (a menudo como consecuencia de una hipótesis), y las teorías son explicaciones a
esos hechos. Las leyes identifican y describen las relaciones entre los fenómenos observables, su
conducta. Las leyes describen, las teorías expli-can: revelan las causas. Por ejemplo, Newton expuso
leyes de la gravedad, pero no propuso ninguna teoría al respecto. Recordemos que una teoría
científica no es lo que se entiende por teoría en el lenguaje coloquial; por el contrario, es una
explicación que tiene una considerable cantidad de pruebas que la sustentan y que resiste los
intentos de refutarla.

El caso de Newton nos recuerda el carácter creativo de la innovación científica: la imaginación y la


creatividad son esenciales para la actividad científica más interesante. Se necesitan para elaborar
hipótesis, para idear metodologías concretas, para buscar aplicaciones prácticas, etc. La fuerza de la
ciencia procede también, pues, de la conjugación de la creatividad con el rigor de la razón y la
exigencia de pruebas.

También hay que decir que la ciencia ni tiene la exclusiva de la racionalidad ni debe considerarse el
único instrumento de conocimiento objetivo y verdadero. De hecho, habrá quedado claro que el
conocimiento científico no se considera a sí mismo necesariamente "verdadero".

Por fin, conviene dejar claro que está fuera del alcance de la ciencia el emitir juicios de valor u
opiniones estéticas, no importa que pueda llegar a explicar los mecanismos moleculares del goce
estético o de las decisiones morales. En este último terreno, la ciencia puede decirnos qué puede
hacerse -y qué consecuencias pueden tener nuestros actos-, pero no qué debe hacerse. Y puede
aclararnos si las afirmaciones sobre la realidad en las que se fundamenta una moral son falsas,
probablemente ciertas o inverificables.

El conocimiento religioso

¿Qué caracteriza, por su parte, al conocimiento religioso? ¿No busca conocer la verdad, como la
ciencia? En principio, es claro que sí, incluso -según se declara- verdades de más envergadura,
podríamos decir. La diferencia está en el procedimiento que se sigue para alcanzar las verdades. En
las religiones, este procedimiento se basa en la tradición y en la autoridad.

Por la tradición, la gente suele creer ciertas cosas nada evidentes porque los antepasados del lugar
han creído lo mismo durante siglos. Además, las creencias se sostienen en que las sostienen
personas importantes (autoridades).

La tradición y la autoridad confluyen en la familia, en los padres. Como resalta Richard Dawkins
(1995), millones de personas creen una serie de cosas posiblemente porque se les dijo que las
creyesen cuando todavía eran suficientemente pequeñas como para ponerlas en duda. A los niños
musulmanes, por ejemplo, se les dicen cosas distintas a las que se dicen a los niños cristianos, y
ambos grupos crecen absolutamente convencidos de que ellos tienen razón y los otros se equivocan.
Incluso entre los cristianos, los católicos creen cosas diferentes de las que creen los anglicanos, los
adventistas, los testigos o los mormones, y todos dicen estar totalmente seguros de que son ellos
quienes poseen la verdad.

Cuando los niños crecen, otras autoridades toman el relevo de los padres: en la religión católica,
curas, maestros y catequistas, bajo el control doctrinal de los obispos, y, por encima de todos, del
Papa. En otras religiones encontramos autoridades como imanes, ayatolás, rabinos, pastores, gurús,
diversos tipos de sacerdotes,... Pero no sólo en las religiones mayoritarias: en la inmensa mayoría de
los casos las autoridades son masculinas, no pueden ser mujeres.

También encontramos la tradición y la autoridad unidas en el singular crédito de la fuente de


conocimiento característica de las grandes religiones occidentales: la llamada revelación escrita, los
libros sagrados.

Sobre estas bases, las religiones suelen hacer afirmaciones dogmáticas y pretendidamente
"inmutables". Por la fe religiosa, no sólo se deben creen cosas sin pruebas, sino que, en ocasiones,
hay que creerlas aunque haya pruebas en contra: se considera que esto precisamente pone a prueba
y refuerza la fe. No es que se rechace abiertamente la razón, sino que, como se dice en la encíclica
Fides et ratio, la razón está "iluminada" por la fe. Para entender qué significa esto baste analizar un
texto oficial reciente de la Iglesia: en la Nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal
Española del 5 de mayo de 2005 contra la ley de los matrimonios homosexuales, en tres ocasiones se
arguye una contradicción, no ya con la moral católica (que es simplemente "la ley moral"), sino con
la razón o la "recta razón". Es evidente que se entiende que la razón está subordinada a la fe.

Como se ve fácilmente, estamos en las antípodas de la provisionalidad y la exigencia de constatación


independiente que caracteriza a la ciencia. Pero hay que señalar que las religiones, a su pesar, no
logran escapar al carácter revisable y caducable de sus creencias. El Dios del Viejo Testamento
parece ahora un tipo colérico y vengativo. O repárese en las fechas de instauración de los dogmas
católicos sobre María: la virginidad de María no fue un dogma hasta la Constitución apostólica del 7
de agosto de 1555; el dogma de la Inmaculada Concepción fue proclamado por el Papa Pío IX el 8 de
diciembre de 1854; y la tradición que afirma que el cuerpo de María fue elevado al cielo se declaró
que era una creencia oficial de la Iglesia católica en 1950.

Resumiendo, tenemos de un lado datos, leyes y teorías científicas: muy contrastados, muy
resistentes a los intentos de refutación, "universales"… y de otro creencias y dogmas religiosos: no
verificados, sin pruebas, múltiples e incompatibles entre sí…

Hay personas dispuestas a morir por defender unos "conocimientos", unas aseveraciones; o a matar
a quien no los crea. Se podría pensar que tienen muy buenas razones -evidencias- para mantenerlos.
¡Lo que ocurre es justo lo contrario!: normalmente, estas aseveraciones que desencadenan odios y
guerras son las más carentes de pruebas, las de tipo religioso. Las diferencias de opiniones
científicas, el abatimiento de teorías… rarísima vez llevan la sangre al río, jamás mueven turbas
vengadoras. Dice Dawkins (2001):

"Etiquetar a las personas como enemigos merecedores de la muerte a causa de


desacuerdos en la política del mundo real es bastante malo. Hacer lo mismo a
causa de desacuerdos sobre un mundo ilusorio habitado por arcángeles,
demonios y amigos imaginarios es ridículamente trágico."

En nuestras propias sociedades modernas occidentales y democráticas, uno puede burlarse de


Einstein y sus postulados -apoyadísimos en la razón y la evidencia- sin mayor peligro que el desdén,
pero ay de quien se atreva contra un dogma religioso -nunca verificado-. Incluso personas y
organizaciones que arremeten con furor y sarcasmo contra las pretensiones de conocimiento de
astrólogos o futurólogos, callan en público ante las religiosas. Sin duda las personas religiosas están
en su derecho de serlo: merecen todo el respeto, pero no creo que pueda decirse otro tanto de las
propias creencias religiosas, si eso quiere decir que se prohíbe discutirlas públicamente. Quiero
reclamar el derecho (¡y el deber!) de someter a duda escéptica, a escrutinio científico, también las
creencias religiosas, y aquí lo haré con las católicas, si bien pienso que llegaría a conclusiones
similares con las de cualquier otra religión teísta.

Me centraré exclusivamente en aquellas creencias religiosas que se refieren a la realidad física,


material. Puesto que esta realidad es el terreno propio (no digo exclusivo) de la ciencia, cabe
preguntarse si aquí hay colisión. En mi opinión, este es el punto de posible conflicto profundo entre
ciencia y religión; otros desencuentros entre científicos y religiosos, con ser todo lo importantes que
se quiera para las vidas de los afectados, pues son conflictos de intereses, no tienen ese calado y
alcance. Dice Polkinghorne (1998, p. 12 de la trad. española) que "durante los últimos años, ningún
otro asunto ha despertado tanto interés… en los escritos de la comunidad de estudiosos de las
relaciones entre ciencia y religión" como el de si "es posible concebir que, en el universo ordenado
que nos describe la ciencia, tengan lugar acciones divinas singulares". Pero este asunto es, en mi
opinión, donde el propio Polkinghorne, Peacocke, Barbour, Gould y tantos otros mantienen una
posición oscura, elusiva, ambigua, o netamente anticientífica, y es el asunto que ahora quiero tratar.

Desde el punto de vista científico, hay todo un grupo de creencias religiosas especialmente retadoras,
desde su propia definición, para la ciencia: las que afirman la realidad de los milagros.

¿Qué supone un milagro?

Aceptemos la definición de milagro de la Real Academia Española de la Lengua, que es esencialmente


con la que ya trabajaron autores de la talla de Hume y Spinoza, y que coincide con lo que entiende la
mayoría y las autoridades católicas: "Hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a
intervención sobrenatural de origen divino". Permítanme que no entremos en mayores
consideraciones teóricas, sino que, para que se comprenda claramente lo que suponen los milagros
desde el punto de vista científico, tratemos un par de ejemplos, los sugeridos por Polkinghorne
(1998, p. 124). Empecemos por el milagro quizás más intrascendente, incluso frívolo, de Jesús, el
primero que hizo, según los Evangelios: la conversión, a regañadientes y a instancias de su madre,
de unos cientos de litros de agua en vino en las bodas de Caná. Ciertamente, parece insignificante en
todos los sentidos, no parece un gran alarde esa transformación.

Pero veamos. Un litro de vino puede tener aproximadamente 100 gramos de etanol, que incluyen
unos 2.600.000.000.000.000.000.000.000 (más de dos cuatrillones y medio) átomos de carbono...
átomos que no estaban en cada litro de agua cananea (en el agua hay algo de carbono, en forma de
bicarbonato, por ejemplo, pero es una cantidad insignificante frente a la que estamos considerando;
además, recuérdese que en este cálculo sólo estamos teniendo en cuenta la aparición de etanol).
¿Cómo se puede obtener ese carbono de nuevas? Si no hay creación absoluta (véase luego) y
partimos de agua, habría que usar los átomos de ésta, hidrógeno y/o oxígeno. Nos puede
proporcionar una pista el origen natural de los átomos de carbono en la historia del universo (véase
Mason 1991).
No mucho después del big bang, según los muy verosímiles modelos actuales del origen y evolución
del universo, sólo se formaron los elementos ligeros hidrógeno, deuterio, litio y helio. Se necesitaron
algunos cientos de millones de años para que se formaran estrellas, se fusionara el hidrógeno en el
interior de estrellas masivas hasta generar elementos pesados, y, finalmente, éstos se esparcieran
por el espacio impulsados por los estallidos estelares conocidos como supernovas. Es decir, no
pudieron formarse planetas con carbono (y otros elementos pesados) como el nuestro hasta que esos
elementos procedentes de supernovas quedaron disponibles para la construcción de nuevos sistemas
estelares.

Toda esa tremenda historia que hubo que recorrer a lo largo de cientos de millones de años para que
estuvieran disponibles los átomos de carbono la recapituló Jesús en un santiamén, para que no
decayera una fiesta trivial. Sin embargo, Dios no había hecho nada por adelantar la disponibilidad de
carbono y el surgimiento de la vida; tuvo que esperar miles de millones de años hasta que pudo
aparecer la Tierra... Como se ve, es una pretensión de un calibre descomunal. (Si en vez de formarse
el carbono a partir de hidrógeno… se postula otra posibilidad, como una creación absoluta, la
violación de las leyes naturales es mucho mayor, si cabe). Y eso sin tener en cuenta que además de
carbono tuvieron que formarse otros elementos, como nitrógeno, y que había que formar con ellos
una gran cantidad y diversidad de moléculas: además de etanol, azúcares, ácidos, vitaminas,
aminoácidos, otros compuestos nitrogenados…

Como vemos, no sólo se trata de que se "suspendan" las leyes naturales, según tantas veces se dice
en un intento de no afrentar a la ciencia, sino de que se contravienen de una forma muy profunda,
como ya señalaron desde distintas posiciones los citados Hume y Spinoza (en todo caso, suspender
esas leyes no es más que una forma de transgredirlas.) Un verdadero milagro no debe ser sólo un
hecho extraordinario actualmente inexplicado por la ciencia, sino que ésta nunca podrá explicarlo.

El ejemplo analizado es un milagro intrascendente, que de hecho muchos teólogos que discriminan
en los evangelios entre milagros verídicos e improbables, sitúan en este último grupo. Veamos pues
otro milagro mucho más central en la religión católica, que nos permitirá otras consideraciones.

La resurrección de Jesús

Si la conversión de agua en vino choca contra lo que sabemos científicamente, imagínense lo que
significa que un cadáver de varios días vuelva a la vida. Infinidad de microprocesos físicos, químicos
y biológicos tendrían que ocurrir de una forma que jamás se ha constatado con rigor.

Sin embargo, por extraordinariamente improbable que parezca un hecho, si se produce hay que
admitirlo, no importa que ocasione una crisis científica descomunal. Aunque para Hume ninguna
prueba podría demostrar un milagro, pues siempre sería éste más improbable que el error en los
testimo-nios aportados, creo que sí sería posible registrar fehacientemente unos hechos que violaran
las leyes naturales (aunque otra cosa sería probar su origen sobrenatural). Podríamos estar aquí ante
un caso, pues se aducen pruebas de la resurrección de Jesús. Recordémoslas brevemente.
La creencia en la resurrección de Jesús se basa sobre todo en los testimonios evangélicos. Esos
testimonios, en primer lugar, fueron escritos bastantes años después de la muerte de Jesús y no por
testigos de los hechos. Pero es que, además, hay muy considerables contradicciones entre ellos. Si
esos testimonios se llevaran a un juicio normal, el juez no dudaría en considerarlos carentes de
fuerza probatoria.

Conviene recordar la máxima que popularizó Carl Sagan: "afirmaciones extraordinarias requieren
pruebas extraordinarias". Si lo que se afirmara fuera que Jesús murió como consecuencia de la
crucifixión, aún habría dudas, pero no habría motivo para sospechar que no pudo ser así.

Además de los debilísimos testimonios evangélicos, muchos creyentes cristianos han hecho una
fuerte apuesta al decir que hay una prueba física contrastable de la resurrección de Jesús: la llamada
sábana santa.

En España fue el conocido ufólogo Juan José Benítez quien popularizó el asunto. En 1978 dijo que
"Científicos y técnicos de la NASA -después de tres años de estudio- han aportado datos suficientes
como para deducir que Cristo resucitó". Recientemente ha tenido oportunidad de defender la
autenticidad de la sábana santa en una serie suya en la televisión pública estatal.

La NASA no ha examinado nunca el lienzo de Turín. La investigación corrió en realidad a cargo del
Proyecto para la Investigación del Sudario de Turín (STURP), de la que formaban parte, a título
particular, algunas personas vinculadas a la NASA. Un miembro muy notable del equipo era Walter
McCrone, considerado a la sazón el microanalista forense más competente del mundo, pero fue
expulsado del grupo. La razón fue que, tras analizar los rastros de supuesta sangre, McCrone llegó a
la conclusión de que lo que había era bermellón y ocre rojo en un medio de témpera al colágeno,
materiales comunes para los artistas del siglo XIV: la imagen era una bonita pintura medieval.

Estos resultados fueron demoledores, pero faltaba un estudio que para muchos era crucial (pocas
veces mejor dicho): la determinación objetiva de la edad de la sábana. Vittorio Pesce, antropólogo de
la Universidad de Bari, mantenía que la sábana había sido confeccionada entre 1250 y 1350. Y es que
los documentos históricos, la iconografía, los materiales y las técnicas empleadas coincidían en situar
la aparición de la sábana en Francia a mediados del siglo XIV.
En 1988 el Vaticano aceptó al fin que se sometiera la sábana santa a la datación mediante
radiocarbono. Los análisis científicos fueron llevados a cabo de manera independiente por tres
laboratorios de Estados Unidos, el Reino Unido y Suiza. Unánimemente concluyeron que el tejido del
sudario de Turín había sido confeccionado entre los años 1260 y 1390 (margen estadístico
establecido con más del 95 % de confianza). "Los resultados proporcionan pruebas concluyentes de
que el lino del sudario de Turín es medieval", establece el informe publicado por veintiún científicos
en la revista Nature (Damon et al. 1989).

La Iglesia acató el veredicto de la ciencia; pero el cardenal Anastasio Ballestrero confirmó "su respeto
y su veneración a esta imagen de Cristo, que sigue siendo objeto del culto de los fieles". El Vaticano
no asegura que la sábana envolvió el cuerpo de Jesucristo, pero la considera una obra que refleja el
sufrimiento de la Pasión de forma coherente con la tradición cris-tiana. El mensaje, a menudo, es
ambiguo. El papa Juan Pablo II visitó en Turín la sábana santa el 24 de mayo de 1998. Su discurso
ante ella se tituló muy significativamente "La Sábana santa, espejo del Evangelio", y en él dijo que
"la sábana santa es una provocación a la inteligencia".

En la actualidad, numerosos autores católicos cuestionan todos los resultados científicos y he podido
constatar de manera directa que hay profesores de religión que en los centros escolares españoles
siguen defendiendo ante sus alumnos las insensatas tesis de Juan José Benítez (algunas, pues otras,
no menos insensatas, son incompatibles con el catolicismo). Sólo me queda añadir algo obvio que
suele olvidarse: aunque la sábana tuviese casi dos milenios, aunque realmente hubiera envuelto el
cuerpo de Jesús, ¿dónde estaría la demostración de su resurrección?

Milagros contemporáneos

Los milagros son importantes para la religión católica -y otras- no sólo para apoyar el carácter divino
de su mensaje, sino para atraer a la gente con la esperanza de que Dios -o un intermediario- alivie
sus cuitas o le proporcione bienes de diverso tipo. Si interesa tanto que en el pasado haya
intervenido Dios en los asuntos humanos es porque alienta lo que un creyente religioso común
quiere: que le ayude a él en esta vida y que le garantice la otra. Y, en efecto, se cuentan numerosas
historias de intervenciones divinas, milagros, realizados por Dios mismo o por intermediación de al-
guno de sus santos siervos pretéritos o contemporáneos. Se cuenta… pero nunca se ha probado un
milagro con rigor científico.

Es evidente que se dan curaciones espontáneas extraordinariamente infrecuentes y llamativas, y que


en algunos de esos casos no llega a saberse el mecanismo de la curación. Pero eso no basta para
proclamar que se han violado las leyes naturales mediante una intervención sobrenatural. En muchos
casos, esta supuesta intervención ni siquiera se ha solicitado.Los milagros no son el único tipo de
fenómenos de los que se dice que contravienen las leyes naturales: están también muchos de los
llamados fenómenos mágicos y paranormales. Alguna Universidad, como la de Edimburgo, ha hecho
frente directamente a estas pretensiones, rechazándolas en todos los casos de estudios controla-dos.
Pero destaca la muy acreditada labor del CSICOP (Comité para la Investigación Científica de los
Supuestos Hechos Paranormales), creado en Estados Unidos en 1976: la investigación científica de
los supuestos hechos paranormales invariablemente ha probado la falsedad o la normalidad de éstos.
Sin embargo, parece que ningún centro científico de prestigio se decide a afrontar sin reservas el
asunto de los milagros, aunque sí hay científicos y médicos que, a título particular, se pronuncian -en
uno u otro sentido- sobre fenómenos tales como las curaciones inesperadas.

Pocas veces hay declaraciones tan claras como esta de Paul Davies (1999, p. 65 de la trad.
española): "la ciencia rechaza los milagros genuinos". Es llamativa la tarea de un afamado ilusionista,
James Randi, como experto en desenmascarar farsantes. Randi creó una fundación para diferenciar el
ilusionismo de los fenómenos paranormales y milagrosos. De hecho, instauró hace años un premio de
un millón de dólares para quien consiga demostrar, en un entorno controlado, ese tipo de fenómenos.
De momento nadie ha pasado de las pruebas preliminares.

Al margen de la cuestión de las pruebas, con todos los milagros hay un problema de fondo desde el
punto de vista del alcance de la ciencia. Se dice que los milagros están causados por Dios, la Virgen o
los santos, quienes están en un mundo trascendente, más allá del dominio de la ciencia, de la
realidad física. Pero entonces estamos ante una causa no física (fuera del ámbito de la ciencia) que
produce un efecto físico (dentro del ámbito de la ciencia), lo cual es un contrasentido, un absurdo. O
bien ese mundo trascendente no puede conectar con el mundo físico, con lo cual los milagros son
imposibles, o bien sí son éstos posibles porque sí hay conexión entre los dos mundos, y entonces el
llamado mundo trascendente sí sería objeto de indagación científica. En otras palabras: Dios no es
objeto de la ciencia… mientras no se diga que Dios actúa sobre la realidad material.

Se han hecho intentos de sortear estas dificultades apelando (véase Pol-kinghorne 1998 o Guitton et
al. 1991) a un Dios que intervendría a través de fenómenos cuánticos no-deterministas y/o a través
del caos determinista, en el que en ocasiones se produce el popular 'efecto mariposa' (gran
sensibilidad a pequeñas alteraciones). Es un intento obvio de encontrar lagunas en la descripción
científica de la realidad material donde hacer actuar a Dios sin problema. Parecería una especie de
Dios que actúa donde no se le pueda coger in fraganti, no un Dios que juega a los dados, sino que
truca los dados y se esconde. Realmente estas hipótesis no se han formulado con un rigor intelectual
que reclame aquí mayor atención.

En definitiva, acerca del "Dios personal" con capacidad de intervenir sobre el que se preguntó a los
científicos, sí tiene que hablar la ciencia. En mi opinión, esto explica los resultados de los sondeos de
Leuba, Larson y Witham, explica que el mayor conocimiento científico vaya habitualmente
acompañado de una menor creencia en ese Dios capaz de alterar los procesos naturales.

Hoy ya hay muchos teólogos más o menos conscientes de este conflicto de la religión con la ciencia a
causa de las intervenciones divinas, y llegan a hablar de fe "a pesar de los milagros", de los milagros
como un obstáculo para la fe. Pero habría que preguntarse qué sería de las religiones, qué quedaría
de la religiosidad popular sin los milagros, sin la esperanza de intervenciones desde el más allá en la
vida personal. ¿No se invocan estas intervenciones en las prácticas religiosas, como las misas?
Conviene conocer que en EE UU -ya que lo venimos tomando como referencia-, el 89 % de la
población cree en los milagros (Winseman 2004); este valor sube al 95 % entre los cristianos (Harris
Interactive 2003). En España, aunque sólo cree "con seguridad" en los milagros el 33 %, hay otro 30
% que "tiene dudas" (Pérez-Agote, Santiago 2005).
Incluso entre quienes rechazan la idea de un Dios interviniendo providencial y frecuentemente en los
asuntos humanos, abundan quienes no pueden prescindir de al menos unas pocas intervenciones
divinas en la historia del universo. El origen de la vida, el origen del hombre y el propio origen del
universo han sido y son momentos irrenunciables para el catolicismo oficial y popular.

El origen de la vida y del hombre

Es muy triste que en países avanzados como el nuestro la evolución apenas sea conocida, entendida
y aceptada por una gran parte de la población. No parece haber datos estadísticos sobre los
españoles, pero puede orientarnos -considerando los datos comparados de otras creencias religiosas-
saber que un gran porcentaje de la población estadounidense sigue creyendo al pie de la letra las
historias bíblicas sobre nuestros orígenes.

En la encuesta de ABC News publicada el 15 de febrero de 2004, la mayoría dice creer que los relatos
bíblicos -como el de Noé y el Diluvio (60%), o el de Moisés y el Mar Rojo (64%)- son "literalmente
verdaderos": están convencidos de que 'el mundo' tiene menos de 10.000 años. Después de casi 150
años desde Darwin, la historia de la creación en la que Dios creó el mundo en seis días es creída por
el 61%. En la encuesta aparecen como mucho más creyentes en esos absurdos mitos los
protestantes (creen en torno al 88 %) que los católicos (en torno al 48 %). En otra encuesta
(Newport 2004), sólo el 35 % piensa que la evolución está bien apoyada en pruebas y sólo el 13%
cree que en la aparición del hombre no intervino directamente Dios. Eso explica que el 76 % no se
sentiría contrariado si en las escuelas públicas se explicara la teoría creacionista según la cual la
especie humana procede de creación directa por Dios, no de la evolución (Carlson 2005).

Con ese respaldo popular, extrañan menos los incesantes intentos de que no se explique la evolución
adecuadamente en las escuelas: a los 80 años del célebre juicio contra el profesor John Thomas
Scopes por enseñar la evolución, se ha celebrado un nuevo proceso en Kansas para llevar el
antievolucionismo a la enseñanza. En definitiva, en Estados Unidos la mayoría aceptaría sin dudar el
llamado "argumento del diseño", y cabe pensar que en España el respaldo sería mucho menor, pero
considerable. El argumento del diseño ha sido utilizado, junto a los argumentos ontológico y
cosmológico, como prueba de la inevitable existencia de un creador del universo. El teólogo del siglo
XVIII William Paley lo exponía en un pasaje muy conocido al comienzo a su Teología natural, o
pruebas de existencia y atributos de la divinidad recogidas a partir de los aspectos de la naturaleza,
de 1802. Básicamente decía que si la complejidad y precisión del diseño de un reloj nos fuerzan a
concluir que tuvo un fabricante inteligente, las obras de la naturaleza nos fuerzan con mucho más
motivo.
Sin embargo, David Hume, en su Diálogos sobre la religión natural, publicado en 1779, ya había
hecho una crítica demoledora a la lógica de la utilización del aparente diseño de la naturaleza como
prueba positiva de la existencia de Dios: el argumento del diseño es sólo una analogía, que puede
servir de guía para formular una hipótesis, pero no es un criterio válido de prueba; además, es una
analogía débil si atendemos con detenimiento a las similitudes entre los seres vivos y los objetos
diseñados por el hombre.

A pesar de la contundencia de los argumentos de Hume, no había una explicación satisfactoria de la


complejidad del mundo, sobre todo de la vida, ni pruebas de la aparición natural de los seres vivos.
El principio de esta explicación y esas pruebas vino de la mano de Alfred Russel Wallace y, sobre
todo, de Charles Darwin, cuando publicó en 1859 El origen de las especies. Desde entonces las
pruebas del hecho evolutivo son abrumadoras, y sólo discuten la existencia de la evolución,
conociendo esas pruebas, personas obcecadas (véase una buena divulgación evolucionista en
Dawkins 1986).

Los defensores del "diseño inteligente" (una nueva versión del viejo creacionismo que evita hablar de
una Tierra de 6.000 años de antigüedad), muchos de ellos en el Discovery Institute de Seattle,
aceptan la evolución pero declaran que es imposible sin la mano guiadora de un impulsor. Intentan
contar con un fundamento científico demostrando aquella imposibilidad, y están siendo cada vez más
activos en los campus universitarios. De hecho, la revista Nature, pregunta desde su portada del 28
de abril de 2005: Is intelligent design coming to your campus? (¿Está llegando el diseño inteligente a
tu campus?) Y en el editorial pide a los científicos que no se ignore esta "amenaza al mismo corazón
de la razón científica", que defiendan esta razón ante los estudiantes.

Las "demostraciones" que propone el diseño inteligente lo que suelen probar es falta de conocimiento
de los procesos evolutivos y, en general, de los mecanismos generadores de complejidad. Sus
defensores desconocen, aparte de los mecanismos evolutivos biológicos que está desentrañando la
genética, la biología molecular y la biología teórica en general, los mecanismos de alcance general
que estudia la termodinámica de sistemas alejados del equilibrio, el caos determinista y otras
aproximaciones a los fenómenos de autoorganización (véase Lewin 1999). En el mejor de los casos,
nos las vemos con el viejo "Dios de los huecos" o "Dios tapaagujeros", el que hace siglos valía para
explicar tantas cosas, pero que ha ido retrocediendo empujado por el avance del conocimiento
científico. Ese Dios que surgió de la ignorancia es un anacronismo que se mantiene por el peso de la
tradición y por la propia ignorancia científica actual.

Los defensores del diseño inteligente parecen ignorar que la arquitectura y funcionamiento de los
seres vivos, aun siendo sobrecogedores, distan, como señaló el propio Darwin, de la perfección. El
gran biólogo francés François Jacob (1981) dejó claro que la evolución -si se quiere una imagen
antropomórfica- actúa como una gran oportunista sin planes de futuro, aficionada al bricolaje, no
perspicaz diseñadora. ¿No es notable, por ejemplo, que ningún animal haya incorporado el
enormemente ventajoso movimiento rotatorio de las ruedas? (Holliday 2003).

Los avances en el conocimiento de la evolución no han eliminado las fuertes controversias sobre
aspectos concretos de los procesos y los mecanismos implicados, pero, dada la enorme coincidencia
de todos los seres vivos conocidos sobre la Tierra en el plano celular y molecular, pocos dudan de que
tienen un origen común. Es decir, cada célula de cada ser vivo (incluyéndolo a usted) procede de otra
célula (omnia cellula ex cellula), que a su vez procede de otra… Esto nos lleva a un viaje
ininterrumpido hacia el pasado en el que finalmente nos encontraríamos con una célula, o mejor, una
población celular, que sería el ancestro común a todos los seres vivos (se la conoce en la literatura
científica como LUCA, de Last Universal Common Ancestor).

Incluso para muchos de quienes aceptan la evolución, y entienden que una especie se moldea
mediante una acumulación de cambios a partir de organismos ancestrales y en ocasiones mucho más
simples, la aparición de los primeros organismos sobre la Tierra supone un problema sin solución.

Desde luego, es un problema que no resuelve la teoría evolutiva convencional, pues ésta se ocupa de
las transformaciones de especies ya existentes. Pero el cómo pudo emerger la vida es un problema
genuinamente científico, aunque con dificultades excepcionales: la ciencia podrá demostrar cómo
pudieron ocurrir probablemente los hechos (el origen de la vida), e incluso probarlo en el laboratorio,
pero parece que nunca podrá certificar que ocurrieron de esa manera. Desde que Alexander I. Oparin
y John B. S. Haldane propusieron las primeras hipótesis científicas en torno al origen de la vida en los
años 1920, y desde que Stanley L. Miller demostró en el laboratorio, en 1953, que la simulación de
las condiciones de la Tierra primigenia originaba espontáneamente compuestos característicos de los
seres vivos (aminoácidos), se ha avanzado mucho en la comprensión del problema y en el
planteamiento de soluciones. Hoy es un campo activo y apasionante de investigación en el que
quedan importantes asuntos que resolver para entender, sobre bases sólidas, cómo pudieron
ensamblarse las primeras células; sin embargo, no son hipótesis científicas lo que falta (véase la de
Günter Wächtershäuser (1988) como hipótesis modélica, y una perspectiva general en Aguilera
(1993)). Por tanto, no se puede sostener -si no es por ignorancia o mala fe- que el origen de la vida
es un problema que la ciencia no puede ni podrá explicar. Pocos científicos informados dudan de que
el origen de la vida fue un suceso natural, espontáneo, aunque haya diversidad de pareceres en
cuanto a la probabilidad del suceso dadas las condiciones adecuadas (lo que afecta también a la
probabilidad de vida extraterrestre).

Lo que sabemos del origen de la vida permite decir, una vez más, que la hipótesis de Dios es
innecesaria. Pero yo añadiría -en la línea de François Jacob- que, si aceptáramos al Dios creador y
diseñador como hipótesis de trabajo, concluiríamos que se trató (trata), aparentemente, de un
ignorante en Biología molecular. El propio código genético, con el que se traducen los mensajes
genéticos al lenguaje de las proteínas, parece fácilmente mejorable. De hecho, los humanos, que
apenas hemos empezado a avanzar en Biología molecular, ya estamos proyectando la mejora de ese
código en especies existentes… o en especies desarrolladas casi de novo.

El último episodio de la evolución biológica donde las religiones suelen invocar la intervención divina
es la aparición de la especie humana. La Iglesia católica, que acabó aceptando en 1992 que "la
evolución es algo más que una hipótesis", sigue manteniendo fuera del alcance evolutivo la aparición
de los humanos: hubo Dios de intervenir para insuflar el alma. Este mito del alma, refutado de
manera implacable y exhaustiva por Gonzalo Puente Ojea (2000), es uno de los últimos refugios del
Dios tapaagujeros… sólo que, desde el punto de vista científico, cuesta ver qué agujero es el que se
pretende tapar. Con los conocimientos científicos actuales, la hipótesis del alma no es solamente
innecesaria o metafísica. La ciencia no sólo no la contempla por su materialismo metodológico, pues
si se dice que el alma afecta a las funciones cerebrales, cae en las redes científicas: es una hipótesis
del 'reino empírico'. Pero como tal, está incluso pendiente de formulación rigurosa, me temo que
porque la formulación clara choca de inmediato con los hechos y la razón.

En estos tiempos es difícil imaginarse a alguien documentado que crea que Dios dirigió la creación y
la evolución del universo y de la vida en la Tierra con el objetivo de llegar al hombre. La historia
evolutiva que condujo a nuestra especie estuvo -como ha explicado convincentemente Gould-
plagada de contingencias; la caída de un gran meteorito hace 65 millones de años, decisiva para el
fin de los dinosaurios y tantas otras especies y para la prosperidad de nuestros antepasados, es sólo
una de ellas. El conocimiento cada vez más profundo de la evolución (por ejemplo, a nivel genético y
molecular) deja cada vez más clara la no singularidad de nuestra especie.
La visión anticientífica, por motivos religiosos, de la especie humana y sus orígenes, tiene a veces
consecuencias desgraciadas. Veamos como ejemplo el caso de la homosexualidad. Diversas religiones
la consideran "contra natura" sobre la base de asignar a la naturaleza, y especialmente a los
humanos, los propósitos divinos. Sin embargo, es evidente que la homosexualidad es natural, se
observa en multitud de especies animales (véase Bagemihl 1999). Otro caso de creencias religiosas
anticientíficas con efectos morales graves son la existencia de alma en los zigotos y embriones
humanos -recordemos que hablamos de un alma capaz de afectar, en su momento, a la acción
cerebral- y la virginidad de la madre de Jesús... además de las ya consideradas, como los hechos
milagrosos en general (y la resurrección de Jesús en particular) y la evolución dirigida por Dios. En
todos los casos se pone de manifiesto que la ciencia no puede dictar normas morales, pero sí señalar
la verosimilitud de sus fundamentos.

Ante las dificultades para defender una evolución guiada por Dios, y las intervenciones de seres
trascendentes en general sobre el funcionamiento del mundo, muchos de los defensores de una
acción divina orientada a la aparición de la especie humana han encontrado una solución en la
cosmología: Dios habría generado el universo con sus leyes y ya no intervendría más. Dios actuaría
de forma inmanente a través de las leyes naturales: no tiene que ir haciendo ajustes (incluso no
debe), se soslaya el problema de la existencia del mal siendo Dios omnipotente e infinitamente bueno
(teodi-cea) y se evita el conflicto con la ciencia. Más aún: la ciencia ofrecería indicios de esa acción
divina primigenia. Veamos esto.

El origen del universo: ¿último refugio para Dios?

Salvo los ofuscados creacionistas, pocas personas informadas rechazan la evolución del universo
desde su explosivo principio, aunque haya apasionantes controversias sobre el proceso. Lo que ha
resultado sorprendente ha sido la constatación de que, si en esos inicios se hubieran impuesto unas
constantes físicas (la constante de Planck, o la intensidad de las cuatro fuerzas fundamentales del
universo) ligeramente diferentes a las existentes, el universo no habría evolucionado de forma
compatible con la vida que conocemos... con la existencia humana, por tanto. A esta constatación se
la conoce con el nombre de «principio antrópico» (expresión introducida por Brandon Carter en 1974;
véase Davies 1992). Hay una versión «débil» del principio que no es mucho más que el desarrollo
lógico de la constatación señalada. Pero una versión «fuerte» añade que aquellas constantes
fundamentales se seleccionaron para que apareciera la vida. En otras palabras, al comienzo del
universo hubo un ajuste fino de las constantes, un ajuste intencionado. ¿Cómo explicar si no tamaña
coincidencia? Es curioso que algunos defensores del diseño apelen a un Dios creador cósmico para
generar un universo que hiciera la vida probable o necesaria y, al mismo tiempo, apelen a un Dios
creador biológico para explicar el origen de la vida porque es sumamente improbable.

¿Es admisible, desde la ciencia, esa intervención única de un Dios, hace unos 14.000 millones de
años? Un Dios que no sería aquel ser providente que ha guiado cuidadosamente la evolución de la
especie humana, ese a quien se puede rezar para que obre milagros...

Para empezar, lo evidente: apelar a un Dios creador para explicar el origen del universo no hace sino
retrasar el problema hacia el origen de Dios mismo. No deben valer los trucos de asignar a ese Dios
propiedades físicas, como la eternidad, y negárselas al propio universo físico. En definitiva: ese Dios
no es que no parezca una explicación satisfactoria, simplemente no parece una explicación. El origen
de todo, la cuestión de Leibniz (¿por qué hay algo en vez de nada?) es el problema de los problemas,
pero desde la Física ha aparecido una propuesta de solución; se trata de la hipótesis de Alexander
Vilenkin acerca del origen del universo a partir de una fluctuación cuántica aleatoria de la nada, pero
no parece que eso sea posible sin violar los principios de conservación.

Menos evidente es el asunto del aparente ajuste de las constantes físicas. Sin embargo, cuando lo
que se plantea es la necesidad de recurrir a un ajuste intencionado, se está ignorando lo que la física
hipotetiza, y lo que sabe (y no sabe), a saber:

• No se conocen los mecanismos mediante los que esas constantes se generan. No se percibe
ninguna razón por la que no podamos llegar a conocerlos algún día. Si llega ese día -como
cabe esperar-, podremos discutir el asunto sobre bases más firmes.
• No está demostrado que alguna forma de vida -o de inteligencia- sólo sea posible en un rango
muy estrecho de parámetros físicos.
• En el caso de que al generarse un universo existan varias (quizá infinitas) posibilidades de
elección de constantes, hay diversas hipótesis puramente físicas que quieren explicar la
existencia de este nuestro universo con las constantes adecuadas. Remito al lector a la lectura
-en Internet puede encontrar exposiciones asequibles- de las hipótesis acerca de la existencia
de una infinidad de universos -o un multiverso- aleatorios con todas las posibles combinaciones
de leyes y constantes físicas (André Linde), lo que quizás sea más fácil de explicar que la
existencia de un solo universo; la hipótesis relacionada del citado Vilenkin -desarrollada con
variantes por Sean Carroll y Jennifer Chen- que opina que hay buenas razones para pensar que
el universo es infinito, con infinitos big bangs; y la propuesta de una evolución por selección
natural de universos (Lee Smolin, Quentin Smith). Victor Stenger (2003) ha hecho una
magnífica labor divulgativa de estas "extrañas" hipótesis. Pero caben dudas sobre si en su
estado actual son realmente hipótesis científicas: ¿son susceptibles de falsación? (requisito
popperiano).

En definitiva, el último reducto del Dios tapaagujeros empieza a verse inseguro. En cualquier caso, la
negación desde la ciencia, más allá de dudas razonables, de la existencia de milagros y de almas, de
un Dios providente y de otros seres trascendentes capaces de afectar a la realidad material sin ser
objetos de la actividad científica, está siendo muy dura de asumir, incluso por buena parte de los
científicos. Pero este reconocimiento de la realidad me parece un gran paso, y un paso necesario, en
el tránsito de la infancia a la edad adulta. Especialmente si se quiere mejorar esa realidad.

Más allá de la ciencia

Como se ha dicho, la ciencia no nos da un sentido de la vida, una moral. Esto no es lo mismo que
decir que, siguiendo a la ciencia, la vida carezca necesariamente de sentido, incluido el moral. La
moral y el sentido son creaciones humanas que están fuera del ámbito científico, aunque, en mi
opinión, tienen que estar muy atentas a la ciencia porque no deben ignorar los conocimientos sobre
la realidad material. Pero, además, quizás el método científico pueda sugerir algunos
comportamientos deseables en las relaciones sociales, en los conflictos: el rigor en la expresión, el
rechazo de las falacias argumentativas, el mantenimiento de la duda razonable... La cultura científica
y la razón crítica pueden ser emancipadoras, herramientas que nos permiten ser dueños de nuestra
voluntad y nuestro pensamiento, auténticamente responsables. Nos sirven para evitar la
irracionalidad en forma de percepciones falsas, errores lógicos, decisiones incoherentes, malas
apuestas. Y para detectar manipulaciones y engaños. Los grandes males de nuestro tiempo (piénsese
en los siguientes, ligados entre sí: la pobreza, el deterioro ambiental, la explotación laboral, las
diversas formas y grados de terrorismo -incluido el ejercido desde el poder oficial-, el imperialismo, el
militarismo, la colonización cultural...) no vienen de un exceso de racionalidad, como nos dicen los
oscurantistas, sino, en buena medida, de su defecto. Vienen de que se sustituyen o disfrazan en
parte las viejas formas de manipulación y dominio por otras que se alimentan de las nuevas
tecnologías. Frente a todas, el conocimiento, la razón y la crítica son nuestras mejores armas. Y
deberán emplearse a fondo a la hora de decidir los objetivos de las investigaciones científicas, de
promover una ciencia al servicio de la humanidad, no preferentemente de los poderes económicos y
militares, como hoy sucede.

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(1) Departamento de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Granada (España).


Publicado originalmente en la revista Mientras Tanto (publicación trimestral de ciencias sociales de la
Fundación Giulia Adinolfi - Manuel Sacristán), vol. 95 (verano 2005), pp. 125-153.

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