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La formación de lectores, un desafío de nuestro tiempo1

Leer es, en un sentido amplio, revelar un secreto. El secreto puede estar filtrado en imágenes, en
palabras, en trozos privilegiados de ese continuo que llamamos realidad. Se lee cuando se develan los
signos, los símbolos, los indicios; cuando se alcanza el sentido, que no está hecho sólo de la suma de los
significados de los signos, sino que es algo más que los engloba y trasciende.
El que lee llega al secreto, no cuando sabe “lo que el texto dice” –y uso texto en un sentido amplio– sino
cuando el texto “le dice”.

Ahora bien, leer no es tan fácil. Ese tan recurrido slogan del “placer del texto”, como todo slogan, es
más lo que oculta que lo que revela. Leer exige una participación activa del lector y, por lo tanto, un
esfuerzo. De modo que, para que valga la pena leer, uno tiene que tener ganas, un impulso para
apropiarse del secreto Tiene que ser codiciable. Si no, ¿para qué el esfuerzo...?

Sin embargo, antes de empezar la lectura, el secreto está bien encerrado. ¿Cómo saber si es codiciable?
Es codiciable, precisamente, porque lo único que promete es la lectura. Es decir, promete decirnos
algo...

Para darle cierta concreción a lo que digo, recurro a tres momentos, a tres historias de vida:

 Hay un lector de cuatro o cinco años que sostiene en las manos un libro de cuentos. Lo tomó, lo
eligió entre los otros porque algo –el color, el dibujo, la forma, la consistencia– lo sedujo. Lo abre y
lo mira con intensidad... Las líneas tan parejitas y tan llenas de letras... Tal vez reconozca algunas.
Las mira con fuerza, como si quisiera penetrarlas, y es posible que por fin estalle en un “¡Contame!”,
añorando para sus adentros ese poder que tienen los grandes para penetrar en lo oscuro, para
descifrar el secreto...

 El segundo momento pertenece a mi historia personal. Aprendí a leer a los cuatro años, en dos o
tres tardes de invierno, en medio de una larga bronquitis. “Aprendí a leer” –y espero que se sonrían
comprensivamente recordando los métodos de los años ‘50– con “Upa”. Pero en realidad no es
cierto. Los que me enseñaron a leer fueron los “Bolsillitos”, los cuentos que mi tía Elvira abría a eso
de las seis de la tarde, y de donde salían palabras que me encantaban y que, muchísimo antes de
aprender a leer, ya me sabía de memoria... Aventuras y desventuras, acontecimientos fantásticos y
también fabulosas realidades –¡Cómo me volvía loca el formicario!– de las que me iba apropiando.
Yo codiciaba los “Bolsillitos” y sólo esa codicia justificaba al “Upa”.

 La última, es de mi abuelo gallego. Pero podría ser de cualquier inmigrante. Se arrojaba con
voracidad sobre los diarios y los volantes que publicaba la República Española en el exilio, en la
época de Franco. Apenas alfabetizado en su pueblo, se volvió lector por codicia del texto...

Me demoro en esta cuestión del anhelo, de la codicia del secreto, porque veo cómo se multiplican los
esfuerzos acerca del cómo, de la aptitud, del método, y se desdibuja el impulso...
¿Qué es leer? ¿Para qué? ¿Vale la pena? ¿Descifradores o lectores? Esa es “la carne a la que hay que
hincarle el diente...” Con rigor y con lucidez, desmontamos pieza a pieza la asombrosa máquina de la
lecto- escritura y, de pronto, se nos apaga el motor. Nos olvidamos del secreto del texto, nos olvidamos
del impulso, de la desesperada, afanosa y voraz codicia del texto que nos caracteriza a todos nosotros,
los lectores.

1
Graciela CABAL, Ponencia en la Feria del Libro, Buenos Aires, 1992

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