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El libro que la vida no me dejó escribir: Una antología general
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El libro que la vida no me dejó escribir: Una antología general

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La presente antología, coordinada por Gustavo Jiménez Aguirre, nos acerca tanto a los poemas de Nervo como a sus ensayos, crónicas, aforismos, cuentos y novelas breves, géneros revalorados por críticos como Carlos Monsiváis. Además, el volumen ofrece textos autobiográficos y epistolares, algunos inéditos.
LanguageEspañol
Release dateDec 13, 2016
ISBN9786071643988
El libro que la vida no me dejó escribir: Una antología general
Author

Amado Nervo

Definido por Durán como poeta estoico y cristiano-teosófico, fue hijo de Amado Nervo Maldonado y de doña Juana Ordiz Núñez. La familia estaba compuesta por los seis hijos del matrimonio más dos hermanas adoptivas. Él mismo indica en una breve autobiografía escrita en España su fecha y lugar de nacimiento (27 de agosto de 1870), así como la suerte que le deparó su nombre y el acierto de su padre al contraer el apellido ancestral, Ruiz Nervo, en Nervo. «Esto que parecía seudónimo -así lo creyeron muchos en América-, y que en todo caso era raro, me valió quizá no poco para mi fortuna literaria» (Obras Completas, II, «Habla el poeta», p. 1065). Monsiváis en su excelente y concisa biografía de Nervo (Yo te bendigo vida. Amado Nervo. Crónica de vida y obra, 2002) apunta lo conservador de su educación primaria, recreada a través de textos del propio autor sobre su Tepic natal (Lourdes C. Pacheco, Tepic de Nervo, 2001).La muerte de su padre cuando contaba pocos años (1883) les sume en una crisis económica y la familia envía a Nervo al Colegio de San Luis Gonzaga de Jacona; más adelante todos ellos se trasladan a Zamora, aunque las circunstancias adversas les llevarán de regreso a Tepic. Sus estudios continúan en 1886 en el Seminario de Chacona (Michoacán), por haberse cerrado otros colegios. Tres años más tarde ingresa al Seminario para estudiar Derecho Natural, si bien la Escuela de Leyes se clausura al año siguiente. De este tiempo datan sus primeros escritos recogidos posteriormente en Mañana del poeta (1938), así como los poemas Ecos de un arpa publicados por Rafael Padilla Nervo en 2003. Méndez Plancarte, como indica Monsiváis, señala que su rechazo del mundo implicó arrancar páginas de tono amoroso y reemplazarlas por poemas religiosos.

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    El libro que la vida no me dejó escribir - Amado Nervo

    nombres

    ESTUDIO PRELIMINAR

    AVATARES DE UN ARISTÓCRATA EN HARAPOS

    GUSTAVO JIMÉNEZ AGUIRRE

    CENTRO DE ESTUDIOS LITERARIOS, UNAM, Proyecto CONACYT Amado Nervo: lecturas de una obra en el tiempo.

    Todo antologador puede asumir diversas funciones. Una de ellas es similar a la de los sabios del reino del califa de Bagdad que Amado Nervo presenta al inicio del ensayo Brevedad, incluido al final de la primera sección de este libro. Digno de una ficción borgiana, aquel monarca presiona reiteradamente a su consejo de ancianos hasta conseguir que condensen la sabiduría oriental en una sentencia grabada en la enigmática superficie verde de una gran esmeralda.* No menos forzado a trabajos y zozobras, el antologador reduce paulatinamente los contornos de determinada obra en busca de un milagro o un espejismo: capturar la esencia de aquélla en un compendio ideal.

    Brevedad no aborda el género antológico; en cambio su autor prefigura en algunas líneas del texto una inquietud de nuestro tiempo. De manera similar a la propuesta de Umberto Eco, Nervo examina la posibilidad de que algún Estado se proponga crear la biblioteca ideal a partir de la abrumadora producción de libros impresos: ¿qué quedará —se pregunta el ensayista— de las diversas literaturas y filosofías para los escolares nerviosos, ágiles y atareados del tiempo futuro? Ésta y otras especulaciones sobre autores y obras canónicos de Occidente y Oriente se relacionan, en la segunda parte de Brevedad, con una característica que el autor atribuye a su prosa: la brevedad, reconocida y elogiada por contemporáneos como Rubén Darío y Alfonso Reyes. Para este último, de la concisión nerviana al mutismo sólo había un paso: por momentos me ha parecido que Nervo acabará por preferir el balbuceo a la frase, que se encamina al silencio. Su silencio sería, entonces, la corona de su obra (Reyes, p. 17). La afirmación de Reyes, que forma parte de su reseña de Serenidad (1914), tiene una connotación más literaria que literal, pues se vincula con el proceso de depuración retórica que Nervo inició alrededor de 1910 y que sostuvo hasta sus últimos poemarios.

    En esa misma línea puede situarse la defensa nerviana de la difícil facilidad de la poesía de sor Juana Inés de la Cruz, en un momento en el que muy pocos apreciaban su obra, como admitió Octavio Paz en Las trampas de la fe (1982). En el siglo XX Amado Nervo inicia la reivindicación de la escritora con Juana de Asbaje (1910), un pequeño libro, documentado y ameno, del que hemos seleccionado el cuarto capítulo. En el séptimo, Nervo se permite una argumentación desconcertante en contra de los críticos contemporáneos de la poeta; en ella introduce la promoción personal de su ruptura con el modernismo vuelto escuela:

    Cuando en mis mocedades solía tomar suavemente el pelo a algunos de mis lectores escribiendo mallarmeísmos que no entendía ni el Sursum Corda, sobró quien me llamara maestro, y tuve cenáculo y diz que fui jefe de Escuela [...] Mas ahora que según Rubén Darío he llegado a uno de los puntos más difíciles y más elevados del alpinismo poético: a la planicie de la sencillez, que se encuentra entre picos muy altos y abismos muy profundos; ahora que no pongo toda la tienda sobre el mostrador en cada uno de mis artículos; ahora que me espanta el estilo gerundiano; que me asusta el rastacuerismo de los adjetivos vistosos, de la logomaquia de cacatúa, de la palabrería inútil; ahora que busco el tono discreto, el matiz medio, el colorido que no detona; ahora que sé decir lo que quiero y como lo quiero; que no me empujan las palabras sino que me enseñoreo de ellas; ahora, en fin, que dejo oscuro el borrador y el verso claro,* y llamo al pan, pan, y me entiende todo el mundo, seguro estoy de no incurrir en juicio temerario si pienso que alguno ha de llamarme chabacano (Nervo, 1962, II, 466).

    Al lado del empresario periodístico consentido del gobierno de Porfirio Díaz, Rafael Reyes Spíndola, Nervo había aprendido a despreciar a sus detractores y no dio marcha atrás a su desnudez literaria, como lo confirma el colofón del poemario Elevación, fechado en diciembre de 1916 con el significativo título de Amén: Lector: Este libro sin retórica, ‘sin procedimiento’, sin técnica, sin literatura, sólo quiso una cosa: elevar tu espíritu. ¡Dichoso yo si lo he logrado! (Nervo, 1962, II, 1760). Estas líneas y el ensayo Brevedad son textos paralelos en varios sentidos. Además de coincidentes en tiempos de escritura, ambos apuestan por la sencillez formal de contenidos sinceros, afectivos y humanitarios que Amado Nervo inicia poco después de su poemario En voz baja (1909). Sobre este giro de la poética nerviana, Juan Domingo Argüelles observa lo siguiente en Elevación y caída de la poesía de Amado Nervo, uno de los estudios que acompañan a la presente antología:

    Lo que Nervo le pide constantemente al lector no es sólo su atención sino su complicidad, su comunión en una cofradía mística y ascética en busca de una divinidad, de un misterioso secreto santo más allá incluso de la poesía. De todos los modernistas, él fue quien insistió más en esta visión iluminada y desnuda, y por eso una buena parte de su obra hoy se lee y se escucha afectada y, en el momento de su muerte, ya comenzaba a sonar grandilocuente sobre todo a los oídos de quienes planteaban un oficio, y una imagen, más civil del poeta.

    Sin lugar a dudas, la espiritualidad lírica de Nervo y su estética llana no despertaron el más mínimo interés entre los participantes de las inminentes vanguardias de España y América. Los poetas de aquella hora se interesaron por otras formas de superación del modernismo. Entre otros fundadores de las vanguardias históricas, José Juan Tablada, Ramón Gómez de la Serna, Vicente Huidobro y sus descendientes anduvieron solos entre la inmensa minoría para la que escribía Juan Ramón Jiménez, el poeta de formación modernista que, desde la segunda década del XX, fue seguido de cerca por promociones de escritores como los Contemporáneos de México. Como autor modélico, Nervo sólo despertó el interés inicial de Carlos Pellicer, Bernardo Ortiz de Montellano y Jaime Torres Bodet, quienes pronto comprendieron que su debilidad nerviana era vista con desconfianza por Salvador Novo, Jorge Cuesta y José Gorostiza.

    Al inicio de la década del veinte, el aura canónica de las Obras completas de Amado Nervo, que Alfonso Reyes editó en Madrid, acabó de apuntalar en México la imagen culta del poeta y prosista como un predicador en la tribuna o en el púlpito. El propio Nervo no fue ajeno a ese estereotipo, pues en repetidas ocasiones dejó caer a sus lectores y oyentes la dádiva espiritual de los poemas de sus dos últimos libros y de las prosas de Plenitud (1918). En México, uno de los primeros en deslindarse de la última etapa nerviana fue Ramón López Velarde, quien escribió categórico poco después del deceso del poeta: me confieso reacio a sus prosas y a sus versos catequistas, alejados de la naturaleza artística y, en ocasiones, en pugna con ella. El propósito de consolar, por máximas de mayor o menor crédito, paréceme extranjero en la estética que se atiene a su propia virtud melódica para aliviar las fatigas y los desamparos adamitas (López Velarde, p. 502). Con tesitura similar, el crítico y traductor español Rafael Cansinos Assens había lamentado en Madrid —a mediados de 1918— que Plenitud alejara a su autor de la poesía para consagrarlo a evangelizar a la Humanidad, y añadía: "Plenitud es un libro creyente y optimista, libro de fervor koránico, que sería admirable si su autor no hubiese rebasado el límite de los limbos espirituales, de la pura y vaga disposición religiosa que en Lamartine y en Renan se confunde con la disposiciόn poética de que hablaba Schiller, para componer un manual de optimismo práctico que le emparenta turbiamente con la literatura para exploradores" (Cansinos Assens, pp. 42-43). El crítico no carece de razón al denunciar las intenciones evangelizadoras de Nervo por medio de la poesía, pero tampoco puede ocultar su desprecio por los lectores de Plenitud. ¿Acaso los sentimientos de éstos eran inferiores a los del público nerviano de la primera etapa del poeta?

    Las clases medias lectoras que, a través de las prensas periódicas de México y América del Sur, recogieron las palabras de consuelo de Nervo le fueron fieles y lo acompañaron, llorosos, en las honras fúnebres más espectaculares a que haya convocado artista alguno o figura del espectáculo en Hispanoamérica. No siempre con acierto y la mayoría de las veces desde la visión de un canon culto, mucho se ha escrito sobre las multitudes entusiastas y enajenadas que rodearon el féretro de Amado Nervo —desde su fallecimiento el 24 de mayo en Montevideo hasta el 14 de noviembre de 1919, cuando fue sepultado en la Rotonda de los Hombres Ilustres de la ciudad de México. Considero que aún falta por hacer la lectura política de dicho fenómeno como el primer acto de masas en el campo cultural de México que promovió un gobierno posrevolucionario. No fue gratuito que, por meses, el presidente Venustiano Carranza estuviera al tanto de la organización de los funerales y autorizara el costoso sepelio en aras de la unidad latinoamericana que su gobierno requería para obtener el reconocimiento de los Estados Unidos. Poco se ha explorado esa dimensión multitudinaria con otros enfoques. Debemos a Jorge Luis Borges una consideración original y, desde luego, poco sospechosa de populismo: al pensar en Amado Nervo pensamos en el poeta. Del poeta como un tipo especial de individuo, que más allá de sus virtudes o no virtudes personales, es un miembro de la sociedad y un arquetipo aceptado por la sociedad. Y, sin duda, Amado Nervo representó tanto como cualquiera, quizá tanto como el mismo Darío, el tipo del poeta (Borges, p. 65).

    Desde la óptica de la sociología de la literatura, Amado Nervo es el primer escritor de masas del siglo XX mexicano. Lo es si pensamos con Geneviève Bollème, autora de Al pueblo por escrito, que Nervo supo entender, construir y relacionarse con una porción enorme de lectores de su época. Fue un escritor forjado en el periodismo que supo permanecer, hasta el final de sus días, en diversas publicaciones periódicas hispanoamericanas gracias a su oficio y a la intuición de los intereses culturales de sus lectores. No deja de sorprender que Manuel Durán haya expuesto claramente parte de lo anterior en 1971 y que, en la actualidad, aún haya quien le eche en cara a Nervo sus baños de pueblo. La postura de Durán sobre la función de los escritores profesionales en las sociedades modernas puede ayudarnos a entender la relación nerviana con el público de su época y su permanencia en la tradición popular:

    El escritor profesional es, pues, un esclavo de su trabajo; pero puede aspirar a grandes compensaciones. No ya únicamente las económicas [...] Sabe que se ha convertido en educador de la sensibilidad y la imaginación de todo un pueblo. Lo reconocen y saludan por la calle numerosos desconocidos en busca de un autógrafo o de una frase amable. Es uno de los centros indispensables del mapa intelectual de su tiempo. Hay algo, sin embargo, que le está vedado: no puede innovar demasiado; no puede apartarse en forma excesivamente radical o brusca del gusto del lector medio de su tiempo. Los grandes virajes literarios quedan reservados para el escritor independiente, para un Góngora, un James Joyce, un Kafka (Durán, p. XI).

    Distante de aquella independencia estética con la que Nervo se movió en el campo cultural de México antes de su ingreso a la diplomacia de su país en 1905 —fecha que también marca en Madrid el despegue internacional de su prestigio periodístico—, el poeta y prosista comprometido con su imagen profesional tenderá el puente de la brevedad y la llaneza del decir poético hacia lo que supuso sería el futuro de la literatura: una época en la que nuestro pequeño pensar, nuestro mínimo sentir radiará como una chispita clara y cordial en el resplandor formidable de las conclusiones definitivas [...] Pero, ¿es un mérito la brevedad? Nervo responde a su pregunta llevando demasiada agua al molino de la humildad retórica, pues si bien considera escaso su ingenio, asegura enseguida que incluso los mejores talentos deberían producir textos concisos porque el ritmo febril de la modernidad permite menos fertilidad a la erudición y menos desarrollo a la literatura. Cautivado por esa visión futurista de un canon de sentencias y aforismos, Nervo afirma que autores breves como él perdurarán humildemente [...] en el resplandor formidable de las conclusiones definitivas [grabadas] en la esmeralda de una sortija... (Brevedad).

    La apuesta por los formatos narrativos breves venía de tiempo atrás. Desde su primera novela publicada, El bachiller (1895), Nervo se ejercita y persevera en una homeopatía intelectual que, en sus palabras, permite leer una novela suya en media hora, a lo sumo (Brevedad). Sólo en fechas recientes se ha revaluado este rasgo de modernidad nerviana. Hace tres años, Lauro Zavala señaló en la antología Minificción mexicana la necesidad de abordar de manera sistemática la prosa breve de Nervo, uno de los precursores de aquel género antologado. Aun antes de conocer la propuesta de Zavala, Ana Vigne-Pacheco realizaba dicha investigación que concluyó en diciembre de 2004 con Le poème en prose dans l’œuvre d’Amado Nervo. Su tesis doctoral para la Universidad de Toulouse contiene el primer estudio documentado de las minificciones nervianas. No obstante este avance y varios más de los últimos cinco años dedicados al estudio de la prosa de Nervo —a la que deben mucho las aportaciones constantes y novedosas de José Ricardo Chaves sobre la veta fantástica y erótica, así como el trabajo académico de Claudia Cabeza de Vaca en torno a El bachiller y el de Yólotl Cruz Mendoza sobre El donador de almas—, la labor está lejos de agotarse por la imposibilidad de revertir, en poco tiempo, el olvido casi sistemático en el que estuvieron los centenares de textos en prosa que integran poco más de las tres cuartas partes de las obras compiladas de Nervo.

    El origen de casi toda aquella prosa fue periodístico. Sobre los avatares de su primera compilación, Alfonso Reyes dejó un testimonio indispensable en 1929: Puedo asegurar que la tarea era difícil [...] tuve que precaverme contra su costumbre de cambiar títulos, comienzos y finales a los cuentos o artículos que enviaba a distintos periódicos [...] casi me ponía yo a evocar la sombra de mi llorado amigo —tratando de meterme en sus hábitos mentales, en sus formas de pensamiento— para dar con la correcta distribución y repartición en libros del inmenso montón de prosa que dejó sin recoger en volumen (Reyes, pp. 31-32). Desde 1907 Nervo advertía que, para bien o para mal, su obra literaria no podía explicarse sin considerar su asidua relación con diversas prensas periódicas de México y del extranjero. Al igual que otros escritores contemporáneos, Nervo vivía con la inquietud de haber dilapidado su talento en el periodismo. ¿Para qué escribir tanto si el poeta cubano de lengua francesa José María de Heredia había alcanzado la gloria con Los trofeos? Nervo se planteó esta inquietud en un alto del camino, y le dio respuesta en la semblanza fúnebre que dedica a Heredia en noviembre de 1905: "Trabajar en silencio largos años, con una labor nutrida y paciente, y luego, un día salir del voluntario silencio y de la voluntaria faena con un libro, un solo libro, perfecto como un diamante, en la mano. He aquí un destino glorioso, al que no me fue dado aspirar; he aquí el alto destino de Heredia (Nervo, 1962, II, 386). Dos años después había cambiado de parecer. El periodismo pasó de ser una fatalidad a la única opción laboral en un país donde casi nadie leía libros, y la única forma de difusión estaba constituida por el periódico. Estas palabras de Habla el poeta, un balance autobiográfico y crítico de 1907 que ahora recogemos, hay que situarlas en paralelo con su afirmación de haber escrito innumerables cosas malas en prosa y verso, y algunas buenas, pero sé cuáles son unas y otras. Por desgracia, aquella certeza no se tradujo en una antología personal ni en otra especie de deslinde crítico que nos permitiera conocer las preferencias literarias del autor. Es muy posible que Nervo acariciara el proyecto de alguna compilación rigurosa para compensar aquel pequeño libro de arte consciente, libre y altivo [...] el libro breve y precioso que la vida no me dejó escribir: el libro libre y único". Sujeto a las reglas del incipiente mercado cultural de finales del siglo XIX y de principios de la nueva centuria en Latinoamérica, Nervo vio alejarse lentamente el ideal parnasiano de decantar un poemario único —a la manera del modelo inalcanzable de Heredia, cuyo libro le acompañaba en todos sus viajes.

    Poeta y prosista desde sus mocedades seminarísticas en Zamora, Michoacán —donde escribe textos íntimos y para un círculo reducido de amistades—, Amado Nervo asimiló con lentitud la relación simbiótica entre la carrera periodística que inicia en Mazatlán, Sinaloa (septiembre de 1892), y el talento literario que la sostuvo hasta sus últimas colaboraciones en Argentina y Uruguay en los primeros meses de 1919. Crónicas, artículos y ensayos de épocas distintas —algunos de ellos recogidos en las secciones Bordar el vacío y Una aristocracia que suele ir vestida de harapos— desarrollan con frecuencia un tópico moderno en la obra nerviana: la situación social del escritor asalariado. Para una comprensión más útil de esa evolución temática y de las circunstancias profesionales de Nervo, comentaré algunos textos escritos en cuatro ciudades en las que el autor trabajó como periodista por temporadas más o menos largas: Mazatlán (1892-1894), ciudad de México (1894-1900 y 1902-1905), París (1900-1902) y Madrid (1905-1918).

    El título del primero de ellos proviene literalmente de un diálogo entre Hamlet y Polonio: Words, words, words. Publicada en marzo de 1894, luego de meses de iniciación periodística en El Correo de la tarde de Mazatlán, dicha crónica utiliza una anécdota urbana para reflexionar sobre la materia prima del escritor y su condición ambigua en las sociedades modernas. En ellas, ¿aquél es un creador autónomo o el asalariado de una jornada con tiempo y espacio determinados? De acuerdo con el cronista, el escritor asume ambas funciones, aparentemente sin conflicto: "Llegó el lunes, ¡desperta ferro!, ¡fuerza es alistar la pluma!, limpiarla cuidadosamente, como se limpia un pincel, y dejarla luego que corra sobre el papel inmaculado, sobre el papel terso, sobre el papel que aguarda con la muda impasibilidad de la materia inerte, el trazo, el bosquejo, la línea... Esta puesta en escena de un taller pictórico o del gabinete de un escritor burgués choca con la realidad insoslayable del periodista: informar sobre asuntos pragmáticos y placenteros. Como refiere el cronista en Prosa ligera, otro texto del mismo periodo formativo de Mazatlán, al público poco le importan los conflictos personales del escritor o sus crisis vocacionales: paga porque se le proporcionen lecturas amenas; quiere paladear el relato fácil, la observación picante, el pensamiento ingenioso, envuelto en galana frase y eso debe servírsele" (Nervo, 2005, 288). De acuerdo con esa crónica, el prosista debe asumirse como un clown capaz de escribir trivialidades, sin importar el estado de ánimo en el que se encuentre. El referente textual de este concepto de escritura como mascarada puede ser Reír llorando (1892) de Juan de Dios Peza, poema en el que exclama el popular comediante inglés Garrik:

    ¡Cuántos hay que, cansados de la vida,

    enfermos de pesar, muertos de tedio,

    hacen reír como el autor suicida,

    sin encontrar para su mal remedio!

    (Peza, pp. 10-11)

    Words, words, words añade otro matiz a la mentalidad temprana de Amado Nervo sobre el estatuto social del escritor. Román, el firmante del texto periodístico, reivindica su marginalidad social a través de un alter ego: el escritor cosmopolita, mitad burgués y mitad aventurero. Gracias a los recursos eficaces de la prosa poética de aquella crónica, el narrador vive la experiencia de una trasmigración fugaz. Así el cronista local trasciende su realidad —que juzga mediocre y sombría como su columna semanal de El Correo de la tarde— para vivir, por medio de la prosa cromática de Azul..., algunas experiencias de Rubén Darío en su primera estancia argentina.

    Tres meses después de ese viaje literario, Amado Nervo se traslada a la ciudad de México. Aquel periodo de aprendizaje en Mazatlán, su talento y capacidad notables para administrar sus relaciones le abrieron, de manera paulatina, los espacios de la letra impresa en la metrópoli porfirista, a la que llegó a vivir en julio de 1894. Seis años después sería uno de los escritores más reconocidos en aquel fin de siglo, tanto en su cofradía de la Revista Moderna como para los lectores de diarios y revistas de gran circulación. Nervo acertó a moverse en dos dominios editoriales: el de los tirajes restringidos para su obra poética y su primera novela breve, así como el de la prensa moderna con gran circulación por los subsidios del sistema político. Para esta última publicó centenares de artículos, crónicas, ensayos breves, notas de crítica teatral y traducciones en verso y prosa para columnas como Fuegos Fatuos, Pimientos Dulces, Crónicas Teatrales, Teatro Mínimo, Crónica de la Moda, La Semana de la Moda, Cartas de Mujeres y La Semana. La mayoría de éstas se publicaron en las prensas diarias de El Mundo, El imparcial y en las semanales de El Mundo ilustrado, propiedad de Rafael Reyes Spíndola, el empresario que concentró los subsidios porfiristas a la prensa.

    Para la columna colectiva de El Nacional, Fuegos Fatuos, Amado Nervo compartió inicialmente el seudónimo Tricio con dos colegas (Salvador Dávalos: Joie, y Alberto Michel: Benedictus), después emplearon el sobrenombre colectivo de Triplex y por último Nervo firma sus colaboraciones con el alias de RipRip, personaje del cuento de Manuel Gutiérrez Nájera Rip-Rip el aparecido. Al darle carta de naturalidad a éste el 25 de noviembre de 1895, en el Testamento de Triplex, Nervo acentúa la personalidad marginal de su signatario: hijo de un grafómano compulsivo, emborronador de cuartillas por profesión, irreverente de las instituciones sociales y sus lenguajes, promiscuo y pobre como una rata. El capital que Rip-Rip recibe de su progenitor se compone de algunos trebejos de oficina, un par de crónicas y la tercera parte de la columna. Como el protagonista de Gutiérrez Nájera, el Rip-Rip nerviano representa el desclasamiento social del escritor que se duerme en una caverna y despierta envejecido por sus sueños. Cuando trata de integrarse a la sociedad es despojado, perseguido y orillado al suicido. Esta alegoría coincide con la imagen que diversos escritores modernistas asumían como parte de su conflictiva situación laboral en la sociedad porfirista. Claudia Canales analiza con perspicacia la postura nerviana sobre la reiteración de dicha problemática en Por la senda trivial de los sucesos diarios (la crónica periodística de Amado Nervo), estudio que acompaña a esta antología:

    [Nervo] se ve jalonado por fuerzas y actitudes de signo opuesto al hablar del papel y el lugar que tienen los escritores en la sociedad capitalina de su tiempo. De ese modo, si por un lado se jacta de no pertenecer al grupo de los hombres prácticos que desdeñan el ejercicio del pensamiento; por otro se lamenta de la estrechez a que lo condena tal ejercicio, descalificado por muchos como mera holgazanería. Si por un lado se erige en defensor de quienes viven de la pluma, identificándose con la incomprensión de que son víctimas, por otro denuncia las envidias y susceptibilidades que los caracterizan. Si por un lado desprecia las confabulaciones de los críticos, por otro se queja de sus desmedidos halagos.

    Ser periodista —afirma Carlos Monsiváis a propósito de la crónica nerviana en la ciudad de México— es publicar donde se puede y cuanto se puede, recurriendo a seudónimos o firmando nada más parte de las colaboraciones. Sólo así la profesión es en algo rentable (Monsiváis, p. 27). Otra manera de capitalizar el paso por las redacciones era saber administrar el quehacer periodístico y reservar energías para los proyectos personales. Con talento, disciplina profesional y conocimiento de su público, Amado Nervo supo mediar entre sus proyectos literarios y el periodismo. En el sexenio de 1894 a 1900 publicó en la ciudad de México cuatro libros breves y escribió una zarzuela (actualmente perdida), además de adelantos significativos de dos poemarios posteriores. Una explicación para este nivel de producción nos la proporciona el mismo autor: "el periodista que es hábil en su métier, de nada, como Dios, hace un mundo de artículos economizando con maestría laudable su substancia gris para las grandes ocasiones (Hacer un artículo"). A partir de enero de 1898 Nervo supo administrarse mejor como periodista. La oportunidad se la ofreció Reyes Spíndola al concederle una de las columnas más leídas de El Mundo: La Semana.

    Publicada con la firma de Amado Nervo al calce, esa serie abre un paréntesis entre la mejor época de su crónica en la ciudad de México y su continuidad en París a partir de abril de 1900, donde Nervo recobrará el instinto de flâneur que pierde con La Semana. En ésta convive el testigo urbano de rituales cívicos, religiosos y sociales con el comentarista de actualidades de diversas latitudes geográficas. México recibe el tratamiento más amplio, lo siguen en número de asuntos Francia, España, Cuba y los Estados Unidos. La presentación tipográfica de la serie era deliberadamente sencilla y predecible. El título de la columna aparecía con un resumen, especie de subtítulos que condicionaban el tratamiento de los asuntos de manera capsular. Con esas marcas textuales, el público —mayoritariamente femenino, a juzgar por sus referencias abiertas e implícitas—, podía elegir entre la lectura de conjunto o selectiva, inducida por párrafos, líneas en blanco y asteriscos. Los contenidos se movían en un rango de tres a seis por semana y se trataban en riguroso orden de enunciación. Todos esos elementos integraban un discurso modélico, vuelto instructivo eficaz en la comercialización flagrante de la crónica modernista: el empleo deliberadamente poético del lenguaje como detonante de lo literario en el género, las evocaciones inevitables a las lectoras, las frecuentes referencias cultistas o intertextuales, la escritura solemne, sentenciosa y, en ocasiones, aforística, que predomina en La Semana, la (re)creación del espacio interior de productores y consumidores como refugio del arte. Este es uno de los contrastes evidentes entre esa primera columna prestigiosa de Nervo y Fuegos Fatuos: la construcción del espacio de enunciación en un entorno cerrado: un gabinete de lectura o una mesa de redacción. En cualquiera de ellos, las noticias dignas de comentario se seleccionan, resumen y parafrasean para el público. Atrás quedaron la defensa beligerante del campo literario, las polémicas enconadas por el simbolismo y las noches de bohemia en las que el flâneur podía reconocerse con los desclasados de la ciudad. Ahora el literato asiste de frac o levita a los bailes más sonados de la temporada, toma nota en los desfiles militares, en las inauguraciones oficiales del gabinete; o bien, se encuentra al tanto de las giras presidenciales para edulcorarlas hasta el hartazgo: El presidente de la república ha llegado entre aclamaciones y vítores, después de fatigar con las trompetas y el halalí de sus monteros todos los ecos de los bosques de Tamaulipas (Nervo, 1962, I, 742). En otras ocasiones, el cronista lee y comenta la biografía de Bismark, uno de los políticos más representativos de Porfirio Díaz.

    Por poco más de dos años, Nervo celebra los eventos sociales y políticos de la urbe porfiriana. Hasta que un día de finales de marzo de 1900, hastiado por la mercantilización de su pluma y abrumado por el suicido de su hermano Luis y por el fracaso de su relación sentimental con Amelia, una joven de origen francés, llega a la oficina de Reyes Spíndola:

    —Rafael, vengo a despedirme de ti.

    —¿Pues a dónde vas?

    —Me voy a suicidar.

    [Reyes Spíndola] estupefacto, lo miró largamente y le dijo, poniéndole una mano en el hombro:

    —Y qué te parecería si en vez de irte a suicidar te fueras a Europa (Campos, s. p.).

    Con esa expectativa de un cambio drástico para su carrera literaria y profesional, podemos decir que el siglo XX empezó para Amado Nervo la noche del 12 de abril de 1900 en la estación ferroviaria Colonia, fecha en la que partió a París como corresponsal de El imparcial para reseñar la Exposición Universal. La estancia de poco menos de dos años en la capital francesa —con paseos breves a otras urbes europeas— representa uno de los periodos más contrastados en la vida de Amado Nervo. Las luces y sombras que cayeron sobre ella modificaron para siempre su percepción del estatuto social del escritor. Las experiencias de sobrevivencia económica y profesional en un medio adverso a los escritores hispanoamericanos —con excepción de Enrique Gómez Carrillo— se resumen en este pasaje de la segunda carta a Luis Quintanilla que recogemos en Varia autobiográfica:

    Llevo ya algunos meses de miseria, de sacrificio inmenso, de dolor, y, sobre todo, óyelo bien, es muy vulgar, pero muy exacto, muy brutal, pero muy expresivo, de gorrear a todo el mundo, utilizando las simpatías que despierto, el teatro, el coche, hasta el pan amargo que me llevo a los labios. Yo vivía en México pobre, modesta, pero dignamente; ya había renunciado a poseer algún día a esa querida lejana que casi treinta años de mi miserable vida se había pasado esperando, asomándose a la ojiva para adivinar, a través del polvo de oro del camino, si vendría... ¿para qué vine si ahora es fuerza que me vaya?

    El regreso de Amado Nervo, en una fecha desconocida del primer trimestre de 1902, favoreció el reencuentro honesto y comprensivo con el medio cultural de México. En la Revista Moderna publicó un balance sin concesiones personales de su viaje a Francia. Curado de falsas vanidades, Nervo asumió desprecios críticos e impedimentos editoriales —y con la certeza de que "París que consagra, no me consagraría jamás, ni yo haría nada para que me consagrase, concluye en Hablemos de literatos y de literatura" que la individualidad y el talento artísticos no pueden someterse a reconocimientos degradantes e injustos en comunidades literarias ajenas al medio y a la lengua de los autores. Con los suyos en París, Nervo aprendió que las fronteras de Hispanoamérica no son lingüísticas sino nacionales y políticas. Compartió esta experiencia moderna con escritores, periodistas, artistas plásticos y músicos mexicanos como Carlos Díaz Dufóo, Jesús Contreras y Gustavo E. Campa, además de los hispanoamericanos Rubén Darío, Enrique Gómez Carrillo, Manuel Díaz Rodríguez, Guillermo Valencia, Manuel Ugarte y Eduardo Talero.

    En La ciudad literaria, prosa que acompaña a Hablemos de literatos y de literatura en El éxodo y las flores del camino (1902), Nervo polariza sus experiencias negativas en París sin nombrar a la urbe. Cierto que algunas alusiones a escritores, asociados trágicamente con París, harían pensar en ella; pero otras referencias revelan la deliberada ambigüedad espacial del texto: "Acuérdate de la parálisis de Nietzsche, de la camisa de fuerza de Maupassant, del hospital del Pauvre Lélian, del delirum tremens de Poe, del insomnio de Musset, de la obsesión de Strindberg... La ciudad literaria no es París, como tampoco, Weimar o Berlín, ni Nueva York o Boston ni Estocolmo. Al carecer de límites precisos, la circunferencia de La ciudad literaria nerviana llegaría a cualquier espacio burgués y en su centro estaría la conciencia del artista: Ten miedo de ti mismo. Algo, desde los íntimos repliegues de tu ser, sube a tu conciencia, y la sombra que ese algo enigmático proyecta es más obscura que todas: se diría una sombra que lleva luto. El texto contiene dos reelaboraciones sobre la circunstancia social del artista. La primera se presenta bajo la forma de una alegoría neoplatónica. La república no expulsa ya a los poetas, ellos deben huir de cualquier ciudad donde se apedrea a los profetas y el destino se alía con ella". Por último, el escepticismo nerviano propone un locus amœnus lejos de toda urbanización como única alternativa de paz interior para el destinatario implícito: ¡Ea! ¡Marcha, marcha, y de prisa! ¿No ves? Abren ya las puertas de la ciudad; más allá está el oro de la montaña, la selva santa, y en la selva santa la paz, y sobre todas las cosas, la aurora. Anda, pues.

    Paradójicamente muchos días volvieron a amanecer en la ciudad de México sobre la mesa de trabajo de Amado Nervo. A su regreso de París volvió a ganarse la vida como reseñista de la Revista Moderna y, posteriormente, con la segunda etapa de La Semana en El Mundo. En alguna de sus entregas al diario, Nervo se quejaba de haber dejado parte de su salud y mucho de su talento en esa labor de topos y escarabajos para las redacciones de Rafael Reyes Spíndola. En una nota bibliográfica de mayo de 1902 sobre Formas y espíritus del poeta y acaudalado viajero argentino Ángel Estrada (1872-1923), encontramos a un Nervo excepcionalmente optimista sobre la condición social del escritor. En breve éste empezaría a ser rico sin importar su origen social y a pesar de los magros ingresos de la pluma. Los afortunados ingresarían a El Dorado de las letras, como habían entrado al gobierno porfirista diplomáticos y gobernadores de abolengo familiar y económico. Los escritores de esta utopía conformarían una plutocracia literaria, cuya argumentación no tiene desperdicio para entender otro giro del tópico nerviano que venimos comentando:

    Cuando esto suceda tornará la Edad de Oro de la literatura. El escritor y el poeta, que por derecho constituyen una aristocracia —una aristocracia que suele ir vestida de harapos— la constituirán de hecho, imponiéndose socialmente por su talento y por su fortuna. No tendrán compromisos mezquinos con nadie, no sacrificarán sus convicciones estéticas en las aras del editorialismo, no escribirán para tener popularidades vergonzosas, sino para exteriorizar sus ideas, no tendrán cortapisa de editores ni libreros: harán arte a su antojo, según sus convicciones, sin que les importe un bledo el escándalo de los horteras. Serán personales en su arte, serán libres, congregarán todos los elementos necesarios para una producción alta, los cuales sólo se obtienen merced al dinero; a saber: observación desahogada y tranquila, viajes, bibliotecas, bibelots, etcétera (Nervo, 1962, I, 353).

    Ajena a cualquier realidad del mercado y con un desprecio enorme por el público, esta fantasía pudo influir en la decisión de Amado Nervo para ingresar a la diplomacia mexicana. En julio de 1905 Nervo salió por segunda vez a Europa. Con un dejo de escepticismo por su experiencia parisina, a partir de septiembre se instaló en Madrid en calidad de segundo secretario de la Legación de México. Pocas puertas del medio cultural y literario le abrieron los diplomáticos mexicanos radicados en España. En cambio, Miguel de Unamuno, su viejo corresponsal en Salamanca, fungió como uno de sus introductores ya que Nervo desconfiaba de presentarse personalmente en el ambiente madrileño: Pero por lo que le ha pasado a Chocano —y me parece que algo a Darío— los literatos jóvenes de España nos ven con cierto aire de desdeñosa superioridad. No conocen nuestra obra y somos para ellos simples indianos con una falsa tradición de dinero y de candidez. Le confesaré a usted que esto me ha hecho, por curarme en salud, no buscarlos; pero como tendré forzosamente que tratar con ellos [...] he de agradecerle a usted [...] me presente literariamente a la gente intelectual de España (Nervo y Unamuno, pp. 38-39). Acompañada de frecuentes colaboraciones para las prensas mexicanas, españolas y, posteriormente, cubanas y argentinas, la estrategia nerviana funcionó y dos años después logra revertir aquella imagen desfavorable por esta otra que recordaría Enrique Díez-Canedo en una nota necrológica: Los que le trataron en Madrid, muchos, sin duda, pero cuán pocos íntimamente, no es fácil que le olviden [...] Era, en todos los lugares donde se reúnen unos cuantos amigos de las letras, como un pasajero cordial, bienvenido siempre: dejaba en ellos la amenidad de su charla sutil (Díez-Canedo, p. 123).

    Aunque Nervo logró vivir personalmente aislado en el segundo piso de Bailén 15 para ocultar su relación sentimental con Ana Cecilia Dailliez, supo manejar con habilidad su nombre público y mantuvo amplia comunicación con buena parte de los escritores reconocidos por él como modernistas hispanoamericanos: Miguel de Unamuno, Salvador Rueda, Eduardo Marquina, Azorín, Manuel y Antonio Machado, Francisco de Villaespesa, Ramón del Valle-Inclán y Pío Baroja, entre otros españoles y de lengua catalana que, con agudeza, Nervo consideró actores de una literatura más vigorosa que la castellana. El tiempo le dio la razón. Hoy sabemos que la cultura modernista fue incluyente en el dominio hispanocatalán y que las barreras generacionales de España entre noventaiochistas y modernistas fueron una elaboración historiográfica superada actualmente. Lo mismo daba una etiqueta que otra —pensaba Nervo— porque dentro de veinte años, nuevos poetas, más sutilizados, tanto cuanto lo estarán las almas, los nervios y los sentidos de nuestros hijos, dirán y cantarán cosas junto a las cuales nuestros pobres ‘modernismos’ de ahora resultarán ingenua senectud (El modernismo).

    Aún antes de 1910, Nervo se refería al modernismo en términos que reflejaban su apuesta por un movimiento comunitario, capaz de replantearse en sus mejores plumas para continuar la renovación de las literaturas en lengua española y catalana. Pero no todo era talento, disciplina y vocación por las letras. Gradualmente Nervo aumenta su interés por las condiciones económicas y laborales de los escritores, por las leyes agresivas de la industrialización y el mercado, por la rapiña de editores y libreros. La única alternativa gremial que Nervo encuentra son las mutualidades literarias. Ellas podrían compensar la explotación económica de los escritores en cualquier latitud occidental. Así fuera España, Francia o México, el productor intelectual debería organizarse en favor de la propiedad artística y sus beneficios: un pobre autor ¿qué puede hacer? Necesita asociarse con varios colegas, tener un administrador activo e inteligente, constituir, en fin, la cooperativa literaria en toda forma (Las cooperativas literarias).

    En el ámbito cultural castellano, Nervo advertía otros peligros que supo ver con originalidad en uno de sus informes para el Boletín del Ministerio de Instrucción Pública de México. Lo interesante de ese Balance literario del año —incluido en la sección de artículos y ensayos—, es su análisis de las condiciones laborales desfavorables para los escritores jóvenes de Madrid. En su opinión, la falta de estímulos económicos desalentaban el profesionalismo y la creación. Nervo dejaba atrás el desgaste de las polémicas literarias y estéticas en contra de los modernos, como las que enfrentó en sus años formativos de la ciudad de México sobre el decadentismo, para analizar de qué manera las condiciones del periodismo y de la industria editorial afectaban a los escritores. En su diagnóstico concluía: "Sí, los jóvenes literatos españoles, expoliados vilmente por los editores, enfrentados con el problema de la vida material todavía a una edad en que generalmente en los jóvenes países de América (aun en el mismo México donde la lucha es brava) ya se ha resuelto, ni creen en su métier, ni gran cosa que digamos en su arte ni en su medio. Están vencidos de antemano, sobre todo por una razón capital: porque no esperan vencer". El desaliento era el peor enemigo del arte, pues éste añadía el autor en otro fragmento del texto— es producto de la fe.

    Creencia en sus abundantes y naturales dones literarios, disciplina y perseverancia fueron los cimientos de Amado Nervo para construir espacios de enunciación entre sus lectores y de poder con sus pares en los diversos campos literarios de lengua española en los que incursionó. Así lo dejan ver, en el caso de Madrid, las epístolas que recogemos con corresponsales españoles y mexicanos. Las sesiones de escritura periodística o literaria nervianas empezaban temprano en Bailén 15 y seguían hasta bien entrada la mañana, cuando hacía un alto para comer con Ana Cecilia; después caminaba a la Legación para entregarse, hasta el anochecer, a las rutinas de la diplomacia. Diversas cartas seleccionadas del periodo y dos textos autobiográficos revelan la imagen poco estereotipada del escritor, más laborioso que inspirado, del subalterno excesivamente responsable y sumiso, del amante culpígeno, incapaz de romper el cerco de sus prejuicios para legalizar su relación sentimental. Antes que recoger el sensacionalismo de un inédito íntimo, nos pareció que la carta dirigida a Rodolfo Nervo el 21 de febrero de 1912 echa por tierra uno de los mitos mejor construidos de la literatura mexicana sobre la imposibilidad de un amor cantado en un solo tono de voz: la del amante voraz que llora la inmovilidad carnal de su amada: desgraciadamente no fui para ella tan bueno como lo merecía esa alma de elección que más de diez años me acompañó por la vida sin que un solo instante palideciera su ternura. Debí casarme con ella y no lo hice por preocupaciones y suspicacias que ahora a la luz cruda de mi dolor considero indignas y estúpidas. Estas palabras, inmediatas al fallecimiento de Ana Cecilia, son el eco de un yo afantasmado que recorre varios textos de la última sección de la antología en busca de un milagro: el reencuentro con aquella mujer sin voz propia que, paradójicamente, continúa escuchándose en la alteridad misógina de La amada inmóvil, tumba y epitafio de una poética irrepetible en el siglo XX que, no obstante sus detractores, pervive en el imaginario de una sociedad que aún considera a los poetas arquetipos de su sensibilidad.

    NUESTRA SELECCIÓN

    En las páginas anteriores comenté algunos textos de Amado Nervo recogidos en las dos primeras y en la última de las secciones de este libro. Sus seis estancias antológicas van de la prosa ensayística a la crónica y del cuento a las novelas breves, pasando por los poemas y aforismos en verso y en prosa, para concluir con una muestra de textos autobiográficos. Es la selección más cercana a una antología general con textos íntegros que permite el formato de la colección en la que se publica El libro que la vida no me dejó escribir.

    En esta presentación de la antología seguí las huellas que las preocupaciones nervianas sobre la condición del escritor dejaron en parte de sus artículos, ensayos y crónicas. Se trata de un material escasamente conocido y estudiado que, no obstante, posee interés para la comprensión de una problemática vigente en el campo intelectual. Asimismo, ese conjunto de textos permite una visión panorámica de la mentalidad del autor y de su evolución literaria que se complementa con la Cronología de Amado Nervo (1870-1919), en otro apartado de este libro.

    Con lo anterior, traté de compensar la ausencia de estudios inéditos sobre las secciones que abren y cierran esta antología. No ocurre lo mismo con la crónica, la narrativa y la poesía nervianas, pues Claudia Canales, José Ricardo Chaves y Juan Domingo Argüelles se ocupan, respectivamente, de aquellos géneros en un apartado del libro. Sus estudios no coinciden necesariamente con la selección ni con las opiniones de estas páginas preliminares. Antes que una visión compacta sobre la prosa y la poesía nervianas, El libro que la vida no me dejó escribir ofrece diversas lecturas sobre una obra más compleja de lo que, por tanto tiempo, han supuesto la indiferencia y el lugar común de una parte considerable de la crítica especializada y periodística.

    Hace cuarenta años José Emilio Pacheco señalaba que el olvido y la incomprensión hacia Nervo se debían al desdén de quienes seguían los lugares comunes de la crítica en vez de leer los 29 volúmenes de las obras nervianas en la primera edición española. El número de páginas se incrementó notablemente con la segunda compilación de 1952 y la distancia entre Nervo y sus detractores creció en consecuencia. Varias reimpresiones de ese trabajo hablan bien de un autor que persevera en el gusto y la memoria de un sector del público hispanoamericano, pero dejan mal parada a la crítica mexicana de varias décadas. Entre 1965 y 1994, los autores que buscaron la revaloración de Nervo son notables y sus trabajos excepcionales, pero éstos no compensaron el ninguneo frecuente ni las intenciones fallidas de otros críticos por recuperar a Nervo. A finales de los sesenta y principios de la siguiente década, destacan José Emilio Pacheco, Manuel Durán, Ernesto Mejía Sánchez, Ramón Xirau, Wilberto Cantón y Juan Rogelio López Ordaz. En los ochenta Jaime Moreno Villarreal y Luis Miguel Aguilar son voces extravagantes en medio del coro de denuestos que sintetiza la Crónica de la poesía mexicana de José Joaquín Blanco, para quien todo lo que [Nervo] toca se vuelve lugar común, de modo que el público se siente fácilmente tan culto y lúcido como él, o más (Blanco, p. 95). En los últimos once años esa inercia se ha revertido en favor de un conocimiento de los registros menos explorados de la prosa y la poesía nervianas. Pero los caminos de la fortuna literaria suelen tener algunas veredas circulares. Paradójicamente fueron las reediciones de Juana de Asbaje en 1994 y 1995, a cargo de Antonio Alatorre y Aureliano Tapia Méndez, las que marcaron la nueva hora de Amado Nervo. Cuando en 1910 el poeta puso en circulación el nombre de sor Juana nunca imaginó que aquel ensayo haría lo mismo por su obra en la última década del siglo XX y en los días que corren.

    Es imposible en este espacio hacer un recuento completo y justo de las ediciones impresas y electrónicas, de las antologías, tesis, ensayos, artículos académicos y periodísticos que, en la última década, han hecho que la obra de Amado Nervo vuelva a ser materia de lectura y de conversación amena o especializada dentro y fuera de México. No obstante quisiera destacar que, en materia de antologías y otros soportes de divulgación, Nervo es un autor generoso con sus críticos y editores. Así lo confirman las reediciones de las antologías de José Ricardo Chaves (El castillo de lo inconsciente) y de Juan Domingo Argüelles (Antología poética de Amado Nervo). La buena recepción de la primera recuerda el aprecio de Borges por la prosa nerviana, una prosa a veces generalmente más limpia que la prosa barroca de Lugones o que la prosa a veces meramente decorativa de Rubén Darío (Borges, p. 65). La selección acertada de Domingo Argüelles contradice, parcialmente, una serie de juicios de su estudio para El libro que la vida no me dejó escribir:

    En el caso específico de su poesía, si las antologías o las compilaciones no son lo suficientemente rigurosas, Nervo decepciona de un modo innegable. Villaurrutia vuelve a tener razón una vez más en su comentario de hace más de seis décadas: Hay algo dramático en el caso de la ideal selección de los poemas de Amado Nervo. Al leer sus poesías completas, se piensa en la conveniencia de una selección, pero una vez hecha ésta, después de numerosos ensayos que nunca satisfacen del todo, se llega a la conclusión de que Nervo no se halla bien representado.

    Por más exhaustiva o mínima que se pretenda, toda antología defraudará siempre las expectativas de algún lector. Es un compendio ideal cuya relectura deja insatisfecho al propio antologador, pues como afirma Gabriel Zaid: leer es otra forma de embarcarse: lo que pasa y corre es nuestra vida, sobre un texto inmóvil. El pasajero que desembarca es otro: ya no vuelve a leer con los mismos ojos (Zaid, p. 7). Esta antología es, en efecto, un compendio ideal. Lo dije en la primera página a partir de un texto nerviano y lo sostengo ahora que concluyo una de las actividades más gratas del trabajo colectivo que realizo en el proyecto de investigación y edición Amado Nervo: lecturas de una obra en el tiempo (http://www.amadonervo.net). En él participa un grupo de jóvenes y talentosos estudiantes de la licenciatura y del posgrado en letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.

    Con cada uno de los cuatro colaboradores de esta antología discutí, revisé y acomodé de diversas maneras, uno a uno y en conjunto, los textos seleccionados. Fue una experiencia de lectura y síntesis apasionante y amena. Cada uno de los participantes conoce bien la obra de Nervo y, en función de intereses particulares, estudia algún aspecto de ella. Yólotl Cruz la narrativa, Eliff Lara la poesía, Marcela Reyna el epistolario e Itzel Rodríguez la crónica. Todos han publicado adelantos de sus investigaciones.

    La selección de crónicas para la sección Bordar el vacío abre con un par de textos de la iniciación periodística de Amado Nervo en Mazatlán, Sinaloa, y continúa con materiales de las dos columnas que el cronista sostuvo por más tiempo en la ciudad de México: Fuegos Fatuos y La Semana. Como muestra del variado repertorio cronístico de Nervo también incluimos algunas puestas en escena procedentes de Teatro Mínimo. De la primera estancia del autor en Europa (1900-1902) recogimos ocho crónicas de El éxodo y las flores del camino; de la segunda, en Madrid, el resto de los materiales de la sección. A partir de Lesa galantería. Mujeres que limpian botas, la muestra se abre tanto como lo permite la laxitud genérica del autor. Quisimos ser consecuentes con esa apertura de modernidad de la prosa nerviana que, con frecuencia, no pone límites precisos a la ficción, el ensayo y la crónica, por un principio de amenidad y una convicción profesional que Nervo expresó con desenfado en uno de sus Fuegos Fatuos: para escribir un artículo no se necesita más que un asunto: lo demás... es lo de menos. Hay en esto del periodismo mucho de maquinal. Lo más importante es saber bordar el vacío, esto es, llenar las cuartillas de reglamento con cualquier cosa (Hacer un artículo). Con esa materia vaga y una forma controladamente dispersa, Nervo escribió algunas de sus páginas más amenas e interesantes. Ofrecemos un repertorio brevísimo de ellas con los últimos seis textos de Bordar el vacío; provienen de Ellos, Mis filosofías, Crónicas y otras secciones de ensayos y crónicas recogidos por Alfonso Reyes y Francisco González Guerrero.

    Cuentista y autor de novelas breves por vocación y por sobrevivencia periodística, Amado Nervo dejó una estela de relatos de la que hemos tomado trece cuentos y las últimas tres historias de Contemplación de la Quimera, nombre de la sección en honor de la fugacidad narrativa y de los múltiples misterios que el autor ofrece a la curiosidad de sus lectores. Nervo entendía por cuento lo que actualmente comprendemos como relato en cualquier soporte narrativo. De ahí que pueda confundirnos con ciertos subtítulos o acotaciones como la siguiente de la novela El donador de almas: Este es el cuento [...] que he tenido el placer y la melancolía de contaros. Puede ocurrir lo mismo con las palabras preliminares de Mencía, en las que reitera la palabra cuento para no embrollar a sus lectores de la colección madrileña El Cuento Semanal. Atentos a otros relatos similares en forma y extensión, optamos por ubicar La última guerra, El donador de almas y Mencía en la zaga fronteriza de otras novelas no incluidas en nuestra selección. Las tres que proponemos representan a un narrador más cercano a los caminos actuales de la ficción fantástica y de la ambientación histórica que al gusto sicológico-realista de otras narraciones nervianas libidinales: Pascual Aguilera, El bachiller y Una mentira, como las llama y estudia José Ricardo Chaves en su ensayo, donde precisa: "Tras una escritura realista, Nervo descubre las posibilidades de lo fantástico para abordar sus preocupaciones eróticas al escribir El donador de almas. Tan es así que la mayoría de sus novelas cortas posteriores publicadas —de cinco (El diablo desinteresado, El diamante de la inquietud, Mencía, Amnesia y El sexto sentido) a una (Una mentira)— podrían ser incluidas en este género fantástico". Lamentamos que la falta de espacio no permitiera representar con mayor amplitud al narrador que ha desplazado al poeta en el gusto de cierto público, más atento al canon culto que a lo popular.

    Como demuestra Luis Miguel Aguilar en Poesía popular mexicana, Amado Nervo es el poeta más representativo de esta otra tradición poética de México. No siempre fue así. Los 21 poemas de Nervo que antologa Aguilar

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