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Así nos lo avisa el Cantar. En los espejos de Dios, la gramática no invierte ni deforma lo que
refleja, sino que devuelven verdades en derecha simetría.
Así se nos otorga el reverso del Cantar, en la cumbre del Tabor: la muerte es fuerte como el
amor.
Y no sólo la del postrer día, sino la cotidiana herida. La de cada renuncia, celeste y terrestre,
visible e invisible. Esa muerte de cada día, de cada ocaso, de cada dolor, refulge de amor.
Sólo el amor habilita esta curiosa magia y osadía: una necrosis blanca, que matando deja con
más vida.
"Cowards die many times before their deaths. The valiant never taste of death but once", le dice Julio
César a su mujer –en el teatro de Shakespeare- , poco antes de entregarse a la muerte en que su
cuerpo manaría sangre como una múltiple fontana. El cobarde muere mil veces, el valiente sólo una,
recoge y condensa Borges.
Nuestro Señor lo diría muy al revés: el amante muere mil veces, el mezquino sólo una vez.
Los Evangelios registran varios episodios en que Cristo anuncia a los suyos su muerte. En
ocasiones, con gran número de detalles. Sabemos de lo escueto del relato y del “mucho más” sin
relatar. Les habrá contado mil veces sobre su muerte. Y mil más la habrá pensado solo, para sus
divinos adentros.
Nada más valiente, nada más amante, que las mil muertes, fuertes como el amor, que
antecedieron a la Pasión.
Nada más cobarde, nada más avaro y desamorado, que astringir la muerte de amor del Señor
a un acto aislado y puntual. Él muere, como amante valiente, mil veces: antes, durante y después de
su Pasión. Hasta el fin de los tiempos.
El que lleva consigo las heridas de mil batallas evitadas (al decir de Pessoa), carga las
macilentas y fétidas heridas de su cobardía. Quien libra el buen combate, y muere en la contienda,
reluce como el acero ensagrentado, en suave aroma del amor más grande.
El que retiene su vida, se apaga; el que la entrega muere y muerto queda con más vida;
muerto, vive del fuerte amor.
La muerte es fuerte como el amor. Rebosa amor. No sólo hay vida después de la muerte: ¡hay
vida en el centro más profundo de la misma muerte! En el centro más profundo de la muerte nuestra
de cada día…
La Cruz no es un mal necesario para que haya Resurrección. Hay Gloria en la cumbre del
Gólgota; la misma que en el Tabor. No otra: la misma.
No es después de la Cruz sino EN la Cruz que está la Vida y el Consuelo. Y si vale el per
Crucem ad Lucem, dígase con brío que ese “per” es en hondura de la lastimadura.
No hay otra fuente de Luz tabórica fuera de las cinco Llagas del Cordero muy lastimado. El
Cordero incandescente, en Sangre y Fuego.
El hisopo de la muerte fuerte como el amor es cauterio suave que mata y hiere, dejando al
Amante más blanco que la nieve.
No hay otra fuente de Luz tabórica fuera de las cinco Llagas del Cordero de Fuego. Ése que
abraza mil muertes por mí, en amor y valentía. De cuyas heridas brota y fluye y canta la Sangre de
Luz que nos torna blancos como la escarlata.
Líbranos de morir una sola y cobarde vez, sin más razón que la inanición, sin más moción
que la expiración. Para ser una víctima y ofrenda viva, de la que brote sangre y agua como de
múltiple fontana.
Diego de Jesús