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Diego Sztulwark
Publicada en 9 diciembre, 2017
El siguiente texto pertenece a la compilación de textos editada bajo el nombre “Democracia. Un estado
en cuestión“. La tarea fue llevada a cabo por Guillermo Korn y Mariano Molina. Pertenece a una serie
de cuadernos cuya edición y publicación debemos a Agencia Paco Urondo, Relámpagos y Negra mala
testa. Agradecemos a ellxs, también, el permiso para reproducir el texto.
“Estamos introduciendo un cambio tecnológico más que ideológico”.
Marcos Peña
Dos períodos (1983/2001; 2003/2017)
Después de la última dictadura militar-corporativa y ya derrotadas las organizaciones revolucionarias,
la democracia apareció como bandera de lucha contra el terror y al mismo tiempo como reivindicación
del régimen parlamentario de gobierno. Aún hoy llamamos “alfonsinismo” a esa tentativa de
conjugación que permanece irresuelta, en la medida en que la llamada democracia no es capaz de
convertirse en un medio para desactivar el terror y deconstruir la concentración económica y el
antagonismo social que se deriva de él. Las luchas de las Madres de Plaza de Mayo y los organismos
de derechos humanos contra la impunidad, de las minorías contraculturales y las organizaciones
sociales y gremiales contra el modo de acumulación neoliberal (ajuste, privatización, desempleo, pago
de deuda externa, entre otras cuestiones) constituyeron las principales corrientes de democratización
durante el período 1983-2001. La democracia se desdoblaba en dos sentidos diferentes. De un lado,
el bipartidismo la entendía como defensa de la Constitución de 1853, eufemismo para sostener la tesis
principal del programa de la derrota: la idea de una autonomía de lo político restringida por
determinantes inamovibles proveniente del modo de acumulación económica, de las invariantes
corporativas de lo social y de las restricciones impuestas por el plano internacional. Del otro, los
movimientos surgieron como tentativas de romper el dispositivo de la derrota arraigada en las
estructuras perdurables de poder. La movilización de Semana Santa contra los militares carapintadas
fue el último momento de convergencia entre ambas comprensiones de lo democrático.
Claro que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable, puesto que no es posible
identificar una revolución previa a la que se procura liquidar o absorber. El gesto futurista, que por
momentos esboza la ofensiva actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas, es
parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos rasgos de una nueva subjetividad en
el orden del capital: entusiasmo, deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes
vitales varios, asuntos retomados de la lengua de la emancipación revolucionaria y utilizados ahora
como patrimonio exclusivo de la contrarrevolución en curso. Alejandro Rozitchner es probablemente
el más claro entre los intelectuales oficialistas abocados a esta tarea. Quizás convenga decir, como
Alain Badiou, que nuestro tiempo es “restauración” (rechazo de toda revolución). Marco Teruggi dijo
hace poco que la situación en Venezuela era la de una revolución incompleta respondida por una
contrarrevolución completa. Este sentido de la desproporción, sin embargo, no es elocuente sólo del
rechazo a la revolución. También expresa algo sobre una cierta atracción reaccionaria que provocan
los elementos de las subjetivaciones autónomas. Contrarrevolución, quizás, como labor continua de
esterilización comunicacional y refuncionalización neoliberal de todo aquello que surge como
elemento de fuga y resistencia a la coacción de la economía del valor.
La teorización de Félix Guattari sobre las “revoluciones moleculares” tal vez sea aún hoy las más
acertada para describir una heterogénesis activa y proliferante que adopta la forma de luchas, fugas y
transformaciones. El macrismo como fusión de democracia y contrarrevolución puede ser visto como
una reacción activa y refundadora ante el influjo que mantuvieron durante las décadas pasadas los
movimientos indígenas, comunitarios, de mujeres, de trabajadores de la salud, la educación, el arte, os
trabajadores informales de la economía popular, entre otros, sobre un campo social vuelto campo de
batalla fundamental, en el momento mismo en que lo neoliberal hace de la subjetividad su principal
preocupación. Esta perspectiva permite ampliar el análisis, tanto a nivel regional como temporal. En
casi todo el continente, la crisis de la democracia se dio como crisis del neoliberalismo provocada por
movimientos sociales que cuestionaron la relación entre producción de valor y obediencia. El hecho
de que los gobiernos llamados progresistas no hayan encontrado los medios para crear instituciones
capaces de recrear la democracia y la centralidad plebeya, devolvió la iniciativa a la derecha, que
pretende resolver definitivamente la crisis apropiándose de ella. La contrarrevolución democrática
tiene a su favor imágenes y votos (una decepción con los discursos igualitarios) y encuentra su límite
en la miseria de su propia vocación. Las consecuencias de sus políticas, las pasiones de odio de las que
se sirven, las tácticas de “real politik” que emplean y la calidad de su personal político permite
profetizar: remember 1945, remember 1969, remember 2001.