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CORTE SUPREMA DE JUSTICIA

Sala de Casación Civil

Magistrado Ponente:
Manuel Isidro Ardila Velásquez

Bogotá, D. C., diecinueve (19) de diciembre de


dos mil seis (2006)

Referencia: Expediente No. 2002-00109-01

Decídese el recurso de casación interpuesto


por la parte demandante contra la sentencia de 20 de abril de
2005, proferida por la sala civil del tribunal superior del distrito
judicial de Medellín en este proceso ordinario de Gabriel
Ramiro Agudelo Builes contra Luis Alberto Morales Morales y
Bellanita de Transportes S.A.

I.- Antecedentes

Señala el libelo incoativo que los demandados


son responsables, y así debe declararse judicialmente, de los
perjuicios que recibió el actor a causa del accidente allí
descrito, cuyo monto deberán resarcirle.

Cuenta al efecto que el 30 de julio de 2001 se


desplazaba en moto por la transversal 56ª, sentido sur-norte,
y aconteció que en el cruce de la calle 58 una buseta que por
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la misma transversal venía en sentido contrario, sin hacer el


pare correspondiente pretendió virar a la izquierda e impactó
la parte delantera de la misma con la motocicleta, lesionó a
sus tres ocupantes, siendo el de mayor consideración
precisamente el actor, quien fuera recogido en estado de
inconsciencia por razón de múltiples heridas en el maxilar
inferior, cara y cuero cabelludo, así como fracturas en brazo
izquierdo, pierna derecha (fémur, cúbito y radio) y
contusiones en todo el cuerpo.

Opusiéronse los demandados negando toda


responsabilidad en el hecho a la vez que propusieron en su
defensa lo que denominaron “culpa exclusiva de la víctima”,
“petición de pago de conceptos no causados ni legalmente
estimado”, “pago de perjuicios y compensación”,
“compensación” y “temeridad y mala fe de la parte
demandante”; la Aseguradora Solidaria de Colombia Ltda.,
llamada en garantía, invocó con igual propósito lo que
nombró como “concurrencia de actividades peligrosas”,
“culpa de la víctima”, “concurrencia y compensación de
culpas”, “falta de prueba del daño sufrido”, “exceso en las
pretensiones y falta de prueba de las mismas”, “pago parcial”,
“límite de responsabilidad civil extracontractual”, “exclusiones
contempladas en las condiciones generales de la póliza
contratada aplicables a este proceso” y “falta de cobertura del
lucro cesante” y “del perjuicio moral solicitado”.

Ramiro Agudelo Gaviria y Alba Rocío Builes,


padres del demandante, quien falleció en el decurso del
proceso, concurrieron al mismo como sus sucesores.
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El ad-quem confirmó la sentencia


desestimatoria de primera instancia.

II.- La sentencia del tribunal

Analizando derechamente el tema alusivo a la


responsabilidad debatida, aclaró para empezar que si bien
se dio en esta especie la colisión de actividades peligrosas,
no era posible al demandado “alegar que como la víctima
demandante también ejecutaba una actividad peligrosa, debe
considerársele culpable, pues en nuestro medio rige el
principio según el cual sólo la víctima (…) puede argumentar
en su favor la presunción que en contra del agresor consagra
el artículo 2356 del Código Civil”.

A renglón seguido reconoció las dificultades que


la aplicación de tal criterio ofrece “cuando hay dos víctimas”,
pues en tales condiciones “la presunción de responsabilidad”
no opera “sino que sería necesario aplicar los principios de
responsabilidad directa con culpa probada establecida en el
artículo 2341 ibídem”; mas, como ese no es el problema del
caso estudiado, señaló que la controversia había de dirimirse
a la luz del artículo 2356 citado, lo que descarta entonces la
“aniquilación de culpas” que apuntalada en la concurrencia de
actividades peligrosas invocó como defensa la aseguradora
llamada en garantía.

Dio paso así al examen probatorio pertinente,


donde halló que la presunción de culpa que había de
predicarse en los demandados, fue desvirtuada “con la culpa
exclusiva de la víctima (…) pues si se hace una composición
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del lugar y se atiende la clara, expresa y seria declaración del


señor DELIO GARCIA ARCILA conductor de la buseta (…)
lógicamente debe concluirse que el accidente no hubiera
ocurrido a pesar del riesgo que crea el ejercicio de la
actividad de conducir automotores, si el señor GABRIEL
RAMIRO AGUDELO BUILES, conductor de la motocicleta
(…) no se hubiera comportado en la forma imprudente que
aquél relata, pues éste conducía embriagado, sin luces y con
exceso de cupo, yendo a parar contra la buseta que ya se
encontraba estacionada”.

Porque corroborado el grado de alcoholemia de


Gabriel Ramiro con el informe de toxicología allegado a los
autos, gana credibilidad lo relatado por García Arcila acerca
de las otras faltas de tránsito del motociclista (conducir sin
luces y exceso de cupo), cuyo dicho, en contrapartida, por la
embriaguez, se torna inverosímil.

III.- La demanda de casación

Dos cargos contiene la demanda, ambos por la


causal primera de casación, acusaciones cuyo estudio se
hará conjuntamente, habida cuenta de la afinidad
argumentativa que en ellos se aprecia.

Primer cargo

Antes que nada debe observarse que


previamente a la formulación de los cargos en concreto,
venía ya expresado en la demanda que el fallo impugnado
viola los artículos 2341 y siguientes del código civil, lo cual
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complementa el recurrente acusando el quebrantamiento del


artículo 70 de la ley 769 de 2002, a consecuencia de error de
hecho en la contemplación de pruebas. Esto, por supuesto,
allana perfectamente cualquier inconsistencia que el punto
pudiera ofrecer.

Alega, en el desarrollo, que el testigo Delio de


Jesús García Arcila dijo que el actor conducía la motocicleta
sin chaleco, casco, luces, licencia de conducción, con
sobrecupo, embriaguez y a alta velocidad; mas, si la
secretaría de tránsito de Bello declaró en la resolución de 7
de septiembre de 2001 que el único contraventor fue el chofer
de la buseta (el propio testigo), mal podía hacerlo el
sentenciador.

Y si en gracia de discusión se aceptara que


Agudelo Builes infringió una norma de tránsito, “ello sería
causal de contravención, mas no de responsabilidad civil
extracontractual, en la que sí incurrió el conductor de la
buseta, al girar imprudentemente hacia la izquierda e
invadiendo el carril contrario, por donde normalmente iba
derecho, el conductor de la motocicleta”.

La otra resolución de tránsito allegada al


proceso por los demandados, declarando contraventor al
demandante, fue dictada “violando el derecho fundamental
del debido proceso”, pues la entidad de tránsito certificó que
no tenía registros de tales contravenciones.

Segundo cargo
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Acusa, en condiciones idénticas a las del cargo


anterior, es decir, anunciando desde el pórtico la infracción de
los artículos 2341 y siguientes del código civil, la violación del
artículo 217 del código de procedimiento civil, a causa de
error de hecho en la apreciación de pruebas.

Dice que los demandados probaron sus


“excepciones” con el testimonio de García Arcila,
precisamente el conductor de la buseta y, por lo mismo, parte
interesada así no haya sido demandado, lo que lo torna
sospechoso; su versión fue mentirosa y amañada, como
emerge del examen del croquis del accidente, que éste
reconoció, donde a propósito el agente Wilson Barona Zapata
que lo levantó dejó constancia de que la causa probable del
mismo fue “no respetar prelación”.

Además, el testigo confirmó lo que anotó el


guarda de tránsito, en cuanto que el choque ocurrió en el
carril contrario; y aceptó haber visto la moto “desde bastante
distancia y le cambié luces y la moto nada y paré”,
circunstancia reveladora de “impericia y falta de cuidado”, tal
como dio en sostenerlo el voto disidente al fallo mayoritario
del tribunal.

Razones había, entonces, para descreer de la


declaración fustigada.

Consideraciones

Antes que otra cosa, importa destacar que al


definir lo tocante con la responsabilidad el tribunal reconoció
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que en esta especie litigiosa, en que hubo colisión de dos


actividades peligrosas, obra en favor de la víctima la
presunción de culpa que pesa sobre el agente; así y todo,
aunque en la mira tuvo esa presunción, estimó que ella fue
desvirtuada, pues demostrado quedó, y ello con el testimonio
del conductor de la buseta, cuya credibilidad fue en ascenso
al establecer que el motociclista transitaba embriagado, que
el daño advino no más que por culpa exclusiva del actor.

Los cargos, tal como resumidos quedaron,


rebaten justamente esa percepción de las cosas, como que,
al decir del impugnador, amén de la sospecha que recae
sobre el dicho del testigo en que fundó el tribunal el fallo, no
evaluó correctamente los distintos elementos persuasivos
que imponen concluir que éste mintió y que, por el contrario,
la culpa estuvo en él, sin que al efecto quepa enfrentar la otra
resolución de tránsito en que calificóse al motociclista como
contraventor.

Ahora. Puesta la Corte en la averiguación de


esos yerros respecto de las probanzas que apuntalan la
determinación del juzgador, debe decirse que razón hay en el
recurrente al elevar su protesta en esa dirección; ya que
mediando en este caso, según la apreciación que desde un
comienzo perfiló el sentenciador, la presunción de culpa que
pesa sobre los demandados, en sus hombros corría
entonces la carga de la prueba, de la cual no podían
deshacerse sino demostrando la causa extraña; pero no lo
hicieron, y más bien se atisban algunos esbozos probatorios
que por el contrario comprueban que en su actuar hubo cierta
falta de diligencia.
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A la verdad, así deba admitirse, con los efectos


que eso apareja, que la motocicleta no era conducida con
estricto apego a las normas de tránsito, temática cuya
demostración involucró parte considerable de los esfuerzos
probatorios adelantados por los contendientes, no por ello es
posible desdeñar la incidencia que en los acaecimientos tuvo
la maniobra del conductor de la buseta, algo de lo cual jamás
fueron ajenos los demandados. Memórase cómo al contestar
la demanda alcanzaron a plantear en forma subsidiaria la
“compensación” como atenuante de responsabilidad; la
colisión, de acuerdo con el dicho del implicado, que consulta
el contenido del croquis levantado con ocasión de la misma,
se presentó sobre las 5:00 a.m. cuando éste [que transitaba
por la transversal 56ª de Bello] intentó virar a la izquierda
para tomar la calle 58; fue así que, tras invadir una parte del
carril contrario, por el que se desplazaba la motocicleta,
detuvo la marcha en espera de que aquél, por el espacio que
le quedó, prosiguiera sin contratiempos por la vía que venía
utilizando en el otro sentido.

Tal comportamiento, en ese marco de cosas, no


puede considerarse de ningún modo inocuo en la pesquisa
de la responsabilidad; porque con abstracción de las medidas
de advertencia que hizo el conductor de la buseta, de las que
dan cuenta sólo sus afirmaciones, es palmar que si la moto
terminó impactando contra la carrocería de la misma, es
porque su vía hallábase obstaculizada con otro automotor
cuya presencia en ese lugar no encuentra en últimas
justificación atendible; esa maniobra, conformada por el
intento de cruzar a la izquierda y la detención en el carril
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contrario, traduce en buenas cuentas una falta de previsión


inaceptable, sin que al efecto quepa sostener que las
memoradas precauciones repugnen ese obrar incurioso. Y no
solamente por las carencias demostrativas que allí saltan a la
vista, según quedó anotado líneas atrás, circunstancia que
mengua la fuerza de convicción de las afirmaciones del
directo implicado en el hecho, sino porque en el fondo todo
deja ver un proceder imprudente de cara a las circunstancias
de modo, tiempo y lugar en que los hechos se sucedieron,
pues por ningún motivo podría admitirse que porque el
motociclista infringía normas de tránsito, derecho asistía al
otro motorista para obrar de tal modo que acabara
propiciando su injuria, que en últimas fue lo que ocurrió.

Todo lo más porque si advirtió desde una


distancia apreciable que en su dirección venía el motociclista
[“por ahí a unos 30 metros más o menos”, cual lo señaló ante
la autoridad de tránsito y lo reiteró en el proceso], tras de lo
cual percibió que éste no transitaba en condiciones normales,
al punto que cambió “luces porque ellos venían sin luces y a
ver si era que venían dormidos o qué”, como también lo relató
en el juicio, no es posible decir, sin pecar contra la lógica, que
su forma de actuar no merece ningún reproche de conducta,
por supuesto que tales condiciones, sumadas a la hora en
que el hecho se presentó, es decir, la madrugada, por lo que
fácil es suponer que el de la moto, ciertamente, no conducía
el vehículo en condiciones apropiadas, imponían en él una
mayor carga de diligencia al intentar el cruce sobre la vía.
Previsible como era el accidente, en sí corría un mayor
recelo, tanto más si en ese marco de cosas no hay nada que
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haga pensar que el giro era cuestión irresistible al transitar


por la vía.

Pero es que, adicionalmente, cual si lo anterior


no bastara, mírese otro aspecto con igual influjo en ese
colofón; porque también hay elementos de juicio que indican
que el conductor de la buseta, Delio de Jesús García Arcila,
no tenía problemas de visibilidad según lo aseguró
igualmente en su declaración, tal como lo aceptó al deponer
en el juicio, donde además dijo que el tráfico, por la hora, era
muy poco, razón que conduce a pensar que al margen de
que no existía en la vía ningún tipo de obstáculo que
impidiera guardar las precauciones del caso, éste contaba
con el tiempo y el espacio suficientes para conjurar el riesgo y
de ahí prevenir el choque con el otro vehículo, que por lo
demás tenía prelación sobre la calzada (artículo 32 del
decreto 1344 de 1970, modificado por los decretos 1809 de
1989 y 2591 de 1990, artículo 12).

El yerro del tribunal, en esas condiciones, fue


estridente, pues no otra cosa explica que haya ido a parar en
la culpa exclusiva de la víctima al escrutar la responsabilidad
de los demandados; creyó ver en la declaración del agente
elementos suficientes para saldar en ese sentido la
controversia, sin advertir que en ese relato convergen
también cosas que indican cómo éste contribuyó de modo
eficiente en la generación del daño; y como la trascendencia
de ello en el acápite resolutorio es patente, pues una
evidencia de semejantes alcances en punto de
responsabilidad repugna la absolución que cobijó a los
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demandados, impónese entonces casar el fallo objeto de


impugnación extraordinaria.

Sentencia sustitutiva

Analizando sin preámbulos el mérito de la


controversia, pues las condiciones para ello están dadas, del
fallo apelado ha de destacarse que el a-quo, al rehusar las
súplicas de la demanda, lo hizo persuadido de que el único
responsable del daño cuya reparación implora el libelo
incoativo fue el propio demandante, criterio que en últimas
acabó abrazando el tribunal en la decisión materia de
impugnación extraordinaria.

Lo cual significa que si el quiebre de la


sentencia del tribunal se ha dado justamente porque no
cayó en la cuenta de que tal cosa no fue así, pues al
resultado dañoso cuya reparación se demanda no sólo
concurrió el comportamiento negligente de la víctima, cual se
verá líneas después, sino también la culpa de los
demandados, que amén de presunta –a ojos del tribunal-
encuentra corroboración en las probanzas, es apenas obvio
que el fallo de primer grado debe revocarse, para que en su
lugar proceda la Corte a examinar la controversia tomando en
consideración esos aspectos litigiosos.

A este respecto es preciso subrayar que,


ciertamente, el actor no atendía con rigor normas de tránsito
elementales al desplazarse en la motocicleta cuando el
accidente se presentó; para comenzar, el informe realizado
por el agente Wilson O. Barona Zapata con ocasión del
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hecho (folio1 del cuaderno 1 y 49 del cuaderno 4) es


altamente persuasivo de la situación, pues dejó constancia
allí de que el conductor de la moto no portaba licencia de
conducción ni seguro obligatorio, amén de que en ella se
desplazaban tres personas: el demandante, Fernanda
Banguero García y Hamilton Weimar Uribe Gallego, algo
revelador de que también llevaba sobrecupo. Adicionalmente,
señala el sobredicho documento que los pasajeros de la moto
tampoco llevaban casco, situación que, sin lugar a dudas,
descubre la falta de diligencia en el conductor del vehículo,
frente al cual no se dejó anotación en ese sentido.

Por lo demás, reza el informe en cuestión que a


Gabriel Ramiro se le hizo el examen de beodez, examen de
cuyo resultado da cuenta la respuesta dada al juzgado por el
médico toxicólogo de la Secretaría de Transportes y Tránsito
de Bello, doctor Luis Aníbal Meneses Sepúlveda, vista a folio
3 del cuaderno 3, donde se dice que “en el libro de registros
de alcoholemia en el folio 236 con resultado de 120 mg por
ciento, que corresponde a embriaguez aguda positiva grado
II”; y aunque tiénese que la inspección de tránsito que
conoció de los hechos no lo tuvo al principio como
contraventor por esa causa, la de conducir embriagado, tal
como puede verificarse en la resolución 20027 de 7 de
septiembre de 2001 (folio 4 del cuaderno 1, y 46 del cuaderno
4), razón hubo para ello; al efecto señala la respuesta dada
por esa inspección al juzgado el 2 de octubre de 2003 (folio 2
del cuaderno 3 y 48 del cuaderno 4) que esto no se hizo
porque hasta ese momento no se había aportado al
expediente el informe médico correspondiente; pero allegado,
despréndese de lo dicho en la comunicación, sirvió de base a
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la resolución 20027 de 16 de septiembre de 2003 en que, ahí


sí, con el resultado del examen a la mano, lo declaró
contraventor por infringir el artículo 181 del decreto 1344 de
1970.

Lo del exceso de velocidad, por el contrario, no


tiene respaldo probatorio; la comunicación de 2 de octubre de
2003 citada señala en este sentido que “el croquis o gráfica
elaborado en el sitio del accidente que allí no hubo HUELLA
DE FRENADA o HUELLA DE ARRASTRE las cuales serían
las únicas que determinarían el EXCESO DE VELOCIDAD”.
Además, aun cuando el conductor de la buseta señaló
marginalmente que el motociclista conducía a una velocidad
que no era la apropiada, poco creíble resulta esa afirmación
si es verdad, como él mismo acabó reconociéndolo en su
declaración, que unos metros antes del lugar de los hechos y
por el carril que se desplazaba la moto existe un reductor de
velocidad, algo que, indudablemente, desdice lo del exceso
en la marcha, sin contar, claro, con que tratándose de un
vehículo de poca cilindrada (125 c.c., como lo evidencia la
copia de la licencia de tránsito de la misma vista a folio 42 del
cuaderno 4), es muy improbable que alcanzara gran
aceleración con el probado exceso de cupo que llevaba.

Esto mismo debe predicarse cuanto a que no


tenía encendidas las luces ni portaba el chaleco reflectivo
exigido para la conducción y desplazamiento en este tipo de
artefactos; todo quedó reducido al dicho del conductor de la
buseta, circunstancia que impide una evaluación más
concreta sobre esos aspectos a fin de despejar ese punto de
la controversia.
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A la vista ha quedado, subsecuentemente, que


al resultado de marras concurrió tanto la culpa de los
demandados, en quienes pesa no sólo la presunción que al
respecto consideró el tribunal acordemente con lo estatuido
por el artículo 2356 del código civil, sino el elenco de pruebas
que al despachar el cargo se analizó, como la negligencia del
motociclista; y sopesando ambas conductas encuentra la
Corte que la culpa estuvo en mayor grado, en un 70%,
conforme a las elucidaciones que siguen, en el chofer de la
buseta.

Véase en ese sentido que muy puesto en razón


es reconocer que en sus manos tuvo este conductor no sólo
la posibilidad de evitar el riesgo sino también de precaver el
resultado dañoso del que se hizo víctima al actor; porque
todo a una muestra que el plano visual que tenía, obviamente
determinado por la altura de la máquina automotriz que
conducía -mayor- permitía una mejor percepción de su
entorno y, por ende, de todos los acontecimientos que a su
alrededor se desenvolvían, sumada a la iluminación artificial
del sitio, cuestión que no mereció reparos, y al hecho de que
no habían obstáculos que la impidieran, son cosas que
parangonadas con los descuidos del motociclista inclinan la
balanza a favor de éste y en contra de la buseta.

Y no se diga que encender la luz direccional


como señal de advertencia para ejecutar la maniobra bastaba
para conjurar la potencialidad del accidente, ni mucho menos
que el cambio de luces surtiera un efecto parecido,
otorgándole al motorista un mejor derecho sobre la calzada
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ajena, incluso para detener la marcha en ésta; la prelación


para el motociclista, que por ley está contemplada, conforme
se precisó en otro lugar, había de respetarla, lo que no hizo,
generando así las consecuencias conocidas en el litigio.

Así, entonces, establecido el grado de la


responsabilidad de los demandados, cumple indagar por los
perjuicios cuyo resarcimiento busca la demanda; y para ello
es necesario recordar que si bien en la audiencia de
conciliación el apoderado de Gabriel Ramiro, habida cuenta
de su fallecimiento [ocurrido el 20 de diciembre de 2002],
excluyó en forma escueta del petitum el lucro cesante futuro y
los quince millones que pretendía por cuenta de gastos del
proceso, tal estrechamiento del litigio en realidad no tuvo un
efecto apreciable, pues las súplicas incoadas en la demanda
no involucraron ese lucro cesante; la pesquisa, así, ha de
enderezarse a establecer el daño emergente y el lucro
cesante a que sí se refiere el libelo incoativo.

Pues bien. El daño emergente, que a estas


mereció duros reparos de los demandados por considerar
que los rubros que lo integran no tienen esa categoría amén
de que, de cualquier modo, fueron cubiertos por la
aseguradora del automotor, se concreta exclusivamente en
los gastos relacionados directamente con la atención médica
que recibió el actor y sus acompañantes tras el accidente. De
estos $700.000 corresponden a “pasajes”, “papelería” y
“certificados”, $5’203.466 a los gastos de atención propios y
$184.800, a la atención de sus pasajeros; mas, escrutado el
material probatorio en búsqueda de la prueba de dichos
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conceptos, no encuentra la Corte elementos de juicio que los


apuntale.

A la verdad, al margen de que los rubros de


“pasajes”, “papelería” y “certificados” no cuentan con ningún
respaldo en las probanzas, situación que de suyo proscribe
su reconocimiento como parte de la indemnización, hay que
decir, en relación con los otros guarismos, que las
constancias expedidas por el Hospital Marco Fidel Suárez de
Bello, Antioquia, sobre su causación, rechazan en sí mismas
la idea de un perjuicio padecido por el demandante; rezan en
efecto las constancias vistas a folios 5, 9 y 12 del cuaderno 1,
que las cifras a la que alude cada una “serán cobrados a la
Compañía Aseguradora. CONSORCIO FISALUD”, atestación
que sin el menor asomo deja sin piso la aspiración de la
demanda, desde luego que si el demandante no canceló
dichos valores y, antes bien, el acreedor estima que el
deudor no es él sino un tercero, mal puede predicarse que en
este aspecto la reclamación tenga asidero, todavía menos si
nada en el proceso denota que el actor finalmente haya
cancelado dichos rubros.

Ahora, cuanto al lucro cesante, condensado por


la demanda en los 165 días de incapacidad que tuvo Gabriel
Ramiro, bueno es decir que tiene respaldo en las
incapacidades arrimadas al pleito con el libelo incoativo,
donde refiérese que ésta se prolongó por ese tiempo; así lo
descubren los documentos visibles a folios 32, 33, 34, 35,
167, 168, 169 y 170 del cuaderno 1 expedidos por los
médicos ortopedistas Santiago Grisales B., Oscar León
García Arboleda y Luis Alfonso Escobar A. del hospital de
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Bello, documentos que por públicos, desde luego, pues


provienen de una entidad hospitalaria cuya naturaleza jurídica
es la de una empresa social del Estado, imponen
considerarlos para los efectos probatorios perseguidos por la
parte, cuanto más si ninguna reconvención sufrieron en el
decurso procesal.

Dícese allí que hubo una primera incapacidad


por noventa días, contados a partir del 30 de julio de 2001,
indicada el 10 de agosto, otra por quince días señalada el 2
de noviembre, contados a partir del 31 de octubre, la
siguiente por treinta desde el 16 de noviembre, fecha que
lleva la tercera incapacidad, y otra computada entre el 16 de
diciembre y el 14 de enero de 2002. La constancia expedida
por la Fiscalía General de la Nación militante a folio 171
fechada el 1° de diciembre de 2003 habla de cien días de
incapacidad de acuerdo con el reconocimiento médico legal
que le fuera realizado al actor dentro de la investigación
adelantada por cuenta de los hechos, el cual estableció
igualmente que “como secuelas de carácter permanente
deformidad física que afecta el rostro y la estética corporal,
por lo notorio y evidente de las cicatrices en el rostro,
antebrazo izquierdo y miembro inferior derecho; perturbación
funcional parcial de carácter a definir, por la limitación
funcional de los (sic) para los movimientos activos de
muñeca izquierda, por fractura antebrazo”.

El total de la incapacidad, en ese orden de


ideas, corrió del 30 de julio de 2001 al 14 de enero de 2002,
lo que suma los 165 días en cuestión; es cierto que ninguna
de las certificaciones determina con explicitud el porcentaje
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funcional que las lesiones produjeron en el demandante; pero


analizadas las pruebas en conjunto, en particular la copia de
la historia clínica y los testimonios de las personas que
estuvieron cerca del actor, fácil es colegir que fue total, toda
vez que si éste laboraba como mecánico de motocicletas,
para lo cual inclusive adelantó un curso en el Sena (folio 36),
no hay modo de asegurar que su potencial laboral se
mantuvo de alguna forma en ese interregno, particularmente
si en la cuenta se tiene que tanto un miembro superior, con
principal menoscabo en una de las manos, como uno inferior
resultaron afectados en el suceso.

Los empeños probatorios de la parte


demandante en punto de los ingresos promedio de Gabriel
Ramiro no resultaron afortunados; pues alegándose en la
demanda que devengaba una suma que lindaba $1’500.000,
ninguna de las pruebas corrobora algo semejante; los
testigos Héctor de Jesús Lopera Arango, Abel Sáenz Tique,
Fredy Alexander Moncada Parra y José Isabel Rodríguez
Carrillo, ciertamente, admiten que tenía un oficio específico
-la reparación de motocicletas-, para lo cual había adelantado
un curso en el Sena y al que dedicaba su tiempo, pero
ninguno atina a concretar, con la certidumbre que ese
aspecto litigioso reclama, a cuánto ascendían los ingresos
que por ello devengaba, pues calcularlos, habida cuenta de la
forma en que lo hacía [prestando sus servicios a domicilio o
en ocasiones en su propia casa] resultaba ser labor harto
dificultosa.

Esa carencia demostrativa, sin duda, apareja


consecuencias en la tasación de la indemnización, mas no
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para rehusar enteramente el reconocimiento de una cifra por


ese concepto, sino para aplicar al caso la solución que de
tiempo acá ha encontrado la Corte; el criterio jurisprudencial
que en el punto impera es el de que, establecido eso de que
la víctima hacía parte de la fuerza laboral activa en el círculo
en que su vida se desenvolvía, ha de suponerse, como en
últimas lo entendió la perito, que por lo menos devengaba un
salario mínimo mensual.

La jurisprudencia, en realidad, como criterio


auxiliar que es de la actividad judicial según lo establece la
Constitución Política en el artículo 230, ha dicho, entre otras
cosas a este respecto, que ante la falta de otros medios de
convicción que confieran certeza sobre esos ingresos, debe
el juzgador acoger como referente para dicha tasación el
salario mínimo legal, a cuenta de “que nada descabellado es
afirmar que quien trabaja devenga por lo menos el salario
mínimo legal” (CCXXVII, página 643 y CCLXI, página 574). Y,
en esta dirección, cumple además prohijar el razonable
argumento también de arraigo jurisprudencial de que el
salario mínimo mensual a tener en cuenta es el vigente, que
por lo mismo trae “implícita la pérdida del poder adquisitivo
del peso”, algo que, desde luego, en el caso de ahora
reclama una precisión, pues consolidado el lucro cesante el
14 de enero de 2002, fecha en que cesó la incapacidad total
del actor, es a ese instante al que ha de remitirse la
operación pertinente (ver sentencia de 25 de octubre de
1994, CCXXXI página 870, reiterada en fallos de 6 de
septiembre de 2004, expediente 7576 y 30 de junio de 2005,
expediente 00650-01).
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En ese orden, para el año 2002 era la suma de


$309.000 mensuales según el decreto 2910 de 2001, y, por
ende, este monto es la base para la liquidación. Así,
determinada la incapacidad total en 5,6 días, como quedó
establecido, tendríase como resultado, tras aplicar la
siguiente fórmula matemática, a propósito la que para estos
casos viene aplicando la Corporación:

VA = LCM x Sn

Donde : VA = Valor Actual del lucro cesante


pasado total incluidos intereses del 6% anual.

LCM = Lucro Cesante Mensual actualizado.

S n = Valor acumulado de la renta periódica de


un peso que se paga n veces a una tasa de interés i por
periodo.

La fórmula matemática para Sn es:

Sn = (1 + i) a la n exponencial - 1
i

Sn = (1 + 0.005) a la 5.6 exponencial - 1


0.005
siendo:

i = tasa de interés por período


n = número de pagos (en este caso, número de
meses a liquidar).
mav. exp. 2002-00109-01 21

La operación matemática arroja como resultado


la suma de $1’750.419,oo.

El otro tema a dilucidar es el atinente a los


perjuicios morales, estimados por el actor en 1.000 salarios
mínimos legales, en punto de lo cual la Corte tiene sentado
que en estos eventos el petitum doloris será determinado
siguiendo el método del arbitrio judicial para fijar el monto de
la indemnización, perjuicios que serán reconocidos al
resultar innegable que el accidente y las funestas
consecuencias desencadenadas, le causaron gran aflicción
en su momento a Gabriel Ramiro, como debe colegirse no
sólo del estado de postración sino de las secuelas sufridas,
en particular la desfiguración del rostro y la disminución en su
capacidad motriz; deformaciones cuyo carácter definitivo si
bien no pudo establecerse en el decurso de las instancias,
pues en espera de esa evaluación quedó la pesquisa
correspondiente sin que nada hoy pueda esclarecer el tema
habida cuenta de la muerte del actor, dan base para que la
Corte estime tales perjuicios en la suma de $12’000.000,
cuyo pago se le impondrá a la demandada, monto que no
sobrepasa el límite señalado en la demanda y que
corresponde a una justa retribución al dolor padecido.

Resta por estudiar tan sólo lo tocante con el


llamamiento en garantía, a cuya prosperidad se opuso la
aseguradora alegando que si bien el amparo por lesiones
personales fue materia de cobertura en la póliza traída a los
autos, en el caso operan tres exclusiones; esto es, en la
medida de que el asegurado no concurrió a las diligencias
mav. exp. 2002-00109-01 22

administrativas y porque no hubo cobertura por lucro cesante


ni perjuicios morales.

Lo cierto, sin embargo, cuanto a la primera de


estas defensas, es que la responsabilidad de los
demandados, a diferencia de lo que constituye la exclusión,
no ha sido deducida de lo resuelto por las autoridades
administrativas, situación que de entrada descarta la
hipótesis establecida en la póliza con el aludido efecto. Ya en
cuanto a las otras exclusiones, es de verse que la póliza ni
sus condiciones generales [condiciones que por cierto fueron
incorporadas al diligenciamiento en copia simple], prevén
dichas exclusiones, situación que, en principio, dejaría sin
piso el alegato de la aseguradora, desde luego que si el
contrato no contempló de antemano la exclusión de estos
rubros, menester es concluir que, cuanto al amparo por
muerte y lesiones personales no cabe restringir sus alcances,
cual lo propone la aseguradora.

En lo atinente a la cobertura por lucro cesante,


es cierto que la póliza no trae “acuerdo expreso” que lo
involucre como materia del negocio aseguraticio, condición
que a voces del artículo 1088 del código de comercio
resultaría inexorable para que el seguro lo comprendiera;
mas, aunque tal cosa sucede, lo cierto es que en tratándose
de este tipo especial de seguro, vale decir, de
responsabilidad civil, regulado específicamente por los
artículos 1127 y siguientes del código de comercio, no se
hace menester dicho acuerdo, pues al estatuir la norma que
la indemnización a cargo del asegurador envuelve“los
perjuicios patrimoniales que cause el asegurado con motivo
mav. exp. 2002-00109-01 23

de determinada responsabilidad en que incurra”, no es dable


al intérprete entrar en distinciones como la que plantea la
llamada en garantía, tanto menos cuando ello contraviene los
dictados hermenéuticos que orientan la materia.

En lo que sí cabe razón a la aseguradora es en


lo atinente a los daños morales tasados acá, pues
comprendiendo el amparo otorgado a la demandada sólo los
perjuicios de cariz patrimonial que a su turno deba resarcir,
por exclusión los de carácter extramatrimonial no pueden
cargarse a la llamada en garantía.

La secuela ineludible de lo discernido es,


recapitulándolo todo, que el fallo materia de apelación habrá
de revocarse para, en su lugar, declarar que los demandados
son responsables de los daños padecidos por el actor a
consecuencia de los hechos que han dado origen a este
proceso, en un 70%, perjuicios cuyo monto equivale a la
suma de $9’625.293,30. De esta cifra, la aseguradora
llamada en garantía habrá de pagar la suma de
$1’225.293,30 más los intereses causados por dicha cifra
desde el 14 de enero de 2002, menos el deducible pactado
correspondiente al equivalente a tres salarios mínimos
legales mensuales vigentes a ese momento.

De otra parte, se impondrán atendiendo la regla


que para el efecto establece el numeral 4° del artículo 392 del
código de procedimiento civil.

IV.- Decisión
mav. exp. 2002-00109-01 24

En mérito de lo expuesto, la Corte Suprema de


Justicia, en Sala de Casación Civil, administrando justicia en
nombre de la República y por autoridad de la ley, casa la
sentencia de fecha y procedencia preanotadas y, en sede de
instancia, resuelve:

Revocar la sentencia que en este mismo


proceso pronunció el 29 de septiembre de 2004 el juzgado
primero civil del circuito de Bello, Antioquia, para en su lugar
disponer:

Declárase que los demandados, Bellanita de


Transportes S.A. y Alberto Morales Morales, son civil y
solidariamente responsables en un 70% de los perjuicios
padecidos por el actor a cuenta de los hechos a que se
contrae esta providencia, cuyo monto asciende a la suma de
$9’625.293,30, que deberán pagar solidariamente a la parte
demandante dentro de los seis días siguientes a la ejecutoria
de este fallo, junto con los intereses a la tasa del 6% anual
sobre $1’225.293,30, causados desde el 14 de enero de
2002 hasta que el pago se verifique.

De esta cifra, la aseguradora llamada en


garantía habrá de cancelar, en las mismas condiciones
aludidas anteriormente, la suma de $1’225.293,30 y los
intereses de que habla el inciso anterior, menos el deducible
a que se hizo referencia en su momento.

Costas en ambas instancias en un 70% a cargo


de los demandados. Las del llamamiento a cargo de la
aseguradora llamada en garantía.
mav. exp. 2002-00109-01 25

Sin costas del recurso.

Notifíquese y devuélvase oportunamente al


tribunal de procedencia.

JAIME ALBERTO ARRUBLA PAUCAR

MANUEL ISIDRO ARDILA VELÁSQUEZ

RUTH MARINA DÍAZ RUEDA

CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLO

PEDRO OCTAVIO MUNAR CADENA

CÉSAR JULIO VALENCIA COPETE


mav. exp. 2002-00109-01 26

EDGARDO VILLAMIL PORTILLA


mav. exp. 2002-00109-01 27

Adición de voto

Expediente No. 2002-00109-01

En forma comedida expreso a continuación las


razones por las cuales adiciono el voto en este caso,
cumplidamente frente a uno de los criterios tenido en cuenta
para despachar los cargos formulados contra el fallo el
tribunal, alusivo a la forma como obra la presunción de culpa
en eventos donde hay colisión de actividades peligrosas.

El tema, ciertamente, es de aquellos que más


polémica ha despertado dentro de la evolución del concepto
de la responsabilidad civil. Ahora han chocado, en efecto,
una motocicleta con una “buseta” en los que se movilizaban
respectivamente la víctima y el agente. Y cada vez que, en
condiciones semejantes, se busca identificar a un
responsable, no dejan de agobiar las dudas acerca del
camino a tomar en pos de tamaña pesquisa, y, por
consiguiente, las soluciones, lejos de gozar de uniformidad,
se presentan más que todo casuísticas. ¿Cómo definir, de
veras, lo atinente a la reparación si el daño afluye como
consecuencia del roce de las actividades que, calificadas
como peligrosas, desarrolla tanto el uno como el otro?
¿Cuántas presunciones de culpa se dan cita allí, una, dos o
ninguna? Tema, por lo demás, de enorme vigencia y
actualidad, pues en los tiempos que corren las actividades
propicias a causar daño han aumentado sobremodo, y los
choques y los peligros están a la orden del día, generando
víctimas por doquier, unas con la fortuna de encontrar una
mav. exp. 2002-00109-01 28

indemnización con que paliar su desgracia, pero así mismo


otras muchas abandonadas a su suerte por cuenta de la
aplicación diversa del Derecho.

Pues bien. Preocupado el hombre de todos los


tiempos por hallar una respuesta clara al verdadero
fundamento de cómo es que un individuo debe reparación a
otro, esto es, cuál la causa o razón que obliga al
resarcimiento del perjuicio, ha concebido una significativa
evolución en el concepto de responsabilidad civil, y
alcanzado, hay que reconocerlo, cierto perfeccionamiento
gradual de los regímenes que ha concebido en diversas
etapas de la historia. El avance es visible. Sin pretender
hacer un cuadro acabado del asunto, importa sobremanera
destacar en medio de todo ello que hace ya largo tiempo,
quizá con excepción de la época de la antigüedad que bajo el
imperio de la venganza privada parecía aplicar un concepto
enteramente objetivo, se lo ha visto perseverante en la idea
de que sin reproche de conducta no hay sitio para hablar de
responsabilidad, una solución que, a decir verdad, ha
gozado de mucho aprecio y simpatía, con tradición milenaria.
Con ideas moralistas, o no, el caso es que por mucho
tiempo se ha convenido en que sólo responda quien cargue
con una culpa, esto es, un error en su comportamiento, a
título bien de negligencia, imprudencia, impericia. De lo
contrario, se impone su absolución. Igualmente se vio
equitativo y justiciero que en la distribución de la carga de la
prueba fuera quien persigue la reparación el que la
soportase. Obligado está, pues, a demostrar que el obrar
del otro fue culposo.
mav. exp. 2002-00109-01 29

Pero de un tiempo a esta parte no ha tenido la


teoría de la culpa, así concebida, una existencia pacífica.
Fuertes corrientes de opinión, en efecto, la han sometido a
serias críticas por considerarla que no satisface las
necesidades actuales de justicia y reparación, todo lo cual
empezó mayormente ante el desarrollo formidable del
maquinismo y la industrialización. Es evidente que cuando la
descomplicada vida del hombre pastoril descubrió en el
horizonte formas nuevas de auges y adelantamientos, y
sumó a sus propias otras energías que auguraban nuevos
métodos productivos a grande escala, advinieron máquinas y
medios de transporte masivos que, al paso que lo colocaron
en presencia de un desarrollo tecnológico y científico
sencillamente asombroso, lo expusieron también a
incontables riesgos y peligros. Una complejidad así aparejó
sin duda una vida aventurada y ominosa. Reprodujéronse
considerablemente los accidentes, y la victimización cubrió al
mundo. Se abría de ese modo un vasto campo jurídico en
punto de la responsabilidad. Quizá no haya desde entonces
área jurídica como esa sometida a un incesante escrutinio.
Millares de víctimas con sus vidas y familias destrozadas
parecían resignarse ante el infortunio, pues el buscar un
responsable demandaba pruebas que excedían sus
probabilidades; en verdad que, allende que los accidentes
se producían en circunstancias que hacían arisca la prueba
de la culpa, bastante discutible era señalar que un obrar tan
natural como era el de poner en funcionamiento una
máquina, cosa por demás permitida y hasta admirada, fuese
reprochada de culpable.
mav. exp. 2002-00109-01 30

Jalonados por tal situación echóse a buscar


soluciones que viniesen en pos de los millares de víctimas, y
por tal sendero sugiriéronse por los jurisperitos de la época
caminos que iban desde aligerar la carga probatoria de las
mismas, pasando por la inversión de dicha carga, hasta
llegar incluso a dudar que la culpa pudiese seguir siendo el
genuino fundamento de la responsabilidad civil. Andando el
tiempo, esto último tuvo fecundísimo desenvolvimiento en el
campo laboral, precisamente por la alta sensibilidad que
despierta el ver morir o marchitar a un trabajador en su oficio.
Mostrar que la explosión dentro de la fábrica es imputable al
patrono, además de tener que vérselas con él en juicio, no
dejaba mucha esperanza indemnizatoria. El empresario
quedaba prácticamente a cubierto de toda acción que en tal
sentido se le siguiera. Él, que todo lo asumía -los riesgos de
la producción, la sustitución o reparación de las máquinas-,
no hacía lo propio sin embargo si lo que fallaba en el proceso
productivo era justamente el ser humano asalariado. Ante un
panorama así, a la tesis de la culpa no le quedaba más que
tambalear, y tarde que temprano habría de admitirse que allí
opera una especie de responsabilidad profesional, y que
entonces el patrono responde por los daños que el trabajador
recibe en el desempeño de su labor, sin indagar por la
culpabilidad que a aquél le cupiere.

Al pronto se sintió ese impacto en otros


ámbitos. Ya no era preciso tener que observar el asunto
desde el estrecho marco de una relación laboral, ¿pues qué
tan desemejante podría ser la situación de un ser humano
que en un terreno enteramente extracontactual resulta
arrollada ante el paso raudo de un automóvil, nave o
mav. exp. 2002-00109-01 31

ferrocarril? Nadie podía asegurar que tendría mejor suerte


que aquél. Bien es verdad que ya no se contaba con el enojo
de tener que encarar a una persona con quien se tiene una
relación de subordinación, pero no por ello le era más
expedita la indemnización. Demostrar la culpa aun en esos
terrenos no era verdaderamente una labor hacedera. Así que
la víctima, en último resultado, ante el hecho malhadado de
no poder probar la culpa, terminaba como un ser que había
sido elegido, según frase célebre de Ripert, por “la fuerza
oscura del destino”, y en soledad debía rumiar sus cuitas.
Su familia y dependientes demandaban lágrimas mas no
justicia. Fatalidad edípica esa que consoló por muchos años,
pero la iniquidad era amarguísima. Se pensó entonces que el
caso era que una persona que se ayudaba de una fuerza
motriz en su decurso vital, que además de sacar provecho y
explotar las cosas inanimadas, no sólo ponía de ese modo
en marcha un automotor sino que echaba a andar riesgos por
todas partes, y, por ende, con una potencialidad dañina
inconmensurable. Él, que lo hacía todo por su bienestar,
que se lucraba así de lo suyo; el otro, la víctima, inerme,
que nada hacía, ¿debía cargar con el daño que de aquel
recibiese?

Que la víctima acreditara la culpa del agente


resultaba tan lamentable como ilógico. A la verdad, si la
accidentalidad y el riesgo era inherente a una actividad, eso
mismo hacía pensar, según lo proclama la coherencia, que
todo daño que se causare en desarrollo de la misma, bien
podía atribuirse, a lo menos en línea de principio, a quien
así se desempeñaba. La víctima no estaba compelida, por
consiguiente, a probar lo que los hechos, en un curso
mav. exp. 2002-00109-01 32

normal de las cosas, denotan por sí mismos. Diose


entonces en la solución de que en tales casos la culpa se
presuma. Por donde se viene el pensamiento que quien
debe entrar en apuros probatorios no es la víctima sino
precisamente aquel que ha decidido a voluntad crear la
inseguridad mediante actividades potencialmente dañinas. El
caso es que la víctima nada ha hecho. Es el otro quien ha
hecho.

La consecuencia ingénita de toda presunción,


como bien convenido se tiene, es la inversión de la carga de
la prueba. Quien guarecido está en una presunción, coloca
por cierto a su contraparte en la necesidad de tener que
derruirla; en tal orden de ideas, lo natural es que ésta deba
quebrar el nexo lógico que integra la presunción, y tenga por
tanto que establecer que en el caso concreto la inferencia
que comúnmente se desgaja cada vez que se juzga un hecho
semejante carece esta vez de sentido. En una palabra, su
deber es marchitar la regla, y evidenciar que en su caso la
normalidad ha acabado.

Ahora. Acorde con ello, y tornando


específicamente al punto tratado, si lo que se presume frente
al agente es su culpa -su falta de diligencia o impericia-, es
puesto en razón concluir que para liberarse de la
responsabilidad que se le atribuye le bastaría demostrar que,
contrariamente a lo que se presume, él ha obrado con
diligencia. Que su conducta no merece desaprobación
alguna, ya que sus pasos ha dirigido con cautela y buen
cuidado; en fin, que empeñadamente obró. Otras veces,
empero, valga decirlo, se ha juzgado que no satisface del
mav. exp. 2002-00109-01 33

todo que en la materia opere apenas una inversión de la


prueba así de sencilla, y fue consentido entonces que el
asunto fuese más lejos y que el agente pruebe algo más que
eso. Prueba encarecida la de ahora porque abocado estaba
a demostrar que definitivamente no estuvo en sus manos el
impedir el suceso perjudicial; esto es, que acertó a suceder
algún hecho de aquellos que es humanamente irresistible,
una causa extraña por entero a él. Hechos frente a los
cuales al hombre no le queda alternativa distinta a la de
postrarse resignadamente; ya no vale en consecuencia
aquella diligencia monda y lironda. Y es precisamente
cabalgando sobre esta última idea que algunos piensan que
el viraje operado en esas circunstancias es de mucho mayor
calado que el de una simple presunción de culpa, por
supuesto que lo que allí se ofrece es el rompimiento del nexo
causal y que, por tanto, por tal sendero se camina
velozmente hacia la teoría del riesgo creado.

Sea como fuere, el adelantamiento en el punto


es de proporciones inconmensurables. A la revolución
industrial siguió la más importante revolución en materia
jurídica, toda vez que fue el pórtico de una nueva era de
responsabilidad civil. Ya la mísera víctima o en su caso los
herederos no se hallaban en el delicado punto de tener que
probar una culpa que, dígase sin eufemismos, ínsita iba en
el actuar mismo, o, en último resultado -si es que se es
partidario de la teoría del riesgo-, se responde a secas por el
daño que le inflige un mundo que lo ha colocado como su
subalterno, en donde la pesquisa no es el averiguar si hay un
responsable, sino simplemente identificar al responsable. En
una u otra orilla, lo que importa destacar es que la víctima no
mav. exp. 2002-00109-01 34

tiene que probar culpa del empresario, el industrial, o en


general el que adelante una actividad potencialmente dañina.
Algo más: es posible que éstos hayan sido diligentes, y sin
embargo continuar irredentos, porque, para decirlo en breve,
si ellos no han tenido culpa alguna, tampoco –y menos aún-
las víctimas que nada eligieron.

Pensándolo bien, nada excéntrico es que el


rumbo del reclamo apunte hacia el agente; después de todo,
es el único que contaba con posibilidades de evitar el
perjuicio, así “fuera no más que no haciendo nada”, según
conocida frase de Colin y Capitant. Por cierto en manos de la
víctima no había mucho que hacer en tal evitación.

Dicho todo elípticamente, para un mundo de


incesante apremio, necesitábanse cambios audaces, si bien
no fuera más que ajustando aquella docena de tesis que bien
sirvieron a otras épocas. El vértigo de las relaciones
humanas y el incremento de las desgracias no dieron tregua
y hubo necesidad de adecuarlas. El hombre está demasiado
rodeado de objetos y cosas que lo hacen aún más vulnerable:
los automotores cruzan raudos por todos los costados de su
casa o apartamento; los aviones que recién despegan o se
aproximan al aterrizaje pasan a metros de sus techos; la
conducción de variadas energías ciñen sus aposentos; ya no
son simples galeras las que circundan las aguas que le sirven
de retozo y expansión, sino naves de fuerzas
insospechadas, y los caminos veredales y andurriales dieron
paso a inmensas avenidas y autopistas en las que, no
obstante, es necesario disputar centímetro a centímetro el
espacio por donde transitar; se presenta el caso en que en
mav. exp. 2002-00109-01 35

zonas urbanas una misma vía ha de ser compartida, sin más


separaciones que unas tenues demarcaciones, por carros,
tranvías, motocicletas y bicicletas, e incluso llegar al
extremo de que la misma vía que en la mañana sirve para
circular en un rumbo determinado sea utilizada por la tarde en
sentido contrario, llamados tan pomposa como bárbaramente
“contraflujos”, trasladando al indefenso transeúnte la carga
de indagar cómo se encaminan a esa hora los autos. Todo
sin contar que cuando el hombre agrega a las suyas fuerzas
externas, padece un proceso psicológico de agrandamiento y
superioridad, se siente invencible y acorazado; cree poderlo
todo, hasta de poder evitar cualquier eventual daño. Así que
la potencialidad de dañar alcanza los dinteles de lo
inimaginable.

El cambio, en fin, se justificaba por


adelantado, so pena de desamparar, no ya a uno o algunos
individuos, sino a cientos y millares de ellos. Háganse las
cosas, ruede el mundo, póngase en movimiento el
desarrollo, propíciese y fórjese la riqueza, pero sin sacrificar
la persona. Porque quien habitualmente pone en movimiento
un actuar peligroso, ha de saber que el riesgo marcha junto a
él -así como la sombra sigue al cuerpo-, y que, por lo
mismo, la sensatez le estará recordando sin cesar que las
más veces tendrá que indemnizar el daño que cause.

Como se puede apreciar, buenamente por


demás, en esa larga evolución jurídica destaca con ribetes
de singular evidencia un punto en el que convergen todas las
miradas, en el sentido de que la mayor preocupación, lo que
está en el centro de los afanes y desvelos, es la víctima. Los
mav. exp. 2002-00109-01 36

cambios y las transformaciones han acaecido no más que por


su cuenta, y de ahí que cuanto viene de decirse, lejos de
tornarse en ufano e infértil discurso, tuviese el marcado
propósito de destacarlo. Es en pro suyo que con ingentes
esfuerzos se han explorado caminos de reparación, y a buen
seguro que en tal empeño no cejarán los juristas, por
supuesto que ni por asomo ha de considerarse concluida la
obra, que, cuando bienhechora es, no parece conocer fin.

Tanto avance, tanta equidad y tanta justicia


como es la que ha iluminado toda esta conquista jurídica no
puede echarse por la borda, que es lo que sucedería, y a
este preciso punto queríase llegar más pronto de lo que a la
verdad resultó ser, si se sostiene sin ninguna puntualización,
como no con poca frecuencia se oye decir, que cuando el
daño resulta del ejercicio de actividades peligrosas que
desarrollan tanto el demandante como la víctima, al darse cita
allí sendas presunciones, la consecuencia no puede ser otra
sino la de eliminación de ambas, para que las cosas, como
al principio, queden en el escenario silvestre de la culpa
probada. Sería tanto como afirmar que parejamente con el
choque de los artefactos, hubo también un choque de
presunciones de culpa que, por lo tanto, abatidas –
como Polinices y Eteócles- yacen recíprocamente; a
propósito, nadie desconocería que tales muertes en la
tragedia de Sófocles, fueron dos, aunque simultáneamente
sucedieran. Así, pues, la colisión que hubo fue material
mas no jurídica. A lo menos, no necesariamente. Si, pues,
en Derecho se requieren precisiones, acaso en ningún otro
punto como aquí.
mav. exp. 2002-00109-01 37

Si, en efecto, una sola víctima generó el


accidente, no hay cómo decir que ésta soporta una
presunción en su contra. Allí no hay más presunción que la
que pesa sobre el demandado. El daño que permite que se
hable jurídicamente de responsabilidad es el que a otro se ha
inferido, no el que se causa a sí propio; vale decir, quien a sí
mismo se causa daño, excluye el tema de la responsabilidad
civil, que implica, por antonomasia, el buscar quién es el que
va a indemnizarlo. Nadie podría indemnizarse a sí mismo, así
como nadie es deudor de sí. Es un imposible. Los romanos
llevaban el raciocinio hasta el extremo de afirmar que nadie
puede hacer daño en cosa propia, y que no se entiende que
el que sufre daño por su culpa sufre daño (quod quid ex
culpa sua damnum sentir, non intelligitur damnun sentire).
Razón que lleva de la mano a decir que la culpa que al jurista
interesa es la que pueda ser imputada a una persona por lo
que a otra hizo; ahí lo correcto es hablar, en rigor, del hecho
de la víctima mas no de su culpa. Mírese, si no, que el
artículo 2341 del código civil es fiel trasunto de todo ello, al
preceptuar ciertamente: “El que ha cometido delito o culpa,
que ha inferido daño a otro, es obligado a la indemnización”
(subraya adrede). Síguese entonces que el daño que a sí
mismo se infiere alguien, queda excluido de todo régimen de
responsabilidad, pues en la base de ésta tiene que estar la
alteridad.

El que blande presunciones de culpa no puede


ser sino quien padece el daño; nunca el que lo irroga. Quizás
un ejemplo proporcione elocuencia. Si un automovilista rueda
pacíficamente por una calle y de manera inopinada es
forzado a realizar una maniobra por el hecho imprudente de
un peatón, de lo cual resulta que el carro fue a chocar con un
mav. exp. 2002-00109-01 38

árbol y sale lesionado el conductor, es apenas obvio que a


éste no se le pueda esgrimir la presunción que surge de su
actividad peligrosa de movilizarse en un automotor, por
supuesto que fue él la víctima. De tal presunción sólo es
posible hablar jurídicamente cuando él asuma el rol de
agente, esto es, cuando altera el derecho de otro. Dicho de
una vez, la presunción jamás puede volverse contra la
víctima.

Del mismo modo, si chocan el tren y el


automóvil, nada inverosímil es que mientras aquél sale
indemne, éste reciba daños. Así, víctima no hay sino una.
Propuesta la demanda respectiva, sería absurdo que el del
tren opusiera la presunción que ve en el rodamiento de
automóviles. Porque sin dejar de ser verdad que es ésta una
actividad de suyo peligrosa, sólo importa al derecho cuando
causa daño a otro, y en el ejemplo tenido por caso a nadie
perjudicó. De esa presunción, que, por lo mismo, en verdad
no ha surgido a la vida jurídica, no puede sino servirse la
víctima, porque fue creada a su favor y no en su contra. ¿Por
ventura, podrá decirse en tal supuesto que hay que presumir
que la víctima, por andar desarrollando actividad peligrosa, se
causó daños a sí misma? El agente no puede tomar prestada
la presunción de la víctima para tornarla en revulsivo, y hacer
entonces que el remedio venga a ser a la vez su propio
veneno. No. En los eventos propuestos, la única presunción
que hay es la que pesa sobre el agente, la que nace de la
actividad peligrosa consistente en el rodamiento de
locomotoras. La otra, la que efunde del rodamiento de
automóviles apenas sí permanece como potencialmente
dañosa, pero es lo cierto que por lo pronto ningún daño ha
mav. exp. 2002-00109-01 39

causado. Lo otro no pasaría de ser una inconcebible retorsión


de las cosas.

Y, por añadidura, no habiendo más que una


presunción, no se ve cómo pueda resultar neutralizada por
otra inexistente.

Pero ni aún en el caso de que ambos, tren y


automóvil, sufran daños. Como tampoco en ejemplo más
significativo todavía de que la colisión sea entre actividades
igualmente peligrosas, como en el choque de automóviles.
Si únicamente reclama perjuicios una sola de las víctimas,
igual no habría sino la presunción de culpa que, pesando
sobre el demandado, ampara a la víctima; así y todo el otro
haya recibido también daños, en cuyo bien podría ser que
está renunciando a que le sean abonados.

Más todavía. El hecho mismo de que ambas


víctimas demandasen carece de virtud para destruir las
presunciones que entonces se acumulan. A la verdad, no
sabría a qué atribuirse el encantador efecto de anonadarlo
todo. Curioso cuando menos es comprobar que entre más
hay, eso mismo equivalga a la nada; que en vez de sumar
aparezca la resta; vale decir, entre más responsables haya,
o presuntos responsables para mejor decirlo, el resultado
paradójico sea el de que no haya entonces ninguno, y que
nadie indemnice sino en la medida que, regresando siglos
enteros, se demuestre la culpa. No se hace cuenta así que
las presunciones de culpa marchan independientemente,
cada una por su lado, y que se profanaría el principio
filosófico de contradicción si se dijese que respecto de una
mav. exp. 2002-00109-01 40

misma presunción se predique a un tiempo que sirve y


perjudica a la víctima, manera única en que irremisiblemente
se caería en una neutralización de las cosas. Itérase, las
presunciones están inventadas no más que para hacer bien a
los damnificados; nunca para causarles mal. En el ejemplo
tratado, cada cual por su lado exhibe una presunción de
culpa en su favor; el actor la arroja sobre el demandado
quejándose del daño que éste le irrogó (no se quejará del
daño que el otro recibió); a su turno, el demandado
precipitará la suya sobre el actor, por el daño que éste le
suscitó. En una palabra, cada quien iza su arma presuntiva,
sin pretender que al tiempo que eso hace tome la presunción
del otro. En resolución, si las presunciones tienen su propio
carril, si por lo mismo no hay riesgo de tropezón alguno, no
es dialéctico afirmar su abatimiento correlativo. Cosa que
más notoria se hace si los reclamos indemnizatorios corren
por procesos separados; ahí con mayor fuerza nota
cualquiera que es imposible hablar de dos presunciones de
culpa en juego, y para arribar a la tal neutralización fuera
menester que cada proceso se prestara la única presunción
que opera en cada uno de ellos.

¿Que solución semejante puede provocar un


desequilibrio injusto, si es que, por ejemplo, uno de los
vehículos colisionados cargaba cerámicas de primera calidad
mientras el otro transportaba acero y entonces la carga
indemnizatoria se desnivela demasiado? De acuerdo. Pero
nada bien es que para corregir un entuerto se caiga en un
despropósito. Los entuertos se remedian, no se empeoran.
Si bien se penetra la mirada, una desigualdad así no es
achacable a teoría alguna de la responsabilidad, la que, por
mav. exp. 2002-00109-01 41

lo tanto, no carga en el punto con nada. El problema se


ubica es en los efectos y no en la causa. La solución, pues,
no es apurar la destrucción de lo que con tanta energía se
consiguió durante años de jurisprudencia; ella, la solución,
necesariamente ha de estar en otra parte. Absurdo fuera que
en vez de haber muchos responsables, no haya ninguno.
Que en bien de la justicia se distribuyan las cargas
indemnizatorias como la doctrina lo sugiere, y en todo caso
como mejor lo aconseje la equidad. Principio que, por
demás, viene ganando paulatinamente terreno en materia de
responsabilidad, como enhorabuena fue consagrado por la
normatividad colombiana, según lo establece el artículo 16
de la ley 446 de 1998, y que debe prestar invaluable auxilio
en casos como el analizado, para que, antes que desandar
los pasos ya recorridos, se hagan los ajustes que hagan más
humano el deber de reparar los perjuicios que a otro se
causan.

Precisiones todas que hacen al caso;


mayormente si el recurrente, cual se apuntó, acusa al tribunal
de haber mal entendido el criterio jurisprudencial en la
materia. Al parecer no existe la suficiente concreción en el
tema, y de ahí la necesidad absoluta de las puntualizaciones
debidas para evitar, como desde el comienzo se anticipó,
que con posiciones más o menos undívagas haya aplicación
dispar del Derecho. La jurisprudencia colombiana comenzó
prohijando la tesis de que ante la concurrencia de actividades
peligrosas devenía sin más la neutralización de
presunciones, en el entendido de que “siendo igualmente
peligrosas las actividades de las dos embarcaciones
[tratábase de un incidente presentado entre dos botes que se
mav. exp. 2002-00109-01 42

desplazaban por el río Magdalena], la presunción de


culpabilidad de que habla el artículo 2356 del Código Civil no
rige exclusivamente para la parte demandada sino que se
presume en ambas partes la culpa (G.J. t. LIX, sent. de 16
de julio de 1945, pág. 1062), y luego de pasar por cambios
más o menos importantes, terminó con la teoría de que tal
neutralización no hay que aplicarla mecanizadamente
siempre y en todo supuesto, sino que sólo cabría cuando las
actividades no tienen equivalencia en su peligrosidad, y que
por consiguiente es necesario entrar en distingos y que el
juez se abandone a la tarea de establecer el grado de
peligrosidad de las diversas actividades (Sentencia de 5 de
mayo 1999, reiterada en la de 26 de noviembre de ese
mismo año) que fue la que en últimas aplicó el tribunal en
esta especie litigiosa. Criterio este último que ahora, con los
razonamientos que vienen de exponerse, debe rectificar la
Corte para definitivamente llegar a la conclusión de que en
ningún caso se presenta tal anonadamiento de presunciones,
pues ellas, llamadas como están a favorecer a la víctima,
subsistirán siempre. Rectificación tanto más urgente cuanto
que es esa tesis mayoritaria asaz ambigua, como que en
últimas hace un híbrido que desorientados tiene a los
tribunales del país; dice, en efecto, que si las actividades son
distintas en su peligrosidad, hay presunción de culpa pero
que el sentenciador debe abandonarse a averiguar cuál de
los dos tiene más culpa en la generación del daño. La
presunción queda de ese modo como una referencia teórica,
inane, pues paso seguido se invita a un análisis probatorio
muy propio en el tema de la culpa probada. Que, como se ve,
es tanto como decir que no hay presunción, porque, en
habiéndola, la única manera de exonerarse de
mav. exp. 2002-00109-01 43

responsabilidad es con la prueba de la causa extraña, muy


distinta por cierto de la mera diligencia.

De todo lo anterior se sigue, ya tornando la


mirada nuevamente al caso de ahora, que las cosas habían
de juzgarse penetrando en el tema de la presunción que obra
a favor de la víctima con el criterio expuesto en las líneas que
anteceden; con arreglo a éste, entonces, en hombros de los
demandados pesaba la carga de la prueba, de la cual no
podían deshacerse sino demostrando la causa extraña; y
aunque verdad es que el juzgador consideró que fue
desvirtuada, la realidad es que, después de todo, asoman de
las probanzas rudimentos probatorios que demuestran en su
actuar cierta falta de diligencia, suficiente en sí para concluir
que la tal presunción no pudo desvirtuarse, situación que, por
consiguiente, impone la casación del fallo.

En fin, como el resultado es el mismo, vale


decir, el éxito de la impugnación, simplemente adiciono el
voto con fundamento en las motivaciones que han quedado
referidas.

Fecha ut supra

Manuel Isidro Ardila Velásquez


mav. exp. 2002-00109-01 44

Debido a que desde cuando se presentó el proyecto, y


durante las demás sesiones que acuparon su discusión, en términos
generales el suscrito compartió los criterios expuestos en la
ponencia, adhiero a la anterior adición de voto.

Fecha ut supra

CESAR JULIO VALENCIA


COPETE

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