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Mito y archivo: Una teoría de la narrativa latinoamericana
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Mito y archivo: Una teoría de la narrativa latinoamericana

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El autor combina el ensayo con la comprobación científica, y aporta ejemplos irrefutables de su tesis: las relaciones que la narrativa establece con otros discursos no literarios son a veces mucho más productivas y determinantes que las que mantiene con su propia tradición u otras formas de literatura. Así, por ejemplo, demuestra las relaciones de varios escritores con el poder y sus notables influencias estilísticas.
LanguageEspañol
Release dateFeb 22, 2012
ISBN9786071609267
Mito y archivo: Una teoría de la narrativa latinoamericana

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    Mito y archivo - Roberto González Echevarría

    439-452.

    I. Un claro en la selva:

    de Santa Mónica a Macondo

    La tradición legalista romana es uno de los componentes más sólidos de la cultura latinoamericana: de Cortés a Zapata, sólo creemos en lo que está escrito y codificado.

    Carlos Fuentes[1]

    1

    Tras un penoso viaje en el que pretende escapar del mundo moderno, el protagonista de Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier, llega a Santa Mónica de los Venados, el pueblo fundado por el Adelantado, uno de sus compañeros de viaje.[2] Santa Mónica no es más que un claro en la selva sudamericana en el que se han levantado unas cuantas chozas.[3] El anónimo protagonista ha llegado, o así quiere creerlo, al Valle-del-Tiempo-Detenido, un sitio ajeno al fluir de la historia. Ahí, distanciado de la civilización, espera reavivar sus energías creadoras, volver a su vida pasada de compositor; en suma, ser fiel a sí mismo. El narrador-protagonista tiene planeado componer un treno, un poema musical basado en el texto de la Odisea. La inspiración musical late desenfrenada en su mente, como si al fin hubiera sido capaz de alcanzar un profundo pozo de creatividad dentro de sí. Le pide al Adelantado, o Fundador de Ciudades, papel para escribir todo eso. Éste, reacio, pues necesita el papel para consignar las leyes de su recién fundada sociedad, le da un cuaderno. El narrador lo llena rápidamente en un frenesí creador y le suplica que le dé otro. Molesto, el Adelantado se lo da, advirtiéndole que será el último. El narrador se ve obligado a escribir con letra muy pequeña, aprovechando todos los espacios disponibles, incluso crea una especie de taquigrafía propia para poder proseguir su labor. Posteriormente, el Adelantado se conduele de él y le regala otro cuaderno, pero el narrador-protagonista sigue limitado a borrar y reescribir lo que ha compuesto porque carece de espacio para avanzar. Escribe, borra y reescribe su sobado manuscrito, que ya prefigura la economía de pérdidas y ganancias del Archivo, el origen revelado, el modo de la ficción latinoamericana actual hecho posible gracias a la novela de Carpentier. Muchos otros manuscritos de este tipo aparecerán en las obras de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa como emblemas de la textualidad misma de la novela latinoamericana.

    Cuando el narrador decide volver temporalmente a la civilización, tiene el propósito de conseguir suficiente papel y tinta para continuar su composición cuando vuelva a Santa Mónica. No hace ninguna de las dos cosas. En vez de terminar su treno, el narrador-protagonista escribe una serie de artículos acerca de sus aventuras, que trata de vender a varias publicaciones. En la ficción, éstos pueden ser los fragmentos que llevan a la redacción del texto que leemos, Los pasos perdidos (como en otras novelas modernas, un manuscrito inconcluso representa, dentro de la ficción, la novela en la que aparece). Y no logra regresar nunca a Santa Mónica, porque la creciente del río ha ocultado la inscripción en el tronco de un árbol que marcaba el canal hacia el pueblo. Hay escritura por toda la selva pero es tan ininteligible como la de la ciudad de la que él desea escapar. El protagonista está atrapado entre dos ciudades, en una de las cuales tendrá que vivir. Lo que le resulta imposible es vivir fuera de la ciudad, fuera de la escritura.

    Ocurren dos acontecimientos más relacionados con la carencia de papel, mientras el narrador-protagonista acosa al Adelantado para que le dé cuadernos. El primero es la insistencia de fray Pedro, otro compañero de viaje, en que el protagonista se case con Rosario, la nativa de la comarca con la que se ha acoplado durante su viaje río arriba. El segundo es la ejecución de Nicasio, el leproso que violó a una niña del pueblo. El narrador, que está casado en el mundo moderno de donde procede, no quiere someter a Rosario a una ceremonia hueca y no tolera la idea de que ésta atesore un pedazo de papel de los cuadernos que él tanto codicia, en el que sin duda se asentaría el acta de matrimonio. Sin embargo, resulta que Rosario no tiene ganas de formalizar la unión de acuerdo con leyes que la atarían y la someterían a él. Se dice que Nicasio, quien fue finalmente ejecutado por Marcos cuando el protagonista se muestra incapaz de disparar sobre él, padecía la lepra del Levítico, es decir, la enfermedad que hizo que las tribus nómadas dictaran leyes para expulsar a los infectados por esa dolencia al establecerse en determinado lugar. El matrimonio y la ejecución de Nicasio son sucesos de los que parte la necesidad de escribir, como el impulso creador del narrador-protagonista. Los tres encuentran un sitio común en los cuadernos atesorados por el Fundador de Ciudades. La escritura se inicia en la urbe con la necesidad de establecer un orden en la sociedad y de disciplinar en el sentido punitivo. El narrador-protagonista reconoce que el claro que busca ya está ocupado por la civilización:

    No sólo ha fundado una ciudad el Adelantado, sino que, sin sospecharlo, está creando, día a día, una polis, que acabará por apoyarse en un código asentado solemnemente en el Cuaderno de… Perteneciente a… Y un momento llegará en que tenga que castigar severamente a quien mate la bestia vedada, y bien veo que entonces ese hombrecito de hablar pausado, que nunca alza la voz, no vacilará en condenar al culpable a ser expulsado de la comunidad y a morir de hambre en la selva… [p. 268]

    La escritura está vinculada con la fundación de ciudades y el castigo.[4] El origen de la novela moderna ha de encontrarse, pues, en esta relación, cuyos rastros temáticos aparecen durante toda su historia, desde el Lazarillo y El coloquio de los perros hasta Los miserables, El proceso y El beso de la mujer araña.

    El lector de la ficción latinoamericana contemporánea indudablemente reconocerá en Santa Mónica de los Venados y en el relato acerca del manuscrito inconcluso, tanto del treno como de la novela, prefiguraciones de Macondo y de los escritos de Melquíades en Cien años de soledad (1967). Los pasos perdidos de Carpentier marca un viraje decisivo en la historia de la narrativa latinoamericana; es la ficción del Archivo fundadora. Es un texto en el que se incluyen y analizan todas las modalidades narrativas importantes en América Latina hasta el momento en el que se publicó, como en una especie de memoria activa; se trata de un depósito de posibilidades narrativas, algunas obsoletas y otras que conducen a García Márquez. Los pasos perdidos es un Archivo de relatos y un almacén de los relatos maestros producidos para narrar acerca de América Latina. Así como el narrador-protagonista de la novela descubre que es incapaz de borrar su pasado y empezar de nuevo, el libro, al buscar una narrativa nueva y original, debe contener todas las anteriores y, al volverse Archivo, regresar a la más fundacional de esas modalidades. Los pasos perdidos nos remonta a los inicios de la escritura en busca de un presente vacío en donde hacer una primera inscripción. Pero en vez de ello, lo que se encuentra es una variedad de principios en el origen, el más poderoso de los cuales es el discurso de la ley. Así pues, Los pasos perdidos desmantela la ilusión central capacitadora de la escritura latinoamericana: la idea de que en el Nuevo Mundo puede darse un nuevo comienzo, liberado de la historia. El nuevo comienzo es siempre ya historia, escritura en la ciudad. Por su preocupación respecto a orígenes, el del narrador-protagonista de Los pasos perdidos es el relato de América Latina por excelencia a la vez que su desmantelamiento crítico, de ahí su carácter fundador desde el punto de vista de la historia tanto de América Latina como de la novela. Al decir carácter fundador me refiero a que es un relato acerca de los prolegómenos de cómo hacer un relato latinoamericano; pues en vez de librarse del lastre de la historia, el narrador-protagonista descubre que carga con el peso del recuerdo de los repetidos intentos por descubrir o fundamentar la novedad del Nuevo Mundo.[5] Los pasos perdidos es el relato de esta derrota que se convierte en victoria. Al aflojar las ataduras de la idealización constitutiva central de la narrativa latinoamericana, la novela de Carpentier ofrece la posibilidad de una lectura crítica de la tradición latinoamericana que pondría de manifiesto los relatos, incluyendo el que protagoniza el narrador, que constituyen la imaginación narrativa latinoamericana. En el proceso de descubrir la conciencia de su narrador-protagonista, Carpentier presenta las ruinas de ese andamiaje como el mapa de su nuevo proyecto narrativo. ¿Pero cuáles son los fragmentos, la analecta de esas ruinas, y qué tienen que ver con los cuadernos que el narrador-protagonista mendiga al Adelantado en Santa Mónica de los Venados?

    La respuesta, como en una especie de contrapunto, se encuentra en Cien años de soledad de García Márquez, texto en el que vuelven a aparecer esos relatos maestros y se examinan con mayor detalle los vestigios del origen hallado por Carpentier. Como en una ampliación fotográfica, Cien años de soledad contiene un mapa de las posibilidades o potencialidades narrativas de la ficción latinoamericana. Si la novela de Carpentier es la ficción del Archivo fundadora, la de García Márquez es la arquetípica. Por este motivo, el Archivo como mito constituye su núcleo.

    2

    … un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos, escritos con letras góticas pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mismo Don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres; y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquirir y buscar todos los archivos manchegos por sacarla a luz…

    Don Quijote, I, LII[6]

    A la mayoría de los lectores, la novela latinoamericana les debe parecer obsesionada con la historia y los mitos latinoamericanos. En Terra nostra (1976) de Carlos Fuentes, por ejemplo, se recuenta gran parte de la historia española del siglo XVI, incluyendo la conquista de México, y también se incorporan mitos precolombinos que vaticinan este trascendental acontecimiento. En El siglo de las luces (1962), Carpentier narra la transición de América Latina del siglo XVIII al XIX, centrándose en las repercusiones de la Revolución francesa en el Caribe. Carpentier también ahonda en la sabiduría popular afrocubana para mostrar la forma en que los negros interpretaron los cambios provocados por estos trastornos políticos. En su monumental La guerra del fin del mundo (1980), Mario Vargas Llosa vuelve a contar la historia de los Canudos, la rebelión de fanáticos religiosos en el interior de Brasil, que ya había sido el tema de Os sertões (1902), texto clásico de Euclides da Cunha. En la ambiciosa obra de Vargas Llosa también se examina con sumo detalle la recreación de la mitología cristiana en el Nuevo Mundo. La lista de novelas latinoamericanas que tratan acerca de la historia y los mitos latinoamericanos es realmente muy larga e incluye las obras de muchos escritores más jóvenes y menos conocidos. En Daimón (1978), Abel Posse recuenta la historia de Lope de Aguirre, el rebelde del siglo XVI que se declaró libre de la Corona española y fundó su propio país independiente en América del Sur. Como lo indica el título del libro, la novela de Posse se ocupa del mito del demonio y su supuesta preferencia por el Nuevo Mundo como residencia y campo de operaciones, tema que había sido importante en dos obras maestras latinoamericanas anteriores: El reino de este mundo (1949) de Carpentier y Grande sertão: veredas (1956) de João Guimarães Rosa.

    Dado que los mitos son relatos que tratan primordialmente de los orígenes, es comprensible el interés de la ficción latinoamericana en la historia y los mitos latinoamericanos. Por una parte, la historia latinoamericana siempre ha ofrecido la promesa no sólo de ser nueva sino diferente, de ser, por así decirlo, la única historia nueva, para retener la fuerza del oxímoron. Por otra parte, la novela, que parece haber surgido en el siglo XVI, al mismo tiempo que la historia latinoamericana, es el único género moderno, la única forma literaria que es moderna no sólo en el sentido cronológico, sino también porque ha perdurado por siglos sin una poética, desafiando siempre la noción misma de género. ¿Es posible, entonces, hacer de la historia latinoamericana un relato tan perdurable como los antiguos mitos? ¿Puede la historia latinoamericana ser un instrumento hermenéutico tan flexible y útil para penetrar la naturaleza humana como los mitos clásicos, y puede la novela ser el vehículo para la transmisión de estos nuevos mitos? ¿Acaso es concebible en el periodo moderno, postoral, la creación de mitos? ¿Los nacimientos concomitantes de la novela y la historia de América Latina están relacionados más allá de la mera cronología? ¿Podría un nuevo mito hacer inteligible el Nuevo Mundo? Y, lo que es más importante para nuestros fines, ¿puede inscribirse un mito novelístico en el claro que busca el narrador de Los pasos perdidos y ser tal mito la ficción del Archivo que esta y otras novelas subsecuentes resultaron ser? Por ser el depósito de relatos sobre los inicios de la América Latina moderna, la historia es crucial en la creación de este mito. La historia latinoamericana es a la narrativa latinoamericana lo que los temas épicos a la literatura española: una constante cuyo modo de aparición puede variar, pero que rara vez está ausente. Podría escribirse un libro como La epopeya castellana a través de la literatura española[7] de Ramón Menéndez Pidal, acerca de la presencia de la historia de América Latina en la narrativa latinoamericana. La pregunta que esto suscita es, obviamente, ¿cómo pueden coexistir el mito y la historia en la novela? ¿Cómo pueden contarse relatos fundadores en este género tan irónico y que se refleja a sí mismo? El enorme y merecido éxito de Cien años de soledad, la obra maestra de Gabriel García Márquez, se debe al rigor con que estas formas de narración se entretejen en la novela, lo que revela el pasado del proceso narrativo en América Latina y conduce a la consideración de la novela como un género.

    Aplicar a la evolución de la novela el mismo rasero que a otros géneros literarios es un modo acrítico de hacer historia literaria inspirada por la filología. Se trata del vestigio de un tipo de historicismo primitivo armado según el modelo de las ciencias naturales que, hay que admitirlo, en el caso de la historia de las formas literarias convencionales ha dado resultados impresionantes. No creo que pueda decirse lo mismo de los estudios sobre la novela. No me convencen las teorías que postulan que la novela ha evolucionado sola o principalmente a partir de la épica o cualquier otra forma literaria. La característica más persistente de los libros que han recibido el nombre de novelas en la era moderna es que siempre han pretendido no ser literatura. El anhelo de no ser literaria, de romper con las belles-lettres, es el elemento más tenaz de la novela. Se supone que el Quijote es la traducción de una historia escrita en árabe o de documentos extraídos de los archivos de La Mancha; La vida de Lazarillo de Tormes es una deposición dirigida a un juez; The Pickwick Papers son The Posthumous Papers of the Pickwick Club, Being a Faithful record of the Perambulations, Perils, Travels, Adventures, and Sporting Transactions of the Corresponding Members: Edited by Boz. Otras novelas son o pretenden ser autobiografías, una serie de cartas, un manuscrito hallado en un baúl y así sucesivamente. En cierta ocasión, Carpentier afirmó que la mayoría de las novelas modernas eran recibidas por la crítica con la queja de que no eran novelas en absoluto, por lo que, según parece, para tener éxito la novela debe alcanzar su deseo de no ser literatura.[8] Hace algunos años Ralph Freedman hizo la siguiente propuesta con respecto a la polémica sobre los orígenes de la novela:

    En vez de aislar géneros y subgéneros artificialmente, y después dar cuenta de las excepciones detallando las diversas mezclas y amalgamas, resulta más simple ver toda la prosa-ficción como una unidad, y retrotraer diferentes hebras a diversos orígenes; hilos que incluirían no sólo la novel of manners inglesa, o el romance posmedieval, o la novela gótica, sino también la alegoría medieval, el Bildungsroman alemán, o la picaresca. Algunas de estas hebras pueden estar demasiado próximas al material folclórico para clasificarse como épicas, otras pueden haber tenido como modelos libros de viajes o relatos periodísticos de ciertos acontecimientos, y otros pueden sugerir comedias de salón, o hasta prosa poética, sin embargo, todos, en diferentes grados, parecen reflejar la vida en mundos estéticamente definidos (la vida como mito, como estructura de la realidad, como mundos de sentimientos, o de lo cotidiano)…[9]

    Me gustaría preservar de Freedman la noción de orígenes múltiples, y añadir que el origen de la novela se repite, una y otra vez, reteniendo en su evolución sólo el acto mimético con respecto a formas no literarias, no necesariamente sus propias formas anteriores. El origen de la novela es no sólo múltiple en el espacio, sino también en el tiempo. Su historia no es, por cierto, una sucesión lineal o evolución, sino una serie de renovados arranques en diferentes lugares. El único denominador común es la cualidad mimética del texto novelístico; no de una realidad dada, sino de un discurso dado que ya ha reflejado la realidad.

    Mi hipótesis es que, al no tener forma propia, la novela generalmente asume la de un documento dado, al que se le ha otorgado la capacidad de vehicular la verdad —es decir, el poder— en momentos determinados de la historia. La novela, o lo que se ha llamado novela en diversas épocas, imita tales documentos para así poner de manifiesto el convencionalismo de éstos, su sujeción a estrategias de engendramiento textual similares a las que gobiernan el texto literario, que a su vez reflejan las reglas del lenguaje mismo. Es mediante este simulacro de legitimidad que la novela lleva a cabo su contradictorio y velado reclamo de pertenecer a la literatura. Las narrativas que solemos llamar novelas demuestran que la capacidad para dotar al texto con el poder necesario para transmitir la verdad están fuera del texto; son agentes exógenos que conceden autoridad a ciertos tipos de documentos, reflejando de esa manera la estructura de poder del periodo, no ninguna cualidad inherente al documento mismo o al agente externo. La novela, por tanto, forma parte de la totalidad discursiva de una época dada, y se sitúa en el campo opuesto a su núcleo de poder. La concepción misma de la novela resulta ser un relato sobre el escape de la autoridad, relato que generalmente aparece como una especie de subargumento en muchas novelas (por ejemplo el Lazarillo, pero también Los miserables). De más está decir que esta fuga hacia una forma de libertad no concretada en el texto es también ilusoria, un simulacro basado en un mimetismo que parece estar incrustado en la narrativa misma, como si fuera la historia original, el relato de fundación, la irreductible historia maestra que subyace en toda narrativa. Acaso sea ésta la razón por la cual la ley figura tan prominentemente en la primera de las historias maestras que la novela narra a través de textos como La vida de Lazarillo de Tormes, las Novelas ejemplares de Cervantes y las crónicas de Indias. La novela retendrá de este origen su relación con el castigo y el control del Estado, que determinará su tendencia imitativa de entonces en adelante. Ciertas novelas, como El proceso, regresan obsesivamente a ese origen; lo cual también ocurre aun en variantes populares de la novela, como la detectivesca. Cuando la moderna novela hispanoamericana regresa a ese origen, lo hace mediante la figura del archivo, el depósito legal de conocimiento y poder del que surge, y cuyos modelos reales son Simancas y El Escorial. El ejemplo más evidente es, desde luego, Terra nostra, de Carlos Fuentes. Pero el paradigmático es Cien años de soledad, donde todo gira en torno a la habitación del mago Melquíades, depósito de manuscritos, y de la enciclopedia.

    Aunque mi hipótesis debe mucho a las teorías de Mijaíl Bajtín, como debe ser obvio, mi aproximación difiere considerablemente de la suya. En primer lugar, porque me gusta ver la novela como parte de toda la economía textual de una época dada, no de aquella preferentemente literaria. En segundo lugar, porque le doy más importancia, en la formación de la novela, a textos que pertenecen a lo que Bajtín consideraría la cultura oficial. Tal vez mi discrepancia con él provenga del objeto mismo de mi estudio —la narrativa latinoamericana—, que surge en circunstancias considerablemente diferentes de las de la novela europea, que es, naturalmente, la que a él le interesa y estudió con tal brillantez. Pienso que Bajtín descarta con demasiada facilidad el papel de los textos oficiales, que a mi parecer son fundamentales en el origen de la novela moderna. Como es sabido, el gran teórico ruso apela, sobre todo, a rituales populares al explicar ese origen. Bajtín afirma que: el Carnaval es la segunda vida del pueblo, organizado a base de la risa. Es una vida festiva. Lo festivo es una característica peculiar de todos los rituales cómicos y los espectáculos de la Edad Media.[10] Y también dice: Es por esto que el tono de la fiesta oficial era monolíticamente serio, y la razón por la cual la risa le era ajena (p. 9). Bajtín concibe lo oficial como ajeno a la sociedad, como si lo oficial fuera algo extraterrestre, impuesto a la humanidad por una fuerza invasora de otra galaxia. Pero lo que él considera oficial es parte de la sociedad tanto como la risa y el carnaval; en efecto, no habría lo uno sin lo otro.

    Pero comparto con Bajtín algunos presupuestos básicos. Por ejemplo, que la humanidad produce textos, que estos textos nunca existen aisladamente, sino en relación los unos con los otros, y que no hay posible metatexto, sino siempre intertexto (inclusive éste, desde luego).[11] Bajtín se encontraba todavía bajo la esfera de influencia de la antropología clásica, en el sentido de que él sentía que el pueblo constituía un elemento privilegiado, que correspondía a las gentes no-europeas estudiadas por los antropólogos, y en el que sobrevivía algo verdadero, genuino, que podía ser traicionado por otros elementos de la sociedad. Por ello Bajtín encuentra la escritura tan problemática. Lo escrito es, precisamente, para él, parte integral de lo oficial. Aquí es donde me parece que Michel Foucault resulta más útil para el estudio de los orígenes de la novela. Porque para Foucault la mediación se constituye en el mismo proceso de limitar, de negar, de constreñir, creado por la humanidad, y, por tanto, se encuentra en la base misma de lo social en todas sus manifestaciones; los discursos hegemónicos que oprimen, controlan, vigilan, suministran los modelos que más tarde serán tergiversados, parodiados, si se quiere, pero sin los cuales no habría texto novelístico posible. El cercenar, desfigurar, encerrar, escribir, la autoridad misma en todos sus disfraces, son actividades propias de lo humano concebido en sociedad, tanto como sus antídotos. Esto es lo que falta en Bajtín, y es por ello que idealiza al pueblo. La intertextualidad no es un tranquilo diálogo de textos —una utopía pluralista, tal vez nacida del monolítico infierno estaliniano que padeció Bajtín—, sino un choque de textos, un desequilibrio entre textos, algunos de los cuales tienen la capacidad de modelar, de moldear a los otros.

    El objeto de mi estudio es, por tanto, no simplemente la novela latinoamericana, sino más ampliamente la narrativa latinoamericana, y dentro de esa tradición un núcleo evolucionante cuyo tema central, particularmente desde el siglo XVI, es la peculiaridad diferenciadora de América Latina como ente cultural, social y político desde el cual narrar. La búsqueda de esa peculiaridad, de esa identidad, es la forma en que se articula, desde el periodo colonial, la cuestión de la legitimidad. Las primeras narrativas que surgen de lo que sería Latinoamérica están determinadas por el problema de la legitimidad, tal y como ésta era otorgada por los documentos expedidos por el primer Estado moderno —la España de los Habsburgo—. En la España del siglo XVI —muy especialmente en su imperio americano—, los documentos que la incipiente novela imitaba eran legales. (Digo incipiente sólo para referirme a un principio, no para sugerir que la estructura de circulación textual de que hablo surge primero como un germen que luego se desarrolla; la estructura completa ya se manifiesta íntegra en la que se considera la primera novela: el Lazarillo de Tormes.) La forma que asumió la picaresca fue la relación (informe, deposición, confesión, testimonio, carta, declaración), porque este tipo de relato era un vehículo importante en la enorme burocracia imperial que administraba el poder en España y sus posesiones. La historia temprana de América, así como las primeras ficciones de y sobre América, fueron escritas según los moldes de la retórica notarial. Estas cartas de relación no eran simplemente cartas, sino fundaciones de los recientemente descubiertos territorios. Tanto el que redactaba como el territorio eran dotados de derechos legales por estos documentos que, como el texto de Lazarillo, eran dirigidos a una autoridad superior; en el caso de Hernán Cortés nada menos que al emperador Carlos V. Es difícil exagerar cuán impregnada estaba la temprana historiografía de Indias por la retórica legal. La Corona, a través de su Consejo de Indias, nombraba historiadores oficiales —cronista mayor de Indias— a los que se asignaban reglas de composición y retórica para absorber todas aquellas relaciones en sus abarcadoras obras. La más contundente muestra es la voluminosa Historia general de los hechos de los castellanos en las islas i tierra firme del mar Océano (Madrid, 1601) de Antonio de Herrera y Tordesillas, el más cierto antecedente de una obra como Terra nostra. La historia y la ficción latinoamericanas, la narrativa de América Latina, fueron concebidas al principio en el contexto del discurso de la ley, una totalidad secular que garantizaba su veracidad y hacía su circulación

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