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Abraham Sultán S.
Dedicatoria :
Por
Samuel Akinin
Prólogo
Hoy abro mi alma frente a ustedes todos, con el deseo de compartir lo que por
siempre guardé en mi mente y en mi corazón. Con este libro hago pública mi vida y les
doy entrada amplia y querida para que, a través de mis recuerdos, amen a los míos,
como los amo yo.
Abraham Sultán S.
Melilla
Entrado en los noventa años de edad, comienzo a darme cuenta de la
importancia de legar vivencias a nuestros hijos y descendientes. Hasta el día de hoy he
sido un narrador oral de lo existido; cuando tengo un interlocutor me explayo y revivo
con lujo de detalles los días y los años y veo que me ha tocado vivir y formar parte de la
historia universal. Nací en Melilla, una provincia de España enclavada en el norte de
África, que por obra y gracia de un buen alcalde con una visión de futuro, logró, hace
más de doscientos años que la misma se construyera con sentido lógico, con un colorido
muy especial y con unas edificaciones hechas por las manos de los arquitectos más
avanzados de la época, entre los cuales se hallaban los alumnos más destacados del gran
Gaudí.
Hablar de Melilla es permitirle a mis sentidos el goce que nos brinda el buen
recuerdo. Melilla, cuya población llegó a contar con casi cien mil habitantes, estaba a
buen decir muy equilibrada, pues un tercio de la población era cristiana, el otro moro y
nosotros, los judíos.
Para entrar en materia, debo primero decirles que me llamo Abraham
Sultán Sultán , nací un 31 de octubre de 1917 como ya les dije, en Melilla,
una ciudad con historia propia, que fue ocupada por los españoles durante el año 1497
bajo el mando del capitán Estopiñán, quien pertenecía a las tropas del Duque de
Medinacelli. Esto sucedió apenas unos años después del decreto que generó la más triste
de las etapas en la historia del pueblo español, me refiero a la Inquisición Española. Este
evento fue el que motivó a que una gran masa de judíos sefarditas emigrara al norte de
África y allí haya permanecido desde ese entonces.
La ciudad en sus inicios fue construida como un gran castillo y mantiene aún
hoy ese puente levadizo que en la época otorgaba cierta seguridad a sus habitantes. Se
dice que fue durante el mandato del Duque de Medinacelli, cuando éste le cedió la
soberanía de Melilla a España, cuando los españoles construyeron esa fortaleza donde
residían los soldados españoles. De esta manera, evitaban la invasión de los moros,
esos mismos moros que durante más de ochocientos años la habían gobernado, tal y
como a una gran parte del sur de España.
Melilla, en la antigüedad, fue una colonia comercial fenicia conocida como
«Rusadir» y el puerto era estratégico en las guerras entre cartagineses y romanos. Los
romanos le concedieron el estatuto de Colonia y la anexaron a los dominios ibéricos.
Ubicada en la parte oriental de la península de Tres Forcas, su parte más antigua se
halla sobre una gran roca calcárea, de unos 30 metros de altura, que a manera de
pequeña península se interna sobre el mar Mediterráneo.
Hablo de mi ciudad natal y al hacerlo debo dar comienzo con mis padres, a
quienes no sólo les debo la vida, sino todo lo que soy. Mi padre nació en una aldea de
Marruecos llamada Midar, pero al alcanzar su edad de adulto (los trece años según el
rito judaico), sus padres decidieron mudarse a Melilla, pues la población judía era más
significativa y las costumbres se ejercían con mayor libertad. Miro con pasión el pasado
y logro ver a mi padre en su edad juvenil; él era un hombre alto, rubio, de finos
modales, delgado y de unos ojos azules que emulaban a los mares que bordean nuestras
costas.
Mi papá no entró a España con buena suerte ya que luego de reconocer el
negocio que debía hacer, invirtió su dinero en un negocio de alimentos, con la muy mala
suerte de que al poco tiempo, el mismo se quemó. Era una época en que no se
utilizaban, pues ni siquiera se conocían, los seguros contra incendios.
Volviendo a la descripción de mi padre, debo admitir que tanto el color de su
cabello como el azul de sus ojos y su mismo porte, eran atributos suficientes como para
adueñarse de los sueños de muchas de las muchachas jóvenes que, solteras, descansaban
sus ilusiones pegadas a la ventana, a la espera de que pasara su príncipe azul. Y en su
caso, así fue como sucedió entre mi padre y mi madre; mi padre se contentaba con
pasear por la acera de enfrente de la casa y entre ellos se regalaban unas pícaras miradas
que envolvían lo que para el entonces permitía desarrollar el amor, tomando en cuenta
que se vivía durante los días de La Primera Guerra Mundial.
No puedo dejar de lado la belleza de mi madre. Ella era la más hermosa mujer
en toda la cuadra y todos los días contaba con unos minutos para observar a mi padre.
Los hacía por medio de un pistillo en la ventana y con la anuencia de sus hermanas y la
consabida complicidad de los suyos. Así comenzó su relación con mi padre.
A las pocas semanas de haber sembrado esta amistad, ellos se siguieron viendo
como lo hacían todos los jóvenes en Melilla, los Viernes, Sábados y Domingos, cuando
la gran mayoría del pueblo bajaba a la Gran Avenida. Esta era una calle muy ancha con
aceras enormes, que se cerraba al tráfico y permitía a los transeúntes caminar sin las
molestias de los coches o de los carros de carga. Hay que recordar que en esa época se
arreaba la carga por medio de burros y de mulas. Y sobre esto hay un cuento que les
confesaré más adelante, ya que ahora estamos con los jóvenes novios que se cruzaban
en la avenida una y otra vez, pues la práctica era de pasear entre diez y doce veces todo
el trayecto. La gente se saludaba una y otra vez y no era de extrañar que alguien de un
grupo que iba de bajada, se mudara al otro que iba en sentido contrario y a la próxima
vuelta retornaba con su grupo.
Era así como los jóvenes podían «admirarse», mirarse bien. Se puede decir que
el amor a primera vista entre mis padres fue suficiente: esa chispa les duró durante toda
la vida, la misma que más tarde siguió entre mi esposa Dora y yo.
El suegro de mi padre era un hombre rico, se llamaba Semaya y desde que mamá
lo conoció, lo aceptó como algo propio, pues consideraba a mi padre como un hombre
honrado. Hay que tomar en cuenta que, en esos tiempos, a las mujeres no les era
permitido escoger a sus novios y era el padre el que daba o no consentimiento de boda.
Por su modo de rezar, su comportamiento y su atractivo juvenil, además de, como ya les
dije, su honradez probada, mi abuelo dio su visto bueno y se casaron.
Ahora que hablo de ellos, recuerdo que mi padre iba todas las mañanas a la
Sinagoga y tenía la costumbre, como la mayoría de los hombres de esa época, de ir al
mercado. Se encontraba con sus amigos, tomaban el té, hacía las compras, las que su
amanuense, quien tenía un borriquito cargaba en dos canastos en el lomo del animal y
los llevaba hasta la casa.
Mi padre era un hombre espléndido y por su manera de ser, siempre compraba
en demasía; mi madre siempre le peleaba por los excesos y él argumentaba la
importancia de que en un hogar nunca debía faltar la comida. Hay que recordar la
vivencia de pasar hambre durante una guerra, eso deja marcas imborrables en los seres
humanos.
Terminada la primera faena de la mañana, habiendo cumpliendo religiosamente
con sus obligaciones, papá se iba a su negocio, que estaba en la parte de afuera del
mercado del Mantelete. Este mercado era una gran visión de lo que hoy en día son los
centros comerciales. Era el centro de comercio de la ciudad, estaba ubicado muy cerca
del puerto, lo que hacía posible que todo pasajero que llegara al mismo, bajara un par de
horas o más, hiciera sus compras y retornase.
El ajetreo era interesante y puedo recordar que muchos de los grandes
comerciantes que luego vi desarrollarse en Venezuela, poseían grandes cualidades que
habían obtenido del Mantelete. Los dueños de las tiendas empleaban a muchos de los
jóvenes, a éstos que hoy en día son llamados «Tarjeteros», personas que iban al puerto
en busca de posibles clientes y luego de convencerlos, los llevaban directamente al
negocio o tienda con el que tenían convenios, y por ello obtenían una comisión. Estos
vendedores de aire, pues no portaban muestras, se valían de su astucia, su labia y sobre
todo de un poder de convencimiento que se puede decir con toda propiedad es un
«know how» de los Melillenses; a estos hombres se les llamaba Chipichangas.
El negocio de mi padre se especializaba en vender, a los marineros
que iban a Melilla a comprar, a los soldados que estaban asignados en los cuarteles de
Melilla y, en general, al público que venía de España en busca de precios sin impuestos,
de artículos modernos, de ese tipo de cosas que no se necesitan pero que por su precio la
gente adquiría.
Decir o hablar del negocio de relojes, por ejemplo, cuando se manejan las cifras
que se movían, no había proporción alguna con otras ciudades de España. En Melilla se
movía más del doble en cuanto a cantidades, ya que el mercado era por partida triple:
unos, los propios habitantes, luego los turistas y visitantes que procedían del norte y,
por último, uno de los grandes negocios emergentes era la venta al pueblo árabe. Hablar
del negocio de relojes por ejemplo, en donde se manejaban las cifras que allí se movían,
es para asombrar a cualquiera, pues no había proporción alguna si las comparábamos
con otras ciudades de España. Melilla se había convertido en el sitio de abastecimiento
de la gente pudiente de Marruecos. Era tan importante este mercadeo, que mi padre se
ponía un gorro turco, así se destacaba de los demás.
El me contó una vez que lo hacía para que no lo olvidaran, porque ésa era una
característica particular de él. El tiempo rendía de una manera que ahora al escribir me
doy cuenta de que en ciudades modernas no se puede emular y es que él todo esto lo
hacía a tempranas horas de la mañana y a las ocho en punto abría su tienda. Mi papá
trabajaba todo el día, no salía ni para almorzar, era un hombre muy responsable, y
nosotros sus hijos nos turnábamos al mediodía para llevarle la comida. Como la gran
mayoría de sus amigos, en verano solía tomarse unas cervecitas y alternaba con ellos.
Mi padre fue un hombre casero; siempre estaba con su familia y de haber algún acto o
fiesta, iba acompañado de su esposa, con la que vivió un romance eterno. Mi padre era
dadivoso y uno de sus grandes gustos era hacerle regalos a mi madre, se excedía en
ellos; está claro que, al no haber detallado a mi madre, algunos no podrán entender el
por qué.
Mi madre era una mujer muy hermosa, tenía los atributos que toda mujer ansía,
y la fuerza del amor que los unió se denota hasta en la cantidad de hijos que tuvo.
Fuimos nueve hermanos, tres hembras y seis varones; desgraciadamente uno de ellos
murió en la niñez, por disentería. Esa era una época de gran atraso en lo referente a
medicina. Mi madre parió todos sus hijos en la casa con la ayuda de una comadrona y la
orden, que siempre se respetaba, era que debía permanecer cuarenta días en cama luego
del parto, era una cuarentena que hoy no se puede entender.
Como ya dije, éramos nueve hermanos: la mayor, mi hermana Alegría, fallecida
en agosto de 2006 a la edad de 92 años, seguí yo; Raquel fue la tercera, mi compañera
más asidua, mi amiga de siempre y con la que me comunico muy a menudo. Luego vino
Enrique, a quien llamaban Semaya, como el abuelo. El también falleció. Más tarde vino
Pepe, mi muy querido Pepe, tampoco ya con nosotros. Luego Nissim, quien está casado
y tiene hijos y nietos. Sigue mi queridísima Mercedes, que es viuda y trabaja por su
cuenta en una de mis tiendas, tiene 5 hijos. Por último está mi hermano Isaac quien
recibió el mismo nombre de mi otro hermano fallecido.
Mis padres, con gran visión y con un sentir familiar, jamás regatearon
en la educación de sus hijos; por el contrario, siempre nos dieron los mejores colegios,
los mejores vestidos, la mejor presencia y sobre todo un buen nombre, que nos abría
todas las puertas. En mi caso particular, mi cabello me delataba de inmediato; en el de
mis hermanas, ellas contaban con un privilegio muy especial pues mi madre era una
gran costurera y se esmeraba para que mi padre, mis hermanos y mis hermanas y yo
siempre fuésemos muy bien vestidos.
Llegado a mis diez años, me inscribí en los Exploradores, que así llamaban
en España a los Boy Scouts.
Para mí fue algo maravilloso, una experiencia que me trae hermosos recuerdos.
Aunque no era un régimen militar el que teníamos, había orden y obediencia.
Aprendimos a comportarnos en equipo, los juegos eran en grupos y de alguna manera
esto nos ayudó a interrelacionarnos con otros jóvenes a quienes no conocíamos. Era
una fuente de información que no encontrábamos en el hogar, ni en la casa.
Muchas cosas nos enseñaron, como ya dije. Cosas sencillas como formar
fogatas, cantar, ayudarnos los unos a los otros. Con ellos aprendí a manejar el lenguaje
Morse, después de desarrollar la sensibilidad en la mano que se necesita para
practicarlo. Al principio no fue fácil, pero después adquirí la destreza para manejar el
aparato. También aprendí el lenguaje de las banderas, que se utiliza mucho en la marina
y era lo que se empleaba antes de que existiera la radio, para comunicarse a gran
distancia; lo hacían los marineros o los vigilantes que oteaban desde algunas montañas,
para transmitir diferentes mensajes, creo que todavía recuerdo el significado, no con
mucha precisión.
En los Exploradores nos enseñaron a amar la música. Debíamos tocar un
instrumento y escogí el tamboril, que me permitió llegar a ser el tamborilero principal
de los desfiles. No se imaginan el orgullo que sentía, no sólo por haber aprendido a
tocarlo, sino por el hecho de que muchos trataron de emular mi estilo y mi musicalidad.
Mi tambor no era como el de los demás, que sólo tocaban un par de notas, llevando el
mismo compás. El mío era más fino, hacía los dobles y redobles, logrando que la
emoción se sintiera por la sonoridad, destreza y gusto con que lo tocaba. Eso, aunado
al hecho de estar de primero en las filas a la hora de los desfiles, portando y luciendo
un uniforme impecablemente elaborado por mi mamá, me robaba la mirada de la
mayoría de las muchachas. Desde ese entonces empecé a apreciarlas.
Han pasado casi ochenta años de ese entonces y sigo recordando las señas de las
banderitas, las canciones que practicábamos en grupo, el idioma Morse. Me veo
caminando en La Gran Avenida, la que desemboca en la plaza, acompañando a los
tambores. Ahora, al mirarla desde lejos en el tiempo, siento una vibración en mi
estómago, como cuando veía de cerca a la Plaza España.
Es allí donde se amontonaba la población en pleno para disfrutar del desfile y yo
comenzaba el repiqueteo, que le daba un aire muy agradable. De fondo se escuchaban
todos los tambores al unísono. Qué placer sentía en aquel entonces, qué placer siento
ahora al poderlo revivir.
Una vez al año los niños exploradores celebrábamos un «Jamboreé», festividad
en la que varios exploradores de distintas partes del mundo acudían. Nos reuníamos en
una acampada, lo que llamábamos el campo, hacíamos juegos, competencias,
intercambiábamos ideas.
Todo ello fue el conjunto de una instrucción que recibí y que me permitió tener
conocimiento de cómo se puede vivir entre otros, cómo comprender un pensar, vivir,
actuar y hasta comer con unos extraños y, sobretodo, hacer grandes amigos en pocos
días, sentir el orgullo de que te aprecien y de apreciar a los demás. Puedo, sin que me
quede nada por dentro, afirmar que de algún modo esta experiencia me formó como
persona, pues aprendí cosas tales como ser cocinero, dar de comer a grupos. Allí
aprendí lo que en el tiempo se convirtió en mi hobby, hacer paellas para los amigos y
más tarde para mi familia. Fueron tres años de los que no puedo olvidarme y valga este
espacio para compartir con mi gente lo que disfruté esa época de mi vida.
Hablo de ese tiempo de tres años de experiencia, pero no puedo olvidar a la
persona que movía los hilos, al responsable de la magnificencia del grupo. Sucede que
los niños exploradores eran manejados por un presidente, el llamado General Miajas, un
hombre de buen aspecto, noble, cariñoso, entrañable, sabedor de ese secreto tan especial
que es poder tratar con adolescentes y con niños, poniéndose a su altura.
Era tanto lo que este hombre compartía con nosotros, que de haber algún niño
explorador enfermo, él iba a su casa a visitarlo, nos trataba como alguien de la familia.
Más tarde este señor, el presidente de los niños exploradores, llegó a ostentar el cargo
de General en Jefe del Ejército Republicano, el mismo que defendió a Madrid.
Lamentablemente murió en Francia, ya que, al perder la guerra todos los republicanos,
para tratar de salvar sus vidas, buscaron refugio en otras latitudes y muchos de ellos se
fueron con mucho miedo a Francia, que al poco tiempo fue invadida por los alemanes,
amigos de Franco. Quiero no jugar con mis recuerdos, pero ahora que los pongo en
orden me doy cuenta de que este hombre me hizo sentir responsable de mi patria, de mis
amigos, de mi tierra, y de la justicia, cosas que, como verán dentro de poco en las
páginas que vendrán, casi me costaron la vida, pero que gracias a…., eso lo verán
cuando llegue el momento.
Y van pasando los años, sigo como ya dije estudiando en los Hermanos de La
Salle, una rutina de ir y venir, un aprendizaje que no me despertaba de esa melancolía
que nos suele embargar cuando comenzamos a sentirnos hombres. Cuando la ya
mentada adolescencia nos viene a acompañar y surgen esos cambios hormonales que
nos hacen diferenciar a ese niño, de un hombre que aún no conocemos; ese hombre al
que hemos estado esperando pero que nos asusta, nos obliga a retar las circunstancias y
a la gente, ese querer demostrar que podemos más y más y que somos de algún modo
gobernantes de nuestro presente y futuro. Son años en los que cambiamos la soda por el
vino, el cine por el parque, los amigos por las amigas y los gustos se hacen destacar a
extremos que se nos convierten en obligantes.
Comencé a desarrollar el cuerpo y en especial mis espaldas; para ello, dediqué
todo el tiempo que quise al nado. En Melilla, entre las hermosas cosas con que
contábamos, teníamos unas playas increíbles e ir a darse un baño era algo natural en mí.
Fue tal el amor a ello, que me convertí en campeón de natación, disfrutaba los premios
y, sí, me gustaba que los demás pudiesen apreciar mis logros, ya que era una manera de
hacerme querer más por mis padres; no olvidemos que cuando se es uno de nueve
hermanos, se siente que no siempre se es primero, que no siempre se es el más querido
y en los momentos de triunfo, yo lograba no dejar dudas de ello.
Fui creciendo y esa escuela de mi maestro de niños exploradores había logrado,
sin querer, su objetivo. El hecho de sentir orgullo por él, permitió a manera de ósmosis
aceptar conceptos que él tenía bien definidos y, sin saber cómo ni cuándo, me hice
republicano y, no contento con esto, me hice miembro de la juventud del Partido
Izquierda Republicana, fundado por Don Manuel Azaña, quien era un gran político.
Me sentía de algún modo protegido, pues mi tío Sady era un alto miembro de
esta organización, al igual que mi amigo Fortunato Mafoda. Este último era un joven
recién graduado de abogado que fue tomado preso y, sin más juicio que un mandato de
un triste capitán, fue fusilado como si se tratase de un criminal de guerra. Estaba
cercano a cumplir los dieciocho años. Como jóvenes inexpertos y, creedores de un
futuro eterno, no nos percatábamos de lo que hacíamos pués, al fin y al cabo, lo que
pensábamos no era de ninguna manera el ir a las armas, imponer por la fuerza, exigir,
convertir, convencer o mandar. Simplemente, como hace uno ahora, comentábamos
una película, un decreto, un acto político o hasta un discurso de alguno de los tantos que
suponen tener la verdad en sus manos. Jamás medimos los daños que nos podrían
suceder, menos aún cuando lo hablado era entre amigos, entre colegas, compañeros de
estudios, de sueños de natación, vecinos; hablo de esa gente que uno da como
descontado que le pertenece, que es de uno. Ellos eran los hijos de militares y exponían
sus puntos de vista, convencidos de que poseían la razón ante todo lo ocurrido después
del 14 de julio de 1931, fecha en que fue declarada La República.
En mi caso, como buen judío, me la pasaba hablando en contra de los fascistas
como por decir algo, por no dejar, mas ya aprendí que en lugares donde la democracia
deja de existir, donde el caos de la dictadura o de gobiernos duros es lo que manda, uno
está expuesto a ser delatado hasta por quien menos se imagina. No hay que olvidar que
el mismo Francisco Franco había declarado «Si para exterminar a los comunistas debo
fusilar a la mitad de los españoles, juro que lo haré». Como bien pueden entender, no se
estaba jugando, la amenaza estaba sembrada para la mitad de la población y con ese
decir, se daba carta blanca a los de menor rango para cumplir con un deseo del dictador.
Todo aquél que ansiaba brillar, todo aquél que por tiempo no había sido tomado
en cuenta, ahora le estaba llegando su momento, su turno. Qué triste que un hombre
pierda sus principios, que un ser humano, a sabiendas de lo que hará su delación, sin
escrúpulos, ni miramientos, sin sentido, ni corazón, sin ganancias, sin pensarlo, pueda
llegar a ser responsable de la vida de otros.
No pude comprenderlo y aún hoy no lo entiendo; lo peor es que no fui para nada
un caso único, se puede decir que como las plagas de Egipto, este mal sentido de
patriotismo, por llamarlo de alguna manera, se vio crecer sin que la conciencia se
despertara, sin que la sociedad lo repudiara, sin que la Iglesia lo condenara, sin que Dios
lo detuviera.
Y así, demostrando tener la razón con algunos desaciertos hechos por los
militares, perdí a un amigo; éste me delató como uno de esos comunistas que debían ser
perseguidos y fusilados según decreto presidencial. Y con menos de dieciocho años fui
tomado prisionero. Eso ocurrió un 15 de septiembre de 1937, día en que me llevaron
con las manos en alto por toda la calle, como un ladrón o asesino. No sabía qué hacer,
estuve a punto de orinarme en los pantalones, durante todo el trayecto mi mente se
dirigió a mi madre, me apenaba hacerla sufrir por la pérdida de un segundo hijo; tomé
conciencia de que al fin y al cabo las ideas por las que hablaba, lo que decíamos, eran
cosas que en lo personal no poseían gran importancia, que el comunismo era algo
totalmente desconocido por mí y, que si bien me gustaba el concepto de una mejor
distribución de las riquezas, jamás soñé, pensé o creí en quitarle algo al otro, para
quedármelo o repartirlo.
Cada paso me hacía más hombre, ya no había marcha atrás, me supe muerto,
seguí sintiendo pena por mi padre, quien se había hecho grandes sueños de mí y al
llegar a ese punto fui pensando, mientras caminaba, en cada uno de mis hermanos. En
segundos que parecieron siglos, pude rehacer todas las cosas buenas de ellos para
conmigo, vi mis faltas, me convencí de cuáles habían sido mis errores para con ellos,
para con mis abuelos, para con mi intelecto, para con Dios, para con todos.
Levantó la jarra como aquél que apunta un fusil, él por su parte estaba
cumpliendo con lo que se había propuesto, en mi caso no había otra salida, el aceite o
morir. Traté de tomar el primer sorbo, no era como el agua, no era como el aceite de
comer. Este era demasiado pesado, muy pastoso, tuve que succionarlo, el primer trago
me supo a…, vino el segundo, tercero, hasta que me tomé más de la mitad de la jarra.
Recuerdo el sabor amargo, el malestar que sentía, era como si estuviese tragando dagas,
mi garganta no aceptaba más, mi estómago menos. Menos mal que el efecto del mismo
no se siente del todo de inmediato. Cuando el falange se supo seguro de lo que había
logrado, entonces, y no antes, fue cuando me dijo que podía salir.
De allí fui directo a mi casa, que como ya dije estaba en la puerta contigua. Un
complejo de persecución me acompañó hasta sentir la seguridad en los brazos de mi
madre. Le conté todo lo que me habían hecho; ella inmediatamente intuyó que me
habían envenenado, mandó a buscar al médico de familia. Cuando estuvo el médico al
tanto de las cosas dijo: «si no te mueres es de milagro, porque lo que te han dado es
como para matar un caballo». Me hicieron vomitar todo lo que pude: el ricino comenzó
a hacer sus estragos y el doctor terminó diciendo que lo único que podría por largo
tiempo aceptar mi estómago era únicamente caldo de pollo, de alimentarme con algo
diferente, podría morir al instante.
Los fascistas no habían logrado matarme, mas me destrozaron el estómago.
Pasaron muchos, muchos años hasta que pude creer que me sentía bien y, de vez en
cuando, al aparecer un dolor estomacal por causa de indigestión, revivo mi pasado, mi
pena y mi dolor. Y no es para menos, llegué a mi mayoría de edad y los dolores eran
grandísimos, no olviden que para ese entonces no había medicinas que calmaran los
dolores, lo único que podía tomar era láudano, que bebido en cantidad es un veneno,
pero en mí surtía un efecto supongo que psicológico, ya que algo me calmaba.
Si piensan que pasado lo que tuve que pasar ya estaba resuelto, nada que ver: el
miedo se había calado en las venas de cada uno de nosotros. Al hacerse pública la
noticia de los fusilados, muertos y desaparecidos, fue cuando comprendimos de lo que
nos habíamos salvado, fueron meses en que mis hermanos se abocaron a complacerme,
a quererme, a mimarme: Mis propios padres me miraban como quien ve a un alma, a un
desaparecido, a alguien del otro mundo. Y no sólo esto, por recomendación de mi padre,
se me prohibió salir de la casa por meses. El estaba claro de la intención del falangista:
al haberme dado el veneno aquél, no quería correr el riesgo de que me viesen sano y, en
venganza, me detuviesen o algo peor.
Cuando empezó la guerra yo tenía diecinueve años. Se conoce comúnmente
como Guerra Civil Española, el conflicto bélico que estalló tras un fallido golpe de
estado de un sector del ejército contra el gobierno legal de La Segunda República
Española y que asoló al país entre el 17 de Julio de 1936 y el 1 de Abril de 1939,
habiendo concluido con la victoria de los rebeldes y la instauración de un sistema
dictatorial a la cabeza del cual se halló el general Francisco Franco.Era el año de 1937,
me llamaron al ejército, lo cual atendí sin dudarlo, pues de no hacerlo ni les cuento. Me
destinaron al Cuerpo de Sanidad; éste se encargaba de los hospitales, los heridos y,
como meta final, del desalojo de los muertos. Para esos días ya había subido mi ración
de láudano a 20 gotas diarias, (había comenzado con 3) pues con nada podía quitarme el
dolor. Aquellas palabras que expresó el médico en mi casa se estaban cumpliendo a
cabalidad. La mala alimentación estaba rematando mi adolorido estómago.
Como en todas partes, la corrupción galopaba sin respiro, el sargento que se
ocupaba de la intendencia, de la compra de la comida, no era la excepción. Él adquiría
la basura que podía a unos precios muy interesantes y se quedaba con parte del dinero.
Traté de no comer, eran horas y horas que permanecía en ayuno, cuando ya no
soportaba, caía en la tentación, y con tan sólo meter un bocado en la boca retornaban los
dolores. También el frente fue un sitio que visité muy a menudo, heridos, cuerpos
mutilados, gente desfigurada, quemada o muerta, todo fue dantesco, todo ello causó en
mi vida momentos llenos de pesadilla, pero los dolores, la intensidad de los mismos,
podría decir que fue la peor experiencia que tuve en lo referente a mi vida militar.
Debo decirles que en el cuartel estuve solamente un año, ya que después me
mandaron al interior de Marruecos, a una meseta llamada Dar Drius. Allí existía un
destacamento de Sanidad porque había fuerzas regulares árabes. Tengo recuerdos que
luchan en mi mente, unos simpáticos, los otros increíbles; uno piensa cosas que sólo
existen en el pensamiento humano, cosas que para la mayoría de nosotros creemos
simplemente sean historias, relatos, cuentos, mitos. Pero al que ha tenido que vivir algo
tan extraño, le queda marcado, interioriza que la verdadera maldad del ser humano
existe y eso lo hace a uno verse más normal, menos pecador.
Los árabes se reunían haciendo un mercado que ellos llamaban Zoco, era un sitio
bullicioso, movido, colorido y a la vez extraño, se vendía de todo y para todos. Había
alimentos, alfombras, palanganas, de todo. Antes de ello, acá vale la pena recordar ese
cuento que dije al comienzo en mis primeros párrafos les iba a relatar.
Este es un recuerdo no grato. Uno de esos días, en pleno zoco, uno de los moros
trajo a una niña no mayor de doce años. La exhibía como se acostumbra a hacer con
animales, mostrando sus partes, su rostro, su cabello, toda ella. La niña estaba amarrada
a una cuerda que mantenía con toda fuerza una anciana; ésta soltaba de a poco la
cuerda y permitía que la niña se acercara a los mirones.
Ella era una criatura, me veo ahora y sé que quedé petrificado, no supe qué
hacer. Antes de despertar de mi asombro llegó un moro, la tocó, la hizo dar vueltas,
preguntó por el precio, la anciana le dijo que costaba 12 duros. (Duro es el nombre
informal de la moneda española de cinco pesetas y fue para muchos la moneda más
pequeña que se utilizaba en España).
De inmediato se entabló un tira y afloja, la mujer estaba decidida a cobrar por la
niña lo que exigía y no dio su brazo a torcer. El hombre, luego de tratar de conseguir
alguna rebaja, se dio cuenta de que era un buen producto lo que estaba comprando, sacó
de su chilaba las monedas, las contó y se las dio a la vieja. Ella, ipsofacto, colocó un
duro en el dedo pulgar y con ése golpeaba los demás duros para asegurarse de que
ninguno de ellos era falso, logrando diferenciarlos por el sonido que producían. Una vez
que estuvo conforme, se desató de sus manos la cuerda y la entregó, casi sin requerir
mirar lo que estaba entregando y, sin poder aún creerlo, presencié cómo vendieron a una
niña de doce años por doce duros.
Ese día fue otro de esos días en que sentí dolor, mucho más al ver que una
criatura era vendida. Este tipo de gente la tenía como se tiene a un animal, la criaba para
ser sirvienta y cuando era púber, le quitaba la virginidad, de manera que ella nunca
pudiese disfrutar del acto sexual pero sí para que, por el contrario, satisficiera los deseos
carnales de sus dueños.
Allí estuve como en Marruecos, dos meses y me llamaron para que me fuera a
la Península, a la guerra. Llegué a Melilla, saludé a mis padres. Recuerdo que mi padre
me dio un paquete de cigarrillos marca Búfalo. El nunca fumó, pero me los dio por si yo
quería hacerlo; supongo que fue su manera de aceptar mi entrada de lleno a la
responsabilidad que un hombre debía tener en la guerra. Los dos días que estuve en
Melilla me permitieron volver a sentir el significado de la familia, el valor de comer
caliente, de tener a alguien al lado y en mi caso ese alguien fueron mis padres y mis
hermanos, una bendición y a los dos días me embarqué.
Se me ha preguntado cuánto tiempo estuve en el ejército. Pues bien, pasé cuatro
años en el ejército, el tiempo justo hasta que terminó la guerra, pero como existía la
sospecha de una Segunda Guerra Mundial, el gobierno español decidió suspender los
permisos que nos correspondían y lo hizo en el año 1941, cuando ya España había
decidido no participar en esa contienda. Los que nos salvamos de esa etapa vivimos una
situación de terror.
El primer día de regreso al ejército, tomamos el tren, viajamos hasta Cataluña,
que está al noreste, frente al Mar Mediterráneo; pero no fuimos a Barcelona, que era
todavía republicana; llegamos a orillas del Río Segre, posición que ya pertenecía a las
fuerzas de Franco. Allí me quedé como dos meses, no me la pasé mal,
afortunadamente, porque cuando vino el comandante de Sanidad me designó como su
asistente. Lo primero que él me preguntó fue qué sabía hacer y, para salvarme de ir al
frente, le dije que sabía escribir a máquina. Al otro día me puso un papel en la mano y
se dio cuenta de que no era verdad, yo no sabía escribir a máquina. Con todo y eso, me
dijo: -Ya que no sabes escribir a máquina, voy a tenerte como mi asistente- . Eso sí
sabía hacerlo, pues constaba en limpiar su vaso, asear un cuarto, lustrar sus botas, hacer
una cama.
Esa experiencia me duró tres meses. Al cabo de ese tiempo lo cambiaron y
efusivamente me recomendó con el que vino. Este era un Teniente Coronel dos veces
laureado con la medalla de San Fernando, tenía las dos medallas más importantes que
concede el ejército al valor. Franco no las tenía.
Me preguntaban:
Ella tenía otra hija de 15 años, una niña preciosa, también cubierta con mucho
miedo; en un momento en que la miré, cosa que hice con ojos de bondad, la madre sin
pensarlo más, sin medir consecuencias, me la ofreció.
La guerra
Yo había superado una etapa terrible, porque lo peor de la guerra para un simple
soldado, son los piojos. Y es nada menos que, como no puedes bañarte todos los días y
estás en la trinchera, cualquiera que los porte, te pega los pedículos. Para controlarlos,
antes de dormir tomaba una tapa de betún donde colocaba los bichos, hacía un trípode,
debajo ponía una vela y con el calor éstos explotaban. No llevaba camiseta ni interior,
porque hacerlo significaba tener un almacén de piojos. Sólo me ponía la camisa y el
pantalón, que lavaba en agua hirviendo una vez a la semana, mientras que me quedaba
con la otra muda que tenía.
Eso en lo personal fue lo más desagradable. Por supuesto que el primer lugar lo
ocupa la muerte innecesaria. Luego la miseria en la que debes vivir. Aquello, aunque
no lo crean, no se puede describir, porque aprendemos en la vida que las comparaciones
son las que nos permiten reconocer la diferencia entre una cosa y otra para decidir mas
tarde por la mejor. En mi caso, ni les cuento, ya que al haber vivido en mi casa, estaba
acostumbrado a bañarme todos los días. De pronto te encuentras en el frente y sientes
que te pica, que no lo aguantas, ves a los demás en lo mismo y tienes que soportarlo.
Recuerdo que el ataque de esos desgraciados fue múltiple, desde entonces los
aborrezco, y es que hay dos clases de piojos, esos que se asientan en la cabeza y los
inmutables, que se pegan a la ropa; éstos últimos eran horribles, ya que cuando nos
invadían eran miles y miles y, sin importar lo que uno hiciera, no podíamos acabar con
ellos. Así que la guerra como ven fue contra tres bandos, los republicanos, los piojos
del cabello y los piojos de la ropa.
Llega el hombre a unos niveles de increíble falta de humanidad, donde se
pierden hasta los mínimos escrúpulos. Recuerdo que una noche estaba en la trinchera,
era el mes de Diciembre; después acabar con mi guerra personal de matar piojos, me
tomó el sueño y me acosté, habiéndome quedado adormecido. Las botas que nos daban
en la guerra no eran hechas a la medida, ni contaban con el mejor de los cueros. La
gran mayoría de los que tuvimos esa experiencia quedamos con juanetes en los pies,
pues apretaban hasta más no poder; por ello, me dormía sin botas, las ponía muy cerca a
mi lado, para que no me las robasen. De pronto escuché un ruido como de un roedor.
Me levanté, prendí la vela y había una rata enorme comiéndose mi pan, que lo tenía en
la mochila; por suerte tomé una bota, se la lancé y le pegué, se marchó. Al día siguiente
mi desayuno fue ese pan. Esa es la degradación del hombre. Ya no hay más. En el
momento en que te comes un pan que ya lo ha roído una rata, tú dirás: ¿Y este señor,
quién es?
Les cuento que en una oportunidad, estando en el frente de Cataluña, en la
40ava División , adherido al Comando de tropas voluntarias a la orden del General
Gambara, nos encontramos en una orilla del Río Segre; la otra orilla estaba ocupada por
los republicanos. En esos momentos se sospechaba una invasión a Barcelona. Estaba
con mis compañeros escuchando en la radio noticias provenientes de Ginebra, Suiza;
era el mes de Diciembre, el ambiente era promisorio de un inmediato ataque. Estando
temerosos por lo que nos estaba ocurriendo, quedé completamente sorprendido pues la
noticia era clara, el parte decía que se había firmado un pacto de no agresión, instaban a
que las partes dejaran la contienda e informaba que ya se habían alejado los países
extranjeros que estaban involucrados.
Una noticia que sonaba como música a los oídos, pero que en realidad carecía de
verdad alguna. Qué ironía, pensar en justicia, en ecuanimidad y en alguna esperanza de
paz, qué ilusos son los pueblos. Me reí, sí, me reí, pues lo que anunciaban eran todas
mentiras, los alemanes estaban cerca de nosotros, de hecho, más de lo que cualquiera
pudiese imaginarse; simplemente estaban engañando al mundo entero. Los alemanes
eran los refuerzos con que contaba Franco, y ellos lo hacían basados en la esperanza de
que Franco se convirtiera más tarde en un aliado incondicional, pues se acercaba lo que
ellos ya tenían en mente, el comienzo de la II Guerra Mundial, y estaba en juego el paso
de sus barcos y submarinos por los mares de España al igual que la misma aviación,
todo el esfuerzo se justificaba y les servía a ellos para poder probar sus armamentos en
plena guerra, cosa que estaban haciendo.
Un par de noches más tarde, el Teniente Coronel Ruygómez, me mandó a
llamar. Esa noche debía cumplir con uno de los trabajos más peligrosos en los que me vi
envuelto: me dieron un sobre lacrado, era un parte de guerra que debía entregar a los
alemanes, a los mismos que se encontraban en otro lado del frente: el Teniente fue muy
claro en cuanto a la orden, «Mire, Sultán, este parte debe ser entregado en las manos del
comando alemán. Si por casualidad usted es detenido por el enemigo, deberá comerse el
parte, más de ningún modo puede ser detectado». Nunca me sentí un héroe, me supe en
una misión de no retorno.
No puedo decir que sentí orgullo alguno por haber sido escogido, la realidad fue
todo lo contrario, me llené de temores, de miedos, de esos que calan hasta los huesos,
pero no podía negarme, pensé de nuevo en mis padres, en mis abuelos, en mis
hermanos, en todo, la vida de alguna manera estaba como jugando con mi vida y me
hacía ver lo sutil entre el disfrute de la vida y la posibilidad buscada de la muerte.
Negarse a cumplir una misión en combate, simplemente era castigada con la
muerte, no había alternativas. Esa noche, apenas entrada la media noche, cogí rumbo al
otro lado; mientras caminaba, a veces mis piernas flaqueaban, pero el deseo de vivir las
impulsaba y retornaba mi ánimo a seguir adelante. El parte debía ser entregado al
comando aéreo alemán, y así lo hice. Lo entregué en las manos del Teniente Coronel de
las fuerzas aéreas y, con las mismas, regresé a mi puesto, a dar el parte de que todo
estaba bajo control.
Otro detalle del momento es que en todos los trenes, el personal que ejercía el
control pertenecía a la fuerza de guerra italiana, pues Musolini, al igual que Hitler, le
hacían ver al mundo entero, de qué lado estaban. Ambos dictadores con su manera de
ser, sus escandalosos discursos públicos y, sobre todo, su despampanante manera de
mostrar a sus ejércitos, flaqueaban las fuerzas del enemigo. La guerra estaba planteada
no como una guerra civil entre españoles, había dos potencias que no ocultaban por
nada del mundo cuál era su lado amigo y la fuerza total de sus apoyos.
Como había sido asignado a Sanidad, a mi retorno a Melilla presté servicios en
el Hospital Militar, donde me destinaron al Pabellón de Venéreos; allí estaban soldados
que tras copular con muchachas en el interior del país, cuando llegaban ya tenían el
pene gangrenado. Yo era el ayudante del que curaba, quien no era militar. Era un
hombre muy preparado. Allí estuve cerca de dos meses. Aprendí a poner inyecciones y
a atender las heridas. Tanto en mi casa de Melilla como en la de Venezuela, quien
ponía las inyecciones era yo.
Luego pasé a un pabellón de medicina general. Después al de los tuberculosos.
En esa época había mucha tuberculosis porque no existían medicamentos para curarla.
El primer consejo que me dio una hermanita,
es que nunca me pusiera de frente a uno de esos enfermos.
Estando en el hospital hubo una epidemia de tifus exantemático, causada por
piojos; mató a una monja y nos tuvieron que poner unas botas plásticas para no
infectarnos. También me salvé de esa.
Cada cuerpo del ejército, un día a la semana, tenía que nombrar 10 soldados para
fusilar a un republicano. Esa semana le tocó a Sanidad y me escogieron a mí en un
grupo de diez. Yo me enfermé. No podía concebir matar a nadie, aunque sabes que entre
los diez soldados hay uno que tiene un fusil sin balas.
Llamé al cabo y fingí que estaba enfermo, yo mismo me creé una calentura, hice
que mi cuerpo no estuviera bien. Vino el sargento. Me tomaron la temperatura y me
encontraron con 39 de fiebre.
Ese día, gracias a Dios, me libré de matar.
En el cuartel no se está bien, porque cuando no tienes que hacer una trinchera,
tienes que lavar platos y ollas, o debes ir a la cuadra a mirar los caballos. Cada tres o
cuatro días debes hacer guardia. Yo seguía con mi enfermedad del estómago que no me
dejaba vivir. Menos mal que tenía el láudano.
En la guerra tuve la suerte de estar bajo la autoridad de dos comandantes que se
encariñaron conmigo. Sólo estuve una vez en el frente, en una cabeza de puente. En esa
ocasión me tocó ver a un muchacho que le cayó una bomba y le destrozó el estómago;
el sargento me dijo que me fuera a recogerlo, con mi compañero de camilla, pasamos
agachados y lo recogimos arrastrándolo. El pobre iba injuriando a todo el mundo por los
dolores tan grandes. Lo llevamos al primer puesto de socorro. Hicimos todo lo que
pudimos, arriesgamos nuestras propias vidas, no lo dudamos ni un segundo, pero como
resultado absurdo de todo ello, se nos murió en el camino.
Allí fue donde me encontré a mí mismo, me alegré de estar vivo. Al llegar lo
pusimos en un lugar y encima de una camilla estaba otro soldado que había muerto. Yo
me sentía aterrado. Lo sacamos y me acosté en la camilla del muerto porque estaba muy
cansado. Por la mañana vino el comandante y allí empezó la bondad de mi suerte
porque no volví al frente; pero, aún así, muchas veces tuve que estar en las trincheras
porque recibíamos esa orden.
Contar los pormenores de la guerra sería convertir este libro en un motivo más
de dolor, de tristeza. Esa no es ni ha sido la intención por la que quise dejar escritas mis
memorias, pero no puedo tampoco pasar ese capítulo como si no hubiese dejado huellas
en mí, en mi familia, en mi pueblo, o en mi país; eso tampoco. La guerra fue uno de
los episodios más tristes que España haya podido pasar; no hay que olvidar que muchas
familias por motivos variados y lógicos, no se encontraban en las mismas ciudades, a
veces unos vivían en el norte y a otros les tocó vivir en el sur; tomando esto en cuenta,
vemos que a veces hasta hermanos se encontraban en el frente luchando unos contra
otros. Puedo decir que una guerra no tiene justificación alguna, pero una guerra civil
mucho menos. Lástima que la historia no haya castigado a los culpables de esta
masacre.
Como les venía diciendo me encontraba en el frente, sin los míos, enfermo
gracias a ese veneno que me hicieron tomar y que dañó mis órganos y me dejó
sufriendo de grandes dolores estomacales, los mismos que me han acompañado hasta el
día de hoy.
Como soldado uno transmitía sus angustias a sus padres. En ese entonces
escribía cartas y más cartas, para que sirvieran de compañía a mi familia, en especial a
mi madre, quien sabiendo mi estado de salud debía estar sufriendo.
Uno se levantaba en la mañana con el deseo de recibir correspondencia, de saber
de los suyos, pero el correo no llegaba y a veces pasaban hasta dos meses sin saber de
ellos y viceversa. Esa situación me hizo valorizar el significado de la familia, los
valores de saber que contamos con ellos y ellos con nosotros. Luego nos explicaron en
mi división que no se podía recibir correspondencia alguna, para que no las tomara el
enemigo, y mis cartas no las dejaban pasar por la misma razón. Cuando más tarde llegué
de vuelta a Melilla con permiso, después de varios meses, me enteré de que mi madre
lloraba todos los días, de que se la mantenía rezando y hasta ayunando para que no me
pasara nada.
Estábamos metidos en una lucha que no entendíamos, peleábamos contra
nosotros mismos. Hoy con el paso del tiempo, veo que fue una guerra innecesaria que
llevó a España a vivir por años en la miseria, pero no dependía de nosotros los soldados;
eran los generales llenos de ambiciones y de cosas que nadie me ha sabido explicar, los
que decidían por nosotros. Me consta que de alguna manera muchos de los mejores
cerebros de España se fugaron y no retornaron, la mayoría jamás; la pérdida de
cerebros no se podría cuantificar, pero el daño social, cultural y económico, lo pagó el
país por muchos años. Ha sido tan solo la democracia la que nos ha permitido
desarrollarnos, comprendernos, hacernos trabajar unidos, la que le dio ese empuje que
requería, y lo vemos hoy en día cuando miramos a la nueva España desarrollando
empresas en todo el mundo, abriendo bancos internacionales, exportando maquinarias,
tecnología propia, todo gracias a la paz y a la libertad.
Cuando me dieron permiso, estuve con mis padres quince días. El reencuentro
con los míos fue un motivo festivo y, al verme, mi madre me miró de arriba abajo,
toda temerosa, pendiente de mi estado físico y con miedo me preguntó:
- Mi vida, ¿no tienes nada?-, Ella estaba angustiada y feliz a la vez. No dejaba
de mirarme, era como si se encontrara con un fantasma, era como si su milagro se
hubiese realizado, no paraba de dar gracias al cielo. Mi padre me miraba orgulloso, su
forma de verme ya era otra, era como si estuviese viendo a su ídolo. No hay que olvidar
que la guerra sirvió como acelerador en la transformación de cada uno de nosotros, nos
tuvimos que desarrollar, crecer y ser hombres mucho antes de la cuenta. Estuve con
mis padres 15 días. Pude, mientras tanto, explicarles con detalles lo que nos había
sucedido, lo que habíamos visto, mas no lo que habíamos hecho. Eso era un secreto
que, aunque nadie nos exigió guardar, nuestra conciencia y nuestra mente no nos
permitían hacer público. ¿Para qué íbamos a maltratar a los nuestros?¿Con qué
intención les íbamos a envenenar con las imágenes dantescas que nos tocó vivir?
¿Acaso ya no era suficiente con el que nos hubiesen separado de ellos, manteniéndolos
desinformados de las cosas mínimas como, por ejemplo, si seguíamos con vida o no?
Ya ellos habían sufrido demasiado y al ponerme a ver en retrospectiva, me doy cuenta
que nosotros no teníamos las mismas dudas; de algún modo, el saber que ellos sí
estaban bien, que la guerra no había llegado a nuestras casas, que nuestra familia estaba
en su hogar, nos daba un gran alivio. Sí, definitivamente, era otro el sufrimiento; la duda
y la incertidumbre a veces hacen mas daño que una misma bala.
Pasadas mis vacaciones, volvimos a nuestros lugares de origen. Digo volvimos
ya que mis hermanos Enrique y José también estaban en el frente en el Cuerpo de
Infantería.
Al término de la guerra me destinaron a un hospital militar en Melilla que tenía
muchos pabellones; entonces nos turnaban, pasando toda una semana en cada uno de
ellos, hasta llegar al último, que era de presos y dementes; yo pasé por todos. En este
último se podían ver los estragos que generaron esa guerra, el dolor y la marca que
quedaría en esos seres humanos. Era un espectáculo dantesco. Recuerdo ver a alguno
de los presos, nos cruzábamos la mirada y puedo testificar que ninguno de ellos sentía
odio por nosotros; pareciera ser que la guerra, la lucha, los daños, lo hubiesen ejercido
los falangistas, sobre ellos la situación era otra.
En el hospital había monjas y una de ellas, llamada Sor María, me mostraba
mucho afecto. Al saber que yo era judío, se impuso como tarea personal el convertirme
y a cada momento lo intentaba; en su mente debía existir algún tipo de lucha interna,
pues me decía:
-Si tú eres tan buena gente, cómo voy a concebir que seas judío. Y jocosamente
le respondía:
-Sor María, no se preocupe, que siendo judío soy tan bueno como cualquier
cristiano.
La triste realidad era que los médicos casi nunca iban a ver a los enfermos. Tan
sólo dependían de nosotros dos, quienes nos ocupábamos de ellos. Y en lo referente a
los locos, locos que fueron trastornados por la misma guerra, a ellos nada más había que
darles de comer. Los otros, los que se enfermaban, eran porque venían de campos de
trabajo forzado y cuando llegaban al hospital eran unos esqueletos. Actuábamos
mancomunadamente. Veía ese drama de los soldados republicanos que estaban
famélicos, enfermos, agotados por el sol de África y yo les daba las medicinas con que
contábamos.
Un día, un preso de apellido Caballero me pidió que me acercara a él y, una vez
a su lado, me dijo:
-Mire, señor Sultán, yo sé que usted es una buena persona, no me quiero morir
aquí. Yo vivo en Madrid y mi familia tiene una fábrica de velas. ¿Usted no podría hacer
algo por mí?
-Tenga paciencia- le contesté.
Hablé con Sor María y le dije que era un crimen que ese hombre se nos muriera
en el hospital. Lleno de gran coraje y recordando mi propia situación antes de la guerra,
tomé fuerzas y le transmití mi deseo.
-Vamos a hacer algo para sacarlo- afirmé. Entonces, en el historial del paciente
alteramos los valores de la fiebre. A veces le poníamos sal en la boca y el resultado de
su análisis mostraba signos alarmantes; al final, pudimos llenar para él un historial
clínico en el que su estado de salud se podía considerar casi como en estado terminal.
Se acostumbraba que una vez cada quince días venía un medico y una de esas
veces, tomé coraje y en un atrevimiento que me podía haber costado la cárcel, le
presenté la hoja de Caballero. Al tomarla en sus manos, le increpé:
-Comandante, este hombre se nos muere aquí. Vamos a enviarlo a su casa.
-Bueno, voy a conseguir que tú te lo lleves para su casa antes de que se muera.
A los pocos días me dijo lo que yo estaba esperando:
-Ya tenéis los permisos para que este hombre muera en su casa.
Me dieron los pasajes. Me embarqué con él y con otro enfermo más. Era el año
1940 y primero fui a Palma de Mallorca para dejar al otro, después seguí hacia Madrid
y lo dejé en su casa.
Las atenciones que recibí de parte de sus hermanas, fueron muchas. Era una
familia a la que le iba muy bien económicamente, porque entonces
se iba mucho la luz y por suerte, ellos eran fabricantes de velas. Me quedé unos días por
allá, la pasé de maravillas, colmado de todas las atenciones y después me volví al
cuartel.
La vida retornó a su estado normal, el mismo hospital, más heridos de guerra, los
mismos locos. Cuando llegué sufrí una condena, porque un día repartieron las hebillas
de los cinturones, que llevaban los escudos de Sanidad; se los dieron a la mayoría, pero
no alcanzaron para mí y me dieron una hebilla lisa, sin el logotipo. A las seis de la tarde,
que era cuando se salía en verano, regresando como a las ocho, dos sargentos estaban
sentados en la puerta del cuartel y uno de ellos me dijo:
-¡Firme! Media vuelta a la derecha. ¿Qué es eso que lleva usted ahí?,
refiriéndose por supuesto a mi cinturón y a la hebilla que no portaba señal alguna.
-¿Usted no sabe que pertenece al Cuerpo de Sanidad?
-Mi sargento, lo que me han dado es esto. Yo no he escogido nada-, le repliqué.
Y sin pensarlo dos veces, como sintiéndose dueño del mundo y de uno, cogió el
sargento y me pegó una patada en el trasero que todavía me está doliendo.
Lleno de ira, de vergüenza y de rabia, ante lo que me había pasado, fui y se lo
dije al teniente, que se llamaba Pino:
-Mire teniente, yo estoy aturdido, estoy cansado, ya no sé que hacer, en los
cuarteles lo que se hace es sufrir.
Aproveché mi perorata para denunciarlo.
-Hay un sargento que me tiene la vista puesta y me pega patadas, me insulta y no
me deja salir.
El me creyó y dijo:
-Primero, te voy a mandar «castigado» a la cuadra de caballos. Allí nadie te va a
molestar.
En la cuadra me encontré con un grupo de muchachos vascos; eran gente muy
generosa. El castigo era de 15 días y me hice muy amigo de ellos. Nos la pasábamos
hablando. Nos teníamos que levantar a las cuatro de la mañana, con una escoba de
ramas teníamos que sacar todo lo que defecaban los caballos que, por fortuna, no era
maloliente. Les poníamos paja para que comieran y se acostaran. Los llevábamos a los
abrevaderos. Mientras tanto terminábamos de arreglar la cuadra.
Allí concluía nuestro trabajo, a las cinco de la mañana. Entonces yo le pedí a
mi papá que me mandara unos potes de leche condensada. Como teníamos una fragua,
metíamos en una cacerola con agua el pote de leche condensada, como a la hora lo
abríamos y encontrábamos una crema riquísima, con eso completábamos nuestro
desayuno.
Pero las cosas buenas tienden a terminarse pronto; vencieron los 15 días y el
teniente Pino, a quien le habían impactado mis reclamos, me llamó de nuevo y me dijo
que me iba a mandar a Chafarinas, que es una isla desierta. Antiguamente, ésta había
sido hospital para suboficiales del ejército y también era una prisión. Allí estaba un
farero y un pelotón de 6 marinos. Llegué como comandante del lugar, porque era el
único soldado de sanidad destacado en la isla, por lo tanto era yo mi propio jefe.
Me pasaba todo el día leyendo a orillas del mar. Dormía solo en un pabellón que
tenía más de cincuenta camas.
Pienso que en ese tiempo, rodeado de mar por los cuatro costados, en una isla
casi como Napoleón, y sin miedo a nada ni nadie, con una visión diferente a la que
forzado me había visto en los últimos cuatro años, comprendí que la vida tiene otros
colores, que los distintos matices forman en conjunto un cuadro más real, más
romántico y que el hombre requiere de información de la misma manera que se
alimenta. Fueron meses que me permitieron incrementar mi conocimiento, en todo el
sentido; por un lado ante aquella tranquilidad, pude cernir mis experiencias y de ellas
sacar lo bueno, lo que hace a un ser diferente de los animales. Pude darle el justo valor
a la familia, mirar la naturaleza como algo digno de ver, no con aquel temor de
encontrar en cualquier esquina o en cualquier punto a un desconocido que, sin saber ni
siquiera el por qué, me pudiese haber quitado la vida, y no menos importante, el
desarrollo del no hacer nada, como dicen los italianos, il dolce far niente, me forzó a
buscar algo que hacer y fue allí donde comprendí que debía instruirme, debía saber más,
porque avizoraba un mañana y quería llegar a él con las herramientas necesarias. Sí, a
mí no me iban a recibir con la insatisfacción que genera la falta. Fue un tiempo que leí
y leí, sin parar; era tal la angustia por saber, por conocer, por aprender, que mis amigos,
los que me acompañaron en la isla, me prestaron todos sus libros y pienso que de algún
modo contaminé sus mentes, pues los veía a ellos en el mismo plan.
En la isla había un hombre, el llamado farero, que debía estar pendiente del faro,
para poder guiar a las embarcaciones durante la noche en momentos de aguas
turbulentas y demás. Este hombre, se ganaba la vida pescando de noche con un
palangre. Me tomó como su ayudante en los momentos en que iba a pescar y alguna vez
quiso pagarme por la venta que obtenía del pescado en tierra, pero me negué a aceptar
una sola peseta. Pero gracias a él puedo considerarme un buen pescador con palangre.
Esto me hace viajar libremente en el tiempo y retornar a mi colegio, y me doy
cuenta de que fui muy mal alumno. Yo vivía muy cerca del colegio y la playa me
quedaba en el camino. Muchas de las veces, miraba a la playa y, como si se tratase de
una mujer, ésta me seducía, me escapaba y me iba a nadar. Mi madre jamás me pegó,
ella tan solo amenazaba.
La cosa fue empeorando, pues en vez de ir al colegio todos los días, solamente
iba dos y me iba cuatro días a la playa a practicar lo que amaba y con lo cual a la larga
me convertí en campeón de natación. Eso me dio una fortaleza muy grande, porque me
la pasaba nadando y haciendo ejercicio; pero me perjudicó en mi educación. Gracias a
Dios que me llevé a Chafarinas dos bibliotecas en dos cajas grandes de cartón, que me
prestó mi gran amigo (ya fallecido) Samuel Salama, a quien recuerdo siempre. En los
dos o tres meses que viví allí me leí todos los libros. Me llevé un diccionario y un
cuaderno; cuando me encontraba con una palabra que no entendía, la buscaba en el
diccionario y la anotaba en el cuaderno. Esa fue la instrucción que recibí.
Así fui aprendiendo la gramática española. En esa isla casi desierta fue cuando tomé
conciencia y yo mismo me criticaba:
- ¡Dios mío, qué mal he hecho, he tenido la oportunidad de que mis padres me
pagaran un colegio para que me educara y no lo hice! Al menos cuando salí del
Ejército, a los 24 años, ya no era una persona inculta.
Luego de la tormenta viene la calma. Entré a ese pandemonium, con justo
dieciocho años; ahora contaba veinticuatro, tenía la mente destrozada, me sentía muy
mal y los malestares estomacales cada vez eran más frecuentes y dolorosos. Salía a
caminar por la avenida, mirando los negocios, mirando al cielo, viendo a nada, muchas
preguntas sin respuestas, demasiada incertidumbre. Me iba al puerto, podía pasar horas
contando peces, mirando al fondo del mar, viendo igualmente nada; de allí, era posible
que me fuera hasta la misma playa, un sitio que otrora me atraía, y pareciera que me
encontrase en otro mundo, en otra dimensión, nada podía satisfacer una necesidad
oculta.
Mi padre no me podía ver de ese modo, estaba triste, lo veía hablar con mi
madre, como si le estuviese pidiendo consejos, como si ella fuese la dueña de alguna
solución. Y así pasaban los días, uno jalando de un lado y el otro para el opuesto.
Cuando creyó saber la respuesta a mi tristeza, por de algún modo llamar al estado en
que me encontraba, sugirió, primero con suavidad, que me fuera a trabajar a su negocio.
Yo ya era todo un hombre, podía y debía producir, pero mi mente y cuerpo no me
ayudaban, me era imposible complacerlo; el solo echo de pensarlo me atolondraba y fue
hasta tal extremo, que tuve que pedirle a mi madre para que intercediera por mí, que
defendiera mi decisión. Le hice ver que no estaba en posición de encargarme de nada,
yo creo que no enloquecí de puro milagro.
En Melilla hay un parque decorado con baldosines de colores como los que
proyecta y pinta ahora Cruz Diez, el mismo se llama el Parque Hernández. En él hay
grandes caminos y se encuentran varias avenidas. Para que la gente pudiera disfrutar
del mismo en el lugar que apeteciera, existía el alquiler de sillas, cobraban quince
céntimos de peseta por el uso de ellas durante todo el día.
Al final, mis padres lograron entrar en razón, más aún cuando mi madre le hizo
ver a mi padre que yo acababa de llegar de la guerra, que mi cuerpo estaba lleno de
sufrimiento, que no podía hacerme cargo de nada que requiriese tener responsabilidad.
Aceptaron que necesitaba un descanso para poder oxigenarme un poco y ambos
acordaron dejarme a mi antojo, aunque siempre desde la otra orilla estaban pendientes.
Apenas desayunado en la mañana antes de las diez, me iba a la librería, veía
todos y cada uno de los libros. Solamente adquiría biografías de hombres célebres; en
mi yo interno quería aprender de ellos, emularlos dentro de mis posibilidades. Quizás
esa ambición, ese deseo de ser más, de llegar a más y al fin de lograr algo y de ser
alguien pienso que fue mi mejor medicina.
Comprado el libro de la semana, como ya dije, a eso de las diez alquilaba una
silla y me quedaba leyendo el libro hasta la hora del almuerzo; me levantaba, iba a casa,
donde nos sentábamos todos a la mesa, mis hermanos respetaban mi estado, comíamos
y era poco o casi nada lo que expresaba. Tomaba un pequeño descanso y me levantaba:
como a las dos de la tarde retornaba al parque, tomaba mi silla y seguía con mi lectura
hasta las seis de la tarde.
Fue una época difícil de mi vida, a muy pocas personas dejé acercarse a mí.
Uno de ellos, era Salomón Benarroch, mi gran amigo, quien murió hace poco en
Barcelona; él era un hombre sumamente culto, se podría decir que era un genio, a
extremos que con su conocimiento y poder de convencimiento logró que la Real
Academia Española eliminara del Diccionario de la Lengua Española palabras
ofensivas y discriminatorias contra el pueblo judío.
Ese hombre que se ganó mi amistad por su sapiencia y determinación, me
enseñó a escoger los libros adecuados.
Como todo, también llegó el momento en que estuve en posición de trabajar. Lo
hice, mas sin interés alguno por el dinero. Mi padre me mandó a la tienda, llegaba como
a las nueve de la mañana, abría la misma, tomaba un libro y a leer. Si llegaba alguien en
algún momento importante de la lectura, simplemente le contestaba que no había lo que
estaba buscando, lo sacudía y seguía compenetrado con lo que estaba haciendo.
El dinero que producía por simple ósmosis era suficiente para mí. En mi casa no
me faltaba de nada. Entonces se estilaban los cuellos duros de las camisas. Yo
disfrutaba mostrando mis ropas, costumbre que nos enseñó mi madre con las cosas que
nos cosía y como me gustaba vestir bien, busqué y conseguí la representación de una
casa inglesa que vendía cortes de casimir. Como era tan barato, escogía varios y se los
daba a un sastre que me los confeccionaba. Mi mamá me hacía las camisas, así vivía
feliz y me iba deslastrando de las tristezas de la guerra. Cerraba el negocio a las seis de
la tarde iba y con mi amigoa los bares a tomar el vino blanco de jerez y nos llenábamos
de pasapalos. Esa era mi manera de pasar la semana de Lunes a Viernes; por ser mi
padre muy religioso y tratando de complacer sus requerimientos, el Viernes era
diferente, pues mi padre no comenzaba a cenar hasta que el último de sus hijos estuviese
sentado a la mesa. No puedo dejar de mencionar que algunas veces todos estuvieron
esperándome, pues siendo el más sinvergüenza, llegaba como ya deben saber un poco
tarde.
No había reclamos. Mas sentía la manera de descontento de mi padre cuando al
comenzar el rezo, lo hacía con mucho brío, con mayor fuerza de lo acostumbrado,
luego se iba calmando y ya no podía esconder el amor que me profesaba. Dulcemente,
sonsacaba alguna sonrisa de mi parte al hacerme alguna pregunta simple, pero bien
infundada. Era, como les dije, un sabio.
Una nueva vida
Al empezar la rebelión en España, yo me había ido a vivir con mi tío Sady; él
vivía en la casa número 9 de la misma calle O’Donnell. Era un hombre rico, mas
padecía del corazón. Preocupadas mis tías y mi madre por su salud, para que no
estuviese solo en las noches, sin tener a quien pedir auxilio, me pidieron que lo
acompañara y lo hice con gusto, pues él era muy simpático y un ser del que uno se
apega en corto tiempo. La ocupación era simple, acompañarlo por la noche y por las
mañanas a desayunar, almorzar y cenar a mi casa. Dormía a su lado por si acaso tenía
algún problema y, de haberlo, debía avisar a mis padres. Mi tío vio con la abnegación
que hice mi papel y me tomó mucho cariño que fue recíproco.
Mi tío era propietario de una tienda que se ocupaba de vender telas a los árabes,
tenía representaciones del mundo entero. Ahora que recuerdo, teníamos
representaciones japonesas; entre las cosas inéditas que nos enviaron como muestrarios
para que les compráramos, había hasta bizcochos metidos en latas. Para mí fue algo
nuevo, abrir una lata y encontrarme con unos bizcochos que parecían recién sacados del
horno. Lo increíble era los precios que ellos ponían a todos sus productos, carecían de
competencia, eran un precio mínimo; aparte de ello, descubrimos un poco tarde que
ellos aceptaban lo que les ofrecían por sus productos, no entendimos en ese momento la
verdadera razón de ello. Hoy cuando debo prestar atención con más detalle a mi
pasado, razono y me doy cuenta de que ellos se estaban preparando para entrar a la
guerra, requerían divisas y esa razón era motivo suficiente para hacer lo que estaban
haciendo. El tiempo que estuve en la tienda con mi tío fue de aprendizaje
total, la mezcla de acciones a realizar, el tener que estar pendiente de las aduanas, los
impuestos, las compras, las divisas y tantas cosas, robó mi atención y, sin darme cuenta,
comencé a ser normal. No sólo eso, me gustaba y disfrutaba lo que hacía, nos iba muy
bien, yo era su secretario y, aunque no lo crean, no obtenía sueldo alguno. El era
republicano.
El alzamiento militar fue el 17 de julio. Días después del mismo, entraron a la
casa de mi tío unos conocidos suyos que eran falangistas. Llegaron mostrando sus
uniformes. Hablaron con mi tío con un tono amenazante, en el que no dejaban
posibilidad de malos entendidos. Le dijeron que requerían 60 mil pesetas, cantidad ésta
que para la fecha era toda una fortuna, tomando en cuenta que una casa costaba entre
30.000 y 40.000 pesetas. Le avisaron, sí, creo que es la palabra adecuada a lo que ellos
hicieron, le exigieron que lo hiciera lo más pronto posible. En fin, le ordenaron que las
buscara, ellos le habían hecho ver que conocían de sus comentarios, de su modo de
pensar y con ello estaba claro que era un vil chantaje, querían dinero o su vida. Mi tío
no contaba con esa cifra en efectivo, pero sí era respetado por su nombre y trayectoria.
Se fue al Banco de Bilbao, el mismo que ahora es el mayor accionista del Banco
Provincial de Venezuela y les pidió una hipoteca por la casa. Al ser una persona
solvente, no tuvieron inconveniente en dársela.
A los dos días los falangistas volvieron, tomaron el dinero y sin más, sin
escrúpulo alguno, manifestaron que eso era sólo el principio, porque estaba comenzando
una guerra y no sabían cuándo iban a necesitar más. Mi tío, que se sabía enfermo,
inmediatamente llamó a su médico, Don José Linares, y le dijo:
El negocio estaba situado en pleno centro de la ciudad capital, que para ese
entonces era apenas un diez por ciento de lo que hoy contiene. Estábamos situados
frente al Mercado de San Jacinto y a la parada del tranvía. Sí, yo pude vivir y disfrutar
de esos maravillosos tranvías con que contaba nuestra capital, en los que los caraqueños
se montaban luciendo sus mejores galas, en el que las niñas de la aristocracia caraqueña,
vestidas con sus uniformes colegiales, pasaban por allí y, como yo tenía el pelo rojizo,
les llamaba la atención; me venían a ver como si de algún artista se tratara, ellas no me
creían que era español, pues se suponía que todos los españoles tenían el cabello negro.
Fui, por mucho, centro de atención de estas hermosas niñas que se paraban allí y
siempre daban comienzo a conversaciones que hoy, al mirar atrás, sirvieron para
actualizarme de manera agilizada en lo concerniente a mi desconocimiento de muchas
de las nuevas cosas que se presentaban en este mi nuevo mundo. También recuerdo que
de vez en cuando recibía de alguna de ellas una llamada para invitarme a un baile, a una
fiesta o celebración que acá era algo normal y continuo. A eso debía sumar el hecho de
que las empleadas de los negocios cercanos organizaban los sábados «picoteos», ellas
ponían el pick up -de allí se originaba el nombre de la reunión-, los pasapalos y los
discos; nosotros poníamos la cerveza.
De nuevo cuando en pleno desarrollo del reagrupamiento de mis recuerdos, al
mirar con afecto, noto que aquellos fueron los años más felices de mi vida. Claro que
habría que entender lo que me había ocurrido y por lo que había pasado; ahora todo era
una gran fiesta, todo era excusa suficiente para vivir, disfrutar y no pensar en los
problemas que ya para ese entonces estaban enterrados en la profundidad de mi mente.
Y, qué les cuento, si el día a día era festivo, ni se diga cuando llegaban los Carnavales;
esta vez les dejo a su intelecto que se apliquen e imaginen lo que nos divertíamos. Lo
mismo sucedía en Diciembre durante las navidades; en ese entonces comprendí que el
venezolano disfruta dando, compartiendo, recibiendo, conociendo y sobre todo
entregando. Sus habitantes me recibían como alguien propio y aunque alguno que otro
me llamaba Musiú, que deriva de la palabra en francés Monsieur, mi señor, no
guardaban resquemores.
El amigo era sin límites, sin exigencias, sin compromisos. Y de ello quiero dejar
constancia, pues Venezuela, siempre fue un país muy alegre y si debo explayarme en lo
concerniente a su gente debo resumir que teníamos excelentes amigos.
Mi inclusión en la sociedad fue de inmediato: eso hizo que tuviera muchas
amistades. Me invitaban a sus casas y, como era la costumbre, con los padres siempre
de chaperones. Además debo admitir que en Venezuela el extranjero era muy respetado
porque venía con una cultura distinta y los padres aceptaban casar a sus hijas con
extranjeros. Las muchachas me invitaban a menudo.
Una joven de apellido Pietri, luego de haber bailado conmigo unas cuantas
veces y, déjenme decirles que aprendí y pronto me convertí en un buen bailarín, me dijo
que se quería casar conmigo. Ella era una muchacha como pocas, de buena familia,
costumbres y demás, pero cumpliendo con la promesa que hice a mi padre, tuve que
decirle que no; nuestras religiones eran diferentes, nuestro modo de pensar también y la
aceptación de los míos, era inadmisible, además de tomar en cuenta, que en mi época
eso no era normal.
Había venido a hacer fortuna y ayudar a los míos, la posibilidad de una boda, en
esos momentos estaba descartada. Entonces yo no tenía novia fija, tenía amigas que
cuando salíamos la pasábamos muy bien y como vivía en casa de mi tía no me faltaba
nada. Quizás esto hizo que no pensase en ahorrar, vivía con plenitud el momento y me
estaba recuperando del tiempo lleno de tristeza, soledad y falta de interés; había vuelto
a la vida y con toda la intensidad redescubrí las cosas buenas. Desde ese entonces me
he apegado a ellas y he tratado de que los míos las valoren y disfruten de igual modo.
Cuando repicotea
un alma
en nuestros corazones
Llegamos a Julio de 1945. Un día, como cualquier otro, no había hecho planes,
pues estaba al tanto de que mis tíos esa noche tenían salida, por lo que suponía debería
quedarme a cuidar a mi primita Silvia, que estaba recién nacida, hoy una gran mujer.
Mi tío se me acercó y me dijo que me vistiera, que me pusiera un flux oscuro, que me
iba a llevar a una fiesta. Fue como quien dice, mi presentación en sociedad. La fiesta
era en la casa de la familia del Sr. Bibas; vivían en la Avenida Francisco de Miranda,
en un terreno de unos diez mil metros cuadrados; lo sé pues ocupaba toda una manzana.
Su hija Estrella cumplía 15 años, fiesta en la que se acostumbraba presentar a las niñas
en sociedad.
Eran fiestas que emulaban a las bodas por la pomposidad, el cuidado y el esmero
con los cuales las hacían. Llegamos, y mis tíos, luego de las presentaciones de rigor,
siguieron saludando a sus amigos; mientras tanto, me fui adaptando a la misma. Era un
sitio soñado, una casa con todos los adelantos y adornos que permitía la época; en el
fondo toda un orquesta, y ésta había sido contratada tan solo para celebrar los quince
años de una jovencita: todo lo que veía me era de algún modo extraño, me sentía así.
Di vueltas, saludé a uno que otro amigo, pero sin intención alguna de quedarme
estacionado en un punto específico. Me mantuve dando vueltas, admirando la mesa con
el bufé, la de los dulces, las miles de flores que adornaban la sala de fiesta y la gran
terraza, con sus jardines. A lo lejos una luna llena nos acompañaba como si fuera parte
de la decoración y de pronto, a unos pasos de donde me encontraba vi a un grupito de
jovencitas: las miré con cuidado, sin disimulo, se podría decir que detallaba en cada una
lo que más se notara. Una de ellas portaba un librito colgando de la muñeca; cuando
sentí que la orquesta estaba por comenzar, pues había movimiento en la tarima, me
acerqué y le pregunté si podía bailar con ella.
Con gran parsimonia revisó su librito y me dijo que tenía libre un pasodoble.
-Eso es lo mío, le respondí. Como si me hubiesen escuchado, la orquesta empezó
a tocar con un pasodoble y bailamos. Ella bailó conmigo toda la noche, ya no le prestó
atención al librito ni a las promesas que otros tuvieron, estuvimos hablando sin parar,
supe que se llamaba Dora, Dora Abadí, que vivía en Maracaibo y que había venido a
pasar unos días de vacaciones en la capital. No dejamos nada sentado, no hicimos
promesas, no enseriamos la relación. Fue un día, una fiesta, unos bailes, un sembrar, y
al terminar la fiesta nos despedimos. Ella se fue a Maracaibo y ya no nos volvimos a
ver.
Pasaron los días como pasan, sin uno percatarse de muchas de las cosas que nos
suceden o transitan nuestra existencia y así llegamos al año de 1947. La mamá de Dora
quería un mejor futuro para sus hijas, quería que cada una de ellas formara un hogar
judío y todas eran poseedoras de lo mejor que una mujer pueda tener. Buen físico,
belleza esplendorosa, un hablar particular, meloso, cariñoso, atractivo y, en especial, un
alma de buena gente. Indiscutiblemente que el paso por ella a dar estaba más que
justificado. Sabía a conciencia que las niñas no tenían futuro, pues en el Zulia no había
muchos muchachos judíos.
Un buen día, estando en mi oficina, que quedaba en la mezzanina de La Linda,
revisando unos papeles, noté que algo o alguien me observaba, levanté la vista y la vi,
me miraba con afecto. Dejé lo que estaba haciendo y me dediqué a ella, a preguntar
sobre su vida; quería saber cuántos días pasaría en Caracas y, primero y principal,
quería saber si tenía novio o no. A su respuesta negativa y, al enterarme que sus
vacaciones eran ilimitadas, que se había mudado, que ahora su residencia fija era en
Caracas, lancé desenfrenada a toda mi caballería y noté que ella también estaba muy
interesada.
Hablé de mi familia y sin querer pasé por alto uno de los eventos más
maravillosos de mi vida, fue en el año de 1949. Mis cosas en el trabajo no andaban bien
del todo, pero eso lo veremos más adelante. Ahora, les estoy hablando de milagros, de
cosas bellas; luego de la espera acostumbrada de nueve meses, mi esposa entró en
dolores de parto. El tiempo de espera era interminable, lleno de dudas, incertidumbres,
miedos. Al poco rato, mi suegra y mis hermanas me trajeron la hermosa noticia, mi
primer hijo había nacido, corrijo mi primera hija. Sin haber podido verla aún, ellas me
la detallaron: mi hija tenía unos ojos verdes como faroles, su piel era blanca como la
mía; todo, según ellas, era igual a mí. No tuve dudas en cómo llamarla, ese amor que
vi y viví en mi casa, esa pasión que desde que tengo uso de razón existió entre nosotros,
debía tener una retribución y yo quise que fuese de por vida, mi primera hija se
llamaría Perlita, como mi madre. Esa fue mi manera de hacerle saber el amor que por
ella profesaba y aún sigo teniendo hoy por su memoria.
Vivir la experiencia de ser padre es una de las mas importantes del mundo, más
en un hombre que había tenido que vivir en y con la guerra, uno que tuvo que ver tantas
injusticias y muertes. Ahora el panorama se perfilaba completamente diferente, ahora
era parte de la creación de una nueva rama de mi familia.
Ese sentimiento es único, es un placer incomparable con cualquier otro
conocido, es un momento que encierra tantas cosas disímiles, pues mientras
aguardábamos en la sala de espera del hospital Centro Médico de Caracas, vestía de un
nervio irreconocible, mi estado anímico vivía momentos de ajetreo, una mezcla de
placer, dolor y dudas. Uno no puede creer que va a ser padre, hasta el instante preciso
en que viene alguien y nos anuncia: «Señor, usted es padre de una hermosa niña». Es
en ese entonces cuando nos damos cuenta de que somos nosotros y no otros los que
estábamos esperando, somos nosotros los afortunados y el premio mayor lo obtenemos
al ver a esa criaturita completamente formada, asomando ciertos rasgos que emulan a
nuestras familias. En ese instante, uno se siente el hombre más feliz del mundo.
Recuerdo que llegamos al hospital con nervios como cualquier padre primerizo
podría tener; también recuerdo que Dora iba tranquila, sosegada, asumiendo su gran
responsabilidad, ella iba a cumplir con su parte. Lo estaba haciendo con honores. Esta
manera de ser de ella, fue otro gran descubrimiento y disfrute en nuestra pareja. Desde
ese instante, me prometí que pasara lo que pasase, primero estarían mis hijos; sí, me dije
que estaría presente en cada uno de los partos, que no importara el negocio o los
negocios que estuviese generando, mi esposa y mis futuros hijos sabrían siempre que su
padre no los abandonó en el momento más importante y grande del mundo. Tampoco
iba a permitir que me contasen, yo no me perdería el protagonismo de cada uno de esos
eventos que, como ya les dije, fueron cuatro, los cuatro en el mismo hospital, todos
dentro de los parámetros que podrían ser considerados como partos normales. Lo
anormal venía luego, cuando la alegría desbordaba a la familia en pleno, pues todos
disfrutamos con la llegada de mis hijos.
Tuvimos la suerte de que nuestra hija Perla, la mayor, tenía mucha autoridad
sobre sus hermanos; ella, más que una hermana era como una segunda madre,
circunstancia que aliviaba la misión de Dora. La madurez y cordura que ostentaba nos
permitía hacer viajes a menudo pues sabíamos que los niños con ella y las domésticas
estarían bien cuidados. Vino la llegada de Annie y, al crecer, enviamos a mis dos niñas
a un kinder inglés; sabíamos que el futuro del mundo sería manejado por gente
políglota, apostamos a ello y, allí, ellas aprendieron a hablar el idioma con la fluidez
natural, como si hubieran nacido en Inglaterra.
Este paso dado en el pasado afortunadamente les sirvió mucho cuando se
casaron, pues por un lado tuvieron que acompañar a sus esposos a otros lares para hacer
sus postgrados y, al hacerlo, disfrutaron la facilidad que tenían de expresarse en otra
lengua. Hablé de Dora y, es acaso su ausencia la que frena mi mente, es quizá el dolor
de no tenerla a mi lado, el que calla tantas verdades, es de seguro el temor a despertarme
y descubrir que sí es verdad, que ella no está, el que no me ayuda a nombrarla, a
decirles a ustedes quién fue ella para mí, para mis hijos, para mi familia y, luego, para la
comunidad.
Ella era dadivosa en extremo en todos los sentidos: además de sus cualidades
como madre debo resaltar que Dora fue para mí una bendición, porque no le regateaba
su cariño ni a su familia ni a sus amistades. Ella vivía pendiente de todos. Jamás faltó a
ningún acto social ni familiar, bien fuera una circuncisión, una boda o un duelo.
Dora era una madre comunitaria, estaba pendiente de su madre, de sus
hermanas, de las mías, de sus amigas, de cualquier persona que en nuestra comunidad
requiriese de algo. Ella era una de las mejores amas de casa, disfrutaba tener a todos y
cada uno de los suyos en su hogar; la gente sabe sin que yo tenga ahora que explicar
cómo organizaba sus open houses, cómo amigos y amigos de nuestros amigos eran
bienvenidos a nuestro hogar; la gente sabe cómo y con qué felicidad les daba el
recibimiento, como si en persona los hubiese invitado uno a uno. Ella aceptaba mis
obligaciones, las entendía y gracias a su bondad y cariño pude colaborar con diferentes
instituciones, tales como el Colegio Comunitario, la misma comunidad, el apoyo a
nuestra Sinagoga y otras más. Mi paso y apoyo dentro de la Asociación Israelita de
Venezuela, Hebraica, la cofundación de La Confederación de Asociaciones Israelitas de
Venezuela, una de las labores más difíciles, de la cual me siento orgulloso de haber
colaborado. Ser uno de los judíos que más personas trajo a Venezuela de esas regiones
con economías pobres, con poco desarrollo y que en su llegada los albergó con trabajo y
aprecio. Cada uno de ellos antes que nada era, fue y es mi amigo.
Venía hablando de mis negocios en Margarita, de lo bien que me iba, subían las
ventas como suele hacer la espuma al batir la leche.
Fue entonces y no antes cuando me puse a reflexionar que debía incursionar en
Asia. Quería conocer los precios, las posibilidades, los surtidos. Quería conocer hasta el
último rincón de los recovecos de mi nuevo negocio, algo me estaba diciendo que
cometía errores, algo no me olía bien. Los años en la isla y las ventas al detal de la
mercancía que importaba me habían convertido ya no sólo en un detallista, era un
mayorista muy importante. Decidido, llamé a mi distribuidor de Canadá, le dije que este
nuevo viaje lo haría directamente a Asia, que iba a ver a mis suplidores y tratar
directamente los precios. No supuse que se iba a negar, pues el trato era que él obtenía
una comisión de todo aquello que yo comprara.
Sabiéndo él que de seguro yo iría a Hong Kong, se ofreció para acompañarme y
se lo acepté. Desde el primer día noté lo que yo había supuesto: a cada momento le
llegaban muestras al hotel, las cuales me dejaba ver, me informaba de precios, tallas,
surtido de colores, etc. Pero no pude conocer a ninguno de los fabricantes, era como un
viaje estúpido, estéril, en el que el resultado parecía ser el mismo de antes. «Aquí tiene
que haber gato encerrado, este tío me está ganando mucho más de lo que acordamos
como comisión, me está timando, veo que él está obteniendo más de lo que dice ganar».
Ya el daño estaba hecho, supuse que los beneficios que él había recibido de mí y los
años con que nos manejamos juntos, debían servir, para medir sus escrúpulos. Como
ven, me equivoqué, siempre hay en el camino de la vida un tipo que es más vivo que
uno. No podemos ejercer las reglas de humanidad, nuestros estudios de conducta, ni
sospechar de la buena fe de la gente; en todo momento, el dinero corrompe a quien
menos nos imaginamos.
Estaba claro; sin embargo no quise romper mis relaciones, ni mi amistad durante
ese viaje. Opté por no hacer nada, pero la lección estaba aprendida, no volvería a caer
jamás en el mismo error. Para el próximo viaje llevé, como de costumbre, a Mercedes, a
mi hija Perla y a mi señora. Carlos todavía estaba estudiando. El aprendizaje de Perla
cuando niña, le permitía hablar mejor el inglés que el castellano. Durante el trayecto, se
empapó con las revistas que dan en el avión y, una vez al tanto de todo, como
asombrada de mi inexperiencia me dijo:
-Mira papi, en Hong Kong hay dos sectores bien demarcados. Uno es donde
funciona el gobierno y la banca. Desde el primer instante noté que Hong Kong no era
donde estaban las industrias, que estábamos equivocados en cuanto al viaje que
suponíamos debíamos hacer. De inmediato siguió explicando que era en Kowloon
donde estaban casi todos los fabricantes.
-¿Por qué no vamos a Kowloon? Allí hay un señor que hace franelas. Como dije
hace rato, se debe seguir los instintos y algo me decía que ése era el camino correcto.
Con la seguridad de estar bien encaminados y como no soy escéptico, acepté. Llegamos
sin dilación a la fábrica que le llamó la atención a Perla, trajeron cientos de muestras de
franelas, una más bella que la otra. Mercedes escogió las prendas que más le gustaban y
las puso sobre una mesa. Quería antes de anotar o pedir, conocer el precio de cada una
de ellas: mas para nuestra sorpresa, el chino tomó un grupo de ellas, las amontonó, las
metió en una pesa y, viendo los kilos que marcaba, sacó su calculadora, hizo unos
cuantos números y me dio un precio que era casi la mitad de lo que yo estaba
acostumbrado a pagar.
Mi mente emuló al chino. Sin tener que sacar una calculadora, miles por no
decir millones de números pasaron por ella y saqué la conclusión del total de la estafa
que por años me habían hecho. Ese día y en ese viaje en especial rompimos y batimos
nuestros cálculos de compras, pues duplicamos y hasta triplicamos lo que solíamos
pedir. El chino lleno de alegría se convirtió en amigo, colaborador y consejero nuestro.
Esa experiencia me abrió los ojos, fuimos en busca de nuevos proveedores, ahora el
negocio era más promisorio aún. Allí se puede decir que empecé mis negocios con la
China, hasta ahora era con timadores.
Pasaron los años y mi hijo Carlos ya se había graduado con honores en
«Business Administration» en Boston. Como regalo de graduación, me lo llevé junto
con mi esposa a Hong Kong. Noté de inmediato que él había obtenido de manera
natural ese olfato, ese tacto y mucha inteligencia para los negocios. Cuando vi su
desenvolvimiento, cuando noté cómo se expresaba, cómo regateaba después de que
Mercedes había escogido, cómo asumía, decidía y al final obtenía lo que quería, supe
en quién delegaría el trabajo. Desde ese mismo momento, mi hijo Carlos se hizo cargo.
En el segundo viaje que hicimos juntos, me pidió que lo dejara intentar comprar, ya
tenía conocimiento de lo que se llevaba, de la moda, de los colores y de las tallas. No
tuvo que pedirlo dos veces. Él empezó a hacerlo y sus logros fueron mucho mejores que
los nuestros, porque regateaba los precios, era más joven y tenía una visión de
avanzada. En su mente, que trabaja a una velocidad superior a la de muchos, veía a
quién y qué iba a vender lo que estaba comprando, parecía que trabajaba con un rango
de motivos mayor que el de cualquiera. Carlos era y es el hombre especial para esos
negocios de gran envergadura.
Las cosas mejoraban de tal modo que un viaje al año no era suficiente. Ahora,
aunque las órdenes de compra se habían incrementado, siempre nos quedábamos cortos
y la nueva estrategia era hacer al menos dos viajes al año. Decidimos que no nos
quedaba otra salida: si queríamos pescar, debíamos mojarnos los pantalones. Sin
pensarlo dos veces señalé que debíamos abrir una oficina en Hong Kong; eso nos daría
más posibilidades, estarían nuestros empleados durante todo el año buscando
mercancías, muestras, modelos y calidades y, una vez al llegar nosotros, la escogencia
sería mucho más simple, pues todo estaría casi listo, esperando nuestra decisión.
Entre las fábricas que visitamos, nos encontramos con una en especial que
confeccionaba blue jeans; en ella había una secretaria que nos trataba con mucha
gentileza y vale la pena acotar que la mayoría de la gente con la que nos topamos en
Asia, así se comportaba y así se comportan todavía. Pero ésta, era como más sincera,
más sentimental, sus ojos, tal y como dice el refrán, la hacían ver de una gran
transparencia. Mi hijo Carlos entendió mi pensamiento y mientras yo me fui a
descansar y a cambiar al hotel, él le habló, le dijo nuestros planes, le hizo saber que
teníamos una seria intención de establecernos en la isla y que requeríamos para ello de
una buena gerente, algo así como ella misma, que se encargara de todo lo referente a
nuestros futuros negocios. Sin pensarlo dos veces, le dijo que no debería seguir
buscando, pues ella era la persona que nosotros requeríamos, que estaba a nuestra
disposición y que podría comenzar a trabajar para nosotros de inmediato.
Ella, como les dije, era china y se encargaba de las ventas; con todos los
importadores que llegaban a la fábrica era sumamente activa. Carlos la invitó a nuestro
hotel, en ese entonces estábamos hospedados en el Sheraton. Estando ambos en el bar,
yo llegué y, una vez puesto al tanto de lo que ellos habían convenido, le di un abrazo en
señal de aprobación y de bienvenida a nuestra organización. Y de una vez le di las
instrucciones sobre mis prioridades.
Le hice saber que quería que ella dirigiera todo lo concerniente a la oficina, ella
me repitió que era la persona indicada. Entonces le expliqué:
-Para yo emplear a una gerente necesito que sea metódica y que sepa lo que está
administrando: le voy a dar un plazo de una semana para que haga los estudios y me
busque el local y el personal necesario.
Tomó nota de todo lo que yo quería. A los tres días nos estaba esperando en el
bar y me mostró la carpeta, no le faltaba una coma.
Esta jovencita se llama Alice y todavía, luego de treinta años, ocupa ese mismo
cargo. Le di mi aprobación y alquilamos las oficinas en un centro comercial muy grande
que queda donde desembarcan los buques que vienen de Hong Kong. Hoy en día hay
dos túneles que comunican la isla con tierra firme.
De nuevo veo y lo subrayo que fui el primer industrial de Latinoamérica en
instalarme en ese lugar. Allí pasé a ser célebre. No podemos olvidar que yo hice mis
negocios cuando todavía Estados Unidos no había reconocido a China. Eran pocos los
países que confiaban en su modus operandi; en mí vieron un gran aliado, mas cuando
con el transitar del tiempo vieron que muchos de los nuevos importadores venían
referidos por nosotros, de algún modo les abríamos las puertas a mercados tan distantes
y pequeños que, de no haberlo iniciado en ese entonces, el desarrollo con Latinoamérica
se pudo haber dejado esperar por una decena de años. Mis proveedores, los chinos, me
llamaban «el cónsul» y me ofrendaban en agradecimiento, cenas maravillosas. En ese
entonces sus ferias de ventas eran muy pequeñas.
Lo primero que hicimos Carlos y yo fue entrar en China. Los chinos no nos
odiaban, pero conscientes que su sistema era anticapitalista, en el que el poder y la
riqueza eran tildados de maldad, ellos, al comienzo, no colaboraban. De todas formas
me atreví. Me enteré de que a los chinos les gusta mucho los dulces les compraba los
famosos caramelos Fauchon de Francia, que los vendían en una tienda japonesa de
Hong Kong. Cuando llegábamos y colocaba los caramelos en la mesa, ellos, al probar la
fruta prohibida, saltaban como niños a tomarlos.
En Pekín había una fábrica de camisas. Decir con cuántas costureras contaban,
cuántas máquinas tenían o cuántos empleados en total trabajaban en la misma, de seguro
me llevaría a un error; por lo tanto, sólo me limito a mencionarlo. Pero a mi manera de
ver, por la gran diferencia entre nuestros mercados, sus productos, que eran de primera
calidad, a nosotros no nos servían. Lo supe luego de probarme una de las muestras que
me dieron. No se olviden de que los asiáticos son más pequeños y tienen los brazos más
cortos que los occidentales.
Menos mal que pude detectar el fallo a tiempo (eso, gracias a experiencias ya
pasadas); les indiqué que estábamos muy interesados en su producto, pero que debían
hacer ciertos cambios en la estructura de los moldes para que fueran acordes a las tallas
que de alguna manera diferían de las suyas. Las grandes diferencias estaban centradas
en el cuello y, como ya dije, en las mangas. Me tocó enseñarles que a nuestros pueblos
se les vendía por los ojos, que el producto debía ser presentado de una manera que
luciera como en una caja de regalos y, al hacerme caso, me convertí en el nuevo
diseñador de empaques de los chinos. Ellos siguen practicando mis consejos y desde
ese día ellos colocan cada camisa en una caja que contiene una pequeña ventana de
celofán en la tapa, para que sin necesidad de abrirla, la gente puedanotar el color y el
diseño de la misma.
Pasamos a ser sus primeros clientes y los pedidos que generaban divisas para
ellos, hicieron que al poco tiempo se despertaran de su letargo y desde ese día aceptaron
todo tipo de sugerencias, porque estaban locos por vender.
Su forma de enviarme los productos en su fase inicial fue en cajas de madera,
no contaban con las cajas de cartón que ahora emplean con una gran diversidad de
espesores. Pareciera que fuera algo de más valor. Me las mandaban en cajas CIF El
Guamache. Cada camisa me salía en ocho bolívares, dos dólares para la época. Después
fui incrementando mis compras allá. Un día les llevé de España un pantalón de pana.
Cité a los posibles fabricantes y les puse el pantalón encima de la mesa. Lo miraron,
hablaron entre ellos, eran tres. Me contestaron que a pesar de que tenían la tela no
podían hacerme el pantalón, porque no contaban con ninguno de los accesorios que
llevaba la pieza. «Por eso no se preocupen», les dije. Llamé a mi oficina de Hong Kong
y ordené la compra de las máquinas de poner ojetes y el material correspondiente.
Todo me salió como por dos mil dólares. Me lo mandaron a Shangai y se los
puse a su disposición sin cobrarles nada. Llenos de alegría, el día que recibieron esa
ayuda, nos dijeron que ahora sí nos podrían hacer los pantalones. Y otra vez se repite.
Ese día en China, gracias a la acción rápida de un melillense, fue la primera vez que
hicieron algo con materiales que desconocían. Cuando llegaron a Margarita las mil
docenas que encargué, se vendieron muy bien.
Cuando comencé a importar los pantalones de China, me di cuenta de que la
marca que empleaban, Rose, era conocida como de fuera de moda. No quise que mis
prendas llevaran esa marca, pues sería cuesta arriba tratar de cambiar la imagen que en
el mundo había de ellos. Por lo tanto, debíamos hacer un cambio para que la estrategia
con los pantalones funcionara como era debido. Me estoy refiriendo a los años 70 y por
esas fechas, estando en la ciudad de Milán con mi hijo Carlos, a él le llamó la atención
los graffitis, el nombre tenía una buena sonoridad, aposté a ello y la registramos en el
mundo entero. Ya con todos los hierros en la mano, le dijimos a los chinos que
queríamos llamar a nuestros pantalones y a nuestras prendas con ese nombre, que hoy
es conocido y reconocido en muchos países y en especial en el que vivo, en Venezuela.
Cuando fundé la primera tienda Graffiti, yo era el comprador y, por la
importancia que cobró la empresa, no tuve más remedio que viajar por el mundo entero
buscando productos de buena calidad. Di y di vueltas por doquier, pero en verdad donde
mejor los conseguía era en Hong Kong, porque todo lo que se producía en China pasaba
por sus puertos. Nosotros salimos favorecidos al comienzo, ya que muy pocos países
mantenían relaciones con ellos y por lo tanto pasamos a ser uno de los grandes
importadores.
Los chinos se las juegan el todo por el todo, ellos tienen una espada de
Damocles todo el tiempo, pues en esa época, cuando estaban abriendo sus
exportaciones, trabajaban como una sola empresa. Si de alguna de sus plantas, sus
productos salían defectuosos, de mala calidad, o tenían algún tipo de impedimento para
ser vendidos, se perjudicaba toda la nación. Por lo tanto, ellos escogían entre su
gente a los mejores y la misma necesidad de trabajo hacía que lo que producían lo
hicieran bien, de allí que uno comentaba, que los chinos tienen unas manos de oro. No
les quedaba más remedio, se la jugaban el todo por el todo. En lo personal, nunca he
recibido una mercancía venida de allá de segunda mano, de baja calidad, o con defectos
ocultos. Ellos son sus primeros críticos y censores, no admiten que una prenda
destinada a la exportación tenga algún defecto.
Les estoy contando de mis años buenos, de mis tiempos de abundancia y es en
ellos y gracias a mi estatus que puedo ir a mercados tan lejanos. Los chinos me atendian
a cuerpo de rey pues siempre les pagué de contado y eso ellos lo apreciaban mucho. El
sistema era simple, si querías que te cumplieran y atendieran, les colocabas el pedido y
les abrías una carta de crédito. Los banqueros no son tontos y al ver el auge de las
tiendas y de mi persona, me daban todo lo que les pedía y más, me llovían ofertas de
muchos bancos, era una época dorada, en la que sin tener cuentas en algunos bancos, se
me acercaban para ofrecernos interesantes líneas de crédito. Ese nuevo poder, la
liquidez, fue algo que me hizo subir mucho en el ranking de los compradores.
Seguimos disfrutando del buen riego, todo, hasta que Estados Unidos
reestableció relaciones y Europa, para no quedarse atrás, se animó también a comprar a
los chinos. Debo decirles sin temor a exageración alguna, que la práctica que nosotros
les dimos, la confianza que les otorgamos, los pedidos de tantas cosas variadas con las
que solíamos tratar, ayudaron de algún modo al desarrollo industrial de esta nueva
emergente y pujante China. Y es a ella, a la que humildemente, en unión de mi mis hijos
que siempre me acompañaron, me tomo la libertad de reconocer nuestro apoyo a sus
logros por nuestra fe, entusiasmo y visión.
Dicen los que saben, de los buenos toreros, que una vez en el ruedo, uno debe
hacer lo propio para que la corrida brille; por lo tanto, ya no me conformaba tan sólo
con la ropa, además de eso ligaba mis compras con mi negocio original. Contaba con
los cuatro elementos que nos acercan al éxito. Tenía juventud, equipo de relevo, capital
y tiempo. De a poco, todo lo que iba necesitando se lo compraba a China y con un
resultado fantástico.
La mercería era una tienda a la que iban todas las mujeres, a comprar una aguja,
una cinta, una tiza de marcar, tiras bordadas, pedrerías y demás; eran negocios muy
prósperos, además por lo rápido del movimiento del capital, se obtenía muy buen
beneficio, sin competencia.
Como de costumbre, algunos copiaron mis pasos, mis negocios, otros hasta
tuvieron la capacidad de saber descubrir dónde compraba, a quién le compraba y hasta
qué comprábamos. Como dije, salieron algunos competidores, pero no con el éxito que
teníamos nosotros. El secreto radicaba en dos factores, uno de ellos el afecto que nos
tenían y el otro y no menos importante, el volumen con el que trabajábamos.
En una época llegué a ser en Venezuela, el importador más grande de botones.
Los compraba hasta en Holanda, donde la calidad es tal y la materia prima tan
diversificada, que hasta me consta hacen unos botones con material que proviene de la
leche.
Con este tipo de mercancías seguí y con ellas estoy, dejé a mis hijos el total
desenvolvimiento de Graffiti y yo me mantuve vendiendo otros productos similares.
Últimamente agregué una nueva serie de productos, entre ellos, encajes lycrados,
canutillos y lentejuelas, artículos todos que están muy de moda; también vendo
imitaciones de encaje, mucha tira bordada y todo lo que desde mis comienzos vendí.
Todo esto me hace sentir orgulloso y me da la tranquilidad de saber que la línea que
escogí en el año de 1950 sigue tan viva como yo. Por ello aprovecho el espacio y doy
públicas gracias a Dios.
Puedo y como hombre experto me atrevo a decir a mis noventa años que la vida
tiene un eje central que nos ha servido y nos ayuda a disfrutarla, ése es el que ejerce la
familia. Una buena esposa, una buena madre, una buena amiga, que además nos regala
un manojo de buenos hijos, son la energía que se requiere para aprender a respetar las
cosas buenas que están en la naturaleza, pero que a veces no las podemos notar.
Ese primer paso de alguno de nuestros hijos, ese adelanto en cuanto al balbuceo
de alguna palabra y, más aún, si ella es papá o mamá, ese primer boletín con excelentes
notas, los quince años de mis hijas, la primera boda de uno de los nuestros, el primer
nieto, el primer bisnieto, todo ello es la valía más importante que está depositada a
tiempo completo en nuestros corazones. No quiero mencionar pérdidas, porque este
párrafo es uno que lo considero debe ser constructivo, de enseñanza, seguimiento,
continuidad, esperanza. Luego de mencionar a mis hijos, están mis padres, sus
ejemplos, su visión, sacrificio y entrega.
Mis hermanos. Aquí noto que, por la manera de desenvolverse el castellano, me
toca pluralizar pero, tomando la batuta, voy a desdoblar esa palabra y hacerla más real:
mis hermanos y mis hermanas, a quienes he querido, hasta más allá, a los que están y
otros que se fueron; a los que sentimos cerca, como a los que se alejaron, pero que
sabemos están siempre allí, a nuestro lado, a nuestro entorno.
Y para terminar la idea, recomiendo a los hombres que trabajen, que no cesen,
que el hacer es el alimento tanto del cuerpo como del alma. Esta entrega al trabajo que
hice desde mis tiempos juveniles y que por más de setenta y cinco años he realizado, ha
logrado el milagro que aún hoy cuando hablo con mis hijos, amigos o vecinos, ellos me
oyen y escuchan, me saben apto para las recomendaciones que hago y valoran mi
lucidez, premio que sé, debo a mi entrega incondicional al trabajo.
Mi entrada al campo comunitario
Mi amor por la comunidad nació de ipsofacto, era una efervescencia que nos
forzaba a un empuje sin descanso, ni respiro. La mayoría de las instituciones no
existían y había que crearlas, en algunos casos no se retrataba ni en los sueños de los
más creativos. Surgir, hacer, lograr, era el pan nuestro de cada día y alcanzarlo
conllevaba a un gran esfuerzo. Pero la juventud nos embriagaba con energía y nos
permitía seguir soñando.
Mi entusiasmo y deseo de hacer, aparte de mi elocuencia, me ayudaron a
convertirme en presidente de la Fundación Amigos del Instituto Científico Weizmann,
nombrado en honor de uno de los sabios que convenció al mundo entero de la
posibilidad de la creación de un Estado de Israel. Los judíos colaborábamos mucho con
esta institución. Cuando el Dr. Rafael Caldera llegó de su primer viaje a Israel,
organizamos un acto en el Hotel Tamanaco para realzar ese gesto de acercamiento.
También como ya conté fui Primer Vicepresidente de La Asociación Israelita de
Venezuela, Maestro de Ceremonias en todo evento importante que tuvo la Comunidad
de Venezuela durante muchos años. Tuve el honor de conducir un homenaje que le hizo
la Comunidad a Don Rómulo Gallegos, cuando se tradujo Doña Bárbara al idioma
hebreo. Allí se encontraban Rómulo Gallegos, Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, y
Wolfang Larrazabal.
Durante esos años también me ocupé de la organización del Baile Anual de
Presentación en Sociedad de las quinceañeras de nuestra comunidad .Tuve el gran
honor de recibir en casa a personalidades del mundo judío, Presidentes de
Universidades israelíes, a varios Ministros, a Abba Eban, Haim Herzog. Esto permitió a
mis hijos disfrutar de unas experiencias que, además de ser muy interesantes y
didácticas, les ha servido para reforzar el apoyo y el sentimiento hacia el Estado de
Israel.
Puedo dar fe de ello de muchas maneras, pero pienso que sería bueno y
emocionante compartir con ustedes la experiencia que junto con mi esposa y gracias a
mis hijos pudimos vivir. Cuando Daniel, mi nieto, el hijo de Simón, hizo su Bar Mitzva
en Israel, mis cuatro hijos y sus cónyuges nos dieron una sorpresa. Nos dedicaron El
Jardín de los Justos entre las Naciones, en Yad Vashem, en Jerusalén. Es el único lugar
de este Museo que celebra la vida, pues gracias a más de 20.000 justos (no judíos) se
salvaron miles de judíos durante el Holocausto. Fue una ceremonia muy conmovedora,
estaba el Alcalde de Jerusalén, personalidades del gobierno, sobrevivientes salvados por
justos y también varios de los justos. Además, por supuesto, toda la familia que había
asistido a la Bar Mitzvá. Este jardín es visita obligada de muchísimas personas que
acuden a Yad Vashem, especialmente de los grupos que vienen de Venezuela.
Estoy de nuevo rememorando el pasado y lo vivo como si fuese en presente. Me
veo en mi hogar, con mi familia, hablando de cosas comunitarias con mi gran amigo
Rubén Merenfeld. Trato de hacer un recuento de todas y cada una de las instituciones
que ayudamos a nacer, que vimos eran necesarias para poder lograr que nuestra
comunidad perdurara en el tiempo y, además de complacido, quedo sorprendido. El
colegio comunitario, el periódico comunitario, Hebraica, CAIV, las carnicerías kasher.
Recuerdo las noches, que se hacían cortas, cuando hablábamos de los problemas
comunes y siempre estábamos de acuerdo porque teníamos las mismas ideas y los
mismos proyectos. Me llamaba hasta las once de la noche para consultarme ideas. Nos
queríamos como hermanos porque era muy grande la similitud de pensamiento y acción.
Si él tenía una idea yo lo acompañaba para fructificarla y hacerla posible. En una
oportunidad fuimos directores del Instituto Cultural Venezolano Israelí, que cuenta con
algunos de los hombres más eminentes de Venezuela. Y, me pregunto, ¿en cuál
reunión no estuvimos, en cuál no participamos? No lo sé, pienso que en todas o al
menos en la gran mayoría. Rubén era insaciable, era entregado a los suyos, no dejaba
pasar una, él pudo hacer mucho, muchísimo más de lo que tenemos, pero la suerte no lo
acompañó. Mi amigo el Dr. Rubén Merenfeld murió y yo lloré como un niño.
Era un hombre tan humilde en todo lo que hacía. El fundó la mayoría de las
cosas que tiene hoy en día la comunidad judía en Venezuela.
Club Puerto Azul
Sultán independiente,
Graffiti en tierra firme
B´nai B´rith
Pertenecí a B´Nai B´Rith, una asociación que fue fundada finalizando el siglo
XIX, por judíos de origen alemán y austríaco que cumple una misión similar a otras
asociaciones, la de hermanar a todos los judíos que quieran colaborar con sus ideas. En
Caracas se fundó la primera sociedad que tenía los mismos principios que la original: B
´nai B´rith Caracas, que se dedicaba a hacer buenas obras y a aclarar la posición judía
en el mundo. Es una organización muy importante en los Estados Unidos, donde tiene
un puesto no activo dentro de La ONU y una autoridad moral muy enorme.
Mis amigos contemporáneos. Mis compañeros me eligieron presidente de otra sección
que se llamó Logia Simón Bolívar, constituida por jóvenes con ganas de colaborar
también. Y me place recordar que allí hice muy buenos amigos. En aquella época,
siendo yo presidente, el Dr. Bendayán propuso que hiciéramos la donación de un
terreno para un campo deportivo en la Urbanización San Luis. Recuerdo esa entre otras
muchas obras. Una de las cosas que más me enorgullece es que contribuimos a la
creación de un edificio en Altamira, donde hoy se celebran bodas, ceremonias de B’rith
Milas y de Bar Mitzvah. Nuestras señoras organizaban allí reuniones sociales en
beneficio de personas necesitadas y afortunadamente recavábamos suficiente dinero.
En el tercer piso de la sede, La Unión Israelita de Caracas ha abierto una
Sinagoga para que la juventud que vive por esa zona no tenga que caminar hasta San
Bernardino para acudir a los oficios religiosos.
El Estado de Israel
En 1917, el canciller inglés Balfour prometió en las Naciones Unidas,
que Gran Bretaña concedería a los judíos un Estado para acogerlos a todos.
Hagamos un poco de memoria y recordemos que en el Holocausto mataron a
más de siete millones de judíos y previamente les habían despojado de todas sus
pertenencias. De los pocos que quedaron vivos, los que pudieron liberarse de los
campos de concentración, después de la llegada de los americanos y de los rusos no
tenían nada, quedaron solos, porque les habían matado a sus familias e inculcado el
miedo.
Europa, que de algún modo se había convertido en cómplice silencioso de esa
gran barbarie humana, ya no les daba seguridad, los recuerdos y los traumas estaban a
flor de piel y el llamado bíblico comenzaba a funcionar. Así, sin mucho por escoger, la
gran mayoría de ellos emigraron a Israel, su tierra prometida que, aún no habiendo sido
liberada, era la única esperanza que les quedaba. Veamos que la creación del Estado
Judío se logra en mayo de 1948, tres años después de terminada la Primera Guerra
Mundial. Sin embargo, conociendo lo que estaban por conocer, el deseo y la añoranza
de volver a la Tierra Prometida tal y como canta el Himno Nacional, fue más fuerte y
así lo hicieron.
En 1947, en la ONU se presentó un proyecto de la creación del Estado Judío,
que fue sometido a votación en Noviembre de ese año. Se requería el consentimiento de
las dos terceras partes de los miembros. Gracias al voto favorable de los países de
Latinoamérica se aprobó la creación del Estado de Israel y se le otorgó el territorio que
hoy tiene esta nación; sin embargo, hay que resaltar que Rusia fue el primero que apoyó
esta acción. El segundo fue Estados Unidos, que todavía dudaba; pero un viejo judío
que tenía una tienda de ropa, amigo personal del Presidente Truman, lo visitó y
convenció de que Los Estados Unidos de América debía ser el segundo país en
reconocer al Estado de Israel. Después se adhirieron todas las naciones que compartían
su política. Israel es un ejemplo para el mundo, porque ha superado tantas dificultades.
La entrega se hizo sin mucho dolor de parte de los que no estaban acordes con
ello, pues sabían que lo que heredaban los judíos era un desierto. Nadie suponía que
esos hombres y mujeres, en su mayoría sin fuerzas, podrían convertir ese terreno
desolado en lo que es hoy en día.
Por fortuna, una parte dominada por el Protectorado Inglés ya empezaba a ser un
vergel, ya que judíos de Europa y Rusia, que habían emigrado en los siglos IXX y XX,
prepararon muchas tierras, formando los Kibbutzim.
Hoy, por todos lados se denota un vergel donde antes había tierras áridas del
desierto. Nuestros correligionarios, con fe y con el apoyo de una comunidad foránea
que nunca los abandonó, han hecho de nuestro estado en definitiva el más bello jardín
del Medio Oriente. Mas no sólo eso, aún careciendo de petróleo como todos sus
vecinos, con el estudio, sí, con su libro que es el emblema de nuestro pueblo, con La
Torá y el deseo, más la anuencia del Creador, ellos han logrado sacar agua desde las
partes más profundas de los desiertos. Han tenido el poder de convertir un sueño en
realidad, hacer que el agua salada se convierta en dulce y potable y que los hijos de esa
generación, la que emuló cuando Moisés los sacó de Egipto, se preparasen, educasen y
hoy son en todos los campos, figuras prominentes, ingenieros de punta, arquitectos
brillantes, químicos ejemplares y médicos de avanzada.
Esos judíos recién salidos de los campos de concentración y, como ejemplo de
cómo estaban, puedo emplear palabras de nuestro Libertador «Cadáveres Insepultos»,
eran, y que me perdonen la expresión, un saco con huesos. Ellos, junto con sus hijos,
tuvieron que inventar cómo hacer para rendir el agua. Hoy, Israel posee millones de
árboles y por ello somos considerados el pueblo del árbol. Tan sólo en la antigüedad
era el pueblo judío el que se ocupaba de sembrar árboles de dátiles, nadie veía en ellos
un negocio, pues desde la siembra hasta que llega la cosecha se requiere de sesenta años
y, como ven, quien piensa a futuro sin interés de lucrarse, a sabiendas de que él no
podrá gozar de su fruto ni de su ingreso, es sin dudas el pueblo judío. Es tan seria esa
acción, que inclusive existe un bosque que se llama Simón Bolívar, en honor al prócer
venezolano y a la bondad de su pueblo que siempre nos apoyó.
El Estado de Israel se creó para que todos los judíos que lo desearan hicieran de
él su hogar. El antisemitismo en el mundo, lamentablemente no ha desaparecido.
Recuerdo una vez que estaba en el aeropuerto de Milán, había un señor alto, muy fino,
muy bien vestido. Hubo un retraso del avión que pensaba tomar y al hombre no se le
ocurrió decir otra cosa sino:
¡Qué judiada!
Me acerqué a él y le dije
«Mire señor, yo soy judío y qué culpa tengo yo de que se haya retrasado el
avión».
Todo viene porque en el diccionario de la lengua española existía esa palabra y
la gente la asimilaba como algo normal. Me miró, se dio cuenta de lo que acababa de
hacer, pidió disculpas, prometió no volver a emplear la palabra.
Un amigo que ya murió, Salomón Benarroch, escribió a la Real Academia de la
Lengua Española y argumentó para que fuera eliminada esa palabra, entre otras, porque
tenían un contenido antisemítico. El error fue corregido y en esa ocasión fueron
eliminadas otras similares.
He estado varias veces en Israel: primero porque estaba emocionado por el
Estado, y luego porque, como presidente de varias organizaciones judías, tuve la
oportunidad de visitarlo de vez en cuando, además de los muchos viajes que hice con mi
señora.
El país se ha industrializado de tal forma que mantiene negocios con muchas
naciones del mundo. Causa asombro que este país tenga el ejército mejor organizado del
mundo, cuya característica principal es la premisa de no dejar un solo soldado en
terreno enemigo, aunque esté muerto. En el sector civil son famosos por sus productos y
cuentan con cosechas de naranjas que compiten con los mejores productores. Además,
venden grandes cantidades de flores naturales al mundo entero, sobre todo en época de
invierno. Israel tiene un parque industrial que provee todas las necesidades del país y
exporta sus productos, principalmente a Estados Unidos. Con orgullo puedo decir que
este país tiene que importar mano de obra europea bajo contrato para poder seguir
creciendo porque el gobierno se ocupa de todos los problemas que presenta el Estado:
por ejemplo, tiene industrias de tan alta categoría que varios países envían sus aviones
para modernizarlos allí.
También en Tel Aviv existe uno de los edificios más altos donde se procesan los
diamantes y se distribuyen al mundo entero. Me complace relatar de manera somera
todo el adelanto de este país, que con tan poca edad ha logrado que sus productos
tengan una demanda universal.
Mis amigos
Me siento en la paz que nos llega con los años, en la tranquilidad que nos da el
bienestar, en la seguridad que descubrimos al ver a nuestros hijos orientados y con la
alegría que nos invade el ver a nuestros nietos y bisnietos encauzados por el camino del
bien. Uno como hombre realizado comienza a buscar motivos, razones, causas,
nombres, y gente. Mi corazón está colmado de placer por buenos momentos, por bellos
detalles, por tan hermosos seres que habiendo pasado en mi vida, dejaron una impronta
muy clara. Ellos legaron cosas que pasan a ser el capital y las reservas de un ser que ha
sabido apreciar a sus amigos, a extremos que no hay un sólo día que no piense en ellos.
Mis amigos son y han sido parte de mi familia, por ellos y con ellos he aprendido y
hecho cosas que solo, quizás ni las hubiera pensado.
Cada uno de ellos requeriría un capítulo separado, pues en sí, parte de mi vida,
de mis recuerdos, de mis momentos más felices, los compartí y viví con ellos.
Samuel Salama
Mi muy querido Samuel, amigo de mi juventud, ese hombre fiel que por años
demostró con su esfuerzo, dedicación y tiempo, lo que es un amigo de verdad. Había
terminado la guerra, el dolor que se reflejaba en mi cuerpo y en mi alma no me dejaba
un espacio como para pensar en el futuro, en mi porvenir. Era tal la rabia, que no
sabría ni cómo expresarla. Los malestares ocasionados por el veneno que me hicieron
beber, que aún siguen haciendo estragos, no ayudaban a mi confort. Pero estaba él. Mí
amigo, ése que no dejó que me fuera a una isla solo, que me obsequió toda su biblioteca
para que sirviera de compañía a mi soledad y que me abrió el apetito por los buenos
libros, las biografías y la historia.
Remembranzas encontradas en una persona, la misma que durante otro de los
tristes recuerdos que invaden mi pasado, fue de nuevo el «salvador» y, cómo no
detallarlo de esa manera. Mi tío Sady ya estaba en Venezuela y, al pasar unos años me
mandó a llamar. Quizá fue mi estado de ánimo, quizá el sentimiento de pena o de culpa,
o tal vez todo unido a que, siendo el mayor de mis hermanos, debía de pensar en un
porvenir, no sólo para mí, para ellos. Me hizo meditar que un «salto al charco» era una
puerta abierta a muchas cosas, que un país como el nuestro, en donde recién acababa la
guerra, no era el mejor sitio para nosotros. Y quién mejor que yo, para servir de guía a
los demás. Había que hacer todo lo posible por dar comienzo a una nueva vida, a una
nueva historia. Tomada la decisión, aceptada la invitación, me dirigí en busca de un
pasaporte para poder viajar.
Llegué a la oficina donde se expedían, un policía me reconoció como judío.
Leyó algunos expedientes, miró con lupa mi pasado y, sin saber ni cómo, sin tomar en
cuenta mi tiempo en el ejército, mi lucha por la patria, mi defensa obligada con Franco,
de inmediato me volvía a sus ojos, como un judío traidor. Según me lo hizo ver, en ese
momento no me enviaba preso, tan sólo por lástima, pero me dijo que nunca obtendría
el pasaporte, que ese documento estaba vedado para mí. Salí cabizbajo, su ofensa había
logrado herir mi alma y un manto de tristeza cubrió mi cuerpo: ya fatigado y sin
ánimo alguno tomé rumbo desconocido. Quería ir… a ninguna parte, quería hablar…
con nadie.
Ya no supe ni qué hacer. Entonces me di cuenta de que estaba parado frente a
mi madre, a mi bella Perla. No aguanté más. Las lágrimas corrieron por mis mejillas y
ella, sin medir palabras, me abrazó, en un abrazo de madre, de protectora. Siguió un
silencio, no hubo necesidad de decir nada, de hablar.
Ella desconocía lo que me había ocurrido pero, era consciente que primero debía
de mitigar mi pena. Cuando me vi protegido, conté mi pasada experiencia, no en la
espera de que me solucionara: era como una descarga, donde vaciaba mis ambiciones,
mis sueños más recientes y hasta mi futuro inmediato.
Me recosté, dejé que mi dolor de a poco fuera saliendo de mi cabeza, de mi
cuerpo. Me di cuenta de lo rápido que un sueño se encoge y así compungido me quedé
dormido. Por la tarde, como de costumbre, salí a tomar aire; a verme con mi amigo de
siempre, con mi amigo Samuel. Mi rostro era un retrato de mi manera de sentir, apenas
nos miramos, descubrió mi malestar. Le conté lo que me había sucedido y sin darme
cuenta seguí sus pasos, losque nos llevaron a la oficina de Don José Salama, padre de
mi amigo.
Me llevé una sorpresa. Samuel sabía que, de existir alguien con poder para
solucionar mi problema, era su papá y no lo dudó ni un instante. Ambos le hablamos de
una manera singular, no hubo necesidad de muchas explicaciones, ni de súplicas. Don
José tomó el teléfono, comenzó a hablar. Era tal mi sistema de nervios, que no recuerdo
lo que dijo, sólo pude enterarme de que no solicitaba, él demandaba, exigía. Era un
hombre con un sentido de poder, que nos llenó de confianza tanto a mí, como a su hijo,
quien con una sonrisa traviesa, me hacía ver que estábamos en buenas manos.
Sin terminar de hablar, me dijo que volviera a la oficina, que preguntara por el
jefe de la misma y le hiciera saber lo que yo estaba requiriendo. Recuerdo que lleno de
miedo por la amenaza que había recibido en la mañana de parte del policía, traté de
negarme, le hice ver que correría peligro, que hasta me podían dejar detenido. Fue tal su
certidumbre de lo que estaba por hacer, que no me dejó excusas vivas, fui hasta la
oficina, llegué, vi al mismo policía de la mañana, me miró de arriba a bajo, noté que su
ira iba creciendo. Me acerqué hasta el escritorio del que sabía fungía como jefe, sin
tener que hablar me hizo señas para que tomara asiento ya que continuó con una
conversación. Por lo que dijo me di cuenta de que mantenía la misma con Don José
Salama. Al despedirse, noté el respeto que le profesaba; apenas terminó de hablar, se
dirigió a mí en otro plano, como si se tratase de otra persona, de alguien muy
importante.
Alberto Levy y su esposa mi querida cuñada Clemen Abadí. Con ellos pasamos
muchas festividades en unión de nuestros hijos, muchos años de apoyo mutuo, de
buenos consejos, de atenciones que sólo se ven entre familia. Un hombre de buen
corazón, que supo aglomerar a la familia como un todo, que sabía dar consejos cuando
le eran requeridos, que no se atrevía a cambiar el curso de los acontecimientos sin la
aprobación de los suyos. Él era mayor que yo, pero eso no hizo diferencias a la hora de
nuestra amistad, a él en especial le debo un gran favor. Era el momento en que me
quise independizar. El Sr. Alberto Beer, padre de Dr. Nusen Beer, tenía una sastrería
que deseaba traspasar, estaba dispuesto a retirarse, fui, me gustó el lugar y me pidió
treinta mil bolívares por el punto. Sin pensarlo, y sabiendo con quien contaba, le dije
que sí, que me la quedaba. Acto seguido fui donde mi concuñado Alberto y tal y como
lo imaginé, no dudó en darme el dinero que para aquél entonces era una buena cantidad.
Él siempre me apreció y creyó en mí, era alguien muy especial. Un hombre que
al mudarse a Europa nos dejó con un vacío difícil de cubrir y que con su retorno, nos
devolvió aquello que habíamos echado de menos. Entre mis amigos Alberto Levy es
uno de esos especiales, de esos hombres que compartieron sus experiencias para
beneficio de todos los suyos. Lo recuerdo, lo hago como se hace con los grandes
hombres, con gente digna, con la familia.
León Cohén
Como ya conté, al llevar un poco más de dos años de haber llegado, comencé a
salir con Dora. Juntos íbamos a la plaza Francia de Altamira, los Jueves escuchábamos
música clásica y como solían hacer los jóvenes de la época, emulando en parte a nuestra
costumbre en Melilla de ir a pasear por la avenida. Íbamos de un lado a otro, hablando
de todo tipo de temas, de la música de moda, a veces de la ropa, de los gustos, de la
familia. Los tópicos eran muy variados, pero en sí ninguno se acercaba a lo íntimo, a lo
que podríamos estar cada uno de nosotros pensando del uno sobre el otro.
Reconozco que yo estaba montado en los treinta años, pero había obligaciones,
estaba mi familia en otros lares, que contaban conmigo, y a la que no estaba dispuesto
en dejar al olvido. Así salimos una, otra y varias semanas más. De repente un buen día,
recuerdo era Lunes, apareció León Cohén. Se presentó y me hizo saber que estaba
casado con Loris Abadí, la hermana de Dora. Me habló de la familia de la esposa, dijo
que ellos eran una familia tradicionalista y como parte de la familia, quería saber cuáles
eran mis intenciones para con Dora.
Me quedé mirándolo, busqué en mí una respuesta y me di cuenta de que hasta la
fecha la había mirado como una amiga. Supe que hasta ese momento no tenía ningún
tipo de pensamientos hacia un futuro inmediato: mis responsabilidades no daban cabida
a otro tipo de pensamientos. Sin embargo, luego de una pausa y de tomar algo de aire, le
contesté mi verdad. Le dije:
-Mira León, te agradezco por tus intenciones, tu responsable actitud. La verdad
es que hasta este momento en que me preguntas, no me había fijado en Dora de otra
manera más que una buena amiga y, de hoy en adelante, miraré con detenimiento el
desarrollo de nuestra amistad. Te prometo que no levantaré falsas expectativas. Y en
cuanto sienta algo concreto te lo haré saber. Mi respuesta fue clara, sincera, mi modo
de hablar de algún modo coincidía con el de León, quien era recto, directo y claro. Ese
día dio comienzo una amistad que perduró a través de los años, hasta que nos dejó.
Desde mis primeros días en este nuevo país, sentí una devoción hacia Israel, que
vive en mí por siempre: había estado presente en una guerra, había vivido el momento
de la independencia de Israel y con ello vislumbré mi pasado pudiendo al mismo
momento entender lo que podría sucedernos en un futuro, si los judíos del mundo no
apoyábamos a ese recién nacido estado. En mi sangre bullía un fuego, nunca jamás
permitiría que nadie a manera de ofensa me llamara judío, como algo despectivo. Para
lograrlo, era lógico que una bandera, un país con fuerza, generara respeto. Mis
concuñados habían sido picados por ese sentimiento sionista. De a poco nos fuimos
metiendo más y más. La historia nos demuestra que cada uno de ellos a mediano plazo
fue no sólo adalid, fueron modelos a seguir, sus nombres quedaron impresos para la
historia en todos y cada uno de los actos, eventos y lugares, en los cuales participaron,
no sólo con su voluntad, sino con su trabajo, tiempo y dinero.
Era muy raro no encontrarnos en las reuniones comunitarias, defendiendo los
mismos ideales y, entonces y no antes, ya todos sentíamos lo mismo. Ya todos
habíamos aprendido y entendido la lección: hoy nuestros hijos disfrutan sin esfuerzo y
nuestros nietos pueden sentir el orgullo de tener no tan sólo una patria, sino también una
de las naciones más adelantadas del planeta en la que todos los judíos hemos colaborado
de una u otra manera.
Para la época de 1948, estando en la avenida Fuerzas Armadas, muy cerca de mi
almacén, me encontraba con mi primo Alberto Chocrón y de pronto un carro se paró
ante nosotros, un pasajero se bajó del mismo. Era el propio, el escritor y poeta Andrés
Eloy Blanco, quien para ese entonces fungía como Ministro de Relaciones Interiores,
quien con gran sorpresa nuestra, se acercó a mi primo Alberto Chocrón y abrazándolo le
dijo:
Alberto, hemos logrado que las Naciones Unidas otorguen la independencia al
Estado de Israel: él, como uno más de nosotros, demostraba una gran alegría y
celebraba como un ciudadano más este gran paso, el de la Independencia. Esa
oportunidad de conocer la historia en primer plano, de ver a un venezolano con el
conocimiento y la calidad humana de Andrés Eloy Blanco, me dejó ver claramente que
éste era un país para querer, para amar.
Hablar de mi amigo y cuñado León Cohén, es traer a mi memoria esa parte de
mi historia en la que nos entregamos sin medir, es ver desde el balcón de mi retiro, la
fuerza con que nos dimos y sentir que la llama que prendimos en aquella antorcha
comunitaria, sigue iluminando.
Con mi bueno y querido León Cohén aprendí muchas cosas. Él era un hombre
de una sola palabra, lo que ofrecía, lo cumplía a cabalidad. Esperaba lo mismo de los
demás, no se conformaba con menos. Su trabajo comunitario era impecable, daba
lecciones de orden, justicia y amor. Para él, los pobres eran una prioridad. Israel pasó a
ser su hogar, a niveles que dejó todo temporalmente y se estableció en uno de los
lugares más sagrados. Desde el balcón de su casa se podía observar como primer plano
la Universidad de Jerusalem y todo el Campus. León fue un hombre que logró en sus
negocios llegar a, donde se proponía, su casa allí fue su meta más preciada. León Cohén
supo pasar a su hijo la batuta, tanto comunitaria como empresarial. Fue un gran maestro
y, por lo tanto, puedo dejar constancia no sólo de mi amistad, de mi satisfacción de
haberlo conocido, convivido con él, trabajado codo a codo, sino que también aprendí de
él su constancia, su serenidad y su entrega.
Fuimos dos vendedores que coincidimos varias veces en el interior, dos
comerciantes que teníamos nuestras tiendas una cerca de la otra, Gina y Casa Sultán.
Fuimos dos trabajadores que dimos todo por nuestras familias, dos directivos
comunitarios, dos compañeros, dos concuñados, dos amigos, dos hermanos.
Gonzalo Benaím Pinto
Quiero muy a propósito incluir en este capítulo a Irenita Sultán. Ella, la hija de
mi hermano ya desaparecido, Pepe, una niña a la que he querido como a una más de mis
hijas. Una niña, ahora mujer, que me ha enseñado ese lado hermoso de la vida, que ha
hecho nacer en mí un sentimiento muy especial, que requería de alguien como ella para
lograrlo. El tiempo me ha demostrado que la escogí bien, que la aprecié en su total
dimensión desde sus primeros días, que porta un apellido que nos honra cuando la
nombran, que su cualidad y calidad humana es especial.
Irenita debería estar en el sitio en el que menciono a mis hijos, pero como ya
dije, este lugar es preferencial pues, además de considerarla como hija, ella, cuando me
ve triste, sabe cómo darme alegría. También sabe cómo complacerme con una bella
sonrisa, cómo agradarme con un cuento, cómo enternecer a un anciano con las historias
de sus hijos, cómo hacerme revivir cada momento de alegría que en algún momento
pasamos juntos. A Irenita Sultán, mi otra hija, mi sobrina querida, mi amiga del alma,
gracias por ser como eres, por tu fuerza, por tu voluntad, por tu coraje, por tu temple.
Gracias por pertenecer a los miembros más cercanos de mi familia, que Dios te bendiga.
Momy Sultán Sultán
Hablar de Salomón y Dita Cohen es uno de los placeres grandes de mi vida. Ellos
fueron muy especiales y ocupan en mi corazón y en el de mí familia un puesto de honor.
Algunas de mis propiedades más preciadas, me las construyó Salomón, casi como quien
dice, sin costo alguno. Era tal la amistad que nos unía que él buscaba los medios y las
maneras de complacer mis exigencias, las cuales carecían de garantías en proporción al
valor de las mismas. Tan sólo un amigo como él podía haber hecho lo que hizo. Y,
como ya dije, dos de mis propiedades, un edificio y un gran galpón, él me los fabricó
en una época en que el dinero tenía un costo alto y que era difícil de encontrar. Lo hizo
casi de una manera gratuita. Me bastó firmarle unos giros y él se desenvolvió con los
bancos, consiguió financiamiento y en nada me entregó las llaves de ambos.
Su corazón era tal que, sabiendo que le iba bien, que su futuro en la construcción
ya estaba claro y definido, me pidió que me asociara con él en un proyecto. Hoy y desde
hace muchos años, me arrepiento de no haberlo hecho. La causa era que no tenía el
dinero en aquellas fechas. Salomón es el hombre que como Rey Midas convierte en oro
todo aquello que toca. Y así fue con nosotros y nuestra amistad, en la que él y Dita, su
esposa, merecen medalla de oro. Tanto él, como Dita, han sabido ganarse el amor de
toda aquella institución que los requiera, ellos están para servir, para dar, para enseñar.
Debo reconocer que las tertulias en la playa con ellos, las salidas con la familia y
los viajes que tuvimos la suerte de compartir, llenaron esos espacios de afecto que nos
quedan para gente especial y por ser tanto Salomón como Dita Cohen gente especial y
querida, los quiero hoy colocar en este mi sitial de honor, de mis buenos amigos.
Héctor y Gladys Hernández Carabaño
El Dr. Aníbal J. Latuff, médico y amigo personal, quien por años fue rector de la
Universidad José María Vargas, miembro del C.S.E. Consejo Supremo Electoral,
Director del diario El Globo y Presidente de la junta directiva del Club Puerto Azul.
Menciono a algunos de los exdirectivos de Puerto Azul, pues en ese maravilloso lugar
en el que vi crecer a mis hijos, en ese paraíso disfruté del mar, de la pesca, de la paz, de
mi querido dominó y de tantos y tan buenos amigos que el lugar me acercó, como
suelen hacer las olas al llegar a la orilla.
Aníbal Latuff, un hombre muy competente, entregado de lleno a sus
responsabilidades, con una manera de ser autóctona, capaz de manejar varias empresas a
la vez y tener el tiempo y la paciencia para sembrar y cosechar buenas amistades.
Josefina Herranz
A Josefina de Herranz la conocí en 1946, hasta el día de hoy han corrido sesenta
y un años, trabajaba ella en La Linda. Como cosa curiosa, en ese trabajo conoció al que
fue luego su esposo, Julio Herranz, coterráneo conmigo, pues habiendo nacido también
en Melilla, se vino a Venezuela por la cantidad de amigos que acá tenía. El trabajó con
mis tíos como contable de la firma y a su fallecimiento en el año de 1957, mi amiga
Josefina se retiró de La Linda.
Un año más tarde le pedí se uniera a mi grupo de colaboradores y así lo hizo al
pasar su período de luto, por el amor y la pasión que, sé, siente desde hace años. Por lo
tanto, ella estuvo desde el año 58 hasta su retiro definitivo en el 2003. Hablar de ella
como una colaboradora no sería hacer justicia a la verdad Ella era y es parte de mi
entorno familiar, llenó las tarjetas de invitaciones para mi boda, fue amiga muy cercana
a Dora y, como una hija o una hermana más, cada cumpleaños de Dora, ella era una de
las primeras personas en llamar. Su sensibilidad hacia nosotros es digna de elogio.
Recuerdo la vez que fui junto con Dora padrino de su boda. Ella firmó en la partida de
nacimiento de mi hija. Está y ha estado pendiente de mi salud, de la de mi familia y de
la de mis hijos.
Los conoce a todos por nombre y apellidos, sabe quién es hijo, nieto o sobrino
de quién y domina maravillosamente nuestro árbol genealógico. No es de extrañar una
llamada de ella, a cualquiera de nosotros, para saber de nuestro estado de salud. Nos
hace ver, y así lo demuestra, que nos quiere como propios y nosotros hacemos lo
mismo. A Josefina Herranz le dedico estas letras en señal de mi gratitud por su
honradez, por su amistad, confianza, fidelidad y, en especial, porque el amor que nos
manifiesta no es de una sola vía. Mis hijos la quieren como algo propio y, en lo
personal, la considero un ser que se merece este pequeño sitial de honor. Josefina,
gracias por ser quien eres y por ser como eres.
Mis hijos
He hablado de mi persona, de mi familia, de mis raíces, de mis padres, de mis
hermanos, de mis tíos. También lo he hecho con bastante lujo de detalles de mis
empresas, unas más prosperas que otras. He compartido con ustedes los secretos que
guarda mi mente, en cuanto a mi trabajo comunitario, mi desempeño dentro de la
sociedad.
He detallado con gran exquisitez mi entrada al Asia, y así también como que les
he dejado constancia del gusto que me da el poder decir que fui el primer comerciante
de Latinoamérica que creyó en ese negocio. Lo hice a niveles sin tener ni idea del
idioma, ni de la misma idiosincrasia de la gente. Mi olfato me hizo ver con muchos años
de anticipación que ése sería el futuro del comercio del mundo y, como ven, no me
equivoqué.
He narrado mi trato con dos de mis tíos más queridos, Sady e Isaac. Me consta
que hay algunos cabos sueltos que en pocas palabras dan por concluido el tema y es que
mi retiro de la empresa que me trajo a Venezuela, la de mi tío Sady, se debió a que una
persona le dijo una gran mentira de la que en verdad ahora no recuerdo, pero que en su
momento fue suficientemente importante para mí como para tomarla como bandera,
defender mi orgullo y mi honor y salir de esa empresa.
Mi tío en esos años tenía una sola hija, su mujer estaba embarazada y la mala
suerte fue que él enfermó y murió. El tiempo transcurrido desde mi partida no fue
suficiente como para reencontrarnos. Yo, y lo digo henchido de placer, lo amé toda la
vida, lo respeté y lo sigo haciendo.
En lo referente a mi otro tío, Isaac Bendayán, casado con Sol, una hermana de
mi mamá, puedo resumir en pocas palabras que por años viví en su casa, que era como
la mía, sus hijas fueron las primeras hijas que eduqué o al menos cuidé. Él siempre está
en mi corazón y cuando no lo mencioné en momentos de alguna debilidad económica,
fue porque simple y llanamente, de nuevo mi orgullo no me permitía ir a donde mi tío,
del cual comercialmente yo era su competencia. Fuera de esto, tan sólo amor nos unió.
Que Dios guarde sus almas.
En algún momento del libro, continúo sin mencionar a mi hermano Enrique: él
tiene su propia historia. A él le costó lo mismo que a mí abrirse camino en Venezuela
y, tal como yo, dejó esa puerta abierta para que sus hijos siguiesen su camino. De mi
hermana, Alegría, la mayor de todos, el recuerdo; para Raquel y Mercedes tan solo
tengo flores que salen de mis labios,pues de ellas, aunque menores que yo, aprendí que
el amor de hermanos trasciende en el tiempo y rompe todo tipo de barreras. A ellas les
agradezco el hermoso trato que siempre me dieron, sus cariños, mimos y cuidos.
Pero no puedo ni quiero hablar de mis memorias sin lo que en realidad me hizo
escribirlas, sin detallar la fuente y deseo de inspiración de las mismas. No quiero
terminar este libro en esta página. Muy por el contrario, quisiera que ésta sirviera como
preludio del próximo libro que escribirán si Dios quiere, mis hijos, a quienes les debo
lo que hice, lo que hago y lo que haré.
Por ello, aún en poco espacio y ya un poco cansado, quiero hablarles de cada
uno de ellos para que ustedes, quienes no han tenido el mismo privilegio mío de
conocerlos, lo hagan con esta pequeña ayuda que hoy les doy. Lo hago sin su
consentimiento, pero con mi amor, el mismo que siempre les he profesado.
No hay que olvidar que cuando un padre escribe sobre sus hijos, es natural que
se ufane de cada uno de ellos; pero no quisiera terminar este relato sin señalar sus
cualidades particulares.
Perlita
Es mi primera hija y me cuesta trabajo evitar las alabanzas que tengo acerca de
ella. Los extraños van a creer que me estoy excediendo, pero ella es la persona que tiene
más autoridad con sus hermanos. Se graduó de médico en Venezuela, pero no ejerció
nunca. A los 17 años entró a trabajar en la Creole Petroleum Corporation (filial de
Exxon) y fue secretaria de un Gerente. Ella era una muchacha muy aplicada y
responsable.
Con ella y Annie, a quien nombramos por la mamá de mi esposa Dora, en el año
1969 hicimos un viaje a Europa, donde no escatimamos en darles y mostrarles todo lo
que ofrece el Viejo Continente. Ambas dominan el inglés a la perfección, pues
estudiaron en un colegio británico y cuando viajábamos a los Estados Unidos, su
dominio llegaba a tal destreza que los mismos americanos no podían creer que
veníamos y vivíamos en Venezuela.
Desde el primer momento deseé que fuera ella y no otro mi primer hijo, pues
tenía fe en que una mujer tendría cuidado de su madre, lo cual siempre hizo. Ahora soy
yo quien disfruta de esa dicha, pues sin importar en qué lugar del mundo ella se
encuentre, siempre se comunica conmigo y de Perla siempre espero su llamada con
mucha impaciencia.
Ella, poseedora de una alegría inmensa, siempre ha sido callada, tranquila,
sosegada, metódica, ordenada, responsable, cumplidora de todas las obligaciones
sociales, tanto suyas como de la empresa. En especial puedo decir que tiene control
sobre todo y sobre todos, es la fuerza que nivela los ánimos, la que aplaca mareas. Ella
se desempeña como compradora en Graffiti, en el departamento de calzados y trajes de
baño.
Estuvo casada con Daniel, de quien se enamoró a los 14 años. Siendo tan
jóvenes, esperaron que pasara el tiempo para poder casarse. Ellos vivieron muy felices
durante 35 años, pero lamentablemente, como a veces sucede, el matrimonio terminó.
Sus hijas son Natalie y Tammy, quienes les han dado unos nietos que son una
preciosidad y Perlita, quien esta nombrada por mi mamá, como abuelita es algo
excepcional.
Natalie está casada con Alex y de ellos nacieron Dora Gabriela, Alan y Andrés.
La última en dar a luz fue Tammy, hace unos meses tuvo a Adam, nombrado en honor a
su abuelo paterno, con su esposo David.
Mi preocupación por Perla es que ella sea feliz y siempre viene con mucha
alegría frente a mí. Se parece a su madre, no en la cara sino en el cuerpo; hace unos
meses, cuando vivía en la otra casa, ella estaba bajando por el jardín y me pegué un
susto muy grande porque me pareció que era mi esposa Dora. También se parece en el
carácter, es muy sumisa y es una persona que atiende a todo el mundo. Además estoy
muy orgulloso de ella porque en su club de bridge ocupa uno de los primeros lugares, a
pesar de que no tiene muchos años jugando.
Mi segunda alegría vino cuando nació mi hija Annie. Desde sus comienzos
demostró ser muy extrovertida, poseedora de una mente creativa. Es capaz de producir
una obra de teatro en días, su capacidad la esboza a cada momento en su trabajo; antes,
en sus estudios y en su manera de ser.
Ella siente orgullo de pensar como autóctona, muy criolla, es espontánea y de
saber que alguno de sus hermanos la va a requerir, antes de mencionarlo, ya se está
ofreciendo. Por su carisma, ella estudió en la Escuela de Diseño fundada por Hans
Neumann. Pone en práctica todos sus conocimientos en nuestra empresa, pues el
departamento de hogar así como la decoración y distribución de las tiendas es su labor.
Mi hija Annie
Mi segunda alegría vino cuando nació mi hija Annie. Desde sus comienzos
demostró ser muy extrovertida, poseedora de una mente creativa. es capaz de producir
una obra de teatro en días, su capacidad la esboza a cada momento en su trabajo; antes
también lo hacía en sus estudios y en su manera de ser.. Ella siente orgullo de pensar
como autóctona, muy criolla, es espontánea y de saber que alguno de sus hermanos la
va a requerir, antes de mencionarlo, ya se está ofreciendo. Por su carisma ella estudió en
la Escuela de Diseño fundada por Hans Neuman. Pone en práctica todos sus
conocimientos en nuestra empresa, pues el departamento de hogar así como la
decoración y distribución de las tiendas es su labor.
Ella está casada con Oscar Cohén y tiene tres hijos: Jonathan, casado con
Anabelle,padres de Jordan; Andrés, quien se casó con Karina Israel y tienen a Bryan,
Jack y Alex: Michael todavía está soltero. Sus cuatro nietos son hermosos. Dos de ellos
son morochos.
Ella, es un espíritu muy independiente y aborrece todo acto que no sea legal. Si
cree que tiene razón se impone.
La gente que me conoce sabe que soy de raíces profundas. He vivido en la
misma casa por decenas de años; mi residencia estaba en Las Mercedes y cada vez que
mis hijos querían visitarme, les llevaba mucho tiempo, por eso me propusieron
mudarme más cerca. Ahora vivo en el mismo edificio que Annie, somos vecinos y
cuando nos encontramos en Caracas, no hay día que no hablemos.
Ella tiene tanto para decir, contar, compartir. Se ocupa de todos los detalles.
Quiero decirles, que ella se ocupó de decorar mi casa, mi nuevo apartamento, que no se
cómo lo logró, pero me siento como si siguiese en mi mismo hogar. Es tan cálido que
me cuesta pensar y creer que vivo en otro lugar. Y en justicia debo admitir, que desde
que me invitó a vivir en un apartamento al lado suyo, en la parte este de Caracas, tengo
con ella y su marido una compañía excelente y la mayoría de las veces voy a cenar a su
casa o ellos vienen a la mía. Oscar ha pasado a ser para mí, por su manera de ser, otro
buen hijo.
Carlos
No sé si deba ser yo quien hable de él, pues estos últimos años ha demostrado
con suficientes pruebas que él no necesita ser presentado. Sus logros, ideas, maneras de
hacer negocios, su entrega desenfrenada al trabajo, a sus hijos. Su infancia prometía en
él muchas cosas, como las que pude apreciar luego en aquella oportunidad en Asia,
donde dejó claro que en casa de gato se caza ratón. Tiene el coraje y atrevimiento de un
jugador avezado, sabe hasta dónde puede tirar sin romper la cuerda y, al hacerlo, deja
claro que ya la misma no cederá ni un centímetro más. Es consecuente con su trabajo el
cual adora y al ver un producto reconoce de antemano a quién, puede servirle. En la
mayoría de las ocasiones lo que va a comprar, en su mente está tan bien colocado, y
luego la experiencia viene y lo certifica.
Carlos es a mi entender el empresario más dinámico de este país; ponerle los
calificativos que se merece, no es fácil, pues no son los normales. En los campos en que
se desenvuelve es el mejor y los que puedan estar leyéndome entenderán que hay ciertos
personajes a quienes, sin importar lo que se diga de ellos y, me refiero a lo bien, los
comentarios no le son justos en su totalidad.
Recuerdo el día de su nacimiento como si fuese en este momento. Su llegada fue
motivo más que de fiesta en mi hogar y familia. El fue el primero de los varones, nos
hacía mucha falta y cuando vino lo hizo con alegrías. Estábamos en el Centro Médico
de San Bernardino. El ambiente, con el anuncio de su llegada fue festivo. Sus cabellos
eran castaños, casi rojizos, sus ojos azules, su piel blanca. Lo miraba, veía y pedía para
él lo mejor y puedo decir, sin que me quede nada por dentro, que se cumplió.
Es un hombre íntegro, trabajador, buen hijo, buen hermano, mejor amigo, gran jefe,
noble, hasta unos niveles insospechados. Alegre, bullicioso, carismático, muy criollo,
dominante. De pocas, pero claras palabras, siempre me ha manifestado y demostrado
su respeto y amor hacia mí y hacia a los suyos. De niño en el colegio, Carlos tenía un
desenvolvimiento histriónico, vivía dentro de un estado de comicidad permanente, le
gustaba reír y hacer reír.
Cumplidos los trece años y una vez hecha su Bar Mitzvá, lo enviamos a los
Estados Unidos y su educación duro ocho años. Allí aprendió a dominar el idioma
como cualquier americano, con sus acentos, visiones, pero con un sentido de la
practicidad muy judío.
Para él, el tiempo es demasiado valioso, sino que lo digan sus hermanas, a
quienes luego de no verlas durante algunas semanas, se acerca a ellas, les da como de
costumbre un beso y luego de un par de minutos, no más, se marcha a su mundo, a su
propio mundo.
Carlos tuvo con su primera esposa, Tania, tres hijos, un varón y dos hembras.
Tuve el honor de que le pusiera mi nombre al varón, quien ahora es un excelente
hombre de negocios en Estados Unidos; está recién casado con Angie y están esperando
un bebé. Es un muchacho muy inteligente y estoy muy orgulloso de él. Sigue Valerie,
esposa de Mario, que en Agosto tuvieron su primera hija, Vicky. Por ultimo, la menor,
Karina, que ya tiene novio; ella me adora y no hay día en que no me llame.
Su segunda esposa, Jordana, es muy bella y tiene una gran capacidad creativa,
como su marido. Le gustan los negocios. Juntos tienen dos hijos: Tiffany, quien tiene
una cara tan bella y un carácter tan dulce, no hay quien esté cerca de ella que no quede
cautivado por su manera de ser. También tienen a David, el menor, que es muy
inteligente, con un porte de príncipe; además posee un corazón que no le cabe en el
cuerpo.
Simón
Para complementar mi cuadro familiar, termino mis memorias y lo hago
hablando del menor y no menos importante de mis hijos, Simón.
Éste vino al mundo con una fuerza no vista en los demás de mis vástagos. Por
ser el menor, desde que tuvo uso de razón dio por descontado que todo le pertenecía, me
refiero a la casa y todo lo que había en ella.
Ni hablar de los juguetes, era dominante, soberbio, fuerte de carácter, siempre le
embelesaban las matemáticas. Perla, su hermana mayor, dominaba a los demás, pero a
éste, le costaba hacerlo. Su hermano Carlos, siendo mayor que él, temía de sus
arrebatos, de su ataque, el cual era desproporcionado. No media en la fuerza, con un
palo salía a golpearlo y el otro, sabedor que no le podía contestar con la misma rudeza,
prefería evitarlo. Pero como dice el dicho, luego de la tormenta viene la calma.
Simón creció y en la medida que esto sucedía, mejoraba en todos los aspectos.
Él siempre fue un niño sincero, no sabía ni practicaba la mentira, lo que nos hacía
confiar en todo lo que nos decía. Esta conducta ha permanecido de tal manera que es el
que maneja todas nuestras cuentas, en él depositamos toda la confianza y él es quien se
ocupa de mis cosas personales.
Es un hombre de honor, un poco parco, pero sincero, un buen hijo en todo el
sentido de la palabra, que se toma el tiempo que requiere el poder mantener las buenas
relaciones con sus amistades, cumple con ello como algo sagrado. Mantiene un espíritu
propio de deportivismo, es capaz de hacer un viaje a Europa y si el tiempo y la familia
le permitieran, creo que daría la vuelta al mundo en bicicleta.
Su pasión, el basquetball. Su amor, su esposa y sus hijos, a los que va a menudo a ver
en otros países. Su creencia, firme, y su entrega tan amplia que cumple con la
comunidad y con los compromisos comunitarios. Actualmente es Presidente de nuestro
club Hebraica.
A Simón nunca le gustó el negocio y estudió en la Universidad Simón Bolívar
la carrera de Ingeniería Eléctrica. Cuando se graduó vino a decirme que iba a ser
contratado por la Electricidad de Caracas con un sueldo inicial de seis mil bolívares.
Por aquella época no era poco. La señora y él estaban felices. Yo sabía el potencial con
que contaba, pero quise fuera él, quien propusiera la idea. Le dejé ver que no tenía nadie
que se encargara de la administración, le pregunté si conocía a alguien confiable que lo
pudiera desempeñar. El me preguntó:
-¿Y cuánto le vas a pagar?
Le dije que para comenzar le daría 40 mil bolívares. Me respondió:
-¿Qué has dicho papá? ¿Cuarenta mil bolívares mensuales? Yo no voy a perder
ese empleo».
Me dijo que no estaba preparado para tomar el puesto pero que sí quería
aprender, me pidió permiso para ir a los Estados Unidos a doctorarse en
Administración. El matrimonio se fue y al volver, Simón se colocó como administrador,
tanto de la empresa Graffiti como de otras, gestión que todavía está dirigiendo con
éxito.
Simón tiene cuatro hijos. La primera, Yael, está casada con Miguel Chocrón, un
muchacho muy inteligente, viven en los Estados Unidos y son padres de Eithan. Ella
está trabajando para una compañía en ese país. Parece que en poco tiempo se va a
independizar porque es muy preparada.
El segundo hijo de Simón es Daniel, también está graduado, tiene un excelente puesto
en una empresa venezolana. Después viene Adriana (la llamamos «La Pichi»), que se
parece mucho a mi mamá, tiene el mismo color en la cara y la misma alegría del rostro;
es un amor de criatura. Es muy independiente y de vez en cuando enseña su carácter.
Pero yo la adoro, porque no tiene malicia. Siempre es muy espontánea. El menor,
Gabriel («Lucho») tiene 14 años cumplidos; es tan inteligente que yo lo admiro, porque
a su corta edad ya parece un hombrecito. Es muy amable y cariñoso y actúa como si
tuviera 25. Está en todo, lo capta todo. Lo quiero mucho, como a todos los demás.
Mi hijo Simón, desde pequeño prefirió siempre a las muchachas rubias. Su
esposa, Mariana, lo es. Son afortunadamente muy felices. Simón tiene una colección de
pinturas Naif, que creo que es una de las más importantes de Sudamérica. Cada vez que
se entera que hay un pintor Naif en cualquier parte del mundo, va, se entrevista con el
pintor y le compra la obra que le gusta. Da placer ir a su casa y ver todos esos cuadros.
Además es un buen catador de vinos tintos. De hecho, ése es el único vicio que tiene.
Dora, el amor de mis amores
He querido dejar casi para al final uno de los temas que más me duele recordar,
he querido que la tristeza que me embarga no nublara mis recuerdos mientras escribía lo
anterior. No hay palabras en el mundo que puedan decirse para transmitir el dolor que
causa la pérdida de un ser querido y más aún, el de la compañera de toda la vida. Pero
es justo y necesario que hablemos de mi querida e inolvidable esposa Dora.
Saben, como les conté, que ella vino de Maracaibo. nos conocimos y, sin querer,
dejamos pasar un par de años hasta nuestro nuevo encuentro. Me aceptó como marido a
sabiendas de que estaba dando los primeros pasos para independizarme.
Ella fue el motor que no se ve, pero que empujó mis ilusiones, ella con su suave
manera de tratarme, con aquella hermosa paz espiritual que la invadía y que nos
contagiaba, ella, y no otra persona, debería ser la protagonista de este libro.
Dora, fue no sólo compañera, una madre como pocas, una esposa abnegada,
dispuesta, complaciente y capaz de mover el sol, para tan sólo darme un gusto. Desde
que nos casamos hasta los últimos días se esmeró siempre en hacerme platillos que
complacieran mis apetencias. Desde siempre, Dora con aquel corazón inigualable, hacía
sentir nuestro hogar como el rincón más solícito y cálido. Cada semana se esmeraba en
preparar las comidas, que sabía eran las favoritas de cada uno de sus hijos y hasta de los
nietos.
Ella supo dar las lecciones justas, para ver lo que hoy disfruto en sus hijas e
hijos, esa moral de una calidad envidiable, ese don de dar, con un sentir judío, esa
manera de hacer, de coser, para orgullo de los suyos. Ella nos enseñó
mucho, todo. De ella aprendimos que el placer y la satisfacción de los demás hay que
lograrlos con la entrega sincera, con la carencia del tiempo, con afecto y con amor. En
cada rincón, en cada sitio, en cada espacio de mi casa está ella, siempre nos acompaña
en su memoria, en sus dichos, en su dulce toque, en su exquisita manera suave de hablar
y hacerse sentir. Vivimos con la riqueza de su recuerdo, de sus hechos, de su amor y
sabemos que fuimos afortunados por habérnosla dado Dios.
Pero un día como los habituales, mirando la televisión, sintió mucho frío. Dora,
como maracucha, sufría por ello y se fue a dormir al cuarto de huéspedes, pues suponía,
que me quedaría viendo un par de películas. Era sábado, terminé de ver la televisión
entrada la madrugada, fui como de costumbre a mirarla, a verla, a llenarme con su
presencia. La vi dormida, tranquila, plácida, dulce, viva. Para no molestarla me fui a
nuestro cuarto que estaba al lado y al poco, cansado, me dormí.
Recuerdo al despertar y recibir la noticia, no lo podía creer, me acerqué a su
cama, no como un marido, como alguien pretensioso, puedo asegurarles que en ese
momento me sentí como su hijo. La vi, su rostro mostraba una serenidad angelical,
parecía una niña, el viaje a dar la hizo rejuvenecer, no mostraba signos de miedo o
dolor. Nos comenzaba a mostrar ternura, paz, y exigía de nosotros lo mismo. La abracé
en un abrazo eterno, sin temporaneidad, absorbí en ese instante la suficiente energía de
vida para poder seguir adelante, entendí que debía seguir apoyando a los míos, cosa que
sigo haciendo, como también, que sigo sintiendo.
Terminada de escribir esta parte de la biografía del señor Abraham Sultán, este
gran hombre, empresario visionario, amante esposo y mejor padre, me doy cuenta de
que algo nos hace falta. Tan sólo cuando logramos cerrar el círculo de familia, entonces
podemos comprender en su dimensión real a nuestro protagonista, su visión personal de
las cosas. Para poder completar su entorno, abrimos el corazón y la mente de sus hijos y
nietos para que, desde otro ángulo, podamos entrar en ese espacio íntimo que, por
modestia, Don Abraham mantiene en silencio. Es por ello que como tributo a quien dio
sin medir, pueda, por este mismo medio, recibir el gran amor que sus hijos y nietos
quieren hacer público.
Samuel Akinín
A mi papá
Hoy es un día especial, estamos acá todos reunidos para celebrar los primeros
noventa años de mi papá, Abraham Sultán Sultán. Siendo la mayor de los hermanos,
me he acostumbrado a hablar y pensar en plural, en mi nombre y en el de ellos.
Llegando ya a las páginas finales, estoy consciente de que por mucho que se
diga o se escriba, nada de ello puede, de manera fiel y exacta, plasmar lo que fue y es
su vida, que todos hemos compartido y aprendido de él.
He tenido el placer de vivir con mi papá y conocerlo en muchos aspectos: de
padre; al ir creciendo, de compañero, amigo y consejero. Siempre ha estado presente
cuando lo he necesitado.
Sentí una emoción muy grande cuando fui madre, pues le pude brindar tanto a él como a
mi mamá, una alegría inmensa. Yo era la primera hija y di a luz su primera nieta. Me
expreso así, pues me imagino que es la misma emoción que sentí yo cuando mi hija
Natalie tuvo a Dora Gabriela, mi primera nieta.
Al transcurrir los años y, habiendo yo estudiado y culminado mi carrera de
Medicina, empecé a ocuparme y a veces preocuparme por la salud de los míos,
especialmente de papá y mamá.
Papá siempre fue el que más cuidados requería. Mami llevaba sus problemas
de salud de una manera más silenciosa, no quería preocuparnos y muchas veces nos
ocultaba lo que sentía. Ella siempre estaba pendiente de papá y de su salud. De
brindarle todo lo que él pudiese necesitar.
Gracias a estos cuidados, al amor por la vida tan inmenso que él tiene, y a su
fuerza de voluntad tan grande como para someterse a cualquier régimen que pueda
beneficiarlo, es como podemos estar compartiendo con él, de una manera tan
completa, con una salud y lucidez a todo dar y, sobre todo, con una memoria
inmejorable.
Al hablarles de él, pienso que mi sentimiento no es ni ha sido único, es algo que
se repite con la misma alegría en todos nosotros y hoy quiero hacer público lo que ha
significado para nosotros ser hijos de Abraham Sultán Sultán.
Indiscutiblemente, para poder tener una visión como la que ahora poseo, primero
he debido ser madre y abuela. Es solamente ahora cuando la experiencia vivida me ha
venido a mostrar las bondades que genera la familia, cuando puedo decir sin temor a
equivocarme, que no existe un placer mayor que el de apreciar, en su verdadera
dimensión, a un ser humano y, sobre todo, si se trata de un padre o de una madre.
Nací con ventajas y con mucha suerte: tuve la dicha de ser la primera hija.
Gracias a ello y, por la educación que mis padres me brindaron, asumí muy en serio el
rol de ayudar en el cuido y en la crianza de mis hermanos.
Ahora, cuando pienso en el pasado, en aquellos tiempos, puedo decir con toda
certeza que fueron años de placer, pues pude vivir una infancia llena de logros y
fantasías, en la cual aprendí a disfrutar, estudiar y compartir en familia. Cuando digo
familia, me refiero a la de ellos por numerosa, ya que en casa de mi papá eran ocho
hermanos y en casa de mi mamá también.
El haber tenido una infancia y juventud como las nuestras, tan plenas de
vivencias, hicieron forjar en nuestras personalidades ese deseo de tratar de ser cada vez
mejores. De superarnos. Estoy convencida que esa manera de ver el mundo, la hemos
venido logrando gracias al ejemplo que nos han dado nuestros padres.
Mi papá siempre nos ha hecho sentir seguros de nosotros mismos, apoyándonos
en cuanto proyecto hemos emprendido. En mi caso, siempre tuve curiosidad por saber y
aprender, investigar, cuestionar el por qué de las cosas. Ellos, papi y mami, siempre
nos facilitaron las herramientas para que desarrolláramos aquello que nos interesaba.
Por supuesto que también guiaban nuestros pasos, los estudios y nuestra
formación general. Pero si teníamos inclinación por algún deporte, alguna actividad,
algún instrumento musical, allí estaban ellos para brindarnos
la posibilidad de explorarlos. Esa manera de ser tan propia de ellos, es el motivo de
nuestra fortaleza, es la causa que nos impulsa a tratar de hacer las cosas, sin olvidarnos
jamás de los nuestros, del prójimo, del que necesita.
Hablar de Papi se torna muy difícil, cuando los calificativos que debemos
emplear son sólo superlativos. Cómo se puede hablar de un gigante que a la vez se
convierte en nuestro mejor amigo cada vez que lo requerimos. Cómo se puede hablar de
un hombre que es y siempre ha sido una enciclopedia abierta.
Cómo podemos decirles que no hubo distancias entre nosotros, pues desde
siempre hemos contado con su voz, su apoyo, su cariño y, sobre todo, su amor. Cómo
les podríamos detallar sus cualidades específicas, cuando antes de haberle solicitado
cualquier cosa, siempre estaba al tanto y buscaba la manera de ayudarnos.
Cómo se puede hablar de un hombre que cuidó, respetó y amó a su esposa como
él hizo y continúa haciéndolo. Cómo podríamos expresar en papel algún sentimiento
hacia él, si lo único que de nuestro corazón emana es amor. Cómo pretender hablar de
él, cuando no sabríamos por dónde empezar y mucho menos, qué decir. Lo que sí
sabemos y de lo que no nos queda la menor duda, es que el mejor regalo que nos ha
brindado la vida es tener unos padres como los que nosotros hemos tenido.
Lo que deseo dejar sentado en esta oportunidad que se me brinda, es mi
agradecimiento a Dios por permitirnos tener a papá junto a nosotros todo este tiempo,
compartiendo tantas alegrías, tantas experiencias, tantos momentos. Papi, con sus
enseñanzas y sus consejos, ha tratado de inculcarnos los valores y principios por los
cuales él se ha regido toda la vida, el amor a la familia y al prójimo, el respeto, el
trabajo, el esfuerzo, el entregarse siempre en forma incondicional.
Cada vez que ha tenido la oportunidad, nos ha dicho que la mejor herencia que
le puede dar un padre a sus hijos es transmitir experiencia. Parece ser que a los hijos no
nos gusta oír consejos y aprovecharnos de esa sabiduría y, por no hacer caso,
tropezamos.
Cuando pienso en nuestros hijos y nietos, sus nietos y bisnietos, cuando veo el
amor que le profesan, el cariño que le brindan, la ternura con la que lo cuidan, entiendo
el verdadero significado de la vida. Cuando trato de describir la mirada de papá, su
sonrisa, sus palabras, cuando comparte con ellos, sus nietos y, sobre todo, sus bisnietos,
no encuentro las expresiones necesarias para describirlo. Cada palabra, cada gesto, cada
sonrisa es un poema.
Para mí, todo esto se traduce en un camino de vida: Amar, dar, sembrar, enseñar
con el ejemplo, para luego, con la bendición de Dios, poder recoger hermosos frutos.
Perlita
UN GRAN PAPÁ
Papi, si yo me preguntase en este momento ¿Cuáles serían las enseñanzas que
un padre podría transmitirle a una hija?
Diría:
El saberse cuidada, protegida y amada.
Hacerle creer que es importante.
Darle seguridad de sí misma y dirección en la vida.
Transmitirle principios y valores para con los demás.
Darle herramientas para seguir un camino justo y respetuoso.
Saber ser escuchada.
Aceptarla como es y saber aceptar a los demás como son.
Hacerla sentir especial.
Haberle enseñado a ser sencilla, gentil y con calidez humana.
Andar siempre con la verdad y defender la justicia.
Papi, no sólo son esas las cosas que aprendí y que llevo conmigo. Podría seguir
escribiendo tantas otras enseñanzas y valores que me has dado, pero creo que todo lo
antes dicho, queda en minúsculas ante estas mayúsculas:
TE QUIERO MUCHISIMO
Gracias por ser parte de mi vida
Annie
| Papá:
«Cada vez que pienso en Papá, lo primero que siempre recuerdo, lo que durante
toda mi vida más he admirado en él, es la forma de comportarse con la familia, aún en
medio de las mayores dificultades.
Lo esperábamos en casa todas las noches, porque cada vez que regresaba de su
trabajo, entraba con una gran sonrisa y con su cara de felicidad contagiaba a todos por
igual. Él podía estar atravesando por los momentos más difíciles con su fábrica textil,
que le trajo muchísimos problemas y muchos dolores de cabeza, pero siempre nos decía
que todo estaba bien y cuando en casa nos enterábamos de que no era así, entonces nos
decía: «No te preocupes, hijo mío, todo se está resolviendo favorablemente». Con esa
actitud nos dio toda la felicidad del mundo a los cuatro hermanos y nos enseñó que no
importa cuán grandes puedan ser los problemas que uno tiene, lo más importante es la
familia. que debemos dejar en la oficina los problemas, que no los llevemos a casa, para
que cuando estemos en familia compartamos y disfrutemos de ese momento.
Especial recuerdo tengo de la forma como nos cuenta sus chistes, sus anécdotas
y sus experiencias, que todos compartimos en familia y que por esa forma de contarlas
muchas veces no queríamos que terminara de hablar por esa facilidad de expresión que
siempre le ha caracterizado.
La otra cosa que recuerdo mucho, son las visitas que él me hacía cuando yo
estudiaba en los Estados Unidos: la emoción que él me irradiaba cada vez que llegaba.
Me sacaba a pasear y, como si fuera Diciembre, quería comprarme todo lo que veíamos
en las tiendas, ésa era su mayor felicidad y, por supuesto, la mía.
También recuerdo cuando comencé a trabajar con él. Al principio fue muy
difícil, creí que era muy duro, pero hoy me he dado cuenta de lo mucho que he
aprendido de él y de lo importante que fueron sus enseñanzas. Él supo balancear el
cariño y el amor hacia la familia con la disciplina y lo hizo siempre pensando en nuestro
bienestar.
Todo lo que tengo se lo debo a Papá y a nuestra querida Mami. Debemos dar
gracias a Dios por lo maravillosos que fueron con nosotros, dos seres muy especiales.
Podría continuar diciendo muchas cosas...pero ésta no es mi historia, sino la de Papá.
Gracias, Papá, eres y seguirás siendo el ejemplo de mi vida, de mis hijos y de
muchos más.»
Carlos
Querido papá:
No es fácil plasmar en palabras lo que significas para mí:¡¡¡Abraham
Sultán!!!¿Tú debes ser hijo de Abraham Sultán? ¿Qué eres tú de Alberto Sultán? Te
pareces al Catire, ¿Eres algo de él? Estas preguntas son unas constantes en mi vida y
supongo que en la de mis hermanos.
Vine al mundo en los momentos en que te absorbían tanto los negocios, como
también la comunidad. Creo que al haber sido el benjamín de la familia, durante esas
épocas tan duras y difíciles que pasaste, en mi óptica de niño pensé que no era
suficiente el contacto, (padre – hijo), que tuvimos.
En esas épocas tempranas, a mi manera de ver, me sentí más como el hijito
de mamá. Sin embargo, esta percepción, al dejar el tiempo correr y en la madurez
que se gana con los años, veo que estaba equivocada.
Esto ocurrió mientras iba creciendo, en mi adolescencia. Fue allí cuando, sin
dudas, me fui dando cuenta de la gran influencia que has tenido en mí. Del legado
que recibí de ti, de tu ética como padre, de tu bondad como amigo, de tu
voluntariado comunitario, del hacer el bien a los tuyos, del proteger a cualquier
precio a tu familia.
Padre, qué orgulloso me siento de saber todo lo que silenciosamente me
enseñaste, pero lo que más te agradezco, es el haber estado en los momentos más
importantes de mi vida. El haberme dado los jalones de oreja que me hicieron
madurar. El haber estado allí en mis momentos más difíciles.
Hoy, y lo digo pleno de orgullo, veo que, sin quererlo, te imito: como padre,
como persona, como amigo y eso dice todo lo que siento por ti. Espero, y sería mi
mayor logro, de que mis hijos concibieran un poquito de lo que yo siento, cuando
escribo estas palabras. Eso sería la gran recompensa de mi vida. Quiero acá y ahora,
dar gracias a la vida por haberme dado la oportunidad de estar tan cerca de ti.
Gracias a la vida por poder celebrarte estos preciosos 90 y pido y espero que
sigamos muchos años más en alegrías.
Tu hijo
Simón
Querido Abuelo
Eres una persona increíble. Gracias por todo lo que nos has dado y enseñado a
través de los años.
TE QUEREMOS,
Jordan, Annabelle y Jonathan
Abuelo:
Antes que nada quería felicitarte por tus excepcionales 90 años. Son bastantes
ya los años transcurridos en tu vida, pero tus enseñanzas,
experiencias, logros, orgullos, éxitos, historias y anécdotas quedaran grabadas y
contadas por cientos de años más.
Dicen que el valor y el nombre de una persona se miden no por lo que tiene, sino
por sus acciones y el legado que va dejando. Personalmente te puedo decir que eres la
persona más valiosa que conozco – siempre nos has ayudado a todos sin pedir nada a
cambio y, todos los que te conocemos se sienten orgullosos de poder nombrarte como
amigo.
Quiero sepas, que para mí eres una persona digna, íntegra, admirable y sobre todo
honorable. También, que para mi es una bendición el decirle a la gente que soy nieto de
Abraham "Alberto" Sultan, es algo que me llena de orgullo, alegría y honor. Sin olvidar,
que tu sabiduría y experiencia hace que me quiera siempre esmerar para lograr ser como
tú.
Mil gracias te quiero dar por todo lo que nos has dado y ayudado. Las historias, los
recuerdos, las bromas, las risas, el tiempo compartido,
han sido tan maravillosos que quedarán grabados en la cabeza para toda la vida. El
poder compartir contigo es un placer, sobre todo cuando ves jugar a tus bisnietos, el
"Chinito" y los Morochos. La emoción y felicidad en tu cara se propaga y nos cubre a
todos!!
Quiero detallar, algunos recuerdos que por siempre quedaran grabados en mí: los
almuerzos tradicionales de los sábados en tu casa de El Trapiche – la mejor comida, la
mejor compañía y los mejores tiempos que he pasado junto a la familia; los aperitivos,
las cenas y los shabats en tu casa de Margarita – sentarse en esa mesa llena, oyendo tus
cuentos y muertos de risa oyendo tus chistes; los viajes que hicimos juntos a Miami y a
Israel – la abuela Dora tan bondadosa y adorable, que hacía que uno se sintiera como el
rey del mundo; y todas las tardes compartidas contigo – oír la pasión con que cuentas
tus recuerdos, la emoción con que echas los chistes, ver tu cara de satisfacción cuando
ves la energía de tus bis-nietos, el orgullo de ver como tus nietos han crecido y formado
familias y hogares, y ver el orgullo que sientes al ver a uno de tus hijos entrar por la
puerta.
Abuelo Alberto – te queremos muchísimo, eres súper especial para
nosotros, te mereces esto y mucho más!
Andrés, Karina, Bryan, Alex y Jack.
Los Sultán-Osers
(Abe, Angie y tu futura bisnieta).
Abuelo:
No es fácil poner por escrito el sentimiento que tengo el día de hoy. A parte
de felicitarte y darte un muy fuerte abrazo por tu cumpleaños, me pareció importante
también aprovechar para dedicarte unas palabras. No todo el mundo tiene la suerte de
poder compartir con su abuelo tanto tiempo (90 años). Son muchos los recuerdos y
momentos que tengo para contigo, los almuerzos en tu casa, todos los diciembres en
Margarita, tus chistes, tus consejos, tus bromas, tu cariño, los viajes que hemos
compartido juntos (El crucero por Turquía con toda la familia; Las Vegas, cuando
fuimos la abuela Dora, tú, Tammy y yo) y, personalmente tuve la suerte de también
vivir contigo (cuando con Miguel vivimos en tu casa un mes, de recién casados).
Te quiero muchísimo, y no sabes como me encantaría poder estar viviendo en
Caracas para compartir más tiempo contigo. Espero que te guste este regalo porque
creo que no debe existir nada mas satisfactorio que poder estar sentado desde donde tú
estas y ver una familia tan grande y tan bonita como la que nosotros tenemos. Eres un
ejemplo a seguir.
Feliz Cumpleaños te deseo todo lo mejor y hasta los 120 que vivas
Te Adoro
Te Queremos!!!
Querido Abuelo:
Feliz cumpleaños!!! Son pocas las personas que logran compartir junto a sus
abuelos los noventa años, y me siento privilegiado por ser yo una de ellas y sobre todo
por compartirlos con un abuelo tan especial. Es un orgullo poder decir que soy nieto de
Abraham Sultán. Gracias por siempre empaparnos con tu espíritu alegre, haciéndonos
reír a todos a cada momento con tus cuentos y chistes.
Gracias por siempre compartir tu inagotable sabiduría haciendo de cada uno de
nosotros una mejor persona. Ojala algún día pueda llegar a ser, lo que tú eres. Te quiero
mucho y felicidades otra vez.
Danchi
Abuelo:
90 años, 32.871 días, 788.923 horas, 47.335.389 minutos, 2,84012334 x 109
segundos, mejor lo traducimos! 8 hermanos, 1 esposa, 4 hijos, 14 nietos, 10 bisnietos.
Seguimos contando??? Seguro que sí, pero por ahora dame dos segunditos pa respirar....
Cuento años, días, horas, minutos, segundos... pero de qué valen?, si sólo sirven
cuando vemos el reloj? Yo cuento mejor en hermanos, esposa, hijos, nietos y bisnietos.
Son lo que veo, lo que aprecio, lo que conozco. Las horas se fueron y volvieron, pero
los demás siguen, así sea únicamente en nuestro recuerdo, pero vale más que cualquier
día en un calendario.
Abuelo, mira a todos lados, has creado un mundo tuyo, una familia que gira
entorno a lo que nos diste, nos das y nos darás. Siempre has sido determinante en tus
consejos y abrazos, siempre sabes que es lo mejor para todos sin tener que haber
escuchado una palabra... eso se llama experiencia, VIDA y amor, mucho, mucho amor...
Podría escribir un libro, intentando darte las gracias y de brindarte el amor que tú
me has dado, pero sería imposible! Tendría que escribir algo por ahí del tamaño de una
enciclopedia... Que para serte sincero... No me daría ni chance!
Con estas últimas palabras, te deseo todo lo mejor... te lo deseo? no sé si haga
falta, creo que ya está cumplido!
Un abrazote abuelo!
Mil Felicidades!
Los 90 mas jóvenes que has cumplido!
Michael!
Abuelo:
Quiero empezar esta carta felicitándote por tu cumpleaños, muchísimas
felicidades!!! Voy a aprovechar esta oportunidad para decirte que te quiero demasiado,
que me encanta compartir contigo que sepas que eres una persona muy especial para
mí. Eres lo que por excelencia se puede o se debe llamar: abuelo. Tú eres una persona
atenta, cariñosa, sabia, dulce, alegre, simpática, pendiente siempre de tu familia; tus
opiniones y comentarios son siempre los apropiados.
Quiero recordarte que siempre te querré y me acordaré de ti, porque sin duda
alguna eres una persona imborrable, tienes y das tanto que los 365 días del año no son
suficientes para recibir absolutamente todo lo que tú puedes dar, aunque sé y estoy
segura de que siempre estás dispuesto a darlo.
Eres un ejemplo a seguir y el mayor logro que yo creo, haz hecho a lo largo de tu
vida, es la familia que creaste con la abuela Dora, que en paz descanse.
Hoy en día ya es difícil encontrar familias como la nuestra, en las que todos se toleran,
se respetan, se aprecian y se quieren. Gracias a las enseñanzas y ejemplos que nos ha
dado, que no se nos borrarán de la memoria de ninguno de los Sultán, por la educación
que nos diste y con las que por siempre nos van a mantener unidos, como familia.
Abuelo, cada momento que yo comparto contigo, para mí, es único e irrepetible.
Son momentos en los que aprendo, disfruto, me río, reflexiono, pongo todas mis
capacidades a tono, porque para poder estar presente frente a una persona como tú hay
que poner esas cosas a funcionar, para así aprovechar al máximo cada una de tus
enseñanzas.
Me encanta cómo compartimos en tu casa, cada cena, cada chiste. Y quiero
sepas, que los comentarios quedarán por siempre incrustados en mi memoria.
Me fascina que mi parecido a ese ser tuyo tan especial que te acuerde a tu madre,
porque de esa manera siento que tengo más afinidad contigo.
Abuelo, te vuelvo a repetir que te quiero muchísimo, que siempre te querré y que
nunca serás apartado de mis memorias y de mi corazón.
Felicidades por tu cumpleaños y por todos los grandes logros que tienes.
Con muchísimo cariño.
Tu Nieta Pichi o La Rusa!!!
Querido Abuelo!
Aprovecho esta oportunidad para felicitarte y desearte que tengas el mejor de los
cumpleaños y que cumplas hasta los 120 y más rodeado de tus seres queridos; pero más
que felicitarte en tu día, quiero decirte lo muchísimo que te quiero y te admiro.
Desde muy chiquita siempre me ha encantado escuchar tus sabias palabras y tus
interesantísimos cuentos que me llenan y me enseñan tanto. Todas las oportunidades
que comparto contigo vivo alguna aventura, historia, chiste o anécdota que con tu gracia
cuentas a la familia. Puedo pasar horas escuchándote feliz y encantada de las tantas
maravillas que has vivido.
Por otra parte quiero felicitarte por el gran trabajo que como papá y hombre has
desempeñado a lo largo de tus años ya que has dejado una huella y rastro espectacular
en todos tus hijos, nietos y bisnietos. Eres un hombre que sin duda ha marcado nuestras
vidas y las de muchos con tu encanto y simpatía. Te quiero muchísimo, abuelo y estoy
orgullosa y muy feliz de pertenecer a una familia tan bella y especial como la que tú
con la abuelita Dora (que en paz descanse) formaron con tanto amor.
Espero poder tener durante muchos más años la dicha de estar y compartir
contigo. Te agradezco todas la cosas bellas que nos has brindado y enseñado y me
gustaría poder devolvértelo con amor todos los días.
Nuevamente felicidades en tus 90 años y deseando que se multipliquen por
muchos años más.
Con todo el amor y cariño del mundo.
Tu nieta
Karina.
Hola Abuelo
Querido abuelo,
Primero que nada te quiero decir feliz cumpleaños y también te quiero mucho
no sólo por que eres mi abuelo sino porque eres un hombre muy ejemplar para toda la
familia y también para todo el mundo.
Te quiero mucho.
Tiffany Sultán
Querido abuelo
Te quiero felicitar en tu cumpleaños. No puedo creer que ya vas a tener 90
años. Estoy muy feliz que estés aquí conmigo. Tú has sido uno de los mejores ejemplos
para toda la familia y, por qué no, para el mundo entero. Te quiero mucho y que
cumplas hasta los 120 o más porque 120 es muy poco para un hombre tan bueno como
tú.
Feliz cumpleaños.
David Sultán
Querido suegro:
Quiero aprovechar esta magnifica oportunidad para expresarle lo que siento. Y con ello,
voy a comenzar contándoles a todos, una anécdota: hace años, fui invitado a comer en la casa
de los padres de Annie. Para mí ese evento me hizo sentir muy alegre, era la primera vez que me
sentaría en la misma mesa y en la casa de «Don Alberto» como todos lo solían llamar. Me sentí
nervioso, pues él, era una figura que infundía respeto.
En mi casa gozaba de ciertas prerrogativas y en cuanto a gustos culinarios era por de
algún modo decir, muy escaso en lo referente al surtido. Retumban en mis oídos sus palabras,
cuando con aquella voz portentosa, el preguntó ¿Para quién es ese bistec? La señora Dora le
respondió: para Oscar, él no come estas otras cosas. Sin medir ni esperar en su respuesta, de
modo tajante y contundente dijo: Si Oscar se quiere sentar en esta mesa con nosotros, deberá
comer lo que todos estemos comiendo. Y continuó ordenando que se llevaran el bistec a la
cocina. Fue un aprendizaje y, desde ese día, comencé a comer de todo. Don Alberto, a quien he
aprendido a querer como a mi segundo padre, me ha enseñado muchas cosas en la vida. Él me
dio una gran oportunidad de trabajar a su lado y, sentado al frente de su escritorio, fue como
pude absorber todo un mar de conocimientos.
Él, un hombre que fue autodidacta, no temía en traspasar sus experiencias, me hizo
partícipe en sus conversaciones, transacciones y trato con sus semejantes. De más está que les
hable de su memoria, para todos es conocido esa prodigiosa mente que posee. Lo vi como se
desenvolvía en su forma de actuar, ese razonamiento tan exacto y justo, la manera de ver los
negocios, la vida, la familia y, no menos importante, su actitud, todos ellos fueron y siguen
siendo mis directrices.
Me siento entre los pocos de la familia con el privilegio de haber compartido muchos
años de mi vida con una persona tan respetada, a quien la gente reconoce como Patriarca, pues
siempre ha estado dispuesto a tender una mano a sus amigos.
Puedo y debo decir que con su familia ha sido bondadoso, generoso y cariñoso, donde
siempre nos muestra que el respeto es la piedra fundamental para una relación.
Quiero terminar diciendo que le agradezco me haya permitido entrar en su familia y que
me siento feliz y realizado por la esposa que tengo, los hijos y la suerte de poder sentirme como
un miembro más de su familia, pues lo he aprendido a querer con el tiempo, su paciencia y mi
amor.
Felicidad y larga vida.
Oscar
Sr. Alberto
He tratado de resumir en pocas palabras el sentimiento que nace en mi corazón y
que siento por usted y, créalo, no lo he podido lograr. Han sido tantos los momentos y
la dicha que sentí desde que lo conocí, que no estaría haciendo justicia a lo que ha sido
para nosotros. Debo decir que en los momentos en que se requiere de un padre, de un
buen amigo y o hasta de un buen consejero, siempre usted ha estado allí.
Hay un punto cierto en usted y es que siempre lo hemos visto tras esa sonrisa
que lo caracteriza, con buenos modales y siempre atento para con los suyos. Esa sonrisa
que es su sello personal y de la cual comentan mis familiares y junto con ellos, mis
amigas. Ellas me hacen ver que con su edad ha logrado mantenerse bien, que luce
buenmozo y que siempre nos llama la atención con su aroma, pues siempre huele rico.
Qué mejor hablar un hijo de un padre, cuando puede decir que jamás lo conoció
bravo. En lo personal, yo no le he llegado a conocer ni siquiera una mala cara. Eso es
algo que puede hablar bien de Don Alberto, como me consta que hablan los suyos y los
que pasaron o tuvieron algún trato con usted.
Hoy es otro día de fiesta, y espero lo disfrute como todos lo estamos haciendo.
Como regalo, me comprometo a no distraerme cuando estemos jugando dominó y haré
lo propio con mi padre, quien por mi voz, le manda un besote, al igual quiero reciba los
míos y los de mi familia.
Que siempre el amor que irradia nos acompañe como hasta ahora lo sentimos.
Lo quiero
Jordana
Mariana