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Los duelos no vividos

Ángela Sannuti
“Toda pérdida es el pretexto para un hallazgo”, escribe nuestra poeta Olga Orozco.
Por miedo a perder o por miedo a sentir, silenciamos los sufrimientos
ocasionados por nuestras pérdidas. En la vida de casi todos, hay muchos
duelos sin realizar. Aprender a vivir es aprender a soltar el dolor
acumulado con el paso del tiempo.

“Hay un tiempo para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo
para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para
arrancar lo plantado; un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo
para lamentarse y un tiempo para bailar; un tiempo para abrazarse y un
tiempo para separarse; un tiempo para callar y un tiempo para hablar.”
Eclesiastés 3, 1-3; 4-5; 7

Desde que nacemos, la vida es una sucesión de cambios, una sucesión de


pérdidas y de hallazgos que no siempre reconocemos y aceptamos.

Crecemos y maduramos si aprendemos a perder lo que ya no nos pertenece ni


necesitamos, sólo así podemos entregamos a lo nuevo y, por ende, a lo
desconocido que está por advenir. La revelación de lo nuevo está más allá del
pasado que se repite en la vida de las personas.

El exitismo de nuestra sociedad occidental es una idea nociva, culturalmente


muy arraigada pero ineficaz e insostenible y que tiñe los procesos más
humanos y profundos de nuestra existencia cotidiana: desde niños sólo se nos
enseña a ganar; no se nos enseña a perder.

¿Cómo se crece con un mandato tan férreo, que incluso muchos entronizan?
Cargamos con muchos miedos externos e internos; existe el miedo externo a
perder el trabajo, a perder nuestra posición, el miedo a la enfermedad y a la
muerte. Y por dentro también existe mucho miedo: miedo a no tener éxito,
miedo a no ser, miedo a la soledad, miedo a no ser amado.

Todos los miedos tienen como única raíz, un solo miedo: miedo a perder.
Con tanto temor interior, psicológicamente, experimentamos la vida como
una batalla constante, agotadora y estéril; por esto mismo, nos resistimos en
lugar de aprender y nos defendemos en lugar de comprender.

Nuestro principal problema –aunque muchos no lo adviertan– es tomar


conciencia de los verdaderos muros de la prisión; cuando hay tanto miedo no
hay libertad ni gozo ni genuino amor.

Nuestra dificultad es que estamos tan fuertemente condicionados, que nunca


preguntamos, nunca cuestionamos, nunca ponemos en duda todo lo que el ser
humano ha creado a través de los siglos. Nos hemos convertido en meros
seguidores y conformistas.
La verdadera cultura significa crecer, florecer y no permanecer estancados en
“odres viejos”. Para ello, uno tiene que empezar consigo mismo: ¿puede cesar
el temor que nos carcome el corazón y el alma de modo que uno pueda vivir
serenamente y con vital intensidad?

“Cuando la vida eterna se acabe”*

De un siglo a otro, hemos pasado de la “sociedad de la disciplina” a la


“sociedad de la eficiencia”. La educación se centra siempre más en la cultura
de lo externo, en el rendimiento y en el éxito; y al hacerlo, se sacrifica la
esencia misma de la vida humana que es nuestra interioridad.

Pero tanto los “hijos de la disciplina” como los “hijos de la eficiencia” son
hijos de una misma esclavitud, ya que, desarraigados de su ser interior, la
propia identidad se apoya, en gran parte, en el reconocimiento que viene de
afuera.

Por esto mismo, nuestra identidad suele estar vinculada a lo que hacemos y a
lo que poseemos; a nuestras actividades, a nuestro status social, familiar y
profesional. La angustia y el vacío existencial no son meros conceptos
filosóficos, expresan el estado psicológico en el que se encuentra gran parte
de nuestra humanidad. El vacío es vacío de sí mismo, de la propia identidad y
ésta es la fuente de mayor angustia que pueda padecer un ser humano. No se
puede estar en paz si uno está desconectado de su auténtico ser; cuando no
hay permiso para ser quien uno es, la vida se vuelve artificial y carente de
sentido.

Tampoco escapamos al razonamiento arcaico y maniqueo con el que seguimos


siendo moldeados de generación en generación: “niños buenos-niños malos”,
desde la mirada disciplinar; o “niños exitosos-niños fracasados”, desde una
mirada eficientista. Esta tendencia maniquea persiste en todas las áreas de la
vida; en realidad no ha habido un cambio fundamental en nuestra educación.

¿Qué clase de adultos devinieron de esta estrecha formación humana? Adultos


que se resisten, que desconfían, que tienen miedo, miedo de la vida que es
imprevisible para todos. Hemos construido un mundo en el que, cada vez más,
todo debe “estar programado, asegurado y blindado” y desde esta exacerbada
privatización de los espacios humanos, se erigen pequeños “paraísos del
encierro” que sólo brindan una protección ilusoria.

En este desmesurado universo casi nadie busca la verdad, la belleza, el amor;


todos buscan seguridad eterna, certezas eternas y permanencia eterna.

Muy pocos manifiestan una actitud de indagación ante la vida, se vive


buscando el beneficio, el logro, el refugio, la necesidad compulsiva de estar a
salvo a expensas del otro.
La gran paradoja existencial es que, en nuestra afanosa búsqueda por
sentirnos a toda costa seguros, destruimos la verdadera seguridad; cuanto más
seguridad buscamos en las cosas externas, más inseguros y desamparados nos
sentimos por dentro.

Aprender a vivir es aprender a morir. Pero, ¿quién nos enseña a integrar la


vida y la muerte, a experimentar nuestros incontables hallazgos e
innumerables pérdidas como partes de un mismo proceso vital?

¿Qué es un duelo?

Toda pérdida es una conmoción y nos enfrenta a nuestra propia


vulnerabilidad.
Desde el momento mismo en que nacemos, para crecer e individuarnos nos
separamos de nuestra madre –gran metáfora del crecimiento psicológico– y así
sucesivamente la vida está hecha de desgarros, de pequeños y grandes
desapegos, de renunciamientos y ausencias inesperadas.

La pérdida definitiva o la separación de seres que amamos, una ruptura


amorosa, el alejamiento de la propia tierra o del propio hogar, suelen ser las
situaciones más reconocidas como el inicio de un duelo pero también existen
muchas otras circunstancias en las que, en general, se subestima o
directamente se ignora el proceso de duelo que implican: la renuncia a un
status o ideal laboral-profesional, anhelos no realizados, la pérdida de la
salud y de alguna función o parte del cuerpo por enfermedad o accidente, el
paso de los años, la llegada de la jubilación, los cambios históricos que
acontecen a nuestro alrededor e, inevitablemente, cambian nuestra manera
de vivir y de estar en el mundo.

En una sociedad que sólo tiene ojos para la belleza, la juventud y el éxito, se
obstaculiza y se niega el contacto con las limitaciones propias de nuestra
condición humana; la verdadera fortaleza radica en reconocer las
limitaciones, negarlas nos vuelve frágiles e insensibles.

En el reconocimiento de las limitaciones y de las carencias es donde comienza


el verdadero trabajo de duelo.

¿En qué consiste un duelo? Es el proceso psicológico de adaptación del ser


humano al estrés y sufrimiento que ocasiona una pérdida significativa. Toda
pérdida implica sufrimiento y no hay manera de atravesar un duelo sin dolor.
Toda pérdida siempre es un traumatismo mayor o menor; es un cambio que
desestabiliza, por lo cual se requiere un tiempo de adaptación para acceder a
un nuevo equilibrio psíquico y emocional.

Mucha gente desconoce el nivel de estrés que conlleva un proceso de duelo,


se le resta importancia y se respeta cada vez menos el tiempo necesario de
elaboración y reparación (1).

El desaliento, la angustia, el sentimiento de inseguridad, desolación, tristeza


y pena, son algunos de los intensos y hondos sentimientos consecutivos a toda
pérdida. Como no hemos sido formados para vivenciar y aprender de nuestras
emociones, escapamos de ellas o las enterramos para reducir su importancia
o su impacto en nosotros y así “seguir adelante” –“el show debe continuar”,
“las obligaciones me impiden detenerme y sentir”–.

Los duelos prohibidos, los duelos no vividos, tienen consecuencias implacables


para la salud psíquica de una persona.

El sufrimiento no escuchado, no reconocido y, por lo tanto, no aceptado


queda grabado en el cuerpo o en el psiquismo y resurgirá, tarde o temprano, a
través de enfermedades psicosomáticas o estados depresivos.

“Valores culturales”

La sabiduría de una persona madura radica, entre otras cosas, en saber


discernir la verdad de la falsedad implícita en las creencias, en los dogmas y
en los valores que conforman una cultura y con los cuales hemos sido
moldeados.

Falsos valores y falsas concepciones cierran la puerta a la realidad e impiden


una percepción y una comprensión de lo verdadero.

“¿Podría ser que la represión de los sentimientos, el equilibro calmo y el


autodominio que nos hemos impuesto trabajosamente y que tanto nos
enorgullecen, no representen más que un siniestro empobrecimiento y no un
“valor cultural”, como estábamos acostumbrados a considerarlos hasta
ahora?”(2).

Lo que enferma no es el sufrimiento en sí mismo sino la imposibilidad de


expresar libremente el dolor que nos causa; entrar en contacto con las
emociones auténticas es una condición indispensable para elaborar un duelo:
ayuda a integrar los sentimientos más dolorosos, incómodos y perturbadores
para una transformación de nuestro estado interno. Es necesario vivir hasta el
final todas las emociones dolorosas; si se las reprime se evita el duelo y con él
se pierde una ocasión privilegiada para fortalecer nuestro desarrollo personal,
nuestra confianza en la vida y en nosotros mismos (3).

Otra de las falsas creencias muy arraigada en nuestro “esquema de valores” y


con la cual hemos sido criados, es la de creer que todo, o casi todo, la salud,
el amor, la felicidad, la juventud van a durar toda la vida.

Todo cambia en nuestra vida: nuestro cuerpo, nuestra manera de vivir y de


relacionarnos; nuestras necesidades también se van renovado en cada etapa
de nuestro crecimiento –un adulto maduro no tiene las mismas necesidades de
un joven adolescente–.

Educados en el miedo, nos resistimos al cambio; nos asustamos y nos atamos a


roles fijos, a formas de vida estáticas y rígidas que no sólo deterioran nuestra
salud, empobrecen nuestro ser.
El amor es el bien más preciado que pueda existir sobre esta tierra y nuestro
anhelo más profundo es perdurar en nuestros vínculos; pero lo que no se nos
enseña es que nuestra manera de amar y relacionarnos también cambia
porque crecer es madurar y la madurez todo lo transforma. De hecho, las
crisis en los vínculos aparecen cuando nos resistimos al cambio, a la
maduración y la transformación de nuestros sentimientos, de nuestro modo de
vincularnos. Las relaciones se transforman para seguir evolucionando y no
quedar estancadas.
“Creer que los sentimientos y los vínculos son perennes es una ilusión que
muchas veces impide apreciar en su justo valor el momento presente”,
advertíaFrançoise Dolto.

Qué es la vida sino un viaje tan sagrado como asombroso en el que encontrar
y perder lo encontrado; si lo permitimos, nos dilata el alma, el corazón y la
mente y nos ancla en nuestro verdadero ser.

En esta vida, en este mundo

La vida es un misterio; y el lugar que nos corresponde en ella es un


descubrimiento que cada uno de nosotros tiene que hacer por sí mismo, nadie
puede hacerlo por nosotros.

Nuestra vida se ha convertido en un constante esfuerzo por conquistar cosas;


es un vivir consumido por la ambición y la codicia, hijas del miedo. Es cierto
que la mentalidad adquisitiva y el exitismo en este mundo producen
resultados: producen un mundo de opresión y de crueldad, de mala voluntad y
de ignorancia.

La riqueza de este universo y de la vida que lo habita es inmensa, pero


nosotros vivimos como mendigos de esos valores esenciales que no se miden y
no se calculan porque son inconmensurables.

Dar y recibir, hallar y perder es el movimiento circular de la vida biológica,


psicológica y espiritual de todo ser humano.

El verdadero tesoro de la vida se encuentra en cada acto de nuestro vivir


cotidiano cada vez que, despiertos y sensibles, completamos ese círculo vital.

* Título de la obra teatral del grupo español La Zaranda.

Notas:

1. No hay tiempo para vivir, para estar con uno y con los otros, no hay tiempo
para sentir y pensar en profundidad. Y mucho menos, nos damos el tiempo y
la oportunidad de procesar un duelo y cicatrizar.
2. Por tu propio bien, Alice Miller, Tusquets, 1992.
3. Si desde niños se nos enseñara a reconocer nuestras emociones, a
integrarlas y a elaborarlas, nos sería mucho más fácil sobreponernos a las
pérdidas de la vida.

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