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Hace unos meses, por razones que no son del caso ahora, prologué un libro de
homenaje que su familia hacía a una profesora excepcional. Lo escribí de
corrido, lo he leído varias veces y he pensado, otras tantas, que a mí me gustaría
ser un profesor así, que fuese recordado por sus alumnos como esta profesora
lo es. Entiendo que compartirlo con todos ustedes es una idea magnífica. A ella
no le parece mal, a mí tampoco.
Un profesor no es una persona que dicta lecciones, es una persona que educa con
su presencia, con su porte, con su talante, con su modo de estar y de conducirse
ante sus alumnos.
Cuando un profesor tiene un don, como el caso que nos ocupa, se produce una
suerte de magnetismo entre él y sus educandos, una especie de simbiosis que
enseña sin enseñar, muestra sin mostrar, enamora sin imponer.
Un profesor así es una rara avis que deja una huella indeleble en quienes han
compartido juntos la aventura de aprender, que no se desvanece con el tiempo, no
se borra; quizá se matiza y adquiere nuevos destellos a medida que el educando
va creciendo y madurando en su propia educación.
Pero, ¿es posible un profesor así? Las páginas que siguen [los escritos de los
alumnos sobre este profesor que aquí, naturalmente, se omiten] son un testimonio
y una demostración libre y espontánea de que sí, de que es posible, si bien
excepcional, que el magnetismo que es necesario para que la educación brote,
como si de un milagro se tratase, se da en algunas personas.
[Dedicatoria]