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Controversias en la teología histórica

José M. Saucedo Valenciano

El Principio de la Sabiduría
2008

Controversias en la teología histórica


Edición 2008

Autor
José M. Saucedo Valenciano

Prologo
Enrique González Vázquez

Editor
Floyd Woodworth

Auxiliares en Edición
Juan J. Contreras E.
E. Ulises Chávez O.

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Pedidos USA
4035 6th
St Port Arthur, TX 77642
(409) 984-9496

México
Fco. I. Madero 40Nte.
Centro, Palau, Coah. 26350
(864) 618-0595

Está prohibida la reproducción parcial o total en cualquier forma o por cualquier medio, sin autorización
previa y por escrito del autor. Se exceptúan las citas breves mencionando la fuente.

Dedicatoria:

A Elizabeth, Pepito, Mariely y Stephanie Saucedo, mi principal rebaño y quienes me ayudan a


forjar y vivir una teología contextual y pertinente. Ellos me hacen aterrizar cuando vuelo sobre las
nubes de la reflexión doctrinal.

Agradecimientos

Son las publicaciones producto del esfuerzo de muchos, aunque sólo el autor se lleva el
reconocimiento. Así que por justicia expreso mi gratitud a las siguientes personas que participaron
para que este volumen se publicara de la mejor manera:
Al Pbro. Enrique González Vázquez, por el impulso que me dio como escritor y la apertura de
una sección especial para mis publicaciones en la revista del Concilio de las Asambleas de Dios.
Llevo sus consejos en el alma y valoro su amistad. Los debates sobre cada artículo me hicieron
madurar bastante.
A los ministros que me dieron sus comentarios sobre cada artículo publicado y me animaron y
retroalimentaron para mejorar.
A mi querido Floyd, quien me ha llevado paso por paso en el aprendizaje del arte de escribir y
editar. Me convertí en su discípulo hace ya catorce años y no deja de sorprenderme su
conocimiento de la doctrina y del idioma español. Él me abrió la puerta de la revista Conozca,
órgano oficial del Servicio de Educación Cristiana para América Latina. El gusano marcó mi vida
para siempre.
A los hermanos que me auxiliaron en la transcripción del documento, Delia Chávez y Juan
Domingo Rincón. Sin su ayuda esto hubiera tardado una eternidad.
A los integrantes de mi consejo editorial, Juan Contreras y Edgar Ulises Chávez, por su
aportación invaluable en la revisión final del documento.

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A la amada iglesia Cristo Viene, con la cual mi teología se vuelve sermón, consejo y profecía.
Donde el Señor de la mies me da el privilegio de servir, para no ser un ratón de biblioteca, sino un
estudioso que prepara el alimento nutritivo para apacentar a la grey de Dios.
Bendigo a Cristo Jesús por su gracia. Él me ha sostenido en la verdad por ya casi dos décadas.
Su favor nunca me abandona y todos mis logros le pertenecen a él. Sea a su nombre la pleitesía
por los siglos.

Prólogo

Esta no es precisamente una obra apologética. Sino más bien un breviario de teología
histórica, desde la perspectiva del autor, sobre los dos mil años de existencia de la tercera de las
grandes instituciones sociales divinamente concebidas, la Iglesia.
El cristianismo no fue nunca desde su génesis un macizo doctrinario y corporativo, ni
homogéneo, ni mucho menos monolítico. Aun los apóstoles tuvieron encuentros y desencuentros
en muchas ocasiones, durante el cumplimiento de su misión fundacional. La síntesis siempre fue
el resultado de un proceso bastante complicado por cierto. Aunque el liderazgo del Espíritu Santo
fue y ha sido evidente, las corrientes de pensamiento fluyeron incontenibles y al correr del tiempo,
luego de una evolución propia y natural a causa de la libertad del hombre y de sus circunstancias,
se fueron decantando las ideas que definieron los cauces confluyentes y divergentes del gran río
de la fe cristiana. El caudal de la diversidad que en nuestros días asume es insoslayable e
impresionante y en su lecho yacen las verdades eternas como gemas doradas que nunca
disminuirán su inestimable valor. Muchas veces a partir del origen, las aguas se tiñeron de sangre,
sangre de mártires y de héroes, por lo tanto el legado se ennoblece aún más.
Conozco el principio y la temática de este material en detalle. Tuve entonces la osadía y el
feliz acierto de solicitarle la investigación y redacción al autor, el pastor José Manuel Saucedo
Valenciano, y de la manera que con la primera edición quedé complacido y satisfecho, ahora
mucho más tengo la dicha de presentar a ustedes con mi cálida y afectuosa recomendación, la
lectura de aquellos artículos convertidos en ensayos dignos de atenta consideración y excelente
materia de reflexión histórica y teológica.
Seguro como lo estoy de las talentosas aptitudes metodológicas e investigadoras del autor, a
quien no vacilo en estimar como un regalo de la gracia divina a su movimiento eclesiástico, las
Asambleas de Dios, igualmente tengo la confianza de que el trabajo de este joven y dinámico
ejecutivo denominacional, nos edificará y hará vivir remembranzas y episodios culminantes de la
historia de la Iglesia con una emocionada pasión, rasgo distintivo de la pluma de tan agudo y
brillante maestro.
Agradecido ante todo a la munificente gracia divina que lo hace posible, y al autor de honrarme
con tan grata deferencia, deseo para sus lectores un torrente de edificación para la gloria bendita
de Jesucristo, gran Señor y eterno Rey. Amén.
Enrique González Vázquez
Superintendente General 1996–2002

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Asambleas de Dios de México

Contenido
Prólogo
Introducción
Capítulo 1
Métodos de interpretación bíblica

Capítulo 2
Legalismo vs. Libertad cristiana

Capítulo 3
El gnosticismo vs. La revelación bíblica

Capítulo 4
Arrio vs. Atanasio

Capítulo 5
Pelagio vs. Agustín (Debate sobre el pecado original)

Capítulo 6
Al César, lo que es del César

Capítulo 7
Oriente vs. Occidente

Capítulo 8
Catolicismo vs. Protestantismo

Capítulo 9
Calvinismo vs. Arminianismo

Capítulo 10
Fundamentalismo vs. Liberalismo

Capítulo 11
Pentecostalismo vs. Neopentecostalismo

Conclusión
Bibliografía

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Introducción

El presente volumen contiene una compilación de artículos sobre teología histórica que
fueron publicados entre los años 1994 y 2002 en la revista Jornadas Asambleístas, que es el órgano
oficial del Concilio Nacional de las Asambleas de Dios. El material se sometió originalmente a la
revisión del Pbro. Enrique González Vázquez, quien en su función de editor realizó un trabajo
extraordinario para dar mejor estilo y elevar la calidad de cada documento. Para la integración de
este volumen los artículos fueron corregidos y aumentados. Trabajamos bajo la supervisión del
gran Floyd Woodworth, el gusano que ha gastado su vida en la educación de los latinoamericanos
y cuya experiencia en las letras asegura la calidad y la consistencia del contenido en los temas
desarrollados.
El trabajo no pretende ser exhaustivo en el análisis de los temas de teología histórica que se
tratan. El proyecto nació con la intención de llevar una reflexión teológica al ministerio asambleísta
mexicano sobre el origen de los movimientos y las corrientes de doctrina que han surgido a lo
largo de los veinte siglos de vida de la iglesia cristiana, y su impacto y manifestaciones en la
actualidad. De los innumerables asuntos de conflicto doctrinal del cristianismo seleccionamos
once, los cuales consideramos que son los que nos quedan más cercanos y que más nos afectan en
el campo de la confrontación con las religiones que más se ven en nuestro medio ahora.
El método que seguimos para la elaboración de cada artículo es un proceso sencillo. En primer
lugar estudiamos el origen de la doctrina y sus principales exponentes en la historia. Luego
presentamos las personas que sirvieron como apologistas o defensores de la verdad bíblica;
ponemos en relieve sus principales argumentos, tanto de la Escritura como de la filosofía. De la
contraposición de ambas posturas arribamos a conclusiones y extraemos aplicaciones que nos
ayuden a consolidar la estructura de nuestro edificio doctrinal. Después relacionamos los
conceptos que de la historia sobreviven hasta hoy con la práctica de algún movimiento o grupo
religioso contemporáneo.
Es nuestro deseo que los lectores de este libro sean edificados en la fe, informados en su
doctrina y aguzados en su percepción de los grandes momentos de teología histórica. Estamos
absolutamente convencidos de que el único fundamento seguro para construir el edificio doctrinal
inconmovible es la solidez de la Palabra de Dios. Ella es capaz de hacer sabio para la salvación a
todo aquél que acuda a sus páginas con el deseo sincero de encontrar la verdad. Por lo tanto, nos
aferramos a sus principios con la convicción de que en cuanto norma de fe y conducta es infalible
e inapelable.

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Métodos de interpretación bíblica
2 Timoteo 2:15

Diversos comentaristas de la escatología del libro de Daniel, al explicar el capítulo tercero


del libro afirman que Nabucodonosor es tipo del anticristo que va a reinar en la gran tribulación
sobre judíos y gentiles. La estatua es tipo de la imagen que el anticristo mandará hacer y pondrá
en el templo de Jerusalén. El pregonero de la adoración a la estatua es tipo del falso profeta que
hará que adoren al anticristo. La gente que adoró a la imagen es tipo de los que recibirán la marca
de la bestia, y Sadrac, Mesac y Abed-nego son tipo de los judíos que van a pasar por la gran
tribulación por no someterse al anticristo. El horno de fuego es tipo de la gran tribulación, y
calentar el horno siete veces más es tipo de los siete años que durará la gran tribulación. La
protección de los hebreos en el fuego es tipo de la protección que los judíos van a tener de Dios en
la gran tribulación, y la ausencia de Daniel que es tipo de la Iglesia, significa que ésta no pasará
por la gran tribulación. ¡Interesante interpretación! Pero tal hermenéutica es cuestionable.
Aquí tenemos sólo un ejemplo de eiségesis, acomodamiento de ideas en un pasaje bíblico.
Habiendo tantos pasajes que hablan clara y directamente del asunto de la gran tribulación venidera
(Daniel 7–12; Mateo 24–25; Marcos 13; Lucas 21; el Apocalipsis), se tomó la narración de un
acontecimiento histórico sin relación.
Esto nos ilustra lo determinante que es la aplicación de un buen sistema hermenéutico en la
labor exegética. De ahí dependen los buenos resultados en la interpretación del texto bíblico. De
ninguna manera se deben usar arbitrariamente las Escrituras. Por lo general un texto tiene sólo un
sentido y el exegeta tiene la responsabilidad de descubrirlo. El éxito en esta empresa está
condicionado por el método utilizado. El hombre de Dios será un obrero aprobado, en la medida
que usa bien la palabra de verdad. (2 Timoteo 2:15).

El método alegórico
Todo intérprete de la Biblia debe aprender a discernir entre la alegoría como figura literaria y
el método de interpretación alegórico. La primera es un recurso de la retórica que consiste en una
serie de metáforas relacionadas entre sí para ilustrar alguna verdad. La alegoría tiene su lugar
dentro del campo hermenéutico, y debe ser vista e interpretada como lo que es, una figura. El
método alegórico de interpretación consiste en la asignación indiscriminada de significados
simbólicos a un pasaje bíblico. El intérprete establece su propio criterio sin atender al contexto
general del libro o del texto que se estudia.

Historia del alegorismo hermenéutico


Este sistema de interpretación se remonta a la famosa ciudad de Alejandría, en la que durante
el período precristiano fue expuesto plenamente por Filón (20 a.C. 45 d.C.). Este judío con
influencia helénica entretejió doctrinas de la filosofía griega con enseñanzas de las Escrituras, por
medio de la alegorización. Al relacionar los conceptos espirituales y morales que de la Torah

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adquirió con los pensamientos de los filósofos griegos, surgió como resultado el método alegórico
de interpretación.
Según Martínez, la escuela que se estableció en Alejandría fue el lugar desde donde se
difundiría este método como una alternativa para armonizar la religión bíblica y el helenismo. A
Clemente de Alejandría se le atribuye la proposición de que toda Escritura debe ser entendida en
forma alegórica. Enseñaba que la Biblia tiene cinco sentidos, los cuales el intérprete debe discernir
al estudiarla: histórico, doctrinal, profético, filosófico y místico. Más tarde, su discípulo Orígenes
se encargó de difundir este método en las escuelas de Alejandría, Egipto y Cesarea. Pensaba
Orígenes que de la manera que el hombre es tripartito espíritu, alma y cuerpo-, la Escritura posee
tres sentidos: el literal, que es representado por la carne; el moral, que pertenece al alma; y el
alegórico o místico, que es el más importante, por ser el verdadero conocimiento para el espíritu.

Presupuesto de la alegorización
La interpretación alegórica tiene su base en la idea de que bajo el sentido literal de la Biblia se
oculta un contenido espiritual más profundo, siendo éste el verdadero mensaje divino. Según los
que lo utilizan, Dios ocultó su significado para hacer del hombre que le sirve un indagador. Creen
que la revelación escrita es “tan sagrada” y tan misteriosa debido a su origen celestial, que resulta
inconsecuente que un ser de inmensa sabiduría e intelecto plasmara su mensaje de manera tan
simple y llana. Por ello creyeron conveniente buscar algo más subjetivo, más “espiritual”. Aun
Agustín consideró haber encontrado base bíblica para tal pensamiento en 2 Corintios 3:6, Porque
la letra mata, mas el espíritu vivifica. De tal cita, según él, se deduce que una interpretación literal
de la Escritura produce muerte, pero mediante la alegoría o espiritualización se genera vida.
Sería injusto no reconocer que muchos adeptos a este método en realidad tienen una profunda
reverencia por las Sagradas Escrituras y un deseo de conocer sus raudales de sabiduría. Pero
llevado a extremos resulta en la desatención al significado común y natural de las palabras,
tendencia que da alas a un sin fin de ideas fantásticas y hasta supersticiosas.

Características de la alegorización
• No se preocupa por lo que el autor sagrado deseó comunicar y menosprecia el sentido usual
y ordinario de cada palabra y oración del texto.
• Salta de una parte a otra para probar sus ideas sin prestar atención alguna al contexto y
género literario de los pasajes. Ignora que para una recta interpretación bíblica se deben
reconocer las diferencias y particularidades del Antiguo y el Nuevo Testamento, así como
de cada uno de los libros de la Biblia.
• Busca un significado espiritual en cada detalle, por minúsculo que sea, y en toda narración
bíblica. Por ejemplo compara las cinco piedras de David con los cinco ministerios de
Efesios 4:11. Además saca enseñanzas sobre la honda de David, la espada y la estatura de
Goliat.
• Busca doctrinas importantes en versículos aislados y oscuros, creyendo haber recibido
“revelación,” y violando así la regla de interpretar la enseñanza particular según la analogía
de la fe, es decir, las enseñanzas generales de la Biblia.
• Procura una concepción tipológica de cada evento bíblico, usando magistralmente para ello
la imaginación. En ello estriba la “capacidad de interpretación” de cualquier estudioso.
• Usa arbitrariamente la numerología para “añadir luz” a la comprensión de un pasaje

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bíblico.
• Por todo lo anterior, propende a incurrir en el “método retrospectivo de interpretación
profética.” Primero se escogen acontecimientos ocurridos en un pasado no muy lejano,
luego se buscan algunos textos bíblicos que podrían adaptarse a dichos acontecimientos, y
finalmente les llaman “profecías cumplidas.”
• Cabe mencionar que la mayoría de los grupos sectarios heterodoxos, y muchas de las
corrientes modernas seudocristianas utilizan el método de interpretación alegórico para
apoyar sus concepciones de ideas “iluminadas,” y sus pretendidas revelaciones.

Desventajas de aplicar el método alegórico


• Mediante la aplicación de este método no se extrae el significado original del lenguaje del
autor bíblico, más bien introduce en él algo que a la mente del intérprete se le ocurre. Como
sistema hermenéutico se coloca fuera de principios y leyes bien definidos.
• Este método puede conducir a las más diversas teorías a partir de un mismo pasaje bíblico
según la creatividad imaginativa del intérprete y su habilidad para manipular tal pasaje.
• Por este método no se llega a una exégesis objetiva y definitiva del texto.
• Quien aplica este método no desentraña fielmente el mensaje divino.
• En este sistema de interpretación se pone en duda la historicidad de muchos pasajes y la
importancia de los mismos.
• Al usarse el método alegórico, se reduciría la Biblia casi a ficción, puesto que el sentido
normal de las palabras sería inadecuado y se adjudicaría al texto cualquier sentido que el
intérprete creyera conveniente.
• Al examinar todo lo anterior, se llega a la conclusión de que la aplicación del método
alegórico de interpretación atenta contra el principio fundamental de la suprema autoridad
de la Biblia.

Método gramático-histórico
En oposición al método alegórico se halla el método gramático-histórico. Como su nombre lo
indica, aquí se procura encontrar el significado de un texto sobre la base de lo que sus palabras
expresan en su sentido llano y simple, y a la luz del contexto histórico en que fueron escritas. La
interpretación se efectúa de acuerdo con las reglas gramaticales comunes al estudio y análisis de
cualquier texto literario, en el marco de la situación del autor y los destinatarios. El fin es extraer
los principios divinos de las Escrituras para contextualizarlos luego en realidades específicas
contemporáneas.
El método gramático-histórico, que ya tuvo sus antecedentes en la escuela de interpretación de
Antioquía en el siglo IV, entre sus exponentes más conocidos se encuentran Teodoro y Juan
Crisóstomo, fue revitalizado por los reformadores. Tanto Lutero como Calvino insistieron en que
la función del intérprete es la exposición literal del texto, a menos que la naturaleza de su contenido
requiera de una interpretación figurativa.
Martín Lutero, paladín de la Reforma, afirmó la suprema y exclusiva autoridad de la Escritura
en cuestiones de fe y conducta. Sostenía que la Iglesia no debe determinar lo que la Biblia enseña,
sino todo lo contrario. Son las Sagradas Escrituras las que deben determinar lo que enseña la
Iglesia. Por lo tanto, rechazó el método alegórico considerándolo “sucio y denigrante.” Afirmó
que una interpretación correcta del texto sagrado debe ser resultado de una labor en la que el

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intérprete tome en cuenta el trasfondo histórico, la gramática y el contexto de un pasaje.
Juan Calvino, uno de los exegetas más prominentes de la Reforma y uno de los más grandes
teólogos en toda la historia, consideró el alegorismo como una argucia satánica para oscurecer el
verdadero significado de la Escritura. Para hacer justicia y honor a la autoridad bíblica estableció
premisas importantísimas para una sana hermenéutica. Hizo célebre la frase: La Escritura
interpreta la Escritura, aludiendo en tal declaración a la importancia del estudio del contexto, y
de los pasajes paralelos para la recta interpretación de un texto. En una famosa sentencia recalcó
que la principal responsabilidad de un intérprete de los escritos sagrados es dejar que el autor
diga lo que quiere decir, en lugar de atribuirle algo que nosotros pensamos que él dijo, quiso
decir o debió haber dicho.
Los principios de interpretación establecidos por los reformadores son la base principal para
la hermenéutica evangélica.

Presupuesto del método gramático-histórico


Al aplicarse este método se cumple el propósito divino de la comunicación. Dios le dio
lenguaje al hombre para lograr la comprensión, y la Biblia es el medio divino para transmitir de
manera comprensible la revelación.
Siendo Dios sabio y consecuente cuidó que el vocabulario que se usó en su libro fuera
suficientemente claro para cumplir su objetivo y no provocar que los hombres entendieran algo
distinto de lo que él quiso decir.
Mediante el análisis gramático-histórico se hace exégesis objetiva. En este método se proveen,
a través de reglas definidas de hermenéutica y exégesis, las pautas para la objetividad en el estudio
bíblico. Se evita así que cada persona deduzca de los sagrados libros lo que su capacidad intelectual
e imaginativa le permita, llegando a las deducciones más inverosímiles. Se utilizan procedimientos
definidos que sirven de parámetros para normar los procedimientos y los límites de la
interpretación.

Características de una exégesis gramático-histórica


• Se considera el género literario. Las Sagradas Escrituras presentan una gran variedad de
géneros literarios: histórico, narrativo, sapiencial, profético, apocalíptico… están presentes
en ella reflejando un trasfondo histórico, sociológico y teológico. Al abordar un pasaje de
la Biblia para su estudio es primordial tomar en cuenta el género literario al que éste
pertenece, para así aplicar la metodología pertinente a su interpretación.
• Se considera el contexto histórico. Cada libro de la Biblia es relativo a situaciones
históricas específicas. Por tanto, resulta imprescindible en una sana interpretación, indagar
sobre la situación política, cultural, geográfica y religiosa que predominó en el mundo de
entonces para clarificar el significado de cualquier pasaje.
• Se considera el contexto gramatical. No se debe cometer el error fatal de leer e interpretar
aisladamente los versículos o pasajes de la Biblia haciendo caso omiso del entorno
gramatical. Esto sólo puede conducir finalmente a una eiségesis deplorable. Es pues
necesario atender al argumento del escritor bíblico en la totalidad de su pensamiento. Se
debe dar a las palabras el valor que han tenido y tienen como vehículos del lenguaje en su
conjunto. Esto claro, si es que se ha de caminar por la senda de la ortodoxia hermenéutica.
• Se considera el lenguaje figurado. Resulta lógico que siendo manejado en una gran parte

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de la Biblia el lenguaje figurado, éste tenga un lugar especial en el estudio. Por eso en este
método no se niega el lenguaje simbólico de las Sagradas Escrituras, al contrario, existe
una hermenéutica que se encarga de la justa interpretación de tal lenguaje. Sólo que su
sentido natural no se alegoriza sino se desprende directamente del contexto.

Conclusión
El buen intérprete, dotado de las necesarias cualidades intelectuales, morales y espirituales, se
someterá a las demandas bíblicas libre de prejuicios. Analizará el propósito y el lenguaje de cada
libro y de cada pasaje de la Biblia. Averiguará las circunstancias y costumbres históricas del
momento. Lo hará confiando en que ni la mente divina, ni escritor sagrado alguno, tendrían la
inconsecuencia de escribir una cosa queriendo significar otra.
El verdadero exegeta no se acerca a la Biblia con una doctrina preestablecida, y sólo con el fin
de buscar pasajes que prueben sus ideas. ¡No! Lo hará con la mente alerta, el oído abierto y el
corazón dispuesto para escuchar a Dios y obedecerlo. Se sentirá ignorante y pedirá al Señor la
iluminación aún para analizar los textos más conocidos, sabiendo que de ellos brotarán las límpidas
aguas que saciarán su sed y la de todos aquellos que se acerquen a ellas para abrevar. Se cumplirá
de esta manera en él la verdad bíblica.
Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir,
para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado
para toda buena obra (2 Timoteo 3:16, 17).

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Legalismo vs. Libertad cristiana

Antecedentes históricos

El pueblo judío tenía como insuperable e insustituible la revelación que Dios había dado de
sí mismo a través de Moisés. Aun los hebreos creyentes en los tiempos apostólicos consideraban
que el hecho de aceptar a Cristo no los eximía del deber de guardar los mandamientos de la ley
mosaica (Hechos 21:18–21). De manera que cuando el evangelio fue predicado a los gentiles,
surgió naturalmente la interrogante de si era necesario que observaran las costumbres y los ritos
de la ley israelita para ser salvos (Hechos 15:1–29).
El apóstol Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, proclamó la revelación que de Cristo mismo
había recibido (Gálatas 1:11, 12), según la cual el evangelio es la buena nueva de salvación para
todo ser humano (judíos y gentiles), sólo por gracia divina y sólo por la fe, sin necesidad de las
obras de la ley (Romanos 3:28–30; 4:3–5, 10, 11).
Un partido de la Iglesia, fariseos de origen, y que al parecer entraron después de la muerte de
Esteban, se opuso fuertemente al apóstol de los gentiles, convencido que sólo mediante la
circuncisión y la observancia de la ley el hombre podía ser salvo (Hechos 15:1, 5). Por lo tanto,
hicieron grandes esfuerzos para desacreditar la enseñanza paulina e imponer la práctica de
costumbres judaicas a los creyentes. Debido a esto se les llamó judaizantes (Gálatas 4:17; Romanos
3:8; Hechos 21:21; Gálatas 2:14). Estos perturbadores de la fe (Gálatas 5:10–12; Filipenses 3:2),
veían en la doctrina de la salvación por la sola gracia, sin las obras de la ley, un menosprecio a sus
convicciones religiosas. Creían que llegaría ser una puerta abierta para la introducción del
paganismo en la Iglesia (Hechos 21:21, 27, 28; 24:5, 6). Consideraban contrario al carácter de Dios
el predicar la salvación sin el compromiso moral de cumplir la ley. Guiados por este celo se
lanzaron al ataque visitando a los hermanos, y denigrando la imagen de Pablo al poner en tela de
duda su apostolado.
Una amenaza de esta índole no debía prevalecer contra la Iglesia y habría de recibir su justa
refutación. De esto se ocupó el hombre de Tarso en forma magistral, y sus argumentos los
encontramos principalmente en su epístola a los Gálatas, que ha sido llamada la Carta Magna de
la Libertad Cristiana.
En su disertación es notable que Pablo nunca menospreció la ley ni la consideró inservible. Él
la amaba y la escudriñaba. Inclusive hizo uso teológico de ella para explicar su propósito y
contenido (Romanos 6:1, 2; 7:7–12). De esta manera defendió la doctrina bíblica de la gracia, y
como consecuencia, la plena libertad que tenemos en Cristo de todo orden moral o ceremonial y
de todo código de conducta que no esté ordenado por Dios mismo para la Iglesia (Gálatas 5:16–
23).

La plena libertad en Cristo


La libertad para la cual Cristo nos hizo libres (Gálatas 5:1), se presenta como libertad del
pecado, (Romanos 6:18), libertad de la ley (Romanos 6:14) y libertad de los conceptos y
tradiciones del mundo (Colosenses 2:8, 16–23).
Pablo no deja ni sombra de duda. Considera al pecado como un dueño de esclavos, los cuales

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pueden ser libertados solamente por medio de la muerte o por convertirse en propiedad de otro.
Los cristianos han sido librados al morir al pecado por la fe en Cristo y resucitar con él para servir
voluntariamente a Dios (Romanos 6:2, 4, 11, 13, 16–18). Se conceptúa también al pecado como
un carcelero que se niega a soltar a sus prisioneros, y a Cristo como un libertador que invade la
cárcel y rescata a los oprimidos (Isaías 61:1; Lucas 4:18).
Para Pablo la libertad respecto de la ley era tan esencial para la salvación como la libertad
respecto del pecado. El pecado tomó ocasión por el mandamiento, y engañando al hombre lo mató.
Así la condenación pasó a toda la humanidad, de la cual solamente fuimos salvos por Cristo
(Romanos 7:11; 5:18; 8:1).

La libertad cristiana no es antinomianismo


Los creyentes no estamos sin ley, estamos bajo la ley de Cristo (1 Corintios 9:21; Gálatas 6:2).
Por lo tanto, ya no buscamos la conformidad con códigos externos puesto que una vez aceptada la
gracia divina recibimos el espíritu de adopción. Vivimos ahora en libertad, para no estar sujetos
otra vez en temor al espíritu de esclavitud (Romanos 8:15).
Sin embargo, la libertad cristiana no es libertad para pecar. Tal libertinaje sería engañarse a sí
mismo y permanecer en la esclavitud del pecado (Gálatas 5:1, 13; Romanos 6:1, 2, 15, 16). Si el
legalismo es un asesino de la libertad, el relajamiento moral es otro.
El cristianismo tiene una sola norma sublime: El mismo Cristo. Él es nuestro modelo, nuestro
ejemplo y nuestro maestro (Efesios 4:13; Juan 13:15; Mateo 23:10). Como hijos de Dios debemos
andar como es digno del Señor, agradándole en todo (Colosenses 1:10). Habiendo recibido al
Señor Jesucristo, debemos andar en él (Colosenses 2:6), como es digno de Dios (1 Tesalonicenses
2:12), y ciertamente el máximo anhelo ha de ser convertirnos en fieles imitadores de Jesús (1
Corintios 11:1), al andar en sus pisadas (1 Juan 2:6).

Contextualización hermenéutica
Nadie puede dictar lo que los cristianos tienen que hacer respecto a asuntos secundarios, tales
como alimentos, observancia de días especiales, formas de vestido o arreglo personal, liturgias,
lugares exclusivos de culto… (Gálatas 4:8–10; Colosenses 2:8, 16–23). Toca a cada uno restringir
su libertad voluntariamente si el ejercicio de ella afecta la conciencia o perjudica la vida espiritual
de otros. Claramente, la verdadera libertad no debe llevarnos a cursos de acción que nos esclavicen
o puedan estimular prácticas poco provechosas, o que no conducen a la saludable edificación de
toda la comunidad de creyentes (Romanos 14:1–15; 15:3; 1 Corintios 8:7–13; 10:23; 11:16).
Formas legalistas abundan en nuestros días, y haría bien a la Iglesia estar alerta, para defender
su fe y mantenerse firme en su libertad. El Pbro. Enrique González Vázquez define el legalismo
como “la práctica de ritos, tradiciones y otras observancias con sentido ético, pretendiendo que
son indispensables a la experiencia o a la madurez cristianas”.
• En la religión de los hare-krishna, para obtener la salvación se deben seguir una serie de
ritos y ceremonias de culto oriental, como cantar alabanzas y meditar en la obra de Krishna.
• Entre los Testigos de Jehová, el reino lo ganarán aquellos que por sus méritos ante Dios,
como diezmar tiempo y vender El Atalaya, demuestren merecerlo.
• Para los mormones, alcanzar la salvación implica obedecer los preceptos que ellos
consideran bíblicos y los del Libro de Mormón, por lo cual tienen que confesar a Jesús

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como el Cristo y a José Smith como su profeta.
• Para un señor llamado Paul Wierwille, fundador de la secta El Camino Internacional, la
salvación se manifiesta al hombre no sólo por creer en Cristo, sino también por hablar en
lenguas.
• Para los católicorromanos la salvación está ligada al cumplimiento de los sacramentos y la
unión a su iglesia.
Todos estos grupos religiosos, entre muchos otros, al igual que los antiguos judaizantes,
quebrantan y desconocen la redención por la sola gracia divina. Sin embargo, añadir a la salvación
en Cristo algún otro requerimiento que la sola fe en él es ir más allá de la Palabra de Dios.
La vida eterna y la madurez cristiana son obra exclusiva de la operación divina (Gálatas 3:1–
5; Efesios 2:8, 9).
El legalismo dice: “Cumple tus méritos si deseas obtener”. Pero la gracia afirma: “Tómalo
todo, ya Cristo lo pagó por ti”.

Conclusión
El legalismo no escapa al ámbito evangélico. Algunas iglesias profesan un énfasis
tradicionalista que luego pasa a formar parte de las prácticas que se imponen a los creyentes. Es
así que algunos exigen el uso del velo en la mujer como requerimiento para tener participación en
los servicios. Otros enseñan la pobreza meritoria como señal de la humildad, considerando a los
que buscan el progreso económico o social como amantes del mundo. Se prohíbe la práctica de los
deportes a los jóvenes para impedirles el relajamiento espiritual. Se insta a los hermanos para que
sus hijos no busquen la superación en lo secular, yendo a la universidad. Se prohíbe a los feligreses
consultar un médico por considerar que se pone la fe en el hombre y no en Dios. Se les inculca
simplemente que no deben participar en muchas actividades sociales porque con ello descuidan o
arriesgan su santidad.
Cuando prácticas o costumbres culturales se toman como normas necesarias e imprescindibles
a la experiencia cristiana, hasta el grado de hacer que de éstas dependa la madurez o la
espiritualidad, tal postura se opone al evangelio de Cristo, quien nos hizo verdaderamente libres
(Juan 8:34–36).
Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos
al yugo de esclavitud. Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que
no uséis la libertad como ocasión para la carne (Gálatas 5:1, 13).

3
El gnosticismo vs. La revelación bíblica

El origen del gnosticismo

13
Las corrientes filosóficas que adoptó Platón lo llevaron a valorar infinitamente más el aspecto
inmaterial del hombre. Para él, la parte espiritual era la que poseía las características importantes:
inmortalidad, intemporalidad e inmutabilidad. Afirmaba que lo que perciben los sentidos
corporales no es más que apariencia, una ilusión. Despreciaba en sus concepciones la realidad
material de la naturaleza humana.
El gran filósofo debatió la forma del cosmos en “Timoteo”, obra que más tarde influyó
profundamente en la formulación teológica y filosófica del gnosticismo. Según la tesis platónica
el creador del cosmos, a quien llama Demiurgo, es un dios, pero no un dios todopoderoso, ya que
no creó el todo de la nada, sino más bien moldeó el caos preexistente hasta lograr un universo
ordenado.

Su aparición en la iglesia
A través de todo el mundo griego precristiano se extendió una forma de pensamiento a la cual
se le da el nombre genérico de gnosticismo. Además, fue en las áreas dominadas por el imperio
romano, donde las influencias de la filosofía helenista estaban en su apogeo, que la iglesia alcanzó
su más amplia expansión en los inicios del cristianismo. Por lo tanto amenazaba el constante
peligro de conformarse al atractivo de las filosofías griegas. De hecho, varios ilustres convertidos
cayeron en la trampa, y pervirtieron algunos conceptos fundamentales del evangelio bíblico.
Barclay, en su Comentario a la Primera Carta de Juan, afirma que el mal que Juan intentaba
combatir no procedía de extraños que quisieran destruir la fe cristiana, sino de hombres que
pretendían perfeccionarla, y aspiraban a hacer el cristianismo intelectualmente respetable. (CLIE
p. 15).
Seguramente estos pensadores al seguir la tendencia filosófica de su época deseaban expresar
la doctrina de Cristo en términos de la más elevada cultura. Sentían que era preciso que la fe
cristiana se entendiera con el pensamiento contemporáneo.
Los gnósticos afirmaban ser los intelectuales progresistas, los proponentes de las ideas
avanzadas, y así impresionaron a tantos teólogos cristianos. La raíz del gnosticismo se encuentra
principalmente en las concepciones pitagórica y platónica del universo (el dualismo). Al igual que
estos filósofos, los gnósticos fundaban sus creencias sobre la premisa de que el espíritu es bueno
y la materia mala, y de que entre ambos no pueden existir relaciones armoniosas de ningún tipo.
Este concepto también fue adoptado por los filósofos maniqueos. Por cierto, Agustín de Hipona
profesó el maniqueísmo antes de su conversión.
Para asimilar esta filosofía al cristianismo sus seguidores buscaron apoyo en las Escrituras,
alegóricamente interpretadas, y en supuestas enseñanzas de Cristo que no se conservaron en la
revelación escrita, sino que se fueron transmitiendo secretamente por tradición oral desde los
apóstoles.

Elementos de la herejía gnóstica


• Dios. Desarrollaron la noción de un contraste entre el Dios trascendente y un ignorante
“Demiurgo”. Para ellos el de las Escrituras no es el verdadero Dios, pues ha creado la
materia, que es origen del mal.
• La Creación. Creían que del Ser Supremo emanaba un sinnúmero de dioses inferiores;
algunos benéficos y otros malignos, y que por medio de éstos el mundo fue creado con una

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mezcla de bien y mal.
• El Hombre. Según el gnosticismo, los seres humanos se dividen en tres clases:
a) Los hílicos (del griego hyle = materia), incapaces de accesar a ningún conocimiento
espiritual, y destinados por ello a la perdición.
b) Los psíquicos (de psykhe = alma), miembros ordinarios de la Iglesia de Cristo.
c) Los pneumáticos (de pneuma = espíritu), en cuyos cuerpos destellos de la divinidad
habían sido encapsulados, y eran depósitos de un conocimiento superior o “epignosis”,
y conformaban un rango muy superior al de cualquier creyente o ser humano en
general.
• El Pecado. Algunos gnósticos rechazaron la realidad del pecado. Mediante toda clase de
argumentos falaces se engañaban a sí mismos y a quienes los seguían, con respecto a su
significado y criminalidad. Se negaban a admitir la depravación inherente del ser humano
que lo hunde en la corrupción y la culpabilidad. Calificaban sus malas acciones de errores,
fragilidad, faltas veniales, es decir, todo, excepto pecado.
Afirmaban los gnósticos que el espíritu inmortal del hombre no se contamina nunca con
las “obras de la carne”, y que aquél que es verdaderamente salvo no peca más, y por tanto,
nunca más se pierde (1 Juan 3:6–9). Como creían que la salvación únicamente era de
naturaleza espiritual, algunos se abandonaban a un comportamiento extremadamente laxo.
Dice La Biblia a su Alcance, citando a Ireneo respecto de los nicolaítas, uno de los grupos
propagadores del gnosticismo, que vivían entregados al desenfreno. El carácter de estos
hombres está claramente señalado en el Apocalipsis de Juan, según el cual les era
indiferente practicar el adulterio y comer cosas sacrificadas a los ídolos. (VIDA p. 188
del tomo IV).
Tomás de Aquino, en la Suma Contra los Gentiles (p. 330) afirma que los cerintianos
(gnósticos “cristianos”) creían que después de la resurrección seguirían mil años de
felicidad y placeres carnales en el reino de Cristo.
Algunos otros gnósticos, a causa también de su concepto platónico de la maldad intrínseca
de la materia, practicaban el ascetismo en modos por demás extremos. Consideraban que
el cuerpo es un estorbo en la búsqueda de las cosas espirituales, y por ello le daban un trato
duro. Huían de todo contacto sexual. Profesaban una arraigada aversión hacia la sexualidad
y el matrimonio. Para ellos la creación de la mujer era la fuente del mal, ya que al procrear
hijos simplemente se multiplicaban las almas que estarían esclavizadas en las tinieblas del
cuerpo físico. Promovían el divorcio o el abandono de la pareja para dar lugar a la
“espiritualidad”.
• La Salvación. Según este grupo herético, la salvación del mal, tan buscada por el hombre,
consistía en la emancipación del espíritu humano de la prisión y la contaminación de la
naturaleza física. Los pneumáticos no tenían ni idea de su origen celestial, pero Dios les
mandaba un redentor que les daba la salvación en forma de un conocimiento secreto
especial (la gnosis, de allí gnosticismo). Despertados de esta manera, ellos escapaban de la
cárcel de sus cuerpos. Al morir cruzaban las esferas planetarias habitadas por demonios
hostiles, para reunirse con Dios.
• Cristo. La embestida gnóstica contra la sana doctrina fue más aguda en lo que se refiere a
la persona del Salvador.
Preguntaban los gnósticos: ¿Cómo pudo el espíritu infinito y puro de Dios llegar a poseer

15
el cuerpo verdadero de la corrompida materia humana? Sobre sus premisas, la encarnación
del Verbo resultaba absurda. Así que para resolver este dilema propusieron dos soluciones:
• Docetismo (de dokein = parecer). Este sistema de pensamiento gnóstico no podía aceptar
la doctrina bíblica de la encarnación, y tenía la verídica humanidad de Jesucristo por
inaceptable.
Consideraban a Jesús como un ser que aunque nunca fue de verdad humano, sí parecía
serlo, pero el suyo era un cuerpo fantasmal, sólo aparente. Afirmaban que el Señor había
adoptado esta supuesta forma humana para traer a los hombres la revelación especial de la
salvación. Se atribuye a Jerónimo la siguiente expresión: La sangre de Cristo todavía estaba
fresca en Judea, cuando ya se decía que su cuerpo era un fantasma.
• Cerintianismo. Otra de las aberraciones cristológicas es la de Cerinto, el cual fue educado
en Egipto y enseñó después en el Asia Menor.
Este heresiarca afirmó que Jesús era un hombre ordinario como cualquier otro, nacido de
María y José. Por la vida espiritual y santa que llevaba mereció que lo honrara la divinidad
sobre los demás congéneres. Así fue que en el momento de su bautismo por Juan, descendió
sobre él el Cristo, un espíritu superior, que lo asimiló a Dios, no por naturaleza propia, sino
por compartir la bondad divina. Con esto, separaba en el sentido metafísico al Cristo del
hombre Jesús, y lo convertía en dos seres: El hijo terreno de María y la esencia celestial
que se plegó a él por un tiempo, hasta que por ser imposible que el espíritu puro sufra o
muera, lo abandonó en la pasión.
Veía Cerinto en el Jesucristo de las Escrituras innumerables defectos. Prefería no verlo
como el Verbo encarnado. Le resultaba aberrante la idea de que fuera Dios y manifestara
limitaciones y desventajas. Lo menospreció por el hecho de que fue engendrado en el seno
de una mujer, progresó conforme a la edad, sufrió cansancio y sed y estuvo sujeto a la
muerte. Criticó como absurdo atribuirle divinidad a quien confesó que no conocía el día en
que habrían de suceder las postrimerías y fue estrujado con el terror de la muerte. Según la
teoría cerintiana, ninguno de estos hechos podía convenir a uno que en realidad poseyera
naturaleza divina.

La doctrina de las Escrituras


Como es evidente, las ideas gnósticas rayan en lo terrenal, animal y diabólico, y dan un paso
fatal al supeditar la doctrina bíblica a las presuposiciones de la filosofía helénica. El concepto de
la maldad intrínseca de la materia, y en particular del cuerpo humano, es ajeno y totalmente opuesto
a la enseñanza de la Escritura, la cual atribuye al Dios único y verdadero el acto de la creación.
Por cierto, se afirma que cuanto Dios creó era bueno en gran manera (Génesis 1:27–31).
Igualmente desviadas son las prácticas realizadas para “liberar” al espíritu del cuerpo: La
contemplación mística en busca de revelaciones misteriosas del mundo espiritual, la tendencia al
más rígido ascetismo y la continencia. Sin embargo el Padre habla a la Iglesia en su Palabra y la
conduce mediante su Espíritu para recordar y enseñar a los creyentes todo lo que el Hijo reveló
(Juan 14:26). El apóstol Pablo dice en Colosenses 2:23 que las prácticas ascéticas sólo sirven para
el engreimiento, no para dominar el apetito carnal.
En cuanto a la cristología, tanto el docetismo como el cerintianismo atentaron contra la
enseñanza bíblica sobre el misterio de la piedad (1 Timoteo 3:16). Si el cuerpo de Cristo era sólo

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aparente o fantasmal, luego él no padeció, ni murió, ni resucitó. Lo cual implicaría que su obra de
redención fue sólo una simulación, y por lo tanto, el pecado del mundo nunca fue expiado de
verdad ni hubo propiciación en la cruz. Por otro lado, si Jesús no es el Dios-hombre, que padeció
por nosotros y murió en la cruz, se cancela el valor infinito de su sacrificio.
Son el apóstol Juan en su evangelio y en su primera epístola, y el gran Pablo en Colosenses,
quienes hacen énfasis en la carne del Señor, es decir, la verdadera y plena humanidad de Jesucristo.
El primero afirma que el Verbo fue hecho carne (Juan 1:14). Declara que en la cruz tanto agua
como sangre manaron del costado herido del Salvador (Juan 19:34). Los discípulos y
contemporáneos del Señor, no sólo tuvieron la ocasión de verlo sino que lo observaron fijamente,
lo oyeron, y aun palparon con sus manos el mismo cuerpo de aquél que era el Verbo de vida desde
el principio, que se humilló haciéndose hombre de verdad (1 Juan 1:1–4).
Pablo declara terminantemente que el sacrificio del cuerpo y la sangre de Jesús efectuó la plena
redención del ser humano (Colosenses 1:13, 14, 20). Además dice con claridad que la deidad plena,
sin reservas, habita en el cuerpo de Cristo (Colosenses 2:9).
Por último, Juan escribe que el Espíritu de verdad da testimonio de que Jesús vino a este mundo
como Hijo de Dios, y que lo fue, no sólo a través del bautismo en el Jordán (mediante agua), sino
a través de la cruz del Calvario (mediante sangre) (1 Juan 5:6–8). Luego de esto lanza una
vehemente condenación de todo espíritu que niegue la realidad de la encarnación del Verbo (1
Juan 2:22; 4:1–3, 15; Comp. 2 Juan 7).

Contextualización
El gnosticismo aquel no desapareció de la escena del todo. Algunos residuos quedaron de los
cuales todavía hay una gran parte de la cristiandad que no se ha visto totalmente librada.
Ahí está Agustín de Hipona identificando el pecado original con el deseo sexual del cuerpo.
En su concepción teológica liga el pecado extremosamente con los deseos naturales. Según la
teoría agustiniana, cuando los primeros padres, Adán y Eva, recibieron el mandato divino de
multiplicarse y llenar la tierra en su estado original antes de la caída, ellos desconocían la
excitación de los órganos sexuales. De acuerdo a esta teoría, si hubiese permanecido en inocencia,
el varón hubiera sembrado la semilla y la mujer la hubiera recibido, tal como era necesario para la
concepción, pero los órganos de reproducción hubieran sido activados por la pura voluntad, y no
excitados por la lujuria (Stromateis, IV. 22. pp. 135–8).
Afirma también Agustín que el acto sexual es el medio por el cual se propaga el pecado a través
del semen del hombre. Considera el deseo sexual como una maldición sobre la humanidad, hasta
la resurrección, cuando será quitado de los creyentes el “cuerpo de pecado” y muerte. Basándose
en esta identificación del pecado con el sexo, afirma que Cristo, por tanto, no tuvo “cuerpo de
pecado” por cuanto él no fue concebido por simiente humana. O sea que cada hombre es
contaminado en padre y madre, y sólo Jesús el Señor vino a nacer sin mancha.
Luego Tomás de Aquino, máximo exponente de la doctrina católicorromana, consideraba que
las relaciones sexuales estorban al hombre en la práctica de la meditación contemplativa a través
de la cual, según él, se puede conocer mejor a Dios. Esta idea neoplatónica lo llevó a los extremos.
Fue la ideología gnóstica en cuanto a la maldad del cuerpo humano que influyó en gran manera en
el ideal monástico de la vida clerical, y en el ascetismo y la contemplación extática como las
verdaderas expresiones de la santidad. Hasta el día de hoy algunos creyentes sostienen este error
de tomar la “carnalidad” y el “deseo sexual” como sinónimos.
Desde luego, aceptamos que nuestro cuerpo irredento es esclavo e instrumento del pecado. Sin

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embargo, la muerte de Cristo es suficientemente eficaz para liberarlo de la esclavitud al mal
(Romanos 6:6). Por la gracia del Salvador podemos presentarnos y consagrar nuestros miembros
a Dios, como instrumentos que sirven a la justicia (Romanos 6:12, 13). Una vez que hemos
participado de las misericordias del cielo, debemos presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo,
santo, agradable a Dios (Romanos 12:1). Por lo que se nos exhorta a alejarnos de la fornicación
(1 Corintios 6:18). Luego se nos hace ver que el ser de los creyentes es templo y morada del
Espíritu Santo y se nos insta a glorificar a Dios en cuerpo y en espíritu, ya que ambos le pertenecen
(1 Corintios 6:20).

Nuestra herencia evangélica: Sola Scriptura


En el período de la Reforma se despertó en la conciencia del pueblo cristiano la comprensión
de que el ideal de la perfección espiritual no se encuentra en el ascetismo ni en la contemplación
religiosa, sino en la vida diaria y ordinaria, y es asequible a cualquier creyente que esté dispuesto
a someterse a la voluntad y a la gracia de Dios. Martín Lutero enseñó que el cristiano que trabaja
en el campo podía ser un hombre tan religioso y devoto como el sacerdote que oficia el sacramento
en el altar. Jesús lo era todo. El Cristo de la Biblia era todosuficiente para obrar la salvación de los
hombres.
Se debe recordar que la devoción medieval, influida por reminiscencias del gnosticismo,
consideraba que la más alta expresión de la espiritualidad era el conocimiento divino y el amor
que se descubrían en la vida de contemplación. Sin embargo, para Lutero el conocimiento de Dios
no consistía en un descubrimiento humano logrado, sino en la revelación que él ha dado de sí
mismo en las Sagradas Escrituras y a través de su Hijo. El reformador aseguró: Nadie
experimentará a la Deidad a menos que Él quiera ser experimentado; y así quiere Él que sea, o
sea, que lo podremos ver en la humanidad de Cristo. Si tú no encuentras así a la Deidad, jamás
descansarás. Por lo tanto, deja que los demás sigan con sus especulaciones, y hablando de la
contemplación… y de cómo las almas espirituales principian su vida de contemplación. Pero yo
te amonesto a que tú aprendas así a conocer a Dios.
Una de las más grandes contribuciones de los reformadores fue la restauración de la enseñanza
neotestamentaria de que la santidad puede ser la posesión de cualquier persona en cualquiera de
las vocaciones de la vida. La Confesión de Augsburgo lo expresa así:
La perfección cristiana es esto; temer a Dios sinceramente, y también, concebir una gran fe,
y confiar que por causa de Cristo, Dios se ha pacificado hacia nosotros; pedir, y con certidumbre
esperar la ayuda de Dios en todos nuestros asuntos, de acuerdo a nuestro llamamiento; y mientras
tanto hacer buenas obras visibles diligentemente, y dar atención a nuestro llamamiento. En estas
cosas consiste la perfección verdadera y el verdadero culto a Dios; no consiste en el celibato, o
en la mendicidad o en una apariencia vil.

4
Arrio vs. Atanasio

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Introducción

Los teólogos desde el primer siglo han luchado con la cuestión acerca de cómo el Dios eterno
es el Padre de Jesucristo.
Los términos “Padre” e “Hijo” se utilizan para describir la íntima y profunda conexión entre
las personas de la divinidad, sin implicar necesariamente todos los aspectos que serían lógicos en
una relación natural entre los miembros de una familia. Esto en especial es evidente cuanto la
Biblia atribuye al Padre y al Hijo igual eternidad.

La teología arriana
La batalla más crucial de la historia teológica se suscitó cuando Arrio, presbítero de Alejandría,
comenzó a difundir sus doctrinas en el año 318. Sostenía que el Logos que se unió a la carne
humana no era en ninguna manera igual al Padre que lo había enviado, ni en atributos ni en esencia.
Y negaba que Cristo poseyera eternidad al igual que Dios Padre, aunque aceptaba su preexistencia.
Afirmaba que el Hijo era la primera, la más noble y la más excelsa de todas las criaturas.
Arrio razonaba de la siguiente manera: Si Dios era el Padre y Cristo el Hijo, luego el primero
es quien engendra, y por lo tanto, el Hijo tiene su origen en él, que ya era antes de engendrar.
Según esta doctrina, el Hijo es de menor jerarquía, pues sólo el Padre es eterno, y sólo él es Dios.
El heresiarca por antonomasia reconocía que el Hijo de Dios había existido ya desde antes de
la encarnación, e incluso de la creación del mundo. Más aún, afirmaba que por medio de él, como
el principal de los seres creados, el Padre había hecho todo lo que existe, de allí que podría ser
llamado “demiurgo o artesano del universo”.
Según él, afirmar la igualdad del Hijo con el Padre en su eternidad era darle igualdad con éste
mismo en su divinidad. Tal postura le parecía una incongruencia ridícula. En su parecer esto
equivaldría a dos dioses y no a un sólo Dios verdadero. Diversidad de textos eran esgrimidos para
defender esta postura, entre los cuales están Deuteronomio 6:4 y Juan 14:28.
Resultaron los arrianos feroces combatientes cuando se les confrontaba con los pasajes bíblicos
que afirman la deidad de Cristo. Argüían que, en cierta manera, el Hijo también era divino, aunque
nunca igual al Padre. Cuando se les explicaba que sólo Dios es capaz de crear algo de la nada, y
que si el Verbo lo hizo, luego es Dios, respondían que él realizó tales obras no como agente
principal, sino como instrumento de Jehová. Así mismo, ante las afirmaciones de que ambos seres
son uno, argumentaban que Jesús era uno con el Padre, pero no por naturaleza, sino por una cierta
unión mística de voluntades, y por la participación de la semejanza divina sobre todas las otras
criaturas.
Las doctrinas arrianas afirmaban que al haberle dado Dios tanta gloria y honra a Jesucristo, los
hombres debían considerarlo divino y les era permitido darle culto y reverencia. Aborrecían que
Cristo fuera considerado de la misma sustancia que el Padre (homousios), pero sostenían como
correcto afirmar que su naturaleza era semejante a la del Padre (homoiusios). De esta manera, los
arrianistas no se negaban a atribuir a Jesús nombre y obras divinas, y hasta a rendirle adoración,
pero siempre en un sentido relativo.
Al parecer, la intención de Arrio no era aminorar la gloria y la estima que los creyentes tenían
por el Señor, sino más bien enfatizar una defensa del monoteísmo. Trataba de extirpar el peligro
del politeísmo que él veía latente, ya que algunos, como Justino Mártir, habían afirmado que el
Logos era un segundo Dios.

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Arrio enseñó así sobre la absoluta unicidad de la divinidad: Un Dios, el único no engendrado,
el único eterno, el único sin principio, el único verdadero, el único que tiene inmortalidad, el único
sabio, el único bueno, el único soberano. No era posible que comunicase su esencia a algún otro,
porque hubiera sido un regreso al politeísmo. Para Arrio, el único ser supremo era Dios el Padre,
y el Hijo era de una naturaleza inferior.
Observemos algunos pasajes bíblicos en los cuales sustentaban su doctrina los arrianos:
1. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo…
(Juan 17:3). Los arrianos interpretaban que aquí el Hijo se distingue del Padre y afirmaban
que sólo el Padre es Dios verdadero.
2. Según ellos Pablo distinguió entre el Señor Jesucristo y el único que es verdadero Dios (1
Timoteo 6:14–16).
3. Resaltaban que Cristo afirma una superioridad del Padre sobre él (Juan 14:28).
4. El apóstol Pablo habla de una sujeción de Cristo al Padre. Ellos entendían que esto sería
un absurdo si no existiera jerarquía. (1 Corintios 15:28).
5. La naturaleza del Padre no puede admitir la pobreza. En cambio sí la encontramos en el
Hijo (Mateo 11:27; Juan 5:19, 20; Lucas 9:58). Aplicaban esto para aseverar la inferioridad
natural del Hijo.
6. Se afirma del Hijo que es primogénito de toda creación. Esto era interpretado como una
afirmación de que fue el primero de los seres creados (Colosenses 1:15).
Arrio también negaba la integridad de la naturaleza humana de Cristo. Afirmaba que el Verbo
de Dios se había unido a un cuerpo humano, en el que hacía las veces de principio vital, en
sustitución del alma racional de los hombres. Decía que si el Logos era un espíritu y el Señor tenía
espíritu humano, luego había incongruencia, puesto que dos espíritus no pueden formar una sola
persona, sino dos. Luego Jesús tendría dos personalidades.

La controversia y sus paladines


El arrianismo ganó rápidamente adeptos, o por lo menos simpatizantes, entre los cuales algunos
eran muy influyentes, como un tal Eusebio (no el de Cesarea) que luego llegó a ser obispo y se
convirtió en un apoyo fuerte para tal herejía y tal hereje. Sin embargo, la Iglesia nunca quedó
desprovista de competentes defensores que refutaran a los que se desviaban de la fe.
La lucha se volvió muy intensa, y desagradó esto al emperador Constantino, pues creyó
inconveniente para la salud de su gobierno una escisión de tal índole. Después de haberles enviado
amonestaciones para que unieran sus conceptos y se resolviera el conflicto, convocó finalmente a
un concilio en Nicea, en el Asia Menor, el año 325. Asistieron obispos y presbíteros de
prácticamente todos los lugares del imperio, auspiciados por el Estado. La controversia se centró
alrededor de la pregunta de si Cristo había de ser considerado como verdadero Dios en igualdad
con el Padre, o como el principal y mayor de todos los seres creados.
Frente a la herejía arriana y como líder de la ortodoxia apareció el gran Alejandro, obispo muy
respetado en la Iglesia por su prestigio doctrinal. Entre sus acompañantes traía a un diácono de
nombre Atanasio, quien presenció el debate.
El celo y la destreza de Alejandro lograron que se condenara al arrianismo y que se redactara
un credo en el cual se estableciese que Cristo es coeterno e igual al Padre en naturaleza. Se realizó
una carta de conformidad, la cual se dice que sólo dos presbíteros no firmaron, aunque en realidad
eran más los que no estaban muy satisfechos.

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El credo niceno, en respuesta a la herejía arriana, entre otras cosas, declara:
Hijo unigénito de Dios; engendrado del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de
Luz, verdadero Dios de verdadero Dios, engendrado y no hecho, consustancial al Padre, y por
quien todas las cosas fueron hechas: el cual, por amor de nosotros y por nuestra salvación,
descendió del cielo y, encarnado en la Virgen María por el Espíritu Santo, fue hecho hombre; y
fue crucificado también por nosotros bajo el poder de Poncio Pilato. Padeció y fue sepultado, y
resucitó al tercer día según las Escrituras…
Alejandro murió poco después de celebrarse el concilio. Le sucedió Atanasio, el cual vino a
ser el campeón que combatiera eficazmente la herejía arriana y a él se le otorgó el principal crédito
del triunfo de la ortodoxia sobre el arrianismo.
Atanasio se dio cuenta de que al negarle a Cristo la plena deidad, pero permitiendo rendirle
culto, el arrianismo no hacía otra cosa que abrir las puertas al paganismo que profesaba la
adoración de las criaturas. Creyó siempre con fe completa que sólo mientras se mantuviese la
doctrina de la divinidad del Hijo se podía tener una base firme para la fe cristiana. Fue él mismo
quien presentó la idea de lo indispensable que era que se uniera el verdadero Dios con el verdadero
hombre, para sostener acertadamente la doctrina de la salvación a través de la vida y la muerte del
Salvador. El Redentor debía ser totalmente divino y totalmente humano. En su credo incluyó frases
como: Perfecto Dios y perfecto hombre; de alma razonable y de carne humana subsistentes. Quien
aunque era Dios y hombre, no consiste en dos, sino en un solo Cristo; uno, no mediante la
conversión de la deidad en carne, sino llevando la humanidad en Dios.
En un principio el emperador parecía resuelto a hacer cumplir el decreto de Nicea. Pero con el
paso del tiempo fue siguiendo una línea más tolerante, tanto que llegó el momento cuando se
permitía en la Iglesia el arrianismo. Arrio y Atanasio sufrieron varios exilios y retornos, con el fin
de que se sosegara el conflicto. Más aún, tiempo hubo después de muerto Constantino en que el
punto de vista arriano vino a ser el partido dominante.
Las aguas, lejos de calmarse, se agitaban en la revuelta teológica. El arrianismo subía o caía
según el favor que le otorgaban los líderes religiosos y políticos. En los pueblos germánicos se le
dio la bienvenida y logró en ellos varios adeptos.
En vista de que la controversia persistía se llamó a un concilio más, ahora en Constantinopla,
la capital del imperio, en el año 381. En este magno evento, gracias a la benéfica influencia de los
padres capadocios, Basilio de Cesarea, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Niza, se retornó a la
fórmula nicena. A pesar de esto, algunos pequeños grupos continuaron sosteniendo la tesis arriana,
hasta que, al parecer, en el año 620 desapareció. Una vez más las puertas del Hades no
prevalecieron contra la Iglesia.

Consecuencias fatales del arrianismo


De haber sucumbido la Iglesia ante los postulados del arrianismo, hubiese incurrido en
aberrantes inconsecuencias entre lo que practica y lo que profesa:
• Habría sido aceptado que existen dos dioses, uno superior al otro.
• Se habría admitido la congruencia abominable de que Dios comparte su gloria con una
criatura.
• Se hubiese atentado contra el cimiento mismo de la doctrina bíblica de la divinidad.
• Se habría atentado contra toda la doctrina cristiana sobre la expiación, la redención, la
propiciación y la salvación, ya que si Cristo no es ni plenamente Dios ni plenamente
hombre, él no puede ser ni real mediador entre Dios y los hombres, ni el redentor eficaz de

21
la humanidad en pecado.

¿El arrianismo resucita?


Fue a finales del siglo XIX que surgió el hombre que resucitaría los conceptos básicos del
arrianismo. Carlos T. Russell y su fundación, los Testigos de Jehová, se levantaron negando la
deidad de Cristo. Pretendían hallar base para sus revelaciones especiales en las Sagradas
Escrituras. Según su concepción teológica, el Logos es sólo la primera y más especial de las
criaturas espirituales. Se le identifica con el arcángel Miguel. Para ellos Jesús no es Hijo de Dios
sustancialmente, sino por el hecho de poseer algunas de las cualidades de la divinidad. Afirman
que es sólo un “dios” por haber efectuado la redención. No lo es por esencia o naturaleza divina,
sino en el sentido de que el Padre le dio una especial exaltación haciéndolo un ser de orden
superior. En esta postura, se le puede venerar en vista de la obra redentora que hizo en nombre de
Jehová.
Enseñan que en la persona de Cristo nunca subsistieron las dos naturalezas (divina y humana).
Creen que cuando se encarnó el Logos se convirtió en hombre, y cuando se levantó de los muertos,
dejó de ser humano para convertirse en un ser espiritual exaltado, un dios.
Cuando analizamos la doctrina russellista sobre Cristo, no podemos sino llegar a la conclusión
de que niegan que el Señor ahora sea verdadera e irreversiblemente un hombre. Dicen que en la
resurrección Jesús sólo se levantó espiritualmente, pero sin cuerpo físico. Para ellos, el resucitado
no tiene todos los elementos integrales de la naturaleza humana. Su cuerpo se disolvió en gases, o
quizá Dios lo escondió. Por lo tanto no es ya sino un ser incorpóreo. En esta doctrina, el Señor no
es una persona como nosotros, por lo que no esperan que vuelva como tal. De hecho, afirman que
ya vino por segunda vez, pero “en espíritu”.
Como es lógico, al negar la deidad del Hijo, los arrianistas modernos rechazan la doctrina de
la trinidad. Su imaginación les hace pensar que un Dios en tres personas equivale a un “monstruo
de tres cabezas”. Argumentan que el término trinidad es ajeno a las Escrituras, y hasta equiparan
nuestra fe con la mitología pagana babilónica y egipcia.
Esta doctrina se ha esparcido en nuestro territorio. Sus publicadores son una amenaza latente
para los recién convertidos al evangelio, que son objeto atrayente de su puntería. Tratan siempre
de ridiculizar a los cristianos, a quienes consideran “engañados” o “faltos de verdadero
conocimiento de Dios”. Afirman que no tiene sentido creer que Cristo es divino, que tiene dos
naturalezas, y es la segunda persona de la trinidad.
Por lo antes expuesto, en ninguna manera debemos tolerar sus doctrinas, ni tampoco huir de
ellos medrosamente. Es deber de la Iglesia escudriñar las Escrituras para conocer la verdad,
defender la pureza del evangelio, y corregir con mansedumbre a los que se oponen.

Hacia una Cristología bíblica


L. S. Chafer afirma que las Escrituras son muy claras y conclusivas en sus afirmaciones con
respecto a la deidad de Cristo, y en la misma forma con respecto a su humanidad. En las páginas
de la Biblia se le atribuyen títulos, atributos, acciones y relaciones humanas. Similarmente, se le
adjudican títulos, atributos, acciones y relaciones divinas.
La Biblia afirma que En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era
Dios. Lo presenta además como causa y agente principal de la creación (Juan 1:1, 2). La Palabra
declara que sus salidas son desde los días de la eternidad (Miqueas 5:2). En el mensaje profético

22
se le da el nombre Emanuel que alude a su divinidad (Isaías 7:14), y después se le atribuyen títulos
que refuerzan el concepto; tales, como Dios Fuerte y Padre Eterno (Isaías 9:6). La misma boca
del Salvador pronunció palabras que de no haber estado consciente de su deidad absoluta, hubiesen
sido en exceso atrevidas y blasfemas, tal y como lo consideraron sus enemigos. Pues después de
expresar que él y su Padre eran uno; los judíos reaccionaron con la intención de apedrearlo por
blasfemo: Porque tú, siendo hombre, te haces Dios. (Juan 8:58; 10:30–33). Recordemos que el
Señor en su oración señaló que compartió la gloria con el Padre desde la eternidad (Juan 17:5).
El apóstol de los gentiles afirma que el Hijo era en forma de Dios antes de ser en forma de
siervo (Filipenses 2:6, 7). En Colosenses 1:15–19 Saulo habla de él como anterior a la creación
universal y como causa y sustentador de la misma, para luego aseverar con determinación que en
él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Colosenses 2:9). El mismo Pablo declara
que Dios fue manifestado en carne, indudablemente refiriéndose a Cristo (1 Timoteo 3:16). En la
carta a los Hebreos se le atribuye ser, no a la imagen, sino la imagen misma de su sustancia
(Hebreos 1:3).
En cuanto al pasaje de Colosenses 1:15 que afirma que el Señor es el primogénito de toda
creación, y que los testigos de Jehová utilizan para señalar a Cristo como el primer ser creado, es
necesario ubicar este texto en su recto sentido de interpretación. El término griego prôtötokos, en
el contexto bíblico indica siempre lo primero o lo que antecede. Sin embargo, la primacía no
siempre tiene relación con el factor tiempo, sino con una posición de honor y un estatus de
privilegio que era tomado en cuenta a la hora de la herencia y el otorgamiento de derechos. La
primogenitura, por ello, se podía vender o trasladar a otro, así uno que en sentido temporal no era
antecesor venía a ser colocado en rango superior y como el primero en el mando (1 Crónicas 5:1,
2).
En este contexto entendemos que en la Biblia Jacob tomó la bendición de la primogenitura y
no Esaú (Génesis 25:29–34; 27:36, 37). Al expresarse Jehová acerca de Israel le otorga la
primogenitura, y nadie sensato se atrevería a afirmar que Israel es la primer nación en el mundo.
En el Salmo 89 se habla de David como siervo de Dios y rey de Israel, y por supuesto del Mesías
prometido. Nadie podría decir que es el primer monarca de la tierra, y ni siquiera de los hebreos;
sin embargo, en el versículo 27 el Señor anuncia que lo pondrá por primogénito; y luego explica
en qué consiste el carácter de esa primogenitura al decir que lo convertirá en el más excelso de los
reyes de la tierra.
Luego, no se puede afirmar que la primogenitura es sólo cuestión cronológica, sino de dignidad
superior. En Cristo tenemos que hablar de primogénito de toda creación, en el sentido de que es
antes de todas las cosas (Colosenses 1:17), es decir que cuando la creación comenzó él ya era. De
hecho es fundamento, instrumento y fin de las obras de Dios visibles e invisibles (1:16). Es
primogénito también por cuanto los derechos del universo le pertenecen (Hebreos 1:2).
También se afirma que es el primogénito de los muertos, y no podemos negar el hecho de que
antes de Cristo en la Biblia se habla de sepulcros abiertos, cuerpos de santos levantados y
aparecidos (Mateo 27:52, 53). Es decir, Jesús no fue el primero en el orden cronológico, pero sí
tiene la primogenitura en el sentido de preeminencia (Colosenses 1:18).
Por estas y otras citas más que podrían esgrimirse, concluimos que tenemos suficiente apoyo
en las Sagradas Escrituras para afirmar y reafirmar que Jesucristo es el Hijo de Dios,
consubstancial con el Padre, y por lo tanto coeterno e igual a él en atributos, con el mismo grado
de infinita perfección, sin restarle nada.
Podemos afirmar que el Hijo de Dios sin confusión, cambio o alteración, en su esencia y ser
divinos, asumió la humanidad, quedando en la unión a salvo toda propiedad de cada una de las

23
naturalezas poseídas igualmente. Y que siendo perfectísima esta unión de sustancias, no es
susceptible de partirse o dividirse como si fueran dos seres distintos, sino que ambas naturalezas
son unidas irreversiblemente en el Señor Jesucristo. Así que nuestro Salvador es, reiteramos,
perfecto en divinidad y perfecto en humanidad; verdaderamente Dios, con todos los atributos
correspondientes a la deidad, y verdaderamente hombre.
En cuanto a su humanidad, ni duda cabe, pues la Biblia afirma que después de ser concebido
por el Espíritu Santo en el vientre de María, nació de ella como cualquiera de los hombres y se
sujetó a las mismas fragilidades y leyes de sus connaturales (Gálatas 4:4; Juan 1:14; Filipenses
2:8; Hebreos 2:14–18). Por lo cual se podía afirmar con certeza de él: ¡He aquí el hombre! (Juan
19:5).
Pero, algunos dirán ¿Y qué pasa con aquellos textos que afirman que el Hijo es inferior y está
sujeto al Padre? (Juan 14:28; Filipenses 2:8; Hebreos 5:7; Gálatas 4:4). Sobre lo anterior aclaramos
que no admitimos en Jesucristo ninguna inferioridad en cuanto a la sustancia o naturaleza divina
del Padre, sino sólo de oficio y función en el plano soteriológico. Pues en cuanto a su obra
redentora, como enviado, siervo, hombre y cordero de Dios, Jesucristo se sometió enteramente
bajo la autoridad del que lo envió. Y todos los pasajes anteriores han de ser considerados a la luz
de esta verdad.
Por esto mismo, por cuanto el valor infinito del Cristo-Dios, y la identificación con nosotros
del Cristo-hombre, la conclusión teológica Pablo la expresa así:
Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre (1
Timoteo 2:5).
¡Bendito sea por los siglos el precioso nombre de Jesucristo, gran Señor y eterno Rey!

24
5
Pelagio vs. Agustín
(Debate sobre el pecado original)

El pelagianismo

A fines del siglo IV y principios del siglo V d. C. apareció en el escenario de la Iglesia una
nueva secta que representó el más grande reto de su tiempo para la doctrina bíblica. Su fundador
se llamó Pelagio, un monje de la distante Britania (Inglaterra), con cierta erudición, y que por esos
años arribó a Roma. Apegado a la austeridad y al ascetismo, al llegar a la ciudad imperial se
escandalizó en gran manera a causa de la conducta disoluta de una muchedumbre de creyentes
romanos, a quienes trataba de persuadir de que se reformaran. Enseñaba que el hombre tiene la
posibilidad de proveer para su propia salvación. Enfatizaba que el esfuerzo humano es
determinantemente capaz de corregir la carnalidad y laxitud de la vida, y así mismo de cumplir
cabalmente su deber ante Dios, por lo cual debe empeñarse en ello.
Tiempo después cuando Alarico con sus godos atacaron Roma en el 410, un gran número de
pelagianos se fueron huyendo al África, y allá comenzaron a esparcir sus doctrinas.

El pecado original
Según Pelagio, no existe cuestión tal como una herencia original que manche o afecte a la raza
humana. La depravación no es innata. El pecado de Adán en ninguna manera dañó directamente
la naturaleza del hombre. Si uno peca no es por una tendencia pecaminosa congénita, sino por su
propia voluntad. Afirmó que la primera transgresión influye en la descendencia sólo por el mal
ejemplo a seguir que representa.

La libre voluntad
Profesaba esta herejía que cada persona es plenamente responsable ante Dios por sus
decisiones, ya que sin ninguna influencia escoge el bien o el mal, la virtud o el vicio, a su arbitrio.
Cada ser humano al nacer es tan libre y capaz para hacer la voluntad divina o rechazarla, como lo
fue Adán antes de la caída. Ciertos pelagianos iban al extremo de la aberración, cuando afirmaban
que algunos hombres antes y después de conocer a Cristo han hecho uso perfecto de su libre
albedrío de manera que han permanecido sin incurrir nunca en el pecado.

La muerte
Aseguraba Pelagio que no morimos porque Adán pecó, ya que su fracaso no afectó al género
humano ni ejerce influencia alguna sobre él. La muerte no tiene ninguna relación con el pecado
original, sino que Dios hizo al hombre mortal desde el principio.

Cristo

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Para Pelagio, Cristo se encarnó, no precisamente con fines redentores, ni para librar a los
hombres del pecado, por cuanto ellos solos pueden escapar del mal por su propia fuerza de
voluntad. Lo hizo para brindar con su ejemplo y doctrina una ayuda y una inspiración de manera
que siguiendo sus pisadas nos alejemos del mal y obtengamos la vida eterna en Dios. Esta herejía
concedía al ser humano la suficiente capacidad para autodirigirse al bien en su búsqueda de la
salvación.

Los mandamientos
Afirmaba esta doctrina que todo lo que Dios demanda es posible de cumplir, y que si pide al
hombre que se abstenga del mal es porque con su propio esfuerzo puede lograrlo. En este punto,
como en todos los que defendía, es notorio que Pelagio cayó en un moralismo en extremo
optimista.

La gracia divina
Según los pelagianos, Dios ha manifestado su gracia en varias formas:
• Primero: Al darle al hombre un libre albedrío para elegir lo bueno, aunque algunos escojan
lo malo.
• Segundo: Le dio al hombre la ley como guía infalible para seguir por el camino del bien.
• Tercero: Envió a su Hijo, quien a través de su enseñanza y conducta moral sirve de modelo
a los hombres para hacer el bien.
• Cuarto: La gracia de Dios opera con bondad ayudadora, que fortalece y estimula al
individuo con dignas aspiraciones morales y espirituales. No predetermina un grupo
exclusivo de redimidos, pues es competencia de cada hombre buscar y alcanzar mediante
su propio esfuerzo la salvación.
Según el pelagianismo, el hombre tiene todas estas razones a su favor para hacer el bien y lidiar
eficazmente contra el mal mediante valor y empeño.

Agustín de Hipona
Fue la pequeña ciudad de Tagaste, donde hoy es Argelia, la que vio nacer el 13 de noviembre
del 354 al gran Agustín, que luego fue llamado de Hipona, ciudad donde ejerció el sacerdocio y
en la cual murió el 28 de agosto del 430. Exceptuando un año que vivió en Roma y tres en Milán,
pasó el resto de su vida en África. Su madre era una fiel creyente, de nombre Mónica, quien desde
temprana edad lo aconsejó en los asuntos religiosos.
Recibió Agustín la instrucción elemental en su lugar natal. Después su padre lo envió a
Madaura, una ciudad más grande, al sur de Tagaste, a fin de continuar su educación. Su progenitor
siempre había luchado, a pesar de ser un simple liberto, por legar a su hijo una profesión de mayor
envergadura. Sin embargo, cuando lo quiso encausar para prepararse en la retórica murió
repentinamente. A pesar de esa pérdida, Agustín continuó sus estudios, ya que un ciudadano
pudiente del terruño ayudó a la familia, y pudo ir a Cartago a proseguir con su formación
profesional durante dos años.
Mientras estuvo en Cartago se envolvió en el ambiente mundanal tanto como pudo, y anduvo
en varios líos de juventud con el sexo opuesto. Llegó a tal grado su inmoralidad que perdió por

26
completo la concepción seria de la vida. Hasta que un día a la edad de 19 años, se encontró con
una obra filosófica de Cicerón intitulada “Hortensius”. Según él mismo testifica, la lectura de esta
obra alteró todo lo que en adelante realizaría en su vida, por que lo inspiró para emprender la
búsqueda del verdadero conocimiento.
El joven se propuso en su corazón adquirir sabiduría. Como estaba bastante influido por una
herencia cristiana, reconoció que Dios era la meta final de su búsqueda. A este respecto se preguntó
cómo lograría encontrar a la divinidad, y la Iglesia le respondió que aceptando las enseñanzas de
las Escrituras.
Por aquella época existió en la Región de África del Norte una denominación religiosa que se
conocía como “los maniqueos”. Éstos eran herederos de los antiguos gnósticos en su escepticismo
con respecto a la validez literaria del Antiguo Testamento. Enseñaban que la fe no era para
imponerse a nadie sólo porque sí, sino que debía ser percibida y aprehendida por la aplicación
rígida de los dictados de la lógica. Creían que su sistema religioso era el más acrisolado y se
proclamaban los poseedores del verdadero y original cristianismo. Agustín fue cautivado por esta
corriente de pensamiento religioso y se identificó con ella. Mantuvo esa postura durante
aproximadamente nueve años.
Sin embargo, su mente por demás investigadora empezó a poner en tela de duda algunas
prácticas y teorías de los maniqueos que con el paso del tiempo iba conociendo. Al parecer le dejó
insatisfecho la forma en que conceptuaban el mal, explicando que era más bien algo material que
espiritual, y por lo mismo algo que fácilmente podía ser erradicado. Para Agustín, como para
cualquier hombre sincero, eso no era más que un placebo para ocultar un mal que era una batalla
recia cada día en su interior. Con el paso del tiempo aumentó su escepticismo en cuanto a que a
través de la mente humana se pudiera arribar a la absoluta verdad final.

Academicismo
Luego de llegar a la decepción del maniqueísmo, trató de llegar a la verdad uniéndose a una
escuela filosófica llamada con el nombre de los “académicos”. Ellos sostenían que no se podía
llegar nunca a la absoluta seguridad en ningún aspecto filosófico, lógico, moral, ni religioso. Su
afiliación a este grupo de ultraescépticos ningún alivio trajo a Agustín.
Por ese tiempo surgió una escuela filosófica, cuyos escritos apenas habían sido vertidos del
idioma griego al latín por el retórico más famoso de Roma de aquella época; Victorino. Agustín
una vez más fue arrastrado por la filosofía mundana, y al leer estas obras neoplatónicas se
identificó en gran manera con ellas. Sintió que había encontrado lo que buscaba. Allí logró un gran
desarrollo intelectual que valoró infinitamente y se ligó en gran manera a la corriente. Aunque al
final reconoció que nunca logró satisfacer sus necesidades morales ni espirituales.
Todo lo anterior le sirvió, sin duda, cuando ya de cristiano se dedicó al estudio de varios
aspectos de la teología. En su persona se daba una profunda experiencia espiritual y una mente
bastante aguda y disciplinada, lo cual lo constituía en el hombre idóneo para estructurar y
desarrollar con maestría una extraordinaria actividad a favor del cristianismo. Kenneth Scott
afirma que su interpretación predominó en el cristianismo latino por lo menos durante ocho
siglos; siguió influyendo en la iglesia católica romana hasta ahora, y debió contribuir
grandemente al protestantismo.

Catolicismo

27
En el año 384 Agustín se fue a radicar a Milán, donde trabajaría como maestro de retórica. En
aquella ciudad, al ser cautivado por la elocuente predicación de Ambrosio, el hombre de Hipona
se unió como catecúmeno a la iglesia. Se dice que en un principio sólo se interesaba en aquello
que para su clase de retórica le podía enseñar el gran orador Ambrosio. Pero luego, más que la
forma de hablar era el contenido de los sermones lo que lo atraía. Agustín llegó a tener un nuevo
concepto de las Escrituras. Las dificultades o absurdos que él pretendía encontrar empezaron a ser
aminorados por la exposición sermonaria de Ambrosio, la ayuda de un sacerdote llamado
Simpliciano, y su madre Mónica, quien lo había seguido a Italia.
Factor clave para inclinar el corazón de Agustín al cristianismo fue la noticia de que el gran
retórico Victorino se había hecho adepto de la misma fe. Pensaba que si aquel hombre de alto gusto
literario pudo haberse rendido a la autoridad de la Biblia, luego no parecía tan descabellado dar un
paso similar. También se dio cuenta que el muy reverenciado Ambrosio atendía un monasterio en
las orillas de Milán, en donde habitaban muchos “buenos hermanos”.
Cierto día, mientras el retórico reflexionaba sobre lo que sería de su futuro, se reclinó bajo un
árbol para meditar. En eso le pareció escuchar una voz infantil llena de gracia que le decía “Toma
y lee, toma y lee”. Entró rápidamente a la casa buscando el libro que contenía las epístolas de Pablo
y abriéndolo al azar, sus ojos se fijaron sobre el texto de Romanos que dice: Andemos como de
día…vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne (Romanos 13:13,
14). De inmediato entendió que era un llamado celestial y postrándose invocó el perdón divino,
por lo que desde entonces creyó que debía buscar su realización sólo en las páginas de las
Escrituras.
Motivado por esta experiencia abandonó el profesorado y se retiró con su madre y un grupo de
compañeros a una casa de campo. Allí se dedicaba a la meditación y conferencia de las Escrituras.
Alternaba la lectura del texto sagrado con las obras de filosofía y poesía antiguas, sobretodo el
Hortensius de Cicerón.
Volvió Agustín a Milán en la primavera del 387. Fue bautizado el día de Pascua, luego de lo
cual hizo preparativo para regresar al África. Su madre murió en Ostia, un puerto del mar de Roma.
Él retornó a su natal Tagaste, donde repartió sus bienes a los pobres y, junto con sus compañeros,
se dedicó a estudiar y escribir.
En el año 391 Agustín llegó a Hipona Regia. El anciano Valerio, obispo del área, lo consideró
apto para el sacerdocio y lo ordenó. Pasados cuatro años Valerio murió y Agustín lo sucedió.
Ocupó esta responsabilidad durante 35 años consecutivos.
Al concientizarse de la envergadura de su labor episcopal, Agustín se sintió obligado a dar
extensión y forma a su conocimiento teológico. Ya no se regiría por intereses individuales y
egoístas, sino que estaría al servicio y por la defensa de la institución. Con esta convicción se
dedicó a refutar al maniqueísmo que antes profesó. Para lograrlo formuló su doctrina sobre la
validez de la revelación bíblica y reafirmó la doctrina del mal y del pecado. Llegó a la conclusión
de que la absoluta sumisión a la voluntad de Dios dada en las Escrituras era el único camino a la
verdad. Aseguraba que era aberrante la exaltación de la razón humana, defendida por los
maniqueos: Esto para él no era otra cosa que mera vanidad.

Obras
Escribió Agustín en 386 sus primeras obras: “Contra los académicos”, “De la vida feliz”,
“Contra los maniqueos”, y su obra cumbre: “Confesiones”, y en 412, “La ciudad de Dios”. Se dice
que fue en realidad el primer pensador cristiano que elaboró un sistema doctrinal completo y con

28
buena escritura.

La doctrina agustiniana
El libre albedrío
Para Agustín, el hombre al igual que los ángeles, había sido creado un ser racional y libre, lo
cual constituye la capacidad más elevada de la criatura, un don de parte del Creador para obrar el
bien, pero también su mayor peligro, ya que al poseer libre voluntad podría convertirse en un
malvado. Empleando su albedrío racional, Adán cayó en pecado. Se degradó por querer ponerse
en el lugar de Dios y su naturaleza fue corrompida.
Esta degradación no es una condición de la cual la humanidad pueda liberarse por esfuerzo
propio. Todo intento que realice por recuperar su estado original es en vano, debido al poder que
ejerce en el hombre el pecado de Adán. En el afán de autosalvarse lo único que logra es hundirse
todavía más en el pantano donde se halla atrapado. La libertad moral sigue siendo suya, más ahora
está supeditada al pecado y se sumerge cada vez más en él. Es por todos lados impotente para
volverse a Dios.

El pecado original
La experiencia personal de Agustín en su lucha de toda la vida contra las pasiones carnales
tanto como la influencia de Ambrosio, lo llevaron a sostener la doctrina del pecado original, esto
es, que por la caída de Adán todos los mortales son herederos de la mancha del pecado. Insistía en
que nadie es concebido sin maldad, y que por ello la condenación afecta al hombre aun desde que
nace.

La trascendencia del pecado original


Para Agustín, por el pecado de Adán una consecuente degradación heredan todos los
descendientes de él, es decir, toda la raza humana. Por ello, no sólo poseemos una inevitable
tendencia al mal, sino que compartimos con él un estado de desventaja legal ante Dios: Su
culpabilidad y finalmente la condenación por destino. Se hace imposible escapar de esto, a menos
que el Señor actúe para salvarnos.
En su férrea lucha contra el pelagianismo, Agustín formuló su doctrina de la total depravación
del ser humano, su perversidad intrínseca, a causa del pecado original, y por lo mismo, la absoluta
inutilidad de cualquier intento por parte del hombre para liberarse de tal condición, a menos que
la infinita gracia del soberano Dios interviniese.

La gracia de Dios
La doctrina agustiniana rezaba más o menos así: Por causa del pecado del primer Adán la
totalidad de la naturaleza humana se arruinó y quedó en posesión del destructor. Y del poder de
éste ninguno ha sido ni será jamás rescatado, sino por la gracia del segundo Adán, el Redentor.
La liberación de la condición misérrima del hombre puede darse única y exclusivamente por
la gracia divina, la cual se manifiesta en Cristo. Por ser plenamente Dios y hombre, es mediador
perfecto. En cuanto a que nadie es salvo por sus méritos ni su moralidad, citó a Pablo: La dádiva

29
de Dios es vida eterna en Cristo… (Romanos 6:23).

La cristología
En su cristología Agustín se apegó a las Escrituras. Cristo, nacido de la virgen María por obra
del Espíritu Santo, no fue manchado por el pecado original. No lo heredó, fue libre del mismo. Por
ello es el segundo Adán, porque con él Dios comenzó una nueva creación.

La predestinación
Agustín no tenía duda de que toda la raza humana participa con Adán de su primer pecado y
consecuente juicio; pero también decía que por la misericordia divina el Creador había
predestinado a algunos para alcanzar la salvación, a otros, simplemente los pasó por alto y los
abandonó al castigo que por sus maldades bien merecen.
Para Agustín la doctrina de la predestinación no hacía al Señor injusto, ni excluía su gracia.
Por el contrario, exaltaba ambos atributos. Razonaba así: Todos los hombres a causa del pecado
merecen la condenación, de manera que si Dios los predestinó al castigo de ninguna manera actuó
sin justicia. Ningún compromiso tenía el Padre con una humanidad que, despreciando su bondad,
había libremente elegido el mal. Sin embargo, en su facultad soberana y manifestando una
nobilísima gracia, quiso seleccionar a algunos para salvarlos.
Afirmaba el de Hipona que el Padre tiene un número exacto de electos, tan fijo y determinado
que ninguno puede ser añadido ni quitado. Creía que un hombre puede ser bautizado, participar de
la comunión y tener un buen testimonio de crecimiento espiritual y buenas obras, y con todo eso,
no ser hallado entre los elegidos para recibir el don de la perseverancia final. Tarde o temprano
caerá otra vez en las garras del pecado. (En esto la doctrina agustiniana no coincide con la de la
Iglesia Católica; en cambio, las bases conceptuales de la soteriología calvinista ya se dejan ver
desde entonces).
Según Agustín, Dios se encargará de hacer realidad la salvación de los elegidos, en su infalible
gracia, y les otorgará el don de la perseverancia, de manera que aunque cometan pecados,
finalmente en un momento definido se arrepentirán y serán atraídos por Cristo.

El bautismo
El bautismo, según Agustín, tenía facultad de lavar el pecado original y todos los cometidos
hasta el momento de la recepción del sacramento. Él abogó por ministrarlo a los infantes.
Consideraba que era la forma prescrita de cancelar la mancha heredada desde Adán. Lo concebía,
junto con la celebración de la eucaristía, como indispensable para la salvación.

Resoluciones conciliares
Jerónimo fue el primer opositor acérrimo del pelagianismo. En 416 los sínodos de Cartago y
Milet condenaron la herejía. El jefe de los pelagianos apeló al obispo de Roma, Inocencio I, el cual
murió antes de recibir la apelación. Fue sucedido por Zosimo quien simpatizó con el pelagianismo
y lo defendió. Se reunió en el año 417 en Cartago el concilio que confirmó la resolución de
condenar la herejía pelagiana. Luego el emperador Honorio desterró de Roma a los pelagianos y
finalmente en el concilio de Efeso en el año 431, se proscribió en definitiva a Pelagio y sus

30
seguidores.

La postura bíblica
En la Biblia se explica claramente la doctrina del pecado original. En Romanos 5 se enfatiza
que en Adán todos mueren. Así se declara tanto la causa como la consecuencia del pecado que
heredamos de nuestro primer padre. Todo ser humano participa del destino adámico.
La humanidad posee una naturaleza pecaminosa que la inclina al mal (Salmos 51:5; 58:3; Job
14:4). Todo el ser del hombre está esencialmente contaminado por el pecado; sus pensamientos,
acciones, palabras, sentimientos y voluntad (Génesis 6:5; 8:21; Mateo 15:19; Gálatas 5:19–21;
Romanos 7:14–23). De ahí que no exista un solo individuo que sea propiamente justo ante Dios (1
Reyes 8:46; Eclesiastés 7:20; Isaías 53:6 Romanos 3:9–21, 23; Juan 1:8; 5:19). Nadie puede, por
mucho que se afane, alcanzar la salvación, sino sólo por la gracia de aquél que identificándose con
los pecadores, pagó con su vida el precio del rescate eterno.
El pecado original se contrae en virtud de la universal capitalidad de Adán, no sólo como base
física de una herencia, sino también como base moral para una imputación de culpabilidad
(justamente representativa) a todos sus descendientes. Romanos 5:12. Era pues necesario para
nuestra salvación que el Hijo de Dios se hiciese hombre. Puesto que de no haberse solidarizado
con la raza, a la manera de Adán, nunca hubiese podido fungir eficazmente como sustituto de la
misma. En la Biblia se expresa con claridad la posibilidad de la salvación para todos y cada uno
de los hombres, gracias a la provisión plena, perfecta y universal que el Señor realizó con su obra
redentora para la humanidad (Romanos 5:19; 1 Corintios 15:21; 2 Corintios 5:19–21; Hebreos
2:11, 14, 17).
Como bien señala Stagg, en su Teología del Nuevo Testamento: De hecho, el hombre ha
comprobado que no puede entregarse al bien y no al mal. Descubre una condición en sí mismo;
hace lo que no quiere hacer y no puede hacer lo que quiere, como Pablo lo muestra tan
patéticamente en Romanos 7. Sócrates enseñó que un hombre hará el bien si se conoce el bien,
pero Pablo, al mantenerse en la línea general de la Biblia, señaló la falacia que hay en ello. El
problema del hombre es más profundo que el de la ignorancia. Hay una contradicción dentro del
hombre que se destruye a sí mismo en el mismo acto de tratar de salvarse (Marcos 8:35).

Conclusión
Sin duda, la herejía pelagiana ha dejado sus reminiscencias en algunos de los grupos religiosos.
Ahí están los que afirman que la santidad plena y total, con ausencia de todo pecado, es asequible
para el creyente antes del arrebatamiento, aquí y ahora. Enseñan que todo depende de la
consagración del cristiano, el cuál no sólo puede sino que debe llegar a una condición espiritual en
la que es imposible incurrir en cualquier clase de error.
El teólogo Paul Tillich, de corriente liberal, afirmó que el relato del Génesis con respecto al
origen del pecado en la humanidad es sólo un mito inventado por los antiguos. Negó la historicidad
del texto y llamó ridículos y tontos a los que lo creen. Mucho menos aceptó que todo ser humano
es afectado por un hombre que para él nunca existió.
Otros liberales afirman también, como Pelagio y contra la Escritura, que Jesús nunca murió
con fines redentores, sino que su muerte fue sólo para dar un ejemplo de cómo los hombres deben
amarse entre sí, hasta el grado de dar su vida unos por otros. Contra esto decimos que un Cristo
altruista, si no es redentor, de nada sirve a la humanidad. No se necesita un mero “ejemplo” a

31
seguir, sino más bien la ayuda, el rescate y la salvación tan grande que el Señor ofrece a cuantos
creen en él.
Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Oh
profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus
juicios, e inescrutables sus caminos! Porque de él, y por él, y para él son todas las cosas. A él
sea la gloria por los siglos. Amén. (Romanos 11:32, 33, 36).
El hombre de hoy, como el de todos los tiempos, tiene el deber de decidir el camino que ha de
seguir: Si el que marca la Escritura, o los muchos inventos de hombres que pululan en nuestra
época. Pero ha de saber que tal decisión traerá sus consecuencias. El vano humanismo, la esperanza
puesta en la capacidad humana, lleva a los hombres, pueblos, ciudades y países del mundo de mal
en peor, y con rumbo fijo a la miseria, decepción y desesperación. No sucede así con quienes
confían en la Sagrada Escritura y su mensaje. Los cuales, reconociendo su condición de pecadores
y su necesidad de la gracia divina, experimentan un cambio radical para libertad y redención, luego
como consecuencia la bendición de Dios no se hace esperar. Porque el Padre viéndonos en tan
deplorable condición no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? (Romanos 8:32).

6
Al César, lo que es del César

Antecedentes

Fue el célebre Agustín de Hipona (354–430), con su elaborada interpretación sobre la Iglesia
como el reino de Dios que visiblemente está constituyéndose en la tierra, quien sentó las bases
sobre las cuales la iglesia católica desarrolló su teología de la subordinación del estado político al
poder papal. En consecuencia, a esta tesis se le llama agustinianismo, y sostiene que el reino de
Cristo no es sólo espiritual y escatológico, sino presente, actual y tangiblemente manifiesto en el
mundo, a través del ministerio del cuerpo místico del Señor: la Iglesia.
Agustín presentó el mundo dividido en dos entidades, lo espiritual y lo temporal: La ciudad de
Dios, que es la Iglesia, y la ciudad terrenal. El creyente pertenece a ambas esferas. La Iglesia como
el reino de Dios es superior a lo mundano en todos los aspectos, ya que en ella y por ella se
manifiestan siempre la soberanía y la justicia divinas. Los santos no reinarán sobre la tierra; ya
están reinando. Su escatología es por lo tanto amileniarista. El milenio es concebido como una
figura profética, una alegoría del final de los tiempos, plenamente vigente hoy, y con la parousía,
segunda venida de Cristo, se inaugurará la eternidad.
En su libro La Ciudad de Dios, Agustín afirma: La Iglesia se llama reino de Cristo y reino de
los cielos; y reinan también ahora con Cristo sus santos… La Iglesia igualmente ahora es reino
de Cristo. Cuando Apocalipsis nos habla del milenio y la guerra de Gog y Magog, respecto a
Jerusalén, la ciudad amada de Dios, el célebre teólogo declara que ésta no es sino la Iglesia de

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Cristo, que está esparcida por todo el orbe… (Libro XX, caps. IX, XI. Ed. Porrúa).

Desarrollo del agustinianismo


Ya en el siglo V, el papa Gelasio proclamaba la idea de dos espadas. Una de ellas secular, que
representaba a los reyes, y la otra eterna, la del sacerdocio, como depositario del poder y la
autoridad divinos de la Iglesia. Ésta era preeminente en relación a la primera, y su consentimiento
era preciso e indispensable para la legitimidad de aquélla.
En el transcurso del siglo IX el pontífice Hildebrando comparó a la Iglesia y el estado con el
cuerpo y el alma. Ésta siempre es mayor, superior, y pervive sobre aquél, pues es más trascendente.
Más tarde, durante el siglo XIII, también hubo defensores. Tomás de Aquino enseñó que el
estado debe colaborar con la Iglesia para lograr la paz y la justicia perfectas en la comunidad.
Posteriormente, el papa Inocencio III señaló que el sucesor de San Pedro ocupa una posición
intermedia entre Dios y el hombre. Es inferior a la divinidad, pero superior a la humanidad. Él es
el juez de todos, pero él no es juzgado por nadie. Al papa le ha sido encomendado no sólo el
cuidado de la Iglesia, sino del mundo entero.
El sumo pontífice Inocencio IV sostuvo la misma idea. Aludió a Mateo 16:18 para sustentar
que la Iglesia se halla investida del poder del cielo para regir incluso políticamente, y que la
jurisdicción papal abarcaba también a los paganos. De manera que asumía el derecho y el deber
de castigar a los príncipes infractores. Incluso depuso de la silla imperial a Federico II, en 1245.
Bonifacio VIII formuló en 1320 una bula papal que expresaba: “Así como la luna no tiene otra
luz que la que recibe del sol, así todo poder terrestre no tiene otra autoridad que la que recibe del
poder eclesiástico. Todo poder viene de Cristo, y de nos como vicarios de Jesucristo”.
Durante la Edad Media la pugna por el poder comenzó a desatarse en diferentes países. A veces
predominaba el poder político, cometiendo toda clase de abusos y perversidades contra el clero.
Aunque generalmente, fue el poder religioso quien se atribuyó soberanía sobre las naciones,
incurriendo en no menos aberraciones. Los excesos entre ambos extremos sirvieron para poner de
relieve la necesidad de una clara definición y distinción entre ambos núcleos de autoridad.

Origen del laicismo


No fue sino hasta la Reforma Protestante del siglo XVI que se redescubrió el fundamento de
la Escritura, y se pusieron los puntos sobre las íes también en la materia que nos ocupa. En el
estudio de la Biblia resultó que la Iglesia y el estado eran entidades distintas, separadas y
mutuamente excluyentes la una de la otra.
Martín Lutero afirmó: Quien intentara gobernar a toda una comunidad o al mundo con el
evangelio, sería como un pastor que quisiera encerrar lobos, leones, águilas y ovejas, juntos en
un redil. Las ovejas se mantendrían en paz, pero no durarían mucho. Es imposible regir al mundo
con un rosario.
Surgió entonces la tesis laicista del gobierno civil: La iglesia debe actuar independientemente
del Estado, y evitar a toda costa el intervencionismo para que ambas entidades puedan cumplir
mejor y con mayor efectividad sus funciones, al permanecer aparte, sin unirse, ni confundirse.
¡Zapatero, a tus zapatos!
La misión de la Iglesia es espiritual y redentora. Por su parte el estado en lo que respecta al
bien temporal de la sociedad, tiene la supremacía. En su campo de acción no depende de ninguna
otra clase de autoridad en la tierra. Finalmente, ambos son instrumentos de Dios en las áreas

33
respectivas que su soberano designio les confirió.
La misión de transformar al mundo no significa para la Iglesia de ningún modo que deba
someterlo bajo su dominio. Está llamada al servicio y al sacrificio, a la restauración y a la
reconciliación, pero las armas de su milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la
destrucción de fortalezas (2 Corintios 10:4). Siendo el cuerpo místico de Cristo y convocada a
continuar su obra, debe actuar, vivir y servir justamente como su Señor y Maestro lo hizo.

Contextualización
Una iglesia con delirio imperialista, como la tesis agustiniana propone, en lugar de esperar el
retorno inminente de su Señor en gloria, para sujetar a todos sus enemigos debajo de sus pies, se
convertiría meramente en ciudadana del mundo y perdería la visión de su glorioso futuro. En vez
de buscar impactar a los hombres con la predicación de un Cristo vivo, Redentor y Maestro, caería
absorbida por el secularismo y el error de sobreestimar los negocios de esta vida. Antes que
proclamar la salvación en Jesús a fin de escapar del terrible juicio divino que vendrá sobre la tierra,
buscaría asumir el poder público. Sucumbiría ante la tentación del dominio de los reinos del
universo, sin Cristo mismo, personal, visible y majestuoso. Y la historia enseña que esto fue
precisamente lo que sucedió.
Si la Iglesia se proclama fiel al nuevo pacto, y expectante de la venida del Señor y su reino
glorioso, luego sería absurdo cargar con el efímero anhelo de los poderes terrenales. Haciéndolo,
abandonaría su carácter de extranjera y peregrina, envolviéndose en el torbellino de un mundo que
se precipita a su destrucción.
Los afanes del siglo ahogarían su fe, empañarían su visión y renunciaría a su esperanza
escatológica de paz y dicha sin par, cuando se manifieste Jesucristo, que es la meta de la historia
en sí mismo, y no a través de la Iglesia. En el Nuevo Testamento, la consumación suprema de todo
el propósito universal de Dios se resume en aquél que dijo: Mi reino no es de este mundo (Juan
18:36).
El amilenialismo no está muerto. Y no sólo es proclamado por la iglesia católica. Importantes
grupos protestantes lo enseñan, como los presbiterianos. ¿Es esto congruente con el tenor bíblico
general, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento? ¿El actual orden de cosas perdurará
por siempre, o será alterado sin la intervención directa del Hijo de Dios? ¿La esperanza
bienaventurada de la Iglesia no dista mucho de ser lo que actualmente conocemos? ¿No hay algo
mejor, preparado por el Señor para sus hijos?
El papa Pío XII enseñó en el siglo XIX: “Los concordatos son una expresión de la colaboración
entre la Iglesia y el estado. Ella, en principio, no puede aprobar la completa separación entre los
dos poderes. Por lo tanto, los concordatos deben asegurar a la Iglesia una estable condición de
derecho en el estado donde se han concertado, y le han de garantizar plena independencia en el de
su misión divina”.
Debido a esta postura se giraron órdenes de excomunión desde Roma contra los reformadores
juaristas en México, y contra aquellos que juraron la Constitución de 1857. De todas formas los
cambios se realizaron, con inteligencia y fuerza patriótica, para libertar a la nación toda del
ignominioso clericalismo imperante.

Conclusión
La doctrina agustiniana del amilenialismo dio a luz la monarquía política de la Iglesia, la

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oficialidad de la religión católica, y el imperialismo de aquella servidumbre que ofendió por siglos
la libertad de conciencia, y que todavía la ofende.
Si la iglesia como Madre y Maestra sin la aparición directa del Verbo de Dios es Señora del
mundo, que los poderes terrenales se le sujeten. De otro modo, que permanezca fiel a su vocación
espiritual, siendo luz y sal en el mundo hasta que aparezca el Deseado de todas las naciones
(Hageo 2:7). Que cumplía en el interino la gran comisión que desde el principio le fue
encomendada, y se mantenga a la espera del Sol de justicia que en sus alas traerá salvación
(Malaquías 4:2). Entre tanto hay que dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios
(Mateo 22:21).
Como evangélicos nos mantenemos fieles a los principios laicistas de la Reforma luterana,
teológicamente, y de la Reforma de Juárez, en lo político. El estado es laico y autónomo. Por lo
tanto, no admite religión oficial, ni atentado alguno contra la libertad más inalienable de todas: La
de la conciencia. Tal fue el ejemplo y la enseñanza de Jesucristo.

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Oriente vs. Occidente

Antecedentes históricos

Corría el siglo IX, bajo el arzobispado de León de Acri, en Bulgaria, y éste escribió una carta
en la que atacaba el uso del pan sin levadura en la cena del Señor, por parte de las iglesias de
Europa occidental, y las criticaba porque consideraban el celibato de los sacerdotes como una ley
universal.
La carta provocó tal disputa, que el papa León IX consideró necesario tomar medidas para
prevenir un cisma. Envió entonces una embajada a Constantinopla para arreglar el asunto. Como
jefe de la misión iba un cardenal de nombre Humberto, el cual se caracterizaba por su
conservadurismo y celo por las leyes eclesiásticas. Censuraba siempre lo que él consideraba los
dos principales males en la iglesia: El nicolaísmo (quebrantamiento del celibato clerical, ya fuera
por matrimonio o concubinato) y la simonía (compra de los cargos eclesiásticos). Al arribar a
Oriente creyó encontrarse con sus peores enemigos. El matrimonio en el clero le pareció una forma
de concubinato nicolaíta, y la injerencia de los emperadores sobre el fuero eclesiástico le resultó
una manifestación de la aborrecida simonía.
Como era de esperarse, el debate creció inmediatamente. Humberto y el obispo de
Constantinopla, Miguel Cerulario, intercambiaron insultos graves. El pleito trascendió. Hasta que
el 16 de Julio de 1054, cuando el jerarca constantinopolitano se alistaba para celebrar la eucaristía,
se presentó el cardenal en la catedral de Santa Sofía, sede principal del cristianismo bizantino.
Sobre el altar mayor colocó un documento papal que contenía la excomunión del prelado,
declarándolo hereje. La pena era extensiva a cuantos le siguieran. En respuesta a la reacción de
Occidente, el patriarca oriental le devolvió la excomunión a Roma y a toda iglesia que se sometiera

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al papado.
Naturalmente esta separación no se presentó de un momento a otro. Las dos alas de la
cristiandad se alejaban entre sí paulatinamente. En parte por tradiciones culturales divergentes
entre los distintos países que las conformaban, y en parte por rivalidades entre las dos sedes
episcopales, en pugna por la primacía. Además era un obstáculo la difícil comunicación entre las
grandes distancias de una sede a otra. Sin embargo, también hubo marcadas diferencias doctrinales
en las que tomaban siempre contrapartida ambos grupos.
Como trasfondo mencionaremos que aquella iglesia que creció en la atmósfera de la unidad
dispensada por el gran estado romano, al fraccionarse la armazón imperial, se vio seriamente
dañada.
En lo que respecta a cantidades, la más grande división de la Iglesia se llevó a cabo entre las
dos estructuras que tenían por sede las ciudades de Roma y Constantinopla, respectivamente. La
primera predominantemente latina y romana por tradición y carácter, y la segunda griega y
bizantina.

El factor teológico
La fractura creció a medida que surgían debates sobre asuntos teológicos. Veamos algunos.
1. La querella sobre el uso de imágenes religiosas, surgida desde el año 726
Con el paso del tiempo y el auge del arte grecorromano introducido en la iglesia,
comenzaron a abundar los íconos o figuras en templos y casas particulares. Jesucristo,
María, los apóstoles, los santos, escenas bíblicas, se representaban en mosaicos, frescos,
bronce y marfil.
Fue León III, emperador de Oriente, quien publicó un edicto que condenaba el uso de
las imágenes. Emitió órdenes para la destrucción de una que era muy venerada por el
pueblo que se amotinó.
Se aducen varias causas que provocaron la lucha iconoclasta o de destrucción de
imágenes:
• El emperador quería diluir la acusación de musulmanes y judíos de que los cristianos
practicaban la idolatría.
• Mediante esta acción el emperador esperaba reconciliar a los montanistas y otros
cristianos que disentían de la iglesia Católica.
• Algunos iconoclastas deseaban que el emperador fuera un soberano reverenciado sin
la menor rivalidad, incluyendo la de las imágenes.
Los iconoclastas o destructores de imágenes se fundamentaban en el segundo
mandamiento de la ley. Afirmaban que los objetos de culto religioso atentaban contra la
sublime adoración a Dios, y caían en la ruin glorificación de la criatura. Los contrarios
tildaban de monofisistas a los iconoclastas. Es decir, señalaban que si Cristo no era
susceptible de representación física, luego se negaba su verdadera humanidad.
La riña fue tenaz, hasta que en 842, Teodora ocupó el poder como regenta en lugar de
su hijo infante, Miguel III. Ella restauró el uso de los íconos, creyendo terminar con la
contienda y dando lugar a la Fiesta de la Ortodoxia, que la Iglesia Griega celebra el primer
domingo de la cuaresma.
2. La contienda sobre la procedencia del Espíritu Santo
Al parecer, en el concilio local de Toledo (589), se insertó por primera vez en el credo

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niceno la palabra en latín filioque, que significa y del Hijo, dando a entender con esto que
el Espíritu Santo procede no sólo del Padre sino también del Hijo. Aunque esta frase no es
parte del contenido de la confesión aprobada en Nicea (325), ni en Constantinopla (381),
gradualmente ganó aceptación en Occidente.
Sin embargo, en Constantinopla generó gran oposición. Encontraba su más vehemente
enemigo en el patriarca Focio, en el siglo IX. Se convirtió este asunto en el principal
problema doctrinal que causó la ruptura entre Roma y Constantinopla.
3. La controversia sobre el Monotelismo (del griego monos, uno; y thelos, deseo o
voluntad), y el Monofisismo (del griego monos, uno; y Phycis, naturaleza).
En el siglo VII surgió en Oriente una tesis que afirmaba que Cristo sólo tenía la
naturaleza divina (monofisismo) y por tanto, sólo una voluntad. Juan de Damasco, doctor
de la Iglesia Griega muerto alrededor de 749, la combatió e impresionó con una ponencia
en la que postulaba la persona de Cristo como una sola, con dos naturalezas y dos
voluntades. Ya desde 451, el Concilio de Calcedonia había declarado que el Señor poseía
dos naturalezas, divina y humana. Más tarde, en Constantinopla, el Concilio convocado en
680 añadiría que en él existen dos voluntades, una divina y otra humana, y que la segunda
se supedita a la primera siempre.
En cierto sentido prevaleció en Roma la tesis de las dos voluntades. Se argüía que si
Cristo era verdaderamente hombre como verdaderamente Dios, luego es natural que
tuviese una voluntad humana y una divina. Negarle voluntad humana era negar su cabal
humanidad. Los occidentales salieron oficialmente airosos del debate. En Oriente no hubo
conformidad.
4. La disputa sobre las relaciones Iglesia-Estado.
Aparte de estas cuestiones teológicas, se ventiló el problema de las relaciones entre la
entidad política y la eclesiástica. Occidente acusaba a Oriente de subordinarse demasiado
a los caprichos imperiales, de manera que fácilmente podían ser llevados a la herejía. Por
su parte, Oriente rechazaba el modo en que los papas se atribuían a sí mismos poder y
autoridad universales, más allá de sus fueros jerárquicos eclesiales.

El gran cisma
Lo que era lógico ocurrió. Al igual que el gran imperio romano, la iglesia tan extensa como él
se partió en dos, constituyéndose de esta manera la Iglesia Católica Apostólica y Romana, y la
Iglesia Ortodoxa Griega o Bizantina.
La Iglesia Ortodoxa se considera ella misma guardiana de la verdadera fe enseñada por Cristo
y sus apóstoles. Además se cree fiel a las doctrinas de la patrística o de los primeros padres de la
Iglesia, y a la de los primeros siete concilios ecuménicos, honrando en especial el credo niceno.
Ésta logró expandirse rápidamente en los siglos siguientes, de tal manera que el cristianismo
bizantino llegó a ser la fe de la mayor parte de la Europa Oriental y en la Península Balcánica,
estableciendo patriarcados en Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. En 1589 se
agregó un patriarcado en Moscú. Cada una de las iglesias ortodoxas son nacionales e
independientes en administración, pero concordantes en doctrina, y reconocen al patriarca
constantinopolitano como principal.

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Características de la iglesia ortodoxa
• El principio de Constantino sobre el vínculo entre el clero y el estado continuó su desarrollo
característico en Oriente. El estado influyó en gran manera en el ámbito eclesiástico. Los
emperadores convocaban concilios y los presidían en persona o por medio de diputados,
expedían decretos sobre asuntos eclesiásticos, y establecían o aprobaban al patriarca de
Constantinopla. La iglesia se convirtió en un instrumento del gobierno.
• Los orientales reconocen a Cristo como única cabeza de la iglesia universal. De ahí que
rechazan la autoridad papal.
• Se establecieron cultos públicos esquematizados, en especial en lo relacionado a la
eucaristía. Los servicios son elaborados y largos. Tales cultos se distinguen por la pompa
ornamental de los templos y los ministros. Se tiene la tendencia a considerar que la religión
cristiana consiste prácticamente en la correcta ejecución de la liturgia.
• En los servicios se prohíbe el uso de instrumentos musicales, y la predicación tiene un lugar
subordinado. Respetan la Escritura y la tradición.
• Se practican las oraciones por los muertos y se profesa la intercesión de los santos.
• Aceptan los siete sacramentos de Roma, aunque el bautismo lo administran por inmersión.
• Practican el bautismo de los infantes.
• Niegan la existencia del purgatorio.
• Rechazan el culto a las imágenes, aunque permiten pinturas sagradas, llamadas íconos.
• Condenan el uso del pan sin levadura en la comunión; usan pan común.
• Se permite al clero contraer matrimonio; aunque la mayoría de los obispos son célibes.
• Como reminiscencias del catolicismo y el neoplatonismo griego, se fomenta la vida
monástica. Se enfatizan las prácticas de adoración y la contemplación mística y el
alejamiento de lo secular.
Por otro lado, siendo Constantinopla capital del imperio, metrópoli opulenta, que vivía de su
comercio y compuesta de clases sociales superiores, se buscó elevar la religión al nivel de la
cultura. El templo de Santa Sofía, fundado por Justiniano, era rico en mosaicos, y las ceremonias
celebradas allí igualaban a las de la corte imperial.
Además se llevó a un terrible extremo la culturización de la religión, de manera que se despertó
un profundo interés por la filosofía clásica. Scott, en su historia del cristianismo afirma: Tenemos
que reconocer francamente, sin embargo, que la cultura bizantina dejaba mucho que desear en
cuanto a la manifestación de la completa realización de la vida nueva en la cual Cristo insistía.
Se estudió mucho a los filósofos precristianos y muchos de los eruditos bizantinos eran
profundamente paganos, con sólo una conformidad superficial y del todo rutinaria con el
cristianismo oficial.

La iglesia romana
En Occidente el cristianismo manifestó mayor vigor y fuerza. Su expansión geográfica alcanzó
mayor amplitud. De su seno surgieron la mayoría de los nuevos movimientos cristianos posteriores
al siglo IX, y desde luego, también las influencias más amplias y profundas para la humanidad
entera.
El cristianismo occidental fue dominado por Roma. La tradición de la ciudad imperial, en parte
cristianizada pero aún evidentemente romana, le transmitió su ingenio administrativo, su
insistencia en el orden y las leyes, y su organización. Allí, la iglesia vino a ser la Iglesia Católica

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Apostólica y Romana, y aunque con fuertes deficiencias morales, el poder de los obispos romanos
iba en aumento. La tendencia a la independencia eclesiástica de las naciones fue contrarrestada
por el creciente poder del papado, en contraste con los constantes cismas de Oriente. Por varias
causas la suerte le vino mejor a la iglesia occidental.
• A medida que la estructura gubernamental era derruida a causa de las invasiones y las
guerras, el desorden se quiso apoderar del imperio. La vida y las propiedades cada vez
resultaban más inestables e inseguras. Entonces emergió la iglesia, como guardiana de la
estabilidad, protectora de los débiles, promotora de la justicia y proveedora de refugio en
medio del caos.
• Las amenazas de invasión no resultaron tan irresistibles ni tan severas como en el Oriente,
donde los árabes e islámicos prevalecieron. Realmente el cristianismo nunca volvió a
reconquistar allí nada del terreno perdido. En contraste, en el Occidente se extendió más
allá de sus fronteras anteriores.
• La victoria sobre el arrianismo del siglo IV, provocó la adhesión de una multitud de
arrianos, lo cual resultó en una grandiosa fuerza que acrecentó la unidad en la iglesia de
occidente.
La característica principal del cristianismo romano fue el clericalismo. Se otorgó al papa y al
clero en general una autoridad excesiva que trascendía el poder del estado imperial. Cuando los
obispos comenzaron a observar la ausencia de un estado civil autosuficiente, creyeron llegado el
momento en que la nave imperial les había sido entregada por Dios para sacarla avante.
Por el siglo VIII salió a la luz una creación literaria llamada Donación de Constantino, que
trataba de aparentar haber sido escrita en el siglo IV de mano del mismo emperador. Describía la
conversión de éste, su bautismo y una milagrosa curación de la lepra por el papa Silvestre I. Según
el documento, Constantino transfería el palacio imperial al papa y a sus sucesores, le adjudicaba
jurisdicción legal sobre la ciudad de Roma, y todas las provincias de Italia. Todo por gratitud.
Un libro de la misma línea fue Decretales de Isidoro, que pretendía ser una colección de las
decisiones de los concilios y papas, desde Clemente de Roma hasta el siglo VII. En estas decretales
se reclamaba la supremacía papal desde el principio, y se consideraba a los obispos libres de toda
limitación secular.
Estos libros, apoyados con la tesis agustiniana planteada en La Ciudad de Dios, se usaron para
promover y consolidar las aspiraciones del papado como hoy lo conocemos, con todas sus
arrogantes y antibíblicas pretensiones.

Conclusión
El Nuevo Testamento, respecto a la doctrina del filioque, señala que en efecto el Espíritu Santo
procede del Padre y del Hijo como un solo y único principio:
• Al señalar que Cristo envía al Espíritu Santo de la misma manera que el Padre (Juan 14:26;
15:26; 16:7).
• Al evidenciar que el Espíritu Santo es Espíritu de Dios y también Espíritu de Cristo
(Romanos 8:9, 14). Para luego declarar categóricamente que Dios envió a vuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! (Gálatas 4:6).
Sin embargo, la oposición no ha desaparecido totalmente. Hasta el día de hoy existen quienes
se levantan contra esto, aduciendo razones como las siguientes:

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• Dicen que en Juan 15:26, Jesús aseveró que el Espíritu Santo procede del Padre, sin
mencionar al Hijo.
• Objetan, además, que la añadidura va contra los principios conciliares en los que se
condena y anatematiza la alteración del Símbolo de Fe ordenado por el concilio.
Contra lo primero diremos que con base a la Escritura se puede, por la unidad de esencia,
afirmar del Hijo cuanto se afirma del Padre. Además, no es del todo raro que Cristo no haga
mención de sí mismo en este respecto, porque siempre suele referirlo todo al Padre, como cuando
declaró Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió (Juan 7:16).
Para refutar lo segundo, Tomás de Aquino en la Suma Contra los Gentiles (p. 593), trae a
colación algunas autoridades doctorales en la iglesia, aun de los griegos, que confesaban la
procedencia del Padre y del Hijo. Entre estos cita a Atanasio, Cirilo, Dímino, Hilario, Basilio,
Gregorio el teólogo, Agustín, Teófilo, Juan de Constantinopla, León y Próculo. Y añade en la
página 597 que en la decisión del Concilio de Calcedonia se afirma que los padres congregados
en Constantinopla corroboraron la doctrina del Concilio de Nicea, no como si supiesen que éste
hubiese sido menos, sino para declarar la mente de los padres nicenos acerca del Espíritu Santo,
con el testimonio de las Sagradas Escrituras, refutando así la doctrina de quienes intentaron
negarle el título de Señor.
En lo concerniente a las imágenes, el temor de los iconoclastas de que las criaturas se igualaran
al Creador se ha vuelto realidad. No es secreto que el romanismo ha llevado el error a sus extremos
más aberrantes. Como ejemplo citaremos el Catecismo de la Iglesia Católica, cuando en su
explicación del mandamiento No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano (Éxodo 20:7;
Deuteronomio 5:11), en su párrafo 2146 señala: El segundo mandamiento prohíbe abusar del
nombre de Dios, es decir, todo uso inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen
María y de todos los santos. Para ellos es natural el aplicar los principios divinos a las criaturas,
asignándole a los seres finitos la misma reverencia que al Infinito.
Con respecto a los elementos de la cena del Señor, Occidente pensaba que era esencial el pan
sin levadura para presenciarla con propiedad. En cambio, Oriente veía en esta exigencia un simple
legalismo extremista. Aquí cabe bien citar la fracción de la Constitución del Concilio Nacional de
las Asambleas de Dios en México. La cual en el Artículo X, sección 2, párrafo 4 del Reglamento
de la Iglesia Local: Esta ordenanza sagrada será ministrada hasta donde sea posible
mensualmente, utilizando los elementos: pan sin levadura y jugo de uva.
En lo referente al uso de imágenes que Roma defiende y los ortodoxos toleran, la misma Biblia
es clara en cuanto a la representación de imágenes o cualesquiera obras relacionadas con la
divinidad. No se les debe considerar dignas de alguna reverencia o servicio. La amonestación es:
Guardad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con
vosotros de en medio del fuego (Deuteronomio 4:15. Ver también 5:8, 9).
Así mismo en cuanto al celibato de los ministros de Roma, es totalmente cierto que fue
producto de la invención del hombre, influido por conceptos de la filosofía gnóstica y
neoplatónica. Siendo leales a los principios de las Sagradas Escrituras debemos reconocer que esta
doctrina resulta antinatural, inconveniente y sobre todo antibíblica. Fue condenada por el apóstol
de los gentiles como doctrina de demonios, producto de la mentira, la hipocresía y la mala
conciencia de espíritus engañadores (1 Timoteo 4:1–3).
En cuanto al constantinismo y el cesaropapismo, implican ambos la negación de la tesis
laicista. Remitimos al lector al capítulo sobre el tema, titulado Al César lo del César, publicado en
este libro.
El problema del papado romano es otro asunto en el cual debemos recurrir al testimonio de las

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Escrituras. Según la tesis bíblica existe una sola cabeza de la Iglesia, Cristo (Efesios 1:22, 23), y
nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto (1 Corintios 3:11). Las pretensiones
papales de gobierno universal son del todo inaceptables.
Otra aberración terrible es la de las oraciones por los muertos que los grupos en oposición
practican, lo cual se relaciona con la creencia en el purgatorio. Como si el ser humano pudiera
darse el lujo de rechazar el don de la gracia en Cristo, y luego ser favorecido de Dios por los
méritos de otro hombre. La enseñanza bíblica es categórica y determinante. El que en él cree, no
es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del
unigénito Hijo de Dios (Juan 3:18). Nuestro destino queda sellado en esta vida (Hebreos 9:27).
Una vez que Dios lo entregó todo en Jesús, ya no tiene más que dar a los hombres. Quienes lo
reciben están completos en él; para los otros no queda ya sino hervor de fuego que los devorará
horrendamente (Hebreos 10:26–31).
Igualmente la doctrina de la intercesión de los santos muertos en bien de los creyentes es pura
invención de una supersticiosa religiosidad. En definitiva, hay un solo Dios, y un solo mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo (1 Timoteo 2:5). En vista de su sacrificio perfecto, su
sacerdocio pleno e inmutable y su intercesión eficaz, Jesús es el único mediador que nos conviene.
Sólo él asegura la gracia de la salvación para quienes se acercan ante el trono del Padre en su
nombre (Hebreos 4:14–16).
Otro error es el de la institución de los siete sacramentos como indispensables para la vida y la
salvación de los hijos de Dios. Esto va contra la enseñanza bíblica, la cual únicamente prescribe
dos: El bautismo (Mateo 28:19), y la cena del Señor (1 Corintios 11:23ss). El creyente debe
obedecer al Señor practicándolos, pero no se les confiere en ningún momento virtud alguna para
salvar.
En cuanto al bautismo de niños, citaremos de nuevo la Constitución eclesiástica asambleísta
mexicana, donde se expresa con claridad el concepto: En las Sagradas Escrituras no se halla
enseñanza o ejemplo que autorice el bautismo de los niños. El bautismo en el Nuevo Testamento
es una manifestación de arrepentimiento y fe en nuestro Señor Jesucristo, lo que es posible hasta
que se tiene uso de razón plena.
Se ha señalado que es más fácil empezar una herejía que combatirla, y la teología histórica
confirma la tragedia que esta frase implica. Cuando cualquier grupo religioso privilegia opiniones
de supuestos eruditos por sobre la regla toda suficiente de fe y conducta, la puerta se abre para la
introducción de cualquier género de doctrinas extrabíblicas, si no es que claramente antibíblicas.
Divisiones, mutuas excomuniones, enfrentamientos en todos los tonos, y carencia del
imprescindible rigor bíblico, es el legado de tales extravíos.
La Biblia es regla infalible de fe y conducta, superior a la razón y a la conciencia. Con tal guía
estaremos siempre a salvo de las desviaciones doctrinales, y nuestra permanencia en el camino de
luz eterna estará más que garantizado.

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8
Catolicismo vs. Protestantismo

Se lanzó el papa León X a la construcción del majestuoso proyecto de la Basílica de San


Pedro en Roma. Para la obra se requerían cantidades estratosféricas de dinero y no se consideró
prudente agotar las arcas de la iglesia. Buscando alternativas las hallaron en la comercialización
de indulgencias papales, es decir, certificados con firma y sello del sumo pontífice, en las que se
concedía el perdón de todo pecado. Se vendían incluso con extensión de la absolución a todos los
seres queridos y amigos del poseedor, vivos o muertos, sin necesidad de confesión,
arrepentimiento, penitencia ni intervención de sacerdote alguno.
Con la venta de estas indulgencias llegó Juan Tetzel a suelo alemán. Su prédica culminaba con
su reconocida frase: Tan pronto como su moneda cae en el cofre, el alma ascenderá del purgatorio
al cielo. El negocio iba viento en popa hasta que el monje agustino Martín Lutero decidió hacer
un agujero en el tambor. Este predicador ferviente y estudioso de las Escrituras, al darse cuenta de
las aberraciones de Tetzel, comenzó a predicar contra el comerciante y su producto, denunciando
como antibíblicas sus enseñanzas. Sin embargo, al ver Lutero que no era suficiente la proclama
desde el púlpito, preparó una réplica por escrito. El 31 de octubre de 1517 muy de mañana se
dirigió hasta la catedral de Wittenberg, y en la enorme puerta de roble clavó un pergamino que
contenía noventa y cinco tesis que condenaban la venta de indulgencias.
En un principio, León X no prestó atención al asunto por considerarlo una disputa de frailes.
Se vio obligado a cambiar de actitud al darse cuenta que el agustino leudaba con su doctrina cada
vez a una gran masa de gentes. Tetzel y los suyos se quedaron cortos y se manifestaron
incompetentes para detener la furia del monje alemán, nacido en Eisleben. Luego de analizar las
doctrinas de Lutero y considerar que perjudicaban a la institución católica, se le declaró hereje. No
obstante, al darse cuenta que toda amonestación resultaba inútil, en junio de 1520 se expidió contra
él la bula Exsurge Domine, la cual condenaba las tesis luteranas y lo amenazaba con la excomunión
mayor si en el término de sesenta días no se retractaba.
Cuando Lutero recibió el documento de excomunión con el sello oficial de Roma, lo despreció
y lo calificó como la execrable bula del anticristo. El 10 de diciembre del mismo año se dirigió a
la plaza de Wittenberg. En público le prendió fuego al documento de manera por demás desafiante,
ante la mirada estupefacta de una asamblea de profesores y estudiantes de la universidad y el
pueblo. Al mismo tiempo alimentó las llamas con los libros de Derecho Canónico y la mayor parte
de los escritos de sus adversarios.
Al conocer la acción de Lutero, el papa publicó en 1521 una nueva bula. En ella se excluía al
monje definitivamente de la iglesia al igual que a sus partidarios, hasta que abjurasen de sus
errores. Aparte se envió una orden al elector Federico de Sajonia para que lo entregase para ser
juzgado y castigado por hereje. Sin embargo, el príncipe lo protegió ya que las ideas y doctrinas
luteranas no le eran desagradables.
Condenado por la iglesia católicorromana, Lutero tenía que ir ante el Concilio Supremo de los
gobernantes alemanes, reunidos en Worms. Los amigos intentaron disuadirle de hacer el viaje,
advirtiéndole que la horrenda suerte de la hoguera para Juan Huss en 1415, podía recaer sobre él.
Dos frases de su respuesta quedaron para la historia: Iré a Worms, aunque me acechen tantos
demonios como tejas hay en los techados. Y: Aun cuando encendiesen un fuego que se extendiera
desde Worms hasta Wittenberg, y se elevara hasta el cielo, lo atravesaría en el nombre del Señor;

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compareceré ante ellos, entraré en la boca de ese behemot, romperé sus dientes y confesaré a
nuestro Señor Jesucristo. El día 17 de abril de 1521, el agustino se presentó ante la dieta de perfil
eminentemente romanista. Y en respuesta a la cuestión de si se retractaba de las declaraciones
antipapales de sus escritos y prédicas, señaló que de nada se retractaría, excepto de lo que
desaprobaban las Escrituras y la razón.
La Dieta de Worms lo condenó también e intentó eliminarlo. Pero Lutero contaba con un
salvoconducto del emperador Carlos V, el cual se hizo respetar y se le permitió salir en paz. Worms
resultó un triunfo no pequeño para Lutero y la causa de la Reforma, ya que el papa lo había
condenado por hereje. Después una magna asamblea secular lo llamó a comparecer; luego el
tribunal se elevó por sobre la curia papal. El papa exigió su destierro, pero el emperador mismo lo
convocó con honroso trato ante la más augusta asamblea.
La corte papista procuró de mil formas restringir, con lisonjas y hasta con amenazas a Lutero,
para que se abstuviera de atacar a la iglesia. Sin embargo, todo intento resultó vano. Cual roble
endurecido don Martín se mantuvo firme en sus convicciones, y cuando la tempestad arreciaba en
su contra parecía más fortalecido que nunca. Estaba fundado sobre la roca de las Escrituras, y
providencialmente destinado a prevalecer.
Roma, que no soportaba el desafío de Lutero, a menudo era puesta en evidencia por él. Después
del encuentro en Worms consiguió que el emperador publicara un edicto que condenaba al hereje
y a sus seguidores, decretando que apenas se venciera el salvoconducto se procedería contra él.
Como león rugiente, el papado se aprestó a devorar a Lutero. El mundo entero lo sabía.
Mientras viajaba de regreso a casa, fue arrestado por soldados enviados por Federico de Sajonia,
y llevado al castillo de Wartburgo de Turingia. Allí se le brindó seguridad, ocultándolo de la furia
del clero durante un año. Fue disfrazado con otra identidad mientras que las tempestades tronaban
en el imperio. Durante su ocultamiento Lutero no estuvo ocioso. En este lapso se dedicó al estudio
de las Escrituras como nunca. Escribió un sinnúmero de artículos y realizó su traducción del Nuevo
Testamento a la lengua alemana. Esta obra constituye la base del idioma alemán moderno. Años
más tarde completó su traducción del Antiguo Testamento. Así que desde aquella isla de Patmos,
como la llamó él mismo, el caballero Jorge, su seudónimo, seguía provocando dolores de cabeza
a los romanistas.
El 4 de diciembre de 1521 reapareció en Wittenberg y se dedicó a corregir las extravagancias
en las que habían caído los seguidores de la Reforma. Ellos creían cumplir heroicamente su deber
cuando se lanzaron a la destrucción de imágenes, monasterios y hasta iglesias. Además se enfocó
en la organización y definición de la ética y la liturgia reformadas.
Para este tiempo la Reforma se vio reforzada por la colaboración ardua y sesuda de varios
hombres ilustres como Melanchton, Carlstadt y Zwinglio. Éstos, con Lutero a la cabeza,
estructuraron y sostuvieron el movimiento reformado contra toda oposición del papado que no se
resignaba a perder.
Pasados varios años el emperador Carlos V no veía que la revuelta cesara, por lo que convocó
otra dieta en Espira en 1529. Tenía la esperanza de reconciliar a las partes en conflicto y traer la
paz al imperio. En aquella asamblea se acordó otorgar a los luteranos la libertad de conciencia,
pero a la vez se les prohibió predicar sus doctrinas en los lugares donde aún no habían penetrado.
Seis príncipes y catorce ciudades presentaron formal protesta ante la injusta orden, viniéndoles de
ahí el mote de protestantes.
Un año después de la protesta en Espira, convocó el emperador una nueva dieta en Augsburgo.
Allí se presentó la llamada Confesión de Augsburgo, que representaba el credo de la iglesia
reformada. Ésta había sido redactada por Felipe Melanchton y aprobada por Lutero. El documento

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se divide en dos partes, la primera contiene 21 artículos de fe y la segunda enumera siete abusos
principales que demandaban reformarse.
Según el historiador católico Bernardo Zepeda Sahagún, en su Compendio de Historia
Universal (pp. 338, 339), los puntos principales expuestos en este credo protestante son:
1. Las Sagradas Escrituras constituyen el único dogma; la palabra del Papa y las decisiones
de los Concilios pueden ser discutidas.
2. La fe es la única fuente de salvación; las prácticas devotas, penitencias, etc., no son
indispensables… En la comunión no se admite la transubstanciación, la presencia real de
la sangre y el cuerpo de Cristo en el vino y la hostia consagrada.
3. La iglesia es la simple reunión de los creyentes, que tienen todos los mismos derechos. En
ella no hay ni sacerdotes ni dirigentes, sino “pastores” o “ministros de Dios” que tienen
el derecho de casarse. (Lutero dio el ejemplo casándose con una ex monja de nombre
Catalina Von Bora).
4. El culto consiste en la predicación hecha por los llamados “pastores” o “ministros de
Dios”, quienes leen la Biblia y dan normas de moral.
Las tesis romanas impugnadas pueden ser clasificadas así:

1. El clericalismo
El propósito del papado siempre fue el de subordinar todas las iglesias del mundo e influir
sobre el Estado para ejercer autoridad suprema sobre todas las naciones, y así de paso disponer
libremente de las riquezas producidas en ellas.

2. El papismo
Según los romanistas, la autoridad de la iglesia provenía de la aprobación y autorización de
Roma. Las decisiones del papa eran inapelables, y se proclamaban poseedores exclusivos de la
correcta interpretación de las Escrituras. Por ello, prohibían su lectura a los laicos y se mostraban
en rotunda oposición a las traducciones del Sagrado Libro al idioma vernáculo de los pueblos.

3. El ritualismo
La iglesia católica había sobrecargado la religión con múltiples ritos y ceremonias de carácter
obligatorio. Como ejemplo estaba el caso de los sacramentos, los cuales oscurecían la luz
vitalizante del sencillo y suficiente evangelio de Jesucristo. La vida religiosa consistía en servicios
externos bajo la dirección clerical que dejaban al pueblo en una condición de receptor pasivo. Las
misas en latín mantenían a los fieles en la más terrible ignorancia y perplejidad. Roma hizo del
cristianismo una religión de letra muerta, sin espíritu.

4. El sacerdotalismo
Bajo el sistema del papado existía una puerta impenetrable que impedía al hombre llegar a
Dios, y el sacerdote poseía la llave. El pecador debía confesarse ante él y recibir la absolución de
su boca como si fuera del mismo Señor. El adorador no se acercaba directamente al Padre por

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medio del Hijo, sino a través de la mediación de uno o varios santos patronos. Se suponía que por
sus méritos piadosos éstos se hallaban más cerca del Creador. El catolicismo predicaba un Dios
sumamente distante de los hombres condenados. Roma se encargó de infundir pavor en los pueblos
que se volvían susceptibles de su influencia. Se consideraba al Señor como un amigo de la Iglesia
y enemigo del mundo. Cuando el ser humano de la clase que fuera deseaba el favor divino, debía
recurrir al clero.

5. La superchería y el fanatismo
El romanismo había introducido doctrinas por demás fatales, antagónicas a la razón y a la
Biblia. La transubstanciación, el celibato sacerdotal y, para colmo, las aberrantes indulgencias y
el supuesto purgatorio. El mundo entero fue invadido por los rituales abominables de adoración a
las imágenes, llevando la idolatría a sus peores grados.
Por su parte la Reforma le dio un giro importante al cristianismo por medio de sus postulados:

1. La independencia respecto a la santa sede


Los reformadores insistían en que las iglesias debían tener carácter nacional, sin relación ni
compromiso con Roma. Por eso, dondequiera que la predicación bíblica ha triunfado surge una
iglesia autóctona, autónoma en su gobierno y sin la más mínima pretensión imperial.

2. La suprema autoridad de la Biblia


Todos los reformadores declaraban categóricamente que en las Sagradas Escrituras se hallan
las normas suficientes de fe y conducta para la Iglesia. Por tanto, es ésta la que ha de someterse a
la Palabra de Dios y apegarse a ella, nunca a la inversa. Toda manifestación religiosa que no tenga
su origen y sustento en la Biblia debe ser considerada ajena al cristianismo y rechazada sin
ambages.
La Reforma regresó la Biblia al pueblo de Dios, hambriento de la verdad, ansioso de la luz.
Con la verdad divina sacó a relucir la degradación del papado y alumbró el camino de quienes
sincera y humildemente deseaban servir al Señor. Los eruditos reformadores se dedicaron a poner
las Sagradas Escrituras en el lenguaje del pueblo. El invento de Gutenberg se explotó para producir
las traducciones y las tesis bíblicas que servirían para que al fin los creyentes pudiesen leer la
verdad divina por sí mismos, y conocer al Dios de Israel y al Cristo de la Iglesia sin intermediarios.

3. La vida espiritual
La Reforma enfatizó un servicio y una adoración al soberano Señor que tenía que ver con la
actitud del corazón quebrantado y a la vez gozoso ante el Creador. En contraste con el formulismo
oscurantista de Roma, los reformadores remarcaban las características internas de la vida cristiana.
La salvación no representa sólo el aplacar la ira divina o huir de ella, sino enlazarse en una relación
vital con Dios a través de la fe en Jesucristo.

4. La relación personal con Dios

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Fue derribada la barrera romanista entre el ser humano y Dios. El hombre con fundamento en
la Escritura era llevado a un encuentro con la divinidad sin más intermediario que Jesucristo (1
Timoteo 2:5). El Creador era presentado como el objeto directo de la adoración de los creyentes y
Cristo como el único y gran sumo sacerdote (Hebreos 7:22–25). En la enseñanza reformada Jesús
es el solo suficiente Salvador que por su sacrificio en la cruz hizo expiación perfecta por el pecado
del mundo. Por lo tanto, puede otorgar inmediata y eficazmente el perdón divino a todos los que
por medio de la fe en él se acercan al trono de la gracia.
De pronto, al mundo se le presentó el nuevo rostro de Dios, muy lejano del tirano juez pintado
por el catolicismo. Dejaron de voltear a las imágenes de los santos que se vieron eclipsadas ante
la gloria y la bondad del que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se
pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).

5. La fe inteligente
Los reformadores sólo tenían una autoridad infalible: La Biblia. Y aunque ésta supera por
mucho la lógica humana, no se contrapone a ella. Pugnaron por una religión racional, alejada de
la superstición y del paganismo romano. Lucharon por un cuerpo doctrinal coherente y en
consonancia con la Escritura y la razón. La inteligencia se consideró como un don divino
indispensable en el servicio y la adoración al Señor, tal y como lo expresa el apóstol de los gentiles
(Romanos 12:1).
El fundamento de la Reforma era firme. Las prédicas y los folletos de Lutero y sus
colaboradores rindieron fruto. Miles de personas se alejaron del yugo romano. Gran cantidad de
sacerdotes y monjas colgaron la sotana y se vistieron de bodas. Las iglesias suprimieron la misa,
se deshicieron de las imágenes y se comenzó a orar al Padre en el nombre de Cristo, haciendo a un
lado la confesión y la penitencia. Se convulsionó Roma en todas las sucursales, y un sinnúmero de
gente pasó de las tinieblas del papado a la luz admirable del evangelio.

Conclusión
La iglesia católicorromana no ha cambiado esencialmente nada. Ha establecido nuevas
estrategias para mantener a sus fieles, y si se puede, hacer volver a sus desertores. Pero lo hace
más por supervivencia, que por preocupación de que los hombres sean salvos.
La Biblia sigue siendo un valor relativo para ellos. La usan y se sienten salvaguardadores de
ella, pero siguen adheridos a doctrinas y prácticas ajenas y contrarias a la verdad divina. La
transubstanciación es aún parte de su credo. Sacrifican cada vez al Señor Jesús en toda misa, según
ellos. No obstante, el testimonio bíblico es claro al afirmar que el sacrificio de Cristo fue único y
definitivo (Hebreos 9:25–28).
Aún sustentan el dogma sacramentalista para impartir por los ritos la gracia de Dios al hombre.
Sostienen siete sacramentos, entre tanto que la Biblia menciona sólo dos, el bautismo y la santa
cena. Los otros cinco no dejan de ser doctrinas de hombres.
La doctrina de la justificación por el mérito de las buenas obras sigue siendo su clásica. Todavía
existen los que se laceran el cuerpo para aplacar la ira de Dios o cumplir una manda a una virgen
o un santo a fin de ganar su favor. Creen que los más santos son los que más obras meritorias
realizan. Ignoran que el hombre es justificado por la fe en Cristo y salvado únicamente por la gracia
de Dios (Romanos 1:17; Efesios 2:8, 9).
La idolatría es el pan de cada día en la iglesia romana. Las miríadas de santos, vírgenes y

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ángeles venerados, opacan la gloria de Cristo. Como dato informativo, hace algunos años, Gilberto
Marcos en su programa Buenos Días, noticiario reconocidísimo en la ciudad de Monterrey, realizó
una encuesta entre su auditorio. Se preguntó a los televidentes cuál era su santo preferido. A lo que
un 2% contestó que Dios, otro pequeño porcentaje fue que Jesucristo y el grueso que la virgen de
Guadalupe. El mismo director del programa señaló que esto mostraba una manifestación no sana
de la fe, pues el Creador debía ser el principal en todo sentido. Esto ilustra la dicotomía romana;
que, aunque enseña en sus mandamientos el de Amarás a Dios sobre todas las cosas, ha llevado a
su gente a amar a todas las cosas sobre Dios. Contra todo esto, nos unimos al apóstol Pablo y
afirmamos que hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo
hombre (1 Timoteo 2:5).
Aún los romanistas se creen poseedores del sacerdocio exclusivo, mientras que la Biblia
atribuye un real sacerdocio a cada creyente en Cristo (1 Pedro 2:9). Ellos sostienen que el papa es
cabeza de la Iglesia universal. Defienden esta postura a capa y espada. Tal concepto es del todo
inaceptable para quienes, leales a la enseñanza apostólica, sostenemos que sólo hay una cabeza,
un jefe supremo, un solo soberano y dueño de la Iglesia: Jesús el Señor, el cual la compró a precio
de sangre, y la amó hasta lo sumo (Efesios 1:22, 23; 5:23, 25–27).
Esto es sólo una muestra de las tinieblas que perviven sobre el papado. Pero hay mucho más
oculto que al final el Señor del universo sacará a luz para su propia vergüenza. Roma no se ha
rendido, ahora ha vuelto a atacar. El surgimiento del movimiento carismático y el entrenamiento
de líderes antiprotestantes dan cuenta de esto. Tratan de inmunizar a sus fieles contra la levadura
luterana, al ver que Dios rescata cada vez más personas de sus garras.
Definitivamente Roma no puede prevalecer. Es cierto que los recursos políticos e imperiales
estaban de su lado; pero el Roble de Sajonia, los reformadores y los creyentes en Cristo no se
hallan de todo desprovistos de fuerza. ¡Con ellos está la fuerza de la verdad de Dios! Hus, Wiclif,
Pablo y el mismo Cristo apoyan la causa de la Reforma. Cierto es que nunca se ha vencido ni se
vencerá una batalla sin lucha ni tribulación. De todo sufrimiento ha de levantarse con valor el
estandarte de la verdad, confiado en que las puertas del Hades no prevalecerán contra la Iglesia
(Mateo 16:18).

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Calvinismo vs. Arminianismo
• Juan Calvino (1509–1564)
• Jacobo Arminio (1560–1609)
• El Sínodo de Dort
• Las Doctrinas Calvinistas

Juan Calvino (1509–1564)

Nació Juan Calvino el 10 de julio de 1509 en Noyon, Francia, como a unos cien kilómetros
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al noreste de París. Su padre fue medianamente acomodado, pues llegó a ser el secretario del
obispado de Noyon, y gozaba de la amistad de la poderosa familia noble de Hangest. Esto permitió
a Juan familiarizarse con las costumbres de la sociedad elegante de su tiempo. A sus doce años
recibió una beca del Cabildo de la Catedral. En 1523 ingresó a la Universidad de París, lugar donde
estudió latín bajo la dirección del gran Mathurin Cordier (1479–1564), de quien se dice que no
sólo fue el primer pedagogo de su tiempo, sino el fundador de la pedagogía moderna. Calvino
abandonó París a los diecinueve años para estudiar jurisprudencia en la Universidad de Orleans.
Hasta ese momento era simplemente un humanista entusiasta y profundamente ilustrado, aunque
sin inclinación por la religión.
Al parecer, entre 1533 y 1534 Calvino experimentó una súbita conversión cuyos detalles se
desconocen, aunque probablemente fue por la influencia de un grupo protestante radicado en París.
En 1534 renunció a sus rentas eclesiásticas. Fue encarcelado y posteriormente liberado,
encontrando más tarde refugio en la protestante Basilea, en Suiza.
Alrededor de 1536 publicó en Basilea su Institución de la Religión Cristiana, que después de
cuatro revisiones y ampliaciones llegó a constituir la base de la doctrina de todas las iglesias
protestantes, con la excepción de la rama luterana. También, en compañía de Teodoro de Beza y
otros reformadores, fundó la Academia Protestante, centro principal del protestantismo europeo.
Calvino siguió la línea de Agustín de Hipona en lo referente a la doctrina de la depravación
total del ser humano y, por ende, la imposibilidad natural para volverse a Dios. Predicó la salvación
por la sola gracia a través de una predestinación divina exclusivamente para los elegidos, dejando
el resto de los pecadores en su andar hacia la condenación. Sin embargo, Calvino fue aún más allá
de su predecesor en sus postulados doctrinales en este respecto. Agustín afirmaba la predestinación
divina a favor de cada uno de los elegidos para salvación. Sobre los condenados decía que Dios
los abandonaba a la suerte que ellos han escogido. Calvino afirmaba no un abandono del asunto,
sino una determinación anticipada del Creador para destinarlos a la perdición eterna. Con esto se
llegó al concepto de la doble predestinación, para salvación o para condenación.
C. H. Irwin en su libro Juan Calvino, su Vida y su Obra, pone en labios de Calvino la siguiente
declaración: Llamamos predestinación al eterno decreto de Dios con que su majestad ha
determinado lo que quiere hacer de cada uno de los hombres; porque Él no los cría a todos en
una misma condición o estado, mas ordena los unos a vida eterna y los otros a perpetua
condenación. Por tanto, según el fin a que el hombre es criado, así decimos que es predestinado
o a vida o a muerte. (p. 102. CUPSA).
Sobre el tema, Justo L. González en su Historia del Pensamiento Cristiano, atribuye al mismo
reformador las palabras: El decreto de la elección no depende de la presciencia divina. La
predestinación no es sencillamente la decisión por parte de Dios de tratar con una persona según
lo que ya Dios sabe que esa persona va a hacer, y recompensando así sus acciones y actitudes
futuras. Al contrario, afirmar que la elección es un decreto soberano implica que no depende de
acción humana alguna, pasada, presente o futura. Es una decisión independiente por parte de
Dios.
Lo mismo es cierto de los réprobos. Dios decide de manera activa no darles el oír la Palabra,
o hacerles oírla de tal modo que sus corazones se endurezcan. De manera misteriosa que nadie
puede penetrar, los réprobos son justamente condenados, y en esa condenación se exalta y sirve
la gloria de Dios. (p. 164, Tomo 3. Caribe).
Juan Calvino fue un hombre cuya ilustración era por demás reconocida. Sus escritos y sus
cátedras en las altas universidades le construyeron una plataforma para luego llegar a colocarse
como el teólogo más reconocido de la Reforma en su tiempo. Las iglesias protestantes en su

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mayoría hallaron su expresión y cohesión en los desarrollos doctrinales del reformador. Ninguno
osaba contradecir la teología calvinista y el protestantismo europeo se hallaba en paz.
Se provocó en 1589 una revuelta entre los círculos teológicos holandeses a causa de la
predicación del erudito Dick Koornheert (1522–1590). Este ministro disertaba y escribía contra la
tal predestinación, manifestándose en contra de los extremos a que habían llegado los discípulos
de Calvino, como Beza y otros, pues en sus enseñanzas habían colocado a Dios como el autor del
pecado. M. B. Wynkoop en sus Bases Teológicas de Arminio y Wesley, afirma que Beza implica
que el pecado, siendo necesario como instrumento de los decretos divinos para la condenación de
algunos hombres, también debió haber sido determinado por Dios. (p. 44. CNP).
Koornheert declaraba que atribuir a Dios el origen del pecado constituía una monstruosidad
extraña a las enseñanzas bíblicas. Dada su elocuencia y brillantez al debatir, pudo ganar pronto
que un considerable número de holandeses acudiesen a oírlo. Fue entonces que sobrevino el temor
de que su línea de pensamiento representara una amenaza contra la estructura total del calvinismo,
y que con ello peligrara la misma estabilidad no sólo eclesiástica, sino también política de los
Países Bajos. Luego que ningún calvinista pudo enfrentar al “hereje”, en 1589 se comisionó al
brillante Jacobo Arminio para ello.

Jacobo Arminio (1560–1609)


Nació Arminio en Oudewater, Holanda, en 1560. Debido a problemas económicos, su madre,
que era viuda, lo entregó al cuidado de un exsacerdote católico ya convertido al protestantismo,
quien le dio educación en Utrecht. Tras la muerte del benefactor, providencialmente un profesor
de Marburg llevó a Arminio a estudiar a la Universidad Luterana local. Pasado un poco de tiempo,
Oudewater fue sitiada por los españoles, quienes asesinaron a la mayor parte de la población por
resistirse a volver al catolicismo. Entre las víctimas se contaban la madre y los hermanos de
Arminio. Luego el pastor Pedro Bertius, de la iglesia reformada en Rótterdam, le ofreció refugio
y lo envió a la Universidad de Leyden, donde destacó en sus estudios. Finalmente, la iglesia de
Ámsterdam le costeó la educación con el acuerdo de que al finalizar su preparación retornara como
pastor de ellos. Con este patrocinio se integró a la Universidad de Ginebra para capacitarse para el
ministerio. Allí se dedicó a la disciplina de la teología con Teodoro de Beza y otros destacados
calvinistas. Una vez que concluyó sus estudios fue instalado como pastor de la iglesia de
Ámsterdam, donde adquirió reconocimiento y fama como un brillante predicador y exegeta
bíblico, con especial habilidad en los sermones expositivos.
Al ser designado para replicar a Koornheert, se dio a la tarea de revisar exhaustivamente las
bases de la doctrina de la predestinación. Tomó como fundamento las Sagradas Escrituras, con
atención especial a la epístola a los Romanos. Se detuvo para analizar meticulosamente el capítulo
9, considerado el baluarte del dogma calvinista. Para su sorpresa, a medida que profundizaba
parecía que Pablo se alejaba más y más del concepto de predestinación enseñado por Beza y los
calvinistas. Ahora, en desafío a su inteligencia y apego a la verdad bíblica por sobre todo prejuicio,
debía llevar su análisis hasta las últimas consecuencias, y no evadió su responsabilidad. Leyó los
escritos de la Patrística y recopiló con gran erudición pruebas para demostrar que ningún Padre
fidedigno jamás enseñó la predestinación de Calvino y en ningún momento se aceptó como
doctrina oficial de la Iglesia. Después de un concienzudo estudio Arminio predicó una serie de
sermones expositivos sobre la epístola a los Romanos, olvidándose de la “herejía” de Koornheert
y su comisión. Como es lógico, surgió la crítica y se le acusó de haber vuelto al catolicismo.
Arminio no desechó la doctrina de la predestinación, más bien rechazó la teoría determinista y

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las implicaciones aberrantes que llegaron a sostener los calvinistas. Así que estableció algunos
principios fundamentales para ubicar una perspectiva equilibrada de la predestinación:
• La doctrina de la predestinación debe ser bíblica, y no principalmente lógica o filosófica.
• La predestinación debe ser cristológica. Cristo, no los decretos, es la fuente y causa de la
salvación.
• La salvación es evangélica, es decir, por la fe personal en Cristo.
• Ninguna teoría de la predestinación es bíblica si hace necesario decir que Dios es el autor
del pecado. Pero, en contraparte, tampoco es posible afirmar que el hombre pueda ser autor
de su propia salvación.
Hasta su muerte en 1609 Jacobo Arminio enseñó la universalidad del plan de redención: Cristo
murió por toda la humanidad, pero Dios otorga a cada persona la oportunidad de elegir por sí
misma la vida eterna o permanecer en condenación. Los que reciben a Jesús por la fe son salvados,
los demás se pierden para siempre. Ahora bien, la gracia divina no es irresistible; el libre albedrío
otorgado por el Creador a cada ser humano se opone a ello. Por lo mismo, el hombre ha de cuidar
con temor y temblor (Filipenses 2:12) su salvación a fin de no caer de la gracia. Arminio no veía
otra seguridad que aferrarse a las promesas bíblicas y al testimonio del Espíritu en el interior de
los creyentes.

El Sínodo de Dort
Después de muerto Arminio, Simón Episcopus (1583–1643) y Juan Wtenbogaert (1557–1644),
encabezaron a un grupo de 41 simpatizantes que se dieron a la tarea de sistematizar la obra de
Arminio, a instancias del estadista holandés Juan Van Oldenbarneveldt (1547–1619). Ellos
formularon una declaración llamada Remonstrance (protesta o censura), por lo que fueron
conocidos como remonstrantes, que en español sería algo así como los censurantes.
Oldenbarneveldt representaba los intereses del Estado y las clases adineradas, por lo que los
arminianos fueron identificados con éstos, en tanto que los calvinistas eran nacionalistas. Los
Países Bajos convocaron a un sínodo o concilio de la iglesia reformada en Dort, al que acudieron
representantes de Inglaterra, Alemania y Suiza. Se inició el 13 de noviembre de 1618 y luego de
154 sesiones culminó el 9 de mayo de 1619. El debate no resultó simple, a pesar del alto número
de delegados calvinistas que les permitía poseer la mayoría en la junta. Finalmente se impuso la
mayoría resultando en la condena de los censurantes como herejes.
Sin embargo, no fue en Dort donde el debate concluyó. Calvinismo y arminianismo siguieron
contando con defensores consistentes. El arminianismo habría de tener mejores épocas en años
futuros en Inglaterra, en la persona de Juan Wesley (1703–1791). Aún hoy las dos líneas siguen
vigentes, sustentadas por teólogos y denominaciones sobresalientes y de respeto.

Posiciones en debate en el Sínodo de Dort


No. CALVINISTAS CENSURANTES

1 Elección incondicional oElección condicional. Si el


predestinación particular. hombre cree, y según la
presciencia de Dios.

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2 Expiación limitada. La sangreExpiación universal. Cristo
de Cristo es el Precio por elmurió por toda la humanidad.
rescate de los Elegidos.

3 Depravación total del hombreDepravación total.


o incapacidad natural paraIncapacidad natural de todo
seguir el plan divino. hombre de elegir el bien
aparte de la gracia divina.

4 La gracia irresistible o elGracia resistible. La cual


llamamiento eficaz para lospuede ser rechazada y hecha
predestinados. ineficaz por la perversa
voluntad del pecador.

5 Perseverancia final.Perseverancia condicional.


Seguridad eterna eDios provee gracia suficiente
incondicional de salvaciónpara hacer frente a cualquier
para los Elegidos. circunstancia; sin embargo,
los hombres pueden descuidar
esta provisión, caer de la
gracia divina y perecer
eternamente.

Las Doctrinas Calvinistas


Los calvinistas, en su afán por defender la salvación como producto de la sola voluntad
soberana de Dios, ven un peligro en aceptar que la voluntad humana tenga responsabilidad en
decidir si recibe o desecha la oferta divina. Les parece mejor afirmar que el fin de todo ser humano
está determinado desde antes de la fundación del mundo, unos para salvación y otros para
condenación. A los primeros el Padre los regenera, les da fe y los trae a Cristo para salvarlos
indefectiblemente. Así se cumple el propósito de Dios en los hombres sin que éstos intervengan
decisivamente.
No obstante, este concepto parece chocar de frente con un sinnúmero de citas bíblicas que, sin
negar que la salvación es sólo por gracia de Cristo y la buena voluntad de Dios en él, ubican al ser
humano como responsable por la elección que realice de entregarse a Jesús para salvación, o seguir
el camino de la condenación. Y no sólo eso, sino además abundan los pasajes en los que se declara
que el Creador quiere la salvación de todos los hombres y ofrece su amor a toda criatura (2
Corintios 5:14; 1 Timoteo 2:4–6; Tito 2:11, 12; Hebreos 2:9).
¿Cuántas amonestaciones y advertencias encontramos en la Biblia sobre el ocuparse de la
salvación y cuidar de no caer de la gracia? (2 Pedro 1:10; 2:21) ¿Y qué diremos sobre las epístolas
de Pablo a los Gálatas o la de los Hebreos, las cuales constituyen un vehemente llamado de alerta
por el peligro de la reincidencia o apostasía, lo cual sería inútil y superfluo de no existir la realidad
de tal peligro? ¿Qué caso tiene el ruego angustiado del predicador que realiza toda suerte de
sacrificios en su afán de persuadir a cuantos hombres halla a su paso para reconciliarse con Dios?
¿Para qué afligir el alma en fervorosa intercesión por aquél que de todas maneras ya fue

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predestinado para una cosa u otra, y de todas maneras no existe ni la más mínima esperanza de que
algún no elegido se añada? ¿Serán necesarias tantas y tan frecuentes admoniciones sobre el
ocuparse de la salvación, no descuidarla y no dar lugar al diablo, si de todas maneras es imposible
que un elegido caiga de la gracia?
Hay que ver los argumentos que esgrimen en respuesta a éstas y muchas cuestiones que surgen
frente a la doctrina calvinista de la predestinación sus encumbrados adherentes. Francisco
Lacueva, en su libro Doctrinas de la Gracia deja ver su calvinismo a ultranza cuando expresa que
la predestinación implica, no sólo que los elegidos recibirán las gracias necesarias para poder
salvarse, sino también y principalmente que serán actualmente salvos en virtud del llamamiento
divino que los conducirá eficazmente a la conversión y les preservará indefectiblemente hasta la
glorificación. (p. 153; CLIE).
El mismo autor, en otra parte de su obra afirma que cuando en la Biblia se advierte a los
creyentes del peligro de retroceso y apostasía, son advertencias que no implican la posibilidad de
pérdida real, sino que son medios preventivos contra la caída. Y que sólo los falsos profesantes
que en realidad nunca experimentaron conversión son capaces de caer. (p. 155). Y vuelve a decir:
De la misma manera que un hijo puede estar en mejor o peor relación con su padre, sin que ello
afecte a su posición filial, así también el creyente, por el hecho de estar justificado con la justicia
de Cristo de una vez para siempre, y de ser hijo de Dios, no puede perder por el pecado esta
posición de justicia y de adopción filial (p. 139).
Sin embargo, luego de recurrir a la exégesis bíblica llana, sin los moldes propios de la corriente
teológica que profesaba, la experiencia de Arminio se repite en Francisco Lacueva. Esto es
evidente por el cambio presentado en su libro La Persona y la Obra de Jesucristo, publicado por
la misma casa editorial y en la misma colección del Curso de Formación Teológica Evangélica.
Su expresión es clara: Yo mismo, llevado por prejuicios denominacionales, creí en otro tiempo en
la redención limitada, pero hoy estoy plenamente convencido de que quienquiera que vaya a la
Palabra de Dios con los ojos y el corazón limpios de todo prejuicio de escuela teológica, no tendrá
más remedio que admitir que Cristo murió por todos (2 Co. 5:14, 15), se dio a sí mismo en rescate
por todos (1 Ti. 2:6) (p. 330). Luego añade: Sólo los calvinistas radicales abogan por una
redención limitada, mientras que todos los demás evangélicos sostienen la universidad de la
redención, conforme al sentido obvio y literal de toda la Biblia. (p. 331). También dice: Con la
Biblia en la mano se puede asegurar que Dios envió a su Hijo al mundo, no con el propósito
decidido (voluntad antecedente) de salvar a muchos o a pocos, sino con la buena voluntad de
proveer, en la entrega de su Hijo a la muerte en cruz, una fuente común de salvación (Is. 12:3),
para que el mundo sea salvo por él. Tanto el verbo de deseo “thelo D” como la voz pasiva, usada
tanto aquí como en 1 Ti. 2:4, nos demuestran que, según Jn. 3:14–17, Dios, en su benevolencia
general para con todo el mundo, ha hecho una provisión suficiente y abundante, para que todo
aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna. El término mundo expresa la
universalidad de la redención; la frase para que todo aquel que cree expresa la condición bajo
la cual esa redención universal se aplica personalmente a los que son salvos (Ef. 2:8). (p. 333).
Que Cristo murió por todos y que su provisión abre la puerta para la salvación de todo el que
lo reciba, es una doctrina ahora reconocida por Francisco Lacueva. Luego de señalar que sería un
sarcasmo inconcebible el llamar al arrepentimiento a quien por decreto no puede arrepentirse, tanto
como ordenarle a un paralítico ponerse de pie y echarse a correr sin primero sanarlo, declara que
si Dios manda a todos que se arrepientan es que ha provisto para todos, en virtud de una redención
ilimitada, la gracia suficiente para que todos puedan ser salvos (p. 335, 336). Categóricamente
expresa Lacueva: Todas las exhortaciones de la Palabra de Dios a creer y arrepentirse serían una

52
pura farsa si Dios no proporcionase, junto con la intimación a todos, la gracia suficiente para
que todos fuesen capacitados para ejercer los actos de fe y arrepentimiento (Marcos 1:15; Lucas
13:3; Hechos 2:38; 3:19; 17:30) (p. 344). Y radicalmente afirma: Si Dios hubiese excluido
positivamente a alguien del plan de la redención, por muchos beneficios que aquí dispensase a los
no elegidos, ¿cómo podría llamársele bondadoso para con todos cuando, frente a un tiempo de
vida tan corto, se extendería una desgraciada eternidad, no sólo prevista, sino deliberadamente
escogida para los no elegidos? Pensar tal cosa del Dios manifestado en Jesucristo, es para mí
una de las mayores blasfemias. (p. 340).

Conclusión
La iglesia del Nuevo Testamento, sin embrollos teológicos, creyó y enseñó en todo tiempo y
en cualquier circunstancia que Jesucristo murió por todos los hombres. Predicaba en el templo y
por las casas, en las aldeas y en las metrópolis, con la convicción de que cualquiera podía ser salvo
al convertirse al Salvador por la fe. Es evidente que aquellos cristianos en ningún modo ni
momento dudaron del don de Dios impartido a todos y cada uno de los seres humanos para poder
responder a la invitación divina. Tal convicción se refleja en el ímpetu evangelístico y misionero
que imperó en la iglesia de los Hechos.
Tenemos firme sustento en las Escrituras e impulso del Espíritu Santo para anunciar un
evangelio de esperanza para toda carne, por cuanto la bendita provisión del Señor Jesucristo ha
satisfecho sobradamente el pago por el pecado de todos los hijos de Adán. Todo esto por la excelsa
gracia del Creador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento
de la verdad. Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo
hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos (1 Timoteo 2:4–6).

53
10
Fundamentalismo vs. Liberalismo

Corrían los años del siglo XVIII cuando comenzó a desarrollarse en el ámbito teológico uno
de los gérmenes más dañinos que ha infectado al cristianismo, el liberalismo. Según Carlos
Jiménez, el liberalismo era un intento de acomodar las doctrinas cristianas a las corrientes del
pensamiento de los siglos XVIII y XIX, es decir, al racionalismo, a la crítica literaria de la Biblia
y a las teorías de la ciencia.
Por su parte José M. Martínez presenta las diversas facetas o los períodos en que predominaron
las corrientes de pensamiento que formarían las bases para la conformación del liberalismo.
1. Período racionalista (Desde mediados del siglo XVII hasta mediados de siglo XVIII).
La razón fue elevada a máxima autoridad para definir, aprobar o desaprobar lo que
debía o no creer el ser humano, por encima de la misma Escritura y sin la más mínima
ayuda divina o sobrenatural. En este período sobresalen nombres como Descartes, Spinoza,
Leibnitz, Lessing, los platonistas de Cambridge, y sobre todo John Locke, considerado el
constructor del racionalismo.
2. Período romántico (Hasta finales del sigo XIX).
El sentimiento personal, los impulsos de la naturaleza humana, la vida, la libertad, la
imaginación, la espontaneidad son considerados como el verdadero asiento de la religión.
Lo fundamental para la fe cristiana no era el contenido doctrinal de la Escritura sino la
experiencia.
No importaba la doctrina ni el dogma, sino el sentir del alma y el corazón de cada
persona individualmente para dirigirse en la búsqueda de las verdades divinas.
3. Modernismo (Desde mediados del siglo XIX hasta la tercera década del XX).
Fue la última fase de la formación del liberalismo. La idea del progreso humano,
científico y un acentuado interés histórico sobresalen del modernismo.
Los teólogos modernistas intentan armonizar su conocimiento religioso con los
movimientos culturales, filosóficos y científicos en boga.
La metodología en el análisis de la doctrina cristiana tiene como base y parámetro los
nuevos descubrimientos de la ciencia y los postulados de la sicología y sociología que
protagonizaron en ese tiempo. La Biblia fue colocada en último término en asuntos de fe y
moral; su veracidad fue multitud de veces cuestionada, y en cuanto los escritos sagrados y
los científicos discrepaban, prevalecía el punto de vista modernista.
Con la conjunción de estas corrientes queda conformado el liberalismo.

Presupuestos del liberalismo


Veamos algunas de las tendencias que caracterizan esta corriente de pensamiento:
1. La plena libertad de pensamiento y acción. Significan con esto la eliminación de toda
limitación impuesta por los prejuicios y convencionalismos de la tradición. Poseen una

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actitud de franca hostilidad ante cualquier forma de coerción o autoridad externa.
2. La autonomía y supremacía de la razón humana. La fe cristiana se ve reducida a los
elementos que pueden ser explicados y defendidos racionalmente. La lógica tiene la última
palabra.
3. El humanismo antropocéntrico. El hombre es exaltado como centro del pensamiento y
la experiencia religiosa. Se manifiesta un optimismo excesivo al creer que por sí mismo y
con sus dotes naturales es capaz de resolver toda problemática existente. Según ellos, Dios
no interviene en los asuntos humanos, ni necesita intervenir. El ser humano es
autosuficiente, es la medida de todas las cosas.
4. Una apertura constante al cambio en conceptos teológicos. Para ellos, la teología es
adaptable ora a la filosofía, ora a las ciencias naturales e históricas. En la medida que se
presenta el progreso cultural, es aconsejable la acomodación.
5. Una doctrina de la inmanencia de Dios que raya en el panteísmo muy a menudo. Lo
definen como una fuerza del bien que ama a todos sin ir contra nadie, como el Padre de
todo ser humano sin importar el credo, que trabaja principalmente en el desarrollo cultural,
filosófico, sociológico, moral y estético. El perfeccionador de una raza inmadura que
camina hacia la cumbre, más bien que el redentor de la humanidad perdida.
6. Una cristología que desconoce la encarnación del Verbo. Convierten a Jesús en un
hombre lleno de fuerza sobrenatural, más bien que un Salvador divino. Diferencian al
Cristo de los evangelios del Jesús histórico. Hacen del primero un invento de la iglesia
primitiva que, por su profunda admiración hacia el Maestro y sus enseñanzas, lo vistió de
una gloria exagerada. Según ellos, los apóstoles atribuyeron al Señor poderes fantásticos
que se convirtieron finalmente en un estorbo, pues los hombres dejaron de ver el ejemplo
del simplemente humano Jesús y sus bondades, y se desviaron hacia la fantasía de su poder.
Para erradicar el “problema” los liberales inventaron un Jesús histórico. Despojaron al
Señor de sus atributos divinos, para presentarlo “limpio” a la humanidad. No lo ven como
un Salvador sobrenatural, sino como un ser ejemplar gracias a que vivió el amor y la ética
para con sus semejantes en forma inigualable. Otras doctrinas igualmente fundamentales,
como el nacimiento virginal, la muerte vicaria y la resurrección, son consideradas mitos o
supersticiones de la iglesia apostólica. Niegan la segunda venida. Muchos de ellos hablan
del establecimiento del reino de Dios a través del progreso moral universal.
7. La Sagrada Escritura como un registro meramente humano. Lo consideran un libro
con grandiosas enseñanzas morales, pero en ningún modo infalible ni normativo. Rehúsan
tratar cualquier cosa como verdadera por el simple hecho de que la Biblia lo afirme. Bajo
la influencia de Wellhausen, Strauss y los investigadores de la alta crítica, se comenzó a
cuestionar la veracidad de los hechos históricos en que los escritores bíblicos basan el
evangelio. No estaban dispuestos a someter más sus pensamientos a las afirmaciones de
las Escrituras. Hicieron de esta última la sierva de sus postulados. Interpretaban los textos
mediante la óptica de los principales filósofos del momento. Afirmaban que interesa en
realidad no lo que la Biblia dice, sino lo que uno interpreta de ella, según la experiencia y
el nivel intelectual que se tenga.
8. Un gran escepticismo y antagonismo hacia los elementos sobrenaturales del
cristianismo. Los milagros, según ellos, son intrusiones en el orden natural, por lo que
Dios sería incongruente al poner leyes naturales que luego él mismo quebrantaría. La alta
crítica proveyó al liberalismo de los argumentos “científicos” para desechar como mitos y
leyendas los acontecimientos prodigiosos narrados en la Biblia, aduciendo que ni científica

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ni históricamente tales sucesos son comprobables.
9. La negación del pecado original. Adán y Eva fueron convertidos en figuras simbólicas y
la creación divina se volvió evolución. De esta manera, el mundo se ve “liberado” de la
contaminación espiritual y la impotencia moral generadas por un pecado que nunca
cometió una pareja que jamás existió. Asumen una visión de la humanidad no como
degradada, sino elevándose cada vez más en un camino ascendente de moralidad y
espiritualidad.
10. La tolerancia y pluralidad de corrientes teológicas. Su mentalidad amplia les hizo
repeler todo dogmatismo eclesiástico. Permanecían abiertos a recibir nuevas posturas
doctrinales, por heterodoxas que fueran. Muchos promovieron la idea de que todas las
religiones se basan en una percepción común de Dios, aunque difieren en detalles y énfasis
según el lugar que cada uno ocupa en la escalera de la evolución. Sin embargo, toda
diferencia entre religiones debía supeditarse en importancia a la tarea de promover la ética,
tanto en el plano personal como social. Según su perspectiva, la tarea del cristianismo es
buscar la renovación de la sociedad en lugar de evangelizar a los individuos.
Los liberales llegaron demasiado lejos en sus consideraciones. El texto bíblico fue violentado
mil y una veces, haciendo del racionalismo antisobrenaturalista el parámetro hermenéutico que
“ayudaba” a la Biblia a decir lo que no pudo decir por sí misma. Por ejemplo, en el pasaje de la
alimentación de los cinco mil (Juan 6:1–15), no es que Jesús haya multiplicado milagrosamente
los alimentos. Tomó como ejemplo al pequeño que compartió su comida e invitó a los demás a
hacer lo mismo. Así cada uno comenzó a sacar lo que traía y al final se completó para todos. De
igual forma, cuando la Biblia afirma que Jesús anduvo sobre el mar y luego rescató a Pedro que se
hundía, señalan que la barca andaba cerca de la orilla y Jesús caminaba sobre la playa. De modo
que cuando el impulsivo Simón saltó al agua fue fácil para el Señor darle la mano y sacarlo.
Llevados por la impresión, a los discípulos les pareció como si Jesús hubiese caminado sobre las
aguas. Sobre los milagros de sanidad, afirman que son exhibiciones extraordinarias de una
habilidad médica.
Hegel habló de la encarnación de Cristo como el Dios-Hombre como algo irreal; un modo de
expresar la verdad de que la divinidad y la humanidad son una sola esencia, que la vida de los
hombres es la vida de Dios en forma temporal.
Del mismo modo creía que la muerte, la resurrección y la ascensión de Jesús son narraciones
figuradas que ilustran como el hombre finito está sometido a la negación y a la decadencia; pero
al mismo tiempo, a causa de su unidad con Dios se eleva a una participación sublime en el progreso
positivo del cosmos.
Por su parte F. Strauss combinó la filosofía hegeliana con las enseñanzas de la Biblia,
formulando así la teoría del mito. Así el origen del cristianismo se halla en una idea o un grupo de
ideas. Explicaba que fue el espíritu de veneración lo que llevó a la iglesia primitiva a presentar al
Señor con un ropaje fantástico. Se refería a Jesús como un hombre cualquiera, en el cual cobró
impulso el proceso del desarrollo de la humanidad hacia la perfección absoluta. Argüía que el
Dios-hombre no es una persona, sino la humanidad en pleno. Las cualidades atribuidas al Cristo
son en realidad los atributos de la razón humana en toda su bondad.
A. Ritschl, el padre de la teología de los valores morales, en su ideología rechazó el pecado
original y admitió la posibilidad de vidas sin pecado. La muerte de Cristo, según él, no es un acto
de propiciación por la necesidad humana, sino la muestra de una lealtad suprema a su vocación.
Martínez, citando a H. R. Niebuhr, señala el origen del seudoevangelio liberal que presenta un
Dios sin cólera, conduciendo hombres sin pecado hacia un reino sin juicio por la mediación de

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un Cristo sin cruz.
El liberalismo fue bien recibido en un amplio sector del cristianismo, en las facultades de la
teología europeas prevalecía el punto de vista moderno de la Biblia.
Como era de esperarse, un ataque tal no quedaría sin respuesta por la parte ortodoxa. La luz no
podía permitir que las tinieblas prevalecieran. De las principales denominaciones evangélicas
surgieron celosos y capacitados defensores de las doctrinas fundamentales del cristianismo.
Ya para finalizar el siglo XIX se habían constituido conferencias para el estudio profundo de
las Escrituras. El fin era instruir a líderes y laicos en la teología bíblica, como una vacuna
preventiva contra el cáncer del liberalismo. Se establecieron serias instituciones educativas de
corte ortodoxo. Estos colegios, universidades y seminarios se encargaban de preservar y expandir
la sana doctrina. El preclaro maestro A. B. Simpson fundó el instituto bíblico de Nyack en 1822.
El evangelizador de multitudes, D. L. Moody, estableció su instituto hacia 1886. A ellos les
siguieron centenares de centros educacionales en todos los niveles que pugnaban por un
fundamentalismo bíblico.
La baja crítica y el análisis de los descubrimientos arqueológicos realizados por los eruditos
conservadores otorgó evidencias contundentes a favor de la credibilidad de la Biblia y contra los
prejuicios del liberalismo.

Los fundamentalistas
En 1910 se publicó la obra The Fundamentals (Los Fundamentos), una serie de doce libros en
pugna abierta contra el liberalismo. Distinguidos eruditos conservadores participaron en la
redacción, publicación y distribución de ejemplares a pastores y seminaristas protestantes en el
mundo entero. Como resultado de este despertar teológico surgieron las declaraciones de fe, que
dieron lugar para que los liberales los llamaran fundamentalistas, oscurantistas, mentes estrechas,
hostiles a la erudición verdadera.
El movimiento fundamentalista desarrolló sus características distintivas principalmente en
Estados Unidos. Las doctrinas que los defensores de las declaraciones de fe sostenían son las
siguientes:
• La infalibilidad y suprema autoridad de las Escrituras
• La trinidad divina
• La encarnación y el nacimiento virginal del Señor
• La plena deidad y humanidad de Jesús
• La muerte expiatoria sustitutiva de Cristo
• La resurrección corporal de Jesucristo
• La ascensión de Cristo a la diestra de Dios
• La segunda venida del Señor
• El pecado original
• La salvación eterna por la fe en Jesucristo
• El castigo eterno de los impíos
La palabra fundamentalismo se aplicó formalmente en 1920, cuando Curtis Lee designó así a
su partido antimodernista en la Convención Bautista del Norte. Muy pronto, el término pasó a
describir a los grupos de protestantes evangélicos que militaron contra la teología modernista
liberal y secularista que pululaba en el mundo religioso.
Especialmente en Estados Unidos, donde el liberalismo había cobrado fuerza, los

57
fundamentalistas encontraron multitud de aliados que deseaban presentar defensa de la sana
doctrina. La tendencia conservadora era fuerte entre los presbiterianos del norte, consolidada por
el liderazgo intelectual del Seminario Teológico de Princeton, donde se enseñaba que la creencia
histórica en la infalibilidad y autoridad bíblica debe sostenerse debido tanto a las pruebas externas
de su carácter divino, como al testimonio de la Biblia acerca de sí misma. En este sentido, las
prolíficas plumas de A. Alexander, C. Hodge y B. B. Warfield, resultaron armas estratégicas en la
defensa contra el liberalismo.
Otros movimientos importantes propagaban la teología fundamentalista. El movimiento de la
santidad, surgido en la segunda mitad del siglo XIX, distinguido especialmente por su énfasis en
las experiencias espirituales y el derramamiento del Espíritu Santo sobre los creyentes que los
conduce a vidas de perfección. No podía quedar fuera el pentecostalismo. La gran mayoría
pentecostal adoptó la militancia antimodernista, ya que su énfasis en el poder salvador de Cristo,
la sanidad divina, el bautismo en el Espíritu Santo y la segunda venida del Señor, chocan de frente
contra toda negación de la realidad sobrenatural afirmada por las Escrituras.
Durante la década de los veintes, los fundamentalistas embatieron duramente los avances
modernistas en las principales denominaciones evangélicas. Hubo controversias menores entre
conservadores y liberales en distintas iglesias en EE.UU. y Canadá. El fundamentalismo comenzó
a adquirir una dimensión cultural.
En esta época, William J. Bryan (1860–1925) dirigió una fuerte campaña contra la enseñanza
de la teoría de la evolución en las escuelas públicas en EE.UU. por considerar que socavaba la
autoridad bíblica y promovía el relativismo moral. El marxismo, romanismo, el alcohol, el tabaco,
el baile, el juego de naipes y la asistencia al teatro fueron otros blancos de los ataques
fundamentalistas.
Luego, para los años treintas la corriente giró hacía una expresión distintivamente eclesiástica.
Los fundamentalistas a ultranza sentían que era su deber separarse de los grupos que albergaban
liberales y formar nuevas congregaciones y denominaciones independientes. El separatismo se
tornó para muchos en prueba de la fe verdadera.
Sin embargo el peligro del extremismo nunca se ausenta de los debates doctrinales. Muchos
fundamentalistas en el afán de cerrar toda puerta de introducción al liberalismo, se dedicaron a
formular reglamentos super estrictos y que, en ocasiones, tendían fuertemente hacia el simple
conservadurismo cultural, que en el ataque al liberalismo se llevaban de encuentro a su paso
algunos principios de la libertad cristiana. Así muchos huyendo del liberalismo cayeron en el
legalismo farisaico; escondiendo la sencillez del evangelio de la cruz de Cristo, en un sinnúmero
de reglas de vestir, de hablar y de pensar que poco o nada tiene que ver con la salvación por gracia.
Hasta hoy, la batalla continúa y ninguno de los combatientes cesa en su esfuerzo por demoler al
enemigo. Existen en todo el mundo eruditos, iglesias, denominaciones y publicaciones tanto
fundamentalistas como liberales.
El liberalismo está siempre presto para infiltrarse en todo creyente y toda iglesia sedienta de la
novedad y que menosprecie la sana doctrina. John Macquarrie cita las palabras de un famoso
predicador de una de las principales capillas de Londres, que se caracterizó por sus constantes
ataques contra la teología tradicional. R. J. Campbell es quien aserta:
La caída no significa una caída del hombre (el cual, por el contrario, constantemente se yergue
y se eleva), sino caída de lo infinito en lo finito, el proceso por el cual la vida divina pasa a
desarrollarse en unas existencias limitadas, semejante proceso comporta pecado y sufrimientos,
pero éstos no son sino medios para un gran fin. La consubstancialidad de Cristo con el Padre no
significa que Cristo fuera un ser único en su constitución; Jesús es ciertamente único desde el

58
punto de vista histórico; es el modelo de la excelencia humana y aquél que reveló la unidad entre
Dios y el hombre; pero ningún abismo infranqueable le separa del resto de la humanidad. La
cualidad de Cristo (la “cristidad”) es una potencialidad para todos los hombres, puesto que todos
son la substancia de Dios y toda la historia humana es encarnación divina.
Macquarrie escribe también sobre los propulsores del movimiento americano llamado “Nuevo
pensamiento”, que procuraba poner de manifiesto la verdad de todas las religiones. Su corte
liberalista se nota en ideas tan heterodoxas como:
• Nada está fuera de Dios.
• El hombre no difiere de Dios en esencia o cualidad, sino en grado.
• Los hombres son espíritus individualizados, mientras que Dios es el espíritu infinito que
los incluye a todos.
• El mensaje esencial del cristianismo es idéntico al de las demás grandes religiones, de
suerte que lo mismo habría de dar, rendir culto a Dios en una catedral católica, en una
sinagoga judía, o en un templo budista.
• Este mensaje universal de la religión es el requerimiento a proceder a la realización
consciente de nuestra unidad con el Espíritu infinito. Proceder a semejante realización
consciente supone la transformación de mero hombre en un hombre-Dios.
Por otro lado la editorial CUPSA, publica un libro llamado Como interpretar la Biblia cuyo
autor, James E. Efird, sostiene la teoría documental de Wellhausen y las tesis de la alta crítica,
aduciendo que corren peligro de impedir el desarrollo real del entendimiento quienes defienden
el concepto plenario de la inspiración bíblica. Es impresionante hasta dónde puede llegar un
teólogo que niega la inerrancia de la Biblia. Aquí se nota la aberración en algunas declaraciones
extraídas del documento:
Sobre Israel, sostiene que hubo muchas tribus y pueblos con historia y tradiciones propias, los
cuales después del Éxodo se unieron para formar la nación. Así que no son sólo los descendientes
de Jacob como la misma Escritura afirma.
La Pascua no es una ordenanza divina revelada a Moisés para Israel, sino un antiguo rito
practicado por algunas de las tribus y de los pueblos que finalmente se unieron para formar
“Israel”, que al ver el peligro del olvido de su tradición, transfirieron su origen y significación al
registrarlo en la Escritura como ligado a un gran acontecimiento: El Éxodo de Egipto. Así le darían
la relevancia deseada al festival y asegurarían su trascendencia.
Efird no repara en afirmar: Entre los materiales bíblicos se encuentran mitos, o mejor dicho
relatos de carácter mítico ¡nos guste o no!. Incluye en los relatos míticos narraciones como la de
la creación (Génesis 1:2), el diluvio (Génesis 7:7) y la confusión de lenguas en Babel (Génesis
11).
El multicitado autor asegura que la Torah es un compuesto de varios relatos y tradiciones
transmitidos de generación en generación durante siglos antes de tomar forma escrita. En cada
etapa del desarrollo, el material se usó en nuevas situaciones según iban cambiando las
circunstancias. Asegura que el relato de la muerte de Moisés se encontraba en Números y que
luego, quien compuso Deuteronomio, colocó el relato al final del libro para que pareciera
congruente la Torah (p. 53). Coloca el escrito deuteronómico en los principios del exilio (p. 41).
Ubica la conformación de la Torah hasta el año 400 a.C. (p. 54).
Habla este teólogo liberal de la “saga” o la leyenda sobre los héroes bíblicos y sus proezas que
contribuían a que la gente se sintiera más vinculada a un pasado glorioso. Abraham, Isaac, Gedeón,
Sansón, David son algunos personajes cuyas historias caen en la categoría de sagas. Efird declara:

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La mayoría de este tipo de relatos posee cierto grado de veracidad, pero se hallaban tan distantes
de sus orígenes en el momento de adquirir forma escrita, que resulta imposible decir con precisión
qué fue realmente lo que sucedió, y cuándo, y quién dijo qué cosa… quienes redactaron los
documentos, no estaban preocupados por lo específico del dato histórico externo sino por el
significado religioso de que estos relatos eran portadores. (p. 43).
Para él, la Biblia está saturada de relatos de carácter etiológico, los cuales explican el por qué
de ciertos aspectos del mundo. Algunas sociedades propusieron explicaciones seculares para tales
fenómenos pero los hebreos revistieron todas estas explicaciones con un manto religioso. (p. 43).
Jonás, en su parecer, no es una obra histórica, sino sapiensal, simbólica e hiperbólica. Es
posible que tal “pez grande” ni siquiera haya existido. Se trata de un recurso para evitar el racismo
y atacar la discriminación que los líderes judíos hacían para con los gentiles en los tiempos de
Esdras y Nehemías (Esdras 10; Nehemías 13:3). (pp. 85–88). Efird se atreve a afirmar que los
evangelistas interpretaban los dichos de Jesús a su manera, y aun añadían o alteraban frases según
lo consideraran conveniente. (p. 116).

Conclusión
No cabe duda que de no prevenirlo, el liberalismo destruiría la fe de muchos. Al lograr que
uno dude de la inspiración divina y, por ende, de la autoridad infalible de las Escrituras, no existe
ya nada que detenga la desviación de la fe.
El cristianismo no debe olvidar que el fundamento inamovible de la fe es la revelación divina
como se halla en las Sagradas Escrituras. La evidencia interna y externa de la Biblia, al afirmar de
sí misma su origen divino (2 Timoteo 3:16) y mostrar su poder y eficacia en la transformación
moral y espiritual de aquellos individuos y naciones que se apropian de su verdad, debe ser la
bandera de la iglesia del Señor.
Los martillos de la crítica se han quebrantado y seguirán resquebrajándose, mientras el yunque
inconmovible de la verdad bíblica permanece para siempre (Salmos 119:89; 1 Pedro 1:24, 25).
Apoyados en tal cimiento, despreciamos el ridículo dios del liberalismo, y contemplamos al Dios
de la suprema justicia, que no excluye el amor, pero que habiendo ofrecido eterna y plena
redención en Cristo al pecador, es también fuego consumidor para quienes rechazan la provisión
divina (Hebreos 10:29–31; Apocalipsis 20:15).
No importa qué tan buen ejemplo sea el Cristo puramente humano del liberalismo, el bíblico
siempre es superior, con una mejor esperanza y una mayor efectividad para salvar al hombre. Jesús
es Dios (Juan 1:1); nació de una virgen por obra del Espíritu Santo (Lucas 1:35); murió por
nosotros (Romanos 5:8), en expiación por nuestros pecados (Romanos 4:25; Hebreos 2:17);
reconcilió con el Creador a todo aquél que se apropia de sus beneficios (Juan 1:12; Romanos 5:1,
10); resucitó al tercer día (1 Corintios 15:4); y ascendió a la diestra del Padre para interceder
eternamente por los suyos (Lucas 24:51; Hebreos 4:14–16). Este Jesucristo, y sólo él, es el único
en quien el hombre encuentra la respuesta a su más apremiante necesidad, la salvación (Hechos
4:12 y 1 Timoteo 2:5).
Creer en un Dios que no puede manifestarse sobrenaturalmente o en un superhombre con
capacidades divinas, es el peor engaño del liberalismo. La Biblia, de principio a fin, testifica los
grandiosos milagros y prodigios que saturan la historia por la mano poderosa de Dios. Se habla de
incontables obras realizadas por el Señor (Juan 21:25). Por si esto fuera poco, basta investigar
entre los creyentes de hoy para añadir fuerza al testimonio, y darse cuenta que el Nazareno sigue
haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo (Hechos 10:38).

60
Sin el omnipotente Dios de la Biblia, sin el Cristo salvador y sanador y sin la infalible dirección
del Espíritu Santo, sólo queda el miserable y cada vez más impotente hombre ante la cada vez más
desastrosa situación mundial, sin razón para existir. El liberalismo arrastrará a sus adeptos, pero
los fieles mantendrán sus ojos bien fijos en Jesús, el autor y consumador de la fe (Hebreos 12:2).

11
Pentecostalismo vs. Neopentecostalismo

La recepción del bautismo en el Espíritu Santo ha existido a lo largo de la historia de la


Iglesia. En efecto, en el paso de los siglos se registran manifestaciones glosolálicas y
sobrenaturales genuinas. Pero fue a partir del siglo XIX cuando se generalizó el interés en esta
experiencia y marcó nuevos rumbos. Aquellos años contemplaron un resurgimiento de los
carismas del Espíritu, el cual ocurrió en países diferentes y sin una relación directa entre sí.
Uno de estos lugares fue el Instituto Bíblico Bethel, fundado por el entonces ministro metodista
Charles Fox Parham, en la ciudad de Topeka, capital del estado norteamericano de Kansas.
Alumnos y maestros de la institución investigaban sobre el tema del bautismo en el Espíritu Santo
en el libro de los Hechos. Encontraron en las páginas inspiradas que la evidencia constante de su
recepción era el hablar en otras lenguas, según el Espíritu daba que hablasen (Hechos 2:4).
Entusiasmados por el tema, decidieron hacer de él un motivo de oración. Precisamente en una
velada llevada a cabo en la víspera del primer día de enero de 1901 la señorita Agnes Ozman
recibió su bautismo de fuego con la evidencia de hablar en otras lenguas. En los días subsiguientes
esta experiencia se repitió en los asistentes.
Toparon de frente los recién bautizados con la teología tradicionalista que prevalecía entonces.
Ésta consideraba la glosolalia y los dones sobrenaturales como manifestaciones exclusivas para el
tiempo y la misión apostólicos. Locos, emocionalistas, endemoniados, eran motes comunes para
tildar a los de la experiencia pentecostal.
Para 1905, Parham trasladó el colegio a la ciudad texana de Houston. Allí estudió uno de los
más renombrados pioneros del pentecostalismo, William J. Seymour. Era de raza negra y además
tuerto. Un año después, en 1906, Seymour llegó a Los Ángeles, California. Predicó en una iglesia
nazarena sobre el hablar en lenguas como evidencia de ser bautizados en el Espíritu Santo. El fruto
fue su expulsión.
Continuó predicando sobre el tema, aún sin ser él mismo bautizado por el Espíritu Santo. Hasta
que en una reunión de hogar el Espíritu fue derramado sobre él y muchos asistentes. Luego de un
tiempo llegaron a un establo ubicado en Azusa 312. Seymour lo llamó Misión del Evangelio de la
Fe Apostólica. El lugar fue testigo mudo de las innumerables maravillas que Dios ejecutó entre los
asistentes. De todas partes venían a la calle Azusa para contemplar y vivir en carne propia el fuego
del avivamiento, como en el libro de los Hechos, para luego llevarlo a sus lugares de procedencia.
Los medios de comunicación cumplían labor de difusión de las nuevas a las masas. Lenguas,
poder, sanidades, milagros en Azusa, era la noticia del momento.

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La investigación histórica menciona avivamientos previos al siglo XX. Hulburt señala que al
mismo tiempo de lo acontecido en Azusa, se supo que se habían producido manifestaciones
similares del Espíritu Santo en muchas ciudades del Este y del centro de los Estados Unidos, como
así también en el Canadá, Chile, India, Noruega y las Islas Británicas. Luego añade: El mensaje
pentecostal se esparció con tal rapidez que recibió el nombre de movimiento. En virtud de ello el
término “Movimiento Pentecostal” pasó a designar a todos los grupos que recalcaban la recepción
del Bautismo en el Espíritu Santo, acompañada del hablar en otras lenguas, según inspiración
divina. Hulburt, La Historia de la Iglesia Cristiana, p. 209. Vida
El Nuevo Diccionario de Teología define así al movimiento pentecostal: Es una corriente
dentro del evangelicalismo arminiano con énfasis distintivo sobre una experiencia adicional
después de la conversión, es decir, el bautismo en el Espíritu Santo como una dotación de poder
señalado por el hablar en lenguas (glosolalia) y sobre los dones del Espíritu.

Trasfondo doctrinal
La teología pentecostal tiene su origen en varios aspectos del fundamentalismo del siglo XIX
en los Estados Unidos, según refiere el Nuevo Diccionario de Teología arriba citado, en su página
733:
1. Los grupos de santidad. Enseñaban que luego de la conversión el creyente puede recibir
una experiencia de satisfacción total. A esto, predicadores como Carlos Finney le llamaban
bautismo del Espíritu Santo y dotación de poder.
2. La enseñanza de quienes afirmaban que el bautismo en el Espíritu Santo era una dotación
de poder posterior a la conversión, principalmente para el testimonio y el servicio y no para
la perfecta santificación. Entre éstos se cuenta al reconocido líder R. A. Torrey (1856–
1928).
3. La doctrina de la sanidad divina que se recibe por la fe, la cual tuvo como principales
proclamadores a los maestros A. B. Simpson (1843–1919) y A. J. Gordon (1836–95).
4. La corriente premilenarista y su exhortación a vivir en la expectativa del inminente regreso
del Señor Jesucristo. J. N. Darby y C. I. Scofield se enlistan como los principales maestros
de esta corriente.
Así resultó la conformación del énfasis cuadrangular de la predicación pentecostal: Cristo
salva, sana, bautiza en el Espíritu Santo y regresará en cualquier momento por su Iglesia. La
concentración del movimiento en la experiencia de la glosolalia pronto condujo a la separación de
las comunidades eclesiales en las que se manifestó y a la formación de iglesias pentecostales
propias.
Al igual que todo movimiento evangélico, el pentecostalismo reafirma la importancia de
predicar el evangelio bíblico de la salvación por medio de la fe en Cristo. Además, se sostiene en
la doctrina de la sustitución penal en la expiación, el sacerdocio universal de los creyentes, la
responsabilidad evangelizadora de la iglesia, la consagración personal y el abandono de todo vicio
y práctica mundana, amén del retorno premilenial e inminente de Cristo.
La neumatología es el sello distintivo de la teología pentecostal: El Espíritu Santo habita en el
creyente como fuente vivificadora y garantía de propiedad en el Señor (Romanos 8:9–11).
Establece morada y lugar de adoración en el ser regenerado (1 Corintios 3:16). Se derrama sobre
él a fin de capacitarlo para un testimonio efectivo y poderoso (Lucas 24:49; Hechos 1:8). Los
dones sobrenaturales y los milagros son para la Iglesia en todo tiempo, tal y como aparece en el

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libro de los Hechos (2:43; 4:30, 31; 28:8, 9), así como en la primera epístola de Pablo a los
Corintios (1 Corintios 12). Estos carismas constituyen parte esencial del bagaje del cuerpo de
Cristo.

Aparición de los neopentecostales


Se extendió por las iglesias históricas después de la segunda guerra mundial, a partir de la
década de los cincuentas, lo que se consideró una nueva ola del despertar pentecostal. El
movimiento brotó también en círculos católicos norteamericanos y pronto se adjudicó seguidores
en el mundo entero.
Dos hombres resultaron claves en este nuevo movimiento carismático: Dennis Bennett y David
Duplessis. El primero es considerado el padre del movimiento. Pertenecía a la iglesia episcopal y
ejercía su ministerio en California, en los Estados Unidos. Sin embargo, en 1956 fue convencido
de la promesa del bautismo en el Espíritu. Se dedicó a buscarla y la recibió. En esta búsqueda fue
seguido por varios de sus miembros y lo mismo ocurrió con ellos. Pronto se consagró a predicar
sobre su experiencia, y por esta causa se le pidió renunciar, lo cual hizo en seguida. Fue enviado a
una misión pequeña, pero las sanidades y milagros atrajeron a centenares de personas, entre las
cuales iban pastores de iglesias tradicionales. Mientras la gente presenciaba el servicio era llena
del Espíritu. Así la renovación carismática causaba impacto en las denominaciones históricas. El
otro hombre de no menos peso en el movimiento es David Duplessis, mejor conocido como “Mr.
Pentecost”, quien dedicó largo tiempo de su vida a difundir el mensaje del nuevo pentecostés entre
las grandes iglesias.
Vino después como una reverberancia subsecuente, lo que Pedro Wagner llamó la tercera
oleada, que ha venido a ser la conformación de nuevos grupos religiosos carismáticos peculiares,
que no adhieren a la teología ni a la práctica pentecostal clásica. En ocasiones ni aun se reconocen
a sí mismos como evangélicos, pero ante los ojos de un observador cualquiera su liturgia efusiva
y desbordante, le haría pensar que no son otra cosa que pentecostales. A estos grupos que
devinieron del movimiento de la renovación carismática de los años sesentas se les llama
“neopentecostales”.

Similitudes
Mucha gente considera como una sola corriente lo pentecostal y lo neopentecostal. Incluso, la
mayoría identifica a una iglesia carismática como pentecostal debido a las similitudes entre ambas:
• Énfasis en la persona y el ministerio poderoso del Espíritu Santo en los creyentes.
• Enseñanza frecuente sobre los dones espirituales y su actualidad en la iglesia
contemporánea, aunque desde diversos enfoques.
• Práctica de la glosolalia.
• Predicación entusiasta y fervorosa, aunque difieren en ciertas pautas de conducta.
• Alabanza dinámica y motivadora.

Diferencias
Por otro lado, un análisis más detallado de la doctrina y la práctica, que finalmente es lo que
cuenta para definir la línea de una corriente y otra, evidenciará las diferencias entre el

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pentecostalismo histórico, clásico o tradicional, y el neopentecostalismo.

Diferencias doctrinales
Las iglesias pentecostales clásicas tienen un cuerpo doctrinal apegado al fundamentalismo.
Consideran las Sagradas Escrituras como revelación divina inspirada y norma infalible de fe y
conducta. La doctrina se desprende de la interpretación histórico-gramatical de la Biblia. No así el
caso de las congregaciones neopentecostales, en las cuales no existe definición teológica clara o
permanente. No tienen un patrón concreto y sistemático de doctrinas y hay tantas corrientes de
interpretación como líderes existen entre ellos. Así que en su teología pueden aparecer elementos
que van desde el más puro fundamentalismo, hasta las mayores extravagancias. Por lo mismo, las
iglesias del movimiento neopentecostal han resultado una puerta franca por donde penetran las
más variadas corrientes de doctrina.
El aspecto carismático es elevado a niveles de importancia extraordinarios en el movimiento
neopentecostal. La manifestación de los dones espirituales es lo máximo entre ellos. El poder es
enfatizado con exageración, por lo que cuestiones de tanta trascendencia, tales como el fruto del
Espíritu, la santidad y la imitación del Señor Jesucristo, son aspectos muy a menudo sacrificados
en aras de la enseñanza sobre la unción y la autoridad espiritual. Incluso algunos carismas son
hiperapreciados sobre otros, tal como en el caso de las lenguas y la profecía. En cuanto a las
primeras, muchos neopentecostales no relacionan necesariamente el hablar en lenguas con el
bautismo en el Espíritu Santo, a diferencia del pentecostalismo clásico. Con respecto a las
proclamaciones proféticas llegan a extremos en que la pretendida voz del Espíritu toma para ellos
precedencia sobre la palabra escrita de Dios. Incluso llegan a declaraciones tan exóticas y
lamentables como: Dios es más grande que su palabra. Novedoso pero necio. Y a esto le llaman
la nueva hermenéutica. Esto de anteponer cualquier elemento a la supremacía de la revelación
bíblica es el principio de toda aberración.
Entre los neopentecostales carismáticos también es notable una exaltación desmedida del
liderazgo. El líder aparece como el “iluminado”, el que tiene revelación fresca y directa en grado
superior a los demás. Habla con Dios “de tú a tú” y tiene la dirección divina para su congregación.
El pueblo cree y sigue lo que el Señor le “muestre” a través de su ungido.
A muchos sólo les interesan los resultados numéricos. Lo cuantitativo es señal de buena o mala
dirección. El que más gente atrae, el que más enfermos sana, el que más demonios expulsa, el que
más éxito tenga en sus programas, el que más revelaciones reciba, el que más canciones grabe, es
el más auténtico. Definitivamente, no toda la iglesia donde se habla en lenguas y se profetiza es
pentecostal.
Ahora bien, al diferenciar no se debe caer en el extremo de satanizar sin prudencia todo lo que
ellos hagan. Hodges, sobre el análisis del neopentecostalismo, expresa: Debemos saber reconocer
una auténtica obra del Espíritu donde ella exista. No permitamos que se imponga nuestro prejuicio
contra un determinado grupo, o aferrarnos a ideas preconcebidas de cómo debe actuar Dios en
una situación dada y cerrar nuestros ojos a la posibilidad de que puede haber en marcha una
verdadera obra del Espíritu que no se ajusta a nuestros propios conceptos. Donde quiera que
actúe Dios debemos cooperar con su tarea. Al mismo tiempo no dejemos de lado las áncoras de
nuestra fe. Aferrémonos a la autoridad de las Sagradas Escrituras.
No se debe negar a la ligera el hecho de que la soberanía divina decida derramar su Espíritu
para bautizar y llenar a los creyentes fuera del ámbito pentecostal. Después de todo, es para
cuantos el Señor nuestro Dios llamare (Hechos 2:39). A la vez, no se debe errar al descuidar la

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defensa de la fe, por el solo hecho de una experiencia auténtica. No debemos cerrar los ojos y
callar ante las aberraciones de doctrina y práctica que suceden entre muchos de estos
contemporáneos grupos carismáticos. Sobre todo, es necesario prevenir a la iglesia sobre aquellos
que en la persecución de nuevas experiencias caen en extremos intolerables. Los cristianos no sólo
necesitan una experiencia genuina, sino también una forma de vida genuina dirigida por el Espíritu
Santo, en apego a los principios de la Biblia.
Un ejemplo: En el libro Las Apariciones de la Virgen en Medjugorje, del teólogo romanista
René Laurentin, marianista acérrimo, se defiende la autenticidad de las apariciones de la virgen en
aquella región. Presenta como argumento el juicio de personajes distinguidos que acudieron al
lugar, investigaron el asunto y, por supuesto, dictaminaron a favor de las apariciones. Entre ellos
hay psíquicos, parapsicólogos, musulmanes y demás. Pero llama la atención que el nombre de
David Duplessis aparezca entre los testigos favoritos del autor para certificar lo auténtico de las
apariciones. Laurentin se expresa así de él: destacado defensor del movimiento pentecostal y
hombre de gran calidad espiritual, que ha abierto ese movimiento al ecumenismo y consagrado
su vida a un notable discernimiento espiritual, quedó impresionado de manera enteramente
positiva por su visita a Medjugorje. Luego cita textualmente la impresión de Duplessis: Vuestra
tradición católica sobre María me ha dado miedo durante mucho tiempo, porque entre nosotros
no ocupa un lugar tan importante. Pero entre vosotros he percibido que María conduce a Cristo.
Hablaré de ello al papa cuando lo vea.

Conclusión
El relato anterior evidencia cuán lejos pudiera alejarse uno de la verdad cuando la experiencia
sola, y no las Escrituras, constituye el patrón de fe y conducta. La iglesia debe saber que la doctrina
cristiana no se conforma por un elemento experiencial, ni por una revelación personal extrabíblica
que reciba algún líder iluminado; sino que emana solamente de la fuente inmaculada de las
Sagradas Escrituras. El creyente tiene en ellas todo lo necesario y suficiente para hacerse sabio
para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús (2 Timoteo 3:15). En la Santa Biblia
encontraremos todos los elementos útiles para ser instruidos en justicia y capacitados para toda
buena obra (2 Timoteo 3:16, 17). Es la Palabra de Dios la que establecerá el fundamento y sentará
las bases para el ejercicio correcto y equilibrado de los carismas, de manera que la espiritualidad
no decline en un espiritualismo extraviado.

Conclusión

Las corrientes doctrinales han surgido y continuarán apareciendo al por mayor en el seno del
cristianismo. Hay quienes presumen de haber descubierto alguna verdad nueva en la Biblia, cuando
en realidad su postura es una que tiene siglos, y que otros ya la postulaban antes. Sin embargo, en
el momento en que las teologías son sometidas al filtro de la verdad divina revelada en las
Escrituras queda manifiesta su solidez o su fragilidad. Los siglos de historia que han transcurrido

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hacen y harán prueba de la verdad eterna. Pero la Biblia es la plomada que deja ver las torceduras
de las corrientes doctrinales inventadas por los hombres.
Sólo la Palabra de Dios es pura e inerrante. Su inspiración divina le atribuye calidad de
perfección. Su calidad y solidez han sido probadas por milenios y han pasado la prueba. Ha
sostenido con firmeza a la Iglesia de Jesucristo ante los embates de los enemigos de la fe y la
contaminación de las novedades doctrinales que van surgiendo. El Espíritu Santo ha utilizado la
Escritura como poderosa arma para combatir a los opositores del evangelio. Ha levantado hombres
y mujeres llenos de convicción y del conocimiento bíblico para enarbolar el estandarte de la verdad
y refutar la mentira una y otra vez en la historia.
Podemos declarar que el mensaje puro de la salvación está entre nosotros como lo estuvo con
nuestros antepasados. Ahora también tenemos que poner en relevancia el principio de la Sola
Scriptura para vacunar a la iglesia contra las corrientes religiosas que abundan y que confunden a
los creyentes con la idea de que necesitamos depender de publicaciones o revelaciones
extrabíblicas para tener un verdadero encuentro con Dios. No podemos permitir que el mensaje
cristocéntrico desaparezca de nuestra cátedra como iglesia. Necesitamos enfatizar lo suficiente la
persona y la obra salvadora del Resucitado para que los seres humanos conozcan el camino, la
verdad y la vida, y tengan acceso directo al Padre por medio de él.
Nunca como hoy ha sido tan pertinente la admonición paulina:
Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a
ti mismo y a los que te oyeren. (1 Timoteo 4:16). Es nuestro anhelo que los amantes de la verdad
divina levanten su voz para defenderla. Que en cada generación existan creyentes aferrados a la
doctrina de Jesucristo. La victoria de la Iglesia está asegurada, pero los campeones de la fe tiene
que pelear la buena batalla.
Es cierto que las religiones opositoras del evangelio han tomado mayor fuerza que nunca y que
sus adeptos van en aumento relativo y sus estrategias parecen más efectivas. Sin embargo, no
hemos de olvidar al que dijo que las puertas del Hades mismo no prevalecerían contra la Iglesia.
Debemos seguir confiando en que hoy como ayer, se levantarán paladines de la fe, llenos de
conocimiento y celo por el evangelio que aportarán los argumentos para contrarrestar el error y la
mentira con el poder de la verdad divina revelada en las Escrituras. Al final todo lo antibíblico será
opacado ante el esplendor de la sana doctrina que nos ha sido dada por el Señor y sus apóstoles.
Nuestro compromiso como pueblo de Dios es permanecer escudriñando las Escrituras y buscar la
iluminación constante del Espíritu Santo para que seamos inconmovibles en nuestra fe y ayudemos
a los que son víctimas de las artimañas del error.

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