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Tema

tan rehuido como atrayente, la muerte es una experiencia compartida


por todos los hombres. Cirujano y profesor en la Facultad de Medicina de la
Universidad de Yale, Sherwin B. Nuland desvela en Cómo morimos el
proceso de morir a través de una descripción sin concesiones ni sensiblerías
de la realidad clínica, biológica y psicológica de la muerte. Y es que sólo
conocer la verdad, familiarizarnos con los actuales «jinetes de la muerte» —
cáncer, SIDA, enfermedades cardiacas, accidentes cerebro-vasculares,
Alzheimer, vejez y agresiones violentas— puede ayudar a liberarnos del
miedo a ese ámbito desconocido que lleva en último término al autoengaño y
a la decepción.

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Sherwin B. Nuland

Cómo morimos
Reflexiones sobre el último capítulo de la vida

ePub r1.3
Achab1951 08.06.14

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Título original: How We Die: Reflections on Life’s Final Chapter
Sherwin B. Nuland, 1993
Traducción: Camilo Tomé
Ilustraciones: Michael R. Delude

Editor digital: Achab1951


ePub base r1.1

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A mis hermanos,
Harvey Nuland y Vittorio Ferrero

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…la muerte tiene diez mil puertas distintas
para que cada hombre encuentre su salida.
John Webster: La duquesa de Amalfi, 1612

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Agradecimientos

Laurence Sterne, novelista del siglo XVIII, señaló en cierta ocasión que escribir no es
sino otro nombre que se da a conversar. El contenido y tono de un libro o ensayo
vienen determinados por la forma en que el autor cree que el lector va a responder a
cada frase tal y como se expresa en el papel —el lector está siempre presente. El libro
que está a punto de leer se ha concebido con la sola intención de conversar con la
gente que quiere saber cómo es el morir. He tratado de escuchar las posibles réplicas
del lector a lo que se va diciendo. Escuchando con atención, espero haber sido capaz
de responder siempre lo más inmediata y claramente posible.
El diálogo que se mantiene en estos capítulos es solamente la culminación de
otras conversaciones que he ido teniendo durante la mayor parte de mi vida —con mi
familia, mis amigos, mis colegas y, sobre todo, con mis pacientes— con los que han
estado más cerca de mí y cuya sabiduría he buscado para llegar a comprender lo que,
al fin y al cabo, vienen a ser nuestras vidas, y nuestras muertes. Es mucho menos
difícil buscar la sabiduría en las palabras de los demás que en su experiencia vital. Yo
la he buscado por todas aquellas partes donde he creído que la podía encontrar.
Incluso cuando no me daba cuenta de que, en realidad, estaba aprendiendo de los
muchos hombres y mujeres cuyas vidas han entrado en la mía, ellos me estaban
enseñando y, por lo general, eran igualmente inconscientes del regalo que me
otorgaban.
Aunque la mayor parte del aprendizaje es, por lo tanto, sutil y no es reconocido
como tal ni por los que lo reciben ni por los que lo proporcionan, una gran parte tiene
lugar a partir de la forma más normal de conversación: el intercambio verbal directo
entre dos personas. En mi caso, las conversaciones más largas han durado,
intermitentemente, años, y aun décadas, mientras que sólo unas pocas han tenido
lugar al escribir este libro. Si la conversación «prepara al hombre», como aseguraba
Francis Bacon, entonces mi preparación para Cómo morimos ha durado interminables
horas en compañía de gente extraordinaria.
Varios de mis compañeros del Comité de Bioética del Hospital de Yale-New
Haven, me han ayudado a comprender cada vez mejor las cuestiones cruciales que
han de afrontar no solamente los pacientes y los profesionales de la salud, sino en un
momento o en otro, todos nosotros. Estoy particularmente en deuda con Constance
Donovan, Thomas Duffy, Margaret Farley, Robert Levine, Virginia Roddy y Howard
Zonanna. Juntos e individualmente me han mostrado una imagen de la ética médica
que es tan humana (e incluso espiritual) como intelectualmente disciplinada.
Gracias también a otro miembro del comité, Alan Mermann, un pediatra que halló
renovadas fuerzas en su actividad como ministro congregacionista y capellán de

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nuestra facultad de medicina. Me ayudó a comprender con gran generosidad lo que es
para los estudiantes de medicina y para los pacientes moribundos la mutua entrega y
el compartir los miedos y esperanzas.
Ferenc Gyorgyey ha puesto a mi disposición los vastos fondos de las colecciones
históricas de la Biblioteca Whitney/Cushing, de Yale, pero su mayor regalo durante
muchos de estos años ha sido la riqueza, igualmente vasta, de su amistad y su amplia
inteligencia. Jay Katz, tanto en sus conversaciones como en sus escritos, me ha
enseñado una sensibilidad en el proceso médico de toma de decisiones que trasciende
los meros datos clínicos de la enfermedad de un paciente e incluso las motivaciones
conscientes que parecen determinar la elección entre las opciones del tratamiento. Mi
esposa, Sarah Peterson, me enseña aun otra clase de sensibilidad que unas veces se
llama caridad y otras amor. En la caridad, o el amor, hay una comprensión de las
percepciones de los demás y hay también una fe inextinguible. En la tradición de
Sarah: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tuviera
caridad, sería como bronce que suena o címbalo que retiñe». He aquí una gran
lección, no sólo para los individuos, sino para las naciones y las profesiones,
especialmente mi propia profesión de la medicina.
Durante la pasada década, he tenido la fortuna de disfrutar de la amistad de
Robert Massey. Como internista en ejercicio, decano de la Facultad de Medicina e
historiador de la medicina, así como comentarista de su presente y futuro, Bob
Massey, ha transmitido a diversas generaciones de colegas médicos una capacidad de
comprensión y un sentido del deber médico que sobrepasa el efímero interés del
momento y los estrechos intereses gremiales. Me he valido de su amistad, y le he
convertido en mi confidente y consejero, mi oráculo, e incluso mi experto para las
referencias a los clásicos, por no mencionar la gramática latina. No hay casi nada en
este libro que él y yo no hayamos discutido. Su confianza en el valor de este empeño
ha sido para mí una fuente de serena energía durante estos largos meses de trabajo.
El contenido de cada capítulo de Cómo morimos ha sido revisado por uno o más
expertos en la materia. En cada caso, el resultado de la lectura ha comportado
importantes sugerencias que me han ayudado enormemente a clarificar mis ideas.
Para los capítulos sobre el corazón he recibido los comentarios de Mark Applefeld,
Deborah Barbour y Steven Wolfson; para las secciones sobre el envejecimiento y la
enfermedad de Alzheimer, los de Leo Cooney; para la sección sobre los traumatismos
y el suicidio, los de Daniel Lowe; los capítulos del SIDA han sido revisados por
Gerald Friedland y Peter Selwyn; los aspectos clínicos y biológicos del cáncer por
Alan Sartorelli y Edwin Cadman; el tema de la relación médico-paciente por Jay
Katz. Los especialistas en estas áreas reconocerán fácilmente los nombres de cada
uno de mis asesores, a quienes me honro en mencionar aquí. Su generosidad ha
sobrepasado mis expectativas.

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Muchas personas me han ayudado a responder a preguntas específicas y buscar en
las fuentes: Wayne Carver, Benjamín Farkas, Janis Glover, James M. L. N. Horgan,
Ali Khodadoust, Laurie Patton, Johannes van Straalen, Mary Weigand, Morris
Wessel, Ann Williams, Yan Zhangshou, y mi secretaria Rafaella Grimaldi, con su
gran corazón. G. J. Walker Smith revisó una serie de autopsias conmigo y me ayudó a
situar sus hallazgos en el contexto de los procesos degenerativos del envejecimiento.
Una mañana que pasé con Alvin Novik me abrió los ojos a aspectos políticos e
intensamente personales del SIDA que yo solamente había imaginado (no pudo ser
fácil para Alvin exponer a alguien que prácticamente era un extraño, el dolor de su
todavía afligido corazón, pero de alguna manera encontró la fuerza para hacerlo, y no
olvidaré lo que me enseñó). Irma Pollock, a quien he admirado desde mi niñez, me
habló, en medio de la angustia que le producía recordar la tragedia de la enfermedad
de Alzheimer, porque quería ayudar a los demás. Su historia ha fortalecido mi fe en el
poder del amor desinteresado.
El texto completo de Cómo morimos lo han leído varias personas de formación
muy dispar y sus comentarios me han resultado extremadamente útiles en mi propia
revisión final: Joan Behar, Robert Burt, Judith Cuthbertson, Margaret De Vane y
James Ponet. Huelga decir que Bob Massey y Sarah Peterson hicieron numerosas
aportaciones críticas al revisar la evolución de la obra capítulo por capítulo. El estilo
de Bob es benevolente y diplomático, pero esta Peterson es implacable en lo que he
llamado en algún otro lugar «detectar la divagación y oponerse a la digresión».
Siempre he hecho los cambios que ella ha señalado (incluso su caridad tiene un
límite).
Y finalmente, a mis nuevos amigos en el mundo editorial. Cómo morimos tuvo su
origen en una idea de Glen Hartley: no solamente la idea sino también el título es
suyo. Por sugerencia de Dan Frank, él y Lynn Chu vinieron a buscarme y se
presentaron con una misión que yo no podía rechazar. El manuscrito final pasó por el
filtro de la habilidosa mente editorial de Dan; solamente sus autores pueden apreciar
completamente el valor de tal guía. Sonny Mehta tomó personalmente este proyecto
en sus delicadas manos desde su concepción hasta su conclusión, como editor en toda
su extensión y principal valedor. Si hay un buen equipo editorial, sin duda debe ser
éste.
Se dice que en el siglo XX ya no hay musas, pero yo he encontrado una. Su
nombre es Elisabeth Sifton, y he intentado tratar las ideas y el idioma inglés de modo
que a ella le agradara. No pido más premio que su aprobación.
Hay un segundo aforismo de Laurence Sterne que se puede aplicar a Cómo
morimos: «El ingenio de cada hombre debe venir de su propia alma y de nadie más».
Este libro es mío. Independientemente de la inspiración y las aportaciones de tantos
otros, declaro que de principio a fin —cada concepto y cada equivocación, cada

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verdad y cada error, cada pensamiento útil y cada interpretación inútil— es mío y de
nadie más. Cómo morimos no es de nadie más porque este libro fluye de mi propia
alma.

S. B. N.

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Introducción

Todos queremos saber cómo es la muerte, aunque pocos estemos dispuestos a


admitirlo. Sea por anticipar los acontecimientos de nuestra enfermedad final o para
comprender mejor lo que le está sucediendo a una persona amada en trance de muerte
—o, más probablemente, por esa instintiva y compartida fascinación por la muerte—
todos tendemos a pensar sobre el final de la vida. Para la mayoría de las personas la
muerte sigue siendo un secreto oculto, tan erotizado como temido. Nos atraen
irresistiblemente las mismas ansiedades que nos parecen más terribles; nos vemos
arrastrados a ellas por esa excitación primitiva que surge del flirteo con el peligro.
Las mariposas nocturnas y las llamas, la humanidad y la muerte… hay poca
diferencia.
Ninguno de nosotros parece ser capaz, psicológicamente, de enfrentarse a la idea
de «estar muerto», a la idea de una inconsciencia permanente en la cual no hay ni
ausencia ni vacío, en la que simplemente no hay nada. Nos parece tan diferente de la
nada que precedió a la vida… Como sucede con otros temores y tentaciones que nos
amenazan, buscamos modos de negar el poder de la muerte y el gélido influjo que
ejerce sobre el pensamiento humano. Su constante proximidad siempre ha inspirado
formas con las que tradicionalmente disfrazamos, consciente e inconscientemente, su
realidad, tales como cuentos populares, alegorías, sueños e incluso bromas. En las
últimas generaciones hemos añadido algo nuevo: hemos creado la forma moderna de
morir. La muerte moderna se produce en el hospital moderno, donde es posible
ocultarla, purificarla de su corrupción orgánica y, finalmente, «empaquetarla» para el
entierro moderno. Ahora podemos negar el poder no solamente de la muerte sino de
la propia naturaleza. Nos tapamos la cara ante ella, pero todavía dejamos un resquicio
entre los dedos porque hay algo en nosotros que nos obliga a mirar de reojo.
Preparamos las escenificaciones que deseamos que representen nuestras personas
queridas cuando están mortalmente enfermas, y las representaciones tienen éxito con
la frecuencia suficiente como para mantener nuestras expectativas. La fe en tales
escenificaciones ha sido tradicional en las sociedades occidentales, que en los siglos
pasados valoraban una buena muerte como la salvación del alma y una experiencia
enriquecedora para los amigos y la familia, y la celebraban en la literatura y en las
representaciones pictóricas del ars moriendi, el arte de morir. Originalmente, el ars
moriendi era una hazaña religiosa y espiritual, que el impresor del siglo XV William
Caxton describió como «el arte de la muerte para la salud del alma humana». Con el
tiempo se convirtió en el concepto de la muerte bella, en realidad, el modo correcto
de morir. Pero hoy el ars moriendi se ha vuelto más difícil por el mismo hecho de
intentar ocultarla y esterilizarla —y especialmente impedirla—, lo que da lugar a las

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escenas de lecho de muerte que se producen en lugares tan especializados y ocultos
como las unidades de cuidados intensivos, las unidades de investigación oncológica y
las salas de urgencia. La buena muerte es, cada vez más, un mito. En realidad,
siempre lo ha sido para la mayoría, pero nunca tanto como hoy. El principal
ingrediente del mito es el tan ansiado ideal de «una muerte digna».
No hace mucho atendí en mi consulta a una abogada de cuarenta y tres años a la
que había operado tres años antes de un cáncer de mama en estadio precoz. Aunque
había superado la enfermedad y tenía esperanzas fundadas de que su curación fuera
definitiva, ese día parecía extrañamente inquieta. Al final de la visita preguntó si
podía quedarse un poco más para hablar conmigo. Entonces comenzó a describir la
reciente muerte de su madre en otra ciudad, de la misma enfermedad de la que ella,
casi con certeza, se había curado. «Mi madre murió en medio de terribles
sufrimientos —dijo—, y aunque los doctores intentaron todo para ayudarla, no
pudieron facilitarle las cosas. No tuvo el tranquilo final que yo había esperado.
Pensaba que sería algo espiritual, que hablaríamos de su vida, de las dos, pero no
sucedió así: había demasiado dolor, demasiado Demerol». Y entonces, en un estallido
de rabia, bañada en lágrimas, dijo: «Dr. Nuland, ¡no hubo dignidad en la muerte de
mi madre!».
Tuve que insistir mucho a mi paciente en que no había habido nada inusual en la
manera de morir de su madre, que no había hecho nada que impidiera a su madre
experimentar esa muerte «espiritual» y digna que había imaginado. Todos sus
esfuerzos y expectativas habían sido en vano, y, ahora, esta mujer tan inteligente
estaba desesperada. Traté de explicarle que la creencia en la posibilidad de una
muerte digna es un intento nuestro y de la sociedad de enfrentarnos a la realidad de lo
que con demasiada frecuencia es una serie de sucesos destructivos que implican por
su propia naturaleza, la desintegración de la humanidad de la persona que muere.
Rara vez he visto mucha dignidad en el proceso de morir.
El intento de alcanzar una verdadera dignidad falla cuando nuestros cuerpos
fallan. Ocasionalmente —muy ocasionalmente—, alguien con una personalidad
excepcional también muere en circunstancias excepcionales, y esa afortunada
combinación de factores permite que eso suceda, pero tal confluencia de factores no
es corriente y, en todo caso, sólo la pueden esperar muy pocas personas.
He escrito este libro para desmitificar el proceso de la muerte. Mi intención no es
describirlo como una sucesión llena de horrores, de degradaciones dolorosas y
desagradables, sino presentarlo en su realidad biológica y clínica, como lo ven
aquellos que lo presencian y como lo sienten los que lo experimentan. Solamente tras
una franca discusión de los pormenores de la muerte podemos afrontar mejor los
aspectos que más nos asustan. El conocimiento de la verdad, el estar preparados para
ello, será el medio de liberarnos de ese miedo a la terra incognita de la muerte, que

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lleva al autoengaño y a las decepciones.
Hay abundante literatura sobre la muerte y el morir. Prácticamente toda ella
pretende ayudar a las personas a afrontar el trauma emocional que implica tal proceso
y su desenlace; sin embargo, en la mayoría de los casos no se hace mucho hincapié en
los pormenores del deterioro físico. Sólo en las páginas de las revistas especializadas
se pueden encontrar descripciones de los verdaderos procesos por los que las
diferentes enfermedades consumen nuestra vitalidad y nos arrebatan la vida.
Mi carrera y mi larga experiencia con la muerte confirman la observación de John
Webster de que, en efecto, hay «diez mil puertas distintas para que cada hombre
encuentre su salida»; mi deseo es ayudar a que se cumpla la oración del poeta Rainer
Maria Rilke: «Oh Señor, danos a cada uno nuestra propia muerte». Este libro trata de
las puertas, y de los pasadizos que conducen a ellas; he intentado escribirlo de forma
que, en la medida de lo posible, cada uno pueda elegir su propia muerte.
He escogido seis de los tipos de enfermedades más frecuentes en nuestros días, no
sólo porque incluyen las enfermedades mortales que se llevarán a la mayor parte de
nosotros, sino también por otra razón: las seis tienen características que son
representativas de ciertos procesos universales que todos experimentaremos al morir.
La parada de la circulación, el transporte inadecuado de oxígeno a los tejidos, el
deterioro progresivo de las funciones cerebrales hasta su total interrupción, el fallo
funcional de los órganos, la destrucción de los centros vitales: éstas son las armas de
todos los jinetes de la muerte. Familiarizarnos con ellas nos aclarará cómo morimos,
incluso si es a causa de enfermedades no específicamente descritas en este libro. Las
que he escogido no sólo son las avenidas más transitadas hacia la muerte, sino
también aquellas cuyo empedrado recorreremos todos, independientemente de la
singularidad de la enfermedad final.
Mi madre murió de cáncer de colon una semana después de que yo cumpliera
once años, y este hecho ha marcado mi vida. Todo lo que he llegado a ser y lo que no
he llegado a ser, guarda, directa o indirectamente, relación con su muerte. Cuando
comencé a escribir este libro mi hermano había muerto hacía poco más de un año,
también de cáncer de colon. En mi vida profesional y personal he sido consciente de
la inminencia de la muerte durante más de medio siglo, y he trabajado en su constante
presencia durante toda ella, excepto en el primer decenio. Este es el libro en el que
trataré de contar lo que he aprendido.

SHERWIN B. NULAND
New Haven, junio de 1993

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NOTA DEL AUTOR

Con la excepción de Robert DeMatteis, he modificado los nombres de todos los


pacientes y de sus familias para preservar su intimidad. Debo también advertir que la
doctora Mary Defoe, que aparece en el capítulo VIII, representa en realidad a tres
jóvenes doctores del Hospital de Yale-New Haven.

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I
El corazón desfallecido

Cada vida es diferente de las que la han precedido, y lo mismo ocurre con cada
muerte. Nuestra singularidad se extiende incluso hasta la manera en que morimos.
Aunque la mayoría de las personas sabe que las enfermedades que nos conducen a
nuestras horas finales son diversas y diversos sus caminos, solamente unas pocas
comprenden la infinita variedad de maneras en las que las últimas fuerzas del espíritu
humano pueden abandonar el cuerpo. Cada una de las distintas formas de la muerte es
tan singular como la propia cara que cada uno de nosotros muestra al mundo durante
los días de su vida. Cada hombre entregará su alma de una manera que el cielo no ha
conocido antes y cada mujer recorrerá su último camino a su modo.
La primera vez que en mi carrera profesional vi los despiadados ojos de la
muerte, estaban fijos en un hombre de cincuenta y dos años que yacía aparentemente
cómodo entre las frescas sábanas de una cama recién hecha en una habitación privada
de un gran hospital universitario. Acababa de empezar mi tercer año de medicina, y el
azar me llevó a encontrarme con la muerte y con mi primer paciente al mismo
tiempo.
James McCarty, de complexión robusta, era un ejecutivo de una empresa de
construcciones, cuyo éxito en los negocios le había llevado a una forma de vida que
ahora llamaríamos suicida. Pero de esto hace casi cuarenta años, cuando sabíamos
mucho menos de los peligros de la «buena vida», cuando se creía que el fumar, la
carne roja, las grandes lonchas de panceta, la mantequilla y las vísceras eran el
premio, sin riesgo, del éxito. Además, llevaba una vida sedentaria y se había
abandonado mucho. Mientras que antes dirigía sobre el terreno los equipos de su
pujante compañía de construcción, ahora se contentaba con mandar imperiosamente
desde la mesa de un despacho. McCarty daba sus órdenes la mayor parte del día
desde un confortable sillón giratorio que le ofrecía una vista directa del campo de
golf de New Haven y del Quinnpiack Club, su asador favorito para la glotonería de
mediodía de los ejecutivos.
Recuerdo fácilmente los pormenores de la hospitalización de McCarty porque la
asombrosa rapidez con que se produjeron los grabó instantáneamente en mi mente.
Nunca he olvidado lo que vi y lo que hice aquella noche.
McCarty llegó a la sala de urgencias del hospital alrededor de las ocho de una

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tarde calurosa y húmeda a primeros de septiembre, quejándose de una presión
constrictiva detrás del esternón, que parecía irradiarse a la garganta, al cuello y a su
brazo izquierdo. Esta presión había empezado una hora antes tras su pesada cena
habitual, unos cuantos cigarrillos Camel y una inquietante llamada telefónica de la
pequeña de sus tres hijos, una joven mimada que había empezado su primer año de
universidad en un elegante college femenino.
El interno que vio a McCarty en la sala de urgencias advirtió que estaba sudoroso
y tenía un pulso irregular. En los diez minutos que tardó en arrastrar el
electrocardiógrafo por el pasillo y conectarlo al paciente, éste comenzó a sentirse
mejor y su irregular ritmo cardíaco había vuelto a ser normal. Sin embargo, el
electrocardiograma revelaba que había tenido un infarto, lo que suponía que una
pequeña área de la pared del corazón se había dañado. Su situación parecía estable y
se hicieron los preparativos para trasladarlo a una cama del piso de arriba —no había
unidades coronarias de cuidados intensivos en los años cincuenta. Su médico de
cabecera particular fue a verle, asegurándose de que el señor McCarty estaba cómodo
y parecía encontrarse fuera de peligro.
McCarty llegó a la habitación a las once de la noche, y yo con él. Como no estaba
de guardia aquella tarde, había ido a la fiesta que organizaba mi «Fraternidad» para
captar a los nuevos estudiantes. Un vaso de cerveza y mucho buen humor me habían
hecho sentirme especialmente seguro de mí mismo, y decidí visitar el pabellón al que
había sido asignado esa misma mañana, para la primera de mis rotaciones clínicas en
el servicio de medicina interna. Los estudiantes de tercer año, que están empezando
sus primeras experiencias con pacientes, suelen ser diligentes hasta el entusiasmo, y
yo no era diferente de la mayoría. Subí al pabellón para buscar al interno, esperando
ver alguna urgencia interesante, y poder ser útil de alguna forma. Si surgía la
necesidad de tomar alguna medida urgente en la sala, como una punción lumbar, o la
colocación de un tubo torácico, yo quería estar allí para hacerlo.
Cuando me dirigía al pabellón, el interno, Dave Bascom, me cogió del brazo
como si sintiera alivio al verme: «¿Puedes echarme una mano? Joe [el estudiante de
guardia] y yo estamos ocupados en la otra sala con una polio bulbar que marcha mal
y necesito que hagas la historia del nuevo paciente coronario que está a punto de
llegar a la 507, ¿de acuerdo?».
¿Que si estaba de acuerdo? Por supuesto que sí. Más aún, me parecía maravilloso,
era exactamente la razón por la que había regresado al pabellón. A los estudiantes de
medicina de hace cuarenta años se les daba mucha más autonomía que hoy, y yo
sabía que si hacía bien la rutina de admisión se me daría mucho trabajo después en la
recuperación de McCarty. Esperé ansiosamente durante unos minutos hasta que una
de las dos enfermeras de guardia hubo pasado a mi nuevo paciente de la camilla a la
cama. Cuando se fue rápidamente al final del pasillo para ayudar en la urgencia de la

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polio, me deslicé en la habitación de McCarty y cerré la puerta. No quería correr el
riesgo de que Dave volviera y se hiciera cargo del caso.
McCarty me recibió con una pequeña sonrisa forzada, pues mi presencia no podía
resultarle reconfortante. Durante años, me he preguntado con frecuencia lo que debió
haber pasado por la mente de aquel hipertenso patrón de hombres hechos y derechos
cuando vio mi cara de jovencito —tenía yo veintidós años— y me oyó decir que
había venido para hacerle la historia y examinarle. En cualquier caso, no tuvo muchas
posibilidades de darle vueltas. En cuanto me senté al lado de la cama, de repente echó
la cabeza hacia atrás y emitió un ronco sonido inarticulado que parecía subir por su
garganta desde lo más profundo de su corazón herido. Con sorprendente fuerza se
golpeó el pecho con los dos puños cerrados al mismo tiempo y justo entonces, en un
instante, su cara y su cuello se hincharon y amorataron. Sus ojos parecían haberse
proyectado hacia fuera como si intentaran saltar de la cara. Entonces respiró de forma
inmensamente larga y ruidosa, y murió.
Grité su nombre y luego llamé a Dave, pero sabía que nadie podía oírme allá, al
fondo del pasillo, con el jaleo de la sala de polio. Podía haber bajado corriendo a
recepción para intentar conseguir ayuda, pero esto hubiera supuesto perder unos
segundos preciosos. Mis dedos buscaron el pulso de la arteria carótida en el cuello de
McCarty, pero no latía. Por razones que no puedo explicar ni siquiera hoy, estaba
extrañamente tranquilo. Decidí actuar por mí mismo. La posibilidad de tener que
enfrentarme a algún problema por lo que estaba a punto de intentar me parecía un
riesgo mucho menor que dejar morir a un hombre sin por lo menos intentar salvarle.
No había otra elección.
En aquel tiempo, cada habitación que albergaba a un paciente coronario estaba
dotada de una gran caja envuelta en gasa que contenía un juego de toracotomía, un
conjunto de instrumentos con los que se podía abrir el tórax en caso de parada
cardíaca. La resucitación cardiopulmonar con el tórax cerrado, o RCP, no se había
inventado aún, y la técnica habitual en estos casos era intentar el masaje cardíaco
directamente, sujetando el corazón en la mano y aplicándole una larga serie de
rítmicas compresiones.
Desgarré el envoltorio estéril del juego y tomé el escalpelo, colocado, para más
fácil acceso, en la parte de arriba en un envoltorio separado. Lo que hice a
continuación me pareció absolutamente automático, aun cuando nunca lo había hecho
ni lo había visto hacer antes. Con un movimiento de la mano sorprendentemente
suave, hice una larga incisión comenzando justo debajo del pezón izquierdo, casi
desde el esternón de McCarty hacia atrás, tanto como pude sin moverle de como
estaba sentado. De las arterias y las venas que corté rezumó solamente una pequeña y
oscura secreción, pero no había un verdadero flujo de sangre. Si necesitaba una
confirmación de la muerte por parada cardíaca, ahí estaba. Otro largo corte a través

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del músculo exangüe, y ya estaba en la cavidad torácica. Extendí la mano para coger
el autorretractor, un instrumento de dos brazos de acero, lo deslicé entre las costillas y
giré la palanca justo lo suficiente como para que pudiera introducir la mano para
coger lo que yo esperaba sería el corazón silencioso de McCarty.
En cuanto toqué el saco fibroso que recibe el nombre de pericardio, me di cuenta
de que el corazón que contenía estaba aleteando. Bajo la punta de mis dedos podía
sentir un movimiento irregular descoordinado que reconocí, por la descripción del
libro, como el estado terminal llamado fibrilación ventricular, el acto agónico de un
corazón que se está reconciliando con su eterno descanso. Con las manos sin
esterilizar y sin guantes, cogí unas tijeras y corté ampliamente el pericardio. Tomé el
pobre corazón aleteante de McCarty tan suavemente como pude y comencé la serie
de firmes compresiones, sincopadas y mantenidas, que se llaman masaje cardíaco,
intentando mantener el flujo de sangre al cerebro, hasta que pudiera aplicársele un
aparato eléctrico y dar al músculo cardíaco en fibrilación una descarga que le hiciera
funcionar bien de nuevo.
Había leído que la sensación que produce un corazón fibrilante es como tener en
la palma de la mano una húmeda y gelatinosa bolsa de gusanos hiperactivos y así es
exactamente como era. Podía decir, por la resistencia cada vez menor a la presión de
mis contracciones, que el corazón no se llenaba de sangre y, por tanto, mis esfuerzos
para obligarle a reaccionar eran inútiles, especialmente dado que los pulmones no se
estaban oxigenando. Pero yo seguí. Y de repente sucedió algo horrible que me dejó
atónito: el muerto, cuya alma ya había partido del todo, echó la cabeza hacia atrás una
vez más y, con los vidriosos ojos muertos mirando fijamente al techo, sin ver, lanzó al
lejano cielo un bronco alarido que sonó como si estuvieran ladrando las jaurías del
infierno. Solamente más tarde caí en la cuenta de que lo que había oído había sido la
versión de McCarty del estertor de la muerte, un sonido producido por el espasmo de
las cuerdas vocales en la garganta, causado por el aumento de la acidez en la sangre
del hombre que acababa de morir. Era su manera de decirme que desistiera, que mis
esfuerzos para traerle otra vez a la vida eran inútiles.
A solas con el cadáver en aquella habitación, miré a sus ojos vidriosos y vi algo
que debía haber advertido antes: las pupilas de McCarty estaban fijas en posición de
dilatación completa, lo que significa muerte cerebral, y, obviamente, nunca
responderían a la luz de nuevo. Me aparté unos pasos de la desordenada carnicería de
aquella cama, y solamente entonces me di cuenta de que estaba totalmente empapado.
El sudor me corría por la cara y las manos, y mi corta bata blanca de estudiante de
medicina estaba empapada de la sangre oscura que había rezumado de la incisión del
tórax de McCarty. Lloraba con grandes y estremecedores sollozos. También me di
cuenta de que había estado gritando a McCarty pidiéndole que viviera, gritándole su
nombre en el oído izquierdo como si me pudiera oír, y llorando todo el tiempo con la

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frustración y pena de mi fracaso, y del suyo.
La puerta se abrió y Dave entró precipitadamente en la habitación. Con una
mirada captó toda la escena y la comprendió. Mis hombros se estremecían y mi llanto
era ya descontrolado. Bordeando la cama se dirigió a donde yo estaba y, entonces,
como si fuésemos actores de una vieja película de la Segunda Guerra Mundial, me
pasó el brazo por el hombro y me dijo muy suavemente: «Está bien, muchacho, está
bien. Has hecho todo lo que has podido». Hizo que me sentara en aquel lugar
salpicado por la muerte y comenzó paciente, tiernamente, a contarme todos los
procesos químicos y biológicos que habían hecho inevitable la muerte de McCarty.
Pero todo lo que puedo recordar de lo que dijo con aquella voz suave es: «Shep,
ahora ya sabes lo que es ser médico».

Poetas, ensayistas, cronistas, charlatanes y sabios escriben a menudo sobre la muerte,


aunque rara vez la hayan visto. Los médicos y enfermeras, que la presencian a
menudo, no suelen escribir sobre ella. La mayoría de la gente ve la muerte una o dos
veces en toda su vida, en unos momentos en los que están demasiado implicados en
su significado emocional como para retener recuerdos fiables. Los supervivientes de
destrucciones masivas desarrollan rápidamente defensas psicológicas tan poderosas
contra el horror de lo que han visto que los sucesos reales que han presenciado
quedan distorsionados por imágenes de pesadilla. Hay pocos relatos fiables del modo
en que morimos.
Hoy por hoy, muy pocos somos realmente testigos de la muerte de nuestros seres
queridos. Ya no mueren muchas personas en su casa, y las que lo hacen generalmente
son víctimas de enfermedades devastadoras o de trastornos degenerativos crónicos en
los que la medicación y la narcosis esconden en realidad los sucesos biológicos que
están ocurriendo. Aproximadamente el 80 por ciento de los norteamericanos muere
en un hospital, y casi todos están en gran medida apartados, al menos en los
pormenores del acercamiento final a la muerte, de las personas que más próximas
estuvieron a ellos en vida.
Se ha creado toda una mitología en torno al proceso de morir. Como la mayoría
de las mitologías, ésta se basa en una necesidad psicológica innata compartida por
toda la humanidad. Las mitologías sobre la muerte tienen como objetivo, por un lado,
combatir el miedo y, por el otro, su contrario: el deseo. Su finalidad es calmar nuestro
terror sobre lo que pueda ser la realidad. Mientras que muchos esperamos una muerte
rápida o una muerte durante el sueño «para no sufrir», al mismo tiempo nos
aferramos a una imagen de nuestros momentos finales que combina la elegancia con
un sentido de conclusión: necesitamos creer en un proceso lúcido en el que tiene
lugar la suma de toda una vida. O eso o un perfecto salto a la inconsciencia sin
agonía.

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La representación artística más conocida de la profesión médica es el famoso
cuadro de 1891 de Sir Luke Fildes titulado El doctor. La escena representa una simple
cabaña de pescador en la costa de Inglaterra, donde yace en calma una niña pequeña,
al parecer inconsciente, mientras se aproxima la muerte. Vemos a los afligidos padres
y al médico pensativo, unido en el dolor, velando a la cabecera de la cama, impotente
para aflojar el apretado abrazo de la muerte. Al preguntar al artista sobre su cuadro,
dijo: «Para mí, el tema será el más patético, quizás terrible, pero también el más
hermoso».
Sin embargo, es evidente que Fildes debía saber mejor lo que ocurría. Catorce
años antes había visto morir a su propio hijo de una de las enfermedades infecciosas
que se llevaban a tantos niños en aquellos años de finales del siglo XIX, poco antes de
los albores de la medicina moderna. No sabemos qué enfermedad mató a Philip
Fildes, pero seguro que no concedió un pacífico final a su joven vida. Si fue la
difteria, se ahogó virtualmente hasta morir; si fue la escarlatina, probablemente sufrió
delirios y fuertes accesos de fiebre; si fue la meningitis, sufriría convulsiones e
insoportables dolores de cabeza. Quizás la niña de El doctor había pasado por tales
agonías y estaba ya en la paz del coma terminal, pero lo que le sobreviniera durante
las horas anteriores a su «hermoso» tránsito tuvo que haber sido insoportable para la
pequeña y para sus padres. Rara vez nos entregamos suavemente a esa noche
definitiva.
Francisco de Goya, ocho décadas antes, había sido más honesto (quizá porque
vivió en un tiempo en el que la faz de la muerte estaba por doquier). En su cuadro El
Garrotillo, pintado en el estilo de la escuela realista española y durante un período de
gran realismo en la vida europea, vemos a un doctor sujetando firmemente, con una
mano en el cuello, la cabeza de un joven paciente mientras se prepara para meter los
dedos de la otra mano en la boca del muchacho con el fin de retirarle las membranas
diftéricas que, de no quitarlas, acabarán ahogándole. El nombre del cuadro, y el de la
enfermedad, revela toda la fuerza del modo directo de Goya, así como la familiaridad
diaria con la muerte de aquella época. Le llamó El Garrotillo[1], porque mataba a sus
víctimas estrangulándolas. Hace mucho que pasaron los días de tales confrontaciones
con la realidad de la muerte, por lo menos en Occidente.
Tras elegir la palabra «confrontaciones», por alguna razón psicológica oculta,
necesito hacer una pausa; debo considerar si yo también, después de casi cuarenta
años enfrentándome a casos como el de James McCarty, no caigo todavía de vez en
cuando en el estado de ánimo que prevalece en nuestro tiempo, que considera la
muerte como el reto final y quizás fundamental de la vida de todas las personas, una
batalla campal que hay que ganar. Según esta visión, la muerte es un torvo adversario
al que hemos de vencer, bien sea con el espectacular armamento de la moderna
biomedicina de alta tecnología, o con la aquiescencia consciente a su poder, una

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aquiescencia que evoca el sereno estilo para el que se ha inventado un término:
«muerte digna», que es la expresión del anhelo universal de nuestra sociedad por
conseguir un elegante triunfo sobre la rigurosa y a menudo repugnante conclusión de
los últimos aleteos de la vida.
Pero el hecho es que la muerte no es una confrontación. Es simplemente un
acontecimiento en la secuencia de ritmos de la naturaleza. No es la muerte, sino la
enfermedad, el verdadero enemigo; la enfermedad es la fuerza maligna que exige
confrontación. La muerte es el desenlace que se produce al perder la extenuante
batalla. Pero incluso en la confrontación con la enfermedad deberíamos ser
conscientes de que muchas de las enfermedades de nuestra especie son simples
vehículos para el inexorable viaje por el que todos y cada uno volvemos al mismo
estado de inexistencia física, y quizás espiritual, del que salimos al ser concebidos.
Todo triunfo sobre una patología principal, por clamorosa que sea la victoria, es sólo
un aplazamiento del inevitable final.
La ciencia médica ha conferido a la humanidad la bendición de separar los
procesos patológicos reversibles de los que no lo son, añadiendo constantemente
medios para inclinar la balanza en favor del mantenimiento de la vida. Pero la
biomedicina moderna ha contribuido también a la errónea ilusión que nos hace negar
la inevitabilidad de nuestra mortalidad individual. Aunque demasiados médicos de
laboratorio digan lo contrario, la medicina será siempre, como la denominaron los
antiguos griegos, un Arte. Uno de los requisitos más estrictos que el quehacer
artístico exige del médico es que se familiarice con los imprecisos límites existentes
entre tipos de tratamiento cuyo éxito puede calificarse de seguro, probable, posible o
irrazonable. Un médico cuidadoso debe recorrer a menudo esos territorios
inexplorados entre lo probable y todo lo que está al otro lado, con la sola guía de su
juicio enriquecido por las experiencias de la vida, para orientar un conocimiento que
hay que compartir con aquellos que están enfermos.
Cuando la vida de James McCarty llegó a su abrupto final, las consecuencias del
mal funcionamiento de su corazón eran inevitables. Aunque a principios de los años
cincuenta ya se conocía mucho sobre las cardiopatías, los tratamientos de que se
disponía eran escasos y, con demasiada frecuencia, inadecuados. Hoy, un paciente
con el problema específico de McCarty puede esperar abandonar el hospital no
solamente vivo, sino con un corazón tan mejorado que sume años a su vida. Tanto
han conseguido los médicos de laboratorio que cualquiera del aproximadamente 80
por ciento que sobrevive al primer ataque tiene buenas razones para considerar ese
ataque cardíaco como algo positivo en su vida, porque ha puesto de manifiesto un
trastorno que podría haberlo matado pronto de no haberlo descubierto cuando aún era
sustancialmente tratable.
En realidad, la balanza se ha inclinado tanto que la efectividad del tratamiento de

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la enfermedad cardíaca está casi siempre en el lado bueno de lo probable. Esto no
quiere decir que el corazón, antes en peligro, sea ahora inmortal. Aunque la gran
mayoría de los pacientes cardíacos sobreviven hoy a su primer episodio, cada año
muere más de medio millón de norteamericanos por algún tipo de enfermedad similar
a la de McCarty y se le diagnostica por primera vez a otros 4,5 millones. El 80 por
ciento de las personas que finalmente mueren por una enfermedad cardíaca son
víctimas de ella en esta forma concreta: la cardiopatía isquémica (también
denominada enfermedad arterial coronaria o enfermedad cardíaca coronaria), que es
la primera causa de muerte en las naciones industrializadas.
El corazón de James McCarty murió porque no recibía oxígeno suficiente; no
recibía oxígeno suficiente porque no tenía suficiente hemoglobina, una proteína
sanguínea cuya función es transportar el oxígeno; no tenía suficiente hemoglobina
porque no tenía sangre suficiente; no tenía sangre suficiente porque los vasos que
nutren el corazón, las arterias coronarias, estaban endurecidas y estrechadas por un
proceso denominado arteriosclerosis (literalmente, endurecimiento de las arterias). La
arteriosclerosis se debió a la combinación de su dieta sibarítica, el tabaco, una vida
sedentaria, la hipertensión y un cierto grado de predisposición hereditaria. Muy
probablemente, la llamada telefónica de su mimada hija tuvo el mismo efecto
inductor al espasmo en sus arterias coronarias gravemente estenosadas que en sus
puños airadamente apretados. Esta brusca compresión probablemente bastó para
romper o agrietar uno de los depósitos de arteriosclerosis, llamados placas, en el
revestimiento de una arteria coronaria principal. Al suceder esto, la placa suelta actuó
como un foco sobre el que se formó un nuevo coágulo sanguíneo, haciendo que la
obstrucción fuera completa e impidiendo la circulación del ya comprometido flujo.
Este parón final dio lugar a la llamada «isquemia», o falta de sangre, que dejó
bruscamente sin nutrir una parte lo suficientemente grande del músculo cardíaco de
McCarty, o miocardio, como para trastocar su ritmo normal y provocar el caótico
retorcimiento de la fibrilación ventricular.
Es muy posible que en realidad el músculo cardíaco de McCarty no muriera a
causa de la aguda falta de sangre. La isquemia puede desencadenar por sí misma la
fibrilación ventricular, especialmente en los corazones ya lesionados por ataques
previos. Lo mismo ocurre con los compuestos adrenalinoides que produce el
organismo en momentos de estrés. Cualquiera que fuese la causa, el sistema de
comunicación eléctrica del que dependían la regularidad y la coordinación del
corazón de James McCarty colapsó, y lo mismo sucedió con su vida.
Como muchos otros términos médicos, «isquemia» es una palabra con una
historia interesante y pintorescas asociaciones. Aparecerá una y otra vez en los relatos
de esta larga narración sobre la muerte por ser una fuerza impulsora tan omnipresente
—y tan insidiosa— en la extinción de las energías vitales. Aunque la falta de

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nutrición del corazón puede ofrecer el ejemplo más dramático de los peligros que
esconde, el proceso de cortar el aporte de oxígeno y nutrientes es el denominador
común de una amplia variedad de enfermedades mortales.
El concepto de isquemia, y la palabra misma, fueron introducidos a mediados del
siglo XIX por un pequeño, impetuoso y brillante pomeranio (la palabra, cuando se
aplica a los perros, evoca un exuberante manojo de nervios enormemente animoso y
peleón, características que parecen aplicarse igualmente al personaje al que nos
referimos) que empezó su polifacética carrera como una especie de enfant terrible de
la investigación, y que terminó sesenta años más tarde siendo conocido
universalmente con el título de «el Papa de la medicina alemana». Nadie ha
contribuido más a la comprensión de cómo la enfermedad destruye los órganos y
células humanas que Rudolf Virchow (1821-1902).
Virchow, profesor de patología de la Universidad de Berlín durante casi cincuenta
años, publicó más de dos mil libros y artículos, no solamente de medicina, sino
también sobre antropología y política alemana. Fue un miembro tan liberal del
Reichstag que, en una ocasión, el autocrático Otto von Bismark le desafió a un duelo.
Cuando le ofreció que eligiera las armas, Virchow hizo imposible el desafío al
ridiculizarlo insistiendo en que el duelo fuera con escalpelos.
Entre los muchos campos de interés de la investigación de Rudolf Virchow
estaban las diversas formas en que las enfermedades afectan a las arterias, las venas y
a los constituyentes sanguíneos que contienen. Dilucidó los principios de la embolia,
la trombosis y la leucemia, e inventó las palabras que las describen. Al buscar un
término para designar el mecanismo por el que se priva a las células y los tejidos de
su aporte sanguíneo, Virchow lo tomó (la palabra está elegida con conocimiento de
causa) del griego iscano —«retengo» o «extingo»— derivado de la raíz indoeuropea
segh, que se aplica a «sujetar», «sostener» o «detener». Combinándola con aima, o
«sangre», los griegos habían creado la palabra isquemos para referirse a la retención
del flujo de la sangre. Virchow eligió la palabra «isquemia» para designar las
consecuencias de la disminución o supresión completa del flujo sanguíneo en algunas
estructuras del cuerpo, ya sean tan pequeñas como una célula o tan grandes como una
pierna o una sección del músculo cardíaco.
«Disminuir» es, sin embargo, un término relativo. Cuando aumenta la actividad
de un órgano, sus requerimientos de oxígeno crecen, y lo mismo sucede con su
necesidad de sangre. Si las arterias estenosadas no pueden ensancharse para
acomodarse a esta necesidad, o si por alguna razón sufren un fuerte espasmo que
reduce aún más el flujo, las necesidades del órgano no se satisfacen y éste
rápidamente pasa a estar isquémico. En situaciones de dolor e ira, el corazón grita
avisando, y continúa haciéndolo hasta que sus gritos de aviso pidiendo más sangre
reciben respuesta, normalmente por una estratagema natural de la víctima, que,

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alarmada por la molestia que siente en el pecho, disminuye o interrumpe la actividad
que atormenta a su músculo cardíaco.
Un claro ejemplo de este proceso es la brusca sobrecarga del músculo de la
pantorrilla del atleta de fin de semana que vuelve a correr cada año cuando el tiempo
mejora en abril. La discrepancia entre la cantidad de sangre requerida por el músculo
desentrenado y la cantidad que es capaz de hacer fluir por sus desentrenadas arterias
puede dar lugar a isquemia. La pantorrilla no recibe suficiente oxígeno y grita en un
doloroso ataque avisando al atleta frustrado que pare sus ejercicios antes de que un
grupo de células musculares muera por falta de nutrición, proceso conocido como
infarto. El grito de dolor en la pantorrilla hiperejercitada se llama calambre. Cuando
éste tiene su origen en el músculo cardíaco usamos el término mucho más elegante de
angina pectoris. La angina pectoris no es nada más que un calambre del corazón. Si
dura demasiado, su víctima sufre un infarto de miocardio.
Angina pectoris es una expresión latina que se traduce literalmente como
«ahogamiento» u «obstrucción» (angina) «del pecho» (pectoris). Este término se lo
debemos a un filólogo médico, el destacado doctor inglés del siglo XVIII William
Heberden (1710-1801), al cual debemos también una de las mejores descripciones de
los síntomas asociados. En 1768, en una exposición de las diversas formas de dolor
torácico, escribía:

Hay un trastorno del pecho marcado por fuertes y peculiares síntomas, notable por la clase de peligro que entraña
y no extremadamente raro, que merece ser mencionado con más detenimiento. Su localización y la sensación de
ansiedad que le acompaña pueden hacer que se la denomine —y no inapropiadamente— angina pectoris. A
quienes lo padecen les ataca al caminar (especialmente si es cuesta arriba, o poco después de comer) con una
sensación dolorosa y extremadamente desagradable en el pecho, que parece como si fuera a extinguir la vida, si
aumentara o aun continuara; pero en cuanto se quedan quietos, todo ese desasosiego desaparece.

Heberden había visto suficientes pacientes —«casi un centenar con este


trastorno»— como para poder estudiar su incidencia y evolución:

Los varones son los más propensos a esta enfermedad, especialmente los que tienen más de cincuenta años.
Después de seguir así un año, o más, los síntomas ya no cesarán tan espontáneamente al quedarse quietos; y no
sólo se manifestarán al andar sino también al estar echados, especialmente si yacen sobre el lado izquierdo,
obligándolos a levantarse de la cama. En algunos casos pertinaces, el dolor puede causarlo el simple movimiento
del caballo, o de un carruaje, o incluso el acto de tragar, toser, defecar, hablar o cualquier preocupación.

Heberden estaba impresionado por la incesante progresión de la enfermedad,


«porque si no interviene un accidente y la enfermedad sigue su curso, todos los
pacientes acaban desplomándose repentinamente, pereciendo casi de inmediato».
James McCarty no pudo permitirse el flujo de sufrir una serie de ataques de
angina pectoris; sucumbió a su primera experiencia de isquemia cardíaca. Su cerebro
murió porque su corazón, primero fibrilante y finalmente parado, no pudo bombearle
sangre. Al cerebro isquémico le siguieron gradualmente los demás tejidos del cuerpo,

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que fueron quedándose sin vida.
Hace unos años conocí a un hombre que resucitó milagrosamente de una aparente
muerte cardíaca repentina. Irv Lipsiner es agente de bolsa, alto, ancho de espaldas y
ha sido un atleta entusiasta toda su vida. Aunque tenía que ponerse insulina por una
diabetes que padecía desde hacía años, la enfermedad no había dejado secuelas en su
buena y vigorosa salud, o eso es lo que parecía a primera vista. No obstante, tuvo un
ataque cardíaco a los cuarenta y siete años, que fue precisamente la edad a la que
murió su padre por la misma causa. Este episodio dejó su músculo cardíaco sólo con
una lesión mínima y continuó su vida activa sin restricciones.
Posteriormente, en la tarde de un sábado de 1985, cuando tenía cincuenta y ocho
años, Lipsiner estaba a punto de empezar su tercera hora de tenis en las pistas
cubiertas de Yale cuando se marcharon dos de sus compañeros, por lo que tuvieron
que cambiar el juego de dobles a individuales. El partido estaba empezando cuando,
de improviso y sin ningún dolor premonitorio, Lipsiner cayó inconsciente al suelo.
Dos médicos que, por suerte, jugaban en una pista contigua, corrieron en su ayuda y
le encontraron con los ojos vidriosos, insensible y sin respiración. Su corazón no
latía. Suponiendo, correctamente, que estaba en fibrilación ventricular empezaron
inmediatamente la resucitación cardiopulmonar, continuándola durante un tiempo que
les pareció interminable hasta que llegó la ambulancia. Para entonces Lipsiner había
empezado a responder, e incluso su corazón volvió a latir de forma regular y
espontánea en cuanto le intubaron y le colocaron en la ambulancia. Pronto estaba
completamente despierto en la sala de urgencias del hospital de Yale-New Haven,
preguntándose «a qué venía todo este jaleo».
A las dos semanas, Lipsiner abandonó el hospital totalmente recuperado de su
episodio de fibrilación ventricular. Volví a verle unos años más tarde, en el rancho de
caballos donde vive. Cada día se toma algún tiempo libre del trabajo para montar a
caballo o jugar al tenis, por lo general individuales. Esta es su descripción de lo que
se siente al caer muerto en una pista de tenis:

La única cosa que puedo recordar es simplemente… no un dolor, sino sólo el desmayo. Entonces las luces se
apagaron, como si estuvieras en un cuartito y dieras al interruptor. Lo único diferente es que todo ocurría a cámara
lenta. Es decir, no sucedió así (y chascó los dedos) sino más bien así (y comenzó a describir un círculo con la
mano, como un aeroplano que girase suavemente hasta descender a tierra), gradualmente y casi en espiral, como
(dudó un momento y entonces frunció los labios y sopló cada vez más suavemente) esto. El cambio de la luz a la
oscuridad fue muy evidente, pero la velocidad con la que sucedió fue… eso, gradual. Sabía que había colapsado.
Me sentía como si alguien me quitara la vida. Me sentía como… —ahora recuerdo una escena—… tenía un perro
que fue atropellado por un coche y cuando lo miré en el suelo —ya estaba muerto— tenía el mismo aspecto que
antes, sólo que encogido por todas partes. Así es como me sentí. Me sentí como (hizo un sonido como el aire que
sale de un globo) ¡pfff!

La luz de Lipsiner se apagó precisamente de esa manera porque la circulación a


su cerebro se había interrumpido súbitamente. A medida que se gastaba el oxígeno en

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la sangre estancada en el cerebro, éste comenzó a fallar —la vista y la conciencia se
apagaron, más como si se girase gradualmente un conmutador que como si se
apretara rápidamente un botón. Esta fue la espiral a cámara lenta que llevó a Lipsiner
a la inconsciencia, y casi a la muerte. La respiración boca a boca y el masaje cardíaco
de la resucitación cardiopulmonar hicieron que el aire entrara en los pulmones y
llevaron sangre a los órganos vitales hasta que el corazón decidió, por sus propias
razones, retomar sus responsabilidades. Como la mayoría de las muertes cardíacas de
personas no hospitalizadas, el episodio de Irv Lipsiner fue debido a una fibrilación
ventricular.
Lipsiner no sintió el dolor isquémico. La causa probable de su fibrilación fue una
estimulación química transitoria de una zona de su músculo cardíaco que quedó
hipersensible tras el ataque de 1974. En cuanto a la razón de por qué ocurrió la
fibrilación precisamente cuando lo hizo, no hay manera de estar seguro; pero es muy
posible que tuviera alguna relación con el estrés causado por un exceso de tenis
aquella tarde de sábado. Éste pudo haber originado el paso a la circulación de una
cantidad excesiva de adrenalina, lo cual habría provocado, a su vez, que la arteria
coronaria sufriera un espasmo y se disparara el ritmo irregular. Por otra parte, los
caprichos ocasionales de la enfermedad cardíaca isquémica son tales que a Lipsiner
no le quedó esta vez ninguna lesión en el corazón, aunque nunca ha vuelto a jugar
más de dos horas seguidas al tenis.
El hecho de que Lipsiner no experimentara calambres en el corazón antes de
empezar a fibrilar hace que este caso concreto de ataque cardíaco sea algo inusual. La
mayoría de las personas que mueren súbitamente probablemente sienten dolor
isquémico del modo característico. Como su equivalente de la pantorrilla, el
comienzo del dolor cardíaco isquémico es repentino y agudo. Los que lo han sufrido
lo describen casi siempre como un dolor constrictivo. Algunas veces se manifiesta
como una presión aplastante, como un peso intolerable que oprime con fuerza la parte
frontal del tórax, irradiándose hacia abajo por el brazo izquierdo y hacia arriba por el
cuello y la mandíbula. La sensación es aterradora aun para aquellos que la han
experimentado a menudo, porque cada vez que vuelve a ocurrir va acompañada de la
conciencia (¡y qué conciencia tan real!) de la posibilidad de una muerte inminente. El
que la sufre suele presentar sudor frío, siente náuseas o incluso vomita. A menudo le
falta el aire. Si la isquemia no desaparece en unos diez minutos, el déficit de oxígeno
puede llegar a ser irreversible, y entonces algunos de los músculos cardíacos que
sufren esa falta morirán, llamándose a este proceso infarto de miocardio. Si esto
sucede, o si la falta de oxígeno es suficiente para afectar al sistema de conducción del
corazón, un 20 por ciento de los afectados perecerá en los dolores de este episodio
antes de llegar a una sala de urgencias. Esta cifra se reduce al menos a la mitad si es
posible el transporte al hospital dentro del período que los cardiólogos llaman «la

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hora dorada».
En último término, alrededor del 50 al 60 por ciento de quienes padecen una
enfermedad isquémica del corazón morirán en la hora siguiente a uno de sus ataques,
ya sea el primero o uno posterior. Dado que un millón y medio de norteamericanos
sufren cada año un infarto de miocardio (el 70 por ciento de los cuales se producen en
el hogar), no es difícil comprender por qué la enfermedad cardíaca coronaria es el
mayor asesino de América, como lo es en todos los países industrializados del
mundo. Casi todos los que sobreviven a un infarto se verán finalmente afectados por
el gradual debilitamiento de la capacidad del corazón para bombear.
Teniendo en cuenta todas las causas naturales, aproximadamente de un 20 a un 25
por ciento de los norteamericanos mueren de repente, definiendo esta muerte como la
que se produce de forma inesperada a las pocas horas del comienzo de los síntomas
en personas ni hospitalizadas ni confinadas en el hogar. Y de estas muertes, de un 80
a un 90 por ciento son de origen cardíaco, mientras que el resto generalmente se
deben a enfermedades pulmonares, del sistema nervioso central o de la aorta, vaso al
que el ventrículo izquierdo bombea la sangre. Cuando la muerte no es solamente
repentina, sino instantánea, muy pocas veces no se debe a la enfermedad cardíaca
isquémica.
A las víctimas de la enfermedad cardíaca isquémica les traiciona su modo de
comer, el tabaco y la poca atención que prestan a los criterios más elementales de
cuidado, como son el ejercicio y el mantenimiento de una presión sanguínea normal.
Algunas veces es sólo la herencia lo que les delata, en la forma de una historia
familiar o una diabetes; otras, es esa impetuosidad y agresividad que los cardiólogos
de hoy llaman personalidad de tipo A. En cierto sentido, la persona cuyo músculo
cardíaco sufrirá la tortura de la angina es como ese niño excesivamente ambicioso
que levanta la mano con agresiva decisión cuando el maestro busca un voluntario:
«¡Yo, yo lo puedo hacer mejor que nadie!». Es fácil de identificar y la muerte le
escogerá. La isquemia cardíaca rara vez elige al azar.
Mucho antes de que conociéramos los peligros latentes del colesterol, el tabaco,
la diabetes y la hipertensión, el mundo médico empezaba a identificar características
específicas en las personas que parecían destinadas a la muerte cardíaca. William
Osler, autor del primer gran manual de medicina americano en 1892, podía estar
describiendo a James McCarty cuando escribió: «No es la delicada persona neurótica
la que es propensa a la angina, sino el robusto, el vigoroso de cuerpo y espíritu, el
hombre vehemente y ambicioso, el que siempre lleva el indicador de la máquina "a
toda velocidad". Por sus velocímetros los conoceréis».
A pesar de todos los adelantos médicos, todavía hay mucha gente que muere de su
primer ataque cardíaco. Como el afortunado Lipsiner, la mayoría no sufre en realidad
la muerte del músculo cardíaco, sino que es víctima de una perturbación repentina del

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ritmo cardíaco por efecto de la isquemia (o algunas veces de cambios químicos
locales) sobre un sistema de conducción eléctrica ya sensibilizado por alguna lesión
previa, conocida o no. Pero actualmente la manera normal de sucumbir a la
enfermedad cardíaca isquémica no es la de Lipsiner ni la de McCarty. El declive
suele ser gradual, con muchos avisos y muchos tratamientos con éxito antes de la
convocatoria final. La destrucción del músculo cardíaco se produce poco a poco,
durante un período de meses, o años, hasta que la bomba, asediada y debilitada,
simplemente falla. Entonces se rinde, por falta de fuerza o porque el sistema de
mando que controla su coordinación eléctrica no puede recuperarse de otra infracción
de su autoridad. Los médicos de laboratorio, que están convencidos de que la
medicina es una ciencia, han alcanzado tales logros que los médicos de cabecera, que
saben que la medicina es un arte, pueden a menudo, con la experta elección en cada
momento del arsenal del que hoy disponen, conceder a las víctimas de la enfermedad
cardíaca largos períodos de mejoría y de salud estable.
Queda sin embargo el hecho de que, cada día, 1500 norteamericanos mueren de
isquemia cardíaca, haya sido su curso repentino o gradual. Aunque las medidas
preventivas y los métodos modernos de tratamiento han ido reduciendo la cifra de
forma sostenida desde mediados de los sesenta, ningún cambio en la curva puede
alterar las perspectivas para la inmensa mayoría de aquellos a quienes se les ha
diagnosticado hoy o se les diagnosticará en la próxima década. Esta implacable
enfermedad, como tantas otras causas de muerte, constituye un continuo progresivo
cuya función última en la ecología de nuestro planeta es la extinción de la vida
humana.
Para aclarar la secuencia de hechos que conducen a la pérdida gradual de la
capacidad del corazón para bombear eficazmente, es necesario recordar primero
algunas de las sorprendentes cualidades que lo capacitan, cuando está sano, para
cumplir su misión con una precisión tan extraordinaria. Este será el objeto de las
primeras páginas del capítulo siguiente.

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II
El corazón… y cómo falla

El corazón está constituido casi enteramente por un músculo, llamado miocardio, que
envuelve un gran espacio central subdividido en cuatro cámaras. Una pared vertical
de delante a atrás, llamada septo, separa el amplio espacio en la porción derecha e
izquierda, y una lámina transversa, perpendicular al septo, divide cada una de esas
porciones en las partes superior e inferior, formando cuatro en total. Dado que tienen
cierto grado de independencia unas de otras, las porciones situadas a cada lado de la
vertical del septo se denominan, a menudo, corazón derecho y corazón izquierdo. A
cada lado, la lámina transversa que separa la parte superior de la inferior está
perforada por una abertura central dotada de una válvula de un solo sentido que
permite que la sangre pase fácilmente de la cámara superior (llamada aurícula) a la
inferior (llamada ventrículo). En un corazón sano, las válvulas cierran firmemente
cuando el ventrículo se llena, para impedir la regurgitación de la sangre hacia la
aurícula. Las aurículas son, sobre todo, cámaras receptoras, y los ventrículos cámaras
de bombeo. Por consiguiente, la parte del músculo cardíaco que rodea la porción
superior del corazón no tiene que ser tan gruesa como la de los más poderosos
ventrículos situados debajo.
En cierto modo, pues, no tenemos un corazón sino dos, unidos entre sí por el
septo; cada uno tiene su cámara receptora superior y su cámara de bombeo inferior.
Los dos corazones realizan trabajos muy diferentes: la función del corazón derecho es
recibir la sangre «usada», la que vuelve de los tejidos, y conducirla por una corta
distancia a los pulmones, donde se renovará aireándose con oxígeno; el corazón
izquierdo, por su parte, recibe la sangre rica en oxígeno que vuelve de los pulmones y
la bombea con fuerza hacia el resto del cuerpo. Reconociendo esta división del
trabajo, los médicos, desde hace siglos, han distinguido las dos vías de la sangre,
denominándolas circulación menor y mayor.
El ciclo completo empieza con las dos grandes venas, que reciben la sangre
oscura, pobre en oxígeno, de las partes superior e inferior del cuerpo; la amplitud,
origen y posición relativa de estos dos anchos vasos azules está reflejada en los
nombres que los médicos griegos les dieron hace más de 2500 años: vena cava
superior e inferior. Las dos cavas vacían su sangre en la aurícula derecha, de donde
desciende a través de la apertura valvular (la válvula auriculoventricular o tricúspide)

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al ventrículo derecho, el cual la impulsa bombeándola con una presión igual al peso
de una columna de mercurio de aproximadamente treinta y cinco milímetros de
altura, hacia un gran vaso llamado arteria pulmonar (del griego pulmone), el cual
pronto se subdivide en dos conductos que, separándose, alcanzan a cada pulmón. La
sangre, revitalizada en los pulmones por el oxígeno que se filtra por los
microscópicos alveolos (del latín alveoli: «pequeños compartimentos o cuencas»), y
ahora convertida en sangre roja brillante, completa la circulación menor volviendo
por las venas pulmonares a la aurícula izquierda, para ser dirigida hacia el ventrículo
y, de allí, impelida a todo el cuerpo, hasta la más remota célula viva del dedo gordo
del pie.
Como para generar una contracción tan fuerte se necesita aproximadamente una
presión de 120 milímetros de mercurio, el músculo del ventrículo izquierdo tiene más
de 13 mm de espesor: es la pared más ancha y fuerte de las cuatro cámaras. Esta
vigorosa bomba que envía con cada contracción 70 mililitros de sangre, hace circular
unos 7 millones de mililitros cada día, en 100.000 rítmicos y poderosos latidos. El
mecanismo de un corazón vivo es una obra maestra de la naturaleza.
Esta complicada serie de operaciones requiere una coordinación meticulosa,
realizada por mensajes que se envían a lo largo de fibras microscópicas que tienen su
origen en un pequeño tejido con forma de elipse junto a la parte superior de la
aurícula derecha, en su pared posterior, muy cerca de la entrada de la vena cava
superior. Es justo aquí, el punto en que la cava se vacía en la aurícula, donde la
sangre comienza su recorrido de circunvalación por el corazón y los pulmones, y no
podría haber un punto más apropiado para colocar la fuente del estímulo que hace
funcionar todo. Esta pequeña porción de tejido, llamada nódulo senoauricular (o SA),
es un marcapasos que rige los latidos coordinados del corazón. Un haz de fibras
conduce los mensajes del nodo a un relé situado entre las aurículas y los ventrículos
(de ahí que se llame nodo auriculoventricular o AV), y desde allí se transmiten a los
músculos de los ventrículos a través de una red arborescente de fibras llamada
fascículo de His, en honor a su descubridor, un anatomista suizo del siglo XIX que
pasó la mayor parte de su carrera en la Universidad de Leipzig.
El nodo SA es el generador personal interno del corazón; los nervios procedentes
del exterior pueden afectar a la frecuencia de los latidos, pero lo que determina la
maravillosa regularidad de su infatigable ritmo es la conducción de la electricidad
desde el nodo SA. Los sabios de las antiguas civilizaciones, atónitos siempre que
veían la orgullosa independencia del corazón al descubierto de un animal,
proclamaron que este sobrenatural mecanismo de carne intrépidamente autónoma
debía ser la morada del alma.
La sangre está solo de paso en las cámaras del corazón; no se detiene para nutrir
este músculo, cuyos latidos sincopados la impulsan en su recorrido por el sistema

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circulatorio. La alimentación que permite al músculo cardíaco, o miocardio, realizar
su arduo trabajo la proporciona un grupo de vasos distintos, que se llaman coronarias
porque se originan en arterias que rodean el corazón como una corona. Las
ramificaciones de la coronaria principal descienden hacia la punta del corazón,
dividiéndose en ramitas que llevan sangre roja y brillante, rica en oxígeno, al rítmico
miocardio. Con buena salud, estas arterias coronarias son las amigas del corazón; si
están enfermas, le traicionan cuando más las necesita.
Con tanta frecuencia traicionan las arterias coronarias al corazón cuyo músculo
deben abastecer, que son la causa de al menos la mitad de todas las muertes en los
Estados Unidos. Estos vasos tan volubles son más amables con el sexo débil que con
los que suelen ir a cazar y a pescar. No sólo el infarto es menos frecuente en las
mujeres, sino que también tiende a producirse a una edad más avanzada. La edad
media del primer infarto en las mujeres es hacia los sesenta y cinco años, mientras
que los hombres son más propensos a sufrir esta terrible experiencia diez años antes.
Aunque para esa edad las arterias coronarias han alcanzado el grado de
estrechamiento suficiente para amenazar la viabilidad del músculo cardíaco, el
proceso comienza cuando sus víctimas son mucho más jóvenes. Un estudio muy
citado sobre soldados muertos en la guerra de Corea reveló que aproximadamente las
tres cuartas partes de estos jóvenes ya tenían cierta arteriosclerosis en sus vasos
coronarios. En distintos grados, se puede encontrar arteriesclerosis prácticamente en
cada norteamericano adulto, proceso que se inicia en la adolescencia y se incrementa
con la edad.
La sustancia responsable de la obstrucción toma la forma de depósitos de un
blanco amarillento, llamados placas, que se adhieren a la pared interna de la arteria y
sobresalen hacia su canal central. Las placas están constituidas por células y tejido
conectivo, con un núcleo central compuesto de detritos y una variedad común de
material graso o lípidos (del griego lipos: «grasa» o «aceite»). Dado que la mayor
parte de esta placa está compuesta de lípidos, se la llama ateroma (del griego athere,
que significa «gachas» o «papilla», y oma, que significa «crecimiento» o «tumor»).
Al ser el proceso de formación del ateroma la causa más común de la arteriosclerosis,
se le denomina aterosclerosis o endurecimiento del ateroma.
A medida que el ateroma avanza, empieza a agrandarse y tiende a unirse con las
placas vecinas, al tiempo que absorbe calcio del flujo sanguíneo. El resultado es la
acumulación gradual de una extensa masa de ateroma endurecido que reviste la pared
del vaso durante un trayecto considerable, haciéndolo cada vez más arenoso, rígido y
estrecho. A veces se compara una arteria aterosclerótica con una vieja tubería muy
usada y mal conservada, cuyo interior está recubierto de gruesos depósitos de óxido y
sedimentos.
Incluso antes de que se supiera que la causa de la angina de pecho y de infarto era

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el estrechamiento de las arterias coronarias, algunos médicos empezaron a hacer
observaciones sobre los corazones de las personas que morían por este proceso.
Edward Jenner, que introdujo la vacuna de la viruela en 1798, fue un inveterado
estudioso de la enfermedad y siempre que podía seguía a la mesa de autopsia a sus
pacientes fallecidos —en aquellos tiempos los médicos realizaban sus propias
autopsias. Como resultado de sus disecciones, Jenner comenzó a sospechar que el
estrechamiento de las arterias coronarias que descubría en los cadáveres estaba
directamente relacionado con los síntomas anginosos que había observado en los
pacientes durante su vida. En una carta a un colega, describía una experiencia
reciente al diseccionar un corazón durante una autopsia:

Mi bisturí se topó con algo tan duro y arenoso como para mellarse. Recuerdo bien que miré al techo, que estaba
viejo y descascarillado, y pensé que podría haberse caído algo de yeso. Pero tras un análisis posterior apareció la
verdadera causa: las coronarias se habían convertido en canales óseos.

A pesar de las observaciones de Jenner y de los paulatinos avances en el


conocimiento de la forma en que la obstrucción de las coronarias lesiona el corazón,
hasta 1878 no se diagnosticó correctamente un infarto de miocardio. El Dr. Adam
Hammer de St. Louis, un refugiado alemán de la represión que siguió a las fracasadas
revoluciones de 1848, envió a una revista médica de Viena su informe titulado: «Ein
Fall von thrombotischem Verchlusse einer der Kranzarterien des Herzens». [Un caso
de oclusión trombótica de una de las arterias coronarias del corazón]. (Aquí se
presenta un interesante giro en el lenguaje: el término alemán para las coronarias es
Kranzarterie, siendo Kranz una guirnalda o corona de flores, lo que otorga un
significado poético a la imagen del corazón como sede de los sentimientos). A
Hammer le llamaron para consultarle el caso de un hombre de treinta y cuatro años
que había sufrido un ataque repentino y cuyo estado empeoraba tan rápidamente que
la muerte parecía inminente. Aunque los médicos conocían el mecanismo de la
isquemia miocárdica, el diagnóstico de infarto no se había hecho nunca, ni tampoco
se había intuido. Mientras veía impotente cómo moría su paciente, Hammer sugirió a
su colega que lo que había causado la muerte del músculo cardíaco había sido una
oclusión completa de la arteria coronaria y decidió que era necesaria una autopsia
para probar su nueva teoría. No era fácil conseguir el permiso de una familia
destrozada por el dolor, pero el experto Hammer superó sus objeciones con la
aplicación oportuna del eterno recurso ante la renuencia: un fajo de dólares. Como lo
expuso con gran franqueza en su artículo: «Ante este remedio universal, los más
sutiles recelos, incluidos los religiosos, acaban por ceder». La persistencia de
Hammer fue premiada con el hallazgo de un miocardio marrón amarillento pálido
(color que significa infarto) y una oclusión completa de la arteria coronaria, lo que
confirmaba su intuición.
Durante las siguientes décadas se establecieron gradualmente los principios de la

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enfermedad isquémica cardíaca y del infarto. Con la invención del
electrocardiograma, en 1903, los médicos pudieron registrar los mensajes
transportados por el sistema de conducción de fibras cardíacas y pronto aprendieron a
interpretar los registros que producen los cambios eléctricos cuando el músculo
cardíaco está dañado por un descenso del aporte sanguíneo. Al poco tiempo se
descubrieron otras técnicas diagnósticas, incluyendo el hecho de que el miocardio
lesionado libera ciertas sustancias químicas o enzimas cuya presencia identificable en
la sangre ayuda en la detección del infarto. Un infarto afecta a la parte de pared del
músculo cardíaco que depende de la coronaria ocluida en ese caso, superficie que la
mayoría de las veces ocupa de cinco a ocho centímetros cuadrados. La culpable real
es, casi la mitad de las veces, la descendente anterior de la coronaria izquierda, un
vaso que desciende por la superficie anterior del corazón izquierdo hasta la punta,
estrechándose a medida que va ramificándose en subdivisiones que penetran en el
miocardio. La frecuencia con que está implicada esta arteria significa que
aproximadamente la mitad de los infartos afectan a la pared anterior del ventrículo
izquierdo. Su pared posterior es alimentada por la coronaria derecha, responsable del
30 al 40 por ciento de las oclusiones; la pared lateral depende de la circunfleja
izquierda, responsable del 15 al 20 por ciento.
El ventrículo izquierdo, la parte más potente de la bomba cardíaca y la fuente de
la fuerza muscular que nutre todos los órganos y tejidos del cuerpo, se lesiona en
prácticamente todos los ataques al corazón; cada cigarro, cada paquete de
mantequilla, cada trozo de carne y cada aumento de la hipertensión hacen que las
coronarias endurezcan su resistencia al flujo sanguíneo.
Cuando una coronaria completa de repente el proceso de oclusión, se produce un
período de privación aguda de oxígeno. Si la falta de oxígeno es de tal duración y
gravedad que las células musculares cardíacas, privadas bruscamente de sangre, no se
pueden recuperar, al dolor de la angina le sucede el infarto: el tejido muscular
afectado pasa de la extrema palidez de la isquemia a la muerte segura. Si el área
muerta es pequeña, y no ha matado al paciente causándole fibrilación ventricular o
alguna anomalía del ritmo igualmente grave, el músculo afectado, ahora blando e
hinchado, será capaz de mantenerse débilmente mientras le sustituye, por el proceso
gradual de curación, un tejido cicatricial. Este tipo de tejido es incapaz de participar
en el esfuerzo de bombeo del resto del miocardio. Cada vez que una persona se
recupera de un ataque cardíaco, de la gravedad que sea, ha perdido algo más de
músculo y se incrementa el área cicatricial, con lo que la potencia de su ventrículo va
disminuyendo poco a poco.
A medida que avanza la aterosclerosis, el ventrículo puede debilitarse
gradualmente, incluso cuando no hay un claro ataque cardíaco. Las oclusiones de las
pequeñas ramas de los principales vasos coronarios pueden pasar desapercibidas,

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pero siguen disminuyendo la fuerza de la contracción cardíaca. Finalmente, el
corazón comienza a fallar. Es la insuficiencia cardíaca crónica —y no el final súbito
de los James McCartys— la que se lleva aproximadamente al 40 por ciento de las
víctimas de enfermedad cardíaca coronaria.
Las diferentes combinaciones de circunstancias favorecedoras y de daño tisular
determinan el tipo y grado de peligro en el que cada corazón se halla en un momento
determinado de su declive. En ese momento puede predominar uno u otro factor:
unas veces será la susceptibilidad al espasmo o a la trombosis de las arterias
coronarias parcialmente ocluidas; otras será el músculo cardíaco enfermo, cuyo
dañado sistema de comunicación esté tan confuso y sobreexcitable que fibrile al
mínimo estímulo; otras será el mismo sistema de comunicación, que se hace renuente
y perezoso para transmitir las señales, de modo que vacila, funciona cada vez con
más lentitud o incluso permite al corazón pararse del todo; otras veces será un
ventrículo demasiado lleno de cicatrices y debilitado como para propulsar una parte
suficiente de la sangre que le ha llegado de la aurícula.
Cuando se suma el 20 por ciento de pacientes cardíacos que mueren de un primer
ataque al corazón, tipo McCarty, a los que mueren de repente después de semanas o
años de empeoramiento de su enfermedad, la cifra total de muerte súbita asciende al
50-60 por ciento de los enfermos de cardiopatía isquémica. El resto muere lentamente
y con graves molestias de una de las variantes que se denominan insuficiencia
cardíaca crónica congestiva. Aunque (o quizás porque) la tasa de muerte por ataque
cardíaco ha disminuido aproximadamente en un 30 por ciento en las últimas dos o
tres décadas, la mortalidad debida a insuficiencia cardíaca congestiva ha aumentado
en un tercio.
La insuficiencia cardíaca congestiva es el resultado directo de la incapacidad del
miocardio, plagado de cicatrices y debilitado, de contraerse con fuerza suficiente
como para empujar con cada latido el volumen de sangre necesario. Cuando la sangre
que ya ha entrado al corazón no puede ser impulsada eficazmente a la circulación
mayor y la menor, parte retrocede a las venas que la han traído, originando una
presión retrógrada en los pulmones y demás órganos de los que viene. El resultado de
esta congestión es que una parte del fluido sanguíneo se filtra por los pequeños vasos,
dando como resultado la hinchazón o edema de los tejidos. Así, estructuras como el
riñón y el hígado no pueden funcionar eficazmente, empeorándose aún más la
situación porque la debilitada bomba ventricular izquierda impulsa menos sangre
recién oxigenada de la que recibe, lo que reduce incluso la nutrición de los tejidos ya
inflamados. De este modo, la disminución general de la circulación se acompaña de
un descenso en el flujo de sangre que riega los tejidos.
La presión retrógrada de la inadecuada propulsión de la sangre hace que las
cámaras cardíacas se hinchen y permanezcan dilatadas. El músculo ventricular se

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hace cada vez más grueso en un intento de compensar su propia debilidad. De este
modo, el corazón se agranda y parece más fuerte, pero ya no es más que vana
fanfarronería. Bufando y resoplando, aumenta la frecuencia de su latido tratando de
impulsar más sangre. Pronto se encuentra en el apuro, cada vez mayor, de tener que
correr más, como Alicia en el País de las Maravillas, sólo para mantenerse. Los
esfuerzos del corazón hinchado y grueso requieren más oxígeno del que las
estrechadas arterias coronarias pueden aportar, con lo que puede agravarse la lesión
de este miocardio vacilante, o aparecer, quizás, nuevas anomalías del ritmo. Algunas
de estas anomalías son letales —la fibrilación ventricular y alteraciones similares del
ritmo matan a casi la mitad de los pacientes con insuficiencia cardíaca. De esta
forma, independientemente de su ampulosa jactancia, el estado del corazón lesionado
continúa empeorando, en una especie de círculo vicioso que trata de disfrazar sus
propias incapacidades esforzándose por compensarlas. Como ha escrito un colega
cardiólogo: «La insuficiencia cardíaca produce insuficiencia cardíaca». El propietario
de ese corazón está comenzando a morir.
Con el menor esfuerzo, al atormentado paciente empieza a faltarle el aire, puesto
que ni el corazón ni los pulmones pueden responder cuando se les pide más esfuerzo.
Algunos enfermos tienen dificultad para estar tumbados más de un corto período de
tiempo, porque necesitan la ayuda de la gravedad y la posición vertical para drenar el
exceso de líquido de los pulmones. He conocido a muchos pacientes a los que les era
imposible dormir a menos que tuvieran la cabeza y los hombros levantados con varias
almohadas e, incluso así, sufrían paroxismos de angustiosos ahogos durante la noche.
Los pacientes con insuficiencia cardíaca padecen también fatiga crónica y apatía,
debidas a la combinación del esfuerzo añadido para respirar y la pobre nutrición de
los tejidos que origina el bajo gasto (rendimiento) cardíaco.
El aumento de la presión transmitida retrógradamente desde las venas cavas hacia
las venas sistémicas origina la hinchazón de pies y tobillos, pero cuando los pacientes
permanecen en cama, la gravedad fuerza a los líquidos a estancarse en los tejidos de
la parte baja de la espalda y de los muslos. Aunque raro hoy día, no era infrecuente en
mis años de estudiante encontrar a un enfermo sentado en la cama, con el abdomen y
las piernas hinchados por el líquido, con los hombros convulsos y boqueando
mientras pugnaba por respirar como si fuera su última oportunidad de salvar la vida.
En la boca completamente abierta de estos combatientes de batallas perdidas contra la
muerte inminente, se podía observar, por lo general, el color azul de unos labios y
lengua desoxigenados, totalmente resecos, aunque los pacientes, moribundos, se
estaban ahogando. Los médicos temían hacer cualquier cosa que pudiera empeorar la
ya de por sí intolerable ansiedad de un hombre que, con los ojos desorbitados, se ve
sumergido en sus propios tejidos encharcados, escuchando sólo el horrible resuello y
gorgoteo de su propia agonía de muerte. En aquellos días, poco más podíamos ofrecer

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al enfermo terminal que la sedación, con el pleno conocimiento de que, felizmente, el
más mínimo alivio le acercaba al final.
Aunque ahora son menos frecuentes, tales escenas aún se producen algunas veces.
Un profesor de cardiología me escribió hace poco las siguientes líneas: «Hay muchos
pacientes con insuficiencia cardíaca congestiva terminal, incurable, cuyas últimas
horas —o días— de vida son penosas, e incluso insoportables, a causa del ahogo,
mientras que los médicos sólo pueden observar, impotentes, y usar morfina para
sedarlos. No es un final agradable». No sólo el corazón, sino los grandes daños
infligidos por los tejidos encharcados y anémicos tienen muchas otras formas de
matar. Puede ocurrir que sean los propios órganos afectados los que fallen. Cuando
los ríñones o el hígado dejan de funcionar, cesa también la vida. El fallo renal, o
uremia, provoca el final de algunos pacientes cardíacos, y lo mismo ocurre en
ocasiones con la insuficiencia de la función hepática, frecuentemente anunciada por
la aparición de ictericia.
El corazón no sólo se engaña a sí mismo con su hiperactividad, sino que puede
engañar también a los órganos que podrían ayudarle a salir de sus problemas. El riñón
debería ser capaz de filtrar de la sangre una cantidad extra de sal y agua suficientes
como para disminuir la carga cardíaca, pero la insuficiencia congestiva origina justo
lo contrario. Dado que el riñón advierte, correctamente, que está recibiendo menos
sangre de lo normal, lo compensa produciendo hormonas que en realidad causan la
reabsorción de la sal y el agua ya filtradas, de modo que vuelven a la circulación. El
resultado es que aumenta el líquido corporal total en lugar de disminuir, agravando
así los problemas de un corazón sobresaturado de trabajo. De esta forma, el corazón
en insuficiencia tiende una trampa al riñón y a sí mismo a la vez; el mismo órgano
que intenta ayudarle se convierte inadvertidamente en su enemigo.
Unos pulmones cargados y encharcados con una circulación retardada son el
campo ideal para la nidación de bacterias y para que la inflamación se extienda,
motivo por el que tantos pacientes cardíacos mueren de neumonía. Pero esos
pulmones cargados y encharcados no necesitan la ayuda de las bacterias para tener un
efecto mortal. El repentino empeoramiento de su estado, llamado edema agudo de
pulmón, es frecuentemente el último acto para los pacientes con enfermedad cardíaca
de larga duración. Ya sea debido a una nueva lesión cardíaca o a una sobrecarga por
un ejercicio o emoción inesperados, o quizás sólo por un poco más de sal en la
comida (conozco a un hombre que murió de algo que podría llamarse insuficiencia
cardíaca aguda ocasionada por el pastrami), el excesivo volumen de líquido estanca e
inunda los pulmones. En seguida se siente la falta de aire, comienza el gorgoteo, la
respiración entrecortada y, finalmente, la oxigenación pobre de la sangre causa la
muerte cerebral o fibrilación ventricular o bien otras alteraciones del ritmo de las que
no hay retorno. En todo el mundo y en este mismo instante hay personas que están

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muriendo así.
El trance final de algunas de ellas se resume en la historia personal de otro
hombre cuya muerte presencié. En el marco de referencia de la enfermedad cardíaca
crónica, Horace Giddens podría ser cualquiera. Los detalles de su enfermedad
representan gráficamente una de las pautas más frecuentes del inexorable declive de
la isquemia cardíaca. Giddens era un próspero banquero de cuarenta y cinco años que
vivía en una pequeña ciudad sureña cuando su camino se cruzó con el mío a finales
de los ochenta. Acababa de volver de una larga estancia en el hospital Johns Hopkins
de Baltimore, a donde su médico, desesperado, le había enviado con la esperanza de
que se pudiera retardar o por lo menos aliviar el alarmante avance de su angina y de
su insuficiencia cardíaca; hasta ese momento todos los tratamientos conocidos habían
fallado. Atrapado en un matrimonio lleno de peleas, Giddens había hecho el difícil
viaje a Baltimore tanto para separarse de la enervante hostilidad de su mujer, Regina,
como para buscar algún alivio para su corazón. Pero era demasiado tarde, su
enfermedad estaba tan avanzada que ninguna terapéutica disponible podía ayudarle.
Después de todas las pruebas y consultas, los médicos del Hopkins le dijeron, con
tanta delicadeza como pudieron, que ni siquiera ellos le podían ayudar, que no era
candidato para ningún tratamiento que no fuera una medicación paliativa. Para
Horace Giddens no había angioplastia, ni by-pass, ni trasplante. La noche que volvió
de Baltimore, afrontando valientemente la certeza de que moriría, el azar quiso que
yo estuviera en casa de los Giddens haciendo una visita de cortesía.
Aunque se sabía que Giddens volvía a casa, su insensible mujer parecía no saber,
ni querer saber, la hora exacta de su llegada. Cuando entró, yo estaba sentado
tranquilamente en una butaca, escuchando la conversación familiar, pero sin
participar en ella. Aquella entrada fue un momento difícil de presenciar. Giddens, alto
y flaco, penetró en el salón arrastrando los pies, con una mueca por la falta de aire,
sus estrechos hombros sostenidos firmemente por el abrazo acogedor de la devota
sirvienta de la familia. Por una gran foto que había sobre el piano se veía que en otro
tiempo había sido un hombre robusto y bien parecido, aunque ahora su rostro
grisáceo estaba contraído y agotado. Caminaba rígidamente, como si realizara un
esfuerzo enorme, y con mucho cuidado, como si temiera perder su equilibrio;
tuvieron que ayudarle a sentarse en el sillón.
Yo conocía la historia de la angina de Giddens, y también sabía que ya había
sufrido varios infartos de miocardio graves. Viendo la leve convulsión de sus
hombros a cada respiración paroxística, intenté imaginarme el estado de su corazón y
reunir mentalmente los distintos elementos que habían influido en su insuficiencia.
Después de casi cuarenta años como médico, me planteo frecuentemente esta clase de
conjeturas cuando me encuentro ante un enfermo fuera de mi vida profesional. Es un
ejercicio automático, una prueba que me hago a mí mismo y, a su manera, una

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especie de empatía. Lo hago siempre, y casi sin pensar. Estoy seguro de que mis
colegas hacen lo mismo.
Lo que veía detrás del esternón de Horace Giddens era un corazón agrandado,
fláccido, incapaz ya de latir con nada parecido a una vigorosa energía. Más de ocho
centímetros de su pared muscular habían sido reemplazadas por una cicatriz
blanquecina, y otras áreas más pequeñas también estaban llenas de pequeñas
cicatrices. Cada pocos latidos se producía una contracción espasmódica irregular que
se originaba en uno u otro foco rebelde del ventrículo izquierdo, estorbando el intento
del músculo por mantener su ritmo constante. Era como si distintas partes de los
ventrículos estuvieran intentando liberarse del automatismo intrínseco del proceso,
mientras el nodo SA se esforzaba por mantener su autoridad en declive. Yo conocía
bien el proceso: la gravedad de la isquemia había interceptado los mensajes que el
nódulo SA de Giddens trataba de transmitir a sus ventrículos. Al no recibir su llamada
de costumbre, los ventrículos comienzan a latir febrilmente por su cuenta, empezando
cada pulsación desde cualquier punto espontáneo elegido por el miocardio para
enfrentarse al desafío. Cada pequeño aumento del estrés o descenso de la oxigenación
conduce a un estado que los franceses denominan, muy acertadamente «anarquía
ventricular», puesto que las contracciones desordenadas, inefectivas, se distribuyen
por todo el músculo cardíaco, dando lugar a esa descoordinada rapidez conocida
como taquicardia ventricular y, después, a la fibrilación. Al ver los movimientos tan
inseguros de Giddens, pude darme cuenta de cuan cerca estaba de esta serie de
sucesos terminales.
La vena cava y las venas pulmonares estaban dilatadas y tensas por la presión
sanguínea retrógrada debida a la debilidad del corazón. Los correosos pulmones
parecían esponjas azul-grisáceas empapadas en agua, sobrecargados por un edema
viscoso y apenas capaces de elevarse y descender como antes, cuando eran dóciles
fuelles rosados. La imagen de total estancamiento sanguíneo me recordaba una
autopsia que vi una vez de un hombre que se había ahorcado. Su cara lívida, púrpura,
estaba hinchada y abultada, y su aspecto pletórico hacía que casi no pareciera
humano.
Giddens había llevado una buena vida, soportando con filosofía los dardos
envenenados que le arrojaba su maliciosa esposa. Había dedicado su vida a su hija, de
diecisiete años, que le idolatraba, y a mostrarse digno de la confianza depositada en él
por la gente de su ciudad, cuya admiración y respeto se había ganado a fuerza de
simple honradez y por la prudencia financiera con la que había administrado sus
ahorros. Pero ahora había vuelto a casa a morir.
Al ver cómo se dilataban las fosas nasales cada vez que respiraba con dificultad,
no pude evitar darme cuenta de que la punta de su nariz estaba un poco azul, lo
mismo que sus labios: sus pulmones empapados no podían oxigenarse

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adecuadamente. El trabajoso modo de andar, arrastrando los pies, se debía a unos pies
y tobillos tan hinchados que sobresalían por el borde de los zapatos, demasiado
pequeños ya para contener la carne congestionada que cubrían. Todos los órganos del
cuerpo encharcado de aquel hombre tenían alguna zona edematosa.
El fallo de la bomba no era más que una de las razones por las que a Giddens le
costaba tanto caminar. Debía ser angustiosamente consciente del esfuerzo que le
requería cada paso, pues sabía que incluso el más pequeño incremento de actividad
podría producirle el temido dolor anginoso, ya que los canales de sus rígidas
coronarias, finos como cabellos, no podían aportar una demanda superior de sangre.
Giddens se sentó en el sillón y habló brevemente con su familia, pareciendo
ignorar mi presencia. Después, cansado de cuerpo y de espíritu, subió con gran
esfuerzo las escaleras hasta su habitación, parándose varias veces para mirar hacia
abajo y decir unas palabras a su mujer. Al verle hacer esto recordé una práctica
común a la que recurren los llamados cardiópatas para disimular el avanzado estado
de su enfermedad: a un paciente que en su paseo diario siente el comienzo de un
ataque de angina le resulta útil parar y echar una ojeada con fingido interés al
escaparate de una tienda hasta que el dolor desaparece. El catedrático de medicina de
origen berlinés que me describió por primera vez este modo de salvar las apariencias
(y a veces de salvar la vida) lo llamó por su nombre alemán: Schaufenster schauen o
mirar escaparates. Giddens estaba usando la estrategia del Schaufenster schauen para
tomarse el respiro necesario y evitar un problema serio mientras se dirigía lentamente
a la cama.
Horace Giddens murió una tarde lluviosa sólo dos semanas después. Aunque
estaba presente, no pude mover un dedo para ayudarle. Tuve que limitarme a
permanecer sentado mientras su mujer le insultaba, hasta que, de repente, se llevó la
mano a la garganta, como si señalara el atroz camino de la irradiación de la angina.
Su palidez aumentó bruscamente, comenzó a jadear y, a continuación, vacilante,
buscó a tientas la solución de nitroglicerina que se hallaba en una mesa baja frente a
la silla de ruedas en la que estaba sentado. Sólo consiguió rodearla con los dedos,
pues se le cayó de las temblorosas manos y se hizo añicos, derramándose la preciosa
medicina que podría haber ensanchado sus coronarias lo suficiente como para
salvarle. Lleno de pánico y sudando por todos los poros, suplicó a Regina que llamara
a la sirvienta, pues ella sabía dónde había una botella de reserva. Regina no se movió.
Cada vez más agitado, trató de gritar, pero el único sonido que salió de su boca fue un
ronco susurro, demasiado leve como para que lo oyeran fuera de la habitación. Era
angustioso ver la expresión de su cara al darse cuenta de la inutilidad de sus
sofocados esfuerzos.
Sentí el impulso de correr en su ayuda, pero algo me impidió levantarme de la
butaca. Ni yo ni ninguno de los presentes hicimos nada. De repente saltó

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furiosamente de la silla de ruedas hacia las escaleras, subiendo los primeros escalones
como un corredor desesperado que trata de alcanzar la salvación con su último ápice
de energía. Al cuarto escalón resbaló, jadeó sin aire, se agarró al pasamanos y, con un
esfuerzo extenuante que acabó en una mueca, alcanzó de rodillas el rellano. Helado
en mi sitio, me quedé observando las escaleras y vi cómo le fallaban las piernas. Todo
el mundo en la sala oyó el estrépito de su cuerpo al caer hacia delante, fuera de
nuestra vista.
Giddens aún vivía, pero por poco tiempo. Regina, con la eficacia flemática de un
experimentado asesino, ordenó a dos sirvientes que le llevaran a su habitación. Se
avisó al médico de la familia. A los cinco minutos, y mucho antes de que llegara el
doctor, su paciente murió.
Aunque he supuesto que lo que mató a Horace Giddens fue la fibrilación
ventricular, pudo haber sido un edema agudo de pulmón, o un estado terminal
llamado shock cardiogénico, en el que el ventrículo izquierdo se halla tan débil que es
incapaz de mantener una presión sanguínea lo suficientemente alta como para
sostener la vida. Estos tres procesos se llevarán a la gran mayoría de los que
sucumban de cardiopatía isquémica. Pueden producirse al dormir y tan rápidamente
que el enfermo muere en pocos minutos. Si hay asistencia médica a mano, puede
suavizarse lo peor de sus manifestaciones con morfina u otros narcóticos. Los
milagros de la biomedicina moderna pueden retrasar estos procesos durante años,
pero todas las victorias sobre la isquemia cardíaca son sólo triunfos temporales. La
incesante progresión de la aterosclerosis continuará, y cada año morirán más de
medio millón de norteamericanos porque el orden natural así lo requiere. Aunque sea
una aparente paradoja, la muerte natural es la única manera de que pueda perpetuarse
nuestra especie.
Es posible que el lector haya comprendido ya por qué fui incapaz de ayudar a un
hombre que estaba muriendo ante mis ojos. Estaba presenciando la tragedia de
Horace Giddens cómodamente sentado en la séptima fila de un teatro, en un reestreno
de la conocida obra de Lillian Hellman The Little Foxes. Su relato, clínicamente
meticuloso, de un personaje ficticio que muere de cardiopatía isquémica en 1900 no
podría haber sido más adecuado si lo hubiera escrito un cardiólogo. Frases completas
de mi anterior descripción son simples extractos de las acotaciones escénicas de
Hellman. El competente doctor que vio a Giddens en el hospital Johns Hopkins era,
casi con certeza, el mismo William Osler cuyas palabras se citaron páginas atrás.
El texto de Hellman refleja con gran fidelidad el modo en el que, aún hoy, mueren
muchas de las víctimas de la isquemia coronaria; pues, a pesar de todas las tácticas
elaboradas por la medicina moderna para ganar tiempo y reducir el sufrimiento en su
batalla contra la enfermedad cardíaca, la escena final de la agonía de un corazón
enfermo, se desarrolla ahora, casi en los albores del siglo XXI, de forma idéntica a

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aquella en la que Horace Giddens fue el protagonista hace cien años.
Aunque muchas víctimas de la cardiopatía isquémica todavía mueren en su
primer episodio, como James McCarty, la mayoría sigue un curso más parecido al de
Horace Giddens, en el que se sobrevive al infarto inicial o a las manifestaciones de la
isquemia, siguiendo luego un largo período de vida tranquila. En tiempo de Giddens,
vida tranquila consistía exactamente en lo que el término implica, una vida libre de
estrés físico o mental. Se prescribía nitroglicerina para abortar la angina, y un sedante
suave para aliviar la ansiedad. Un cierto nihilismo terapéutico de moda en aquel
tiempo entre los médicos que trabajaban en la universidad pudo haber sido la razón
por la que no se recomendaba el empleo de digital para aumentar la fuerza de la
contracción ventricular. El digital no habría impedido el espasmo coronario que
probablemente se llevó a Giddens, pero, desde luego, podría haber aminorado la
insuficiencia cardíaca congestiva que le había hecho sufrir tan cruelmente en sus
últimos meses.
Hoy las cosas son diferentes. El espectro de opciones disponibles para tratar la
cardiopatía coronaria refleja la sucesión de logros de la propia ciencia biomédica
moderna, desde simples cambios en el modo de vida al trasplante de corazón. La
isquemia hace su destructivo trabajo de varias formas y el miocardio necesita ayuda
contra cada una de ellas. La misión del cardiólogo es proporcionar dicha ayuda. Para
ello, debe conocer la naturaleza del enemigo y los detalles de la estrategia a emplear
en una campaña dada. Específicamente, el cardiólogo comienza evaluando no sólo el
estado actual del corazón del paciente y de sus arterias coronarias, sino también la
probabilidad de que el empeoramiento sea tan inminente que se deban tomar medidas
prácticas para impedirlo. A este propósito se ha desarrollado una serie de pruebas que
se utilizan ahora habitualmente, y sus nombres y acrónimos ya forman parte de la
jerga común de los pacientes y sus amigos: Prueba de esfuerzo con Talio, MUGA,
angiograma coronario, ecografía cardíaca y monitorización por Holter, por citar sólo
algunos ejemplos.
Incluso con la información objetiva que aportan estas pruebas, es imposible dar
un consejo adecuado a un paciente sin conocer bien su vida y su personalidad. No es
suficiente medir la fracción de sangre que impulsa el ventrículo con cada contracción,
o simplemente conocer el calibre residual de las arterias coronarias estenosadas, los
mecanismos de la contracción cardíaca, el rendimiento cardíaco, la hipersensibilidad
a los estímulos irritantes de su sistema eléctrico o cualquiera de esos otros factores
tan asidua e impersonalmente determinados en los laboratorios y salas de radiología.
El cardiólogo debe tener una idea clara de los distintos tipos de estrés que existen en
la vida del paciente y la posibilidad de cambiarlos.
La historia familiar, los hábitos dietéticos y el tabaco, la probabilidad de que siga
los consejos del médico, los planes y esperanzas para el futuro, si cuenta con apoyo

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familiar y de los amigos, el tipo de personalidad y su capacidad para cambiar si fuera
necesario —éstos son los factores que deben pesar a la hora de tomar decisiones
sobre el tratamiento y el pronóstico a largo plazo. Es la experiencia del cardiólogo
como médico lo que le permite conocer a su paciente y convertirse en su amigo; en el
arte de la medicina es esencial comprender que las pruebas y la medicación son de
limitada utilidad sin el diálogo.
Una vez que se ha examinado al paciente y se ha hablado con él, es hora de
tratarle. El tratamiento está dirigido a reducir el estrés al que está expuesto el
corazón, reforzando sus reservas y su resistencia a largo plazo y corrigiendo las
anomalías descubiertas durante las pruebas. Implícita en todas las terapéuticas está la
necesidad de hacer todo lo que sea posible para retardar el avance de la aterosclerosis
reconociendo, al tiempo, que no se puede detener enteramente. Implícita también está
la tesis de que el corazón es mucho más que una mera bomba mecánica e impasible;
es un participante responsable y dinámico en la empresa de la vida, capaz de
adaptarse, acomodarse y, hasta cierto punto, repararse.
William Heberden, sin saberlo, describió en 1772 lo que ahora se conoce como un
ejemplo clásico del modo en que un programa de ejercicios, diseñado
adecuadamente, puede reforzar la capacidad del corazón para responder al desafío de
esos momentos en los que se le demanda un esfuerzo suplementario. En un estudio
sobre los pacientes con angina, escribió lo siguiente: «Yo sé de uno que se puso como
tarea cortar madera todos los días durante media hora, y está casi curado». Aunque la
bicicleta estática haya sustituido hoy a la sierra de mano, el principio es el mismo.
Hoy contamos con una amplia variedad de medicamentos para ayudar al músculo
cardíaco y a su sistema de conducción a resistir los efectos de la isquemia, y con toda
seguridad habrá más. Hay incluso fármacos que se pueden administrar en las
primeras horas de una oclusión coronaria para disolver el nuevo coágulo causante de
la obstrucción del vaso aterosclerótico. Hay fármacos para disminuir la irritabilidad
cardíaca, prevenir el espasmo, dilatar las coronarias, reforzar el latido cardíaco,
disminuir su frecuencia, eliminar el exceso de agua y de sal en la insuficiencia
congestiva, frenar el proceso de la coagulación, disminuir los niveles de colesterol en
la sangre, bajar la presión sanguínea, aliviar la ansiedad, y todos ellos llevan consigo
la posibilidad de efectos colaterales indeseables o francamente peligrosos, para cuyo
tratamiento hay, por supuesto, otros fármacos. Los cardiólogos de hoy se tienen que
mover por la fina línea que hay entre deshidratar en exceso a un paciente dejándole
demasiado débil para vivir normalmente, o permitirle soportar tal carga de líquido
que corra el peligro de caer en insuficiencia congestiva grave.
En ningún área de las enfermedades humanas ha ayudado tanto la magia de la
electrónica como en el tratamiento de la enfermedad cardíaca. Aunque el diagnóstico
ha sido el primer beneficiario de sus milagros, la terapéutica también se ha visto

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mejorada por los físicos e ingenieros que trabajan con esos esoterismos. Ahora
tenemos marcapasos que cumplen la misión del nodo SA y provocan de forma segura
un latido regular y predecible. Hay defibriladores que no sólo retoman el control
cuando el mecanismo del corazón se vuelve irresponsable, sino que incluso tienen la
virtud añadida de ser directamente implantables en el paciente, de modo que la
respuesta al ritmo irregular sea automática e instantánea.
Los cirujanos y los cardiólogos han ideado operaciones para reconducir la sangre
circunvalando las obstrucciones de las coronarias y para dilatar con balones los vasos
estenosados, técnicas conocidas respectivamente como by-pass arterial coronario, o
CABG, y angioplastia. Cuando todo lo demás falla, algún paciente cumple todas las
condiciones para que se le retire su corazón y se le sustituya por otro sano de segunda
mano. Todas estas operaciones, si se selecciona cuidadosamente al candidato, tienen
altos porcentajes de éxito. Y sin embargo, después de todas ellas, el proceso de
aterosclerosis continúa erosionando la vida. Las arterias dilatadas frecuentemente se
obturan de nuevo, los vasos injertados desarrollan ateromas y los síntomas de
isquemia vuelven con demasiada frecuencia a su vieja morada miocárdica.
Así pues, aunque retrasemos el final todo lo que podamos, las víctimas de la
aterosclerosis coronaria morirán casi con certeza de su enfermedad —quizá
inesperadamente, cuando parecían responder bien al tratamiento, quizá de los efectos
graduales de la insuficiencia cardíaca congestiva. Aunque sus síntomas más
flagrantes se ven ahora con menos frecuencia que antes de que contáramos con
modos efectivos de superarlos, la insuficiencia cardíaca crónica sigue siendo una de
las causas más importantes de la muerte de muchas personas con cardiopatía
isquémica. Una vez que el corazón se ha debilitado tanto que se presenta la
insuficiencia congestiva, el pronóstico empeora. Aproximadamente la mitad de sus
víctimas mueren antes de cinco años. Como ya se ha dicho, junto a una marcada
reducción del número de ataques al corazón, en los últimos años se ha producido un
espectacular aumento de la incidencia de insuficiencia cardíaca, aumento que
probablemente continuará. Hay ahora muchos más Horace Giddens y muchos menos
James McCartys.
Las razones de esto son diversas. La más obvia es que no sólo los médicos, sino
también los recursos comunitarios, han mejorado considerablemente su capacidad
para hacer frente a las situaciones urgentes creadas por el infarto de miocardio. La
rápida respuesta de ayudantes técnicos sanitarios altamente cualificados y el eficiente
traslado a la sala de urgencias han supuesto un mejor tratamiento durante las cruciales
primeras horas, y los propios cuidados intensivos hospitalarios han mejorado mucho.
Pero hay otro factor, al menos, tan importante: la existencia de métodos más efectivos
de asistencia médica en general ha dado como resultado la supervivencia de un
número creciente de personas hasta una edad avanzada, edad en la que la debilitada

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bomba cardíaca y la consiguiente insuficiencia cardíaca congestiva son un problema
más frecuente.
En realidad, la incidencia de la insuficiencia cardíaca en personas de menos de
cincuenta y cinco años ha descendido; el gran aumento en las cifras globales se da
enteramente en la población mayor de sesenta y cinco años. Más de dos millones de
norteamericanos tienen algún grado de insuficiencia cardíaca que restringe sus
actividades y mina su vitalidad. Cuando se agrava, conlleva una tasa de mortalidad
del 50 por ciento a los dos años. Treinta y cinco mil personas mueren por esta causa
anualmente, cifra muy inferior a la de las 515.000 que sucumben de un ataque al
corazón, pero en cualquier caso inquietante.
Aquellos cuyos corazones no se detienen a causa de la fibrilación ventricular y la
parada cardíaca morirán, finalmente, por las razones ya enumeradas: no pueden
respirar lo suficientemente bien como para oxigenar la sangre, los ríñones o el
hígado; ya no pueden eliminar las sustancias tóxicas de sus cuerpos, las bacterias
invaden todos sus órganos, o simplemente no pueden mantener una presión sanguínea
lo suficientemente alta como para sostener la vida y, más particularmente, la función
del cerebro: el denominado shock cardiogénico. Éste y el edema pulmonar son hasta
ahora los enemigos cardíacos contra los que se combate más frecuentemente en las
unidades de cuidados intensivos y salas de urgencia. Los pacientes y sus aliados, los
médicos, ganarán la mayoría de estas batallas, al menos temporalmente.
Tras observar en innumerables ocasiones a esas tropas médicas en su encarnizada
lucha, a menudo como parte de ellas o como su director en los años pasados, puedo
testificar la paradójica asociación de sufrimiento humano e inflexible determinación
clínica de vencer que inunda en cada urgencia el espíritu inflamado de cada
combatiente. La tumultuosa conmoción del conjunto refleja más que la suma de sus
partes y, aun así, se logra realizar el frenético trabajo, a veces, incluso con éxito.
Por caóticas que puedan parecer, todas las resucitaciones siguen el mismo patrón
básico. El paciente, casi siempre inconsciente por un inadecuado flujo sanguíneo al
cerebro, es rodeado rápidamente por un equipo cuya misión es la de sacarle del límite
deteniendo la fibrilación o reduciendo su edema pulmonar, o ambas cosas.
Rápidamente se introduce por la boca y la tráquea una sonda para que penetre
oxígeno a presión y fuerce la dilatación de unos pulmones que se están inundando
rápidamente. Si el paciente está en fibrilación se le colocan dos placas de metal sobre
el pecho y se aplica una descarga de 200 julios, para tratar de parar las contracciones
arrítmicas e ineficientes del corazón con la esperanza de que reanude el latido regular,
como frecuentemente sucede.
Si no se presenta un latido efectivo, un miembro del equipo comienza la
compresión rítmica del corazón, apoyando fuertemente su mano abierta contra la
parte baja del esternón a una frecuencia de aproximadamente una compresión por

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segundo. Al comprimir los ventrículos entre la flexible superficie plana del esternón
por delante y la columna vertebral por detrás, la sangre sale hacia el sistema
circulatorio para mantener vivo el cerebro y otros órganos vitales. Cuando esta forma
de masaje cardíaco externo es efectiva, se puede sentir el pulso hasta en el cuello y la
ingle. Aunque podría no parecerlo, el masaje a través del pecho intacto da mucho
mejores resultados que la compresión manual directa del corazón, único método
conocido cuando, hace unos cuarenta años, tuve mi penoso encuentro con el
obstinado miocardio de James McCarty.
Llegados a este punto, se habrá insertado ya un sistema IV para la infusión de
fármacos, y de forma expeditiva se estarán poniendo en las venas principales unos
tubos de plástico más anchos llamados catéteres centrales. Los diversos fármacos
inyectados por vía IV tienen distintos propósitos: ayudan a controlar el ritmo cardíaco,
a disminuir la irritabilidad del miocardio, a reforzar la potencia de la contracción, a
conducir el exceso de líquido fuera de los pulmones para que lo excrete el riñón.
Cada resucitación es diferente. Aunque el patrón general es similar, cada secuencia,
cada respuesta al masaje y a los fármacos es distinta al ser diferente la disposición de
cada corazón. Lo único cierto, se diga abiertamente o no, es que los doctores, las
enfermeras, los técnicos luchan no sólo contra la muerte sino también contra sus
propias incertidumbres. En la mayoría de las resucitaciones esas incertidumbres se
resumen en dos preguntas principales: ¿Estamos haciendo lo que debemos hacer? Y
¿vale la pena hacer algo o deberíamos dejarlo tranquilo?
Con demasiada frecuencia nada vale. Incluso cuando la respuesta correcta a
ambas preguntas sea un enfático sí, es posible que la fibrilación ya no se pueda
corregir, que el miocardio no responda a los fármacos, que el corazón, cada vez más
débil, no reaccione al masaje y, por consiguiente, falle la base del intento de
salvamento. Cuando el cerebro ha carecido de oxígeno durante un período superior a
los críticos dos a cuatro minutos, la lesión se vuelve irreversible.
En realidad, pocas personas sobreviven a una parada cardíaca, pero son todavía
menos las que sobreviven cuando, gravemente enfermas, sufren la parada en el
propio hospital. Sólo el 15 por ciento de los pacientes hospitalizados menores de
setenta años y casi ninguno de los que sobrepasan esta edad puede esperar ser dado
de alta con vida, incluso aunque el equipo de RCP logre de algún modo tener éxito en
su frenético esfuerzo. Cuando se produce una parada fuera del hospital, sólo
sobrevive del 20 al 30 por ciento, y éstos son, casi siempre, los que responden
rápidamente a la RCP. Si no ha habido respuesta al llegar a la sala de urgencias, las
probabilidades de sobrevivir son prácticamente nulas. La gran mayoría de los que
responden son, como Irv Lipsiner, víctimas de la fibrilación ventricular.
Los jóvenes tenaces, hombres y mujeres, que forman el equipo ven cómo las
pupilas de sus pacientes dejan de responder a la luz y después se dilatan hasta parecer

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grandes círculos fijos de impenetrable negritud. Con renuencia, el equipo cesa en sus
esfuerzos y esa imagen vital del inminente rescate heroico se transforma en una
escena de triste abatimiento ante el fracaso.
El paciente muere solo, entre extraños: bienintencionados, compasivos,
totalmente entregados a mantener su vida, pero extraños al fin y al cabo. No hay
dignidad en ello. Cuando estos samaritanos médicos han cesado en sus enérgicos
esfuerzos, quedan diseminados por la habitación los restos de la batalla perdida, más
incluso que en la de McCarty la tarde de su muerte. En medio de la devastación yace
un cadáver, carente ya de todo interés para aquellos que, momentos antes, se
esforzaban por salvar al hombre cuyo espíritu lo habitaba.
Lo que ha ocurrido es la culminación de una serie de sucesos biológicos en
cadena. Tanto si estaban programados por sus genes, o autoimpuestos por sus hábitos
de vida, o, como generalmente es el caso, una combinación de ambos, las arterias
coronarias de un hombre ya no eran capaces de llevar suficiente sangre para nutrir su
músculo cardíaco; en consecuencia, el latido cardíaco se volvió ineficaz, el cerebro
pasó demasiado tiempo sin oxígeno y el hombre murió. Aproximadamente 350.000
norteamericanos sufren un paro cardíaco cada año, y la gran mayoría de ellos muere;
poco menos de un tercio de estos episodios ocurren en el hospital. Con frecuencia, no
hay aviso del inminente final. Por mucha isquemia que haya soportado un corazón en
el pasado, su fallo puede ser repentino. En un 20 por ciento de los casos puede
incluso suceder, como le pasó a Lipsiner, sin dolor. El misterio que se asocia a tales
muertes es algo exclusivo de los supervivientes. Es un tributo al espíritu humano que
la vida pasada triunfe sobre los desagradables procesos que la mayoría de nosotros
experimentaremos cuando muramos, o cuando nos acerquemos a nuestros últimos
momentos.
La experiencia de morir no pertenece sólo al corazón. Es un proceso en el cual
participan todos los tejidos del cuerpo, cada uno por sus propios medios y a su propio
ritmo. La palabra adecuada aquí es proceso, no acto, momento u otro término que
connote un punto en el tiempo en el que el espíritu parte. En las generaciones
anteriores, cuando se apagaba el vacilante latido cardíaco se consideraba que la vida
había llegado a su término, como si el abrupto silencio que le sucede entonara una
muda señal de finalización. Era un instante concreto que podía registrarse en la
crónica de la vida y que marcaba el definitivo punto final tras su palabra concluyente.
Hoy la ley define la muerte, con apropiada vaguedad, como el cese de la función
cerebral. Aunque el corazón siga latiendo y la médula ósea cree aún nuevas células,
la historia de un hombre jamás puede sobrevivir a su cerebro. El cerebro muere
gradualmente, como lo experimentó Irv Lipsiner. Gradualmente, también, muere cada
célula corporal, incluyendo las que empezaban a vivir en la médula. Los fenómenos
por los que tejidos y órganos abandonan gradualmente su fuerza vital en las horas

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anteriores y posteriores a la declaración oficial de fallecimiento constituyen los
verdaderos mecanismos de la muerte. Los trataremos en un capítulo posterior, pero
primero es necesario describir esa prolongada forma de morir que es el
envejecimiento.

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III
A partir de los setenta

Nadie muere de viejo, o al menos así estaría legislado si los estadísticos gobernasen
el mundo. Todos los meses de enero, justo cuando la implacable tiranía del invierno
ha impuesto su blanco dominio, el gobierno de Estados Unidos publica su Informe
preliminar sobre las estadísticas de mortalidad. Ni entre las primeras quince causas
de muerte, ni en ningún otro lugar de ese insensible sumario se puede encontrar una
relación de los que simplemente se extinguen. Con obsesiva pulcritud, el informe
asigna, en sus ordenadas columnas, una categoría clínica específica de alguna
patología fatal a todos los octo y nonagenarios. Ni siquiera los pocos cuya edad se
registra en tres dígitos escapan a la ordenada nomenclatura de los tabuladores. Por
orden no sólo del Ministerio de Sanidad, sino también por el decreto universal de la
Organización Mundial de la Salud todo el mundo ha de morir de una causa concreta.
En treinta y cinco años de médico en ejercicio nunca he cometido la temeridad de
escribir el término «vejez» en un certificado de defunción, porque sé que me
devolverían el impreso con una escueta nota de algún funcionario informándome que
había vulnerado la ley. En todo el mundo es ilegal morir de viejo.
Los estadísticos parecen incapaces de aceptar un fenómeno natural a menos que
esté tan bien definido como para encajar limpiamente en una categoría concreta y
fácilmente delimitable. El informe anual de los contables federales de decesos es muy
ordenado —no muy imaginativo y, en mi opinión, no refleja fielmente la vida real (y
la muerte real)—, pero, eso sí, muy ordenado. Estoy convencido de que muchas
personas mueren de vejez. Aunque haya anotado cualquier diagnóstico científico en
los certificados de defunción oficiales para satisfacer al Departamento de Estadística,
yo sé bien de qué han muerto esas personas.
En un momento dado, alrededor del 5 por ciento de nuestros ancianos vive en
residencias asistenciales. Si han estado allí más de seis meses, la inmensa mayoría
nunca abandonará la residencia con vida, excepto quizás por un breve período
terminal en un hospital, donde algún joven médico residente rellenará uno de esos
certificados de defunción tan pulcros. ¿De qué mueren estos ancianos? Aunque sus
médicos registren obedientemente causas diversas, tales como ataque
cerebrovascular, o insuficiencia cardíaca, o neumonía, en realidad estos ancianos han
muerto porque algo en ellos se ha consumido. Mucho antes del desarrollo de la

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medicina científica todo el mundo sabía esto. El 5 de julio de 1814, Thomas
Jefferson, con setenta y un años, escribía a John Adams, de setenta y ocho: «Nuestras
máquinas han estado trabajando setenta u ochenta años, y es de esperar que, con lo
gastadas que están, empiecen a fallar, un eje por aquí, un disco por allá, después un
piñón o un muelle; y aunque podamos remendarlas por un tiempo, a la larga acabarán
parándose».
Tanto si la manifestación física evidente aparece en el cerebro como en la pereza
de un sistema inmunológico senil, lo que en realidad se extingue no es otra cosa que
la fuerza vital. No es mi intención discutir con los que —como hombres de
laboratorio— insisten en invocar la especificidad de patologías microscópicas para
satisfacer las exigencias de su concepción biomédica del mundo. Simplemente pienso
que pasan por alto lo esencial.
En cuanto tuve conciencia de la vida comencé el largo proceso de ver a alguien
morir poco a poco de viejo. Ningún estadístico ha podido aún convencerme de que la
«causa de la muerte» que aparecía en el certificado de defunción de mi abuela fuera
otra cosa que una legalizada evasión de la ley superior de la naturaleza. Tenía setenta
y ocho años cuando yo nací, aunque sus amarillentos papeles de inmigración
atestiguaban sólo setenta y tres —veinticinco años antes, en Ellis Island, había
decidido ser más joven de lo que dictaba la verdad, porque le habían dicho que la
cifra de cuarenta y nueve sería más aceptable que la de cincuenta y cuatro para el
severo funcionario americano de inmigración, que parecía un militar con su uniforme
de botones de latón y que hacía esas preguntas directas, tan esenciales, creía ella, para
permitirle la entrada. Podemos ver ya que no soy el primer miembro de mi clan cuyo
miedo al rechazo gubernamental le ha llevado a cometer un pequeño perjurio.
Tres generaciones de mi familia compartieron en el Bronx un piso de cuatro
habitaciones, seis almas juntas, mi abuela, mi tía soltera Rose, mis padres, mi
hermano mayor y yo. Por entonces era impensable enviar a un padre de edad
avanzada a alguna de las pocas residencias de ancianos existentes. Aunque se quisiera
hacerlo —lo cual raramente ocurría—, simplemente era imposible. Hace medio siglo,
desprenderse así de un familiar anciano se consideraba, entre gente como nosotros,
una insensible evasión de la responsabilidad y una falta de cariño.
Mi instituto estaba solo a media manzana de nuestra casa e incluso el college no
estaba a más de veinte minutos andando. Cada mañana, mi abuela me ponía un
bocadillo y una manzana en una bolsa de papel marrón, y yo la sujetaba entre el brazo
y los libros al marcharme por el verde campo de la colina. Por el camino se me iban
uniendo amiguetes que conocía desde el PS 33. Ya al empezar la segunda clase de la
mañana, la bolsa estaba grasienta por la espesa capa de mantequilla que mi devota
abuela extendía demasiado generosamente sobre las rebanadas de pan. Todavía hoy
no puedo ver una mancha de grasa sobre un papel marrón sin sentir en mi corazón el

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dulce dolor de la nostalgia.
Cada día, muy temprano, mi tía Rose y mi padre desaparecían en la boca del
metro, que les llevaba a su trabajo en la zona de los talleres de confección de
Manhattan. Mi madre murió cuando yo tenía once años y me convertí en un hijo para
mi abuela. Excepto durante una operación de apendicitis y dos breves períodos de
quince días en los que fui a unos campamentos de verano que me pagó un pariente
adinerado, pasé la mayor parte de cada día de mi vida en su estrecha compañía. Sin
darme cuenta, viví mis primeros dieciocho años observando su declive hacia la
muerte.
Cuando seis personas viven en un piso de cuatro habitaciones pequeñas, hay muy
pocos secretos. Durante sus últimos ocho años, mi abuela compartió su dormitorio
con mi tía y conmigo. Hasta el día en que acabé mi último trabajo para el college,
hice mis tareas sobre una mesa plegable que había en el cuartito de estar, mientras las
actividades domésticas continuaban a mi alrededor. Cuando acababa de estudiar, tenía
que plegar la mesa y la silla portátiles y colocarlas contra la pared detrás de la puerta,
siempre abierta, que conducía del reducido vestíbulo al comedor. Si dejaba caído
aunque sólo fuera un trocito de papel, mi abuela ya se encargaba de decírmelo.
«Abuela» no era el nombre que usábamos en nuestra matriarcal familia porque la
«abuela» sólo hablaba algunos monosílabos en inglés. Mi hermano y yo la
llamábamos en su equivalente en yiddish, Bubbeh, y ella nos llamaba Herschel a mi
hermano (su nombre era Harvey) y Shepsel a mí. Hasta hoy todos me llaman Shep,
en memoria de mi Bubbeh.
La vida de Bubbeh nunca había sido fácil. Como muchos emigrantes del este de
Europa, su marido la había precedido a las doradas costas de América llevando
consigo a sus dos hijos varones y dejándola durante varios años con cuatro hijas
pequeñas en un pueblecito de Bielorrusia. Y luego, sólo unos años después de que se
hubiera podido reconstruir la vida familiar en un piso abarrotado (porque lo
compartían con otros parientes) de Rivington Street, en el Lower East Side de Nueva
York, murieron en rápida sucesión mi abuelo y los dos hijos, no se sabe si de
tuberculosis o de gripe.
Por aquellos días, tres de las cuatro hijas trabajaban duramente en talleres de
confección, así que entraba algún dinero en casa. Con el subsidio que nos ofrecía la
filantropía judía, Bubbeh logró reunir los dólares suficientes para pagar la entrada de
una granja de 200 acres cerca de Colchester, Connecticut, uniéndose a un gran grupo
de paisanos que estaban haciendo lo mismo. Como los demás, trabajó la tierra con la
ayuda de una serie de jornaleros, que se sucedían unos a otros, generalmente
inmigrantes polacos que no hablaban más inglés que ella. Es difícil saber cómo esta
dinamo de poco más de un metro y medio y férrea voluntad sobrevivió a este período
porque la granja no era muy productiva. Sus ingresos reales, que apenas cubrían los

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gastos diarios, provenían de pequeñas aportaciones de la familia y de viejos amigos
de Europa que pasaban allí breves períodos de tiempo para escapar de la amenazante
proximidad de la tuberculosis en el distrito 10 del bajo Manhattan.
Para un amplio grupo de esforzados jóvenes inmigrantes, Bubbeh asumió el papel
de lo que sólo puedo describir como una mater et magistra yiddish. La consideraban
una fuente inagotable de fortaleza y un refugio en la desconcertante confusión de
América. Aunque no podía decir una sola frase inteligible en inglés, de algún modo
comprendió las reglas y el ritmo de la vida americana. Si en su antiguo país había
«prodigiosos rabinos», en el nuevo el ampliado clan había encontrado en ella una
fuente de sabiduría, casi un oráculo, y le había otorgado el título honorífico de Tante,
o tía. Como Tante Peshe, cuya traducción, sólo aproximada, sería tía Pauline, la
fuerza de su carácter reunió en torno suyo a una gran congregación de necesitados y
autodesignados sobrinos y sobrinas, algunos de los cuales apenas eran más jóvenes
que ella.
Finalmente hubo que dejar la granja cuando todas las chicas menos una se
casaron. Mucho antes, la mayor de sus hijas, Anna, había muerto a los veinte años de
fiebres puerperales, y su joven marido se había marchado a vivir su vida. Sola en su
dolor y con el bebé de Anna a su cargo, Bubbeh le crio en la granja como a su propio
hijo. Tenía éste casi veinte años cuando la granja se vendió y mi familia se trasladó a
vivir al Bronx.
Por entonces tenía yo once años, y mi tía Rose era la única hija viva de mi abuela.
Una había muerto en la infancia y los demás hijos en este país, al que habían traído
sus sueños. Bubbeh, que tenía entonces ochenta y nueve años, era esa pequeña y
exhausta figura que a duras penas mantenía encendido el fuego de la vida para cuidar
a sus tres nietos: mi hermano y yo, y mi prima Arline, de trece años, que había venido
con nosotros hacía dos, cuando murió su madre de insuficiencia renal. Más tarde,
Arline se marchó a vivir con la familia de su padre, cuando mi madre murió de
cáncer, poco después de cumplir yo los once años. La historia de la larga viudez de
Bubbeh es una crónica de constantes luchas, enfermedades y muertes. Una tras otra,
había enterrado sus esperanzas junto a su marido y sus hijos. Sólo quedábamos mi tía
Rose y nosotros tres, nacidos en el país cuyas promesas se habían convertido en
profundas amarguras.
Debe haber sido después de la muerte de mi madre cuando empecé a darme
cuenta de lo mayor que era Bubbeh. Desde que puedo recordar, solía distraerme
jugando con la piel del dorso de sus manos, floja y apergaminada, estirándola
suavemente como crema de caramelo y observando, siempre con el mismo asombro,
cómo volvía lentamente a su lugar con una suave lasitud que me hacía pensar en la
melaza. Cuando hacía esto, ella rápidamente me daba un golpe en la mano simulando
enojarse con mi pesadez, y yo me reía tomándole el pelo hasta que sus ojos la

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traicionaban, pues se divertía con mi fingida falta de respeto. En realidad, le gustaba
mi contacto igual que a mí el suyo. Después me di cuenta de que podía producir una
ligera huella en la zona de sus canillas sólo con presionar fuertemente con el dedo su
algodonosa piel contra el hueso. El hoyuelo tardaba mucho en rellenarse y
desaparecer. Juntos, permanecíamos sentados silenciosamente, observando cómo
ocurría. Con el tiempo, los hoyuelos se hicieron más profundos y tardaban más en
borrarse.
Bubbeh iba de una habitación a otra en zapatillas, moviéndose con mucho
cuidado. Según pasaban los años, cada vez arrastraba más los pies hasta que, al final,
era como si se deslizara lentamente sin separar nunca los pies del suelo. Si por alguna
razón tenía que moverse algo más deprisa, o si alguno de nosotros la contrariaba, se
quedaba sin aliento y parecía que le era más fácil respirar con la boca abierta.
Algunas veces dejaba la lengua colgando un poco sobre el labio inferior como si
esperara absorber más oxígeno a través de su superficie. Yo no sabía, desde luego,
que estaba empezando a caer en la insuficiencia cardíaca congestiva. Casi con
seguridad, la insuficiencia se agravaba por la significativa disminución de la cantidad
de oxígeno que la sangre de un anciano puede extraer de los viejos tejidos de los
viejos pulmones.
Lentamente, su vista también comenzó a fallar. Al principio, era tarea mía
enhebrarle las agujas, pero cuando ya no fue capaz de guiar sus dedos, dejó de
remendar. Los rotos de mis calcetines y camisas tuvieron que esperar a los pocos
momentos libres que tenía por la tarde tía Rose, siempre fatigada, que sonreía ante
mis débiles intentos de aprender a coser yo solo. (En aquellos días, nadie hubiera
imaginado que un día yo sería cirujano; Bubbeh se habría sentido muy orgullosa, y
muy sorprendida). Algunos años más tarde, Bubbeh no veía lo suficiente para lavar
los platos o barrer el suelo, porque no podía distinguir dónde estaba el polvo o la
suciedad. Sin embargo, no dejaba de intentarlo, esforzándose inútilmente por
mantener al menos esta pequeña prueba de su utilidad. Su obstinación en intentar
limpiar se convirtió en fuente de algunas de las pequeñas fricciones cotidianas que
debieron hacerla sentirse cada vez más aislada del resto de nosotros.
En los primeros años de mi adolescencia vi desaparecer las últimas huellas de su
vieja combatividad y mi abuela se volvió casi dócil. Siempre había sido amable con
nosotros, los chicos, pero la docilidad era algo nuevo —quizá no era tanto docilidad
como una forma de abandono, una aquiescencia ante la creciente pérdida de sus
capacidades físicas que sutilmente la estaba separando cada vez más de nosotros y de
la vida.
También comenzaron a ocurrir otras cosas. Con el tiempo, su menor movilidad y
escaso equilibrio hicieron que le fuera imposible ir al baño por la noche, así que
Bubbeh dormía con una lata grande de café de Maxwell House debajo de la cama. La

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mayor parte de las noches me despertaban sus torpes intentos de encontrarla en la
oscuridad o el sonido de su débil chorro golpeando el interior de latón. Muchas veces,
tumbado inmóvil en la oscuridad antes del amanecer, distinguía a Bubbeh, al otro
lado de la habitación, agachada incómodamente al lado de su cama, sosteniendo la
lata de café boca arriba bajo su camisón con una mano insegura mientras que, con la
otra, intentaba estabilizar su cuerpo tembloroso contra el colchón.
Nunca pude comprender por qué Bubbeh tenía que levantarse tan a menudo para
esos encuentros nocturnos con la lata de café, hasta que muchos años después aprendí
que con la edad se reduce considerablemente la capacidad de la vejiga. A diferencia
de muchos ancianos, Bubbeh nunca fue incontinente, aunque estoy seguro de que
hubo episodios menores de los que nunca me enteré. Únicamente en sus últimos
meses la traicionó, a veces, un débil olor a orina, pero, aun entonces, sólo cuando me
acercaba mucho o estrechaba su frágil cuerpo contra el mío.
Bubbeh perdió su último diente cuando yo era adolescente. Los había guardado
todos en un pequeño monedero que tenía al fondo del cajón superior de un escritorio
que compartía con tía Rose. Uno de los rituales secretos de mi niñez era fisgar en el
cajón y contemplar con temor, durante breves momentos, esos treinta y dos objetos
amarillentos, todos distintos. Para mí eran otros tantos hitos del envejecimiento de mi
abuela y de la historia de nuestra familia.
Aun sin dientes, Bubbeh se las arreglaba de algún modo para comer casi todo tipo
de alimentos. En sus últimos tiempos le faltaron las fuerzas incluso para eso, y su
nutrición se resintió. La inadecuada alimentación, añadida a la disminución habitual
de la masa muscular que causa el envejecimiento, cambiaron la configuración de su
cuerpo, haciéndola parecer encogida en comparación con la fornida y un tanto
robusta anciana que yo había conocido. Sus arrugas aumentaron, su tez se marchitó,
palideciendo lenta y uniformemente, la piel de su cara parecía cada vez más floja, y
finalmente perdió la antigua belleza que había conservado hasta los noventa años.
Hay explicaciones clínicas simples para las muchas cosas que vi durante los años
de decadencia de mi abuela, pero de algún modo todavía hoy me parecen
insatisfactorias. Se puede hablar de factores causales tales como la disminución de la
circulación cerebral o la degeneración senil de las células cerebrales, tan sutil que se
necesita el microscopio electrónico para demostrarla; pero hay un cierto
distanciamiento intelectual en la descripción puramente biológica de la muerte de
esos mismos tejidos que una vez permitieron a una nonagenaria tener pensamientos
claros y, algunas veces, incluso audaces. Se podría citar aquí las investigaciones de
los fisiólogos, así como el trabajo de los endocrinos, neuroinmunólogos y geriatras —
moderna casta en rápida evolución—, para intentar explicar todo lo que se fue
desarrollando ante mis ojos de adolescente. Pero es la propia observación lo que
exige atención, la observación de un proceso en medio del cual vivimos todos.

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Aunque estemos inmersos en él, hay algo en cada uno de nosotros que evita que
tomemos conciencia de la realidad de nuestro propio envejecimiento. Algo dentro de
nosotros no acepta esa conciencia inmediata de que, al tiempo que asistimos al
envejecimiento de quienes ya son mayores, nuestros propios cuerpos están pasando
simultánea y sutilmente por el mismo proceso inexorable que al final conduce a la
senectud y a la muerte.
Así pues, las células del cerebro de mi abuela habían comenzado a morir mucho
antes, igual que las mías están muriendo hoy, y las tuyas. Pero como ella era mucho
mayor de lo que soy yo ahora, y cada vez le interesaba menos el mundo exterior, la
disminución del número de células cerebrales y de su capacidad de respuesta
provocaron cambios muy evidentes en su comportamiento. Como todos los ancianos,
cada vez era más olvidadiza y se enfadaba cuando alguien se lo decía. Conocida
siempre por su franqueza en el trato con la gente, se volvió abiertamente irritable e
impaciente con las pocas personas con las que aún mantenía contacto, aparte de la
familia más cercana, y parecía animarse ofendiendo incluso a aquellos que, años
atrás, habían buscado sus consejos. Luego llegó la época en que permanecía sentada
en silencio incluso cuando estaba en compañía. Al final, hablaba sólo cuando era
absolutamente necesario, con una actitud distante e indiferente.
Lo más evidente, aunque debo admitir que sólo retrospectivamente, fue su
progresiva retirada de la vida. Cuando yo todavía era pequeño, o incluso en mi
adolescencia, mi abuela iba a rezar a la sinagoga de High Holy Days. Por difícil que
fuera el peregrinaje de las cinco manzanas, de algún modo se las arreglaba para salvar
las zonas agrietadas de la acera del Bronx, sujetando con fuerza bajo el brazo su
gastado libro de oraciones para no cometer un pecado si se caía al suelo. Yo solía
acompañarla. ¡Cómo lamento ahora cada murmullo de queja! ¡Cómo desearía no
haberme avergonzado a veces —no, a veces, no, con frecuencia— de que me vieran
con aquella viejecita de pañuelo negro, vestigio de la ya desaparecida cultura del
shtetl [2], aunque se negara tercamente a unirse a ella en la tumba! Los abuelos de
todos los demás parecían mucho más jóvenes, hablaban inglés y eran independientes,
la mía era un recordatorio, no sólo del mundo perdido del judaísmo del este de
Europa, sino de mis turbulentos conflictos sobre la carga de sedimentos afectivos que
hoy llamo, eufemísticamente, mi herencia.
Con su mano libre, Bubbeh se sujetaba fuerte a mi brazo, agarrando algunas veces
la tela de mi manga, mientras yo la guiaba con una lentitud angustiosa por las calles,
bajábamos las escaleras del vestíbulo de la sinagoga (nuestra familia rezaba en los
asientos baratos, y aun éstos apenas podía permitírselos) y finalmente la conducía a
su silla entre otras mujeres a las que llamábamos ancianas, pero muy pocas eran tan
extranjeras o estaban tan agotadas como ella. Unos momentos después la dejaba allí,
inclinada la cabeza sobre su viejo libro, lleno de huellas de lágrimas, en el que había

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rezado desde la niñez. Sus palabras estaban impresas en hebreo y en yiddish, pero
ella leía el lado yiddish de la página, porque era la única lengua que conocía. Durante
el largo ritual de aquellos servicios, musitaba despacio las palabras que, cada año que
pasaba, le resultaban más difíciles y, al final, imposibles de leer. Unos cinco años
antes de su muerte, Bubbeh ya no pudo hacer el largo camino hasta la sinagoga, ni
siquiera con la ayuda de sus dos nietos. Confiando sobre todo en su memoria aún
intacta de recuerdos lejanos, recitaba la liturgia en casa, sentada junto a la ventana
abierta, igual que había hecho la mañana de cada sábado durante todos los años que
la conocí. Unos años después, aun esto era demasiado. Apenas podía ver las frases y
hasta olvidó las oraciones que había aprendido en su juventud. Finalmente, dejó de
rezar.
Por el tiempo en que Bubbeh dejó de rezar, prácticamente había abandonado toda
actividad. Comía lo mínimo, pasaba la mayor parte del día sentada en silencio junto a
la ventana y a veces hablaba de la muerte. Sin embargo, no estaba enferma. Estoy
seguro de que algún celoso médico podría haber señalado su insuficiencia cardíaca
crónica y, además, la probabilidad de que hubiera algo de aterosclerosis, y quizás le
habría prescrito algo de digital. Para mí, eso habría sido como dignificar la
degeneración de sus articulaciones llamándola osteoartritis. Por supuesto que tenía
artritis, y por supuesto que tenía insuficiencia crónica, pero sólo porque sus piñones y
sus muelles estaban cediendo bajo el peso de los años. Nunca había estado enferma
en su vida.
Los estadísticos gubernamentales y los clínicos científicos insisten en que se debe
aplicar nombres apropiados a la circulación lenta y al corazón viejo. No lo discuto,
siempre que no pretendan que asignar un nombre a un estado biológico natural
significa a priori que es una enfermedad. La célula nerviosa, como la célula muscular
del corazón, no se puede reproducir; a medida que envejece, simplemente se consume
y muere. Los procesos biológicos que durante toda la vida han estado produciendo
piezas de recambio para las estructuras que mueren dentro de cada célula ya no
pueden cumplir con su cometido. El mecanismo por el que una parte recién producida
de la membrana celular o de las estructuras intracelulares sustituye a una muerta por
el uso, se vuelve finalmente inoperante. Después de generar durante toda una vida las
piezas de repuesto, la capacidad de rejuvenecimiento de las células nerviosas y
musculares gradualmente se agota. La táctica de continua renovación dentro de cada
célula muscular cardíaca acaba siendo derrotada por la abrumadora estrategia con que
el envejecimiento alcanza su último objetivo de destrucción. Una tras otra, como los
dientes de mi abuela, las células musculares cardíacas dejan de vivir y el corazón
pierde fuerza. El mismo proceso tiene lugar en el cerebro y en el resto del sistema
nervioso central. Ni siquiera el sistema inmunológico es inmune al envejecimiento.
Los cambios que, al principio, son sólo bioquímicos e intracelulares, acaban por

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manifestarse en las funciones de órganos enteros. Hay una disminución gradual del
gasto cardíaco en reposo y cuando, por el ejercicio o las emociones, el corazón se
estresa, su capacidad de irrigación es menor de la requerida por las necesidades de los
brazos, pulmones y las demás estructuras del cuerpo. La velocidad máxima que un
corazón perfectamente sano puede alcanzar se reduce en un latido cada año, cifra
fiable que se puede determinar restando la edad de un individuo a 220. Si tiene
cincuenta años, es improbable que su corazón pueda palpitar a mucho más de 170
pulsaciones por minuto, incluso en las condiciones más extremas de emoción o de
ejercicio. Estos son sólo algunos de los modos en que el miocardio, al envejecer y
endurecerse, pierde la capacidad de adaptarse a los desafíos que le presenta la vida
diaria.
La rapidez de la circulación disminuye. El ventrículo izquierdo tarda más en
llenarse y en relajarse después de cada contracción; cada latido propulsa menos
sangre que el año anterior, e incluso una fracción menor de su contenido. Quizás
como un intento de compensar, la presión sanguínea tiende a subir un poco. Entre los
sesenta y los ochenta años sube unos veinte milímetros de mercurio. Un tercio de las
personas con más de sesenta y cinco años son hipertensas.
No sólo el músculo cardíaco sino también el sistema de conducción muere con el
paso de las décadas. Hacia los setenta y cinco años el nodo SA puede haber perdido
hasta el 90 por ciento de sus células; el haz de His tiene menos de la mitad de sus
fibras originales. Hay cambios electrocardiográficos que van en relación con toda
esta pérdida de tejido muscular y nervioso, y que se pueden identificar fácilmente en
el trazado gráfico.
Al envejecer la bomba, la membrana interna (endocardio) y las válvulas se
engruesan. Las válvulas y los músculos presentan calcificaciones. El color del
miocardio cambia a medida que se deposita en los tejidos un pigmento marrón
amarillento llamado lipofucsina. Igual que la cara de un anciano curtida por el
tiempo, el corazón tiene el aspecto de su edad. Y funciona también de acuerdo con su
edad. No hay necesidad de atribuirle una enfermedad para explicar su fallo. La
insuficiencia cardíaca es diez veces más frecuente en personas de entre cuarenta y
cinco y sesenta y cinco años. Esa era la razón por la que, al presionar, yo podía dejar
fácilmente una marca en los tejidos de la piel de mi abuela, y, sin duda, la causa de
que se quedara sin aliento tan fácilmente. Y probablemente esto explica también que
el síntoma más frecuente del ataque cardíaco en los pacientes ancianos sea la
insuficiencia cardíaca grave, más que el clásico cuadro de dolor torácico constante.
No sólo el corazón sino también los vasos sanguíneos se ven afectados por el
paso de los años. Las paredes de las arterias se engruesan. Pierden su elasticidad igual
que las personas. Y ya no pueden contraerse y dilatarse con el entusiasmo de la
juventud. De ahí las dificultades que experimentan los mecanismos reguladores del

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cuerpo para controlar la cantidad de sangre que va a los músculos y órganos a fin de
satisfacer sus necesidades siempre variables. Además, la aterosclerosis continúa su
curso inexorable cada año que pasa. Incluso sin el exceso de colesterol atribuible a la
obesidad, o sin el tabaco o la diabetes, que la hacen aparecer antes, las paredes
arteriales se estrechan gradualmente a medida que, década tras década, se acumula
más y más ateroma por el prolongado contacto de la sangre circulante.
Antes de que pase mucho tiempo, cada órgano recibirá una nutrición inferior a la
que necesita para cumplir la misión que le asignó la naturaleza. A partir de los
cuarenta años, por ejemplo, el flujo total de sangre al riñón disminuye un 10 por
ciento cada década. En realidad, la decadencia de ese órgano sólo está causada en
parte por la disminución del gasto cardíaco y el estrechamiento de los vasos, pero
estos factores agravan el efecto de ciertos cambios que origina la vejez en el propio
riñón. Por ejemplo, entre los cuarenta y los ochenta años, el riñón normal pierde un
20 por ciento de su peso y desarrolla áreas de cicatrización en su parénquima. El
engrosamiento de los minúsculos vasos sanguíneos dentro del riñón disminuye aún
más la corriente sanguínea, dando lugar a la destrucción de unidades de filtración del
órgano, que son el elemento esencial que le permite limpiar la orina de impurezas.
Con el tiempo, morirán alrededor del 50 por ciento de las unidades de filtración.
Los cambios en su estructura disminuyen la efectividad del riñón. Con la edad,
pierde la capacidad no sólo de expulsar el exceso de sodio, sino incluso de retenerlo
en el cuerpo cuando lo necesita. El resultado es un desequilibrio de la concentración
de sal y el volumen de agua en las personas mayores, que tiende a incrementar la
posibilidad de insuficiencia cardíaca por una parte o de deshidratación por otra. Esta
es una de las principales razones por las que los cardiólogos tienen tanta dificultad
para tratar a los ancianos, pues caminan por el estrecho margen que media entre la
Escila de la sobrecarga de sodio y la insuficiencia cardíaca, y la Carybdis de los
viejos tejidos resecos.
El resultado de todas estas deficiencias es una propensión creciente del riñón a
fallar en sus responsabilidades. Incluso cuando no se puede hablar de insuficiencia,
sino simplemente de debilitamiento, su recuperación es más lenta que la de un órgano
joven, y es más propenso a dejar en la estacada a su dueño ante un grave estrés; la
muerte por insuficiencia renal es una vía de salida frecuente cuando una persona de
edad está debilitada por alguna otra patología, como un cáncer en estado avanzado o
una enfermedad hepática. Las impurezas de la sangre se acumulan; los demás
órganos, en especial el cerebro, se intoxican; y la muerte por lo que se denomina
uremia, precedida a menudo por un período variable de coma, es inevitable. En la
fase terminal, los pacientes urémicos sufren, con frecuencia, una irregularidad del
ritmo cardíaco (arritmia) causada por la incapacidad del riñón para eliminar de la
sangre el exceso de potasio. Por lo general, las víctimas de la insuficiencia renal van

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cayendo imperceptiblemente en ese estado y mueren luego repentinamente de
inestabilidad cardíaca. Sólo en raras ocasiones hay tiempo para unas últimas palabras
o reconciliaciones en el lecho de muerte.
Aunque el riñón es la parte del tracto urinario que sufre los cambios más
significativos con la edad, la vejiga también se ve afectada. La vejiga es
esencialmente un grueso globo cuyas paredes están formadas por músculos flexibles.
Con la edad, pierde su elasticidad y no puede retener tanta orina como antes. Las
personas mayores necesitan orinar más a menudo, y ésta era la razón por la que mi
abuela se levantaba una o dos veces por las noches, para luchar en la oscuridad con su
lata de café.
La vejez también afecta a la delicada coordinación entre el músculo de la vejiga y
su mecanismo esfinteriano, cuya función es impedir el escape de orina. El resultado
es la incontinencia ocasional en las personas de edad, que a veces llega a ser un
problema importante, especialmente si se complica con infección, problemas
prostáticos, confusión mental o con algún tipo de medicación. Las dificultades de la
vejiga para vaciarse a menudo son un factor importante en la producción de
infecciones en el tracto urinario, un peligroso enemigo de los ancianos debilitados.
Como los músculos del corazón, las células cerebrales no pueden reproducirse.
Sobreviven década tras década porque sus diversos componentes estructurales se
reemplazan a medida que se gastan, como si fueran carburadores y bujías
ultramicroscópicos. Aunque los biólogos celulares emplean una terminología más
abstrusa que los mecánicos (con palabras como organelo, enzima y mitocondrio),
estas entidades también requieren un mecanismo de sustitución tan eficiente como el
de sus análogos del automóvil. Al igual que el cuerpo y cada uno de sus órganos,
cada célula tiene los equivalentes de piñones, discos y muelles. Cuando se gasta el
mecanismo de recambio de las piezas viejas por nuevas, el nervio o la célula
muscular ya no puede sobrevivir a la constante destrucción de sus componentes que
continúa produciéndose en su interior.
Ese mecanismo de recambio de piezas requiere la participación de ciertas
estructuras moleculares dentro de la célula. Sin embargo, las moléculas de los
sistemas biológicos tienen una vida limitada. Más allá de un plazo prescrito, las
constantes colisiones de unas con otras las transforma lo suficiente como para que no
puedan generar nuevas piezas de recambio. En el proceso de desgaste, alcanzan los
límites de su longevidad, determinando así la longevidad de las células cerebrales a
las que sirven. Este es el proceso bioquímico que los científicos denominan
envejecimiento celular. La célula va muriendo gradualmente y lo mismo les sucede a
las que la rodean. Cuando cierto número de ellas ha desaparecido, el cerebro empieza
a mostrar su edad.
A partir de los cincuenta, el cerebro pierde anualmente el 2 por ciento de su peso.

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Cuando mi abuela Bubbeh murió a los noventa y siete años, su cerebro pesaba un 10
por ciento menos que al llegar a América. Los giros, esas circunvoluciones
redondeadas de la corteza donde tiene lugar el proceso de recepción y pensamiento
que nos hace diferentes del resto de las criaturas de Dios, sufren la mayor atrofia y
pérdida de prominencia. Al mismo tiempo, los surcos que los separan se vuelven más
anchos, al igual que las cámaras llenas de líquido situadas en lo más profundo de la
sustancia cerebral, denominadas ventrículos, como las del corazón. La lipofucsina,
una especie de marcador biológico del avance de la senectud, tiñe por igual las
células de la materia blanca y gris, dando al menguante cerebro un tinte cremoso
amarillento que se intensifica al avanzar la edad. Incluso la vejez está codificada en
colores.
Por obvios que sean los cambios visibles del cerebro a medida que se marchita, es
en el aspecto microscópico en el que el envejecimiento es más evidente. En
particular, es impresionante la disminución del número de células nerviosas, o
neuronas, como resultado de esa incapacidad letal para producir piezas de repuesto
que acabamos de describir. Lo que ocurre en la corteza es representativo del conjunto.
El área motora de la corteza frontal pierde entre el 20 y el 50 por ciento de sus
neuronas; el área visual, situada atrás, pierde un 50 por ciento; la parte sensorial
física, que se encuentra a los lados, pierde también un 50 por ciento.
Afortunadamente, las áreas de actividad intelectual superior de la corteza cerebral
tienen un grado significativamente menor de desaparición celular, que además parece
estar compensado en gran parte por la superposición y redundancia de funciones.
Puede ser incluso que las neuronas restantes incrementen su actividad, pero
cualquiera que sea la razón, ciertas capacidades intelectuales como el razonamiento y
el juicio quedan muy a menudo intactas hasta muy avanzada la vejez.
Es interesante señalar que, según recientes investigaciones, ciertas neuronas
corticales parecen hacerse más abundantes una vez alcanzada la madurez, y estas
células residen precisamente en las áreas donde tienen lugar los procesos del
pensamiento superior. Cuando se suman estos hallazgos a la observación confirmada
de que las ramificaciones filamentosas (denominadas dendritas) de muchas neuronas
continúan creciendo en las personas sanas de edad avanzada —que no padezcan la
enfermedad de Alzheimer—, las posibilidades son fascinantes: los neurocientíficos
pueden haber descubierto realmente la fuente de esa sabiduría que, en nuestra imagen
ideal de la vejez, podemos acumular con el paso de los años.
Así pues, excepto en áreas muy localizadas, la corteza no sólo pierde neuronas,
sino que casi todas las que conserva muestran signos de envejecimiento a medida que
el recambio de las piezas intracelulares se va haciendo menos eficiente. El resultado
final es que el volumen del cerebro es menor que en la juventud, y que no funciona
tan bien. En la vida de cada día, esto se manifiesta en esa mayor lentitud que

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observamos en las personas mayores y también pronto en nosotros mismos. El
cerebro se vuelve perezoso en sus funciones y en su capacidad para superar las
lesiones biológicas. Se recupera menos eficientemente de los sucesos que amenazan
su supervivencia.
De estos sucesos, uno de los más peligrosos es la interferencia en el suministro de
sangre. Cuando se interrumpe el fluido sanguíneo en alguna región del cerebro (una
catástrofe que normalmente ocurre de repente), se produce la disfunción o muerte
inmediata del tejido nervioso de cuyo riego se encarga la arteria obstruida. Esto es
precisamente lo que se conoce con el término de ictus (ataque o accidente
cerebrovascular). El ictus puede ocurrir por diversas razones, pero la más común en
los ancianos es la aterosclerosis, que bloquea las ramas de los dos grandes vasos que
nutren el cerebro: las arterias carótidas internas izquierda y derecha.
Aproximadamente el 20 por ciento de las víctimas hospitalizadas por ictus muere
poco después del episodio y otro 30 por ciento requiere asistencia a largo plazo o en
una institución hasta su muerte.
Aunque los certificados de defunción de las víctimas de ictus se han adornado a
menudo con términos tales como «accidente cerebrovascular» (ACV) o «trombosis
cerebral» (hoy, la palabra más apropiada es la más simple y global de ictus), más
significativo que la nomenclatura es el número escrito en el espacio en blanco para la
edad; casi siempre es elevada. Los hombres y mujeres que superan los setenta y cinco
años tienen un riesgo diez veces mayor de sufrir un ictus que quienes están entre los
cincuenta y cinco y los cincuenta y nueve. De hecho, «accidente cerebrovascular» fue
lo que se escribió en el certificado de defunción de mi abuela. Sin embargo, yo sé qué
ocurrió realmente, y lo sabía incluso entonces. Aunque el médico nos explicó lo que
significaban esas palabras, su diagnóstico me impresionó poco y menos aún hoy.
Si él hubiera querido llamar al ACV de mi Bubbeh el hecho terminal o algo
parecido, yo lo habría comprendido, pero afirmar que el proceso que yo había estado
observando durante dieciocho años había finalizado en una enfermedad aguda
determinada, bueno, eso era ilógico.
No es simplemente una cuestión de semántica. La diferencia entre el ACV como
hecho terminal y el ACV como causa de muerte es la diferencia entre una concepción
del mundo que reconoce el curso inexorable de la historia natural y otra que cree que
luchar contra las fuerzas que estabilizan nuestro entorno y nuestra civilización misma
pertenece al ámbito de la ciencia. No soy ludita, me enorgullezco de las magníficas
bendiciones de los avances científicos modernos. Sólo pido que empleemos nuestros
crecientes conocimientos con creciente sabiduría. En los siglos XVII y XVIII, los
primeros exponentes del método experimental y, por lo tanto, de la ciencia, hablaban
a menudo de lo que denominaban economía animal, y de la economía de la naturaleza
en general. Si les comprendo bien, se referían a esa suerte de ley natural que existe

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para preservar el entorno terrestre y sus formas de vida. Pienso que esa ley natural
evolucionó de acuerdo con los principios darwinianos de supervivencia del planeta,
como cada especie de plantas o animales. Para que esto continúe, la humanidad no
puede permitirse destruir el equilibrio —o la economía— manipulando uno de sus
elementos más esenciales que es la constante renovación dentro de las especies
individuales y la vigorización que la acompaña. En el caso de plantas y animales, la
renovación requiere que la muerte la preceda, de modo que los agotados puedan ser
reemplazados por los vigorosos. Este es el sentido de los llamados ciclos de la
naturaleza. No hay nada patológico o enfermizo en la secuencia; de hecho, es la
antítesis de la enfermedad. Llamar a un proceso natural por el nombre de una
enfermedad es el primer paso en el intento de curarlo y de ese modo bloquearlo.
Bloquearlo es el primer paso para impedir la continuación de exactamente lo que
intentamos preservar, que es, después de todo, el orden y el sistema de nuestro
universo.
En consecuencia, Bubbeh tenía que morir, como tú y yo tendremos que hacerlo un
día. De la misma manera que había presenciado el declive de la fuerza vital de mi
abuela, estuve presente cuando dio el primer signo de su final. Una mañana como las
demás, temprano, Bubbeh y yo estábamos haciendo las cosas habituales. Había
terminado de desayunar hacía sólo unos minutos, y estaba aún inclinado sobre la
sección de deportes del Daily News, cuando me di cuenta de que había algo muy
extraño en la forma en que Bubbeh intentaba limpiar la mesa de la cocina. Aunque
hacía mucho que nos habíamos dado cuenta de que esas tareas domésticas estaban
fuera de su alcance, nunca había dejado de intentarlo y parecía no darse cuenta de que
uno u otro de nosotros siempre repetía el mismo trabajo después de que ella saliera
renqueando de la habitación. Pero cuando levanté los ojos del periódico, vi que sus
amplios movimientos circulares eran más ineficaces de lo habitual. La mano con la
que limpiaba se movía de forma errática, como si actuara por sí misma sin plan ni
dirección. Los círculos dejaron de ser círculos y pronto se convirtieron en meros
tirones, lánguidos e inútiles, del paño húmedo que apenas se sostenía en su fláccida
mano, colocada sobre la mesa sin propósito ni fuerza. Su cara estaba de frente.
Parecía mirar algo fuera de la ventana, más allá de mi silla, en vez de la mesa que
tenía delante. Sus ojos ciegos mostraban la opacidad del olvido; su cara era
inexpresiva. Aun la más impasible de las caras muestra algo, pero en ese instante de
absoluto vacío yo supe que había perdido a mi abuela. Grité «Bubbeh, Bubbeh», pero
no sirvió de nada. Ya no podía oírme. El paño se deslizó de su mano y Bubbeh se
desplomó silenciosamente, cayendo al suelo.
Corrí hacia ella y la llamé otra vez, pero mis gritos fueron tan inútiles como mis
intentos de comprender lo que estaba pasando. De algún modo —no recuerdo nada de
esos momentos— la recogí y la llevé tambaleándome a la habitación que

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compartíamos. La dejé tumbada en mi cama. Respiraba ruidosamente y en estertores.
El aire penetraba larga y profundamente por un lado de su boca y le hinchaba la
mejilla con el golpeteo de una vela mojada al viento cada vez que era expulsado por
unos ruidosos fuelles en las profundidades de su garganta. No puedo recordar qué
lado era, pero la mitad de su cara tenía un aspecto fláccido y sin tono. Fui corriendo
al teléfono y llamé a un médico cuya consulta no estaba muy lejos. Después llamé a
mi tía Rose al taller de confección de la Séptima Avenida donde trabajaba. Rose llegó
antes de que el médico se librara de todos los pacientes que llenaban su sala de espera
a primera hora de la mañana, pero nosotros sabíamos que de todas formas no podía
hacer nada. Cuando llegó, nos dijo que Bubbeh había sufrido un ictus, y que no le
quedaban más de unos días de vida.
Ella desmintió la predicción del doctor, y resistió. Nosotros hicimos lo mismo,
negándonos a dejarla ir; nunca se nos ocurrió que pudiéramos hacer otra cosa. A
partir de entonces, Bubbeh ocupó mi cama, tía Rose la cama doble que había
compartido con su madre y Harvey me trajo su cama plegable de la habitación en la
que dormían él y mi padre. Al quedarse sin cama, tuvo que pasar las catorce noches
siguientes en el sofá del cuarto de estar.
A las cuarenta y ocho horas, presenciamos la más desalentadora de las muchas
crueldades con las que la vida empieza a abandonar a sus más viejos amigos: el
deteriorado sistema inmunológico de Bubbeh y sus viejos pulmones gastados no
pudieron resistir el devastador asalto de los microbios. El sistema inmunológico es la
fuerza invisible que nos permite responder al ataque de enemigos potencialmente
letales que también son invisibles. Sin nuestro conocimiento o participación
consciente, las silenciosas células y moléculas del sistema inmunológico están
adaptándose continuamente a las circunstancias cambiantes de la vida diaria y sus
peligros invisibles. La naturaleza, nuestro escudo más fuerte y, necesariamente,
nuestro enemigo más fuerte, nos ha revestido y saturado de ellas, a fin de que
podamos sobrevivir a esos encuentros perpetuos con el entorno que ha creado (y que
trata de preservar), al mismo tiempo que desafía a todo ser vivo a que venza los
peligros con que le acechan sus pruebas constantes. Cuando envejecemos, la capa
protectora se desgasta y el fluido se seca: nuestro sistema inmunológico, como todo
lo demás, nos falla cada vez más.
El deterioro del sistema inmunológico ha sido uno de los principales temas de
investigación de los geriatras. Se ha demostrado que hay fallos no sólo en la respuesta
del cuerpo anciano, sino también en los mecanismos de vigilancia por los que se
reconoce a los atacantes. Al enemigo le resulta más fácil penetrar en la fortaleza
eludiendo a los viejos vigilantes del sistema inmunológico; una vez dentro,
sobrepasan a los débiles defensores. En el caso de mi Bubbeh, el resultado fue una
neumonía.

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William Osler tenía dos opiniones sobre la neumonía de los ancianos. En la
primera de las catorce ediciones de The Principles and Practice of Medicine la
consideraba «el enemigo más encarnizado de la vejez», pero en otro lugar afirmó
algo muy diferente: «Bien puede llamarse a la neumonía la amiga de los ancianos. Se
los lleva con una enfermedad aguda, corta, con frecuencia no dolorosa,
permitiéndoles escapar así a ese frío descenso gradual en la decrepitud, que hace tan
angustiosa la última etapa».
No recuerdo si el médico prescribió penicilina para combatir «a la amiga de los
ancianos», pero lo dudo. Egoístamente quizás, yo no quería que Bubbeh muriera, ni
tampoco nadie de nuestra familia. El médico habría sido mucho más realista y
clarividente que nosotros, que nos negábamos a dejarla marchar.
La comatosa inmovilidad de Bubbeh y la pérdida del reflejo de la tos le impedían
expectorar las secreciones viscosas que le resonaban en la tráquea cada vez que
respiraba. Harvey fue a la farmacia de la esquina y allí encontró un aparato que podía
usarse para aspirar las flemas cada vez más purulentas que ascendían de los pulmones
de Bubbeh en un gorgoteo que anunciaba su muerte inminente. El instrumento, que
consistía en dos tubos de goma separados por una cámara de cristal, permitía
succionar las flemas cada vez que se acumulaban. Para ello había que introducir un
extremo en la tráquea de Bubbeh y el otro en la propia boca. Ni siquiera tía Rose
podía soportarlo, y yo sólo de vez en cuando, así que se convirtió en el regalo de
Harvey a su Bubbeh, o al menos nosotros lo considerábamos un regalo.
Gracias a esto, y sin duda a un cambio de opinión del propio Ángel de la Muerte
(para mí, una figura imaginaria, pero una realidad que tomaban muy en serio los
creyentes del Viejo Mundo), Bubbeh sobrevivió a la neumonía, e incluso sobrevivió
al ictus. Quizás nuestras lágrimas y nuestros rezos fueron más importantes que el
aparato succionador de Harvey y los retazos de fuerza que le restaban a su
quebrantado sistema inmunológico. Como quiera que fuese, salió lentamente del
coma, recuperó el habla en buena medida e incluso una cierta movilidad, y vivió
todavía durante unos meses casi como antes, más para nosotros que para ella misma.
Finalmente, se agotaron sus días y sucumbió al segundo ictus en las primeras horas
de la mañana de un frío viernes de febrero. De acuerdo con la ley judía, su cuerpo fue
enterrado al atardecer de ese mismo día.
Tengo lo que algunos llaman una memoria fotográfica. Aunque a veces me
abandona cuando más necesito sus imágenes, casi siempre ha registrado la crónica de
mi vida como un aliado fiable. Pero en mi vasto almacén de imágenes hay algunas
que preferiría olvidar. Una de ellas es la de un chico de dieciocho años solo, de pie
junto al sencillo ataúd de pino de una anciana, a la que casi no reconoce, aunque
apenas doce horas antes ha besado, bañado en lágrimas, sus inmóviles mejillas. El
cuerpo que yacía en el ataúd parecía tan diferente de Bubbeh… Estaba contraído y

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tan blanco como la cera. Abandonado por la vida, aquel cadáver se había encogido.
Hoy en día los médicos se forman para pensar sólo en la vida y en las
enfermedades que la amenazan. Incluso los patólogos que practican las autopsias
buscan claves para curar que, en definitiva, beneficiarán a los vivos; en esencia, lo
que hacen es atrasar el reloj unas horas o unos días hasta un momento en que el
corazón todavía palpitaba, para reconstruir el crimen que arrebató la vida a su
paciente. Quienes piensan con más claridad en la muerte son generalmente los
filósofos o los poetas, no los médicos. No obstante, ha habido médicos que han
comprendido que la muerte y sus consecuencias no están fuera de los límites de la
condición humana y, por consiguiente, merecen la atención de alguien que ha hecho
de curar su profesión.
Uno de ellos fue Thomas Browne, quien vivió en ese extraordinario siglo XVII,
cuando el método científico y el razonamiento inductivo comenzaron por primera vez
a influir en el pensamiento de las personas instruidas y les hizo cuestionarse las
verdades tan queridas de su padres. En 1643, Browne publicó una pequeña joya de la
literatura de contemplación: Religio Medici (La religión de un médico), que describió
como «un ejercicio personal dirigido a mí mismo». Esta pequeña obra maestra
generalmente se publica junto con una compilación de la lenta agonía de un
moribundo titulada A Letter to a Friend, en la que el autor escribe: «Quedó reducido
casi a la mitad de sí mismo y dejó tras de sí buena parte que no se llevó a la tumba».
¡Cuán a menudo he acompañado a familias que velaban a un moribundo y he sido
testigo de su incredulidad cuando este proceso les presenta un espectáculo casi
siempre insoportable! Se preguntan por qué es diferente de lo que esperaban y por
qué aparentemente tienen que soportar ellos solos lo que les parece un sufrimiento
único. Esta era la exclusividad que, según creía yo, se me había obligado a vivir con
la muerte de Bubbeh y más tarde con la imagen de aquel cadáver extraño.
La fuerza de la vida llena nuestros tejidos con su pulsante vibración y les insufla
el orgullo de estar vivos. Tanto si parte súbitamente, como le sucedió a Irv Lipsiner, o
con un prolongado gemido, como a Bubbeh, a menudo deja atrás un objeto irreal y
contraído. Cuando Charles Lamb contempló el cadáver del popular actor inglés R. W.
Elliston, se vio impulsado a escribir: «¡Dios mío, qué pequeño se ha quedado! Así
estaremos todos —reyes y emperadores—, despojados para el último viaje». Por su
parte, Browne escribía: «La muerte no me inspira tanto miedo como vergüenza; es la
gran desgracia e ignominia de nuestra naturaleza que pueda desfigurarnos en un
momento de tal manera que nuestros amigos más íntimos, nuestra esposa y nuestros
hijos, se asusten y sobresalten al vernos».
Las palabras de Thomas Browne, o las de Lamb, habrían podido consolarme ante
el ataúd de mi abuela. Aquel día habría sido sin duda mucho más fácil para mí, y su
recuerdo menos doloroso, si hubiera sabido que no sólo mi abuela, sino que todas las

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personas empequeñecen con la muerte; cuando parte el espíritu humano, se lleva
consigo la materia vital de la existencia. Luego sólo queda el cuerpo inanimado, que
es lo menos importante de todas las cosas que nos hacen humanos. Recordando
aquellos años que acababan de terminar, también podría haber reconocido la
universalidad de la experiencia de la muerte en otra frase del libro de Browne: «No
sabemos con qué dolores y esfuerzos venimos al mundo, pero de ordinario no es tarea
fácil salir de él».

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IV
Las puertas de la muerte para los ancianos

Mi abuela había escogido un modo de «irse», por usar la expresión de Thomas


Browne, que no es en absoluto excepcional. El accidente cerebrovascular (ACV) es la
causa más frecuente de muerte en los países desarrollados, según la Organización
Mundial de la Salud. Más de ciento cincuenta mil norteamericanos mueren por esta
causa cada año, lo que representa aproximadamente un tercio de todos los que sufren
un ACV. Otro tercio queda con discapacidad grave permanente. Solamente la
enfermedad cardíaca y el cáncer superan este terrible poder de devastación. Después
de un largo período durante el que su incidencia disminuyó, en los últimos años se ha
alcanzado una meseta: En Estados Unidos anualmente sufre un ACV de 0,5 a 1 de
cada 1000 habitantes. Pero esta cifra se refiere al conjunto de la población. Con el
envejecimiento, aumenta naturalmente la propensión a los accidentes
cerebrovasculares. No disponemos de cálculos de probabilidad para judías ancianas
que se han alimentado con una dieta kosher, alta en colesterol, durante casi cien años,
pero sí sabemos que, de un grupo tomado al azar de mil hombres y mujeres
norteamericanos o europeos occidentales que superen los setenta y cinco años, de
veinte a treinta sufrirán un accidente vascular anualmente; para los ancianos el riesgo
es unas treinta veces mayor que para el resto de nosotros.
El accidente cerebrovascular (ACV) es un término tan omnipresente que a veces
se emplea de manera un tanto confusa. Desde el punto de vista médico un ACV es un
déficit en la función neurológica, resultado de una disminución del flujo de sangre en
una de las arterias que nutren el cerebro. Además, el déficit debe durar más de
veinticuatro horas para denominarse accidente cerebrovascular; en otro caso, recibe el
nombre de accidente isquémico transitorio o AIT. Aunque los AITs normalmente
desaparecen al cabo de una hora, algunos duran algo más antes de que desaparezcan
los síntomas.
Si todo esto suena conocido, es por una buena razón. Básicamente es el mismo
mecanismo por el que se produce el déficit del corazón cuando una de sus arterias no
puede suministrar el volumen requerido de sangre. Es el mecanismo universal de la
isquemia, la interrupción del flujo sanguíneo y el agotamiento de los tejidos, que
constituye el denominador común en la destrucción de células en tantas partes del
cuerpo. Fue el que se llevó a James McCarty y el que se llevó a mi Bubbeh, y de una

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u otra manera, el que se llevará a la mayor parte de nosotros. Opera asfixiando los
tejidos de sus víctimas. El flujo de sangre se detiene esencialmente por la misma
razón que en el caso de las coronarias. La formación del ateroma ha alcanzado el
punto crítico en el que una rama de una de las arterias carótidas internas está
completamente obstruida. La oclusión puede deberse a la terminación del proceso
aterosclerótico en esa misma rama o a que se haya desprendido un trozo de placa de
la pared de una arteria mayor y haya sido propulsado como un émbolo hacia el
cerebro, taponando un vaso ya comprometido.
Por otra parte, el ACV y la isquemia que le acompaña pueden obedecer a otra
manifestación de este vasto síndrome de la enfermedad cerebrovascular, esto es, a
una hemorragia cerebral, que en los ancianos casi siempre se debe a una hipertensión
de larga duración. Debilitada ya la pared por largos años de presión anormalmente
alta, el frágil vaso aterosclerótico finalmente cede en algún punto concreto y se
produce un escape de sangre en el tejido cerebral circundante. La hemorragia
intracerebral de este tipo conlleva una tasa de mortalidad dos veces más elevada que
el 20 por ciento que se suele atribuir a los accidentes vasculares oclusivos. La
hemorragia es la causa de aproximadamente el 25 por ciento de los accidentes
vasculares, y la oclusión vascular del resto.
Es necesaria mucha energía para mantener la máquina del cerebro funcionando
eficientemente. Casi toda se obtiene de la capacidad de los tejidos para descomponer
la glucosa en sus componentes de dióxido de carbono y agua, un proceso bioquímico
que requiere un alto nivel de oxígeno. El cerebro no tiene ningún medio de almacenar
glucosa; depende del aporte constante e inmediato de la sangre arterial circulante.
Obviamente, se puede decir lo mismo del oxígeno. Bastan unos minutos para que el
cerebro isquémico agote estos dos elementos y se asfixie. Las neuronas son
extremadamente sensibles a la isquemia; entre 15 y 30 minutos después del inicio de
la carencia empiezan a producirse cambios destructivos irreversibles. Al cabo de una
hora del comienzo de la isquemia es inevitable el infarto de partes importantes del
tejido cerebral.
Los síntomas causados por la destrucción celular varían dependiendo de qué vaso
esté ocluido. Aunque por lo menos media docena de ramas de la carótida interna son
particularmente susceptibles de obstruirse, las implicadas más frecuentemente en el
accidente isquémico son una de las dos arterias cerebrales medias. La arteria cerebral
media (ACM) aporta sangre a la mayor parte de la superficie lateral del hemisferio
cerebral y a algunos centros que se hallan muy por debajo de la corteza. La ACM
alimenta las principales áreas sensoriales y motoras de la corteza, áreas que están
implicadas en los movimientos de las manos y de los ojos, así como al tejido
sensorial de la audición. Irriga la región que interviene en lo que se denominan
«funciones mentales superiores», tales como la percepción, el pensamiento

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organizado, los movimientos voluntarios y la coordinación integrada de todas estas
capacidades. En el lado dominante del cerebro (el lado derecho para los zurdos y el
izquierdo para el 85 por ciento restante), la ACM nutre las áreas sensoriales y
motoras del lenguaje. Esta particular distribución explica por qué tantas víctimas de
accidentes vasculares pierden la capacidad de expresarse y de comprender el lenguaje
hablado y escrito.
Muchos accidentes vasculares de la ACM están causados no por una verdadera
oclusión local, sino por trozos de material desprendidos de un ateroma de la arteria
carótida interna principal, o provenientes del corazón mismo en forma de partículas
de antiguos coágulos. Las partículas liberadas se convierten en émbolos. Aquí
encontramos otro de los términos creados por Rudolf Virchow. Émbolos, en griego
«cuña» o «tapón», a su vez deriva de dos palabras que significan «echar» o «arrojar».
Literalmente, pues, un tapón ha sido lanzado a la arteria, tapón que será propulsado
por la corriente sanguínea hasta que se encaje en un punto estenosado del vaso, que
quedará completamente bloqueado. Cuando la obstrucción no ha sido causada por un
émbolo, suele deberse a que se ha completado la formación de un ateroma. En ambos
casos el tejido nutrido por el vaso pierde instantáneamente su fuente de oxígeno y de
glucosa y en unos minutos se lesiona lo suficiente como para mostrar síntomas. Si el
bloqueo no se deshace rápidamente, ese área del cerebro muere por infarto.
Si hubiera que nombrar el factor universal de todas las muertes, tanto a nivel
celular como planetario, éste sería sin duda la pérdida de oxígeno. Según se cuenta, el
Dr. Milton Helpern, que durante veinte años fue Jefe de Sanidad de la ciudad de
Nueva York, lo expuso muy claramente en una sola frase: «La muerte se puede deber
a una amplia variedad de enfermedades y trastornos, pero en todos los casos, la causa
fisiológica subyacente es el colapso del ciclo de oxigenación corporal». Por simple
que le parezca a un sutil bioquímico, esta frase engloba todo.
Muchos accidentes cerebrovasculares (ACV) son tan imperceptibles que causan
pocos síntomas inmediatos, o ninguno, que indiquen lo que ha sucedido. Pero con el
tiempo, estos pequeños ACVs se acumulan, y sus efectos se van haciendo evidentes
incluso para un observador superficial. Walter Álvarez, un gran clínico de la
generación anterior que ejerció en Chicago, contó en una ocasión que «una
clarividente anciana» le había dicho: «la muerte sigue quitándome trocitos». Su
descripción clínica lo expone con claridad:

Ella se daba cuenta de que tras cada ataque de mareos, aturdimiento o desvanecimiento, estaba un poco
más vieja, un poco más débil, y un poco más cansada; su paso se hacía más incierto, su memoria menos
fiable, su escritura menos legible y su interés por la vida disminuía. Sabía que desde hacía diez años o más,
había estado avanzando paso a paso hacia la tumba.

Al parecer, William Osler dijo de aquellos a quienes su circulación cerebral


traiciona así: «estas personas tardan tanto en morir como tardaron en crecer».

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El estado de casi el 10 por ciento de los ancianos diagnosticados de demencia se
debe a una serie de pequeños ACVs, un concepto popularizado por Álvarez en 1946,
después de observarlo en su propio padre. Denominado ahora demencia por multi-
infartos, el proceso se caracteriza por una serie irregular de pequeños
empeoramientos que se producen repentinamente. Es interesante señalar que Alois
Alzheimer describió esta forma de arteriesclerosis cerebral por primera vez en 1899,
ocho años antes de que introdujera una noción de deterioro intelectual completamente
diferente que ahora lleva su nombre.
El sutil proceso de infartos cerebrales puede prolongarse durante largo tiempo,
acumulándose las pérdidas de la función cerebral de manera irregular pero progresiva
durante una década o más, hasta que un accidente cerebrovascular importante o algún
otro proceso letal pone término bruscamente a esta lenta progresión.
Los infartos importantes por accidentes vasculares de la ACM dan lugar a
pérdidas sensoriales y debilidades motrices que son más acusadas en la parte de la
cara y en las extremidades del lado opuesto al lado del cerebro en que se ha
producido el accidente vascular; tales infartos también causan afasia —la pérdida de
la capacidad de expresarse—, aunque la comprensión suele conservarse
razonablemente bien. La oclusión de otros vasos produce un abanico completo de
síntomas, que dependen no sólo del área regada por el vaso, sino también de la
nutrición que pueda aportar la circulación colateral de los vasos cercanos no
afectados. Trastornos del lenguaje, de visión, parálisis y pérdidas sensoriales,
problemas de equilibrio: éstas son las manifestaciones más frecuentes de los
accidentes cerebrovasculares.
Los ACVs importantes a menudo producen coma. Si son lo suficientemente
graves, extensos, o si van seguidos de complicaciones, tales como una disminución
de la tensión sanguínea o del gasto cardíaco debidos a insuficiencia o a arritmias, la
recuperación es imposible y el área de isquemia incluso puede aumentar. Si este
empeoramiento sobrepasa un determinado nivel, el tejido cerebral comienza a
edematizarse. Al hallarse encerrado en el rígido cráneo, el cerebro hinchado sufre
además por la presión contra las membranas que lo cubren y su encasillamiento óseo,
y, de hecho, una parte puede desplazarse por un pliegue de esas membranas que
separa el cerebro «superior» del «inferior», o tronco cerebral: la parte que piensa de
la parte que interviene en los mecanismos más automáticos, como el control cardíaco
y respiratorio, las funciones digestivas y urinarias, etc. Cuando esto sucede, la presión
origina un daño tan grande en los centros del tronco cerebral que controlan el corazón
y la respiración que, al poco tiempo, sobreviene la muerte, bien sea por arritmia o por
insuficiencia cardíaca y respiratoria.
El colapso de las funciones vitales es sólo una parte de los mecanismos por los
que el accidente vascular mata aproximadamente al 20 por ciento de sus víctimas, o

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más aún si la causa es una hemorragia hipertensiva. Si la lesión cerebral alcanza un
punto determinado, todos los controles normales dejan de funcionar. Una diabetes
preexistente a veces se dispara tanto que el grado de acidez sanguínea pone en peligro
la vida de la persona; el funcionamiento de los pulmones a veces se ve impedido por
la parálisis de los músculos de la pared torácica; la presión sanguínea puede elevarse
hasta niveles peligrosos; en fin, éstas son las complicaciones letales más frecuentes
de los grandes accidentes cerebrovasculares. Y, además, está la vía que se llevó a mi
Bubbeh: la neumonía. Más que ningún otro sistema orgánico, exceptuando la piel, los
pulmones de los ancianos están sometidos a todas las agresiones que nuestro
contaminado entorno es capaz de infligirles. Sea por haber perdido su elasticidad por
esta razón, o simplemente por el proceso normal de envejecimiento, el paso del
tiempo reduce la capacidad del pulmón de inflarse y desinflarse del todo. Los
mecanismos para eliminar la mucosidad se debilitan y las vías aéreas ya estenosadas
tienden cada vez más a llenarse de materias residuales. La situación empeora por la
incapacidad para mantener la humedad y temperatura apropiadas en las ramas
bronquiales más finas. Estas debilidades estrictamente físicas se ven agravadas por
una disminución de la producción de anticuerpos locales a consecuencia de la menor
capacidad de respuesta del sistema inmunológico de las personas mayores.
Los microbios de la neumonía están al acecho de que aparezca alguna otra
agresión que inhiba aún más las ya dañadas defensas de los ancianos. El coma es su
perfecto aliado. Elimina todo modo consciente de resistir a sus ataques e incluso
destruye un mecanismo de seguridad tan básico como es el reflejo de la tos.
Cualquier regurgitación o materia extraña que, en circunstancias normales, sería
expulsada al primer signo de invasión de la vía aérea, se convierte en el vehículo en
el que los gérmenes alcanzan triunfalmente los tejidos respiratorios. Entonces, los
alvéolos, microscópicos saquitos de aire, se hinchan y son destruidos por la
inflamación. Como resultado, el intercambio de gases no puede realizarse
adecuadamente y disminuye el oxígeno sanguíneo, mientras que el dióxido de
carbono puede acumularse hasta que sea imposible el mantenimiento de las funciones
vitales. Cuando los niveles de oxígeno descienden por debajo de un punto crítico, el
cerebro lo manifiesta con la muerte de nuevas células y el corazón con fibrilación o
parada. La neumonía triunfa.
El ataque fulminante de la neumonía tiene aun otra forma de matar: sus pútridos
cuarteles generales en el pulmón actúan como un foco desde el cual los organismos
asesinos pueden entrar en la corriente sanguínea y extenderse por todos los órganos
del cuerpo. Este proceso, denominado sepsis o septicemia, desencadena una serie de
procesos fisiológicos que acaban en el colapso de la totalidad de los órganos:
pulmones, vasos sanguíneos, ríñones e hígado, con un drástico descenso de la presión
sanguínea a niveles de shock, que va seguido de la muerte. En la septicemia, aun los

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antibióticos más fuertes no consiguen con frecuencia detener el arrollador asalto de
los microbios.
Ya sea la causa terminal la neumonía, la insuficiencia cardíaca o la acidosis de
una diabetes imposible de controlar, el hecho más señalado del accidente
cerebrovascular es que siempre se presenta en compañía de sus amigos, omnipresente
destacamento de asesinos de los ancianos. El accidente cerebrovascular simplemente
forma parte del amplio espectro de la enfermedad cerebrovascular terminal, cuyo
decidido curso, aunque puede acelerarse debido a negligencias, es imposible de
detener. Henry Gardiner, que compiló la edición de 1845 de los escritos de Thomas
Browne antes citada, ha introducido en el apéndice una larga cita de Francis Quarles,
una figura literaria del siglo XVII, que muy acertadamente dijo: «Está en manos del
hombre acelerar por omisión o acortar activamente, pero no alargar o extender los
límites de la vida natural». Y luego, en un destello de sublime sabiduría, Quarles
añadió: «Sólo posee (si acaso) el arte de alargar su vela el que sabe servirse mejor de
ella». No hay ninguna manera de apartar la vejez de su oscuro destino, pero una vida
plena compensa en calidad lo que no puede añadir en cantidad.
Como los estadísticos, muchos médicos, especialmente los que pasan la mayor
parte de su tiempo en el laboratorio, no creen que se pueda morir de viejo. Al leer el
relato de los últimos días de mi Bubbeh, sin duda habrán advertido ya que las
neumonías y las infecciones se han convertido, después de todo, en la segunda causa
identificable más frecuente de la muerte cuando se ha alcanzado la muy avanzada
edad de ochenta y cinco años, siendo la arteriosclerosis la primera. Como mi abuela
sufrió las dos, podrían decir que la forma en que murió apoya su punto de vista y
supone un argumento a favor de la intervención decidida para tratar dichas patologías
con el fin de prolongar la vida. Para mí, esto es sofística más que ciencia.
Admito que esta opinión no carece de fundamento, pero es evidente que la vida
tiene sus límites naturales inherentes. Cuando se alcanzan esos límites, la vela de la
vida, aun en ausencia de una enfermedad específica o accidente, simplemente se
apaga.
Afortunadamente, la mayor parte de los médicos de cabecera que se dedican a
atender ancianos han comprendido esto. Hay que aplaudir a los geriatras por las
grandes aportaciones que ya han hecho para dilucidar las patologías que afligen a
aquellos cuyas fuerzas se van extinguiendo, pero mucho más merecen nuestra
admiración por la compasión que ponen en su trabajo. Hace poco he hablado de esto
con el profesor de geriatría de mi facultad, el doctor Leo Cooney, que más tarde
resumió su punto de vista en dos párrafos esenciales de una carta:

La mayor parte de los geriatras están en la primera línea de quienes se muestran partidarios de abstenerse
de toda intervención decidida que sólo esté destinada a prolongar la vida. Son los geriatras los que están
constantemente desafiando a los nefrólogos [especialistas del riñón] que dializan a personas muy ancianas,
a los neumólogos [especialistas del pulmón] que intuban a personas que no tienen ninguna calidad de vida,

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e incluso a los cirujanos que parecen incapaces de abandonar su bisturí con pacientes para quienes la
peritonitis representaría una muerte compasiva.
Queremos mejorar la calidad de vida de los ancianos, no prolongar su duración. Así, aspiramos a que
los ancianos sean independientes y lleven una vida digna durante el mayor tiempo posible. Trabajamos
para reducir la incontinencia, disminuir la confusión y ayudar a las familias que se enfrentan con
enfermedades devastadoras como la de Alzheimer.

Básicamente, se puede considerar a los geriatras como los médicos de asistencia


primaria de los ancianos, la solución de esta generación al problema de la
desaparición del antiguo médico de familia, que conocía a sus pacientes tan bien
como sus enfermedades. Si el geriatra es un especialista, su especialidad es la
totalidad de la persona anciana. A finales de 1992 sólo había 4084 geriatras con título
oficial en Estados Unidos, mientras que había 17.000 especialistas del corazón.
Se podrían cuestionar ciertos aspectos de mi argumentación al afirmar que los
límites naturales de la vida del individuo permiten pocas alteraciones. En efecto, se
han llevado a cabo estudios muy elaborados con ancianos que se han conservado
bien. En estas investigaciones, se evalúan los cambios atribuibles a la edad en
determinadas funciones, tomando personas sin procesos patológicos que pudieran
afectar a dichas funciones. Los resultados son los que he descrito: el proceso de
envejecimiento continúa, independientemente de todo lo demás. Se puede decir que
el envejecimiento es al mismo tiempo independiente y codependiente, en el sentido
de que sin duda favorece la enfermedad y a su vez se ve acelerado por ella. Pero con
enfermedad o sin ella, el cuerpo continúa envejeciendo.
Mi desacuerdo con las concepciones de muchos investigadores de laboratorio que
estudian la fisiología del envejecimiento se refiere a la filosofía del tratamiento.
Cuando es posible identificar una enfermedad dándole un nombre, sus estragos se
convierten en objeto de tratamiento, con el fin potencial de curarlos. Y, después de
todo, ésa es la verdadera razón de que el médico científico moderno se convierta en
especialista. Independientemente de su interés declarado en aliviar el sufrimiento
humano y de la sinceridad de sus esfuerzos, el médico especialista medio, sea
investigador o clínico, hace lo que hace porque está absorto en el enigma de la
enfermedad y desea vencerla resolviendo cada nuevo rompecabezas que se presente a
su mente inquisitiva. A cada extremo de la vida, los pacientes tienen la suerte de ser
guiados por uno de los equivalentes actuales del médico de familia: los pediatras y
geriatras.
El diagnóstico de la enfermedad y el intento de vencerla con el intelecto son los
desafíos que motivan a todo buen especialista. Le fascina la patología. Cuando se
enfrenta con la certeza de su propia impotencia para tratarla, con frecuencia
abandona. Si un enigma es insoluble por naturaleza, no retiene por mucho tiempo el
interés de nadie, excepto de una minoría de médicos que se ocupan de sistemas
orgánicos específicos y enfermedades precisas. La vejez es tan insoluble como

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inevitable. Dando a sus manifestaciones nombres científicos de enfermedades
tratables, demasiados especialistas a los que los ancianos acuden en busca de
asistencia mantienen sus enigmas y su fascinación. También creen dar a los pacientes
cierta esperanza, que al final siempre resulta ser injustificada. Hoy en día, tomando
un término de la jerga de moda, no es políticamente correcto admitir que algunas
personas mueren de edad avanzada.
¿Cabe alguna duda de que el proceso físico intrínsecamente asociado con el
envejecimiento hace a los individuos cada vez más vulnerables a la muerte?, ¿cabe
alguna duda de que cada año somos menos capaces de reunir las suficientes fuerzas
para repeler los peligros mortales que acechan constantemente a nuestro alrededor?,
¿cabe alguna duda de que esta creciente incapacidad es el resultado de un
debilitamiento gradual de nuestros tejidos y nuestros órganos? ¿Cabe alguna duda de
que el debilitamiento se debe a un deterioro general de las estructuras y de las
funciones normales? ¿Cabe alguna duda de que un deterioro general, se produzca en
un motor o en un hombre, conducirá finalmente a que deje de funcionar? ¿Cabe
alguna duda de que Thomas Jefferson sabía de lo que estaba hablando?
En realidad, la lúcida observación de Jefferson es muy anterior. En el libro de
medicina más antiguo que existe, el Huang Ti Nei Ching Su Wen (El Clásico de
Medicina Interna del Emperador Amarillo), escrito hace unos 3500 años, el eminente
médico Chi Po instruye al mítico emperador sobre la vejez. Le dice:

Cuando un hombre envejece sus huesos se vuelven secos y frágiles como la paja [osteoporosis], su carne se afloja,
y su tórax se llena de aire [enfisema] y le duele el estómago [indigestión crónica]; tiene una sensación incómoda
en su corazón [angina o la fibrilación de una arritmia crónica], la nuca y los hombros se contraen, y su cuerpo arde
de fiebre [frecuentes infecciones del tracto urinario], sus huesos se quedan descarnados [pérdida de la masa magra
muscular] y sus ojos se vuelven saltones y se debilitan. Cuando se puede observar el pulso del hígado
[insuficiencia cardíaca derecha], pero el ojo ya no puede reconocer una costura [cataratas], sobrevendrá la muerte.
El límite de la vida de un hombre se percibe cuando ya no puede vencer sus enfermedades; entonces le ha llegado
la hora de la muerte.

La pregunta más importante no es si el envejecimiento conduce al debilitamiento,


a la incapacidad para superar las enfermedades y, por último, a la muerte, sino por
qué se envejece. El Predicador del Eclesiastés fue uno de los primeros de la tradición
occidental en señalar que «Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el
cielo: su tiempo el nacer y su tiempo el morir». Pero el tema es tan universal que su
eco resuena en la literatura de todas las épocas. Antes que el Predicador, Homero
había escrito: «La raza de los hombres es como la de las hojas. Cuando una
generación florece, otra se marchita». Y hay buenas razones para que una generación
deje sitio a la siguiente, como expuso Jefferson en otra de sus cartas al igualmente
venerable John Adams, casi al final de su vida: «Llega un momento en que la muerte
ha madurado, lo mismo para los demás que para nosotros mismos, cuando es
razonable que hagamos sitio para que otros crezcan. Cuando hemos vivido hasta el

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término de nuestra generación, no debemos pretender entrar en los dominios de otra».
Si la naturaleza obra de manera que «no entremos en los dominios de otra» (y la
simple observación lo confirma), debe disponer de algún mecanismo que garantice
que, como las hojas de Homero, poco a poco alcancemos un estado en el cual «nos
extingamos y hagamos sitio para que otros crezcan», como decía el caballero y
granjero Jefferson. Científicos de toda clase han intentado identificar este mecanismo
en los seres vivos, pero aún no sabemos con certeza qué es.
Básicamente, hay dos líneas diferentes de razonamiento para explicar el proceso
de envejecimiento. Una hace hincapié en el daño progresivo que sufren las células y
los órganos por el proceso de cumplir sus funciones normales en el entorno cotidiano.
Se habla entonces de la teoría del «desgaste natural». La otra atribuye el
envejecimiento a la predeterminación genética de la duración de la vida, que
controlaría no sólo la longevidad de las células individuales, sino también la de los
órganos y todo el organismo. En la exposición de esta última tesis se recurre
frecuentemente a la imagen de una «cinta genética» que se pone en marcha en el
instante de la concepción y ejecuta un programa secuencial que establece no sólo la
hora de la muerte (al menos, en sentido metafórico), sino también la hora en la que
empiezan a escucharse las notas que anuncian la muerte. Llevándolo a sus últimas
consecuencias, esta teoría significaría, por ejemplo, que el día o la semana en que se
produce la primera división celular de un cáncer ya ha sido determinado en el
momento en el que ese mismo acontecimiento se produce en el óvulo recién
fecundado.
Tal como la emplean los partidarios de la teoría del «desgaste natural», la palabra
«entorno» se refiere tanto al entorno del planeta como al que se halla en el interior y
alrededor de la célula misma. Puede ser que factores como la radiación básica (tanto
la solar como la industrial), los contaminantes, los microbios y las toxinas de la
atmósfera lentamente originen daños que modifiquen la naturaleza de la información
genética transmitida por las células a su descendencia. Incluso es posible que el
entorno no desempeñe ningún papel y que la alteración de la información sea
resultado de errores fortuitos en la transmisión. De cualquier modo, las alteraciones
acumuladas en el ADN pueden causar errores en la función de la célula que
conduzcan a su muerte y a esos cambios evidentes en el conjunto del organismo que
se manifiestan en el envejecimiento. Este proceso de franca muerte celular es
denominado por algunos «catástrofe por errores».
Algunos de los peligros ambientales se originan en el interior de los tejidos y de
la célula. Ya he descrito el bombardeo continuo que afecta a la naturaleza básica de
las moléculas, pero también hay otros mecanismos. Para mantener la buena salud, las
células tienen que descomponer los productos tóxicos de su propio metabolismo. Si
este mecanismo no funciona a la perfección, los subproductos dañinos pueden

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acumularse y afectar no sólo a la función de la célula, sino también al ADN. Es una
idea muy extendida que el factor principal del proceso de envejecimiento es el
desarrollo de errores en el ADN, obedezcan éstos al entorno, a errores fortuitos en la
transmisión o a los productos tóxicos del metabolismo.
Aunque no debemos tomar demasiado en serio el tremendismo de los profetas
fatalistas de la Nueva Era, no hay duda de que algunos de sus shibboleths [3] como los
aldehídos y los radicales libres del oxígeno merecen nuestra atención porque pueden
desempeñar un papel en el deterioro y envejecimiento del protoplasma si no son
apropiadamente degradados en sustancias menos peligrosas. Un radical libre es una
molécula cuya órbita externa contiene un número impar de electrones. Estas
estructuras son extremadamente reactivas, porque sólo pueden estabilizarse ganando
un electrón o perdiendo el que está sin pareja. La extremada reactividad de los
radicales libres los ha convertido en culpables o héroes de múltiples teorías
biológicas que van desde los orígenes mismos de la vida en este planeta hasta los
mecanismos del envejecimiento. Algunos de los defensores más acérrimos de la
prolongación de la vida están convencidos de que una dosis extra de betacarotenos o
de vitamina E o C en la dieta rescataría nuestros tejidos del efecto oxidante de los
radicales libres. Por desgracia, todavía no hay pruebas definitivas de que estén en lo
cierto.
La segunda de las dos principales teorías del envejecimiento es la que propone
que todo proceso está predeterminado por factores genéticos. De acuerdo con la
misma, dentro de cada ser vivo hay un programa genético cuya función sería ir
cerrando poco a poco el proceso fisiológico de la vida normal y, finalmente, de la
vida en general. Entre los humanos, esto ocurriría de distintas maneras según las
personas o, al menos, sus aspectos más señalados variarían en cada uno de nosotros;
de ahí los distintos fenómenos que se observan como la pérdida de la inmunidad, el
arrugamiento de la piel, el crecimiento de tumores, el comienzo de la demencia, la
menor elasticidad de los vasos sanguíneos y muchos otros procesos de la senectud.
La teoría genética recibió un enorme impulso hace casi treinta años, cuando el Dr.
Leonard Hayflick demostró que, al cabo de cierto tiempo, las células humanas
cultivadas en laboratorio empiezan a dividirse cada vez menos y acaban por morir. El
máximo número de divisiones celulares siempre era finito, y estaba alrededor de
cincuenta. Los estudios se realizaron en un tipo de células universales llamadas
fibroblastos, que constituyen la estructura básica de todos los tejidos del cuerpo, y los
hallazgos pueden extrapolarse a otras células. La aparentemente infinita capacidad de
reproducirse de las células cancerosas escapa, por supuesto, a la metódica finitud de
la existencia normal.
Estudios como el de Hayflick ayudan a explicar por qué cada especie tiene una
esperanza de vida propia y por qué dentro de cada especie los individuos suelen tener

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una esperanza de vida análoga a la de sus padres: la mejor garantía de longevidad es
elegir bien a los padres.
Una plétora de factores específicos del envejecimiento se ha abierto camino en el
mundo de la ciencia, y creo que virtualmente todos ellos tienen algún grado de
validez. En otras palabras, es muy probable que envejecer sea el resultado de una
combinación de todos ellos, variando la importancia de los componentes individuales
en cada uno de nosotros. Algunos factores son comunes a todos los seres vivos. Entre
ellos están los cambios que se producen en las moléculas y en los orgánulos. Los que
se producen en las células, tejidos y órganos pueden ser específicos de una especie
concreta, como los que afectan a una planta o un animal en su totalidad. Como señala
el Dr. Hayflick, los hallazgos «sugieren poderosamente que los atributos de la
inestabilidad biológica que comúnmente se consideran cambios relacionados con el
envejecimiento tienen una multiplicidad de causas».
Ya se han descrito algunos de los fenómenos biológicos, tales como el programa
genético mismo, la generación de radicales libres, la inestabilidad de las moléculas, la
vida celular finita y la acumulación de errores genéticos y metabólicos. Hay otros
posibles componentes que han encontrado vigorosos paladines en los medios
científicos. Por ejemplo, algunos investigadores consideran que la lipofucsina es algo
más que un simple producto inocuo del desdoblamiento intracelular que decolora de
manera anodina los órganos que envejecen; creen que su acumulación es letal. Otros
ponen gran énfasis en los cambios hormonales provocados por el sistema nervioso;
hay quien propone la teoría de que, entre los cambios que se producen en el sistema
inmunológico, uno de los más fundamentales es su menor capacidad para reconocer
los tejidos del propio organismo. Las enfermedades degenerativas que padecen los
ancianos se explicarían así por el rechazo del cuerpo a algunos de sus propios tejidos.
Aun hay otra teoría que mantiene que las moléculas del tejido estructural, el
colágeno, se entrecruzan unas con otras. La agregación de tales uniones impediría el
flujo de nutrientes y desechos, al tiempo que disminuiría el espacio necesario para el
desarrollo de los procesos vitales. Entre sus múltiples efectos, estas uniones
intramoleculares afectarían al ADN, lo que a su vez causaría mutaciones o muerte
celular. Y hay otra teoría, relativamente nueva, según la cual los sistemas fisiológicos,
y quizás también los cambios anatómicos que los acompañan, se vuelven menos
complejos con la edad y, por lo tanto, menos eficaces; esta pérdida de complejidad
podría ser el resultado de otros procesos más básicos, entre los que quizá se
encontrarían algunos de los ya descritos.
Además, recientemente ha despertado gran interés un fenómeno ampliamente
extendido entre las especies que parece ser una forma programada de muerte celular.
Este proceso, que los investigadores han denominado apoptosis (del griego, apo y
ptosis, «caída fuera de»), se inicia con la actividad de una proteína denominada gen

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myc, que da comienzo a una poderosa serie de reacciones genéticas en determinadas
circunstancias anormales. Por ejemplo, cuando se retiran los nutrientes de ciertos
tipos de células que crecen en cultivo, el gen myc comienza un proceso por el que la
célula sufre una suerte de implosión que la destruye en unos veinticinco minutos. De
un modo absolutamente literal, «cae fuera» de la vida. Tal muerte programada es
importante para el desarrollo del organismo, pues gracias a ella ciertas células que ya
no son útiles en el proceso del desarrollo pueden ser sustituidas por las que
pertenecen a la fase siguiente. También se han descubierto casos de apoptosis en
individuos maduros provocada por distintos sucesos en el entorno de las células
afectadas.
Puesto que la apoptosis es una situación en la que la muerte celular tiene una
causa directamente genética, es tentador preguntarse si la proteína myc o algo muy
parecido no podría funcionar como un «gen de la muerte». En efecto, este tipo de
muerte podría desencadenarse por múltiples factores ambientales y fisiológicos, y
reconciliaría así algunas de las teorías descritas en los párrafos anteriores. Esta vía de
investigación es tanto más prometedora por cuanto se ha demostrado el vínculo entre
la proteína myc y otra estructura que recibe el nombre de proteína max. Cuando éstas
se unen, la célula recibe instrucciones, de un modo aún no conocido, de hacer una de
estas tres cosas: madurar, dividirse o autodestruirse por apoptosis. Por tanto, es
evidente que, según como se exprese, el gen myc, desempeñaría un importante papel
en el desarrollo, en la regulación del crecimiento y finalmente en una forma
programada de muerte. Actualmente, las implicaciones de estos descubrimientos son
incalculables, claro está, no sólo para la comprensión de los procesos normales, sino
también de los patológicos, particularmente del cáncer.
Los que proponen un compromiso entre investigadores están explorando aun
otros caminos que puedan conducir a la clarificación de puntos de vista
aparentemente distantes. Por ejemplo, los cambios inmunes de la senectud pueden ser
resultado de influencias hormonales determinadas por acontecimientos neurológicos
que son, a su vez, genéticos o viceversa. No faltan teorías, ni paladines, ni
coincidencias entre conceptos. Lo que se desprende de todos los datos experimentales
y de las especulaciones a que dan pie es la inevitabilidad del envejecimiento y, en
consecuencia, de la finitud de la vida.
Y ¿qué decir de esas listas, confeccionadas con fondos públicos, de patologías
designadas formalmente que se supone que ocasionan la muerte de los ancianos? En
cada categoría de enfermedades mortales para los ancianos encontramos las
afecciones que eran de esperar. Alrededor del 85 por ciento de nuestra población
anciana sucumbirá a las complicaciones de siete de las cientos de enfermedades
conocidas y de sus características predisponentes: arteriosclerosis, hipertensión,
diabetes del adulto, obesidad, estados de disminución mental como la enfermedad de

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Alzheimer y otras demencias, cáncer y disminución de la resistencia a las
infecciones. Muchos de estos ancianos morirán con varias de ellas. Y no solamente
eso; el personal de cualquier unidad de cuidados intensivos de cualquier gran hospital
puede confirmar que los enfermos terminales con frecuencia son víctimas de las siete.
Éstas constituyen el pelotón que abate a nuestros ancianos. Para la inmensa mayoría
de quienes ya hemos pasado la mitad de la vida, son los jinetes de la muerte.
Hoy no se practican tantas autopsias como hace algunas décadas. Dada la
meticulosa exactitud con la que se pueden hacer actualmente los diagnósticos antes
de morir, para muchos médicos de cabecera la autopsia se ha convertido en un
ejercicio redundante de patología académica. En la actualidad mueren muchas menos
personas por un diagnóstico erróneo que en épocas anteriores; la gran mayoría son
víctima de nuestra incapacidad de cambiar el curso de una enfermedad perfectamente
identificada. Desde hace una década o más, la tasa de autopsias de mi hospital ha
descendido a un nivel que ronda el 20 por ciento, mientras que durante muchos años
se mantuvo muy por encima del doble de esa cifra. La tasa nacional es ahora de
alrededor del 13 por ciento.
En la época dorada de la autopsia, obtenía el permiso postmortem de casi todas
las familias de mis pacientes cuando morían. Hoy no lo intento con tanto empeño,
pero cuando lo hago, sigo insistiendo en estar presente para examinar los hallazgos
del patólogo. Durante seis años de aprendizaje como residente y treinta de
experiencia, he presenciado un gran número de autopsias. En el cuerpo de los
ancianos se suele encontrar una arteriosclerosis y una atrofia generalizada, al parecer
inmerecedoras de comentario alguno cuando el patólogo que disecciona busca
adónde puede haberse extendido un cáncer o una infección. En su asidua
investigación de los tejidos y del interior de los órganos, ambos, el disector y el
cirujano tienden a ignorar el panorama familiar del envejecimiento que se revela
gradualmente a cada movimiento del bisturí. Señalarlo es tan infrecuente como que
un conductor comente el paisaje que ofrecen los árboles desnudos en invierno cuando
busca la dirección correcta de una calle; están ahí, sin más, y eso es todo.
Y, sin embargo, como les ocurre a otros muchos cirujanos, cuando el informe de
la autopsia me llega al buzón unas semanas más tarde, frecuentemente me he
quedado asombrado del avanzado estado de deterioro biológico al que apenas
prestamos atención el patólogo y yo en nuestro reciente examen. En el análisis
detallado de sus hallazgos, el patólogo incluye meticulosamente todas las
divergencias de la salud normal que ha descubierto. A medida que leo su resumen,
todas me vuelven a la memoria y ocupan su lugar junto a las claves principales que
buscábamos con tanta tenacidad. Sólo cuando esto comienza a suceder tengo la
imagen completa de la muerte de mi paciente.
Algunos de los hallazgos de la autopsia no tienen nada que ver con las

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circunstancias de la muerte. Son simplemente resultado del mismo proceso de
envejecimiento en el que se han desarrollado uno o dos tipos concretos de patologías
para matar al paciente. Tales hallazgos pueden no contribuir directamente a la muerte,
pero aportan el trasfondo en que ésta ocurre. Recientemente busqué la ayuda de un
colega del hospital de Yale-New Haven. El Dr. G. J. Walker Smith es el director del
servicio de autopsias, un astuto veterano de esa cámara de mármol en la que los
doctores de los muertos se esfuerzan afanosamente por responder a la pregunta
planteada hace más de doscientos años por el fundador de su sombría especialidad, el
anatomista paduano Giovanni Battista Morgagni: «Ubi est morbus» (¿dónde está la
enfermedad?). Juntos, el patólogo y el paciente que acaba de morir asumen el
compromiso con esa antigua declaración que les contempla desde las placas
colocadas en las paredes de cientos y cientos de salas de autopsias de todo el mundo:
«Hic est locus ubi mors gaudet succurso vitae» («éste es el lugar en el que la muerte
se alegra de venir en ayuda de la vida»).
La sala de autopsias es el territorio de Walker Smith, lo mismo que el quirófano
es el mío. Cuando le dije que estaba interesado en confirmar unas antiguas
impresiones mías, revisando algunos informes finales de pacientes que habían muerto
a edad avanzada, hizo algo mejor: se interesó él mismo en el proyecto y al poco
tiempo estaba tan entusiasmado como yo. Encontró veintitrés informes de pacientes
cuyos estudios se habían hecho antes de la escasez actual de autopsias. Juntos
revisamos los hallazgos relativos a doce hombres y once mujeres de ochenta y cuatro
años de edad o mayores, que habían muerto en un período de dieciséis meses, entre
diciembre de 1970 y abril de 1972. La media de edad era de ochenta y ocho años y el
más anciano tenía noventa y cinco.
Aunque había variaciones en la distribución de patologías tales como la
aterosclerosis y el deterioro microscópico del sistema nervioso central, los hallazgos
presentaban en conjunto una semejanza que nos impresionó vivamente a los dos.
Parece que el tipo específico de muerte de un individuo depende del orden en el
que el proceso de degradación afecta a sus tejidos. El único denominador común a los
veintitrés pacientes, por lo menos según reflejaban los nítidos polisílabos del informe
del patólogo, era la pérdida de vitalidad que acompaña a la inanición y la asfixia; a
medida que se estrechan las arterias lo mismo le ocurre al margen entre la vida y la
muerte. Hay menos nutrición, menos oxígeno y menos elasticidad tras el ataque.
Todo se enmohece y agrieta hasta que finalmente la vida se extingue. Lo que
denominamos ictus terminal, infarto de miocardio o septicemia, no es más que una
elección hecha por factores fisicoquímicos que no comprendemos aún, cuyo
propósito es bajar el telón de una representación mucho más cerca de su conclusión
de lo que se podría haber pensado, incluso en el caso de ancianos que hasta entonces
parecían gozar de buena salud.

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Un octogenario que muere de infarto de miocardio no es sólo un anciano
desgastado con una enfermedad cardíaca; es la víctima de una insidiosa progresión
que le afecta por entero, y esa progresión se llama envejecimiento. El infarto es
solamente una de sus manifestaciones que, en este caso, se ha adelantado al resto,
aunque cualquiera de las otras puede llevárselo, si algún brillante y joven doctor
consigue rescatarle en una unidad coronaria de cuidados intensivos. Siete de los
ancianos de Walker Smith murieron oficialmente de infarto de miocardio; otros
cuatro sufrieron ictus; ocho murieron de infección, incluyendo tres que
desaparecieron en la eternidad de la mano del amigo del anciano: la neumonía; había
tres en el grupo con cáncer avanzado, aunque el episodio final de uno de ellos fue la
neumonía y del otro un accidente vascular. La observación más llamativa fue también
la más esperada: las veintitrés personas tenían enfermedad ateromatosa avanzada en
los vasos del corazón o del cerebro, y casi todos en los dos, aunque no manifestaran
síntomas que requirieran tratamiento hasta el suceso terminal. En fin, en todos los
ancianos estudiados estaba a punto de detenerse uno u otro de estos motores vitales.
Otro hallazgo que no nos sorprendió fue la frecuencia de enfermedades
identificables en los demás órganos de cada individuo y que no desempeñaron ningún
papel en la muerte del paciente. En los informes de los patólogos, esas enfermedades
se denominan «incidentales». Así pues, además de los tres pacientes que murieron de
cáncer, hay que añadir otros tres que tenían tumores «incidentales» insospechados en
los pulmones, próstata y tórax; dos mujeres y un hombre presentaban una disección
de la aorta o de otro gran vaso abdominal, denominada aneurisma, causada por el
debilitamiento aterosclerótico; en once de los veinte cerebros estudiados
microscópicamente se hallaron antiguos infartos, aunque sólo un anciano tenía una
historia conocida de ictus; en catorce se encontraron cambios ateroscleróticos
importantes en las arterias de los ríñones; varios sufrían infecciones activas del tracto
urinario, y un hombre que murió de cáncer de estómago diseminado tenía gangrena
en una pierna. Es bien sabido que los ancianos mueren de enfermedades que podrían
haber superado fácilmente de haber sido algo más jóvenes, pero es sorprendente en
qué grado ocurre esto en el caso de enfermedades perfectamente definidas: una de las
personas de nuestro estudio murió de apendicitis; dos de las infecciones que siguieron
a operaciones de la vesícula o de los conductos biliares; una de las complicaciones de
una úlcera perforada, y otra de diverticulitis. En todos estos casos se trata de
infecciones, la causa más frecuente de muerte, después de la aterosclerosis, en las
personas de más de ochenta y cinco años. Otros dos pacientes murieron de
hemorragia, uno en una úlcera duodenal y otro como resultado de una fractura de
pelvis. Por haberme dedicado muy activamente a la práctica quirúrgica en el período
en el que se hicieron estas autopsias, puedo afirmar que, con toda probabilidad, estos
siete individuos tratados en este hospital universitario se habrían salvado si hubieran

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tenido algo más de cincuenta años.
Solamente en dos de los veintitrés pacientes de Walker Smith no se daba una
destrucción significativa del tejido cerebral. De hecho, uno de ellos demostró que era
extraordinariamente resistente en general a la aterosclerosis, por lo menos del cerebro
y del corazón. El grado de calcificación de las arterias coronarias de aquel hombre de
ochenta y nueve años era moderado, y presentaba «menos atrofia cerebral de la que
podría esperarse en un cerebro de esta edad», para citar el informe de la autopsia.
Pero la tenía en los ríñones, que además de padecer una infección crónica (llamada
pielonefritis) que sembraba constantemente su tracto urinario de bacterias
intestinales, presentaba la destrucción de sus pequeñas ramas arteriales y unidades de
filtración, así como marcadas cicatrices. Pero no fue su enfermedad renal crónica la
que acabó con este individuo, sino un tumor denominado mieloma múltiple,
complicado con una neumonía. Y así, como el resto de los veintitrés ancianos, a éste
también se lo llevaron varios de los siete jinetes.
El otro anciano que se había librado de los estragos de la senectud cerebral era un
profesor de latín y antiguo decano de Yale, de ochenta y siete años. Aparentemente
activo y saludable (y sin evidencia clínica de enfermedad cardíaca) en la autopsia se
descubrió que había estado a punto de sufrir un infarto de miocardio y que,
curiosamente, presentaba una «implicación severa [aterosclerótica] de las arterias
coronarias y mínima implicación de los vasos cerebrales». De hecho, sus coronarias
se describían como «conductos bloqueados» y una de ellas estaba completamente
ocluida. El corazón había sufrido una decoloración parduzca debida a la atrofia; los
ríñones también tenían el aspecto propio de su edad. Una fría noche de diciembre, el
profesor se había despertado súbitamente con un fuerte dolor abdominal. Se le
diagnosticó una úlcera duodenal perforada en la sala de urgencias, que se confirmó en
la autopsia cuatro días después, cuando su agotado sistema inmunológico y su
corazón apenas nutrido no pudieron protegerle de la peritonitis. Y así, su cerebro
relativamente indemne, le sirvió de poco cuando su vida se vio comprometida por
otros frentes.
La lección de estas veintitrés historias simplemente confirma la que enseña la
experiencia diaria. Sea la anarquía de una bioquímica alterada o el resultado directo
de su opuesto —una senda hacia la muerte cuidadosamente marcada por los genes—
morimos de viejos porque estamos «gastados» y programados para extinguirnos. Los
ancianos no sucumben a las enfermedades; simplemente entran por implosión en la
eternidad. Como hay tan pocas sendas hacia la tumba y su empedrado es tan variado,
es razonable preguntarse por qué el desarrollo de una patología implica tanto riesgo
de que la acompañen las otras. ¿Acaso comparten todas ellas una causa común que se
hace más activa con los años? Por supuesto, esta consideración se ha incorporado a
las diversas teorías del envejecimiento. Una de ellas propone, por ejemplo, que el

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proceso por el que nos desarrollamos y crecemos forma parte de un patrón
metabólico controlado por una parte interna del cerebro denominada hipotálamo, que
regula la actividad hormonal. Este mecanismo, que empieza a actuar cuando
comienza la vida misma, permite al cuerpo adaptarse a su entorno. La progresión de
estas adaptaciones conduce necesariamente, como si se tratara de un programa, al
desarrollo, la madurez y, finalmente, a la vejez. Si es cierta esta tesis neuroendocrina
del envejecimiento, la aparición de las enfermedades propias de la vejez es el precio
que paga el organismo por su capacidad de adaptarse a lo largo de la vida a su
entorno y a los cambios de sus propios tejidos.
Todo el proceso tiene lugar como si fuera parte de un plan maestro, una gran
estrategia que supervisara el desarrollo del organismo, desde el estado embrionario
inicial hasta el momento de la muerte, o, al menos, hasta la anarquía que
inmediatamente la precede. En esto, los fisiólogos coinciden con quienes
proporcionan ayuda espiritual en las horas finales señalando que la muerte forma
parte de la vida.
Estas consideraciones se hacen eco, aunque en un tono menos sombrío, de
algunas frases del apéndice del libro, ya citado, de Thomas Browne. En un libro
titulado Merchant and Friar, el historiador del siglo XIX Sir A. Palgrave escribía: «En
la primera pulsación, cuando las fibras se estremecen y los órganos cobran vida, está
el germen de la muerte. Antes de que nuestros miembros cobren forma, está cavada la
estrecha tumba en la que serán sepultados». Empezamos a morir con el primer acto
de vida.
Hay posibilidades que dan lugar a especulaciones de gran importancia a la hora
de tomar decisiones sobre nuestras propias vidas. Cuando se le ofrece a un anciano la
posibilidad de paliar el cáncer o incluso de curarle, si está dispuesto a soportar una
quimioterapia debilitante o una cirugía radical, ¿qué debe responder? ¿Ha de soportar
el tratamiento sólo para morir al año siguiente de su avanzada aterosclerosis
cerebrovascular? Después de todo, la enfermedad cerebrovascular probablemente sea
resultado del mismo proceso que ha mermado tanto su inmunidad como para que se
haya desarrollado el cáncer que está tratando de matarle. Por otra parte podemos
aducir que las diferentes manifestaciones del proceso de envejecimiento no avanzan
al mismo ritmo, de modo que el accidente cerebral puede tardar en producirse algo
más de lo que se supone. Tales posibilidades sólo pueden sopesarse evaluando el
estado actual de los procesos no malignos, tales como el grado de hipertensión y el
estado de la enfermedad cardíaca. Estas son las consideraciones que deben hacerse al
tomar decisiones clínicas que afectan a personas de edad, y los médicos prudentes las
han tenido siempre muy presentes. Los pacientes prudentes deberían hacer lo mismo.
Bien como resultado del desgaste y del agotamiento de sus recursos, o bien
debido a una programación genética, cada ser vivo tiene un período finito de vida y

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cada especie su propia longevidad. Para los seres humanos, parece que es
aproximadamente de 100 a 110 años. Esto significa que, aunque fuera posible evitar,
o curar, todas las enfermedades que se llevan a las personas antes que lo hagan los
estragos de la vejez, prácticamente nadie viviría más de un siglo o un poco más.
Aunque el salmista canta que «el tiempo de nuestros años es tres veintenas y media»,
parece olvidarse que Isaías fue mejor profeta o, por lo menos, mejor observador,
proclamando a todos los que quisieran oírle que «el niño morirá a los cien años».
Habla aquí de la Nueva Jerusalén, donde es de suponer que no habrá mortalidad
infantil ni enfermedades: «Desde entonces ya no habrá recién nacido ni anciano que
no cumpla sus días». Si atendiéramos a la advertencia de Isaías y evitáramos
conductas como la de McCarty, resolviéramos los problemas de la pobreza y
amásemos al prójimo, ¿quién sabe lo cerca que podríamos estar de realizar la profecía
del profeta? La ciencia médica y las mejores condiciones de vida ya nos han hecho
avanzar un largo camino. La esperanza de vida de un niño al nacer es más del doble
que a principios de siglo. Hemos cambiado la faz de la muerte. En la pauta
demográfica moderna, la gran mayoría de nosotros alcanza por lo menos la primera
década de la vejez y nuestro destino es morir de alguno de sus estragos.
Aunque la ciencia biomédica ha aumentado enormemente la esperanza de vida
media de la humanidad, el máximo no ha cambiado a lo largo de la historia
registrada. En los países desarrollados solamente una de cada diez mil personas vive
más de cien años. Los supuestos nuevos récords no se han verificado siempre que ha
sido posible examinarlos críticamente. La edad más alta que se ha podido confirmar
es de ciento catorce años. Es interesante que esa edad se haya alcanzado en Japón,
cuyos ciudadanos viven más que los de los demás países, con una esperanza media de
vida de 82,5 años para las mujeres y 76,2 para los hombres. Los valores equivalentes
para los norteamericanos blancos son de 78,6 y 71,6, respectivamente. Ni siquiera el
kéfir del Cáucaso puede vencer a la naturaleza.
Hay otras muchas pruebas que apoyan la tesis de que la vida de cada especie tiene
una duración determinada. Entre las más evidentes está la gran variabilidad de la
edad máxima que pueden alcanzar los diferentes grupos de animales, al mismo
tiempo que esa longevidad es extremadamente específica para cada especie. Otra
sugerente observación biológica es el número medio de crías de cada especie, que es
inversamente proporcional a la duración máxima de su vida. Un animal como el
hombre, cuyo período de gestación es considerable y además necesita un tiempo
extraordinariamente largo antes de que sus jóvenes sean biológicamente
independientes, debe tener un período reproductivo prolongado para asegurar la
supervivencia de la especie, y esto es exactamente lo que se nos ha dado; los
humanos somos los mamíferos de vida más larga.
Si nada puede alterar el proceso de envejecimiento, excepto, dentro de unos

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márgenes relativamente reducidos, ciertos cambios bien conocidos en los hábitos
personales, ¿por qué persistimos en nuestros vanos intentos de vivir más de lo
posible? ¿Por qué no podemos reconciliarnos con el patrón inmutable de la
naturaleza? Aunque las últimas décadas han presenciado un creciente interés por
nuestros cuerpos y la longevidad ha alcanzado cotas desconocidas en las
generaciones anteriores, estas esperanzadas búsquedas siempre han motivado por lo
menos a algunos miembros de las sociedades que han dejado registros de su
existencia. Ya en los días del antiguo Egipto hay testimonios de ancianos que
intentaban prolongar sus vidas: el papiro de Ebers, de más de 3500 años, contiene una
prescripción para devolver la juventud a un anciano.
Incluso en el momento que la ciencia empezaba a iluminar el amanecer de una
nueva medicina, en el siglo XVII, Hermann Boerthaave, el médico más importante de
su época, recomendaba a sus pacientes ancianos que durmieran entre dos jóvenes
vírgenes para recobrar la salud, recordando el vano intento de David de hacer lo
mismo. La historia nos ha llevado, desde el período pastoral de la leche materna,
pasando por la pseudociencia de las glándulas de mono para rejuvenecer los humores
débiles, a lo que podríamos llamar la era de las vitaminas, la C y la E. Pero hasta
ahora nadie ha conseguido una prórroga. Más recientemente, algunos investigadores
nos han dicho que la hormona del crecimiento puede cumplir la promesa de aumentar
la masa magra corporal y la densidad ósea, y hay quienes insisten en que eso
rejuvenecerá a las personas. Oímos ahora los primeros rumores de que la solución
está en la llamada terapia genética, que cortar y trocear el ADN añadirá décadas o
más al período máximo de vida. En vano tratan los científicos serios de convencer a
los entusiastas de esa vía de que todo eso no es verdad, ni puede serlo. Nunca se
aprende la lección; siempre habrá quienes persistan en buscar la Fuente de la
Juventud o, por lo menos, en retrasar lo que está irrevocablemente ordenado.
En todo esto hay una vanidad que nos degrada. Por lo menos, no nos honra. Lejos
de ser insustituibles, debemos ser sustituidos. Las fantasías de detener la mano de la
mortalidad son incompatibles con los intereses superiores de nuestra especie y con la
continuidad del progreso de la humanidad. Y más directamente, son incompatibles
con los intereses de nuestros propios hijos. Tennyson lo dice con claridad: «Los
viejos deben morir, o el mundo se agotaría y sólo volvería a engendrar el pasado».
Es a través de los ojos de la juventud cómo todo se renueva y redescubre, con la
ventaja de conocer el pasado; es la juventud la que no está atada a las viejas formas
de afrontar los desafíos de este mundo imperfecto. Cada nueva generación aspira a
ponerse a prueba y conseguir así grandes cosas para la humanidad. Entre las criaturas
vivas, morir y dejar el sitio es lo que dicta la naturaleza, y la vejez es la preparación
para la partida, el paulatino debilitamiento de la vida que hace el final más aceptable
no sólo para los ancianos, sino también para aquellos en cuyas manos dejan el

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mundo.
No pretendo afirmar aquí que la vejez no pueda ser activa y dar satisfacciones. No
abogo por entrar pacíficamente en esa noche envolvente que es la senilidad
prematura. Mientras sea posible, el vigoroso ejercicio del cuerpo y de la mente
intensifica cada momento de vida e impide esa separación que hace a muchos de
nosotros mayores de lo que somos. Me refiero solamente a esa inútil vanidad que nos
lleva a intentar evitar realidades que son inseparables de la condición humana.
Obstinándonos sólo conseguiremos rompernos el corazón y el de nuestros seres
queridos, por no mencionar el dinero que la sociedad debe gastar en la asistencia de
aquellos que aún no han vivido el tiempo que tengan asignado.
Cuando se acepta que la vida tiene unos límites claramente definidos, también se
percibe su simetría. La existencia transcurre en un marco en el que caben todos los
placeres y logros, así como el dolor. Quienes se obstinasen en vivir más allá del
tiempo concedido por la naturaleza, perderían ese marco y, con él, el sentido
adecuado de su relación con los más jóvenes, ganando sólo su resentimiento por
privarles de sus recursos y perspectivas profesionales. El hecho de que dispongamos
de un tiempo limitado para hacer las cosas enriquecedoras en nuestra vida es lo que
crea la urgencia de hacerlas. De otra manera, podríamos estancarnos postergándolas.
El hecho mismo de que, como advierte el poeta a su tímida dama, «oigamos siempre
la alada carroza del Tiempo apresurándose a nuestra espalda», da más esplendor al
mundo y hace que el tiempo sea inestimable.
Michel de Montaigne, el francés del siglo XVI creador de la forma literaria que
denominamos ensayo, fue un filósofo social que contemplaba a la humanidad a través
de la lente de la llana e implacable realidad y escuchaba sus autoengaños con
escepticismo. En sus cincuenta y nueve años de vida dedicó mucho tiempo a pensar
en la muerte y escribió sobre la necesidad de aceptar cada una de sus formas por ser
todas igualmente naturales: «Vuestra muerte es una parte del orden universal; es una
parte de la vida del mundo… Es la condición de vuestra creación». Y en el mismo
ensayo, titulado De cómo filosofar es aprender a morir, escribía: «Haced sitio a otros
como otros os lo hicieron».
En aquella época incierta y violenta, Montaigne creía que la muerte es más fácil
para quienes han pensado más en ella durante su vida, como si siempre estuvieran
preparados para su llegada. Sólo de este modo, escribía, es posible morir resignados y
reconciliados, «paciente y tranquilamente», habiendo experimentado la vida más
plenamente al tener siempre presente que en cualquier momento puede llegar a su fin.
De esta filosofía se desprende su admonición: «La utilidad de la vida no está en su
duración sino en su uso: alguno ha vivido largo tiempo y ha vivido poco».

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V
Enfermedad de Alzheimer

Prácticamente todas las enfermedades pueden describirse en términos de causa y


efecto. Los síntomas que el paciente expone a su médico y los hallazgos que se
revelan en la exploración médica, son resultado directo de cambios patológicos muy
específicos dentro de las células, tejidos y órganos, o de trastornos en los procesos
bioquímicos. Una vez identificadas estas alteraciones, puede demostrarse que han
conducido a las manifestaciones clínicas observadas. El objeto del diagnóstico es
hallar la causa, sirviéndose de sus efectos como claves.
Consideremos algunos ejemplos: la obstrucción aterosclerótica de la arteria que
nutre un segmento del músculo cardíaco causará angina o infarto, con los síntomas
que acompañan a esos trastornos; un tumor que produce una hipersecreción de
insulina reduce drásticamente los niveles de glucosa en la sangre, impidiendo la
nutrición adecuada del cerebro, lo que lleva finalmente al coma; un virus que ataca
las células motoras de la médula espinal causa la parálisis del músculo al que estas
células envían mensajes; un asa intestinal que se enrolla alrededor de una banda de
tejido cicatricial postoperatorio, con la consiguiente obstrucción intestinal, produce
distensión abdominal, vómitos, deshidratación y desequilibrios químicos en la sangre,
que, a su vez, pueden conducir a arritmias cardíacas; una apendicitis llena la cavidad
abdominal de pus y la peritonitis resultante inunda el sistema circulatorio de bacterias
que causan fiebre alta, septicemia y shock. La lista de ejemplos sería interminable, y
constituye la materia de los libros de texto médicos.
El paciente va al médico con uno o más síntomas: angina, coma, piernas
paralizadas, vómitos persistentes con el abdomen hinchado o fiebre acompañada de
dolor abdominal, y comienza el trabajo de detective. Cuando el médico emplea el
término fisiopatología se refiere a la serie de sucesos que han conducido al conjunto
de síntomas observables y demás hallazgos clínicos.
La fisiopatología es la clave de la enfermedad. Para un médico, la palabra tiene
connotaciones tanto filosóficas como estético-poéticas, lo cual no es de extrañar ya
que parte de su raíz griega, fisiología, tiene un significado filosófico y poético:
«investigación sobre la naturaleza de las cosas». Añadiendo el término pathos
(«sufrimiento» o «enfermedad»), tenemos la expresión literal de la esencia de la
indagación médica, que es investigar la naturaleza del sufrimiento y la enfermedad.

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La misión del médico es por tanto, identificar la causa de la enfermedad,
analizando la secuencia en dirección inversa, hasta encontrar al verdadero culpable,
microbiano u hormonal, químico o mecánico, genético o ambiental, maligno o
benigno, congénito o adquirido. La investigación se hace siguiendo las pistas que el
culpable deja en la enfermedad o lesión. Así se reconstruye el crimen y se elabora un
plan de tratamiento que libre al paciente del causante de su mal.
Por tanto, en cierto sentido, todo médico es un fisiopatólogo, un investigador que
identifica la enfermedad rastreando el origen de sus síntomas. Después, se puede
elegir la terapia apropiada. Ya sea el objetivo extirpar la patología, destruirla con
fármacos o radioterapia, neutralizarla con antídotos, fortalecer los órganos que está
atacando, matar los gérmenes que la producen o simplemente mantenerla bajo control
hasta que las propias defensas del organismo puedan vencerla, debe elaborarse un
plan de acción contra cada enfermedad para que el paciente tenga alguna posibilidad
de superarla. Cuando el médico se empeña en la lucha por la vida de su paciente, su
conocimiento de las causas y los efectos es la armería a la que acude para elegir sus
armas.
Gracias a la investigación biomédica del siglo pasado, conocemos bien la
fisiopatología de la gran mayoría de las enfermedades o, por lo menos, lo
suficientemente bien como para disponer de un tratamiento efectivo. Pero aún existen
algunas enfermedades en las que la relación entre causa y efecto está menos
claramente definida de lo que cabría esperar, y algunas de estas enfermedades se
encuentran entre los mayores azotes de nuestro tiempo. La enfermedad que hoy se
llama «demencia senil del tipo Alzheimer» no sólo pertenece a esta categoría, sino
que conlleva el problema adicional de que su causa primaria sigue siendo un misterio
para los científicos desde que el problema se identificó desde el punto de vista
médico en 1907.
La patología fundamental de la enfermedad de Alzheimer es la degeneración
progresiva y la pérdida de un gran número de células nerviosas en las partes de la
corteza cerebral que se asocian con las llamadas funciones superiores, como la
memoria, el aprendizaje y el juicio. La gravedad y naturaleza de la demencia del
paciente en un momento dado guardan relación con el número y situación de las
células afectadas. La disminución del número de células nerviosas en sí misma basta
para explicar la pérdida de la memoria y otras discapacidades cognitivas. Pero hay
otro factor que, al parecer, también influye: una marcada disminución de la
acetilcolina, la sustancia química que emplean estas células para transmitir mensajes.
Estos son los elementos básicos de lo que se conoce como la enfermedad de
Alzheimer, pero son insuficientes para aportar un nexo directo entre los hallazgos
estructurales y químicos, por una parte, y las manifestaciones específicas que en un
momento dado presenta el paciente, por otra. Muchos detalles de la fisiopatología de

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la enfermedad siguen eludiendo los más decididos esfuerzos de la ciencia médica por
definirlos. En el estado actual de nuestros conocimientos (o nuestra ignorancia) sobre
la enfermedad de Alzheimer es imposible establecer la secuencia de causas, efectos y
tratamientos que describíamos antes. No sabemos más sobre lo que puede curarla que
sobre lo que puede causarla.
Por lo tanto, al exponer el modo en que la enfermedad de Alzheimer mata a sus
víctimas, no será posible detenerse periódicamente a fin de mostrar la relación entre
determinados síntomas y las fases de la fisiopatología de la que son manifestaciones.
Tales digresiones explicativas serían insatisfactorias y confusas. Pero se pueden hacer
otras cosas muy interesantes que enumero a continuación: describir los cambios
patológicos fundamentales que se producen en el cerebro y mencionar algunas áreas
de trabajo en las que se está intentando elucidarlos; emplear el gradual desarrollo
histórico de nuestros conocimientos sobre la enfermedad para hacer comprensibles
numerosos aspectos oscuros del trastorno cerebral; hacer una crónica del calvario
emocional que aflige a las familias de las víctimas; describir lo que sucede a la
persona afectada, y cómo muere.

«Todo se precipitó sólo diez días antes de nuestras bodas de oro». Janet Whiting
recordaba los seis atormentados años de la angustiosa decadencia de su marido hasta
el estado final de la enfermedad de Alzheimer. Conocía a Janet y a su marido desde la
infancia. La primera vez que les visité con mi familia, a finales de los años treinta,
acababan de casarse y eran jóvenes y muy atractivos: él tenía veintidós años y ella
veinte. Comparados con mis padres inmigrantes, que hacía mucho que habían
cumplido los cuarenta, los Whiting parecían una pareja de cine, un par de jovencitos
que aún no tenían edad más que para jugar a las casitas en aquel apartamento recién
amueblado.
No es que yo dudara de la pasión que a todas luces sentían el uno por el otro; lo
que yo dudaba era que una pareja cuya vida en común parecía tan alegre pudiera estar
verdaderamente casada. Tenía la convicción de que sólo estaban probando; yo sabía
por mi observación personal que los matrimonios no se comportaban de ese modo. Si
los Whiting querían que las cosas marcharan, simplemente tendrían que dejar de
actuar como si estuvieran locos el uno por el otro.
En gran medida nunca lo hicieron. Ese matrimonio conservó siempre un amable
afecto recíproco que aprendí a valorar cada vez más a medida que me hacía lo
suficientemente mayor como para saber lo que ocurre entre un hombre y una mujer.
Incluso las expresiones espontáneas y abiertas de cariño no desaparecieron nunca.
Con el paso de los años, Phil prosperó como agente inmobiliario y al apartamento del
Bronx le sucedió una hermosa casa en Westport, Connecticut, donde crecieron sus
tres hijos. Con sus hijos ya mayores, Janet y Phil se mudaron a un lujoso piso en

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Stratford. Cuando Phil dejó de trabajar a jornada completa con sesenta y cuatro años,
sus hijos ya hacía tiempo que vivían por su cuenta, el dinero no escaseaba y el futuro
parecía seguro.
Después de no haber visto a los Whiting durante varias décadas, desde que tenía
veintipocos años hasta entrados los cuarenta, nuestros caminos se cruzaron de nuevo
en 1978, cuando vivían en Stratford, cerca de mi casa, a poca distancia de New
Haven. Pasar una velada con aquellas generosas personas era admirar la ecuanimidad
de su relación y el tierno respeto implícito en su trato hasta en las menores alusiones.
Su unión había colmado con creces la promesa de los primeros meses. Cuando Phil se
retiró completamente, y ambos se trasladaron de modo permanente a Delray Beach,
en Florida, mi esposa y yo tuvimos la sensación de que nos habían arrebatado a dos
apreciados amigos. Lo que no sabíamos es que ya habían empezado a suceder
algunas cosas extrañas.
Incluso antes de trasladarse, Phil, un hombre de mente activa que siempre había
devorado libros en todos sus ratos libres, había dejado de leer. A Janet esto sólo le
pareció extraño retrospectivamente, y sólo retrospectivamente comprendió años
después por qué Phil empezó a insistir en que ella se organizara el día de modo que
nunca se quedara solo. «No me he retirado —refunfuñaba él cuando ella se marchaba
para pasar una tarde en la ciudad— para estar solo». Antes, rara vez había tenido
estallidos de cólera; después se hicieron más frecuentes y se convirtieron en
verdaderos ataques durante los últimos años en Stratford; Phil parecía encontrar cada
vez más razones para criticar a su hija Nancy. Sus visitas normalmente acababan en
lágrimas antes de que tomara el tren para volver a su apartamento, en la ciudad de
Nueva York. Después de mudarse a Florida se sucedieron con creciente frecuencia
episodios inexplicables de confusión, y Phil reaccionaba con incredulidad y rabia,
como si la culpa fuera siempre de otra persona. Por ejemplo, a veces se equivocaba
de peluquería, y culpaba al inocente peluquero de haber olvidado la cita que tenía en
otro sitio. En una ocasión, este hombre que nunca había levantado la mano contra
nadie amenazó a un asombrado motorista con pegarle sólo porque iba a coger la
manga de al lado en la gasolinera.
Finalmente apareció la primera gran clave de que esos nuevos defectos no eran
meramente peculiaridades de un viejo ejecutivo que soporta mal la inactividad de su
retiro. Una tarde, Janet invitó a cenar a una pareja a quienes ella y Phil no habían
visto hacía varios años, Ruth y Henry Warner. Phil había sido siempre un anfitrión
afable, orgulloso de la cocina de su mujer y de su propio conocimiento de los vinos.
Como ya desde su juventud era más bien corpulento, había aprendido a llevar bien
sus kilos, de modo que su amplia barriga y la agradable sonrisa de su cara redonda
contribuían al aire de gozosa prosperidad que irradiaba su espíritu generoso. Era un
hombre fácil de querer y sabía crear esa atmósfera de confortable afabilidad que

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emanaba de su mera presencia. En su casa o en la de otro —no había diferencia—
Phil era como un espléndido anfitrión, cuyo único deseo era el bienestar de todos los
que le rodeaban.
Y así había sido en la cena. Janet preparó unos platos deliciosos, Phil escogió los
vinos con su habitual buen criterio, la conversación fue a veces intensa y a veces
ligera, y la velada estuvo envuelta en esa acogedora atmósfera típica de una visita al
hogar de los Whiting. Los Warner se despidieron envueltos en el calor de ese
ambiente que tan bien recordaban de años anteriores.
A la mañana siguiente, Phil no recordaba nada. Incluso negaba haber visto a los
Warner, y nada podía convencerle de su visita. «Y eso me asustó», recordó Janet,
cuya mente hasta entonces había estado buscando racionalizaciones de los innegables
cambios que se habían producido en la conducta de Phil. Sin embargo, aun en aquel
momento de aparente no retorno, trató de buscar una explicación para aquel olvido, el
último de los inquietantes episodios que estaba observando con tanta frecuencia.
«Pensé, bueno, yo también olvido cosas a veces, y puede ser que él hable de ello más
tarde». Tan desesperadamente intentaba ignorar el horror de los pensamientos que
iban cobrando forma en su conciencia que casi se convenció a sí misma de la
insignificancia del último lapsus de su marido.
Pero unas semanas más tarde, la frágil estructura de las defensas de Janet se
derrumbó ante una incontrovertible demostración que su agotada capacidad de
justificación ya no pudo pasar por alto ni borrar de la memoria. Al volver a casa una
tarde, después de pasar unas horas fuera, se encontró frente a un Phil colérico que la
acusaba airadamente de haber ido a visitar a su amante. Aún más perturbador que la
propia acusación era la identidad del supuesto «amante»: Walter, un primo de Phil,
muerto hacía ya muchos años. «En aquel momento ni siquiera sabía lo que era la
enfermedad de Alzheimer. Sólo sabía que estaba asustada. Algo terrible le estaba
pasando a Phil, y yo no podía ignorarlo ni justificarlo por más tiempo».
No obstante, como si el tomar medidas concretas fuera a confirmar lo inevitable,
Janet no acababa de decidirse a consultar a un médico. Quizás tenía aún la esperanza
de que Phil estuviera sufriendo algún trastorno emocional pasajero, o que sus
estallidos no continuarían o incluso que desaparecerían con el paso del tiempo.
Después de todo, no sólo eran breves, sino que enseguida quedaban olvidados. En
cuanto pasaban, Phil parecía ignorar lo que acababa de decir o hacer. Todavía hoy, al
pensar en ello, Janet no recuerda las muchas mentiras que debió haberse dicho a sí
misma para calmar la creciente inquietud que constantemente la acompañaba y
retrasar el veredicto oficial de la desesperanza.
Pero finalmente fue imposible dejar de pensar en la desintegración mental de Phil.
Cada vez con más frecuencia se despertaba en plena noche gritando a Janet que
saliera de su cama. «¿Qué estás haciendo aquí? —decía—. ¿Desde cuándo duerme

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una hermana con su hermano?». Ella hacía pacientemente lo que le exigía y le dejaba
agitándose encolerizado mientras permanecía despierta el resto de la noche en el sofá
del cuarto de estar. Al poco tiempo, él se dormía plácidamente y, al levantarse por la
mañana, no recordaba el incidente.
Llegó un momento en que ya no pudo posponer la decisión. Un día, unos dos
años después de la cena con los Warner, Janet empleó un subterfugio, que ya no
recuerda, para convencer a Phil de que fuera al médico, después de haberse
convencido ella misma. Tras hacer meticulosamente la historia y la exploración
física, el médico salió de la sala de exploración y le dijo cuál era la enfermedad de
Phil. Para entonces, Janet se había familiarizado un tanto con las características de la
enfermedad de Alzheimer, pero ni siquiera el haber previsto el diagnóstico disminuyó
el shock y la sensación de catástrofe al oír esas palabras. Ella y el médico decidieron
no decírselo a Philip. Tampoco habría importado si se lo hubieran dicho pues él ya
era incapaz de comprender de forma duradera las implicaciones del diagnóstico, y no
habría podido retener los elementos de su descripción. A los pocos minutos, habría
vuelto a la ignorancia sobre su estado mental como si no le hubiesen dicho nada.
No obstante, unos meses más tarde, Janet se lo dijo. Como sus crisis de
irracionalidad se hacían más frecuentes y sus lapsus de memoria más prolongados, a
veces ella era incapaz de controlar su impaciencia y siempre que reaccionaba con una
explosión de cólera o con una palabra dura se sentía inmediatamente culpable. Una
vez, después de una conversación particularmente enojosa, le dijo bruscamente: «¿No
te das cuenta de lo que te pasa?, ¿no sabes que tienes la enfermedad de Alzheimer?».
Al describir su estallido, me decía: «Me sentí horrible en cuanto se lo dije», pero su
remordimiento era innecesario. Era como si hubiera hablado del tiempo. Phil no era
más consciente de su situación que antes de que ella se lo dijera. Por lo que a él
concernía, no le sucedía nada malo; ni siquiera podía recordar su propio olvido. A
cualquier conocido con el que Phil Whiting se hubiera encontrado casualmente le
habría parecido que estaba tan bien como siempre, y eso es exactamente lo que él
pensaba.
Janet hizo lo que hace casi todo el mundo en su angustiosa situación. Tomó la
decisión de cuidar ella misma a Phil mientras pudiera, y comenzó a buscar libros que
la ayudaran a comprender el estado mental de las personas con la enfermedad de
Alzheimer. Había algunos buenos, pero el mejor era el que llevaba el acertado título
de The 36-Hour Day (El día de 36 horas). En él encontró frases que confirmaban lo
que el médico le había dicho unos días antes, tales como: «Habitualmente la
enfermedad sigue un curso lento pero inexorable» y «la enfermedad de Alzheimer
normalmente provoca la muerte en unos siete a diez años, pero puede progresar con
más rapidez (de tres a cuatro años) o más lentamente (hasta quince años).» Cuando
Janet se preguntaba si no estaría asistiendo simplemente a los estragos de la senilidad

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común, se encontró con esta frase: «La demencia no es el resultado natural del
envejecimiento».
Y así, Janet no tardó en saber que tendría que enfrentarse con una enfermedad
real que llevaba consigo la inexorable certeza del deterioro y la muerte. The 36-Hour
Day y los otros libros le enseñaron los cambios físicos y emocionales que se
producirían en Phil, y también le hicieron valiosas sugerencias no sólo para cuidarle a
él, sino también a sí misma durante los años de tensión y tormento que se
aproximaban. Pero al final descubrió que «no son más que palabras; no penetran
realmente en el problema; lo que hay en tu corazón es lo que te hace capaz de
sobrellevar todo esto». Por más que leyó e intentó prepararse para la posibilidad de
que, como decía sin ambages The 36-Hour Day: «A veces, las víctimas de alguna
demencia pueden llegar a arrojar objetos [o] golpearte», nunca pudo imaginar los
acontecimientos que hicieron que la situación se le fuera de las manos una tarde de
marzo de 1987, después de un año de entregada asistencia. Fue una tarde, «sólo diez
días antes de nuestras bodas de oro», cuando «todo se precipitó». Así lo describía ella
cinco años después:

Él no me reconocía; pensaba que era una ladrona y que estaba robando las cosas de Janet. Entonces empezó a
empujarme y a arrojarme cosas. Rompió algunas de mis antigüedades porque no sabía lo que eran. Entonces dijo
que iba a llamar a Nancy y a decirle lo que estaba pasando. Efectivamente, la llamó y ella en seguida se dio cuenta
de lo que sucedía. Nancy le dijo: «Di a esa mujer que se ponga» y él me pasó el teléfono y me dijo: «Mi hija le va
hablar y le dirá que se vaya». Cuando cogí el auricular, Nancy me dijo: «Mamá, sal de la casa ahora mismo, voy a
llamar a la policía». Cuando colgué, Phil agarró el teléfono y también llamó a la comisaría.
Hice una tontería, pero me quedé, y él comenzó a zarandearme; así que también llamé a la policía. Imagínate: se
presentaron tres coches de policía y yo estaba tan avergonzada… Los agentes entraron y yo intenté explicarles lo
que pasaba, pero Phil dijo: «Esta no es mi esposa». Entonces se llevó a un policía al dormitorio para enseñarle
nuestra foto de boda. Por supuesto, cuando el policía vio la foto, dijo: «La novia se parece a su mujer, a esta
señora», pero Phil insistía: «Esta no es mi esposa».
Mientras tanto, vino nuestra vecina y él la reconoció. Cuando la vecina vio lo que estaba pasando, le habló
suavemente: «Phil, sabes que te aprecio y que no te mentiría. Esta mujer es Janet, date la vuelta y mírala». Él hizo
lo que se le había indicado. Se dio la vuelta y me miró como si me viera por primera vez. «Janet —dijo—, gracias
a Dios que estás aquí. Alguien ha tratado de robar tu ropa». Y así acabó todo.

Uno de los agentes convenció a Phil de que entrara en su coche. Cuando Phil
objetó: «Van a pensar que me han detenido», le respondió: «Oh no, creerán que nos
llevamos a un amigo a dar un paseo» y Phil pareció satisfecho con esta explicación
tan simple. Le llevaron a un hospital cercano, donde permaneció hasta que se pudo
encontrar plaza en una clínica de recuperación.
Nancy se trasladó para estar con su madre y las dos iban al hospital todos los días.
Al principio se sorprendían de la facilidad con que Phil se había adaptado a la nueva
rutina, pero pronto se dieron cuenta de que en realidad no sabía donde estaba. «Nos
presentaba a las recepcionistas y nos decía que eran sus secretarias y que el hospital
era un hotel que él dirigía». Normalmente reconocía a Janet, pero siempre había que
decirle que la mujer más joven era su hija. Con el tiempo empezó a creer que Janet

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era su novia y finalmente no sabía en absoluto quién era.
Al cabo de una semana, encontraron una buena clínica a la que trasladaron a Phil.
Unos días después, Janet pasó allí sus bodas de oro, al lado de un hombre que algunas
veces sabía por qué había venido y otras no. Él no era consciente de su demencia ni
de la tragedia que vivía su familia.
Durante los dos años y medio siguientes, Janet pasó la mayor parte de cada día
con Phil, excepto por breves períodos de respiro que se tomaba porque sus hijos se lo
pedían insistentemente. Ellos se daban cuenta de su agotamiento crónico y sabían
cuándo debía hacer una pausa en sus penosos esfuerzos. Incluso notaban sus
momentos de resentimiento, pero también los comprendían y perdonaban con más
benevolencia que ella misma. Por más devoción que pusiera en atenderle, su amor y
mejor amigo la había abandonado para hundirse en un abismo de inconsciencia.
Janet se ofreció como voluntaria en el departamento de terapéutica física, y
durante un breve período de tiempo tomó parte en las actividades de un grupo de
apoyo a familias de pacientes con Alzheimer. Pero los grupos de apoyo solo pueden
asumir parte de la carga. Al cabo de poco tiempo, Janet sabía que cada víctima de la
demencia inflige un dolor único a quienes la aman y que hay una respuesta única para
confortar a cada individuo afectado. Los tres hijos fueron incapaces de asistir a la
destrucción de su adorado padre, y esto fue positivo, pues pudieron ayudar a su
madre espiritualmente, ocupándose de que recibiera el apoyo emocional necesario
para llevar a cabo las tareas que sabían que debía asumir.
Joey, el más joven, de alguna manera reunió las fuerzas necesarias para visitar a
su padre dos veces durante su largo confinamiento, pero éste ni le reconoció ni le
recordó. Sus visitas le causaron una angustia insoportable y no ayudaron en absoluto
a su padre. Lo que ayudaba a su madre —y ésta era la ayuda que ella más necesitaba
— era la certeza de que podía contar con el apoyo, no de grupos ni de libros, sino de
la devoción inquebrantable de su familia y de aquellos pocos amigos cuya lealtad
nacía del amor.
«Lo que hay en tu corazón es lo que te hace capaz de sobrellevar todo esto». Lo
que había en el corazón de Janet era hacer por Phil lo que solamente ella —no una
enfermera, ni un médico ni un asistente social— podía hacer. Tanto si la reconocía
como si no —y con el tiempo llegó a no reconocerla—, algo en su interior le debía
recordar, por vagamente que fuera, que ella era la seguridad, la certeza y lo
predecible, en un entorno que, por lo demás, era incontrolable y carente de sentido.
«Cuando me veía llegar, me saludaba con la mano, pero no sabía quién era. Sólo
sabía que era alguien que venía a verle y que se sentaba con él».
Al principio, la impresión de observar cada día el continuo deterioro de Phil era
terrible. De alguna manera, Janet lograba mantener la serenidad mientras estaba con
él, aunque no siempre: «Durante aquel primer año en la clínica, a veces me

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derrumbaba. Entonces me llevaban a una habitación y me hablaban hasta que me
recuperaba un poco. Pero todas las tardes tenía un ataque de nervios cuando volvía a
casa». Gradualmente se endureció lo suficiente para soportar el continuo
empeoramiento de Phil, pero se daba cuenta de lo difícil que podía ser para las otras
personas que le querían. Y también deseaba protegerle y que le recordaran como
había sido, un hombre lleno de bondad y vitalidad que se comportaba no sólo con
dignidad, sino también con una distinción propia. «No permitía que nuestros amigos
le visitaran en la clínica; no quería que le vieran así».
En la clínica, la enfermedad de Phil seguía «un curso lento pero inexorable»,
como los libros habían predicho. Al principio, conservaba algo de su sociabilidad y
buen carácter, aparentemente convencido de que tenía a su cargo una residencia llena
de enfermos, de cuyo bienestar era responsable. Vestido con ropa de calle, iba de
paciente en paciente preguntando a cada uno con la benevolencia de un propietario:
«¿Qué tal estamos hoy? Espero que se sienta bien». Algunas veces, si Janet o las
enfermeras se distraían un momento, llevaba a algún anciano que estuviera en silla de
ruedas hasta la entrada del edificio para ir a dar un paseo. Entonces alguien tenía que
detenerle en la calle, mientras empujaba alegremente a un paciente encantado e
ignorante en medio de la vorágine del tráfico y los peatones.
Durante las fases intermedias de la enfermedad, Phil había desarrollado una
marcada incongruencia entre los pensamientos que parecía querer expresar y lo que
decía. Esto les ocurre en ocasiones a las víctimas de un ictus cerebral, que suelen ser
conscientes de su incapacidad para decir las palabras apropiadas, pero Phil no se
percataba de ello. Janet recuerda una ocasión en que, mientras paseaban, él le dijo de
repente: «Los trenes llegan tarde; haz algo». Al contestarle que no sabía dónde
estaban los trenes, él le respondió irritado: «¿Qué les pasa a tus ojos?, ¿es que no
ves?». Y le señaló los cordones desatados de sus zapatos. De repente ella
comprendió. «Sólo quería que le atara los cordones, pero lo decía de esa manera.
Sabía lo que quería decir, pero no encontraba las palabras adecuadas y ni siquiera se
daba cuenta».
Al poco tiempo de estar en la clínica, Phil empezó a ganar peso, y al final había
añadido 20 kilos a sus ya generosas proporciones. Luego dejó de comer; de hecho,
olvidó cómo se masticaba. Janet tenía que meterle el dedo en la boca y extraerle
trozos de comida para que no se atragantara. En esa época ya no se acordaba de su
nombre. Aunque recuperó la capacidad de masticar, nunca volvió a saber quién era.
Hasta que un día también dejó de hablar; alguna vez miraba a Janet, sólo por un
momento, con el antiguo afecto y, escogiendo exactamente las palabras que había
pronunciado incontables veces durante su medio siglo de vida en común, musitaba,
con toda la dulzura y devoción de una época ya lejana: «Te quiero, eres muy guapa y
te quiero». En cuanto decía estas palabras franqueaba de nuevo la frontera del olvido.

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Al final, perdió completamente el contacto con el mundo y el control de sí
mismo. Se volvió totalmente incontinente y no se daba cuenta de ello; aunque
estuviera consciente, simplemente ignoraba lo que sucedía. Cuando la orina
empapaba su ropa, en ocasiones también manchada de heces, había que desnudarlo
por completo para limpiar la suciedad que profanaba el resto de humanidad que aún
le quedaba. «Y pensar —decía Janet— que estaba tan orgulloso de su apariencia y era
tan digno. Hasta se le hubiera podido llamar puritano. ¡Ver a Phil allí, de pie,
desnudo, mientras le lavaban, sin darse cuenta de lo que pasaba…!». Entonces con
los ojos brillantes por el primer destello de unas lágrimas incipientes, dijo: «¡Es una
enfermedad tan degradante! Si de alguna manera hubiera sabido lo que le estaba
sucediendo, no habría querido vivir. Era demasiado orgulloso para haberlo tolerado, y
me alegro de que nunca lo supiera. Es más de lo que nadie debería tener que
soportar».
Sin embargo, ella lo soportó y nunca se cuestionó si sería capaz. Veía a sus hijos a
menudo, y se reunía con otras esposas y maridos de pacientes cuyo dolor compartía.
«Nos sentábamos y llorábamos juntos. Cuando me sentía un poco más fuerte,
intentaba ayudarles. Te obligas a no ver ciertas cosas, y eso es lo que yo me enseñé a
hacer». Aprendió que la enfermedad de Alzheimer, aunque normalmente afecta a
ancianos, puede golpear también a personas más jóvenes. Había un hombre de poco
más de cuarenta años en la clínica. Sólo movía los ojos.
Al final, Phil empezó a perder peso rápidamente. Durante el último año de su
vida, la piel parecía colgarle de la cara; Janet tuvo que comprarle zapatos nuevos
porque sus pies se redujeron en dos tallas, al tiempo que todo él se marchitaba y
empequeñecía, y parecía mucho más viejo. Este hombre sano y robusto en el pasado,
que durante su vida adulta había llevado trajes de las tallas más grandes, llegó a pesar
63 kilos.
A pesar de todo, nunca dejó de andar. Andaba constantemente, de manera
obsesiva, cada rato que el personal de la clínica se lo permitía. Janet trataba de
mantener su rápido paso, pero no tardaba en agotarse, y él aún continuaba. Incluso
cuando estaba tan débil que apenas podía mantenerse de pie, de alguna manera reunía
fuerzas para caminar, atrás y adelante, recorriendo la sala. Al final, estaba tan agotado
que se tambaleaba hasta que Janet y la enfermera le sujetaban por los hombros y le
sentaban en una silla, sin aliento y demasiado débil para continuar.
Una vez sentado, su frágil cuerpo se inclinaba hacia un lado, porque ya no tenía
fuerza para mantenerse derecho. Las enfermeras tenían que atarle para que no se
cayera al suelo. Pero incluso entonces sus pies no dejaban nunca de moverse. Allí
sentado, inconsciente del mundo que le rodeaba, sujeto a una silla por un cinturón y
sin aliento por su esfuerzo incesante, continuaba moviendo los pies patéticamente
como si siguiera caminando. Algo le impulsaba a hacerlo; acaso persiguiera algo que

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hubiera perdido para siempre. O quizás no era eso. Quizás algo en su interior sabía el
destino que aguarda a quienes están en la fase terminal de la enfermedad de
Alzheimer, y trataba de huir.
Durante el último mes de su vida tenían que atarle por la noche a la cama para
impedir que se levantara y reanudara su incesante caminar. En la tarde del 29 de junio
de 1990, el sexto año de su enfermedad, jadeando extenuado por el esfuerzo tras una
de sus compulsivas caminatas, tropezó con su silla y cayó al suelo sin pulso. Cuando
llegaron los ayudantes técnicos sanitarios unos minutos más tarde, intentaron en vano
la RCP y le trasladaron rápidamente al hospital, que estaba en el edificio contiguo. El
médico de la sala de urgencias anunció que había muerto por fibrilación ventricular y
subsiguiente paro cardíaco, y luego telefoneó a Janet, que se había ido a casa menos
de diez minutos antes de que Phil comenzara ese último paseo hacia la muerte.
Cuando murió, me alegré. Sé que suena terrible, pero me sentí feliz de que al fin se
hubiera liberado de esa degradante enfermedad. Sabía que no sufría y sabía que no
era consciente de lo que le estaba sucediendo y sentía gratitud por eso. Era una
bendición, era lo único que me mantuvo en pie durante todos aquellos meses y años.
Pero es horrible ver que le sucede todo eso a alguien a quien amas tanto. ¿Sabes?,
cuando fui al hospital después de morir Phil, me preguntaron si quería ver su cuerpo.
Y dije que no. Mi amiga, que es católica devota y había venido conmigo, no podía
comprender mi negativa. Pero yo no quería recordar aquel rostro muerto.
Compréndelo, no fue por mí por quien me negué. Fue por él.
Y así terminó la destrucción de Phil Whiting. Pese a su desgarradora decadencia
que desembocó en la atrofia cerebral, su familia no tuvo que presenciar la escena
final de deterioro que con tanta frecuencia se representa en el cuerpo de la víctima
inconsciente. No es raro que los pacientes en la fase final de la enfermedad, ya sin
capacidad para comunicarse, se queden inmóviles y sus cuerpos adopten posiciones
grotescas, rígidos o desmadejados, a medida que se acercan a la muerte. Pero mucho
antes del final, para la mayor parte de las familias se hacen insuperables los
problemas de supervisión básica constante. Debido a la conducta impredecible del
enfermo, hay que prevenir sus desvaríos e impulsos destructivos o, por lo menos,
saber afrontarlos en aquellas ocasiones en las que, a pesar de la vigilancia, consiguen
eludir a quienes les cuidan. Por esta razón eligieron ese título los autores del libro The
36-Hour Day. A consecuencia de un descuido momentáneo, el paciente puede
provocarse lesiones a sí mismo o a los demás, o dar lugar a un conflicto con los
vecinos que obligue a tomar medidas mucho antes de que la familia esté dispuesta a
ello. Se agotan las energías, la paciencia se acaba, e incluso el marido o la esposa más
decididos se encuentran pronto en una situación que supera su capacidad de
resistencia. Incluso los cuidados rutinarios cobran tal dificultad que desafían los
esfuerzos de los profesionales más experimentados y dedicados.
No es fácil encontrar una institución a la que se pueda confiar, con plena

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tranquilidad, a alguien que ha significado tanto en la propia vida. Aunque esta
insuficiencia obedece a muchas razones, quizá la más importante sea puramente
estadística: la enfermedad de Alzheimer afecta a más del 11 por ciento de la
población de Estados Unidos con más de sesenta y cinco años. La cifra total de
norteamericanos afectados, incluyendo a los pacientes por debajo de esa edad, se
estima en unos cuatro millones. La demanda de recursos continuará y crecerá. Las
previsiones indican que para el año 2030, habrá más de sesenta millones de
norteamericanos que superen los sesenta y cinco años. Cuando los costes directos e
indirectos de todas las demencias ya se estiman en 40.000 millones de dólares
anuales, la mayor parte de los cuales se dedican a pacientes con enfermedad de
Alzheimer, la magnitud del problema es aún más espeluznante. ¿Cabe entonces
extrañarse de que una familia preocupada que trata de hacer todo lo que puede, se
encuentre tan a menudo abrumada y desorientada?
Afortunadamente, en nuestro país existen instituciones adecuadas de asistencia
permanente, aunque todavía en número insuficiente, como la que Janet Whiting pudo
encontrar. Algunas ofrecen incluso los llamados «programas de respiro», que
consisten en admitir a enfermos por breves períodos de tiempo para permitir unos
días o semanas de descanso a un cuidador agotado. Existen también algunos
programas de cuidados paliativos. Pero independientemente de las reticencias de la
familia, con frecuencia, la única manera de recuperar un cierto grado de tranquilidad
es la admisión a largo plazo.
Con el tiempo, los pacientes se vuelven completamente dependientes. Los que no
sucumben a procesos intercurrentes tales como el accidente cerebrovascular o el
infarto de miocardio, muy probablemente caerán en un estado que, inhumana pero
muy descriptivamente, se ha denominado vegetativo. En ese momento han perdido
todas las funciones cerebrales superiores. Ya antes, algunos pacientes son incapaces
de masticar, caminar o incluso tragar su propia saliva. Los intentos de alimentarlos
pueden acabar en ataques de tos o ahogos que resultan aterradores, especialmente
cuando el que los presencia se considera responsable. Este es el período en el que la
familia tiene que enfrentarse a duras decisiones, tales como si se inserta un tubo de
alimentación o la energía con que se debe actuar para repeler los procesos naturales
que se precipitan como chacales —o quizás como amigos— sobre las personas
debilitadas.
Si se decide no iniciar la alimentación por tubo nasogástrico, la muerte por
inanición puede representar una liberación para personas inconscientes o que no
perciben el proceso. Esta muerte bien puede parecer preferible a las alternativas —la
parálisis y la malnutrición— que afectan casi inevitablemente a los pacientes
terminales intubados, incluso a los alimentados más escrupulosamente. La
incontinencia, la inmovilidad y el bajo nivel de proteínas en sangre hacen que sea casi

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imposible evitar las úlceras de decúbito, que pueden llegar a presentar un aspecto
terrible, al profundizarse hasta el punto de dejar al descubierto los músculos, los
tendones e incluso los huesos, cubiertos por capas de pestilentes tejidos muertos y
pus. Cuando eso sucede, sólo mitiga un poco el trauma psicológico de la familia el
saber que la víctima es inconsciente.
La incontinencia, la inmovilidad y la necesidad de cateterizar conducen a
infecciones del tracto urinario. La incapacidad de reconocer o tragar las secreciones
origina aspiración del moco y aumenta la probabilidad de contraer neumonía. De
nuevo hay que tomar difíciles decisiones relacionadas con el tratamiento en las que
influyen no sólo la conciencia individual, sino las creencias religiosas, las normas
sociales y la ética médica. A veces lo mejor puede ser no tomar decisión alguna y
dejar que la implacable naturaleza siga su curso.
Una vez emprendido, este curso puede ser muy rápido. La gran mayoría de los
pacientes con enfermedad de Alzheimer en estado vegetativo mueren por algún tipo
de infección, se origine ésta en el tracto urinario, en los pulmones o en las fétidas
úlceras de decúbito llenas de bacterias. En el subsiguiente proceso febril —la
septicemia— las bacterias se precipitan al torrente sanguíneo, causando rápidamente
shock, arritmias cardíacas, anomalías de la coagulación, insuficiencia hepática y
renal, y muerte.
Durante todo este tiempo, los miembros de la familia han experimentado
sensaciones de ambivalencia e impotencia, y viven en un estado de crisis permanente.
Temen lo que están viendo, así como lo que aún tienen que ver. Aunque
constantemente se les recuerde lo contrario, muchas personas siguen creyendo que
están permitiendo un sufrimiento consciente. Y, sin embargo, esta opción es siempre
tan dura. Los instrumentos legales, tales como la donación inter-vivos y los poderes
generales, pueden actuar como disposiciones preventivas, pero con demasiada
frecuencia no existen; la afligida pareja o los hijos, ya con sus propios problemas
familiares, se encuentran perdidos en un mar de sentimientos contradictorios. La
dificultad de decidir se ve agravada por la dificultad de vivir con la decisión tomada.
La enfermedad de Alzheimer es uno de esos cataclismos que parecen destinados
específicamente a poner a prueba el espíritu humano. La nobleza y la lealtad de Janet
Whiting no son únicas; incluso pueden ser la norma en mayor o menor medida. De
hecho, hasta tal punto no es excepcional la conducta de Janet, que los profesionales
de la medicina casi llegan a esperar que las familias acepten sin dudar el papel que les
toca en las tareas de asistencia. El coste, por supuesto, es considerable. En términos
de problemas afectivos, de olvido de objetivos y responsabilidades personales, de
relaciones alteradas y, obviamente, de recursos económicos, la cuenta es
insoportablemente alta. Pocas tragedias son más costosas.
A menudo parece como si las familias de los enfermos de Alzheimer quedaran

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apartadas de las anchas e iluminadas avenidas de la vida, para permanecer atrapadas
durante años en su atroz callejón sin salida. La liberación sólo llega con la muerte de
la persona amada. Y aun entonces permanecen los recuerdos y la terrible pérdida, de
las que sólo es posible liberarse en parte. El cristal oscuro de los últimos años
siempre filtrará la imagen de una vida plena y la felicidad y los logros compartidos.
Para los supervivientes, la existencia misma ha perdido irrevocablemente brillo e
inmediatez.
Probablemente es una doctrina universal de todas las culturas que poner nombre a
un demonio ayuda a disminuir el temor que infunde. Algunas veces me pregunto si la
verdadera razón, quizás culturalmente inconsciente, de que los primeros médicos
trataran siempre de identificar y clasificar las enfermedades, no fuera tanto
comprenderlas como desafiarlas. De alguna manera, la confrontación con una fiera
maligna parece más segura después de ponerle un nombre; como si ese mismo acto la
calmara por un momento y pareciera posible domarla; impone un cierto control a lo
que previamente había sido la ferocidad de un terror irrefrenable. Cuando damos
nombre a una dolencia la civilizamos, la obligamos a jugar con nuestras propias
reglas.
Dar nombre a una enfermedad es el primer paso para establecer una estrategia
contra ella. No es sólo la comunidad científica la que forma el equivalente actual de
las antiguas formaciones militares en círculo o cuadrado, sino también la comunidad
de pacientes, familias y voluntarios. Desde el segundo tercio de este siglo, los
pacientes y sus familiares han compartido sus problemas, y algunas veces sus gastos,
con grupos tales como la Fundación Nacional para la Parálisis Infantil, la Asociación
Americana contra el Cáncer y la Asociación Americana de Diabetes. Ya no tienen por
qué estar solas las personas que sufren estas calamidades y quienes las asisten.
En el caso de la enfermedad de Alzheimer, rara vez es el paciente quien reconoce
la necesidad de estar acompañado en el curso de su doloroso viaje. Pero
probablemente no hay ninguna discapacidad en nuestro tiempo en la que la presencia
de los grupos de apoyo pueda contribuir tan decisivamente a la supervivencia
emocional de los testigos más cercanos de la desintegración. En Estados Unidos hay
actualmente casi doscientas organizaciones locales y más de un millar de grupos de
apoyo bajo la cobertura de la Alzheimer’s Disease and Related Disorders Association
(ADRDA), y en otros países existen organizaciones similares. No sólo proporcionan
ayuda directa sino que también abogan por el aumento de los fondos dedicados a la
investigación y las mejoras clínicas. La unión hace la fuerza, aunque la unión sólo sea
de una o dos personas comprensivas que pueden aliviar la angustia simplemente
escuchando.
Esa angustia tiene muchas facetas, y algunas de ellas no se pueden superar si no
se cuenta con una persona compasiva e informada que escuche: ¿Es posible que el

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peso de esta enfermedad no llegue a ser una fuente de resentimiento, y algunas veces
de repugnancia, para todos a los que arrastra en su repugnante estela? ¿Puede alguien
mutilar una gran parte de su vida sin exasperarse? ¿Hay una sola persona que pueda
soportar ver cómo el objeto de su amor más intenso se hunde en la incomprensión y
la decadencia?
Cada familia necesita ayuda para comprender la virulencia del ataque, no sólo
contra el propio paciente sino contra quienes están con él. Pero no debe esperar un
tipo de ayuda que la libere del tormento; ésta sólo puede hacer comprensible el
sufrimiento y ofrecer algún respiro en la penosa experiencia. El conocimiento mismo
de que los sentimientos de rabia y frustración de una familia son universales e
inevitables, y la certidumbre de que nos escuchan oídos atentos y comparten nuestros
sentimientos corazones comprensivos, es lo que puede ahuyentar la soledad y los
sentimientos injustificados de culpa y remordimiento que acrecientan la desesperanza
que aflige a todos a los que golpea espiritualmente la enfermedad de Alzheimer.
Con solo pronunciar las palabras que dan nombre a los síntomas alarmantes, se
empieza a salir del aislamiento. Ese mismo acto pone en marcha el proceso por el que
los miembros de una familia pueden unir sus defensas a las de millones de personas
que caminan a su lado. El nombre de esta enfermedad no existía hace cien años,
aunque ciertos aspectos del proceso asociados con ella se habían observado y descrito
durante siglos en el cuadro general, de ese vasto panorama que se denomina
senilidad.
«Demencia del tipo Alzheimer» es el nombre oficial de la enfermedad que
actualmente se diagnostica a varios cientos de miles de personas cada año en Estados
Unidos. Representa del 50 al 60 por ciento de todas las formas de demencia que
padecen los mayores de sesenta y cinco años y afecta a otras muchas personas de
mediana edad. La Asociación Americana de Psiquiatría describe su comienzo como
insidioso, tomando un «curso de deterioro progresivo para el que la historia clínica, la
exploración médica y las pruebas de laboratorio han excluido cualquier otra causa
precisa. La demencia se traduce en una pérdida multifacética de facultades
intelectuales tales como la memoria, el juicio, el pensamiento abstracto y otras
funciones corticales superiores, así como cambios en la personalidad y en la
conducta».
La demencia misma se define como: «Una pérdida de las facultades intelectuales
lo suficientemente grande como para impedir la actividad social y ocupacional».
Detrás de estas palabras engañosamente simples hay siglos de incertidumbre y de
vagas definiciones y categorías.
Durante miles de años ha habido referencias a lo que ahora denominamos
demencia senil, e incluso a decisiones legales relacionadas con la enfermedad, en la
literatura y en los registros históricos de la civilización occidental. Los autores

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médicos la han descrito desde la Antigüedad y los médicos llegaron a reconocer
gradualmente que tanto los ancianos como los individuos más jóvenes a veces
presentan trastornos evidentes del juicio y de la memoria, y déficits intelectuales
generales de naturaleza progresiva. No obstante, la palabra demencia no apareció
como término médico hasta 1801, cuando fue introducida por Philippe Pinel, que en
aquel momento era el médico jefe de La Salpétriére, un hospital de París en el que
varios miles de mujeres enfermas crónicas e incurables estaban internas junto con
cientos de trastornados y locos. A Pinel se le considera el padre del tratamiento
moderno de las enfermedades mentales, en primer lugar por la precisión de sus
descripciones y clasificaciones de los síndromes psiquiátricos, así como por
introducir el factor de la bondad, hasta aquel momento ausente, en el cuidado de los
enfermos mentales internados, a muchos de los cuales se les había mantenido
encadenados previamente. Dio a su nuevo principio el nombre de «tratamiento moral
de la locura».
Pinel sistematizó su concepción de enfermedad mental en un libro publicado en
1801 que se ha convertido en uno de los textos clásicos en los anales de la psicología
médica: Traite médico-philosophique sur l’alienation mental. En él describió un
síndrome psiquiátrico distinto, al que dio el nombre de démence, definiéndolo como
una suerte de «incoherencia» de las facultades mentales. En un breve párrafo titulado
«El carácter específico de la demencia», Pinel esbozaba un grupo de síntomas que
inmediatamente reconocerá cualquiera que haya asistido a un paciente con lo que hoy
se denomina enfermedad de Alzheimer:

Sucesión rápida o alternancia ininterrumpida de ideas aisladas y de emociones momentáneas e inconexas


(inconexas entre sí o con sucesos reales externos). Movimientos desordenados y repetición continua de actos
extravagantes, olvido completo del estado anterior, pérdida de la facultad de percibir los objetos por las
impresiones de los sentidos, pérdida de la facultad del juicio, actividad constante…

Pinel podía estar describiendo a Philip Edward Whiting. Los términos


incoherencia e inconexas son particularmente apropiados, pues expresan cabalmente
la desorganización de las redes de células, conexiones y transmisores químicos del
cerebro que ahora se consideran las características fundamentales de la enfermedad.
Pinel pudo distinguir la demencia así descrita de la senilidad que se suele observar en
la edad avanzada.
Muchos clínicos utilizaron el término incoherencia como un excelente sinónimo
clínico de demencia. En una publicación de 1835 titulada A Treatise on Insanity,
James Prichard, médico jefe de la Bristol Infirmary en Inglaterra, señalaba que los
pacientes pasan por una serie de fases a medida que avanza la enfermedad y las
denominó: «los diversos grados de la incoherencia». Estableció cuatro grados: fallos
de la memoria, irracionalidad y pérdida de la facultad de razonar, incomprensión y,
finalmente, cese de la acción instintiva y voluntaria. Estas observaciones son útiles

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aún hoy para seguir el deterioro gradual de cada paciente. De hecho, los autores
modernos identifican varias fases de la enfermedad que son muy parecidas a las de
Prichard.
Jean Étienne Dominique Esquirol, graduado de la Facultad de Medicina de
Montpellier, fundada hace un milenio, fue alumno y heredero intelectual de Philippe
Pinel. Sus observaciones relativas a la démence, publicadas en Des maladies mentales
(1838), han resistido el paso del tiempo. Basta leerlas para familiarizarse con el curso
clínico de los síntomas de la demencia, tal y como las observamos hoy. Esquirol
escribió sobre sus pacientes:
No tienen ni deseos ni aversiones, ni odio ni ternura; mantienen la más perfecta
indiferencia hacia los objetos que una vez fueron tan queridos; ven a sus parientes y
amigos sin placer, y se separan de ellos sin pena; no les inquietan las privaciones que
se les imponen y se alegran poco de los placeres que se les procuran; lo que ocurre a
su alrededor no les interesa; los sucesos de la vida no significan casi nada para ellos,
porque no pueden relacionarlos con ningún recuerdo ni ninguna esperanza;
indiferentes a todo, nada les afecta… Sin embargo, son irascibles, como todos los
seres débiles, cuyas facultades intelectuales son limitadas; pero su ira es
momentánea…
Casi todos los que han caído en un estado de demencia tienen algún tic o manía;
unos andan constantemente, como si buscaran algo que no encuentran; otros se
mueven lentamente y caminan con dificultad; los hay que se pasan días, meses o años
sentados en el mismo sitio, acurrucados en la cama o tendidos sobre el suelo; otro
escribe sin parar, pero sus sentimientos no tienen conexión ni coherencia, son
palabras tras palabras…
Este trastorno del raciocinio va acompañado de los síntomas siguientes: la cara
está pálida, los ojos inexpresivos y llorosos, la pupilas dilatadas, el aspecto es
inseguro y la fisonomía inexpresiva. El cuerpo bien se queda consumido y flaco, bien
engorda desmesuradamente…
Cuando la demencia se complica con parálisis, los síntomas de ésta se manifiestan
gradualmente. Al principio, sufren molestias en las articulaciones; después tienen
dificultades para caminar y mover los brazos les causa dolor… Quien padece de
demencia no imagina, no supone; tiene pocas ideas o ninguna; carece de voluntad y
decisión, pues se somete, al estar su cerebro debilitado.
Como todos los grandes profesores de medicina franceses de su tiempo, Esquirol
realizaba personalmente las autopsias de sus pacientes. Al ser los microscopios
demasiado imprecisos, tenía que limitarse a una observación rudimentaria. Sin
embargo, sus hallazgos fueron asombrosos:

Las circunvoluciones cerebrales están atrofiadas, separadas unas de otras, han perdido profundidad o se han
aplanado, comprimido y empequeñecido, especialmente en la región frontal. No es raro que una o dos

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circunvoluciones de la convexidad del cerebro estén deprimidas, atrofiadas y casi destruidas, y el espacio se ha
llenado de suero.

Esquirol había identificado así una atrofia del cerebro que explicaba la del
espíritu. Posteriormente, sus observaciones fueron confirmadas repetidas veces por
otros investigadores. Sin embargo, los análisis microscópicos, tendrían que esperar a
los trabajos de Alois Alzheimer. La ciencia médica sufrió muchos y profundos
cambios en las siete décadas que mediaron entre los hallazgos de Esquirol y los de
Alzheimer, pero ninguno más importante que el desarrollo de los microscopios de
alta resolución. La experta aplicación de los nuevos sistemas ópticos permitió a los
científicos de las facultades de medicina alemanas hacer muchos de los grandes
descubrimientos de la segunda mitad del siglo XIX y la primera década del XX. Fue en
esta tradición alemana de empleo meticuloso del microscopio en la que Alois
Alzheimer emprendió el estudio de la demencia.
Alzheimer empezó su carrera fundamentalmente como clínico interesado en las
enfermedades nerviosas y mentales, aunque tenía una sólida formación en los
métodos de laboratorio. En 1902, cuando ya era una autoridad en los aspectos
clínicos de la demencia senil y comenzaba a ser conocido por la claridad de sus
descripciones de patología microscópica, recibió la invitación de Emil Kraepelin, un
pionero de la psiquiatría experimental, para trabajar en la Universidad de Heidelberg.
Al año siguiente, Kraepelin fue llamado a la Universidad de Munich para dirigir un
nuevo centro clínico y de investigación, y se llevó consigo a Alzheimer, que tenía
entonces treinta y nueve años. La destreza de Alzheimer en el empleo de las técnicas
de tinción de tejidos, recientemente desarrolladas, le permitió identificar los cambios
en la arquitectura celular que acompañaban a la sífilis, al corea de Huntington, la
arteriosclerosis y la senilidad. Quizás la característica más destacada de su trabajo era
su capacidad, basada en su experiencia con pacientes, de relacionar los hallazgos
microscópicos postmortem con los síntomas que presentaban antes de la muerte las
infortunadas víctimas de estos procesos degenerativos. Tales correlaciones
constituyen los elementos básicos para descubrir la causa y el efecto de la
fisiopatología.
En 1907, Alzheimer publicó un artículo titulado «Sobre una enfermedad
característica de la corteza cerebral», en el que exponía el caso de una mujer que
había ingresado en el hospital psiquiátrico en noviembre de 1901. Este es el primer
estudio de un paciente en el que se reconoce la enfermedad que lleva su nombre
como una entidad individual que debe ser diferenciada de las demás. Excepto por el
lenguaje, que es mucho más lacónico, podríamos estar leyendo a Esquirol; y excepto
en que Alzheimer no delimita específicamente los cuatro «grados de la
incoherencia», podríamos estar leyendo a Prichard. Alzheimer exponía el caso de una
mujer de cincuenta y un años que había pasado por los sucesivos síntomas de celos,

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fallos de memoria, paranoia, pérdida de la facultad de razonar, incomprensión,
estupor y, por último, «después de cuatro años y medio de enfermedad, le sobrevino
la muerte. Al final, la paciente se hallaba en estado de estupor total; yacía en la cama
con las piernas dobladas y, a pesar de todas las precauciones, le salieron úlceras de
decúbito».
La descripción del curso clínico de la paciente no fue la razón por la que
Alzheimer informó de su caso. Ya antes que Pinel y Esquirol, los médicos conocían
casos semejantes, aunque los dos clínicos franceses fueron los primeros que los
clasificaron en la nueva categoría de demencia. De hecho, el término demencia
presenil había sido introducido mucho antes de Alzheimer, ya en 1868, para
distinguir a aquellos pacientes que aún estaban en sus años de madurez cuando
contrajeron la enfermedad. Alzheimer tampoco se limitó a describir la corteza
cerebral de un demente, cuya atrofia se podía percibir a simple vista. Su propósito en
el artículo de 1907 era exponer lo que había hallado al seccionar el cerebro de aquella
mujer, aplicando tinciones especiales a los finos cortes y examinándolos después al
microscopio.
Alzheimer había descubierto que muchas de las células de la corteza contenían
una o varias fibrillas finas como capilares, que en ciertas células se fundían en grupos
cada vez más densos. En lo que parecía ser una fase algo posterior, el núcleo, e
incluso la célula entera, se desintegraba, dejando en su lugar solamente un denso
nudo de fibrillas. Según Alzheimer, el hecho de que las fibrillas absorbieran una
tinción diferente de la de las células normales demostraba que la causa de la muerte
era la deposición de algún producto patológico del metabolismo. Entre un cuarto y un
tercio de las células corticales de su paciente contenían fibrillas o habían
desaparecido completamente.
Además del proceso destructivo de las células, Alzheimer descubrió numerosas
placas microscópicas distribuidas por toda la corteza que no tomaban la tinción. Años
después se demostró que estaban compuestas de partes degeneradas de los axones, o
prolongaciones nerviosas de intercomunicación, agrupadas alrededor de un núcleo de
sustancia proteica que se denomina beta-amiloide. En la actualidad, la presencia
sistemática de las llamadas placas seniles y de ovillos fibrilares sigue siendo el
criterio básico para hacer el diagnóstico microscópico de la enfermedad de
Alzheimer.
Sin embargo, se ha constatado, que ni las placas amiloides ni los ovillos de
neurofibrillas se encuentran exclusivamente en la enfermedad de Alzheimer. Hay
otras enfermedades crónicas del cerebro humano en las que se manifiesta uno u otro
fenómeno, o ambos. Incluso en el envejecimiento normal aparecen por lo menos
algunas de estas estructuras, aunque no alcanzan la importancia cuantitativa que
caracteriza a la enfermedad de Alzheimer. Sabremos mucho más sobre el proceso de

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envejecimiento cerebral cuando se hayan descubierto los orígenes de las placas y
ovillos de esta enfermedad.
Alzheimer tuvo la perspicacia suficiente como para reconocer que
«aparentemente, estamos ante un proceso patológico específico». Su mentor,
Kraepelin, fue un paso más allá: en la octava edición de su libro de texto, publicada
en 1910, dio a la nueva entidad el nombre de «enfermedad de Alzheimer». Kraepelin
parecía dudar del significado de la relativa juventud de la paciente de Alzheimer, en
vista de que su historia era tan parecida a la de otras personas que habían incluido
previamente en la categoría de demencia senil. Escribió: «El significado clínico de la
enfermedad de Alzheimer es aún incierto. Aunque los hallazgos anatómicos sugieren
que esta enfermedad es una forma especialmente grave de demencia senil,
determinadas circunstancias lo desmienten, en particular, el hecho de que la
enfermedad pueda presentarse antes de los sesenta años. Cabría describir tales casos
al menos como senium precox [senilidad precoz], aunque es preferible considerar esta
enfermedad más o menos independiente de la edad». Esta incertidumbre en un
hombre al que muchos consideraron el pope de la psiquiatría orgánica puede haber
influido en autores posteriores que dan mucha más importancia al término senium
precox empleado por Kraepelin y pasan por alto su observación de que esta
enfermedad es «más o menos independiente de la edad». Probablemente como
consecuencia de esta mala interpretación, quedó establecida en la nomenclatura
médica durante más de medio siglo la noción de que la enfermedad de Alzheimer es
una demencia presenil.
A los pocos años de la publicación del trabajo de Alzheimer, otros investigadores
informaron sobre casos similares. El curso clínico siempre era semejante al de la
paciente de Alzheimer, y las autopsias revelaban una atrofia difusa que implicaba a
todo el cerebro, aunque era particularmente evidente en la corteza. El examen
microscópico demostró además gran cantidad de placas seniles y de ovillos fibrilares.
Hacia 1911 ya se habían publicado otros doce informes.
Parece que la relativa juventud de algunos de los pacientes condicionó un tanto
los hallazgos de autopsias posteriores en las que las placas seniles y los ovillos
fibrilares se encontraban en personas de todas las edades y aparentemente con
diferentes historias clínicas. En 1929 había cuatro informes de la enfermedad en
pacientes con menos de cuarenta años, e incluso había uno cuyos síntomas
empezaron cuando tenía siete. El problema pudo haberse complicado por una cierta
selectividad al elaborar los informes, pues los médicos tienden a describir los casos
que no parecen habituales. Asimismo, en aquellos países (que son la mayoría) donde
las autopsias no son obligatorias, normalmente se practican a pacientes que son
«interesantes». ¿Hay algo más interesante que un joven con una enfermedad de la
vejez? Así, al final de los años veinte, la gran mayoría de los numerosos casos de

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enfermedad de Alzheimer registrados en la literatura médica mundial eran pacientes
que tenían entre cincuenta y sesenta años.
Aunque a los clínicos más perspicaces evidentemente no se les escapaba que los
márgenes de edad seguían siendo difusos, el síndrome siguió designándose
«demencia presenil de Alzheimer» durante décadas. Este fue el nombre que yo leí por
primera vez en los libros cuando estudiaba en la Facultad de Medicina en los años
cincuenta.
El proceso por el que la denominación «demencia presenil de Alzheimer» se
transformó en la mucho más exacta «demencia senil de tipo Alzheimer» es
paradigmático del modo en que ha evolucionado la cultura biomédica en el último
tercio del siglo XX. Por cultura biomédica me refiero a una combinación de ciencia,
intervención gubernamental y un factor que muy bien puede definirse como defensa
del consumidor. Durante los sesenta años posteriores a los primeros trabajos de
Alzheimer, se fue haciendo cada vez más evidente la escasa o nula validez de
diferenciar entre las formas senil y presenil de una enfermedad cuando ambas se
caracterizan por la misma patología microscópica. La cuestión quedó definitivamente
zanjada en una conferencia celebrada en 1970 sobre la enfermedad de Alzheimer y
los trastornos relacionados, a raíz de la cual empezó a formarse un consenso
científico en torno a la idea de que una distinción tan arbitraria no solamente era
errónea sino que también inducía a confusión.
Una de las consecuencias de este cambio de actitud fue la extensión de este
diagnóstico a numerosos pacientes ancianos y sus familias. Al estimularse el interés
en la investigación, los científicos comenzaron justificadamente a reclamar más
fondos de fuentes gubernamentales. En Estados Unidos, esto significó la intervención
de los National Health Institutes (NIH) y la búsqueda de apoyo para los ancianos
entre quienes pudieran tener alguna influencia política. La creación del National
Institute of Aging (NÍA) fue el resultado lógico de este proceso. La coordinación de
los esfuerzos de los científicos, el NÍA y quienes se ocupan de los enfermos dio lugar
a la fundación del ADRDA. Una enfermedad que, en mis días de estudiante, era tan
poco frecuente que se trataba en los seminarios de última hora como una cuestión de
escasa importancia resultaba ser una de las principales causas de muerte según las
estadísticas de la Organización Mundial de la Salud. Como resultado de todos estos
esfuerzos coordinados, en 1989 el presupuesto asignado a la investigación de la
enfermedad de Alzheimer en Estados Unidos fue unas ochocientas veces mayor que
sólo diez años antes.
A pesar de los grandes progresos realizados en la última década y media en la
asistencia a los pacientes y en el apoyo prestado a quienes cumplen esta tarea, los
avances en los aspectos más estrictamente biomédicos de la enfermedad todavía no
han llevado al descubrimiento de ninguna causa concreta, tratamiento de curación o

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forma de prevenirla.
Existen indicios de que puede haber una predisposición genética a la enfermedad
de Alzheimer, pero esta tesis no es convincente cuando se trata de pacientes ancianos
y todavía no se ha probado satisfactoriamente para los más jóvenes, si bien se han
identificado ciertas anomalías cromosómicas en un reducido número de pacientes.
Las investigaciones sobre el efecto de factores externos como el aluminio y otros
agentes ambientales, virus, traumatismos cerebrales y la disminución de los estímulos
sensoriales, a veces han conducido a hallazgos prometedores, pero no siempre. Como
en otras enfermedades de etiología oscura, se han estudiado los cambios del sistema
inmunológico sin resultados definitivos e incluso se ha sospechado de ese culpable
universal, el cigarrillo. Lo más probable es que finalmente se demuestre que hay
diferentes vías, cada una de las cuales conduce a la larga al proceso degenerativo de
la enfermedad de Alzheimer.
Se ha descubierto que la enfermedad va acompañada de ciertos cambios físicos y
bioquímicos, pero su papel todavía no está claro. Por ejemplo, la biopsia de la corteza
cerebral de un paciente revela una disminución del 60 al 70 por ciento en los niveles
de acetilcolina, un factor clave en la transmisión química de los impulsos nerviosos.
De hecho, los intentos de hallar un tratamiento efectivo se han concentrado en gran
medida en la investigación de fármacos que corrijan los defectos de la
neurotransmisión.
Recientemente se han descubierto indicios de que la acetilcolina puede influir en
la regulación de la producción de amiloide en el cuerpo. Al parecer, la amiloide
aumenta cuando los niveles de acetilcolina bajan. Este hallazgo permite relacionar
directamente las características químicas de la enfermedad y su patología
microscópica y podría conducir a nuevos métodos de tratamiento. Especialmente
controvertida ha sido la hipótesis de que la sustancia beta-amiloide es tóxica para las
células nerviosas; si se confirmara esta debatida idea, probablemente habría una
razón fundada para el optimismo en la búsqueda de una terapia efectiva. Para ilustrar
el grado de controversia que reina en la comunidad científica, señalaré que los
neurobiólogos continúan en desacuerdo sobre la cuestión de si la amiloide causa la
degeneración de las células nerviosas o es meramente el resultado de la
descomposición de esas células.
Una tercera característica microscópica se ha sumado a los ovillos fibrilares y las
placas seniles: la presencia dentro de ciertas células del hipocampo de cavidades
denominadas vacuolas, que rodean unos gránulos densamente teñidos de significado
incierto. Hippocampus significa en griego caballito de mar y es el término que los
médicos de la Antigüedad empleaban para designar esta estructura curva situada en el
interior del lóbulo temporal del cerebro, porque su graciosa forma alargada evocaba
la de ese curioso animal. El hipocampo está relacionado con la facultad de la

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memoria. Sus demás funciones siguen siendo un enigma y nadie está completamente
seguro del significado de las vacuolas y los gránulos que contienen.
Así pues, en los laboratorios científicos siguen tratando de desvelar este enigma.
Considerando todo lo que se ha investigado y los numerosos hallazgos que se han
hecho, es difícil creer que el presente estado de nuestros conocimientos no sea el
preludio de un período en el que los pequeños descubrimientos empiecen a cristalizar
en otros de gran importancia. Después de todo, ésta es la manera en que la ciencia ha
avanzado en el último tercio del siglo XX, más que a enormes saltos.
En la actualidad los médicos pueden hacer un diagnóstico exacto en un 85 por
ciento de los casos sin tener que recurrir a medidas extremas como la biopsia
cerebral. Entre las diversas razones de la importancia de un diagnóstico precoz está la
muy directa de que hay ciertas afecciones tratables que presentan características de la
demencia y que pueden confundirse con ella, agravando así una situación trágica.
Entre ellas están la depresión, las consecuencias de determinadas medicaciones, la
anemia, los tumores cerebrales benignos, la hipofunción tiroidea y algunos de los
efectos reversibles de los traumatismos, tales como los coágulos sanguíneos en el
cerebro.
El diagnóstico de la enfermedad de Alzheimer no ofrece ningún consuelo posible.
La angustia se puede mitigar con una buena asistencia, grupos de apoyo y la
proximidad de los amigos y la familia, pero a fin de cuentas el paciente y las personas
que ama deberán recorrer juntos ese tortuoso y sombrío valle en el que todo cambia
para siempre. No hay dignidad en esta clase de muerte. Es un acto arbitrario de la
naturaleza y una afrenta a la humanidad de sus víctimas. Si podemos extraer alguna
lección, es saber que los seres humanos son capaces de profesar el amor y la lealtad
que trascienden, no sólo a la degradación física, sino también al agotamiento
espiritual de años de pesadumbre.

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VI
Asesinato y serenidad

«El hombre es un aerobio obligado»: aquí reside, expuesto con la directa sencillez de
uno de los aforismos más citados de Hipócrates, el secreto de la vida humana. La
dependencia del aire de toda la humanidad y, de hecho, de todos los animales
terrestres conocidos, fue reconocida por los hombres de las tribus primitivas mucho
antes de que alguno de ellos se distinguiera de sus semejantes denominándose
«doctor». Con toda la complejidad tecnológica de la investigación molecular
ultramoderna y la creciente oscuridad de la terminología de su literatura actual, el
círculo del conocimiento siempre vuelve a su punto de partida: el hombre necesita
aire para vivir.
A finales del siglo XVIII se descubrió que no era el aire en general sino uno de sus
componentes —el oxígeno— el factor crucial del que depende la vida. El concepto
del hombre como aerobio obligado tomó entonces un significado más preciso: no
tenemos elección, sin oxígeno nuestras células mueren y nosotros morimos con ellas.
Pronto se demostró que la absorción de oxígeno era la causa por la que, al pasar por
los pulmones, el color apagado de la sangre se transformaba súbitamente en un rojo
pictórico de vida; se descubrió que el riego de las células de los tejidos del cuerpo era
el motivo de su agotamiento al retornar del largo viaje exhausta y azul, boqueando
por así decirlo. Desde entonces, el papel de este elemento, el más vital de la
naturaleza, ha sido explorado generación tras generación por miles de investigadores,
que han registrado sus hallazgos prácticamente en todas las lenguas escritas del
mundo. El oxígeno está en el punto focal de la lente a través de la cual se deben
estudiar los procesos vitales de los seres vivos.
Después de tantos años de investigación, los estudiosos de la biología humana
vuelven invariablemente a este simple enunciado que siempre ha sido inherente a la
intuición de cada individuo de lo que necesita para mantenerse vivo: el hombre es un
aerobio obligado. Podría haber escogido una de las muchas variantes de esa máxima
entre la profusión de escritos publicados sobre esta materia en los dos últimos siglos,
pero la fuente de donde la he tomado es instructiva. La encontré en un número
reciente del Bulletin of the American College of Surgeons, titulado: «What’s New in
Surgery: 1992». Aparecía, no como la perla de sabiduría consagrada por el tiempo
que es, sino como una certeza probada experimentalmente a nivel molecular. Incluso

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más revelador puede ser el contexto en que se cita: en un artículo extremadamente
técnico sobre los últimos avances en cuidados intensivos, esa superespecialidad
absolutamente nueva (el término de moda es cutting edge, «puntera»), creada para
defender el límite mismo de la existencia vacilante de una persona desesperadamente
enferma; el campo de batalla donde se desarrolla la lucha definitiva entre las agotadas
fuerzas de la vida y los poderosos ataques que lanza la enfermedad para derrotarlas.
El ámbito de la nueva especialidad es la unidad de cuidados intensivos; su
estrategia defensiva primordial consiste en mantener un aporte suficiente de oxígeno
a las sitiadas células del cuerpo. Sin duda, nuestros antepasados de las cavernas
habrían estado de acuerdo en que esto es lo que hay que hacer. El difunto Milton
Helpern, a cuyas salas de autopsia eran enviados los pacientes cuando se perdía la
batalla, consagró su vida a investigar las «diez mil puertas distintas» de la muerte y
siempre dio con la misma respuesta subyacente: la falta de oxígeno.
El oxígeno toma una ruta extraordinariamente directa que le conduce desde el aire
inhalado hasta su último destino, la célula aeróbica. Después de atravesar sin
dificultad las finas paredes de los alvéolos pulmonares y sus correspondientes redes
de capilares, los átomos de oxígeno se unen al pigmento proteico de los glóbulos
rojos que llamamos hemoglobina. Las moléculas combinadas, denominadas
oxihemoglobina a partir de ese momento, son transportadas desde los pulmones al
corazón izquierdo y, desde allí, a través de la aorta, a las anchas avenidas y estrechos
senderos de la circulación arterial, hasta que alcanzan los distantes capilares de los
tejidos cuyo mantenimiento es el objeto de su periplo.
Al llegar, el oxígeno se separa de la hemoglobina, su compañera de viaje.
Abandona el glóbulo rojo como un pasajero que se apea del tren y penetra en la
célula del tejido junto con las sustancias bioquímicas necesarias para el
funcionamiento normal de esa célula. En lo que podríamos definir como un
intercambio, la hemoglobina se lleva el dióxido de carbono, así como los productos
de deshecho del metabolismo celular, para destruirlos o eliminarlos a través de esos
magníficos órganos de la purificación capaces de cumplir múltiples funciones: el
hígado, los ríñones y los pulmones.
Como cualquier buen sistema de reparto y recogida, éste también depende de una
red de transporte regular y fluido: la sangre, en este caso. Se emplea el término shock
para describir los acontecimientos que se producen cuando el flujo de sangre es
inadecuado para las necesidades de los tejidos. Aunque el shock se puede originar por
diversas causas, en la mayoría de los casos obedece a un fallo del bombeo del
corazón (como en el infarto de miocardio) o a una disminución importante en el
volumen de sangre en circulación (como en la hemorragia). Los dos mecanismos se
denominan respectivamente shock cardiogénico e hipovolémico. Otra causa habitual
del shock es la septicemia, que se produce con la entrada en el torrente sanguíneo de

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los productos de una infección. El llamado shock séptico tiene profundos efectos en
la función celular, como se verá más tarde, pero uno de los más importantes es
inducir la redistribución de la sangre, de forma que ésta se estanca en ciertas redes
venosas importantes, como las del intestino, perdiéndose así para la circulación
general. Independientemente de su causa, todas las formas de shock tienen un
resultado similar: las células son privadas de su fuente de intercambio bioquímico y
de oxígeno, el factor definitivo de su muerte.
La duración del shock es lo que determina si las células mueren o no, y si mueren
las suficientes como para causar la muerte del paciente. «La duración del shock»,
claro está, es una noción relativa que depende del grado de insuficiencia de la
circulación. Si el flujo se detiene completamente, como sucede en el paro cardíaco, la
muerte sobreviene en unos minutos; si sólo desciende a niveles algo menores de los
necesarios para la supervivencia, tarda más y se produce en distintos momentos en
los diferentes tejidos, según el oxígeno que requieran sus células. Al ser el cerebro
particularmente sensible a los déficits de oxígeno y glucosa, falla rápidamente; y
como su viabilidad es el criterio legal de la vida, el margen entre la muerte y la
existencia en las personas con la circulación cerebral totalmente comprometida es
muy pequeño. El aporte insuficiente de oxígeno al cerebro es el factor decisivo en
una amplia variedad de muertes violentas.
Aunque la viabilidad del cerebro suele ser el criterio legal que determina si se ha
producido la muerte, aún tiene utilidad el modo tradicional que siempre han
empleado los médicos clínicos para diagnosticar la muerte. Muerte clínica es el
término empleado para designar ese breve intervalo después de que el corazón se
haya parado, durante el que no hay circulación, ni respiración, ni signo alguno de
actividad cerebral, pero aún es posible el rescate. Si estas funciones se detienen
repentinamente, como en el caso de un paro cardíaco o de una hemorragia
importante, queda un corto espacio de tiempo antes de que las células vitales pierdan
su viabilidad, durante el cual se puede recurrir a medidas tales como la reanimación
cardiopulmonar (RCP) o una rápida transfusión para reanimar a una persona cuya
vida, aparentemente, ha terminado; probablemente ese tiempo no sobrepasa los
cuatro minutos. Estos son los momentos dramáticos que tan a menudo presentan los
medios de comunicación. Aunque estas tentativas suelen ser infructuosas, tienen
éxito con la suficiente frecuencia como para que deban ser estimuladas en las
circunstancias apropiadas. Como los individuos que más probablemente sobrevivirán
a la muerte clínica son aquellos cuyos órganos están sanos y no tienen un cáncer
terminal, por ejemplo, o una arteriesclerosis o demencia debilitantes, su
supervivencia es posible y potencialmente muy valiosa para la sociedad, por lo menos
en cuanto a su capacidad de contribuir a la misma. Esta es la razón por la que los
principios de la RCP deberían enseñarse a todas las personas interesadas.

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Los momentos que preceden a la muerte clínica (o acompaña a sus primeros
signos) se definen como fase agónica. Los clínicos emplean el adjetivo agónico para
describir los fenómenos visibles que tienen lugar cuando la vida está separándose de
un protoplasma demasiado comprometido para sostenerla por más tiempo. Como su
pareja etimológica agonía, la palabra se deriva del griego agón, «lucha». Hablamos
de «estertores agónicos» aun cuando la persona que muere está muy lejos de ser
consciente de ellos y buena parte de lo que ocurre se debe simplemente al espasmo
muscular inducido por la acidez terminal de la sangre. La agonía y la secuencia de
acontecimientos de los que forma parte pueden ocurrir en todas las formas de muerte,
sobrevenga ésta repentinamente o tras un largo período de deterioro que desemboca
en la fase terminal de la enfermedad, como en el cáncer.
Las aparentes luchas de la agonía son como explosiones violentas de protesta que
surgen de las profundidades del inconsciente primitivo, encolerizado por una
separación prematura del espíritu. En efecto, aunque esté preparado por meses de
enfermedad, el cuerpo suele negarse a admitir este divorcio. En los últimos
momentos de agonía, el rápido paso a la extinción definitiva va acompañado del cese
de la respiración o de una corta serie de profundos jadeos; en raras ocasiones pueden
darse también otros movimientos, como la violenta contracción de los músculos
laríngeos que, en el caso de James McCarty, produjo un alarido terrorífico.
Simultáneamente, el pecho o los hombros se estremecen una o dos veces, y puede
haber una breve convulsión agónica. La fase agónica desemboca en la muerte clínica
y, desde ese momento, en la extinción eterna.
Es imposible confundir el aspecto de un rostro recién despojado de vida con la
inconsciencia. Un minuto después de detenerse el latido cardíaco, la cara comienza a
cobrar la palidez grisácea característica de la muerte y, de un modo misterioso, muy
pronto son reconocibles los signos cadavéricos, incluso para quienes nunca han visto
un cadáver. Parece como si el cuerpo hubiera sido abandonado por su esencia, y así
es. Inanimado y pálido, ya no está insuflado del espíritu vital que los griegos
llamaban pneuma. Ha desaparecido la vibrante plenitud de la vida; está «despojado
para el último viaje». El cuerpo de un hombre muerto ha empezado ya a encogerse y
en unas horas parecerá reducido a «casi la mitad de sí mismo». Irv Lipsiner
representó este proceso soplando con los labios fruncidos. No es de extrañar que
digamos que quienes acaban de morir han expirado.
La muerte clínica tiene un aspecto característico. Basta observar durante unos
segundos a la víctima de un paro cardíaco o de una hemorragia incontrolada para
decidir si es apropiado intentar la reanimación. Si quedase alguna duda, hay que
fijarse en los ojos. Si están abiertos, al principio parecen vidriosos y ciegos, pero si
no se comienza la reanimación en cuatro o cinco minutos, pierden el brillo,
quedándose apagados al mismo tiempo que las pupilas se dilatan y ya no vuelven a

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recobrar su luz vigilante. Pronto es como si les cubriera un fino velo agrisado, de
modo que nadie puede interrogarles con la mirada y ver que el alma ya ha partido.
Como su redondez dependía de algo que ya no está allí, los globos oculares en
seguida se aplanan un tanto, justo lo suficiente para que se note, y ya permanecerán
siempre así.
La ausencia de circulación se confirma por la falta de pulso; al poner un dedo en
el cuello o la ingle no se percibe ningún latido, y los músculos circundantes, si no
están aún algo espasmodizados, han comenzado a asumir la consistencia fláccida de
la carne troceada en el mostrador del carnicero. La piel carece de elasticidad, y ese
leve lustre que una vez reflejó la luz de la naturaleza en señal de reconocimiento se
ha extinguido. En ese momento la vida ha terminado y ninguna RCP podrá hacerla
volver.
Para ser declarado legalmente muerto debe haber una prueba incontrovertible de
que el cerebro ha dejado de funcionar de forma permanente. Los criterios de muerte
cerebral que se emplean actualmente en las unidades de cuidados intensivos y de
traumatología son muy específicos. Incluyen signos tales como la pérdida de todos
los reflejos, la falta de respuesta a vigorosos estímulos externos y la ausencia de
actividad eléctrica demostrada por un electroencefalograma plano durante un número
suficiente de horas. Cuando se han cumplido estos requisitos (por ejemplo, cuando la
muerte cerebral se debe a una lesión en la cabeza o a un ictus importante), se pueden
retirar todos los apoyos artificiales y el corazón, si aún no se ha detenido, lo hará
pronto, poniendo fin a toda actividad circulatoria.
Cuando cesa la circulación, se completa asimismo el proceso de muerte celular.
Primero se extiende al sistema nervioso central y, por último, al tejido conectivo de
los músculos y las estructuras fibrosas. A veces es posible inducir una contracción
muscular, incluso horas después de la muerte, mediante estimulación eléctrica.
Algunos procesos orgánicos, llamados anaeróbicos porque no requieren oxígeno,
continuarán durante horas, como la capacidad de las células hepáticas de
descomponer el alcohol en sus componentes. En cuanto a la extendida idea de que el
pelo y las uñas siguen creciendo después de la muerte no es cierta.
En la mayoría de las muertes el corazón se detiene antes de que el cerebro deje de
funcionar. Particularmente en las muertes repentinas debidas a traumatismos que no
sean cerebrales, el cese del latido cardíaco casi siempre obedece a la rápida pérdida
de un volumen de sangre mayor de lo que el cuerpo puede soportar; el traumatólogo
denomina a tal hemorragia exsanguinación, término más elegante que el empleado
habitualmente de desangrarse. La exsanguinación puede deberse a la laceración
directa de un vaso principal o a lesiones de órganos repletos de sangre como el bazo,
el hígado o los pulmones; algunas veces se desgarra el propio corazón.
La rápida pérdida de la mitad a dos tercios aproximadamente del volumen total de

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sangre basta para provocar un paro cardíaco. Como el volumen total de sangre
representa del 7 al 8 por ciento del peso corporal, una hemorragia de cuatro litros en
un hombre de 80 kilos, o de tres litros en una mujer de 65 kilos, puede ser suficiente
para causarle la muerte clínica. Si se lacera un vaso del tamaño de la aorta, la muerte
se produce en menos de un minuto; si se trata de un desgarro en el bazo o en el
hígado puede tardar horas, o incluso días, en las muy raras ocasiones en que no se
detecta la pérdida.
Tras perder el primer litro, la presión sanguínea comienza a bajar y el corazón se
acelera intentando compensar con cada latido la disminución del volumen. Pero, en
último término, no hay mecanismos de reajuste interno que puedan compensar las
pérdidas; la presión y el volumen de sangre que llega al cerebro son insuficientes para
mantener la conciencia y el paciente entra en coma. En primer lugar se afecta la
corteza cerebral; pero las partes «inferiores» del cerebro, tales como el tronco
cerebral y la médula, resisten un poco más, de modo que la respiración continúa
aunque de una manera cada vez más irregular. Por último, el corazón, casi vacío, se
para, en algunos casos fibrilando previamente. Es entonces cuando comienza la fase
agónica y, con ella, la extinción de la vida.
Esta sombría secuencia —hemorragia, exsanguinación, paro cardíaco, agonía,
muerte clínica y, finalmente, muerte irreversible— tuvo lugar hace unos años en un
asesinato particularmente cruel ocurrido en una pequeña ciudad de Connecticut, cerca
del hospital donde trabajo. El crimen se produjo en un abarrotado mercado callejero,
a la vista de numerosas personas que huyeron de la escena por miedo a la ira maníaca
del asesino. Antes del salvaje crimen éste no había visto nunca a su víctima, una
alegre y hermosa niña de nueve años.
Katie Mason había ido al mercadillo desde una ciudad cercana con su madre,
Joan, y su hermana, Christine, de seis años. Las acompañaba una amiga de Joan,
Susan Ricci, también con sus dos hijos, Laura y Timy, aproximadamente de la misma
edad que las hermanas Mason; Katie y Laura eran grandes amigas y habían estudiado
ballet juntas desde los tres años. Mientras se arremolinaban con el gentío alrededor de
los puestos que había delante de Woolworth, la pequeña Christine comenzó a tirar de
la mano de su madre para atraer su atención hacia los paseos en pony que se
anunciaban en la otra acera, pidiendo que la llevase allí. Joan dejó a Katie con su
amiga y cruzó la calle con su hija pequeña. En el momento en que llegaron a la otra
acera, Joan oyó un alboroto a su espalda y a continuación el agudo grito de una niña.
Se volvió, soltó la mano de Christine y avanzó unos pasos hacia el lugar de donde
procedía el ruido. La gente huía en todas direcciones, tratando de alejarse de un
hombre alto y desaliñado, que una y otra vez golpeaba furiosamente con el brazo
derecho estirado a una niña que había caído al suelo. A pesar de que su mente se
había quedado petrificada de estupor, Joan supo instantáneamente que la niña que

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yacía de lado a los pies de aquel loco era Katie. Al principio sólo vio el brazo y
después se dio cuenta súbitamente de que su mano empuñaba un largo objeto
sangriento. Era un cuchillo de caza de unos 20 cm de largo.
Empleando toda su fuerza, con rápidos movimientos arriba y abajo, como un
pistón, el asaltante estaba acuchillando la cara y el cuello de Katie. En un instante
todo el mundo había huido dejando solo al asesino con su víctima. Sin que nadie le
estorbara en su frenesí, el hombre primero se agachó y después se sentó junto a la
niña sin dejar de apuñalarla ferozmente. Al teñirse el suelo de rojo con la sangre de la
niña, Joan, que también estaba sola, se quedó clavada a unos siete metros de distancia
por la incredulidad y el horror. Más tarde recordaría que el aire parecía haber cobrado
consistencia hasta el punto de impedirle todo movimiento; una sensación de calor y
entumecimiento invadía su cuerpo y, como en un sueño, la bruma parecía envolverla
y aislarla de todo.
Excepto por las brutales puñaladas de aquel brazo imparable que descendía una y
otra vez sobre la silenciosa niña, nada se movía en aquella irreal escena. Quien mirara
desde Woolworth o desde algún otro escondite, habría visto un grotesco espectáculo
de locura y carnicería representándose en aquella calle silenciosa.
Aunque Joan estaba segura que la macabra escena no tendría fin, su inmovilidad
no pudo haber durado más de unos segundos; pero durante ese tiempo, que a ella le
pareció mucho más largo, vio penetrar el cuchillo repetidas veces en la cara y parte
superior del cuerpo de su hija. De repente surgieron dos hombres de algún sitio y se
abalanzaron sobre el asesino, gritando mientras trataban de reducirle. No obstante,
éste siguió apuñalando a Katie con determinación psicótica. Incluso cuando uno de
los hombres empezó a pegarle fuertes patadas en la cara con sus pesadas botas,
parecía no notarlo, aunque los golpes hacían que su cabeza se bamboleara de un lado
a otro. Un policía llegó corriendo y sujetó el brazo que blandía el cuchillo; sólo
entonces pudieron los tres hombres dominar al maníaco e inmovilizarlo contra el
suelo.
En cuanto separaron de Katie al loco atacante, Joan corrió hacia su hija para
tomarla en sus brazos. La puso de espaldas con mucho cuidado y, mirando aquella
carita desgarrada, le dijo suavemente: «Katie, Katie» como si estuviera arrullando a
un bebé en la cuna. La cabeza y el cuello de la niña estaban cubiertos de sangre y sus
vestidos empapados, pero sus ojos eran claros.

Tenía los ojos fijos en mí con la mirada en algún punto más allá, y me invadió una sensación de calor. Su cabeza
había caído hacia atrás. La levanté un poco y me pareció que aún respiraba. Pronuncié su nombre varias veces y le
dije que la quería. Entonces comprendí que tenía que llevarla a un lugar seguro, que tenía que separarla de aquel
hombre, pero ya era demasiado tarde. La cogí en brazos. La llevé así una corta distancia y pensé: ¿qué estoy
haciendo?, ¿a dónde la llevo? Me arrodillé y con mucho cuidado la puse en el suelo. Su pecho comenzó a
estremecerse y empezó a vomitar sangre. Salía continuamente, en cantidades enormes… nunca imaginé que
pudiera tener tanta; me di cuenta de que se estaba desangrando. Grité pidiendo ayuda, pero no podía hacer nada
para detener los vómitos.

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En el momento en que me acerqué a ella, vi un brillo en sus ojos, casi como una especie de reconocimiento. Pero
cuando la dejé en el suelo sus ojos tenían una mirada distinta. Incluso mientras vomitaba sangre ya tenían un
aspecto más vidrioso. Cuando fui a su lado aún parecía estar viva, pero ya no.
Sus ojos no tenían expresión de dolor, sino de sorpresa. Y cuando todo cambió, todavía tenía aquella expresión en
la cara, aunque sus ojos se habían velado. Llegó una mujer; creo que era enfermera. Comenzó a hacerle la
reanimación cardiopulmonar. No dije nada, pero pensé para mí: «¿Por qué hace eso? Katie ya no está en su
cuerpo. Está detrás de mí, ahí, encima de mí, flotando. Su vida ya no está dentro de ella y no va a volver en sí. Su
cuerpo no es más que una envoltura». En ese momento, todo era diferente de cuando me acerqué a ella. Estaba
segura de que mi hija había muerto. Sentía que ya no estaba en su cuerpo, que estaba en otro sitio.
Llegó la ambulancia, la levantaron del charco de sangre e intentaron introducirle aire en los pulmones con un
ambú. Sus ojos seguían completamente abiertos y aún tenían aquella mirada vidriosa. La expresión de su cara era
de absoluta sorpresa, como diciendo: «¿qué sucede?». Era una mezcla de desvalimiento, confusión y sorpresa,
pero desde luego no era de horror, y recuerdo que me sentí aliviada ante esa idea, porque en aquel momento yo
buscaba cualquier consuelo…
Más tarde pasé meses y meses preguntándome: ¿cuánto sufrió? Necesitaba saberlo. Yo vi cómo salía toda la
sangre de su cuerpo cuando vomitaba. Su pecho y su cara estaban cubiertos de cortes y cuchilladas. Debió haber
movido la cabeza de un lado a otro, luchando por librarse de aquel hombre. Más tarde supe que había aparecido de
la nada y había empujado a Laura. Entonces agarró a Katie por el pelo y la tiró al suelo. Fue Laura quien gritó, no
Katie. Tenía que saber lo que sufrió, lo que sintió…
¿Sabe qué parecía? Parecía una liberación. Después de ver cómo la atacaba, me dio una sensación de paz ver
aquella mirada de liberación. Se debió liberar de aquel dolor, porque su cara no lo mostraba. Pensé que quizá
había caído en un estado de shock. Parecía sorprendida, pero no aterrorizada; con lo terrorífico que había sido para
mí…, pero no había sido así para ella. Mi amiga Susan también vio aquella mirada y dijo que Katie quizá se había
resignado, pero cuando le dije que me parecía una mirada de liberación, dijo: «¡eso es, tienes razón!».
Una vez encargamos que le hicieran un retrato y tiene esa misma mirada en los ojos. Estaban muy abiertos, pero
no con expresión de terror…, casi parece de inocencia, una inocente liberación. Para mí, en medio de toda aquella
sangre y todo lo demás, fue realmente un alivio mirarla a los ojos. Llegó un momento, cuando estaba con ella, en
que sentí que estaba fuera de su cuerpo, flotando allí arriba y mirándose a sí misma abajo. Aunque estaba
inconsciente, yo sentí que de alguna manera ella sabía que yo estaba allí, que su madre estaba allí cuando murió.
Yo la traje al mundo y yo estuve allí cuando lo dejó, a pesar del terror y el horror de lo que ocurrió, yo estaba allí.

La ambulancia llevó a Katie a toda velocidad al hospital más cercano, que sólo
estaba a unos minutos de distancia. Al llegar, era indudable que no tenía pulso y que
ya había sobrevenido la muerte cerebral, es decir, había pasado la fase de muerte
clínica. Sin embargo, el equipo de la sala de urgencias, horrorizado, hizo todo lo
posible para salvarla, aun sabiendo que sus intentos serían inútiles. Cuando
finalmente se rindieron, su frustración y su rabia se transformaron en dolor. Con
lágrimas en los ojos, uno de los médicos le dijo a Joan lo que ella ya sabía.
El hombre que asesinó a Katie Mason era un esquizofrénico paranoide de treinta
y nueve años llamado Peter Carlquist. Al no considerársele responsable de sus actos,
dos años antes había sido absuelto de la tentativa de asesinato con un cuchillo a su
compañero de habitación, a quien acusaba de introducir gas venenoso en el radiador.
Tenía un largo historial de ese tipo de ataques a diversas personas, incluyendo a su
hermana y a diversos compañeros de estudios. Incluso le había dicho a un psiquiatra a
la edad de seis años que el demonio había salido de la tierra y se había introducido en
su cuerpo. Quizás era cierto.
Después del ataque a su compañero de habitación, Carlquist había sido ingresado
en una unidad para pacientes peligrosos del Hospital Psiquiátrico del Estado, situado

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en las afueras de la ciudad que Katie Mason visitó aquel día fatídico. Poco antes, un
comité asesor le había juzgado lo suficientemente recuperado como para ser
trasladado a una unidad de enfermos mentales a los que se permite salir a la calle
durante varias horas seguidas. La mañana del ataque, Carlquist salió del edificio, fue
al centro en un autobús municipal y entró en una ferretería del pueblo. Después de
comprar un cuchillo de caza, se dirigió al mercado callejero. Allí, en medio del
gentío, a la entrada de Woolworth, vio a dos hermosas niñas vestidas igual. En algún
sitio de su mente trastornada yace el secreto de por qué eligió como víctima a la
morena, en lugar de a la rubia, Laura. Se precipitó sobre ella, la agarró por el brazo,
la arrojó al suelo y comenzó su demoníaca obra.
Katie Mason murió de hemorragia aguda conducente a un shock hipovolémico.
Aunque había recibido muchos cortes en la parte superior del cuerpo, la principal
fuente de la hemorragia era una arteria carótida completamente seccionada que se
vaciaba por un corte del esófago. La sangre pasaba al estómago por el esófago y esa
era la causa de su enorme regurgitación.
Las víctimas de una hemorragia pasan por una serie de procesos específicos.
Habitualmente, al principio hiperventilan, pues el cuerpo intenta compensar el
decreciente volumen de sangre circulante saturándola con todo el oxígeno posible, y
la velocidad del corazón se acelera por el mismo motivo. A medida que se pierde más
sangre, la presión en los vasos disminuye rápidamente y las arterias coronarias
reciben cada vez menos sangre. Si en ese momento se hiciera un electrocardiograma,
se apreciaría la isquemia miocárdica. La isquemia hace que el corazón oxigenado
deficitariamente funcione más despacio. Cuando la presión sanguínea y el pulso son
excesivamente bajos, el cerebro deja de recibir el oxígeno y la glucosa necesarios, y
aparece la inconsciencia que precede a la muerte cerebral. Finalmente, el corazón
isquémico, cada vez más lento, se para, por lo general sin fibrilar. Al detenerse el
latido cardíaco, cesan la circulación y la respiración, y tras algunos momentos
agónicos sobreviene la muerte clínica. Cuando se ha seccionado completamente un
vaso del tamaño de la arteria carótida, esta secuencia puede durar menos de un
minuto.
Todo esto explica cómo murió Katie Mason. Pero no explica el fenómeno
presenciado por su madre, que coincide con las descripciones de otros muchos
testigos de espantosos sucesos. ¿Por qué una niña, repentinamente atacada por un
psicópata armado de un cuchillo con la intención manifiesta de asesinarla, habría de
morir no sólo sin una mirada de terror en los ojos, sino, incluso, en un estado de
aparente tranquilidad y liberación, con una expresión de sorpresa más que de horror?
Teniendo en cuenta especialmente las atroces heridas que recibió en la cara y en el
pecho durante los breves momentos en los que debió haber sido totalmente
consciente de lo que le hacían, ¿por qué no mostró signo alguno de pánico, o por lo

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menos de miedo?
De hecho, lo que Joan Mason describió ha sido una fuente de asombro durante
siglos. Para algunos soldados, la ausencia de dolor y miedo ha sido el factor
determinante que les ha permitido seguir luchando a pesar de sufrir heridas
tremendas, sin sentir nada excepto la euforia de la batalla hasta que el peligro
inmediato había pasado, y sólo entonces sobrevenían los sufrimientos físicos y
mentales, o la muerte. Sin duda, aquí hay en juego mucho más que el conocido
«lucha o huye» que impone una descarga de adrenalina.
En su ensayo «Del ejercicio», Michel de Montaigne sugiere que la familiaridad
con la muerte a lo largo de la vida suavizaría nuestras últimas horas.

Paréceme sin embargo que hay alguna manera de familiarizarnos con ella, de probarla en cierto modo. Podemos
experimentarla, si no entera y totalmente, sí al menos de forma que no sea inútil, de forma que nos haga más
fuertes y seguros. Si no podemos alcanzarla, podemos acercarnos a ella, podemos reconocerla; y si no llegamos
hasta la fortaleza, al menos veremos e inspeccionaremos sus caminos.

Montaigne cuenta la experiencia de cuando le tiró de su montura un jinete que


azuzó a su caballo «como una flecha en dirección mía». Lleno de magulladuras y
sangrando, lo primero que pensó es que había recibido un tiro de arcabuz en la
cabeza. Pero, para su sorpresa, permaneció completamente en calma: «No sólo
respondí algo a los que me preguntaban sino que incluso dicen que me apresuré a
ordenar que dieran un caballo a mi mujer, a la que veía hundirse y engancharse en el
camino que es montuoso y agreste».
Describe una sensación de tranquilidad, aunque rechazó los remedios que le
ofrecieron, «por lo que tuvieron por cierto que estaba herido de muerte en la cabeza».
«Mientras tanto, era una situación muy dulce y apacible en verdad; no sentía aflicción
alguna ni por los demás ni por mí mismo; era una languidez y debilidad extrema, sin
dolor alguno».
Pasó dos o tres horas esperando una muerte que nunca llegó, una muerte
venturosa, dejándose llevar suavemente y con dulzura. «Cuando reviví y repuse
fuerzas, cosa que ocurrió dos o tres horas más tarde, sentí cómo me invadían los
dolores, pues tenía los miembros molidos y magullados por la caída; y tan mal estuve
dos o tres noches después, que pensé morir otra vez, mas de muerte más viva».
Fuera cual fuera la causa que había calmado de ese modo a Montaigne al resultar
gravemente herido, había dejado de actuar. Al cabo de unas horas, sufrió un dolor
intenso. Habían pasado la serenidad, la lasitud y la aceptación de una muerte que
presentía fácil. La realidad de su sufrimiento y el miedo se hicieron insoslayables.
Historias como la de Montaigne no son raras; quienes las cuentan algunas veces
les dan un tono místico, como si hubiera ocurrido algún suceso inexplicable y quizás
sobrenatural. Pero un médico familiarizado a lo largo de toda su carrera con los
traumatismos que inflige la cirugía con fines terapéuticos, así como con los que

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inflige la violencia de la vida moderna, reconoce un mismo patrón en estas historias
de serenidad y lánguido bienestar ante lo que parecen ser tremendas y mortales
heridas. El prototipo es el estado que sigue a la inyección de un opiáceo o de otro
narcótico potente de efecto analgésico. Si se escoge bien la medicación, y la dosis es
lo suficientemente alta, desaparece el miedo, y la angustia de la incisión o herida más
insoportable desaparece en una suave nube de indiferencia. Muchos pacientes
refieren una sensación de bienestar, y yo he visto incluso una ligera euforia después
de una dosis apropiada de un narcótico morfinoide.
No es inverosímil que el cuerpo humano sepa fabricar esas sustancias morfinoides
y liberarlas en el momento de necesidad. De hecho, «el momento de necesidad»
puede ser el estímulo que desencadene el proceso.
En efecto, tales opiáceos autogenerados existen y se denominan endorfinas. Se les
dio este nombre poco después de su descubrimiento, hace unos veinte años, por
contener las dos palabras que las describen: son compuestos endógenos morfinoides.
El término endógeno ya apareció en los diccionarios médicos hace un siglo por lo
menos, y proviene del griego endon, que significa «dentro de» o «interior», y gennao,
«yo engendro, u origino». Por lo tanto, se refiere a sustancias o estados que creamos
en el interior de nuestro organismo. Morfina, por supuesto, alude a Morfeo, el dios
romano del sueño y de los sueños.
En el cerebro hay diversas estructuras capaces de segregar endorfinas como
respuesta al estrés; entre ellas están el hipotálamo y un área denominada materia gris
periacueductal, así como la hipófisis. Como la ACTH, una hormona que activa las
glándulas suprarrenales, se sabe que las moléculas endorfínicas se fijan —lo mismo
que los demás narcóticos— a unas estructuras llamadas receptores que se hallan en la
superficie de ciertas células nerviosas. El efecto es la alteración de la conciencia
sensorial normal. Parece que las endorfinas desempeñan un papel importante no sólo
elevando el umbral del dolor sino también modificando las respuestas emocionales.
Asimismo, se ha demostrado que interactúan con las hormonas tipo adrenalina.
En circunstancias normales, si la persona no sufre estrés ni heridas, no se pone de
manifiesto la acción de las endorfinas. Se requiere algún grado definido de
traumatismo, sea éste físico o emocional, para que actúen, pero todavía no se ha
podido establecer el nivel ni el carácter del traumatismo necesario.
Por ejemplo, puede ser que la mera estimulación de las agujas de acupuntura dé
lugar a una liberación de endorfinas. Durante una serie de viajes profesionales que
hice a facultades de medicina chinas a lo largo de varios años, empecé a interesarme
por la acupuntura después de asistir a diversas demostraciones de su eficacia como
alternativa a la anestesia en la cirugía mayor. En 1990 visité al profesor Cao
Xiaoding, un neurobiólogo que dirige el Grupo de coordinación de las
investigaciones sobre anestesia y analgesia por acupuntura de la Facultad de

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Medicina de la Universidad de Shanghai, institución que reúne a treinta miembros de
la facultad y seis laboratorios: neurofarmacología, neurofisiología, neuromorfología,
neurobioquímica, psicología clínica e informática. El equipo del profesor Cao ha
presentado numerosas pruebas experimentales y clínicas que indican que la base del
indudable éxito de la acupuntura en ciertas aplicaciones es la estimulación de la
secreción de endorfinas mediante la manipulación de agujas vibratorias o rotativas.
Aunque se ha registrado repetidamente una elevación significativa en los niveles de
endorfinas en el curso de sesiones de acupuntura, no sólo en Shanghai sino también
en varios laboratorios occidentales, aún no se ha identificado la vía neurológica por la
que la señal de activación alcanza el cerebro. Puede tratarse de un mecanismo
análogo al que pone en marcha la conocida respuesta inducida por el estrés.
Desde finales de los años setenta está demostrado que las endorfinas aparecen
ante un shock debido a una gran pérdida de sangre o a la septicemia; su aumento en
traumatismos físicos de toda clase está bien documentado en la literatura quirúrgica.
Hasta hace muy poco, este fenómeno no se había estudiado en niños, pero un trabajo
reciente realizado en la Universidad de Pittsburgh revela la misma pauta que en los
adultos, es decir, la producción de endorfinas era significativamente mayor en los
pacientes cuyas lesiones eran más graves, en comparación con los que sufrían
traumatismos menores. Algunos niños que sólo habían sufrido abrasiones también
presentaban niveles algo más altos.
Nunca sabremos el nivel de endorfinas de Katie Mason (y algunos de mis colegas
clínicos, ávidos de pruebas, sin duda encontrarán criticable mi suposición de que fue
alto), pero estoy convencido de que la naturaleza intervino, como hace tan a menudo,
y suministró exactamente la dosis necesaria para dar cierta tranquilidad a una niña
moribunda. El aumento de las endorfinas parece ser un mecanismo fisiológico innato
para proteger a los mamíferos, y quizás a otros animales, de los peligros emocionales
y físicos del terror y el dolor. Es un instrumento de supervivencia, y como tiene valor
evolutivo, probablemente apareció durante el período salvaje de nuestra prehistoria,
en el que frecuentemente se presentaban amenazas mortales en la vida cotidiana. Sin
duda, muchas vidas se han salvado por haber mantenido la calma ante el peligro
súbito.
Parece que a Joan Mason también la protegieron las endorfinas. Me dijo que si no
hubiera sido por el calor casi sobrenatural que la invadió y por la sensación de estar
rodeada de una espesa aura aislante, podría haber tenido un ataque cardíaco y haber
muerto allí mismo, al lado de su hija. Los homínidos primitivos cuyos corazones y
sistema circulatorio no sucumbieron al terror puro ante los ataques de animales,
fueron los que sobrevivieron y tuvieron crías cuyas respuestas fueron muy semejantes
a las suyas.
Aunque hay muchas narraciones de este tipo de sucesos, se han hecho muy pocos

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intentos de estudiarlas de una manera sistemática. Leemos la lección filosófica de
Montaigne, o la historia de un soldado, o quizás el relato de un alpinista que
experimentó una paz interior insólita mientras caía, seguro de que se hallaba ante una
muerte instantánea. Algunos de nosotros tenemos nuestras propias historias. Y
también hay veces, por supuesto, en que las endorfinas fallan y la muerte sobreviene
con toda su angustia.
Como para algunos las endorfinas están relacionadas con cuestiones del cuerpo y
para otros con cuestiones del espíritu, es instructivo examinar la experiencia de un
hombre cultivado cuyo objetivo era la salud de ambos. Se olvida con frecuencia que
el gran explorador David Livingstone era un médico misionero. Durante sus
expediciones africanas sobrevivió en varias ocasiones a la cercana llamada de la
muerte, pero hay una que ejemplifica la manera en que, algunas veces, el protoplasma
y el ectoplasma actúan estrechamente unidos, precisamente en el momento en que
parece que se van a separar para siempre.
Un día de febrero de 1844, cuando Livingstone tenía treinta años, fue atacado por
un león herido del que trataba de proteger a varios nativos de la expedición. Las
mandíbulas del enfurecido animal se clavaron en su brazo izquierdo y sintió que le
levantaba del suelo y le agitaba violentamente, al mismo tiempo que sus dientes se
hundían profundamente en la carne, astillando el húmero y causándole once
desgarraduras en la piel y los músculos. Un miembro de la expedición de
Livingstone, un anciano converso llamado Mebalwe, tuvo la presencia de ánimo
necesaria para coger una escopeta y disparar los dos cañones, lo que asustó lo
suficiente al animal como para que abandonara su presa y huyera. No tardó en morir
cerca de allí a causa de la bala que Livingstone le había disparado antes de que le
atacara.
El explorador herido tuvo mucho tiempo para pensar en lo cerca que había estado
de la muerte durante los más de dos meses que tardó en recuperarse de la hemorragia,
la fractura conminuta y la grave infección que, al poco tiempo, comenzó a supurar.
Estaba tan asombrado de haber sobrevivido como de la calma que había sentido en
las fauces del león. Más tarde describió el suceso y su inefable sensación de paz en la
autobiografía que publicó en 1857, Missionary Travels and Researches in South
África:

Gruñendo terriblemente cerca de mi oreja, me sacudió como un terrier podría sacudir una rata. El susto me
produjo un estupor similar al que parece sentir un ratón tras el primer zarpazo del gato. Me causó una especie de
languidez en la que no había sensación de dolor ni de terror, aunque era completamente consciente de todo lo que
estaba sucediendo. Era como lo que describen los pacientes cuando se encuentran bajo la influencia del
cloroformo: pueden ver la operación pero no sienten el bisturí. Esta singular situación no fue resultado de ningún
proceso mental. La sacudida eliminó el miedo e inhibió toda sensación de horror al mirar a la bestia. Este peculiar
estado probablemente se produce en todos los animales que matan los carnívoros y, si es así, es una provisión
misericordiosa de nuestro benevolente Creador para disminuir el dolor de la muerte.

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En aquellos días lejanos en los que la ciencia de laboratorio estaba empezando su
larga colaboración con la medicina de cabecera, probablemente la mayoría de la
gente habría estado de acuerdo con la explicación de Livingstone para su asombrosa
calma. Habría sido necesario tener presciencia —o renegar de la fe— para invocar la
fisiología en aquellos momentos en que el microscopio y el análisis químico
acababan de nacer. Era prácticamente imposible que Livingstone hubiera intuido de
alguna manera los principios de las alteraciones bioquímicas de la conciencia en
condiciones de estrés. Al estar semejante visión profética incluso fuera de la
capacidad de un misionero cristiano, no pudo prever el descubrimiento de ese
fenómeno.
Yo he tenido una experiencia semejante. No soy una persona miedosa por
naturaleza y, sin embargo, hay dos situaciones que temo hasta el punto de la
irracionalidad patológica: mirar hacia abajo desde una gran altura y hallarme
sumergido en aguas profundas. Sólo con pensar en cualquiera de estos dos peligros se
produce un espasmo en cada uno de mis esfínteres, de un extremo a otro del tubo
digestivo. No es que sea cauteloso ante las aguas profundas o incluso que me asusten;
es que me dan pavor, me amilanan y me llenan de una fóbica cobardía. En una
piscina, rodeado de jóvenes sanos, todos ellos capaces de rescatarme sin tensar ni una
sola fibra de músculo schwarzerneggeroide, he sentido más de una vez la mortal
certeza de un ahogo inminente; y esto simplemente porque me había dado cuenta de
que estaba unos centímetros más allá de donde me cubría.
En una ocasión, me retiraba de un banquete espléndido (durante el cual todo el
alcohol que había tomado se había reducido a una botella de cerveza Tsingtao, y
además durante la primera parte de una comida que se había prolongado dos horas),
en compañía de un colega americano y media docena de miembros de la Facultad de
Medicina de Hunan, próxima a la ciudad de Changsha, en la región sur-central de
China, e íbamos charlando y paseando por un camino lleno de curvas que en un breve
tramo atravesaba lo que parecía ser un estanque poco profundo de aguas tranquilas.
Vestía un traje y llevaba una bolsa de mano medio llena colgada del hombro. El
terreno no me era del todo desconocido por haber estado en aquella casa de
huéspedes dos años antes, pero parece que no tuve en cuenta la estrechez del sinuoso
pavimento ni la ausencia casi total de iluminación exterior en aquella noche sin
estrellas. Al volverme a la mitad de un paso para decir algo a uno de mis anfitriones,
que caminaba detrás de mí, me encontré de pronto sin nada bajo el pie derecho. En un
instante estaba sumergido en un agua impenetrablemente negra y seguía
hundiéndome. Al tiempo que me daba cuenta de que había caído de pie y seguía
descendiendo, sentí un gran asombro y una leve y muy lejana ironía no exenta de
humor, como si hubiera participado en una imprudente y estúpida broma que no
hubiera salido como la había planeado. Al mismo tiempo, estaba enfadado conmigo

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mismo por lo que —allí abajo y aparentemente inmerso en un estrecho canal que
conducía directamente a New Haven atravesando la corteza terrestre— me pareció
una torpeza que iba a interferir en el cumplimiento de mi misión en Hunan. Lo más
notable es que no sentía ningún miedo y, desde luego, no pensé en ningún momento
en que me podía estar ahogando.
Aunque no me di cuenta, por fin debí llegar al fondo y tomar impulso como un
nadador experimentado, porque pronto me encontré ascendiendo directamente hasta
que mi cabeza salió a la superficie. Agarrándome a las manos que me ofrecían mis
asustados y vociferantes compañeros, trepé fuera del estanque usando como peldaños
los salientes irregulares de las rocas que había en la orilla. Aún tenía la bolsa en el
hombro. Lo único que había perdido eran las gafas y algo de ese necesario
componente de dignidad que los chinos llaman mianzi, o «cara». Durante algunos
momentos me quedé allí de pie en el camino, sintiéndome estúpido, desconcertado y
súbitamente helado.
Mi profunda inmersión no pudo haber durado más de algunos segundos y la
descarga de endorfinas es sólo otra suposición que no puedo probar. Pero cuento este
episodio como un testimonio personal de una circunstancia repentina e imprevista
que debería haber provocado una pérdida caótica de control y que, sin embargo, sólo
acabó en una sensación de calma indiferente y en observaciones bastante racionales
sobre el aprieto en el que (literalmente) me había metido. Parece que el shock
emocional puso en marcha una respuesta al estrés que me impidió tomar conciencia
del peligro, evitando así que el pánico me paralizara. Evidentemente, fue una suerte
que no empezara a agitar caoticamente los brazos y me librara de tragar una buena
cantidad de agua estancada, por no mencionar la certeza casi absoluta de que, al
mover violentamente la cabeza, me hubiera golpeado contra los salientes de las rocas
que sólo estaban a unos centímetros.
Mis breves momentos de peligro no alcanzaron en absoluto la magnitud del
ataque que sufrieron Montaigne o Livingstone, ni soy tan insensible como para
compararlos con la tragedia de la pequeña Katie Mason. Sin embargo, excepto por la
gran diferencia de grado, parece que todos ellos ilustran el mismo fenómeno:
tranquilidad aparente en lugar de terror, y resignación en lugar de una lucha
contraproducente. Se ha reflexionado mucho sobre las razones de que esto sea así, y
las respuestas abarcan un ámbito filosófico tan amplio como la distancia que hay
entre la espiritualidad y la ciencia. En el momento en que se aproxima una muerte
repentina, independientemente de cuál sea su causa, con frecuencia parece que los
seres humanos y muchos animales están protegidos —protegidos no sólo del horror
de la muerte misma, sino de ciertos actos contraproducentes que podrían impedir toda
escapatoria o aumentar su angustia.
Con esto me estoy acercando a un territorio peligroso, pero inevitable. El

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fenómeno denominado near-death experience (experiencia de proximidad de la
muerte) ha sido muy discutido últimamente. Ningún observador razonable puede
pasar por alto los numerosos relatos sobre «el tránsito al más allá» que han recogido
investigadores serios en entrevistas a supervivientes dignos de crédito. Quienes tratan
de interpretar sus hallazgos sobre una base científicamente razonable han invocado
una variedad de causas posibles, desde las psiquiátricas a las bioquímicas. Otros
buscan la explicación en la fe religiosa o en la parapsicología, y también hay quienes
aceptan sin más estas experiencias, considerándolas no sólo reales sino, de hecho, la
primera fase de una bienaventurada existencia en el más allá, casi siempre el cielo o
su equivalente.
El psicólogo Kenneth Ring entrevistó a 102 supervivientes de lesiones o
enfermedades que habían visto sus vidas en peligro. Cuarenta y nueve de ellos
cumplían sus criterios de experiencia —en grado profundo o moderado— de
proximidad de la muerte, mientras que cincuenta y tres parece que realmente no
habían tenido tal experiencia. La gran mayoría de los enfermos entrevistados habían
sufrido un episodio repentino tal como un infarto coronario o una hemorragia. El
doctor Ring seleccionó una serie de elementos básicos de los casos válidos: paz y
sensación de bienestar, separación del cuerpo, entrada en la oscuridad, percepción de
la luz, entrada en la luz. Otras características menos generalizadas eran: revisión de la
propia vida, aparición de una «presencia», encuentro con seres queridos fallecidos y
la decisión de volver. Algunos de los pacientes del doctor Ring habían llegado a un
estado tan irrecuperable desde el punto de vista médico que se les había considerado
clínicamente muertos, pero la mayoría no habían alcanzado ese punto, sino que se
habían hallado meramente en peligro de muerte.
No tengo más datos para interpretar el llamado «síndrome de Lázaro» que la
mayoría de quienes lo han estudiado, pero me gustaría ser un poco más respetuoso
con los hechos observados que algunos estudiosos que confunden sus deseos con la
realidad, especialmente aquellos que llegan a denominar after-death experience
(experiencia de retorno de la muerte) al objeto de sus lucubraciones. En este sentido
me parece útil considerar las posibles consecuencias biológicas de dicho fenómeno,
cuál podría ser su función y de qué modo puede favorecer la preservación de los
individuos y de las especies.
Creo que la experiencia de la proximidad de la muerte es resultado de una
evolución biológica de millones de años y que tiene como función preservar la vida
de las especies. Muy probablemente su carácter es similar al proceso descrito en las
páginas anteriores. El hecho de que, aparentemente, a veces se haya producido en
casos de «muerte» prolongada o en situaciones de relativa calma no me hace dudar de
mi hipótesis y creo que en el futuro se probará que se debe, si no específicamente a
las endorfinas, sí a algún mecanismo bioquímico semejante. No me sorprendería que

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se demostrara la intervención de alguno de los otros elementos que se han
considerado posibles causas, tales como el mecanismo psicológico defensivo de la
despersonalización, el efecto alucinatorio del terror, las convulsiones que se originan
en los lóbulos temporales del cerebro y la insuficiente oxigenación cerebral. A su vez,
la liberación de agentes bioquímicos muy bien podría ser la consecuencia, o la causa,
de uno o varios de tales procesos. En los pocos casos en los que el fenómeno se
produce durante la lenta agonía de lo pacientes terminales, evidentemente pueden
intervenir otros factores como los narcóticos que se les suministra o las sustancias
tóxicas producidas por la propia enfermedad.
Como tantas otras explicaciones bioquímicas de fenómenos oscuros,
aparentemente místicos, ésta no pretende convencer a los creyentes. No soy el
primero en preguntarse por qué misteriosos caminos hace Dios que se cumpla su
inescrutable voluntad, ni la fuente del rumor de que podría servirse de sustancias
químicas para ello. Como escéptico inveterado tengo la convicción de que no sólo
debemos cuestionar todas las cosas, sino estar dispuestos a creer que todas las cosas
son posibles. Pero mientras que el verdadero escéptico puede existir felizmente en un
estado de permanente agnosticismo, algunos de nosotros deseamos ser convencidos.
Algo dentro de mi espíritu racional se rebela al invocar la parapsicología, pero no al
invocar a Dios. Nada me alegraría más que una prueba de su existencia, así como de
una bienaventurada vida futura. Pero por desgracia no veo ningún indicio de ella en la
experiencia de la proximidad de la muerte.
No dudo de la existencia del fenómeno de la proximidad de la muerte y de la
serenidad que se siente en ocasiones cuando la muerte amenaza de improviso. Sin
embargo, dudo que se produzca frecuentemente en otras circunstancias. El bienestar y
la paz, y especialmente la serenidad consciente de los últimos días sobre la tierra, han
sido muy sobreestimados por muchos comentaristas, que no nos hacen ningún bien
induciéndonos a concebir falsas esperanzas.

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VII
Accidentes, suicidio y eutanasia

En una conferencia sobre la inmortalidad del alma pronunciada en Harvard en 1904 y


frecuentemente citada, William Osler afirmó que disponía de lo que describía como
las fichas de la muerte de unas quinientas personas «con especial referencia a los
tipos de muerte y a las sensaciones de los agonizantes». Según Osler, únicamente en
noventa casos se evidenciaba dolor o angustia. De los quinientos casos, «la gran
mayoría no presentaba signo alguno en un sentido ni en otro; igual que el nacimiento,
la muerte era sueño y olvido». De acuerdo con la descripción de Osler, los
moribundos sufren «delirios, pero inconstantes, generalmente se encuentran
inconscientes y apáticos». Lewis Thomas va incluso más lejos: «Sólo he visto una
vez muerte con agonía, en un paciente con rabia». En la época en que hicieron estas
afirmaciones, Osler y Thomas estaban considerados (Thomas aún lo está) entre las
autoridades médicas más respetadas.
Sin embargo, sus descripciones me dejan perplejo. He visto a demasiadas
personas morir sufriendo, y a demasiadas familias atormentadas por la impotente
vigilia que deben guardar en el lecho de muerte, como para pensar que mi
observación clínica sea una deformación de la realidad. Los últimos días y semanas
de mis pacientes, en proporción muy superior a la quinta parte citada por Osler, han
estado colmados de sufrimientos, y yo los he presenciado. La diferente visión de
Thomas quizá obedezca al hecho de que pasó la mayor parte de su carrera en un
laboratorio de investigación; y la interpretación que Osler da a sus quinientos casos
quizá refleje su conocida convicción de que el mundo es en realidad un lugar mucho
mejor de lo que creemos y su celo como mentor universal de esa filosofía optimista.
Independientemente de lo que motivara las declaraciones de estos dos compasivos
eruditos médicos, debo decir, como en esos incómodos momentos en que
aparentemente dudamos de nuestros propios dioses familiares, que estoy en
respetuoso desacuerdo.
Pero es posible que en realidad no esté en desacuerdo. O quizás son Osler y
Thomas los que discrepan de sus propias idealizaciones, pero no desean decirlo.
Pudiera ser que ambos dieron por sentado lo que pretendían probar, y lo hicieron
ingeniosamente. Al describir lo que, según ellos, es la ausencia de agonía en el
moribundo, omiten convenientemente los acontecimientos que preceden

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inmediatamente a los días u horas finales de los que hablan tan tranquilizadoramente.
En efecto, la hora misma en que se para el corazón suele ser tranquila si hay sedación
profunda o el bendito alivio del coma terminal llega para poner fin a una lucha
extenuante. Es cierto que muchos moribundos evitan de esta manera un tránsito
atormentado; pero muchos otros sufren física y mentalmente casi hasta el último
momento, o incluso en el último momento. El negarse a reconocer que la muerte
puede ir precedida de un preludio de sufrimientos obedece a una delicada reticencia
victoriana y, en el fondo, eso es lo que todos queremos oír. Pero si nos engañamos
esperando paz y dignidad, la mayoría de nosotros morirá preguntándose que es lo que
él, o su médico, ha hecho mal.
Osler tuvo un final tranquilo, pero con un coste de enorme sufrimiento, que hizo
mella incluso en su naturaleza siempre jovial. Su última enfermedad le tuvo dos
meses postrado en cama. Comenzó con síntomas que se atribuyeron en un primer
momento a un resfriado, después a una gripe y después a una neumonía. Aunque
soportó con valor los accesos de fiebre y los angustiosos ataques de tos, algunas
veces le resultaba difícil tranquilizar a su esposa y convencer a sus apenados amigos
de que su optimismo no decaía. Cuando su dolencia ya estaba avanzada, escribía en
una carta a su antiguo secretario: «He pasado una época endemoniada —¡seis
semanas en la cama!— con una bronquitis paroxística que no está en ninguno de tus
libros, prácticamente sin síntomas; tos constante, primero un par de veces y luego
verdaderos ataques como los de la tos ferina… Además, la otra noche, a las once, una
pleuritis aguda. Una puñalada y luego fiebre, dolor al toser y al inspirar
profundamente, pero doce horas después tuve un ataque de tos que arrancó todas las
adherencias pleurales y con ello desapareció el dolor… Toda terapia bronquial es
inútil, no hay nada que mis buenos médicos no hayan intentado conmigo, pero lo
único que sirve de algo para controlar la tos son los opiáceos, un buen sorbo de la
botella de paregóricos, o una hipodérmica de morfina».
Para entonces, incluso un espíritu tan animoso como el de Osler estaba
flaqueando y perdiendo su capacidad de transmitir optimismo a quienes le rodeaban.
Había sufrido dos operaciones con anestesia general para drenar el pus del tórax que
sólo le habían procurado una leve mejoría. Su tormento le hizo desear la muerte que
había descrito quince años antes, una muerte en la que se hallara «inconsciente y
apático». Hacia el final, el valeroso Osler admitió que sus padecimientos se alargaban
demasiado y su deseo de que acabara el sufrimiento: «Este maldito asunto se
prolonga de una manera desagradable y, cerca ya de los setenta y un años, el puerto
no está lejos».
Dos semanas más tarde murió, a los setenta años. Había vivido las tres veintenas
y media prometidas por el Libro de los Salmos. Su neumonía no había sido la
«enfermedad aguda, corta, con frecuencia no dolorosa» que había descrito mucho

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antes y, desde luego, no había cumplido su función como «amiga de los ancianos»,
puesto que casi con seguridad habría vivido saludablemente muchos más años si no
hubiera segado su vida. De este modo, su muerte traicionó sus expectativas, como
nos sucederá a la mayoría de nosotros.
En la mayor parte de los casos, la muerte no sobreviene limpiamente y sin
padecimientos. Aunque muchas personas se queden «inconscientes y apáticas» al
entrar en estado de coma; aunque algunos afortunados tengan la bendición de una
muerte considerablemente tranquila, e incluso consciente, al final de una enfermedad
penosa; aunque cada año muchos miles de personas caen muertas literalmente, tras un
momento de malestar, y aunque algunas veces las víctimas de traumatismos y
muertes súbitas reciban el don de no padecer dolores y el terror que les acompaña;
aun admitiendo todas estas posibilidades, quienes mueren en condiciones tan
favorables todos los días representan menos del 20 por ciento. Y aun para aquellos
que alcanzan un cierto grado de serenidad durante el tránsito, el período de días o
semanas que precede a la paulatina pérdida de la conciencia frecuentemente está
colmado de penas y sufrimientos físicos.
En demasiadas ocasiones los pacientes y sus familias abrigan esperanzas que no
se pueden cumplir. La muerte se vuelve entonces más difícil por la frustración y el
desengaño que crea la actuación de una comunidad médica que no puede hacerlo
mejor o, peor aún, que no lo hace mejor porque sigue luchando mucho después de
que la derrota sea inevitable. Con la idea de que la gran mayoría de las personas
mueren tranquilamente en cualquier caso, a veces se toman decisiones terapéuticas
que, casi al final de la vida, conducen al enfermo, lo quiera o no, a una serie de
padecimientos cada vez mayores, de los que no hay liberación: cirugía de utilidad
dudosa y fuente probable de complicaciones, quimioterapia con serios efectos
secundarios y respuesta incierta y prolongados períodos de cuidados intensivos
cuando ya no sirven de nada. Es mejor saber cómo es la muerte, y es mejor elegir lo
que con mayores garantías evite lo peor. Normalmente, lo que no se puede evitar, por
lo menos puede mitigarse.
Por mucho que un individuo crea que ha llegado a convencerse de que no hay que
temer a la muerte, no dejará de sentir miedo ante su enfermedad final. El
conocimiento realista de lo que se puede esperar es la mejor defensa frente a los
irrefrenables fantasmas del temor injustificado y la angustiosa sospecha de que no se
están haciendo bien las cosas. Cada enfermedad es un proceso distinto que lleva a
cabo su particular obra destructiva de acuerdo con unas pautas muy específicas.
Cuando estamos familiarizados con las pautas de nuestra enfermedad, desarmamos
nuestras fantasías. El conocimiento preciso de cómo mata una enfermedad sirve para
librarnos de terrores innecesarios por los sufrimientos que quizá tengamos que
soportar al morir. Podemos así estar mejor preparados para reconocer las fases en las

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que es necesario buscar asistencia o, dado el caso, empezar a pensar si no ha llegado
el momento de terminar el viaje definitivamente.
Hay un tipo de muerte para el que apenas es posible prepararse, y quizá sea mejor
así. La muerte violenta es la que más afecta, con mucho, a los jóvenes. A pesar de
todas las advertencias, la juventud no presta atención a quienes recomiendan una
toma de conciencia de los caminos que pueden conducir a la tumba. Ni tampoco se
deja influir por las estadísticas; en Estados Unidos la causa principal de muerte de las
personas menores de cuarenta y cuatro años son los traumatismos, definidos como
lesiones o heridas físicas. De esta manera mueren cada año aproximadamente
150.000 norteamericanos de todas las edades; y quedan permanentemente
discapacitados otros 400.000. En el 60 por ciento de los casos la muerte se produce
dentro de las veinticuatro horas siguientes a las lesiones.
No es sorprendente que los accidentes de tráfico sean la fuente principal de
traumatismos en nuestro país. Los automovilistas padecen el 35 por ciento de las
lesiones más graves y los motociclistas el 7 por ciento. Los accidentes de tráfico por
lo menos tienen la virtud de no ser intencionados en la inmensa mayoría de los casos.
No sucede lo mismo con las heridas de bala (que representan el 10 por ciento de
todos los traumatismos importantes) y las puñaladas (que alcanzan un porcentaje casi
igual). Entre el 7 y el 8 por ciento de los traumatismos tienen por víctima a los
peatones, y un 17 por ciento adicional son resultado de caídas, que afectan con tanta
frecuencia a los muy ancianos como a los muy jóvenes. El 15 por ciento de los
traumatismos graves restantes tienen causas diversas que abarcan desde los
accidentes laborales a los choques de bicicletas y diferentes lesiones debidas a
tentativas de suicidio.
A finales del verano de 1899, un agente inmobiliario de 68 años, que
irónicamente se llamaba Henry Bliss[4] murió en Nueva York al ser atropellado por
un automóvil en el momento en que se bajaba del tranvía, adquiriendo así la dudosa
distinción de ser la primera víctima de un accidente de tráfico de nuestro país. Desde
entonces casi tres millones de norteamericanos han muerto por esta causa. El factor
más importante en estas muertes (su compañero de viaje, por decirlo así) ha sido el
alcohol, que interviene aproximadamente en la mitad de las muertes por accidente de
tráfico. Un tercio de los muertos fueron víctimas del exceso de alcohol de otra
persona.
Tras afirmar que la muerte individual es un elemento necesario e inherente a la
pauta de la continuidad biológica, quiero añadir aquí la evidente aclaración de que la
naturaleza no necesita ayuda. Sus propias manipulaciones de las células hacen
innecesario y, en último término, contraproducente, que nos matemos unos a otros
masivamente y a nosotros mismos. Los traumatismos roban a la especie su
descendencia e interrumpen el ciclo establecido de renovación y mejora. La muerte

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traumática de un ser humano no sirve a ningún propósito útil. Es tan trágica para la
especie como para la familia que deja atrás.
¡Qué irónico es que en nuestra sociedad se dedique tan poco esfuerzo biomédico a
la prevención y el tratamiento de las heridas! Sólo recientemente se ha reconocido
que la violencia es un importante problema de la sanidad en Estados Unidos, que el
número de muertes per cápita debidas a armas de fuego es en nuestro país siete veces
mayor que en el Reino Unido; que la tasa de suicidios, la cara más sombría de la
violencia, se ha duplicado entre los niños y adolescentes en los últimos treinta años, y
el aumento se debe casi por completo a las armas de fuego. El suicidio es ahora la
tercera causa de muerte en esos grupos de edad.
Hay quien sostiene con argumentos convicentes que en realidad hay muchos más
casos de suicidio, que las estadísticas no incluyen esa forma solapada de conducta
gradualmente autodestructiva que algunos denominan «suicidio habitual crónico»:
drogas, alcohol, conducción imprudente, hábitos sexuales peligrosos, pertenencia a
bandas y demás formas con las que la juventud desafía las normas de la sociedad. El
suicidio habitual crónico no sólo cercena vidas desde el punto de vista cuantitativo,
sino también cualitativo. Nos priva al resto de nosotros de los talentos, la pasión y, en
consecuencia, de las aportaciones a la sociedad que podrían haber realizado esas
vidas malogradas, con frecuencia mucho antes de que efectivamente se hayan
perdido. Tales pérdidas son inconmensurables y corroen poco a poco los extremos del
tejido social de nuestra civilización.
Se ha empleado el término trimodal para designar los tres momentos en que
puede sobrevenir la muerte por traumatismo: muerte inmediata, precoz y tardía. La
«muerte inmediata» es la que tiene lugar a los pocos minutos de la lesión. Incluye
más de la mitad de todas las muertes por traumatismo y siempre es resultado de una
lesión en el cerebro, médula espinal, corazón o un vaso sanguíneo principal. El
proceso fisiológico es el daño cerebral masivo o la exsanguinación.
«Muerte precoz» es la que se produce en las horas siguientes a la lesión. La causa
habitual es una herida en la cabeza, pulmones u órganos abdominales, con
hemorragia en esas áreas. La muerte puede sobrevenir por lesión cerebral, pérdida de
sangre, dificultades respiratorias. Independientemente del período de tiempo
transcurrido, aproximadamente un tercio de todas las muertes por traumatismo se
deben a una lesión cerebral y otro tercio a hemorragias. Aunque en el caso de
«muerte inmediata» no hay posibilidad de intervención médica, las vidas de muchos
pacientes pertenecientes a la categoría «precoz» pueden salvarse si reciben
tratamiento con prontitud. Aquí es donde la rapidez del transporte, la competencia del
equipo de traumatología y una sala de urgencias bien dotada resultan decisivas. Se ha
calculado que cada año mueren 25.000 norteamericanos porque tales recursos no
están disponibles para todos. Los conflictos armados en que ha intervenido este país

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demuestran la importancia de un sistema de transporte rápido. En cada una de
nuestras cuatro últimas guerras importantes el aumento del saber médico fue
acompañado de una evacuación cada vez más rápida. Como resultado, las tasas de
mortalidad disminuyeron enormemente de una guerra a la siguiente.
«Muerte tardía» se refiere a la que se produce días o semanas después de la
lesión. Aproximadamente el 80 por ciento están causadas por complicaciones
infecciosas o por insuficiencia pulmonar, renal o hepática. Las víctimas sobreviven a
la hemorragia inicial o al traumatismo craneal pero con frecuencia sufren lesiones en
otros órganos, tales como perforación intestinal, rotura de bazo o hígado, o quizá una
lesión contusa en el pulmón. A menudo es necesario intervenir quirúrgicamente para
detener una hemorragia, impedir una peritonitis o reparar un órgano dañado, que a
veces hay que extirpar en la intervención. Muchos pacientes, en vez de recuperarse
sin complicaciones, empiezan a tener fiebre al cabo de unos días, con altas cifras de
leucocitos en sangre y parte del volumen sanguíneo tiende a estancarse en lugares
inadecuados del cuerpo, tales como los vasos sanguíneos del intestino, perdiéndose
así para la circulación general. Todos estos procesos son característicos de la
infección generalizada o septicemia que cada vez se vuelve más resistente a los
antibióticos y a otros tratamientos farmacológicos.
Si el origen de la septicemia está en un absceso o incisión postoperatoria
infectada, el drenaje quirúrgico normalmente solucionará el problema y permitirá la
recuperación del paciente. Sin embargo, suele ocurrir que no haya ningún absceso y
los síntomas se agraven. Al final de la primera semana después del traumatismo
empieza a manifestarse una insuficiencia respiratoria bajo forma de edema pulmonar
y un proceso con las características de la neumonía, lo que da lugar a una reducción
de la oxigenación de la sangre. El pulmón es uno de los primeros afectados por la
septicemia, pero no tardan en seguirle el hígado y los ríñones. Se piensa que esta
evolución constituye una reacción inflamatoria a la presencia en la sangre de distintos
microbios y otros invasores que generan sustancias tóxicas. Puede tratarse de
bacterias, virus, hongos e incluso restos microscópicos de tejidos muertos. Cuando se
logra identificar los microbios, el origen de éstos suele estar en el tracto urinario,
siguiéndole en frecuencia los tractos respiratorio y gastrointestinal. En muchos casos
se originan en las heridas quirúrgicas y en la piel. En respuesta a la presencia de
toxinas en la circulación, parece que el pulmón y los demás órganos crean y liberan
ciertas sustancias químicas que tienen un efecto nocivo sobre los vasos sanguíneos,
órganos e incluso células, incluidas las de la sangre. Las células tisulares pierden su
capacidad de extraer el suficiente oxígeno de la hemoglobina al tiempo que reciben
menos hemoglobina por haberse reducido la circulación. Estos fenómenos se parecen
tanto al cuadro clásico de shock cardiogénico o hipovolémico que su efecto global se
llama shock séptico. Si el shock séptico no responde al tratamiento, los órganos

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vitales fallan uno tras otro.
El shock séptico no sobreviene sólo a las víctimas de traumatismos. Se produce
en distintas enfermedades en las que los mecanismos de defensa del paciente están
deteriorados. De hecho, con frecuencia es el factor terminal de la diabetes, el cáncer,
la pancreatitis, la cirrosis y las quemaduras importantes, y la tasa de mortalidad entre
sus víctimas es del 40 al 60 por ciento. El shock séptico es la principal causa
inmediata de muerte en las unidades de cuidados intensivos en Estados Unidos,
causando de 100.000 a 200.000 muertes cada año.
Una vez que el pulmón ha perdido parte de su capacidad para oxigenar la sangre y
que la circulación disminuye a causa de un miocardio desfalleciente y del
estancamiento de la sangre en los vasos del intestino, varios órganos empiezan a
mostrar los efectos de la disminución del riego. La función cerebral se reduce; el
hígado pierde parte de su capacidad de producir algunas de las sustancias que el
organismo necesita y de destruir las que no necesita. La insuficiencia hepática agrava
a su vez el debilitamiento concomitante del sistema inmunológico y la reducción en
la producción de sustancias antiinfecciosas. Al mismo tiempo, la disminución del
flujo sanguíneo al riñón impide que filtre eficazmente y da lugar a una producción
inadecuada de orina y a una uremia cada vez más grave, lo que equivale a favorecer
la presencia de productos tóxicos en la sangre.
Estos procesos pueden complicarse por la destrucción de las células epiteliales del
estómago y el intestino, lo que da como resultado úlceras y hemorragias. El shock, la
insuficiencia renal y la hemorragia gastrointestinal frecuentemente preludian el final
de las víctimas del síndrome de fallo postraumático multiorgánico. Dicho de otra
manera, el fallo de varios órganos es la última fase de la septicemia y, en
consecuencia, constituye el final de muchos pacientes cuyo proceso primario puede
haber sido un traumatismo o alguna de las enfermedades más «naturales» de la
humanidad. Todas las características del síndrome parecen causadas por los efectos
de las toxinas sobre los distintos sistemas del cuerpo. En todos los casos, el desenlace
depende del número de órganos que sucumban al asalto. A partir de tres, la tasa de
mortalidad se acerca al cien por cien.
Todo el proceso normalmente dura dos o tres semanas, y algunas veces más. En
uno de mis pacientes, la septicemia a consecuencia de una pancreatitis se prolongó
durante meses mientras nosotros —cirujano, médicos asesores, anestesistas,
residentes, enfermeras y técnicos— recurrimos en vano a todas las técnicas de
diagnóstico y terapéuticas de que disponíamos en nuestro hospital universitario para
intentar detener la inevitable insuficiencia de órganos sucesivos.
Es terriblemente duro presenciar los padecimientos de las víctimas del shock
séptico. Las últimas fases de su vida siguen una pauta predecible. En primer lugar se
presenta la fiebre, el pulso se acelera y se producen dificultades respiratorias, o por lo

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menos signos de una oxigenación inadecuada detectables en un análisis de sangre. Se
coloca un tubo endotraqueal para facilitar la respiración, pero pronto se constata que
no se consigue una mejoría sustancial. Si el paciente no está ya sedado, su nivel de
conciencia comienza a fluctuar por sí mismo. Se hacen TACs, ecografías, numerosos
análisis de sangre y cultivos tratando de hallar, con frecuencia en vano, algún foco de
infección que se pueda tratar. En torno a la cama se forman grupos de especialistas
que auscultan, discuten y, de forma general, contribuyen a la creciente atmósfera de
incertidumbre. El paciente es trasladado de la unidad de cuidados intensivos a la de
radiología y viceversa, según la técnica de imagen que se emplee, para localizar una
bolsa de pus o una zona de inflamación. Cada cambio de la cama a la camilla o al
contrario se convierte en un ejercicio logístico de desenredo de tubos y cables. Los
ánimos y planes de la familia y del equipo médico cambian con cada nuevo informe
que llega del laboratorio, pero al angustiado paciente sólo se le comunican los que
son favorables, siempre que todavía pueda comprender su significado. Se inician
tratamientos con antibióticos, se cambian, se interrumpen con la esperanza de que
aparezca algún germen que pueda ser tratado en el torrente sanguíneo, y luego se
reinician; ahora bien, en las víctimas de fallos multiorgánicos, los cultivos de sangre
en el laboratorio sólo dan positivo en el 50 por ciento de los casos.
Aparecen diversas alteraciones en la sangre, pudiéndose inhibir el mecanismo de
coagulación hasta el punto de producirse hemorragias espontáneas. El fallo hepático
algunas veces origina una ictericia, al tiempo que el riñón empieza a mostrar los
primeros síntomas graves de un deterioro progresivo. Se puede intentar la diálisis
para ganar tiempo si aún queda alguna esperanza de recuperación. Para entonces, o
quizá antes, si el desesperado paciente todavía es capaz de organizar sus
pensamientos, comienza a preguntarse si lo que puede hacerse por él vale realmente
la pena como para justificar lo que se le está haciendo. Aunque no lo sepa, sus
médicos han comenzado a preguntarse lo mismo.
Sin embargo, nadie abandona porque la batalla aún no está perdida. Pero durante
todo este tiempo ha ocurrido algo que ha pasado inadvertido. A pesar de sus buenas
intenciones, los miembros del equipo han comenzado a perder interés por la persona
cuya vida están intentando salvar por todos los medios. Se ha puesto en marcha un
proceso de despersonalización. El paciente es cada día menos un ser humano y más
un complicado desafío de cuidados intensivos que está poniendo a prueba el genio de
algunos de los más brillantes y agresivos guerreros clínicos del hospital. Para la
mayoría de las enfermeras y algunos de los médicos que le conocían antes de la
septicemia aún queda algo de la persona que era (o puede haber sido), pero para los
superespecialistas consultados que evalúan las últimas trazas moleculares de su
consumida vitalidad, él es un caso, y un caso fascinante en ese momento. Doctores
que tienen treinta años menos que él le llaman por su nombre de pila, lo que de todas

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formas es mejor que ser llamado por el nombre de una enfermedad o por el número
de una cama.
Si al moribundo le queda algo de suerte, al llegar este momento ya no es
consciente del drama del que es protagonista. Ha pasado del embotamiento a la
mínima capacidad de respuesta o incluso al coma, algunas veces de forma
espontánea, a medida que fallan sus órganos, y otras con ayuda de los narcóticos y
demás medicaciones. Su familia ha conocido sucesivamente la inquietud, la angustia
y finalmente la desesperanza.
No sólo a la familia, sino también a las enfermeras y a los médicos que han estado
con el moribundo desde el principio empieza a afectarles la zozobra de una batalla
que empiezan a ver perdida. Comienzan a cuestionarse el proceso mismo por el que
ellos y el enjambre de consultores toman decisiones terapéuticas o deciden seguir,
cada vez con más desesperación, otra pista del diagnóstico, aunque no sea
prometedora. Se atormentan al darse cuenta con creciente claridad de que están
agravando el sufrimiento de un ser humano para mantener viva una mínima
esperanza de recuperación; los médicos más introspectivos se enfrentan entonces a
ese aspecto de su motivación que es el placer de resolver el enigma y alcanzar la
gloriosa victoria en el último minuto, cuando la partida parece perdida.
Esta separación del paciente lleva poco a poco a algunos miembros del equipo a
un acercamiento a la familia, como si se produjera una transferencia de empatía
durante las largas semanas de vigilia. Especialmente cuando se acerca el final, la
atención que el moribundo ya no puede percibir se dedica a quienes han empezado a
llorarle. Rara vez hay despedidas en las unidades de cuidados intensivos; el único
consuelo será el cálido abrazo de una enfermera o las comprensivas palabras de un
médico.
Por último, incluso los que han sido incapaces de rendirse, incluso ellos, sienten
el alivio que acompaña el final de un largo sufrimiento. He visto a veteranas
enfermeras llorar abiertamente al morir un paciente de la unidad de cuidados
intensivos; he visto a cirujanos maduros volver la cara para que sus colegas más
jóvenes no les vieran las lágrimas. Más de una vez me ha fallado la voz, y también el
espíritu, al ir a pronunciar las palabras que tenía que decir.
Por supuesto, tales escenas no se restringen a las UCIs; ocurren también en las
salas generales y en las de urgencia. Muy pocos son los que, entre todos los que
asisten a los enfermos, pueden presenciar desapasionadamente la muerte prematura
por enfermedad o por violencia no provocada. Pero cuando la muerte prematura es
resultado de la autodestrucción, crea un estado de ánimo completamente diferente, y
ese estado de ánimo no es desapasionado. En un libro sobre las formas de morir, la
propia palabra suicidio parece una digresión desconcertante. Es como si nos
separásemos del suicida igual que éste se siente separado del resto de nosotros

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cuando contempla el destino que está a punto de elegir. Apartado de todos y solo, se
ve abocado a la tumba porque parece que no hay otro sitio adonde ir. Para todos los
demás su decisión es incomprensible.
He visto mi propia actitud hacia la autodestrucción reflejada en la respuesta de mi
hija mayor. Mi esposa y yo habíamos ido a la ciudad donde ella estaba terminando
sus estudios porque pensábamos que debíamos estar a su lado cuando recibiera la
noticia de que una amiga suya a la que admiraba particularmente se había suicidado.
Se lo dijimos tan suavemente como pudimos, al principio omitiendo los pocos
detalles que conocíamos. Fui yo quien habló y se lo dije en dos o tres frases. Cuando
terminó nos miró con incredulidad por unos instantes mientras las lágrimas
empezaban a resbalar por sus mejillas enrojecidas. Entonces, en un estallido de rabia
y dolor, exclamó: «¡Esa estúpida!, ¿cómo ha podido hacer una cosa así?». Y después
de todo, esa es la cuestión. ¿Cómo pudo hacer eso a su familia y a todos los que la
necesitaban? ¿Cómo pudo hacer una barbaridad así una muchacha tan inteligente y
dejar que la perdiéramos? No hay sitio para este tipo de cosas en un mundo ordenado;
nunca deberían suceder. ¿Por qué habría de suicidarse esta joven, a la que todos
queríamos, sin consultar a nadie?
Tales cosas parecen inexplicables a quienes han conocido al suicida, pero para el
personal médico que ve el cuerpo sin vida por primera vez, es necesario considerar
otro factor que impide la compasión. Hay algo en el suicidio que resulta tan
desconcertante para aquellos que dedican sus vidas a luchar contra la enfermedad que
tiende a disminuir o incluso a eliminar la empatía. Sea porque se sienten
desconcertados y frustrados por ese acto, o irritados por su inutilidad, no parecen
apenarse mucho ante el cadáver de un suicida. He tenido la experiencia de ver
algunas excepciones, pero pocas. Puede impresionar, incluso despertar lástima, pero
rara vez provoca la conmoción que produce una muerte no escogida.
Quitarse la vida es casi siempre un error. Sin embargo, hay dos circunstancias en
las que quizá no sea así; se trata de las dolencias insoportables de una vejez
incapacitante y de los últimos estragos de una enfermedad terminal. En esta última
frase lo importante no son los sustantivos, son los adjetivos los que reclaman nuestra
atención, porque constituyen la esencia del problema y no admiten compromisos ni
evasivas: insoportables, incapacitante, últimos y terminal.
Durante su larga vida, Séneca, el gran orador romano, dedicó mucho tiempo a
pensar en la vejez:

No renunciaré a la vejez mientras deje intacta la mejor parte de mí. Pero si empieza a debilitar mi mente, si
destruye mis facultades una por una, si no me deja vida sino aliento, abandonaré este pútrido y vacilante edificio.
No huiré con la muerte de la enfermedad mientras ésta se pueda curar y deje mi mente intacta. No levantaré la
mano contra mí mismo a causa del dolor, porque morir así es dejarse vencer. Pero sé que si debo sufrir sin
esperanza de alivio partiré, no por miedo al propio dolor, sino porque me impide todo aquello por lo que viviría.

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Estas palabras son tan eminentemente razonables que pocas personas estarían en
contra de que el suicidio apareciera entre las opciones que los ancianos habrían de
considerar a medida que los días se hacen más difíciles, por lo menos aquellos a
quienes no se lo impidieran sus convicciones personales. Quizás la filosofía
expresada por Séneca explique el hecho de que en Estados Unidos los varones
blancos ancianos se quitan la vida en una proporción cinco veces superior a la media
nacional. ¿No es éste el «suicidio racional» tan enérgicamente defendido en las
revistas especializadas de deontología y en las páginas de opinión de nuestros
diarios?
Creemos que no. El fallo en el argumento de Séneca constituye un llamativo
ejemplo del error que vicia prácticamente cada discusión actual sobre el tema del
suicidio: una proporción muy grande de los ancianos qué se suicidan lo hacen porque
sufren una depresión completamente remediable. Con el tratamiento adecuado
desaparecería esa opresiva desesperanza que les nubla la razón y se darían cuenta de
que el edificio no se tambalea tanto como pensaban y que la esperanza de alivio es
más realista de lo que creían. Más de una vez he visto a un anciano potencialmente
suicida salir de la depresión y he redescubierto en él a un amigo lleno de vitalidad.
Cuando estos hombres y mujeres recobran una visión de la realidad menos
desalentadora, su soledad les parece menos radical y su dolor más soportable porque
la vida vuelve a ser interesante y se dan cuenta de que hay personas que les necesitan.
Todo esto no quiere decir que no haya situaciones en que las palabras de Séneca
no merezcan tenerse en cuenta. Pero en ese caso, su doctrina debe ser objeto de
consultas y asesoramiento, y madurar a lo largo de un período de reflexión. La
decisión de terminar con la vida propia debe de ser tan defendible ante aquellos cuyo
respeto buscamos como ante nosotros mismos. Sólo entonces se puede considerar la
muerte como un fin.
De acuerdo con esto, el suicidio de Percy Bridgman fue prácticamente
irreprochable. Bridgman fue un profesor de Harvard que obtuvo el Premio Nobel en
1946 por sus estudios sobre la física de las altas presiones. A la edad de setenta y
nueve años, y con cáncer en fase terminal, siguió trabajando mientras pudo. Se
encontraba en su casa de verano, en Randolph, New Hampshire, cuando terminó el
índice de los siete volúmenes de sus obras completas, lo envió a Harvard University
Press y se pegó un tiro el 20 de agosto de 1961, dejando una nota en la que resumía
una controversia que desde entonces ha enfrentado diversas posturas en la
deontología médica: «Es inadmisible que la sociedad obligue a un hombre a hacer
esto. Probablemente, hoy es el último día en que sea capaz de hacerlo por mí
mismo».
Cuando murió, Bridgman parecía absolutamente convencido de que estaba
haciendo la elección correcta. Trabajó hasta el último día, ató los cabos sueltos y

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ejecutó su plan. No estoy seguro de hasta qué punto buscó el consejo de otras
personas, pero desde luego no había ocultado su decisión a sus amigos y colegas,
pues hay testimonios de que por lo menos había informado a alguno de ellos con
anterioridad. Había llegado a sentirse tan enfermo que no estaba seguro de por cuanto
tiempo sería capaz de reunir las fuerzas necesarias para llevar a cabo su férrea
resolución.
En su mensaje final, Bridgman deploraba la necesidad de tener que proceder sin
ayuda. Un colega recuerda una conversación en la que Bridgman dijo: «Me gustaría
aprovechar la situación en que me encuentro para establecer un principio general; es
decir, que cuando el final sea tan inevitable como ahora me lo parece a mí, el
individuo tenga el derecho de pedir al médico que lo provoque él directamente». Si
hubiera que resumir en una sola frase la batalla en la que ahora nos encontramos
todos, es ésta.
No hay ningún análisis actual del suicidio, al menos que haya sido escrito por un
médico, que pueda sortear la cuestión de la ayuda a morir que el médico pueda
prestar a sus pacientes. La palabra crucial en esta frase es pacientes, no sólo
individuos, sino pacientes, y concretamente los pacientes a quienes el médico tendría
que ayudar. El gremio de Hipócrates no debería desarrollar una nueva especialidad de
especialistas de la muerte, a quienes oncólogos, cirujanos y demás médicos con
problemas de conciencia pudieran enviar a aquellos que desearan abandonar este
mundo. Por otra parte, todo debate sobre la participación de los médicos debe ser
bien recibido, si saca a la luz una práctica silenciada que ha existido desde que
Esculapio estaba en pañales.
El suicidio, especialmente esta forma que se debate ahora, se ha puesto de moda
últimamente. Hace siglos, quienes se quitaban la vida eran considerados, en el mejor
de los casos, culpables de un crimen contra sí mismos; en el peor, su crimen era un
pecado mortal. Ambas actitudes están implícitas en las palabras de Immanuel Kant:
«El suicidio no es abominable porque lo prohíba Dios; Dios lo prohíbe porque es
abominable».
Pero hoy las cosas son diferentes; con la ayuda, y quizá el aliento de los
autodesignados consejeros sobre los límites del sufrimiento humano tenemos una
nueva actitud ante el suicidio. En la prensa sensacionalista y en las revistas, los actos
de los suicidas que cumplen determinadas condiciones se celebran con homenajes
como los que se suelen reservar a los héroes de la Nueva Era, y eso es en lo que
parece que se han convertido algunos de ellos. En cuanto a los ídolos de nuestro
tiempo, médicos o no, que les asisten, se nos invita a asistir al espectáculo de esos
notorios buhoneros de la muerte exponiendo gustosamente sus filosofías en las
tertulias de televisión.
En 1988 apareció en el Journal of the American Medical Association el relato de

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un joven ginecólogo en prácticas que, en las breves horas de una noche, asesinó —
asesinato es la única palabra adecuada— a una mujer de veinte años enferma de
cáncer porque le pareció bien interpretar su petición de ayuda como una petición de
muerte que sólo él podía dispensar. Su método fue inyectar una dosis de morfina
intravenosa por lo menos dos veces superior a la recomendada y quedarse allí hasta
que su respiración «se hizo irregular, y luego cesó». El hecho de que el
autoproclamado libertador nunca hubiese visto a su víctima no le impidió ni ejecutar
su errada misión misericordiosa, ni publicar sus pormenores, imbuido de una ofensiva
seguridad sobre su sabiduría. Hipócrates se estremeció, y sus herederos vivos lloraron
en su interior.
Si los médicos americanos no tardaron en condenar unánimemente la conducta
del joven ginecólogo, tres años más tarde respondieron de modo muy diferente en un
caso completamente distinto. Un internista de Rochester, Nueva York, expuso en el
New England Journal of Medicine que había facilitado a sabiendas el suicidio de una
paciente a la que identificaba sólo como Diane, prescribiéndole los barbitúricos que
le había pedido. Diane, con un hijo en la universidad, había sido paciente del Dr.
Timothy Quill durante mucho tiempo. Tres años y medio antes le había diagnosticado
un tipo de leucemia especialmente grave, y la enfermedad había avanzado hasta el
punto de que «los dolores óseos, la debilidad, la fatiga y la fiebre comenzaron a
dominar su vida».
En lugar de aceptar la quimioterapia, que tenía pocas probabilidades de detener el
mortal ataque del cáncer, Diane había manifestado al Dr. Quill y a sus asesores al
comienzo de su enfermedad que, mucho más que la muerte, temía la debilidad que le
iba a causar el tratamiento y la pérdida de control de su cuerpo. Lenta, pacientemente,
con singular compasión y la ayuda de sus colegas, Quill llegó a aceptar la decisión de
Diane y la validez de sus razones. El proceso por el que él reconoció gradualmente
que debía ayudarla a adelantar su muerte es un ejemplo de los lazos humanos que
pueden existir y estrecharse entre un médico y un paciente terminal que, con plenas
facultades mentales y después de consultar a otras personas, escoge racionalmente su
forma de morir. Para quienes su concepción del mundo les permite esta opción, el
modo en que el Dr. Quill abordó el espinoso problema del consentimiento (expuesto
en un libro sincero y sensato, publicado en 1993) puede convertirse en un punto de
referencia de la ética médica. Asimismo, los médicos como el joven ginecólogo y los
inventores de máquinas para el suicidio tienen mucho que aprender de las Diane y los
Timothy Quill.
Quill y el ginecólogo representan los dos enfoques diametralmente opuestos que
dominan las discusiones sobre el papel del médico cuando el paciente desea que le
ayude a poner fin a sus días; son el ideal y el que es de temer. Ha habido acalorados
debates, y espero que los siga habiendo, sobre la postura que deben tomar la

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comunidad médica y otros interesados, pues los matices de opinión son numerosos.
En Holanda se han trazado pautas para la eutanasia por consenso general que
permiten que se facilite la muerte a pacientes con plenas facultades mentales y
perfectamente informados en determinadas circunstancias estrictamente reguladas. El
método usual es que el médico induzca un profundo sueño con barbitúricos y después
inyecte un paralizante muscular para causar el cese de la respiración. La Iglesia
Reformada Holandesa ha adoptado una postura, descrita en su publicación
Euthanasie en Pastoraat, que no se opone a la terminación voluntaria de la vida
cuando la enfermedad la hace intolerable. La elección misma de las palabras revela el
cuidado que ha puesto para diferenciar entre ésta y el suicidio normal o zelfmoord,
literalmente «asesinato de uno mismo». Ha introducido un nuevo término para
referirse a la muerte en las circunstancias de la eutanasia: zelfdoding, que podría
traducirse como «darse muerte voluntariamente uno mismo».
Aunque esta práctica sigue siendo oficialmente ilegal en Holanda, no se ha
procesado a ningún médico mientras se haya mantenido dentro de las pautas
establecidas [5]. Éstas consisten en la petición reiterada y voluntaria de poner término
a graves sufrimientos mentales y físicos que sean resultado de una enfermedad
incurable sin otra perspectiva de alivio. Es necesario que todas las opciones
alternativas hayan sido agotadas o rechazadas. El número de pacientes que mueren
por eutanasia es aproximadamente de 2300 al año en una nación de unos 14,5
millones de habitantes, lo que representa el 1 por ciento de todas las muertes. Con
mucha frecuencia se lleva a cabo en el domicilio del paciente. Es interesante resaltar
que la gran mayoría de las peticiones son rechazadas por los médicos porque no
cumplen los criterios requeridos.
Implicación personal: ése es el meollo de la cuestión. Los médicos de familia que
hacen las visitas domiciliarias son los que principalmente facilitan la asistencia
médica en Holanda. Cuando un enfermo terminal pide la eutanasia o ayuda para
suicidarse, no es probable que acuda en busca de consejo a un especialista o a un
experto en la muerte. Lo probable es que el médico y el paciente se conozcan desde
hace años, como sucedía con Timothy Quill y Diane, e incluso entonces es
obligatorio consultar a otro médico que verifique el caso. La duración y el carácter de
la relación de Quill con Diane debieron desempeñar un papel decisivo en la decisión
de no declararle culpable que tomó el tribunal de Rochester en julio de 1991.
En Estados Unidos, y en los países democráticos en general, la importancia de
exponer públicamente los diferentes puntos de vista no radica en la probabilidad de
que se llegue a alcanzar un consenso estable, sino más bien en el reconocimiento de
que esto no es posible. Al estudiar los matices de opinión expresados en tales
discusiones nos hacemos conscientes de consideraciones necesarias a la hora de
tomar decisiones a las que quizá nunca habríamos llegado reflexionando

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introspectivamente. A diferencia de los debates, que pertenecen al terreno público, las
decisiones siempre se toman realmente en la reducida e impenetrable esfera de la
conciencia personal. Y así es exactamente como debe ser.
En este debate se ha inmiscuido una organización llamada Hemlock Society
(Sociedad Cicuta). Estas páginas no son un foro para criticar el modo problemático
con que este bienintencionado grupo de autoayuda, formado en general por personas
inteligentes, ha afirmado públicamente la validez de la decisión de suicidarse de
personas que pudieran tener el juicio disminuido. Tampoco es mi intención airear mi
desdén por la forma engañosa con que el fundador de la Hemlock Society, Derek
Humphry, se ha presentado ante la atención general de los medios de comunicación
durante la promoción de su imprudente libro de recetas mortales Final Exit (Última
salida). Pero hay que guardarse de hacer un juicio definitivo sobre Final Exit sin
conocer un dato sorprendente: una encuesta llevada a cabo en 1991 por los Centros
de Control de las Enfermedades del gobierno de Estados Unidos, reveló que el 27 por
ciento de los 11.631 estudiantes universitarios consultados había «considerado
seriamente» la posibilidad de suicidarse el año anterior y que uno de cada 12 lo había
intentado. Se sabe que más de medio millón de jóvenes norteamericanos intentan el
suicidio cada año, sin contar el numeroso grupo anónimo de aquellos cuyos intentos
no salen a la luz.
En junio de 1992, en una carta al Journal of the American Medical Association,
dos psiquiatras del Centro de Estudios de la Infancia de Yale advertían: «Con sus
espeluznantes ejemplos, explícitas instrucciones y decidida apología del suicidio,
Final Exit puede tener un efecto especialmente pernicioso sobre los adolescentes, que
con su alta tasa de tentativas de suicidio y de suicidios consumados, parecen
susceptibles de dejarse influir por los modelos y los factores culturales que glorifican
o desestigmatizan el suicidio».
La depresión, el abatimiento cíclico de los enfermos crónicos y la fascinación que
ejerce la muerte sobre algunos sectores de nuestra sociedad no son justificaciones
suficientes para enseñar a las personas a matarse, ayudarlas a hacerlo o dar la
bendición a ese acto. Nadie cuyas facultades mentales se hallen disminuidas está en
condiciones de tomar una decisión trascendental sobre la terminación de la propia
vida; en ese punto no hay desacuerdo, ni siquiera entre los éticos que defienden más
persuasivamente el concepto que últimamente se conoce como «suicidio racional».
Como ha señalado el doctor Quill, el manual de la muerte de Derek Humphry no
resuelve de ninguna manera «las profundas incertidumbres morales, éticas y
personales que suscita sobre el significado de la eutanasia y el suicidio asistido».
Como con todos los temas relacionados con la vida humana no hay una respuesta
universal, pero sí debería haber una actitud universal de tolerancia e investigación.
Quizá sería demasiado pedir que también hubiera un método universal de toma de

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decisiones más detallado que las pautas ya descritas. Mientras no dispongamos de
uno mejor, puede servir el del doctor Quill: empatía, discusión calmada, consultas,
preguntas y contraste de posturas.
Aunque la filosofía de Humphry sea condenable, su método no lo es. La ya
conocida técnica de tragar una buena cantidad de somníferos inmediatamente antes
de meter la cabeza en una bolsa de plástico y cerrarla herméticamente funciona tan
bien como afirma Humphry, aunque no sea exactamente por el mecanismo fisiológico
que él describe. Como la bolsa es pequeña, el oxígeno se gasta rápidamente, mucho
antes de que el dióxido de carbono respirado varias veces tenga algún efecto
significativo. Rápidamente sobreviene el fallo cerebral, pero lo que realmente origina
la muerte es que el bajo nivel de oxígeno sanguíneo enseguida reduce la velocidad
del corazón hasta que se detiene por completo y, con él, la circulación. Puede haber
algunos síntomas de insuficiencia cardíaca aguda al disminuir el ritmo de la
contracción ventricular, pero esta incidencia apenas tiene consecuencias porque la
muerte sobreviene con una eficacia considerable. Aunque podría pensarse que habría
convulsiones terminales o vómitos dentro de la bolsa, al parecer esto sólo ocurre, si
acaso, en raras ocasiones. El Dr. Wayne Carver, Jefe de Forenses del Estado de
Connecticut, ha visto suficientes suicidios de este tipo como para asegurarme que sus
caras no están azules ni hinchadas. De hecho, parecen completamente normales; sólo
que muertas.
Cada año se suicidan unos treinta mil norteamericanos y la mayoría son adultos
jóvenes. Por supuesto, esta cifra se refiere a aquellas muertes que se pueden atribuir
con cierta seguridad a un acto voluntario. El estigma que aún conlleva el suicidio es
suficiente para que las familias, y los propios suicidas, encubran con frecuencia las
circunstancias de la muerte. A veces se recurre a un médico comprensivo para que
ponga otra causa de la muerte en el certificado de defunción. Los varones ancianos,
como indicábamos antes, tienen la tasa más alta de suicidios, pues sucumben a la
angustia de la enfermedad y la soledad, y son particularmente proclives a la
depresión.
La inmensa mayoría de los suicidas aún se sirven de antiguos métodos: armas de
fuego, armas blancas, ahorcamiento, pastillas y gas, o una combinación de varios. Un
suicidio mal planeado frecuentemente acaba en una carnicería, especialmente cuando
lo intenta un individuo emocionalmente perturbado. En la desesperación, a veces
continúan intentándolo hasta que lo consiguen; entonces se hallará un cadáver
lacerado, con heridas de bala y, finalmente, envenenado o ahorcado. Cuando Séneca
se quitó la vida, no fue por voluntad propia, sino por orden del emperador Nerón.
Aunque se podría pensar que sus muchos años de reflexión sobre este tema le habrían
convertido en una suerte de experto en su puesta en práctica, no fue así; Séneca era
un célebre hombre de estado, pero no sabía mucho sobre el cuerpo humano. Cuando

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se dispuso a acabar con su vida, se hundió una daga en las arterias del brazo; como la
sangre no salía lo suficientemente rápido para su propósito, se cortó las venas de las
piernas y de las rodillas. No bastando con esto, tomó veneno, también en vano, y
finalmente, recuerda Tácito, «fue trasladado a un baño caliente, con cuyo vapor se
asfixió».
Los barbitúricos, modernos agentes del suicidio, matan de diversas maneras. El
coma que inducen es tan profundo que las vías respiratorias superiores pueden llegar
a obstruirse al quedar la cabeza en una posición peligrosa que impide la entrada de
aire. Tanto esto como la aspiración del vómito conducen a la asfixia. En dosis muy
altas, los barbitúricos también causan una relajación muscular de las paredes
arteriales que permite que los vasos se dilaten lo suficiente como para que la sangre
se estanque y se pierda para la circulación. En dichas dosis este fármaco suprime la
contractilidad del miocardio y puede originar el paro cardíaco.
Además de los barbitúricos hay otros conocidos agentes farmacológicos mortales:
la heroína, al igual que otros narcóticos intravenosos, mata causando rápidamente un
edema pulmonar, aunque no se conoce el mecanismo que lo produce; el cianuro
inhibe uno de los procesos bioquímicos por el que las células utilizan el oxígeno; el
arsénico daña diversos órganos, pero su verdadero efecto mortal son las arritmias que
provoca, a veces con coma y convulsiones.
Cuando un presunto suicida engancha el extremo de una manguera al tubo de
escape de un automóvil e inspira por el otro, se está valiendo de la afinidad de la
hemoglobina con el monóxido de carbono, con el que se une de 200 a 300 veces más
rápidamente que con su competidor, el vivificante oxígeno. El paciente muere porque
el cerebro y el corazón no reciben el aporte adecuado de oxígeno. La
carboxihemoglobina da a la sangre un tono más brillante y paradójicamente más vital
que en su estado normal y, en consecuencia, la piel y las membranas mucosas de una
persona que muere por monóxido de carbono tienen un marcado matiz rojo. La
ausencia de la decoloración típica de la asfixia puede engañar a quienes descubren un
cuerpo con las mejillas sonrosadas, aparentemente lozano y saludable, que, sin
embargo, está muerto.
El resultado de ahorcarse es prácticamente el mismo, pero por un mecanismo
mucho menos elegante. El peso del cuerpo de la víctima aporta la fuerza suficiente
para apretar el lazo y provocar la obstrucción mecánica de las vías respiratorias
superiores. La obstrucción obedece en ocasiones a la compresión o fractura de la
tráquea, pero también puede ser resultado de un desplazamiento hacia arriba de la
base de la lengua, que bloquea el paso del aire. Como la constricción del lazo impide
el retorno de la sangre por la yugular y por las demás venas, la sangre desoxigenada
tiene que volver a los tejidos de la cabeza. Un cadáver ahorcado que pende
grotescamente, cuya lengua hinchada y algunas veces mordida sobresale de una cara

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tumefacta de color gris azulado, con unos ojos horriblemente saltones, es una visión
de pesadilla que sólo los más templados pueden mirar sin sentir repugnancia.
En un ahorcamiento legal, esto es, en cumplimiento de una sentencia, el verdugo
intenta evitar la asfixia, pero no siempre lo logra. Cuando el nudo del lazo se coloca
justo debajo del ángulo de la mandíbula del condenado, la caída brusca desde metro y
medio a dos metros provoca normalmente la fractura y dislocación de la columna
vertebral en la base del cráneo. La médula espinal se rompe en dos, causando shock
inmediato y parálisis respiratoria. La muerte, si no instantánea, es muy rápida, aunque
el corazón puede continuar latiendo durante unos minutos.
Cuando un suicida se ahorca, la asfixia se produce en una secuencia similar a la
que caracteriza las demás formas de asfixia mecánica, intencionada o no, como es el
caso de quienes se ahogan o atragantan. Un ejemplo típico de este último accidente:
en un restaurante, un grueso trozo de comida obstruye repentinamente la tráquea de
un comensal, a menudo ebrio. La agitada e hipercárbica víctima, llena de pánico al no
poder respirar, se lleva inútilmente las manos a la garganta y al pecho como si tuviera
un ataque cardíaco. Se dirige apresuradamente al baño con la esperanza de vomitar el
tapón que le obstruye la tráquea, porque incluso en los momentos de agonía se siente
demasiado avergonzado para hacerlo delante de los demás comensales, que, atónitos,
quizá se queden allí sentados, horrorizados e incapaces de actuar. Si se encuentra solo
en casa probablemente morirá, pero la maniobra de Heimlich puede salvarle si está en
un lugar público y alguien se la practica.
Si no consigue expulsar el tapón de alimentos, el proceso de asfixia continúa
inexorablemente. El pulso se acelera, sube la presión sanguínea y el nivel de dióxido
de carbono aumenta rápidamente hasta llegar a un estado denominado hipercárbico.
La hipercarbia produce una ansiedad extrema y la disminución del oxígeno hace que
la asustada víctima adquiera un tono azul o cianótico. Cada vez intenta con más
fuerza respirar a pesar de la obstrucción, lo que sólo sirve para que el tapón se fije
más en su sitio. Lo mismo que al ahorcarse, sobreviene la inconsciencia y algunas
veces hay convulsiones provocadas por un cerebro hipercárbico y desoxigenado. En
poco tiempo, los esfuerzos para respirar son más débiles y superficiales. El latido
cardíaco se hace irregular y finalmente se para.
El ahogamiento es en esencia una forma de asfixia en la que la boca y la nariz
están obstruidas por el agua. Si se trata de un suicidio, la víctima no opondrá
resistencia a la inhalación de agua, pero si es accidental, como suele ocurrir, luchará
conteniendo la respiración hasta que se encuentre demasiado agotada e hipercárbica
para continuar. En este momento todo el árbol respiratorio queda obstruido por el
agua. Si la víctima lucha y se agita cerca de la superficie, puede absorber suficiente
aire como para crear una barrera de espuma. La espuma y el agua en la vía aérea
pueden activar el reflejo del vómito, lo que agrava el problema, pues el contenido

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ácido del estómago que sube a la boca puede aspirarse por la tráquea.
Si la víctima se está ahogando en agua dulce, el agua llega al sistema circulatorio
a través de los pulmones, diluye la sangre y trastorna el delicado equilibrio de sus
elementos físicos y químicos; la destrucción de glóbulos rojos que ocasiona este
desequilibrio tiene por efecto liberar a la circulación grandes cantidades de potasio,
un elemento que actúa como tóxico cardíaco, induciendo la fibrilación cardíaca. Si se
trata de agua de mar, el proceso es prácticamente inverso: el agua abandona la
circulación sanguínea pasando a los alvéolos pulmonares y el cuadro que se presenta
entonces es el de un edema de pulmón. Éste también puede producirse cuando la
víctima se ahoga en una piscina, porque el cloro actúa como irritante químico del
tejido pulmonar.
Durante la lucha de la víctima, la aspiración de agua se retrasa al principio,
aunque después se acelera, por uno de los mecanismos de supervivencia inherentes
del cuerpo. Cuando empieza a entrar agua en la vía aérea, la laringe sufre un espasmo
reflejo y se cierra en un esfuerzo por impedir que entre más. Pero a los dos o tres
minutos, la disminución del oxígeno sanguíneo relaja el espasmo y el agua penetra de
golpe. Esta es la fase denominada «boqueo terminal», en la que el agua absorbida
puede llegar a suponer hasta el 50 por ciento del volumen sanguíneo, si el accidente
se produce en agua dulce.
Un cuerpo humano sin vida es más pesado que el agua y la parte más densa es la
cabeza. En consecuencia, el cadáver de un ahogado siempre se hundirá con la cabeza
hacia el fondo y permanecerá en esa posición hasta que la putrefacción produzca
suficientes gases en los tejidos como para hacerlo subir a la superficie. Este proceso
tarda de unos días a varias semanas, dependiendo de la temperatura y del estado del
agua. Cuando el cuerpo aparece, al aterrado descubridor le cuesta trabajo creer que
esa masa putrefacta contuvo alguna vez un espíritu humano y compartió el aire
vivificante de la naturaleza con el resto de la humanidad sana.
En Estados Unidos cada año mueren casi cinco mil personas ahogadas, siendo el
alcohol un factor en el 40 por ciento de los casos. Excepto cuando se trata de suicidio
o asesinato, el accidente suele ocurrir repentina e inopinadamente. No obstante, la
gran mayoría de las víctimas al menos son conscientes del riesgo, puesto que
habitualmente sucede cerca de aguas profundas. Sin embargo, los casi mil
norteamericanos que mueren cada año electrocutados casi nunca sospechan que están
a punto de morir, aun cuando trabajen rodeados de equipos de alta tensión. La causa
más frecuente de muerte tras un shock eléctrico es la fibrilación ventricular que
provoca el paso de la corriente por el corazón. La electricidad de alto voltaje también
puede causar fibrilación o parada al alcanzar el centro cardíaco del cerebro. Si se
lesiona el centro cerebral que controla la respiración, su cese causa la muerte. Aunque
la mayoría de las víctimas son hombres que trabajan con cables de alto voltaje, los

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accidentes eléctricos ocurridos en el hogar matan a muchos niños y adultos cada año.

Así pues, es de todas estas maneras como las víctimas de homicidios, suicidios o
accidentes se ven privadas del aporte de oxígeno necesario para la existencia. Pero
esta exposición de causas y efectos fisiológicos no agota la lista de los soldados que
integran los escuadrones de la muerte violenta. Y esta breve reflexión sobre la
serenidad terminal, la experiencia de la proximidad a la muerte o el suicidio asistido
no constituye sino una primera aproximación a numerosos temas que últimamente se
suman al ya largo catálogo de problemas que reclaman la atención —más que la
atención, el minucioso análisis— no sólo de los filósofos y de los científicos, sino de
todos nosotros. En materias relacionadas con la muerte, el aspecto clínico y el moral
nunca han estado tan separados como para que podamos examinar uno ignorando el
otro.

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VIII
Una historia de SIDA

«Llámeme Ismael». Ella sonrió al recordar esta ironía y clavó pensativamente la


mirada en la habitación donde estaba muriendo el padre de una joven familia.
«Hace sólo cuatro meses, pero en realidad ha pasado toda una vida. Ese día,
cuando entré en la clínica, allí estaba, sentado en una de las salas de espera,
aguardando al médico milagroso que venía a ayudarle. El médico era yo. "Buenos
días, señor García", le dije, tan animosa y jovial como se supone que es un nuevo
interno. Y este pequeño hispano se levantó con una gran sonrisa en el rostro y me
dijo: "Llámeme Ismael." Imagínate, me pregunto si habrá leído el libro. El Ismael de
Melville sobrevivió, pero el mío nunca tuvo ninguna posibilidad. Morirá en unos
días, pero le recordaré el resto de mi vida». Hizo una pausa; me di cuenta de que las
palabras siguientes se quedaron atascadas en algo que rasgaba su garganta, porque
cuando por fin fue capaz de pronunciarlas sonaron desgarradas. «Era mi primer
paciente con esta maldita enfermedad».
Desde la tarde de verano en que Ismael García se levantó rápidamente de la silla
tendiéndole la mano a la doctora Mary Defoe, las crisis se habían sucedido y ambos
habían cambiado mucho respecto a lo que habían sido. Aunque Mary había visto a
muchos pacientes de SIDA mientras estaba en la Facultad de Medicina, no
comprendió toda la magnitud del drama personal hasta que asumió la intimidante
responsabilidad de médico recién licenciado.
Desde la tarde soleada de junio en que él se presentó por primera vez en la unidad
de SIDA de la clínica hasta la mañana fría y gris de noviembre en que ella tuvo que
comunicar su muerte, Mary Defoe e Ismael García serían médico y paciente.
Hospitalizado o como paciente ambulatorio, él la consideraba su médico personal. En
algunas ocasiones otros internos se ocuparon de él durante los breves períodos en los
que Mary rotaba en un servicio diferente, pero siempre volvían a encontrarse y
continuaban su viaje hacia el triste final que ambos sabían que le esperaba.
La mayoría de los médicos establecen unas relaciones con sus primeros pacientes
que más tarde se convierten en los modelos sobre los que basarán sus respuestas a la
enfermedad y a la muerte durante el resto de sus carreras. Para Mary Defoe, Ismael
García seguramente representará la reavivación de una vieja imagen que las actuales
generaciones de médicos desconocían: la impotencia frente a una plaga que mata a

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los jóvenes.
Antes de 1981, nadie podría haber incluido el VIH, o virus de inmunodeficiencia
humana, como un factor en las estimaciones de mortalidad. Los primeros indicios de
su creciente virulencia se manifestaron precisamente cuando la ciencia biomédica
estaba empezando a felicitarse cautelosamente por haber conseguido tales avances
que la victoria definitiva sobre las enfermedades infecciosas por fin parecía a la vista.
El SIDA no sólo ha desbaratado todas las pistas de los cazadores de microbios, sino
que también ha debilitado la confianza que teníamos todos en que la tecnología y la
ciencia pudieran proteger a la humanidad de los caprichos de la naturaleza. En unos
años explosivos, prácticamente todos los jóvenes médicos en formación estaban
tratando a la parte que les correspondía de este grupo de moribundos que hubiera
debido vivir.
La Dra. Defoe y yo entramos silenciosamente en la habitación de Ismael, aunque
él no estaba en condiciones de oír el menor ruido. El silencio era más por respeto que
por necesidad: cuando un hombre está muriendo, su habitación se convierte en el
recinto de una capilla en la que hay que entrar con callada reverencia.
¡Qué diferente era esta escena del frenético drama que tan a menudo se representa
durante los últimos momentos de la vida de un paciente, cuando se realizan
desesperados intentos por hacerle revivir que sólo sirven para que vuelva a
encontrarse esperando la muerte durante semanas o meses, y en ocasiones apenas
horas o días! Después de padecer incalculables sufrimientos en su descenso al valle
de la fiebre y el delirio, Ismael García se había ganado la inconsciencia; lo mínimo
que se podía pedir es que el final, por lo menos, fuera tranquilo.
La luz de la cabecera de la cama estaba apagada y se habían bajado las persianas
para evitar el resplandor del mediodía otoñal y dejar la habitación con una luz tenue y
uniforme. El hombre que yacía inconsciente en aquella cama tenía fiebre alta y la piel
amarillenta de su frente brillaba en contraste con la blancura de la funda recién
cambiada de la almohada. Se podría ver que había sido un hombre bien parecido a
pesar de los efectos devastadores de la enfermedad.
Yo había leído la ficha de Ismael y sabía que cuando dejara de respirar, la calma
sería trastocada por un intento de resucitación a gran escala. Meses antes, en un
momento de terror, había suplicado a su esposa que procurase que los médicos
hicieran todo lo posible para conservar su vida, que no permitiera que se rindiesen. Y
ahora, Carmen no podía creer lo que el equipo de SIDA le decía: que lo posible se
había vuelto imposible. Ella se aferró a su promesa, lo cual iba a impedir el fácil
tránsito de una esencia en la que devotamente creía: el alma inmortal de su marido.
Aunque Ismael se había separado de su mujer tres años antes de su enfermedad,
ella era su pariente legal más cercano y hablaba en nombre de la familia. En realidad,
sólo hablaba por sí misma, porque Carmen y su marido habían tomado juntos la

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decisión irrevocable de mantener el diagnóstico en secreto. Ni los padres de Ismael ni
sus dos hermanas sabían el nombre de su enfermedad, y si lo sabían, nunca lo
mencionaron.
Cuando Carmen se dio cuenta de lo enfermo que estaba Ismael, le permitió que
volviese a casa. De algún modo encontró fuerzas para pasar por alto sus años de
infidelidades y drogodependencia, e incluso el estado de necesidad en que por su
irresponsabilidad se hallaban ella y sus tres hijas. Él volvió para que ella fuera su
enfermera y la única persona de su familia y amigos que compartía el conocimiento
de su final. A pesar de todo, había sido un buen padre, decía ella, y al menos le debía
eso. Por sus tres hijas y por el recuerdo de su vida en común, permitió volver a su
marido enfermo de muerte.
Al negarse a dejarle morir cuando llegara su hora, Carmen insistía en que hacía
un último favor a Ismael, pues al fin y al cabo creía que eso era lo que le había
prometido. Se negó a explicar a los médicos por qué no quería atender a sus razones y
ninguno tuvo el valor de presionarla. Según me dijeron, suponían que en lo más
profundo de su conciencia la evidente devoción de Ismael por sus hijas hacía que
Carmen sintiera cierta culpabilidad injustificada por haber rechazado a su
despilfarrador marido y haber ignorado tercamente sus promesas de reforma y sus
esporádicos períodos de buena conducta. Los médicos incluso habían pedido una
consulta con el presidente del Comité de Bioética de nuestro hospital, pero cuando le
dijeron que cabía la posibilidad de que la resucitación tuviera éxito, no quiso
desatender los dictados del corazón de Carmen. En circunstancias como éstas, ¿quién
sabe dónde está la sabiduría?
Ismael nunca se quedaba solo en aquella habitación. Sus tres hijas estaban
siempre con él, una presencia constante que velaba a su adorado padre a través del
plástico que recubría una fotografía ampliada de un metro por sesenta, colocada en el
amplio alféizar de la ventana. Allí estaban, tres bonitas niñas de pelo rizado, vestidas
con traje de fiesta, sonriendo al mundo y a su padre en un día mucho más feliz que
éste. Hice un ademán hacia la foto preguntando silenciosamente a Mary.
«Sí —respondió—, las dos mayores vienen casi todos los días, pero Carmen no
trae a la más pequeña. La de seis años se limita a jugar sola a los pies de la cama, en
realidad no comprende lo que pasa. La de diez años llora; pasa todo el tiempo que
está aquí de pie al lado de su padre, enjugándole la cara y acariciándole, y no para de
llorar. Trato de no entrar en la habitación cuando están aquí, es superior a mis
fuerzas».
Al pie de la fotografía de las niñas había una Biblia en español. Estaba abierta por
los capítulos 27-31 del Libro de los Salmos, y algunos versículos estaban subrayados
en varios colores. Anoté el número de los versículos en una tarjeta y cuando volví a
casa los leí:

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27:9 No me ocultes tu rostro, no rechaces con cólera a tu siervo; tú eres mi auxilio: no me abandones, no me
dejes, oh Dios de mi salud.
27:10 Si mi padre y mi madre me abandonasen, Yahvé me acogerá.
28:6 Bendito sea Yahvé porque ha escuchado la voz de mi plegaria.

Se me ocurrió que Ismael es la forma hebrea de «Dios ha escuchado». El nombre


se deriva de las palabras que dijo el Señor cuando encontró a Hagar, la sirvienta de
Sara, en el desierto tras huir de la ira de su señora: «He aquí que estás encinta y
parirás un hijo y le llamarás Ismael, porque Yahvé ha escuchado tu aflicción». Dios
encontró a la madre y al hijo junto a un pozo, al cual dio un nombre que atestiguaba
el reconocimiento de su desgracia: Be’er-la-hai-roi, «el pozo donde El que vive ha
visto».
Cuando el Ismael bíblico tenía catorce años, Dios volvió a escuchar y a ver, y en
esa ocasión respondió a la voz del propio muchacho, salvándole de una muerte
inminente en el desierto y prometiendo hacer de él una gran nación.
Pero Dios no parecía escuchar al Ismael que yacía en aquella cama. Ni le
escuchaba ni parecía verle. Y desde luego no actuó, a pesar de los tormentos que
presenció. En esto, Ismael García se pareció a Job, ante cuyo sufrimiento Dios al
principio no sólo no actuó sino que también permaneció mudo, como si hubiera
decidido cerrar sus ojos y sus oídos. Si Dios escuchó las súplicas de García, o vio su
angustia, no cambió de opinión. Nunca lo hace en esta maldita enfermedad.
Prefiero creer que Dios no tiene nada que ver con ella. Estamos asistiendo en
nuestra época a uno de esos cataclismos de la naturaleza que no tienen explicación ni
precedentes, y, a pesar de que muchos aseguran lo contrario, no constituye ninguna
metáfora que tenga alguna validez. Muchos religiosos también están de acuerdo en
que Dios no desempeña ningún papel en estos fenómenos. En su Euthanasie en
Pastoraat, citada en el capítulo anterior, los obispos de la Iglesia Reformada
Holandesa no han dudado en tratar con mucho detenimiento la eterna cuestión de la
implicación divina en el sufrimiento humano inexplicable: «El orden natural de las
cosas no ha de equipararse necesariamente con la voluntad de Dios». Su posición es
compartida por un gran número de religiosos cristianos y judíos de diversas
tendencias; cualquier postura menos indulgente sería insensible y una crueldad más
con personas ya puestas a prueba con excesiva severidad. Aunque haya mucho que
aprender de la plaga del SIDA, sus lecciones afectan al ámbito de la ciencia y la
sociedad, pero desde luego no al de la elucubración religiosa. No estamos ante un
castigo, sino ante un crimen, uno de esos crímenes que en ocasiones la naturaleza
perpetra al azar contra sus propias criaturas. Y la naturaleza, como nos recuerda
Anatole France, es indiferente; no distingue entre el bien y el mal.
El alcance del SIDA sobrepasa sus meras manifestaciones clínicas. Si se puede
afirmar esto respecto a cualquier enfermedad ¡cuánto más de esta plaga! Pero,
dejando aparte sus implicaciones culturales y sociales, antes de desvelar el trágico

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modo en que acaba con sus víctimas es necesario comprender algunas de sus
manifestaciones clínicas y científicas. El caso de Ismael García es típico.
En febrero de 1990, García recibió el primer resultado positivo en el análisis de
sangre para detectar la presencia del VIH. Se lo hicieron al tratarle una herida
ulcerosa que no cerraba en el brazo izquierdo y que le obligó a acudir a la consulta
del Hospital Yale-New Haven. La infección se debía casi con seguridad a su adicción
a las drogas intravenosas. Como, por otra parte, se sentía perfectamente, sobre todo
en cuanto la úlcera desapareció tras un breve tratamiento ambulatorio con
antibióticos, no se presentó a ninguna cita de seguimiento después de que le hicieron
el diagnóstico. En enero de 1991 desarrolló una tos seca que fue empeorando en las
semanas siguientes. Al agravarse la tos, empezó a sentir en el pecho una presión que
se hacía más fuerte al toser o al inspirar profundamente. Después de más de un mes
en el que su estado no dejó de empeorar, empezó a asustarse al aparecer dos nuevos
síntomas: fiebre y respiración entrecortada, provocada incluso por actividades
cotidianas. Cuando su dificultad respiratoria llegó a tal punto que aumentaba
simplemente con moverse por su pequeño apartamento del barrio de hispanos de New
Haven, supo que había llegado el momento de ir al hospital.
En la sala de urgencias, una radiografía de tórax mostró un infiltrado difuso en los
pulmones de Ismael, una fina nube blanquecina que indicaba las grandes áreas en las
que algún tipo de infección impedía una ventilación adecuada. El análisis de la sangre
arterial reveló unos niveles de oxígeno anormalmente bajos, lo que reflejaba la
insuficiente oxigenación del tejido pulmonar infectado. Cuando el residente de
Admisión examinó la boca de su febril paciente vio el signo que presentan
prácticamente todos los nuevos casos de SIDA: la lengua estaba cubierta por el
delator hongo blanco lechoso llamado Candida. Los hallazgos del tórax concordaban
con la forma de neumonía más habitual en el SIDA, causada por un parásito
denominado Pneumocystis carinii. Ismael fue ingresado en el hospital y los médicos
le introdujeron profundamente en la garganta un instrumento de observación con
forma de serpiente llamado broncoscopio con el que tomaron una pequeña muestra
para cultivo y estudios microscópicos; éstos revelaron la densa estructura globular del
Pneumocystis. Se le suministró medicación antifúngica para el Candida y empezó un
tratamiento con un antibiótico muy específico para la neumonía (pentamidina), tras lo
cual se fue recuperando poco a poco. Durante la hospitalización se descubrió además
que estaba anémico y que tenía leucopenia. Aunque insistía en que comía bien, estaba
lo suficientemente desnutrido como para que las proteínas en sangre hubieran
disminuido. Cuando le pesaron se sorprendió al ver que había perdido dos kilos de
los sesenta y cinco que solía pesar. No obstante, todavía no comprendió la peor de las
noticias que recibió: el marcador celular de la infección por el VIH, los linfocitos T4
o CD4, era de 120 por milímetro cúbico de sangre, muy por debajo de lo normal.

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No se sabe si al darle el alta Ismael tomó la medicación prescrita con objeto de
impedir ulteriores episodios de la infección pulmonar cuya abreviatura ya conocía
para entonces: NPC (neumonía por Pneumocystis carinii). Lo más probable es que
no, porque volvió once meses después, en enero de 1992, con síntomas similares o
incluso peores. Esta vez se quejaba además de fuertes cefaleas y náuseas y parecía
algo confuso. Una punción lumbar reveló que padecía meningitis causada por un
organismo levaduriforme llamado Cryptococcus neoformans. Asimismo, tenía una
infección bacteriana en el oído derecho, aunque estaba demasiado aturdido
mentalmente como para notarlo. Su cifra de CD4 había bajado a 50; la destrucción
del sistema inmunológico por el VIH progresaba rápidamente. Aunque Ismael estuvo
a punto de morir a causa de las tres infecciones combinadas, el experto tratamiento
del equipo de SIDA del Yale-New Haven le sacó adelante. Después de tres semanas
en el hospital pudo regresar con Carmen y las niñas habiendo acumulado una deuda
de unos doce mil dólares. Como llevaba mucho tiempo sin seguro médico, pues le
habían despedido de su trabajo en la fábrica a consecuencia de la drogadicción, el
Estado de Connecticut se hizo cargo de los costes del tratamiento.
A principios de julio de 1992, Ismael, que por entonces se presentaba
puntualmente a sus citas en la clínica, desarrolló un gran absceso doloroso en la axila
izquierda que requirió drenaje quirúrgico. Fue en esta visita cuando conoció a Mary
Defoe. Durante las semanas siguientes ella supervisó el tratamiento ambulatorio de
una sinusitis y otra infección del oído, al mismo tiempo que curaba el absceso.
Cuando Ismael se estaba recuperando de sus enfermedades bacterianas advirtió
que volvía a sentirse frecuentemente aturdido y mareado, y que a veces le costaba
trabajo mantener el equilibrio. Poco después empezó a fallarle cada vez más la
memoria. Carmen se dio cuenta de que a veces ni siquiera comprendía las frases más
simples. Los síntomas se agravaron durante el mes siguiente hasta el extremo de que
la mayor parte del tiempo estaba confuso y letárgico. A pesar de la gratitud que
Carmen sentía hacia los médicos cedió al ruego de Ismael de que no le llevara al
servicio de urgencias. Ambos temían lo que podría significar otra hospitalización.
Estaba perdiendo peso más rápidamente que antes, y sabían que, una vez ingresado,
quizá no regresara nunca a casa.
Por fin, al despertarse una mañana, Carmen encontró a su marido en tal estado
que hubo de llamar a una ambulancia. Ismael estaba casi en coma, sacudía
espasmódicamente el brazo izquierdo y apenas respondía aunque se le gritaba al oído.
Por momento, todo su lado izquierdo sufría una breve convulsión. Los resultados de
una TAC coincidían completamente con los síntomas de una infección cerebral
causada por un protozoo denominado Toxoplasma gondii, aunque los análisis de
sangre no confirmaban el diagnóstico. Las tomografías del escáner eran llamativas y
consistían en múltiples masas pequeñas a ambos lados del cerebro.

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En ese momento los médicos decidieron que, aun sin un diagnóstico firme, lo más
seguro sería empezar con el tratamiento contra el toxoplasma, en vista de que su
frecuencia es mayor que la del linfoma en los pacientes del SIDA. Cuando tras dos
semanas de terapia farmacológica sólo se pudo detectar una ligera mejoría, Ismael fue
conducido al quirófano, donde los neurocirujanos le taladraron un pequeño orificio en
el cráneo y tomaron una muestra del cerebro para una biopsia. El estudio
microscópico del tejido no permitió identificar al protozoo del cerebro, pero sí reveló
cambios que, en opinión del patólogo, estaban causados por el proceso de curación de
la enfermedad inducida por el toxoplasma. Esto animó al equipo de SIDA a continuar
el tratamiento, pese a la incertidumbre que aún quedaba sobre el diagnóstico. Sin
embargo, al cabo de una semana se vio claramente que Ismael empeoraba. Como no
se había identificado ningún toxoplasma, los miembros del equipo que antes no
habían estado de acuerdo con el diagnóstico recomendaron radioterapia para tratar un
supuesto linfoma cerebral. Antes del VIH, el linfoma cerebral era extremadamente
raro, pero ahora se da con frecuencia en los pacientes de SIDA.
Al principio Ismael respondió al tratamiento de rayos X y salió en parte del coma
profundo en que se hallaba. Incluso llegó a poder tomar algo de natillas y alimentos
en puré que le daban una enfermera o Carmen. Pero la mejoría duró poco. El coma
volvió, las décimas subían todos los días a 40-41°C, y una neumonía bacteriana vino
a sumarse a otras infecciones generalizadas de naturaleza oscura y, en cualquier caso,
resistentes al tratamiento. Así estaban las cosas aquel mediodía de noviembre en el
que Mary Defoe y yo nos encontrábamos al lado de su cama.
Aunque estaba profundamente inconsciente, su expresión era de inquietud. Quizá
había momentos en que se daba cuenta del esfuerzo que le costaba respirar con los
pulmones infectados, o de la cantidad cada vez menor de oxígeno que llegaba a sus
tejidos moribundos. Estaba séptico y todo su mecanismo vital estaba fallando. O
quizá su expresión inquieta no tenía nada que ver con el distrés físico de sus tejidos
exánimes. Posiblemente, algo dentro de él trataba de comunicar que estaba
demasiado agotado para continuar, que estaba intentando morir pero no podía. Sin
embargo ¿es realmente posible que quisiera morir? ¿No valía la pena luchar un poco
más para ver a sus hijos otra vez? Nadie sabe por qué las caras de los moribundos
tienen la expresión que tienen. La expresión de angustia puede ser tan fortuita como
la de serenidad.
Los padecimientos de Ismael terminaron la mañana siguiente. Carmen, sintiendo
la cercanía de la muerte, había tomado el día libre en su trabajo en una fábrica de
cajas de cartón, en New Haven, y vino a sentarse a su lado, mientras su respiración se
iba espaciando cada vez más hasta que se detuvo completamente, sin que nadie
hubiera vuelto a tratar el tema con ella, la noche anterior había dicho a la Dra. Defoe
que no deseaba intentar una resucitación; consideraba que se había cumplido la

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promesa hecha a su marido, que se había hecho todo lo posible. Cuando Ismael dejó
de respirar simplemente salió fuera para informar a la enfermera que la había
acompañado durante la mayor parte de la mañana. Y entonces Carmen hizo algo a lo
que se había negado una y otra vez mientras Ismael estuvo vivo: pidió que le hicieran
la prueba del VIH.

En el noreste de Estados Unidos, la región donde vivo, el SIDA se ha convertido en la


principal causa de muerte entre los hombres de 25 a 44 años; y esto en una zona
donde las muertes por violencia callejera, drogadicción y guerras entre bandas en este
grupo de edad son una parte tan familiar del entorno urbano como la pobreza y la
desesperanza que las producen. ¿Cómo se puede explicar esta aflicción? Aún no se ha
descubierto ninguna doctrina, ni se ha revelado ninguna lección. El SIDA como
metáfora, el SIDA como alegoría, el SIDA como símbolo, el SIDA como
lamentación, el SIDA como prueba de la humanidad del hombre, el SIDA como
epítome del sufrimiento universal; éstas son las elucubraciones que consumen las
energías intelectuales de moralistas y literatos hoy en día, como si a toda costa
hubiera que salvar algo de esta detestable calamidad. Pero incluso la historia nos
falla; hasta ahora no se ha podido hallar analogía alguna con plagas pasadas.
Nunca ha habido una enfermedad tan devastadora como el SIDA. Para hacer esta
afirmación me baso no tanto en su explosiva aparición y difusión planetaria como en
su temible fisiopatología. La ciencia médica nunca se había enfrentado con un
microorganismo que destruye las propias células del sistema inmunológico, cuya
misión es coordinar la resistencia del cuerpo frente a dicho microorganismo. La
defensa inmunológica es derrotada por un asalto masivo de invasores secundarios
antes de haber podido organizar una estrategia terapéutica.
Incluso el comienzo del SIDA parece haber sido único. Ya hay suficientes
indicios a nivel epidemiológico para especular sobre sus posibles orígenes y las vías
por las que ha cobrado la terrible magnitud que tiene hoy. Algunos investigadores
piensan que el virus fue endémico, bajo una forma diferente, entre ciertos primates de
África Central en los que no era patógeno y, por tanto, no causaba enfermedad
alguna. Posiblemente, la sangre de un animal infectado entró en contacto con una
herida en la piel o las mucosas de uno o más habitantes de una determinada aldea,
que la habrían difundido poco a poco en su entorno inmediato. Basándose en modelos
matemáticos, los partidarios de esta teoría estiman que la primera transmisión de
primate a humano ya pudo haber tenido lugar hace cien años. Como las comunidades
apenas tenían contacto entre sí, la enfermedad se difundió lentamente desde su
hipotética aldea de origen. Cuando las pautas culturales comenzaron a cambiar en la
segunda mitad del siglo XX, y la población viajó más y se hizo más urbana, su

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difusión se aceleró rápidamente. En cuanto hubo un gran número de personas
infectadas, los viajes internacionales llevaron el virus por todo el mundo. El SIDA es
una plaga transmitida por avión.
Mucho antes de que manifestara su presencia con la aparición del primer caso
identificable de SIDA, el virus se había difundido ya entre miles de personas
confiadas. El primer indicio de su existencia fue la publicación de dos breves
artículos en los números de junio y julio de 1981 del Morbidity and Mortality Weekly
Report, editado por los Centers for Disease Control (CDC). Los artículos describían
la aparición de dos enfermedades, antes extremadamente raras, en un total de
cuarenta y un jóvenes homosexuales de las ciudades de Nueva York y California. Una
de las enfermedades era la NPC y la otra el sarcoma de Kaposi. No se conoce ningún
caso en que el Pneumocystis carinii sea patógeno para personas con el sistema
inmunológico intacto. Prácticamente todos los casos registrados de NPC se habían
dado en pacientes con la inmunidad suprimida a raíz de un trasplante o por la
quimioterapia o la malnutrición extrema, aunque también había algunos casos de
inmunodeficiencia congénita. El sarcoma de Kaposi de estos homosexuales era de
una variedad mucho más agresiva que las conocidas hasta entonces. Se analizaron los
linfocitos T —uno de los pilares del sistema inmunológico— a varios de los cuarenta
y un pacientes, y los resultados dieron valores extremadamente bajos. Algún factor,
aún desconocido, había destruido un gran número de estas células sanguíneas y, en
consecuencia, había comprometido gravemente la inmunidad de estos jóvenes.
Al cabo de unos meses, varias publicaciones informaban sobre casos similares de
lo que entonces se denominaba síndrome de inmunodeficiencia relacionado con la
homosexualidad. En los congresos médicos, por carta, telefónicamente, los expertos
en enfermedades infecciosas se comunicaban los datos que iban recogiendo sobre
pacientes similares. En diciembre, un informe engañosamente lacónico en las páginas
editoriales del New England Journal of Medicine esbozaba la dimensión del
problema y, con sensibilidad y clarividencia, establecía el marco de la investigación
que era necesario acometer, así como las implicaciones sociales que habría que
afrontar:

Estos acontecimientos plantean un enigma que hay que resolver. Su solución probablemente será interesante e
importante para muchas personas. Los científicos (y quienes meramente sientan curiosidad) preguntarán: ¿por qué
este grupo de la población? ¿Qué nos dice esto sobre la inmunidad y la génesis de los tumores? Los expertos en
temas de salud pública querrán situar este brote en su contexto social. Las asociaciones de homosexuales, que
suelen ser activas y están bien informadas sobre los temas sanitarios que les conciernen, querrán tomar medidas
para informar y proteger a sus miembros. Las personas humanitarias querrán simplemente impedir muertes y
sufrimientos innecesarios.

Aunque el editorialista, el Dr. David Durack, de la Duke University, no podía


saberlo en aquellos momentos, unas cien mil personas estaban infectadas en todo el
mundo.

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Para entonces ya se habían identificado más de una docena de especies
microbianas en los tejidos de jóvenes enfermos y la mayoría de ellas proliferan
únicamente cuando la inmunidad está gravemente comprometida. La parte de la
respuesta inmunológica afectada era la que depende de los linfocitos T, lo que se veía
corroborado por la gran disminución de células T4 o CD4 en sangre. Como una
inmunidad deprimida permite que gérmenes habitualmente benignos causen
problemas serios, las enfermedades resultantes se llaman infecciones oportunistas.
Cuando apareció el editorial del Dr. Durack ya se había comprobado que «la tasa de
mortalidad era terriblemente alta» y «los únicos pacientes… que no eran
homosexuales eran drogadictos». La enfermedad recibió el nuevo nombre de
síndrome de inmunodeficiencia adquirida o SIDA.
Como hemos señalado, la insospechada aparición del SIDA representó un duro
golpe para aquellos profesionales de la sanidad que a mediados y finales de los
setenta se habían convencido de que la amenaza de las enfermedades bacterianas y
víricas era algo que pertenecía a la historia. Muchos estaban seguros de que los
desafíos presentes y futuros de la ciencia médica consistirían en vencer enfermedades
crónicas debilitantes tales como el cáncer, la enfermedad cardíaca, la demencia, el
ictus y las artritis. Hoy, apenas una década y media más tarde, el pretendido triunfo
de la medicina sobre las enfermedades infecciosas se ha quedado en una ilusión,
mientras que los microbios están obteniendo victorias imprevistas. Los años ochenta
trajeron dos nuevos motivos de temor: la aparición de bacterias resistentes a los
fármacos y el SIDA. Ambos problemas nos acompañarán durante mucho tiempo. El
Dr. Gerald Friedland, autoridad internacional que dirige la unidad de SIDA de Yale,
expresa la situación en unos términos sombríos que presagian una amenaza
permanente: «el SIDA permanecerá con nosotros durante el resto de la historia
humana».
A pesar de las protestas de algunos activistas de la lucha contra el SIDA, la
cantidad de información que desde entonces se ha reunido sobre el virus de la
inmunodeficiencia humana y los avances realizados en la elaboración de una
estrategia defensiva contra sus ataques son asombrosos. Asombroso ha sido, de
hecho, la palabra empleada para describir la rapidez de los progresos alcanzados en el
séptimo año de la pandemia. En 1988 Lewis Thomas, pionero en el ámbito de la
inmunología, entre otras muchas aportaciones, escribía:

En el curso de una larga vida dedicada a observar la investigación biomédica, no he visto nada comparable al
progreso que ya se ha realizado en los laboratorios que trabajan sobre el virus del SIDA. Teniendo en cuenta que
la enfermedad sólo se conoce desde hace siete años y que su agente, el VIH, es uno de los organismos más
complejos y desconcertantes de la tierra, lo que se ha logrado es asombroso.

Thomas continuaba señalando que ya en aquellos momentos los científicos sabían


«más sobre la estructura del VIH, su composición molecular, comportamiento y

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células diana que sobre las de cualquier otro virus».
No sólo en el laboratorio sino también en el terreno de la terapia han aparecido
signos alentadores: los pacientes viven más tiempo, los períodos sin síntomas son
más largos, y su grado de bienestar está aumentando. Estos cambios van a la par del
creciente conocimiento de las vías de transmisión mundiales y de medidas de salud
pública más estrictas, así como de cambios sociales y de conducta que serán
necesarios para alcanzar un control óptimo de la pandemia.
Gran parte del progreso se ha hecho gracias a la activa colaboración de las
universidades, el gobierno y la industria farmacéutica. La formación de este trío
constituye un fenómeno positivo en la biomedicina norteamericana, y su existencia
debe mucho a las activas campañas llevadas a cabo por los grupos de lucha contra el
SIDA, que al principio estaban formados casi exclusivamente por homosexuales. Los
grupos de presión de los pacientes son un factor relativamente nuevo, y cada vez más
poderoso, en la ecuación de la investigación biomédica. Debido tanto a los esfuerzos
del lobby del SIDA como a las demandas de los médicos, aproximadamente el 10 por
ciento del presupuesto de nueve mil millones de dólares de los National Institutes of
Health se dedica ahora a la investigación del VIH. La Food and Drug Administraron
de Estados Unidos, ha estado sometida a una presión constante para que suavizara la
estricta normativa de evaluación de fármacos experimentales que con tanto esfuerzo
había establecido. En ciertos aspectos, esto ha sido positivo; se ha concedido una
aprobación condicional a los agentes terapéuticos que han demostrado suficiente
efectividad en condiciones experimentales. Sin embargo, debe tenerse presente el
peligro que supone relajar unas salvaguardias conseguidas con tantas dificultades,
incluso en tiempos de epidemia.
Particularmente impresionante es la rápida serie de descubrimientos realizados
poco después de que los Centers for Desease Control dieran la alarma. La publicación
de varios casos de NPC en drogadictos por vía intravenosa (IV) no homosexuales a
finales de 1981 indujo a pensar en la posibilidad de que el modo de difusión de la
nueva enfermedad fuera semejante al de la hepatitis B, un virus habitual en ese grupo.
Se supuso entonces que el agente causante de la enfermedad era un virus. Esta teoría
se vio apoyada por un informe de los Center publicado en 1982, en el que se
comunicaba que nueve casos del primer grupo de diecinueve pacientes del área de
Los Angeles tenían en común el haber mantenido contactos sexuales con un mismo
hombre, y estos nueve a su vez con otros cuarenta que se habían diagnosticado en
diez ciudades distintas. El hallazgo confirmaba fuera de toda duda el carácter
infeccioso y la transmisión sexual de la enfermedad.
A mediados de 1984 se había aislado el virus de la inmunodeficiencia humana,
demostrándose que era el agente causante del SIDA, y ya se conocían sus modos de
atacar al sistema inmunológico. Para entonces también se habían identificado los

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estragos clínicos de la enfermedad y se contaba con un test sanguíneo de diagnóstico.
Mientras se hacían estos avances en el laboratorio y en la clínica, los epidemiólogos y
especialistas en salud pública habían dilucidado la forma y dimensiones generales de
la epidemia.
Al principio, hubo un escepticismo considerable en la comunidad científica ante
la posibilidad de descubrir un fármaco capaz de combatir al virus mismo. Gran parte
de la inquietud obedecía a lo que se iba conociendo sobre las características del
microorganismo, especialmente el hecho de que sobrevive al integrarse en el propio
material genético (ADN) del linfocito al que ataca. No sólo eso: se descubrió que el
VIH puede esconderse en diversas células y tejidos, donde no sólo está protegido sino
que también es difícil encontrarlo. Además, elude las reacciones de los anticuerpos
con un asombroso ardid: la capa externa de un virus se compone de materiales
proteicos y grasos, mientras que una bacteria está rodeada sobre todo por
carbohidratos. La respuesta inmunológica se estimula mucho más rápidamente por las
proteínas que por los carbohidratos. El VIH, sin embargo, recubre su envoltura
proteica con carbohidratos, convirtiéndose en cierto modo en un virus con aspecto de
bacteria. Esta insidiosa mascarada hace que la producción de anticuerpos sea menor.
Como si todo esto no fuera suficiente, el VIH tiene gran capacidad de mutar, lo que le
permite convertirse en un organismo diferente si la respuesta humoral o un nuevo
fármaco antivírico consiguen superar los obstáculos a los que se enfrentan.
Considerados todos estos desafíos, más el hecho de que el VIH deshace la
principal línea defensiva del cuerpo destruyendo los linfocitos en los que vive, había
razón para el desánimo. Casi a la desesperada, los investigadores empezaron a
realizar ensayos en el laboratorio con distintos fármacos que tenían posibilidades de
acabar con el escurridizo virus. Conscientes de que la duplicidad del VIH impediría
el rápido desarrollo de una vacuna que movilizara la propia inmunidad corporal para
luchar contra el VIH, los científicos adoptaron la misma estrategia que habían
empleado para combatir las infecciones bacterianas. Empezaron a investigar agentes
farmacológicos que actuaran del mismo modo que los antibióticos, es decir, matando
a los organismos infecciosos o impidiendo su reproducción sin apoyarse en el sistema
inmunológico como primera línea defensiva.
Algunos de estos agentes habían sido desarrollados para otras necesidades y se
habían descartado al comprobar que tenían una eficacia limitada. A medida que se
fueron conociendo las características específicas del virus (especialmente desde que
en 1984 se le pudo reproducir en una forma susceptible de ser utilizada en el
laboratorio), fue posible centrar más la investigación de compuestos eficaces. En la
primavera de 1985 se habían probado trescientos fármacos en el National Cáncer
Institute, quince de los cuales detenían la reproducción del VIH en el tubo de ensayo.
El más prometedor era un agente descrito como fármaco anticanceroso en 1978, cuya

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denominación química era 3-azido, 3-deoxy-timidina, o AZT (también llamado
Zidovudina). El AZT se administró por primera vez a un paciente el 3 de julio de
1984 y se iniciaron los estudios clínicos a gran escala en doce centros médicos de
Estados Unidos. En septiembre de 1986 había suficientes indicios de que el fármaco
podía disminuir la frecuencia de las infecciones oportunistas y mejorar la calidad de
vida de los pacientes de SIDA, por lo menos hasta que el virus mutara. Era la primera
vez que se descubría una terapia efectiva contra los retrovirus, categoría a la que
pertenece el VIH. Aunque el fármaco es muy caro y potencialmente tóxico, pronto se
convirtió en la piedra angular del tratamiento del VIH. El descubrimiento de la
efectividad del AZT promovió la investigación de otros agentes similares. El primero
que se identificó fue la dideoxyinosina (ddl o didanosina), y se sigue investigando.
El desarrollo del AZT es sólo un ejemplo de los denodados esfuerzos que se
requieren para combatir precozmente el VIH. Desde el principio la cantidad de
información reunida es tal que algunas veces asombra a los no especialistas.
Poseemos un conocimiento cada vez más profundo de la biología molecular,
mejores métodos de vigilancia y prevención, informes estadísticos constantemente
actualizados, una mayor comprensión de la patología causada por los organismos
oportunistas y, por suerte, nuevos medicamentos contra esos chacales infecciosos y
los virus que les preceden.
No es fácil explicar o comprender el mecanismo por el que los numerosos
invasores oportunistas destruyen el cuerpo de un adulto o un niño con SIDA. El
infectado por el VIH y quienes le atienden se enfrentan a una serie de problemas tan
desconcertantes que no se puede sino sentir humilde gratitud ante todo lo conseguido.
Cuando un médico de mi generación acompaña a un equipo de médicos y enfermeras
de SIDA en su ronda de visitas, sólo puede quedarse atónito ante lo mucho que saben
estos expertos clínicos y en qué poco tiempo lo han aprendido. Cada paciente de la
unidad tiene multitud de infecciones y a veces uno o dos cánceres; recibe de cuatro a
diez medicamentos o más —Ismael García tomaba catorce— sin que haya ninguna
seguridad sobre su respuesta o su toxicidad. Diariamente, y algunas veces con más
frecuencia, se deben tomar decisiones sobre cada paciente en tratamiento (el área de
SIDA, relativamente pequeña en mi hospital, tiene cuarenta camas, y siempre están
ocupadas).
Como si no bastaran los enormes desafíos clínicos, las familias, desorientadas,
esperan respuesta y consuelo; además, los médicos tienen que rellenar informes,
revisar gráficos, ordenar pruebas, enseñar a los estudiantes, asistir a conferencias,
mantenerse informados y, con frecuencia, escribir ellos mismos para las cada vez más
numerosas publicaciones médicas. Y, siempre, la tarea más importante: atender a esos
hermanos y hermanas abatidos por la enfermedad que, en los casos más graves, se
hallan consumidos, febriles, edematosos y anémicos, buscando con la mirada alguna

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esperanza y la tácita promesa de alivio a su tormento, alivio que con demasiada
frecuencia sólo llega con la muerte. Por más perseverancia y fuerza moral que
muchos pacientes muestren frente a la certeza de su final, el despiadado proceso por
el que pasan hasta morir siempre es desalentador.

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IX
La vida de un virus y la muerte de un hombre

Los rápidos descubrimientos realizados sobre el ciclo biológico del VIH aportaron la
información básica para buscar sus puntos vulnerables. Definido simplemente, un
virus no es más que una minúscula partícula de material genético recubierta por una
capa de proteínas y grasas. Los virus son los seres vivos más pequeños que se
conocen y contienen muy poca información genética. Como no pueden existir sin la
ayuda de estructuras más complejas, tienen que vivir dentro de células. Al contrario
que las bacterias, no pueden reproducirse (en el caso de los virus los científicos
prefieren decir replicarse) por sí mismos, de forma que deben introducirse en el
interior de las células y apoderarse de su mecanismo genético integrándose en él. El
proceso por el que el VIH hace esto es el inverso de aquel por el que normalmente se
transmite la información genética; por esta razón se le denomina retrovirus.
La información genética de las células se halla en unas moléculas en cadena
denominadas ácidos desoxirribonucleicos (ADN); el ADN es el depositario de la
información genética. En condiciones normales de reproducción, el ADN se copia, o
«transcribe», en otras cadenas moleculares llamadas ácidos ribonucleicos (ARN), que
actúan como un molde para la producción de proteínas de la nueva célula. En el caso
de un retrovirus, sin embargo, el material genético es el ARN; además, también posee
una enzima llamada transcriptasa inversa que, cuando el virus penetra en la célula,
transcribe el ARN al ADN, que a su vez se traduce posteriormente a la secuencia
habitual de las proteínas.
Descrito en líneas generales, el proceso que tiene lugar cuando un linfocito es
infectado por el VIH es el siguiente: el virus se une a unas estructuras llamadas
receptores CD4 que se hallan en la membrana externa de la célula; en esos puntos se
desprende de su cubierta y se incorpora a la célula, donde su ARN se transcribe sobre
el ADN. El ADN pasa entonces al núcleo del linfocito y se inserta en el propio ADN
de la célula. Durante el resto de su existencia ese linfocito y sus descendientes
permanecerán infectados por el virus.
A partir de este momento, cada vez que se divida una célula infectada, el ADN
viral se duplicará junto con los propios genes de la célula y permanecerá como una
infección latente. Por razones desconocidas, en un determinado momento, ordena la
producción de nuevos ARN y proteínas víricas y así se producen nuevos virus. Éstos

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atraviesan la membrana celular del linfocito, quedan libres y siguen infectando más
células. Si el proceso es lo suficientemente rápido, pueden matar al linfocito que les
alberga, que revienta al salir las partículas víricas. La destrucción del linfocito puede
obedecer también al hecho de que ciertas estructuras de la superficie de los virus
recién formados pueden unirse a células T no infectadas, dando lugar a unos
conglomerados de gran número de células que se denominan sincitios. Como los
sincitios son inservibles en el sistema inmunológico, la formación de sincitios es un
modo muy efectivo de inutilizar muchos linfocitos a la vez.
Como he señalado anteriormente, la célula atacada por el VIH es el linfocito T, un
leucocito que tiene un papel primordial en la respuesta inmunológica. En concreto, se
trata de una subpoblación de células T llamadas linfocito CD4 o T4 (conocido
también como célula T colaboradora). Los CD4 juegan un papel tan primordial en el
funcionamiento global del sistema inmunológico que se les ha llamado su «línea
defensiva».
Por lo tanto, el VIH puede afectar a las CD4 de diversas maneras. Puede
replicarse en ellas, permanecer latente durante largos períodos, matarlas o
desactivarlas. El factor principal que impide al sistema inmunológico de un paciente
organizar una defensa efectiva contra las diversas infecciones por bacterias, hongos,
levaduras y otros microorganismos es la enorme disminución de linfocitos CD4 que
se produce con el paso del tiempo.
El VIH ataca también a otro tipo de leucocitos, los llamados monocitos, de los
cuales casi el 40 por ciento presentan el receptor CD4 en sus membranas y, por tanto,
pueden ocuparse del virus. Otro refugio es el macrófago (literalmente, «gran
comedor»), cuyas funciones incluyen la ingestión y destrucción de restos celulares de
las infecciones. A diferencia de lo que sucede con los linfocitos CD4, el VIH no
destruye ni a los macrófagos ni a los monocitos; parece que el microorganismo los
emplea como reserva y refugio donde puede permanecer latente largos períodos de
tiempo.
Todo lo anterior no es más que un esbozo general del modo en que el VIH va
inutilizando poco a poco el sistema inmunológico. Aunque en ocasiones se ha
criticado el uso de analogías militares para describir la fisiopatología de las
enfermedades, el SIDA se presta especialmente bien a este tipo de comparaciones. De
hecho, el proceso no es muy distinto de una gradual concentración de fuerzas que en
sus últimas fases recibe el apoyo de un intenso bombardeo de artillería y aviación; así
destruidas las defensas de un país, una gran coalición de beligerantes lleva a cabo la
invasión por tierra hasta la aniquilación total. El ejército de microorganismos que
mata a la víctima de SIDA, después de que el VIH haya eliminado a sus CD4, está
formado por diferentes divisiones, cada una de las cuales tiene sus propios objetivos
y sus propios mecanismos letales de ataque. Los epidemiólogos más conservadores

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prevén que para el año 2000 habrá en nuestro planeta entre 20 y 40 millones de
seropositivos asediados o ya invadidos por la enfermedad. Cada año se infectan de
cuarenta a ochenta mil norteamericanos, y muere un número similar.
Por lo que se sabe hasta ahora sólo hay tres modos de infectarse: por contacto
sexual, por intercambio de sangre (por ejemplo, con agujas contaminadas, jeringas o
productos sanguíneos) o por transmisión de una madre infectada a su hijo en el útero,
en el momento del parto e incluso después, a través de la leche. En el laboratorio el
VIH ha sido aislado en la sangre, el semen, secreciones vaginales, saliva, leche
materna, lágrimas, orina y líquido cefalorraquídeo, pero hasta el momento sólo se ha
demostrado que transmiten la enfermedad, la sangre, el semen y la leche materna.
Desde 1985 los bancos de sangre someten la sangre a controles tan rigurosos que la
posibilidad de contraer el VIH por una transfusión es remota. En Estados Unidos y en
la mayor parte de los países desarrollados, la inmensa mayoría de los infectados por
vía sexual son homosexuales o bisexuales, pero en África y Haití predominan con
mucho los heterosexuales. Aunque en Occidente el número de casos de contagio
heterosexual sigue siendo bajo, no deja de aumentar, lo mismo que el de lactantes
infectados. Aproximadamente un tercio de los norteamericanos que se infectan cada
año son drogadictos por vía intravenosa y al menos un número equivalente son
homosexuales. El tercio restante son fundamentalmente mujeres negras e hispanas
que se contagian por vía sexual y su condición de seropositivas explica por qué cada
año nacen 2000 niños infectados.
El SIDA es una enfermedad poco contagiosa. El VIH es un virus muy lábil, lo que
hace difícil la infección. Una dilución a 1:10 de simple lejía doméstica en agua lo
mata eficazmente, igual que el alcohol, el peróxido de hidrógeno (agua oxigenada) y
el Lysol. Un líquido infectado con el virus, a los veinte minutos de dejarlo secar al
aire deja de ser infeccioso. No hay que temer ninguna de las cuatro fuentes de
microbios tan temidas por los aprensivos: insectos, asientos de retretes, utensilios de
comida y besos. Aunque en algunos casos se cree que el contagio se ha producido por
un solo contacto sexual, normalmente hace falta una dosis muy alta de virus o
repetidos contactos. En Estados Unidos, el riesgo de contagiarse a consecuencia de
un contacto heterosexual esporádico es real, pero muy pequeño. En cualquier caso,
por tranquilizador que resulte conocer las dificultades que el virus debe vencer para
infectarnos, la sensación de seguridad desaparece frente a la sombría perspectiva de
que, una vez infectados, no hay posibilidad de curación. Esta consideración justifica
por sí sola las precauciones recomendadas por las autoridades sanitarias.
Cuando infecta a una persona, el virus no suele tardar en hacerse notar. Al cabo
de un mes, o menos, su rápida replicación da lugar a que su concentración en sangre
sea extremadamente alta, manteniéndose así de dos a cuatro semanas. Aunque
muchos recién infectados no presentan síntomas, otros desarrollan durante este

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período febrícula, adenitis, dolores musculares, erupciones y, a veces, síntomas del
sistema nervioso central, como cefaleas. A menudo estos síntomas se atribuyen
erróneamente a la gripe o a la mononucleosis infecciosa porque no son específicos y
pueden ir acompañados de una sensación general de fatiga. Cuando finaliza este
breve síndrome, comienzan a aparecer los primeros anticuerpos contra el VIH, que se
detectan en un análisis de sangre; a partir de ese momento el paciente será
considerado seropositivo. Aunque estos síntomas desaparezcan, el virus sigue
replicándose.
Con toda probabilidad este breve síndrome, parecido al de la mononucleosis, está
causado por la respuesta inicial del sistema inmunológico a la alarma desencadenada
por el enorme número de nuevas partículas víricas que ya se han producido. El
organismo tiene éxito al principio, y el número de partículas víricas en sangre
disminuye espectacularmente. En esta fase parece que se ha producido una retirada de
los microorganismos restantes a los linfocitos CD4, ganglios linfáticos, médula ósea,
sistema nervioso central y bazo, donde permanecen latentes durante años o se
replican tan despacio que su baja concentración en sangre permanece estable. De
hecho, la sangre sólo contiene del 2 al 4 por ciento de todas las células CD4 del
cuerpo. Es muy probable que las que están en los ganglios, el bazo y la médula sean
destruidas gradualmente durante el largo período latente, pero que esta destrucción no
se refleje en la sangre hasta el fin de esta fase, cuando la cifra de CD4, que ha
permanecido constante hasta entonces, empieza a disminuir rápidamente, lo que
permite la aparición de las múltiples infecciones secundarias que caracterizan al
SIDA. En ese momento, vuelve a aumentar el número de virus en sangre. Se
desconoce la razón del prolongado período de relativa inactividad, pero es posible
que el sistema inmunológico esté actuando para mitigar la infección, por lo menos la
parte de él que concierne a la propia sangre. Una vez que el sistema inmunológico
está lo suficientemente deteriorado, aumenta marcadamente la cantidad de virus en
los linfocitos y en la sangre.
Esta secuencia de acontecimientos puede explicar por qué la mayoría de los
seropositivos presentan una inflamación ganglionar en el cuello y las axilas durante el
primer período sintomático de dos a cuatro semanas y por qué no cede al finalizar
éste. Después, los pacientes se vuelven a sentir bien durante una media de tres a
cinco, incluso diez años, al término de los cuales un análisis de sangre suele revelar
que el número de células CD4 ha disminuido considerablemente, pasando de una
cifra normal de 800 a 1200 por milímetro cúbico a menos de 400. Esto significa que
se han destruido del 80 al 90 por ciento de estos linfocitos. Unos dieciocho meses
después, las pruebas alérgicas cutáneas de rutina comienzan a reflejar el progresivo
deterioro del sistema inmunológico. La cifra de CD4 sigue bajando, pero en esta fase
de la enfermedad es posible que el paciente no muestre todavía síntomas clínicos.

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Entre tanto, el nivel de virus en sangre aumenta y los ganglios linfáticos inflamados
son destruidos lentamente.
Cuando la cifra de CD4 cae por debajo de 300 la mayoría de los pacientes
desarrollan una infección fúngica en la lengua o cavidad oral, denominada
candidiasis, que se presenta como placas blanquecinas en ese área. Cuando la cifra
baja a 200, pueden empezar a aparecer otras infecciones, como el herpes alrededor de
la boca, ano y genitales, y una seria infección vaginal causada por el mismo hongo
que originó la candidiasis oral. Típicamente, se produce una afección denominada
leucoplaquia velluda oral (del griego leukos, «blanco», y plakoeis, «plano»), que
consiste en una serie de placas blancas de aspecto peludo que sobresalen como
arrugas a los lados de la lengua. Estas lesiones se deben a un espesamiento de los
estratos superficiales inducido por el virus.
Uno o dos años más tarde, muchos pacientes comienzan a desarrollar infecciones
oportunistas en otras zonas además de en la piel y los orificios corporales. Para
entonces la cifra de CD4 ya suele estar muy por debajo de 200, y sigue disminuyendo
rápidamente. El síndrome de inmunodeficiencia comienza a hacerse evidente
globalmente al aparecer enfermedades provocadas por microorganismos que no
causan problemas en personas sanas con defensas fisiológicas normales. El enfermo
ha llegado a un estado en el que cualquier organismo que deba ser combatido por una
inmunidad intacta puede causar una grave patología. Aunque los pacientes de SIDA
son muy susceptibles de contraer enfermedades conocidas, como la tuberculosis y las
neumonías bacterianas, también son atacados por una serie de enfermedades
inusuales, debidas a parásitos, hongos, levaduras, virus e incluso bacterias, que los
médicos rara vez encontraban antes de la aparición del VIH. Para algunos de estos
organismos no hubo tratamiento efectivo hasta finales de los años ochenta, cuando
los esfuerzos de los laboratorios universitarios y de la industria farmacéutica por fin
se vieron premiados con el desarrollo de un conjunto de fármacos que se han probado
clínicamente con distinto éxito.
Cada microorganismo invasor que ataca las quebrantadas defensas de las
personas con el sistema inmunitario comprometido posee su propio arsenal y lanza su
ofensiva contra objetivos específicos. Al quedar poca resistencia de células CD4 que
les corte el paso, las divisiones y regimientos de asesinos oportunistas devastan el
territorio de los tejidos del paciente agotando las energías y la escasa reserva de
munición del enfermo, o bien dejando fuera de combate estructuras centrales como el
cerebro, el corazón o los pulmones. Aunque algún nuevo agente farmacológico pueda
detener temporalmente o hacer más lento su avance, siempre vuelven al cabo de
cierto tiempo, si no de una forma, de otra. Se puede ganar una escaramuza aquí o allá,
o eludir una batalla utilizando a tiempo medicinas profilácticas, de forma que la
situación se estabilice durante algunos meses, pero el desenlace final de la lucha está

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decidido de antemano. Los microorganismos agresores no están dispuestos a aceptar
más que la rendición incondicional, que sólo llega con la muerte de su involuntario
anfitrión.
Aunque los pacientes de SIDA pueden morir por cualquier proceso patológico, en
la inmensa mayoría de las muertes interviene un número relativamente pequeño de
microorganismos. De éstos el principal es el Pneumocystis carinii (PC), el primero
que se identificó al comienzo de esta plaga universal. Actualmente las cifras están
descendiendo por la medicación profiláctica, pero hasta hace muy poco más del 80
por ciento de los pacientes se veían afectados al menos una vez por el PC, y muchos
morían por insuficiencia respiratoria o por los problemas asociados con ella.
Dependiendo de la gravedad del ataque, un solo episodio solía matar del 10 al 50 por
ciento de sus víctimas antes de que se descubrieran medios efectivos para combatirlo.
Sigue siendo un factor importante en casi el 50 por ciento de las muertes de los
enfermos de SIDA, pero el porcentaje sigue bajando.
Los síntomas del NPC son esencialmente los que experimentó Ismael García
cuando su respiración se hizo cada vez más dificultosa antes de ir al médico. En
ocasiones, el organismo se puede localizar en otras partes del cuerpo diferentes del
pulmón, y en algunas autopsias de pacientes fallecidos por esta infección se encuentra
diseminado prácticamente por todos los órganos principales, especialmente el
cerebro, el corazón y los ríñones.
Los que mueren de NPC, igual que los pacientes que sufren otros tipos de
neumonía, se asfixian por la incapacidad del pulmón infectado para oxigenarse. A
medida que se afecta más tejido, se destruyen más y más alvéolos, alcanzándose un
punto en el que es imposible elevar los niveles de oxígeno arterial aunque se utilicen
todos los medios disponibles para que el oxígeno penetre en unos tejidos empapados
y obstruidos. La falta de oxígeno y la concentración de dióxido de carbono dañan el
cerebro y acaban parando el corazón. Algunas veces la destrucción de los tejidos es
tan severa que se forman cavidades en las zonas afectadas, de forma muy semejante a
como sucede en la tuberculosis.
El pulmón es el órgano más atacado por el SIDA. Prácticamente todos los
gérmenes oportunistas, al igual que los tumores, tienen al pulmón como objetivo. En
las consultas hospitalarias que he atendido los problemas tratados con más frecuencia
han sido la tuberculosis, las bacterias piógenas, el citomegalovirus (CMV) y la
toxoplasmosis. Todos excepto el último anidan en el tejido respiratorio. La incidencia
de la tuberculosis entre los pacientes de SIDA es unas 500 veces mayor que en el
resto de la población.
La toxoplasmosis era una enfermedad tan rara hace unos años que, cuando la
encontré por primera vez en un paciente de los comienzos del SIDA, me costó trabajo
recordar qué era. En poco más de una década se ha convertido en uno de los

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principales beligerantes que participan en la invasión del VIH y nunca tendré que
volver a buscar sus pormenores en la memoria porque he visto su acción devastadora
en personas sin defensas. El organismo en cuestión es un protozoo que normalmente
infecta a las aves, así como a los gatos y a otros pequeños mamíferos. Se suele
transmitir al hombre a través de la carne insuficientemente cocinada o de alimentos
contaminados con heces de animales. El toxoplasma vive inocuamente en el 20-70
por ciento de los norteamericanos, dependiendo su frecuencia del grupo social y
económico del que se trate. Sin embargo, en un paciente inmunodeprimido se pone de
manifiesto por fiebre, neumonía, agrandamiento del hígado o del bazo, erupción,
meningitis, encefalitis y a veces afectación del músculo cardíaco u otros músculos.
En los enfermos de SIDA, ataca más frecuentemente al sistema nervioso central,
donde puede causar fiebre, cefaleas, déficits neurológicos, convulsiones y trastornos
mentales que van de la confusión al coma profundo. A veces las imágenes de la TAC
de las áreas infectadas del cerebro se parecen tanto a las lesiones del linfoma que es
difícil diferenciarlas. Ahí residía la dificultad del diagnóstico que causó tanta
incertidumbre en el caso de Ismael García.
Son raros los pacientes cuyo sistema nervioso escapa a los estragos del SIDA. Ya
al comienzo de la infección por el VIH, algunas personas pasan por un período
transitorio de discapacidades neurológicas que pueden aparecer aun antes de que
sobrevenga el SIDA; afortunadamente, esta complicación particularmente angustiosa
es mucho menos frecuente en las primeras fases de la enfermedad que en las últimas,
en las que se agrava y se denomina complejo de demencia por SIDA. Sus ulteriores
efectos sobre las funciones cognoscitiva y motora, así como sobre la conducta,
pueden ser devastadores, pero al principio se presenta generalmente como una simple
pérdida de memoria y capacidad de concentración. Más tarde, los pacientes se
muestran apáticos y ensimismados, aunque un pequeño número de ellos sufren
cefaleas o convulsiones. Si estos síntomas no desaparecen cuando se presentan al
principio de la infección, empeorarán lentamente. En ese caso, o en el mucho más
habitual de los pacientes cuyos síntomas se manifiestan en la fase del SIDA, con
frecuencia disminuyen las funciones intelectuales y aparecen dificultades de
equilibrio o de coordinación muscular. En los estados más avanzados del complejo
los pacientes muestran signos de demencia grave y apenas responden a su entorno:
pueden quedar parapléjicos y sufrir temblores o convulsiones ocasionales. Estas
complicaciones se producen sin ninguna relación con los procesos causados por la
toxoplasmosis cerebral, linfoma cerebral u otras discapacidades neurológicas
oportunistas tales como la meningitis causada por el criptococo, un hongo
levaduriforme. Se piensa que el complejo de demencia del SIDA se debe al virus
mismo, pero se desconoce su causa exacta, y la atrofia cerebral que se aprecia en el
escáner y en las biopsias no se puede relacionar con ningún otro factor. De los

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muchos problemas neurológicos asociados al SIDA, éste y la toxoplasmosis son los
más frecuentes. Afortunadamente, los efectos beneficiosos del AZT han disminuido
algo su frecuencia.
Dos bacterias de la misma familia que el bacilo tuberculoso comparten la
distinción de ser las que con más frecuencia se encuentran diseminadas en el cuerpo
de los enfermos de SIDA. El Mycobacterium avium y el Mycobacterium
intracellulare (MAI), llamados conjuntamente complejo del Mycobacterium avium
(MAC), están presentes casi en la mitad de las víctimas del SIDA, y causan síntomas
muy diversos. El MAI es actualmente una causa más frecuente de muerte que el
NPC. A esta pareja de salteadores se atribuyen a menudo fiebre, sudores nocturnos,
pérdida de peso, fatiga, diarrea, anemia, dolores e ictericia. Aunque el complejo rara
vez causa la muerte por sí solo, sus efectos devastadores contribuyen activamente al
debilitamiento general y a la malnutrición, que disminuyen aún más las defensas
contra los demás invasores.
Éstas sólo son algunas de las manifestaciones del SIDA. Alargar la lista sólo
serviría para nombrar otros problemas frecuentes que sufren los pacientes, pero ni
siquiera conseguiríamos aproximarnos al inventario completo de sus padecimientos:
ceguera por retinitis a causa de una infección por CMV o Toxoplasma; diarrea masiva
con cinco o seis causas posibles, o algunas veces ninguna identificable; meningitis o
neumonía ocasional por cryptococosis; placas en la boca o dificultades al tragar por
candidiasis, y quizás la supuración viscosa de sus lesiones dérmicas; molestias por
herpes alrededor del ano; neumonía por hongos o siembra en el torrente sanguíneo
del histoplasma; bacterias típicas y atípicas, y más de una veintena de organismos
rastreros y sinuosos con nombres como Aspergillus, Strongyloides, Crystosporidium,
Coccidioides o Nocardia; les ha llegado su hora y actúan como saqueadores tras un
desastre natural, que es exactamente lo que son. Aunque no representan ningún
peligro cuando el sistema inmunológico está intacto, cada uno de ellos constituye la
perdición de quienes tienen las reservas de linfocitos CD4 disminuidas.
El corazón, los riñones, el hígado, el páncreas y el tracto grastrointestinal se ven
afectados de distinto modo por el SIDA, igual que los tejidos que habitualmente no se
consideran órganos específicos, como la piel, la sangre e incluso los huesos.
Erupciones, sinusitis, anomalías de la coagulación, pancreatitis, náuseas, vómitos,
llagas que supuran y secreciones nocivas, trastornos visuales, dolores, úlceras y
hemorragias gastrointestinales, artritis, infecciones vaginales, amigdalitis,
osteomielitis, infecciones del corazón en el músculo y las válvulas, abscesos renales y
hepáticos… la lista es muy larga. No es sólo que esta enfermedad agote y desaliente,
sino que muchos pacientes se sienten humillados por las manifestaciones de su
padecimiento.
Las funciones renal y hepática a menudo resultan afectadas; pueden producirse

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anomalías de la conducción o de las válvulas del corazón; el tracto digestivo traiciona
a su dueño de muchas maneras; las glándulas suprarrenales y la pituitaria a veces
pierden la capacidad de reaccionar. Cuando la infección bacteriana ya no es
controlable, sobreviene el cuadro familiar de la septicemia. Mientras tanto, la
malnutrición y la anemia siguen debilitando la capacidad del organismo para
combatir el proceso de destrucción. La malnutrición a menudo se agrava por las
enormes pérdidas de proteínas debidas a la nefropatía asociada al VIH, una
enfermedad de causa desconocida que afecta al riñón. La nefropatía, que avanza
rápidamente, puede evolucionar en tres o cuatro meses hasta la uremia terminal.
Aun sin estar directamente afectado por una infección, en los pacientes de SIDA
el corazón se dilata en algunas situaciones y puede entrar en insuficiencia o
desarrollar una arritmia que conduzca a la muerte súbita. El hígado también es
susceptible de afectarse, no sólo a causa del propio SIDA, sino porque muchos
pacientes están infectados de manera concomitante con el virus de la hepatitis B. El
CMV, el MAI, la tuberculosis y diversos hongos tienen predilección por el hígado.
Este desventurado órgano no sólo es destruido por la enfermedad, sino también por
los intentos de tratarla, ya que la toxicidad de los medicamentos afecta de muchas
maneras a sus funciones. De un modo u otro el hígado de los pacientes a los que se ha
realizado la autopsia es anormal en aproximadamente el 85 por ciento de los casos.
El tracto gastrointestinal en toda su extensión es un largo y serpenteante túnel
lleno de oportunidades para los diversos depredadores del SIDA. Desde el herpes y el
amplio abanico de úlceras e infecciones en el interior y alrededor de la boca, hasta las
llagas abiertas en el ano y los problemas de incontinencia, el tormento de los meses
finales puede agravarse por estar afectadas tantas estructuras que se inhibe la
deglución, se dificulta la digestión y se produce una diarrea líquida incontrolable, que
no sólo es fuente de una congoja constante sino que impide el mantenimiento de la
higiene adecuada en las zonas en carne viva en torno al ano y el recto. Imaginar que
pueda haber un mínimo de dignidad en esta clase de muerte es incomprensible para la
mayoría de nosotros. Y sin embargo, esa misma indignidad reporta algunas veces
momentos de nobleza que triunfan temporalmente sobre la realidad de la angustia;
una nobleza que nace de fuentes tan profundas que sólo puede asombrarnos, pues
están más allá de nuestra comprensión.
No sólo se necesita un sistema inmunológico intacto para resistir las infecciones,
sino también para inhibir el crecimiento de tumores. En ausencia de una inmunidad
efectiva ciertos procesos malignos encuentran un entorno favorable para
desarrollarse. El VIH ha facilitado en especial el desarrollo de un tipo de cáncer
previamente tan raro que yo sólo había visto un caso —en un anciano inmigrante ruso
— desde que me licencié en la Facultad de Medicina, hace casi cuarenta años. La
incidencia de este tumor maligno, el sarcoma de Kaposi, se ha multiplicado por un

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factor de más de mil, pasando del 0,2 por ciento en la población general a más del 20
por ciento en los norteamericanos con SIDA. Es con mucho el tumor más frecuente
en esta enfermedad y, por razones aún desconocidas, afecta a un porcentaje mayor de
homosexuales (40 a 45 por ciento) que de drogadictos por vía IV (2 a 3 por ciento) o
de hemofílicos (1 por ciento). Estas cifras reflejan únicamente a los diagnosticados en
vida. Si se consideran los datos de las autopsias, la frecuencia del sarcoma de Kaposi
se triplica o cuadruplica, siendo su presencia en los homosexuales incluso más
común.
En 1879, Moritz Kaposi, profesor de dermatología de la Facultad de Medicina de
Viena, describió una entidad que denominó «sarcoma múltiple pigmentado»,
constituida por nodulos marrón rojizos o rojo azulados, que, originándose en las
manos y los pies, avanzaban por las extremidades hasta alcanzar el tronco y la
cabeza. En su informe establecía que, con el tiempo, las lesiones se agrandan, ulceran
y diseminan a los órganos internos. «En esa fase se producen fiebre, diarrea con
sangre, hemoptisis [toser sangre] y marasmo, y después sobreviene la muerte. En la
autopsia se encuentran nodulos semejantes en los pulmones, hígado, bazo, corazón y
tracto intestinal».
Sarcoma viene del griego sark, «carne», y oma, «tumor». Estas neoplasias se
originan a partir de las mismas células que forman el tejido conectivo, músculo y
huesos. A pesar de que Kaposi advirtió que esta enfermedad tiene «un pronóstico
desfavorable… y no se puede impedir su desenlace fatal ni por extirpación, local o
general, ni con la administración de arsénico [en aquella época un tratamiento en
boga contra el cáncer] », los médicos subestimaron durante un siglo el peligro de este
inusual tumor maligno.
Como se sabía que la progresión del sarcoma era lenta —de «tres a ocho años, o
más»—, los libros de texto emplearon muy frecuentemente la palabra indolente para
describir su curso. Por eso se transmitió una impresión errónea sobre la naturaleza
básicamente letal de este proceso maligno, aun cuando algunas autoridades
continuaron describiendo sus manifestaciones mortales como la hemorragia intestinal
masiva. De hecho, la palabra indolente aparece en los primeros informes publicados
en 1981 en revistas médicas británicas y norteamericanas sobre el desarrollo del
sarcoma de Kaposi en homosexuales. Sin embargo, los autores de estos informes
estaban tan alarmados por la repentina y destructiva agresividad de esta enfermedad,
considerada tradicionalmente letárgica, que al articulista norteamericano le pareció
conveniente recordar a sus lectores que su curso a veces había sido: «fulminante, con
importantes complicaciones viscerales»; en la publicación inglesa hicieron la misma
observación, resaltando su gravedad al señalar que «la mitad de nuestros pacientes
habían muerto antes de transcurrir 20 meses desde el diagnóstico». Claramente, se
trataba de una forma nueva del sarcoma de Kaposi, inesperadamente mucho más

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preocupante de lo que incluso su descubridor había previsto.
Décadas antes de que los médicos asociaran mentalmente el sarcoma de Kaposi
con la infección por VIH, se había demostrado su frecuente coincidencia con diversas
formas del cáncer linfático llamado linfoma. Hoy, el sarcoma de Kaposi y el linfoma,
sean o no concomitantes, son las dos neoplasias malignas que más se ceban en los
enfermos de SIDA. Excepto por la inmunodeficiencia, la relación entre los dos aún
no se ha clarificado. El linfoma asociado al SIDA, que afecta al sistema nervioso
central, tracto gastrointestinal, hígado y médula ósea, no es menos agresivo que el
sarcoma de Kaposi.
A diferencia de las demás plagas que ha conocido antes la humanidad, las
opciones mortales del VIH son ilimitadas. Un cáncer de páncreas, por ejemplo, tiene
determinadas maneras de matar; cuando falla el corazón, o un riñón, tienen lugar
hechos muy concretos; un ictus mortal se produce en un único punto en el cerebro,
dando inicio a un característico proceso de deterioro. No sucede así con el VIH;
aparentemente dispone de infinitas opciones para ir afectando a un sistema tras otro
del cuerpo con una amplia gama de microorganismos y tipos de cáncer. En la
autopsia, el único hallazgo predecible en todos los casos es una grave depleción del
tejido linfático que forma parte del sistema inmunológico. En la mesa de disección
incluso los miembros del equipo de SIDA se sorprenden con frecuencia al ver la
afectación de zonas inesperadas y el grado de destrucción que han alcanzado los
tejidos de sus pacientes.
Insuficiencia respiratoria, septicemia, destrucción del tejido cerebral por tumor o
infección, éstas son las causas inmediatas de muerte más frecuentes; algunos
pacientes sufren hemorragia cerebral, pulmonar o incluso gastrointestinal, y otros
sucumben a la tuberculosis generalizada o a un sarcoma; los órganos fallan, los
tejidos sangran, la infección se extiende por todo el organismo. Y siempre hay
desnutrición. Por más métodos que se empleen para combatirla, invariablemente
conduce a la inanición. Una unidad asistencial de pacientes terminales de SIDA está
poblada por hombres y mujeres emaciados, espectrales, con los ojos apagados,
hundidos en cuencas cavernosas, rostros frecuentemente inexpresivos y cuerpos
marchitos por la debilidad consuntiva de una vejez prematura. La mayoría ha perdido
el ánimo. El virus les ha robado la juventud, y está a punto de robarles el resto de sus
vidas.
Los patólogos que realizan autopsias emplean dos denominaciones distintas para
definir la causa de muerte: distinguen entre causa mediata y causa inmediata de la
muerte (CMDM y CIDM). Para todos estos jóvenes, el CMDM será el SIDA,
mientras que el CIDM concreto apenas importa. La cantidad de sufrimiento es la
misma para todos, aun cuando su naturaleza varíe. No hace mucho hablé sobre esto
con el Dr. Peter Selwyn, uno de los profesores de Yale cuya total dedicación a la

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asistencia de los pacientes con SIDA ha animado los esfuerzos de muchos residentes
y estudiantes de nuestra Facultad. A pesar de sus reconocidas aportaciones al
conocimiento de la infección por el VIH, es un hombre reticente que expresa grandes
conceptos con pocas palabras. Simplemente me dijo: «Creo que mis pacientes
mueren cuando les llega su hora». Parecía una afirmación incongruente, cuando aún
flotaban en el aire las complejidades biomédicas de nuestra larga discusión sobre
biología molecular y el tratamiento de los ingresados. Y sin embargo, tenía sentido.
Dijo que, al final, fallan tantas cosas que llega el momento en que las agotadas
fuerzas de la vida simplemente parecen abandonar. La muerte llega con septicemia,
fallo de órganos, inanición y la partida definitiva del espíritu, todo a la vez. Selwyn lo
ha visto muchas veces y lo sabe.

Estoy a unos ciento sesenta kilómetros del hospital. Esta es una de esas inesperadas
tardes de otoño en que, bajo el despejado cielo azul de la naturaleza, todo está
exactamente como debe estar, pero casi nunca está. El verano que acaba de terminar
ha sido lluvioso, y quizás por esa razón las colinas que rodean la granja de mi amigo
ofrecen ese espectáculo de colores abigarrados que casi es más de lo que mi alma de
ciudad puede comprender o abarcar. La naturaleza es amable sin saberlo, igual que
puede ser cruel sin saberlo. En estos momentos parece como si ningún día pudiera
volver a alcanzar el esplendor imposible de éste. Ya siento nostalgia por el día de hoy,
mientras lo estoy viviendo. Me obsesiona el impulso de memorizar la imagen de cada
árbol, porque sé que su deslumbrante gloria mañana ya empezará a apagarse y nunca
volverá a aparecer exactamente como ahora. Cuando algo es hermoso y bueno
debería verse tan claramente y conservarse tan íntimamente que nadie olvidara jamás
cómo es y qué sensación causa.
Me encuentro en la soleada cocina de la granja de John Seidman, construida hace
un siglo en medio de unas ocho hectáreas de fértil terreno, cerca de la ciudad de
Lomontville, al norte del Estado de Nueva York. Hace diez años, en un dormitorio
del piso de arriba, murió en brazos de John, David Rounds, su mejor amigo, al final
de una larga y difícil enfermedad. John y David eran más que íntimos amigos;
compartían un amor destinado a durar. Pero el cáncer determinó otra cosa. David fue
arrebatado a John, y a todos aquellos que también le queríamos cada uno a su manera,
en un momento en que el futuro parecía asegurado y tranquilo para ambos. Sólo dos
años antes David había ganado el premio «Tony», al mejor actor secundario de
Broadway, y la carrera de John era cada vez más prometedora. En esta granja tardó
mucho en pasar el dolor antes de que la vida retomase su ritmo.
Conozco a John Seidman desde hace casi veinte años y Sarah, mi esposa,
compartió una casa con él y con David mucho antes aún. Ha sido un amigo tan íntimo
de la familia que mis dos hijos pequeños le llaman «tío». Sin embargo, hay una gran

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parte de su vida de la que nunca hemos hablado y sobre la que no sé casi nada. En
este día esplendoroso, justo antes de que desaparezca la efímera grandeza del otoño,
nos encontramos los dos hablando sobre la muerte y el SIDA.
La muerte se ha convertido en algo demasiado familiar para John; es como si la
pérdida de David hubiera sido el preludio de una sucesión de desgracias en el
transcurso de la cual, amigos, compañeros del teatro e incluso meros conocidos
enfermaban, se marchitaban y morían. En la última década John ha repetido, una y
otra vez, el mismo ciclo de descubrir que se es seropositivo, progresión del SIDA,
entregada asistencia, empeoramiento hasta la enfermedad terminal y muerte. Con
algo más de cuarenta años, él es uno de los testigos de la tragedia. Ha habido muchos
más, no pocos de los cuales ahora están muertos. Esos jóvenes, algunos de ellos
mujeres, que se han ido acompañando unos a otros a la tumba, nos han sido
arrebatados en los años más productivos de sus vidas; lo que pudieron haber sido y lo
que deberían haber sido se ha perdido. Así, se han visto mermados el vigor, el talento
e indudablemente el genio de una generación —y de nuestra sociedad en su conjunto.
Charlamos sobre el amigo de John, Kent Griswold, que murió en 1990 de
toxoplasmosis y de un trío de acrónimos frecuentes: CMV, MAI y diversos brotes de
NPC. ¿Acaso puede haber —le preguntaba— dignidad en esa muerte? ¿Puede
salvarse algo de lo que se fue en el pasado para devolver una cierta identidad a un
hombre que se aproxima a su hora final después de haber soportado tantos
sufrimientos? John reflexionó largo tiempo antes de responder, no porque no hubiera
considerado antes la pregunta, sino porque quería estar seguro de que yo le
comprendería. La búsqueda de una elusiva dignidad, dijo, puede ser algo indiferente
para la persona que está muriendo: ésta ya ha dejado de luchar y suele ocurrir que, al
final, quienes la rodean no pueden detectar en ella ningún pensamiento consciente. La
dignidad es algo a lo que se aferran los supervivientes, dijo John. Sólo existe en sus
mentes, si es que existe:

Los que quedamos atrás buscamos la dignidad para no tener un mal concepto de nosotros mismos. Intentamos
compensar la incapacidad de nuestro amigo moribundo para alcanzar cierto grado de dignidad, quizá
imponiéndosela. Es nuestra única victoria posible sobre el terrible proceso de este tipo de muerte. En una
enfermedad como el SIDA, necesitamos superar la tristeza de ver a un amigo querido perder su personalidad, su
singularidad. Al final, no se distingue de la última persona que hemos visto pasar por lo mismo. Es triste ver a
alguien perder su individualidad y convertirse en un modelo clínico.
Cuando se habla de una «buena muerte», ¿en qué medida es buena esa muerte para la persona agonizante y en qué
medida lo es para quien la ayuda? Obviamente, las dos están relacionadas, pero la cuestión es cómo. En mi
opinión, el concepto de «buena muerte» no es algo que en general resulte factible para quien muere. La «buena
muerte» es sólo algo relativo y lo que realmente significa es reducir los aspectos desagradables. No se puede hacer
mucho más aparte de intentar mantener una cierta pulcritud y eliminar el dolor; evitar que esa persona se sienta
sola. Pero al aproximarse esos momentos finales, creo que incluso la importancia de no estar solo no es más que
una suposición por nuestra parte.
Retrospectivamente, y en cierto sentido esto suena muy duro, mi experiencia me dice que la única forma de saber
si hemos ayudado a alguien a morir mejor es si estamos o no arrepentidos de algo, si hay algo que lamentamos
haber hecho o dejado sin hacer. Si de verdad podemos decir que no hemos perdido ninguna oportunidad de hacer

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todo lo que estaba en nuestras manos, hemos cumplido nuestra tarea lo mejor posible. Pero incluso eso, como
logro absoluto, sólo tiene valor absoluto para uno mismo. Lo único que te queda al final es una situación que no
hace feliz a nadie. El hecho es que has perdido a alguien. Y no hay modo de sentirse satisfecho acerca de ello.
El único lazo que realmente hemos de considerar absolutamente indestructible en la muerte es el amor. Si es amor
lo que creemos estar dando en esos misteriosos momentos que conducen a la muerte, supongo que eso es lo único
que puede hacer «buena» una muerte. Pero se trata de algo completamente subjetivo.

Durante sus últimas semanas en el hospital, Kent nunca estuvo solo. Cualquiera
que fuese la ayuda que pudieran prestarle en sus últimas horas, no cabe duda de que
la constante presencia de sus amigos le alivió más de lo que podría haber hecho el
personal del hospital, por mucho esmero que pusiera en atenderle. Es imposible
observar a los pacientes homosexuales de SIDA sin que le llame a uno la atención el
hecho de que casi siempre se reúne en torno suyo un círculo de amigos, no
necesariamente todos homosexuales, como si fueran su familia y asumen las
responsabilidades de lo que en otros casos harían una esposa o sus padres. El Dr.
Alvin Novick, uno de los primeros activistas de SIDA de Norteamérica, y de los más
respetados, ha llamado a este fenómeno de compromiso conjunto el caregiving
surround (entorno de asistencia). Es un acto de amor comunal, pero no sólo eso. John
lo describe:

El SIDA está afectando a personas, especialmente en el caso de los homosexuales, que han creado familias por
afinidad consciente —nosotros hemos escogido a quienes serán nuestra familia. Nuestro sentido de
responsabilidad respecto a los demás no está basado en las convenciones sociales. En muchos casos, la familia
tradicional nos ha rechazado, de forma que la familia por afinidad cobra toda su importancia.
Hay mucha gente que piensa que lo que nos está sucediendo debe sucedemos; que es una especie de castigo por
nuestras costumbres inmorales y anormales. Por tanto, es nuestro común interés no dejar a nadie solo ante ese
juicio de la sociedad. Aquellos de nosotros que de alguna forma no se aceptan a sí mismos pueden considerar
fácilmente el SIDA como una forma de castigo, pero incluso los que no tienen ese problema son conscientes de lo
extendida que está esa idea en la sociedad. En cierto sentido, desentenderse de esos amigos nuestros que tienen
que enfrentarse a la enfermedad significa abandonarles al juicio del mundo «normal».

Las últimas semanas de Kent, me dice John, fueron como las de tantos otros
enfermos de SIDA, y como las de tantas víctimas de esas enfermedades que
lentamente consumen las fuerzas cada vez menores de la vida. Después de superar
uno tras otro los problemas imprevistos que se fueron presentando durante largos
meses, llegó un momento en que parecía no darse cuenta de que, con cada nueva
complicación, disminuía su dominio de la situación. Cuando renunció a comprender,
también dejó de luchar contra los sucesivos asaltos, como si ya fuera menos
importante resistir; como si no hubiera ninguna razón para ello. O quizás era
simplemente que el esfuerzo necesario para entender el significado de los
acontecimientos minaba sus energías, ya muy reducidas.
Las peripecias de cada nuevo ataque perdieron su urgencia. Hay quienes
llamarían aceptación a esta indiferencia producto del agotamiento, pero esa palabra
implica una actitud positiva. Quizás se trate más bien de admitir la derrota, de

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reconocer involuntariamente que ha llegado el momento de abandonar la lucha. La
mayoría de los moribundos, no sólo enfermos de SIDA sino de cualquier otra
enfermedad prolongada, parecen no darse cuenta de que han llegado a ese estado.
Algunos mantienen tan intactas sus facultades mentales que son capaces de decidir
conscientemente, pero es mucho más frecuente que la cuestión se resuelva por sí
misma, cuando caen en un estado de semiinconsciencia o incluso de coma. Esta es la
fase en la que William Osler y Lewis Thomas rara vez observaron otra cosa que no
fuera serenidad. No obstante, para la mayoría de nosotros, llegará demasiado tarde
como para que sirva de consuelo a quienes velen al lado de la cama.
Cuando Kent aún no estaba tan enfermo, algunas veces había mostrado su
preocupación por el grado de dolor físico que sería capaz de soportar y lo penosas
que podrían ser sus últimas semanas. Entonces expresó el deseo de determinar ese
momento crítico en el que conscientemente pudiera decidir si continuaba la lucha o
no. Nadie de quienes le rodeaban podía estar seguro de si se había cumplido ese
deseo.
Un amigo influyente le había conseguido una amplia habitación en un hospital
privado y, en aquel gran espacio, cada día parecía más pequeño, casi perdido. En
palabras de John: «Se consumía más y más bajo las sábanas». Incluso cuando se
encontraba mejor necesitaba ayuda para ir al baño, y el resto del tiempo estaba
siempre en la cama. Desde luego, nunca fue corpulento, pero ahora daba la impresión
de que estaba desapareciendo. Mientras John describe el deterioro de Kent, vuelvo a
pensar en Thomas Browne, que hace trescientos cincuenta años vio pasar por el
mismo proceso a su amigo agonizante: «Quedó reducido casi a la mitad de sí mismo
y dejó tras de sí buena parte que no se llevó a la tumba».
A causa de la toxoplasmosis, Kent fue perdiendo conciencia hasta el punto de no
poder comprender lo que sucedía a su alrededor. Una retinitis por CMV le dejó ciego
primero de un ojo y luego de los dos. Para entonces estaba tan demacrado que era
imposible leer en su cara, descifrar sus expresiones; ¿sonreía, o era una mueca lo que
torcía las comisuras de su boca silenciosa? John lo expresa muy bien: «Cuando
alguien ha quedado reducido de tal manera, se pierde una forma de comunicación».
El cuerpo del moribundo había cobrado un tono muy oscuro, especialmente su cara.
Al principio de la enfermedad, Kent había manifestado que no quería recibir
ningún tratamiento agresivo desde el momento en que se supiera que sería inútil. De
acuerdo con este deseo, los que se ocupaban de él consultaron con los médicos y
juntos intentaron tomar las decisiones correctas a medida que iban surgiendo las
necesidades. Finalmente, no hubo ninguna decisión que tomar. Estaba claro que no se
podía hacer más. En las palabras de Peter Selwyn: la hora de Kent había llegado.
Como Kent era cada vez menos consciente de las molestias que pudiera tener, ya
no había necesidad de que recibiera ayuda médica de ninguna clase. «Nuestra misión

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era simplemente acompañarle, que sintiera el contacto humano, al menos en la
medida en que pudiera percibirlo. Lo más importante para nosotros era que no
estuviera solo». Al final, Kent sencillamente se fue. John llega al final de la historia:

Cuando murió, yo no estaba en Nueva York; había venido a la granja por unos días. Me bajé del autobús en Port
Authority y llamé a mi contestador. El mensaje de que Kent había muerto me conmocionó. La última vez que le vi
casi no parecía que estuviese vivo, y desde luego no parecía Kent. Aun cuando sabíamos que iba a morir de un
momento a otro, la idea de que realmente estaba muerto… supongo que la conmoción en parte se debía al hecho
de que después de todo el tiempo que había pasado con él tuve que enterarme de la noticia de aquella manera tan
horrible, solo en aquella mugrienta cabina telefónica, escuchándosela a mi contestador automático.

Kent murió entre los compañeros que le habían ayudado a mantenerse en sus dos
últimos años de vida. No había sido uno de los muchos homosexuales y drogadictos
rechazados por su familia. Hijo único de un matrimonio maduro, sus padres habían
muerto años antes. Sin la devoción de sus amigos, su muerte, y también su vida,
pronto habría caído en el olvido.
Por las líneas precedentes no debe entenderse que las familias tradicionales rara
vez participan en el cuidado de sus hijos e hijas (o maridos y esposas) enfermos de
SIDA. Precisamente ocurre lo contrario. Gerald Friedland describe el regreso, la
reunión de los padres, de las madres especialmente, con los hijos cuyas vidas y
amistades habían rechazado durante años, no sólo en el caso de homosexuales, sino
también de drogadictos. Por supuesto, no todos los homosexuales ni todos los
drogadictos se separaron de sus familias y, por tanto, no es raro que un joven enfermo
de SIDA pase sus últimos meses rodeado de los cuidados atentos de sus padres o
hermanos, acompañado a veces de un pequeño grupo de amigos, o de un compañero.
Normalmente, para un padre de clase media es mucho más fácil ausentarse del
trabajo o trasladarse desde un domicilio apartado que para alguien que vive en un
gueto o en un barrio de inmigrantes, para quien una falta al trabajo no sólo significa
una reducción del sueldo, sino posiblemente incluso la pérdida de un empleo ya mal
remunerado. Me han relatado el caso de madres con cuatro hijos muriendo de SIDA.
La crueldad del virus alcanza magnitudes que sobrepasan lo imaginable.
A la cabecera de la cama de los jóvenes moribundos velan madres y esposas,
maridos y amantes —hermanas, hermanos y amigos— haciendo lo que pueden por
amortiguar los estragos de la muerte. Igual que en tiempos pasados, cuando un hijo
estaba mortalmente enfermo, se escuchan los susurros de los padres, a veces apenas
audibles en el silencio que precede a la partida. Son tiernas palabras de ánimo y
oraciones. En inglés o en español, y en las demás lenguas del mundo, se han repetido
tantas veces las palabras pronunciadas por el rey bíblico David, mientras lloraba
sobre el cuerpo de su hijo muerto, el rebelde Absalón, que llevaba tantos años
separado de él:

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¡Hijo mío, Absalón!
¡Hijo mío, hijo mío, Absalón!
¡Quién me diera haber muerto en tu lugar!
¡Absalón, hijo mío, hijo mío!

Gerald Friedland habla de la «inversión del ciclo normal de la vida»: los padres
entierran a sus hijos. Se repite esta aberración de otros siglos, precisamente cuando,
satisfechos de nosotros mismos, acabábamos de concluir que nuestra ciencia la había
vencido. No sólo actúa el virus a la inversa, también se ha invertido el orden lógico
de la naturaleza según el cual el joven debe enterrar al viejo. Finalmente, la terapia
que, por el momento, es nuestro mejor aliado para detener la propagación del VIH
nos ofrece una lección simbólica: con el AZT y los otros fármacos intentamos detener
la transcriptasa inversa y, de ese modo, poner fin a la inversión del ciclo de la vida.
Nuestro plan funciona, pero no todo lo bien que quisiéramos, y la muerte continúa
persiguiendo a los jóvenes, e incluso a los muy jóvenes, mientras sus mayores sólo
pueden lamentarse en la impotencia.
Qué dignidad o sentido puede extraerse de tal muerte es algo que sólo sabrán
aquellos cuyas vidas han rodeado esa vida que acaba de extinguirse. Los jóvenes que
en los hospitales asisten a esos otros jóvenes agonizantes —y no me refiero sólo a los
médicos y enfermeras, sino a todo el abnegado personal— se admiran de que exista
tal generosidad en un mundo que se les había dicho que era cínico. Su quehacer
diario desmiente el cinismo; ellos también son héroes a su manera. Su heroísmo es
contemporáneo y propio del camino que han escogido; una profesión en la que deben
sobreponerse a sus propios miedos y dominar su sensación de vulnerabilidad para
ayudar a las víctimas del SIDA. No emiten juicios morales, no hacen distinción entre
clases sociales, modos de infección o pertenencia a los llamados grupos de riesgo.
Camus describió bien este fenómeno: «Lo que es cierto de todos los males del
mundo, lo es también de la peste. ¡Puede ayudar a algunos hombres a
engrandecerse!».
Entre todos los rumores que nos llegan de médicos renuentes y cirujanos con
fobia al VIH (y de ese más del 20 por ciento de médicos residentes norteamericanos
encuestados que tratarían a pacientes con el VIH pero que, si se les diera la
posibilidad de elegir, preferirían no hacerlo), es alentador saber que los enfermos de
SIDA están en manos de personas así. Para nuestros hijos, que cuidan a nuestros hijos
afectados por el VIH, la carga es tanto más pesada por cuanto deben asistir a la
muerte de hombres y mujeres de su misma edad, o quizás una década mayores. A esa
injusticia obedecen los reproches más furiosos de los muchos que lanzamos a la
insensata naturaleza, cuyos ciegos tanteos han creado el VIH: porque nos roba
grandes piezas de la estructura con la que debemos construir nuestro futuro. De las

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legiones de jóvenes que se ha llevado el SIDA se podrían decir las palabras escritas
hace setenta años por el neurocirujano Harvey Cushing, cuando lloraba a sus
compañeros caídos en la Primera Guerra Mundial: «Han muerto dos veces por haber
muerto tan jóvenes».

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X
La malevolencia del cáncer

Érase una vez un pequeño deshollinador que se llamaba Tom. Tom es un nombre cortito que ya habrás
oído antes, por lo que no te será muy difícil recordarlo. Vivía en una gran ciudad del norte donde había
muchas chimeneas que limpiar y mucho dinero que Tom podía ganar y su amo gastar. No sabía leer ni
escribir, y tampoco lo deseaba; y nunca se lavaba porque la casa donde vivía no tenía agua. Nunca le
habían enseñado a rezar. Nunca había oído hablar de Dios ni de Cristo, excepto en expresiones que tú
nunca has oído y que hubiera sido mejor que él tampoco. Lloraba la mitad del tiempo y la otra mitad reía.
Lloraba cuando tenía que trepar por las oscuras chimeneas dejándose en carne viva sus flacas rodillas y
codos; y cuando le caía el hollín en los ojos, lo que sucedía todos los días de la semana; y cuando no tenía
suficiente para comer, lo que también sucedía todos los días de la semana.

Así empieza el libro clásico infantil de Charles Kingsley, The Water Bables, de
1863. Tom era lo que la clase acomodada inglesa llamaba eufemísticamente un
climbing boy, «niño trepador». Sus funciones no requerían un largo aprendizaje, no
había prerrequisitos para ingresar en la profesión. La mayor parte de los que se
incorporaban a esta ocupación deprimente tenían entre cuatro y diez años. El trabajo
diario comenzaba de una manera muy simple: «Después de un poco de gimoteo, y un
puntapié de su amo, Tom penetraba en el hogar de la chimenea y comenzaba la
ascensión».
Aquellas chimeneas tenían poco que ver con las rectas verticalidades de la
arquitectura posterior. Ya en tiempos de Kingsley, a mediados del siglo XVIII, el tiro
era más recto que cuando el cirujano británico Percivall Pott llamó la atención sobre
sus peligros en 1775. En la época de Pott no solamente eran tortuosos e irregulares
sino que tenían la molesta costumbre de avanzar cortos tramos horizontalmente antes
de retomar la dirección vertical prevista. El resultado de todas estas peregrinaciones
estructurales era que había numerosos escondrijos, grietas y superficies planas en las
que se acumulaba el hollín. Además, a causa de las contorsiones que debía a hacer el
pequeño deshollinador en su ascenso era prácticamente inevitable que se hiciera
escoriaciones en distintas partes del cuerpo, especialmente las que sobresalían o
colgaban.
La palabra colgar se emplea aquí deliberadamente, pues lo más habitual es que
hicieran su penoso trabajo sin ninguna ropa que les protegiera de las sucias paredes
por las que trepaban. Iban completamente desnudos. Esta desnudez vocacional
obedecía a una buena razón —o al menos así lo creían los amos de los niños. Las
chimeneas eran muy estrechas —medían 30 a 60 centímetros de diámetro— de

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manera que ¿para qué molestarse tanto en encontrar niños bajitos y flacos si su ropa
iba a ocupar un espacio tan valioso? Así, los capataces reclutaban a los niños más
pequeños que encontraban, les enseñaban los rudimentos de limpieza de las
chimeneas y cada mañana les hacían entrar en la chimenea con un puntapié en sus
traseros desnudos y ennegrecidos por el carbón, ordenándoles a gritos que subieran
por aquellos tiros angostos y sin ventilación para comenzar el trabajo diario.
Los problemas se veían agravados por los hábitos personales de los
deshollinadores pobres. Al proceder de las capas más bajas de la sociedad inglesa,
nunca se les había enseñado la importancia de la limpieza corporal; es más, muchos
de aquellos desgraciados muchachos, a pesar de haber penetrado en tantos hogares,
no sabían qué era la vida de familia. No había habido unas amorosas manos
maternales que les guiaran o, dado el caso, les llevaran de la oreja a un baño caliente.
Fundamentalmente, eran golfillos abandonados a su suerte. En las arrugas y pliegues
de la piel del escroto permanecían enterradas durante meses partículas de alquitrán
que devoraban sus vidas inexorablemente mientras la crueldad de sus amos devoraba
sus almas.
Percivall Pott (1714-1788) era el cirujano de Londres más eminente de su
generación y sabía mucho de la difícil vida de los niños deshollinadores ingleses.
Observó que «el destino de estas personas parece particularmente duro: en su primera
infancia frecuentemente se les trata con una brutalidad extremada y casi mueren de
hambre y de frío; les obligan a subir por chimeneas estrechas y a veces calientes,
donde se magullan, se queman y casi se asfixian; y cuando llegan a la pubertad son
particularmente susceptibles de contraer una de las enfermedades más repugnantes,
dolorosas y fatales». Estas palabras fueron escritas en 1775; aparecieron en un breve
apartado de un artículo de Pott mucho más extenso titulado «Observaciones
quirúrgicas relacionadas con las cataratas, los pólipos nasales, el cáncer de escroto,
los diferentes tipos de hernias y las modificaciones de los pies y sus dedos». Este
artículo contiene la primera descripción que se conoce de un cáncer ocupacional. La
enfermedad tardaba años en desarrollarse, pero a veces empezaba a manifestarse ya
en la pubertad. En la primera década del siglo XIX la padecía un niño de cada ocho.
No hay duda de que Pott describía una tumoración maligna mortal que hoy
denominaríamos carcinoma de células escamosas. Lo que observaba en el escroto de
sus jóvenes pacientes era «una llaga superficial, dolorosa, irregular, de mal aspecto,
con bordes duros y levantados. En la profesión se la conoce como la verruga del
hollín… Se extiende subiendo por el cordón espermático hasta el abdomen… Cuando
llega al abdomen, afecta a algunas vísceras y no tarda en completar su dolorosa obra
destructiva».
Pott sabía bien que el cáncer de escroto mataba a todas sus víctimas, excepto en
los pocos casos en los que se realizaba la extirpación quirúrgica en un estadio muy

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precoz. Él había intentado curarles con la cirugía repetidas veces, aunque en aquellos
días terribles antes de la invención de la anestesia, eso significaba atar con correas a
una mesa al pobre muchacho vociferante y mantenerle inmovilizado con la ayuda de
fuertes ayudantes. Sólo se practicaba la intervención a aquellos jóvenes en los que el
proceso ulceroso estaba limitado a un lado.
El procedimiento representaba una agresión tan grande para la psique de los
chicos como para su cuerpo, pues consistía en seccionar lo más rápidamente posible
el testículo y la mitad del escroto de aquellos desgraciados adolescentes. Los tejidos
sangrantes se trataban después aplicándoles un hierro candente. Como los intentos de
suturar las repugnantes heridas carbonizadas provocaban fatalmente infecciones
purulentas, el área quirúrgica se dejaba abierta para que drenaran los detritus y el
líquido que se desprendían durante los largos meses de curación.
Con frecuencia los resultados de Pott no justificaban aquel suplicio. La evolución
a largo plazo de sus pacientes le descorazonaba: «Aunque, en algunos casos, las
úlceras se han curado con normalidad después de la operación, y los pacientes salen
del hospital aparentemente bien, al cabo de unos meses, suelen volver con alguna
enfermedad en el otro testículo, o en los ganglios de la ingle, o tan macilentos, tan
debilitados y con dolores internos tan frecuentes y agudos, que sólo pueden obedecer
al estado patológico de algunas de sus vísceras, y al cabo de poco tiempo han ido
seguidos de una muerte dolorosa». Aunque el uso que Pott hace de las comas puede
parecer exagerado, su descripción no lo es. En todo caso, subestimaba los
padecimientos con los que estos muchachos descendían a la tumba.
Pott se dio cuenta de que este temible mensajero de la muerte empezaba como un
crecimiento anormal en un lugar concreto y más tarde comenzaba el inexorable y
sinuoso proceso de ulceración, por el que se infiltraba en las estructuras que le
rodeaban. Pott publicó sus observaciones sobre estos casos en una época favorable a
la formulación de tesis acerca de la influencia de los cuerpos extraños introducidos en
el organismo. Hacía poco que algunos teóricos eminentes habían comenzado a
plantear la idea de que los tejidos vivos requieren un estímulo, que denominaban
«irritación», para realizar sus funciones normales. De este principio a la afirmación
de que los órganos enferman porque se han inflamado —es decir, irritado
excesivamente— en parte o en conjunto, no hay más que un paso. Pott sostenía que el
cáncer de los genitales de los deshollinadores era resultado directo de la inflamación
causada por la acción química del hollín.
Hoy en día, hay pocos que no tomen en serio la advertencia impresa en cada
paquete de tabaco. Ningún norteamericano adulto que sepa leer ignora las
propiedades cancerosas de los alquitranes y las resinas, y la mayoría comprende que
tales propiedades obedecen a la irritación química producida en los tejidos vivos por
el contacto constante de sustancias nocivas. Sin embargo, por muy evidente que hoy

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nos parezca, la idea de que la irritación crónica puede causar enfermedades no
siempre fue comprendida por los médicos. Cuando Percivall Pott decidió ir más allá
de la mera descripción clínica del cáncer de escroto y afirmar que ese cáncer se debía
a una respuesta muy específica al hollín, la teoría de la irritación y la inflamación se
movía aún sobre una base muy poco firme y, de hecho, más tarde fue abandonada en
gran parte. Aunque los propios deshollinadores llamaban a su enfermedad la «verruga
del hollín», parece que no se habían percatado de que podían prevenirla sólo con
lavarse el tizne de vez en cuando. Consideraban inevitable que cierto número de ellos
contrajese esta enfermedad y muriese sufriendo tremendos dolores; el riesgo era
inherente al trabajo.
La tesis de Pott de que el hollín era la causa del cáncer trascendió inmediatamente
y motivó una ley del Parlamento por la cual ningún deshollinador podía empezar su
aprendizaje antes de los ocho años y todos debían recibir un baño por lo menos una
vez a la semana. Hacia 1842 la edad mínima se elevó a veintiún años. Por desgracia,
la ley se incumplía tan a menudo que, veinte años más tarde, cuando Charles
Kingsley escribió The Water Babies, todavía había muchos deshollinadores menores
de edad.
Desde los tiempos de Hipócrates y aun antes, los médicos griegos de la
Antigüedad comprendían claramente las formas por las que un tumor maligno lleva a
cabo su inexorable determinación de destruir la vida. Basándose en lo que percibían
sus ojos y sus dedos, dieron un nombre muy específico a las duras tumoraciones y
ulceraciones que con tanta frecuencia veían en las mamas, o sobresaliendo del recto o
la vagina. Para distinguir estas tumoraciones de las hinchazones ordinarias, que
denominaban oncos, emplearon el término karkinos, o «cangrejo», que,
curiosamente, se deriva de una raíz indoeuropea que significa «duro». Siendo oma un
sufijo que indica «tumor», se empleó karkinoma para designar el crecimiento tumoral
maligno. Siglos más tarde, empezó a usarse habitualmente cáncer, la palabra latina
que significa «cangrejo». Mientras tanto, oncos se aplicó a todo tipo de tumores,
razón por la que denominamos oncólogo al especialista en cáncer.
Se creía que el karkinoma obedecía a la acumulación excesiva en el cuerpo de un
hipotético líquido llamado bilis negra o melan cholos (de melas, «negro», y chole,
«bilis»). Como los griegos no hacían disecciones del cuerpo humano, los únicos tipos
de cáncer que veían eran las tumoraciones ulceradas de las mamas y de la piel, o las
de recto y tracto genital femenino que, por haber crecido mucho, sobresalían de los
orificios corporales. En consecuencia, esta explicación fantasiosa se veía apoyada por
la observación común de que los pacientes de cáncer estaban efectivamente
melancólicos, y por razones obvias.
El origen de karkinos y karkinoma se basaba, lo mismo que tantos términos
médicos griegos, en la simple observación y el tacto. Como señaló Galeno, el

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principal intérprete y codificador de la medicina griega, en el siglo II d.C, esta sinuosa
masa pétrea, ulcerada en el centro, que con tanta frecuencia veían en las mamas de las
mujeres, es «exactamente como las patas de un cangrejo extendiéndose en todas
direcciones desde cada parte de su cuerpo». Y no son sólo las patas las que se hunden
más y más en la carne de sus víctimas; el centro también la va corroyendo.
Se asemeja a un insidioso parásito que avanza a tientas adhiriéndose con sus
afiladas pinzas a los tejidos en descomposición de su presa. Sus lacerantes
extremidades extienden sin cesar los límites de su maligno dominio, mientras el
repugnante centro de la bestia socava y corroe calladamente la vida, pues sólo puede
digerir lo que antes ha descompuesto. El proceso transcurre silenciosamente; no se
puede detectar su comienzo y sólo finaliza cuando el expoliador ha consumido las
últimas fuerzas vitales de su anfitrión.
Hasta pasada la mitad del siglo XIX se pensaba que el cáncer mataba furtivamente;
que desplegaba su poder amenazador protegido por la oscuridad y sólo se sentía la
primera picadura cuando la infiltración asesina había estrangulado demasiado tejido
normal como para que pudieran restablecerse las defensas desbordadas de su
anfitrión. Y el verdugo regurgitaba en forma de gangrena maligna la vida que había
devorado silenciosamente.
Actualmente sabemos que no es así porque hemos descubierto una personalidad
diferente en nuestro viejo enemigo al verle a través del microscopio de la ciencia
contemporánea. El cáncer, lejos de ser un enemigo clandestino, se revela poseído por
una maligna exuberancia asesina. Propagándose desde un punto central, la
enfermedad lleva a cabo sin tregua una campaña de tierra quemada en la que no se
respeta regla alguna, no se obedecen órdenes y se aniquila toda resistencia en una
orgía de destrucción. Sus células actúan como miembros de una frenética horda de
bárbaros que, sin jefes y sin control, sólo persigue un único objetivo: saquear todo lo
que esté a su alcance. Esto es lo que los investigadores denominan autonomía. La
forma y la velocidad de multiplicación de las células asesinas violan todas las normas
de conducta en el interior del animal vivo cuyos nutrientes vitales le alimentan antes
de ser destruido por esa atrocidad en expansión que ha surgido de su protoplasma. En
este sentido el cáncer no es un parásito. Galeno se equivocó al decir que se hallaba
praeter naturam, «fuera de la naturaleza». Sus primeras células son los hijos
bastardos de unos padres irresponsables que, finalmente, los rechazan porque son
feos, deformes y rebeldes. En la comunidad de los tejidos vivos, la incontrolable
turba de inadaptados que es el cáncer se comporta como una banda de adolescentes
violentos. Son los delincuentes juveniles de la sociedad celular.
Lo más apropiado es considerar el cáncer una enfermedad de maduración
alterada, el resultado de un proceso de crecimiento y desarrollo que ha tomado una
dirección errónea en alguna de sus fases. En condiciones ordinarias, las células

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normales son sustituidas constantemente en cuanto mueren, no sólo por la
reproducción de las células supervivientes más jóvenes, sino también por un grupo de
células que se reproducen activamente llamadas células madre. Las células madre son
formas muy inmaduras, con un enorme potencial para crear tejidos nuevos. Para que
la progenie de las células madre alcance la maduración normal debe pasar por una
serie de fases. Según se acercan a la madurez pierden rápidamente su capacidad de
proliferar en la medida en que aumenta su capacidad para realizar las funciones que
van a asumir. Una célula totalmente madura del epitelio intestinal, por ejemplo,
absorbe los nutrientes de la cavidad intestinal mucho más eficazmente que se
reproduce; una célula de las tiroides cumple su función segregando hormonas, pero
tiende menos a reproducirse que cuando era más joven. La analogía con la conducta
social del conjunto de un organismo como el nuestro es insoslayable.
Una célula tumoral es aquella que en algún momento ha perdido su capacidad de
diferenciación, término que emplean los científicos para designar el proceso por el
que pasan las células para alcanzar una madurez sana. El conjunto de células
inmaduras anormales que resulta del bloqueo de la diferenciación se denomina
neoplasma, derivado de la palabra griega que significa formación nueva.
Actualmente, la palabra neoplasma se emplea como sinónimo de tumor. Aquellos
tumores cuyas células han perdido esta capacidad cuando se hallaban más próximos a
su fase de madurez son los menos peligrosos y por lo tanto se llaman benignos. Bien
diferenciado, el tumor benigno ha retenido relativamente poco de su potencial para
reproducirse de manera incontrolada y bajo el microscopio se parece bastante al
adulto que estaba a punto de llegar a ser. Crece lentamente, no invade los tejidos de
alrededor ni se desplaza a otras partes del cuerpo, frecuentemente está rodeado de una
nítida cápsula fibrosa y casi nunca tiene la capacidad de matar a su anfitrión.
Un neoplasma maligno —lo que denominamos cáncer— es completamente
distinto. Ciertas influencias, o combinación de influencias, sean genéticas,
ambientales o de otro tipo, desencadenan un bloqueo precoz en su maduración de
forma que el proceso se detiene en un estadio en el que todavía tiene una capacidad
ilimitada de reproducirse. Las células madre normales siguen intentando producir
células normales, pero su desarrollo siempre es interceptado: no consiguen alcanzar
un grado de madurez suficiente como para cumplir la función que tenían asignada o
para parecerse un tanto a las células adultas que debían llegar a ser. El desarrollo de
las células cancerosas se detiene en una edad en la que aún son demasiado jóvenes
para haber aprendido las normas de la sociedad en la que viven. Como sucede con
tantos individuos inmaduros de todas las especies, todo lo que hacen es exagerado y
sin tener en cuenta las necesidades ni las limitaciones de los que le rodean.
Al no estar completamente desarrolladas, las células cancerosas no intervienen en
algunas de las actividades metabólicas más complejas de los tejidos maduros no

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malignos. Una célula cancerosa del intestino, por ejemplo, no colabora en la digestión
como sus equivalentes adultas; una célula cancerosa del pulmón no interviene en el
proceso de la respiración; lo mismo puede decirse de casi todos los demás tumores
malignos. Las células malignas concentran sus energías en la reproducción más que
en las tareas que debe llevar a cabo un tejido para mantener la vida del organismo.
Los hijos bastardos de su hiperactiva «fornicación» (aunque asexual) carecen de
recursos para hacer algo que no sea causar problemas y constituir una carga para la
laboriosa comunidad en la que habitan. Como sus padres, son reproductoras, pero no
productoras. Como individuos, constituyen un peligro para una sociedad conformista
y tranquila.
Las células cancerosas ni siquiera tienen la decencia de morir cuando deben. Toda
la naturaleza reconoce en la muerte la etapa final del proceso normal de maduración.
Las células malignas no alcanzan ese punto: su longevidad no es finita. Lo que es
cierto de los fibroblastos del Dr. Hayflick no es aplicable a la población celular de un
crecimiento maligno. Las células cancerosas cultivadas en el laboratorio muestran
una capacidad ilimitada de crecer y generar nuevos tumores. En el lenguaje de los
investigadores, están «inmortalizadas». Esta combinación de muerte postergada y
nacimiento incontrolado constituye la mayor violación del orden natural de las cosas
por parte de los tumores malignos y explica por qué un cáncer, a diferencia del tejido
normal, no deja de crecer a lo largo de su vida.
Al no conocer reglas, el cáncer es amoral. Al no tener otro objetivo que la
destrucción de la vida, el cáncer es inmoral. Un acumulo de células malignas es como
un tumulto incontrolado de adolescentes inadaptados que vuelcan su ira en la
sociedad de la que son producto. Es una banda callejera con un solo objetivo: sembrar
el pánico. Si no podemos ayudar a sus miembros a madurar, todo lo que hagamos
para detenerles, apartarles de la sociedad o favorecer su eliminación, sea lo que sea,
es loable.
Llega un momento en que el barrio natal no basta. La banda toma alas, invade
otras comunidades y, envalentonada por la falta de resistencia a sus pillajes, lleva la
devastación a toda la colectividad. Pero al final no vence el cáncer. Cuando mata a su
víctima, se mata a sí mismo. El cáncer nace con la voluntad de morir.
Desde todos los puntos de vista, el cáncer es un inconformista. Pero a diferencia
de algunos individuos inconformistas que son admirables en muchos sentidos, la
célula maligna inconformista no tiene absolutamente nada que la salve. Hace todo lo
que está en su poder no sólo para separarse de la comunidad de células que le ha dado
la vida, sino para destruirla. Como para asegurarse de que no se la confunde con los
adultos conformistas de su familia, la célula cancerosa conserva una apariencia, e
incluso una forma, inmadura y diferente: esto se denomina anaplasia, término griego
que significa «sin forma». La célula anaplásica tiene descendencia anaplásica.

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No obstante, sólo algunos tipos de cáncer poco frecuentes están formados por
células que han cambiado de aspecto hasta el punto de ser irreconocibles como
miembro de su casta. Excepto en casos extremos, basta observar atentamente con el
microscopio el tejido afectado para determinar su ascendencia. Así, un cáncer
intestinal puede identificarse como tal porque todavía conserva algún aspecto
característico que revela su origen. Aun lejos del foco primario, como cuando el
torrente sanguíneo transporta sus células al hígado, su rostro le traiciona,
independientemente del grado de anaplasia. Incluso el cáncer, este despiadado
renegado que se escapó para unirse al equivalente biológico de Asesinatos S. L.[6],
retiene algunos rasgos vagamente reconocibles de su familia y sus antiguas
obligaciones.
Estas dos características: autonomía y anaplasia, son las que definen la
concepción moderna del cáncer. Tanto si se las considera «feas, deformes y rebeldes»
o, más académicamente, «anaplásicas» y «autónomas», las células de un tumor
maligno son mucho más perversas de lo que implica el término científico maligno.
Donde más se manifiestan la deformidad y la fealdad de las células cancerosas es
en las irregularidades de su forma pervertida. Mientras que el aspecto de una célula
normal de un tejido normal se diferencia poco o nada del de sus vecinas normales, las
células de una población cancerosa no suelen ser ni uniformes ni ordenadas en su
aspecto y dimensiones. Pueden hincharse, aplastarse, alargarse, redondearse o
demostrar de cualquier otro modo que cada una ha sido creada sin tener en cuenta a
las demás; son agentes independientes. El cáncer es un estado en el que se ha
interrumpido la comunicación y la interdependencia de las células. Ha tenido lugar el
proceso, expuesto anteriormente, en que se modifican las características genéticas de
la célula maligna, y a este hecho obedecen los demás aspectos de la enfermedad. Ya
se conocen algunas causas de las alteraciones debidas al entorno, al modo de vida,
etc.; otras están en estudio, y sin duda hay otras que aún se ignoran completamente.
Aunque de aspecto caótico y tamaño variable, la comunidad de células malignas
no siempre es necesariamente anárquica. De hecho, en algunas formas de cáncer
todas las células adoptan una forma específica que corresponde a un elemento común
de su voluntad. Estos tumores malignos parecen existir con el único objetivo de
negarse a ajustarse a la habitual heterogeneidad que les caracteriza; sus células
producen miríadas de copias de sí mismas virtualmente idénticas, como millones y
millones de manzanitas venenosas de una monótona similitud, pero completamente
diferentes de su tejido de origen. Incluso el propio carácter previsible de lo
imprevisible de los tumores malignos es impredecible.
La estructura central de la célula cancerosa, su núcleo, es mayor y más
prominente que la de sus equivalentes maduras y con frecuencia es tan deforme como
la célula misma. Su dominio sobre el protoplasma que le rodea se ve intensificado por

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la avidez con que absorbe las tinciones habituales de laboratorio, característica que le
confiere un aspecto ominoso y sombrío. Este avieso núcleo también revela su
anárquica independencia de otro modo: en vez de dividirse pulcramente en dos
mitades idénticas durante el proceso de reproducción denominado mitosis, los
cromosomas (los componentes del núcleo que contienen el ADN) se alinean según
pautas extrañas, intentando multiplicarse con distintos resultados, sin precisión ni
responsabilidad. En ciertos tipos de cáncer la mitosis es tan rápida que basta una
breve ojeada al microscopio para ver reproduciéndose a un número de células muy
superior al que se apreciaría en un tejido maduro normal, y cada una de manera
fortuita. No es extraño entonces que las células nuevas que sobrevivan se adapten mal
al entorno estructurado y coherente que constituye el tejido de los órganos de los que
inicialmente debían formar parte. De hecho, las nuevas masas de células muestran su
diferencia de una forma tan beligerante que no solamente invaden a sus probos y
maduros vecinos sino que los expulsan, a medida que ellas infiltran y se apropian del
territorio circundante.
En una palabra, el cáncer es asocial. Tras sustraerse a las limitaciones que
gobiernan el comportamiento de las células no malignas, los tejidos recién formados
tratan de dominar a los órganos en que se alojan y es imposible obligarlas a
confinarse a los lugares en que nacieron. Su crecimiento irrefrenable y desordenado
permite al cáncer penetrar en las estructuras vitales próximas a fin de absorberlas,
impedir su funcionamiento y asfixiar su vitalidad. De esta manera, y destruyendo los
órganos de cuyas células madre procede, la masa tumoral mata al individuo, cada vez
más enfermo desde que la misma empezó a devorar los nutrientes que tendrían que
haberle mantenido.
Aunque comienza como un fenómeno microscópico, una vez iniciado, el proceso
de crecimiento maligno continúa inexorablemente hasta que se le puede ver a simple
vista o sentir con la mano al hacer la exploración. Durante un tiempo, puede ser
demasiado pequeño o estar demasiado circunscrito como para producir síntomas,
pero al final la víctima del cáncer notará que le sucede algo anormal. En ese
momento, es posible que el tumor haya crecido tanto que no tenga cura.
Especialmente en algunos órganos sólidos puede alcanzar un tamaño considerable
antes de hacer notar su presencia. Evidentemente, esta fue la razón por la que el
cáncer alcanzó su reputación legendaria de asesino silencioso.
Un riñón, por ejemplo, puede presentar un crecimiento enorme cuando revela por
primera vez el avanzado estado de la enfermedad al expulsar sangre visible en la
orina o causar un dolor sordo en el costado. Si se interviene quirúrgicamente en ese
momento, la amplia afectación de los tejidos circundantes hará inútiles los esfuerzos
del cirujano. En una extensa zona, la simétrica suavidad marrón del órgano habrá sido
sustituida por una repugnante protuberancia lobulada que se abre camino hasta la

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superficie, invade la grasa contigua y atrae hacia sí a todos los tejidos circundantes
dando lugar a una rugosa deformidad de enorme agresividad. De todas las
enfermedades que tratan, los cirujanos reservan para el cáncer la designación de «el
enemigo».
La estructura visible y el carácter invasor del cáncer son sólo dos de sus muchas
perturbaciones. Una de sus mayores duplicidades es la forma en que parece eludir las
defensas que normalmente tiene el organismo contra los tejidos que no percibe como
suyos. Teóricamente al menos, un sistema inmunológico intacto debería detectar el
carácter ajeno o «distinto» de las células que se han vuelto cancerosas y después
eliminarlas, de manera muy semejante a como hace con los virus. En realidad, esto
sucede así hasta cierto punto; algunos investigadores creen que nuestros tejidos están
formando cánceres continuamente, que son destruidos inmediatamente por este tipo
de mecanismo. Los tumores malignos clínicamente observables se desarrollarían,
pues, en esos raros casos en los que falla el sistema de vigilancia. Un ejemplo que
apoya esta tesis es la frecuencia de tumores tales como los linfomas y el sarcoma de
Kaposi en los enfermos de SIDA. Globalmente, la incidencia de neoplasias malignas
en los individuos con compromiso inmunológico es unas doscientas veces mayor que
en el resto de la población, y en el caso del sarcoma de Kaposi hay que doblar esa
cifra. Uno de los campos más prometedores de la investigación biomédica actual es el
estudio de la inmunidad tumoral con vistas a fortalecer la respuesta del organismo
frente a los antígenos que producen el cáncer. Aunque ha habido algunos resultados
prometedores, en lo esencial, las células que constituyen el objeto de la investigación
siguen burlando a los científicos.
Las células normales requieren una compleja mezcla de nutrientes y factores de
crecimiento para continuar funcionando y mantener su viabilidad. Por ello, todos los
tejidos del cuerpo están bañados en un fluido nutriente y vivificante denominado
líquido extracelular, que se renueva y limpia constantemente mediante el intercambio
de sustancias con la sangre. De hecho, el plasma sanguíneo constituye un quinto de
todo el líquido extracelular, hallándose casi todo el resto entre las células, por lo que
se le denomina intersticial. El líquido intersticial supone aproximadamente el 15 por
ciento del peso del cuerpo; si un individuo pesa 75 kilos, sus tejidos están empapados
en unos 11 litros de este compuesto salino. El fisiólogo francés del siglo XIX Claude
Bernard introdujo el término milieu intérieur para designar el entorno donde viven las
células dentro de nosotros. Es como si los primeros grupos de células prehistóricas,
cuando empezaron a formar organismos complejos en las profundidades marinas de
las que obtenían su sustento, se hubieran llenado y rodeado de agua de mar para que
ésta las siguiera manteniendo. Una de las particularidades de los tejidos malignos es
su reducida dependencia de los factores nutricionales y de crecimiento que facilita el
líquido extracelular. Al estar menos supeditadas al entorno, pueden crecer e invadir

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incluso las áreas que están más allá de las líneas de abastecimiento óptimo.
Aunque cada célula puede subsistir con menos, el desordenado incremento de la
población pronto da lugar a tantas células malignas que las nuevas necesidades del
conjunto sobrepasan las posibilidades de sustento. Esto es, la masa tumoral muy bien
puede exigir cantidades cada vez mayores de alimento, aunque sus células requieran
individualmente menos que las normales. Si el crecimiento del tumor es muy rápido,
al cabo de un tiempo el aporte sanguíneo será insuficiente para restituir los nutrientes
consumidos, especialmente porque los nuevos vasos no suelen aparecer lo
suficientemente rápido como para satisfacer las crecientes necesidades del tumor.
En consecuencia, hay partes de un tumor en crecimiento que mueren literalmente
de desnutrición y falta de oxígeno. Por esta razón, los tumores tienden a ulcerarse y a
sangrar, produciendo a veces gruesas y viscosas masas de tejido necrótico (del griego
nekrosis, que significa «mortificación, muerte») en su centro o periferia. Hasta que la
mastectomía no fue una operación corriente, hace menos de cien años, la
complicación más temida del cáncer de mama no era la muerte sino las fétidas
úlceras purulentas que producía a medida que corroía la pared torácica de su víctima;
de ahí el sobrenombre que los antiguos dieron al karkinoma: la «muerte fétida».
A finales del siglo XVIII, Giovanni Morgagni, autor de una memorable obra de
anatomía patológica, afirmó que el cáncer que veía en sus pacientes y en sus
autopsias era «una enfermedad muy sucia». Incluso más recientemente, cuando los
conocimientos sobre la materia habían avanzado mucho, los tumores malignos
seguían considerándose una repugnante fuente de degradación y repugnancia por uno
mismo, una abominación humillante que había que ocultar con eufemismos y
mentiras. Hay numerosas historias de mujeres con cáncer de mama que dejaron de
ver a sus amistades, se encerraron en casa y vivieron sus últimos meses como
reclusas, a veces separadas incluso de sus propias familias. Hace sólo unos treinta
años, en mi época de estudiante, vi a varias de estas mujeres, a las que por fin se
había convencido de que fueran al hospital porque su situación se había hecho
intolerable. De las diversas razones que todavía nos hacen dudar antes de proferir la
palabra cáncer en presencia de un paciente canceroso o de su familia, la más difícil
de erradicar por nuestra generación es la herencia de estas odiosas asociaciones.
Desarrollándose rápidamente, el cáncer no sólo puede infiltrar de tal manera un
órgano sólido, como el hígado o el riñón, que apenas deje tejido suficiente para que
cumpla eficazmente sus funciones; no sólo puede obstruir un órgano hueco, como el
tracto intestinal, e impedir la nutrición adecuada; no sólo puede, incluso en el caso de
una pequeña masa cancerosa como los tumores cerebrales, destruir un centro vital sin
el cual no pueden mantenerse las funciones indispensables; no sólo erosiona los
pequeños vasos sanguíneos o ulcera lo suficiente para provocar finalmente una
anemia grave, como ocurre a menudo en el estómago o en el colon; no sólo puede

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bloquear, debido a su propio volumen, el drenaje de los exudados llenos de bacterias
y provocar así neumonía e insuficiencia respiratoria, causas corrientes de muerte en el
cáncer de pulmón; no sólo puede llevar de muchas maneras a su organismo a la
inanición; el cáncer tiene aun otras maneras de matar. Después de todo, las que
hemos mencionado sólo se refieren a las consecuencias potencialmente letales del
tumor primario en el órgano en que surgió inicialmente. Esto es, los daños que puede
causar sin abandonar su región de origen. Pero tiene otro modo de matar que no
pertenece a la categoría de enfermedad localizada y le permite atacar a una amplia
variedad de tejidos situados lejos de su origen. Este mecanismo ha recibido el nombre
de metástasis.
Meta es una preposición griega que significa «más allá de» o «lejos de», y stasis
connota «posición» o «colocación». Utilizada por primera vez ya en tiempos de
Hipócrates para indicar el cambio de un tipo de fiebre a otro, metástasis se aplicó
después específicamente al desplazamiento de partes de un tumor. En la época
moderna, esta palabra ha llegado a encarnar el rasgo característico de la enfermedad,
esto es: el cáncer es un neoplasma capaz de trasladarse fuera de su lugar de origen.
En efecto, una metástasis es un trasplante de una muestra del tumor primario en otra
estructura o incluso en una parte lejana del cuerpo.
La capacidad del cáncer para metastatizar es su característica más distintiva y
amenazadora. Si el tumor maligno no poseyera esta movilidad, los cirujanos podrían
curarlo completamente, excepto en los casos en que afectara a estructuras vitales y
fuera imposible extirparlo sin poner en peligro la vida del paciente. Para desplazarse,
el tumor debe erosionar las paredes de los vasos sanguíneos o de los conductos
linfáticos y después algunas de sus células han de desprenderse y pasar a la
circulación. Sea individualmente o agrupadas en un émbolo, las células son
transportadas a otro tejido, donde se implantan y crecen. En función de la ruta del
flujo sanguíneo o linfático, así como de otros factores aún no explicados, cada tipo de
cáncer tiende a depositarse en ciertos órganos específicos. Por ejemplo, lo más
probable es que el cáncer de mama metastatice en la médula ósea, pulmones, hígado
y, por supuesto, en los ganglios linfáticos de la axila. El cáncer de próstata suele
desplazarse al hueso. De hecho, los huesos, junto con el hígado y el riñón, son los
lugares más comunes de la metástasis, independientemente del órgano de origen del
tumor.
Las células tumorales que se implantan en un lugar distante deben ser lo
suficientemente fuertes para no ser destruidas durante el viaje. Los simples peligros
mecánicos de las sacudidas de la circulación aumentan la posibilidad de que el
sistema inmunológico del organismo las elimine en el camino. Si sobreviven, las
células deben fundar un nuevo hogar y proveerse de una fuente estable de
abastecimiento. A priori esto significa que este principio de cáncer trasplantado no

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puede crear una colonia viable en su nuevo emplazamiento a no ser que estimule el
crecimiento de nuevos y minúsculos vasos sanguíneos que satisfagan sus
necesidades.
Es tan difícil que se cumplan todos estos requisitos que muy pocas células logran
colonizar un territorio lejano. Cuando a un ratón se le inyectan experimentalmente
células tumorales sólo sobrevive más de 24 horas una décima parte del 1 por ciento.
Se estima que sólo una de cada cien mil células que entran en la circulación consigue
alcanzar viva otro órgano, y logra implantarse una proporción mucho menor. Si no
fuera por tales obstáculos, aparecerían numerosísimas metástasis en cuanto el cáncer
fuera lo suficientemente grande como para hacer pasar un número elevado de células
a la circulación.
Gracias a estos dos procesos, infiltración local y metástasis a distancia, el cáncer
va perturbando poco a poco el funcionamiento de los diversos tejidos del cuerpo. Los
órganos huecos se obstruyen, los procesos metabólicos se inhiben, los vasos
sanguíneos se erosionan lo suficiente como para originar hemorragias de mayor o
menor gravedad, los centros vitales se destruyen y el delicado equilibrio bioquímico
se trastorna. Con el tiempo se llega a una situación en que la vida no puede
mantenerse.
Además, el cáncer tiene otras formas menos directas de minar las fuerzas de
aquellos en quienes se desarrolla sin encontrar resistencia: generalmente se trata de
las consecuencias del debilitamiento, la desnutrición y la predisposición a contraer
infecciones que acompañan al proceso maligno. En particular, la desnutrición es tan
común que se ha inventado un término para designar sus efectos: caquexia cancerosa.
Caquexia se deriva de dos palabras griegas que significan «mal estado», que es
exactamente la situación en la que se encuentran los enfermos de cáncer avanzado. Se
caracteriza por la debilidad, la falta de apetito, alteraciones del metabolismo y
desgaste muscular y de otros tejidos.
En realidad la caquexia cancerosa a veces se presenta incluso en personas cuya
enfermedad todavía está localizada y poco desarrollada, por lo que está claro que
intervienen otros factores aparte del consumo voraz de recursos por parte del cáncer.
Si bien un tumor puede privar a su organismo de algunos nutrientes esenciales, se
corre el riesgo de simplificar en exceso al querer reducir al parasitismo las complejas
razones de su capacidad para agotar recursos. Cambios en el sentido del gusto, por
ejemplo, y efectos tumorales localizados tales como problemas obstructivos y
disfagias contribuyen a veces a una alimentación inadecuada, igual que los
tratamientos de quimioterapia y rayos X. Numerosos estudios de personas con
tumores malignos revelan diversos tipos de anomalías en la utilización de los
carbohidratos, las grasas y las proteínas cuyas causas son desconocidas. Parece que
algunos tumores incluso pueden contribuir al mayor gasto de energía del paciente,

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reforzando así su incapacidad para mantener un peso adecuado. Para complicar el
problema, se ha demostrado que ciertos tumores malignos, e incluso algunos
leucocitos del propio paciente (monocitos), liberan una sustancia a la que se ha dado
el apropiado nombre de caquectina, que disminuye el apetito actuando directamente
sobre el centro cerebral de la nutrición. La caquectina no es el único agente de este
tipo. Es muy probable que toda clase de tumores sean capaces de segregar sustancias
hormonoides cuyos efectos generalizados sobre la nutrición, la inmunidad y las
demás funciones vitales se atribuían hasta hace poco a los efectos parasitantes del
propio tumor.
La desnutrición causa problemas más graves que la pérdida de peso y el
agotamiento. El cuerpo sano se adapta al hambre consumiendo grasas como fuente
principal de energía, pero el cáncer bloquea este proceso y obliga al organismo a
utilizar proteínas. Pero no es sólo esto lo que, junto con la disminución del aporte
alimentario, causa el desgaste muscular; los bajos niveles proteínicos contribuyen al
mal funcionamiento de los órganos y sistemas enzimáticos, y pueden afectar
significativamente a la respuesta inmunológica. Además, se ha demostrado que una
de las sustancias segregadas por las células tumorales deprime la inmunidad. Aunque
por lo menos teóricamente, esto puede estimular el crecimiento tumoral, este efecto
adverso parece mucho menos importante que el hecho de que la reducción de la
inmunocompetencia, especialmente cuando está agravada por la quimioterapia y las
radiaciones, aumenta la propensión a contraer infecciones.
La neumonía y los abscesos, junto con las infecciones urinarias y de otro tipo, son
frecuentemente las causas inmediatas de muerte de los pacientes cancerosos, y la
septicemia la fase terminal común. La profunda debilidad causada por la caquexia
grave, impide al enfermo respirar y toser normalmente, lo que aumenta el riesgo de
contraer neumonía y de inhalar los vómitos. Las últimas horas a veces van
acompañadas de esa respiración profunda y gorgoteante que es un tipo de estertor
completamente distinto del alarido agónico de James McCarty.
Hacia el final, la disminución del volumen de sangre circulante y del líquido
extracelular frecuentemente conducen a una disminución gradual de la tensión
arterial. Incluso si la hipotensión no desemboca en un shock puede causar
insuficiencia de órganos como el hígado o el riñón, aunque no estén directamente
afectados por el tumor, por la falta crónica de nutrientes y oxígeno. Como muchos
enfermos de cáncer son de edad avanzada, las diversas formas de agotamiento de
recursos a menudo provocan ictus, infarto de miocardio o insuficiencia cardíaca. Por
supuesto, la presencia de una enfermedad metabólica generalizada como la diabetes
complica enormemente los problemas.
Hasta aquí sólo se han mencionado tipos de cáncer que comienzan como tumores
localizados en un órgano o tejido específico. Pero hay un pequeño grupo de

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enfermedades malignas que tienen una distribución muy generalizada desde el
principio o que comienzan en múltiples puntos de un tipo concreto de tejido,
especialmente la sangre y el tejido linfático. La leucemia, por ejemplo, es un cáncer
de los tejidos que se encargan de la producción de glóbulos blancos y el linfoma es
un tumor maligno de los ganglios linfáticos y estructuras análogas. Los enfermos de
leucemia o linfoma son particularmente propensos a contraer infecciones, una de las
principales causas de muerte en estas neoplasias.
Una de las formas más comunes del linfoma es la enfermedad de Hogdkin. No
puedo mencionarla sin llamar la atención sobre un éxito notable que en muchos
sentidos se puede considerar ejemplar de los avances biomédicos del último tercio del
siglo XX. Hace treinta años prácticamente todos los pacientes con enfermedad de
Hogdkin morían a causa de ésta, excepto aquellos que sucumbían a otra afección
durante los siete años que separaban el diagnóstico de la fase terminal. Desde
entonces la comprensión cada vez más precisa del modo en que esta enfermedad se
desarrolla en los ganglios linfáticos, y su respuesta a los programas adecuados de
quimioterapia y radioterapia de supervoltaje, han hecho posible que el 70 por ciento
de los pacientes sobreviva cinco años sin recaer, porcentaje que asciende al 95 por
ciento si la enfermedad se descubre cuando todavía no se ha extendido mucho; en
cuanto al porcentaje de recaídas después de los cinco años es bajo y no deja de
disminuir. No sólo la enfermedad de Hogdkin, sino los linfomas en general se
encuentran entre los tipos de cáncer más curables.
Estas nuevas perspectivas para los enfermos de linfoma es sólo un ejemplo del
extraordinario progreso realizado en el tratamiento del cáncer. Otro es la leucemia
infantil. Cuatro de cada cinco niños con leucemia sufren una forma de esta afección
que se denomina linfoblástica; hace unos años era mortal en todos los casos, mientras
que hoy se da una tasa de remisión continua durante cinco años en el 60 por ciento de
los casos agudos, y la mayoría de ellos se encuentran en vías de curación definitiva.
Aunque hasta ahora no haya habido muchos éxitos de la extraordinaria magnitud de
estos dos, la tendencia general en la lucha contra el cáncer es lo suficientemente
favorable como para justificar un cauto optimismo. La investigación de base, los
nuevos modos de interpretar los fenómenos clínicos de la enfermedad, las
aplicaciones innovadoras de la farmacología y la biofísica, y la disposición positiva
de pacientes informados a participar en ensayos clínicos a gran escala de tratamientos
prometedores, son algunas de las razones de los cambios radicales que se han
producido en las últimas décadas.
En 1930, el año de mi nacimiento, solamente una persona de cada cinco
diagnosticadas de cáncer vivía cinco años; en los años cuarenta la cifra aumentó a
una de cada cuatro. El efecto de la investigación de la biomedicina moderna empezó
a hacerse sentir en los años sesenta, cuando la proporción de supervivientes aumentó

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a una de cada tres. En la actualidad, el 40 por ciento de todos los pacientes de cáncer
están vivos cinco años después del diagnóstico. Teniendo en cuenta la presencia en
las estadísticas de quienes mueren por alguna otra causa como enfermedad cardíaca o
ictus, se puede decir que aproximadamente el 50 por ciento sobrevive por lo menos
ese tiempo. Es bien conocido que quienes alcanzan el hito de los cinco años sin
recaídas tienen muchas posibilidades de haberse curado completamente.
Prácticamente todos los progresos realizados en este campo se deben a la
combinación de un diagnóstico precoz y al desarrollo de nuevas formas de
tratamiento, gracias a los factores mencionados en el párrafo anterior. Estas mejoras
terapéuticas, así como las posibilidades de éxito de nuevas formas de tratar la
enfermedad en estado avanzado que aparecen constantemente, aportan esperanza al
paciente de cáncer. Paradójicamente y, a veces trágicamente, esa clase de esperanza
es la que ha llevado a algunos de los dilemas más comprometidos que los pacientes y
sus médicos tienen que afrontar actualmente.
Mi actividad profesional como clínico abarca un período durante el que la
comunidad científica empezó a abrigar por primera vez esperanzas fundadas de que
sería posible tratar las enfermedades malignas, y de que ese tratamiento se basaría en
la comprensión de la biología celular más que en las seculares simplificaciones de la
cirugía. A medida que se conocía mejor la célula cancerosa se desarrollaban nuevos y
más efectivos métodos para combatir sus estragos. En cualquier caso, el optimismo
que despertaron estos éxitos terapéuticos trajo consigo una obstinada suficiencia que
a veces es injustificable; esta actitud se traduce en la filosofía de que hay que
continuar el tratamiento hasta que quede probada su inutilidad, o por lo menos hasta
que quede probada a satisfacción del médico que lo prescribe.
Sin embargo, en la medicina nunca han estado claros los límites de la inutilidad y
posiblemente sea irrazonable esperar que alguna vez lo estén. Quizás por esta razón
entre los médicos se ha impuesto la convicción —y en la actualidad, para muchos, no
es meramente una convicción sino un deber— de que si ha de haber algún error en el
tratamiento de un paciente, siempre debe ser por hacer demasiado más que por no
hacer lo suficiente. Pero con ello probablemente se satisfacen las necesidades del
médico más que las del paciente. El propio éxito de su terapia esotérica con
demasiada frecuencia lleva al médico a creer que puede hacer lo que está más allá de
sus posibilidades y salvar a aquellos que, si decidieran por sí mismos, preferirían no
someterse a su intento de salvación.

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XI
Cáncer y esperanza

La lección más importante que aprende un médico joven es que nunca debe permitir
que sus pacientes pierdan la esperanza, incluso cuando sea obvio que se están
muriendo. De ese consejo, repetido con tanta frecuencia, se desprende que la fuente
de esperanza del paciente es el propio médico y los medios de que dispone; por lo
tanto, sólo el médico puede alentar la esperanza, moderarla, o incluso quitarla. En
esto hay buena parte de verdad, pero no es todo. Más allá del entorno de
profesionales de la medicina —e incluso de la capacidad del propio médico, por
generoso que sea—, está el poder que pertenece legítimamente al paciente y a
quienes le quieren. En este capítulo y en el siguiente escribiré sobre los enfermos
terminales de cáncer, sus diversos tipos de esperanzas y de cómo en algunos casos las
he visto reforzadas, debilitadas o incluso destruidas.
Esperanza, esperar, son palabras abstractas. De hecho, son más que palabras; son
conceptos oscuros que cobran diferentes significados de acuerdo con la época y las
circunstancias de nuestra vida. Los políticos no ignoran su arraigo en la mente del
electorado.
En el diccionario no faltan definiciones: «estado de ánimo en el cual se nos
presenta como posible lo que deseamos», «creer que algo bueno o conveniente
ocurrirá realmente», etc. Pero aquí nos interesa señalar especialmente expresiones
como «esperanza loca» y «contra toda esperanza», pues el deber supremo del médico
es asegurarse de que las esperanzas que ha hecho concebir a su paciente no son
infundadas.
La esperanza presenta infinitos matices, si no de fondo, al menos de forma. En
efecto, atestigua esa propensión humana a hacer que una palabra signifique «lo que
he decidido que signifique, ni más ni menos», como Humpty Dumpty declaraba
desdeñosamente a Alicia en el libro de Lewis Carroll. Quizá sea Samuel Johnson
quien mejor ha definido el término: «La esperanza —escribió la máxima autoridad
inglesa en lo tocante a las palabras— es en sí misma una especie de felicidad, y
quizás la felicidad más grande que nos puede procurar este mundo».
Todas las definiciones de esperanza tienen una cosa en común: se refieren a la
expectativa de un bien que está por realizarse, a la percepción de una situación futura
en la que se conseguirá el objetivo deseado. En un penetrante pasaje del libro The

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Nature of Suffering, el médico y humanista Eric Cassell escribe con gran sensibilidad
acerca del significado de la esperanza durante las enfermedades graves: «La pérdida
de ese futuro, el futuro de la persona individual, de los hijos y de las demás personas
amadas provoca una profunda desdicha. Es en esta dimensión de la existencia donde
reside la esperanza. La esperanza es un ingrediente necesario para una vida
afortunada».
Por mi parte, creo que entre las muchas clases de esperanza que un médico puede
hacer concebir a su paciente al final de su vida, la única que comprende todas las
demás es la confianza en que aún se puede alcanzar una última victoria cuya promesa
sobrepasa el horror y el sufrimiento presentes. Con demasiada frecuencia, los
médicos confunden los ingredientes de la esperanza, pensando que ésta se reduce a la
curación o a la mejoría. Así, consideran necesario transmitir a los pacientes de cáncer,
si no explícitamente, dándoselo a entender, el erróneo mensaje de que aún pueden
vivir meses o años sin que reaparezcan los síntomas. Si se pregunta a un médico,
perfectamente honesto y solícito, por qué hace esto, probablemente responderá algo
así: «Porque no quería quitarle su única esperanza». El actúa con la mejor intención,
pero ya se sabe de qué está empedrado el infierno, y por un infierno de sufrimientos
debe pasar el engañado paciente antes de sucumbir a la muerte inevitable.
Algunas veces el médico se engaña a sí mismo para mantener su propia esperanza
y elige una vía de acción cuyas posibilidades de éxito son demasiado escasas como
para ser justificable. En lugar de buscar la manera de ayudar al paciente a enfrentarse
con la realidad de su fin inminente, se convence a sí mismo y a una persona
gravemente enferma de que se puede «hacer algo» para negar la cercana presencia de
la muerte. Esta es una de las maneras en que la profesión médica expresa la negativa
general de toda la sociedad a admitir el poder de la muerte y, quizás, incluso la
muerte misma. En tales situaciones, el médico recurre a medidas dilatorias,
generalmente inútiles, utilizando para ello lo que un médico eminente de la
generación pasada, William Bean, de la Universidad de Iowa, describió como «la
laboriosa parafernalia de la medicina científica, que mantiene una vaga sombra de
vida cuando ya no queda ninguna esperanza. Esto puede llevar a las maniobras más
extravagantes y ridículas dirigidas a mantener ciertos vestigios representativos de la
vida, mientras se frustra o impide temporalmente la muerte definitiva».
El Dr. Bean no sólo se refería a los respiradores y demás aparatos que mantienen
artificialmente la vida, sino a toda la gama de estratagemas mediante las cuales
intentamos no ver el hecho de que la naturaleza siempre vence. Ésta es la esperanza
infundada, en oposición a la expectativa; ésta es la clase de «esperanza contra
esperanza» en la que yo mismo caí hace unos años cuando a mi hermano se le
diagnosticó un cáncer intestinal diseminado.
A los sesenta y dos años Harvey Nuland era un hombre de buena salud que iba

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ocasionalmente al médico cuando le preocupaba algún síntoma concreto, pero poco
dado a someterse a revisiones periódicas. A su constitución robusta le sobraban al
menos 5 kilos, pero no se podía decir que fuera obeso. Era gerente asociado de una
gran empresa auditora de Nueva York y su trabajo le reportaba satisfacciones, a pesar
de las largas horas que debía dedicarle y de su gran responsabilidad —o quizás
precisamente por eso. Sin embargo, el trabajo no era el centro de su vida; era su
familia lo que le hacía feliz. Se había casado cuando tenía casi cuarenta años y no fue
padre hasta varios años después. Esto, y las condiciones de nuestra vida durante la
infancia y la juventud, quizá determinaron que lo más importante de su vida fuera
estar cerca de su familia; en cierto modo, ésta era una bendición tanto mayor por
cuanto había tenido que esperarla largo tiempo.
Una mañana de noviembre de 1989, Harvey me telefoneó para decirme que,
después de algunas semanas de dolores e irregularidades intestinales, la tarde anterior
su médico le había encontrado una masa en el lado derecho del abdomen. Por la tarde
tendría los resultados definitivos de una radiografía y quería que yo estuviera al tanto
de lo que estaba pasando. Intentaba hablar con un tono neutro, pero habíamos vivido
demasiadas cosas juntos como para que pudiera engañarme. Tampoco creyó él las
palabras alentadoras que logré pronunciar. Ni siquiera a este hombre, con toda su
candidez, se le podía tranquilizar sólo con buenas palabras. Como suele suceder entre
hermanos, cada uno adivinaba los pensamientos del otro, pero sólo yo sabía lo grave
que probablemente sería su diagnóstico. Una masa dolorosa en un hombre de sesenta
y dos años con problemas intestinales y una historia familiar de cáncer intestinal se
debería casi con seguridad a una obstrucción parcial por un tumor maligno, y
posiblemente en estado demasiado avanzado para que fuera posible un tratamiento
efectivo.
La radiografía confirmó mis temores, y Harvey fue ingresado en un gran centro
médico universitario que él mismo eligió porque su trabajo le había puesto en
contacto con un destacado médico del servicio de gastroenterología. El cirujano que
yo le recomendé se hallaba en un congreso nacional, y era evidente que si no se le
intervenía con urgencia la obstrucción sería completa. Por tanto, se encargó de la
operación un cirujano al que yo no conocía personalmente, pero muy recomendado
por el gastroenterólogo. Se comprobó que Harvey tenía un cáncer intestinal extendido
que invadía los tejidos circundantes al colon derecho y prácticamente todos los
ganglios linfáticos de drenaje. El tumor se había diseminado en pequeños grumos por
numerosas superficies y tejidos de la cavidad abdominal, había metastatizado en el
hígado al menos en media docena de puntos, y bañaba toda esta explosión tumoral
con un líquido cargado de células malignas que llenaba el abdomen; los hallazgos no
podían ser peores. Todo esto tras sólo unas semanas de síntomas.
El equipo quirúrgico logró extirpar la porción intestinal en la que se había

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originado el tumor, y eliminar así la obstrucción; pero hubo que dejar masa tumoral
en numerosos tejidos y en el hígado. Cuando Harvey se recuperó de la operación, me
enfrenté al doble problema de la veracidad y del tratamiento. Las decisiones las debía
tomar yo, pues estaba claro que mi hermano haría lo que yo recomendase. Pero
¿cómo hacer un juicio clínico objetivo cuando se trataba de alguien de mi propia
sangre? Sin embargo, no podía eludir mi responsabilidad alegando los sentimientos
del hermano pequeño que sabe que su primer amigo de la infancia va a morir. Eso
habría significado no sólo abandonar a Harvey, sino también a Loretta, y a sus dos
hijos, que ya iban a la universidad.
No podíamos esperar consejo, ni siquiera comprensión de los médicos de Harvey,
que se mostraban fríamente distantes y ensimismados. Parecían demasiado alejados
de sus propias emociones como para comprender las nuestras. Cuando les veía hacer
sus apresuradas visitas de habitación en habitación pavoneándose con aire de
importancia, casi sentía agradecimiento porque las tragedias de mi vida me hubieran
ayudado a no ser como ellos. Observar a mis colegas, grandes especialistas
universitarios, a lo largo de décadas me había convencido de la sensibilidad de la
mayoría de ellos y de la frialdad de la minoría. En este caso, parecía predominar el
tono de la minoría.
Con esta carga sobre los hombros, cometí una serie de errores. El que los
cometiera con la mejor de las intenciones no cambia en nada mi juicio retrospectivo
sobre ellos. Me convencí de que decirle a mi hermano toda la verdad era «quitarle su
única esperanza». Hice exactamente lo que había aconsejado a los demás que no
hicieran.
Harvey tenía los ojos muy azules, lo mismo que yo y mis cuatro hijos. Nuestros
ojos son herencia de mi madre. Cada vez que visitaba a mi hermano durante la
primera de las tres largas semanas del postoperatorio, siempre tenía las pupilas
contraídas como puntas de alfiler, por efecto de la morfina o de algún otro narcótico
que le suministraban para calmar el incesante dolor de la incisión que iba de las
costillas al pubis. Aunque era muy miope, rara vez se ponía las gafas en el hospital, y
yo vi en aquellos ojos de un azul maravilloso una mirada que no había visto desde
que éramos niños y jugábamos al béisbol en el Bronx durante las pocas horas que
teníamos libres después de hacer los deberes. De algún modo, la enfermedad había
devuelto a Harvey la inocencia de los primeros años de la adolescencia y la confianza
en los demás. Mi hermano mayor, a quien yo había acudido tantas veces en mi vida
en busca de consuelo y ayuda, parecía un niño de nuevo. Y yo, con mi salud de
hierro, era el adulto. Durante aquellos días del postoperatorio tomé la decisión de
proteger a mi hermano de la angustia que sufren quienes saben que no hay esperanza
de curación. Ahora me doy cuenta de que también estaba tratando de protegerme a mí
mismo.

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Yo no conocía ninguna forma de quimioterapia o inmunoterapia que pudiera
detener el curso de un cáncer tan avanzado. En New Haven «discutí el caso» (un
eufemismo de lo que realmente hice, que fue importunar a los oncólogos en busca de
un milagro) con unos colegas. Varias veces intenté tratar el problema con los médicos
de Harvey, lo que para mí fue un ejercicio de frustración y una lección de arrogancia
médica. Había oído hablar de un nuevo tratamiento experimental que se basaba en la
combinación inusual de dos agentes de un modo completamente original. Una de las
drogas, el 5-fluoracilo, interfiere en los procesos metabólicos de las células
cancerosas, y el otro, el interferón, ejerce un efecto antitumoral, pero no se sabe bien
cómo actúa. El programa 5-fluoracilo-interferón había disminuido la masa tumoral en
once de diecinueve pacientes en el único grupo en el que se había probado, pero no
había curado a ninguno. El pequeño grupo de pacientes tratados había sufrido una
serie de efectos colaterales importantes, e incluso se había dado un caso de muerte
inducida por la quimioterapia.
Visité al médico del hospital de Harvey que había empleado el nuevo preparado.
Dejé que mi instinto de hermano se impusiera a mi juicio como cirujano que durante
toda su vida profesional ha tratado a pacientes con enfermedades mortales. ¿Qué
pudo hacerme creer que de algún modo se había producido una coincidencia médica
única que había resuelto lo que mi mente racional sabía que no tenía solución?
¿Acaso pensaba realmente que, como por arte de magia, había aparecido un
tratamiento potencialmente curativo, o hasta cierto punto paliativo, precisamente
cuando a mi hermano se le había diagnosticado un cáncer para el que yo sabía que no
había tratamiento? Al recordar ahora, creo que no estoy seguro de lo que pensé; me
parece que sólo me motivaba mi incapacidad para decirle a Harvey la verdad.
No podía mirar a mi hermano a la cara y pronunciar las palabras que debería
haber dicho; no podía soportar el peso inmediato de hacerle daño, y así fue como
cambié la posibilidad de la tranquilidad que a veces acompaña a la muerte cuando
sigue su curso, por la falsa «esperanza» que creía estar dándole.
Había mirado aquellos confiados ojos azules de niño y había visto que mi
hermano me pedía que le salvara. Sabía que no era capaz de ello, pero también sabía
que no podía privarle de la esperanza de que acabaría encontrando una solución. Le
hablé de su cáncer de colon y de las metástasis en el hígado, pero preferí no decirle
nada sobre las metástasis que se hallaban en otros lugares ni del significado del
líquido peritoneal. En ningún momento consideré darle a conocer el pronóstico,
prácticamente seguro, de que no llegaría al verano. En todos los sentidos estaba
actuando con el erróneo paternalismo de aquel aforismo que me enseñaron los
profesores de una generación anterior: «Comparte el optimismo y resérvate el
pesimismo».
Al hablar con Harvey, me iba guiando por su mirada y sus palabras. Nadie que

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haya tratado pacientes de cáncer subestimará el poder del mecanismo subconsciente
de la negación, amiga y enemiga a la vez de la persona gravemente enferma. La
negación protege al mismo tiempo que obstaculiza y suaviza momentáneamente lo
que al final hace más difícil. Aunque aplaudo el intento de Elisabeth Kübler-Ross de
sistematizar una secuencia de respuestas ante el diagnóstico de una enfermedad
mortal, todo clínico experimentado sabe que algunos pacientes nunca van más allá de
la negación, al menos abiertamente, y muchos otros mantienen en gran medida esa
actitud hasta el final, a pesar de los esfuerzos del médico por ir clarificando los
problemas a medida que surgen. Más aún, con frecuencia se niega la propia
explicación de lo fuerte que es la influencia de la negación. Harvey Nuland tenía una
mente excelente y dos oídos en perfecto estado, por no mencionar su enorme
perspicacia, característica de las personas acostumbradas a la adversidad; sin
embargo, una y otra vez me desconcertó la magnitud de su negación, que mantuvo
casi hasta sus últimos días. Algo en él negaba la evidencia de sus sentidos. El clamor
de su deseo de vivir ahogaba las preguntas de su deseo de saber.
La negación es uno de los dos factores que complican infinitamente nuestra tarea
cuando, animados de las mejores intenciones, como médicos o allegados de una
persona que va a morir, tratamos de que participe plenamente en todas las decisiones
que haya que tomar en los días que quedan. Entre los moribundos que comprenden
claramente el inexorable proceso de su enfermedad, hay pocos dispuestos a someterse
a tentativas heroicas y debilitantes para retrasar un final que parece próximo. Sin
embargo, es precisamente en la comprensión del «inexorable proceso de la
enfermedad», donde la razón y la lógica a veces fracasan, principalmente a causa de
la negación. Este es el motivo, por ejemplo, de que con sorprendente frecuencia los
moribundos se nieguen a afrontar la proximidad de una situación que ellos mismos
previeron cuando, todavía sanos, manifestaron explícitamente el deseo de que no se
intentara aplicar técnicas de resucitación avanzada. Cuando la hora llega, casi nadie
quiere que su vida termine, y la mente consciente puede eludir esta realidad si el
inconsciente la niega.
El otro obstáculo a una verdadera participación es la negativa de muchos
pacientes a ejercer su derecho a un pensamiento independiente y a la
autodeterminación; en otras palabras, a disponer de sí mismos. El psicoanalista y
jurista Jay Katz ha empleado el término autonomía psicológica para denominar este
derecho a la independencia. Muchos pacientes agotados por los estragos de la
enfermedad o abatidos por la inminencia del desastre no desean ejercer este derecho o
no son capaces emocionalmente de ello. Necesitan que les cuiden y les libren de
responsabilidades. Pero en esas circunstancias no es fácil responder a todas las
necesidades y se pueden tomar decisiones erróneas. Sin embargo, el problema es
menos agudo si el paciente y quienes le cuidan reflexionan juntos sobre ello. En estos

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casos puede ocurrir que un moribundo decida participar mucho más activamente de
lo que se creía capaz. Pero si prefiere lo contrario, se debe respetar su decisión.
Por intentar hacer lo correcto con Harvey me convertí en lo que él quería que
fuera y, de esa manera, hice realidad tanto sus fantasías sobre mí como las mías: el
inteligente hermano pequeño que va a la Facultad de Medicina y llega a ser el
todopoderoso médico adivino. No podía negarle la clase de esperanza que parecía
necesitar. Yo movilizaría las fuerzas de la medicina más avanzada y le rescataría del
borde del precipicio. Esta es la imagen semiconsciente que tienen todos los médicos
de sí mismos, y los ojos de mi hermano me empujaron a actuar de acuerdo con ella.
Si yo hubiera sido más sensato o si hubiera consultado a colegas desinteresados que
me conocían bien, quizá habría comprendido que la esperanza que le iba a dar a
Harvey no sólo sería un engaño, sino casi seguro, dado lo que sabíamos sobre la
toxicidad de los fármacos experimentales, otra fuente de angustia para todos nosotros.
Fue necesario hospitalizar a Harvey tres veces en los diez meses de vida que le
quedaron después de su operación. Ingresó para el control del comienzo de la
quimioterapia, y casi al final tuvo que volver a ingresar porque el crecimiento de la
masa tumoral de nuevo le obstruía el intestino, esta vez completamente. La
obstrucción cedió espontáneamente lo bastante como para que pudiera tomar por vía
oral el líquido suficiente y que no fuera necesaria una nueva intervención, pero no
como para mantener su ya insuficiente aporte nutricional previo. Por difícil que fuera
este último período en el hospital, fue el anterior el que me dejó los recuerdos que
más me atormentan.
El hijo de Harvey, Seth, había interrumpido sus estudios durante un año para
trabajar en un kibbutz en Israel, pero volvió a casa para encargarse del cuidado de su
padre porque Harvey insistía en que su mujer, Loretta, no dejara el trabajo a tiempo
completo que tenía en un college local. Seth me telefoneó un viernes por la noche
para decirme que Harvey llevaba dos días en una camilla fuera de la sala de urgencia,
sufriendo los efectos de la fuerte toxicidad medicamentosa, y entrando y saliendo del
coma. Seth, su hermana Sara y Loretta se turnaban para estar a su lado, pero él casi
nunca se daba cuenta de su presencia. No había ninguna cama libre en todo el
edificio. Los efectos tóxicos de los medicamentos —náuseas, diarrea, disminución de
la capacidad de la médula ósea para producir leucocitos— habían representado un
problema desde el principio, pero últimamente eran cada vez más alarmantes.
Obviamente, la situación estaba fuera de control. El catedrático que era el oncólogo
de Harvey se había ido fuera el fin de semana y sus colegas parecían indiferentes o
incapaces de proponer algo más que un goteo intravenoso.
Cuando llegué al hospital la mañana siguiente, encontré todos los compartimentos
ocupados en la caótica sala de urgencias. Hacinadas en el estrecho pasillo había al
menos siete camillas, en las que yacían algunas de las personas más enfermas que he

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visto en mi vida, apiñadas en un espacio muy reducido, casi todas ellas
aparentemente con SIDA o cáncer avanzado. Mientras me abría paso con precaución
por el poco sitio que quedaba libre entre los pacientes y sus angustiadas familias y
amigos, vi repentinamente a mi desconsolado sobrino junto a la camilla en la que
yacía su padre inconsciente. A los pies de la camilla estaba sentada mi sobrina,
inclinada y con la mirada fija en el suelo. Me miró e intentó sonreír débilmente, pero
las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
Durante los tres días que Harvey pasó en aquel atestado pasillo del hospital,
entrando y saliendo de un estado estuporoso, su temperatura había oscilado entre 39 y
40°C. A pesar de los valerosos esfuerzos de las desbordadas enfermeras que
intentaban proporcionar al menos un mínimo de asistencia a todos, y de la ayuda
prestada por su esposa e hijos, había permanecido durante largos períodos tendido
sobre sus heces líquidas, que cada cierto tiempo fluían espontáneamente a causa del
devastador efecto de los fármacos sobre el tracto intestinal. Incluso en sus períodos
conscientes no estaba completamente lúcido, y casi nunca sabía muy bien dónde
estaba o cómo se encontraba.
Hablé con la desesperada médica residente que había llamado repetidas veces a
Admisión para tratar de conseguir una cama para sus pacientes más enfermos.
Accedió a intentarlo una vez más, feliz por la oportunidad de mencionar mi condición
de médico para poder ayudar al menos a uno de ellos a conseguir una verdadera
cama. El administrativo que estaba de guardia debía ser impresionable porque la
estrategia funcionó: antes de dos horas Harvey estaba en una de las plantas de
ingresados. Mientras empujábamos la camilla hacia el ascensor, eché una última
mirada culpable al lugar que dejábamos libre; al lado había un chico exhausto no
mucho mayor que mi sobrino, inclinado sobre una camilla cubierta con una manta.
Estaba hablando suavemente a su amigo, que temblaba sin cesar; otro joven a punto
de morir de SIDA.
Harvey pagó muy cara la incumplida promesa de esperanza. Yo le había ofrecido
la oportunidad de intentar lo imposible, aunque sabía que el intento costaría grandes
sufrimientos. Cuando se trató de mi propio hermano, olvidé, o al menos pasé por alto,
todo lo aprendido en décadas de experiencia. Treinta años antes, cuando no había
quimioterapia, Harvey probablemente habría tardado lo mismo en morir, de la misma
caquexia, insuficiencia hepática y desequilibrio químico crónico, pero a su muerte no
se habrían sumado los estragos de un tratamiento inútil y el equivocado concepto de
esperanza que no había querido negarle a él, a su familia y también a mí mismo. Al
explicarles el considerable riesgo de toxicidad de ciertos tratamientos desesperados
que ofrecen remotas posibilidades de éxito, algunos de mis pacientes con cáncer
avanzado han elegido sabiamente renunciar a ello y han encontrado su esperanza por
otros caminos.

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Cuando Harvey se recuperó de este episodio casi mortal, sus metástasis hepáticas,
que habían respondido inicialmente al tratamiento reduciéndose en un 50 por ciento,
estaban aumentando otra vez. Ante este hecho y el crecimiento ininterrumpido de
otros tumores, ya no tenía sentido continuar la quimioterapia. Y volvió a casa para
morir.
Fue entonces cuando recurrimos al Centro de asistencia para enfermos terminales.
Yo había sido miembro del Consejo de Administración del Centro de Connecticut y
muchos de mis pacientes terminales de cáncer se habían beneficiado de los cuidados
que proporcionan estas abnegadas enfermeras y médicos. Su principal objetivo es el
bienestar, concepto que comprende la totalidad de la vida del paciente y su familia.
En el Centro se pusieron a trabajar inmediatamente; mostraron a Loretta cómo
organizar la casa para reducir al mínimo el malestar de Harvey. Y enseñaron a Seth a
administrar las medicinas para el dolor y las náuseas, así como a ayudar a su padre a
moverse por la casa.
Al seguir creciendo, el cáncer acabó obstruyendo totalmente el intestino y fue
necesaria una hospitalización más. Estaban afectadas tantas zonas del intestino
delgado por la masa tumoral invasiva que no era posible una intervención. Cuando
parecía que no había solución, el intestino se abrió espontáneamente lo suficiente
como para que Harvey pudiera volver a casa. Esta vez pedí al cirujano que había
elegido al principio que se hiciera cargo del caso, y nunca le podré estar lo
suficientemente agradecido por devolvernos a todos una sensación de dedicación y de
bondad, así como de sentido común.
Pese a las frecuentes visitas del Centro de asistencia y la generosa asistencia de
Seth, que por aquel entonces se había convertido en su enfermero y compañero fiel,
el dolor y la creciente debilidad constituían un problema constante.
El estrechamiento del tubo intestinal sólo permitía la retención de una cantidad
mínima de alimento; en cuanto a la medicación, había que suministrársela en
supositorios. Ya había perdido bastante peso, pero su caquexia se agravaba
rápidamente.
Cuando iba a verle, nos sentábamos juntos en el sofá intentando animarnos el uno
al otro. Algunas veces, cuando nos quedábamos solos un rato, hablábamos de Loretta
y de sus hijos y de cómo serían las cosas cuando él no estuviera. A veces hablábamos,
no del futuro que el ya no vería, sino del lejano pasado que parecía tan próximo,
cuando éramos niños en el Bronx y hablábamos en yiddish a Bubbeh. Atrás quedaron
las pequeñas riñas y los conflictos ocasionales que surgen cuando dos hermanos
obstinados se casan y sus caminos en la vida toman distintas direcciones. En aquellas
últimas semanas me reconfortaba recordar a Harvey las crisis que había pasado hacía
décadas, cuando él fue la única persona que supo ayudarme —más de veinte años
atrás abandoné todo lo que me importaba en la vida, y me fui a una tierra triste y

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lejana de la que sólo volví porque él nunca dudó que lo haría. A pesar de la distancia
que a veces se había interpuesto entre nosotros, ninguno había dudado nunca del
cariño del otro, pero ahora ambos necesitábamos decirlo. Le besaba cada vez que
volvía a New Haven. La última vez fue dos días antes de que sus prolongados
sufrimientos acabaran calladamente en la cama que él y Loretta habían compartido
durante tantos años.
Después del funeral fui varias mañanas con Seth y Sara a recitar la oración de
duelo, el Kaddish, a la misma sinagoga donde menos de dos años antes había acudido
a una cena en honor a Harvey al concluir su mandato como presidente de la
congregación. Sabía de memoria las palabras de la oración, porque las había
pronunciado con frecuencia desde aquella fría mañana de diciembre, hace medio
siglo, cuando Harvey y yo las dijimos juntos por primera vez, de pie junto a la tumba
aún abierta de nuestra madre.

En esta era biomédica de alta tecnología, cuando diariamente se presenta ante


nuestros ojos la tentadora posibilidad de nuevos tratamientos milagrosos, es fuerte la
tentación de abrigar esperanzas terapéuticas, incluso en aquellas situaciones en las
que el sentido común dictaría lo contrario. Con demasiada frecuencia resulta un
engaño mantener esta clase de esperanzas, engaño que a largo plazo es más un
perjuicio que la promesa inicial de victoria.
No soy el primero en afirmar que como pacientes, allegados, e incluso médicos,
debemos encontrar la esperanza por otros caminos más realistas que obstinarse en
remedios inciertos y extremadamente peligrosos. En el tratamiento de las
enfermedades en fase avanzada, ya se trate del cáncer o de cualquier otro resuelto
asesino, hay que redefinir la esperanza. Algunos de los pacientes más enfermos que
he tenido me han enseñado las distintas formas de esperanza que se pueden concebir
cuando la muerte es segura. Ojalá pudiera decir que fueron muchos, pero no es así.
Casi todos parecen querer entrar en el estrecho margen de posibilidades que los
oncólogos dan a los pacientes de una enfermedad en estado avanzado. Generalmente
sufren por ello, desperdician sus últimos meses y mueren de todas maneras, habiendo
aumentado la carga que ellos y sus seres queridos han tenido que soportar hasta los
últimos momentos. Aunque todos deseemos una muerte tranquila, el instinto básico
de seguir vivos es una fuerza mucho más poderosa.
Hace aproximadamente diez años, traté a un hombre cuya desesperación y pánico
al tratamiento le condujeron a buscar la esperanza fuera de la medicina. Renunció a la
posibilidad de curación y se reconcilió con la muerte o, al menos, decidió que si tenía
que ocurrir un milagro, éste vendría de dentro de sí mismo y no de algún oncólogo
entusiasta.
Robert DeMatteis, abogado de cuarenta y nueve años y líder político de una

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pequeña ciudad de Connecticut, tenía pánico a los médicos. Catorce años antes, al
tratarle las grandes heridas que había sufrido en un accidente de tráfico, me asombró
su incapacidad para tolerar durante su hospitalización la más mínima incomodidad o
incluso la posibilidad de que se produjera. El hecho de que su esposa, Carolyn, fuera
enfermera no disminuía un ápice la aprensión que a todas luces se apoderaba de él en
cuanto se aproximaba una bata blanca. Carolyn me dijo en una ocasión que él insistía
en que se cambiara de ropa en el hospital donde trabajaba porque le producía angustia
verla en uniforme en casa.
Bob era un hombre que no aceptaba órdenes de nadie. Parecía estar orgulloso de
su obstinación, y una de las manifestaciones de este rasgo era una completa
despreocupación por su propia salud. Esta actitud se extendía a todo lo que concernía
a su cuerpo, excepto su enorme apetencia por la buena comida. Con un metro setenta
y tres, pesaba ciento cuarenta y cinco kilos. Para su familia, su gran círculo de amigos
y los muchos habitantes de su ciudad que acudían a él para que les ayudase a
solucionar algún problema, Bob era, pese a su aspecto de misántropo, una persona
sociable y generosa. Sin embargo, su imponente constitución y su ceño fruncido
acobardaban a los más tímidos. Era tan apasionado en sus lealtades como en sus
enemistades y estaba acostumbrado a que le respetaran. El tono amenazador de su
voz ronca y grave hacía que incluso sus expresiones de ternura sonaran como un
gruñido.
Bob no parecía la clase de hombre que se encoge de miedo ante una joven con
una jeringa hipodérmica en la mano. Este temor era para él objeto de bromas, pero a
veces impedía los cuidados adecuados y más de una vez no me dejó tratar sus
lesiones de forma óptima durante su hospitalización por aquel traumatismo.
Con esos recuerdos de hacía catorce años, no me sentí precisamente contento
cuando una tarde a mediados de mayo me llamó el internista de Bob. Le habían
ingresado esa mañana después de que sufriera una importante hemorragia rectal, y le
estaban haciendo una transfusión. Cuando le vi, él mismo me proporcionó los datos
que indicaban que había estado perdiendo pequeñas cantidades de sangre durante
algunos meses antes de aquella súbita hemorragia: dijo que desde febrero había
sentido molestias abdominales cada vez mayores, y también describió un leve pero
indudable cambio en el olor de sus heces. El color no había cambiado, pero el nuevo
olor era inconfundible, lo producía la presencia de sangre. Un mes antes, cuando
Carolyn consiguió arrastrarlo, pese a sus protestas, a su médico de cabecera, le
hicieron una serie de radiografías que mostraban una erosión superficial en el
duodeno, pero sin úlcera. Se advirtió un cierto engrosamiento en la válvula ileocecal,
que es el punto donde el intestino delgado entra en el colon. En cualquier caso, la
ausencia de un tumor aparente tranquilizó a Bob.
La repentina hemorragia se detuvo a las pocas horas de ingresar Bob en el

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hospital New Haven de Yale, donde fue posible realizarle un examen completo del
tracto gastrointestinal. Se centró la atención en el colon más que en la porción
superior por el peculiar engrosamiento que se apreciaba en la radiografía, así como
por algunos hallazgos físicos. No nos sorprendimos cuando el colonoscopio reveló,
no un engrosamiento, sino un tumor en la válvula ileocecal.
Como era de esperar, Bob reaccionó histéricamente ante la noticia de que era
necesaria una operación, a la que se negó rotundamente. Cuando se calmó un poco,
empezó a gruñir y a quejarse, e incluso lanzó algunos juramentos, pero la paciente
insistencia de su esposa obtuvo finalmente su consentimiento. Creo que no he llevado
al quirófano a nadie más asustado. Durante la inducción anestésica siempre trato de
estar al lado del paciente para hablar con él y cogerle la mano, pero esta ocasión fue
una nueva experiencia: antes de comenzar el trabajo, tuve que masajearme los dedos
durante varios minutos porque Bob los había dejado insensibles de tanto apretarlos
hasta que por fin quedó bajo el efecto de la anestesia.
Los hallazgos operatorios me conmocionaron. Esperando encontrar un tumor
relativamente pequeño, ulcerado lo suficiente como para sangrar, encontramos nada
menos que (y cito del informe de anatomía patológica) un «adenocarcinoma primario
pobremente diferenciado que, surgiendo del ciego en la zona adyacente a la válvula
ileocecal, presentaba invasión transmural hacia la grasa pericólica y un extenso
compromiso vascular y linfático, con metástasis en ocho de diecisiete ganglios
linfáticos». El centro del tumor era necrótico y estaba profundamente ulcerado, lo
cual explicaba la hemorragia repentina.
Aunque aún no había signos visibles de metástasis a distancia, era obvio que se
trataba de un cáncer muy agresivo. Con una invasión tan extensa de los vasos
sanguíneos y linfáticos, la presencia de gran cantidad de células tumorales en la
circulación general era segura. Igualmente era casi seguro que ya habría metástasis
hepáticas aún microscópicas o simplemente demasiado profundas para advertirlas.
Sólo era cuestión de tiempo que se manifestaran. El pronóstico de Bob era muy
pesimista.
Bob DeMatteis era tan franco y directo como parecía, y percibía rápidamente el
menor intento de evasiva. Quería saber exactamente a qué se enfrentaba, sin rodeos,
sin omitir detalles. A pesar de mi comportamiento con Harvey, siempre he intentado
facilitar a mis pacientes que me interroguen sobre su verdadero estado, por lo que
recibí gustoso sus preguntas aunque sabía que podía lamentar mi franqueza y
esperaba que se pusiera histérico y después cayera en una profunda depresión. Me
equivoqué.
No se produjo explosión emocional alguna; nada en absoluto. Por el contrario,
encontré calma, razón y aceptación. Ya en los primeros tiempos de su noviazgo, Bob
había dicho a Carolyn (y nunca ha sabido por qué) que no esperaba cumplir los

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cincuenta. Al final de la primera conversación tras la operación, Bob sabía que iba a
morir de cáncer y decidió dejar que las cosas siguieran su curso. No era religioso,
pero tenía una fe inquebrantable en sí mismo, que en aquellos momentos se convirtió
en el giroscopio que le estabilizó el tiempo que le quedaba.
Pero Bob no había contado con los oncólogos. A la vista del avanzado estado de
la enfermedad —en mi opinión, a pesar del mismo—, su esposa y el internista le
propusieron consultar con un oncólogo. Ni a él ni a mí nos entusiasmaba la idea, pero
accedió a hablar con él, aunque no fuera más que para calmar a Carolyn, que no
quería dejar ninguna posibilidad sin explorar. Hasta entonces (y hasta hoy, más de
una década después) no sabía de ninguna consulta a un oncólogo que no terminara en
una recomendación de tratamiento, a menos que la enfermedad se hallara en un
estado tan precoz que la cirugía la hubiera curado definitivamente. El caso de Bob no
fue una excepción, y Carolyn logró convencerle de que aceptara la terapéutica que se
le ofrecía.
Hubo que retrasar la quimioterapia por una razón que casi sólo se da en las
personas muy obesas: la enorme capa de grasa que Bob tenía bajo la piel era
demasiado gruesa para cerrarla en el momento de la operación, por si se formaba un
absceso oculto en su interior. Para que cicatrizara limpiamente me vi obligado a dejar
abierta la incisión operatoria de manera que fuera cerrando de abajo arriba, lo que
retrasó la quimioterapia durante largo tiempo. Cuando se pudo empezar, las
metástasis hepáticas de este tumor de rápido crecimiento se habían extendido lo
suficiente como para poderlas identificar con isótopos radiactivos.
Antes de iniciar el tratamiento, el oncólogo sostuvo con Bob lo que más tarde me
describiría en una carta como «una discusión franca y abierta», durante la cual «le
explicó detalladamente la extensión de las metástasis y le dijo que si la quimioterapia
no daba resultado, su estado podría agravarse rápidamente y expiraría en el espacio
de tres a seis meses». Me decía también que Bob «le agradeció mucho la franqueza
de la conversación y que tenía una actitud cautelosamente optimista pero realista».
Para entonces Bob había recuperado los nueve kilos que había perdido desde la
operación y estaba asintomático. De hecho, se sentía asombrosamente bien.
Comprendía que los medicamentos no le podían curar, sino que se emplearían «de
modo preventivo o coadyuvante», como había dicho el oncólogo. Dudo que Bob ni
siquiera esperara eso; lo más probable es que se prestara a todo ello por Carolyn y por
Lisa, su hija de veinte años. El tratamiento comenzó.
Al cabo de dos semanas, Bob sufría fiebre elevada y diarreas alternando con
estreñimiento. El efecto corrosivo de las heces líquidas había enrojecido e irritado la
piel entre sus gruesas nalgas. Hubo que detener la quimioterapia. Para entonces era
necesario administrarle sedantes a fin de disminuir el dolor causado por el
crecimiento de las metástasis hepáticas. Pronto Bob ya no pudo volver a su despacho.

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Las metástasis aumentaron de volumen con sorprendente velocidad y Bob se puso
ictérico a medida que el cáncer reemplazaba su tejido hepático. Apareció una masa
tumoral en la pelvis y pronto se le hincharon las piernas por el edema que se produce
cuando el cáncer bloquea el retorno venoso de la parte inferior del cuerpo.
Finalmente, apenas podía moverse por la casa. Como Carolyn trabajaba, Lisa se
quedaba en casa para cuidarle. Años más tarde me dijo: «Pasamos muchas noches
hablando de nosotros. Si antes ya estábamos unidos, aquellos últimos meses nos
acercaron aún más».
Les visité la tarde del día de Nochebuena. La familia DeMatteis vivía en una casa
rodeada de árboles en las colinas que dominan las afueras de la ciudad cuya vida
política Bob había animado durante tanto tiempo. Había empezado a nevar unas horas
antes, como para cumplir el deseo navideño de un hombre a punto de morir. Para
Bob, esta fiesta siempre había estado simbolizada por una imagen de jovialidad
dickensiana, típica del siglo XIX, en la que él mismo constituía el centro de una alegre
y festiva camaradería. Cada año desde que se casaron Bob y Carolyn, su casa se había
llenado de personas de lo más variopinto, a quienes invitaban con el único criterio de
que el anfitrión disfrutaba en su compañía. Como mejor se sentía era rodeado de
mucha gente, y cuanto más animada, mejor. En esas ocasiones, su corazón se henchía
y su espíritu se volvía tan generoso como sus formas. Incluso dejaba de fruncir el
ceño en medio de la alegría. En Navidad, Bob DeMatteis era a la vez Mr. Fezziwig y
un Scrooge transformado. De hecho, tenía la costumbre de recitar —no leer, sino
recitar de memoria— el Cuento de Navidad para Lisa y Carolyn todos los años
cuando iban a empezar las fiestas. No me sorprendió descubrir que Dickens era su
autor favorito, y que esta historia era su obra favorita de Dickens.
Bob decidió que sus últimas Navidades no serían diferentes de las anteriores.
Cuando Carolyn, sonriendo valerosamente, abrió la puerta, entré en una casa
preparada para la más feliz de las fiestas. La mesa estaba puesta para unas veinticinco
personas, los adornos colocados y la base de un árbol magníficamente iluminado
quedaba oculta por montones de regalos. Los invitados no empezarían a llegar por lo
menos hasta una hora después, así que Bob y yo tuvimos tiempo suficiente para
hablar de la razón de mi visita. Le había venido a aconsejar que recurriera a los
servicios del Centro de asistencia. Ahora que su estado empeoraba diariamente, lo
que Lisa podía hacer por sí sola tenía sus límites.
Estábamos sentados uno al lado del otro en la cama de hospital que Bob había
alquilado, y al cabo de un rato le cogí una mano entre las mías. Así me resultaba más
fácil hablar. Éramos dos hombres de la misma edad, con experiencias de la vida
completamente diferentes, y uno de nosotros casi había consumido ya su futuro. Pero
en el corto espacio de tiempo que le quedaba, Bob fue capaz de ver una forma de
esperanza enteramente suya: ser fiel a sí mismo hasta el último respiro y que se le

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recordara por la forma en que había vivido. Mantener la tradición lo mejor posible en
sus últimas Navidades era esencial para cumplir sus esperanzas. Después, me dijo,
estaría dispuesto para que las enfermeras se encargaran de él hasta el final de sus
días.
Al despedirme de este hombre poco común, que había encontrado un valor del
que yo nunca le había creído capaz, fue a mí al que se le hizo un nudo en la garganta.
Bob estaba impaciente por empezar el laborioso proceso de vestirse antes de que
llegaran sus invitados, y yo era un recordatorio de lo que le esperaba cuando la fiesta
acabara. Cuando me disponía a internarme en la noche nevada, me llamó desde su
habitación para advertirme que tuviera cuidado en las resbaladizas colinas: «Es
peligroso, Doc; la Navidad no es tiempo de morir».
Bob hizo que todo marchara perfectamente aquella noche. Pidió a Carolyn que
redujera la intensidad de la luz para que sus invitados no pudieran ver la gravedad de
su ictericia. Presidió la ruidosa y feliz cena, y fingió comer, aunque hacía mucho
tiempo que no podía alimentarse adecuadamente. Durante la prolongada velada, se
arrastraba penosamente a la cocina cada dos horas para que Carolyn le pusiera una
dosis de morfina que le calmara el dolor.
Cuando todos los invitados se hubieron despedido —tantos viejos amigos que no
volvería a ver— y Bob volvió a la cama, Carolyn le preguntó qué le había parecido la
velada. Todavía hoy recuerda cuáles fueron sus palabras exactas: «Quizá una de las
mejores Navidades de mi vida». Y añadió: «Sabes, Carolyn, tienes que haber vivido
antes de morir».
Cuatro días después de Navidad, cuando ya no se podía esperar más, Bob fue
inscrito en el programa de asistencia a domicilio del Centro. Además de náuseas y
vómitos, y del dolor por las metástasis pélvicas y hepáticas, tenía fiebre alta. En
Nochevieja, tenía cuarenta y un grados. En ocasiones no podía controlar la diarrea
acuosa que, con frecuencia, le cogía de improviso. La situación empeoró aún más,
aunque parecía imposible. Finalmente, el 21 de enero, Bob accedió a ingresar en el
Centro de asistencia de Connecticut en Bradford. Para entonces, el hígado, que en
estado normal no debe extenderse más abajo del reborde costal, se podía apreciar
(incluso a través de la gruesa pared abdominal) veinticinco centímetros por debajo.
Estaba enormemente aumentado y casi todo era cáncer. Y pese a su avanzado estado
de desnutrición, la ficha de admisión decía que «aún estaba extremadamente obeso».
Aunque reacio a ceder, Bob admitió que le aliviaba mucho que le ingresaran. Su
antigua ansiedad e inquietud volvían a ser un problema y era necesario suministrarle
grandes dosis de tranquilizantes además de morfina. Sólo podía tomar cantidades
muy pequeñas de líquido; tras su admisión, pareció debilitarse por horas. Todavía
insistía en hacer el esfuerzo de levantarse a orinar, e intentaba en vano caminar.
Aunque aceptara la muerte, parecía incapaz de abandonar la vida.

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La tarde del segundo día que Bob pasó en el Centro, de repente se puso aún más
agitado que antes. Carolyn y Lisa empezaron a llorar de impotencia cuando les dijo
que quería morir en aquel momento, inmediatamente. Suplicándoles con la mirada,
abrió los brazos, aún fuertes y atrajo hacia sí a las dos mujeres en el viejo abrazo
protector que tan bien conocían del pasado. Con su familia abrazada a él, les suplicó:
«Tenéis que decirme que puedo morir. No lo haré hasta que me digáis que puedo
hacerlo». No estaba dispuesto a aceptar otra cosa que no fuera su permiso, y sólo se
calmó cuando se lo dieron. Unos momentos más tarde, se volvió a Carolyn y le dijo:
«quiero morir», y luego, susurrando, añadió: «pero quiero vivir». Después, se quedó
tranquilo.
Bob estuvo aletargado la mayor parte del día siguiente. Al llegar la tarde no había
hablado, pero Carolyn creía que aún la podía oír. Ella le hablaba suavemente,
diciéndole cuánto había significado su vida para ellas, cuando, de pronto, sonrió
abiertamente como si estuviera viendo algo glorioso a través de sus ojos cerrados.
«No sé lo que vio —me dijo Carolyn más tarde—, pero debió ser hermoso». Cinco
minutos más tarde murió.
El funeral fue impresionante, casi un acontecimiento social en la ciudad de Bob.
Acudió el alcalde y una guardia de honor de la policía recibió el féretro en la iglesia.
Se le enterró con una carta de despedida de Lisa en el bolsillo de su traje. Cuando
estaban introduciendo el ataúd de madera de cerezo en la tumba, el tío de Carolyn
advirtió que la tapa tenía una pequeña mancha en el lugar donde habían caído las
lágrimas de Lisa.
Bob está enterrado en un cementerio católico, a unos quince kilómetros de mi
casa. No hay monumentos en esas suaves colinas de tumbas bien cuidadas, como para
testimoniar que todo el mundo es igual ante la muerte; sólo las lápidas identifican los
lugares de reposo. Fui a visitar la tumba de Bob cuando escribía estas últimas
páginas, para rendir homenaje a un hombre que había dado un nuevo sentido a su
vida cuando supo que pronto iba a morir. Él me enseñó que puede haber esperanza
incluso cuando es imposible salvarse. En cierto modo olvidé su lección diez años más
tarde, cuando mi hermano cayó enfermo, pero eso no disminuye su verdad.
Carolyn me había dicho que Bob, cuando todavía no estaba tan mal, había
dispuesto que inscribieran en su lápida la frase que más le gustaba de su obra favorita
de Dickens, pero de todas formas no estaba preparado para el efecto que me produjo.
Grabado en la superficie de granito de la lápida estaba el epitafio por el que Bob
DeMatteis quería ser recordado: «Y siempre se dijo de él que sabía cómo celebrar las
Navidades».

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XII
Las lecciones de la experiencia

Con frecuencia, los rabinos terminan la ceremonia fúnebre con esta frase: «Que su
memoria sirva de bendición». Es una fórmula desconocida para los no judíos y que
no he escuchado nunca en las iglesias. Aunque expresa lo que obviamente es un
deseo universal, este simple pensamiento merece que reflexionemos más sobre él, y
no solamente en los lugares consagrados al culto.
La esperanza que dio cierta paz a Bob DeMatteis se hallaba en el recuerdo que
dejó de sí mismo y en el significado que su vida tendría para aquellos que le
sobrevivieron. Bob siempre había sido consciente de que su existencia no sólo era
finita, sino que incluso podía terminar inesperadamente. Ahí estaba el origen de
aquella horrible ansiedad que le causaba todo lo relacionado con la medicina, pero
también de su aceptación cuando se presentó la enfermedad definitiva.
En la muerte no hay mayor dignidad que la de la vida que la precedió. Es una
clase de esperanza que todos podemos alcanzar y la más duradera: reside en el
significado de lo que ha sido la vida del individuo.
Hay fuentes de esperanza más inmediatas, pero algunas son inaccesibles. Como
médico, siempre he asegurado a mis pacientes moribundos que haría todo lo posible
para darles una muerte fácil, pero con demasiada frecuencia he visto desvanecerse
incluso esa esperanza a pesar de todos mis esfuerzos. También en un Centro de
asistencia a enfermos terminales, donde el único objetivo es el alivio y la
tranquilidad, hay fallos. Como tantos de mis colegas, más de una vez he infringido la
ley para facilitar el tránsito de un paciente, porque de otro modo no habría podido
cumplir mi promesa, explícita o implícita.
Una promesa que podemos cumplir y una esperanza que podemos dar es que no
dejaremos morir solo a ningún ser humano. De las muchas formas de muerte solitaria
seguramente las más desoladoras se producen cuando se oculta, se impide la certeza
de la muerte. De nuevo es la actitud de «no le puedo quitar la esperanza» lo que
precisamente impide con tanta frecuencia que se materialice una forma de esperanza
especialmente tranquilizadora. Si el individuo no sabe que su muerte es inminente y,
en la medida de lo posible, las condiciones en que tendrá lugar, no podrá participar en
esta comunión final con sus seres queridos. Sin esta consumación, poco importa
quién esté presente a la hora de la muerte, permanecerá aislado y abandonado; porque

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es la promesa de compañía espiritual cuando se acerque el final lo que nos da
esperanza, mucho más que el mero hecho de no estar físicamente solos.
A su vez, el propio enfermo es responsable de no caer en un descaminado intento
de ahorrar sufrimientos a aquellos con quienes comparte su vida. He presenciado esta
forma de soledad e incluso he conspirado imprudentemente para mantenerla, antes de
conocerla mejor.
Como mi abuela era cada vez menos capaz de valerse, tía Rose se fue haciendo
cargo de la casa y del cuidado de los dos chicos. Incluso asumió el papel matriarcal
en el seno de nuestra familia extensa a medida que Bubbeh lo abandonaba
gradualmente. Muy temprano cada mañana, Rose iba al taller de costura de la calle
37, de donde regresaba diez horas más tarde para limpiar la casa y preparar la cena.
Los judíos del Viejo Mundo no conocían la cocina ligera y nuestra cena exigía un
laborioso trabajo. Hoy me hallo lejos en el tiempo y el espacio del 2314 de Morris
Avenue, pero guardo un claro recuerdo de aquellas tardes de los jueves, cuando Rose
fregaba y limpiaba todos los rincones del apartamento preparando el sabbath antes de
caer agotada en la cama hacia medianoche. A la mañana siguiente, a las seis, se
levantaba otra vez para ir a trabajar.
Rose se esforzaba por parecer brusca, pero su conducta era transparente. Tenía
esos ojos azules característicos de nuestra familia que, después de un arranque de
cólera, brillaban tan inevitablemente como el sol después de una tormenta de verano.
Un abrazo bastaba para desarmarla y, a medida que nos hacíamos mayores, nos
fuimos dando cuenta de que lo que se ocultaba tras su necesidad de parecer inflexible
y exigente con sus dos muchachos no era más que amor. Aunque Harvey y yo
conseguíamos a base de bromas que desistiera en sus reprimendas inexorables sobre
los aspectos menos admirables de nuestra conducta, temíamos su desaprobación, que,
en mi caso, se solía traducir en recriminación, a menudo en un yiddish pintoresco, por
mi carácter y mi concepción del mundo. Tía Rose era mi pequeño superego del shtetl.
Harvey y yo la adorábamos.
Durante mi segundo año de residente en cirugía, cuando Rose ya tenía más de
setenta años, empezó a sentir un prurito por todo el cuerpo y al cabo de un tiempo le
apareció un ganglio linfático engrosado en la axila. Una biopsia reveló la existencia
de un linfoma agresivo. La trató un amable y comprensivo hematólogo que consiguió
una extraordinaria remisión empleando uno de los primeros agentes quimioterápicos,
el clorambucil. Cuando tras unos meses, la enfermedad recurrió y Rose comenzó a
debilitarse, Harvey y yo, con el consentimiento de nuestra prima Arline, acordamos
convencer al hematólogo de que no había que decirle el diagnóstico.
Quizás, sin ni siquiera darnos cuenta, estábamos cometiendo uno de los peores
errores en que se puede caer durante una enfermedad terminal. Todos nosotros, Rose
incluida, habíamos decidido incorrectamente, y en oposición a todos los principios de

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nuestra vida en común, que era más importante protegernos mutuamente de la franca
admisión de una verdad dolorosa que compartir un último momento de unión que
podría habernos aportado, más allá del hecho angustioso de la muerte, un consuelo
duradero e incluso algo de dignidad. Nosotros mismos nos negamos lo que debería
haber sido nuestro.
Aunque no había ninguna duda de que Rose sabía que estaba a punto de morir de
cáncer, nunca le hablamos de ello ni ella lo mencionó. Ella se preocupaba por
nosotros y nosotros por ella, creyendo cada uno que la otra parte no podría soportarlo.
Sabíamos cuál sería el final, lo mismo que ella; pero nos convencimos de que no lo
sabía y ella debió convencerse de que nosotros no lo sabíamos, aunque debió saber
que lo sabíamos. Así, nosotros también representamos el antiguo drama que con tanta
frecuencia ensombrece los últimos días de los enfermos de cáncer: lo sabíamos, ella
lo sabía, sabíamos que ella lo sabía, ella sabía que nosotros lo sabíamos, y nadie
hablaba de ello cuando estábamos juntos. Mantuvimos la mascarada hasta el final.
Como nosotros, Rose se vio privada de esa unión que debería haber tenido lugar
cuando por fin le hubiéramos dicho todo lo que su vida nos había aportado. En ese
sentido, mi tía Rose murió sola.
Esta terrible soledad es el tema de La muerte de Ivan Ilitch de Tolstoi.
Especialmente para los médicos clínicos, la historia es terrible por su misteriosa
precisión y por su enseñanza. Al escribir, Tolstoi parecía poseído de un conocimiento
innato que sobrepasaba todo lo que hubiera podido aprender en la vida. De otra forma
¿cómo podría haber intuido la terrible soledad de la muerte cuando se oculta la
verdad? «…esta soledad de Ivan Ilitch, mientras yacía con la cara vuelta al respaldo
del diván —solo en una gran ciudad, entre sus familiares y amigos—, una soledad
más absoluta que la de las profundidades marinas o de la tierra…». Ivan no podía
compartir con nadie su terrible conocimiento «y tenía que vivir así, al borde de la
destrucción, solo, sin nadie que le comprendiera y le compadeciera».
Ivan no estaba rodeado de personas que le quisieran y en parte por esto acabó
sintiendo el deseo, al menos un poco, de que le tuvieran lástima, desgraciado estado
en el que pocas personas caerían voluntariamente al final de sus días. La tentativa de
engaño por parte de su mujer obedecía a su decisión de no enfrentarse a las
consecuencias emocionales que la verdad podía precipitar. Tanto si son producto del
desprecio como de un cariño mal entendido, siempre hacen que sus víctimas tengan
que enfrentarse solas a su partida. En el caso de la esposa de Ivan Ilitch, un desprecio
condescendiente la había llevado a creer que la muerte de su marido sería más fácil
para los dos si no se hablaba de ello. Ahora bien, de esa manera estaba pensando en
ella misma, y no en su marido, cuya enfermedad mortal suponía una molestia e
incluso una carga en la casa. En esa atmósfera, Ivan no podía decidirse a hablar
claramente pues temía las consecuencias:

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«El mayor tormento de Ivan Ilitch era la mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual
él no estaba muñéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se
atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen
nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le
atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que le
mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran —más aún, le obligaran— a participar en esa mentira. La
mentira —esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte— encaminada a rebajar el hecho atroz y
solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para
Ivan Ilitch. Y, cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas estuvo a un pelo de
gritarles:
"¡Dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque al menos dejad de mentir!"
Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo».

En nuestros días hay otro factor que a menudo contribuye a aislar al paciente
gravemente enfermo. No se me ocurre una palabra mejor que la de futilidad. Persistir
en un tratamiento a pesar de sus escasas posibilidades de éxito, a algunos puede
parecerles heroico, pero con demasiada frecuencia constituye un perjuicio
involuntario para el paciente. En efecto, oscurece el criterio de franqueza y revela un
cisma fundamental entre los verdaderos intereses de los pacientes y sus familias, por
una parte, y los de los médicos, por otra.
Según la filosofía hipocrática de la medicina, nada debe ser más importante para
un médico que el interés del paciente que acude a él en busca de asistencia. Aunque
vivimos en una época en la que las necesidades de la sociedad en su conjunto a veces
entran en conflicto con el criterio del médico sobre lo que es mejor para un paciente
determinado, nunca ha habido ninguna duda de que el fin de la asistencia médica es
vencer la enfermedad y aliviar el sufrimiento. Cada estudiante de medicina aprende
muy pronto que para vencer la enfermedad a veces es necesario agravar
temporalmente el sufrimiento al paciente, y hay pocas personas que no entiendan y
acepten esta necesidad. Esto es especialmente cierto de la centena de enfermedades
comprendidas en los distintos tipos de cáncer y en las que la combinación de cirugía,
radiaciones y quimioterapia suele ocasionar períodos de debilidad y otros trastornos
temporales, cuando no claras complicaciones. Ante un diagnóstico de enfermedad
maligna potencialmente curable, pocas personas querrán renunciar a la lucha si hay
alguna forma prometedora de tratamiento que ofrezca posibilidades razonables de
reducir los estragos de la enfermedad o de curarla. Hacer lo contrario no es
estoicismo sino estupidez.
Una vez más, el dilema al que nos enfrentamos cuando nos encontramos en estas
situaciones radica en el lenguaje. En este caso, la dificultad proviene del empleo de
palabras como razonable y prometedora. Es esta terminología, ambigua pese a su
aparente claridad, donde se halla la clave, pues revela la dicotomía que con
frecuencia existe entre los objetivos de los médicos y los de los pacientes. A costa de
sobrecargar estas páginas con otro relato autobiográfico, me basaré en mi propia
evolución profesional como médico para ilustrar la sutil progresión por la que un

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joven estudiante de medicina que sólo quiere curar enfermos se transforma sin darse
cuenta en un especialista dedicado a la solución de problemas biomédicos.
Antes de cumplir diez años, conocía muy bien la esperanza (empleo esta palabra
deliberadamente) que la presencia de un médico trae a una familia preocupada.
Durante la larga enfermedad de mi madre se produjeron varias urgencias alarmantes,
incluso años antes de que iniciara su descenso hacia la muerte. Simplemente saber
que alguien había ido a la farmacia a llamar al médico, y que éste no tardaría en
llegar bastaba para que la aterrada impotencia que reinaba en nuestro pequeño
apartamento diera paso a la sensación de que la terrible situación podía solucionarse.
Aquel hombre —que cruzaba el umbral de nuestra casa con una sonrisa e irradiaba
competencia, que nos llamaba a todos por nuestro nombre, que sabía que por encima
de todo lo que necesitábamos era confianza y que nos la proporcionaba con su mera
presencia— aquel era el hombre que yo quería ser.
Inicialmente, mi objetivo era ser médico general en el Bronx. En el primer año en
la Facultad aprendí cómo funciona el cuerpo; en el segundo, aprendí cómo enferma.
En el tercero y el cuarto, empecé a saber cómo interpretar las historias que me
exponían mis pacientes y a estudiar las claves físicas y químicas que producían sus
enfermedades, esa combinación de hallazgos patentes y ocultos que el patólogo del
siglo XVIII Giovanni Morgagni denominó «los gritos de los órganos que sufren».
Estudié los diversos modos de escuchar a mis pacientes y de observarlos a fin de
poder distinguir esos gritos. Me enseñaron a examinar los orificios, a leer radiografías
y a buscar significado en la composición de la sangre y de los distintos productos que
expulsa el individuo. Con el tiempo, supe exactamente qué pruebas me facilitarían las
claves más fiables para llegar a los cambios ocultos que forman parte de la
enfermedad. Este proceso es la fisiopatología. Dominando sus tortuosas pautas se
puede comprender en cada caso concreto cómo fallan los mecanismos normales de la
salud. Comprender la fisiopatología significa poseer la clave del diagnóstico, sin el
cual no hay curación. Ante una enfermedad grave cada médico siempre busca hacer
el diagnóstico e idear el tratamiento adecuado para su curación. A esta búsqueda yo la
denomino el Enigma, y lo pongo con mayúscula para poner de relieve su predominio
sobre cualquier otra consideración. La satisfacción de resolver el Enigma es su propia
recompensa y la fuerza motriz que anima a los mejores especialistas de la medicina;
es la medida de la capacidad de todo médico; es el ingrediente más importante de la
imagen que tiene de sí mismo como profesional.
Cuando terminé mis estudios de medicina había descubierto dimensiones
insospechadas en la búsqueda del diagnóstico y desafíos cada vez mayores en el
ámbito del tratamiento. Me puse como objetivo comprender tan bien la evolución de
un proceso patológico que pudiera combatirlo eligiendo correctamente entre excisión,
reparación, modificación bioquímica o alguna de las formas cada vez más numerosas

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que aparecen constantemente. Los seis años de mi formación como residente me
prepararon para abordar cada aspecto del Enigma, que, al final de este período, se
había convertido en la pasión de mi vida. Me había vuelto una copia exacta de mis
profesores.
Había abandonado la idea de ejercer como medido local del Bronx o de algún
lugar parecido. Nunca olvidé la necesidad de ser para mis pacientes lo que aquel
médico general había sido para nuestra familia, pero ahora me doy cuenta de que su
imagen ya no era la que más admiraba. El Enigma me absorbía totalmente y mi
fuente de inspiración era el médico que mejor lo resolvía.
Toda mi vida profesional he intentado ser, como creo que la gran mayoría de mis
colegas, la clase de médico cuyo ejemplo me llevó a elegir esta carrera. Pero junto a
ese ejemplo ha habido otra imagen más poderosa: el reto que nos motiva más
persuasivamente, que nos impulsa a todos los médicos a intentar superarnos
constantemente, que nos lleva a la obstinada persecución del diagnóstico y la
curación, que ha dado lugar al sorprendente progreso de la medicina clínica de la
última parte del siglo XX. Ese reto que predomina sobre todos los demás no es en
último término el bienestar del individuo sino, más bien, la solución del Enigma de su
enfermedad.
Intentamos tratar a nuestros pacientes con esa empatía que es un factor tan
importante en su recuperación y siempre procuramos guiarles para que tomen las
decisiones que, en nuestra opinión, conducirán al alivio de sus sufrimientos. Pero esto
no es suficiente para mantener y mejorar nuestra capacidad, ni para alimentar nuestro
entusiasmo. Es el Enigma el que impulsa a nuestros médicos más capacitados y
entregados.
En uno de sus Preceptos, Hipócrates escribió: «Donde haya amor a la humanidad,
habrá también amor al arte de la medicina», y esto sigue siendo tan cierto como
siempre; si no fuera así, el peso de asistir a nuestros semejantes pronto sería
insoportable. Sin embargo, los momentos más gratificantes no los proporcionan las
obras del corazón sino las del espíritu —es ahí donde la pasión es más intensa. Y he
llegado a la conclusión de que además así debe ser. Como médicos, debemos
afrontarla en relación con nosotros mismos cada vez que asumimos la tarea de asistir
a otro ser humano; como pacientes, debemos comprender que la búsqueda de la
solución del Enigma no siempre coincidirá con nuestros verdaderos intereses al final
de la vida.
Todos los médicos especialistas debemos admitir que a veces hemos convencido a
algún paciente para que se sometiera a pruebas diagnósticas o terapéuticas en una
fase tan avanzada de la enfermedad que hubiera sido mejor que el Enigma
permaneciera sin resolver. Si el médico fuera capaz de analizar sus auténticas
motivaciones, reconocería que con demasiada frecuencia sus decisiones y consejos

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obedecen a su incapacidad de abandonar el Enigma y admitir la derrota mientras haya
alguna probabilidad de resolverlo. Aunque sea amable y considerado con el paciente,
la seducción del Enigma es tan fuerte y su incapacidad para resolverlo le vuelve tan
débil que se permite dejar de lado esa consideración si es necesario.
Los pacientes tienen un respeto reverencial a sus médicos, establecen con ellos
una relación de transferencia en el verdadero sentido psicoanalítico del término y
desean agradarlos o, por lo menos, no contrariarlos. Algunos creen que los médicos
saben siempre exactamente lo que hacen y que la incertidumbre es algo
completamente ajeno a los superespecialistas que tratan a los pacientes más graves de
un hospital. Están convencidos —y cuanto más se apoya el médico en la tecnología
avanzada más convencidos están sus pacientes— de que quienes les tratan siempre
tienen muy buenas razones científicas para recomendar los tratamientos que
recomiendan.
Con frecuencia los pacientes tienen razones de peso para no seguir adelante
cuando sólo se les ofrece una pequeña posibilidad de sobrevivir. Algunas razones son
filosóficas o espirituales, otras son completamente prácticas y otras simplemente
reflejan la convicción de que para lo que se puede ganar no merece la pena soportar
una encarnizada lucha. Como me dijo una vez una clarividente enfermera de
oncología: «Para algunas personas, incluso la certeza de sobrevivir tras semanas de
padecimientos no justifica el precio físico y emocional que tienen que pagar».
Mientras escribo estas líneas tengo a mi lado el dossier de Hazel Welch, una
mujer de 92 años que residía en la unidad de convalecientes de un complejo
residencial de ancianos, a unos ocho kilómetros del Hospital Yale-New Haven.
Aunque se mantenía ágil mentalmente se veía obligada a permanecer en la unidad
porque una artritis avanzada y la obstrucción arteriosclerótica de las arterias de las
piernas le impedían caminar sin ayuda. En la época de la enfermedad aguda por la
que yo la traté, estaba en la lista de semiespera para amputarle un dedo del pie
izquierdo que se había gangrenado. Tomaba medicación antiinflamatoria para la
artritis y su leucemia crónica estaba remitiendo. Le empezaban a fallar «un eje por
aquí, un disco por allá, después un piñón o un muelle» y Jefferson probablemente me
habría aconsejado que renunciara a la estúpida tentativa de impedir que la máquina se
detuviera completamente.
Poco después del mediodía del 23 de febrero de 1978, Hazel Welch cayó al suelo
inconsciente en presencia de una de sus cuidadoras. Una ambulancia la llevó a la sala
de urgencias del Hospital Yale-New Haven, donde se descubrió que su tensión no era
medible; los resultados del examen físico parecían indicar una peritonitis aguda.
Después de una rápida perfusión, se la reanimó lo suficiente como para hacerle un
rápido examen de rayos X, que reveló una gran cantidad de aire libre en la cavidad
abdominal. El diagnóstico era claro: tenía una perforación en el tracto digestivo,

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probablemente una úlcera en la primera porción del duodeno, cercana al estómago.
De nuevo consciente y completamente lúcida, Hazel Welch se negó a que se la
operara. Con su fuerte acento de Nueva Inglaterra me dijo que ya llevaba en este
mundo «el tiempo suficiente, jovencito» y no quería seguir. No tenía a nadie, dijo,
por quien vivir. En su dossier, en el espacio en blanco, destinado al pariente más
próximo, figuraba el nombre de un fiduciario del Connecticut National Bank. Para
mí, de pie al lado de su camilla, que me encontraba en perfecto estado de salud y
rodeado de mi familia y amigos, su decisión no tenía sentido. Empleé todos los
argumentos que se me ocurrieron para persuadirla de que su extraordinaria lucidez y
su respuesta al tratamiento de la leucemia indicaban que aún podría disfrutar de años
de vida. Reconocí con sinceridad que, dado el estado de su arteriosclerosis y la
peritonitis, sólo tenía una probabilidad entre tres de recuperarse de la operación que
sería necesaria. «Pero —le dije— una entre tres, Miss Welch, es mucho mejor que
una muerte segura, que es lo que sucederá si no nos permite operarla». Esto parecía
evidente y yo no podía imaginarme que alguien que parecía tan razonable como ella
pudiera pensar de otra manera. Pero ella se mantuvo en su actitud y yo la dejé sola
para que reflexionara; mientras, sus posibilidades de sobrevivir disminuían a medida
que pasaban los minutos.
Volví un cuarto de hora más tarde. Mi paciente estaba incorporada a medias en la
camilla y me miraba con el ceño fruncido como si yo fuera un chico travieso. Tendió
la mano para tomar la mía y me miró directamente a los ojos como confiándome una
grave misión de cuyo fracaso ella me consideraría personalmente responsable. «Lo
haré —dijo—, pero sólo porque confío en usted». De repente me sentí un poco menos
seguro de que estaba haciendo lo correcto.
Durante la operación descubrí una perforación duodenal tan extensa que exigió
una intervención mucho más importante de lo que había previsto. El estómago se
había separado casi completamente del duodeno, como a consecuencia de una
explosión, y tenía el abdomen lleno de jugos digestivos corrosivos y trozos enteros de
la comida que había tomado unos minutos antes del colapso. Hice lo necesario, cerré
el abdomen e ingresé a mi paciente, aún inconsciente, en la unidad de cuidados
intensivos de cirugía. Tenía problemas respiratorios, por lo que durante unos días fue
necesario mantener la intubación en la tráquea que había colocado el anestesiólogo.
Al cabo de una semana, su estado había mejorado, pero no estaba lo
suficientemente consciente como para comprender lo que sucedía a su alrededor. Por
fin, su mente se aclaró completamente y, hasta que dos días más tarde se le pudo
retirar el tubo de entre las cuerdas vocales, se pasó todo el tiempo que duraron mis
dos visitas cotidianas clavándome una mirada cargada de reproche. Cuando pudo
hablar, me hizo saber sin pérdida de tiempo que había empleado un sucio truco para
no dejarla morir como ella quería. Yo no me molesté, convencido de que había

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obrado correctamente, y tenía la mejor prueba para demostrarlo. Después de todo,
había sobrevivido. Pero ella veía las cosas de forma diferente y me acusó de haberla
traicionado por minimizar las dificultades del período postoperatorio. En efecto,
sabiendo que ella se habría negado a someterse a la intervención salvadora si hubiera
sabido lo que las personas mayores arterioscleróticas con frecuencia han de soportar
en las unidades quirúrgicas de cuidados intensivos, al describirle cómo sería el
período postoperatorio había minimizado lo que ella debía esperar de una manera
realista. Había tenido que sufrir demasiado —me dijo—, y ya no confiaba en mí.
Evidentemente, era una de esas personas para las que no merecía la pena el coste de
sobrevivir, y yo no había sido completamente sincero al predecir cuál sería ese coste.
Aunque sólo había actuado movido por su bien, tal y como yo lo concebía, caí en el
peor tipo de paternalismo. Había ocultado información porque temía que la paciente
la hubiera empleado para tomar lo que yo consideraba una decisión errónea.
Dos semanas después de trasladarla a su antigua habitación en la residencia,
sufrió un ictus masivo y murió en menos de veinticuatro horas. De acuerdo con las
instrucciones que había escrito en presencia de su fiduciario en su primera visita al
hospital después de darle de alta, nos limitamos a proporcionarle los cuidados de
enfermería. No quería que se repitiera su reciente experiencia y así lo decía
enfáticamente en su declaración escrita. Aunque el trauma de la peritonitis y la
intervención habían aumentado mucho el riesgo de un ictus, yo sospecho que también
influyó su obstinada cólera por mi bien intencionado engaño. Pero quizás el factor
decisivo de su muerte fue simplemente su deseo de no seguir viviendo, frustrado por
mi inoportuna operación. Yo había vencido al Enigma pero había perdido una batalla
más importante, la del tratamiento humano del paciente.
Si hubiera considerado cuidadosamente los factores que he descrito en los
capítulos de este libro sobre el envejecimiento, habría dudado antes de recomendar la
operación. Aunque después todo hubiera salido bien, para Miss Welch el esfuerzo no
estaba justificado y yo no fui lo suficientemente sensato para reconocerlo. Ahora veo
las cosas de otro modo. Si pudiera volver a vivir este episodio en mi carrera, u otros
semejantes, escucharía más al paciente y le pediría menos que me escuchase a mí. Mi
objetivo era enfrentarme con el Enigma; el suyo era aprovechar aquella enfermedad
repentina que le ofrecía la posibilidad de una muerte clemente. Ella cedió sólo para
satisfacerme.
Hay una mentira en el párrafo anterior. En él doy a entender que habría actuado
de forma diferente, pero sé que probablemente habría hecho lo mismo de nuevo, o me
habría expuesto a ser menospreciado por mis colegas. Es en casos como éste donde
los moralistas fracasan al tratar de juzgar las acciones de los médicos de cabecera,
pues desde la distancia no pueden ver las trincheras donde se desarrolla el combate.
El código de la profesión de cirujano exige que no se deje morir a ningún paciente

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como Miss Welch si una simple operación puede salvarlo, y quienes rompen esa regla
fundamental, por humanitarios que sean sus motivos, lo hacen a su propio riesgo.
Desde el punto de vista de un cirujano, mi decisión era estrictamente clínica y la ética
debía quedar fuera. Si yo hubiera cedido a lo que me pedía mi paciente, habría tenido
que defender mi proceder en la reunión semanal de cirugía (donde desde luego todos
lo habrían considerado decisión mía, y no suya), ante colegas inflexibles para quienes
su muerte habría sido resultado de un craso error de juicio, si no de grave negligencia,
ante el claro deber de salvar una vida. Casi con seguridad habría sido censurado por
no haber ignorado un deseo aparentemente tan absurdo. Puedo imaginar lo que
hubiera tenido que oír: «¿cómo la dejaste que te convenciera de algo así?», «¿acaso el
mero hecho de que una anciana quiera morir significa que tú tienes que ser
cómplice?». «Un cirujano sólo debe tomar decisiones clínicas, y la decisión clínica
correcta era operar —deja la moral para los curas». Esta es una forma de presión
profesional a la que no tengo la presunción de considerarme insensible. De un modo
u otro, el credo del rescate que anima a la medicina de alta tecnología acaba por
vencer, y casi siempre es así.
A Miss Welch se la trató teniendo en cuenta no sus objetivos sino los míos, y el
código consagrado de mi especialidad. Yo me empeñé en una empresa inútil que la
privó de la esperanza a la que se aferraba —la esperanza de poder aprovechar un día
la ocasión adecuada para abandonar este mundo tranquilamente. Aunque no tenía
familia, las enfermeras y yo podíamos habernos ocupado de que no muriera sola, por
lo menos en la medida en que unos extraños bien intencionados pueden hacer esto
por una persona anciana sin amigos. Por el contrario, ella sufrió el destino de tantos
moribundos hospitalizados de hoy, que es verse separados de la realidad por la misma
biotecnología y normas profesionales cuya misión es devolver a las personas a una
vida con sentido.
Los pitidos y chirridos de los monitores, los siseos de los respiradores y
colchones de aire, el destello multicolor de las señales electrónicas, toda esa panoplia
tecnológica constituye el telón de fondo de las prácticas con que se nos priva de la
tranquilidad que todos tenemos derecho a esperar y se nos separa de las pocas
personas que no nos dejarían morir solos. De esta manera, la biotecnología, creada
para aportar esperanza, sirve en realidad para quitarla y para robar a los
supervivientes esos últimos recuerdos intactos que justamente pertenecen a quienes
nos acompañan cuando nuestros días se aproximan al final.
Todos los avances científicos o clínicos llevan consigo unas implicaciones
culturales y a menudo simbólicas. Por ejemplo, puede considerarse que la invención
del estetoscopio en 1816 puso en marcha el proceso por el cual los médicos se
distanciaron de sus pacientes. De hecho, algunos observadores de la época vieron en
esta interpretación una de las ventajas del instrumento, pues no muchos clínicos de

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entonces o de ahora se sienten a gusto con una oreja pegada al tórax de un enfermo.
La posibilidad de evitar esa desagradable situación, además de su valor como símbolo
de prestigio, constituyen aún hoy las razones implícitas de su popularidad. Basta
pasar algunas horas haciendo las visitas rutinarias con jóvenes residentes para
observar los múltiples papeles que desempeña este emblema de autoridad y
distanciamiento colgado del cuello.
Desde el punto de vista estrictamente clínico, un estetoscopio no es más que un
aparato para transmitir sonidos; por el mismo razonamiento, una unidad de cuidados
intensivos sólo es una cámara oculta que guarda esperanzadoras maravillas de alta
tecnología en el interior de la ciudadela en que recluimos a los enfermos para
atenderlos mejor. Esos recónditos santuarios simbolizan la forma más consumada de
negación, por parte de nuestra sociedad, de la naturalidad, e incluso de la necesidad,
de la muerte. Para muchos moribundos, el aislamiento entre extraños que imponen
los cuidados intensivos destruye su esperanza de no ser abandonados en las últimas
horas. En efecto, quedan abandonados a merced de las buenas intenciones de
profesionales altamente especializados que apenas les conocen.
En nuestros días, la norma es apartar la muerte de nuestra vista. En su exposición
clásica de las costumbres relacionadas con la muerte, el historiador social francés
Philippe Aries denomina a este fenómeno moderno la «muerte invisible». Morir es
feo y sucio, señala, y ya no toleramos fácilmente la fealdad y la suciedad. Por lo
tanto, la muerte debe ser aislada y producirse en lugares apartados:

La muerte oculta en el hospital empezó muy discretamente en los años treinta y cuarenta, y se generalizó a partir
de los cincuenta… Nuestros sentidos ya no soportan los olores y los espectáculos que, todavía a principios del
siglo XIX, formaban parte de la vida diaria junto con el sufrimiento y la enfermedad. Las secuelas fisiológicas han
salido de la vida diaria para pasar al mundo aséptico de la higiene, la medicina y la moralidad, que al principio no
se distinguían entre sí. La manifestación perfecta de este mundo es el hospital, con su disciplina celular… Aunque
no siempre se admita, el hospital ha ofrecido a las familias un lugar donde pueden esconder al enfermo incómodo,
que ni el mundo ni ellos pueden soportar… El hospital se ha convertido en el lugar de la muerte solitaria.

En Estados Unidos, el 80 por ciento de las muertes tienen lugar en el hospital. La


cifra ha ido aumentando gradualmente desde el 50 por ciento en 1949; en 1958
alcanzó el 61 por ciento y en 1977 era del 70 por ciento. El incremento no sólo se
debe al aumento del número de enfermos que necesitan la asistencia de alto nivel que
sólo puede facilitar el hospital. Aquí, el simbolismo cultural de aislar a los
moribundos cuenta tanto como la perspectiva estrictamente clínica del acceso
inmediato a los recursos y al personal especializados, y para la mayoría de los
pacientes incluso más aún.
Entre tanto, la muerte solitaria ha sido tan cabalmente identificada como tal que
nuestra sociedad ha empezado a organizarse contra ella para bien. Desde la prudencia
de los documentos legales, a la discutible filosofía de las asociaciones en favor del
suicidio, existe toda una gama de opciones, cuyo fin en el fondo es el mismo:

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devolver al individuo la certeza de que, cuando se aproxime el final, al menos podrá
abrigar esta esperanza: que sus últimos momentos no serán guiados por los
bioingenieros, sino por aquellos que le conocen como ser humano.
Esta esperanza, la confianza en que no se harán intentos irracionales, es una
afirmación de la idea de que la dignidad que hay que buscar en la muerte es el aprecio
de los demás por lo que se ha sido en la vida. Esta dignidad tiene su origen en una
vida plena y en la aceptación de la propia muerte como un proceso necesario de la
naturaleza que permite a nuestra especie perdurar tanto en nuestros hijos como en los
de los demás. También significa el reconocimiento de que el verdadero
acontecimiento que tiene lugar al final de nuestra vida es la muerte, no los intentos de
impedirla. De alguna manera estamos tan fascinados por los prodigios de la ciencia
moderna que nuestra sociedad se equivoca de objeto. Es la muerte lo que importa, y
el protagonista del drama es el individuo que agoniza. En cuanto al enérgico jefe de
ese ajetreado escuadrón de supuestos salvadores, no es más que un simple espectador,
y, además, de los relegados a las últimas filas.
En otros tiempos, la hora de la muerte se consideraba, en la medida que lo
permitían las circunstancias, un momento sagrado espiritualmente que permitía una
última comunión con los que quedaban detrás. Los moribundos esperaban que esto
sucedería así y no era fácil negárselo. Era su consuelo y el de sus seres queridos por
la separación y especialmente por los sufrimientos que con toda probabilidad la
habían precedido. Para muchos, en esta última comunión se fundaba no sólo su
concepto de lo que era una buena muerte, sino también la esperanza que les
procuraba su creencia en la existencia de Dios y de la otra vida.
Es una ironía que, al redefinir la esperanza, tenga que llamar la atención sobre lo
que hasta hace muy poco fue el único recinto donde la hubieran buscado la mayoría
de las personas. En efecto, cuando la vida presente se desvanece, los moribundos se
vuelven hacia Dios y la promesa de la otra vida mucho menos que en cualquier otro
momento de este milenio. No incumbe al personal médico o a los escépticos
cuestionar la fe de otra persona, particularmente cuando esa persona se enfrenta a la
eternidad. A veces ha ocurrido que agnósticos, incluso ateos, han encontrado
consuelo en la religión en esos momentos y hay que respetar esos cambios drásticos
de convicciones. Cuántas veces he escuchado, cuando era un joven cirujano, cómo un
médico o una enfermera se burlaban del sacramento de la extremaunción porque «es
lo mismo que decirle a alguien que se está muriendo», para después acabar llamando
al sacerdote cuya presencia habría preferido el paciente a la del médico si hubiera
sabido la verdad.
Hace años había en mi hospital una categoría de enfermedades que constituían la
«lista de peligro». Cuando se anotaba el nombre de un católico, se avisaba
automáticamente a su sacerdote. Entre las diversas razones por la que esa lista ya no

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existe se cuenta la renuencia oficial a «asustar» al paciente dejando que aparezca en
su cuarto alguien con alzacuellos, pues en muchos casos ésa ha sido la primera
indicación de la gravedad de su estado. Así es como los directivos de los hospitales
han conseguido negar la esperanza, e incluso se llegó a trastocar la fe religiosa para
ello.
Algunas veces al moribundo le anima una esperanza tan modesta como el deseo
de vivir hasta la licenciatura de una hija o incluso hasta una fiesta que tenga un
significado especial. La literatura médica da numerosos ejemplos de la fuerza de esta
clase de esperanza y describe casos en los que ha conseguido no sólo mantener la
vida del enfermo durante el tiempo necesario, sino también su optimismo. Todos los
médicos y muchas personas ajenas a la medicina saben de individuos que han
sobrevivido semanas a las expectativas más optimistas para pasar unas últimas
Navidades o para esperar el retorno de un ser querido que se hallaba lejos.
La lección de esto es bien conocida. La esperanza no sólo reside en la expectativa
de curación o incluso de remisión de los presentes padecimientos. Para el moribundo,
la esperanza de curación siempre será falsa en último término; incluso la esperanza de
alivio se ve frustrada con demasiada frecuencia. Cuando llegue mi hora, buscaré la
esperanza en el conocimiento de que, en la medida de lo posible, no se me permitirá
sufrir ni se me someterá a intentos inútiles de mantenerme con vida; la buscaré en la
certeza de que no seré abandonado para morir solo; la estoy buscando ahora, en la
manera en que trato de vivir mi vida, de forma que aquellos que me aprecian se hayan
beneficiado del tiempo que me ha tocado vivir sobre la tierra y les queden
reconfortantes recuerdos de lo que hemos sido recíprocamente.
Hay quienes hallarán esperanza en la fe y en su creencia en la otra vida; otros la
fundarán en la espera de algún acontecimiento o hecho importante; los hay incluso
cuya esperanza reside en mantener el control que les facilite los medios para decidir
el momento de su muerte o incluso dársela libremente. Tome la forma que tome, cada
uno de nosotros debe encontrar la esperanza a su manera.
Hay una forma específica de abandono, particularmente común entre los
enfermos terminales de cáncer, que requiere un comentario aparte. Me refiero al
abandono por parte de los médicos. Los médicos rara vez ceden de buen grado.
Mientras haya alguna posibilidad, se obstinarán en resolver el Enigma, y a veces tiene
que intervenir la familia, o el propio paciente, para poner fin a su inútil empeño. Sin
embargo cuando se hace evidente que ya no hay Enigma alguno en el que centrarse,
muchos médicos pierden el estímulo que sostuvo su entusiasmo. A medida que el
asedio se prolonga y los tratamientos muestran su ineficacia, esa clase de entusiasmo
tiende a ceder. Entonces los médicos tienden a desaparecer emocionalmente; y a
veces también se esfuman físicamente.
Se han propuesto numerosas razones para explicar por qué los médicos

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abandonan a sus pacientes cuando ya no hay posibilidad de recuperación. Ciertos
estudios indican que, de todas las profesiones, la medicina es probablemente la que
atrae a las personas más angustiadas por la muerte. Nos hacemos médicos porque
nuestra capacidad de curar nos da poder sobre esa muerte que tanto nos asusta, y la
pérdida de ese poder supone tal amenaza que hemos de apartarnos de ella y, al mismo
tiempo, del paciente que personifica nuestra debilidad. El médico es un «triunfador»
—por eso logró sobrevivir a una dura competencia para licenciarse, especializarse y
conquistar su posición. Lo mismo que otras personas de talento, necesita ver
constantemente confirmada su capacidad. El fracaso supone un golpe para la propia
imagen que difícilmente soportan los miembros de esta profesión extremadamente
egocéntrica.
También me ha llamado la atención otro factor de la personalidad de muchos
médicos, quizá relacionado con el miedo al fracaso: una necesidad de control que
sobrepasa lo que a la mayoría de las personas les parecería razonable. Cuando a una
persona así se le va una situación de las manos, se siente un tanto perdida y reacciona
particularmente mal a las consecuencias de su impotencia. En un esfuerzo por
mantener el control, el médico se convence a sí mismo, normalmente sin ser
consciente de ello, de que sabe mejor que el paciente lo que se debe hacer. Se limita a
transmitir la información que considera oportuna, influyendo así en las decisiones del
paciente de un modo interesado, aunque no lo reconozca como tal. Mi error al tratar a
Miss Welch fue precisamente caer en este tipo de paternalismo.
Debido a su incapacidad para afrontar las consecuencias de una pérdida de
control, el médico frecuentemente se desentiende de las situaciones que escapan a su
poder, y no cabe duda de que éste es un factor en el abandono de responsabilidades
que se produce tan a menudo al final de la vida de un paciente. En la estructurada
formulación que ve en el Enigma y en su modo sistemático de proceder para
resolverlo, el médico ordena el caos y se dota de poder para controlar la enfermedad,
la naturaleza y su universo personal. Desde el momento en que el Enigma ya no
existe, el interés del médico disminuirá o desaparecerá completamente. Asistir al
triunfo de la irreductible naturaleza significaría aceptar su propia impotencia.
También puede ocurrir que, tras perder la batalla, el médico mantenga un mínimo
de autoridad ejerciendo su influencia sobre el proceso de la muerte, controlando su
duración y determinando el momento en el que ha de terminar. De este modo, el
médico priva al paciente y a su familia del control que con todo derecho les
pertenece. Hoy en día muchos pacientes hospitalizados no mueren hasta que un
médico decide que ha llegado el momento apropiado. Creo que más allá de la
curiosidad intelectual y del desafío que presenta la solución de problemas,
fundamentales en la investigación seria, la entelequia de dominar la naturaleza se
halla en la base misma de la ciencia moderna. Con todo su arte y su filosofía, la

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profesión médica moderna se ha convertido en buena medida en un ejercicio de
ciencia aplicada con el objetivo de ese dominio. El objetivo último del científico no
es sólo el conocimiento por el conocimiento, sino el conocimiento con el fin de
vencer aquello que se considera hostil en nuestro entorno. Ningún acto de la
naturaleza (o Naturaleza) es más hostil que la muerte. Cada vez que muere un
paciente, su médico ha de recordar que su control, y el de la humanidad, sobre las
fuerzas naturales es limitado y siempre lo será. La naturaleza siempre vencerá al
final, y así debe ser para que nuestra especie sobreviva.
Las generaciones que precedieron a la nuestra comprendían y aceptaban la
necesidad de la victoria última de la naturaleza. Los médicos estaban mucho más
dispuestos a reconocer los signos de la derrota y los negaban con menos arrogancia
que los actuales. Se ha perdido la humildad de la medicina ante el poder de la
naturaleza y, con ella, parte de la autoridad moral del pasado. Con el espectacular
aumento de los conocimientos científicos cada vez estamos menos dispuestos a
admitir que aún controlamos muchas menos cosas de las que nos gustaría. Los
médicos aceptan la presunción (en todos los sentidos de la palabra) de que la ciencia
nos ha hecho todopoderosos y, en consecuencia, de que somos los únicos adecuados
para juzgar cómo hemos de emplear nuestra capacidad. En lugar de la mayor
humildad que debería haber acompañado a nuestros crecientes conocimientos, se ha
instalado la arrogancia médica: como sabemos y podemos tanto, no hay límite a lo
que debemos intentar, hoy, y para este paciente.
Cuanto más especializado esté un médico, más probablemente será el Enigma su
principal motivación. A esta obsesión debemos los grandes avances clínicos de los
que se benefician todos los pacientes; pero también nuestro desengaño cuando
abrigamos esperanzas que el médico no puede cumplir y que quizás no se le debería
pedir que cumpliera. Intelectualmente, el Enigma le atrae como un imán; desde el
punto de vista de la asistencia humana, le pesa como un fardo.
Los oncólogos se hallan entre los médicos más decididos, dispuestos como están
a hacer prácticamente cualquier intento desesperado para diferir lo inevitable; todavía
se les ve en las barricadas cuando los demás ya han recogido sus banderas. Lo mismo
que muchos otros especialistas, los oncólogos pueden ser compasivos y generosos;
por lo que respecta a sus pacientes, revisan minuciosamente los tratamientos y sus
complicaciones, disponen planes de acción y mantienen afectuosas relaciones con los
enfermos y con sus familias. Sin embargo, a pesar de todo esto, rara vez llegan a
comprender realmente la naturaleza espiritual de sus pacientes o su respuesta
subjetiva a la amenaza permanente que pesa sobre ellos. Por triste que sea, esto es
cierto de la gran mayoría de los especialistas que tratan nuestras enfermedades más
complejas. Al volver la vista atrás a mis treinta años de ejercicio, cada vez me doy
cuenta con más claridad de que he sido mucho más un técnico que aquel médico del

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Bronx cuyo único deseo era socorrer a sus pacientes.
Si ya no hemos de esperar de tantos de nuestros médicos lo que no nos pueden
dar, ¿quién podrá guiarnos, como pacientes, para que tomemos las decisiones más
razonables? En primer lugar, los médicos aún pueden guiarnos. De hecho, la
información que facilitan es incluso más valiosa una vez que aprendemos a utilizarla
sólo como una forma de comprender la fisiopatología que ellos conocen tan bien.
Cuando nuestros especialistas sepan que no pueden dominar nuestro juicio,
tratarán menos de decirnos las cosas de un modo que condicione nuestras decisiones.
A cada paciente le incumbe informarse sobre su enfermedad y conocerla lo suficiente
como para saber cuándo comienza esa fase en la que todo tratamiento es discutible.
Esta educación empieza por el conocimiento del funcionamiento normal del
organismo, lo que después permite comprender más fácilmente las formas en que le
afecta la enfermedad. Sin duda, el cáncer se presta especialmente bien a este tipo de
enfoque y no hay razón para que la gran mayoría de las personas no puedan alcanzar
este nivel de comprensión.
Al tratar el Enigma no me he detenido en la clase de médico que está mucho
menos dominado por él que el especialista. La relación entre el paciente y su médico
de cabecera seguirá siendo lo esencial en la curación, como lo ha sido desde los días
en que Hipócrates puso por escrito sus reflexiones sobre esta cuestión. Y cuando la
curación es imposible, esa relación cobra una importancia inconmensurable.
Los poderes públicos deben apoyar el concepto de medicina de familia y
asistencia primaria, que ha de constituir la base de todo sistema de salud. Es
prioritario asignar los fondos necesarios a los programas de formación de esta
especialidad en facultades de medicina y hospitales universitarios, y apoyar a los
jóvenes de talento que deseen dedicarse a ella. De todas las ventajas posibles que
ofrecería este sistema no se me ocurre ninguna más valiosa que el efecto
humanizador que tendría sobre el modo en que morimos. Hay que sufrir tanto a la
hora de la muerte que no debiéramos hacerlo más penoso todavía pidiendo consejo
sólo a especialistas extraños, cuando nos podría guiar nuestro propio médico con la
clarividencia que da una antigua relación.
Cuando se aproxima la muerte hemos de soportar algo más que dolor y tristeza.
Quizá una de las cargas más pesadas sea el remordimiento, al que dedicaremos unas
líneas. Por inevitable que sea la muerte, y por muchos padecimientos que la hayan
precedido, especialmente en el caso de los enfermos de cáncer, todos llevaremos un
bagaje adicional a la tumba, pero podemos aligerarlo un tanto si prevemos en qué va
a consistir. Me refiero a conflictos sin resolver, heridas sin cicatrizar, potenciales no
realizados, promesas incumplidas y años que nunca se vivirán. A casi todos nos
quedarán asuntos inacabados. Sólo los muy ancianos escapan a esta regla, y no
siempre.

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Aunque la idea parezca paradójica, quizá la mera existencia de cosas sin hacer
debería representar una suerte de satisfacción. Sólo el que lleva muerto mucho
tiempo, aunque aparentemente esté vivo, y en un estado de inercia nada envidiable,
no tiene «promesas que cumplir y kilómetros que recorrer antes de dormirse». Al
sabio consejo de que hay que vivir cada día como si fuera el último, habría que añadir
la recomendación de vivir cada día como si fuéramos a permanecer en la tierra para
siempre.
También evitaríamos otra carga innecesaria recordando la advertencia de Robert
Burns sobre los planes mejor elaborados. La muerte rara vez, o nunca, se presenta de
acuerdo con nuestros planes, o incluso nuestras expectativas. Cada uno desea
extinguirse de un modo apropiado, en una versión moderna del ars moriendi y la
belleza de los momentos finales. Desde que los seres humanos empezaron a escribir
han consignado su deseo de ese final idealizado que algunos denominan la «buena
muerte», como si alguno de nosotros pudiera contar con ella o tener alguna razón
para esperarla. Al tomar decisiones, hay que esquivar escollos y buscar formas de
esperanza, pero, más allá de esto, debemos perdonarnos si no estamos a la altura de la
imagen preconcebida de la muerte ideal.
La naturaleza tiene que cumplir una tarea y para ello emplea el método que
parece más apropiado para cada individuo que ha creado: a éste lo ha hecho propenso
a la enfermedad cardíaca, a aquel al ictus, a aquel otro al cáncer, sea después de largo
tiempo sobre la tierra o tras un tiempo que parecerá demasiado breve. La economía
animal ha creado las circunstancias por las que a cada generación ha de sucederle la
siguiente. Contra las implacables fuerzas y ciclos de la naturaleza no puede haber
victoria duradera.
Cuando al fin llega el momento y percibimos claramente que hemos alcanzado el
punto en que, como el Jochanan Hakkdosh de Browning, nuestros «pies recorren el
camino de toda carne», debemos recordar que no sólo es el camino de toda carne,
sino el camino de toda forma de vida. La naturaleza tiene sus propios planes para
nosotros y a pesar de las inteligentes astucias que inventamos para retrasarlos, no hay
modo de anularlos. Incluso los suicidas se ajustan al ciclo, y podría ser que el
estímulo de su acción forme parte de un vasto plan que sólo sea otro ejemplo de las
inmutables leyes de la naturaleza y su economía animal. Shakespeare hace decir a
Julio César que:

De todas las cosas asombrosas que he escuchado,


la más extraña es el temor;
viendo que la muerte, un fin necesario,
llegará cuando llegue.

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Epílogo

Siento más curiosidad por el microcosmos que por el macrocosmos; me interesa más
cómo vive un hombre que cómo muere una estrella, cómo se abre paso una mujer en
el mundo que cómo cruza los cielos un cometa. Si hay un Dios, está tan presente en la
creación de cada uno de nosotros como lo estuvo en la de la tierra. El misterio que me
fascina es la condición humana, no la condición del cosmos.
Comprender esa condición ha sido la obra de mi vida. Durante esa vida, que ha
entrado en su séptima década, he conocido penas y triunfos. Algunas veces pienso
que más de lo que me correspondía de ambos, pero esa impresión probablemente se
debe a la tendencia, común a todos los hombres, a conferir carácter universal a la
propia existencia, a considerar la suya una vida de dimensiones casi míticas, vivida
más intensamente.
Es imposible saber si ésta será mi última década o si habrá más; la buena salud no
es garantía de nada. La única certeza que tengo sobre mi propia muerte es otro de
esos deseos que todos compartimos: que sea sin sufrimiento. Hay quienes quieren
morir rápidamente, quizás súbitamente; y los hay que prefieren morir al término de
una enfermedad breve y sin dolores, rodeados de las personas y las cosas que aman.
Yo soy de estos últimos y sospecho que somos la mayoría.
Desgraciadamente, lo que espero no coincide con mis previsiones realistas. He
visto demasiadas muertes para ignorar que lo más probable es que no ocurra como
quiero. Como la mayoría de las personas, probablemente sufriré los padecimientos
físicos y emocionales que acompañan a muchas enfermedades mortales; y, como
ellas, probablemente agravaré la dolorosa incertidumbre de mis últimos meses con la
angustia de la indecisión: continuar o abandonar, seguir un tratamiento agresivo o
limitarme a tratar de no sufrir, luchar para ganar tiempo o dar la vida por terminada;
éstas son las dos caras del espejo en el que nos miramos cuando nos afligen
enfermedades mortales. El lado en el que elegimos vernos en los últimos días debería
reflejar una resolución tranquila, pero ni siquiera se puede contar con eso.
He escrito este libro tanto para mí como para quienes lo lean. Haciendo desfilar
ante nosotros a algunos de los caballeros de la muerte, he querido recordar cosas que
he visto y comunicárselas a los demás. No hay necesidad de escrutar las filas de estos
caballeros asesinos; son más numerosos de lo que cualquiera de nosotros podría
soportar. Pero todos ellos usan armas no muy diferentes de las que hemos examinado
en estas páginas.
Si nos familiarizamos un poco con ellas, quizás también sean menos temibles y
las decisiones que se imponen puedan tomarse en una atmósfera menos cargada de
sospechas, angustia y expectativas injustificadas. Para cada uno de nosotros puede

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haber una muerte que sea la apropiada, y deberíamos tratar de encontrarla, aceptando
al mismo tiempo que, en último término, quizá no esté a nuestro alcance. La
enfermedad definitiva que la naturaleza nos inflija determinará la atmósfera en la que
nos despidamos de la vida, pero, en la medida de lo posible, debemos ser nosotros
mismos los que decidamos cómo va a ser nuestra extinción. Rilke escribió:

¡Oh Señor, da a cada uno su propia muerte!


Aquella que dimane de la vida,
en la que conoció amor, sentido y desesperación.

El poeta se expresa en forma de oración y, como ocurre con todas las oraciones,
quizá no sea posible responderla, ni siquiera para Dios. En demasiados casos el tipo
de muerte escapará a toda tentativa de control y esto no lo pueden cambiar ni el
conocimiento ni la prudencia. Cuando se aproxime la muerte de alguien que amamos,
o la nuestra, será bueno recordar que todavía quedan muchísimas cosas en las que no
hay elección posible, incluso contando con las poderosas y generosamente motivadas
fuerzas de la moderna ciencia biomédica. Al decir que muchos hombres están
condenados a morir mal, no se les está juzgando a ellos, sino a la naturaleza de lo que
les mata.
La gran mayoría de las personas no dejan la vida del modo que preferirían. Antes
se creía en el ars moriendi, el arte de morir. En aquel tiempo la única actitud posible
ante la muerte era dejar que sucediera; una vez que aparecían ciertos síntomas no
había otra elección más que morir de la mejor manera posible, en paz con Dios. Pero
incluso entonces generalmente se pasaba por un período de sufrimientos que
precedían al final, y apenas había otro recurso que la resignación y el consuelo de la
oración y la familia para aliviar las últimas horas.
Nuestra época no es la del arte del morir, sino la del arte de salvar la vida, y los
dilemas en ese arte son numerosos. Hace sólo medio siglo ese otro gran arte, el de la
medicina, aún se enorgullecía de su capacidad para rodear el proceso de la muerte de
toda la serenidad de la que era capaz la benevolencia profesional. En la actualidad
este aspecto del arte se ha perdido, excepto en proyectos —por desgracia muy raros
— como el del Centro de asistencia, y ha sido sustituido por el espectacular intento
de reanimación o por el demasiado frecuente abandono cuando éste resulta imposible.
La muerte pertenece al moribundo y a quienes le aman. Aunque mancillada por
los estragos de la enfermedad, no se debe permitir que además sufra la perturbación
de bien intencionados pero inútiles esfuerzos. El entusiasmo de los médicos cuando
proponen continuar un tratamiento influye en las decisiones que se toman a este
respecto. En general, los mejores especialistas son también los que tienen el
convencimiento más firme de la capacidad de la biomedicina para vencer el reto de

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un proceso patológico que está a punto de cobrarse una vida. La familia se aferra al
hilo de esperanza que le ofrece una estadística; ahora bien, lo que se presenta como
realidad clínica objetiva con frecuencia no es más que la subjetividad de un ferviente
adepto a esa filosofía que ve en la muerte un enemigo implacable. Para tales
guerreros, incluso una victoria temporal justifica la devastación del campo en el que
el moribundo ha cultivado su vida.
No es mi propósito condenar a los médicos entusiastas de la alta tecnología. Yo
he sido uno de ellos y también he conocido la exaltación de la lucha encarnizada por
salvar la vida de un paciente in extremis y la suprema satisfacción cuando se gana.
Pero no pocas de estas victorias han sido pírricas. A veces el éxito no justificaba el
sufrimiento. También creo que si hubiera sido capaz de ponerme en el lugar de la
familia y del paciente, habría dudado más veces en recomendar una lucha tan
desesperada.
El día que yo padezca una enfermedad grave que requiera un tratamiento muy
especializado, buscaré a un médico experto. Pero no esperaré de él que comprenda
mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi
naturaleza espiritual o mi filosofía de la vida. No es para esto para lo que se ha
formado y en lo que me puede ayudar. No es esto lo que anima sus cualidades
intelectuales.
Por estas razones no permitiré que sea el especialista el que decida cuándo
abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo menos, lo expondré con claridad de
forma que, si yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me
conocen. Las condiciones de mi dolencia quizá no me permitan «morir bien» o con
esa dignidad que buscamos con tanto optimismo, pero dentro de lo que está en mi
poder, no moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que
un campeón de la medicina tecnológica no comprende quién soy.
A lo largo del libro he hecho entre líneas un alegato en favor de la resurrección
del médico de familia. Todos necesitamos un guía que nos conozca tan bien como
conoce los senderos por los que nos acércanos a la muerte. Hay tantas maneras de
avanzar entre las mismas malezas de la enfermedad, tantas decisiones que tomar,
tantas paradas en las que podemos optar por tomarnos un descanso, continuar o poner
término al viaje, y hasta que nos detengamos definitivamente necesitamos la
compañía de los que amamos y la sabiduría necesaria para elegir nuestro propio
camino. La objetividad clínica que debemos tener en cuenta en nuestras decisiones
nos la debe proporcionar un médico que esté familiarizado con nuestros valores y con
la vida que hemos llevado, y no alguien que prácticamente es un desconocido al que
hemos acudido por su alta competencia biomédica. En esos momentos lo que
necesitamos no es la amabilidad de extraños, sino la comprensión de un antiguo
amigo médico. Independientemente de la forma en que se reorganice nuestro sistema

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de salud, el buen juicio exige que se tenga en cuenta esta verdad elemental.
No obstante, incluso con el consejero más sensible, para poder ejercer un
verdadero control es necesario conocer las sendas de la enfermedad y la muerte. Del
mismo modo que he visto a algunos luchar demasiado tiempo, he visto a otros
rendirse demasiado pronto, cuando aún se podía hacer mucho, no sólo para conservar
la vida, sino también la alegría. Cuanto más sepamos sobre la realidad de las
enfermedades letales, mejor podremos elegir cuándo conviene detenerse o seguir
luchando, y menos esperaremos la clase de muerte que la mayoría de nosotros no
tendrá. Para el que muere y para quienes le aman, las expectativas realistas son la
mejor garantía de la serenidad. Y cuando llegue el momento del duelo, que sea la
pérdida de amor lo que lamentemos, no los remordimientos por haber hecho algo
mal.
Una expectativa realista exige también que aceptemos que el tiempo que se nos
concede sobre la tierra necesariamente es limitado y que su duración debe ser
compatible con la continuidad de nuestra especie. A pesar de sus dones exclusivos, la
humanidad forma parte del ecosistema lo mismo que cualquier otra forma zoológica
o botánica; en esto la naturaleza no hace distinciones. Morimos para que el mundo
pueda continuar viviendo. Se nos ha dado el milagro de la vida porque trillones de
trillones de seres vivos nos han preparado el camino y han muerto —en cierto
sentido, por nosotros. Nosotros moriremos, a nuestra vez, para que otros puedan vivir.
La tragedia individual se convierte, en el equilibrio natural, en el triunfo de la vida
que se perpetúa.
Todo esto hace más preciosa cada hora que se nos ha concedido, exige que la vida
sea útil y gratificante. Si con su trabajo y su placer, con sus triunfos y sus fracasos,
cada uno contribuye a perpetuar el proceso evolutivo, no sólo de nuestra especie, sino
de todo el orden natural, la dignidad conquistada en el tiempo que se nos ha
concedido se prolonga en la dignidad que alcanzamos con la aceptación generosa de
la necesidad de morir.
¿Qué importancia tiene, entonces, la serena escena de despedida en el lecho de
muerte? Para la mayoría no pasará de ser una imagen anhelada, un ideal al que hay
que aspirar y al que quizá sea posible aproximarse, pero que sólo será alcanzado por
unos pocos a quienes se lo permitan las circunstancias de su enfermedad terminal.
El resto de nosotros deberá conformarse con lo que el destino le depare. Gracias a
la comprensión de los mecanismos de las enfermedades mortales más comunes, a la
prudencia que nace de unas expectativas realistas y a una nueva relación con los
médicos, a los que no pediremos lo que no pueden dar, será posible controlar el
desarrollo del final en la medida que lo permita el proceso patológico que se padezca.
Aunque el momento de la muerte suele ser tranquilo y con frecuencia está
precedido de una piadosa inconsciencia, la serenidad se paga normalmente a un

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precio terrible: el proceso por el que se alcanza ese punto. Hay quienes logran
alcanzar momentos de nobleza en los que de alguna manera trascienden las afrentas
que sufren, y estos momentos hay que apreciarlos. Pero estos intervalos no
disminuyen la angustia sobre la que triunfan momentáneamente. La vida está
puntuada por períodos de dolor —para algunos está saturada de ellos—, que otros
períodos de paz y ratos de alegría se encargan de mitigar. En la muerte, sin embargo,
sólo hay aflicción. Sus breves respiros y treguas siempre son fugaces y los
padecimientos no tardan en reanudarse. Sólo el desenlace aporta paz y, a veces,
alegría. En ese sentido se puede decir que el momento de la muerte con frecuencia
está revestido de dignidad, pero rara vez el proceso de morir.
Por tanto, si debemos modificar —o incluso rechazar— la imagen clásica de la
muerte digna, ¿qué queda de las esperanzas que abrigamos respecto a los últimos
recuerdos que dejamos a quienes nos aman? La dignidad que buscamos en la muerte
puede hallarse en la dignidad con la que hemos vivido nuestra vida. El ars moriendi
es el ars vivendi. La honestidad y la gracia de esta vida que se extingue constituyen la
medida real de cómo morimos. No es en los últimos días o semanas cuando
redactamos el mensaje que será recordado, sino en las décadas que los precedieron.
Quien ha vivido con dignidad muere con dignidad. William Cullen Bryant sólo tenía
veintisiete años cuando añadió una conclusión a su reflexión sobre la muerte titulada
«Tanatopsis», pero, como muchos poetas, ya había comprendido:

Vive entonces de forma que, cuando te llegue la cita para unirte


a la innumerable caravana que avanza
hacia ese misterioso reino, donde cada uno ocupará
su cámara en los silenciosos corredores de la muerte,
no vayas como un esclavo de las canteras, azotado
por la noche hasta su calabozo, sino que, sostenido y consolado
por una confianza firme, acércate a tu tumba
como el que se cubre con la ropa de su lecho
y se echa esperando dulces sueños.

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SHERWIN B. NULAND (EE.UU. diciembre de 1930), catedrático de cirugía en la
Universidad de Yale y miembro del Yale's Institute for Social and Policy Studies. Ha
publicado un gran número de libros, entre los que destaca Cómo morimos, (1994),
por el que obtuvo el prestigioso premio National Book Award de no ficción y del que
vendió más de un millón de ejemplares en Estados Unidos. Además de colaborar en
varias revistas médicas, ha escrito para importantes medios, como The New Yorker,
The American Scholar, The New York Review of Books, The New Republic, Time y
Discover.

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Notas

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[1] Nombre vulgar de la difteria. (N. del E.) <<

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[2] Comunidad judía en un pueblo de Europa Oriental. (N. del E.) <<

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[3] Del hebreo Sibbólet. La palabra que utilizo Yetjé para distinguir a los efraimitas

fugitivos (que no podían pronunciar la S) de sus propios hombres. En sentido general,


una costumbre o fórmula de algún tipo que distingue a un grupo determinado de
personas. (N. del E.) <<

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[4] «Felicidad» en inglés. (N. del T.) <<

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[5] Las disposiciones legales sobre la eutanasia en Holanda han evolucionado desde

que se escribió este libro. El 14 de abril de 1994 los diputados holandeses han
aprobado el texto definitivo del cuestionario que deberán rellenar los médicos que
hayan administrado la «muerte dulce» a fin de permitir un control a posteriori de su
intervención. (N. del E.) <<

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[6] El autor se refiere a la novela de Jack London del mismo título. (N. del E.) <<

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