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En 1905, sólo cinco años después de que Planck presentara su teoría cuántica,
Albert Einstein la utilizó para resolver otro misterio en la física: el efecto
fotoeléctrico, un fenómeno en el que los electrones son expulsados desde la
superficie de ciertos metales que se han expuesto a la luz de al menos
determinada frecuencia mínima, y que se conoce como frecuencia umbral. El
número de electrones liberados, no su energía, era proporcional a la intensidad (o
brillantez) de la luz. No importaba qué tan intensa fuera la luz, los electrones no se
liberaban cuando la frecuencia no llegaba al umbral.
𝐸 = ℎ𝑣
donde 𝑣 es la frecuencia de la luz y ℎ es la constante de Planck cuyo valor es de
6.63 × 10−34 𝐽 ∙ 𝑠
ℎ𝑣 = 𝐸𝐶 + 𝑊
𝐸𝐶 = ℎ𝑣 − 𝑊
para mostrar que, cuanto más energético sea el fotón, es decir, cuanto mayor sea
su frecuencia, mayor será la energía cinética del electrón emitido.
Ahora consideremos dos rayos de luz que tienen la misma frecuencia (que es
mayor que la frecuencia umbral) pero diferentes intensidades. El rayo de luz más
intenso consta de un mayor número de fotones, por consiguiente, emite más
electrones de la superficie del metal que el rayo de luz más débil. Así que cuanto
más intensa sea la luz, mayor será el número de electrones emitidos por el metal
de prueba; a mayor frecuencia de la luz, mayor energía cinética de los electrones
emitidos.
La teoría de Einstein acerca de la luz significó un dilema para los científicos. Por
un lado, dicha teoría explicaba satisfactoriamente el efecto fotoeléctrico. Pero, por
el otro, la teoría de partícula de la luz no era consistente con su conocido
comportamiento de onda. La única forma de resolver este dilema era aceptar la
idea de que la luz posee propiedades tanto de partícula como de onda.