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Estructura de la música

Cuando se escucha música, una de las cosas más importantes que hay que captar es el plan que hay
detrás de toda obra musical. La estructura en música no difiere de la estructura de cualquier otro
arte: es, sencillamente, la organización del material utilizado por el artista. En música, pues, la
estructura es el elemento constructivo y organizativo que preside la utilización del material sonoro.
Los términos “estructura”, “forma” y “arquitectura” pueden ser usados indistintamente para
designar este aspecto de la creación musical, pero aquí preferimos usar la palabra “estructura” y
dejar el término “forma” para designar las diferentes maneras individuales de composición musical,
esto es: la fuga, la sonata, la sinfonía, el cuarteto, etc. Estas son “formas musicales”, mientras que la
“estructura musical” se refiere al plan organizativo interno con arreglo al cual el compositor ha
creado su obra.

Pero, siendo la música sucesiones de sonidos en el tiempo, ¿cómo es que pueda tener una forma?.
Goethe (o Schiller, o Schopenhauer, o…) ha dicho que “La arquitectura es música petrificada”,
frase afortunada que nos permite afirmar que “La música es arquitectura en movimiento”, y al igual
que un edificio, una obra musical debe poseer una base firme, unos pilares, unas vigas maestras,
unos muros y un tejado; todo ello constituyendo un conjunto en equilibrio de tal manera que resista
cualquier análisis desde todo punto de vista. A este respecto, el compositor francés Vincent D’Indy
dice: “En la construcción de un edificio lo primero que se requiere es que los materiales sean de
buena calidad y estén escogidos con buen criterio. De igual modo, el compositor debe poner gran
esmero en la selección de las ideas musicales, si aspira a crear una obra duradera.. Pero en la
edificación no bastan los buenos materiales, sino que es necesario disponerlos de forma que por su
cohesión constituyan un conjunto armonioso y fuerte. Las piedras o sillares, por muy bien labrados
que estén, jamás formarán un buen edificio si se los coloca simplemente unos encima de otros; las
frases musicales, por muy bellas que sean, tampoco llegarían a constituir una gran obra si su
ordenación y encadenamiento no sigue un orden lógico y definido. Sólo cuando los elementos son
buenos y el orden sintético está armoniosamente ideado, la obra es sólida y tiene garantías de
duración”. Asimismo, decía Schönberg que “La estructura musical significa que una pieza está
organizada, es decir, que consiste en elementos que funcionan como si fuera un organismo vivo…
Los principales requerimientos para la creación de una estructura musical comprensible son : la
lógica y la coherencia. La presentación, el desarrollo y la interconexión de las ideas deben estar
basadas en su relación de parentesco”.

Cuando un compositor decide crear una obra musical, está claro que debe atenerse a ciertas reglas
de composición. Si, por ejemplo, desea componer un cuarteto de cuerdas, la idea del cuarteto, que
desde el siglo XVIII está perfectamente definida, estará presente en su mente. Es posible que
durante el proceso compositivo se le ocurran temas más amplios; o que le parezca que determinado
pasaje lo debería decir una trompa en vez de un violín, etc, etc. En ese caso la idea primera del
cuarteto puede derivar hacia un proyecto de sinfonía o de poema sinfónico o de cualquiera otra
“forma musical”. Es igual, la estructura base sigue existiendo, aunque ahora la forma no es de
cuarteto, sino de sinfonía, poema sinfónico, etc. Más aún, esa obra no tiene porqué seguir a pies
juntillos la tradición estructural de sus predecesores; él le va a dar un toque personal, y sin dejar de
tener una estructura y una forma, éstas podrán resultar únicas e irrepetibles. Por eso podemos decir
que la estructura de toda auténtica obra de música es única. La personalidad del compositor hace
que éste utilice ese molde estructural histórico de un modo personal, de manera que el resultado sea
algo exclusivo suyo, e incluso algo exclusivo de esa pieza musical concreta.
El compositor americano Aaron Copland dice que la estructura debe poseer lo que él denomina “La
Gran Línea”, y continua: “Es difícil explicar este concepto. Significa que toda buena pieza de
música debe darnos una sensación de fluidez, una sensación de continuidad de la primera a la
última nota. Una sinfonía es un Mississipi hecho por el hombre, a lo largo del cual nos deslizamos
irresistiblemente hacia un destino previsto mucho antes. La música debe fluir siempre, pues eso es
parte de su misma esencia, pero la creación de esa continuidad y ese fluir La Gran Línea constituye
el alfa y el omega de la existencia de todo compositor…Esa Gran Línea debe darnos una sensación
de dirección y debe hacernos sentir que esa dirección es la inevitable” Para captar la grandeza de un
cuadro hay que alejarse de él y sólo así descubrimos su armonía de colores y formas, su equilibrio,
sus proporciones, etc. Algo parecido ocurre cuando miramos un mapa de cerca y vemos las
pequeñas letras de los nombres de las ciudades: Bonn, Eisenach, etc; de repente vemos una letra
más grande, buscamos otras como ella y descubrimos un país, Alemania. Pero de nuevo tropezamos
con una letra aún más grande, retiramos la mirada un poco y vemos que corresponde a un nombre
más genérico y que engloba a los otros dos: Europa. De igual manera, para percibir la estructura o la
Gran Línea unificadora de una obra de música, es necesario escucharla varias veces, prestar
atención tanto a los pequeños detalles como a los grandes lazos de conexión. En la primera audición
no la podremos captar en su conjunto, pero después de sucesivas audiciones iremos poniendo
nuestra atención en nuevos aspectos no percibidos antes, y poco a poco vamos asimilando el
contenido global de la obra. Es entonces cuando nos “retiramos un poco de ella” y encontramos ese
orden interno, ese andamiaje de vigas maestras que la sustentan, esa visión totalizadora que tuvo el
compositor al crearla.

Fijémonos en las grandes creaciones por todos conocidas: La “Quinta” de Beethoven o el


“Concierto de violín” de Mendelsohn, y observamos que, sin necesidad de conocimientos técnicos
musicales, quedamos impresionados por su perfección formal, por su coherencia y por su lógica.
Cuanto más las oímos más nos decimos: “es que tiene que ser así, no puede ser de otra manera, si
cambiara una sola nota ya sería otra cosa”, etc. En estas obras calificadas de “geniales” ocurre,
además, algo que nos sirve para su valoración como tales: su capacidad de producir en el oyente
impresiones nuevas cada vez que se las escucha. A todos nos ha ocurrido: cuando volvemos a
escuchar por enésima vez la “Novena” de Beethoven, siempre captamos “algo” nuevo, notamos que
nos “dice” cosas que en las innumerables audiciones anteriores no supimos o no pudimos
aprehender. He aquí la grandeza del arte. Y es esta una de las razones, si no la única, por la que
muchas de las grandes obras de música no fueron bien comprendidas en su primera ejecución
pública.

Sabiendo esto, el oyente no deberá sacar conclusiones valorativas definitivas acerca de una obra
nueva escuchada una sola vez. Eso podrá hacerlo un crítico, un musicólogo u otro compositor, (e
incluso ellos podrán equivocarse: son innumerables las veces que ha ocurrido, de lo que hay
abundantes pruebas escritas). El FBT dará muestras de buen sentido y objetividad crítica
posponiendo un juicio valorativo para después de futuras audiciones. Hay un aspecto estructural de
la música tan obvio que con frecuencia pasa desapercibido. Algo parecido a como si en el acto de
andar no le diésemos importancia a la existencia del suelo que pisamos. Es algo con lo que
contamos, lo damos por supuesto, pero que tiene una enorme importancia. Me estoy refiriendo a La
repetición. En realidad, si tuviéramos que nombrar las dos cualidades más constantes en la música,
en primer lugar pondríamos al sonido y en segundo lugar la repetición.

Pero la repetición, con ser tan obvia, tiene también sus reglas. No se repite cualquier nota o
cualquier pasaje, sino sólo aquellos que tienen una cierta significación en el discurso sonoro. Y
estas notas o grupos de notas significativas reciben nombres como “motivo”, “tema”, “frase”,
“período”, “sección”, etc.
Al aficionado medio quizás le resulte baladí tratar estos temas, perder el tiempo en considerar una
cosa tan evidente. Pero creo que no está de más que hablemos un poco de ello al final del capítulo
sobre la estructura. Hay que decir en primer lugar que no estamos hablando de algo exclusivo de la
música. Por el contrario, la repetición ha sido desde el principio el factor decisivo en el problema de
dar forma a todas las bellas artes. El ritmo y la simetría, que son formas de repetición, no son una
invención del hombre, sino fenómenos naturales con los que nos identificamos de una manera
espontánea y natural. El cuerpo humano, el día y la noche, las fases de la luna, los latidos del
corazón, etc. son todos fenómenos en los que el ritmo y la repetición forman parte principal de su
ser. En arte, la repetición es un recurso muy utilizado para darnos a conocer algo de manera rápida e
inequívoca; un recurso con el que se logra la unidad y la cohesión de una obra artística, ya sea una
catedral, un poema, un cuadro, una escultura o una sinfonía. Y es un recurso que se ha usado desde
el principio de los tiempos.

Intentar poner ejemplos de música en la que se capte el efecto de la repetición es tan fácil como
nombrar cualquiera de las piezas musicales compuestas a lo largo de la historia, desde la época del
Canto Gregoriano hasta comienzos del siglo XX. Algunos ejemplos son, sin embargo, más
nombrados que otros, y ellos serán los que ilustren este concepto. El famoso motivo de cuatro notas
con que comienza la Quinta Sinfonía, de Beethoven, (sol sol sol mi bemol) se repite a lo largo del
primer movimiento nada menos que 230 veces, ocupando 298 compases de los 502 de que consta.
Otro ejemplo, del mismo autor, aparece en la Sexta Sinfonía, compases 151 al 236, en los que un
tema o motivo de cinco notas se repite 36 veces consecutivas, luego hay seis compases a modo de
puente y el tema vuelve a repetirse otras 36 veces. Aquí, como se ve, existe además simetría. Y un
tercer ejemplo, sin salirnos del compositor elegido, nos lo proporciona el tema o la frase, diríamos
en este caso del coro final de la Novena Sinfonía. Dejo al lector que él mismo analice dicha frase,
que escuche sus apariciones sucesivas, sus variantes y que trate de percibir las diferencias entre
ellas: con o sin coro, con solista, con las cuerdas, con mayor o menor énfasis, etc. Al hablar de
ejemplos de músicas con repeticiones ha quedado el límite en el comienzo del siglo XX. Y es que
por entonces se estaba creando una nueva estética cuyas reglas eran, en primer lugar no tener reglas,
y en segundo hacer lo contrario de lo que se había hecho hasta ahora.

Y, por supuesto, entre otras muchas normas, la repetición quedó anatematizada. El compositor
mejicano Carlos Chávez habla de estos temas en su libro “El pensamiento musical”, año 1959, y
dice: “Como oyente, me siento a veces muy poco inclinado a la música repetitiva. Pronto comienza
a volverse obvia; la recuerdo demasiado bien y prefiero imponer un poco más de esfuerzo a mi
memoria… También es cierto que tenemos un ámbito muy amplio de posibilidades de goce
estético, lo cual significa, por ejemplo, que el placer que sentimos al oír música politonal o atonal
no nos priva de la capacidad de gozar de la música tonal”. Y continúa más adelante: “Aunque nadie
podrá predecir el futuro inmediato de la repetición como base de la música, sí podemos hablar de
una tendencia: cierta saciedad de la repetición y una necesidad creciente de novedad… La idea de
repetición y variación puede ser sustituida por la noción de un constante renacer, una corriente que
nunca regresa a su fuente, una corriente en eterno curso, como una espiral siempre ligada a su
fuente original pero continuamente en busca de nuevos e ilimitados espacios. Una espiral fuera
acaso la contestación: una idea que evoluciona en formas perpetuamente renovadas sin repetirse
nunca a sí misma”. Ante la realidad de que “cualquier alejamiento de la repetición traería por
consecuencia una música poco convincente, falta de forma y de unidad”, Carlos Chávez propone
que “El hombre, su carácter, lo que tiene que decir, su anhelo de comunicación: todo esto es, en
último análisis, el conjunto de causas profundas que determinan la unidad y la cohesión de una obra
de arte”.
Digamos, para terminar, que hoy los músicos siguen usando la repetición como recurso válido para
la creación de sus obras. Pocos años después de que Chávez escribiera las anteriores palabras,
György Ligeti compuso en 1968 su más conocida obra para clavecín, “Continuum”, que posee un
ritmo repetitivo basado en dos intervalos diferentes para cada mano, alternándose cíclicamente y
creando una curiosa armonía resultante, también repetitiva.

Otro aspecto que no se suele tener en cuenta –aunque hoy si y cada vez más- pero que tiene un
enorme significado en música, es el silencio. Pues la música no son siempre sonidos sonando sino
que tiene sus pausas, las cuales constituyen el silencio. Su manipulación por el compositor y el
intérprete da lugar a los mismos efectos que los sonidos y contribuye a todos los aspectos
mencionados y por mencionar, sobre todo en la expresividad, la textura, el ritmo, el tempo, etc.
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