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AMELIA!

El caballero y el monstruo

Precioso Daimon
preciosodaimon@gmail.com

Precioso Daimon 1
Índice
1º Parte: Desde las estrellas.

Cáp. 1 – Caterina.

Cáp. 2 – Claudio.

Cáp. 3 – Encuentro.

Cáp. 4 – Otro mundo.

Cáp. 5 – Desconfianza.

Cáp. 6 – Venganza.

Cáp. 7 – Vendida al mejor postor

Cáp. 8 – Ñurro.

Cáp. 9 – Bulen.

Cáp. 10 – El ataque kishime.

Cáp. 11 – Salvada otra vez.

Cáp. 12 – El monasterio.

Cáp. 13 – Asalto.

Personajes.

2º Parte: Frotsu-gra.

La historia hasta ahora...

Cáp. 1 – Ieneri y el sucesor.

Cáp. 2 – Los humanos.

Cáp. 3 – La aldea.

Cáp. 4 – El sueño.

Cáp. 5 – Noche helada.

Cáp. 7 – Los ancianos.

Cáp. 8 – El jardín de piedra.

Cáp. 9 – En la hoguera.

Cáp. 10 – Despedida.

Info – Los Trogas.

Precioso Daimon 2
3ª parte – El plan kishime.

Cáp.1 – El valle, reaparece el poder.

Cáp. 2 – Glidria.

Cáp. 3 – Kiren.

Cáp. 4 – En el interior del Palacio.

Cáp. 5 – Trampa.

Cáp. 6 – Amelia actúa.

Cáp. 7 – Tobía.

Cáp. 8 – La máquina.

Cáp. 9 – Duelo.

Cáp. 10 – Despertar

Cáp. 11 – En la oscuridad.

Cáp. 12 – Rescate.

Cáp. 13 – Derrumbe.

Cáp. 14 – Escape.

Info: Los kishime.

2006-2010
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Montevideo, Uy.

Precioso Daimon 3
1º Parte: Desde las estrellas.

Cáp. 1 – Caterina

Caterina colocó la cubeta en el correspondiente rincón y se secó las manos contra su


falda, con un gesto que la señora que tejía cerca del hogar interpretó enseguida.
–¿Terminaste todo lo que te encargué, querida?
Caterina volvió su rostro hacia ella con una sonrisa tímida.
–Sí, ¿en que más puedo ayudarla, doña Ana?
–Está bien, de la comida me ocuparé yo. Puedes salir a refrescarte un rato.
La mujer la observó caminar hacia la puerta de la casa, el rostro iluminado, tanteando
su camino entre la mesa, las sillas y la pared, y suspiró, antes de proseguir su trabajo con
resignación.
Mientras tanto la joven se hallaba en el patio. Primero sintió algo peludo y suave que le
rozaba los tobillos y se agachó para acariciar al gatito y murmurarle palabras cariñosas. A
sus espaldas quedaba una casa baja, pintada de blanco, con gruesos postigos de
madera oscura, situada entre campos sembrados y verdes ondulaciones. El sol declinaba
en el horizonte y todavía hacía calor. Dejando que el gatito se escapara de entre sus
manos para huir hacia la madre, que reposaba indiferente sobre un tronco caído, Caterina
se levantó y caminó con seguridad hasta el límite del terreno, donde se levantaba un gran
árbol. Allí, bajo su sombra familiar, encontró su báculo.
Es que sin esa vara Caterina no podría aventurarse más allá de su hogar porque sus
ojos verdes, aunque hermosos y expresivos, no veían nada.
Ayudándose del báculo para no tropezar en los baches del camino, se dirigió hacia un
grupo de árboles situado a lo lejos, pasando un campo donde un muchacho pastor
dormitaba tranquilo entre las fragantes hierbas. Caterina podía sentir el canto de los
pájaros y el mugido de los animales, y el roce de los pastos duros contra sus piernas, y la
brisa cálida con aliento de flores, y se sintió feliz de haber terminado temprano con sus
tareas. Al pasar junto al pastor, este levantó la cabeza, sobresaltado, y tragó en seco.
Siempre se ponía nervioso en presencia de la joven ciega con cara de Madonna. Aunque
los otros muchachos se burlaran de él, seguía pensando que era más que bonita,
angelical, lo que la hacía aún más parecida a las pinturas que veía en la Iglesia.
–¡Hola! ¿Hay alguien ahí? –preguntó Caterina deteniéndose a unos metros.
Tragando en seco de nuevo, Isaías tartamudeó asombrado: –¿Cómo sabes que estoy
acá?
–Siento tu respiración, Isa. ¿No pensabas saludarme acaso? Y además supongo que
estás cerca de los animales, y sí que puedo sentir su olor –explicó ella entre risas.
Isaías pensó en alejarse un par de metros más, no fuera que su fino olfato también
descubriera que él no se tomaba un baño desde hacía... mucho tiempo.
–¿Te acompaño, señorita Caterina?
–No, no descuides tu trabajo.

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La joven prosiguió su camino, tanteando el terreno con su vara y tocando las hierbas
altas que bordaban el monte. Enseguida que pisó las hojas caídas y sintió el olor de
hongos y flores silvestres, se percató de que había llegado a los árboles altos. Como un
murmullo continuo le llegaba el sonido del río.
Isaías la vio adentrarse entre los árboles, ahora con mayor lentitud ya que tenía más
obstáculos en su camino, y pensó: tal vez va al río a bañarse. Y enseguida se levantó y
comenzó a seguirla. No es que pensara ir a espiarla, se dijo a sí mismo. No, al contrario;
era su deber vigilar que a nadie se le ocurriera aprovecharse de la situación. Y además,
ella sin poder ver si alguien se acercaba.
Mientras el muchacho titubeaba y luego decidía seguirla, Caterina ya había traspasado
el monte y llegado a la ribera del río.
Se agachó, palpó la hierba para cerciorarse de que no estuviera muy húmeda, y
finalmente se sentó ahí, de cara al río y al sol poniente. Siempre se sentía más dichosa al
aire libre, como si estar entre cuatro paredes, entre ruidos y olores humanos, la
oprimiese. Salvo que estuviera encerrada con su hermano, él sentado junto al fuego
descansando después de un día de trabajo, y ella pelando arvejas o tejiendo mientras
escuchaba sus descripciones, historias, o lecturas. Pero ahora su adorado hermano
estaba peleando muy lejos, se había ido a las Cruzadas bajo la protección de un Señor
de la región, y ella tenía que vivir con una vecina, puesto que él no permitiría que se
quedara sola, desprotegida.
El tiempo pasaba y la joven, perdida en sus recuerdos, pensando en su hermano en
tierras lejanas, no se había movido de su sitio. Isaías se impacientaba, preguntándose
qué estaba haciendo allí sola.
De repente, Caterina fue sacada de su mundo interior por una onda de choque que la
obligó a cubrirse el rostro con un brazo. ¿Un viento fuerte y helado? Sin sentir el golpe
directo, se dio cuenta de que algo muy extraño estaba sucediendo, el aire se agitaba y
ondulaba como si fuera agua, sacudiéndola.
Sobre las aguas del río, suspendido en el aire, algo se hizo presente en medio de una
luz enceguecedora. Hubo un estampido, una onda de choque que hizo volar el cabello de
la joven como si movido por un fuerte viento, y luego la luz cesó de improviso, dejando
caer algo en el río.
El corazón de Caterina parecía saltarle del pecho y había dejado de respirar,
impresionada. En el momento en que escuchó el ruido de un cuerpo sólido cayendo al
agua también creyó escuchar un grito de auxilio. ¿Era su imaginación? Sosteniéndose el
pecho, temblando de miedo, apoyó una mano en el suelo. Tenía que levantarse, tenía
que irse de ahí. Empezó a tantear el suelo con ambas manos. No encontraba su báculo.
Percibió un murmullo, una voz tal vez, pero no muy clara. Como si la hubiera
escuchado en un sueño. Se quedó quieta y esperó. El temor dejó paso al asombro
cuando se dio cuenta de que veía algo, no con sus ojos que tenía muy abiertos y
parecían arder, sino directamente en su cabeza. Una figura humana, difusa, recortada por
una luz blanca en un paisaje opaco y que parecía acercarse a ella. Alguien estaba
emergiendo en la orilla del río y caminaba hacia ella. Caterina gritó con toda la fuerza de
sus pulmones.
Isaías se había quedado helado, apretado contra un tronco, durante toda la escena. El
grito le devolvió el alma al cuerpo y con todo el coraje de su asustado corazón, corrió a su
rescate.

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Al sentir ruido entre las hojas del bosque, la figura que se venía acercando a la joven,
se detuvo. Pareció dudar un instante, se dio media vuelta y huyó.
–¡Ca... Caterina!
La joven alzó sus brazos y el muchacho la ayudó a levantarse y le entregó su vara, que
estaba a su lado todo el tiempo. Al ver que la joven lloraba, él también empezó a llorar.
Después se marcharon lo más rápido que pudieron.
Al volver al campo de pastoreo, Caterina se atrevió a preguntar, secándose las
lágrimas:
–¿Viste... adónde se fue esa... persona?
Isaías la miró fijo y recién al rato contestó con voz trémula:
–Creo que desapareció, que sólo desapareció, en el aire.

Los aldeanos no sabían qué creer. Ana, que había conocido a Caterina desde
pequeña, sabía que era juiciosa y que no se pondría a inventar tales mentiras. En cuanto
al joven pastor, había considerado conveniente no dar muchos detalles. Así que cuando
la joven volvió blanca del susto a su casa todos se preocuparon por su salud. Cuando dijo
que había tenido un encuentro con algo horrible, no muchos le creyeron. Y cuando le
contó todo con detalles a la buena de Ana, esta comenzó a creer que la muchacha o
estaba volviéndose loca o había tenido una visión.
Por la noche, Caterina meditó por largo rato en su cama. Recordó que cuando percibió
aquella presencia, había tenido la certeza que lo que veía en su mente era luz, aunque
nunca en su vida había tenido la capacidad de ver un rayo de luz. Había sentido algo
cálido como el sol, difuso como el aire y real como un objeto sólido. Eso se había
proyectado en su cabeza como un pensamiento, como un sueño. Tenía que ser un ángel
lo que se había encontrado. Un mensajero de Dios, que podía hacer el milagro de que
una ciega de nacimiento pudiera ver. Pero, ¿los ángeles eran de carne y hueso? Porque
ella había escuchado que algo caía en el río, un chapoteo, y un grito ahogado en el
momento de la caída. Un grito de socorro, y luego el ser que se había tratado de acercar
a ella, tal vez quería comunicarse con ella. Había tenido miedo, pensando que era algo
peligroso y terrible pero, recapacitando, ahora se arrepentía de haber huido. Tendría que
haber prestado atención a alguien que le había dado un regalo tan extraordinario.
Ese pensamiento la dejó dormir con tranquilidad. No se trataba de un ser peligroso
sino de un ángel, y ella era una tonta por no hacer algo por él. Se despertó refrescada y
todos sus vecinos se asombraron de verla aparecer radiante y calma.
Ese día trató de hacer sus labores lo más pronto posible y más tarde se escabulló de la
casa con la excusa de ir a buscar hierbas aromáticas. Trató de ubicar el mismo lugar
donde se había sentado el día anterior y allí se ubicó, lista para lo que viniera.
Sin embargo, la niebla empezó a subir y tuvo que volver a la casa decepcionada.
La gente de la aldea cercana, que ya le tenía una desconfianza supersticiosa por su
ceguera, empezó a temerle. La historia se había agrandado, y la joven no había mejorado
sus perspectivas al contarle al párroco su experiencia y su convicción de que un
mensajero de Dios la tenía por confidente. Además, ella misma se dio cuenta de que
tenía sensaciones extrañas. En alguna que otra ocasión, había notado cuando alguna
persona se acercaba a la casa, como una premonición, antes que tocara a la puerta; y en

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la Iglesia, no había chocado con nadie porque tenía la conciencia exacta de quienes se
hallaban a su alrededor. No veía nada, pero en el ojo de su mente podía percibir
personas, bajo la forma de luces o sonidos vagos. Y ella creía con firmeza que esto era
un don, fruto de su encuentro con el ángel.
Siguió yendo cada día a la orilla del río, hasta que Ana, sus vecinos e Isaías, que la
observaba de lejos, comenzaron a extrañarse por su insistencia.
En menos de un mes, su paciencia fue recompensada y el ser volvió a aparecer. Esta
vez pudo maravillarse con la explosión, las ondas de fuerza que marcaban su llegada,
porque ahora no estaba aterrorizada.
Acercándose lentamente a la joven, el ser le habló. Caterina se levantó, apoyándose
temerosa en su cayado, aferrándolo con fuerza. Aunque no entendía sus palabras, su
idioma, podía comprender su significado. Como si atravesando un salón lleno de gente
charlando, alguien le hablara dentro de su oído.
–¿Quién eres? –murmuró ella.
–Me llamo Lug.
–Yo soy Caterina ¿Qué quieres?
–Vengo a ti del otro lado.
–¿Para llevarme?
–No. Tú eres mi ancla. Por eso hablo contigo.
–No eres humano, ¿verdad? –No hubo respuesta. Caterina sonrió y preguntó–. ¿En
qué puedo ayudarte?
–¿Ayuda? No sé a qué te refieres. Quiero saber sobre tu tierra, sobre el sol que la
ilumina y sobre los seres que habitan en ella.
La conversación continuó con muchas preguntas por parte de Lug, y respuestas
fragmentadas de Caterina, que con toda su buena voluntad, no tenía el conocimiento
para explicar lo que sucedía en ese vasto mundo. La noche cayó y Caterina,
sobresaltada, se dio cuenta de que debía regresar.
–Volveré –dijo Lug.
–Yo también. ¿Mañana?
–No lo sé, no se puede elegir cuándo.
Caterina cruzó el bosque y voló por el prado, tropezando y cayendo varias veces. Llegó
a la casa sin aliento, arrojó el báculo contra la pared pero cuando iba a entrar, la puerta
se abrió frente a ella y dos brazos fuertes la sujetaron y la metieron adentro. Voces
masculinas, toscas, que nunca había oído, le preguntaron dónde había estado. Ella gritó
e intentó soltarse. Entonces sintió las manos cálidas de doña Ana que la abrazaban y la
apartaban de esos hombres. Luego habló una voz que reconoció como el cura:
–Déjenla, señores. Que la joven se explique con tranquilidad.
–¿No ven que es una inocente? –Murmuró Ana, en tono defensivo–. Diles, querida,
que no tienes nada que ver con brujería.
–¿Brujería? –repitió ella, sobresaltada. En su cabeza no entraba siquiera pensar en
algo sacrílego.

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–Han pasado algunas cosas, niña, que sólo se explican por alguna influencia maligna –
explicó el cura–. La mujer del panadero dio a luz un niño muerto esta noche, y la semana
anterior murió una vaca del castillo, de una extraña enfermedad y los sirvientes dicen que
vieron una sombra volar por delante de la luna llena la misma noche. Mira, niña, si la
historia que me contaste es una fantasía, una invención, te librarás con sólo un castigo.
Pero si tienes algún trato con el maligno, si eres bruja, lo mejor es que confieses por la
salvación de tu alma.
Al escuchar las palabras bruja y salvación, Caterina dio un grito y exclamó:
–No es ningún enemigo, señor. Juro que es un enviado divino con el que yo hablé.
Ana se persignó y trató de abrazarla, para que no dijera algo que la condenara ante las
sospechas de aquellos hombres enfurecidos. Los dos hombres se pusieron a discutir con
el cura. En medio de los gritos, la puerta se abrió y apareció Isaías, rojo y jadeando.
–¡Doña Ana, doña Ana! ¡Vine corriendo para adelantarme! ¡Un grupo de hombres viene
hacia acá diciendo que van a linchar a... Caterina!
En su prisa el joven sólo se percató de los presentes en la habitación cuando ya había
descargado su información, y entonces vio a Caterina, pálida, desencajada, sostenida
apenas por la mujer mayor.
Ya podían escuchar los gritos de la turba que, acicateados entre sí por sus temores e
ignorancia, venían a buscar un chivo expiatorio para todos los males que les habían
sucedido.
–¡No, no lo permita, Padre! –imploró Ana.
–Doña Ana, yo mismo protegeré a esta joven de la justicia de los hombres –asintió el
cura, con voz grave–. Pero sus palabras...
–Ella dice que es un ángel...
–Sí, sí –sollozó Caterina. Entonces recordó.– Oh, Isa... Tú estabas conmigo la primera
vez. Dime si no viste lo mismo que yo. Diles que no miento, y que era un ser luminoso lo
que se apareció en medio del río.
El joven la miró reluctante. No abrió la boca.
Los demás lo observaron, esperando que diera su testimonio.
–Vamos jovencito –le urgió el cura–. Aquí o en un tribunal frente a las autoridades,
tendrás que decir la verdad. Si no...
Isaías bajó la cabeza. No quería meterse en problemas con el cura, ni con aquellos
hombres del pueblo, más poderosos que él. Sin embargo, le agradaba Caterina, y aunque
no sabía mucho, presentía que la iba a poner en peligro. Viendo que dudaba, uno de los
hombres lo sujetó por los hombros y lo amenazó:
–O hablas o te entregamos a la gente que está ahí afuera.
–Eh... Voy a contarles –murmuró Isaías, más asustado que antes–. Lo que vi, lo que
vimos en el bosque... fue un... demonio, un monstruo espantoso.
–¡Ah! –Caterina gritó, incrédula.
Los hombres se miraron, asustados porque sus sospechas eran ciertas, y atónitos,
porque aquella joven bonita y mansa tuviera tratos con el demonio. Hubieran preferido
que fuera una fantasía.

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Mientras el silencio se expandía por la sala, Ana rezaba, Isaías se agarraba la cabeza
y el resto del pueblo esperaba afuera inquieto, Caterina había caído de rodillas en actitud
penitente.
¿Por qué mentía aquel joven que la conocía de toda la vida? ¿Acaso no era su amigo,
acaso quería condenarla? ¿O era una broma pesada? Escuchó la descripción que les
daba a esos hombres, incrédula. Sí, ella era ciega pero... A ese ser podía verlo con
claridad en su mente. Emitía luz, venía de otro mundo y no le había hecho ningún daño.
Seguramente Isaías estaba confundido por el miedo, o lo que la ponía más triste, quería
hacerle daño. ¿Por qué mentía, para salvarse él mismo y dejar que esa gente la
destruyera? Si su hermano estuviese allí, esto no estaría sucediendo. Y ese ángel, ¿no la
salvaría? ¿Acaso Dios quería una prueba de su confianza en él?

Cáp. 2 – Claudio

Era un hermoso día, pensó el jinete observando el paisaje que se extendía frente a él.
El sol brillante en un cielo con escasas nubes blancas, los campos verdes y dorados, los
hombres trabajando con tesón, flores bordeando el camino. Luego de detenerse en la
loma desde donde al partir había echado la última mirada a su tierra natal, prosiguió su
camino al trote para alcanzar a su compañero de viaje.
El hombre regordete, mercader de profesión, le miró desde abajo de su sombrero de
ala ancha. El joven no podía ocultar su satisfacción.
–Ea, ya estamos llegando a tu ciudad ¿verdad, Claudio?
El jinete asintió. Después rompió a reír a carcajadas.
–Mejor dile aldea, amigo Enrique. Sólo unas casas cercanas al castillo del conde.
Ah...
–¿Qué pasa? ¿Estás pensando que tal vez llegues unos años tarde y tu novia ya se
casó con otro?
–¿Qué novia? No, pensaba en el pobre del hijo del conde que falleció en mis brazos,
en un lugar tan distinto a este valle encantador. Pero ¡basta de cosas tristes! Después de
todo, a él le agradezco mi fortuna, y volver vivo para poder ver a mi hermanita... que ya
debe ser una mujer.
Pero seguro que todavía conservaba la gracia y ternura que tenía de niña, cuando la
dejó con sólo doce años. Bonita, casta, dedicada. La abandonó por mucho tiempo, pero
ahora la va a recompensar con regalos que trae del Oriente y con historias de tierras
extrañas, de héroes, de cosas mágicas, que la van a llenar de maravillas. Ella no veía
pero él era sus ojos.
Entretenido con estos pensamientos y contento como todo el que mira su tierra
después de largo tiempo, Claudio desmontó y pisó su aldea sin percatarse de que ya
había llegado.
–¿Pero qué pasa aquí? ¿Siempre es tan movido? –exclamó su compañero, viendo
pasar un grupo de muchachos corriendo, mientras que de la posada no salía nadie a
recibirlos.
–No, qué extraño –replicó Claudio, observando también un movimiento inusual en la

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aldea.
Al próximo muchacho que pasó corriendo junto a ellos lo agarró por el cuello de la
camisa y lo hizo girar en redondo.
–¡Epa, niño! ¿Adonde es que vas tan apurado?
El jovencito lo miró como si viniera de Marte, hizo girar los ojos y dijo con poca
paciencia:
–Van a matar a la bruja. Todo el pueblo está allá...
Cuando Claudio aflojó su mano, por la sorpresa que esa noticia le causaba, aprovechó
para salir corriendo.
–Lindo lugar, tu pueblo. No hay cordialidad, y hasta está infestado de brujas.
Claudio no contestó. Si era cierto, no podía menos que sentir repugnancia ante esta
gente que iba en masa a ver morir a alguien colgado o quemado en la hoguera. ¿Brujas?
Había visto muchas cosas, muchas muertes, pero ni en el seno de los infieles se había
encontrado con algo parecido a la brujería. Superstición, tal vez... ¿Quién sería la pobre
inocente que había caído en tal acusación? Siempre se trataba de ancianas extrañas que
vivían apartadas y se granjeaban la hostilidad del pueblo.
Había seguido a Enrique automáticamente, mientras que este también había seguido
al muchacho por curiosidad. Cerca del castillo se había congregado un montón de gente.
No podía ver de quién se trataba pero ya sentía los gritos asqueantes de los allí reunidos.
Odio, miedo, repugnancia. No había compasión por un alma perdida.
Claudio apretó un puño, entre resignado y ansioso por hacer algo. A empujones,
aprovechando su altura y contextura física, se coló entre las filas de espectadores. Una
voz autoritaria cantó una plegaria en latín y la multitud pareció tranquilizarse. Una mujer
delgada. Las llamas empezaron a arder consumiendo el combustible, envolviendo
rápidamente las ropas de la víctima. Claudio la vio de perfil, un momento, y luego las
llamas la cubrieron: brazos pálidos, cabello rojizo largo que cubría su rostro. Los gritos de
la joven desgarraron la tarde, los pájaros huyeron despavoridos de sus nidos, los bebés
lloraron, la multitud quedó helada. Claudio la reconoció muy bien.
Saltando entre las filas que lo separaban de la pira, atropellando a los guardias, corrió
gritando hacia ella.
–¡Hermana!
Aún en medio del suplicio del fuego, la joven pareció detenerse y escuchar la voz
familiar.
–¡Hermana!
La víctima no gritó más. Lástima que no pudiera ver su rostro querido. El otro no la
había salvado pero... en sus últimos momentos no le tenía rencor. En sus plegarias, antes
de ser conducida a su fin, ella pidió por su hermano y por su ángel, para que obtuvieran lo
que buscaban en esta vida.
Su hermana era una tea ardiente. Había llegado tan tarde... Claudio se desmayó.

Recuperó la conciencia bajo los cuidados de una mano amiga. Enrique lo había llevado
a la posada. El rumor de que Claudio había vuelto y había estado presente en la
ejecución se había esparcido más rápido que la muerte de su hermana. Ana corrió a la

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posada para atenderlo.
–¿Cómo lo permitisteis, señora mía? –exclamó Claudio a la vez que hacía saltar la
mesa de un puñetazo.
Reacomodando los vasos y platos, Ana se armó de paciencia. Bien se culpaba ella de
no haber podido hacer nada para salvar a Caterina. Fue todo tan rápido, y ella era una
mujer sola.
–¿Dices que fue en el río, y que Isaías el pastor fue testigo? –refunfuñó él.
Ana asintió, preocupada, y Claudio salió de la habitación furioso.
Al recoger su caballo y armas se encontró con el leal Enrique.
–Piensa lo que vas a hacer, joven –le aconsejó este–. Bien eres ahora un favorito del
conde, pero no puedes andar por ahí buscando culpables y venganza. Recuerda que la
Iglesia tiene más poder.
De mal humor para recibir consejos bien intencionados, Claudio replicó, montando de
un salto:
–De alguna forma voy a llegar al fondo de esto. No te preocupes, gracias por todo. No
haré nada insensato.

El pastor salió corriendo, con buen tino, cuando lo vio venir volando en su caballo
negro. Parecía que echaba rayos por los ojos. Y si Caterina era un ángel, este hermano
parecía el demonio.
A pesar de su desesperación, Isaías fue alcanzado. Por suerte para él, con la
cabalgata Claudio se había refrescado un poco y tuvo la paciencia suficiente para
escuchar de nuevo el relato de los últimos meses de Caterina.
Así que en verdad había alguien que se había encontrado furtivamente con ella. ¿Un
ser sobrenatural? Tonterías, tenía que verlo con sus propios ojos. Alguien que nadaba y
caminaba y hablaba, para él era la definición de un hombre de carne y hueso.
–¿Por qué dijiste que era un demonio, chico?
–Pues lo era... –tartamudeó Isaías–. Era feo, raro, no era un hombre.
–¡Bah! ¡Un hombre feo! ¿Y mi hermana...?
–Ella lo defendía, pero claro, yo pienso que como no lo veía...
Sí, alguno que se había aprovechado de una joven ciega, qué desgraciado. La había
abandonado a su suerte.
–¡Llévame al lugar! –le ordenó.
Mientras lo seguía a la orilla del río iba pensando en cómo se habían acabado sus
sueños en un parpadeo. Un momento venía pensando en abrazar a su única familia, en
sorprenderla con regalos y disfrutar una velada junto al hogar, y al siguiente la encontraba
no sólo muerta, sino desgraciada y en agonía. Qué clase de destino era el suyo, haber
sobrevivido a la guerra, al viaje, para terminar así. ¿Cómo había defendido a su fe y su
tierra pero no podía defender a su hermana pequeña?
Si esto era una prueba...
Se dio cuenta de que el muchacho lo miraba aterrorizado. Le hizo un ademán para que

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se fuera. Después ató su caballo a un árbol y se echó contra el tronco, perdido en sus
pensamientos. Más tarde rezó, suplicó a su Dios para que le diera satisfacción, a cambio
de todos los infieles que había matado. Después se dio cuenta de que era un pedido
extraño y empezó a reírse como loco y a deambular por el bosque. Él, que se declaraba a
favor de la paz, pedía venganza.
Llegó la noche y el pueblo se preguntó dónde andaría. Claudio dormitaba, pero las
pesadillas no lo dejaban tranquilo. Vino la mañana y él siguió esperando junto al río, bajo
sol y frío, a la intemperie, bebiendo agua de rocío y comiendo raíces y pan duro. Soltó a
su caballo para que volviera solo al establo y siguió esperando.
El cansancio, la desesperación y la mala alimentación acabaron en una fiebre. Deliró,
ardió, conversó con fantasmas de su imaginación, caminó sin rumbo y al final cayó,
rendido, en el mismo lugar donde Caterina se había sentado para esperar a su ángel.
Le pareció despertar luego de un largo sueño. Estaba sediento pero muy cansado
como para arrastrarse hasta la orilla, a sólo unos metros. Detrás de sus ojos brillaban
luciérnagas. Los abrió, para darse cuenta de que no eran ilusiones de su delirio pero
tampoco insectos. También empezó a oír chicharras. Pensó, preocupado, que si estaba
tan enfermo como para alucinar, no tendría fuerzas para tomar revancha.
El aire se sacudió como si vibrara merced a una fuerza intocable y Claudio tuvo que
protegerse los ojos con una mano, cuando frente a él, del aire mismo, surgió una ráfaga
de luz enceguecedora que barrió la tierra, el río y el bosque con su poder. ¡No había
esperado que un ser sobrenatural se apareciese en serio! Reculó sobre su espalda,
tratando de escapar de esa cosa que se acercaba. Entonces, la luz se desvaneció y sólo
quedó una figura parecida a la de un hombre, que lo miraba con ojos rojos y curiosos. Era
alto, grueso, fuerte. Sus brazos parecían ramas y en lugar de manos tenía tenazas. La
piel que no estaba cubierta por una armadura o vestido, parecía cuero reseco. Al ladear
la cabeza el monstruo, Claudio notó con sobresalto que su espalda parecía cubierta de
pelo hirsuto como una enorme tarántula. Ese ser avanzó con movimientos modulados,
casi delicados, y él no podía mover un músculo. Se había quedado helado frente a esta
criatura infernal y no tenía tampoco un arma a mano.
Lug, como se había presentado a Caterina, habló en su idioma. La sangre se revolvió
en sus venas cuando Claudio vio la lengua roja como sangre, bífida, y los dientes afilados
alineados en un par de mandíbulas potentes.
–¡¿Qué jerga hablas, criatura?! –gritó Claudio espantado.
El sonido de su propia voz, extraña de tan aflautada que le salía, rompió el encanto
que lo mantenía paralizado. Si este monstruo del averno había tenido tratos con su
hermana, si le había hablado, si había respirado su horrible aliento cerca de ella, él tenía
que ser lo suficientemente valiente para cobrarle su vida.
Se levantó tambaleante y corrió hasta el árbol donde su espada había caído cierto
tiempo atrás. Lug lo miraba impasible, como aburrido de este humano espantadizo; pero
al notar que volvía sobre sus pasos espada en mano y ojos turbios, empezó a
comprender sus intenciones. Tranquilo, levantó un brazo para detenerlo. Claudio no hizo
caso de su ademán y en cambio, comenzó a correr hacia él, gritando y blandiendo la
espada.
–Aún sobre el mismo Diablo exijo venganza...
Claudio se abalanzó sobre Lug. Este desvió la espada con la armadura de su
antebrazo, puro instinto. Sin embargo no pudo evitar el golpe, se tambaleó, se tomó del

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joven y cayeron, rodando al piso al mismo tiempo que la tierra se abría en un fogonazo de
luz y ambos caían a través de tiempo y espacio.

Claudio se despertó deseando que todo fuera producto de la fiebre.


Se incorporó sobre un brazo y miró alrededor.
¿Acaso se hallaba en una cueva? Ya no estaba en el bosque. Era un sitio oscuro que
olía a humedad, orines y podredumbre. Cuando sus ojos se acostumbraron a la
penumbra se percató de que junto a la pared más lejana, ese monstruo estaba acuclillado
frente a una mísera fogata.
–Despierto... –escuchó una voz lejana.
No, el murmullo sonaba como un eco lejano pero no lo había oído con sus orejas.
Claudio respingó.
–Sí, yo Lug te hablo. Yo.
¿Cómo? ¿Acaso ese monstruo también podía meterse en su cabeza?
–Recuerda.
Claudio se esforzó y recordó. Al abalanzarse sobre él, ambos se fueron al piso y este
se abrió. Cerró los ojos y los abrió y ya no se hallaban en la tierra que él conocía.
–¿Dónde estamos? –preguntó, sin esperanzas de que le entendiera.
–En mi tierra. Ya no estamos en tu planeta, si es lo que preguntas.
–¿Cómo? ¿Planeta?
–Estamos cerca de las estrellas que ves por la noche.
–El cielo... ¡Eh, devuélveme a mi lugar, bestia!
–Quisiera, pero sin una persona en el otro lado, como Caterina o tú, no puedo. Viajaría
a cualquier lugar y tiempo extraño. O al espacio negro.
Parecía realmente asustado con esas opciones.
“Bueno, pensó Claudio, tal vez esté en el Infierno o en el Cielo o en la luna”. “Lo
importante es que estoy con este ser. Dios habrá escuchado mis ruegos y me da la
oportunidad de vengarme con esta espada que tengo en la mano”.
–Con ese temperamento, te dejaré solo. Adiós.
La criatura había adivinado sus pensamientos y trataba de huir. No podía permitirlo.
Claudio echó a correr detrás de Lug. Llegando a la boca de la cueva, este saltó afuera.
Claudio se apuró pero una vez en la entrada hubo de detenerse en seco, al darse cuenta
de que se hallaba sobre un despeñadero. Si bien ese monstruo había saltado gracias a
sus potentes piernas, a él le tomaría horas ir bajando entre las rocas para seguirlo.

Cáp. 3 – Encuentro

Cuando el semáforo cambió a verde, Amelia se apuró a soplarle un beso junto a la


cara y cruzar la calle a la carrera, dejando a su acompañante un poco desconcertado,

Precioso Daimon 13
saludando tímidamente.
Suspiró aliviada mientras se dirigía a su casa sin siquiera mirar atrás. El chico que le
parecía tan interesante, se había acercado a ella dos días antes y la había invitado a dar
una vuelta el domingo, y ella se había sentido tan feliz, extasiada. Pero su salida había
sido terrible: él quería ir al karting, que a ella no le emocionaba para nada, pero aceptó
igual, después lo mismo en el shopping y cuando se habían encontrado con sus amigos
del liceo. Si él se hubiera comportado más amable, más interesado en lo que quería
hacer ella, si tenía sed o estaba aburrida, entonces ella hubiera hecho cualquier cosa con
alegría. Al final, cuando le dijo de ir a comer una hamburguesa, tuvo que inventar que
tenía que levantarse temprano para salir huyendo. Ni le dio la oportunidad de besarla.
Después del aburrimiento que había pasado, no se lo merecía. Ni siquiera había
preguntado qué quería comer ella, o si estaba a dieta o si era vegetariana. Claro, era
capaz de comer él sólo sin importarle que ella se quedara mirando con ganas.
–¡Hola, ya vine! –saludó a voz en cuello al entrar al apartamento.
Amelia tiró su chaqueta en el sillón de la sala.
Su tía apareció en la puerta de la cocina.
–Hola, Amelia. ¿Tan temprano? –de la cocina venía un olor delicioso a pollo al horno.
–Tía... ¿Y mamá?
–Salió. Estoy calentando las sobras del mediodía, ¿quieres, o ya fuiste a cenar con tu
novio?
–¿Qué novio? –replicó la joven de mal humor–. Qué antigua...
Mientras conversaban, Amelia se sacó las pulseras y collares de cuentas y los puso
dentro de su ropero, cambiándose también la blusa por una remera sencilla.
–¿Pollo con papas? –preguntó, cambiando de opinión. No iba a hacer abstinencia por
haberla pasado mal con un tipo que se había imaginado mejor de lo que era.
Su madre se había divorciado cuando ella estaba todavía en la escuela y nunca más
se había casado. Vivían con su tía Laura, que era maestra como su madre y a los
cuarenta y ocho años nunca se la había visto con ningún hombre. Amelia le decía
solterona cuando se enojaba con ella pero la buena de Laura no se molestaba jamás con
ella. De hecho, nunca se exaltaba, nunca se ponía nerviosa. En cambio, tanto Amelia
como su madre eran explosivas.
Por lo menos dentro de su casa. Sus compañeros de trabajo y del liceo sabían que en
realidad era un poco vergonzosa, y les gustaba molestarla de forma que se pusiera roja y
empezara a tartamudear o a actuar como una torpe.
A su padre no lo había visto más que un par de veces desde que se fue.
Después de cenar y mirar un poco de televisión en su cuarto, Amelia se puso a recoger
las cosas para la mañana siguiente. Tendría que estar divirtiéndose con ese muchacho,
pero... Bueno, tal vez fuera muy exigente. Era un poco egocéntrico y distante, no tenía
conversación, pero era lindo, alto, popular. ¿Cuándo tendría otra oportunidad como esa?
¿Por qué la habría invitado a ella si podía tener a la que quisiera?
Se despertó de un sueño desagradable en el cual caía sin parar y cuando trataba de
aferrarse a algo, se detenía por un momento y luego sus manos se deslizaban y caía de
nuevo. Como resultado no tenía ningún machucón, pero sí un dolor de cabeza punzante.

Precioso Daimon 14
La mañana no le aportó nada que lo mejorara.
–¿Qué pasa, Ame? –alguien preguntó a sus espaldas, cuando a la salida del liceo se
detuvo bajo la sombra de un árbol.
Sus amigas Cata y Luna se acercaban sonrientes. Claro, como a ellas no les habían
comunicado que se iban a llevar dos materias si no sacaba excelentes notas en los
próximos meses. Una de ellas recorrió los últimos metros saltando y se colgó de su
hombro.
–¡Eh! ¿Cómo te fue ayer? –la joven que gritaba esta pregunta sin importarle que
Amelia le hiciera señas desesperada para que bajara el tono de voz, era Cata.
A ella no le importaba mucho lo que dijera la gente y, para horror de Amelia, solía
hablar a gritos, llamar la atención de gente a cincuenta metros y ponerse a bailar y hacer
chistes en medio de la calle. Tenía unos quilos de más e igual usaba colores que Amelia,
de tener esa figura nunca se pondría.
–Sh... –la otra trató de bajar los decibeles de su amiga, y la arrancó del cuello de
Amelia con bastante violencia–. Pero, en serio Ame. No te pongas tan seria por lo que
diga el profesor... es un amargado. Todavía tienes tiempo de recuperar. Y además, ¿no
estás contenta con tu amigo?
Luna, delgada y pálida, era la más sensata e inteligente de las tres, aunque por su
apariencia nadie lo adivinaría, pensaba Amelia. Con piercings en una oreja, en una ceja y
bajo el labio inferior, sumado a la invariable ropa negra y botas acordonadas que usaba,
era considerada el horror de los profesores del liceo quienes no podían clasificarla ni
acusarla de nada en concreto, aun teniendo la convicción de que algo delictivo se les
escapaba.
Amelia les contó con detalles su cita, lo que despertó la indignación y comprensión de
sus dos amigas.
–Tienes toda la razón en lo que hiciste –aprobó Luna–. Es un idiota. No vayas a pensar
en volver con el rabo entre las piernas.
–No.
–Ahora entiendo –se sumó Cata–. Todo lo que quería de ti era... Bueno, aunque está
bastante bien ese chico...
Amelia se levantó, sacudió sus jeans y tomó la mochila.
–Bueno, si Uds. piensan igual que yo, estoy más tranquila. Y ahora encima voy a tener
que verlo, porque trabaja en la tienda de enfrente. Pero igual, voy a hacer como si nada.
Sus amigas se quedaron cuchicheando entre ellas, Luna fumando y Cata tomando un
refresco, tiradas en el pasto. La vieron marcharse con la mochila colgada de un hombro,
ahora tranquila.

Al ver que se separaba del grupo, Grenio pensó que era su oportunidad para cercar y
enfrentar a su enemigo. La noche anterior eran dos. Además tenía que reconocer el
terreno. Tenía información sobre los humanos y sus costumbres pero ver la real
diferencia entre un pueblo de pastores y esta ciudad que no dormía llena de máquinas,
luces y ruido, lo había atontado.
Cuando Amelia entró en su edificio había esperado paciente –no sabía como entrar

Precioso Daimon 15
tras la puerta de vidrio y metal, y trepar hacia lo alto llamaría la atención–. Desde que era
bebé le habían dicho que lo principal era mantenerse oculto y nunca atraer sobre sí la
atención de demasiados humanos a la vez: eran débiles pero astutos y peligrosos cuando
unidos.
Se había quedado dormido. Cuando despertó el sol estaba alto en el cielo y descubrió
con aprehensión, que pronto lo podría ver todo el mundo. Robó la ropa de un vagabundo
que dormía la borrachera junto a la puerta de un garaje. Cubierto con una frazada sucia y
un sombrero achatado, se acomodó junto a una escalera y esperó. Había seguido su
rastro cuando Amelia salió corriendo y tomó el ómnibus. La reencontró entrando a un
edificio enorme frente a un parque, junto con muchos otros humanos jóvenes. Luego,
notando que no salía y pasaba el rato, se acomodó en las ramas bajas de un árbol
nudoso de sombra profunda, y meditó acerca de cómo demonios había llegado a esa
situación y qué haría después de acabar con su enemigo.
Ahora tenía su chance. Primero mantendría su acecho de lejos aprovechando el
parque que le brindaba protección al poder viajar entre las ramas. Para su disgusto,
Amelia dobló en una esquina y metros más allá se metió en un galpón amplio lleno de
gente.

Trabajaba como vendedora de ropa usada en una feria americana, medio tiempo
durante la semana y todo el sábado. Le gustaba mucho atender público, ver qué podía
hacer por ellos tratando de que encontraran algo que les gustara. Su madre la urgía para
que siguiera una carrera el año próximo, pero ella no estaba segura de hacerlo. No había
nada que la llamara. En cambio, pensaba seguir su propio camino, tal vez conseguir un
trabajo mejor pago y disfrutar de la vida hasta encontrar algo que le gustara hacer el resto
de su vida.
A las ocho y cinco se despidió de sus compañeras en la esquina. Ellas vivían en un
apartamento cercano; ella tenía que ir hasta la parada de ómnibus.
Todavía sonreía cuando pasó frente a un vagabundo que la hizo sobresaltar por su
notoria presencia maloliente. Apurando el paso sin intención, llegó a la parada.
–¡Aaa...! –gritó despavorida cuando, al detenerse junto al cordón para esperar el
ómnibus, alguien la empujó de atrás, arreándola en dirección al parque con increíble
fuerza.
Se sorprendió de encontrarse del otro lado de la calle sobre sus propios pies. Quien la
hubiera atacado, la había levantado como si fuera una pluma, tenía que ser un hombre
grande. Se dio cuenta, con pavor, que no podía moverse, ni siquiera voltear la cabeza a
un lado y ver quién se tomaba esa libertad con ella. ¿Era un ladrón o un loco? Presentía
sin necesidad de verlo que era alto y muy grande. Tenía que hacer algo. Salir corriendo.
Ya.
Aferró la mochila con ambas manos, lista a usarla como arma defensiva.
–Pu atsu... fruso otla trogle –murmuró una voz ronca con un acento gutural.
¿Qué idioma? Amelia miró por encima del hombro, con desconfianza. Lo que vio
arrancó otro grito de su garganta a la vez que salía corriendo desesperada sin mirar
adonde iba.
Aunque corrió como loca, alejándose de forma imprudente de la luz y la calle hacia el
interior del parque, el aire quemándole los pulmones y la sangre desatada en sus venas,

Precioso Daimon 16
al dar un vistazo se dio cuenta de que la seguía a escasos metros.
Como una presa que ya sabe que es inútil correr pero no puede evitar seguir su
instinto que le dice que huya sin dudar, Amelia trató de encontrar refugio entre los
árboles. Cuando ya no podía resistir más, pues su corazón quería estallar, se entreparó y
dando media vuelta, lo enfrentó, temerosa de lo que iba a ver.
Ojos rojos. Una criatura salida de una película de terror. Al perseguirla, había
abandonado la sucia cubierta y ahora podía verlo tal como era. Le llevaba dos cabezas
de ventaja, tenía miembros largos y fuertes, tez oscura y extraña, rostro inhumano. ¿Un
alien? ¿Eso habló?
Amelia le arrojó la mochila, como si eso lo fuera a espantar:
–¿Qué quieres? –chilló.
Él –suponiendo que se trataba de un él– no se molestó en esquivar el bolso, que le
golpeó en la cara y cayó inadvertido. Amelia pensó que se iba a desmayar: la visión se le
nubló, al percibir que esa cosa estaba sosteniendo una espada. Le parecía increíble que
alguien pudiera sostener un arma tan gruesa y larga como esa con una sola mano.
Realmente monstruoso.
–Raba ga –eso sonaba como una orden. Amelia alzó la vista desde la punta de la
espada al rostro de ojos encendidos. El ser le habló de nuevo, más fuerte–. ¡Pu atsu!
No sonaba como si la quisiera asustar. Más bien como si la despreciara, o la odiara.
Con un gesto extraño en el rostro, el monstruo soltó la espada dejándola caer a los
pies de la muchacha.
Ella dio un respingo y luego se quedó mirando indecisa la hoja y la gruesa empuñadura
que parecía tener algo esculpido. Volvió a mirarlo.
–¿Para mí?
Amelia se agachó despacio, apoyando las manos sobre el arma sin quitarle los ojos de
encima a la criatura. Este no se movió. ¿Qué pretendía? ¿Para qué quería entregarle
eso?
–¿No pensarás en pelear conmigo? –exclamó ella, levantándose y dejando el arma en
el suelo.
El demonio refunfuñó en su lengua.
En ese momento un auto pasando por la calle los iluminó brevemente al dar una
vuelta. Amelia aprovechó la confusión de la extraña criatura para salir corriendo, gritando
por ayuda al conductor. Corrió unos metros y salió a la calle haciendo señas al automóvil.
Si se detenía... rogó porque la ayudara.
El auto no venía a gran velocidad pero el conductor dudó aún después de notar que se
trataba de una muchacha agitando los brazos y gritando socorro. Amelia escuchó un
ruido como de hojas movidas por el viento y volteó, notando con desazón que ese
monstruo la perseguía decidido; que de hecho se iba a abalanzar sobre ella como un
tren, los brazos extendidos sosteniendo dos espadas lo hacían parecer inmenso. El
conductor la miró incrédulo. Acto seguido aceleró a fondo. A la joven apenas le dio tiempo
de reaccionar y quitarse del camino, rodando contra el cordón. El auto y el monstruo
colisionaron en el momento en que este iba pasando, haciendo que la bestia rebotara en
el capó y quedara tirada en el piso mientras que la máquina derrapó y fue a pararse sobre
la vereda cincuenta metros más allá. En cuanto pudo despegar la cabeza del volante, el

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conductor no dudó en poner marcha atrás, salir de la acera y huir a toda velocidad.
Amelia se incorporó sobre un codo y vio incrédula cómo su esperanza de auxilio salía
disparada sin detenerse a ver si estaba viva. Además, casi la mata, el maldito. ¿Y esa
cosa estaría muerta? Parecía un gran bulto en el camino, inmóvil. Se arrodilló, tratando
de no hacer ruido, ni respirar.
Ah... esa cosa estaba murmurando, quejándose.
Se levantó, con las piernas temblorosas aún, y tomando una decisión, se acercó a él y
tomó la espada que había caído a su lado.
¿Pero que estoy pensando? –Cortarle la cabeza–. No es algo que pueda hacer así
nomás.
Debería haber aprovechado esa pequeña oportunidad, porque sólo un momento le
bastaba a ese ser para recuperarse del golpe, y aún con una fea herida que le había
abierto un brazo a lo largo, se levantó de un salto. Estaba allí, alzándose sobre ella con
intención de terminarla de un golpe, pues ya se le había agotado la paciencia con la
persecución. Tragando en seco, resignada a considerar esos los últimos momentos de su
vida, Amelia levantó la cabeza porque quería ver sus ojos, como para confirmar que
realmente era el fin. Ojos de color púrpura, llenos de odio, de rabia, de emociones que
nunca había visto reflejarse en los ojos de la gente común y corriente que conocía.
Grenio se detuvo en el acto, por lo inaudito de que alguien le sostuviera la mirada, que
tuviera el valor de hacerlo sabiendo que le tenía preparada la muerte. Si no hubiera sido
por ese pensamiento, ese instante, Amelia no hubiera contado el cuento.
En el lugar donde los dos estaban parados el suelo se abrió, las fronteras del espacio y
el tiempo cediendo un poco para arrastrarlos hacia otro mundo.

Cáp. 4 – Otro mundo

Donde el cielo se partió para dejarlos pasar el sol estaba en alto y la tierra se extendía
generosa hacia los cuatro puntos del horizonte. Los dos se hundieron y el suelo que se
había abierto bajo sus pies era la azotea de ese otro lugar.
Amelia perdió la conciencia apenas notó la luz del sol y no se dio cuenta de que había
alcanzado el piso hasta que despertó, luego de haber atravesado el techo de una choza y
aterrizar sobre Grenio. Entre los escombros de paja y madera, Amelia levantó la cabeza y
se apartó rápidamente de su compañero de viaje, que estaba desparramado inconsciente
en el suelo.
“Por suerte me caí encima de él”, pensó la joven mientras daba un vistazo alrededor,
preguntándose dónde estaba.
Los aldeanos se acercaron, temerosos, a ver qué había destrozado la vivienda.
Algunos habían visto aparecer una sombra en el cielo y murmuraron entre ellos,
preguntándose qué habría caído a plomo sobre una de las veinte chozas de la villa. Un
par de los hombres más grandes vinieron corriendo y se asomaron a la puerta, que
apenas se mantenía en pie.
“¡Son humanos!” Amelia respiró, aliviada. Alguno de ellos le explicaría qué estaba
pasando.

Precioso Daimon 18
Sin haberse percatado de su presencia, los dos aldeanos examinaban el daño, y
mientras exhalaba un grito uno de ellos señaló a Grenio y salió corriendo. El otro lo vio
alejarse, dudando entre seguirlo o no. Amelia carraspeó para llamar su atención.
En ese momento, el monstruo abrió los ojos de golpe. Amelia lo advirtió, y reculó
contra una pared.
Desorientado, Grenio miró al hombre y pudo comprender dónde estaba. Se levantó y
salió, y el hombre lo dejó ir, nervioso. Todos los que se habían reunido afuera
cuchicheando, se apartaron para dejarlo pasar y él salió corriendo.
Amelia lo observó con asombro.
–¡Ey! –llamó–. ¿Alguien puede ayudarme?
Como si recién se hubieran percatado de su presencia, dos hombres grandes se
acercaron a ella, la observaron con extrañeza, y haciendo una seña entre ellos, la
tomaron de los brazos para sacarla afuera.
Grande fue la sorpresa de Amelia cuando, luego de creer que esta gente podía
ayudarla, se encontró con las muñecas atadas a un poste en el medio de la aldea.
Estudiando a la gente y el lugar, se dio cuenta de que no estaba en ningún lugar
identificable. Hablaban una lengua extraña y las casas y sus ropas parecían antiguas. No
vio nada de tecnología. Ahora la pregunta era: ¿había viajado de alguna forma a otro
lugar o a otra época?
Encima la habían puesto al rayo del sol y un círculo perpetuo de gente se había
reunido a unos diez metros de ella para mirarla con curiosidad. Tenía sed y le dolía la
espalda, no faltaba mucho para que las lágrimas que le saltaban de los ojos se
convirtieran en llanto histérico.
Ocultó la cabeza entre los brazos para que al menos no la vieran, y a pesar de todo, el
cansancio la venció y cayó en un sueño inquieto.
En su adormecimiento creyó sentir que alguien le acariciaba la cabeza y la llamaba por
su nombre. Abrió los ojos, desorientada, para encontrarse que continuaba en esa tierra
extraña y que alguien se había detenido a su lado. Una persona encapuchada, cubierta
de la cabeza a los pies por un manto, estaba parada junto a ella y parecía estar
observándola.
–¿Wie heisst du? –esa persona le habló, y Amelia se quedó mirándolo sin comprender,
pero sintiendo una dulce y tranquilizadora compasión en su tono. El hombre esperó y
volvió a intentar–. ¿Who are you? ¿Chi è lei?
–Amelia –respondió la joven con voz débil y sonriendo un poco–. ¿Me entiende?
El hombre asintió y se agachó para estar a su nivel. Al hacerlo ella dejó de verlo a
trasluz y pudo discernir su cara pálida, joven, risueña.
–¿Habla español? Claro que la entiendo. Mi nombre es Tobía.
Sintiendo un profundo alivio y seguridad en que ese joven sí la ayudaría, Amelia amplió
su sonrisa, ya que no podía tenderle una mano o abrazarlo.
–¿Dónde estoy? ¿Qué pasó? ¿Lo sabes? ¿De dónde eres tú? –comenzó a
interrogarlo, recordando de pronto su situación.
El joven, sin responder, la tranquilizó con un gesto y dijo:
–Voy a ver qué puedo hacer por ti. Le explicaré a esta gente que no les harás daño y

Precioso Daimon 19
que no eres un... demonio –luego se alejó en dirección al jefe de la aldea, que los miraba
de lejos con atención.

Ya se había hecho de noche cuando vinieron un par de hombres a soltarla y la


condujeron hacia el límite de la aldea junto con Tobía. Allí este habló unas palabras más
con los hombres y estos les proveyeron con un caballo y un bulto. Tobía les entregó a
cambio una bolsita.
La ayudaron a montar y sin más, Amelia se encontró cabalgando por primera vez en su
vida, atravesando un país desconocido, con un extraño que iba conduciendo su brida.
Alejándose de la aldea, acamparon para esperar la mañana.
Pronto Tobía le explicó que de hecho no se encontraba en la Tierra, sino en un lugar
llamado Duma, en algún punto del espacio, inaccesible desde su planeta.
–Así que sí era un alien...
Los habitantes que le parecían humanos no tenían ni idea de la existencia de otra vida
en el universo; excepto por los monjes tukés a los cuales pertenecía Tobía, que
guardaban las antiguas tradiciones y sabían muchas cosas sobre Duma y la Tierra. En
cambio, esos seres que a ella le parecían muy extraños, como los kishime o trogas,
poseían la capacidad de viajar a través del tiempo y el espacio y poseían muchos
conocimientos. Los aldeanos tampoco tenían contacto con las otras especies que
ocupaban su planeta, por ello cuando veían alguno lo atacaban o pensaban que se
trataba de una criatura sobrenatural y no de un ser de carne y hueso como ellos. Las
otras razas se mantenían ocultas en las zonas más alejadas, pues los humanos aunque
más débiles los superaban en número.
–¡Ah, por eso aquel salió huyendo!
Tobía la miró sorprendido.
–Sólo me pregunto –murmuró la joven–, cómo voy a hacer para volver. ¿Tú conoces
una forma, verdad?
–Sí; cuando lleguemos a mi monasterio y te presente al Gran Tuké, él te va a ayudar –
contestó Tobía pero con voz extraña, como si no estuviera muy seguro. Luego le mostró
el bulto que habían atado en la montura–. ¿Sabes que es esto?
Amelia vio el brillo metálico de la espada que la criatura le había presentado en su
tierra. ¿Cómo había llegado allí? Recordando, ella la tenía entre sus manos cuando el
otro se acercó a ella y en ese instante los dos fueron transportados de un mundo al otro.
Seguro la espada había caído con ellos en el poblado.
–Mira esto –dijo Tobía, indicando el emblema gravado en la empuñadura.
Parecía haber unas letras de estilo gótico; podía tratarse de una C y una S ceñida de
hojas y arabescos.
–Esta espada perteneció a un hombre que llegó de la Tierra hace 480 años. Nadie
sabe bien cómo, pero lo importante es que se convirtió en leyenda por haber luchado
contra un clan troga hasta exterminarlo... Después desapareció y yo pienso que, de
alguna manera, volvió a su tierra.
–¿Entonces yo también puedo hacerlo?
Tobía asintió. Continuaron su viaje apenas asomó el sol en el horizonte, en silencio,

Precioso Daimon 20
cada uno encerrado en sus pensamientos. Tobía se iba preguntando qué se habría
hecho de Grenio, por qué abandonó sin un rasguño a la joven humana; mientras, ella
pensaba en la gente que la estaría esperando en casa y cuánto tardaría en volver.

Mientras tanto, muy lejos de la llanura verde por la que los dos solitarios viajeros
trataban de alcanzar el monasterio tuké, otros personajes se encontraban en su morada
de las montañas para conversar acerca de las novedades.
Un joven de rostro sonriente y ojos fríos se detuvo en el balcón del palacio para
contemplar el lago que se extendía a sus pies. Las aguas calmas como un espejo y el
color gris parecían reflejar el color de sus ojos. Su rostro no se inmutó cuando a su lado
se materializó otro ser de ojos grises y rostro de niño, con cabello largo, muy delgado
como él, también ataviado con una sencilla túnica celeste.
–Kokume elu fishi ge to, osu di –dijo el recién llegado.
–I osu di –replicó el otro sin dejar de observar el lago, haciéndole saber que él también
había percibido una disrupción en el tejido del espacio, así como había sentido la
vibración de un humano involucrado en esto.
Ambos se volvieron y caminaron por las heladas baldosas de cerámica azul con sus
pies descalzos, atravesando arcadas y columnas de piedra hasta llegar a un patio
rodeado de escalinatas blancas. Allí, sentado con displicencia, un hombre de cabeza
rapada y ropas sedosas de color negro brillante, parecía esperarlos.
–To geshidu –anunció uno de ellos deteniéndose sin ruido frente a él.
El de negro alzó la cabeza sonriente, y haciendo un gesto con la mano como para
quitarle importancia, replicó:
–O gosu e pelüshi... sofu a le.
Todo saldría de acuerdo a la profecía y el joven descendiente asesinaría a su enemigo,
dejando al mundo libre de todo el peligro que conllevaba el poder de romper el tejido del
tiempo. Su raza, los kishime, podrían al fin ocupar un lugar apropiado en este mundo,
elevando a los humanos de su degradación y limpiando el planeta de seres monstruosos
y grotescos.

Cáp. 5 – Desconfianza

–¿Por qué acampamos aquí si hay una ciudad ahí cerca? –se quejó Amelia, parada
sobre una loma y señalando una aldea de pastores que se levantaba a lo lejos, entre
campos labrados, al lado de un río.
Tobía había ido a buscar víveres, ordenándole que se quedara esperando. Ahora
estaba disponiendo varias cosas en un mantel sobre la hierba.
–Así es mejor.
Amelia se contuvo de preguntar más. Tenía la sensación de que le estaba ocultando
algo.
–No sé si te va a gustar esto, pero tienes que alimentarte ¿no? No somos como esos
kishime que andan sin beber ni comer por la vida.

Precioso Daimon 21
Tobía se bajó la capucha y empezó a atacar la comida sin mucha ceremonia. Amelia
miró con desgano unos trozos oscuros que parecían algas y un pote de queso rancio y al
final se decidió a probar una fruta roja, lo más similar a una manzana. Le dio un mordisco,
tanteó el trozo con la lengua y lo escupió.
–¿Qué pasa? Estás verde.
–Está muy amargo... –dijo ella con voz estrangulada a la vez que se tiraba por la
garganta un trago del líquido de un odre de cuero.
Fue peor, el líquido le quemó la garganta, se atragantó y tosiendo desesperada tuvo
que correr a la orilla del río para tomar agua. Tobía se estaba muriendo de la risa al verla
correr más rápido que su caballo.
Todavía riendo se dio cuenta de que tenían compañía.
–¡Grenio! –Su sonrisa se borró y se zambulló por encima de la comida a tiempo para
evitar que el otro le diera un puñetazo en pleno rostro–. ¿De mal humor? –se burló desde
el otro lado.
Amelia volvía secándose el rostro con su propia remera cuando oyó voces. Se detuvo y
avanzó los últimos metros ocultándose tras los árboles. Atónita, comprobó que Tobía
estaba charlando acaloradamente con otra persona, y tal como había sospechado por
esa voz ronca, el de los ojos rojos había vuelto. Pero no parecía que Tobía le tuviera
mucho miedo. Estaban discutiendo como dos cómplices que no se ponen de acuerdo en
algo. Sintiendo cómo le hervía la sangre de rabia, Amelia se apartó del tronco que la
ocultaba y los enfrentó:
–¡Ey, monje traidor! ¿Qué estás haciendo con ese? –le gritó.
Tobía la miró sobresaltado, mientras Grenio se volvía lentamente.
Viendo el enojo de la joven, Tobía se apresuró a explicar:
–¡Amelia! Espera, calma. Yo puedo explicar... te...
La joven lo había arrojado al piso de un sacudón. Luego, se internó corriendo entre los
árboles. Grenio intentó seguirla, pero unas palabras de Tobía lo detuvieron. Enseguida
oyeron el galope de un caballo. Amelia se lo había llevado y se dirigía a todo galope a la
ciudad que había visto antes.

Con el estómago gruñendo y sin saber con qué otro peligro o trampa se encontraría
esta vez, Amelia entró en el poblado. La gente se detenía a mirarla con curiosidad por la
ropa que usaba. Algunos le dirigieron la palabra, ¿pero qué iba a decir? Ahora se daba
cuenta de que estaba perdida sin Tobía. ¿Cómo podía ser que la engañara así? ¿Para
qué? ¿Acaso tenía un trato con ese troga? La única pista que tenía sobre cómo volver a
su mundo era lo que el tuké le había comentado. Ellos solían viajar a la Tierra para
aprender sus costumbres y lengua y traer conocimientos que su mundo no poseía.
¿También sería una mentira?
Se le ocurrió una idea: tenía que encontrar a otro tuké y preguntarle cómo llegar al
monasterio.
Así que se acercó a un anciano que estaba recostado frente a una choza pelando fruta
y parecía inofensivo, bajó del caballo, y le preguntó, tratando de apelar a la cortesía:
–Eh... ¿tuké? Tukés... ¿conoce?

Precioso Daimon 22
La joven esperó mientras el viejo escrutaba su rostro con desdén. Luego este sacudió
la cabeza como un perro estornudando.
Desilusionada, volvió junto a su montura. Recorrió el pueblo, recurriendo a hombres y
mujeres, ancianos y jóvenes. Nadie le supo responder, algunos sólo la ignoraron.
Abatida y con mucha hambre se dirigió a las afueras del pueblo, calculando que
seguiría en la misma dirección hasta encontrar alguien que supiera del monasterio.
Sintiendo el bullicio de las casas se preguntó si no podría cambiar algo por comida; pero
lo único que llevaba aparte de lo puesto era la espada y el caballo. No podía viajar a pie,
y en cuanto a esa arma, tenía el presentimiento de que podía darle alguna clave en el
futuro.

Raño era un orgulloso ejemplar de la especie troga.


Su vida entera se había dedicado a mejorar su cuerpo a través de la ingesta de otras
criaturas más fuertes hasta convertirse en una máquina de pelea, resistente, poderoso.
Pero ahora tenía un problema de imagen. Se había pasado el último año saboreando
todas las serpientes de la región, con la esperanza de añadir a su lista de habilidades la
de ser ponzoñoso. Había tenido buenos resultados, pero también había empezado a
adquirir la apariencia de las víboras. Los colmillos afilados le permitían inyectar veneno en
sus víctimas, pero en cuanto a la lengua bífida, no sabía cuanto le aportaba a su fino
olfato. Lo peor era que su piel, hasta entonces rojiza y lustrosa, se estaba poniendo
rugosa y en algunas partes le salieron escamas.
Esa tarde se hallaba meditando sobre su terrible suerte, acomodado entre las ramas
de un árbol que se volcaba sobre el río, cuando sintió que alguien se aproximaba.
Sin saber a quien tenía de compañía, un niño de la aldea se había separado de su
madre y se iba acercando a la orilla, atraído por el brillo del agua y las flores silvestres
que crecían en las márgenes.
Raño se estremeció, y aunque en un primer momento había pensado en ocultarse en
ramas más altas, quedó paralizado contemplando la hermosura de aquel niño. Cómo
quisiera tener esa piel suave y lisa, cabellos ensortijados dorados por el sol y carne
blanda. El niño, que no tendría más de cuatro años, jugaba sentado en la arena sin saber
que a sus espaldas, el troga consideraba si la belleza podría adquirirse como la fortaleza
física.
Decidido a actuar antes de que aparecieran los familiares del niño y alertaran a la
ciudad entera, Raño bajó de su árbol y se acercó sin hacer ruido. Se detuvo un momento
y luego, de un zarpazo tomó al niño, que apenas vio quien lo estaba sosteniendo en alto,
comenzó a berrear y chillar.
El troga huyó del lugar con su presa, pensando en comerla y digerirla en una cueva
cercana, situada corriente arriba.
En el momento en que Raño capturaba al niño, Amelia venía trotando hacia el río para
que el caballo bebiera. Estaba aprendiendo rápido cómo manejarlo y aunque se ladeaba
al cabalgar, no se había caído más de una vez. Vio una figura grotesca, demasiado
grande para ser un aldeano, y notó que entre sus brazos colgaba algo blanco y pequeño.
Pasmada, escuchó los gritos del niño que llamaba a su madre con voz aguda. La
campesina, que venía corriendo por el campo apenas notó que faltaba su hijo, no podría
alcanzar al monstruo que ya se alejaba río arriba.

Precioso Daimon 23
Sin dudarlo, Amelia espoleó al animal y este se lanzó a la carrera, como si supiera que
ella quería perseguir al troga.
Mirando por sobre su hombro, Raño vio que un jinete se le venía encima y lo esquivó.
Amelia apenas pudo detener al caballo, que giró con las patas delanteras en el aire, y
se lanzó sobre el troga.
–¡Suéltalo! –gritó ella.
No se trataba de una partida de caza; sólo un jinete, y bastante joven y debilucho al
parecer. ¿Cómo osaba perseguirlo? Tenía que ser castigado.
Cuando Raño soltó al niño como si fuera una bolsa y se dio media vuelta para
enfrentarla, Amelia no supo qué hacer. Había actuado por instinto, por pura reacción,
pero ¿cómo iba a luchar contra esa bestia? Tenía una espada pero no podía ni levantarla.
Tampoco podía dejar al pequeño.
Tragó aire y descendió de la silla. El animal se puso nervioso y respingó. Ella le puso
una mano en el cuello para calmarlo: “no me abandones, por favor”.
–¡Corre! –le gritó al niño, quien la miró indeciso, comprendiendo sus gestos sino sus
palabras, y tras dudar un momento, salió huyendo.
Este troga tenía toda la apariencia de una serpiente, su lengua bífida y oscura
sobresalía de una boca llena de dientes afilados. “No quiero morir”, pensó la joven, y
cerró los ojos.
Cuando los abrió, el monstruo estaba encima de ella, la sostuvo por los hombros, y
sintió su aliento putrefacto cerca de su mejilla.
De cerca, a Raño le pareció que esta víctima era bastante linda como para servirle en
lugar del pequeño. En vez de envenenarla para probar su recién estrenada habilidad, se
la iba a comer. Como para ir probando, acercó su lengua al rostro. Amelia sintió el ligero
contacto frío y áspero y sintió náuseas. En cambio, Raño se apartó rápidamente,
asombrado.
¿Qué tenía que ver esta joven con Grenio? Pudo sentir su olor sobre su pelo y ropa.
–Jarre graño fo Grenio... –exclamó con voz áspera.
Amelia no tenía idea de qué le pasaba. Tal vez no le gustaba su sabor. En todo caso,
aprovechó el momento para correr hacia donde su caballo se había apartado, leal pero no
tanto como para participar del banquete. Percibiendo por el rabillo del ojo que Raño
caminaba en su dirección, determinado, se decidió a tomar la espada. El peso del arma
hacía que no pudiera más que mantenerla en posición vertical, con la punta en el piso. Al
ver la espada, Raño se mostró aún más sorprendido. ¿Qué hacía con ese tesoro?
Al tratar de apuntarla hacia él, su peso la venció. Trató de sostenerla tomando el filo
con su mano desnuda, y se cortó. ¡No podía defenderse, y la criatura parecía muy
ofendida!
Raño le saltó encima y al aferrarle el brazo de la mano herida, gotas de sangre
cayeron sobre el pasto. No tenía fuerzas, notó Amelia con espanto. Apenas él la sacudía,
su visión se ensombrecía. “Quiero volver a casa”, pensó, “no quiero morir”.
Una luz brillante los envolvió a la vez que el viento soplaba sobre ellos. Hubo un ruido
como una explosión sónica y la luz se desvaneció, dejando en su lugar una figura sólida
de carne y hueso.

Precioso Daimon 24
Ambos miraron, uno sorprendido y la otra extrañada, cuando Grenio se plantó junto a
ellos.

Cáp. 6 – Venganza

–¿Grenio?
–Esa es mi presa –replicó este, y luego fijándose mejor, vio que lo conocía–. ¿Raño?
¿Qué haces aquí? ¿Qué te hiciste?
Saliendo de atrás de Grenio, Tobía se apresuró a ir junto a Amelia y apartarla de los
brazos de Raño.
–Estuviste comiendo cualquier cosa de nuevo, ¿no?
–¿Qué te importa? Mira, puedo vencerte en cualquier momento –Raño adoptó un tono
bravucón, pero agregó–, si quisiera... Porque Grenio, me interrumpiste cuando estaba por
comerme a esa joven.
Grenio lo sacudió con rudeza, mostrando los dientes:
–¡Idiota! ¡Es descendiente del que asesinó a mi clan!
Raño volvió a mirar con curiosidad a la humana, y apoyando un brazo sobre el hombro
de Grenio, comentó: –Así que es la persona que estás buscando desde pequeño... Vaya,
¿qué vas a hacer con ella?
Grenio se sobresaltó. Luego, se quitó la mano del hombro con furia y se puso a discutir
con Raño.
–¿Cómo llegaste aquí? –preguntó Amelia al tuké, que observaba a los otros, curioso.
–Cuando vi que lo envolvía una luz me lancé sobre él y lo abracé.
Amelia se lo imaginó. Estaba loco.
–¿Qué sucede? ¿Por qué discuten ahora?
Tobía carraspeó, turbado. Luego dijo riendo:
–Grenio no sabía que eras una muchacha.
Amelia se quedó pensando un momento.
–¡Eh! ¿Qué? ¿Y...?
¿Pensaba que era un muchacho?
–¿Cómo? Yo... –exclamó, incrédula, señalándose con el pulgar.
–Es que tienes el pelo por los hombros, y usas pantalones –explicó el tuké, ahora
ahogándose de la risa–. Y además dice que estás muy flaca para ser una mujer.
–¿Qué? –ese ser extraño quería decir que no tenía la forma adecuada para ser mujer,
se preguntó sintiéndose muy infeliz.
Grenio parecía muy descontento con su descubrimiento. Se alejó hacia el río, seguido
por Raño, que con él mantenía una actitud muy servil, como si quisiera obtener su favor.
–¡Basta! No es gracioso –exclamó Amelia, porque Tobía seguía riéndose.

Precioso Daimon 25
Poniéndose serio, el tuké replicó:
–¡No, es muy bueno! Él dice que no puede tomar venganza en una mujer, porque sería
deshonroso para su clan aprovecharse de alguien más débil. Así que no puede hacerte
nada.
–Ah... ¿entonces me va a dejar en paz? –Amelia sonrió aliviada.
Luego recordó que estaba muy enojada con este monje traidor. Se apartó de él
refunfuñando y tomó la brida del caballo que le había sido tan fiel. Recogió la espada y le
colocó la funda.
–¡Oye, niña! Puedo explicarte por qué estaba con él. No es por elección, no tenías por
qué huir de mí. Yo voy a ayudarte, lo juro.
–¿Por qué voy a creerte? –replicó ella, mirándolo por encima del hombro.
–Porque vinimos a salvarte ¿no es así?
En verdad habían aparecido en el momento oportuno, cuando creía que ya era el fin.
Pero ¿por qué?
–Si quieres saber, acompáñame al monasterio. Lo que te conté era cierto –dijo el tuké,
con tono convincente.
Amelia montó, y volviéndose con el ceño fruncido, contestó:
–Bueno, la verdad es que te necesito como traductor... Pero si haces algo sospechoso,
te tiro al río ¿oíste?

Por fin un poco de suerte. Al pasar de vuelta por la ciudad vecina, Amelia y el tuké
fueron detenidos por un grupo de aldeanos. Es que al verla de lejos, el niño reconoció a
su salvadora y se la señaló a su madre, que se apresuró a ir a mostrar su agradecimiento
junto con sus vecinos. El par se vio sorprendido por un grupo que los saludó
amigablemente y les ofreció comida para ellos y su caballo, y lo que pudieran necesitar.
Fuera de sí de alegría, Amelia se dispuso a disfrutar de la comida regalada, que tenía
mejor aspecto que la conseguida por Tobía. Estaban sentados junto a una fogata,
acogidos por una roca alta que los protegía del viento y la humedad de la noche. La joven
extrañó la comodidad de su hogar, en especial su cama que necesitaba tanto.
Acomodada entre unas mantas, observando las llamas danzar, con un pedazo de pan en
su mano, se preguntó cuándo lograría regresar.
Las llamas se agitaron movidas por una brisa y Tobía señaló:
–Tenemos un visitante.
La joven alzó la cabeza y en la cima de la pared de roca, vio los ojos rojos, brillantes
por el reflejo del fuego.
–¡Ah! –exclamó.
Tobía sonrió y alargó el brazo hacia Grenio, ofreciéndole un trozo de fiambre.
–¿Garro po? Ñu pu atsu.
Grenio se dio vuelta.
–¿Pu atsu? –repitió la joven, que había observado temerosa el comportamiento del
troga–. ¿No es eso lo que me repetía todo el tiempo?

Precioso Daimon 26
–Ja, ja, eso quiere decir “pequeño guerrero” –explicó Tobía.
–Ese idiota creía que soy un hombre pequeño... –rezongó Amelia.
El “idiota” saltó de la roca, arrebató el pedazo de carne de la mano de Tobía y se lo
comió de un bocado.
Amelia lo miró, desconcertada y asqueada. “Es como un animal”, pensó.
Al ver que él dirigía la mirada hacia la comida restante, se apresuró a juntar los trozos y
tragarse todo a grandes mordiscones, con lo que se ganó una mirada inquisitiva de
Grenio y un alzamiento de cejas de Tobía, mientras pensaba que él también quería
comer.
El monje le preguntó al troga qué pensaba hacer, ya que los había seguido, y luego
informó a Amelia:
–Grenio, ese es el nombre de esta persona, está seguro de que tú eres la directa
descendiente de Claudio, y que debe tomar venganza por las muertes en su clan hace
476 años. Pero va a esperar a que aparezca un guerrero fuerte con el cual pelear, pues
siendo una mujer tan joven no sería satisfactorio. Por otro lado, no sabe cómo controlar el
poder de viajar a tu tierra, así que piensa... seguirnos hasta donde vayamos.
Amelia se arrebujó en sus mantas. Estar en compañía de un ser que había intentado
despedazarla, y cuyo congénere había querido comerse un niño indefenso, no le hacía
ninguna gracia. Pero por otro lado, no podía obligarlo a que los dejara en paz porque era
muy fuerte. No tenía salida. Miró el corte de su mano. ¿Descendía de un hombre que
usaba una espada y peleaba con monstruos? ¿Quién sería? ¿En qué época habría vivido
y, si de hecho era su pariente, cómo había vuelto a la Tierra? ¿No podía darle una
ayuda?

Cáp. 7 – Vendida al mejor postor

Llevaban cinco días de viaje y Amelia comenzaba a impacientarse. A veces creía que
Tobía no era todo lo que decía ser, y sin embargo su rostro le inspiraba confianza. Si no
hubiera sido por su constante ayuda y comprensión de sus necesidades se hubiera tirado
a morir en el medio de esa planicie eterna. Él sabía cuando ella quería tomar un baño y le
buscaba un lugar donde tuviera privacidad, cuando estaba muy cansada para seguir o
muy hambrienta, y no decía nada si ella lloraba por añoranza y nunca la dejaba sola,
sabiendo que le tenía terror a Grenio, que los seguía como una sombra de noche y de
día, siempre cerca, perceptible aunque no visto.
Por otro lado, había tenido unos sueños los días anteriores que empezaban a
parecerle extraños. Se despertaba con la sensación de haber presenciado escenas
sangrientas, angustiantes, de tal horror que su mente conciente no quería recordar.
Primero pensó que los lugares y seres que había visto, sumado a las historias de Tobía y
los nervios que pasaba, habían producido esas pesadillas. Ahora, consideraba que algo
del ambiente podía estar influenciando esos sueños.
Al amanecer del sexto día, emergiendo de una pesadilla que la había dejado
empapada de sudor, Amelia observó que Tobía estaba levantado. Al notar que había
despertado, le señaló el horizonte y sonriendo ampliamente, exclamó:
–¡Mira! Estamos cerca.

Precioso Daimon 27
Una cadena montañosa azulada se extendía por todo el horizonte. Para llegar allí,
donde se alzaba el monasterio Tuké, tenían que atravesar una llanura rocosa y
deshabitada.
–Parece el borde del mundo.
Al parecer, Grenio había desaparecido durante la noche. La última vez habían visto su
sombra y ojos fulgurantes cerca de su campamento, pero a lo largo de toda aquella
extensión de tierra, no se veía a nadie.
–Tal vez fue a cazar –comentó Tobía–. Aunque si no recuerdo mal... Hay una ciudad
en el borde del pedregal, hacia el poniente. Tal vez nosotros debamos ir también para
juntar comida ¿no?
El río era tan poco profundo y claro que podía atravesarse caminando. Amelia
desmontó y guió al caballo al otro lado, emocionada de ver los guijarros grises y trozos de
cuarzo en el fondo de la corriente que se explayaba y sobre la cual se recostaba un
pequeño pueblo de pastores.
Animales que parecían bueyes peludos rumiaban en la hierba oscura que crecía junto
al río. En la aldea, mujeres y niños trabajaban las pieles sobre bastidores. Mientras Tobía
negociaba con una de sus misteriosas bolsitas, Amelia descansaba junto al caballo en la
plaza central del lugar, junto a unos monumentos de piedra.
–¿Qué es lo que llevas en esa bolsa? ¿Dinero? –inquirió Amelia, en cuanto él regresó
con las viandas.
–No... Ni dinero ni joyas. Nosotros los tukés somos muy pobres en cosas materiales.
Esto –dijo sacando un poco de aserrín del interior de la bolsa–, es un polvo protector
contra demonios y apariciones que la gente aprecia mucho. Además, como últimamente
tres personas aparecieron muertas y han tenido fallecimientos extraños de animales,
están bastante preocupados.
Ocho bestias de carga habían sido encontradas con el cuello desgarrado y desolladas,
las vísceras a medio comer. No había animales grandes en esa región, así que el rumor
de que los demonios habían vuelto a descender de las montañas para asolar el pueblo
cundió en pánico.
–Mira todo lo que me dieron –agregó contento.
–¿Pero funciona? –replicó Amelia, tocando eso que parecía viruta y polvo con olor–.
¿No es pachulí?
Tobía la miró como si fuera boba y dijo: –Funcionaría si hubiera monstruos y
apariciones. ¿Crees que esto espanta a nuestro amigo...
–Sólo los engañas –murmuró ella, admirada–. Ya me parecía que eras un mentiroso.
–¡Oye... –comenzó a protestar Tobía, cuando el alboroto que se armó en el pueblo los
interrumpió.
Los hombres del lugar, que habían salido en búsqueda de unos animales perdidos,
habían vuelto con noticias. Uno de ellos se adelantó hacia el lugar donde la joven y Tobía
estaban parados y, señalando a Amelia con un puño, gritó algo que hizo al pueblo dar
vítores.
Acto seguido, un grupo de hombres cercó a la joven y la pusieron prisionera. Ella miró
al monje, preocupada.

Precioso Daimon 28
–¡Oh, no! –exclamó él–. Ese hombre dice que ha hecho un trato con el demonio
causante de todas las muertes. Le dijo que si te detiene en este lugar por el resto de tu
vida, dejará de dañar la aldea... ¿Qué voy a hacer?
Los otros hombres le apuntaron con machetes cuando trató de seguir a los dos que se
llevaban a Amelia para encerrarla en una cabaña.
–Sólo la mujer –le dijeron, escoltándolo hacia las afueras con rudeza. Luego se
cercioraron de que se alejara.
Tobía meditó la situación. Solo, no podía sacarla del pueblo, tan obsesionados estaban
con el miedo a los demonios que seguro la tendrían bien vigilada. ¿En que estaría
pensando Grenio para hacer esto? El monasterio estaba a dos días de viaje. Podía volver
en cuatro días con ayuda. “Aguanta, Amelia, no pienses que te abandoné”.

Cáp. 8 – Ñurro

Tobía corrió por la llanura hasta que sus pies sangraron, tratando de avanzar lo más
posible antes que la noche cayera y perdiera la orientación. Al fin, el sol se ocultó sin
compasión a sus espaldas y el tuké cayó de rodillas, demasiado extenuado como para
hacer preparaciones para la noche. Durmió un par de horas pero a la medianoche un
sonido extraño en la solitaria planicie, lo despertó. Asustado, observó alrededor: la luz
lunar proyectaba extrañas sombras en cada grieta del suelo.
Escuchó pasos atrás. Se volteó. Una figura se erguía junto a él a contraluz.
–Grupe pogasa to cha nio.
–¿Grenio? –el tuké se levantó de un salto, recuperando un poco de esperanza–. ¿Por
qué me dices que me olvide de la joven? ¿Qué le vas a hacer?
–Nada, a ella. Voy a esperar. Tú vuelve a tu monasterio, ya no requiero de tus
servicios.
El tuké se lo quedó mirando mientras el otro se volvía y comenzaba a alejarse. “Qué
extraño”, suspiró, pues había imaginado que venía a matarlo ya que no lo necesitaba
más.
–¿Qué vas a esperar? –preguntó siguiéndolo.
–Le dije a uno de los humanos que se quedara con la muchacha. Esperaré que tenga
hijos, y cuando el hijo mayor crezca voy a volver para arreglar cuentas.
–¿Qué? ¿No piensas que tal vez ella no esté de acuerdo?
El troga se detuvo.
–¿Por qué? Es una mujer humana, ellas tienen pronto muchos hijos.
–Pero ella no es de acá –Tobía pensó un momento–. Si me encuentra, me va a tirar al
río. ¡Y el Gran Tuké me va a despedir! ¿No te das cuenta que puede ser la persona de la
profecía, que nos va a salvar a todos?
–¿Sofu? –repitió Grenio.
No tenía mucho interés en profecías y los otros cuentos de este monje mentiroso.
Tenía la sensación de que este humano intentaba siempre engañarlo para obtener algún

Precioso Daimon 29
beneficio, aunque no se podía imaginar para qué quería que trajera una persona del otro
lado. Lo único que importaba era que él, el último del clan Grenio, iba a limpiar la deuda
que la familia del asesino Claudio tenía con ellos por toda la sangre derramada
injustamente. No le interesaba continuar con la familia y todo eso, así que tenía que
terminar él mismo con toda esa historia.
Interrumpió su cavilación al chocar con el cadáver de un animal a medio comer.
Tobía, que iba pisándole los talones, casi chocó contra su espalda. Encontes, notó que
el troga observaba la carne putrefacta de un buey, caído en medio de un círculo del cual
las piedras habían sido barridas. El tuké se cubrió la nariz.
De repente el cadáver pareció moverse, como si lo recorriese una corriente eléctrica.
Tobía se apartó de un salto. El animal quedó inmóvil, y cuando ya comenzaba a creer
que había sido efecto de la luz, la carne se sacudió de nuevo y del vientre, entre restos
de vísceras negras, apareció la punta de una cabeza brillante y oscura. El enorme
gusano, un tubo viscoso de veinte centímetros de diámetro y cincuenta de largo de
cabeza a cola, emergió retorciéndose y luego de tantear el terreno, reptó hacia la tierra.
Abrió su boca como olisqueándolos, mostrando incipientes incisivos blancos, todavía
sucios de la carroña que había consumido.
Grenio sacó su daga larga y lo atravesó un poco atrás de la cabeza. El gusano se
encorvó como para liberarse pero la hoja lo había clavado en la tierra. Quedó inmóvil
rezumando un jugo verde oscuro.
–¿Qué era eso? –exclamó Tobía, tratando de contener la náusea.
–Ñurro. ¿Dónde vives que no conoces un gusano del desierto? Ponen los huevos en
animales recién muertos y cuando nacen se alimentan de su carne podrida.
Tobía todavía miraba el bicho que se había estado alimentando de un buey entero.
Grenio se movió recuperando la daga y pasó por su lado a toda velocidad.
A su espalda la tierra se removió y resquebrajó, dando paso a una cabeza diez veces
más grande que la del gusano que Grenio había matado. El colosal gusano surgió de su
agujero con rapidez, enviando una lluvia de arena y guijarros en todas direcciones. Tobía,
que lo había visto por el rabillo del ojo, comenzó a retroceder. El ñurro se elevó cinco
metros en el aire con la fuerza del empujón, pareció detenerse un momento, para dejarse
caer luego con su peso formidable. Grenio se apartó de un salto, evitando ser aplastado.
El siguiente ataque del ñurro fue un latigazo repentino de su cola tratando de clavarlo con
el espolón de sesenta centímetros que sobresalía de la punta. Apenas había tocado el
suelo, el troga fue barrido con violencia y arrojado varios metros más allá. El gusano
enseguida se movió deslizándose por el suelo y levantó medio cuerpo sobre su víctima.
Antes de que la bestia se precipitara sobre él, Grenio se incorporó de un salto y arrojó
la daga contra el cuello del ñurro. Emitiendo un chillido, este cayó al suelo, herido y
enojado. El troga se aproximó resuelto, le asestó un golpe de puño que hizo que se
retorciera más, con violentos movimientos en los cuales azotaba el aire con su cola y
sacudía la mole de su cuerpo cavando la tierra. De nuevo Grenio lo golpeó, cuidando de
esquivar la cola, y el gusano se irguió descubriendo el vientre. Grenio aprovechó para
recuperar la daga, que al salir del cuerpo lo roció con una lluvia de líquido viscoso, y se
apartó, a la vez que el gusano intentaba un ataque frontal. Grenio se apartó y la boca
llena de dientes agudos fue a dar contra las piedras, y en ese momento dio vuelta la daga
en su mano y la deslizó por el costado de la cabeza del gusano, abriendo un surco desde
la boca hasta el cuero que recubría su dorso con espinas.

Precioso Daimon 30
El ñurro seguiría retorciéndose por horas, perdiendo sangre por esa larga herida. Con
calculada temeridad, Grenio saltó sobre la cola de la bestia, aprisionándola entre sus
brazos. Luego pareció retorcerla sobre el mismo animal como si lo fuera a doblar en dos.
El espolón de la cola se rompió y con eso en sus manos el troga corrió al otro extremo y
se lo clavó profundo en la cabeza.
Tobía contempló aquel monstruo que quedaba fuera de combate. Lo había matado con
sus propias manos y una cuchilla de cincuenta centímetros.
–A-a-así que esta es la madre –tartamudeó cuando Grenio volvió sacudiéndose las
manos.
–No seas estúpido, este es un macho –replicó el troga.
–Entonces...

Amelia había estado dando vueltas en la habitación por horas. Consideró su situación:
no la habían maltratado, ni atado. Pero era prisionera. Así no podría volver a su casa
nunca. Tenía que huir y conseguir llegar al monasterio. Tal vez Tobía la rescatara, pero
¿se podía confiar en él? A los del pueblo les había dado un supuesto repelente de
demonios sabiendo que corrían verdadero peligro: tres personas muertas y ocho
animales se habían perdido. Escuchó un ruido tras la puerta, alguien se acercaba.
Se había alejado al otro extremo donde una pequeña ventana daba a la plaza, cuando
la puerta se abrió y entró un hombre barbudo y panzón. Este la miró de arriba abajo como
midiéndola. ¿Ahora qué? Se preguntó ella, viendo cómo la evaluaba... le miró el pelo, los
dientes, la cadera. Esto ya era demasiado, ¿no querría una novia, este anciano? Ella le
apartó las manos con desprecio, el hombre rió y salió satisfecho.
Enseguida la joven escuchó una conmoción. ¿Vendría otro a medirla? No, el ruido
venía del otro lado, de afuera. Se acercó al ventanuco que le permitía tener una visión
estrecha del pueblo. Un grupo de gente corría hacia un lado, otro grupo armado de lanzas
hacia el otro, el resto se congregó en la plaza.
Gritos y ruidos de madera rajándose. Una gran pelea se estaba dando afuera. Pasó un
rato y entre más gritos, correrías. Niños y mujeres huyeron despavoridos de la plaza. Oyó
pasos, voces, y un grupo de hombres armados salpicados de sangre, entraron en la
habitación. Uno de ellos la tomó del brazo y la arrastró afuera. ¿Qué querían?
La joven gritó de horror al divisar, entre el destrozo de cabañas y cadáveres
ensangrentados, aplastados, algo como un enorme gusano erizado de espinas que se
erguía tres metros en el aire boqueando y salivando.
Los hombres que la retenían le impidieron salir corriendo. La arrastraron hacia uno de
los pilares de piedra que adornaban la plaza y allí la ataron por los pies, manos y cintura,
dejándola como sacrificio para calmar a ese demonio.
–¡No! –gritó Amelia al ver que pensaban dejarla ahí.
“¿Cómo voy a salvarme ahora? ¿Él va a venir a detener a este monstruo?”
–¡Auxilio! –imploró, con toda la fuerza de sus pulmones, cerrando los ojos al notar que
el enorme gusano reptaba hacia ella.
La gente del pueblo se había alejado hasta el otro extremo de la calle, ocultándose tras
los muros derruidos de las viviendas de ese lado. Los animales mugían aterrorizados

Precioso Daimon 31
desde el cobertizo donde los habían encerrado. El caballo de Amelia corcoveó, tirando de
la soga que lo mantenía atado a un árbol cercano, chillando.
La hembra ñurro se abalanzó sobre la primera presa que encontró, enloquecida por el
hambre y la necesidad de desovar pronto. Recién se había engullido un animal pequeño
y sangre y pelo había quedado atrapado en su dentadura. Amelia casi podía sentir el
aliento apestoso acercándose.
En el último momento, sintió una corriente de aire que le sacudió el cabello, y un
alarido escalofriante. Abrió los ojos: alguien había atacado al monstruo en el instante en
que se arrojaba sobre ella, levantándolo en el aire y haciéndolo virar. La persona aterrizó
del otro lado, el gusano monstruo se desplomó, despanzurrado. Lo habían abierto en un
profundo surco que casi lo dividió en dos. Las entrañas se extendieron en el suelo,
acompañadas de abundante líquido viscoso.
Espantada, Amelia observó a la persona que se acercaba caminando con calma luego
de tremenda hazaña. La había salvado, pero qué poder... De cerca, pudo ver que parecía
un hombre joven de rostro pálido, serio y delicado. Traía una espada en su mano
derecha, vestía túnica gris y su cabello caía por su espalda, claro y brillante, enmarcando
sus esbeltos hombros. Era la imagen de un ángel.
–Se iku –dijo al detenerse junto a ella para desatarla.
Amelia se quedó mirándolo estupefacta, pues con sus oídos había escuchado una
lengua extranjera pero en su mente había entendido el significado como si hablara
español. La saludó.
–Soy Bulen. Me doy cuenta que no eres de aquí.
El joven sonrió apenas. Luego, notando sus muñecas heridas por las ataduras tomó
sus manos entre las suyas, blancas y frías. Notó la cortada en su mano de cuando alzó la
espada contra Raño. Bulen rozó la herida con su mano. Amelia notó enseguida un alivio
en su ardor. Después vio que la espada que sostenía él era la que ella guardaba.
–¿Es tuya? –adivinó él–. Gracias, la tomé prestada por un momento.
El joven la guió hacia las afueras del pueblo, mientras los pobladores salían de sus
escondites a ver qué había sucedido con el monstruo, y contemplaron con asombro su
cuerpo agonizante.

Cáp. 9 – Bulen

–¿Qué es eso que viene ahí? –exclamó Tobía señalando una figura que venía hacia
ellos agrandándose rápidamente.
La figura se aclaró. El caballo de Amelia venía al galope, como huyendo. Al instante
escucharon gritos a lo lejos. El pueblo había sido atacado.
Cuando Grenio entró al poblado se encontró en medio de una gran confusión. La gente
caminaba de un lado al otro, juntando escombros y arreando animales. Un grupo de niños
gritaban eufóricos, rodeando una masa de carne que todavía se sacudía un poco,
haciéndolos saltar de miedo cada vez que intentaban acercarse. Un grupo de hombres
discutía acaloradamente en medio de la plaza.
–¡Amelia! ¡Amelia! –llamaba Tobía, recorriendo el sitio de desastre.

Precioso Daimon 32
Grenio se plantó junto al grupo de hombres, viendo entre ellos al jefe con el que había
hecho el trato.
Al registrar su presencia, el hombre se puso a gritar nervioso y, arrodillándose,
comenzó a implorar perdón.
Grenio lo miró con curiosidad. Notó el pilar y las cuerdas cortadas, y el ñurro muerto;
entonces se volvió hacia el hombre y lo levantó con una mano por el cuello.
–No, no, no es mi culpa... –lloriqueó el hombre.
–Le dije que la quería viva, imbécil. ¿Qué le sucedió?
–Otro, otro... otro demonio se la llevó –tartamudeó el hombre mientras se ponía
morado.
Tobía se apresuró a intervenir, viendo que en su furia Grenio estaba asfixiando al
hombre.
–¡Eh! ¡No es momento para eso! Además esto es tu culpa por vendérsela...
Grenio soltó al hombre, que cayó desmayado al suelo, y se fue, maldiciendo su mala
suerte.
Tobía lo seguía a caballo. El troga había llegado al río y comenzó a seguir un rastro
hacia las montañas.
–¿Por qué no haces como la otra vez y te transportas hasta donde está ella?
Grenio se detuvo a considerarlo y contestó:
–Porque no tengo idea de cómo lo hice.

Bulen no soltó su mano mientras caminaban por la oscura llanura, hasta que se
detuvieron junto a unas rocas para que ella descansara. Amelia se sentó, abrumada.
–¿Cómo está tu mano?
La voz sonaba clara en su cabeza. Amelia se la enseñó. Mientras Bulen se arrodillaba
frente a ella para estudiarla, ella se dio cuenta de lo hermoso que era. Se sonrojó.
Él la miró y sonrió levemente.
–¿No quieres contarme cómo llegaste a esa situación?
Amelia suspiró. Empezó a contarle todo desde que el troga se le había aparecido y al
final suspiró, desahogada.
–Así que él se apareció junto a ti de repente.
–Dos veces.
Bulen se levantó y caminó unos pasos, meditando. Amelia se estaba preguntando si
este hombre la ayudaría a llegar al monasterio y a su casa... Parecía tan amable, que
sólo verlo le entibiaba el corazón.
–Así que tú eres descendiente de Claudio, por tanto la que va a cumplir la profecía.
–¿Qué profecía? –preguntó ella.
Bulen se volvió sorprendido.

Precioso Daimon 33
–¿El monje no te dijo? Ah, bueno. El Gran Tuké te contará sobre las últimas palabras
del humano, que uno de sus hijos volvería. El clan Grenio espera hace 476 años que
ocurra esto, para vengarse. Pero la profecía dice que uno de los descendientes acabará
con el otro –Bulen se acercó y puso la espada en sus manos–. Te diré un secreto,
cualquiera de Uds. puede matar al otro. Eso quiere decir que no tienes que morir...
–Yo...
Amelia lo miró, dudando. De repente, este ser tan agradable parecía un demonio
tentador.
–Adiós, niña –Bulen se puso serio y comenzó a alejarse–; ahí vienen tus
acompañantes.
–¡Amelia! –venía llamándola Tobía, a quien pronto pudo ver venir a caballo desde el
brumoso horizonte.
Ella se levantó. Grenio pasó a su lado como una exhalación, persiguiendo a la figura
de Bulen que se iba desvaneciendo a lo lejos.
Tobía desmontó y fue corriendo a abrazarla.
–¡Qué suerte! –exclamó, viéndola a salvo–. Pero, ¿con quién estabas?
–Tobía...
El troga volvió, enfundando su daga. Parecía enojado. Amelia notó que su rostro,
manos y ropas estaban sucias y de él emanaba un olor espantoso.
–Jo to gruse tlo –venía quejándose.
El kishime de pelo platinado, que había intentado llevarse a su presa, se había
evaporado.
Ella lo miró, disgustada.
“¿Por qué vuelve siempre? Y este, que no entiendo lo que dice...”

Bulen apareció, todavía divertido por la cara del troga al verlo desvanecerse en el aire.
Se materializó en un bosque, en la ladera de la montaña donde los kishime se reunían. El
compañero que lo esperaba lo miró con curiosidad.
–Ese troga no tiene idea de cómo utilizar el poder de transportarse, geshidu, fue puro
instinto –informó al kishime de ropas negras–. Señor Sulei, ¿me diría por qué me envió a
proteger a esa mujer tan débil?
Sulei se apoyó contra el tronco de un árbol nudoso de follaje oscuro. Contempló las
estrellas que titilaban más allá de sus hojas, tan lejanas, eternas, poderosas. Ellos tenían
la posibilidad de conocerlas, de poseerlas, si tan sólo...
–Porque aún no debe morir. Como tú has visto, no está preparada para cumplir con la
profecía, ¿comprendes? Ahora tengo otro encargo para ti, querido Bulen.

“Espero que el Gran Tuké me recompense por esto”, meditaba Tobía, resignado, a la
hora en que pararon a comer y descansar. El sol quemaba la piel y los ojos, alto en el
cielo. Encima debieron conformarse con gusanos y bulbos que Grenio excavó con sus
garras, y a pesar de que no quería ver nunca más en su vida un gusano, tuvo que

Precioso Daimon 34
comérselo. Tampoco tenían más agua que la humedad que podían chupar de abajo de
las rocas.
Por otro lado, Amelia se sentó aparte con las piernas enrolladas y la cabeza escondida
entre los brazos, exhausta por el calor y el sol que le taladraba el cráneo, muerta de sed,
enojada, y ardiendo en deseos de volver a casa. Grenio le acercó unas raíces amargas,
buenas para los dolores, pues él consideraba que lo que podía poner de malhumor a
alguien era perder con un enemigo o estar adolorido. Pero sólo consiguió que la joven le
lanzara las raíces por la cabeza, además de un par de piedras que tenía a mano.
–Qué mal agradecida –refunfuñó, alejándose.
–¿Qué querías? –replicó Tobía, adoptando una expresión de filósofo indulgente–.
Después que trataste de venderla como mujer de ese viejo... No te va a perdonar.
¿Quién quería que lo perdonara? Si era su enemiga, mejor que lo odiara y no que lo
mirara con cara de inocente. Además, todavía estaba muy ofendido porque cada vez que
ella lo sentía acercarse retorcía la nariz, asqueada por sus ropas que aún conservaban
los restos de la pelea con el gusano.
A la tarde alcanzaron las primeras estribaciones de la cadena montañosa, y
aprovecharon el claro de luna y el fresco de la noche para avanzar más arriba.
–Falta poco –avisó Tobía, cuando se detuvieron a la sombra de una serie de montañas
escarpadas.
Frente a ellos se extendían colinas fértiles, regadas por ríos de plateadas aguas que
caían en cascadas de espuma blanca desde los murallones de piedra. Aunque agotada y
sin fuerzas, Amelia no vaciló en correr al arroyo más cercano, para comprobar la pureza
del líquido con el cual pudieron saciar la sed. El caballo también parecía revivir en estas
pasturas. El grupo se durmió junto al rumor de una cascada, entre las rocas que
bordeaban el espejo de agua. Al alba comenzarían la ascensión y muy pronto llegarían al
monasterio.

Cáp. 10 – El ataque kishime

Amelia se despertó sobresaltada. Había tenido otro de esos sueños extraños, en que
se veía envuelta en escenas de sangre y muerte y le parecía ser otra persona. Se sentía
como alguien distinto, alguien que no se impresionaba con escenas de duelos,
mutilaciones y campos cubiertos de ceniza y sembrados de cuerpos miserables. Sin
embargo ella estaba allí, mirando detrás de esos ojos fríos, y al despertar se sentía
terrible.
El cielo se iba aclarando detrás de los altos picos despejando algunas sombras a su
alrededor. Pronto podrían seguir viaje, y eso la hizo olvidarse de sus malos sueños,
pensando que tal vez lograra volver a su mundo. Librarse de este ser extraño y peligroso
que la perseguía, que siempre estaba cerca mirara donde mirara. Se incorporó y lo
buscó... allí estaba la sombra; la observaba sentado a contraluz.
Había algo extraño, la alertó su mente. Tobía dormía del otro lado de la consumida
fogata, tranquilo, arrullado por el rumor de la cascada. Más allá se levantaba una roca y
sobre ella, otra figura oscurecida estaba de pie.
De pronto se dio cuenta de que estaban rodeados.

Precioso Daimon 35
–¡Qué! –exclamó ella.
En ese momento la figura sentada se movió un poco y la luz grisácea brilló en su cara
y cabello. Pudo ver que no se trataba de Grenio, que no se hallaba ahí con ellos.
–¿Qué te pasa? –preguntó somnoliento Tobía.
–Hay... u-nas p-perso-nas –tartamudeó Amelia en susurros.
El tuké se levantó de un salto. El círculo se cerraba sobre ellos: cinco de apariencia
humana, uno de los cuales tenía al caballo sujeto por la brida y el animal se resistía, y el
sexto, la figura que la había estado observando, se levantó sin prisa y se acercó a ellos
dos.
–I gosu to fishi elo... ilo sofu.
Se trataba de un hombre joven, muy delgado, alto, de huesos largos y piel
blanquísima, casi transparente. Se parecía a Bulen por su delicadeza de rasgos, pensó
Amelia. También tenía cabello fino y claro, y ojos grises. Sin embargo, el tono de sus
palabras había sido de desprecio y no las había comprendido en su mente.
–¿Qué quieren? –preguntó Tobía, serio, acercándose a la joven con ademán protector.
El alto, que parecía ser el jefe de los otros humanos, extendió un brazo hacia los dos y
dijo sin emoción:
–Pelüshi lo.
En el acto los cinco humanos extrajeron de entre sus ropas brillantes cuchillos.
Amelia quedó paralizada. Tobía exclamó algo en su idioma y soltó en el aire el
contenido de su bolsita de polvo anti-demonio en el momento en que uno se adelantaba
con el cuchillo alzado. Al mismo tiempo le dio un tirón del brazo a Amelia, haciéndola
trastabillar y caer al lago formado por la cascada.
–¡Huye por atrás! –escuchó que le gritaba en el instante en que se hundía en el agua
helada.

En medio de la noche, Grenio se había alejado hacia lo alto de la montaña, trepando


con facilidad la pared de roca gris. Cuando estaba cerca de esa muchacha no podía
descansar, atormentado por sueños inquietos que no le pertenecían. Creía que la
cercanía de la heredera de un enemigo mortal despertaba la sangre de sus antepasados,
que ansiaban la venganza, y lo hacían ver en sueños las escenas de destrucción que
habían padecido.
Había alcanzado una meseta de salvaje belleza iluminada por luz lunar. Esta
penumbra le sentaba más que el sol directo por la sensibilidad de sus ojos. Se iba a
sentar sobre una saliente rocosa cuando, a lo lejos, creyó ver una figura blanca. Tan
luminoso, debía ser un kishime; tal vez el que había seguido antes. Sin dudar, partió en
su dirección a paso ligero.
Al rato la figura pareció percatarse de su presencia. En vez de huir, lo esperó con
paciencia.
–¡Jo fre tse! –le gritó Grenio al ver que era el mismo que había rescatado a la humana
del ñurro.
Bulen no había tenido la mínima intención de marcharse y por eso le sonrió,

Precioso Daimon 36
condescendiente. Sulei le había dicho que no debía matarlo pero no le había prohibido
divertirse un poco con esa bestia. Simplemente alzó una mano para detener la carga de
Grenio, que se había lanzado sobre él sin parar su carrera. El troga notó, desconcertado,
que su golpe era desviado con un solo movimiento de brazo y un paso al costado. Clavó
los talones en la tierra y dio la vuelta.
Mientras Grenio sacaba su daga, Bulen se quedó inmóvil. En cuanto el otro intentó
embestirlo con la estocada lista, Bulen se inclinó ligeramente y se impulsó hacia arriba
como si flotara, eludiendo su golpe y elevándose un par de metros en el aire. Luego fue a
aterrizar a sus espaldas con suavidad, como si la gravedad no lo afectara. Grenio giró
enseguida con el brazo extendido, y esta vez la hoja pasó a escasos milímetros del cuello
de Bulen.
Tomándolo en serio, alzó los brazos y puso las manos juntas, haciendo acopio de su
energía entre las palmas. Grenio trató de zambullirse a un lado, en cuanto vio que el otro
podía materializar una bola de fuego y lanzarla contra él. Sin duda este era un kishime de
alto rango, no un debilucho flaco como otros. Su movimiento logró salvarlo a tiempo de
quedar chamuscado y la energía se estrelló contra el piso en rápidas viboritas de
electricidad, para luego regresar con su dueño original. Bulen absorbió por los pies su
energía desperdiciada y pareció resplandecer por un momento.
Levantándose de un salto, Grenio se arrojó contra él, logrando aferrarle un brazo, e iba
a darle un buen golpe en la cara, cuando para su asombro el otro le habló, directo en su
mente:
–Hueles mal.
Bulen le puso la mano libre en el pecho, descargando un terrible golpe de corriente que
lo tiró contra el suelo, la ropa humeante donde lo había tocado.
–Peleas como una bestia sin gracia –se quejó Bulen, volviéndose para marcharse.
Grenio se incorporó e intentó alcanzarlo, pero en el momento en que puso sus manos
en él, el cuerpo de Bulen se tornó transparente y se convirtió en una nube de mariposas
brillantes, que desaparecieron en el aire nocturno, dejándolo solo.
Las horas pasaron, el cielo perdió su negrura y Grenio calculó que la humana ya debía
de haber despertado. Volvió al campamento.

Amelia había caído al agua, soltando todo el aire mientras se hundía. La corriente la
arrastró. Pensó que se iba a ahogar. Abrió los ojos y el agua le punzó con su oscuridad.
Pataleó, movió los brazos, tratando de resurgir. Un bramido insoportable parecía
aplastarla. Se sintió arrastrada por la impresionante corriente formada por la cascada a la
vez que las tinieblas la envolvían y perdía el conocimiento.

Tobía cayó al suelo, encorvado, sosteniéndose la herida del estómago de la que


parecía brotar un río de sangre, apretando los dientes para no gritar. Había actuado para
salvar a la joven, entonces el Gran Tuké tendría que honrarlo al menos por esta vez. Pero
estaría más feliz de escuchar sus halagos de este lado de la tumba.
Un hombre lo sujetó de la cabeza y el otro lo amenazó poniéndole el cuchillo en la
garganta.
El que parecía ser el jefe hizo una seña y dos de sus hombres partieron río abajo.

Precioso Daimon 37
–¿La pelüshi, Zoli? –preguntó el del cuchillo, dirigiéndose al kishime de pelo blanco.
Zoli movió la cabeza con gesto contrariado. Se volvió hacia Tobía y lo interrogó.
–¿Dónde está el troga?
Aunque hubiera estado dispuesto a contestar, el tuké tenía la lengua trabada, tan
paralizado de miedo como de dolor.
–¿Flo cha ‘r ja? –gruñó alguien a sus espaldas.
Zoli se volvió sorprendido, pues no había sentido a nadie aproximarse. El troga estaba
parado junto a la cascada, dominando la escena. El kishime se sobresaltó aún más
cuando Grenio acortó los cinco metros de distancia de un salto y se alzó a su lado. Le
llevaba una cabeza. Zoli lo observó impresionado, aunque tratando de no ponerse en
evidencia.
–¿Tro ‘pe pogasa? –inquirió Grenio, viendo que Amelia no estaba allí.
El lugar donde dormía estaba desarmado. Enfurecido al darse cuenta de que tal vez
estos se hubieran robado a su presa, Grenio se enfrentó a los cuatro hombres, notando
algo más:
–¿Frugo?
–¿Parásitos? ¿Íncubos? –repitió Tobía.
Ahora entendía por qué estos humanos seguían las órdenes de un kishime. Algunos
de su raza tenían la capacidad de ocupar el cuerpo de trogas o humanos, una vez que su
propio cuerpo ya no les servía.
Al ver que Grenio se ponía violento, uno de los íncubos amenazó de nuevo la garganta
del monje.
–A-yu-da Gre-nio –imploró Tobía.
Sabía que era el fin.
–¿Para qué? –replicó el troga sin mirarlo, mientras se acercaba a Zoli.
De repente, este movió un brazo. Grenio dio un salto atrás, apenas a tiempo de evitar
que un latigazo de luz, rápido como relámpago, lo cortara en dos. Zoli tenía en su mano
una espada de hoja larga y flexible, como una lengua de seda color plata. Al mover su
brazo con rapidez, la hoja volaba por el aire zumbando y cortando todo a su paso. Grenio
esquivó con dificultad tres latigazos y luego echó a correr hacia el bosque que empezaba
unos metros más allá, pensando encontrar un medio ambiente adecuado para derrotar a
este nuevo enemigo.
Como acto de despedida, antes de seguir a sus compañeros, un kishime clavó a Tobía
al suelo por medio de una cuchilla atravesada en su pecho.

Bulen recién había terminado el encargo de Sulei. Venía especulando acerca de


cuáles serían las razones de su superior para actuar de esa forma. De todas maneras,
nunca discutiría los planes de Sulei. Podía sentir las hojas podridas como un colchón
húmedo bajo sus pies descalzos y que el bosque hervía lleno de vida animal. La luz se
filtraba entre las ramas como lluvia de plata. Entre los troncos y el follaje, divisó la
superficie brillante de un río.
Saliendo de entre los árboles, caminó hacia sus aguas transparentes y hundió sus pies

Precioso Daimon 38
en la corriente. Le habían dicho que el agua era su elemento originario. Tranquilo,
contempló el río que venía desde la cima de las montañas, rápido y profundo en ese
punto.
Algo flotaba en la corriente acercándose a toda velocidad. Parecía un banco vegetal o
un animal muerto. Al pasar frente a él, Bulen se dio cuenta de que se trataba de un
cuerpo. Saltó sobre la superficie, lo recogió y llegó a la otra orilla.
Al tenerla entre sus brazos enseguida se dio cuenta de quien se trataba. “Esta humana
no sabe mantenerse libre de problemas”. No respiraba y estaba fría. Bulen consideró que
a Sulei no le gustaría esto. Tenía que hacer algo y pronto.
La depositó en el suelo y acercó su boca a los labios entreabiertos de la joven. Sopló
su aliento en su cuerpo, alejando el frío de la muerte. Luego la puso de costado para que
saliera el líquido de los pulmones. Amelia tosió, su cuerpo se crispó y empezó a expulsar
el agua de su garganta. Aún tosiendo, abrió los ojos y, apenas ver sus manos y fina
figura, reconoció a quien la había salvado por segunda vez.
–¿Qué te pasó? –le preguntó Bulen apenas estuvo recuperada como para sentarse.
–Nos atacaron... –murmuró ella, temblando de frío.
La ropa chorreaba y se pegaba a su piel. ¿Qué iba a hacer ahora? Se preguntó Amelia
en cuanto se dio cuenta de que había perdido al único amigo que tenía en ese mundo, y
la única guía para llegar al monasterio tuké. Sin embargo, este joven delgado de rostro
impasible, le transmitía una calma que no tendría que haber sentido en ese momento.
Creía que no tenía malas intenciones hacia ella y que podía confiar en él. Aún así, le
daba vergüenza pedirle ayuda, apoyarse en él cuando no era responsable de su
situación.
–No sé qué hacer... –musitó.
Comprendió su situación y, aunque molesto por tener que ser compasivo con esa
figura desamparada, Bulen decidió que tendría que hacer que las cosas marcharan bien
para ella.
–Yo te acompañaré hasta donde están los tukés.

Extrañado por la tardanza de Bulen, quien siempre cumplía sus deseos al pie de la
letra, y pensando en pasar el tiempo en un lugar donde no corriera el riesgo de toparse
con otros kishime, Sulei había dejado el centro de reunión para ir a pasearse en un
bosque a los pies del templo tuké. Había estado caminando, perdido en recuerdos y
planes, cuando creyó oír un grito. Enseguida notó que la naturaleza a su alrededor se
encontraba extrañamente callada.
Hasta parecía que el viento había dejado de soplar y los árboles de susurrar. Claro que
sólo era la sensación por la cual su instinto entrenado le hacía saber que algo sucedía.
Escuchó dos voces bien distintas, dos personas que venían corriendo en su dirección.
Los dos hombres que Zoli había mandado a recuperar a la muchacha, viva o muerta,
habían descendido la corriente siguiendo la ribera, pero en ciertos puntos tenían que
cortar camino entre los árboles. En un recodo del río salieron de la penumbra del bosque
y se encontraron en un amplio pedregal donde el río se ensanchaba. Se detuvieron. Allí
vieron una figura de negro, que se volvió hacia ellos con lentitud y sin temor, a pesar de
que venían armas en mano.

Precioso Daimon 39
Apenas los percibió, Sulei supo que eran kishime. ¿Qué hacían ahí? ¿También
buscaban al elegido? Pero más importante, no debían encontrarlo allí. Ellos titubearon en
el momento que observaron el brillo violento en los ojos de Sulei, y después decidieron
atacar. Se lanzaron a toda velocidad. Sin inquietarse, Sulei esperó que se acercaran y en
el último momento se movió hacia delante, al tiempo que con un brazo desarmaba a uno
y con el otro le pegaba en la cabeza al otro, tirándolo al suelo. La cuchilla que había
salido volando terminó en su mano. Con su propia arma atravesó la garganta del íncubo,
que todavía no se había percatado de lo sucedido. El otro, notando que se enfrentaba a
alguien superior en habilidades, permaneció inmóvil en el suelo.
–Deli so Zoli –murmuró, disgustado por no haber cumplido su misión.
–Gracias –le dijo Sulei a la vez que le destrozaba el cráneo contra una roca.

Aunque los kishime y los trogas eran razas rivales desde tiempos inmemoriales, nunca
se había hallado en una situación donde lo persiguieran directamente. Lo habían venido a
buscar a él, Grenio. Esto debía tener alguna explicación. Tenía que saber qué pasaba. El
troga detuvo su carrera y se dio la vuelta. El kishime ya lo había alcanzado. Vio venir su
lazo de plata zumbando entre las ramas antes de que su propietario se plantara ante él.
La hoja cortó varias ramas como si fueran manteca, errando a su pierna por casualidad.
Pero su velocidad había disminuido un poco en este territorio; si quería cortarlo tendría
que esforzarse y talar todo el bosque.
Zoli movió su brazo y la hoja onduló en el aire, cambiando de sonido y color. Una hoja
menos brillante pero igualmente filosa atacó al troga, en una ondulación paralela al piso.
Asombrado, Grenio notó que esta vez el kishime había cortado los troncos de los dos
árboles que se hallaban junto a él. Se apartó a un lado cuando estos cayeron con
estrépito, y mirándose la mano hábil, notó que aunque se había salvado tenía un corte
profundo en el brazo. La sangre brotaba abundante de la herida. Tomó su daga con
ambas manos para controlarla mejor. Si se le había ocurrido que los árboles detendrían a
este kishime, se había equivocado. No podía huir, y no sabía cómo iba a contraatacar.
Pero no podía perder, no cuando todavía no había cobrado la deuda de su clan y era el
último que quedaba para hacerlo.

Cáp. 11 – Salvada otra vez

Su cabeza todavía estaba confusa. Cuando cayó al río, su seguridad se había roto una
vez más. Desde que su mundo había desaparecido, no había un momento que al creerse
confiada no sucediera algo inesperado que la dejaba en peores condiciones. Amenazada
de muerte por un alien con apariencia de demonio, perdida en otro mundo, acompañada
de un monje sospechoso, a punto de ser devorada y luego vendida a unos hombres como
esclava. Estaba sorprendida de haber sobrevivido a todo eso sin perder la cabeza. Y
ahora tenía más problemas. “Yo sólo quiero volver a mi casa”.
Bulen, que iba caminando enfrente, se detuvo de golpe, y le preguntó volviéndose
hacia ella:
–¿Dijiste algo?
La joven negó con la cabeza.

Precioso Daimon 40
–Estabas pensando con mucha fuerza –comentó él, mirando a lo lejos.
Amelia se quedó parada, un poco asustada de alguien que podía saber lo que pasaba
por su cabeza. ¿También se habría dado cuenta de que lo había considerado lindo?
Siguieron caminando río arriba. Él era la persona en la que podía confiar ahora.
Decidió no preocuparse más que por lo inmediato: llegar al monasterio de los tukés, y de
ser posible, ver que había sucedido con Tobía. El otro, meditó, se había ido y no parecía
estar involucrado en este ataque. Mejor sería si no volvían a encontrarse. Amelia notó
que Bulen se había detenido de nuevo.
–¡Ah...! –ella se tapó la boca para reprimir el grito que no había podido evitar al ver la
masacre.
Se aferró de la manga de Bulen, quien contemplaba los dos cuerpos, uno desangrado
con un cuchillo atravesado y el otro con la cabeza partida, sin expresar ninguna emoción.
–Es que nunca había visto un muerto... en vivo y en directo –explicó ella, tratando de
taparse los ojos con una mano pero igual mirando entre los dedos.
Bulen la observó por el rabillo del ojo, incrédulo. A pesar del asco, Amelia sintió una
especie de alivio al reconocerlos.
–¡Oh, son ellos!

No tenía otra salida. Tenía que atacar también. Inspiró hondo, notando que había
estado corriendo y peleando muy agitado, casi en pánico. Vio la espada volar hacia él,
esta vez sacudida en diagonal, de izquierda a derecha y de arriba abajo. En lugar de
tratar de evitarla saltando hacia atrás como antes, Grenio se lanzó hacia delante,
pasando apenas por debajo del corte fatal y tirándose de cabeza contra Zoli. Se dio
contra el brazo que sostenía esa molesta arma, y terminó con un puñetazo al rostro.
A pesar de que su cara mostraba una oscura marca roja sobre su delicada piel blanca,
Zoli no se doblegó. Es más, esbozaba una sonrisa al momento de caer sentado al piso.
Grenio que tenía la daga en su mano derecha, puso una rodilla en tierra e intentó
degollarlo. Pero, en el último momento, su cuchillo chocó contra algo duro en lugar del
cuello suave de Zoli. La espada, que aunque no la había soltado yacía fláccida en el
suelo, retrocedió hacia su dueño como si estuviera viva, convirtiéndose en una hoja
ancha, corta y gruesa. Enseguida Grenio intentó otra estocada, preguntándose aún de
donde había sacado otra arma.
De nuevo los cuchillos chocaron y ahora Grenio lo aferró del brazo. Zoli intentó
liberarse de su apretón, pero esa mano parecía de piedra aunque estaba herida.
Entonces, Grenio comprendió que el kishime había estado manipulando el elemento
metal de la espada, haciéndola cambiar de forma a su conveniencia. Ahora, se
transformó de nuevo en una cinta larga y fina, que se enroscó alrededor del torso troga,
amenazando con cortarlo en dos. El metal atravesó su ropa y empezó a clavarse en su
carne lentamente, impidiéndole moverse o respirar.
Sin embargo, no había soltado el brazo de Zoli y aun tenía su mano derecha libre.
Viendo que todavía pensaba en cortarlo con la daga, Zoli decidió terminar con el troga
de una vez. Tendría la gloria de haber acabado con el evento legendario que los
amenazaba. Primero detuvo su cuchillada y estrujó su mano haciendo caer la daga,
ahora lo partiría en dos.

Precioso Daimon 41
Grenio apretó los dientes. La sangre manaba en torno a la hoja plateada como jugo de
una fruta madura. A pesar de ser más grande, el dolor lo había debilitado y su estocada
final no había funcionado. Pero no podía morir. Deslizó su mano izquierda, que todavía
sostenía el antebrazo de Zoli, hasta su muñeca, y la estrujó con todas sus fuerzas.
Zoli lanzó un alarido.
Miró atónito: allí donde antes estaba su mano, ahora tenía un pedazo de carne
sangrienta.
Su mano derecha arrancada, aún sosteniendo la delgada espada, había caído a los
pies de Grenio, quien se vio libre del terrible filo en el momento en que este ya no contó
con el control de su dueño.
Zoli gritó de nuevo, de rabia y dolor. Cayó de rodillas sosteniéndose el brazo, aturdido.
Sus hombres al fin lo habían alcanzado, pero se quedaron helados al escuchar sus gritos.
Desde el borde del claro, observaron a Grenio moverse hacia ellos luego de haber
desnucado a su jefe, un demonio bañado en sangre, la ropa colgando destrozada, los
dientes apretados asomando y los ojos rojos de furia.

Presintiendo el ataque un segundo antes que el golpe los alcanzara, Bulen tomó a la
joven entre sus brazos y saltó, liviano, en el aire.
–¿Qué... –musitó Amelia, los ojos muy abiertos fijos en la escena más allá del brazo de
Bulen, donde una onda de energía había destrozado las rocas en el lugar donde habían
estado parados.
Un terrible poder, capaz de pulverizar piedras y dejar como marca un círculo negro
chamuscado.
¿Quién era capaz? Se preguntó Bulen, volviéndose a mirar el bosque del otro lado del
río, de donde había venido la onda. Un kishime de alto rango, y además, creía conocer
bien el tipo de aura dejado por el ataque. ¿Por qué? Bulen miró a Amelia, que seguía
pegada a sus brazos, mientras observaba desorbitada el desastre.
–Vete –le dijo.
La joven lo miró a los ojos, asustada. No quería irse sola. ¿Por qué le decía ahora que
se alejara?
Bulen se soltó y le dio un ligero empujón.
–Ve hacia la cascada. Estarás bien. Yo me encargo de esto.
Sus palabras, su tono, no admitían réplica. Además, antes de que ella pudiera
quejarse, Bulen saltó el río, adonde no podía seguirlo.
Dudando, temerosa, Amelia arrancó a correr río arriba, huyendo de esa escena.
¿Alguien había atacado a esos hombres, y ahora a Bulen? ¡Qué seres terribles que sólo
pensaban en exterminar y luchar, unos a otros sin razón! ¿Y cómo? ¿Tenía un arma o lo
había hecho con sus propias manos? ¿Magia, poderes sobrenaturales acaso?
Avanzó entre los árboles, corriendo, con las ramas bajas golpeándole la cara, sin
animarse a mirar atrás. No tardó mucho en llegar al punto donde habían pasado la noche,
al pie de la cascada. Diminuyó la velocidad al ver los restos de su campamento. Esos
hombres ya se habían marchado. Su caballo ya no estaba por allí –rogó que no lo
hubieran matado– y tampoco encontró a Tobía, aunque sí había restos de sangre

Precioso Daimon 42
derramada en el suelo.
Se acercó con cuidado a la orilla y miró en la laguna, temblando por si llegaba a
encontrar un cadáver, como temía, pero no pudo divisar nada flotando ni sumergido.
“¿Adónde se fue?”
–¿Tobía? –preguntó en voz alta.
Pero sólo le respondió la brisa entre los árboles y el bramido de la cascada.

Bulen se detuvo del otro lado y esperó a que la joven se decidiera a marcharse.
Entonces se metió entre los árboles con paso tranquilo.
–Mo kebe so shu de –dijo, y frente a él apareció Sulei.
Bulen lo miró inquieto.
–¿Por qué me atacaste?
–No te preocupes, amigo mío –respondió Sulei poniéndole una mano en el hombro y
sonriendo–. Sólo quería librarte de esa joven.
–Gracias, pero eso puedo hacerlo solo –replicó el otro un poco enfadado.
¿Por qué desconfiaba de sus habilidades?
Sulei lo miró un momento y se puso a reír.
¿Se reía de él?
–No entiendes a las mujeres humanas, Bulen. Los estuve observando un rato. Esa
muchacha estaba totalmente cautivada contigo.
–Pero...
–Ella te ve como a un joven humano. Tienes una buena apariencia, ¿no lo sabías?
Molesto, Bulen se quejó:
–Yo...
–No más –replicó Sulei abruptamente–. Puedes salvarla de cualquier peligro, pero
hazle saber que no puede enamorarse de ti.

“¿Qué debo hacer? ¿Volver a buscar a Bulen? El parecía saber cómo llegar con los
tukés, pero no sabía si era correcto buscarlo después de que le mandó alejarse. Tal vez
lo pusiera en peligro. Tal vez fuera una carga. Amelia sentía un nudo en la garganta como
si estuviera a punto de llorar. “Algo de lo que dijo Tobía debe ayudarme a llegar. Subir la
montaña por lo menos... me acercará al monasterio”.
Inspirando fuerte para tomar ánimo, se dirigió a la pared de roca que le impedía el
ascenso. ¿Cómo iba a escalar? Trató de subir apoyándose en algunas salientes, pero a
dos metros del suelo, se encontró trabada y al mirar abajo le asustó caer de más alto.
Bajó y se sentó junto a la cascada. “Huye por atrás”, resonaron las últimas palabras del
tuké al empujarla al agua.
“¿Atrás de qué?” pensó, confusa.
¿Por atrás... de la cascada? Tal vez la había lanzado al agua para que nadara hacia la

Precioso Daimon 43
cascada, pero ella había sido arrastrada por la corriente. Amelia se levantó, animada por
esta idea, y miró como caía el río, espumoso, entre las rocas. No, nadar hacia allí
implicada ser aplastado por el torrente de agua. Era inútil. ¿Tendría que caminar a lo
largo de la montaña hasta encontrar un paso?
Un momento antes de marcharse, Amelia miró la cascada y se dio cuenta de que entre
la caída de agua y la pared de roca había un espacio estrecho por donde podía pasar una
persona.
Se metió en ese espacio, horadado por milenios de corriente, y se encontró en una
especie de cueva penumbrosa que se internaba en la montaña. Poniendo la mano sobre
la pared húmeda y fría, caminó cerca de veinte minutos por un suelo resbaloso que
bajaba y subía irregularmente. Entonces llegó a un espacio amplio, iluminado por una
abertura en el techo de la cueva. Miró arriba: la bóveda se extendía muchos metros por
encima de su cabeza, a través de un ambiente nebuloso.
Una vez que sus ojos se acostumbraron a la luz que entraba del sol, se dio cuenta de
que siguiendo la pared de la caverna había una especie de camino esculpido en la roca,
incluso con escalones para facilitar la subida.
Así que Tobía tenía razón, había un atajo por atrás de la cascada. Recuperando la
confianza, Amelia avanzó veloz por el sendero. Volvería a su mundo, sin duda.
–¡Eh!
Se quedó paralizada al escuchar una voz en ese lugar.
Alguien le hablaba y la voz parecía venir de arriba. Buscó la fuente del sonido.
Unos metros más arriba, una cabeza sobresalió de la roca y le sonrió:
–Te estaba esperando –dijo Tobía.
Feliz, la joven se apresuró a subir los escalones tallados en el muro para llegar al otro
nivel. Allí estaba Tobía, tendido en el piso, aún débil por sus heridas. Había logrado llegar
hasta allí con mucho esfuerzo.
–¿Qué te hicieron? –inquirió Amelia, viendo la sangre seca en sus manos y túnica–.
¡Dios mío! –exclamó al notar el agujero dos centímetros debajo de la clavícula.
–Sí... necesito un poco de cuidado –asintió Tobía, con un rostro tan feliz que ella no
pudo entender. Estaría delirando.– Pero por suerte llegaste, estaba preocupado... Je, je.
Se me ocurrió que no te había preguntado si sabías nadar.
Amelia gruñó algo, pero aún así estaba contenta y aliviada de que siguiera vivo. Lo
ayudó a levantarse y juntos continuaron ascendiendo, hasta llegar a un recodo donde el
tuké indicó que debían entrar. Atravesaron un par de metros en la oscuridad, tuvieron que
apartar unas hierbas secas que cubrían el hueco, y salieron al exterior.
Se hallaban en una extensa meseta marrón rodeada por montañas escarpadas. El sol
les quemaba el rostro y el viento soplaba helado. Pero estaban muy cerca de su destino,
como pudo confirmar y alegrarse, cuando Tobía le señaló la enorme construcción de
piedra gris que se levantaba unos cientos de metros más arriba.

Cáp. 12 – El monasterio

Precioso Daimon 44
Con la herida de Tobía y las veces que tuvieron que parar a descansar, les tomó el
resto del día llegar a las puertas del monasterio. Amelia fue la que los impulsó en el
último tramo, casi cargando al tuké que venía recostado en su brazo. Mantenía los ojos
fijos en la estructura de piedra que se erguía sobre las rocas. El alivio que sintió al llegar
al sendero que conducía a la entrada, una puerta doble de tres metros de alto, fue tanto
como el aliento que recibió Tobía, quien venía creyendo morir en medio del camino.
Las sombras de la noche los asediaron. No había salido ningún satélite natural que los
iluminara en sus últimos pasos. Amelia y Tobía se detuvieron frente al portal, y en ese
momento alguien apareció a su lado. Alguien que los había estado esperando desde
hacía un par de horas, pacientemente sentado a la sombra de una roca junto al camino.
La joven gritó al ver al troga aproximándose. Soltó a Tobía, quien incapaz de
sostenerse a sí mismo cayó sentado, se abalanzó sobre la puerta y comenzó a dar
golpes.
–¿Estás aquí? –murmuró Tobía, extrañado, pues había creído que el troga había
escapado, y recordar eso lo enojó–. Tú, me abandonaste –se quejó, a la vez que se
sostenía el costado herido.
–Ja ro otla tu cho –replicó Grenio con indiferencia, no se iba a molestar en defender a
un tonto.
Tobía recién entonces observó que el troga estaba en bastante mal estado.
Ambos se volvieron hacia la joven, que seguía llamando y golpeando frenética, hasta
que junto al portal apareció la luz de una vela y pronto se oyó el ruido de maquinaria
pesada. Amelia detuvo sus golpes en cuanto sintió que la puerta se descorría sobre sus
goznes.
Se entreabrió y un haz de luz surgió de la rendija.
Primero se acercó Tobía, cojeando, y se detuvo a explicarle al tuké de adentro quiénes
eran. El monje asintió un par de veces y junto a otro abrieron la puerta de par en par.
Amelia entró ayudando a Tobía a caminar. Grenio los siguió, indiferente a la mirada de
protesta de la mujer.
En el patio se encontró con una sorpresa que la hizo olvidar de la mala compañía. El
caballo que la había traído casi todo el viaje estaba allí, estaba sano y salvo e incluso
conservaba la alforja con la espada de Claudio. Amelia corrió a su encuentro y el animal
pareció reconocerla y sus ojos brillar de alegría. Acarició el morro y lo besó, alisando su
pelo brillante.
–¡Qué buen animal eres!
Uno de los tukés que habían salido de sus distintos pabellones y edificios a recibirlos,
le dijo:
–Lo encontramos en la puerta esta tarde. Al parecer vino solo, en busca de su dueño,
señora.
Grenio y Tobía la miraban entretenerse con el caballo como si se hubiera olvidado de
todo el cansancio de la jornada. En cambio ellos necesitaban reparación urgente. Sin
embargo, si Tobía pensaba en quejarse, se contuvo al encontrarse cara a cara con el
Gran tuké.
Se trataba de un hombre más bajo que él y calvo, que aparentaba tener cien años pero
lucía unos ojos negros con la vivacidad del fuego.

Precioso Daimon 45
–Bueno... Así que Tobía es quien se jacta de haber encontrado al elegido –saludó con
voz profunda y tono socarrón.
Suspirando, el monje replicó: –Es cierto, señor. Si me permites contarte todo, tú mismo
lo proclamarás. Esta joven es la elegida.
Todos los monjes que se habían congregado en el patio, que ahora sumaban
cincuenta o más y miraban con curiosidad a la humana, el caballo y el troga, primero
volvieron sus miradas asombradas hacia Tobía al oír sus palabras, y después hacia
Amelia, escépticos.
–¿Es otro de tus inventos? –preguntó el Gran Tuké a Tobía, con voz serena que
dejaba traslucir cierta irritación.
–Tobía... –Amelia se acercó al tuké al percibir las miradas fijas sobre ella y la duda en
la voz del Gran Tuké–. Tú me dijiste... ¡Ah, ya sabía que no eras de confianza! –exclamó
al fin exasperada.
El Gran Tuké la miró con curiosidad y con más amabilidad que antes, fijándose
también en el troga.
–Y este es el miembro del clan Grenio del que les hablé la otra vez –se apresuró a
explicar Tobía notando que su superior parecía ablandarse. Además añadió un poco de
drama al asunto–. Oh, apenas logramos llegar vivos hasta aquí. Todos fuimos atacados
por kishime cerca de la cascada. Yo estoy herido en tres lugares –mostró Tobía,
descorriendo su túnica–. Grenio también, lo pueden ver... y Amelia, la humana, fue
lanzada al río.
–¡Tú me tiraste al río!
El gran Tuké interrumpió a la joven que estaba a punto de estrujar al herido que había
cargado con dificultad hasta allí, y le dijo con solemnidad:
–Señora mía, que puedas hablar un idioma del otro lado es prueba de que no eres de
este mundo –el tuké la tomó del brazo conduciéndola hacia un edificio cercano, mientras
posaba la mirada en el troga–. Además, el instinto del clan Grenio no puede equivocarse
respecto a su adversario.
Amelia sonrió. Este hombre sí parecía saber de qué hablaba. Esa noche pudo
descansar por primera vez en días, sabiendo que dentro de poco volvería a su hogar.
¿Qué les diría a su madre y a su tía? ¿Cómo explicaría donde había estado tanto
tiempo? Si no inventaba una buena historia iba a ser castigada hasta el día que cumpliera
dieciocho años. Calculó cuantos días faltarían, mientras se aseaba en un amplio baño de
azulejos con diseños de vides y se ponía las ropas que le habían prestado estos amables
monjes. Aunque la idea de la elegida le parecía una superstición que esta gente debía de
mantener por religión, la trataban muy bien. La condujeron a una habitación enorme y
lujosa, le trajeron comida de diversas clases con la que se atiborró, y al final pudo dormir
en una cama mullida y tibia.
A la mañana siguiente, se despertó por los pasos del monje que vino a traerle ropa
nueva y unos artículos de aseo, como peines y jabones perfumados. Somnolienta,
escuchó que este le avisaba que la esperaban para desayunar, el Gran tuké y los otros.
Se desperezó, se peinó y se lavó la cara con total calma, y eligió algunas prendas. Al
final, comprobó en el gran espejo que ocupaba toda una pared como le sentaba la pollera
larga azul y la blusa de manga corta celeste que había seleccionado por ser lo más
sencillo, y salió al pasillo. Entonces se dio cuenta de que no había prestado atención

Precioso Daimon 46
sobre a dónde debía dirigirse.
Comenzó a caminar, tratando de seguir la ruta de la noche anterior hacia el patio
central, que se distinguía por sus fuentes y baldosas celestes y grises en círculos
concéntricos. Al rato de deambular por pasillos, arcadas y patios, encontró el lugar. Allí
también estaba el que no quería encontrarse, Grenio, entretenido en admirar el caballo
que ella consideraba suyo.
Amelia se apresuró a interponerse y colocó una mano sobre el animal con ademán
protector.
–Ta jurro onia –murmuró él, mientras la contemplaba pensativo y cruzado de brazos.
Sus cortes casi habían sanado, excepto la herida profunda del pecho. Pero esta se
hallaba oculta bajo las ropas que también le habían dispensado y que había terminado
aceptando, a pesar de no estar habituado a ese tipo de prendas que parecían kishime, ni
acostumbraba aceptar nada de humanos. En lugar de su destrozada capa de tela burda y
su pantalón que más bien parecía taparrabos, ahora llevaba pantalones, túnica larga y
chaleco bordado.
La muchacha observó que los tukés no habían tocado la espada, y pensando en que
era un peso para este animal que tan fiel le había sido, desabrochó la funda de la
montura. Pesaba tanto que casi se le resbaló de las manos. Se agachó y la colocó en el
suelo. Al mismo tiempo vio los pies de Grenio que continuaba junto a ella inmóvil, y la
empuñadura labrada que brillaba al sol. Puso su mano sobre el diseño, sintiendo el roce
frío del metal, y recordó lo que le había dicho Bulen. Alzó los ojos y vio que el troga la
seguía mirando con insistencia. “¿Estará pensando en tomar venganza antes de que me
vaya, o pensará seguirme hasta mi casa?” Tener la espada en sus manos le hacía
recordar una y otra vez: “cualquiera de Uds. puede matar al otro... no tienes que morir”.
¿Podría ella alguna vez, tomar el arma y matar a ese ser mirándolo a los ojos como
ahora?
–¡Aquí estabas, Amelia! –el grito de Tobía la sacó de sus pensamientos y
sobresaltada, apartó sus manos de la espada como si le quemara.
El Gran Tuké acompañaba al convaleciente pero contento Tobía, que con orgullo hacía
gala de todos sus vendajes, y observó ese rápido movimiento.
–Eh... me perdí en el camino.
–Sí, me imaginé que no te habían explicado –repuso Tobía con voz alegre–. Todos te
tienen un poco de pavor por ese asunto de ser un personaje de leyenda.
–Ah, ahora que lo mencionas... ¿cómo es que nunca me explicaste de qué trata esa
leyenda?
–Bah, ya sabes. Lo que te conté antes. La venganza de la familia de Grenio y que una
persona aparecería de otro mundo –explicó en voz baja, evitando mirar al troga.
–¡Tobía! –rezongó el Gran Tuké, frunciendo el ceño. Hizo una seña para que lo
acompañaran–. Los tres tienen que tener una conversación seria. Venga, señora. Chejo,
Jre Grenio.

Sentados en torno a una mesita cubierta de fuentes de comida, jarros y vasos, los tres
escucharon al Gran Tuké hablar de la historia de su templo y de los monjes. Hacía
quinientos años un hombre preocupado por el estado decadente de su civilización, que

Precioso Daimon 47
había perdido el rumbo por estar demasiado ocupada en acaparar poder y dedicarse a
una vida de placeres, había comenzado una búsqueda de sus orígenes. Quería conocer
las cosas que los hombres habían olvidado viviendo la abundancia de sus ciudades. Viajó
por todo el mundo, llegando a enterarse de la existencia de razas que los humanos creían
leyenda pero que convivían con ellos desde tiempos remotos. Ese hombre pronto tuvo
seguidores que lo apoyaron en su afán por buscar y conservar todo fragmento de
conocimiento para que no se perdiera, pues estaba seguro que su cultura no perduraría
demasiado.
Él y sus seguidores encontraron algo maravilloso, un artefacto que de funcionar, les
permitiría viajar enormes distancias en un segundo. Lo transportaron a las montañas y en
torno a él empezaron a construir un templo. Desde entonces, muchos más se habían
dedicado a la tarea de conservar el conocimiento de su mundo intacto, para poder
transmitirlo a generaciones del futuro.
–Entonces, ¿con ese aparato empezaron a viajar a la Tierra? –preguntó Amelia con
timidez, dejando su vaso sobre la mesa luego de haber terminado con su contenido.
–No... Al principio, los tukés originales tenían idea de cómo funcionaba pero les
faltaban algunas piezas para que el artefacto, la puerta, marchara –le explicó el Gran
Tuké–. Entonces apareció en este mundo un humano que venía de otro lado, quizás de
otro tiempo decían unos, o de las estrellas como creían otros. No sabemos cómo hizo
para llegar, pero tiene que ver con un antepasado del Grenio presente, que ostentaba
este poder inusual.
–Ga cho –murmuró el troga.
–Así es, Claudio y él tenían algún asunto que los hizo enemigos. La cuestión es que
Claudio se encontró con los tukés y juntos recuperaron las piezas faltantes para que él
pudiera volver a su lugar. Como resultado de esa relación, desde entonces los tukés
hemos admirado su forma de vida y seguimos viajando a la Tierra, para conocer sus
costumbres y artes, sus lenguas, sus maravillosos inventos.
–¡Ah, entonces Claudio volvió a la Tierra! Eso es maravilloso –dijo alegremente
Amelia–. Pero... ¿él hizo todo lo que me han dicho, lo que piensa este... ser? –añadió en
voz baja.
–Aquí él es casi un héroe de leyenda, porque se enfrentó a los trogas, que son fuertes
y poderosos y la gente les teme, en tu mundo los llamarían demonios o duendes. Claudio
persiguió al troga incansablemente por todo el continente, y aunque lamentable es cierto
que mató a muchos de su familia. Al final, tuvo su encuentro con su adversario…
Amelia bajó los ojos. Aunque ella no tenía la culpa y no tenía por qué pagar por ello, si
ese hombre había matado a la familia entendía que esta bestia quisiera vengarse de
alguien.
–Pero –continuó el tuké leyendo bien su rostro alicaído–, lo que hayas oído por ahí, y
Tobía, traduce bien esto para nuestro invitado también, la historia que todos repiten no es
lo que pasó.
Grenio gruñó su enfado e intentó levantarse, pero la mirada confiada y el gesto
tranquilo del Gran Tuké lo contuvieron en su lugar.
–Las últimas palabras de Claudio en este mundo fueron pronunciadas en presencia de
los tukés, por supuesto, que manejaban la puerta por la que viajaría al otro lado, la
Agasia, por eso puedo decirlo con fidelidad. En ese momento, uno de los presentes le

Precioso Daimon 48
preguntó qué había pasado con su enemigo en el último encuentro que tuvieron. Claudio
no quiso contar qué pasó, pero contestó que habían llegado a un entendimiento y que tal
vez, si dios quería, volvería para aclarar las cosas con el único heredero vivo del clan
Grenio.
Amelia escuchó cada palabra atentamente, esperando tener una revelación. Luego
suspiró y se rezongó a sí misma. Estaba empezando a creer en profecías, pero después
de todo eran palabras vagas que no le aportaban nada.
Grenio protestó con vehemencia, y salió del cuarto.
–Dice que a él nunca le importó la tal profecía. Que su clan busca revancha, ojo por
ojo, y esa es la única forma de aclarar todo.
–Mmm... Uds. no entienden, al parecer, que Claudio afirmó que él mismo o un
descendiente de no serle posible, volvería para reparar el daño que había hecho. No
implica que uno tenga que morir para saldar las cuentas.
–¡Qué extraño! Hace poco alguien me dijo también que podía interpretarse de distinta
forma. Que alguien moriría pero no tenía que ser yo.
El Gran Tuké dirigió una mirada dura hacia la joven y barbulló:
–¡Ese fue un kishime! Ellos conocen la verdadera razón de la profecía, sofu como la
llaman ellos, pero por algún motivo quieren intervenir para malograr todo. No son de
confianza.
Amelia se quedó mirándolo atónita. Se veía enojado, indignado. Tobía nunca le había
dicho que los kishime fueran enemigos, y además Bulen era uno y la había salvado, la
había tratado bien, no podía creer que él tuviera otras intenciones. Tobía parecía
sorprendido también. Debía tratarse de un malentendido por esa manía de guiarse por
supersticiones. “Sólo una frase que un hombre dijo hace quinientos años.”
–Pero, no entiendo por qué yo estoy aquí. ¿Cómo pueden todos estar seguros de que
soy familiar de ese hombre? Uds. saben que en la Tierra hay mucha gente ¿y quién
asegura que no hay otros descendientes más cercanos, eh?
–De esto no tengo duda –respondió el Gran Tuké, ya recompuesto–. Porque Grenio te
encontró.
–¿Y...
–¡Ajem! –interpuso Tobía, inquieto en su lugar y mirando a Amelia de reojo–. Tal vez a
esta altura de la historia es un poco tarde para aclararlo, pero tienes que entender
primero que ningún otro troga tiene la capacidad de viajar al instante a otro lugar, sólo el
clan Grenio. De hecho, Grenio, porque es el último, y el único troga dotado de ese poder.
En realidad, es una habilidad propia de los kishime, muchos de ellos la poseen.
–Y sabemos que para viajar de un lado a otro, necesitan saber adonde van o a quien
van a encontrar. Necesitan una persona especial, como un blanco que los guía.
–Claro. Al parecer los de tu familia, la familia de Claudio, tienen algo que el clan Grenio
puede usar como blanco para sus viajes. Es la única forma en que pueden haber llegado
a la Tierra.
–Esto es cada vez más confuso.
–Ah, esto es una gran oportunidad. Tengo muchas preguntas que hacerle a ese troga
sobre su clan y cómo es que adquirieron esa habilidad. ¿Dónde esta? –el Gran Tuké

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recordó que había salido antes–. Bueno, acompáñame, niña, que tengo algo para
mostrarte que te convencerá de que Claudio era tu pariente. Y mientras, encontraremos a
ese troga.
Amelia acompañó al anciano, que a pesar de su apariencia arcaica se movía con
agilidad, a través de varios patios recubiertos de cerámica azul y verde. El sol caía a
pleno haciendo brillar las gotas de agua que brotaban alegres de pequeñas fuentes. Su
murmullo fresco, sus pasos, las voces atenuadas de los monjes que se reunían para
charlar en medio de sus labores cotidianas, todo transmitía paz y seguridad. La joven
sintió que allí estaba a salvo y que Grenio no se atrevería a hacerle nada. Además, pronto
volvería a la Tierra. El Gran Tuké se detuvo frente a un pabellón cuadrado, de dos pisos.
Abrió la puerta, que emitió un quejido como si no fuera muy usada. Entraron.
Para disipar la oscuridad que dominaba el interior de aquel recinto, el tuké fue a abrir
un postigo. El haz de luz amarilla hizo visibles una cantidad de mesas cubiertas de útiles
de escritorio, libros, mapas, pinturas, papeles en grandes atados; rodeadas a su vez por
incontables estanterías que se perdían en la penumbra cargadas de otros tantos objetos.
Amelia alzó la cabeza; el segundo piso parecía más sobrecargado y desordenado.
–Esta es nuestra colección de artículos de la Tierra. Fabuloso ¿no? –sonrió el tuké,
orgulloso. Caminando hacia la pared donde la luz llegaba con claridad, agregó–. Aquí
está la prueba de que te hablaba. Desde que te vi, me hiciste recordar a esta mujer.
Amelia miró donde le señalaba y quedó boquiabierta. Enmarcado en metal plateado,
un lienzo de tamaño natural mostraba el retrato de una joven que parecía mirar a la
distancia, sentada sobre un paisaje brumoso. Su rostro emergía nítido de la opaca
pintura, revelando piel blanca, cachetes rosados, boca pequeña y cerrada, una expresión
tranquila e inteligente y ojos lustrosos, todo rodeado de rizos de cabello rojo.
–¿Quién es? –susurró Amelia, intrigada, porque había sentido una conexión hacia
aquella figura, como si fuera alguien que había visto y conocido desde pequeña. Se
parecía a su tía, no en los rasgos porque esta era una mujer joven y hermosa, y llevaba
vestimenta antigua, sino en su aire.
–Se parece a ti ¿no?
–¿A mí? –replicó ella sorprendida–. No, para nada. El cabello, la cara...
–Los rasgos son casi idénticos, excepto el color de cabello y ojos. Este retrato tiene
muchos años. Lo mandó a pintar Claudio, está hecho por un hábil artista de la ciudad de
Ieneri, a partir de un esbozo que él mismo realizó. Claro que el artista se guió por su
relato pues nunca vio a la joven directamente. Se trataba de su hermana menor, su única
familia en la Tierra.
Amelia se preguntó “¿es posible que seamos parientes y que a través de las
generaciones este monje sea capaz de ver el parecido?”. Lo dudaba; no era tan bella
como la pintura.
–¡Aquí están! –exclamó Tobía apareciendo precipitadamente en la puerta e
interrumpiendo sus pensamientos. Tobía parecía asustado–. Algo horrible... ¡Debe venir
pronto, Gran señor! ¿Amelia? –cambió de expresión al ver el retrato.
El Gran Tuké se dirigió a la puerta y, tras una última mirada a la joven de mirada
lejana, Amelia salió. El Gran Tuké acompañó a Tobía luego de cerrar el recinto con
cuidado.

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Cáp. 13 – Asalto

Saliendo de la tranquilidad funeraria de este museo, Amelia se encontró


inesperadamente en medio del bullicio y la agitación. Todos los tukés corrían de un lado a
otro, desconcertados, gritando, ajenos a lo que parecía su actitud habitual de recato y
mesura. Tan solo ver esto la asustó, y la enojó: ¿tan cerca de su hogar y pasaba algo
para impedirle volver?
El Gran Tuké detuvo a los que pasaron corriendo frente a él con una señal de su
brazo. Los tukés se reunieron en corro, excitados, tratando de explicarse todos a la vez y
creando una gran confusión.
–¡Señor –exclamó Tobía quien seguía parado a su lado y conservaba un poco de
calma–, lo que pasa es que el templo ha sido invadido!
–¿Qué? –gritó el otro perdiendo su compostura.
En toda su existencia el monasterio tuké había permanecido ajeno a las luchas entre
los hombres, así como entre trogas y kishime, y nadie había intentado siquiera acercarse.
–¡Venga, venga! –lo apremió Tobía, tirando de su manga.
Saliendo de su estupefacción, el Gran Tuké se dispuso a seguirlo. También Amelia y
un par de monjes, los que no habían salido huyendo a esconderse en algún edificio.
El patio principal presentaba una escena extraña, en contraste con el griterío y
conmoción de los pasillos. Cerca de la fuente central se hallaba Grenio, parado en
silencio, observando a un grupo de guerreros enormes, fuertemente armados, los
causantes del pavor entre los tukés. Unos habían tirado la puerta abajo y otros saltaron el
muro exterior, atacando sin clemencia a todos los que se les cruzaban.
A su llegada, el Gran Tuké contempló los cuerpos caídos de varios camaradas,
atravesados por lanzas o cortados, luego los restos de la hasta entonces indestructible
puerta de entrada, y por último, el grupo de trogas que habían asaltado el lugar. Apenas
volviéndose a los dos que se habían detenido justo detrás de él, ordenó:
–Tobía, ve a la puerta y guarda las gemas. Protégelas con tu vida, si es necesario,
pero no las entregues jamás. Amelia, ve con él y mantente a salvo.
Los dos dudaron un segundo, paralizados de miedo, y luego dieron la vuelta. Tobía se
dirigió hacia un edificio cercano cuya entrada parecía bien asegurada. “No la han forzado
aún, entonces tenemos tiempo”, pensó el tuké mientras tironeaba de una gran aldaba
tratando de mover la masiva puerta. Apenas se abrió unos veinte centímetros, los dos se
colaron dentro.
Tobía y Amelia se encontraron en un hall oscuro, frío, y sus pasos resonaron como en
un gran vacío, el eco reverberando en las paredes recubiertas de azulejos. Tobía la tomó
de la mano para guiarla a la siguiente sala, ignorante de otras presencias que acechaban
en la oscuridad más profunda. Dos trogas ya estaban adentro, silenciosos, reptando por
las paredes en dirección al portón que el tuké abrió.
La joven parpadeó para acostumbrarse a la luz repentina que los inundó al penetrar en
un salón amplio con techo de algún material transparente. Parecía piedra de cuarzo; el
sol atravesaba a raudales sus vetas, entibiando y dándole vida a las franjas verdes y
azules que recubrían las paredes. Al otro lado de la puerta donde se habían detenido,
Amelia a admirar la habitación y Tobía sobresaltado al sentir un escalofrío en su espalda,

Precioso Daimon 51
se alzaba un arco fabricado de la misma piedra de cuarzo, y recubierto de cintas de
metal. Al golpearlo la luz del sol, parecía brillar con vida como carne blanca palpitante y
húmeda. Las venas y nervios de metal resonaban con sus pasos. En la cima del arco se
hallaba colocada una gema transparente envuelta en filigranas.
–¿Esta es? –susurró Amelia, como si temiera romper el silencio con su voz.
–La puerta que cruza dimensiones, Agasia –contestó, serio, Tobía.
Al mismo tiempo que terminaba de decir esto, se dio vuelta y notó que eran alcanzados
por dos seres que rápidamente los rodearon y cruzaron la sala, tan sigilosos que parecían
flotar sobre el suelo.
Amelia gritó al descubrir a un troga con aspecto de reptil, con la piel oscura escamosa
y brillante de tonos iridiscentes. Tobía corrió en dirección al arco de piedra para tomar la
gema, pero un troga alcanzó de un salto el estrado detrás de la Agasia y puso sus manos
en ella antes que él lo alcanzara. Se hallaba al pie de los escalones cuando el troga, su
cola arrastrando en el piso y dominando con sus dos metros de altura, se volteó hacia él.
–¡No! –gritó Amelia.
Tobía miró el atril junto a él donde descansaba un cofrecito de madera. Lo tomó y se
movió a tiempo para evitar que el reptil lo atrapara. Sus grandes pies con garras
resbalaron en el piso de cerámica y el troga patinó hasta el muro, donde se dio vuelta
ágilmente para alcanzar al tuké. Tobía lanzó el cofre hacia la joven.
Atónita, Amelia vio que el cofre volaba en su dirección a la vez que sentía que alguien
muy grande se cernía sobre ella. Apenas pudo ver una figura borrosa que de un
manotazo la lanzó al suelo y atrapó el cofre en pleno vuelo. Se estrelló sobre un hombro,
adolorida, y contempló la figura que se hacía más nítida y se convertía en un troga similar
al que había robado la gema de la Agasia. Sus ojos verdes se posaron en ella un
segundo, con una expresión que hizo crepitar la sangre en sus venas. Luego, el monstruo
se marchó rápidamente seguido de su compañero.
Tobía, suspirando porque se habían salvado, vino a darle una mano para ayudarla a
levantarse. Amelia seguía paralizada.
–¿Qué pasó?
–Se llevaron las gemas que hacen funcionar la puerta –Tobía recordó las palabras del
Gran Tuké y reaccionó–. ¡Vamos, tenemos que hacer algo!
Aunque no sabía qué hacer, ni cómo enfrentarse a esos seres tan fuertes que podían
mimetizarse con el ambiente hasta ser prácticamente invisibles, Tobía rehizo su camino
hasta la entrada. Al pasar por el hall vio que entraba luz por una claraboya del techo.

Un grupo de cinco tukés se habían mantenido en su posición, enfrentando con valentía


a los peligrosos trogas por lealtad hacia su superior, quien por su parte no quería
demostrarles miedo a los invasores. Grenio miró con desdén a los monjes debiluchos que
se atrevían a quedarse allí en lugar de salir corriendo para salvarse de una muerte cierta.
Él todavía se hallaba a medio camino entre el sentimiento de compañerismo con los otros
trogas y la inquietud por saber qué pretendían al atacar ese lugar.
–Cha tse otla fro pupe –de entre los troga se adelantó una mujer que vestía una amplia
capa, preguntándole si iba a pelear por los humanos.

Precioso Daimon 52
–¡Fra! –rugió Grenio, sabiendo que la pregunta implicaba un insulto. Nunca un troga se
rebajaría a defender a extraños, a trabajar para otros.
¿Quién era esta mujer que lo trataba con familiaridad y pretendía ofenderlo,
provocarlo? Piel rojiza, curvilínea, cabello oscuro largo. Ojos amarillos, estirados. Era
bonita y parecía dispuesta a pelear. Lo miraba como midiéndolo, los brazos ligeramente
separados, alerta. De su cintura colgaban dos espadas cortas en forma de tridente. Esto
sería interesante, consideró Grenio, mientras sus ojos parecían encenderse con una luz
interna. A esta señal la jefa troga se lanzó contra él desenvainando ambos tridentes.
Grenio enfrentó la embestida tomándola por ambas muñecas. Forcejearon, ella no podía
librarse de su apretón. La troga no pareció inquietarse; le dio un cabezazo en la frente
que lo dejó un poco mareado y gracias a eso liberó sus brazos. Con un rápido
movimiento cruzado, que removió su capa hacia atrás, le hizo dos cortes perfectos a la
altura de los hombros, y se alejó de un salto. Grenio se detuvo, sorprendido. Le ardía
donde los tridentes le habían cortado la piel, la sangre empezó a brotar con rapidez, y el
hacer fuerza le había abierto la herida anterior del pecho.
–¿Quién eres y qué quieres aquí? –gruñó.
–Sonie Fretsa, y esta es mi escuadra especial de guerreros –respondió ella con un
dejo de deleite en la voz, notando las heridas–. Lo que queremos es un asunto con estos
pequeños humanos. ¿Qué te importa? Por mi parte, encontrarte es un bono especial.
–¿Qué, me conoces?
Sin responder, Fretsa atacó de nuevo a gran velocidad. Esta vez, Grenio bloqueó la
estocada con su daga. Pero en el acto ella giró y clavó el otro tridente en su mano,
haciéndole soltar su daga. Los trogas miraban a su jefa combatir, sabiendo que en el
momento que quisieran podían acabar con todos los tukés presentes y que estos no
podían hacer nada, ni tampoco huir. Los dos combatientes iban recorriendo todo el ancho
del patio, Fretsa atacando pero sin dar un golpe mortal, mientras Grenio sólo podía
esquivar. Ella era más rápida y estaba armada. Al final lo iba a acorralar si no hacía algo
pronto.
Viendo una apertura, luego de que ella intentara apuñalarlo, cargó contra ella y le dio
un codazo, apartándola. Corrió para el otro lado del patio, donde los trogas y los tukés
miraban expectantes. Fretsa se volvió, enojada; un enemigo que simplemente huía no era
divertido. Grenio saltó la fuente y siguió corriendo. ¿Pretendía atravesar a todos sus
hombres? ¿Creía que sus guerreros lo dejarían pasar? No, en el último momento Grenio
le dio tremendo puñetazo al troga que tenía más cerca, robó su lanza y volvió sobre sus
pasos.
Fretsa lo esperó.
–¿Qué quieres conmigo? –preguntó Grenio, apuntándole con la lanza.
–¿Acaso no conoces el nombre de mi clan? –se asombró ella, envainando una
espada–. Así me recordarás...
Fretsa usó la mano libre para desatarse la capa, que tiró a un lado. Sus amplios
pliegues habían ocultado hasta ahora un par de alas negras membranosas. Las extendió,
y abiertas eran tan amplias que dejaron en sombras toda su silueta.
Viéndola así, con las alas extendidas a contraluz, Grenio pensó que le recordaba algo.
Tenía una vaga imagen de algo similar que había visto tal vez unos cincuenta años antes.
Sin embargo, no tenía idea de por qué esta troga tenía algo contra él. Grenio nunca se

Precioso Daimon 53
había dedicado a hacer enemigos de otros clanes.
Irritada por su incomprensión, Fretsa cerró las alas de golpe y blandió el tridente,
animándolo a atacarla. Grenio no se hizo rogar e intentó un pase con la lanza que ella
esquivó. Cuerpo a cuerpo, evitando que usara esa arma larga sobre ella mientras podía
intentar cortarlo con la suya, ambos pelearon por un buen rato, forcejeando,
intercambiando golpes de brazo y puño. Ninguno parecía retroceder pero a él le costaba
respirar.
En el instante que Fretsa parecía ganar terreno después de hacerle un par de tajos en
el brazo, llegaron los trogas con las gemas.
El Gran Tuké reconoció lo que traían en las manos y dejó escapar una exclamación.
–Las tenemos, Sonie –interrumpió uno.
Fretsa se alejó de su enemigo unos pasos y se detuvo a contemplarlo con intensa
satisfacción. Respiraba agitado, todo cortado. Adolorido, Grenio miró la figura que lo
observaba victoriosa, y de pronto recordó donde la había visto antes. Cuando era muy
joven, en una tierra lejana, había tenido un accidente en el que terminó destrozando la
estatua de un troga con alas desplegadas. Era el símbolo del clan Fretsa, lo que
constituía una grave ofensa. En ese momento se había librado y ahora, en estas
circunstancias tan extrañas, tenía que encontrarse con una persona del linaje que todavía
buscaba reparación...
–Veo que has recordado –comentó Fretsa, notando decaer el brillo en sus ojos. Se
dirigió a sus guerreros–. Trevla, Vlojo, buen trabajo. ¿Y dónde está la mujer, la
descendiente del legendario guerrero humano?
Grenio se enderezó, sorprendido. El Gran Tuké se adelantó, inquieto –¿cómo podían
saber que se trataba de una mujer? ¿por qué estos troga tenían tanta información y para
qué iban a usar las piedras?– pero los otros tukés lo detuvieron. En el instante en que
Trevla iba a explicarse, Tobía y Amelia llegaron corriendo y se frenaron frente a todo el
grupo.
–¡Detenlos! –gritó Tobía al troga–. ¡Tienen las gemas para viajar a la Tierra!
¿Detenerlos? Este tuké todavía pretendía que él lo ayudara, después de que le había
dicho que no tenía nada que ver con sus asuntos.
Amelia caminó asustada hacia el grupo tuké. Notó que Grenio estaba herido
nuevamente y no confiaba en que él los ayudara. Los dos trogas que parecían reptiles
estaban parados detrás de otro aún más terrorífico, que con piel roja y alas negras, sólo
le faltaban cuernos para parecer el diablo.
–¡Mátenla! –ordenó Fretsa, y aunque no había entendido el grito, Amelia quedó
paralizada de miedo en cuanto los dos trogas se despegaron de su jefa y se aproximaron.
–¡Fla! –gritó Grenio, y de un salto se interpuso en su camino.
Trevla lo atacó sin dudar. Grenio le dio un puñetazo y lo arrojó al suelo. Vlojo
aprovechó para poner en marcha su mimetismo y pasar a su lado.
–¡Amelia! –exclamó Tobía, corriendo hacia ella.
Fretsa observó con alivio cómo Vlojo aparecía junto a la joven con un cuchillo en la
mano, pronto a atravesarle el corazón. Mientras los tukés eran atacados por el resto de
los guerreros y Grenio se volvía hacia ellos confundido, Vlojo le clavó la espada en el

Precioso Daimon 54
pecho.
Sólo que en el último instante, Amelia había sido empujada por el Gran Tuké, quien
ahora yacía agonizante en el piso mientras ella caía de rodillas, pasmada, y gritaba como
loca al ver la hoja hundida en su pecho y la sangre que cubría sus manos al tratar de
socorrerlo.
Los ojos de Grenio ardieron porque esa troga se había atrevido a casi quitarle su presa
de las manos, dejarlo sin su venganza después de tantos años, sin poder revivir el
nombre de su clan. Aunque fuera justa retribución, honor por honor, no lo aceptaba.
Tobía observó horrorizado cómo sus compañeros caían uno a uno, sin poder
defenderse, bajo la mano cruel de los trogas. Sus cuerpos pequeños, doblados, partidos,
atravesados, yacían en el piso. El tuké dudó entre proteger a la joven o escapar.
Vlojo, pensaba enmendar su equivocación y terminar con la joven, que arrodillada junto
al tuké con los ojos llenos de lágrimas, hacía caso omiso a su presencia amenazante.
Pero se vio tomado del cuello por unas garras implacables y arrastrado contra su
voluntad. Grenio, haciendo gala de una fuerza mayor de la habitual, lo lanzó contra su
compañero, que intentaba atacarlo por la espalda. Vlojo y Trevla se estrellaron contra el
piso y Grenio los apartó con un pie al pasar.
Quedaba Fretsa, quien ahora pensaba encargarse ella misma del asunto.
Amelia levantó la vista y vio que entre ella y la diabla roja se interponía sólo Grenio.
–No... –murmuró el Gran Tuké, abriendo débilmente los ojos.
Amelia se volvió sorprendida. Pensaba que ya había muerto.
Fretsa tomó sus tridentes y extendió sus alas. El troga ya no trataba de eludirla, ahora
sería una buena pelea... Fretsa se detuvo, mirando hacia abajo. Algo brillaba en su
pecho. El colgante que llevaba bajo su ropa, había pensado que era un simple cristal pero
ahora entendía que de esa forma la vigilaban y controlaban sus pasos. Enojada, arrojó
uno de sus tridentes contra Grenio, sin prestar mucha atención a la puntería, sólo para
distraerlo. Él lo esquivó y terminó en el piso.
–Ah... Ta pogasa re kijo arrotla –exclamó Fretsa mientras retrocedía haciendo un gesto
a sus hombres para que la siguieran. Grenio intentó seguirla pero se vio sobrepasado en
número cuando los guerreros rodearon a su jefa–. Nos veremos, Grenio.
Los trogas salieron, tan rápido como si nunca hubieran estado allí, dejando el patio en
un silencio sepulcral.
Tobía emergió de una galería y corrió junto a Amelia, sorteando impresionado todos
los cuerpos y la sangre.
–Resista, señor –murmuró, agachándose al otro lado del Gran Tuké.
–Tarde... –susurró el anciano, que había aguantado hasta ese momento por pura
voluntad, porque no quería dejar a estos muchachos sin una guía para el futuro.
Apretó levemente la mano de Amelia que sostení a las suyas:
–Per-dón... no esperaba que al-guien a-sí quisiera evitar que te... vayas –el tuké clavó
los ojos en el troga, que todavía miraba a lo lejos dándoles la espalda–. Grenio...
Se volvió y lo miró desde arriba con curiosidad. El Gran Tuké le dijo en su propia
lengua algo que lo sorprendió:

Precioso Daimon 55
–Estás en deuda conmigo, Grenio, yo salvé a tu... enemiga. Me debes... recuperar las
pie... defenderla de quien quiere evitar la profecía... harás lo que deseas, pero... me
debes gratitud.
El Gran Tuké había dicho sus últimas palabras y cerró los ojos. Tobía le bajó la
capucha. Grenio estaba contrariado por las palabras de ese hombre. Amelia se apartó,
desolada, viendo a través de lágrimas un lugar lleno de muerte. Estaba varada en ese
mundo, algo extraño sucedía a su alrededor, y sentía gran angustia y miedo por lo que
iba a suceder después. Todo giraba en su cabeza y, siendo la naturaleza compasiva, dio
un paso y se desmayó.
Tobía y Grenio contemplaron sin expresión a Amelia, que se había desplomado en el
suelo.

Personajes

CLAUDIO Y CATERINA: hermanos que vivieron cerca del año 129… Ella era ciega,
murió en la hoguera acusada de tratos con el Diablo, él regresa de las Cruzadas y jura
vengarse del hombre que la engañó. En su empeño casi exterminó al clan Grenio y
prometió que volvería. Supuestamente es un antepasado de Amelia de 7 siglos antes.

GRENIO: (76) es un troga de piel oscura y rostro con marcas atigradas más claras,
ojos púrpura, alto y fuerte, tiene garras y sentidos desarrollados. Personalidad: su
motivación es restaurar el honor de su clan por medio de una venganza que esperan
desde hace 476 años. Es el último que queda vivo. Le encantan las espadas. Porta una
daga y es bueno peleando. Tiene el poder de teletransportarse (geshidu) al igual que los
kishime.

AMELIA: (17) ojos y cabello castaño oscuro, delgada, pelo corto. Hasta que es
secuestrada por Grenio y llevada a otro mundo, era una estudiante mediocre y empleada
a medio tiempo de una tienda de ropa, que vivía con su tía y madre divorciada.
Personalidad: sensata, teme hacer el ridículo pero tiende a actuar impulsivamente cuando
se enoja, y a sentir compasión por los demás a riesgo de su propia vida.

TOBÍA: a veces de carácter dudoso, no le preocupa mentir, le gusta tomarse todo con
humor y es buen comerciante. Quiere redimirse y ganar fama delante de sus
compañeros. Le ofrece a Amelia regresarla a su hogar. Forma parte de la comunidad
tuké, monjes que viven apartados, conservando el saber de su planeta y juntando
conocimiento sobre la Tierra gracias a la puerta que cruza dimensiones (Agasia).

BULEN: (15) kishime, hombre de confianza de Sulei. Su apariencia es la de un


adolescente de rostro angelical, piel delicada, cabello largo platinado y ojos grises. Su
carácter es frío, dedicado y un poco ingenuo.

Precioso Daimon 56
SULEI: kishime de alto rango que aspira a obtener poder y ganarse la dirección del
Consejo supremo de su raza. Se rapa el cabello y viste de negro en homenaje a un grupo
de guerreros de una época antigua. Tiene un programa propio por lo que envía a Bulen a
proteger a Amelia, la elegida en una profecía de la que sólo él conoce sus verdaderos
alcances.

FRETSA: jefa troga de un grupo de guerreros mercenarios con variados poderes entre
los que están Trevla y Vlojo. Pone en jaque el honor de su clan al trabajar en contra de
Grenio. Apariencia: piel roja, alas negras, ojos rasgados color oro. Sus armas, un par de
tridentes.

RAÑO: troga admirador de Grenio. Su obsesión es comer animales o personas, porque


los trogas pueden adquirir sus habilidades por medio de la digestión. Habilidades: inyecta
veneno. Personalidad: tiene demasiada buena opinión de sí mismo.

Precioso Daimon 57
2º Parte: Frotsu-gra.

La historia hasta ahora...


La hermosa Caterina presencia como un ángel aparece de la nada y puede distinguirlo con
claridad a pesar de ser ciega. Pero despierta la rabia y temor de sus vecinos que la acusan de
tratar con el demonio. Termina sus días quemada en la hoguera pero ella sólo lamenta no haber
ayudado a su amigo. Su hermano Claudio vuelve de la guerra santa justo en el momento en que su
hermana menor está siendo ejecutada. Inteligente y sensato, no puede creer en las acusaciones y
empieza a pensar que su hermana fue usada por algún hombre sin escrúpulos. Va al lugar donde
ella vio la aparición y espera, loco de rabia. Al final, luego de días de desesperación y fiebre, él
aparece, un monstruo. Cuando intenta matarlo, los dos atraviesan un agujero en el espacio y caen
en otro mundo.
Siglos más tarde, una joven de diecisiete años de nombre Amelia, es arrancada de su mundo y
arrastrada hacia una extraña aventura. Un monstruo de otro mundo que se hace llamar Grenio
pretende cobrar venganza, porque su clan fue exterminado por Claudio, un supuesto ancestro de la
joven. Grenio la reta a duelo, y mientras huye, ambos son transportados al otro lado. Amelia
recibe ayuda de un monje tuké, Tobía, que dice saber cómo puede volver a la Tierra. Juntos inician
un viaje, plagado de peligros, hacia su monasterio en las montañas. Dos veces ella es salvada por
Bulen, que tiene apariencia de ángel. Pero tanto monstruos (trogas) como ángeles (kishime)
intentan acabar con ella, a raíz de una confusa profecía. Mientras tanto, Grenio la sigue como su
sombra.
En el monasterio, son atacados por trogas liderados por la seductora Fretsa, quien también quiere
vengarse de Grenio. Se roban las piedras que hacen funcionar la Agasia, el portal para viajar a la
Tierra. El Gran Tuké muere salvando a Amelia de Fretsa, y Grenio queda en deuda con el anciano,
quien le pide que proteja a su enemiga!!

Cáp. 1 – Ieneri y el sucesor

–¿Por qué vamos a esa ciudad, Tobía? –preguntó Amelia luego de cavilar por largo
rato, mientras cabalgaban al sur a través de una llanura amarilla que se extendía por todo
el horizonte.
El tuké se arregló los pliegues del turbante que estaba usando en lugar de su habitual
capucha, y contestó con sobriedad: –Luego de las pérdidas que tuvimos... el suplente no
está al tanto de mucho. Por suerte, el siguiente tuké en cuanto a sabiduría y
conocimientos no estaba en el templo porque se encuentra investigando en la ciudad de
Ieneri. Así que por un lado vamos a llevarle malas noticias y pedirle que vuelva de
inmediato para suceder al Gran Tuké, y además, necesitamos encontrar pistas de dónde
están las gemas robadas.
“Es eso lo que te estaba preguntando. ¿Por qué íbamos a encontrar pistas en esa
ciudad?”
–¿Los trogas pueden estar en ese sitio?
Tobía rió a carcajadas a causa de esta pregunta.

Precioso Daimon 58
–No... Esa es la razón por la que nuestro amigo –señaló con la cabeza a Grenio, a
quien podían divisar como una sombra en la lejanía–, tiene esa cara de mal humor. Los
trogas viven muy lejos de todo contacto con los humanos, no se mezclan.
Amelia recordó que en los pueblos de humanos en que había estado, a los trogas los
consideraban demonios y rehuían de ellos, con buenos motivos.
–Entonces, ¿para qué nos sigue? ¿No será por lo que dijo...? –se cortó para no
mencionar al Gran Tuké, no quería que Tobía recordara su dolor.
–Tal vez... –dijo él pensativo, y terminó con una sonrisa– no te quiere perder de vista.
Tobía evocó la conversación que había tenido con Grenio cuando todavía sus
compañeros estaban ocupados removiendo los cuerpos del patio para preparar su
funeral, entre ellos el de su superior. Enojado, se había atrevido a increparle, por qué no
lo había impedido. Con tranquilidad, Grenio le dijo que no se preocupara, que él se
encargaría de arreglarse con Fretsa. Pero a Tobía no le interesaba la revancha, quería
saber qué pasaría con las piedras, sin las cuales Amelia estaría varada en ese planeta.
Claro que a Grenio no le interesaba que Amelia regresara a su hogar, porque entonces
estaría fuera de su alcance. Sin embargo, quería saber qué intenciones tenían los trogas
para atacar el templo, robar las gemas e intentar matar a su presa. Así que le dijo a Tobía
que, hasta aclararlo, haría caso a la última voluntad del Gran Tuké. Y que las palabras de
Fretsa al marcharse, le hacían pensar que habían sido contratados por alguien, alguien a
quien ella temía. Por tanto, tenía que ser un personaje bastante poderoso y respetable.
Ieneri, que Amelia recordaba como el lugar donde su posible ancestro Claudio había
mandado hacer el retrato que ella había visto en el monasterio, era una pequeña ciudad
ubicada a dos días de viaje de las montañas. Ellos habían descendido muy temprano el
día anterior, así que Tobía calculaba que si habían viajado en la dirección correcta, esa
misma tarde podrían divisarla.
El sol estaba cerca del horizonte cuando en la lejanía, envuelta en una neblina color
malva, Ieneri se alzó ante sus ojos. Esa ciudad debía haber conocido tiempos mejores,
pero muchos siglos atrás. Estaba compuesta por unas cuantas ruinas, que a lo lejos
habían tomado por majestuosos palacios en forma de cúpula, pero al acercarse notaron
que sólo quedaban pedazos de muro y techos agujereados. En torno a estos edificios
decrépitos, a lo largo de los años se habían ido acumulando pequeñas aldeas,
construidas una y otra vez sobre los restos de las anteriores. Cerca del asentamiento y de
los toldos que señalaban un gran mercado, un camino de tierra partía de la ciudad y se
abría en varias direcciones. Más allá, se extendía un río que reflejaba el sol poniente en
sus aguas quietas.
Amelia desmontó y palmeó el cuello del caballo, el fiel animal que se había salvado de
milagro del ataque troga. Lo habían encontrado los monjes, escondido y asustado. Al
parecer había salido huyendo en el primer momento y la puerta se había cerrado
dejándolo encerrado dentro de un pabellón. Todavía cuidaba bien de la espada de
Claudio.
Tobía miró alrededor. La luz se estaba acabando y tenían que encontrar un lugar para
comer y dormir. Guiando de la brida a sus caballos, se internaron en el mercado, donde la
mayoría de los dueños se preparaban para la noche, guardando sus bienes y
descorriendo los toldos. A lo lejos, entre las tortuosas callejas de la ciudad, algunos
faroles empezaban a encenderse en los hogares más pudientes. El tuké se acercó a un
hombre gordo que controlaba a tres muchachos que estaban recogiendo los cueros y
pieles de su puesto.

Precioso Daimon 59
–¿Qué quieres, monje? –replicó el gordo con desdén.
–¿Cómo me reconoció? –se preguntó Tobía, mirándose el pantalón y saco con los que
había pretendido hacerse pasar por un aldeano común.
El gordo contemplaba con aprecio a la joven que lo acompañaba, aunque
preguntándose si no sería un muchacho, con ese pelo tan corto y lacio. Tobía decidió
dejarlo relamerse solo y preguntar a algún otro donde encontrar a Mateus.
Amelia miraba con interés los objetos y productos que todavía estaban a la venta. De
pronto, alguien le tocó el hombro. Se dio vuelta y se encontró con un anciano de aspecto
inofensivo, sonriente, que le estaba preguntando algo mientras señalaba la espada que
sobresalía de su alforja.
–¡Oh! ¡No está a la venta! –interpuso Tobía, acercándose rápidamente, y agregó
dirigiéndose a Amelia en voz baja–. Ten cuidado, aquí pueden intentar intercambiarte
hasta la piel por cualquier pavada.
El viejo lo miró con reprobación, viendo que desconfiaban de él.
–Pensaba ofrecerles un buen precio por esa pieza, monje –le dijo a Tobía–. No todos
los días se ve una espada así. Debió ser fabricada en la época de las grandes ciudades,
tal vez aquí mismo, cuando construyeron estos palacios.
–¡Espera un momento! –lo detuvo Tobía al ver que se alejaba–. ¿Cuánto me ofreces...
¡No! Quiero decir, ¿cómo te diste cuenta de que soy un tuké?
–Porque te pareces al loco que se pasa encerrado en las ruinas del palacio grande –
contestó el viejo por encima de su hombro, antes de perderse entre los puestos del
mercado.

Tobía y Amelia se dirigieron al centro de Ieneri, donde se levantaban los palacios más
llamativos. Ahora, deshabitado, resultaba un lugar tenebroso; los muros incompletos
dejaban entrever interiores oscuros como boca de lobo, la luz de luna proyectaba
sombras misteriosas, y sus pasos resonaban en las calles anchas. La sensación de
desolación era tal que esperaban encontrarse con los fantasmas de sus anteriores
habitantes en cualquier momento.
–Ese debe ser el palacio que mencionó el viejo – Tobía señaló una construcción
redondeada ubicada más o menos en el centro de la ciudad, junto a una plaza repleta de
estatuas hechas pedazos.
Luego de atar su caballo a un resto de columna, Amelia avanzó entre las siluetas
deformes que se mantenían sobre sus pedestales, carne pálida y mutilada iluminada por
una luna casi llena. La plaza estaba rodeada por palacios prominentes que la observaban
con severidad. Sintió como se le erizaba la piel, y al dar la vuelta, quedó helada al percibir
una luz espectral dentro de uno de esos edificios abandonados.
Un rápido movimiento a sus espaldas y, desde lo alto de unos muros ruinosos, una
sombra saltó sobre ellos. Tobía sintió un crujido de pasos y de golpe le aferró el brazo,
casi matando a Amelia del susto. La muchacha lo miró con curiosidad y siguió su mirada
para notar que una figura grande y oscura se acercaba a ellos con determinación.
–¿Por qué me asustas, idiota? –lo rezongó–. ¿No ves que es Grenio?
Tobía lanzó un suspiro y la soltó. Amelia volvió a centrar su atención en el edificio

Precioso Daimon 60
donde había visto luz por un segundo, y de nuevo, percibió el titilar de una lámpara o vela
en el interior, ahora en el segundo piso. Convencida, se dirigió a la fachada, que estaba
totalmente derruida a nivel de la calle, y puso los pies en el interior del edificio. Tobía la
siguió, reacio.
Grenio ya estaba junto a la joven, habiendo notado en el interior una sensación hostil.
Podía oler un rastro de aceite perfumado quemado y además el tono rancio de varias
personas. Sus ojos podían ver en la oscuridad con el reflejo lunar que entraba por
ventanas y huecos. Notó que sus pies producían crujidos al pisar el suelo cubierto de
escombros. La joven lo siguió de cerca, guiándose por su masa corporal y sin ver nada,
arrastrando tras de sí a Tobía.
El troga ascendió una escalera que, formando un arco amplio en torno al vestíbulo del
palacio, llevaba al segundo piso. Amelia sintió corrientes de aire frías que le golpeaban el
rostro y adivinó que había más destrucción en esos muros de la que había imaginado.
Temió por la estabilidad de esa escalinata. Al fin, llegaron a un piso más firme, sostenido
por columnas desde hacía cientos de años. Ahora podía seguir el tiki-tiki que hacían las
garras de Grenio sobre una superficie vidriada.
–No hay nadie... –susurró Tobía, ansioso en realidad por el silencio que mantenían sus
compañeros.
Grenio le contestó con un gruñido. En ese momento, la joven volvió a notar un reflejo
más adelante, como si alguien pasara de una habitación a otra con una vela. Al mismo
tiempo, Grenio se lanzó en esa dirección, corriendo a grandes zancadas.
Ignorante de la presencia de otros ocupantes, Mateus examinaba los muros pintados
de una habitación recorriéndola con una pequeña vela temblorosa. Más temprano había
llenado el lugar con sus cosas, un conjunto de manuscritos y objetos que había recogido
de entre las ruinas, así como botellas y bolsas de comida. La pequeña barriga que dejaba
entrever su túnica no sugería que pudiera comer toda esa cantidad, ni su rostro juvenil y
cuerpo pequeño que pudiera tomarse cuatro porrones de licor en una noche. Con la boca
abierta, seguía los dibujos de la pared con tanta concentración que no se percató de tres
sombras que cruzaban el umbral y se mezclaban en las sombras de la habitación.
Sintió un ruido y se dio vuelta pensando que eran alimañas, y al acercar su luz, se
encontró con tres hombres que le sobrepasaban en kilos y altura varias veces. Mateus
dejó escapar una exclamación y en su sorpresa soltó la vela, quedando sumido en la total
oscuridad. Un par de manos lo tomaron por los hombros, y ya se veía arrojado por una
ventana o peor, por estos que parecían del tipo más interesado en el valor material que
en el conocimiento de las cosas, cuando sintió un tremendo alboroto y las manos
desaparecieron de su cuerpo. Escuchó varias exclamaciones ahogadas y se tiró al piso
en busca de la luz.
Tardó un rato en encenderla. Cuando miró alrededor, vio que los tres hombres,
aterrados, estaban arrinconados por una sola persona, que ya de espaldas parecía
bastante corpulenta y temible. Encendió otra vela y mientras lo hacía, vio que los tres
salían despavoridos por la puerta, donde habían aparecido otras dos personas que
miraban la escena con asombro.
–Gracias... –empezó a agradecer a su salvador pero al darse vuelta observó que era
un troga y cambiando de idea, tomó un tubo que tenía a mano y trató de golpearlo con
eso.
–¡Eh... espera, Mateus! –le gritó una voz conocida que lo salvó de hacer algo que, sin

Precioso Daimon 61
dañarlo, iba a enojar bastante a Grenio.
–¿Qué? ¿Tobía? ¿Qué haces aquí? –exclamó el tuké, soltando el tubo al piso y
corriendo al encuentro de su compañero. En sus ojos leyó que algo serio debía haber
sucedido, como para apagar el brillo juguetón que siempre los teñía.– ¿Conoces a este
troga? Ah, dime en qué andas metido...

Mateus presintió que iba a necesitar un refuerzo a su existencia de licor en cuanto


Tobía comenzó su relato. Miró a Grenio asombrado, porque muchas veces había
escuchado la historia pero nunca imaginó conocerlo cara a cara, y aún más impresionado
a la joven.
–¿Estás seguro que es descendiente de Claudio, y todo lo demás de la profecía? –
preguntó en voz baja a Tobía, perplejo–. Es una mujer...
Se quedó pensando. Las noticias eran terribles, que las cosas hubieran llegado a un
punto donde los tukés eran invadidos, cuando en quinientos años nadie se había
ocupado de ellos, implicaba que lo que él creía era cierto. Pero no les diría todavía.
–Bueno... –dijo, desperezándose–. A pesar de todas estas malas nuevas, muchachos,
es hora de recuperar fuerzas para partir mañana ¿no? Supongo que no habrá más
ladrones, después del susto que se llevaron con este troga –comenzó a esparcir la
comida de una bolsa frente a sí y tomó una botella a medio vaciar–. Vamos, sírvanse.
Estaremos a gusto en este palacio, todo para nosotros.
Amelia miró alrededor, y sintió escalofríos. Estaba oscuro y frío. Grenio permaneció
parado pegado a la pared, lo más lejos posible del resto. Por su parte, los dos tukés
pronto se encontraron a sus anchas, conversando y tratando de acabar con las
provisiones a toda velocidad. Así que, resolviendo ignorar el ambiente tétrico, la joven se
acercó a la ronda y dispuso de su buena porción de alimentos y bebida. Más tarde,
Mateus repartió sus mantas con los dos, y se acomodaron en un rincón protegido del frío
nocturno.

Cáp. 2 – Los humanos

Amelia se despertó con un grito sordo. En su sueño había visto un campo helado,
iluminado con una luz blanca-azulada, donde cuerpos caídos se retorcían, como si
hubieran sido perseguidos y alcanzados al fin por algo espantoso. Ella estaba parada
junto a un cuerpo de mujer caído de bruces, desnuda, la espalda atravesada de lado a
lado y un lago de sangre que asomaba por debajo, tiñendo la nieve que cubría el paisaje.
Retrocedía un paso para evitar mancharse los pies y al hacerlo notaba que sus manos
estaban cubiertas de sangre fresca, caliente. Quería gritar pero tenía la garganta
atenazada por una mano helada. Cerró los ojos un instante y al abrirlos, se encontraba en
una aldea llena de sol y fuego. El humo envolvía las casas y los techos de paja se
desvanecían en llamas. Corría para alcanzar a un grupo de personas que huían de algo
que los aterrorizaba y no era el fuego. Corrían dentro de las llamas para evitarlo. En ese
momento, se dio vuelta y se enfrentó al diablo mismo, enorme, los ojos amarillos y los
dientes brillantes de saliva. Le decía algo y extendía una mano hacia ella, clavándosela
en el estómago. Ella gritó de dolor y se levantó de su rincón, todavía sosteniéndose la
herida fatal.

Precioso Daimon 62
Tardó un poco en recuperar la respiración normal y parar el latido loco de su corazón.
Entonces se dio cuenta de que todavía estaba oscuro y que se hallaba en Ieneri, en ese
planeta extraño, junto a los dos tukés.
Mateus la estudiaba desde hacía cierto rato moverse inquieta en su sueño,
murmurando palabras que la joven no debería conocer.
–¿Estás bien?
Amelia notó con sobresalto que Mateus la observaba con seriedad. Asintió.
–Si no puedes dormir, acompáñame. Te mostraré lo que estudiaba aquí...
Amelia decidió seguirlo, tras comprobar que Grenio no se hallaba cerca. Siempre se
iba por ahí mientras dormían, pero al final regresaba siempre, consideró contrariada.
Mateus la guió hacia un piso superior del palacio, formado por amplias habitaciones con
ventanas en forma de ojiva.
–Tú vienes de un mundo donde los humanos han desarrollado civilizaciones como
esta, tal vez mucho más adelantadas ¿no? –comentó el tuké acercándose a contemplar
los restos de Ieneri plateados por la luz de luna–. Me pregunto aún por qué pasó esto,
cómo es que la gente que construyó este palacio terminó convertida en esos campesinos
que ves allá afuera.
Entre la ciudad y el río se extendía una toldería abigarrada de donde salía humo de
varias fogatas. Los animales de pastoreo y de carga gemían en sus resguardos, muy
cerca de sus dueños.
–Más que edificios, esta civilización poseía tesoros que nosotros ni imaginamos. Eso
he podido estudiar a partir de sus escritos y pinturas. Pero ahora... ese tiempo se ha
acabado y tengo que volver al monasterio.
Amelia notó la decepción en su voz. Parecía preferir estudiar palacios abandonados
que ser el Gran Tuké. En silencio, Mateus caminó hasta unas escaleras de caracol que
ascendían un piso más. Pisando con cuidado, salieron a una terraza ubicada en la base
del techo de cúpula.
La joven quedó boquiabierta, contemplando el espectacular paisaje que se distinguía
desde esa altura. En el cielo negro como terciopelo, las estrellas coronadas por dos
lunas. Una llena y grande, la otra más pequeña y en fase menguante. El río parecía un
espejo atravesando la llanura. Sintió la brisa que acariciaba su rostro y cabello con aroma
a hierbas. Se sentó cerca de la cornisa.
–Dime, ¿qué soñabas?
Nerviosa, la joven tardó unos momentos en contestar.
–¿Algo que ya habías visto antes?
Amelia negó con la cabeza.
–No, solo en sueños –miró el horizonte–. Desde que estoy aquí tengo esas pesadillas.
Parecen escenas de batallas, de masacres... No sé si es por nervios o este lugar me
hace ver cosas.
Mateus meditó un largo rato. Amelia ya había sacado el tema de su cabeza, cuando él
replicó:
–Puede tratarse de sueños premonitorios.

Precioso Daimon 63
–¡Qué! –exclamó ella, dándose vuelta de inmediato para mirarlo a los ojos,
extrañamente asustada e irritada–. ¿De algo que todavía no sucedió? ¡Imposible!
Grenio se había ido de la habitación en cuanto los otros se durmieron, no muy ansioso
por dormir junto a esa mujer. Había recorrido el palacio con curiosidad, porque no
entendía qué le veían de interesante los humanos, en especial ese tuké. Luego había
descubierto una salida al techo y escaló hasta la cima. Sentado allá arriba, había
presenciado la conversación de Amelia y Mateus. Aunque no comprendía ese idioma que
hablaba ella, se dio cuenta de que ella estaba impresionada por algo que le dijo el tuké.
Luego él volvió adentro, dejándola sola.
Amelia se recostó contra la cúpula, tranquila. Allí afuera no sentía la opresión de las
tinieblas, y aunque tenía miedo de quedarse dormida a esa altura, pronto cayó en un
letargo.
El troga percibió que se iba quedando dormida por la respiración regular. Estaban
solos y en un lugar peligroso. La tentación era muy grande, pero qué satisfacción tendría
si cometía un acto tan alevoso contra una mujer débil. De alguna forma estaba
condenado a su presencia y aunque no quería dar su brazo a torcer, las palabras del tuké
hacían mella en su determinación. ¿Acaso había algo más que él no sabía acerca de su
clan? ¿La venganza que habían buscado por cuatro generaciones tenía sentido, no?
Tenía que tenerlo, sino ¿qué haría de su vida que no tenía otro fin?
Desde pequeño se había propuesto ser el que terminara con esa historia. Nunca le
había interesado otra cosa que prepararse como guerrero hábil y ecuánime, para ganar
con honor su batalla. No pensaba en otra cosa, ni amigos ni mujeres, y se dijo, que ya era
viejo para cambiar de estilo. Aturdido por esos pensamientos que le hacían dudar en
contra de su designio, de su destino, comenzó a descender a los saltos, alcanzando el
suelo en unos segundos. Daría una vuelta para despejar la mente y aclarar las ideas,
lejos de esa mujer.

Los ladrones salieron de las ruinas de Ieneri espantados. Tan solo al alcanzar el
muelle, abajo del cual se reunían para contar sus ganancias, tomaron un respiro y se
pusieron a comentar lo que habían visto. No tenían intención de molestar de nuevo al
monje, pero en eso se dieron cuenta de que tenían compañía. Un hombre gordo, sentado
encima del muelle, había escuchado su conversación. Lo reconocieron como uno de los
mayores mercaderes del lugar, alguien que les hubiera pagado bien por los objetos que
iban a robar. Este se rió de su historia de que el lugar estaba maldito, diciendo que eran
unos tontos por asustarse de un solo demonio, que en su ciudad natal estaban
acostumbrados a lidiar con esas bestias y que no eran ningunos seres sobrenaturales.
Provocados por su burla, los tres aceptaron volver a Ieneri, pero antes, batieron todo el
campamento en busca de colaboradores.
Asistidos por el amanecer que les dio nueva confianza, un grupo de veinte hombres
armados se dirigió hacia la plaza central, dividiéndose en una calle para llegar por dos
extremos.
Amelia se había despertado muy temprano, sobresaltada de encontrarse a descubierto
en la terraza. Buscó el camino hasta la habitación donde dormían los tukés, y los
encontró preparando los atados de Mateus para el viaje. Saludó, dobló su manta y les
avisó que iría a ver cómo estaban los caballos, que habían pasado la noche afuera.
Después de bajar los derruidos escalones hasta la planta baja, se detuvo al escuchar

Precioso Daimon 64
que un animal relinchaba.
Grenio había salido de la ciudad por el lado menos poblado, dio una vuelta por el
campo y estuvo un rato en el río, donde consiguió algo de comer y se dio un baño helado.
Luego había retornado a Ieneri y se había quedado dormido en una terraza alta, a unos
cientos de metros de la plaza. Al alba, la luz lo sobresaltó y decidió ir a ver qué estaban
haciendo los humanos. Pero a los pocos metros sintió un rumor de pasos. Saltó de techo
en techo hasta llegar a un edificio desde donde podía dominar la explanada de esculturas
rotas y en ese momento escuchó que el caballo se quejaba. Miró abajo y no vio a nadie.
En un segundo llegó hasta el animal y tocó su cuello, preguntándose qué lo había
asustado.
Desde su posición, oculta tras el muro de palacio, Amelia vio con asombro que de la
nada, salía una cantidad de hombres que rodearon al troga, que parecía no haberse
percatado de su presencia. El viento soplaba de su lado, por eso no había olido a los
humanos. La joven titubeó un segundo, conteniendo en el acto su reacción de pegar un
grito para avisarle.
Grenio no tardó en darse cuenta de que estaba rodeado y giró, gruñendo. Algunos
hombres, los más cercanos, retrocedieron ante esta visión a pesar de estar armados con
lanzas gruesas, pero enseguida uno que hacía de jefe les gritó algo y recuperaron el
ánimo. El troga avanzó un paso, tirando golpes de puño en ambas direcciones que
dejaron a tres noqueados en el piso. Pero esta vez venían preparados. A un grito del jefe,
cuatro hombres desplegaron una red que cayó prolijamente sobre Grenio. Al intentar
moverse, se enredó más. Los hombres tiraron del extremo de la red y esta se cerró sobre
sus piernas, haciéndole perder el equilibrio.
Gritando de contento al ver que ya lo tenían derrotado, no se percataron de que el
troga, furioso, atravesó los hilos con sus garras y emergió de nuevo, mucho más fuerte de
lo que pensaban. Al percatarse, dos salieron corriendo despavoridos. Los tres de la
noche anterior, miraron incrédulos, y no confiando tanto en sus armas contra este
monstruo, comenzaron a apartarse. Grenio sujetó una lanza y la quebró con una sola
mano, luego tomó a su dueño por la cintura y lo revoleó en el aire, arrojándolo contra los
demás. En la confusión que se creó, se alejó corriendo para ganar terreno.
Amelia vio que el grupo lo perseguía calle abajo y se animó a dejar su resguardo.
¿Qué querían, venían por ellos o sólo querían cazar al troga? –se preguntó mientras
corría al otro lado de la plaza. Levantando la cabeza, notó que los tukés habían
observado todo desde una abertura en el piso superior. La joven calmó a su fiel caballo,
que la miraba con ojos acuosos. “No me digas que te importa esa bestia, caballito...”. Si
eran ladrones, al menos no lo eran de monturas. Tomó a los dos animales y los condujo a
la puerta del palacio.

Los tukés y Amelia salieron de Ieneri con prudencia, para no encontrarse con más
bandidos, llevando la adorada carga de Mateus en el caballo de Tobía.
–¿Qué tanto miras? –preguntó Tobía a Amelia, fijándose en que se fijaba en cada
esquina y cada hueco–. ¿Estás preocupada por Grenio? –agregó con tono burlón.
Ella le dirigió una mirada fulminante.
–No creo que sea vencido por unos humanos comunes –continuó Tobía, aunque en su
voz había más duda que certeza.

Precioso Daimon 65
La mañana mostraba un campo de esplendoroso color amarillo, con pastos altos que
flameaban a impulsos de una brisa templada. La ciudad empezaba a tomar vida a sus
espaldas. Mateus, que había estado callado largo rato, los sorprendió al decir:
–Creo que debemos separarnos aquí.
Los otros dos se pararon a mirarlo, extrañados. Luego de una pausa, Tobía exclamó,
confuso:
–¡Mateus, me dijiste que...!
–No trato de escaparme de mis deberes, Tobía –sonrió el otro–. Lo que dije es que yo
iré al monasterio. Uds. deben ir a buscar las gemas, para que esta joven pueda volver a
su tierra. ¿No es lo que más deseas? –Amelia asintió, y Mateus agregó con una
expresión sombría–. De otro modo, comenzará el fin del mundo.
Tobía lanzó un bufido, Amelia se quedó helada.
Mateus volvió a sonreír.
–O algo así...
–¿Es en serio? –inquirió Tobía.
–Sí, ¿cuándo no hablo yo en serio? Escuchen, la profecía no es lo que Uds. piensan,
porque los tukés han estado equivocados todo el tiempo. De algún modo confundieron la
verdadera profecía con las últimas palabras de Claudio en este mundo.
–¿No es un historia sobre la deuda entre la familia de Claudio y el clan Grenio?
–No... Es decir, mi teoría luego de haber estudiado los mitos de distintas regiones, es
que en ese entonces, a partir de la pelea entre Claudio y Grenio, surgió la idea de que
corríamos alguna clase de peligro y que si una relación de esa naturaleza volvía a
repetirse, traería consigo una gran desgracia. Los trogas lo creen, pero están satisfechos
con que el humano muera a manos del clan Grenio. Son muy simples en su
razonamiento. Los kishime también creen, por eso tratan de impedir la existencia de... –
miró a Amelia, que se había reclinado contra su caballo, pálida– esta mujer en el mundo.
–Eso es una tontería –replicó con ímpetu Tobía, y luego se interrumpió–. Quiero decir,
con todo respeto... Si quisieran librarse de esta joven, por qué alguien impediría que
vuelva a la Tierra. ¿Eh?
–No discutas, Tobía, que todavía te falta mucho que estudiar. Toma este mapa –
contestó Mateus arrojándole un rollo de lienzo–, te servirá. Ahora, los dejo. Vayan a
Frotsu-gra.
Amelia estaba disgustada con esta extraña historia del monje. Quería mandarlos solos
en un viaje a quien sabe donde, y cómo iban a recuperar esas gemas aunque las
pudieran hallar.
–Pero, todo esto es un mito ¿no? –le preguntó al tuké que ya había montado con sus
cosas y comenzaba a alejarse–. En realidad, no existe ningún peligro ¿verdad?
Mateus la miró con cara de esfinge y contestó, mientras se seguía alejando:
–Cuando puedas decirme con seguridad que tus sueños son sólo sueños, entonces te
contestaré con tranquilidad que estos cuentos son una simple superstición.
–Bueno... –dijo Tobía, que arrodillado, miraba el mapa y luego el campo a su
alrededor, totalmente perdido–. Ahora debemos ponernos en marcha hacia...

Precioso Daimon 66
–¿Qué es Frutsogar, donde queda? –preguntó ella, también inclinándose para ver el
mapa.
–¿Frotsu-gra? –una sombra cayó sobre ellos.
Miraron por encima del hombro, sorprendidos de encontrarse con el troga en ese lugar.
No presentaba heridas, y Amelia consideró con un escalofrío qué habría sido de los
humanos.
–Así es, Grenio –repuso Tobía–. Vamos a la tierra de los trogas.

Cáp. 3 – La aldea

Expulsados de las tierras fértiles por el crecimiento de los pueblos humanos y su


desarrollo en grandes civilizaciones, los trogas se habían instalado hacía más de mil años
en las zonas alejadas, en la costa del mar y en los climas más fríos. Frotsu se trataba de
un lugar de acceso bastante difícil para los humanos, por lo que sólo ojos troga se habían
posado sobre el complejo de casas y monumentos situado en un punto de la costa
sureste del continente. Para sus constructores, era un centro de reunión en tiempos
difíciles, y de ceremonias para las alianzas entre clanes, que se daban de vez en cuando.
Gran parte de la población vivía allí o en las islas cercanas. Sólo unos pocos habían
decidido vagar por el mundo y otros tantos habían sido expulsados de su comarca por su
comportamiento.
Los tres viajeros debieron de surcar la extensa llanura amarilla por tres días antes de
alcanzar otro pueblo humano. Amelia percibió con alegría la presencia de campos arados
y animales pastando a lo lejos. Habían dependido para subsistir de los pequeños
animales de pradera que cazaba Grenio y de algunas raíces, puesto que habían
descubierto al empezar su viaje, que Mateus se había llevado en su caballo todas las
provisiones que sobraron de su estancia en Ieneri.
–¡Una aldea! –señaló la joven, al ver aparecer un grupo de chozas en el horizonte–.
¡Se acabó el campamento de supervivencia! Bueno... ¿esta vez trajiste dinero, Tobía,
verdad?
–¿Dinero? –repitió Tobía, confuso–. Aquí no se usa eso. Ja, ja, ya veremos que
podemos intercambiar por algo de comer.
Grenio no pareció contento con la cercanía del poblado. En realidad, Amelia nunca lo
había visto sonreír. Tal vez ellos no sonreían; tampoco podía leer su expresión. Pero
asumió que debía estar preocupado, recordando su última visita a una ciudad.
El troga no tenía miedo de estos humanos. Por lo que podía observar ahora, iban hacia
una pequeña aldea con unos cultivos pobres. Pero su instinto le decía que había algo
amenazador acerca de ella.
Mientras pasaban junto al campo de cultivo, los sorprendió una voz. Un anciano se
había levantado de entre las espigas verdes que estaba desmalezando, posición desde la
cual venía observándolos hacía rato.
–Qué grupo más extraño –comentó, cubriéndose los ojos del sol–. ¿Adónde se
dirigen?
No parecía asustado por el troga, notó Amelia, mirándolo con tanta curiosidad como él

Precioso Daimon 67
a ellos.
–Al Nahiesa –mintió Tobía–. Yo me llamo Tobía, y esta es mi hermana Amelia. Ah...
ella no habla nuestro idioma porque la mandamos criar al norte. Y este otro, es su dote.
–¿Dote?
–Sí, ¿no cree que es toda una curiosidad? Seguro que le puedo encontrar un excelente
marido a mi hermana.
–Bueno, yo nunca había visto un... un... Ah, ¿por qué no pasan por mi casa a
descansar? Voy a adelantarme para avisarle a mis hijas que preparen comida –el viejo
salió con gran agilidad hacia el poblado.
Viéndolo alejarse, Grenio comentó al tuké:
–Ella no habla tu idioma, pero yo lo entiendo bastante bien.
–Ah, sí –se rió Tobía–. Tendría que haber dicho que eras la mascota del grupo.
–No veo la diferencia.
Las hijas del hombre habían dejado sus tareas cotidianas para recibir a los huéspedes,
con especial curiosidad al ver que venían de muy lejos y que traían a una criatura
extraña. Nunca en su vida los miembros de la aldea habían visto un troga, y no le tenían
recelo porque no lo vinculaban con historias de demonios y supersticiones similares. Bajo
la sombra de un alero de su choza, dispusieron comida, bebida, y los convidaron a
sentarse. Amelia y Tobía aceptaron con gusto, y el tuké no tardó en entretener a toda la
familia y vecinos con su cháchara. Por su lado, Grenio declinó comer nada, y se fue a
sentar un poco apartado, a la sombra de un árbol.
Los humanos pasaron la noche en la casa del anciano que los había recibido con tanta
generosidad. Al día siguiente, luego de una calurosa despedida por parte de todo el
pueblo, el anciano les dio algunas provisiones, agradecido por su compañía:
–¿Necesitan alguna otra cosa? Apreciamos el entretenimiento, porque estamos tan
apartados de toda persona, aquí en el desierto. Un muchacho se ha ofrecido a
acompañarlos hasta el paso de Krut, ya saben, por ahí pueden cortar camino para cruzar
el Nahiesa.
Tobía intentó rechazar su ayuda, contando con su propio mapa y la presencia de
Grenio, que al menos sabría cómo llegar a su casa, pero no hubo forma de hacerlo sin
parecer descortés. Además, no hacía daño, pensó Tobía. El joven los acompañó a la
salida del poblado, donde se les unió el troga, y empezaron la marcha.

Grenio había observado al joven con sospecha desde que apareció. Se preguntó por
qué le causaba tanta desconfianza este humano de apariencia inofensiva. Sin embargo,
era bastante hábil escogiendo el camino. Más que el monje inútil que hasta ahora los
había llevado en zigzag.
A pesar de que la aldea parecía estar en el medio de la nada, muy pronto alcanzaron a
ver unas elevaciones en la distancia. Por la noche llegaron a las primeras estribaciones
de un macizo de montañas no muy altas, de tono ocre, encendidas de un color rojo por el
sol poniente. Los humanos armaron su campamento a una cierta altura, listos para cruzar
el paso la mañana siguiente y salvar el río Nahiesa en sus fuentes.
Como siempre, Grenio buscó evitar la presencia de la joven y se escabulló entre los

Precioso Daimon 68
arbustos que crecían en la ladera del monte. Los frutos de esa vegetación eran de su
gusto. La noche era refrescante y tranquila. Se arrellanó contra una roca, cayendo en un
letargo enseguida. Entonces, mientras caía a plomo en el sueño, percibió algo que lo
puso alerta.
Se incorporó de un salto y corrió ladera abajo antes de percatarse de lo que hacía, y se
detuvo al borde de la zona iluminada por la fogata que había armado el joven humano.
El muchacho se había levantado de su nido y había reptado hasta donde Amelia
dormía plácidamente. En el momento en que Grenio lo sorprendió con un refunfuño, tenía
un cuchillo listo para degollarla.
El joven se detuvo en su movimiento, Amelia y Tobía se despertaron con el ruido. Ella
se sorprendió al tener a alguien encima, y luego vio el brillo de la hoja de metal y se
horrorizó. Gimió e intentó huir, pero el joven la sujetó con fuerza del cuello. Tobía lo miró
incrédulo:
–¿Por qué? –exclamó.
–Kishime –contestó el troga, los ojos iluminados de rabia al darse cuenta que lo había
engañado todo el tiempo, ocultando de alguna forma que se trataba de un íncubo–. Ya no
es un aldeano.
Mientras explicaba esto, Grenio saltó la fogata y le dio un empujón al joven, que salió
volando de su posición sobre el pecho de Amelia. Tocó tierra, rodó, y volvió a cargar, esta
vez contra el troga, que lo esperó confiado. El kishime sonrió y Grenio sintió un escalofrío;
como antes, algo lo alertaba. A la vez que lo recibía con un buen golpe, notó que dos
manchones de color blanco se dirigían hacia él por los costados. Los vio por el rabillo del
ojo, mientras sentía una voz en su cabeza.
Dio un salto hacia atrás, preparado para enfrentarse a estos dos nuevos kishime que le
pedían que muriera. Parecían tan delgados que podía quebrarlos con una sola mano.
Eran pálidos, ojos grises, vestidos de blanco y con largo cabello rubio. Si no fuera porque
las últimas veces que se había confiado habían resultado muy peligrosas, el troga hubiera
encontrado su apariencia ridícula.
Mientras tanto, Tobía empujaba a Amelia hacia su caballo, para escapar de la batalla.
Ella intentó protestar, pero viendo que habían aparecido otros dos intrusos, y que el joven
que la había atacado se incorporaba para seguirlos, decidió hacer lo que decía el tuké.
Grenio sacó su daga y se dispuso a pelear. Sin embargo, alcanzarlos con su filo le
resultó muy difícil. No sólo eran buenos espadachines y poseían excelentes armas, sino
que se le desvanecían de las manos en cuanto intentaba herirlos o atraparlos. Ejecutando
una danza etérea, los kishime blandían su espada, eludían sus golpes y se
desmaterializaban para aparecer del otro lado. Esto exigía que no sólo debiera
defenderse de dos adversarios, sino reaccionar con velocidad para evitar ser atravesado
por la espalda.
Al darse vuelta una vez más, Grenio se halló de espaldas contra el fuego y rodeado.
En el último segundo, esquivó la doble estocada con la que planeaban liquidarlo y dio un
paso atrás. Se paró sobre la fogata y pateó los leños, haciendo volar las brasas en su
dirección. Notó que retrocedieron, distraídos o quemados por las mariposas de fuego.
Uno de ellos se desvaneció, tratando de atraparlo por el otro lado. Grenio aprovechó el
mismo momento para lanzarse contra el otro, tomarlo de la garganta con la mano
derecha y apretar su cuello. Se volteó y extendió el brazo libre a tiempo de parar el
ataque del otro enemigo.

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El caballo trotó con dificultad, resbalando sobre los guijarros que se desprendían del
sendero, tropezando con raíces y arbustos, en subida. Cargado con Tobía y Amelia le
costaba más, pero la joven no quiso que el tuké tratara de escapar por su cuenta, sin
ayuda. El íncubo los perseguía saltando los obstáculos, conocedor del terreno.
El troga tenía las manos ocupadas, asfixiando a un enemigo y defendiéndose del otro,
y vio con preocupación que del aire surgía una luminiscencia y luciérnagas brillantes, que
se solidificaron en una figura nebulosa. El aire tembló y la figura se aclaró en tanto
desaparecía el resplandor.
Bulen contempló la escena con serenidad.
–Veo que tienes todo controlado –comunicó a la mente de Grenio, hablando con ironía,
a la vez que se desvanecía tal y como había llegado.
Recuperándose de la sorpresa, Grenio se dio cuenta de que había sido herido en un
brazo. Tenía que soltar al kishime, que aún se resistía a ser asfixiado, para utilizar su
mano hábil. Lanzando un gemido de frustración, arrojó al kishime contra el suelo. El
kishime cayó de rodillas, tosiendo. El otro ya lo atacaba a gran velocidad. Apenas pudo
esquivar la embestida y la próximo lo hirió en el hombro izquierdo. Entretenido en la
lucha, no se dio cuenta de que el otro kishime ya no estaba en el lugar donde lo había
arrojado. De pronto, se vio aferrado del cuello por detrás. El kishime parecía alargar sus
brazos para poder apresarlo, y eran tan inamovibles como una piedra. Sintió asco al estar
tan cerca de su enemigo, como si algo se revolviera dentro de su pecho. Resistió con sus
puños al ser atacado de frente por el otro kishime, logrando sacarle la espada de la mano
de un tirón. La hoja salió volando y se fue a incrustar a varios metros de distancia. Pero
aún sin su arma, el kishime no se preocupó porque tenía otros métodos. Pasó su mano
frente al rostro de Grenio, que seguía inmovilizado, y brotó un haz de luz y calor que lo
cegó. El otro lo soltó, y se tambaleó, presa de un dolor que parecía pasarle de los ojos al
cráneo, quemándole la cabeza.
Arrodillado, se pasó una mano sobre los párpados chamuscados. Estaba indefenso
frente a dos enemigos. Percibía su olor y presencia pero no podía verlos. No atinó a huir,
atontado por el dolor y la ceguera.

El caballo se frenó con brusquedad, lanzando un chillido. Amelia se sostuvo apenas,


advirtiendo a la vez que estaban sobre un barranco. Delante de ellos se abría una
cavidad oscura, de la que no se veía el fondo, y de unos tres metros de ancho.
–Tenemos que saltar –dijo Tobía, luego de bajarse del caballo y pararse en el borde
del barranco–. Tomar carrera y hacer que salte.
Amelia miró atrás preocupada, no muy convencida de su idea además. Sentía pasos
acercándose con ligereza. No tenían tiempo de intentar esa maniobra. El muchacho
apareció frente a ellos, amenazante. Tobía se colocó delante de la joven con ademán
protector. El caballo relinchó. Amelia notó la espada colgada junto al lomo del animal.
Ahora era un momento donde reconocía que necesitaba usarla.
Tobía tragó saliva al ver que se les venía encima. Quería protegerla, pero dudaba de
sus capacidades llegada la hora del enfrentamiento. ¿Qué haría, lanzarse contra el
hombre o esperar que él intentara algo?
Sorprendiendo a los tres, el aire se enturbió entre ellos, tapándoles la visión, y una
figura se interpuso entre el kishime y el monje. Amelia se dio cuenta de que conocía a

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esta persona. El íncubo se detuvo, preguntándose qué hacía ahí otro kishime. Bulen
levantó un brazo y lanzó una descarga de energía contra él, que salió volando por la onda
expansiva y terminó inconsciente entre los arbustos. En esa forma humana, no tenía
ninguna fortaleza. Bulen se volvió, pasó junto a Tobía, que lo miraba fascinado, y Amelia,
también admirada, sin decir palabra. Caminó hacia el barranco y lo cruzó de un salto
como si flotara en el aire, alejándose.
El caballo relinchó y bufó, impaciente. Luego comenzó a regresar por el camino que
habían seguido. Amelia intentó detenerlo.
–Vamos a seguirlo –sugirió Tobía–. Confío en su instinto, ya debe haber pasado el
peligro.
–O no quiere que lo obliguemos a saltar.

Grenio sintió de nuevo la sensación de náusea, como un revoltijo en el pecho. El


corazón le latía con fuerza, nunca había estado en una situación de tanta desventaja.
Podía morir. Todas estas sensaciones se cruzaron por un momento en su cabeza y a la
vez, empezaron a zumbarle los oídos. No veía, no olía, no escuchaba, sumergido en un
pozo negro como inconsciente, y sin embargo, notó, podía percibir lo que sucedía a su
alrededor si lo imaginara en su cabeza y su cuerpo respondía automáticamente como si
supiera de antemano lo que tenía que hacer.
Luego de cegarlo, el kishime vio que su compañero lo soltaba y el troga caía de
rodillas, sosteniéndose la cabeza. Se puso de acuerdo con su colega y le cedió el turno
para que le cortara la cabeza. Este se acercó resuelto, levantó su espada en alto y la
descargó sobre el cuello troga. En el instante en que la hoja relampagueaba sobre él,
Grenio se corrió muy rápido hacia atrás, salvando su cabeza, y sin ver, tomó al kishime
del brazo. El otro le lanzó una onda de calor pero en lugar de quemarlo, la luz pareció
rebotar en torno al troga como si un escudo lo protegiera, y reflejó el ataque. Atónito, el
kishime recibió su propia energía y observó cómo el troga ensartaba a su compañero con
su propia arma. Al ver caer su cuerpo inerte, apoyado en la espada que atravesaba su
cabeza, y la extraña invulnerabilidad, el kishime resolvió esfumarse de allí.
Grenio dejó de sentir el zumbido de la sangre en sus oídos y volvió a escuchar
normalmente, así como a oler y entendió que por un rato, su cuerpo parecía no haber
estado bajo su voluntad. Se preguntó qué le habría pasado. Caminó unos pasos, pero
ahora no veía nada y no tenía la misma percepción de antes. Se detuvo. Escuchó pasos,
pero por lo ruidosos no eran kishime. Luego voces.
Amelia se detuvo pasmada al llegar al campamento. Nunca en su vida había
imaginado presenciar escenas de ese tipo. Lo que primero llamó su atención fue la
posición estática del kishime, la sangre casi negra resbalando de su quijada donde se
hundía el filo hacia sus ropas blancas, y la punta de la espada que le salía por la parte de
arriba del cráneo. Sus brazos, su rostro, su mano que aún sostenía la empuñadura,
parecían tan frágiles, infantiles, casi etéreos como si su carne estuviera a medio camino
entre el mundo material y el místico.
Tobía se acercó al troga, notando algo extraño en su semblante.
–¿Jo sri? –le preguntó, mirándolo fijo.
Grenio gruñó y le dio un manotazo. Tobía se apartó rápidamente, comprendiendo:
–¡No puedes ver nada!

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Cáp. 4 – El sueño

El humano caminaba agobiado por el calor y el peso de la armadura. El sol quemaba


las piedras y el polvo del desierto. Todo era marrón. El horizonte, la bestia de carga que
llevaba sus armas, él mismo, nada tenía límites en este paisaje. Tras largo rato, y una
interminable caminata, divisó otra cosa que hervía en el desierto, a lo lejos. Era una figura
que también hacía su cansino recorrido en el sofocante paisaje, desafiando a la muerte.
El hombre siguió esa figura como un faro en la noche.
La montaña, árida, inhóspita hasta su pico nevado, era la más alta de un macizo que
se elevaba inesperadamente en ese desierto espacioso. Las dos figuras seguían en la
lenta persecución. La bestia de carga del hombre había perecido días antes, él cargaba
su espada y sus alforjas sin descansar. La silueta que seguía se había percatado de su
presencia y se apresuraba, sin poder perderlo. Desesperada, trataba de llegar a un lugar
seguro, rezando por que el hombre cayera extenuado. Como en un mal sueño, la
distancia nunca se acortaba, y nunca cedía.
El calor disminuía a medida que subían el monte. El hombre se arrodilló junto a un
charco formado por el anterior deshielo, donde contempló su rostro cansado, hastiado de
la eterna persecución. Como si se viera por primera vez en mucho tiempo, se llevó una
mano a la barba, y miró unos ojos tristes, ya que seguía porque no sabía cómo
detenerse. Tal vez fuera la última vez y alguien terminara con su vida.
Con esta esperanza entró en una gruta, húmeda y fría, que se abría en un lado de la
montaña. Sus pies resonaban al ser arrastrados pero al ver una luz al fondo, comenzó a
avanzar con sigilo, la espada empuñada con ambas manos. La fuente de la luz era una
fogata que iluminaba a una figura, larga y pesada, echada boca abajo, cubierta por una
manta gris. Por debajo de la manta, sobresalía una cola escamosa. El hombre alzó su
espada y la clavó sin compasión en la durmiente. Al momento, lanzó un alarido y se
sacudió, despertándose sólo para agonizar, y otro grito más agudo taladró los oídos del
humano, atrayendo también a otro ocupante de la cueva.
–¿Qué has hecho? –preguntó una voz ominosa, resonando dentro de su cabeza.
–Termino con lo que te prometí. Acabo con tu familia como tú acabaste con la mía –el
humano se puso en posición para pelear, pero si antes había actuado sin sentimiento,
ahora la emoción lo embargó–. ¿Por qué? –gritó, imploró saber.
El troga tomó su espada y pareció aceptar el desafío, luego de echar una última mirada
a la hembra muerta, enroscada sobre sí misma.
–¿Por qué lo haces tú? ¿Venganza? –retumbó la voz en su cabeza–. ¿Qué clase de
venganza te lleva a matar a una madre?
El humano miró a su víctima, sin comprender. El grito más agudo. La hembra había
muerto sin queja, enroscada en su lecho, rodeando aún con su calor y protegiendo con su
cuerpo a la pequeña cría que gemía débilmente junto a su cuello, percibiendo la quietud
extraña de su madre.
El hombre sintió arqueadas y cayó, sostenido de su espada, aferrando la empuñadura
hasta que sus nudillos quedaron blancos, en su esfuerzo por contener el vómito y las
lágrimas. Antes era un cascarón vacío, ahora era un ser despreciable. Ya ni siquiera

Precioso Daimon 72
sentía rabia contra este ser que lo había impulsado en una venganza increíble. Y estaba
enojado, muy enojado. Gritando, se alzó listo a pelear hasta terminar, aunque derramara
la última gota de su sangre, no volvería atrás, pues ya sólo podía continuar. Uno más,
sólo tenía que matar a uno más. El troga lo esperó, resignado, viendo que el hombre no
pensaba detenerse y que esta era la última pelea.

Tobía y Grenio se hallaban sentados junto a una pequeña corriente de agua, que
serpenteaba entre rocas y hierbas por una ladera de la montaña, bajando fresca del
manantial. La sombra era agradable y se escuchaba el zumbido de los insectos y el
murmullo de animales pequeños ocultos entre los matorrales.
Tobía intentaba convencer a Grenio de que podía curarlo, y discutían sobre el asunto
cuando notaron que Amelia se quejaba.
Aún dormía, aunque la mañana ya estaba avanzada, agotada por la impresión de la
noche anterior. Habían avanzado poco, pero luego de cruzar las fuentes del Nahiesa,
bajarían y seguirían el camino hacia el este. Amelia se removió inquieta, murmuró unas
palabras y se despertó sobresaltada. Grenio había vuelto la cabeza hacia ella, y Tobía lo
miró, ambos sorprendidos.
Ella recordó donde estaba y se incorporó, lanzando un suspiro. A continuación, se
acercó al arroyo a lavarse la cara, y se paró junto a ellos, preguntándose qué hacían.
–Tiene la piel quemada y los párpados pegados, es lo que hace que no pueda abrir los
ojos y no se cure la membrana –explicó Tobía–. Estaba pensando que si el agua sola no
sirve, tal vez separándolos con esta daga, luego la piel cicatrizaría en su lugar y podría
ver de nuevo.
–Mmm... No es que me interese mucho lo que le pase, pero ¿no será mejor que lo vea
un doctor o algo así? –replicó Amelia, inclinándose para observar el daño.
Se percató de que nunca había estado tan cerca del troga, a no ser cuando la capturó
en la Tierra, y siendo de noche, y después por temor, nunca le había dado un buen
vistazo a su apariencia. El rostro tenía una franja de piel endurecida por la quemadura en
torno a los ojos, que presentaban un aspecto de tejido enfermo y pegajoso. Luego de
registrar la herida, la joven se fijó en sus rasgos: era muy similar a un humano, con ojos,
nariz y boca, si bien parecía sufrir los efectos de un boxeo violento, por la nariz ancha y
una mandíbula gruesa, pues debía contener dientes grandes y afilados. También se fijó
en que la piel de tono muy oscuro mostraba algunas manchas alargadas que,
atravesando la frente y ambas mejillas, relucían con la luz en un tornasol más claro.
–Ah... se parece a la de mi sueño –murmuró.
La imagen de la troga muerta. Era calva y tenía franjas matizadas que le cruzaban la
cabeza desde la frente hasta la coronilla.
–¿Un sueño? –repitió Tobía, dejando un momento el cuchillo con el que quería
practicar cirugía casera con su mano temblorosa–. Mateus mencionó algo sobre eso
¿no? ¿Por qué no me contaste sobre tus sueños?
–¿Para qué querías saber? –replicó ella. Sentándose en la orilla, suspiró y prosiguió,
cambiando a un tono apesadumbrado–. Bueno, de todas formas... Creo que estuve
soñando con mi antepasado. Antes no estaba segura, pensaba que sólo eran pesadillas,
pero hace un rato... Tuve un sueño tan real, como si estuviera pasando en este mismo
momento.

Precioso Daimon 73
Recordó que en el sueño, no sólo se sentía otra persona como las veces anteriores,
sino que al mirarse en el estanque veía el reflejo de esa persona.
–Había un hombre... un guerrero con una armadura muy antigua, y creo que llevaba
una espada idéntica a esa –contó, mirando la empuñadura que apretaba en el sueño. No
era igual, era la misma–. Pero entonces... –añadió con un sentimiento de desolación, se
levantó y sacudiendo la cabeza, exclamó–: ¡Es horrible! ¡En verdad cometió crímenes que
merecen la muerte!
La joven se detuvo, en blanco, escuchando los ecos se su propia voz. Tobía estaba
preocupado. Las palabras de Mateus volvieron a su mente, desmintiendo todo lo que él
creía sobre la profecía. Ya no le parecía una causa de orgullo y satisfacción haber
encontrado a la descendiente de Claudio. Los kishime los habían tratado de asesinar dos
veces por causa de esa profecía. Ahora esta joven hablaba dormida en un idioma que no
debería conocer y decía soñar con un guerrero que había desaparecido hacía quinientos
años. Después de todo, esto realmente podía ocasionar males para su mundo; además
del sufrimiento de Amelia.
Tobía le contó lo que pensaba a Grenio. Este no pareció sorprenderse y en lugar de
preocuparse por ideas raras de un monje, como consideraba la teoría de Mateus, dijo que
debían tener cuidado de los kishime.
–Pero ese Bulen... nos salvó –replicó el tuké.

Sulei estaba en el balcón del palacio kishime, con los ojos fijos en el lago pero sin ver
nada, pensando en el futuro con una sonrisa en los labios. Uno de sus sirvientes se le
acercó. El kishime atajó su prisa al verlo tan concentrado y esperó a que Sulei le prestara
atención.
–Gosu e sofu li kishu a lime –le informó.
–Gekimi.
Sulei partió, decidido incluso a interrumpir la sesión del Consejo supremo kishime, el
Kishu, ya que las constantes partidas que enviaban para acabar con la joven humana,
entorpecían sus planes. Bulen había sido reconocido por el sobreviviente del último
ataque. Por suerte, no lo habían visto actuar, sólo les extrañó su presencia. Sulei subió la
amplia escalinata blanca y se detuvo junto al umbral de acceso al patio interior. En la
galería ya había un grupo numeroso que desde allí escuchaban las discusiones que se
daban en el interior.
Sentados en unas sillas dispuestas en semicírculo, a cielo abierto, en un patio rodeado
de estrados y columnas esculpidas con hojas y flores, sesionaba el consejo en pleno.
Habían convocado a una asamblea de todos los kishime de mayor rango y los diez
habían concurrido, más por curiosidad que por certera preocupación. La posibilidad de un
evento mítico y catastrófico como la profecía auguraba, despertaba su morbo, los sacudía
de su habitual aburrimiento. En las gradas, había unos cuantos sirvientes y kishime de
segunda jerarquía a los cuales se les había concedido permiso de entrar para dar su
testimonio. Entre ellos estaba Zilene, que en ese momento contaba cómo el troga había
repelido su ataque. El aura que emanaba de él era tan poderosa, decía, que había
decidido cejar en su intento de matarlo y regresar.
Sulei entró al patio, con lo que se ganó la mirada de desaprobación de varios del
Consejo.

Precioso Daimon 74
–File Kishu –habló con humildad, a fin de ganarse la cordialidad de la asamblea–. Disa
e li kokume ti fagame to pelüshi. A sofu shaké.
Luego de consultar entre ellos por medio de un instrumento de cuerda que se iban
pasando y haciendo sonar, el Kishu se pronunció:
–Te ofreces a efectuar esta tarea, Sulei, aunque está por debajo de tu rango –habló
quien se sentaba en el centro del semicírculo, Koshin–. Apreciamos tu compromiso y te
encomendamos evitar la profecía.
Sulei se retiró saludando con una ligera inclinación de cabeza, y pasó, tratando de no
mostrar su satisfacción, entre los kishime que ahora se habían amontonado en la galería.
Luego salió del palacio por una escalinata que terminaba en medio del bosque y caminó
hasta su residencia, un pabellón alargado donde tutelaba a sus seguidores. Un sirviente
lo saludó con entusiasmo y lo acompañó al interior, un extenso salón de techo
abovedado, lleno de poltronas y divanes, con ventanas que cubrían toda la pared de un
lado permitiendo disfrutar la vista del bosque y el lago sin tener que dejar el resguardo.
De momento, el lugar se hallaba en penumbras y solitario, pero Sulei avanzó y se
detuvo junto a un sillón cóncavo, en el cual encontró a Bulen con los ojos cerrados,
hundido entre los pliegues de su túnica. Sulei le preguntó al sirviente si ya había tomado
su baño, viéndolo tan cansado. El sirviente asintió y se marchó.
Bulen se despertó con sus voces. Se incorporó despacio. El viaje hasta donde se
hallaba el troga lo había agotado, había usado mucha energía y había necesitado varios
intentos para seguir su rastro y alcanzarlo.
–Estuve en el Kishu.
–¿Hablaron de mi? –Bulen se había asustado, pensando que tal vez había puesto en
peligro a Sulei por su torpeza.
–No... No te preocupes más y descansa. Ahora somos los encargados de terminar con
la profecía. Mañana nos marcharemos al sur, así no gastamos tanta energía con cada
viaje.
–¿Qué? ¿El Consejo nos encarga que los matemos y te parece bien?
La respuesta de Sulei lo dejó más confuso: –No, el Consejo no nos encargó eso. Yo lo
solicité.

Cáp. 5 – Noche helada

Pasado el valle del Nahiesa en su extremo más estrecho –una tierra pródiga, verde,
perfumada de flores silvestres, regada por abundantes riachuelos, y poblada, lo cual
alegró a los viajeros porque podían conseguir comida y alojamiento por hospitalidad–
tuvieron que salvar una zona muy árida. Esta vez ni pasto había en el desierto pedregoso,
y luego de un par de días, los humanos empezaron a ver con preocupación una extensión
de tierra que no acababa nunca.
–¿Estamos perdidos? –preguntó por centésima vez Amelia, luego de chequear la
carga de alimento y agua y ver que quedaba muy poca–. ¿Sabes leer el mapa o estamos
dando vueltas en círculos? Esa piedra se parece a la de hace un rato.
–Las piedras son todas iguales –replicó Tobía, que iba delante de ella–. Además, yo lo

Precioso Daimon 75
sigo a él.
Grenio encabezaba la marcha pero a unos cien metros, por lo que podía inferirse que
no pretendía estar con ellos. Al menos, se consoló Amelia, desde que empezaron el viaje
no había hecho ningún intento de dañarla. Ahora entendía, hasta cierto punto, que
alguien quisiera vengarse por lo que había hecho Claudio, si tan sólo se acercaba a lo
que había soñado. Pero no tenía por qué echarle la culpa a ella, que había nacido en otra
época, en otra tierra, y no tenía la más remota idea de su conexión con ese hombre.
Ojalá comprendiera esto y la dejara en paz. Por otro lado, la idea del Gran Tuké de que el
descendiente de Claudio volvería a pagar la deuda, le parecía improbable. ¿Qué tipo de
reparación se le podía dar a alguien después de acabar con toda su familia? ¿Qué se le
podía ofrecer a un huérfano para sustituir a una madre? ¿Qué pensaría ella si le hicieran
algo así a su familia?
Amelia movía los pies como una autómata, mientras iba cavilando cabizbaja. Por eso
no se dio cuenta de que Grenio se había parado a esperarlos hasta que los escuchó
hablar en su idioma.
–Satla –le había comunicado el troga, a lo que Tobía se puso a mirar en todas
direcciones, preguntándose dónde veía el mar.
Sus ojos habían sanado en un par de días, y no le habían quedado ni siquiera
cicatrices. La piel seca se le había caído y sus párpados restaurado como nuevos.
Grenio explicó que no se veía, sino que se sentía el murmullo y el olor en el aire. La
tarde se había vuelto plomiza, el cielo cubierto de nubes grises que venían del océano y
que pasaron de largo sobre sus cabezas, impulsadas por un ventarrón perfumado a sal y
yodo.
Faltaba muy poco para llegar a la tierra troga. Allí encontraría noticias de Fretsa o su
grupo, y contaba con poder sacarles por qué se metían con él, y para quién trabajaban.
Esto le daba fuerzas, y acelerando el paso para llegar a la costa más rápido, pronto se
alejó tanto de los humanos que estos lo divisaban como un punto negro en el horizonte.
–Tobía –comenzó Amelia, un poco incómoda porque se venía la noche, no se veía
ningún posible refugio, y la temperatura empezaba a bajar–, dime ¿cómo crees que nos
van a recibir a nosotros dos en ese lugar? ¿No es peligroso ir?
–Seguro que es peligroso para un humano ir a meterse en la madriguera de los trogas.
No creo que ninguno haya puesto nunca un pie en Frotsu-gra. Pero, supongo que
estaremos bien.
–¿Por qué? ¿Acaso estás esperando que este nos de una mano? Ya ni lo veo; parece
que nos quiere hacer perder en medio del desierto.
–Ah, eso es probable –sonrió Tobía–. Pero no, creo que estaremos bien porque
Mateus nos envió, y no lo habría hecho si fuera a una muerte cierta.
–¿Confías tanto en él? –preguntó asombrada, recordando la forma en que los
abandonó.
–Sí, porque fue mi maestro, el que me enseñó todo.
Ahora podía entender que le tuviera confianza, y por qué tenían tantas cosas en
común, como ser tan despreocupados. En cambio, ella temblaba de pensar que tarde o
temprano, se encontraría en un lugar lleno de seres como Grenio.
El caballo resopló, cansado de llevar sus cosas, aunque en los últimos días su carga

Precioso Daimon 76
había disminuido bastante pues ya no tenían comida y una sola botella de agua. La tarde
se había vuelto noche y el viento empezó a soplar mucho más fuerte. Cubriéndose la
cabeza con un pañuelo, Amelia gritó a Tobía que debían detenerse allí.
Tobía buscó al troga, lo llamó a gritos, pero no le respondió.
–¡Vamos a morirnos de frío, no podemos encender una fogata! –gritó Amelia a través
del helado azote; estaban en un descampado, sin un sitio donde protegerse del vendaval.
–Vamos a quedarnos juntos –sugirió el tuké, acurrucándose tan cerca que le dijo en su
oído–. Con el animal y todas nuestras ropas, podemos aguantar hasta mañana.

La noche no era tenebrosa para los trogas que tenían buena visión nocturna. En las
sombras se sentían más seguros, eran los cazadores. Tavlo tenía la fuerza de un toro, y
era tan macizo como uno, por eso no temía al viento. No existía la ráfaga capaz de
moverlo de su lugar. Además, esa noche tenía un objetivo que lo hacía apurarse a través
del inhóspito desierto, porque tenía que cazar una presa muy especial. Le habían dicho
que no tenía mucho tiempo. El día anterior no había tenido suerte en captar el rastro,
pero esta noche se tenía confianza.
Amelia había caído dormida, arrebujada entre las mantas y recostada contra el vientre
cálido de su caballo. Tobía seguía despierto, alerta, asustado porque no podía ver más
allá de cinco centímetros de su nariz. No podía ver ni el rostro de la joven que sentía
respirar profundamente a su lado. Todo el paisaje era un negro vacío. Para colmo de
males, al aullido del viento comenzaron a sumarse gritos escalofriantes, llamadas de
criaturas que no podía reconocer.
De pronto el viento paró. Tobía se sintió más calmo, notando que el frío en su cara ya
no era tan intenso. Si hubiera estado más atento, se habría percatado de que también se
habían callado los animales nocturnos, señal de que un cazador más peligroso que ellos
rondaba cerca.
Se estaba hundiendo rápidamente en un sueño cuando unos ruiditos, como pisadas, lo
sobresaltaron. Tobía se enderezó, para oír mejor. En ese momento algunas nubes se
apartaron y la luz suave de las estrellas le permitió distinguir una sombra sólida erguida a
unos metros de donde se hallaban. Miró con curiosidad, y asombrado reparó en alguien
que mediría más de dos metros, casi tres, con una espalda ancha y abultada, y unos
brazos como troncos. Se aproximaba. A pesar de tener el rostro ensombrecido podía
sentir su mirada, erizándole la piel de la nuca, y su aliento sibilante entre los dientes. El
troga salvó los últimos metros que los separaban y alzó al tuké del cuello como si se
tratara de un muñeco de trapo.
Tobía apenas atinó a lanzar un grito que quedó ahogado en su garganta:
–¡Am...!
El caballo fue el primero en reaccionar, y resopló, muy débil para pararse.
La joven se despertó, buscó a Tobía que no se hallaba a su lado y enseguida se le
fueron todos los rastros de sueño al ver a este nuevo ser que los atacaba. Tenía un rostro
con cuernos que le paralizó el corazón. Parecía sacado del infierno. Al momento
recapacitó: se trataba de un troga y tenía que hacer algo para ayudar a Tobía.
Tavlo se había arrojado sobre su víctima sin notar que había más de un humano. De
inmediato pensó que era un poco extraño, porque le habían dicho que tenía que traer a

Precioso Daimon 77
una humana joven que andaba con Grenio, y aunque este olía como el troga, en su
mente no cuadraba la idea de una mujer medio calva. Pasado el momento de indecisión,
se sorprendió al escuchar:
–¡Alto!
Amelia sorprendió al troga y también a Tobía por la decisión con que gritó su orden,
levantando la espada en su dirección.
El troga soltó al tuké, que cayó todo desmadejado y sin aire, y se volteó hacia ella.
Amelia titubeó al enfrentarse con un troga que la superaba cuatro veces en tamaño. La
punta de la espada osciló hacia el piso, sus brazos vencidos por el gran peso que
sostenía a pura fuerza de desesperación.
–¿Q-qué quieres? –lo atajó, retrocediendo a medida que él avanzaba.
Esta debía ser, calculó Tavlo. Por la forma de esgrimir la espada, se veía que no sabía
utilizarla. Además, no debió dudar y atacar en el primer instante. Esta joven no despedía
ningún instinto asesino ni peligrosidad, sólo era desesperación por ayudar a su amigo. El
troga mostró los dientes, festejando con antelación, y alzó un brazo dispuesto a
descargar un columnazo sobre ella y aplastarla.
Una luz que lo cegó interrumpió su acción, obligándolo a taparse la cara. El viento y el
cambio de presión en el aire le resultaron familiares a Amelia, mientras la luz se
disparaba a sus espaldas y se desvanecía.
Grenio apareció con aire confuso, sin saber dónde estaba, vio a la mujer y más allá al
troga, y exclamó:
–¡Onia! –en un segundo se dio cuenta de la situación y agregó–. Cho... pogasa su fo
avla.
Amelia no sabía qué intenciones tenía. Seguro estaba hablando de ella, y su aparición
había sido una bendición, pero qué haría ahora con el otro troga, no se lo imaginaba. Por
las dudas, se corrió despacio y ayudó a levantar a Tobía, quien atónito, la había
observado salvarse en el último segundo.
Tavlo reflexionó en silencio. Grenio era más pequeño que él y tal vez le podía ganar en
una pelea, pero después de haber visto esta magia que poseía, no se atrevía a medirse
con él.
–¿Te mandó Fretsa a detenernos? –preguntó Grenio, viendo que el otro no
contestaba.
–Fra –negó el otro, no atreviéndose a mezclar el nombre de otro clan en una mentira–.
Soy cazador, encontré a estos humanos... si tú no cuidas a tus presas, cualquiera puede
venir a tomarlas.
–¿En serio? ¿Quién eres?
–Tavla.
–Ese es el nombre de un caza-recompensas que fue expulsado de Frotsu hace
décadas –murmuró Grenio, acercándose al troga, que le sostuvo la mirada–. Entonces,
no estabas cazando simplemente...
–Tienes razón, Jre Grenio –replicó Tavla, poniéndose en guardia, aunque no estaba
seguro de querer pelear con ese troga–. Oí que había una buena recompensa a cambio
de la cabeza de la humana que viaja con Grenio. ¿Qué piensas hacer con ella, por qué la

Precioso Daimon 78
mantienes con vida? –dijo con sorna.
Grenio se dio media vuelta y planteó con indiferencia:
–Ni pienses que voy a pelear con alguien que se vende para otros.
Humillado, Tavlo se debatió entre atacarlo o irse. Al final, eligió marcharse, para alivio
de los dos humanos que seguían atentos sus movimientos.
–Después de todo, es para otros, como tú dices. Ya nos veremos más adelante, si
mejora el precio por alguno de Uds.

Cáp. 6 – La ciudad troga

Del miedo que sentía por cómo los recibirían, Amelia se había olvidado apenas
cruzaron las dunas y se encontraron frente al poblado de Frotsu-gra. El día estaba
encapotado, y una brisa constante soplaba del mar. La masa oceánica de color acero la
tranquilizó por su parecido con la Tierra. Podía ver algunas islas pequeñas, cubiertas de
rocas y vegetación. Primero pasaron por diversos monumentos de piedra, pilares y
monolitos dispuestos en círculo, esparcidos entre las dunas y las rocas. Luego entraron
en la península, una colina que se adentraba en el mar, donde se asentaba el grueso de
la ciudad, un cúmulo de edificios circulares, altos, con techos en forma de colmena. Aún
con aquella luz apagada, sobre las edificaciones de piedra gris relucían pedazos de mica
y cerámica formando complejos dibujos.
En la mañana se podía apreciar gran movimiento en las calles pavimentadas con
adoquines. Amelia se encontró recorriéndolas entre los habitantes troga, que la miraban
con mayor asombro y recelo del que ella misma sentía. Algunas ventanas se cerraron a
su paso, un grupo de curiosos los seguían.
Grenio se encaminó sin preguntar a nadie su opinión, hacia una taberna en el centro
de la ciudad, donde se podía averiguar sobre cualquiera en la ciudad. Atados en un poste
frente a este concurrido lugar de reunión, había un grupo de animales más grandes que
caballos, con pelo largo y blanco que los cubría de la cabeza a lo pies, y pezuñas
gigantes, que la joven no pudo identificar con nada conocido. Allí instalaron a su fiel
caballo, para que comiera y bebiera a su gusto. El animal miró brevemente a sus
compañeros, como midiendo sus capacidades, y satisfecho consigo mismo, se puso a
beber. Amelia, que no se separaba de la manga de Tobía, miraba con aprehensión a un
grupo que señalaban y murmuraban. Grenio los fulminó con la mirada y sin mediar
palabra, entró a la taberna.
Tras pasar una cortina azul, se entraba al salón principal, un gran círculo de tierra
apisonada con algunas mesas largas para los festejos, mal iluminado por el montón de
lámparas de aceite que despedían un perfume sofocante. De allí partían escaleras
estrechas hacia los pisos superiores, donde se podían encontrar todo tipo de servicios.
Ahora sólo una mesa del fondo estaba ocupada por un par de trogas que conversaban
confidencialmente. Grenio se dirigió hacia una puerta abierta, que conducía a un cuarto
pequeño sin ventanas, donde el administrador se hallaba concentrado en contar una
bolsita de piedras de cuarzo.
–Ja... cho Froño.
El clan Froño ofrecía una gran variedad de servicios que habían aumentado desde que

Precioso Daimon 79
los troga se habían visto constreñidos a vivir en aquel lugar alejado: prestaba bestias de
carga, ofrecía mano de obra para el que necesitara arreglar su vivienda, hacía préstamos
y empeños, intercambiaba cosas exóticas, piedras y cuarzo, ofrecía bebidas y comida en
su salón, prestaba el lugar para reuniones entre clanes, arreglaba casamientos y lo que
surgiera. También se podía estar al tanto de todo lo que sucedía en Frotsu-gra.
–Ah... cho Grenio –respondió el encargado, levantando la cabeza, sorprendido–.
¿Cuándo volviste a la ciudad?
–Acabo de llegar. Pero no vengo de visita. Supongo que tú, o alguien de aquí sabe
dónde está Sonie Fretsa, o alguno de su grupo.
El troga lo condujo de vuelta al salón principal, considerando. Sabía donde estaba la
jefa de esos guerreros, pero se trataba de un grupo peligroso y, aún a riesgo de su honor
como proveedor de servicios, tenía miedo de perder la vida. A los dos parroquianos que
Grenio había visto al entrar, se habían sumado un par de jóvenes, que aguardaban
parados en medio del vapor de las lámparas a que vinieran a recoger su mercancía, dos
fardos de especias.
–Era eso... creí que te habías enterado del rumor de que los kishime están
comprando... –decía Froño.
–¿Tu eres el famoso Jre Grenio? –se admiró sinceramente uno de los recién llegados.
Grenio asintió. El administrador lo iba a reprender por interrumpir, cuando el joven se
apresuró a explicar:
–Creo que esos humanos que están afuera son tuyos... Porque estando prohibida su
entrada en la ciudad, hay unos guerreros ahí afuera que...
Grenio ya había alcanzado la puerta, fastidiado; esos dos que no sabían quedarse
quietos. Atravesó la cortina azul, seguido por Froño y los otros que no se querían perder
de nada.
Por un rato, Amelia había advertido que los trogas se reunían a discutir en grupos pero
no parecían dispuestos a acercárseles, como si les tuvieran asco o temor. Notó además
que estos estaban mejor vestidos que los que había visto antes. Sus apariencias
variaban, algunos tenían cola y otros cuernos, y otros tenían un rostro casi animal, pero
no resultaban desagradables. Todos eran grandes, hombres y mujeres fornidos.
Pero al fin un par, más atrevidos que el resto, decidieron aproximarse para saber cómo
habían llegado ahí y para qué. Tobía les respondió, simulando calma, que los habían
traído por buenas razones, y que buscaban algo que habían perdido. Los dos trogas no
parecieron conformarse con su explicación, ni siquiera al mencionar a Grenio. Mientras se
miraban, escépticos, Tobía no perdió el tiempo en recurrir a su carta oculta. Sacó de
entre sus ropas una bolsita de tela y la sostuvo frente a la cara de los trogas, que la
olieron con cuidado e hicieron una mueca.
–¿No es el polvo anti demonio? –preguntó Amelia, alarmada–. ¿No se lo irás a vender
a ellos?
–Claro... como polvo anti kishime –sonrió Tobía, satisfecho con su idea.
Dudando todavía, uno de ellos le arrebató la bolsita de las manos. El paquete se rajó y
el polvo se esparció en el aire. Amelia estornudó. “Es pimienta...” Los trogas lo aspiraron
y les provocó una fuerte reacción en los ojos y nariz, más sensibles que la mucosa de los
humanos. Tobía contempló como fracasaba su plan cuando uno de ellos se lanzó contra

Precioso Daimon 80
él, rabioso. Amelia se apartó y en el mismo momento, vio pasar por su lado a otro que la
dejó helada.
Un troga, que había estado viendo la escena de lejos, se interpuso entre el enojado
troga y Tobía, convenciéndolo de que no debía destruir a una presa de otro clan.
–Es ese... –susurró Amelia, tratando de llamar la atención de Tobía, que seguía parado
tranquilamente junto a Raño, sus ojos fijos en los fallidos clientes–. ¡Tobía!
En ese momento llegó Grenio y el resto, una verdadera multitud se había concentrado
frente a la taberna, se abrió para dejarlo pasar.
–¡Grenio! –lo saludó Raño con cierta emoción.
–¿Qué haces aquí? –replicó Grenio con frialdad–. ¿Y Uds.? ¿Quién osa meterse con
estos dos? Bueno, con el bajito pueden hacer lo que quieran, la joven es sólo mía.
–Ey, yo entiendo tu idioma –se quejó Tobía, adelantándose y hablando para todos–.
Además, somos tus compañeros de viaje. No nos puedes tratar así.
Un murmullo se extendió por la multitud de trogas, sacudidos por estas palabras.
Notando todas las miradas fijas en él, Grenio deseó que se abriera la tierra bajo sus pies,
o al menos haberle arrancado la lengua a este humano tonto. Ahora todos creían que él
estaba con ellos.
–Solo viajamos en la misma dirección –gruñó.
Algunos se animaron a exigir a gritos que los echaran a los tres. Y otros siguieron con
que debían lanzarlos al mar o a las fieras para deshacerse de su contaminación.
Dispuesto a enfrentarse con cualquiera que se interpusiera en su camino, Grenio sacó la
daga.
–¿Quién armó este lío? –preguntó una voz clara, alzándose entre los murmullos.
La gente le dio paso a una troga de piel gris-verdosa que se acumulaba en pliegues en
torno a un rostro que aparentaba tener mil años, e iba vestida con una túnica larga
amarilla bordada en negro. Sus rasgos que parecían esculpidos en piedra, transmitían
más sobriedad, inteligencia y dignidad que ningún otro troga. Los ojos castaños, hundidos
en sus cuencas, estudiaron al grupo con interés. Raño seguía junto a Grenio,
apoyándolo. El troga centro de atención estaba alerta, indignado, listo para pelear. Junto
a él, Tobía sonreía sarcástico, y con rostro preocupado, sin saber lo que sucedía
exactamente, Amelia trataba de calmar al tuké.
La joven le devolvió la mirada. Enseguida percibió algo distinto en esta troga anciana y
su rostro se distendió. El resto de la multitud parecía calmarse también.
–Sonie Vlogro... –susurró Grenio, inclinando la cabeza.
–Has vuelto, Jre Grenio. Acompañado, según veo, por el humano de quien buscabas
revancha por tanto tiempo... sólo que es una mujer. ¿Por qué la traes a Frotsu-gra?
¿Vienes por un consejo de la cabeza de los clanes?
Grenio inspiró profundo y enfundó la daga.
–Sí. Espero que Uds. me den algunas respuestas.

Cáp. 7 – Los ancianos

Precioso Daimon 81
En el camino a la residencia del clan Vlogro, Amelia había quedado maravillada con la
vida de la ciudad. Siempre había considerado al troga como una bestia violenta, que se
llevaba bien sólo con los animales y tenía costumbres poco sofisticadas. Pero el poblado
tenía aspecto de ser antiguo, con sólidas construcciones y mucho arte en su diseño. Los
trogas mostraban mucha actividad pero no había violencia ni griterío, se comportaban
entre ellos con deferencia y respeto. Había visto por primera vez pequeños, jugando en la
calle, algunos de los cuales los siguieron con gran curiosidad y temor, pues nunca habían
estado en presencia de humanos.
La troga, cabeza de su clan y una de los dos jefes temporarios de la ciudad, dejó a los
humanos en el patio interno de su residencia antes de partir con Grenio de nuevo,
indicándoles a unos jóvenes que vagaban por allí que les dieran alimento y un lugar para
dormir.
–¿Nos van a poner en el establo? –inquirió Amelia.
Los jóvenes admiraban su caballo y lo trataron con gran atención; lo bañaron y le
dieron de comer ellos mismos.
–No creo... –respondió Tobía, que esperaba junto a ella, ambos sentados en la paja–.
Es que piensan que él vale más la pena que nosotros.
–¿Nos van a encerrar en algún calabozo? –susurró ella, imaginando que Grenio no
podía haber mandado nada amable para ellos.
Pero los troga, más allá de lo que podría haber opinado Grenio, consideraron que la
petición de su jefa incluía darles comida en la cocina y un cuarto que, aunque pequeño y
oscuro, era cálido y no tenía barrotes. Sentados en el suelo sobre unas pieles, frente a lo
que parecía un guiso mal cocido, se miraron titubeando y luego se dedicaron a vaciar la
fuente, ante los ojos atónitos de los trogas, que no creían que tanto como ellos comían
les pudiera entrar en esos cuerpos tan enclenques.
–Esto tiene un gusto espantoso –comentó Amelia con la boca llena y escurriendo de
salsa.
Tobía asintió mientras bajaba el menjunje con un trago de agua. Tragaban a toda
velocidad, tratando de no sentir el gusto. Al fin quedaron llenos y demolidos del cansancio
del viaje. Por suerte, también les habían cedido unas camas mullidas y frazadas
calientes. Tobía se tiró a dormir mientras Amelia disfrutaba de un baño de tina, puesto
que los trogas habían considerado que no querían convivir con unos humanos
malolientes, y pensó que a fin de cuentas, eran bastante amables.

–Lo que nos cuentas es alarmante –decía Sonie Vlogro, mirando en busca de
confirmación al otro jefe y los ancianos allí reunidos–. Sabemos que los trogas y los
kishime son enemigos desde tiempos inmemoriales, y un enfrentamiento cada tanto no
es extraño. Incluso los choques con humanos no son raros. Pero si un clan se vuelve
contra otro como Fretsa lo hizo, merece el destierro de esta ciudad y no puede ser
considerado sino con deshonor. Mucho peor es que haya trogas que trabajen para otras
razas en contra de nosotros mismos... la falta de vergüenza y de lealtad que demuestran,
es inaceptable.
–Pero ¿tiene pruebas de que los ataques kishime que sufriste, y el ataque de Fretsa
contra los humanos están relacionados? –inquirió el jefe Flosru.
–No tengo más que la creencia de que es así, porque esa mujer me ofendió e intentó

Precioso Daimon 82
matar a la descendiente de Claudio. Si he venido hasta aquí, es para arreglar cuentas
con ella en persona –explicó Grenio, que se sentaba frente a los demás, de cara a una
enorme pared cubierta con un mural que representaba legendarias batallas.
–Los duelos están prohibidos en Frotsu-gra –advirtió la jefa, con un fuerte ademán y un
tono que lo sobresaltó un poco–. Los tiempos ya son difíciles para que haya más
divisiones entre nosotros.
–Nosotros citaremos a sonie Fretsa para que responda tu acusación –añadió Flosru.
Grenio, viendo que con esto daban por cerrada la discusión, se levantó para
marcharse. Un anciano, de los que hasta ahora habían estado escuchando con cara de
no estar prestando atención, interpuso:
–¿Por qué no has matado todavía a tu enemiga?
Era una pregunta lógica teniendo en cuenta que luego de cuatrocientos setenta y seis
años, por fin un miembro de su clan había logrado contactar a un pariente de Claudio en
el otro lado. Pero Grenio no dudó en contestar:
–Es mi enemigo, pero yo no soy un troga que pueda simplemente matar a alguien más
débil, no hay honor en eso. No sería una pelea, contra una mujer que ni siquiera sabe
tomar una espada –suspiró–. Yo quería enfrentarme contra alguien tan bueno como
Claudio, de otra forma mi clan no tendrá el desquite merecido.
El anciano asintió, como complacido por la respuesta.
–Eres digno, entonces, de tomar la decisión tú mismo –agregó otro anciano–. Pero que
esa humana haya venido de otro mundo, prueba que la profecía es cierta.
–La humana debe desaparecer de este mundo antes de que ocurra algo impensado –
prosiguió el primer anciano, para sorpresa de Grenio–. Tienes que apresurarte porque el
tiempo ha empezado a correr desde que viajaste al otro lado.

Había anochecido y soplaba un aire gélido desde el mar. Grenio se encorvó y desafió
las rachas de viento mientras caminaba solo por una calle sin iluminación. Venía
pensando qué les pasaba por la cabeza de esos ancianos, porque le asombraba que en
verdad creyeran en profecías, en males inciertos. ¿Por qué y de qué manera él o esa
niña iban a causar tanta calamidad? ¿Por qué lo presionaban para que se deshiciera de
ella?
Y eso que no les había contado sobre las imágenes antiguas que veía al dormir, o del
extraño suceso en que perdió el conocimiento y actuó bajo un poder desconocido.
Mientras rumiaba todo eso, no se percató de que una sombra lo esperaba en el próximo
cruce, y se adelantó para interceptarlo.
Al levantar la vista, Grenio se encontró cara a cara con Fretsa. Se detuvo y llevó la
mano a la daga que colgaba de su cinto.
–No estoy armada –avisó ella, mostrando sus manos.
Él tiró la daga al piso y se acercó otro paso.
–Te estaba buscando.
–Lo sé. Además, supongo que ahora los jefes también estarán enojados con nosotros.
Pero, puedo justificarme. ¿Recuerdas? Tú y yo tenemos algo pendiente, desde que

Precioso Daimon 83
destruiste el emblema de mi clan y nunca pagaste el agravio.
Entonces, no iba a esperar que se lo pidieran dos veces. Grenio lanzó un puñetazo al
rostro de la mujer, que se apartó de un salto, desplegando sus alas.
–¡Qué bruto! ¿Por qué mi cara? –exclamó Fretsa, corriendo hacia él para atacar con
sus uñas.
–¿Para quién atacaste el monasterio? –replicó él, deteniendo su mano pero sin poder
evitar que le arañara el cuello con la otra.
Le retorció el brazo y la lanzó al piso. Fretsa lo miró con ojos amarillos que fulguraban
en la oscuridad y le dio una patada con ambas piernas, que lo envió tambaleándose hacia
atrás.
–¡Te dije que por mi propio clan! –rugió.
Grenio recuperó el balance y contraatacó, a la vez que ella se levantaba de un salto.
–¿Y las piedras también las querías para ti?
Fretsa lo frenó plantándole las manos en el pecho, y mirándolo a los ojos contestó: –
Tienes razón. Las piedras eran para un kishime...
Grenio se apartó y bajó los brazos. Ahora ella parecía avergonzada de haberlas
robado.
–¿Quién? ¿Cómo era?
Fretsa miró hacia ambos lados como si hubiera escuchado algo. Las casas estaban
cerradas y a oscuras.
–Te contaré todo, si vienes al amanecer al jardín de piedra –dijo con apuro, y salió
corriendo.
Grenio no la siguió porque sonaba sincera. Además, no le preocupaban las intenciones
de la mujer al citarlo en un lugar despoblado, fuera tenderle una trampa u ofrecerle un
duelo. Ahora tenía que descansar también. Recogió su arma y caminó tranquilo hasta la
casa del clan Vlogro.

Cáp. 8 – El jardín de piedra

Amelia se despertó antes del alba. Había descansado a gusto desde el anochecer, que
en esos parajes era bastante temprano. Viendo que Tobía estaba aniquilado, roncando a
pierna suelta en un revoltijo de pieles, decidió levantarse y salir al patio a respirar aire
fresco. Se puso encima un abrigo de pelo largo, que le quedaba enorme, y salió sin hacer
ruido.
La casa estaba invadida por las esencias del aceite de las lámparas y el humo de la
estufa. Bajó unos escalones, se detuvo y observó que en ninguna de las viviendas que
circundaban el patio, que según les habían contado pertenecían al mismo clan que los
recibió, no se veía movimiento alguno.
Sintió pasos y al volverse, se encontró con Grenio. Había salido por otra puerta,
entreparó un momento, la miró fugazmente, y se dirigió a la puerta exterior.
¿Adonde iría a estas horas? Estuvo un rato allí parada, envuelta en el abrigo para

Precioso Daimon 84
protegerse del intenso frío matinal, el pensamiento perdido en otro mundo y la mirada fija
en el cielo medio nuboso; sin darse cuenta de que otra persona había notado la salida de
Grenio y ahora se hallaba a sus espaldas, estudiándola.
–Glaso sega –comentó una voz áspera.
Amelia se percató de que estaba en compañía de la jefa de la casa, la señora Vlogro.
No parecía tener intenciones hostiles, esta anciana que economizaba movimientos, pero
igual retrocedió un paso por instinto. La troga inclinó la cabeza, en lo que Amelia
consideró un saludo o una señal de paz. Acto seguido, Sonie Vlogro palmeó dos veces y
por la puerta más próxima salieron dos trogas, una mujer llevando de la mano a un
pequeño. Luego la anciana le hizo una seña a Amelia para que la siguiera. Dudó, mirando
a la casa por si se dirigía a otro, pero el gesto se repitió, y viendo que la hembra y el
pequeño también pensaban ir, se decidió.
Salieron del recinto. Amelia iba dos pasos atrás de la jefa que abría la marcha
caminando lentamente como si de un paseo se tratara. La otra mujer y el pequeño las
seguían con indiferencia, como si toda la vida hubieran vivido con un humano. En
realidad, Sonie Vlogro les había pedido que la acompañaran, sabiendo que con el
pequeño, probablemente Amelia no sentiría desconfianza.

Enojado consigo mismo, porque había dormido demás y no iba a llegar antes del alba,
Grenio se apresuró a dejar la ciudad por un camino que se internaba entre las dunas. Un
rato después llegó al jardín de piedra, una explanada cubierta de hierba y guijarros junto
al rugiente mar. Era un sitio donde la costa se elevaba y formaba un barranco que caía a
pico sobre las rocas del fondo, donde las olas golpeaban sin cesar y la espuma volaba
hasta arriba. Su nombre venía de las numerosas estatuas o pilares de piedra muy
antiguos, que representaban efigies y emblemas de los fundadores de los clanes más
renombrados.
Grenio escudriñó entre las siluetas que se alzaban a su alrededor, tratando de
distinguir si una estaba viva. Caminó con cuidado entre las estatuas que dibujaban
sombras engañosas en el piso. Le extrañó que Fretsa no hubiera llegado. ¿Se había
arrepentido? ¿O lo esperaba agazapada, oculta tras un monolito?
Se hallaba en el centro del jardín cuando oyó un gemido. ¿Era el viento? Prestó
atención, y esta vez pudo distinguir claramente una voz, débil. Pasó los restos de una
gran esfigie de piedra, y enfrente, detrás de un pilar divisó una mano tirada en el suelo.
Con sigilo, rodeó la estatua.
–Ahj... –gimió la troga; derrumbada contra la piedra, exhibía una herida en el vientre.
Desconcertado, Grenio contempló la sangre que brotaba en abundancia del abdomen
de la mujer que lo había citado para pelear.
–¡Fretsa! ¡Tre sa!
El troga se agachó junto a ella y le apretó la herida. Fretsa tenía la mirada extraviada,
pero al tocarla pareció reaccionar y lo miró a los ojos, reconociéndolo.
–Ñosu... –se disculpó por no poder luchar con él y saldar cuentas–. Llegas tarde...
–Aguanta –replicó Grenio, quitándose el abrigo para envolverla con él.
Fretsa comprendió con asombro que la había alzado entre sus brazos y pretendía

Precioso Daimon 85
cargarla de vuelta a la ciudad.
–Un kishime... de pelo claro y muy fuerte... él tiene las gemas –susurró Fretsa,
sintiendo que las fuerzas la abandonaban y que no sobreviviría.
Grenio comenzó a caminar con su carga que no era muy liviana.
–¿Su nombre?

Sonie Vlogro y sus acompañantes recorrieron algunas calles y luego entraron en un


recinto amplio donde se exponían sobre unas mesas lo que a Amelia le parecieron papas
y nabos. Apenas llegaron, un troga se interpuso molesto por la presencia de la humana,
pero como venía con una autoridad de Frotsu-gra, no tuvo más remedio que dejarlo
pasar. Aunque no disimuló su malestar y se quedó mirándola fijamente todo el rato,
mientras la mujer Vlogro conversaba con otro más amable y obtenía una canasta con
algunos vegetales. No había mucha abundancia. Sonie Vlogro agradeció al troga molesto
y salió, precediendo la marcha.
El pequeño vio a un grupo de chicos que se habían reunido y los miraban con
curiosidad, y se fue corriendo a contarles, muy vanidoso, todo lo que sabía o imaginaba
sobre los humanos que se alojaban en su casa. Amelia sonrió, cuando se percató de que
los otros la señalaban asombrados. Le parecían raros y feos, jorobados, la piel que
parecía cuero, las formas extrañas en su cuerpo. Tal vez pensaran lo mismo de ella.
Reconoció algunas de las calles que cruzaron el día anterior, la taberna donde los habían
acosado. Se preguntó por qué la habría hecho venir la anciana en lo que simulaba un
recorrido cotidiano. Al menos, no creía que esta gente comprara papas y luego cocinara a
un humano como acompañamiento.

–Algo como... Puglen –murmuró Fretsa, dejando caer su cabeza contra su pecho.
“¿Puglen?” Los humanos le habían dado un nombre similar, con un sonido que no
podía pronunciar, al kishime que los había ayudado. Tenía que lograr que se salvara,
asegurarse de que se trataba de ese kishime, y averiguar cómo lo podía encontrar.
Tenía que apurarse, pensó Grenio, cerrando los ojos, y llegar a Frotsu-gra.

Amelia estaba parada a un metro de Sonie Vlogro, que le daba indicaciones a la otra
troga. Esta asintió y la anciana se volvió hacia ella, poniendo un rostro muy raro. En el
mismo momento, notó una vibración, una onda en el aire que la sacudió. Los trogas, que
andaban por la plaza caminando, conversando, se detuvieron y vieron fascinados una luz
que surgía de la nada y se desvanecía en un destello pulsante.
Grenio abrió los ojos y se encontró en medio de la ciudad.
Aunque ya había presenciado esto, Amelia lo miraba sorprendida. Los demás pasaron
rápidamente del asombro al terror.
Traía en brazos, desmayada, a la troga que atacó el monasterio y que asesinó al Gran
Tuké.
Él notó que se encontraba junto a Vlogro y le pidió ayuda. La anciana, recuperándose
bastante rápido del shock, murmuró:
–Es la Fretsa que buscabas –con un tono de sospecha, que no le pasó desapercibido,

Precioso Daimon 86
y enseguida ordenó–. Mira, llévala aquí adentro.
Grenio la cargó al interior de una vivienda pequeña y oscura, que olía a hierbas y
destilados. De entre las sombras emergió un troga delgado, todo cubierto de pelusa
blanca, tan alto que debía encorvarse para no chocar con el techo de su propia casa.
Amelia había entrado junto con la anciana, temiendo quedarse sola en la plaza donde los
curiosos se iban amontonando para comentar el extraño suceso. Se preguntó si Grenio
había atacado a esa troga como represalia a la pelea en el monasterio. Por otra parte se
alegraba de que la hubiera encontrado, para poder saber dónde estaban las gemas que
necesitaba desesperadamente.
El troga, curandero de profesión, extrajo unas hierbas de un bolso y las masticó. Luego
colocó el emplasto sobre la herida, deteniendo la hemorragia enseguida. Tomó una
botella donde había macerado algunas hierbas en un líquido amarillo, la destapó y la
acercó a la nariz de Fretsa. Se despertó con un resuello, apenas sentir el olor penetrante.
Miró alrededor y se dio cuenta de que estaba en la ciudad.
–Vivirás –anunció el curandero, retirándose al fondo para preparar otro menjunje.
Sonie Vlogro se acercó al diván donde reposaba Fretsa y le preguntó si sabía el
nombre de quien la había atacado. Grenio la observaba, atento.
–Sí... un kishime... para que no hablara.
–Que un kishime se acerque tanto a Frotsu-gra, es algo que no creí llegar a presenciar
en mi vida –suspiró la anciana, y al hablar clavó los ojos en Amelia, como si creyera que
se trataba de otro signo ominoso del fin de los tiempos.
Grenio, que se hallaba junto a Fretsa, se sorprendió al oírla decir: –Gracias por
traerme.
–No te ayudé porque me simpatices –replicó, volviendo los ojos hacia la pared.
Mirándolo fijamente, ella agregó con voz suave:
–Cuando termines con tu asunto, espero que vuelvas y aceptes unirte a mí.
Grenio quedó helado. Semejante proposición de una que decía sentirse agraviada por
él.
No respondió. El curandero se acercó para ordenarle a la paciente que no hablara
demasiado, todavía estaba en peligro. Le puso un nuevo emplaste en la herida y la troga
se relajó, el dolor había desaparecido al instante.
–¿Por qué? –replicó Grenio, confuso.
–Porque... no hay otro guerrero tan orgulloso, honorable... Así que vuelve y acepta ser
mi consorte, o al menos... luchamos por...
Sonie Vlogro y Amelia habían salido de la oscura habitación. Turbado, Grenio se
quedó preguntando si hablaba en serio, con los ojos fijos en Fretsa, que ahora dormía
plácidamente.
Una multitud furiosa las esperaba afuera.
La Vlogro más joven se apresuró a cubrir a la anciana con su cuerpo, mientras le
explicaba que unos violentos pretendían tomar justicia por mano propia. No aceptaban
que se les permitiera a los humanos permanecer en la ciudad, asustados por un rumor
que se había esparcido la noche anterior, acerca de una desgracia que caería sobre
ellos.

Precioso Daimon 87
–¿Quién se atreve a difundir esas tonterías? –exclamó Sonie Vlogro, indignada.
Amelia trató de ocultarse, pero antes de que pudiera meterse adentro de la casa, ya la
habían atrapado. Un troga de piel amarilla y rostro deforme la aferró por el cuello.
Contestando a la jefa, se adelantaron los dos trogas que el día anterior habían
discutido con Tobía:
–Un troga que llegó del norte hace poco, nos contó sobre la profecía kishime y cómo
ellos persiguen a Grenio por esta humana... No se enoje, Sonie, pero queremos mantener
segura la ciudad...
–Son unos pusilánimes atacando a esa mujer cuando no está con Jre Grenio –se quejó
la anciana, abriéndose paso sin temor entre el grupo de descontentos–. Nosotros
debemos actuar unidos, siguiendo la tradición de nuestra raza. ¿Qué planean hacer?
La anciana contempló con incredulidad cómo se llevaban a la humana. ¿Acaso habían
perdido todo el respeto por lo más sagrado de los trogas, que ahora actuaban en contra
de sus palabras? Algo muy turbio estaba sucediendo.

Cáp. 9 – En la hoguera

Mientras que Amelia era arrastrada, medio sofocada, desesperada por no poder gritar,
Tobía no la estaba pasando mucho mejor. El mismo troga que había sembrado la idea de
echar a los humanos de la ciudad, que no era otro que el mismo Tavlo intentando
conseguir su recompensa, había acechado la casa Vlogro y, en un movimiento audaz,
había entrado y secuestrado al tuké. Una de las jóvenes del clan, que se hallaba en ese
momento en el establo alimentando a los animales, salió al sentir un grito. Pero no estaba
acostumbrada a luchar en serio, y con un solo golpe, Tavlo la dejó fuera de combate.
Después, se retiró del recinto y caminó con tranquilidad a la salida más cercana de la
ciudad, por la misma ruta que Grenio había recorrido una hora antes. Contaba con que él
y trogas más peligrosos estarían ocupados en ese momento tratando de contener el
escándalo que él mismo se había encargado de armar, predisponiendo a algunos
miedosos contra los humanos.
De hecho, el grupo que tenía a Amelia, no había pensado de antemano qué hacer con
ella. Unos la querían arrojar a las rocas del mar, un modo certero de deshacerse de
cualquier peligro, y otros preferían echarla de la ciudad, por miedo a lo que los ancianos
pudieran decretar. Eso estaban discutiendo, cuando apareció Grenio, bastante enojado y
pronto a pelearse con todos y cada uno de ellos.
–¡Suelten a esa mujer! ¡La ciudad me permitió decidir qué hacer con ella! –rugió.
Amelia sintió un poco de alivio. Entendía que las intenciones de esta gente, de
momento, eran más peligrosas que las de Grenio, porque estaban excitados y violentos.
Algunos dudaron, pero al final, ellos eran muchos y el poder de la superstición podía
más que el respeto por su nombre y por los ancianos.
–¡Tenías que matarla, no traerla acá! –gritó el que la sujetaba por el pelo, sacudiéndola
mientras gesticulaba.
Amelia gimió, sosteniéndose con fuerza de sus brazos y pataleando histérica, a la vez
que la levantaba del cuello sin compasión, asfixiándola.

Precioso Daimon 88
–¡Alto! –gritó Sonie Vlogro, que a duras penas había alcanzado a Grenio.
Al mismo tiempo, el jefe Flosru apareció en la calle, acompañado por varios guerreros
armados, en un intento de contener el escándalo. La anciana se volvió hacia él,
pidiéndole que los detuviera. Pero Flosru contempló a sus ciudadanos, comprendiendo
que estaban movidos por el temor y a pesar de todo, él también compartía esa sensación.
Le habían contado que Grenio podía aparecer de la nada, y esa magia, era algo propio
de los kishime.
Se acercó a Grenio y le puso una mano en el hombro, para contenerlo, sintiendo un
poco de aprensión al tocarlo.
–Tú misma dijiste que no podemos enfrentarnos entre nosotros –susurró para Sonie
Vlogro, y sugirió al resto–. Hagamos un trato. Grenio, si no te deshaces de esta humana,
deberás dejar Frotsu-gra ahora.
Grenio se quitó la mano de encima, molesto e indignado. ¿Por qué se metían en sus
asuntos? ¿De quién era la venganza? No tenían derecho a echarlo de la ciudad ni a
decirle qué hacer ni cuando.
–No pienso salir –dijo, cruzado de brazos, actitud inflexible.
Pero los demás al ver que contaban con apoyo de los jefes, se habían envalentonado y
ahora pretendían más que echarla de Frotsu-gra.
–Es un cobarde –dijo uno, oculto entre el grupo–. Su clan fue destruido por un humano
y ahora no cumple con su deber.
–Sí, y todos vamos a pagar por ello –agregó otro.
Grenio se adelantó y le dio un puñetazo al que tenía más cerca, tratando de colarse
entre los demás para alcanzar al que lo había insultado. Pero se vio sobrepasado y los
guerreros de Flosru tuvieron que detenerlo. Amelia se dio cuenta, descorazonada, que él
solo no podía enfrentarse a toda la ciudad.
Esta vez, ¿aparecería alguien para salvarla en el último instante?
Grenio tuvo que soportar ser escoltado por un grupo de guerreros hacia la residencia
del clan Flosru. Como no se calmaba, los jefes mandaron que lo encadenaran, lo que no
ayudó a su buen humor. No quería actuar con violencia en contra de las decisiones
tomadas por los cabezas de clan, aunque le parecieran injustas; no quería comportarse
como aquellos que no tenían respeto por la tradición y hasta traicionaban a la raza. Por
eso trató de controlar su temperamento y tener paciencia. Se sentó en el sitial de piedra
al cual lo habían encadenado con la cabeza apoyada en una mano, y esperó.
Al rato apareció Sonie Vlogro con expresión alarmada, y le comunicó que el otro
humano había desaparecido. Habían mandado cuestionar a todos los que actuaron
contra Amelia, pero ninguno tenía idea de dónde estaba el tuké. Lo único seguro era que
se lo había llevado un troga muy grande. A él no le preocupaba mucho lo que le pasara a
Tobía, quien además parecía tener una increíble suerte para salvarse.
Los ancianos habían resuelto que se marchara al amanecer con la descendiente de
Claudio, para evitar una revuelta en la ciudad.

Hacía horas que la tenían confinada en esa jaula de pájaros gigante, sin haber visto a
Tobía, ni al clan Vlogro, que al menos habían sido amables. Ahora no tenía tanto miedo

Precioso Daimon 89
como cuando estaba en manos de la turba enfurecida. En ese momento pudieron hacer
cualquier cosa con ella, pero si la habían dejado encerrada era porque todavía tenían que
decidir su destino. Pero la expectativa la estaba matando. “Estoy como al principio,”
pensó, “sin comprender lo que pasa y sin poder hacer nada”.
El sol caía en el horizonte, un disco rojo envuelto por la neblina gris que se alzaba de
esa tierra árida. El viento se volvía gélido. Amelia apretó las piernas contra su pecho,
tratando de conservar calor, porque le habían quitado el abrigo. No tenía espacio para
pararse ni moverse. Habían colocado la jaula entre dos pilares de piedra, en una plazuela
abierta entre varios edificios. Toda la tarde miró sus ventanas, que permanecieron
selladas. Nadie apareció para molestarla o consolarla. Estaba sola.
Las sombras de la noche se proyectaron desde los techos cercanos, alcanzando su
pequeña prisión. Estaba comenzando a sentir pavor.

Suspiró. En ese cuarto no había ventanas pero Grenio calculó que ya era de noche por
el sonido del viento.
Había caído en un estado de estupor, con los ojos abiertos pero la mente vagando por
extrañas imágenes, cuando el estampido de la puerta lo despertó. ¿Quién hacía visitas
durante la madrugada, y con tanto estrépito? Oyó pasos que se acercaban y alguien se le
aproximó con una lámpara. El que iba sosteniendo la luz era un joven medio dormido,
llevado del cuello por otro troga, bastante apurado. Grenio lo reconoció y salió disparado,
pero sus cadenas lo detuvieron:
–¡Raño!
–¡Cho Grenio! –este se detuvo sorprendido, al ver que estaba inmovilizado. Enseguida
se recobró y ordenó al joven–. ¡Rápido! ¡Trae la llave o algo! Tenemos que sacarlo.
El joven se volvió hacia él, siseando como una serpiente, y protestó que no era nadie
para darle órdenes, y que tenía que solicitarlo al jefe de la casa. Raño se dio media
vuelta, le sacó la lámpara de la mano y con calma, lo mandó de una patada hacia la
entrada.
–¡Ve a buscarlo, entonces!
Grenio lo miró, sombrío.
–¿Qué ha pasado?

El viento paró como si nunca hubiese existido. Amelia se despertó bruscamente, había
tenido una pesadilla, pero además sintió un escalofrío como si algo horrible y repugnante
se le estuviera acercando por la espalda. Súbitamente, se arrodilló y miró por encima del
hombro, tratando de apartarse de los barrotes.
No se veía nada, porque no había una luz en toda la plaza y aunque el cielo estaba
estrellado, se hallaba a la sombra de un edificio. Sin embargo, el escalofrío no se
desvaneció, ya que comenzaba a oír un sonido de pisadas. Se aferró a los barrotes hasta
que sus nudillos quedaron insensibles, con las piernas hechas gelatina. Podía sentir la
mirada de los monstruos en la oscuridad y el toque gélido de los dedos del terror en la
nuca.
Empezaron a aparecer luces, aproximándose. Pronto se dio cuenta de que un cerco de

Precioso Daimon 90
rostros infernales, iluminados por las temblorosas llamas de las antorchas, llenaban la
plaza. Abrió la boca para gritar, pero no salió nada más que un gemido apagado.
Un troga se adelantó, mirándola con repugnancia. Luego le dio la espalda y proclamó
con energía: –¡Jra tse pupe avlo to orra! –Amelia no le quitó de encima los ojos
desorbitados. Parecía estar dictando su sentencia, y por el aire amenazador de esos
seres que avanzaban hacia ella, no podía ser nada bueno.
Amelia chilló cuando un troga se acercó a la jaula, y se dio de espaldas contra los
barrotes. Se había olvidado de que estaba atrapada y no podía huir. El pánico le corrió
por las venas movido por su corazón acelerado. El cerco se había cerrado y contempló
esos ojos brillantes que maniobraban en la noche preparándole una muerte terrible.
Cuando lo comprendió, deseó desmayarse, de algún modo huir de ese lugar aunque sólo
fuera en su mente, porque no quería morir quemada. Desesperada, les suplicó a los que
amontonaban la leña debajo de la jaula:
–¡No, no, por favor!
Pero nadie le prestaba atención. Decididos, colocaron el material suficiente y se
retiraron. El primero se acercó de vuelta, vació una vasija de combustible alrededor de la
jaula y dos más se aproximaron con antorchas. El fuego prendió enseguida. Se había
quedado sin voz, y no podía creer que esto le estaba pasando realmente. Cerró los ojos
para no ver el baile voraz de las llamas que se alzaban, inexorables, lamiendo ya el piso
de la jaula. El aire que entraba por su nariz era agrio y se combinó en su boca con el
gusto de las lágrimas. Hacía calor, mucho calor.

Aunque su primer impulso fue correr al lugar, en el instante se dio cuenta de que era
absurdo, y además no podía moverse. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo debía reaccionar ante
lo que le había dicho Raño? Este había escuchado en la taberna los planes para
deshacerse de la joven antes de que llegara la mañana y se pudieran marchar. No le
gustaba que otros se metieran en sus asuntos, pero tampoco tenía sentido ir a salvar al
miembro del clan que exterminó al suyo, sus enemigos declarados.
Para cuando los jefes se pusieran en camino con sus guerreros, todo habría
terminado. Escuchó voces afuera que lo sacaron de su abstracción.
–Se dieron cuenta... ya comenzó –comentó Raño–. El fuego purifica ¿ah?
La iban a quemar viva, imaginó. Una venganza bastante buena. Iba a experimentar un
sufrimiento tan grande como el de sus antepasados al morir, a fuego y hierro, a manos de
Claudio. Podía ver en su mente la imagen de una mujer quemada, carbonizada. Un
cadáver... tan claramente que se asustó. Parecía que esto ya lo había visto
antes,¿dónde? Una joven humana, de una piel tan clara como no conocía, iluminada por
el fuego anaranjado, el rostro húmedo mirando al cielo. ¿De dónde sacaba eso? ¿Por
qué se sentía tan extraño? El pecho se le llenaba como de algodón, tenía la garganta tan
cerrada que no podía respirar, quería gritar y su conciencia se oscurecía.
Grenio recuperó la noción de donde estaba, y se dio cuenta de que estaba tironeando
de la cadena en un intento de arrancarla de la piedra. Esos sentimientos no le
pertenecían y sin embargo, era uno con ellos. Sentía dolor y rabia y quería ir a salvar a la
joven de cabello rojo.
Raño trató de contenerlo, pero al ver su rostro rabioso, los ojos inyectados en sangre y
los labios echando espuma, se apartó en el acto. Los Flosro también lo contemplaron,

Precioso Daimon 91
expectantes: primero trataba de soltarse, frenético, luego se detuvo un instante
recapacitando, y al siguiente sus ojos comenzaron a brillar. Grenio dijo algo y
desapareció.
Cuando recuperó la conciencia se hallaba al aire libre, rodeado de gente, frente a una
fogata. La mayoría se había apartado, aplastándose unos contra otros, espantados al
verlo aparecer en medio de ellos, el resto seguía absorto en el fuego, gritando. Al percibir
el resplandor, de nuevo sintió algo que tironeaba dentro de su pecho, que lo impulsaba
hacia delante. Su cuerpo se movía solo y hacía cosas embarazosas. Se vio corriendo
hacia el fuego, saltando y destrozando los barrotes con una mano mientras gritaba:
–¡Cat...
Amelia sintió la sacudida, y se encogió, pensando que era su fin. Hacía rato que su
mente divagaba, envuelta en humo y calor. Unos brazos la alzaron, pero ella no se dio
cuenta de que se había salvado porque se desmayó en ese momento. Grenio miró la
carga que llevaba: el rostro vuelto hacia el cielo, enrojecido por las llamas que bailaban
en torno a ellos, era idéntico a la joven de su cabeza. La jaula se tambaleó por el peso y
la destrucción que había soportado; y él saltó al mismo tiempo que era envuelta en una
llamarada.
¡Qué extraño! Recordó que no debía salvarla, pues en su historia lo que había visto era
un cuerpo calcinado, envuelto en tela blanca, y un montículo de tierra. “Laru... laru...”
pensó, compadeciéndose de la joven y de los ojos que la amaban y la vieron morir. Al
instante, Grenio sacudió la cabeza y recuperó la conciencia. Estaba siendo perseguido
por un grupo de trogas dispuestos a matarl en su frustración, y llevaba en brazos al
blanco de su ira. Más tarde trataría de comprender si se estaba volviendo tan loco que
ahora pensaba en lengua kishime.
Corriendo, desorientado, alcanzó una calle que permanecía silenciosa y oscura. De
repente, una ventana se abrió junto a él. Ahora iban a dar la alarma, y tendría que huir
como un criminal, pensó, había actuado sin razonar.
–Peleas por ella... otra vez –dijo una voz débil en la ventana, una troga de ojos dorados
como rasgados en un rostro de terciopelo rojo.
–Fretsa –murmuró, y notando que lo miraba calmada pero con ojos acusadores, soltó a
la humana que cayó al suelo como un bulto.
–Vlogro te espera en la playa de la luna... –continuó Fretsa con voz forzada. Luego
extendió el brazo y dejó caer un brazalete de plata.– Toma, tal vez te sirva algún día.
–Pero yo no...
–¡Sí ya sé que no me diste una respuesta! –replicó ella, perdiendo la paciencia. Tosió
un poco, todavía no podía agitarse mucho–. No es eso... idiota. Nos vemos.
La ventana se cerró y Grenio se quedó parado en la oscuridad, sosteniendo el
hermoso brazalete que Fretsa usaba en el brazo derecho con una daga alada como
clavija, en tanto a sus pies, Amelia abría los ojos.

Cáp. 10 – Despedida

Todavía confusa, la cabeza dándole vueltas de náuseas, Amelia corrió tras sus pasos.

Precioso Daimon 92
Grenio tironeaba de su mano, apurándola, mientras ella se preguntaba qué había
pasado. Recordaba una presencia luminosa que se le apareció cuando ya sentía el olor a
chamuscado de su pelo y ropa, y en ese momento había tenido una alucinación o un
sueño, en el que veía a Claudio, cubierto de sangre, y otra persona que le sostenía la
cabeza con sus manos. De pronto se encontró en una calle solitaria, Grenio que la miraba
impasible, como meditando qué hacer con ella. Al final, la tomó del brazo y la levantó, y a
toda prisa se dirigieron a la costa. No se atrevía a preguntarse adónde iban y qué
prentendía hacerle.
En la playa, una media luna pálida que abrazaba el mar negro, se detuvieron un rato.
Amelia miró la ciudad. No se notaba que los persiguieran, sin embargo, Grenio parecía
escrutar la bruma con ojos y oídos. Sin previo aviso una figura emergió en lo alto del
acantilado y bajó hacia ellos por un sendero oculto.
–Jra, Grenio –saludó Sonie Vlogro, que se aproximaba llevando de la brida al caballo
de Amelia–. Jurro to graflo arró.
Amelia se dio cuenta de que todo el rato había estado esperando a Tobía, que
apareciera y le explicara todo entre risas. Pero la troga venía sola. Le entregó sus cosas y
el animal a Grenio.
–¿Tobía? –preguntó ella a Grenio, que la miró sin responder, y a la anciana–: ¿Tobía?
¿El tuké?
La troga le entregó una capa que le había pertenecido. La joven la tomó y la apretó
entre sus manos, comprendiendo de a poco que algo le había sucedido, y que no iba a
venir. Se le formó un nudo en la garganta.
–¿Qué le pasó? –exclamó, dándose cuenta al mismo tiempo que ninguno de los dos le
podía contestar.
La anciana le entregó algo a Grenio. Este miró el objeto en su mano.
–Lo encontramos en el patio después que se llevaron al humano.

Sulei había ocupado uno de los palacios abandonados siglos atrás, cuando la
civilización humana que se levantó de la nada volvió al polvo y la miseria. Este palacio
blanco se alzaba del valle como si quisiera alcanzar el cielo. Desde las ventanas más
altas de una de sus torres, podía contemplar el valle fértil que rodeaba un río de aguas
mansas, y los picos que lo encerraban con sus laderas rocosas y nieves eternas. Las
montañas más altas del planeta, la tierra más negra. Pero los estúpidos humanos
contaminaban la vista, suspiró, mientras contemplaba sus inútiles esfuerzos por sobrevivir
en caseríos, del otro lado del río.
–Deli, Sulei... –una voz monocorde interrumpió sus pensamientos. Se volvió y su figura
se recortó contra la ventana–. Un enviado del Kishu nos visita.
Bulen había entrado en el amplio salón precediendo a un miembro del Consejo
kishime, quien contemplaba el lugar con escepticismo, y estudió a su jefe con
indiferencia.
Sus ojos fríos no podían impresionar a este kishime:
–¿Un miembro del supremo consejo ha venido hasta aquí? Debemos haber hecho algo
muy bien o muy mal... –comentó Sulei, a pesar de la mirada de desaprobación del
enviado, quien pretendía comenzar la conversación y no ser interpelado.

Precioso Daimon 93
–El kishu le ha otorgado la responsabilidad de acabar con la amenaza de la profecía –
dijo el recién llegado, quitándose la capa gris que lo cubría totalmente, dejando ver que
además de unos cuantos collares de cristales que llevaba en el cuello y en su largo
cabello, también portaba una espada–. Pero todos los reportes dicen que ha sido inútil.
Que de hecho, Ud. no ha hecho nada por cumplir su tarea.
Mientras hablaban caminaron y se encontraron en la mitad del salón, el cual era tan
enorme que podían escuchar el eco de sus voces.
–¿Creen que no estoy haciendo nada? ¿Qué estoy aquí admirando el paisaje mientras
el mundo corre peligro? –Sulei fingió inquietud, mientras una sonrisa se formaba en su
boca y agregó–. Bulen, llama al sirviente y dile que traiga eso.
Bulen se retiró en silencio. El enviado contempló con curiosidad a Sulei.
–¿Entiendes que no estoy aquí para darte una reprimenda? –le preguntó, tomando su
espada que entre sus manos se convirtió en una hoja cristalina–. Esto ha sido
considerado una burla al Kishu, Sulei.
Sulei se acercó hasta rozar la punta de la espada. “Una shala, la hoja que puede
cortarnos aún cuando nos desmaterializamos”, pensó, admirando el instrumento.
Un sirviente entró cargando un bulto grande envuelto en telas y lo depositó junto a su
señor. Bulen se preguntaba qué habría preparado Sulei. Sin duda, ya había previsto que
el Consejo podía ponerse impaciente y tenía algo con qué controlarlos.
–Es mi regalo para el kishu –explicó Sulei–. Ábralo.
Intrigado, el enviado removió la tela con la punta de su espada. Adentro había un
cuerpo humano, joven y delgado, doblado sobre sí mismo. Lo contempló con disgusto, ya
que emanaba un olor terrible.
–No se preocupe –le dijo Sulei, sonriendo ante su cara de desagrado–. La carne es
débil, ¿sabe? Se pudre fácilmente. Pero mi sirviente lo preparará en un recipiente con
aceite para que lo pueda presentar al kishu como prueba de mi buen trabajo.
El enviado esperó a que el sirviente retirara el cadáver y luego, como a desgano, le
hizo una ligera reverencia y al mismo tiempo se sacó un collar del cuello.
–El Kishu se honra en nombrarlo para un puesto de consejero permanente, Sulei...
Esto es un símbolo de su nombramiento, efectivo desde este momento.
Sulei se puso el collar, con naturalidad. Bulen lo miraba complacido. Sus ojos se
encontraron y el jefe sonrió.
–Gracias, enviado –indicó al otro, que ya se alistaba para marcharse–. No tardaré en
volver y ocupar mi puesto, en cuanto haya terminado con mi trabajo por aquí.

Grenio la sacó de su ensimismamiento al levantarla y ponerla sobre la montura. La


mano de Amelia tropezó con la empuñadura de la espada de Claudio y se olvidó por un
momento de su tristeza por la suerte que habría corrido Tobía y la incertidumbre de qué
iba a hacer para volver a su mundo. Por algún motivo, Claudio había matado a todos
esos trogas, y ahora Grenio buscaba vengarse aunque la desgracia cayera sobre la
cabeza de una inocente. No podía fiarse de él; aunque no parecía dispuesto a matarla
con sus propias manos, no iba a cuidarla como lo había hecho el tuké. Tenía que
arreglárselas por su cuenta. Por otro lado, los dos compartían la mala suerte de ser

Precioso Daimon 94
considerados en todas partes un mal augurio.
Un golpecito en las ancas y el caballo comenzó a trotar. Amelia miró atrás. Sonie
Vlogro, perfilada sobre las dunas, saludó con la mano antes de emprender el camino de
vuelta a Frotsu-gra. Grenio seguía clavado en la arena blanca, con los ojos fijos en la
ciudad que se veía obligado a abandonar.

Info – Los Trogas


Organización social: los trogas se dividen en clanes, todos los miembros del clan se
identifican con el mismo nombre. Este se hereda de padres a hijos y madres a hijas, de
modo que según el sexo de la descendencia pertenece a una línea materna o paterna.
Los que viven en Frotsu-gra responden a la cabeza del clan (una lady, Sonie, o un jefe,
Jre) y comparten una residencia, también con hijos adoptados y aliados que pueden
pertenecer a otros linajes pero pasan a ser miembros del clan, como el grupo de
guerreros de Fretsa. La mayoría de los trogas son cazadores o guerreros pero algunos
clanes se especializan en comercio, arquitectura, y fabricar los objetos que necesitan los
demás. Hay trogas que viven aislados o vagando por el mundo, en general solos o en
pequeñas bandas. Estos se ocultan de los humanos, que los consideran monstruos, y
viven del pillaje o la caza.
Frotsu-gra: es la capital ancestral de la raza, gobernada por dos cabezas de clan que se
eligen por un período de dos años, y reciben consejo de los ancianos. Las residencias
son enormes complejos edilicios, circulares, con un patio central de tierra, y techo en
forma de colmena. La ciudad está rodeada de una empalizada. Los “totem” de los clanes
o efigies de personajes famosos se encuentran en las afueras de Frotsu-gra, en el Jardín.
Biología: promedio de peso 100 k y de altura 2 mtrs. Expectativa de vida 350 años. Se
reproducen como nuestros mamíferos, en parejas. Su apariencia varía mucho porque
tienen la capacidad de “adquirir” caracteres de otros seres vivos a través de su digestión.
No todos practican este hábito y los que no lo hacen, como Grenio, sólo tienen el
potencial heredado de sus antepasados. Prefieren la carne cruda pero pueden comer
casi de todo.

Glosario I (lengua troga)

jra – hola o “ey”


glaso – hermoso/a
cho – señor
jre – jefe (honorífico)
sonie – jefa, señora (título honorífico)
fla – no fuerte/fro – no incierto
pronombres: ja - yo/ jo - tu/sa - el, ella/ flo - quien
ta- alla, te- aquí, to- este, de, aquí, tlo-para
graño – muchacho

Precioso Daimon 95
sru – mujer
pogasa – muchacha
ñosu – disculpas
tsiu-po – objeto de la casa
tosaga – comida cruda deliciosa para los trogas
garro – animales de pastoreo
jurro – especie de caballo
onia – volar/dor/extraño, maravilloso
pupe – humanos
atsu – guerrero
tatsa – sueño, dormir
ñurro – gusano del desierto
frugo – parásitos, íncubos (al referirse a los kishime que ocupan cuerpos humanos)
avla – vengarse
gonia – entenderse
arrotla – matar, o mandar asesinar
avlo – matar, exterminar
rotla – muertos
otla – pelear
go – ir, vaya
chejo – venga, ven
vlaje – espada
satla – mar
sega – cielo, día
fredria – tormenta
arro – traer
graflo – equipaje
rra – gran
pu – pequeño
sri – bien, bueno

Precioso Daimon 96
3ª parte – El plan kishime

Cáp.1 – El valle, reaparece el poder.

Habían abandonado las tierras áridas y frías, y atravesado una cadena montañosa
muy escarpada, una travesía que Amelia no se había creído capaz de hacer. Todavía lo
seguía, lastimada, muy cansada y hambrienta, porque tenía más miedo de quedarse sola
en medio de la nada que ser su prisionera. Grenio se encaminaba sin descanso a la
región de donde procedían las piedras verdes, como las del adorno que le había
entregado la jefa Vlogro. Creía que el secuestrador de Tobía lo había dejado como una
invitación, o una provocación, de parte del kishime que lo había contratado.
Tener que llevar a la humana lo ponía bastante nervioso, pero no podía dejarla ya que
en Frotsu-gra no la querían. Era lenta, débil y quejosa. No le gustaba la comida que él
podía obtener pero no sabía conseguirse la propia y tampoco sabía encender un fuego.
Por suerte, tenía de transporte al caballo, pues no podía seguirle el paso, se agotaba
fácilmente y necesitaba dormir todos los días. Encima, casi se había congelado en el
paso de montaña, a pesar de que tenía más ropa que él.
Ahora la observó, otra vez descansando, sentada contra el tronco de un árbol junto al
arroyo. Se encontraban en un valle de tierra negra y hierba exuberante, en el cual
abundaban las manadas de animales y los campos cubiertos de flores.
Amelia dormitaba. Se despertó al sentir una sombra que caía sobre ella y se levantó de
un salto, asustada.
–¿Qué?
–Pogasa... –Grenio dijo en voz baja, aburrido de su expresión de sobresalto– ta go.
Siguió la dirección de su brazo. Le señalaba un bosque a lo lejos, cruzando el río.
Amelia juntó sus cosas.
El valle de Vleni-gra, había sido en algún momento un lugar favorito para los trogas, en
el pasado distante, cuando no se escondían de los humanos. Ahora, por todos lados se
sentía su presencia: un puente rústico de madera, una pala abandonada, los cimientos de
una casa. Pasando el bosque, estarían a un tiro de Tise, que siglos atrás fue uno de los
centros más florecientes de los humanos. Amelia contempló boquiabierta sus ruinas, en
cuanto pudo divisar entre el follaje y las ramas, los muros y altas torres blancas de la
ciudad. Casi saltó de gusto, iba a ver caras humanas de nuevo.
Pero antes de acercarse, Grenio quería recopilar algo de información sobre quién la
habitaba en el presente. Bajando la colina, se veía un pequeño campamento humano,
unas cuantas chozas de donde salía humo y no muy lejos, una manada de garros, esos
cuadrúpedos que los humanos domesticaban.
“¿Qué vinimos a hacer aquí?” se preguntó Amelia, los ojos clavados con anhelo en los
muros blancos. Pero al notar unas casas ocupadas, su alegría volvió a nacer, esperando
que le dieran un buen recibimiento. Mientras tanto, Grenio iba especulando que él
entendía bastante bien la lengua humana, pero seguro iban a armar un escándalo al
verlo. Se volvió hacia la joven y empezó a revolver entre sus cosas.

Precioso Daimon 97
–Oye... –se quejó, perpleja, mientras él buscaba algo con que cubrirse.
Amelia al fin comprendió sus intenciones, en cuanto lo vio ponerse una de las capas
de los tukés, y sonrió. Por su estatura y físico, sólo podía pasar por un humano
superdesarrollado a base de esteroides.
–¿Eso es para disimular? –murmuró mientras lo seguía rumbo a la aldea, no muy
confiada.
Grenio se acercó determinado y le habló a un jovencito que estaba distraído lijando un
pedazo de madera con ahínco, frente a la puerta de su casa. El muchacho levantó el
rostro para estudiar a los recién llegados. Primero, vio a Amelia llevando la brida del
caballo, mientras esperaba su reacción. Entonces, sus ojos se dirigieron a este extraño
personaje de figura impresionante, cubierto por una capa. Su rostro quedaba
ensombrecido por la capucha, pero sus ojos refulgían y tenía la voz ronca. El muchacho
se enderezó y, sin contestarle, salió corriendo gritando con todos sus pulmones que el
monstruo había venido.
Exasperado, después de toda su precaución para que no entraran en pánico, Grenio
tiró la capa al piso. El joven desapareció, pero de las casas surgieron como una docena
de mujeres y hombres, algunos armados con picos y machetes, en alerta por los gritos y
creyendo que el monstruo venía a robar su ganado.
–¿Quién es ese? ¿Qué quiere? ¡Que se vaya! –gritaron, rodeándolo.
–Sólo quiero preguntarles algo –gruñó Grenio, molesto.
Por un momento, los campesinos quedaron impresionados porque podía hablar su
idioma. Después se percataron de la presencia de la muchacha y un anciano se dirigió
Amelia, quien se quedó sin saber qué decir, y movió la cabeza en señal de que no les
entendía.
–¿Es otro monstruo? –preguntó una mujer, que estiraba el cuello para ver por encima
de los que habían rodeado a los dos viajeros.
–No... –respondió otra, tocando tímidamente un hombro de Amelia con la punta del
dedo índice–. Parece que es una chica...
Al mismo tiempo, Grenio, que ya se había cansado de sus amenazas y de que no le
contestaran de una vez, tomó a uno del hombro y le espetó:
–¿Hay alguien en la ciudad? ¿Quién vive ahí?
El hombre se estaba muriendo de miedo al notar sus manos con garras y el púrpura de
sus ojos, en tanto el resto tomó su acción como un ataque. Uno cometió el error de
pincharlo con su hoz y Grenio reaccionó: lo lanzó volando de un golpe. Tomó las
herramientas de los otros de un manotazo y las quebró como si fueran escarbadientes.
–¡No! –exclamó Amelia, viendo desvanecerse su sueño de tener casa y comida
caliente por lo menos un día.
Aunque hasta el momento no había hecho más que sacudirlos, si continuaba así, iba a
matar a esas personas, que evidentemente no tenían idea de cómo defenderse y se
sentían con la responsabilidad de enfrentar al monstruo. Amelia trató de interponerse
entre ellos pero Grenio la apartó con un revés, y cayó al suelo sentada.
–¡Ouch... –exclamó– ¿Quién puede ser ese?
Alguien se aproximaba, caminando entre las hierbas altas con paso tranquilo. Parecía

Precioso Daimon 98
llevar una túnica suelta gris pálido y se movía con la suavidad de un bailarín de ballet. La
gente de la aldea no lo había visto y Grenio estaba de espaldas, esperando que se
animaran a atacar. Por eso no se dieron cuenta de su presencia hasta que una bola de
luz explotó en medio de todos. Amelia eludió el bombazo en el último momento, porque
observó el gesto del extraño.
Grenio se volvió sorprendido, la energía no le había dado por muy poco. El suelo
quedó calcinado sin fuego; los aldeanos habían salido despedidos por la onda expansiva.
Se trataba del mismo kishime que aparecía siempre para molestarlo. Había tenido
suerte, ya que venía a él sin tener que rastrearlo.
–¿Me buscabas? –escuchó la voz de Bulen claramente en su cabeza.
Grenio tomó su daga. Amelia se había incorporado y contemplaba al kishime con una
sonrisa.
–¡Eres tú! ¡Mandaste a Fretsa y a todos esos inútiles por mí! –rugió Grenio.
Bulen hizo un gesto irónico.
–No grites. ¿Viniste a buscar las gemas, al tuké, o a la profecía?
Amelia advirtió que la actitud de Bulen hacia Grenio era burlona, que no le tenía miedo
e incluso parecía despreciarlo. No tenía la cara de buena persona y la sensación cálida
que había sentido antes con él. Esto la desconcertó.
–Vine a pelear contigo –respondió Grenio, lanzándose contra él.
Bulen también embistió y chocaron. A pesar de la frágil apariencia del kishime, sus
fuerzas eran parejas. Bulen no llevaba un arma pero lo enfrentaba en igualdad de
condiciones. Logró apretar su brazo en cierto punto y hacerle soltar la cuchilla. El troga
trataba de empujarlo con todas sus fuerzas, apretando los dientes y gimiendo por el
esfuerzo, mientras que él lo dominaba con absoluta calma.
Los hombres del pueblo murmuraron: esos no eran personas. Amelia se apartó de su
camino, el caballo relinchó. Estaban tan compenetrados en su lucha que ni siquiera se
daban cuenta de lo que pisaban. Bulen logró sacarse al troga de encima y le lanzó una
bola de energía. Grenio la esquivó y esta fue a estrellarse contra una choza. El troga
tomó una de las vigas que saltaron luego de que la casa voló en pedazos y la lanzó
contra Bulen. Los aldeanos habían huido a refugiarse, clamando por misericordia. Amelia
trató de esconderse detrás de un tronco caído hasta que se acercaron y tuvo que correr
para el otro lado.
–Me da risa tu mentalidad simple –le dijo Bulen, satisfecho consigo mismo.
Decían que el troga había desarrollado poderes similares a los de un kishime pero él
todavía podía ganarle. Grenio había tomado una astilla y la movió en el aire como un
garrote. Con ligereza, Bulen se elevó y retrocedió unos metros. Sulei no podía decir que
este era un ejemplar que valía la pena, no entendía a qué se refería.
Grenio lo vio acercarse y pretendió darle un garrotazo, pero se encontró con que Bulen
no evitó el golpe sino que aprovechó y aferró su improvisado garrote. Una corriente pasó
por sus manos y la madera se iluminó un instante, explotando al siguiente en su cara.
Cegado por las astillas que lo rociaron, no pudo esquivar el siguiente ataque. El aire
explotó y una onda de calor lo atravesó. Sintió que le habían clavado mil agujas en el
cuerpo y se tambaleó.

Precioso Daimon 99
Amelia miraba de lejos la pelea, con un corazón indeciso. Este era el kishime que la
había salvado varias veces y que parecía tan amable, pero su poder era temible
comparado con el de esa bestia. ¿Estaba de su lado o no? Si le ganaba a Grenio, ¿podía
ayudarla?
Entre tanto, Grenio había caído al piso, debilitado por las heridas internas, y Bulen lo
contemplaba en silencio. Se animó a aproximarse y en eso, el kishime levantó una hoz
que los aldeanos habían dejado abandonada. La alzó como si fuera a ejecutarlo, y ella
quedó helada.
–¡No! –gritó, tapándose al mismo tiempo la boca.
El troga sentía que algo andaba muy mal porque nunca había sido derrotado tan
fácilmente. Bulen debía de haber golpeado algún punto vital con su explosión. Sabía que
lo tenía encima y que iba a liquidarlo en cualquier momento. La humana gritó, al tiempo
que oía el zumbido de un objeto que se dirigía a su cabeza a toda velocidad.
Levantó el brazo y atajó el mango de la herramienta antes de que la hoja de metal
tocara su cuello. Si bien el golpe de gracia no había funcionado, Bulen usó la hoz como
conductor de su energía. Sin embargo, ni la mano ni el cuello del troga explotaron. Como
si tuviera un escudo, la energía rebotó en su puño y volvió para atrás. El kishime la
retomó y retrocedió, un poco extrañado. ¿Cómo podía devolver su descarga? ¿Era
verdad que tenía poderes?
Había abierto los ojos y trataba de incorporarse. Bulen lo miró con atención y le pareció
que estaba distinto, más seguro, como si ahora pudiera levantarse y derrotarlo a él.
–¿Bulen? –dijo Amelia con voz insegura, interrumpiendo sus pensamientos.
Se volvió y pasó por su lado, sin detenerse ni posar los ojos en ella. Amelia se sintió
perdida. La había ignorado por completo de nuevo. Luego se desvaneció en el aire. Con
un dolor en el pecho y al borde de las lágrimas, despegó los ojos del lugar donde se
había desvanecido.
Grenio había logrado sentarse, tosiendo, y notó con consternación que le salía un hilo
de sangre por la boca. Se agachó junto a él y escuchó su penosa respiración.
–Eh... ¿Gre-nio? –dudó, pues seguro lo tomaría a mal.
Él la miró y en un primer momento le pareció que su mirada la atravesaba, como si
estuviera viendo algo a lo lejos; luego la enfocó y trató de hablar. La piel bajo su camisa
estaba horadada, como si lo hubieran agujereado con punzones. Sin embargo, no
parecía tener miedo a morir, si es que podía decir lo que estaba pensando o sintiendo,
con esa expresión suya. Parecía más tranquilo que de costumbre y no la miró con el
mismo odio o disgusto de siempre.
–Falta poco –murmuró.
Se colocó una mano sobre el pecho, aguantando la respiración. El aire vibró, movido
por una música sutil. Como por arte de magia, las heridas se fueron cerrando y el cuerpo
recobró su funcionamiento habitual.
Amelia quedó pasmada, y no sólo por lo que había visto recién, sino porque sus
palabras resonaron en su cabeza. Le había comprendido con claridad.

Cáp. 2 – Glidria

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Grenio se agachó en la orilla del río para beber un poco, mientras ella caminaba de un
lado a otro sin parar. Alguien los observaba, oculto entre unos árboles próximos.
Amelia se detuvo y se quedó mirándolo, enojada.
–¿Cómo que no me entiendes? Entonces, ¿qué fue lo que escuché antes? ¿Me estoy
volviendo loca? Puedes hablar como los otros, como Bulen, en mi mente, pero todo el
tiempo me ignoras. ¿Me escuchas?
El troga la miró sin comprender. Algo raro le había pasado después de que Bulen lo
hirió en el pecho, una fuerza lo había protegido. Debió actuar medio desmayado. Por qué
estaba tan agitada, no se lo podía imaginar. Tal vez quería irse con el kishime y estaba
enojada porque no se lo había permitido.
Amelia esperaba una respuesta, pero de esa cara de estatua no podía sacar nada. De
repente, notó un movimiento entre los arbustos y vio que alguien raro se acercaba.
–Esto no es algo que se vea todos los días...
Grenio se volvió al escuchar el saludo en su lenguaje. Se trataba de un viejo troga de
piel gris apergaminada, y pelo blanco que le caía de los costados del cráneo hasta la
cintura. Llevaba un manto marrón colgado de un hombro, un taparrabos de piel raído, y
un báculo lustroso por el uso en la mano izquierda. A la joven le impresionaron sus ojos
redondos, que parecían salirse de las cuencas ya que nunca parpadeaba. Cuando se
fijaron en ella trató de ocultarse detrás de Grenio.
–Un humano y un troga que se llevan tan bien –terminó de decir el viejo.
–¿Quién eres? –bufó Grenio, preguntándose de dónde habría salido un tipo tan raro.
–Soy Glidria. Vivo en esa montaña –explicó, señalando un monte que se perdía en el
cielo–. Hace rato noté tu esencia y la seguí, y después vi la pelea con ese kishime
blanco... Hum... Perdiste muy fácilmente, ¿no crees? No deberías enfrentarte solo con
quien no puedes vencer.
Grenio se adelantó un paso, listo a exprimirle el cuello, pero Glidria lo detuvo posando
la punta del bastón en su pecho.
–Aunque estás vivo, ¿cómo es posible? –añadió.
Amelia se halló en compañía de dos trogas. Al menos el viejo no parecía tener el
hábito de comer humanos, porque primero la miró con curiosidad, pero al explicarle
Grenio que era su presa, ya no la molestó con sus ojos saltones. Ellos se sentaron en un
claro del bosque. Glidria se desprendió el odre y una bolsa que llevaba atada a la cintura
y ambos bebieron y almorzaron.
–¿Conoció a mi padre? –preguntó Grenio, admirado.
–Sí, desde pequeño –asintió el viejo apoyándose en el bastón y estudiándolo–. Pero él
era un excelente guerrero y estratega. ¿Cómo es que tú eres un tonto?
–¿Qué?
–Dices que viniste hasta aquí a buscar al kishime que te está molestando, y luego lo
enfrentas sin estar preparado, y sin un arma adecuada.
Grenio suspiró. Se levantó y caminó hasta donde Amelia estaba acariciando el morro
de su caballo y dándole hierba en la boca, y metió mano en la alforja. Extrajo un disco de

Precioso Daimon 101


metal rojo incrustado con cuatro piedras verdes y se lo mostró a Glidria.
–Sí, ya veo. Seguiste la pista correctamente, porque ese adorno parece hecho en Tise
y últimamente se han reunido allí un montón de kishimes, docenas tal vez. Ocuparon la
ciudad abandonada... Claro que yo no me he acercado, pero he escuchado a los
humanos hablar cuando pasan por el bosque.
–Eso es todo lo que quería saber... –replicó Grenio.
El viejo pasó junto a la humana y le clavó los ojos. Ella empezó a temblar
automáticamente.
–Así que es una descendiente del gran guerrero Claudio –comentó, tomándole una
mano con sus garfios largos y huesudos–. Deberías comértela.
Amelia sintió alivio cuando la soltó, y atónita, vio que le había dejado una fruta roja en
su mano. Glidria se reunió con Grenio y le preguntó:
–¿Sabes usar una espada?

Siguiendo las indicaciones del anciano, se dirigieron hacia las montañas, al lugar
donde antes funcionaba la herrería más importante que abastecía a Tise. Había sido
abandonada junto con la ciudad, pero según Glidria, entre sus restos todavía quedaban
piezas que jamás habían sido entregadas. El último maestro herrero había desaparecido
misteriosamente, tras adquirir fama legendaria.
No les fue difícil encontrar la cascada, junto a la que una enorme casa de piedra se
conservaba en pie, aunque invadida por la vegetación. Pasaron un puente de piedra que
cruzaba el arroyo, y se detuvieron a contemplar el panorama en una explanada donde
todavía podía apreciarse el piso de adoquines, comido por el musgo, y restos de mesas y
aparatos para forjar metal.
El troga se paró frente a la entrada, un arco coronado por un escudo guarnecido con
piedras verdes. Al poner los pies en el umbral, notó que en la penumbra interior las
alimañas salían corriendo asustadas con su presencia.
Amelia miró el sol bajando y las sombras que se proyectaban desde la espesura, que
prosperaba en ese ambiente fresco y húmedo. Sintió un escalofrío mientras espiaba el
entorno, esperando que en cualquier momento saltara algún ser extraño, monstruo o
duende, de entre los árboles y arbustos para demandar quién venía a perturbarlo. Oyó
crujidos: eran los pasos del troga adentro. Esperó, paciente pero intrigada por saber qué
venía a buscar en este sitio abandonado.
Ya había recorrido varias salas, revisando antiguos hornos y pilares que posiblemente
usaban para colgar los instrumentos fabricados; hacía mucho que se habían llevado todo.
Los humanos se habían apoderado de lo que quedó para sus utensilios de labranza. Se
preguntó qué tramaría Glidria al mandarlo allí. Al fin, lo único que encontró al pisar por
casualidad una grieta del piso, fue un arcón de madera cubierto de tierra. Lo sacó afuera.
En principio tenía un candado, pero lo habían forzado. Contempló el trozo de metal
retorcido: no estaba roto o cortado sino derretido, quemado. Lo puso a un lado y levantó
la tapa, esperando encontrar, por alguna vuelta del destino, una fabulosa hoja que
esperara por él.
Sólo había algo de polvo en el fondo.

Precioso Daimon 102


Enojado y preocupado, porque tal vez el troga en el que había confiado trabajaba para
los kishime, volvió a poner la tapa en su lugar. Suponía, a partir de la idea troga de que
un clan pasaba su conocimiento de generación en generación, que en algún lugar debía
quedar algún herrero tan bueno como el anterior herrero de Tise.
Lo único que restaba de la herrería eran los adornos de las paredes y este exquisito
cofre recubierto de símbolos. Algunos humanos usaban esos dibujos para enviarse
mensajes y poner sus nombres, ya los había visto grabados en los edificios antiguos y en
rollos de piel sobre los cuales pintaban. Si hubiera tenido al tuké habría sabido qué
significaban. Grabó en su mente los símbolos representados sobre la entrada y en la tapa
del arcón.
Mientras Grenio estudiaba la caja de madera, Amelia seguía con la inquietante
sensación de que la vigilaban mil ojos ocultos en el bosque, y agotada tras una larga
jornada. No había comido en todo el día, recordó, y tenía la fruta que le dio el troga. No la
había probado por desconfianza, pero a esta hora prefería correr el riesgo. La lavó en el
río y con gesto de quien va a la horca, la mordió. Era una fruta dulce, jugosa como un
tomate. Podía ser veneno, pero estaba deliciosa. ¿Por qué se la había dado? Imaginó
que el viejo la veía como un mono de circo o la mascota de un amigo. Bueno, le daba
igual.
Se desperezó, y miró hacia el valle. Le extrañó la columna de humo que se alzaba
poco más abajo, demasiado espesa para ser la fogata de un campamento o un hogar. Si
no la engañaban sus ojos, también veía un resplandor rojizo detrás de la floresta.

Cáp. 3 – Kiren

De regreso, pasaron por una aldea humana que había sido atacada e incendiada.
Grenio había percibido el olor agrio del humo y la pestilencia de los cuerpos mucho
antes de que la espesura del bosque les permitiera divisar las llamas. Algunas chozas ya
habían ardido completamente y sólo quedaban carbones y ceniza. Amelia se tuvo que
cubrir la boca y nariz con la manga de su casaca para no vomitar: por todos lados había
cuerpos caídos, mutilados o quemados. Mujeres, hombres y niños; todos los habitantes
de la aldea habían sido masacrados. Algunos habían sido asesinados de frente sin llegar
a usar las azadas y palas tiradas junto a sus cadáveres, y otros mientras trataban de
escapar.
–¿Quién hizo esto? –susurró Amelia, evitando mirar directamente las cruentas
heridas–. ¿Humanos? ¿Trogas?
Grenio se volvió hacia ella y pareció negar esto último mediante un sacudón de cabeza
enérgico:
–Fra.
El olor, además de las marcas, señalaba a un grupo bastante numeroso de kishime
como causantes. Desconcertado, porque nunca había oído que atacaran en grupos, y
menos a cualquier humano, revisó el lugar para ver si hallaba algo particular que
quisieran obtener. Pero parecía un simple caserío de pastores pobres, sin armas ni
herramientas sofisticadas.
Amelia quedó anonadada con la imagen en sus retinas, y ni todo el cansancio del

Precioso Daimon 103


mundo le dejó cerrar los ojos. Permaneció arropada en su manta mirando el fuego que
Grenio preparó en un claro, abierto a la luz lunar y libre de malos olores. Sentía el rumor
de un arroyo y el ulular de los insectos o animalitos nocturnos, lo cual en otras noches le
habría parecido agradable pero hoy sonaba tétrico.
Al final se durmió y soñó con el fuego que casi la había alcanzado en Frotsu-gra, pero
en su pesadilla se veía a sí misma carbonizada, un cuerpo inmóvil que de pronto abría los
ojos y pretendía salir caminando a pesar de que ya había muerto. Alguien la miraba con
impotencia de no poder alcanzarla, y entonces un ser de ojos fríos, cabello largo y piel
luminosa, le tendía los brazos.

–Deli, Sulei –se disculpó Bulen entrando en el salón del palacio elegido como cuartel
general, un recinto sin salidas al exterior.
Contempló el artefacto que Sulei había ordenado desenterrar del subterráneo del
edificio y trasladar allí. Tenía la forma de una pirámide trunca, de tres metros de alto y
casi dos de base, con grabados sobre la piedra oscura, opaca de la que estaba hecho.
En ese momento, su jefe tenía puestas sus manos encima, sintiendo la textura y frialdad
del material.
–Algo no anda bien... –comentó, entrecerrando los ojos, luego retiró sus manos y le
prestó atención a Bulen.
–¿Para qué piensa utilizar eso?
–Ah, más adelante verás, si lo puedo hacer funcionar. ¿Cómo les fue a los nuevos
reclutas?
Bulen hizo un recuento detallado del desempeño de los kishime mandados por el
Consejo. No sobrepasaban los doce años y tenían buenas cualidades, como era de
esperar de un kishime que sobreviviera la infancia; pero todavía se mostraban inexpertos
en la lucha y en seguir órdenes.
–Era de esperar –reconoció Sulei mientras salían de ese lugar oscuro y subían al hall–.
Los jóvenes de hoy en día no han sido preparados para la guerra. Sólo mi Casa ha
mantenido el ideal del soldado. El resto del Kishu sólo se contenta con subsistir,
aburridos, en los rincones de este mundo, afirmando al mismo tiempo que somos la raza
más poderosa y que al final prevaleceremos. ¡Hay que demostrarlo! ¡El tiempo es ahora!
Después de todo, la profecía está cerca.
Bulen nunca le había visto un rostro tan serio y esa expresión enérgica. Pasaron por
donde los kishime que recién habían vuelto de su práctica se alineaban para escuchar las
evaluaciones de su instructor. Se trataba de una decena de muchachos pálidos,
delgados, de rasgos delicados, que observaron con admiración a Sulei, el nuevo miembro
del Kishu. Les habían dicho que ya tenía el doble de su edad y que podía acabar con
cualquiera, no importaba cuan poderoso fuera.
Sulei saludó a los jóvenes con una sonrisa que les infundió confianza.
–¿Cuál fue el resultado, Sadin? –preguntó al instructor, quien parecía un doble de
Bulen.
–Todos los humanos murieron en la acción. Después quemamos la aldea, como
solicitó.
–Ya veo que les resultó fácil. Ningún herido.

Precioso Daimon 104


–La resistencia fue nula, señor. Si fueran trogas...
–Pide demasiado, Sadin. Bulen les ordenará algún otro ejercicio, estén prontos –replicó
Sulei, riendo, y les anunció a los jóvenes–: Si pasan mi entrenamiento, pueden tener una
espada como esta.
Días antes se había traído las mejores armas que se podían encontrar, y estaban
colocadas en exposición sobre una mesa larga. Las hojas metálicas refulgían con tonos
rojos y verdes bajo los enornes candelabros que iluminaban el interior del palacio.
–¿Hay algo que quieras decir? –preguntó Sulei a su acompañante, notando su espíritu
inquieto y mirada ausente.
En la terraza del primer piso, recibieron los primeros rayos del sol.
–Sí, pensaba en tus palabras –Bulen lo miró confuso–. No entiendo por qué ha
decidido el Kishu pelear ahora, luego de permanecer quieto por mil años.
En la última guerra entre trogas y kishime, mil años atrás, generaciones enteras de su
raza habían perecido. Más tarde se recuperaron, pero para entonces si querían dominar
el mundo no sólo debían vencer a los trogas, sino también a los humanos, que tenían a
su favor su número: se procreaban en cantidades, y vivían en ciudades bien defendidas
con ejércitos eficaces.
–No es porque seamos pocos, como te habrán enseñado en la escuela comunal. Es
que el Consejo se volvió perezoso, y atemorizado por creencias supersticiosas de las
cuales no tienen ni idea... ¿Cuántos de ellos saben leer nuestros antiguos escritos y
conocen nuestra historia? –Sulei chasqueó los dedos–. Se tranquilizaron con el cadáver
de una humana cualquiera en lugar de la verdadera, creen que el sofu ya no existe. Era
fácil convencerlos en ese momento.
–Es cierto que con nuestros poderes... –asintió Bulen, fijándose en los humanos que
habitaban del otro lado del río–. Esos humanos decadentes... ni siquiera saben que
estamos acá.
–Muchos no creen que existimos, ha pasado tanto tiempo desde que salimos a la luz
del sol –se burló Sulei–. Bueno, peor para ellos.

Se despertó empapada en sudor, temblando. No podía deshacerse de los sueños,


pero este había parecido tan real que creyó haber tocado a esa persona, u otra cosa, que
trataba de comunicarse con ella, como si quisiera ayudarla o avisarle algo importante.
Había amanecido. Miró a su alrededor. Estaba sola por el momento, pero seguro que
el troga no se había alejado mucho. A veces se iba, pero la seguía vigilando para que no
se le escapara. En verdad, no la dejaría en paz nunca. Necesitaba volver a la Tierra para
sentirse segura.
A veces le daba lástima lo que le sucedió a su familia, pero otras veces lo odiaba por
haberla metido en este problema. Si estaba allí en un mundo extraño, era todo su culpa.
Y encima, nada había salido bien. Cuando creyó tener un medio para retornar a su hogar,
se lo robaron. Tobía la podía ayudar, y desapareció. Los trogas trataban de matarla y los
kishime creían que significaba el fin del mundo. Había mucha muerte alrededor. “Esta
mala suerte... ¿será obra de la tal profecía? Están todos asustados, excepto este terco
que sólo piensa en vengarse. ¿Sabrá lo que veo en los sueños? Si pudiera contarle...”
No, era inútil. Aunque hablara con Grenio, no creía en que fueran a hacer las paces y

Precioso Daimon 105


ser felices por siempre.

Grenio había salido a recorrer el lugar para estar seguro de que estaban solos. Tenía
que estar prevenido, ahora que los kishime sabían que había llegado. La luz matinal
iluminaba con su gracia el follaje verde y las ardillas correteaban entre las ramas sin
tenerle miedo. Un arroyo corría alegre entre las rocas brillantes. Los picos se alzaban en
la lejanía, envueltos en una neblina azul.
Alguien se acercaba. Las hojas muertas crujieron y un par de criaturas del bosque
huyeron lanzando gritos. Se mantuvo quieto contra el tronco de un árbol y esperó.
Una pequeña se acercó corriendo por el sendero, mirando cada tanto hacia atrás como
si la persiguieran. Pasó por su lado sin percatarse de su presencia, pero se detuvo unos
metros más allá, helada. La niña llevaba un vestido con el ruedo rasgado y manchas de
tizne. Volteó la cabeza y lo miró con ojos dilatados por el miedo. Aunque Grenio no hizo
ningún movimiento, su cuerpo esbelto se accionó como por un resorte, y la niña se perdió
entre los arbustos. Supuso que provenía de una aldea del valle, y estaría asustada por
haber presenciado el ataque de la noche anterior.
Volvió al campamento y se encontró con que la humana ya había recogido sus cosas,
se había cambiado de ropa, y estaba sentada con la cabeza inclinada y las manos
enlazadas sobre el regazo. Era una actitud extraña, como si lo esperara.
Ella alzó la cabeza, lo miró a los ojos, que era poco usual en ella, y le hizo una seña.
Grenio se acercó y se acuclilló a su nivel. Amelia lo miró con intensidad, quería que sus
palabras entraran de alguna forma en su cabeza. Al final, señaló el lugar en su pecho
donde lo habían herido y había sanado y alzó las cejas, inquisitiva. Grenio no movió un
músculo. Amelia intentó tocando su propia cabeza y la del troga, indicándole que en
aquel momento se habían entendido.
–Tre...? –preguntó Grenio, sabiendo que intentaba comunicarse pero sin entender.
Amelia señaló de nuevo sus cabezas e hizo un ademán de estar dormida.
–Tatsa.
–En mis sueños... vi a Claudio –se señaló a sí misma.
–Jo-rri Claudio –repuso él, señalándola.
–Y al troga... pelearon y... había un bebé –Amelia no estaba segura de que toda su
gesticulación fuera comprendida.
Grenio asintió, bajando la cabeza. Sabía perfectamente que en el mundo del sueño
había visto a sus antepasados en medio de una batalla, porque compartía las mismas
visiones cuando dormía cerca de ella. ¿Por qué sacaba eso ahora?
–¿Me entendiste?
Amelia sintió un tremendo alivio, iba a explotar por pasar tanto tiempo sin hablar con
nadie.
Pero entonces, ¿cómo le explicaba que en la última noche, había visto a Claudio, una
mujer quemada y en lugar del troga, a otra persona totalmente distinta?
–Sa... –murmuró Grenio, sobresaltado, y al seguir su mirada ella se percató de que
estaban siendo observados fijamente por una niña.

Precioso Daimon 106


Tendría siete, u ocho años, estaba flaca y medio sucia, y dura como una estatua, los
miraba con ojos redondos, asombrados, mientras ellos estaban enfrascados en su intento
de charla.
De inmediato se separaron, y Grenio amagó ir hacia la niña, que no atinó a moverse.
Las piernas le temblaban. Amelia se apiadó de su aspecto frágil y temeroso, y se
interpuso, colocando las manos sobre los hombros de la pequeña para tranquilizarla. La
niña sollozó y miró de soslayo al troga, que cruzado de brazos, se preguntaba qué querría
esa criatura.
–Sh... no le hagas caso –la consoló Amelia, pasándole un brazo por los hombros y
secando sus lágrimas. Le sonrió y preguntó–. ¿Cómo te llamas? Yo soy Amelia, Amelia –
se señaló.
La niña sorbió sus lágrimas y tartamudeó: –K-Kiren.
“Qué lindo nombre y qué tierna que es...”. Era una bonita niña debajo de todo el tizne.
Parecía maltratada. “¿Qué le habrá pasado?”
Grenio la interrogó, de dónde venía y dónde estaba su familia. La niña dudó en
contestarle a ese monstruo, pero como la muchacha le daba confianza y estaba con él, le
contó que venía huyendo de su aldea, y que todos estaban muertos luego de que vinieron
unos muchachos malos, con espadas y fuego.
Por sus ademanes, y la tristeza en su rostro, Amelia se dio cuenta de que la pobre niña
había sufrido peor suerte que la suya, y se hallaba sola. A pesar de la obvia molestia del
troga, no iba a dejarla, por lo menos hasta llegar a una aldea, y como parecía que Grenio
había decidido encaminarse hacia la ciudad de muros blancos, Amelia resolvió que la
niña los acompañara e incluso le cedió su montura.
Para el troga sólo era un estorbo, pero al rato se dio cuenta de que la niña se refería a
la ciudad con un constante “Dilut, Dilut”. Cuando salieron del bosque, los muros se
alzaron ante sus ojos, imponentes sobre la campiña, y Kiren gritó asustada. Podía sacarle
algo. Los malos se escondían allí en el palacio alto, dijo, escondiendo su cara entre las
crines por las cuales se sujetaba del caballo. Amelia la calmó con unos golpecitos en la
espalda, y le dio una fruta que había recogido en el camino, igual a la que le regaló
Glidria.
Los ojos de Grenio ardieron al contemplar la torre que se erguía en el centro de la
ciudad. Iba a averiguar qué tramaban y por qué se metían con él los kishime, pero sobre
todo esperaba acabar con el tal Bulen.

Cáp. 4 – En el interior del Palacio

Sulei, luego de asegurarse de estar a solas, bajó unos escalones y caminó por el largo
pasillo que se internaba en el subterráneo del palacio. Había prohibido que sus hombres
se acercaran, y así lo habían cumplido. Sólo Bulen y un sirviente sabían que al final del
oscuro y estrecho corredor, un humano languidecía en una de las celdas. Dos veces por
día el sirviente le dejaba comida y agua, cuidándose de no ser visto por otros kishime.
Tobía sintió el quejido de la puerta oxidada y levantó la cabeza. La única luz entraba
por una pequeña abertura redonda cerca del techo. El kishime que lo había recibido el
primer día apareció en el umbral. Por un momento vio claramente que su rostro que lucía

Precioso Daimon 107


una ligera sonrisa, por el rayo de luz le daba directamente, luego Sulei se movió hacia las
sombras y él se enderezó, incómodo.
–¿Cómo se encuentra? –le preguntó el kishime como si conversara con un viejo amigo.
Tobía no le contestó. Sulei le daba escalofríos porque sonreía y hablaba afablemente,
lo que en su situación resultaba chocante.
–Tuké Tobía ¿cierto? –continuó Sulei, con gesto amable–. Supuse que estaba aburrido
después de tantos días de encierro, así que vine a traerle novedades.
Tobía trató de distinguir su expresión en la penumbra. También miró la puerta, que
había quedado entreabierta.
–No se preocupe por salir, ya que tenemos noticias de que han venido a rescatarlo.
–¿Han venido?
–Pero no creo que sólo un troga y una pobre chica humana puedan pasar por
cincuenta de nosotros –agregó el kishime.
–Ella... –Tobía había estado pensando todo ese tiempo, y había llegado a la conclusión
de que si lo habían atrapado en Frotsu-gra, tenía que ser una trampa con la finalidad de
atraer a Grenio a un lugar donde corría con desventaja–. Ustedes quieren...
–Ya se habrá dado cuenta de que no nos interesa su vida, y que sólo nos sirve de
carnada.
El corazón de Tobía comenzó a latir con fuerza.
–¡No! –exclamó–. Grenio no va a venir a rescatarme a mí... si viene es para hacerlos
pedazos a Uds.
Sulei asintió, alegre:
–Así es. Pero tú quieres permanecer con vida, supongo...
El kishime pasaba de la amenaza a un tono de tentación.
–¿Qué quiere? –replicó Tobía, frunciendo el ceño.
–No se ofenda por lo que voy a proponerle. Piénselo... Su vida y las valiosas piedras
de su templo, a cambio de la humana. No, no se altere. Considere... recuperar algo que
han cuidado por incontables generaciones a cambio de una joven que apenas conoce.
Sulei se retiró antes de que supiera responderle. Tobía permaneció turbado,
demasiado enojado como para contradecirlo.

Esquivando con cuidado toda presencia, Grenio se escurrió por calles destruidas,
cubiertas de polvo y escombros, y saltó por los techos hasta alcanzar su destino sin ser
descubierto.
El palacio constaba de tres torres cilíndricas que se elevaban sobre una construcción
formada por varios pisos de terrazas. Eso le daba una apariencia particular según la
fachada por la que se lo observara. Grenio examinó el lugar desde edificios próximos y
decidió evitar las terrazas del oeste, puesto que por las ventanas divisó señales de
actividad, jóvenes que estaban practicando lucha. Al final, eligió la fachada sur para
entrar, por una sección escalonada que terminaba en un estanque seco. Saltó
rápidamente los cinco niveles hasta llegar arriba. Una fuente vacía, adornada con

Precioso Daimon 108


esculturas representando hojas, flores y animales, se abría en el centro de un balcón con
piso de mosaico y rodeado de puertas que daban paso a la penumbra interior.
Esta parte del palacio estaba medio derruida y llena de humedad, tierra y musgo.
Siguió su olfato y caminó por pasillos anchos que daban vueltas, finalizaban en
escalinatas y salones, subían y bajaban, formando un gran laberinto.

Sulei emergió de las regiones más bajas y se sorprendió al encontrarse de frente con
Bulen.
–¿Qué pasa?
–Están aquí, Sulei.
–Bien, déjalos que se aproximen un poco más y luego haz lo que te dije. Yo me ocupo
de ella. Y que nadie interfiera.

Miró por la rendija de la ventana, para asegurarse de que la calle seguía vacía. Kiren
seguía sentada y sacudiendo las piernas sobre una antigua mesada de piedra, al fondo
del cuarto donde las había dejado Grenio. Amelia la envidió, ya que pasado el susto,
jugaba como cualquier niña, con algo que había encontrado entre sus cosas. Miró afuera
de nuevo, y segura de que nadie los había seguido y nadie las vigilaba, se dirigió hasta la
niña a indagar qué objeto estaba revolviendo entre sus manos.
Sorprendida, Amelia le quitó el colgante. La niña la miró con grandes ojos asustados,
por su movimiento brusco, pero al segundo se distrajo con un insecto que estaba
anidando en una grieta de la mesa. Ella estudió el adorno, un círculo dividido en cuatro
gajos, cada uno ocupado por una piedra verde, y se lo colgó del cuello. Grenio lo había
puesto entre sus cosas, así que no lo consideraba importante. No había ido a la ciudad
para buscar al secuestrador de Tobía, sino por un motivo personal. Lo único que le
interesaba era pelear.
Miró a Kiren, indecisa, y al final se dirigió a la niña y le hizo una seña para que se
quedara quieta, callada, sin salir de esa casa abandonada, y cuidara del caballo. Se
despidió y tapó bien la entrada, no fuera que alguien pasara y la viera adentro. La casa
estaba ubicada a la sombra de la muralla. Amelia comenzó a caminar mirando para todos
lados y evitando separarse de los muros. Parecía un pueblo fantasma; ni un sonido,
nada, excepto el rumor de sus propios pasos.
Cerca del centro, comenzó a sentir un murmullo. Al final de la calle, que desembocada
en un espacio abierto, le pareció ver una sombra pasajera. Se apretó contra la pared, el
corazón golpeándole en el pecho como para romperle las costillas. Miró de nuevo: nada.
Pero no podía continuar en esa dirección, de la que provenía claramente un ruido de pies
arrastrados. Se dio cuenta de que podía usar un muro destruido por el paso del tiempo
como escalera para subir a la azotea de la vivienda contigua, y desde arriba, observar
qué sucedía del otro lado.
Se arrastró sobre su vientre, con sigilo, hasta el borde de la vivienda, y espió por
encima del pretil.
Un grupo de jóvenes formados en rectángulo hacían ejercicios marciales, guiados por
un instructor también de apariencia juvenil y túnica gris. “Parecen humanos... son muy
ágiles...” Los contempló por un rato: practicaban con una vara de madera, arrastrando los

Precioso Daimon 109


pies al avanzar y luego saltando y golpeando el aire, en imitación de los movimientos de
su maestro. Lo extraño era que todos esos jóvenes de túnica blanca e inmaculada, no
emitían sonidos, no jadeaban, ni respiraban fuerte, parecían incansables y su maestro no
les daba órdenes. Sus brazos y piernas fluctuaban al unísono, y en sus rostros no se
reflejaba ninguna emoción.
Amelia estaba sudando, inquieta. Se apartó de su puesto de observación, sintiendo
que si se quedaba más tiempo se iban a percatar de su presencia.
Dio un rodeo por las calles y al mirar hacia arriba, notó que estaba muy cerca de las
torres altas que había visto de lejos. Había algo ominoso en las tres torres blancas, lisas,
que parecían intactas en medio de aquella ciudad ruinosa. Temió que el eco de sus
pasos despertara a los habitantes fantasmales de esos palacios que parecían observarla
desde las ventanas. Luego se rezongó, porque lo más temible que podía encontrarse era
a uno de esos trogas o kishime, y eran seres de carne y hueso. Tenía que ser cuidadosa.
En eso, mientras dudaba en qué hacer a continuación, seguir o volver y esconderse,
un hombre alto, vestido de gris hasta los pies y con cabello largo, pasó caminando a una
cuadra de distancia. Sin apartarse de la galería que la protegía, Amelia siguió a la figura
que tenía un aire similar al de Bulen.
Si era él, tenía la esperanza de que viéndolo a solas, se decidiera a ayudarla. ¿O qué
podía haberlo cambiado tanto desde la vez que le salvó la vida? En el fondo, no podía
creer que con ese rostro de ángel no fuera una buena persona. Debía tratarse de un
malentendido.
Sin darse cuenta, cruzó la avenida en dirección al palacio.
La figura se había internado en su interior tras subir una amplia escalinata que se
elevaba desde la calle. Amelia se detuvo al pie de los escalones, sintiéndose desnuda en
ese espacio abierto. Pasmada, advirtió que sobre la enorme puerta de entrada había un
relieve decorado con gemas verdes. Lo comparó con el colgante y comprobó que el
diseño era idéntico. Una sensación de alegría la invadió, pues parecía que el destino la
había guiado. No tenía ninguna razón para tomar el adorno y seguir a ese hombre y sin
embargo, había llegado al lugar indicado.

Su instinto le había dicho que revisara abajo. Si quería descubrir que tramaban, las
respuestas estarían en las profundidades. Logró desenredar su camino hasta las
bodegas y pasillos del sótano; allí captó la esencia de un kishime.
Estaba oscuro, olía a moho y se oía un rumor de agua corriente. Una ráfaga de aire
rancio lo guió hasta un salón circular del que partían cuatro pasillos. Trató de ubicar la
pista pero en ese punto se confundía, así que optó por una puerta cualquiera,
descendiendo una cantidad de peldaños estrechos excavados en la piedra. De repente se
frenó. Un escalofrío recorrió su espalda y se clavó las garras en la palma de sus manos.
Grenio nunca había tenido tanto pavor.
Había desembocado, al final de la escalera, en un recinto circular y abovedado, una
cueva artificial. La luz de tinte verdoso provenía de una lámparas adosada a la pared,
fabricada con lascas de cuarzo verde. En medio de ese ambiente turbio, habían colocado
un gran armatoste negro, con grabados relucientes en sus cuatro costados. Grenio no
supo definir qué podría ser aquello: tal vez una caja, pero no veía aberturas, o un adorno
antiguo. Sin embargo, su piel se heló al contemplarla, presa de un inexplicable terror.
Entonces, distinguió otra cosa colocada contra la pared detrás de la pirámide negra, un

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artefacto coronado de cables y tubos, formado por un cuerpo gran cilíndrico de vidrio y
metal.
Sus ojos no necesitaban mucha luz. Pudo ver con claridad el contenido gracias al débil
reflejo en la superficie. Dentro de ese recipiente exótico, en un líquido espeso, flotaba un
cuerpo.
Se trataba de un troga y Grenio lo reconoció. No había imaginado encontrarlo allí, en
ese estado. No le agradaba, pero ese final tan perverso, insólito, no lo merecía Tavlo a
pesar de ser un vendido. Se acercó con recelo. El cuerpo, desnudo, estaba atravesado
por varillas que lo sujetaban al soporte metálico del cilindro. Sus ojos entreabiertos y
lechosos le daban una expresión melancólica a su rostro, como si lamentara lo que le
había sucedido.
El troga nunca había escuchado que los kishime hicieran algo así. Sólo podía entender
que a Tavlo lo habían asesinado para algún uso muy particular. Tenía que salir de allí y
enfrentarse de una vez con el kishime. En ese lugar no iba a encontrar más respuestas.

Amelia pasó la entrada y se halló en un amplio salón abrazado por dos escalinatas.
Podía ir a la derecha o a la izquierda. Se preguntó por donde se habría desvanecido el
kishime. Notó que todo relucía, los pisos brillantes y las paredes pulidas demostraban un
gran cuidado; aunque por fuera el edificio parecía abandonado. Por lo demás, estaba
muy silencioso. Sus pasos resonaron en las paredes vacías.
Vacilante, ahora que ya estaba adentro, recapacitando que sería peligroso si la
sorprendían allí, siguió la pared y descubrió que debajo de la escalera se abría una
habitación alargada, donde había una mesa dispuesta con incontables armas blancas de
todos los tipos y tamaños. Se dio cuenta de que se había precipitado al venir.
Guerreros entrenando, armas, ¿con quién pensaban luchar? Recordó la gente de la
aldea, todos masacrados. Eran tan fuertes como para ganarle al troga, y los humanos no
tenían oportunidad si los kishime decidían atacar. Pero Tobía le había dicho que hacía
más de quinientos años que no había una guerra entre las distintas razas, porque los
trogas eran poquitos comparados con los humanos, y a los kishime no parecía
importarles el resto del mundo.
Algo interrumpió sus pensamientos, una sensación desagradable como si alguien la
observara. Se dio vuelta, alarmada.
Un joven, calvo y vestido de pantalón y camisa negra, estaba parado en el otro
extremo de la sala.

Cáp. 5 – Trampa

Grenio volvió sobre sus pasos, subió la escalera, y se encontró de nuevo en la


confluencia de las cuatro puertas, al mismo tiempo que dos kishimes emergían de
direcciones opuestas.
Uno era el sirviente que venía de llevarle el agua a Tobía, y se sorprendió al verlo. El
otro era Sadin, encargado de inspeccionar el lugar en su busca, y enseguida se puso en
guardia, sacando el látigo que traía enrollado en su cintura.
Antes de que se pudiera mover, Grenio se vio aprisionado por un lazo que parecía una

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columna vertebral, compuesta de pequeños huesos hilados sobre la cinta de metal, de
tan sólo un centímetro de diámetro. Dobló su brazo izquierdo e intentó romperla con sus
garras, pero el hilo era indestructible. A la vez notó que el sirviente se le venía encima con
un cuchillo que había sacado de entre sus ropas. De este se libró con un golpe en cuanto
se arrimó, al tironear hacia delante al mismo tiempo con todo su cuerpo, arrastrando al
otro. Sadin perdió el balance por la fuerza inesperada del troga, torció la muñeca y el
látigo se aflojó.
Grenio había tomado al sirviente por el cuello y lo lanzó por una puerta. En su celda,
Tobía sintió ruidos que provenían del pasillo y el quejido que emitió el kishime al rodar
escaleras abajo. Por un momento, esperó que vinieran por él.
Sadin trató de enlazarle el cuello, mientras el troga ya estaba corriendo hacia la salida.
Vio venir el ataque y cazó la punta del látigo en su mano. Este se enroscó en torno a su
muñeca, salvando su cuello. Luego le dio un tirón, pero Sadin estaba preparado y se dejó
guiar por el movimiento, saltando con ligereza hacia el propio Grenio a la vez que
extendía un brazo. El troga se inclinó, esquivando el directo, y notó con admiración que al
golpear la pared en lugar de su pecho, el puño del kishime se hundió dejando una cicatriz
profunda en el muro.
–¡Jo fra to! –exclamó, dándole un codazo en la cabeza.
No le interesaba entretenerse con este kishime. Corrió escaleras arriba, emergiendo de
las profundidades a una zona iluminada del palacio. Por suerte ahora llevaba la daga en
su mano, porque al llegar al nivel de la calle, lo esperaban cinco jóvenes, avisados de que
había una conmoción que atender. Expectantes, rodearon la puerta que les habían
prohibido traspasar, esperando que también les tocara un poco de acción para demostrar
su habilidad.
Grenio se detuvo y los examinó, tranquilo. Entre ellos no se encontraba Bulen. Les
preguntó dónde estaba su jefe pero no le comprendieron o no les interesaba responder.
Él levantó su brazo armado sobre el pecho en actitud defensiva. Los kishime
permanecían inmóviles, con la mirada fija y casi sin respirar.
De pronto todos se pusieron en movimiento al unísono, atacando desde todas las
direcciones. Eran rápidos, pretendían confundirlo y rodearlo. Pero Grenio no se dejó
intimidar por su velocidad y sutiles movimientos, sino que se lanzó resuelto hacia delante,
esquivando un golpe a la derecha y parando una estocada por la izquierda. Se zambulló,
empujando a dos que lo atacaron de frente y lanzándolos contra sus otros compañeros.
Giró, logró tomar a uno por el pelo y lo abatió contra el piso, mientras hería con una
cuchillada rápida al que lo atacaba por arriba, dejando un tajo en su hombro.
Alguien gritó y se vio librado del molesto enjambre de niños. Una línea voló hacia el
techo, y al impactar produjo una explosión de polvo y escombros. Grenio retrocedió de un
salto, esquivando los pedazos que cayeron donde estaba parado un segundo antes. Al
disiparse el polvo, vio a Sadin con el látigo colgando fláccido de su mano. Los otros
kishime se reagruparon, humillados al haber sido sorprendidos en desventaja por su
maestro.
Grenio inspiró una gran bocanada de aire y apretó los puños. Aceptó que iba a tener
que vencer a todos estos, para avanzar y enfrentarse con Bulen.

Sulei la contemplaba con curiosidad y una sonrisa hipócrita. Amelia sintió un escalofrío
cuando caminó hacia ella, las piernas le temblaron, y sin querer retrocedió. Tenía la

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sensación de que lo conocía, y le causaba desagrado, más que temor. Sulei se detuvo.
–No te asustes.
Amelia titubeó, porque lo comprendía: –¿No eres humano?
–No, como puedes notar, comunicarnos a través de nuestras mentes, aunque usemos
las palabras también, es una facultad que tenemos algunos kishime –explicó.
Amelia chocó de espaldas contra la mesa, donde estaban las armas.
–Es peligroso que una humana esté aquí –siguió Sulei, acercándose lentamente–. Por
ahora estamos ocupando este palacio y a la mayoría no les gustan los de tu especie.
Amelia lo miró con interés, preguntándose qué quería decir. ¿No pretendía hacerle
daño? ¿A él no le disgustaban los humanos?
–Ven –le dijo, tendiéndole la mano–. Tienes que salir de aquí.
Aferró su mano y la guió hasta la puerta, deteniéndose allí para espiar el exterior. Ella
lo siguió, aturdida, y al fin logró juntar el valor para preguntarle, susurrando, contagiada
de su actitud aparente de precaución:
–¿No hay un humano aquí? ¿Un monje llamado Tobía?
Sulei la remolcó por un corredor.
–Sí, creo que hay un humano encerrado por ahí.
–¿Está bien? –exclamó ella.
–Sí, está con vida. ¿Lo conoces?
Amelia suspiró, aliviada, y agregó: –Tengo que sacarlo.
Sulei sonrió con escepticismo. “No creerás que te voy a hacer las cosas tan fáciles...”
–Sola, no puedes enfrentarte con nosotros. Te dejaré ir por hoy... porque me
simpatizas.
Un ruido fuerte les llegó de adentro. Ella se detuvo, sobresaltada.
–¿Qué pasa?
Sulei tiró de ella, contestando con una sonrisa: –Hay un troga causando problemas.
Se metió por una puerta que ella no había visto antes y traspasando un pasadizo
oscuro y estrecho, terminaron en un jardín, seco y descuidado, a cierta distancia de la
entrada principal. El kishime la empujó hacia la calle, y le advirtió que debía tener mucho
cuidado en el camino.

Grenio miró a Sadin y a los otros. ¿Quién iba a atacarlo primero?


–No usen su poder dentro del palacio, por favor –dijo una voz–. Sulei se va a molestar
por este estropicio.
Viendo por encima del hombro, el troga notó que Bulen los observaba con su habitual
calma.
Los otros se retiraron en silencio.
Grenio lo miró, lleno de rabia al recordar lo que le habían hecho a Tavlo, y más porque
creía que estaban jugando con él desde el principio.

Precioso Daimon 113


–Supongo que has descubierto nuestros secretos... Es decir, podrías hacerlo si fueras
lo bastante inteligente –ironizó Bulen–. Pero entonces no te meterías en una trampa.
El troga se abalanzó sobre él y le tiró un golpe de puño. Bulen se movió apenas lo
suficiente para evitarlo y a la vez lo golpeó en la nuca con una mano, pasándole un poco
de electricidad que lo dejó obnubilado. Grenio se tambaleó pero logró mantenerse en pie.
–¿Qué quieres? –gruñó, dándose la vuelta–. ¿Es por la profecía que me trajeron aquí?
Bulen se detuvo un momento y después, lanzó un bufido.
–¿Piensas que tú nos interesas para algo? –exclamó con desdén y fingido asombro–.
Mientras te quedas jugando aquí, yo me quedaré con ella.
No iba a permitir que se burlara de él. Se tiró contra Bulen cuando comenzó a brillar, y
tan sólo llegó a tiempo de abrazar el aire. Aturdido, se dirigió a la salida, y allí se enfrentó
con Sadin que había permanecido vigilando afuera. El troga lo dominó antes de que
pudiera usar su látigo y lo dejó fuera de combate con una llave en su cuello que lo asfixió.
Su olfato y oído le comunicaron que en esa dirección había más enemigos. No podía
perder más tiempo, porque Bulen podía moverse instantáneamente de un lado a otro.
Siguiendo su instinto, tomó el camino por el que había entrado, por corredores
abandonados y salones sucios, corriendo tanto que al detenerse al fin en una terraza, su
visión se nubló. ¿Por qué no podía usar el poder de transportarse, por qué no podía
controlarlo? Deseaba salir de allí, y llegar rápido hasta ella, ¿qué más tenía que hacer?
Tuvo que utilizar el método tradicional, sus propias piernas para correr y saltar muros,
logrando alcanzar su destino en poco tiempo. Se detuvo a inspeccionar. No parecía haber
nadie en la cercanía, lo extraño era que esperaba encontrar a Bulen. Lo había engañado
de nuevo. Siempre comenzaba una lucha y después se retiraba sin terminar. Como si no
le interesara matarlo, tan sólo jugaba como un niño que se dedica a sacarle las patas a
un insecto.
Encontró a la pequeña sola en el escondite. Todo parecía en orden, y la niña no
mostraba miedo ni alarma. Le preguntó dónde estaba la mujer, y Kiren señaló la puerta.
–¿Se fue?
Tal vez se pensaba escapar. Le extrañó, sin embargo, que luego de insistir en traer a
la niña con ellos, la dejara abandonada. Los humanos se comportaban de forma muy
rara. Tenía que encontrarla, antes que Bulen. En ese momento, miró a Kiren, que se
había metido en un rincón, y notó algo extraño.

Cáp. 6 – Amelia actúa

Mientras trataba de hallar su ruta entre calles y ruinas que se veían todas similares,
Amelia recordó las palabras del kishime. Tobía estaba bien pero no podía rescatarlo.
Necesitaba ayuda. Difícil de conseguir cuando no podía comunicarse con nadie en ese
planeta. Del troga no podía esperar apoyo y ¿cuán dispuestos estarían los humanos a
hacer algo? Y si quisieran ¿tenían la capacidad de enfrentarse a esos seres que
ocupaban el palacio?
La puerta de la casa, que ella se había asegurado de tapar bien, estaba entreabierta.
Se acercó, con recelo, sin hacer ruido, casi sin respirar. Por un instante escuchó, y del

Precioso Daimon 114


interior le llegó un sonido sofocado. No dudó en entrar por la pequeña.
–¡Kiren!
El caballo relinchó, mirando la escena desde su rincón con ojos acuosos y resoplando
por la nariz. Kiren había buscado refugio contra la pared, estaba arrinconada y
visiblemente atemorizada por Grenio, quien se inclinaba sobre ella sin prestar atención a
la puerta. Amelia se quedó paralizada, al notar que amenazaba a la niña con su daga.
El troga notó su presencia cuando ella caminó, apurada, hasta su equipaje, y aplastó a
Kiren con contra la pared, el filo aferrado con la izquierda en alto para terminar con ella.
–¡Déjala! –le ordenó Amelia, con voz ronca, parándose a su lado.
Grenio sabía por su respiración que estaba agitada y tal vez, enojada, pero no podía
explicarle. Miró a Kiren con ojos encendidos de rabia, y ella le devolvió una mirada
inocente. Sorprendido, notó un dolor agudo en el pecho, y al mirarse, advirtió que la punta
de una espada sobresalía cerca de su corazón. Amelia había tomado la espada de
Claudio, y en el momento en que vio que iba a matar a la niña, una fuerza en su interior le
permitió levantarla y la hundió en su espalda.
Kiren, que había cerrado los ojos esperando lo peor, se sorprendió cuando la soltó,
viva. De un salto se apartó del troga. Con gran esfuerzo, Amelia extrajo la espada, y la
sangre brotó de su pecho inundando el suelo. Grenio dejó caer su arma para apretarse la
herida y se dobló, terminando de rodillas.
Amelia profirió un grito, asustada de su propio acto, y la espada se escapó de sus
manos temblorosas. Al parecer el troga no podía levantarse, y mientras tanto estaban a
salvo. Pero no quería quedarse. Tenía que salir de allí.
Recogió sus cosas, logró poner la espada de nuevo en su funda, tomó la brida y sacó
afuera al animal. Tuvo que volver, al notar que Kiren no estaba con ella. La niña seguía
parada junto al troga, mirándolo. Murmuró algo, y Grenio le contestó con un gruñido. Sólo
su voluntad lo mantenía arrodillado. Al fin el dolor y la pérdida de sangre pudieron más y
se derrumbó. Queriendo huir lo más pronto posible de esa imagen, Amelia tomó a la niña
de un brazo y la sacó a la fuerza.
Corrieron a la sombra de la muralla blanca, hasta llegar a un agujero por donde se
podía ver el campo. La ciudad estaba rodeada de una campiña floreciente y suaves
lomas que se extendían hacia el río. Del otro lado, se divisaba una mancha oscura donde
los humanos habían levantado un caserío, despejando el terreno para poner sus corrales
y plantar.
Amelia puso a Kiren sobre el caballo y ella caminó entre la hierba que le llegaba hasta
el pecho, sudando y agitada, no por el ejercicio, sino por el miedo. No tenía idea de qué
se le había metido al troga para atacar a esa niña, pero si esa era su naturaleza, ya no
podía permanecer a su lado. Ahora se daba cuenta de que debía haber escapado mucho
antes.
¿Qué iba a hacer ahora? No estaba muy segura, lo primero era poner suficiente
distancia entre ellos, porque no confiaba en que su herida lo detuviera. Después de todo,
era como un monstruo. A continuación, conseguir ayuda de los humanos o los kishime.
Tal vez podía contar con Bulen. Encontrar a los tukés y contarles lo que había sucedido.
Mateus tendría alguna idea de cómo rescatar a Tobía y a las gemas que la devolverían a
su hogar.
Bueno, imaginarlo era fácil, pero no tenía idea de cómo llevar a cabo su plan.

Precioso Daimon 115


–Ar la –señaló Kiren con emoción, y la sacó de su mundo.
Estaban cerca del río. Un poco más arriba, unas rocas que sobresalían del agua
marcaban un vado por el que podían cruzar la corriente. Del otro lado, pastaban unos
animales.
El agua era fría y las rocas resbaladizas. Amelia miró con asombro los peces que
pasaban entre sus pies, como flechitas minúsculas de plata y oro.
Entraron en la aldea, silenciosa y desierta. ¿Nadie se encontraba en casa? Inquieta, se
volvió hacia Kiren. La pequeña observaba todo con rostro serio, atenta.
Decició investigar y Amelia metió la cabeza por una puerta. Las chozas constaban de
una sola habitación, y en esta no había ni un alma. Revisó las otras casas con igual
resultado. Al final, se detuvo indecisa en medio del poblado. Había objetos tirados,
recipientes llenos de comida y los animales andaban sueltos, como si todos hubieran
desaparecido de golpe.
Aunque le parecía un delito, tomó algo de su comida y un cuerno que le podía servir
para llevar agua. Le indicó a Kiren que la siguiera y se fueron a sentar a la orilla de un
arroyo que desembocaba en el río, ocultas entre unos arbustos. Se sentó con la cabeza
entre las manos, deprimida, mientras Kiren se dedicaba a dar cuenta de las provisiones.
No podía comer, recordando que había herido de muerte a alguien, aunque no fuera
humano. A pesar de que la había sacado de su planeta, de su vida normal y había
amenazado con asesinarla, no se sentía contenta con lo que había hecho. Esa espada
estaba maldita, seguía clamando por la sangre del clan Grenio. Si estaba muerto, ella
había acabado con la vendetta, pues ya no quedaba ni uno solo con ese nombre.
Un grito llegó desde la aldea. Se levantó de un salto. Kiren dejó de masticar un
momento, miró en esa dirección, y luego siguió comiendo con tranquilidad.
Amelia se acercó a un arbusto y miró entre las hojas. Le hizo una seña a la niña para
que se mantuviera callada, pero no era necesario porque Kiren no había pensado emitir
ni un sonido. Si no la engañaban sus ojos, una línea de humo se levantaba hacia el cielo
pasando el caserío. Tal vez los habitantes estaban reunidos allí en este momento, y por
eso no había encontrado a nadie. Decidió acercarse.
Dio un rodeo y salió del otro lado del follaje. Corrió medio agachada por el campo, la
aldea quedó a su derecha. Paró detrás de un árbol, para mirar con cautela quién había
encendido la fogata.
Ante sus ojos se desarrollaba un espectáculo que le costó comprender. Había un
montón de bultos en el suelo, que luego de un momento pudo reconocer, eran cuerpos.
Sus ropas rústicas los identificaban como campesinos. Tirados unos sobre otros, en
posiciones incómodas, como si los hubieran amontonado. No estaban vivos. Algunos
yacían de cara al piso y de otros pudo ver sus rostros congelados en la máscara de la
muerte, con expresión de sorpresa o sufrimiento según sus últimos momentos. El humo
provenía de unas ropas que habían tomado fuego.
Rodeando la escena, cuatro muchachos, vestidos con largas túnicas azules y grises,
parecían estudiar el producto de su exterminio. Amelia se apretó contra el tronco,
temerosa de que notaran su presencia. Sin duda, se trataba de los mismos que había
visto entrenar en Tise. Ahora portaban sables, no varas de madera, y uno se miraba la
mano, extrañado, pues se había manchado de sangre y contaminado la tela de su
vestido.

Precioso Daimon 116


Reaccionando de pronto, Amelia dio la vuelta y corrió como loca. Tenían que alejarse
de esa ciudad.
Corrió, cortó camino entre medio de los arbustos y se frenó, atónita, al llegar al claro
donde había dejado a Kiren. La niña no estaba sola. Aparentaba calma, sentada en el
suelo, mientras la figura blanca parada frente a ella le hablaba.
Bulen la había sentido llegar y se volteó sin prisas.
Por un momento, pensó en darle la bienvenida, pero algo quedó trancado en su
garganta. Se sentía paralizada y no sabía si se iba a poner a llorar o a reír, por eso no dijo
nada.
–He venido por ti –anunció él.
Amelia vaciló.
–¿Qué quieres decir? –preguntó, frunciendo el ceño.
Su tono le daba miedo, porque Bulen no expresaba nada y parecía un desconocido,
distinto al que había conocido. El kishime le tendió la mano a Kiren y esta no vaciló en
pararse y tomarla. Se acercaron y Bulen dijo al pasar.
–Queremos que vengas al palacio.
–¿Como tu prisionera?
Se adelantaron un poco. Ella no se había movido, sólo meditaba mirando el piso, pero
él la previno:
–Sígueme, por favor. Si intentas escapar, tendré que hacerte daño.
Su voz indicaba que le daba lo mismo que fuera por las buenas o por las malas.
Ahorraba energía en sus movimientos y sus palabras. De hecho, tratar con humanos y
trogas le parecía rebajarse, pero si Sulei se tomaba todas esas molestias sería por un
buen motivo.
Desalentada, se resignó a hacer lo que ordenaba y Amelia guió a su caballo, no
parecía contento con Bulen porque se resistió un poco a seguirla.

Cáp. 7 – Tobía

Cuando abrió los ojos, se encontró acostado sobre hierba mullida, a la sombra de unos
árboles. Al intentar levantarse, notó que estaba tan débil que no podía moverse y
entonces recordó lo que le había pasado.
–¿Cómo estás? –le preguntó Glidria, acuclillado junto a él, muy afanado moliendo unas
semillas en un mortero.
El viejo lo había vendado con sumo cuidado y habilidad, ya que no sentía ningún dolor.
A lo largo de doscientos sesenta años había visto muchas batallas y heridas, pero aún así
se sorprendía de que Grenio siguiera con vida.
–No te muevas –lo sujetó, porque trataba de sentarse– o la herida comenzará a
sangrar. Los de tu familia han muerto jóvenes ¿verdad? Pero esto es el colmo...
Grenio suspiró y se quedó quieto, resignado porque no tenía fuerzas. Glidria puso el
polvo que había molido en un odre y lo removió. Luego probó un poco, tragando con

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aprobación, y lo puso a un lado. Se levantó y juntó ramas para encender una hoguera.
–Nos van a ubicar si haces humo –murmuró Grenio, que ahora descansaba con los
ojos cerrados.
–¡Tú me vienes a dar consejos de táctica! Dime cuántos eran los kishime que te
atacaron para dejarte en ese estado.
El viejo había tocado un punto sensible. Había perdido con su enemigo... No, nunca
esperó que actuara así. La había subestimado, porque era humana y débil.
–¡Qué cara! –comentó Glidria, clavándole sus ojos saltones–. Supongo que fue ese
kishime que estabas buscando.
–No... –su honor no le permitía mentir o agrandar el poder de su enemigo para no
quedar mal, pero tampoco podía decir la verdad.
–Tampoco he oído que me agradezcas.
En verdad, este viejo lo había sacado de la casa en ruinas, lo había transportado
inconsciente afuera de la ciudad y cuidado de su herida.
–Estás muy bien conservado ¿no?
Glidria tomó otro trago del odre. Se trataba sin duda de su destilado favorito, que
siempre llevaba colgado de la cintura y sazonaba con semillas olorosas.
–No es forma de dar las gracias. Pero está bien, porque no fui yo quien te ayudó.
–¿Quién fue?
Escucharon susurros entre las hojas y dos trogas se aparecieron frente a sus ojos.
Luego de un momento los reconoció. Estaban en el grupo de Fretsa cuando atacaron el
monasterio tuké. Tenían la habilidad de mimetizarse en el ambiente y eran veloces.
–Trajimos lo necesario, cho Glidria –anunció Trevla, lanzándole cinco víboras negras
que cayeron junto a sus pies y empezaron a enroscarse una sobre la otra.
Glidria fue tomándolas una a una y cortándole la cabeza, dejó caer su sangre en un
bol. El otro troga había traído un cuarto trasero de garro, y con Trevla se pusieron a cortar
lonjas que asarían para la cena.
Grenio los miró, inquieto.
–No te preocupes por el rastro –dijo el viejo troga, mientras mezclaba la sangre de
víbora con un poco de su licor–. Luego de asaltar todas las aldeas humanas del valle, los
kishime se han mantenido adentro de Tise. Toma esto, es bueno para reponer fuerzas –
añadió, poniéndole el pote en la boca.
Accedieron a relatarle cómo lo habían encontrado.
Trevla y Vlojo viajaban para encontrarse con su jefa, quien se había separado de ellos
para llegar antes a Frotsu-gra, cuando escucharon rumores de que los kishime se
estaban congregando en Tise. Eso les sonó extraño, estando en un valle tan distante de
las montañas que los kishime frecuentaban, por lo que decidieron revisar. Iban tras un
rastro de muertos e incendios, hasta que alcanzaron a ver un grupo que entraba en la
ciudad. Luego de cruzar la muralla por un punto apartado, estuvieron deambulando un
rato por ruinas desiertas, hasta que vieron un kishime caminando con urgencia por la
calle. Se frenó en la entrada de una casa; ellos lo acechaban. Al parecer, no se había
percatado de su presencia hasta que lo siguieron adentro y lo sometieron. Allí

Precioso Daimon 118


encontraron al troga en el suelo, y en un antebrazo llevaba un brazalete que conocían
bien. Luego de matar al kishime, lo cargaron hasta las montañas, donde se cruzaron por
casualidad con Glidria. Habían pasado dos días.
Después de comer, los trogas apagaron el fuego. Se había hecho de noche y las
estrellas brillaban, más allá de las copas oscuras. Trevla y Vlojo fueron a hacer un
recorrido por el campo, para asegurarse de que no los vigilaban y tal vez espiar a los
ocupantes de la ciudad.
–Er... si estuviste dentro de Tise, tendrás idea de qué piensan hacer los kishime –lo
sondeó Glidria, una vez estuvieron solos.
Ya se podía sentar, recostado contra un madero. Grenio se apretó el vendaje y desvió
la mirada.
–No sé que se proponen, pero tienen armas, andan en grupo, y han exterminado
aldeas como preparación para algo. Tú deberías mudarte, Glidria.
–¡Yo, dejar mi montaña! No; he vivido tanto tiempo en este lugar, y además, pienso
terminar mis días aquí –refunfuñó el viejo, tomando un poco de su botella para darse
ánimos–. Entonces ¿piensas que van a empezar una guerra o algo?
–Tal vez... No son amigos de los trogas. Y creo que buscan algo más que pelear –
contestó Grenio recordando a Tavlo inerte, metido en un gran frasco.
–Entonces es por la profecía...
–¡Qué! Tú también mencionas eso... Dime si mi padre te dijo algo –exclamó Grenio,
con tanta violencia que el viejo temió que se le saltaran las vendas–. ¿Qué sabes?
Luego de meditar un rato, le contestó con tono misterioso:
–No tengo idea. Pero de tanto oír cosas a lo largo de los años, pienso que debe ser
algo muy malo para todos nosotros, como el fin del mundo o algo así.
Pasmado, Grenio reflexionó que todos actuaban como unos locos, y se tranquilizó
diciéndose: “No puede haber una profecía porque nadie puede conocer el futuro”.
–Cuando yo era joven –continuó Glidria tras una pausa–, decían que sofu ocurriría
cuando bajara la gente del cielo, los que viven en las estrellas. Los pequeños creíamos
que iban a venir unos kishime muy poderosos a destruirnos, porque tú sabes, ellos tienen
esa capacidad de viajar a través del aire. Muchos años después, conocí a tu padre y me
contó la leyenda familiar.
–¿Leyenda? Hablas de Claudio y nuestra venganza.
–Sí, pero ahora que lo pienso... tu ancestro podía viajar como los kishime y ese
humano del que buscas venganza venía de un lugar extraño. Otro mundo. Entonces, es
cierto que tú estás conectado a la profecía –Glidria habló con asombro–. Y... ¿qué le
pasó a la humana?
Sobresaltado, Grenio no contestó por un rato.
–Creo que aprovechó para huir... Tengo una pregunta que puede sonar curiosa –
agregó–. ¿Estuve hablando dormido? ¿Escuchaste alguna palabra desconocida salir de
mi boca?
Glidria sacudió la cabeza. “Entonces, algo le habrá pasado”. Porque desde el momento
que la conoció, un lazo invisible los unía, sobre todo en sus sueños.

Precioso Daimon 119


–Gracias –murmuró Grenio, cerrando los ojos–. Mañana tendré que ir a ocuparme de
un asunto pendiente. Si pasa algo, dale mi gratitud a esos dos.
El viejo lo estudió con humor, pues dudaba de que en su condición pudiera levantarse,
y mucho menos pelear.

Desde que la tenían en su poder, trasladaron a Tobía a un piso alto, rodeado de


terrazas, a un cuarto sin barrotes y con más comodidades que su calabozo en el sótano.
Le hacía compañía a Amelia y aunque sus condiciones no habían cambiado, por lo
menos estaban juntos.
Luego de la alegría inicial de encontrarlo vivo y poder abrazarlo, y después de que se
contaron sus peripecias, ella permaneció callada y taciturna casi todo el tiempo.
Respondía a sus preguntas y comía lo que le traían, pero no parecía la misma. Su humor
y el ánimo para sortear todas las dificultades, los había perdido.
–Vamos –trató de alentarla, viéndola tirada en un diván junto a la ventana, sin haber
dormido más que un par de horas durante la noche–. Sé que no querías lastimar a nadie,
pero fue necesario. Recuerda todas las veces que él te provocó, y su objetivo era matar a
los descendientes de Claudio, a tu familia. Nadie te puede culpar.
Amelia se incorporó. Se pararon cerca de la terraza, junto a las cortinas que volaban
con la brisa perfumada de la mañana.
“No es eso, es que parece que he perdido algo. Hay algo que extraño”.
–¿O es que en realidad te agradaba? ¿Lo extrañas?
–¿Qué? –Amelia casi se atragantó.
Entonces vio que estaba sonriendo. Se burlaba de ella, pero era cierto... Aunque no
podía decir que le agradaba, ya se había acostumbrado a su presencia. Ya no le
asustaba su apariencia, conocía más o menos sus reacciones, apreciaba el interés en su
gente y entendía sus ansias de vengarse. Incluso podía pasar algunos de sus platos
cuando no consistían en carne cruda.
Eso que le faltaba, eran sus sueños. No había tenido pesadillas sobre el pasado.
A Tobía se le descongeló la sonrisa porque no había logrado alegrarla, al contrario,
parecía estar a punto de echarse a llorar. Ella se acariciaba las muñecas. Los kishime le
habían colocado un par de pulseras, que evitaban que saliera del palacio. El tuké la
obligó a acostarse en una de las suaves camas de las que hacía gala su su prisión, para
que tratara de recuperar el sueño que perdía de noche. Tenían que estar preparados, y
aprovechar el primer momento propicio para escapar.
Amelia comenzó a respirar regularmente, dormida. En eso, entró Sulei, caminando con
ostentosidad hasta el centro del gran salón. Intrigado por su manera de moverse, como
un rey que visitara los establos para hacerle un favor a un siervo, Tobía esperó que
hablara:
–Tuké... Hermoso día ¿no? –comenzó Sulei, que hoy usaba una túnica color azul que
resaltaba sus ojos, brillantes de malicia–. Espero que hayas pensado en mi propuesta,
pues ya pasó un tiempo suficiente y me gustaría escuchar tu respuesta.
–Se refiere a... –susurró Tobía, mirando de reojo a Amelia.
–Sí, dije que teniéndola a ella Ud. quedaría libre junto con las gemas.

Precioso Daimon 120


–¡Pero yo no hice nada! Uds. la capturaron –siguió susurrando Tobía.
–Es lo mismo. Hace tres días prefirió quedarse a hacerle compañía. Le repito la oferta,
puesto que en realidad no lo necesitamos, Tuké.
Tobía consideró. Si no era una trampa, podía salir libre. Estaría dejando a la joven a su
suerte, pero podía ir en busca de ayuda. Tenía que sopesar el riesgo que podía correr
sola y cómo se iba a sentir abandonada, con la oportunidad de encontrar ayuda afuera.
–¿Puedo hablar con ella antes de decidir?
Sulei lo miró con expresión pétrea.
–No, es ahora o nunca.
Tobía decidió aceptar su oferta.
En cuanto accedió, dos kishimes lo tomaron de los brazos y lo sacaron de la estancia.
Sulei cerró la comitiva, echándole una ojeada a la joven, echada sobre las mantas, antes
de salir.
En cuanto se fueron, Amelia se incorporó. Había simulado dormir y se sintió desolada,
al quedarse sin su amigo. Pero las palabras de Sulei, que comprendía gracias a su
telepatía, daban a entender que elegía marcharse por propia voluntad. Sin embargo, le
extrañó su actitud, como si esperara que creyera que Tobía había decidido traicionarla.
Por su culpa lo habían secuestrado, pensó. Si se iba y no volvía a verlo, no podía
quejarse. Pero era un buen hombre y no la iba a dejar sola.

Cáp. 8 – La máquina

Vlojo volvió trayendo agua del río y en el acto notó que faltaba el herido. Se apresuró a
despertar a Glidria y Trevla. Mientras ellos dormían un poco, luego de haber hecho
guardia toda la noche, Grenio había logrado levantarse y salir del campamento sin hacer
ruido. Glidria estaba sorprendido, porque a pesar de su aviso de la noche anterior, no
había imaginado que tuviera fuerzas para caminar. También estaba enfadado, porque se
iba a meter en líos y los dejaba afuera.
Vlojo y Trevla se pusieron a discutir. Ese troga tenía el brazalete que le había
entregado Fretsa. Si su jefa se enteraba de que lo habían dejado ir a enfrentarse con los
kishime sin ayuda, se iba a enojar mucho.
–Oigan, jóvenes –interrumpió Glidria, echándose su capa al hombro y atándose el odre
a la cintura–. Somos tres. Está bien auxiliar a Grenio, aunque su conducta demuestra que
no quiere nuestra ayuda, pero también deben pensar en el resto de nuestra raza.
Mientras ellos resolvían qué hacer, Grenio iba subiendo trabajosamente una ladera
rocosa. Había descendido por un campo verde y atravesado un frío arroyo. Todavía
respiraba con dificultad por la herida del pecho, y no podía correr. Marchando le tomó
toda la mañana llegar al pie del monte que le había indicado Kiren. Estaba aislado del
resto, y sobresalía por su pico nevado coronando los planos azules, varios cientos de
metros más arriba. A cierta distancia podía ver unas piedras blancas, vestigios de una
construcción antigua.
“Si sobrevives, un mensaje de Bulen. Te esperará al mediodía...” Recordó las palabras
que la niña murmuró mientras veía fríamente su sangre derramándose en el piso de

Precioso Daimon 121


tierra.
No había dedicado toda su vida para vengar el honor de su clan para que unos raros
vinieran a interferir a último minuto. Era el único que quedaba para cumplir esa tarea, no
podía morir, y tampoco ser vencido. Por eso no tenía miedo de enfrentarse con un
enemigo poderoso en las peores condiciones, porque estaba seguro que al final iba a
vencer.

¿Hasta donde pensaría acompañarlo? Tobía estaba ansioso por comenzar con sus
propios planes, pero al llegar a la puerta del palacio, el sirviente de Sulei lo empujó,
indicándole que siguiera caminando y se mantuvo pegado a él por las calles silenciosas,
hasta la muralla. Encima, lo habían dejado sin sus cosas y sentía el sol, que ya estaba
alto en el cielo, quemándole la cabeza.
Tobía no imaginaba que a plena luz del día, en esa ciudad que parecía dormir un
sueño eterno, le fueran a hacer algo, aunque desconfiaba de la promesa del kishime.
Pero se percató de que el sirviente pensaba seguirlo también fuera de Dilut. Decidió
pararse allí en medio del camino y enfrentarlo, decirle que lo dejara en paz y que podía
irse solo.
El kishime lo miró sin expresión, sin responder. De repente, algo brilló en su mano, y
Tobía vio, paralizado, que había extraído de su ropa una cuchilla curva muy afilada. Se
tiró para atrás, esquivando el cuchillazo que cortó el aire frente a su nariz, y cayó sentado.
Tuvo que arrastrarse para huir del próximo golpe. El kishime avanzaba, inflexible pero sin
prisa, zigzagueando la hoja en el aire como una máquina. Al girar a su derecha para
evitar que lo clavara al piso, Tobía se salvó de milagro, ya que los pastos del costado del
camino ocultaban una zanja y se fue rodando hasta el fondo.
Al levantar la cabeza, vio que el kishime lo observaba parado en lo alto del sendero, y
comenzó a descender la zanja. Tobía se incorporó de un salto y salió a todo lo que daba,
sin mirar atrás.
Iba surcando con dificultad la hierba que le llegaba al pecho, transpirando, con el
corazón golpeándole el pecho, corriendo como loco. Un poco más atrás, el kishime lo
seguía deslizándose entre el verde. Muy pronto, el humano se iba a cansar, y de todos
modos no tenía adonde huir. Pero Tobía no pensaba eso. Veía el río más adelante y por
alguna razón, creía que si lo cruzaba, tenía oportunidad de salvarse. Tal vez porque a lo
lejos se veían unas casas de adobe con techos de paja y esperaba que alguien lo
ayudara.
Por fin llegó a la orilla. Sus pies hicieron saltar la arena mientras el kishime apenas
parecía hollar el suelo al correr. Tobía vio un borrón ante sus ojos y notó, estupefacto,
que el kishime lo había sobrepasado. Intentó frenar y fue a dar a sus pies de cabeza. La
hoja brilló con el sol y zumbó en las orejas de Tobía, que se encogió de miedo, y luego
salió volando para clavarse en la arena, a unos metros.
Estaba tan sorprendido porque su cabeza todavía seguía pegada a su cuello, como el
kishime por haber fallado. Quien había desviado la hoja con su espada, contemplaba la
escena interrumpida. El kishime reaccionó, cuestionándose por qué no había visto
aproximarse al troga, e intentó correr hacia su cuchilla.
Trevla no se preocupó en evitar que la tomara, pero en cuanto el kishime volteó y tomó
velocidad, se interpuso en su camino, se afirmó con las piernas separadas, y en el último
momento giró, decapitándolo con un corte limpio.

Precioso Daimon 122


Notó que Tobía lo miraba con sentimientos mezclados, y le dijo:
–¿Nos conocemos?

Bulen los guió a un piso más alto, y abrió las puertas dobles de una sala que se
mantenía en penumbras, protegida del sol por cortinajes negros. Amelia agradeció el
quitarse de encima los doce pares de ojos de los kishime que se formaron a modo de
guardia a la salida de su habitación, y parecía que nunca habían visto una humana.
Además, esos niños vestidos de blanco le daban escalofríos por su forma de moverse,
sin producir el más mínimo sonido, y sus rostros insensibles como máscaras.
Los dos que tenía a su espalda, la empujaron hacia adentro. Ella dio unos pasos,
insegura, en la penumbra interior. Bulen se dio vuelta y le clavó una mirada tan aguda
que resultaba cruel. Podía atravesar su alma si la veía así. ¿No tenía compasión?
Un guardia cerró la puerta, y la aseguró. El otro, un sirviente, encendió algunas
lámparas, alumbrando el amplio recinto. Círculos concéntricos aparecían pintados en el
piso, y los rodeaba una fila de columnas. En el centro de la sala habían colocado un
artefacto en forma de caja alargada color ámbar, sostenido por patas torneadas, alto
hasta la cintura de Bulen, quien pasó una mano por su superficie lisa, dejando un rastro
de luz que se desvaneció al instante.
Amelia, que se había quedado parada, temerosa de moverse, se preguntó con
languidez qué se proponían ahora y qué querían de ella. Por algún motivo sus sentidos
estaban adormecidos, y tampoco podía sentir gran miedo ni otra emoción violenta.
Cerró los ojos cuando Bulen se paró frente a ella y tocó su cara con un dedo.
Permaneció rígida y sólo los abrió cuando sintió que le palpaba las manos.
El kishime estudiaba las manos que habían atravesado a Grenio. Se había sorprendido
al oír esa noticia, y a la vez, decepcionado porque eso ponía fin al plan de Sulei. Pero
este demostraba una confianza ciega en que todavía estaba vivo, y que podían seguir
adelante, en especial porque el hombre que habían mandado a verificar nunca volvió.
–No te ves muy saludable –comentó Bulen, advirtiendo los ojos enrojecidos e
hinchados por falta de descanso y muchas lágrimas, así como la piel quemada por el sol
y el frío, y los kilos que había perdido en el viaje. Su ropa desgastada tampoco ayudaba.
Ella trató de desprender sus manos y él las dejó ir. Luego hizo una seña al guardia,
que se acercó con una llave y le sacó las muñequeras.

El sol casi alcanzaba su cenit cuando se detuvo a descansar sobre una roca. La hora
indicada para la cita se aproximaba. Tenía que recuperarse pronto de su fatiga.
Grenio se dejó resbalar hasta sentarse en la hierba y descansar a la sombra de un
pedestal de piedra, que en otro tiempo había sostenido una escultura monumental de la
cual sólo quedaban los enormes pies. Había también muchos bloques diseminados,
cerca de los cimientos de un antiguo templo. El viento ululaba sobre la meseta soplando
desde los espesos bosques que la cercaban. Aparte de eso no se sentían otros ruidos.

Bulen tocó la máquina y esta comenzó a resplandecer allí donde la superficie entraba
en contacto con su piel. Él cerró los párpados y se preparó para pasarle una carga

Precioso Daimon 123


potente de su propio elán vital. El artefacto comenzó a pulsar, y él se vio empujado hacia
atrás por la propia descarga, con sus manos y cara enrojecidos. Los otros escucharon el
latido de la máquina, como un corazón que resonaba en todo el recinto.
La superficie color ámbar se volvió translúcida, dejando ver en su interior algunas
partículas brillantes y unas fibras más oscuras, que parecían venas y órganos en lugar de
cables y componentes.
–Acércate –ordenó Bulen.
Amelia no reaccionó, ni pensaba acercarse a esa cosa, pero fue arrastrada por el
guardia. Notó con pavor que no tenía fuerzas para resistir, aunque iba recuperando sus
sensaciones como si antes estuviera en un sueño y ahora despierta. Sus oídos captaron
el zumbido eléctrico y el latido de la máquina, su piel se erizó y un escalofrío recorrió su
espalda a la vez que su corazón se desbocaba. Cerró los ojos con fuerza cuando el
kishime la empujó contra la superficie brillante. Estaba tibia.
–No tengas miedo, no es necesario –aclaró Bulen–. Sulei me ha encargado esta tarea
para asegurarse de la profecía, pero él no piensa como los otros. No pretende matarlos.
No era lo que ella recordaba. No estaba segura. Titubeó al preguntar:
–¿Qué es lo que quiere?
Como respuesta, Bulen aferró la muñeca derecha de Amelia, y su otra mano tocó el
borde del artefacto, lo que hizo que una parte se deslizara y apareciera una rendija
redonda. Extrajo esa pieza, dejando un hueco que se perdía en el interior de la máquina,
y luego sostuvo encima del mismo la mano de la joven. La pieza que sostenía en la otra
mano consistía en un cono que terminaba en una punta de aguja. Con esto picó la parte
carnosa de la palma de Amelia, y apretó su muñeca cuando ella trató de desprenderse de
un tirón. Brotó un poco de sangre, que escurrió en espesas gotas por el orificio hacia el
interior del aparato.
Bulen volvió a colocar la pieza en su lugar y toda señal de que algo se había removido
desapareció.
–¿Qué... –exclamó ella, apretando su mano cortada y mirándolo con sorpresa.
Además del latido, ahora se escuchó un zumbido mecánico seguido de unos
chasquidos. Después de una serie rápida, cesaron, y el artefacto empezó a emitir una
energía luminosa. Amelia notó con asombro que sus propios latidos se acompasaban al
sonido pulsante que venía del interior. No podía desprender los ojos de esa cosa, como si
la luz que tocaba su piel fuera un imán.
Bulen tocó la frente de la joven con dos dedos y ella cayó, exánime, entre sus brazos.
El sirviente se aproximó para llevarse su ropa. Bulen la depositó sobre el artefacto y se
apartó. Todavía tenía los ojos abiertos, pero no reaccionaba, como hipnotizada.
La luz envolvió su cuerpo en un aura espesa y se fue cerrando hasta que sólo hubo un
fulgor en torno a la silueta de la joven. En la superficie superior de la máquina
aparecieron poros, por los cuales empezó a rezumar un líquido viscoso que parecía
moverse con voluntad propia. Hilos de esta sustancia se esparcieron sobre la piel
humana y se solidificaron, conectando la carne pálida con la carne ámbar por medio de
filamentos del mismo color de los órganos internos. El proceso de conexión estaba
completo.

Precioso Daimon 124


La herida estaba punzando. La carne rasgada estaba tan cerca del corazón que cada
vez que este latía rápido por el esfuerzo o por sus reflexiones, le dolía más. Grenio se
paró porque temía perder el sentido. Estaba sintiendo náuseas. Tal vez tuviera un
sangrado interno. Recordó haber oído que algunos guerreros morían semanas después
de un enfrentamiento, las vísceras totalmente podridas, sin que se dieran cuenta de ello
hasta el fin.
“¿Por qué me curé tan rápido de los aguijonazos de Bulen?” pensó, tocando el vendaje
sobre su pecho. Se trataba casi del mismo lugar, pero entonces no había sentido el más
mínimo sufrimiento. En cambio, la mujer le había atravesado cerca del corazón... No
podía meditar sobre ello, el kishime ya estaba llegando.
Sulei apareció ladera abajo y caminó con elegancia, sin prisa. Venía con una mueca en
su rostro, encantado de verlo.
–Dos días tuve que esperarlo –comentó al acercarse.
–¿Quién eres? –gruñó Grenio, decepcionado.
Tenía la misma ropa que Bulen pero de color azul y no tenía cabello.
–Soy Sulei. No te enojes, ya sé que querías a Bulen. Pero Bulen es mi subordinado, yo
rijo lo que él hace, así que para tu propósito vale lo mismo.
Grenio inspiró, aferrando su daga. El kishime le daba una sensación desagradable,
como la primera vez que conoció a Bulen. Su instinto le avisaba que estos seres llevaban
la desgracia.
Sulei desenvainó. Poseía una hermosa cimitarra traslúcida, que Grenio admiró.
–¿Comenzamos? –exclamó el kishime.

Cáp. 9 – Duelo

El sol caía a pico sobre ellos. Desde esa alta explanada podía apreciarse un lindo
paisaje, con el río, el valle verde, la ciudad rodeada de flores, las montañas boscosas y el
cielo azul de fondo. Pero los dos estaban ocupados en mantener al rival alejado de sus
gargantas y buscar el movimiento exacto que les diera la victoria.
Sulei comenzó con unos pases suaves, moviendo la hoja de su cimitarra sin intención
de matarlo. En cambio, Grenio temía que si la lucha se prolongaba en ese discurrir lento,
sus fuerzas se iban a acabar. Tenía que concluirla rápido. Se arrojó hacia delante,
tratando de obligarlo a luchar cuerpo a cuerpo, aunque era muy arriesgado dada la
diferencia del largo de sus armas. Además, no conocía la capacidad de esa espada
fabricada de un material tan extraño. Grenio cerró el espacio entre los dos y abatió su
mano izquierda sobre el kishime.
Sulei evitó su daga, elevándose liviano en el aire.
El troga se agachó para tomar impulso de nuevo. Un segundo antes de arrojarse
contra el otro, tomó una roca del piso y se la lanzó. Sulei no se distrajo con el proyectil.
Levantó la mano libre y la roca explotó en el aire, echa polvo. En el mismo instante,
Grenio lo embistió y él lo frenó con sus manos. El troga se preguntó por qué no había
intentado cortarlo antes de que se acercara. Sulei le dio un golpe en el pecho con la
empuñadura, provocándole inmenso dolor, pero el troga había logrado asirlo de la ropa y

Precioso Daimon 125


no pensaba soltarlo. Rugió y lo revoleó. Sulei saltó en el aire, dio una voltereta y cayó
parado a unos metros.
Grenio respiró con fuerza, sosteniéndose la herida. Sangraba, la venda estaba
empapada.
Sulei cargó con el rostro serio. Grenio lo vio venir, y notó, con preocupación, que le
costaba mover las piernas. En el último momento, se zambulló a un lado, obteniendo así
sólo un corte en el brazo. Se volteó, y para su sorpresa, Sulei ya se encontraba frente a
él, apoyándole la espada en su pecho.
–¿Qué esperas? –murmuró, aunque se resistía a darse por vencido.
–Ver si mi experimento funciona –sonrió Sulei, cortando el aire con su filo, sin herirlo.
¿A qué se refería? No podía ponerse a pensar ahora. Quería distraerlo. ¿Por qué
jugaban con él? Grenio recordó que tenía la daga, que no había soltado a pesar de la
sensación de entumecimiento que empezaba a bajar por su hombro izquierdo. Dio un
rápido giro de cintura e impulsó el cuchillo hacia Sulei, quien se había quedado
observándolo con curiosidad.
Sulei logró desviar la trayectoria con un golpe de canto y la daga se clavó en el suelo.
Grenio saltó, con los brazos extendidos en su dirección. Sin darse cuenta el kishime
retrocedió, un poco impresionado. A pesar de eso la hoja zumbó en el aire y las vendas
cayeron del cuerpo del troga. Grenio dio aun otro paso adelante y golpeó el rostro del
sorprendido kishime.
–Tienes espíritu para luchar –lo halagó Sulei, complacido–. Lástima que no podamos
seguir mucho tiempo.
Extrañado, Grenio miró hacia abajo, y vio que la sangre se escurría lenta e
irrevocablemente fuera de su cuerpo.

Estaba soñando. Lo extraño era que recordaba un lugar raro, donde estaba parada
junto a Bulen, que con su rostro bello e impasible parecía un ángel de la muerte, y sentía
miedo por algo que le iban a hacer, pero ahora estaba dormida, porque lo que veía no era
real. Si estaba dormida, en cualquier momento podía despertar, y eso la tranquilizaba.
Esta vez era una espectadora. Como un espectro, se hallaba parada junto a Claudio,
quien empuñaba su espada con ambas manos, su rostro lleno de fiereza que rayaba en
la locura. Era el hombre que había exterminado un linaje entero y sólo le faltaba ese
monstruo con pelos hirsutos en la espalda y ojos amarillos. Se llamaba Grenio, y también
estaba en guardia pero con expresión tranquila y mirada apagada. No la veían. Amelia se
animó a dar unos pasos, rodeándolos; parecían estatuas congelados en medio del
movimiento inicial.
Se agachó. Cerca de la pared de la cueva, yacía de espaldas una mujer troga con cola
de lagarto y piel escamosa. Su cráneo tenía marcas como los tigres, en un tono más claro
que su piel oscura. Estaba enroscada, envolviendo con sus brazos un bulto. Amelia
extendió un brazo para tocarlo. Sintió la tibieza de un cuerpo nuevo, lleno de vida, tierno.
Al toque de sus dedos, la cabecita se movió, inquieta. La cría buscaba el calor y el
alimento de su madre. Amelia retiró la mano, sintiendo un poco de repulsión ante este
pequeño de apariencia exótica, que emitió un quejido. La joven se apiadó y volvió a
colocar la mano sobre su cabecita. Entonces la escena cobró movimiento, como si
hubiera pulsado el botón de play.

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Claudio y Grenio chocaron espadas. Se apartaron de un empujón y volvieron a cargar.
El encontronazo se repitió varias veces. El troga tenía fuerza y podía embestirlo, el otro
tenía habilidad superior y podía esquivar, deslizar su hoja y atrapar su espada. Se movía
con ímpetu, apareciendo de un lado y de otro. Grenio mantuvo su terreno sin apurarse,
sin mostrar enojo ni ansias de aniquilar. Claudio se movía a base de odio, de
desesperación. Amelia se mantuvo arrodillada junto al cuerpo inerte de la troga,
observando atónita su combate. ¿Qué iba a pasar? ¿Qué debía hacer? ¿Era un sueño, o
eran reales? ¿Debía intervenir o despertar?

Usando una mano ensangrentada, Grenio lanzó un golpe al rostro de Sulei, que le
partió la sonrisa. Enseguida reaccionó juntando energía en sus palmas, que usó para
mandar al troga volando. Cayó pesadamente de espaldas.
–¿Qué haces? –exclamó el kishime, fastidiado con la actitud de Grenio, que lo
provocaba y apresuraba su propia muerte.
En el suelo, el troga tomó su daga, la arrojó, y esta vez fue a clavarse en el muslo
derecho de Sulei. Se miró, sorprendido, aunque no parecía sentir ningún dolor.
–Buen tiro –comentó, sacando la hoja y tirándola al piso.
–En general tengo buena puntería –Grenio se incorporó–. Lamento tener que pelear
contigo en estas condiciones.
–Sí... yo también esperaba más del legendario guerrero de la profecía.
El tono sarcástico de Sulei era justo lo que necesitaba para olvidarse del dolor y la
debilidad y arremeter en una lucha sacando fuerzas de pura rabia. Intercambiaron golpes,
el kishime siempre ileso. Tenía la velocidad del rayo y podía prever por dónde lo iba a
atacar. La hoja transparente tenía el filo de un bisturí, y las incisiones que le hizo en
brazos y piernas ardían como fuego. El cuerpo de Grenio latía envuelto en dolor.
Sulei hizo una pausa, parándose a contemplar su cimitarra empañada de rojo. Su
adversario luchaba por mantenerse en pie, pero se tambaleaba. Decidió terminar con esa
espera y le lanzó una bola de energía. Grenio sólo percibió una luz cegadora y un
tremendo golpe que lo impulsó hacia atrás, como si un puño gigantesco lo hubiera
volteado.
–No exageres, si hubiera querido ya no tendrías cabeza –le dijo Sulei, observando su
cuerpo caído con un hombro destrozado y el hueso expuesto.
Grenio no lo escuchó con claridad, sólo sentía un rumor adormecedor, que le recordó
el mar batiente de Frotsu-gra.

Amelia se levantó, horrorizada. Quería detenerlos de alguna forma, aún cuando sólo se
trataba de un sueño, porque los dos luchaban sin tregua con heridas impresionantes.
Extendió un brazo, pero había olvidado la facultad del habla. Impotente, vio que Claudio
hundía su espada en el pecho del troga. Grenio tosió y, con sangre en los dientes, pero
manteniéndose en pie, tiró de la hoja, y la extrajo de su propio pecho. Claudio, cansado y
con una mirada melancólica, perdido el sostén de la empuñadura, fue a dar contra la
pared de la cueva. El troga dejó caer la espada. Se acercó lentamente, ahorrando sus
últimas fuerzas.
Una mano se posó sobre su hombro y la sobresaltó. Había alguien parado detrás de

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ella, aunque un minuto antes estaba sola. Tenía forma humana, su piel era más que
blanca, translúcida, y su carne, brillante. Sólo sus ojos parecían tener consistencia; grises
como una nube de tormenta, la miraban con calma y le transmitían confianza. Lo conocía
de algún lado.
–¿Quién eres?¿Cómo llegaste aquí?
–Esa es mi pregunta –contestó una voz que no salía de esa imagen luminosa sino de
todas partes–. Pero puedo imaginarme quien eres, porque estás aquí. No te preocupes –
añadió, viendo su ansiedad por los otros dos, que se habían congelado de nuevo, la
espada de Grenio en el cuello del humano, sentado y abatido–. Son sólo sombras del
pasado. ¿Quieres ver qué sucedió con ellos?
Ella miró.
–Debo matarte, es el único homenaje que les puedo ofrecer a todos los trogas del clan
que asesinaste –dijo Grenio con voz temblorosa.
–Lo dices como si no quisieras –replicó Claudio, levantando hacia él sus ojos
agotados, y con tono amargo agregó–. Vamos. No me importa mucho.
El troga retiró la espada un poco para tomar impulso y cortarle la cabeza, pero se
detuvo, considerando. Por largo rato trató de imaginar qué pasaba por la mente de este
humano, para que al final mostrara tanto hastío y desagrado. ¿Por qué lo había hecho?
Sus palabras: “Venganza... lo que te prometí... matar a tu familia como tú mataste a la
mía.”
–Ni siquiera sé a quien te refieres –suspiró, bajando la espada.
Grenio se arrodilló junto al humano. Claudio se endureció, incómodo por tenerlo tan
cerca. El troga le aferró un brazo con una mano, y con la espada que empuñaba en la
otra se hizo un corte en el cuello. La espada tintineó contra el suelo cuando la soltó.
Claudio trató de zafarse de su apretón, asqueado, porque la sangre manaba del tajo a
chorros, bañándolos. Con la cabeza gacha, Grenio se prendió con ambas manos de
Claudio, que lo miraba con ojos desorbitados, manteniendo la mayor distancia posible, y
sin entender por qué se acababa así.
–¿Él mismo se mató? –exclamó Amelia, buscando la respuesta en su compañero
luminoso.
–Su herida ya era mortal. Necesitaba debilitarse más rápido –respondió la voz.
–¡¿Para qué?!
En lugar de responder, el ser luminoso le tomó las manos. A su alrededor, las paredes
de la cueva se volvieron borrosas y comenzaron a escurrirse como pintura húmeda. Las
figuras permanecieron inmóviles.
–No podemos hablar aquí –la voz que antes tronaba, sonaba lejana–. Porque no
estamos solos.
Ella se asustó. Ahora la cueva y sus ocupantes habían desaparecido y sólo veía su
silueta; ambos estaban flotando en la nada, en la oscuridad. En medio de la negrura,
divisó estrellas, diminutas y opacas.
Él todavía le sostenía la mano, pero de pronto notó que perdía brillo y nitidez.
–¿Qué pasa?

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–El cuerpo donde habito… está en peligro… me llama…
La joven miró su mano, lo último que quedó visible antes de que desapareciera por
completo. Estaba sola, en un cielo nocturno que la rodeaba por arriba y abajo. No podía
ser un sueño. Extendió los brazos, tratando de alcanzar algo. Sus manos chocaron contra
una pared invisible, suave, mullida, fresca. No estaba en el medio de la nada, era una
ilusión óptica. Estaba atrapada.

Cáp. 10 – Despertar

“Estoy aquí”.
“Estoy despierto”.
Sulei esperó unos segundos a ver si se recuperaba, si lograba levantarse. Si no, iba a
estar muy decepcionado, porque ni siquiera llegó a ver los poderes que impresionaron a
Bulen y Zilene.
El troga trató de incorporarse, apoyado en el brazo derecho sano, con la idea fija de
que tenía que luchar. No podía perder, y por eso aunque no veía ni oía, y estaba rodeado
de penumbras, casi inconsciente, logró sentarse. No tenía armas ni fortaleza física. Sólo
le quedaba, pensó con tristeza, luchar y morir de pie.
“Grenio”.
La voz resonaba en su cabeza, como cuando el kishime se comunicaba con él, pero no
se trataba de Sulei. Sin embargo, estaba demasiado concentrado en lo que tenía que
hacer como para cuestionarse qué era esa voz.
Sulei contempló con un poco de admiración la tenacidad del troga para levantarse,
sabiendo que no podía hacer nada. Era tonto, pero también le daba cierta dignidad que
esperó tener cuando su hora llegase, algún día. Pero era tiempo de acabar con las
dudas. Tenía que exterminarlo.
Concentrado, el kishime unió los brazos, las palmas juntas produciendo una magnitud
de energía suficiente para borrarlo de la faz del planeta. Sólo quedaría polvo, partículas,
de su cuerpo. La fuerza concentrada era tal que sus ropas flamearon. Sulei apretó los
dientes, fijó sus ojos en el blanco y abrió sus palmas, mientras lanzaba un alarido.
El torrente de energía voló hacia Grenio y este levantó el brazo, por reflejo, queriendo
pararlo o cubrirse. No quería morir, pensó temblando, porque nunca antes se había visto
tan cerca del fin y porque tenía rabia de terminar así, sin saber para qué, sin honrar a su
clan, sin detener a sus enemigos. Sus emociones sólo duraron un segundo, lo que tardó
en envolverlo un gran huevo de energía.
Sulei vio que la onda lo golpeaba, seguro de que en un instante, brillaría y explotaría.
En cambio, su energía permaneció flotando a su alrededor más tiempo de lo que era
posible. Comenzó a preguntarse qué pasaba. Grenio, dentro del óvalo resplandeciente,
estiró su brazo para tocarlo y la voz lo detuvo: “No”.
–¿Quién eres? –musitó Grenio, aunque no había nadie cerca–. ¿El de las visiones, el
que salvó a la mujer del fuego? Eres una imagen del pasado, no puedes ser real...
“Tienes un enemigo adelante. No es hora de conversar”.
Esta voz se portaba muy mandona. Grenio vio caminar al kishime hacia él, y usó su

Precioso Daimon 129


mano derecha para golpear la pared de energía, pensando en romperla como un
cascarón y temiendo que su mano quedara inutilizada para siempre. Un trozo de energía
se desprendió del resto, se estiró como chicle y salió impulsado en dirección a Sulei, que
lo reflejó con el filo de su arma.
Grenio probó de nuevo, pegando con mayor seguridad e ímpetu. Ahora se formó una
pequeña bola, similar a la que le había arrojado Sulei para dejarlo sin hombro.
El kishime no pudo contener toda la onda y una parte impactó, haciéndolo retroceder
un paso. De nuevo Grenio lo atacó, y él retrocedió dos. Aferró la cimitarra, la cual reflejó
el sol como un espejo, y se lanzó corriendo hacia el enemigo.
El hilo atravesó la capa de energía y esta se disolvió en el aire como luciérnagas
doradas.
–Esta hoja es maravillosa, es una shala –explicó Sulei con una sonrisa feroz, apoyando
la cimitarra sobre su hombro–. Fabricada en Dilut ¿sabías? Lo más importante, corta de
todo. Luz, materia, aire, agua o fuego.
Fuera del huevo protector, Grenio comenzó a sentir punzadas en la carne expuesta, y
la sangre que corría lentamente de sus heridas. Si el otro podía cortar hasta energía,
estaba igual que antes, porque no tenía con qué pararlo. La cimitarra descendió en un
semicírculo mortal y la esquivó tirándose contra el dueño de costado y aferrando su
brazo. Mientras lo sostuviera no podía cortar, era cuestión de mantener su fuerza. Por su
parte, Sulei usó su otra mano para rodearle el cuello, pretendiendo quemarle el rostro o la
garganta con su poder. Grenio lo mordió y Sulei apartó la mano con un alarido.
Tenía una marca de dientes profunda en la muñeca y sangraba.
–Muere –gruñó el kishime, blandiendo la punta de la cimitarra.
Grenio fue esquivando los golpes y retrocediendo en dirección a las ruinas del templo.
Sulei lo atacó con furia. Su actitud había cambiado y ya no jugaba, parecía otro. No se
comportaba como los otros kishime, consideró Grenio, era emocional.
Sulei se detuvo a tomar aliento. Había gastado demasiada energía en su último
ataque. Sólo le faltaba comprobar algo más.
–¿Es verdad que puedes viajar por el espacio?
Grenio se había detenido junto a un pilar de piedra inclinado y enterrado en la tierra.
Empezaba a entender que los kishime estaban muy interesados en su habilidad, eso era
lo que les molestaba de él. Apoyó su mano derecha contra la piedra, para mantenerse en
pie. De nuevo veía borroso, el efecto que lo había protegido ya no estaba funcionando.
–¿Es por la profecía, que están tan interesados en perseguirme? –preguntó, con voz
calma, porque había aceptado que tenía pocas chances de sobrevivir.
–Claro. Desde hace quinientos años no es secreto que tu clan tiene que ser el
destinado a convertirse en una fuerza destructiva. Pero aún no eres tan poderoso, sino ya
me hubieras vencido –Sulei sonrió y se pasó la cimitarra a la mano izquierda, extendiendo
la derecha para crear un poco de energía sobre su palma abierta–. Te falta algo... Si
puedes usar tu habilidad, escapa de esto.
La energía bullía y giraba en forma de bola amarilla sobre su palma, y Grenio apenas
podía sostenerse gracias a las garras clavadas en la piedra, el otro brazo todo inutilizado.
Cayó en una rodilla, con punzadas de dolor en todo el cuerpo. No podía huir para
salvarse, y no quería.

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“Escapa”. Resonó la voz en su mente. Grenio sacudió la cabeza, molesto. No quería.
“Huye y pelea después”. Aunque quisiera, no sabía como controlar esa habilidad.
Sulei lanzó la bola. El troga la vio venir. “Usa tus manos”. Extendió los brazos hacia
delante, aun con el terrible dolor como si le arrancaran el izquierdo, a tiempo para recibir
la bola y de alguna forma, reflejarla. Era caliente y le produjo un cosquilleo en todo el
cuerpo. Sulei se sorprendió al recibir su energía de vuelta y apenas atinó a cubrirse con la
cimitarra. La bola explotó contra la hoja cristalina y la onda expansiva le dio en pleno
pecho y rostro, quemando su piel con un dolor imprevisto.
–¡Ah! –hacía muchísimos años que nadie lo hería, el dolor era una sensación peor de
lo que recordaba.
Con rabia, se arrojó contra el troga, que se hallaba de rodillas, ocupado en apretar su
brazo izquierdo. No podía usar su poder porque había aprendido a reflejarlo, así que
aferró su cimitarra y le asestó un tremendo ataque. Grenio no pudo moverse a tiempo,
sólo se hizo a un lado, sufriendo igual un corte profundo en un muslo. Ahora tenía otra
herida abierta: le había arrancado un trozo de piel y carne. Cayó de lado, con pocas
posibilidades de levantarse.
Pero Sulei tampoco estaba muy bien. Había usado su poder y realizado un esfuerzo
físico sin tener más energía. Sintió un vahído y el latido irregular: corría el riesgo de que
no le quedara nada para el viaje de vuelta. Usó la empuñadura como bastón para
levantarse y le dio una última mirada:
–Espero que no mueras todavía –le hizo un saludo con la mano–. Nos veremos.
Desde el piso, Grenio lo vio desaparecer en un resplandor. Se sentía impotente,
porque quería seguirlo y no tenía un gramo de fuerza. Tenía que haberlo vencido, sino
para qué vino a ese encuentro. Junto a él, en la tierra, discernió unas trazas, las marcas
de los dedos del kishime donde se agachó al dar su último ataque, y unas gotas de
sangre.
Trató de incorporarse. “Debes usar el poder”, susurró alguien en su oído, “nadie te va a
encontrar a tiempo para ayudarte con esas heridas”.
–No quiero ayuda –gruñó en respuesta, haciendo un terrible esfuerzo para levantarse
sobre un codo, y esto lo dejó agotado en el piso.
“Vas a morir”.
–No... –tenía miedo aunque no quisiera admitirlo, y se lamentaba de no haber
terminado sus asuntos–. Sal de mi cabeza –se quejó.
“Vas a morir, sin resolver tu venganza”.
Antes había probado a viajar adonde quería y no funcionó. Las veces que lo hizo fue
casualidad, necesitaba ir a un lado y aparecía allí. Pero no podía controlarlo a voluntad.
“No pienses en el lugar. Lo que te hace falta es un ancla”.
–No sé que es...
“¿Adonde quieres ir?”
Tenía que seguirlo, porque ese kishime era líder de Bulen y por tanto el que estaba
detrás de todos los procedimientos extraños: la persecución, el robo de las gemas y el
rapto de Tobía, el cadáver de Tavlo. Estaban armando un pequeño ejército. La supuesta
profecía.

Precioso Daimon 131


“Imagina lo que hay en ese lugar”. Cerró los ojos. Sintió un escalofrío. Imaginó que las
últimas fuerzas abandonaban su cuerpo. “No te des por vencido”.
Nunca. Se había dicho que no podía morir sin cumplir su trabajo como último miembro
del clan, y no iba a desistir nunca. El frío subió por sus piernas y lo cubrió por completo
como una sombra que se extendía sobre él, pero su cabeza todavía funcionaba con
claridad. Lo envolvió una brisa, que se convirtió en olas de mar. En un movimiento
ondulante el aire empezó a brillar. De pronto el suelo se abrió bajo su cuerpo y cayó al
vacío, a la más absoluta oscuridad.

Cáp. 11 – En la oscuridad

Tobía estaba asombrado con su nueva compañía. Junto con uno de los trogas que lo
atacaron en el monasterio, que ahora decía estar de parte de Grenio, y el viejo de piel
arrugada y ojos saltones, que se les unió camino a la ciudad, los tres cruzaron la muralla
medio derruida. Con mucha precaución, caminaron por las calles vacías y silenciosas. El
troga con aspecto de reptil y ojos verdosos, le había dicho que si los kishime estaban
tramando algo, quería verlo en persona. El viejo parecía más comprensivo con su causa,
rescatar a Amelia.
–Ese palacio –señaló Tobía.
–Sí, he visto una de las torres iluminada por la noche –agregó Glidria.
En el acto, Trevla se confundió con los edificios de barro y piedra blanca, sobre las
calles polvorientas. Lo divisaron como una mancha borrosa en el paisaje, mientras se
perdía rumbo al palacio donde había estado encerrado el tuké.
–Supongo que irá delante de nosotros –comentó Tobía en voz baja.
–Sí... Pero nosotros debemos buscar una entrada mejor disimulada.
Glidria todavía tenía fuerza para saltar los muros cargando al delgado tuké y subir el
terraplén de una fuente seca, que empezaba en una terraza unos pisos más arriba. Saltó
otro piso y comenzó a escalar entre los complicados tejados del palacio hacia la torre
oeste.
Trevla entró por la puerta principal, cruzándose con varios kishimes que no percibieron
nada, salvo una brisa fría que atravesó la sala. Pasó la sala de armas y subió un piso por
la gran escalinata. Llegó a una estancia recubierta de cerámicas blancas, iluminada por
amplios ventanales, y ocupada por tres piscinas llenas de agua vaporosa. Saliendo de
este baño por una arcada, había otro cuarto similar con pequeñas bañeras individuales
de plata, que un sirviente rellenaba con baldes de agua fría.
El vapor de la habitación anterior se había pegado a su piel y su cubierta ya no era tan
buena. El kishime vio una silueta difusa y extrañado, detuvo su tarea. Al instante,Trevla
avanzó y antes de que pudiera avisarle a alguien, lo descalabró de un puñetazo. El
kishime cayó de bruces en una bañera, con la cabeza sumergida en el líquido.

El tiempo parecía no transcurrir en ese ataúd blando y oscuro. Atrapada en un espacio


apenas suficiente para permanecer de pie, Amelia se empezó a cuestionar cómo había
llegado allí. Si se esforzaba, en su cabeza aparecían algunos recuerdos: distinguía a

Precioso Daimon 132


Kiren y Bulen en medio del bosque, luego se veía obligaba a seguirlo y ella estaba muy
enojada con él, la recluía en una habitación enorme, y un kishime le ponía unos
brazaletes en las muñecas. Luego, de nuevo aparecía Bulen junto a ella y entraban en un
lugar raro, donde una especie de ataúd emitía un ruido y una vibración que invadía sus
entrañas y le daba escalofríos, la premonición de algo espantoso. Le habían hecho algo,
por eso estaba allí, en ninguna parte. ¿Cómo iba a volver?
Intentó golpear las paredes invisibles con sus puños. Parecía estar golpeando carne,
porque sus manos se hundían y no producían ruido. En realidad, el único sonido era un
murmullo muy apagado, como el pulso latiendo en sus oídos.
Necesitaba ayuda, que alguien la sacara de ahí. El ser que había aparecido antes...
¿cómo se llamaba? No le había dicho su nombre. Tenía que llamarlo.
–¡Hola! ¡Ey! –gritó con toda la fuerza de sus pulmones–. ¡Hola!
Sus gritos no salieron del reducido espacio que ocupaba, chocaron contra las paredes
y reverberaron contra su propio cuerpo, taladrándole sus oídos hasta que sus ecos se
desvanecieron.
“¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? ¡Bulen! ¡Déjenme salir!”
Un temblor estremeció ese espacio, dándole un poco de vértigo. Tenía miedo de caer,
porque más allá, por arriba y por abajo, sólo veía oscuridad y estrellas. Si estaba
despierta, ¿cómo podía estar del lado de los sueños? ¿Estaba alucinando? ¿Drogada?
Ahora podía pensar con más claridad, y por eso sentía más miedo. Cerró los ojos y trató
de pensar en otra cosa, pero lo único que venía a su mente eran las imágenes de una
ensoñación, unos kishime caminando por una montaña cubierta de nieve, cielos azules,
campos de batalla, una explosión poderosa que hacía volar la nieve, un sol rojo. No podía
concentrarse y visualizar el rostro de su madre o su tía, o un recuerdo de su hogar,
porque estas visiones interferían con fuerza.
Recordó que el ser brillante le dijo “no estamos solos”.
“¿Quién eres? ¿Por qué me tienes aquí encerrada?”

Trevla se detuvo en la punta del pasillo y calculó que si tenía que pasar por delante de
cinco guardias, iba a encontrar algo interesante del otro lado.
Los dos primeros no supieron qué los golpeó. Cuando quisieron darse cuenta ya
estaban en el piso, atravesados con sus propias lanzas. El resto se puso en guardia,
apuntando sus armas hacia la amenaza invisible que venía por ese largo tramo de pasillo.
Trevla corrió entre ellos, confiando en llegar antes de que su olor los alcanzara y pudieran
localizarlo. Saltó para evitar la estocada del primero que barrió el aire con un corte
horizontal, y enfrentó al segundo con un golpe en diagonal que cortó el pecho del
kishime. Giró, usando su cola para derribar al otro, y detuvo una espada entre sus manos.
El troga se volvió visible ante los asombrados ojos de los dos kishime heridos.
El último, Sadin, observaba desde el fondo. Suspiró. Con todo su entrenamiento, había
logrado un conjunto que exterminaba humanos con ansia feroz, pero no podía
enfrentarse a un troga.
–¡Li mosi! –les ordenó, empuñando su látigo y marchando hacia Trevla–. E du.
Mientras los jóvenes kishime le cerraban la salida, el troga se volvió hacia Sadin

Precioso Daimon 133


sacando su arma, y esperando tener mejor suerte con este adversario. No quería ganarle
a un montón de niños enclenques. Sintió un silbido y puso su espada en posición vertical,
justo a tiempo de evitar que la delgada correa se enroscara en su cuello. El látigo se
aferró a la hoja y Sadin tiró. La correa se tensó. Trevla mantuvo firmes sus manos en la
empuñadura y ladeó la hoja, intentando cortarlo. Pero no tenía el filo necesario, y el látigo
se le resbaló.
Sadin lo llamó, y con una rápida ondulación el látigo se depositó a sus pies.
–¡Le du kesi! –exclamó.
Trevla se dio vuelta, presintiendo que las palabras no iban dirigidas a él. Los otros dos
corrieron y se lanzaron de un salto encima de él, cruzando en el último segundo sus
lanzas, en un intento de cortar su cabeza de un tijeretazo. Trevla se agachó y extendió los
brazos, sus puños impactaron con sus cuerpos y los dos kishime salieron volando. El que
tenía la herida en el pecho, tosió, recostado contra la pared, y se miró la mano: había
escupido sangre. Parecía más sorprendido que asustado o enojado, de que lo hubiera
herido. Trevla los miró con desdén y echó un vistazo por encima de su hombro,
sospechando de la quietud por ese lado.
Sadin contemplaba la lucha descontento. Trevla volvió a concentrarse al frente. El
kishime que todavía estaba en pie, le apuntó con su lanza, inclinándose apenas, y
permaneció inmóvil. “No voy a jugar a quien ataca primero con este niño”, pensó Trevla.
Entonces, la lanza pareció temblar y desapareció de su vista, y al mismo tiempo el troga
sintió el frío que atravesaba su hombro izquierdo. Atónito, comprobó que la misma lanza
que se hallaba en manos del kishime, en menos de un segundo sobresalía de su cuerpo,
y el otro ni siquiera había hecho un vaivén con su brazo. Sadin felicitó a su discípulo y
caminó hacia el troga, en tanto este se arrancaba de su carne la punta, sin poder
disimular un grito de dolor.
Detrás de Sadin, una puerta del pasillo se entreabrió y Tobía escudriñó el lugar. Vio
que Trevla estaba ocupado con tres enemigos, y le hizo una seña a Glidria. Habían
entrado a una habitación cualquiera por la ventana y tuvieron suerte. Ahora se dirigieron
al final del pasillo, hacia la entrada que guardaba Sadin antes de distraerse con Trevla.
El viejo troga abrió la pesada puerta mientras el kishime enlazaba el brazo derecho de
Trevla con su látigo, evitando que golpeara al discípulo que ahora lo atacaba con sus
manos desnudas. Tobía y Glidria lo dejaron luchando por librarse de Sadin que intentaba
ahorcarlo, mientras con su cola atacaba al joven, que saltaba sobre sus embates
ágilmente.
Del otro lado de la puerta nacía una escalera de piedra en forma de caracol que se
perdía en las alturas, un hueco sombrío sin ventanas. Comenzaron a subir, Tobía
excitado y tembloroso, Glidria, sintiendo el presagio de algo impactante.

Había llegado al perímetro del palacio, sin poder coordinar el lugar exacto de su arribo.
Un sirviente que lo encontró tirado en el piso, se apresuró a dar la órden de preparar una
tina con agua salada y hierbas revitalizantes. Sulei recuperó la conciencia medio
desorientado, y después de un minuto logró fijar la mirada en su sirviente y mandarle que
recogiera su cimitarra. El sirviente lo ayudó a levantarse y lo llevó escaleras arriba.
Entraron al palacio. Descansó en una otomana, mientras el otro colocaba la cimitarra en
una caja de cristal en la sala de armas y buscaba ropa limpia para su señor. En eso, un
kishime llegó bastante agitado y anunció que había encontrado a su colega medio

Precioso Daimon 134


ahogado en una tina, con signos de haber sido agredido.
–Cálmense –musitó Sulei–. Sadin se ocupará de nuestra seguridad. Mientras, Uds.
vayan al sótano, al lugar donde les prohibí entrar, ¿recuerdan? Bajen por la primera
puerta hasta el fondo. Encontrarán unas ruedas grandes que deben girar...
Su sirviente lo ayudó a entrar en una tina de plata y se sumergió completamente bajo
las hierbas y semillas que flotaban en la superficie del agua fría. Sulei meditó: “¿Grenio
no estaba solo? No constaba en lo que le habían contado. ¿Espías de Frotsu-gra?”.

La escalera de caracol les permitió revisar varios pisos, todos abandonados, hasta
llegar a uno que Tobía reconoció. Abrió una puerta del otro lado del estrecho corredor y
exclamó:
–¡Acá la tenían prisionera! –se internó unos pasos, dándose cuenta de que no había
nadie aún antes de preguntar–. ¿Amelia?
Glidria posó los ojos en el diván donde todavía se notaba la huella de un cuerpo. El
olor de la joven se percibía de forma sutil en el aire, e intentó seguir el rastro, pero allí
desaparecía en el corredor. Tenía que haber usado la escalera. Glidria se detuvo,
sorprendido, un pie en la escalera y otro en el umbral, percibiendo una vibración en el
techo.
–¿Sientes eso? –le preguntó al tuké, que miró hacia todos lados, confuso.
–¿Qué?

En la oscuridad, seguía hablándole a un supuesto ser que por lo menos estaba en su


mente. “¿Dónde estoy? ¿Estoy soñando o despierta? ¿Estoy en coma, o estoy
alucinando? ¿Estoy fuera de mi cuerpo, como un viaje astral o algo paranormal?”
Comenzaba a creer que las imágenes que la invadían de repente tenían un sentido. Tal
vez era la forma en que se expresaba esa cosa.
Tal vez ni siquiera la entendiera. Necesitaba al ser brillante. Él parecía saber qué
pasaba. “¿Por qué se fue sin darme aunque sea una pista?” Estaba confundida. Eso de
no saber si tenía cuerpo o no, resultaba chocante. El tiempo seguiría pasando para el
resto y ella estaba sola, flotando en la nada; era desesperante.
Las paredes se estremecieron. Esta vez lo sintió en su propio cuerpo. Este lugar, este
universo en el que se hallaba, amenazaba derrumbarse. Lo que la sostenía perdió
consistencia, se convirtió en una gelatina. Sus piernas estaban hundidas en lo negro, en
las estrellas. Intentó aferrarse de algo, pero todo a su alrededor escurría. Ya estaba
enterrada hasta la cintura.
Amelia gritó cuando todo su cuerpo fue succionado por la materia oscura. Cuando su
cabeza se hundió, desapareció su conciencia.

Cáp. 12 – Rescate

Glidria subió y empujó la siguiente puerta, convencido de que había algo allí que
producía un zumbido inquietante. Esperaba encontrar unos cuantos kishime, y se
sorprendió al hallar un pasaje vacío. Los guardias habían bajado apenas Bulen cerró la

Precioso Daimon 135


puerta de la sala redonda, pues Sulei le había recomendado discreción. El viejo se acercó
con determinación y se tiró contra la puerta en forma de arco con todas sus fuerzas.
La puerta permaneció incólume, pero del otro lado, Bulen y el guardia, e incluso el
sirviente que los acompañaba, apartaron sus ojos del espectáculo que observaban.
Alguien intentaba forzar la entrada. Bulen frunció el ceño. ¿Quién podía haber llegado
hasta allí, teniendo en cuenta que estaban en uno de los últimos pisos de una torre, sobre
cincuenta guardias kishime?
El zumbido cesó de repente. En realidad había cambiado de frecuencia. Bulen se
aproximó al artefacto y dudó antes de tocar el fulgor que emitía el campo de energía. Sin
embargo, el sonido lo alertó de que ya no estaba enviando ondas sincronizadas con la
mujer, como al principio.
Tobía miró al troga, extrañado. Glidria se detuvo a escuchar, inquieto por ese súbito
cambio, y se arrojó contra la puerta, que apenas comenzaba a astillarse, una vez más.

Contra sus expectativas, luego de que su cuerpo cayera por un agujero en la tierra, no
apareció en otro lugar, sino que se quedó flotando en la oscuridad. No podía verse las
manos ni los pies, ni sentía las heridas que deberían estar palpitando de dolor, ni olía a
otros, ni veía nada a lo lejos. No tenía latido ni respiración. Estaba muerto.
“No te apures...” Escuchó. Sintió alegría; aunque no la había oído con sus orejas, la
voz sólo había aparecido en su mente. “¿Dónde estoy?” Le preguntó.
“En el medio, entre el origen y el destino.”
O sea que había partido pero no había podido llegar a ningún lado.
“Te desmayaste en el último momento... creí que habías muerto, pero tal vez... Ya que
estamos aquí, todo lo que tienes que hacer es surgir del otro lado”.
¿Cómo? Ya le había dicho a esa voz entrometida que no sabía cómo viajar. Lo hacía
sin pensar. “Claro que piensas en algo, pero es tan rápido que ni tú lo percibes. Es como
la intención, quieres algo y lo sabes, aunque no sepas cómo, por qué. Y como la
voluntad, te diriges en una dirección u otra, porque así lo quieres.”
Esa voz no debía haberse percatado nunca de que sus explicaciones eran
incomprensibles.
“En concreto, necesitas un ancla, una meta, como una luz en medio de la tempestad,
para no terminar perdido en este lugar en cada ocasión. La dirección es otra persona, con
la que compartes algo en la sangre. La otra persona produce una vibración que puedes
reconocer entre millones. En tu caso, debes concentrarte en ella.”
Sorprendido, Grenio permaneció en blanco por unos momentos. La voz se impacientó.
Si no colaboraba, iban a estar atascados allí largo tiempo y no creía que fuera seguro
permanecer en ese estado inmaterial, disgregado, en medio de la nada.
El troga no era tan terco como para echar a la basura su vida, aunque tuviera que
contar con ella para salvarse. Le parecía el colmo que fuera su brújula, pero al menos no
tenía problemas para pensar en ella. El rencor por la caída de su linaje, sumado a lo que
había pasado desde que la conoció, producían emociones que hacían difícil olvidarla o
ignorarla. Sin embargo, por más que pensara en ir hacia ella, nada sucedió.
“Qué extraño. Hace un rato la percibía con claridad... hablé con ella... sus ondas

Precioso Daimon 136


llegaban con claridad hasta la montaña.” Comentó la voz. Si le había sucedido algo grave,
si había perdido la conciencia o peor, si estaba muerta, Grenio estaría en graves
dificultades. La posibilidad de volver a algún sitio sería nula.

Trevla estaba enredado con el látigo de Sadin, que daba una vuelta a su cuello y
cruzaba por su brazo derecho, manteniendo su mano inmovilizada junto a la cadera. Si
intentaba moverse, el tirón lo asfixiaba. El kishime intentó golpearlo y Trevla lo paró
tomándolo por la muñeca. El joven kishime que observaba, al notar que su maestro
estaba trabado, aferró una lanza y la clavó en la cola del troga.
–¡Arg...
–Li pelu... –masculló Sadin, impresionado por la persistencia del troga.
El joven se preparó a darle el golpe de gracia, usando su puño abierto en un
movimiento rápido que atravesaría su pecho y, si podía, le arrancaría el corazón para
obtener su primer trofeo troga. Sadin lo contempló con un brillo de orgullo en sus ojos.
El golpe salió despedido, al tiempo que alguien se interponía empujando al joven
kishime hacia la pared. Frustrado, chocó contra el muro y resbaló al piso. Miró y no había
nadie.
–Llegas tarde –le dijo Trevla a su compañero.
Vlojo apareció junto a ellos empuñando una espada:
–No tanto... tuve que buscar por todo el palacio hasta encontrarte, hermano.
Estiró el brazo sin mirar y ensartó su espada en el hombro del kishime que se lanzaba
hacia él. El kishime cayó sentado, asombrado, sosteniéndose la herida que manaba
sangre: su visión se nublaba, no sentía el brazo.
Sadin había logrado liberar su mano. Calculó sus chances contra dos trogas. Podía
ganar pero iba a salir herido. Al menos le gustaría saber por qué figuraban en la historia y
qué tenían que ver con los planes de Sulei. Aflojó un poco el lazo y Trevla se soltó. El
troga se detuvo un segundo a masajear su cuello y luego le señaló a su compañero:
–Glidria y un tuké se metieron por esa puerta. ¿Los seguimos?
–Sí, no queremos perdernos de nada.
Al unísono se lanzaron contra el kishime, que tenía poco lugar adonde moverse. Sus
puños se cerraron sobre él y Sadin cayó noqueado. Los trogas llegaron al final del pasillo
y siguieron tras el rastro de Glidria.
Después de un momento, Sadin se levantó del piso y fue a chequear el estado de sus
alumnos. Ayudó a levantar a dos heridos y les encomendó que se llevaran a sus
compañeros muertos. Luego se dirigió hacia la escalera.

Bulen trataba de averiguar qué le estaba pasando al artefacto y si esto podía interferir
con los planes de Sulei. No tenía idea de que había vuelto y estaba unos pisos más
abajo. Las ondas del aparato interferían con su percepción. Los otros dos kishime se
habían apostado frente a la puerta, que cedió de repente con la fuerza del impacto
combinado de los tres trogas.
Trevla y Vlojo irrumpieron en el salón, tomando cuenta de quienes ocupaban el lugar, y

Precioso Daimon 137


apuntaron sus armas hacia el guardia, considerando al sirviente inofensivo. Glidria y
Tobía, que iban detrás, se quedaron estáticos contemplando el extraño objeto
centelleante, con sus tentáculos carnosos envolviendo el cuerpo de la joven. Tobía
avanzó, haciendo caso omiso de Bulen y los demás, absorto en el rostro aparentemente
dormido de Amelia.
–¿Qué le hicieron? –balbuceó.
Bulen lo miró con indiferencia y comentó, fijando de nuevo sus ojos en la máquina, que
comenzaba a palpitar con renovado ímpetu:
–Todavía vivo...
El brillo aumentó, iluminando con un color anaranjado hasta las columnas que
rodeaban el salón. Glidria recurrió a su odre, Tobía retrocedió un paso.
–Lo que sea esa cosa... parece que no es seguro –dijo Vlojo a su compañero.
Pero antes que preocuparse por eso, tenían que ocuparse del kishime que no pensaba
dejarlos pasar. El guardia se plantó frente a ellos, extendió los brazos, y mientras los
trogas se preguntaban qué hacía, salieron despedidos por una tremenda descarga
eléctrica.
Bulen dio un paso hacia Amelia, y al entrar en lo profundo de la luz, sintió una oleada
repugnante que recorría todo su cuerpo, como si un líquido espeso lo invadiera corriendo
por sus venas. Apoyó una mano en la frente de Amelia, que permanecía libre de hilos
viscosos. Cerró los ojos y la llamó. No le contestó, pero pudo ver un campo negro lleno de
estrellas que se acercaban tan rápido hacia él que parecían rayos dorados, y una flor roja
de luz estalló en su mente. La explosión lo iba a alcanzar.
Asustado, quitó la mano y se apartó de la joven conectada al artefacto.

Dos niños delgados y ágiles corrían descalzos por la ladera de una montaña nevada,
sus pies dejando ligeras huellas azules, apenas visibles. Uno de ellos se detuvo, a
contemplar el disco rojo del sol que se elevaba sobre el horizonte. Su rostro se iluminó
con una sonrisa. Su compañero había corrido más arriba, pero se dio vuelta a ver qué lo
había detenido y también examinó la escena con interés. Un confuso color grisáceo
revestía el cielo, mientras que del otro lado de la montaña el malva del amanecer aún no
se había disipado. Lo embargó la emoción, porque el mundo era demasiado hermoso.
Había tantos detalles que notar, como las facetas brillantes de uno de lo cristales de hielo
junto a sus pies o los dientes que adornaban el borde de las hojas en el bosque. Aunque
si hubiera estado solo, no se hubiera detenido ese instante, porque iban retrasados para
la reunión de su Casa. Su amigo era un despistado. Tuvo que tirar de su brazo y sacarlo
de su ensimismamiento.
Pero la montaña, la nieve, los dos niños, no existían hacía largo tiempo. La escena
había ocurrido muchas eras antes, y ya no corría el riesgo de llegar tarde a ningún lado.
El tiempo y el lugar no significaban nada para él. Pero por algún motivo, esos recuerdos
se resistían a desaparecer. ¿Qué tenía que suceder para que se terminaran?
Amelia se encontró de pie sobre la baranda del balcón de una casa de piedra, al borde
de un precipicio. El fondo era un borrón. La casa, cuadrada, gris, parecía pintada sobre el
cielo azul, como si no tuviera espesor. Se sintió atrapada en una pintura. Junto a la
balaustrada donde se había sentado había un copo de nieve. Lo tocó. No estaba frío,
parecía un pedazo de goma.

Precioso Daimon 138


“¿Qué es esto? Parece que estoy en un mundo de mentira, artificial”.
Se trataba de una imagen, como los niños que había visto antes, pero ahora estaba
dentro de ella. Si pudiera hablar con el dueño de estos recuerdos, tal vez le enseñara la
salida. El viento sopló. No había nadie alrededor. Se sentía sola. Le faltaba su cuerpo real
y la sensación de lo material.
A su lado apareció un niño. La miró con expresión destrozada. Ella se preguntó qué le
pasaría, parecía angustiado a punto de romper a llorar. El niño señaló el cielo. Amelia
miró y vio el sol, rojo, hinchado, a punto de explotar. ¿Le tenía miedo? Quiso decirle que
no les iba a pasar nada, que el sol estaría bien, pero ¿quién le iba a creer? El niño ya no
estaba. Había saltado. Amelia lo miró y deseó seguirlo. Podía tirarse al fondo y ver que
pasaba. De todas formas eso no era real, así que no podía estrellarse contra una roca.
Se paró junto al borde y miró el vacío con aprehensión. Se necesitaba mucho valor para
saltar, aunque fuera en un sueño. Pero tenía que ir a algún otro lugar.

Tobía intentó acercarse a Amelia para sacarla, pero Bulen se lo impidió, arrojándolo al
piso. Miró a Glidria, suplicante:
–Haga algo –imploró el tuké.
Bulen se volvió hacia el viejo, imperturbable. Podía herirlo un poco antes de
interrogarlo para saber qué hacían allí. Observó complacido que el guardia mantenía a los
otros dos a raya, ya que después de haber sido quemados en el rostro y los brazos, no
podían cambiar su piel y confundirse en el ambiente. Por su parte, Glidria se percató de
que, irónicamente, no había hecho caso a su propio consejo, al ir a enfrentarse con un
enemigo desconociendo su poder.
Iluminado por el fulgor anaranjado, Bulen dio un paso y levantó una mano hacia él.
En el artefacto, la mano de la joven se crispó un momento, volviendo a relajarse
enseguida. Tobía notó el movimiento con alegría. Estaba viva. Se arrastró hacia ella y
tomó su mano. Tenía que despertarla y luego salir de allí.
El aire vibró con violencia. El sonido pulsante se detuvo por un momento, como si
hubieran bajado el volumen de golpe, y un viento sobrenatural barrió el recinto en
círculos. Bulen se frenó a punto de atacar, prestando atención al artefacto; pero el centro
de la fuerza centrífuga que parecía chupar el aire, el sonido, la luz, hacia sí mismo, no
provenía de la caja sino de un punto hacia su derecha. En ese momento, la luz que había
tragado fue expulsada de un fogonazo, el aire volvió a la normalidad, y Grenio se
materializó junto a ellos.
Glidria tragó con dificultad. Intentaba encontrar su voz y poder alegrarse de verlo, pero
estaba muy impresionado.
El recién llegado oteó el lugar, echó un rápido vistazo a quienes lo rodeaban, y por
último se chequeó a sí mismo. Sentía la cabeza ligera. Sus heridas parecían haberse
recuperado bastante; sólo tenía una ligera depresión donde su hombro había sido
destrozado, y le faltaba además un pedazo de piel en un muslo, que todavía sangraba.
Reanudando su interrumpida acción, Bulen redirigió su ataque hacia Grenio y le tiró
una descarga. Sin alarmarse, Grenio levantó un brazo como escudo, y le devolvió el
ataque. Bulen se apartó a tiempo, pero la energía impactó contra su sirviente, que cayó
muerto. El guardia, que vigilaba los movimientos de Trevla y Vlojo, aprovechó que estos
habían quedado inmóviles de la sorpresa, se volteó y arrojó su lanza contra el troga.

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Grenio le agradeció el gesto, atrapándola en el aire. Ahora tenía un arma. La hizo girar
entre sus manos, y el kishime retrocedió, alarmado por su expresión. Pero a Grenio no le
interesaba él, se lo dejaba a los otros. Tenía a Bulen delante y esta vez no se le podía
escapar.
En cuanto el brillo del artefacto empezó a disminuir, Tobía se animó a volver, ya que
aún se sentían esos latidos, pero no parecía a punto de explotar. Revisó la superficie
brillante, en busca de algún interruptor o seña.
–¡Amelia! –la llamó, susurrando junto a su oreja–. ¡Amelia!
Ella parpadeó, y abrió los ojos gritando desesperada.

Cáp. 13 – Derrumbe

Un minuto antes estaba cayendo a un precipicio, chillando de pavor y acercándose a


velocidad creciente al fondo. Lo alcanzó. Era una bruma espesa y la atravesó. No había
suelo. Al abrir los ojos, estaba de vuelta en el mundo real. Reconoció a Tobía y dejó de
gritar. Inhaló aire, profundamente aliviada de volver a tocar, a ver, a respirar. Intentó
levantarse; las hebras que unían sus tejidos al artefacto se disolvieron y cayeron sobre la
superficie ambarina, que había cesado de resplandecer. Estaba feliz de sentir su piel de
nuevo, pero se percató de que estaba desnuda y se apresuró a cubrirse con sus brazos.
–¿Qué pasa? –exclamó, saltando y ocultándose detrás del artefacto junto a Tobía.
Del otro lado, Grenio y Bulen luchaban, lanza contra espada, abstraídos de todo a su
alrededor.
–¡Grenio! –murmuró, asombrada.
También sintió un alivio increíble, porque todavía estaba vivo. Pensar que había
matado a alguien, la torturaba. Algo tibio cayó sobre sus hombros. Glidria le había
arrojado la capa que llevaba colgada de un hombro, para que se cubriera. Le agradeció
con una sonrisa, y se sorprendió porque también se alegraba de ver a este horrible
anciano con ojos redondos sin párpados, que la miraba siempre fijo.
–Muchas cosas –le contestó al fin el tuké, muy agitado–. Pero antes que nada,
tenemos que salir de aquí.

Sulei se levantó chorreando agua, salió de la bañera y tomó su ropa nueva, su habitual
conjunto negro. Se dirigió al primer piso del palacio y les ordenó a todos los que
aguardaban allí que tomaran sus armas y estuvieran listos para lo que fuera.
Sus sirvientes ya habían adelantado bastante cuando bajó al subterráneo. Primero,
habían hecho un gran esfuerzo para girar unas enormes norias que abrían la salida al río.
Luego tomaron una carretilla y se dirigieron al siguiente corredor. Habían colocado el
armatoste en forma de pirámide sobre el tablón con ruedas y lo estaban llevando por un
corredor que bajaba y luego subía, cuando Sulei tomó una antorcha y los acompañó. Al
final del tortuoso túnel, descubrieron una caverna amplia y húmeda, donde las negras
aguas de un lago esperaban ser perturbadas por primera vez en cientos de años. Sulei
empujó un lanchón hacia el embarcadero y los sirvientes hicieron descender su carga en
él.

Precioso Daimon 140


El agua se desplazó con un sonido pegajoso, chocando contra el moho de las lejanas
paredes. Sulei les entregó la antorcha y les indicó que los seguiría después. Uno de los
sirvientes empujó la barcaza por medio de una larga pértiga hacia la salida, invisible del
otro lado de la caverna.

Bulen advirtió que los movimientos del troga habían mejorado en velocidad y precisión.
Cada estocada que intentaba, se encontraba con la lanza. Pensaba superarlo con su
agilidad; pero a pesar de sus heridas, Grenio nunca le daba la espalda, siempre atento a
sus movimientos. El kishime se detuvo a calibrar la situación. Sulei lo estaba llamando en
ese momento, y le decía que llevara a la mujer.
Necesitaba derrotarlo ahora para encontrarse con su señor. A la vez que frenaba un
lanzazo, Bulen comenzó a retroceder.
Grenio se interpuso en su camino, salvando de un salto el artefacto y parándose frente
a los dos humanos.
–¿Es esto lo que quiere? –murmuró el troga, con voz grave, decidida.
Bulen permaneció en silencio. Todos los demás se habían detenido para escuchar.
–Sé que me entiendes –continuó Grenio–. ¿Dónde está el otro, tu jefe?
No podía hacerlo. Sintiéndose un fracasado por primera vez en su vida, Bulen se dio
media vuelta sin contestar, y salió al corredor.
Grenio resopló y se dispuso a seguirlo, pero antes tomó el brazo de Amelia. Ella lo
siguió a los tropezones mientras él corría a grandes zancadas y se lanzaba escaleras
abajo. Trevla los escoltó, dejando a Vlojo el placer de reventar la cara del guardia de un
codazo. Tobía y Glidria siguieron, pisando sobre el guardia desmayado.
Mientras trataban de alcanzarlo en vano, Bulen se había trasladado de la torre al
primer piso en un parpadeo, encontrándose con Sulei en la sala de armas.
–Deli Sulei –se disculpó, bajando la cabeza–. Apareció Grenio y no pude derrotarlo.
Además, Sadin ha dejado que entren tres trogas al palacio.
Su instructor de lucha había resultado un inútil. No, un traidor. Sulei lo espió,
escurriéndose hacia los sótanos. Sadin había dejado un grupo cuidando la salida de la
torre, y luego se dedicó a averiguar qué tenía Sulei tan escondido en la bodega a la cual
no le habían dejado entrar. La encontró vacía. Una cámara circular iluminada por luz
tenue; en el centro se veían las marcas de algo pesado que había sido arrastrado hacia
fuera, dejando huellas en el polvo a lo largo de un corredor. Por allí se percibía un olor a
humedad y un sonido como de agua. Volvió arriba y se detuvo en la primer planta. Luego
de pensarlo un rato, decidió salir al jardín.

Por fin habían dejado la torre y desembocaron en una larga galería que en cada
extremo terminaba en una escalinata, y ambas abrazaban el salón principal del primer
piso. Grenio disminuyó la velocidad y Amelia pudo recuperar el aire, mientras descendían
lentamente los escalones. Adoró la luz del sol que fluía por todo el salón, luego de estar
encerrada en un mundo oscuro. Al cabo de un rato, reconoció el lugar, por donde había
salido con la ayuda del kishime vestido de negro.
–Él es... –susurró, viendo por primera vez que abajo los esperaban Sulei y Bulen.

Precioso Daimon 141


Grenio la miró enojado, avisándole que no se le ocurriera acercarse a ellos.
Aquel kishime le había dicho que le simpatizaba, ¿quién era? Notó que Bulen se
mantenía un paso detrás de él, con deferencia, y cuando hablaron lo miró con
admiración, muy distinto al rostro frío que le había puesto a ella. Ahora se dio cuenta de
que la amabilidad que le había atribuido era todo su imaginación; Bulen nunca la había
mirado más que con desdén.
–No esperaba verte tan pronto –dijo Sulei, sonriente, lo que aumentó el mal humor del
troga.
Antes de que posara sus pies en el suelo, por los costados del salón entraron dos filas
de veinte kishime, armados, y los rodearon. Grenio los contó con calma, esos no le
preocupaban.
Sumándose a la fiesta, Trevla y Vlojo emergieron en la cima de las escalinatas, listos a
saltar a la batalla.
–Supongo que ya podemos sacarnos las máscaras –continuó el kishime, adoptando un
tono más serio y con los ojos puestos en Amelia, quien se había ocultado detrás del
troga, apretando la capa que la cubría con manos temblorosas–. Yo soy el consejero
Sulei y estos son mis hombres. Ya conocen a Bulen, mi mano derecha. Uds. son sin
ninguna duda, la profecía. Los demás –añadió, señalando a los otros trogas con un gesto
de cabeza–, son interferencia. Pero, si salen con vida y llegan a su tierra, pueden decirle
al resto que considere esto mi declaración de guerra.
Los kishime alzaron sus armas. Amelia se encogió, estupefacta. Grenio seguía con los
ojos fijos en Sulei, los puños cerrados, y lleno de una ira que hacía brillar sus ojos color
fuego. Cuando sintió un temblor ni siquiera se dio cuenta de que provenía del propio
edificio.
Bulen levantó la cabeza hacia el techo, preocupado, percibiendo los temblores que
sacudían las paredes por oleadas.
“¿Un terremoto?” se preguntó Amelia, sintiendo que el piso se volvía inestable.
Glidria se había detenido a ayudar a Tobía, que tropezó bajando de la torre y rodó
unos cuantos escalones casi llegando al fondo. En ese momento, las paredes vibraron
una vez y ellos quedaron quietos, pasmados, porque no sabían lo que era un terremoto.
Luego los temblores se reanudaron, sacudiendo la torre, hasta que polvo y pedazos de
escombro empezaron a caer sobre sus cabezas. Salieron huyendo de ese espacio
reducido, pero el desastre se expandía también al resto del palacio. Cuando alcanzaron a
los demás, hasta los kishime estaban bastante nerviosos, contemplando las grietas que
se iban formando en los muros. El palacio tenía mil años, y había sido construido por
segmentos. No resistiría el sacudón de una de sus partes.
–¡Esa cosa se está moviendo! –clamó Glidria, saltando en medio y haciendo caso
omiso de la seriedad de la batalla por comenzar–. ¡La torre va a caer encima de sus
cabezas! ¡Vayan a pelear a otra parte!
Amelia no había comprendido sus palabras pero compartía su agitación y las ganas de
salir de ese lugar. Los temblores, percibió al fin, no venían de la tierra sino de la torre,
donde estaba el artefacto que le daba escalofríos tan sólo recordar. Parecían ir en
aumento. Iba a poner una mano en el hombro de Grenio para rogarle que huyeran,
cuando vio una figura flotando a su lado. Una figura, porque no tenía la consistencia de
un cuerpo; boquiabierta, reconoció al niño del sueño, translúcido, resplandeciente,

Precioso Daimon 142


flotando en el aire.
–¡Tú! ¿Qué haces aquí? –le preguntó, porque debía estar adentro de la máquina.
“Creo que salí contigo... una parte de mí... pudo escapar, un poco”, le contestó una voz
profunda que no correspondía a esa imagen infantil. “Me di cuenta, cuando estuvimos
unidos... los mismos sentimientos... extraño tener un cuerpo... quería salir”.
Exasperado, porque sentía crujir el adobe de la torre bajo la fuerza de las vibraciones y
esto le haría retrasar sus planes, Sulei ordenó a sus hombres que salieran y a Bulen que
retrocediera. Pero este no pretendía dejarlo solo.
–¿Tú estás causando los temblores? ¿porque estás adentro de la máquina? –Amelia
preguntó con compasión, tendiendo una mano hacia la figura.
El niño intentó tocarla, pero sólo era un fantasma, sin carne, sin tacto. Su
desesperación, sin embargo, era bien palpable. Su voz sonó más agitada: “no... yo soy
eso... querían que me convirtiera en eso... para que mis habilidades duraran, siempre
siempre”. Pero no sólo su poder había quedado atrapado en el artefacto mecánico, toda
su carne, su espíritu, sus recuerdos, se habían metamorfoseado en una cosa que no
moría, y no estaba viva. Estaba aburrido y cansado. No podía salir. Al final, se había dado
cuenta de todo esto.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó Amelia con voz trémula, asustada porque ya imaginaba
la respuesta, recordando el sol rojo que parecía estallar.
Grenio la miró con expresión rara, porque estaba hablando con alguien que no podía
ver. Sólo ella lo veía, sólo con ella podía comunicarse. El niño pareció sonreírle y se
esfumó.
Las vibraciones alcanzaron su máxima frecuencia y siguió un resplandor que podía ser
visto a muchos kilómetros de la ciudad, saliendo de la torre. El brillo pareció disminuir, de
blanco a amarillo y luego rojo. En realidad, su material ambarino ya no pudo contener
dentro una energía enorme que pulseaba por salir y el artefacto reventó en una explosión
escarlata que se llevó consigo la parte superior de la torre, arrojando piedras y polvo a
cientos de metros. Mientras una grieta se abría a lo largo de lo que quedaba de torre,
partiéndola en dos, Sulei y Grenio seguían detenidos en medio del salón, con la
mampostería cayendo a su alrededor. Trevla y Vlojo pasaron por su lado, puesto que ya
todos habían escapado, inclusive el viejo, y no tenía sentido quedarse para ser
enterrados. Bulen miró nervioso a Sulei, en tanto media torre se despegó de su
contraparte y se desplomó sobre el techo del salón produciendo un sonido estrepitoso.
Tobía abrazó a la joven, que temblaba incontrolablemente.
Sulei cedió, pero antes de desvanecerse con Bulen, les dijo:
–Mi oferta sigue en pie, monje. Nos veremos después...
Saliendo de su mutismo, Grenio los empujó hacia la única salida que quedaba libre,
una terraza bajo una ancha escalinata. Estaban a un segundo de que el techo cediera
bajo el peso de los escombros. A sus espaldas, se elevó una columna de polvo y hubo un
gran estruendo. Sin detenerse, bajaron a los jardines y siguieron corriendo. Perdido todo
equilibrio, el palacio entero comenzó a resquebrajarse y hundirse sobre sí mismo.

Cáp. 14 – Escape

Precioso Daimon 143


Sadin fue testigo de la explosión y del escape, pero no vio salir a Sulei. Sin embargo,
no podía creer que no hubiera salido; tal vez usando el subterráneo, que él no se había
atrevido a revisar hasta llegar al agua. Ahora se coló por las ruinas de la ciudad, evitando
a los otros de su Casa. De pronto, vio por el rabillo del ojo una sombra que se despegaba
de un muro y se volvió a enfrentarla, pensando que alguien lo seguía.
–Un espía... –comentó, acercándose látigo en mano.
La reconoció, era un íncubo que Bulen había usado para obtener información,
sacándolo de entre sus filas de nuevos aprendices. Tenía la apariencia de una pequeña
humana, así que era perfecto para infiltrarse sin causar sospecha. A él, se le ocurrió un
nuevo uso. La presentaría como testigo ante el Kishu, comprobando que la verdadera
humana de la profecía seguía viva, y que Sulei había engañado al consejo enviándoles
un cadáver cualquiera.

Los trogas se detuvieron frente a la carcasa de un edificio y miraron alrededor, un poco


avergonzados de que alguien hubiera sido testigo de su pavor al salir corriendo. En el
momento de la confusión, entre el ruido y el polvo, todos habían huido entremezclados.
Ahora, los kishime se reunían en pequeños grupos. Uno de estos conjuntos contemplaba
el palacio derrumbado desde una azotea vecina.
Trevla se pasó una mano por la frente y suspiró, mientras Glidria se sentaba sobre una
roca y sacaba su odre, que sacudió alarmado, pues ya no le quedaba ni una gota.
Amelia estaba parada mirando los restos de la torre, pensando en el niño que le había
hablado. “¿Qué le habrá pasado? ¿Habrá logrado lo que quería? ¿Está muerto?”
Sintió una presencia a su lado que la sacó de su abstracción. Creyendo que era Tobía,
se volteó, pero vio a Grenio que, cruzado de brazos, parecía ignorarla, mientras que el
tuké estaba tirado a sus pies adonde había caído desfallecido.
–¡Tobía! –exclamó, alarmada.
–Déjalo. Está bien –Amelia miró fijamente a Grenio, que seguía en la misma posición,
fascinado por el desastre.
–Gracias a ti, Grenio. Siempre supe que ibas a venir a salvarme –bromeó Tobía.
Ahora que no estaba ocupado con los kishime, caviló Amelia poniéndose nerviosa,
seguro que querría vengarse de ella por lo sucedido. En cierta forma la había rescatado
de los kishime, y se sentía profundamente agradecida. Pero recordaba con claridad su
salvajismo al atacar a una niña indefensa. Sus motivos eran siempre egoístas y violentos.
–¡Espera! –exclamó, asombrada, al darse cuenta de que recién había entendido sus
palabras, su lenguaje–. ¿Qué pasa? ¿Quién eres tú?
Tobía se reclinó sobre un hombro para escuchar mejor. Grenio, que había estado
absorto en los sucesos del día, lamentando que esos dos se le habían escapado y
cuándo los volvería a encontrar, recordando las habilidades que había usado con la
ayuda de la voz, que ya no había oído desde que salió de la oscuridad, se encontró con
una nueva sorpresa. Se volvió hacia la humana, la contempló, esperando que dijera algo
más. Ella, en suspenso, todavía esperaba una respuesta. ¿Estaba confundida, o su
mente se había descompuesto por haber sido conectada a esa cosa?

Precioso Daimon 144


–To pu’pogasa... gonia ja –susurró él, aguardando con mucha expectativa algún signo
de comprensión.
Amelia inspiró, cambiando lentamente su expresión de pasmo a una calma extraña.
Glidria se levantó, alarmado. Trevla y Vlojo, también se dieron cuenta de que unos
kishime pasaban corriendo a su lado, aunque sin prestarles atención. Las bandas de
kishime que hasta ese momento andaban esparcidas por la ciudad, se iban concentrando
en dirección oeste, desapareciendo fuera de la muralla de Tise.
Cuando Amelia reaccionó, Grenio ya no tenía su curiosidad puesta en ella porque veía
venir algo de muy lejos. Siguiendo la misma dirección que los kishime, como si los
persiguiera, una nube de polvo y un eco de cascos se hicieron presentes, anunciando la
llegada de un viejo conocido.
–¡Increíble! –exclamó ella, acercándose a recibir a su caballo, que creía perdido desde
que los kishime se la llevaron. Aparentemente lo habían dejado libre y luego de la
conmoción, el fiel animal había vuelto a ver qué había sido de su ama. Corcoveó, bufó, y
luego ella acarició su morro con satisfacción–. Hola, bebé, ¿dónde te metieron, eh...?
¿Qué haces?
El caballo metió su cabeza en el hueco de su cuello, resopló por la nariz, y luego fue a
saludar también a Grenio, quien le dio unas palmadas en el lomo.
Amelia se llevó una mano a la boca, preocupada, casi asustada. Al pasar por su lado,
había visto que el animal todavía llevaba la espada ensangrentada colgada de la talega.
Ya que todos los kishime habían huido y Grenio no tenía interés en seguirlos, los
guerreros de Fretsa decidieron reanudar el viaje para encontrarse con su jefa, y ahora
llevarle importantes noticias sobre los planes de Sulei. Por su parte, Glidria volvía a su
montaña, contento de haber salido con vida de ese nido kishime. Ya era de noche y
estaban parados en una colina rodeada de arbustos espinosos, no muy lejos de donde
había cuidado de sus heridas:
–Deberías irte con Trevla y Vlojo –le sugirió Grenio.
–¿Qué, crees que me voy a sentir solo, ahora que no hay más humanos? –replicó el
viejo, observando las aldeas desiertas y los rebaños deambulando por el valle, puesto
que sus cuidadores habían sido exterminados–. No soy como tú –se burló.
–Lo decía por los kishime –gruñó Grenio, enojado–. Recuerda que de aquí en adelante
debemos considerarnos en guerra, y todo cuidado es poco. No subestimar al enemigo,
¿recuerdas?
–Ah... Pero eso es tu problema. Yo estoy muy viejo, ya no voy a pelear por nada, ni por
nadie. Esos monstruos, además, ya dejaron este valle. Es un lugar seguro.
Como para desmentir sus palabras, en ese momento una lengua de fuego surgió de la
ciudad y se expandió como una serpiente roja hacia el río, dispersándose luego en todas
direcciones. Los pastos altos, secos, ardieron con facilidad. Pero no había sol que
causara un incendio espontáneo. Al mismo tiempo, varios puntos del valle, donde antes
había aldeas y chozas, comenzaron a arder, diez piras rojas iluminando la noche con su
luz.
Tobía y Amelia vinieron corriendo, atraídos por el terrible espectáculo.
–Están destruyendo todo... –señaló ella, confundida.

Precioso Daimon 145


–No puede ser –dijo Tobía, con cara de incredulidad–. Los kishime adoran la
naturaleza, nunca harían algo así sólo por el placer de la destrucción.
–Entonces, ¿fue otra cosa? –preguntó ella, pensando en la destrucción de la torre.
Para Grenio, era obra de Sulei, pues él tenía designios que ni los otros kishime
imaginaban, y no se detendría ante nada, ni aún ante sus propias creencias, si eso servía
a lograr su propósito. Lo que le preocupaba era lo que guardaba en el subterráneo. Le
hubiera gustado ir a revisar las ruinas, aunque le daba escalofríos volver a encontrar
algún artefacto misterioso.
El valle ardió con furia y para la mañana, cuando llegaron al paso por donde cruzarían
las montañas, y se detuvieron a contemplar el paisaje que iban a dejar atrás, lo que había
sido verde y rebosante de vida, ahora estaba cubierto de humo y cenizas. Todavía
quedaban bosques enteros, que serían consumidos antes de que la lluvia calmara el
ansia devoradora del incendio.

Info: Los kishime

Biología: se parecen a un adolescente humano , de aspecto frágil y delicada piel. Viven


hasta 40 años, pero en gral mueren mucho más jóvenes debido a sus fabulosas
habilidades, que los desgastan. Estas se basan en el control de un elemento natural
(agua, electricidad, metal, tierra, etc) Los kishime se nutren de las sales y minerales del
agua, y necesitan aire fresco y sol. Los que nacen sin habilidades son muy débiles y en
gral se convierten en sirvientes de otros.
Organización Social: un kishime puede tener un vástago en su vida, fruto de la
maduración natural de su cuerpo. Al nacer son criados en una nursery y nunca se sabe
de quién provienen, son todos hijos de la comunidad. Luego pasan a escuelas comunales
y se esfuerzan por destacar en alguna habilidad para ser elegidos por un kishime mayor,
el Señor de una Casa. Desde los 11 o 12 hasta su muerte viven bajo su dirección, y
aunque no tienen obligación de obedecer sus órdenes, en gral lo hacen por respeto, para
mantener el orden social, o para ser nombrados sucesores.
Organización política: el Consejo (Kishu) está formado por diez Señores, en base a
su prestigio personal. El Kishu decide en materias que afectan a toda la raza, y dirime en
caso de conflictos entre distintas Casas.

Glosario II (kishime)

deli – disculpe
se iku – saludo
file – honorable
zaleli – flores
geshidu – viaje al otro lado
demesu – por favor
di – eso,lo /li – el, este, los /ti – y

Precioso Daimon 146


gosu – joven
kokume – humanos
osu – percibir
gekimi – gracias
sofu – profecía o "distante futuro"
pelüshi – matar
shaké – evitar en el futuro
laru – pobre, qué pena!
su – nuevo
shoko – gran señor
goshe – señores, amigos
fishi – cielo
fagakimi – tontos, inferiores
fagame – trogas
bü – hermoso
shala – espada espiritual
medu – olla, pote, vaso
delebo – aniquilación
kishu – consejo, autoridad máxima compuesta por 12 jefes elegidos por su notoriedad

Continúa en “Amelia: De tres, el poder del Elegido”

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