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Sherwin B. Nuland
Cómo morimos
Reflexiones sobre el último capítulo de la vida
ePub r1.3
Achab1951 08.06.14
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Título original: How We Die: Reflections on Life’s Final Chapter
Sherwin B. Nuland, 1993
Traducción: Camilo Tomé
Ilustraciones: Michael R. Delude
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A mis hermanos,
Harvey Nuland y Vittorio Ferrero
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…la muerte tiene diez mil puertas distintas
para que cada hombre encuentre su salida.
John Webster: La duquesa de Amalfi, 1612
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Agradecimientos
Laurence Sterne, novelista del siglo XVIII, señaló en cierta ocasión que escribir no es
sino otro nombre que se da a conversar. El contenido y tono de un libro o ensayo
vienen determinados por la forma en que el autor cree que el lector va a responder a
cada frase tal y como se expresa en el papel —el lector está siempre presente. El libro
que está a punto de leer se ha concebido con la sola intención de conversar con la
gente que quiere saber cómo es el morir. He tratado de escuchar las posibles réplicas
del lector a lo que se va diciendo. Escuchando con atención, espero haber sido capaz
de responder siempre lo más inmediata y claramente posible.
El diálogo que se mantiene en estos capítulos es solamente la culminación de
otras conversaciones que he ido teniendo durante la mayor parte de mi vida —con mi
familia, mis amigos, mis colegas y, sobre todo, con mis pacientes— con los que han
estado más cerca de mí y cuya sabiduría he buscado para llegar a comprender lo que,
al fin y al cabo, vienen a ser nuestras vidas, y nuestras muertes. Es mucho menos
difícil buscar la sabiduría en las palabras de los demás que en su experiencia vital. Yo
la he buscado por todas aquellas partes donde he creído que la podía encontrar.
Incluso cuando no me daba cuenta de que, en realidad, estaba aprendiendo de los
muchos hombres y mujeres cuyas vidas han entrado en la mía, ellos me estaban
enseñando y, por lo general, eran igualmente inconscientes del regalo que me
otorgaban.
Aunque la mayor parte del aprendizaje es, por lo tanto, sutil y no es reconocido
como tal ni por los que lo reciben ni por los que lo proporcionan, una gran parte tiene
lugar a partir de la forma más normal de conversación: el intercambio verbal directo
entre dos personas. En mi caso, las conversaciones más largas han durado,
intermitentemente, años, y aun décadas, mientras que sólo unas pocas han tenido
lugar al escribir este libro. Si la conversación «prepara al hombre», como aseguraba
Francis Bacon, entonces mi preparación para Cómo morimos ha durado interminables
horas en compañía de gente extraordinaria.
Varios de mis compañeros del Comité de Bioética del Hospital de Yale-New
Haven, me han ayudado a comprender cada vez mejor las cuestiones cruciales que
han de afrontar no solamente los pacientes y los profesionales de la salud, sino en un
momento o en otro, todos nosotros. Estoy particularmente en deuda con Constance
Donovan, Thomas Duffy, Margaret Farley, Robert Levine, Virginia Roddy y Howard
Zonanna. Juntos e individualmente me han mostrado una imagen de la ética médica
que es tan humana (e incluso espiritual) como intelectualmente disciplinada.
Gracias también a otro miembro del comité, Alan Mermann, un pediatra que halló
renovadas fuerzas en su actividad como ministro congregacionista y capellán de
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nuestra facultad de medicina. Me ayudó a comprender con gran generosidad lo que es
para los estudiantes de medicina y para los pacientes moribundos la mutua entrega y
el compartir los miedos y esperanzas.
Ferenc Gyorgyey ha puesto a mi disposición los vastos fondos de las colecciones
históricas de la Biblioteca Whitney/Cushing, de Yale, pero su mayor regalo durante
muchos de estos años ha sido la riqueza, igualmente vasta, de su amistad y su amplia
inteligencia. Jay Katz, tanto en sus conversaciones como en sus escritos, me ha
enseñado una sensibilidad en el proceso médico de toma de decisiones que trasciende
los meros datos clínicos de la enfermedad de un paciente e incluso las motivaciones
conscientes que parecen determinar la elección entre las opciones del tratamiento. Mi
esposa, Sarah Peterson, me enseña aun otra clase de sensibilidad que unas veces se
llama caridad y otras amor. En la caridad, o el amor, hay una comprensión de las
percepciones de los demás y hay también una fe inextinguible. En la tradición de
Sarah: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tuviera
caridad, sería como bronce que suena o címbalo que retiñe». He aquí una gran
lección, no sólo para los individuos, sino para las naciones y las profesiones,
especialmente mi propia profesión de la medicina.
Durante la pasada década, he tenido la fortuna de disfrutar de la amistad de
Robert Massey. Como internista en ejercicio, decano de la Facultad de Medicina e
historiador de la medicina, así como comentarista de su presente y futuro, Bob
Massey, ha transmitido a diversas generaciones de colegas médicos una capacidad de
comprensión y un sentido del deber médico que sobrepasa el efímero interés del
momento y los estrechos intereses gremiales. Me he valido de su amistad, y le he
convertido en mi confidente y consejero, mi oráculo, e incluso mi experto para las
referencias a los clásicos, por no mencionar la gramática latina. No hay casi nada en
este libro que él y yo no hayamos discutido. Su confianza en el valor de este empeño
ha sido para mí una fuente de serena energía durante estos largos meses de trabajo.
El contenido de cada capítulo de Cómo morimos ha sido revisado por uno o más
expertos en la materia. En cada caso, el resultado de la lectura ha comportado
importantes sugerencias que me han ayudado enormemente a clarificar mis ideas.
Para los capítulos sobre el corazón he recibido los comentarios de Mark Applefeld,
Deborah Barbour y Steven Wolfson; para las secciones sobre el envejecimiento y la
enfermedad de Alzheimer, los de Leo Cooney; para la sección sobre los traumatismos
y el suicidio, los de Daniel Lowe; los capítulos del SIDA han sido revisados por
Gerald Friedland y Peter Selwyn; los aspectos clínicos y biológicos del cáncer por
Alan Sartorelli y Edwin Cadman; el tema de la relación médico-paciente por Jay
Katz. Los especialistas en estas áreas reconocerán fácilmente los nombres de cada
uno de mis asesores, a quienes me honro en mencionar aquí. Su generosidad ha
sobrepasado mis expectativas.
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Muchas personas me han ayudado a responder a preguntas específicas y buscar en
las fuentes: Wayne Carver, Benjamín Farkas, Janis Glover, James M. L. N. Horgan,
Ali Khodadoust, Laurie Patton, Johannes van Straalen, Mary Weigand, Morris
Wessel, Ann Williams, Yan Zhangshou, y mi secretaria Rafaella Grimaldi, con su
gran corazón. G. J. Walker Smith revisó una serie de autopsias conmigo y me ayudó a
situar sus hallazgos en el contexto de los procesos degenerativos del envejecimiento.
Una mañana que pasé con Alvin Novik me abrió los ojos a aspectos políticos e
intensamente personales del SIDA que yo solamente había imaginado (no pudo ser
fácil para Alvin exponer a alguien que prácticamente era un extraño, el dolor de su
todavía afligido corazón, pero de alguna manera encontró la fuerza para hacerlo, y no
olvidaré lo que me enseñó). Irma Pollock, a quien he admirado desde mi niñez, me
habló, en medio de la angustia que le producía recordar la tragedia de la enfermedad
de Alzheimer, porque quería ayudar a los demás. Su historia ha fortalecido mi fe en el
poder del amor desinteresado.
El texto completo de Cómo morimos lo han leído varias personas de formación
muy dispar y sus comentarios me han resultado extremadamente útiles en mi propia
revisión final: Joan Behar, Robert Burt, Judith Cuthbertson, Margaret De Vane y
James Ponet. Huelga decir que Bob Massey y Sarah Peterson hicieron numerosas
aportaciones críticas al revisar la evolución de la obra capítulo por capítulo. El estilo
de Bob es benevolente y diplomático, pero esta Peterson es implacable en lo que he
llamado en algún otro lugar «detectar la divagación y oponerse a la digresión».
Siempre he hecho los cambios que ella ha señalado (incluso su caridad tiene un
límite).
Y finalmente, a mis nuevos amigos en el mundo editorial. Cómo morimos tuvo su
origen en una idea de Glen Hartley: no solamente la idea sino también el título es
suyo. Por sugerencia de Dan Frank, él y Lynn Chu vinieron a buscarme y se
presentaron con una misión que yo no podía rechazar. El manuscrito final pasó por el
filtro de la habilidosa mente editorial de Dan; solamente sus autores pueden apreciar
completamente el valor de tal guía. Sonny Mehta tomó personalmente este proyecto
en sus delicadas manos desde su concepción hasta su conclusión, como editor en toda
su extensión y principal valedor. Si hay un buen equipo editorial, sin duda debe ser
éste.
Se dice que en el siglo XX ya no hay musas, pero yo he encontrado una. Su
nombre es Elisabeth Sifton, y he intentado tratar las ideas y el idioma inglés de modo
que a ella le agradara. No pido más premio que su aprobación.
Hay un segundo aforismo de Laurence Sterne que se puede aplicar a Cómo
morimos: «El ingenio de cada hombre debe venir de su propia alma y de nadie más».
Este libro es mío. Independientemente de la inspiración y las aportaciones de tantos
otros, declaro que de principio a fin —cada concepto y cada equivocación, cada
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verdad y cada error, cada pensamiento útil y cada interpretación inútil— es mío y de
nadie más. Cómo morimos no es de nadie más porque este libro fluye de mi propia
alma.
S. B. N.
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Introducción
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escenas de lecho de muerte que se producen en lugares tan especializados y ocultos
como las unidades de cuidados intensivos, las unidades de investigación oncológica y
las salas de urgencia. La buena muerte es, cada vez más, un mito. En realidad,
siempre lo ha sido para la mayoría, pero nunca tanto como hoy. El principal
ingrediente del mito es el tan ansiado ideal de «una muerte digna».
No hace mucho atendí en mi consulta a una abogada de cuarenta y tres años a la
que había operado tres años antes de un cáncer de mama en estadio precoz. Aunque
había superado la enfermedad y tenía esperanzas fundadas de que su curación fuera
definitiva, ese día parecía extrañamente inquieta. Al final de la visita preguntó si
podía quedarse un poco más para hablar conmigo. Entonces comenzó a describir la
reciente muerte de su madre en otra ciudad, de la misma enfermedad de la que ella,
casi con certeza, se había curado. «Mi madre murió en medio de terribles
sufrimientos —dijo—, y aunque los doctores intentaron todo para ayudarla, no
pudieron facilitarle las cosas. No tuvo el tranquilo final que yo había esperado.
Pensaba que sería algo espiritual, que hablaríamos de su vida, de las dos, pero no
sucedió así: había demasiado dolor, demasiado Demerol». Y entonces, en un estallido
de rabia, bañada en lágrimas, dijo: «Dr. Nuland, ¡no hubo dignidad en la muerte de
mi madre!».
Tuve que insistir mucho a mi paciente en que no había habido nada inusual en la
manera de morir de su madre, que no había hecho nada que impidiera a su madre
experimentar esa muerte «espiritual» y digna que había imaginado. Todos sus
esfuerzos y expectativas habían sido en vano, y, ahora, esta mujer tan inteligente
estaba desesperada. Traté de explicarle que la creencia en la posibilidad de una
muerte digna es un intento nuestro y de la sociedad de enfrentarnos a la realidad de lo
que con demasiada frecuencia es una serie de sucesos destructivos que implican por
su propia naturaleza, la desintegración de la humanidad de la persona que muere.
Rara vez he visto mucha dignidad en el proceso de morir.
El intento de alcanzar una verdadera dignidad falla cuando nuestros cuerpos
fallan. Ocasionalmente —muy ocasionalmente—, alguien con una personalidad
excepcional también muere en circunstancias excepcionales, y esa afortunada
combinación de factores permite que eso suceda, pero tal confluencia de factores no
es corriente y, en todo caso, sólo la pueden esperar muy pocas personas.
He escrito este libro para desmitificar el proceso de la muerte. Mi intención no es
describirlo como una sucesión llena de horrores, de degradaciones dolorosas y
desagradables, sino presentarlo en su realidad biológica y clínica, como lo ven
aquellos que lo presencian y como lo sienten los que lo experimentan. Solamente tras
una franca discusión de los pormenores de la muerte podemos afrontar mejor los
aspectos que más nos asustan. El conocimiento de la verdad, el estar preparados para
ello, será el medio de liberarnos de ese miedo a la terra incognita de la muerte, que
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lleva al autoengaño y a las decepciones.
Hay abundante literatura sobre la muerte y el morir. Prácticamente toda ella
pretende ayudar a las personas a afrontar el trauma emocional que implica tal proceso
y su desenlace; sin embargo, en la mayoría de los casos no se hace mucho hincapié en
los pormenores del deterioro físico. Sólo en las páginas de las revistas especializadas
se pueden encontrar descripciones de los verdaderos procesos por los que las
diferentes enfermedades consumen nuestra vitalidad y nos arrebatan la vida.
Mi carrera y mi larga experiencia con la muerte confirman la observación de John
Webster de que, en efecto, hay «diez mil puertas distintas para que cada hombre
encuentre su salida»; mi deseo es ayudar a que se cumpla la oración del poeta Rainer
Maria Rilke: «Oh Señor, danos a cada uno nuestra propia muerte». Este libro trata de
las puertas, y de los pasadizos que conducen a ellas; he intentado escribirlo de forma
que, en la medida de lo posible, cada uno pueda elegir su propia muerte.
He escogido seis de los tipos de enfermedades más frecuentes en nuestros días, no
sólo porque incluyen las enfermedades mortales que se llevarán a la mayor parte de
nosotros, sino también por otra razón: las seis tienen características que son
representativas de ciertos procesos universales que todos experimentaremos al morir.
La parada de la circulación, el transporte inadecuado de oxígeno a los tejidos, el
deterioro progresivo de las funciones cerebrales hasta su total interrupción, el fallo
funcional de los órganos, la destrucción de los centros vitales: éstas son las armas de
todos los jinetes de la muerte. Familiarizarnos con ellas nos aclarará cómo morimos,
incluso si es a causa de enfermedades no específicamente descritas en este libro. Las
que he escogido no sólo son las avenidas más transitadas hacia la muerte, sino
también aquellas cuyo empedrado recorreremos todos, independientemente de la
singularidad de la enfermedad final.
Mi madre murió de cáncer de colon una semana después de que yo cumpliera
once años, y este hecho ha marcado mi vida. Todo lo que he llegado a ser y lo que no
he llegado a ser, guarda, directa o indirectamente, relación con su muerte. Cuando
comencé a escribir este libro mi hermano había muerto hacía poco más de un año,
también de cáncer de colon. En mi vida profesional y personal he sido consciente de
la inminencia de la muerte durante más de medio siglo, y he trabajado en su constante
presencia durante toda ella, excepto en el primer decenio. Este es el libro en el que
trataré de contar lo que he aprendido.
SHERWIN B. NULAND
New Haven, junio de 1993
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NOTA DEL AUTOR
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I
El corazón desfallecido
Cada vida es diferente de las que la han precedido, y lo mismo ocurre con cada
muerte. Nuestra singularidad se extiende incluso hasta la manera en que morimos.
Aunque la mayoría de las personas sabe que las enfermedades que nos conducen a
nuestras horas finales son diversas y diversos sus caminos, solamente unas pocas
comprenden la infinita variedad de maneras en las que las últimas fuerzas del espíritu
humano pueden abandonar el cuerpo. Cada una de las distintas formas de la muerte es
tan singular como la propia cara que cada uno de nosotros muestra al mundo durante
los días de su vida. Cada hombre entregará su alma de una manera que el cielo no ha
conocido antes y cada mujer recorrerá su último camino a su modo.
La primera vez que en mi carrera profesional vi los despiadados ojos de la
muerte, estaban fijos en un hombre de cincuenta y dos años que yacía aparentemente
cómodo entre las frescas sábanas de una cama recién hecha en una habitación privada
de un gran hospital universitario. Acababa de empezar mi tercer año de medicina, y el
azar me llevó a encontrarme con la muerte y con mi primer paciente al mismo
tiempo.
James McCarty, de complexión robusta, era un ejecutivo de una empresa de
construcciones, cuyo éxito en los negocios le había llevado a una forma de vida que
ahora llamaríamos suicida. Pero de esto hace casi cuarenta años, cuando sabíamos
mucho menos de los peligros de la «buena vida», cuando se creía que el fumar, la
carne roja, las grandes lonchas de panceta, la mantequilla y las vísceras eran el
premio, sin riesgo, del éxito. Además, llevaba una vida sedentaria y se había
abandonado mucho. Mientras que antes dirigía sobre el terreno los equipos de su
pujante compañía de construcción, ahora se contentaba con mandar imperiosamente
desde la mesa de un despacho. McCarty daba sus órdenes la mayor parte del día
desde un confortable sillón giratorio que le ofrecía una vista directa del campo de
golf de New Haven y del Quinnpiack Club, su asador favorito para la glotonería de
mediodía de los ejecutivos.
Recuerdo fácilmente los pormenores de la hospitalización de McCarty porque la
asombrosa rapidez con que se produjeron los grabó instantáneamente en mi mente.
Nunca he olvidado lo que vi y lo que hice aquella noche.
McCarty llegó a la sala de urgencias del hospital alrededor de las ocho de una
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tarde calurosa y húmeda a primeros de septiembre, quejándose de una presión
constrictiva detrás del esternón, que parecía irradiarse a la garganta, al cuello y a su
brazo izquierdo. Esta presión había empezado una hora antes tras su pesada cena
habitual, unos cuantos cigarrillos Camel y una inquietante llamada telefónica de la
pequeña de sus tres hijos, una joven mimada que había empezado su primer año de
universidad en un elegante college femenino.
El interno que vio a McCarty en la sala de urgencias advirtió que estaba sudoroso
y tenía un pulso irregular. En los diez minutos que tardó en arrastrar el
electrocardiógrafo por el pasillo y conectarlo al paciente, éste comenzó a sentirse
mejor y su irregular ritmo cardíaco había vuelto a ser normal. Sin embargo, el
electrocardiograma revelaba que había tenido un infarto, lo que suponía que una
pequeña área de la pared del corazón se había dañado. Su situación parecía estable y
se hicieron los preparativos para trasladarlo a una cama del piso de arriba —no había
unidades coronarias de cuidados intensivos en los años cincuenta. Su médico de
cabecera particular fue a verle, asegurándose de que el señor McCarty estaba cómodo
y parecía encontrarse fuera de peligro.
McCarty llegó a la habitación a las once de la noche, y yo con él. Como no estaba
de guardia aquella tarde, había ido a la fiesta que organizaba mi «Fraternidad» para
captar a los nuevos estudiantes. Un vaso de cerveza y mucho buen humor me habían
hecho sentirme especialmente seguro de mí mismo, y decidí visitar el pabellón al que
había sido asignado esa misma mañana, para la primera de mis rotaciones clínicas en
el servicio de medicina interna. Los estudiantes de tercer año, que están empezando
sus primeras experiencias con pacientes, suelen ser diligentes hasta el entusiasmo, y
yo no era diferente de la mayoría. Subí al pabellón para buscar al interno, esperando
ver alguna urgencia interesante, y poder ser útil de alguna forma. Si surgía la
necesidad de tomar alguna medida urgente en la sala, como una punción lumbar, o la
colocación de un tubo torácico, yo quería estar allí para hacerlo.
Cuando me dirigía al pabellón, el interno, Dave Bascom, me cogió del brazo
como si sintiera alivio al verme: «¿Puedes echarme una mano? Joe [el estudiante de
guardia] y yo estamos ocupados en la otra sala con una polio bulbar que marcha mal
y necesito que hagas la historia del nuevo paciente coronario que está a punto de
llegar a la 507, ¿de acuerdo?».
¿Que si estaba de acuerdo? Por supuesto que sí. Más aún, me parecía maravilloso,
era exactamente la razón por la que había regresado al pabellón. A los estudiantes de
medicina de hace cuarenta años se les daba mucha más autonomía que hoy, y yo
sabía que si hacía bien la rutina de admisión se me daría mucho trabajo después en la
recuperación de McCarty. Esperé ansiosamente durante unos minutos hasta que una
de las dos enfermeras de guardia hubo pasado a mi nuevo paciente de la camilla a la
cama. Cuando se fue rápidamente al final del pasillo para ayudar en la urgencia de la
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polio, me deslicé en la habitación de McCarty y cerré la puerta. No quería correr el
riesgo de que Dave volviera y se hiciera cargo del caso.
McCarty me recibió con una pequeña sonrisa forzada, pues mi presencia no podía
resultarle reconfortante. Durante años, me he preguntado con frecuencia lo que debió
haber pasado por la mente de aquel hipertenso patrón de hombres hechos y derechos
cuando vio mi cara de jovencito —tenía yo veintidós años— y me oyó decir que
había venido para hacerle la historia y examinarle. En cualquier caso, no tuvo muchas
posibilidades de darle vueltas. En cuanto me senté al lado de la cama, de repente echó
la cabeza hacia atrás y emitió un ronco sonido inarticulado que parecía subir por su
garganta desde lo más profundo de su corazón herido. Con sorprendente fuerza se
golpeó el pecho con los dos puños cerrados al mismo tiempo y justo entonces, en un
instante, su cara y su cuello se hincharon y amorataron. Sus ojos parecían haberse
proyectado hacia fuera como si intentaran saltar de la cara. Entonces respiró de forma
inmensamente larga y ruidosa, y murió.
Grité su nombre y luego llamé a Dave, pero sabía que nadie podía oírme allá, al
fondo del pasillo, con el jaleo de la sala de polio. Podía haber bajado corriendo a
recepción para intentar conseguir ayuda, pero esto hubiera supuesto perder unos
segundos preciosos. Mis dedos buscaron el pulso de la arteria carótida en el cuello de
McCarty, pero no latía. Por razones que no puedo explicar ni siquiera hoy, estaba
extrañamente tranquilo. Decidí actuar por mí mismo. La posibilidad de tener que
enfrentarme a algún problema por lo que estaba a punto de intentar me parecía un
riesgo mucho menor que dejar morir a un hombre sin por lo menos intentar salvarle.
No había otra elección.
En aquel tiempo, cada habitación que albergaba a un paciente coronario estaba
dotada de una gran caja envuelta en gasa que contenía un juego de toracotomía, un
conjunto de instrumentos con los que se podía abrir el tórax en caso de parada
cardíaca. La resucitación cardiopulmonar con el tórax cerrado, o RCP, no se había
inventado aún, y la técnica habitual en estos casos era intentar el masaje cardíaco
directamente, sujetando el corazón en la mano y aplicándole una larga serie de
rítmicas compresiones.
Desgarré el envoltorio estéril del juego y tomé el escalpelo, colocado, para más
fácil acceso, en la parte de arriba en un envoltorio separado. Lo que hice a
continuación me pareció absolutamente automático, aun cuando nunca lo había hecho
ni lo había visto hacer antes. Con un movimiento de la mano sorprendentemente
suave, hice una larga incisión comenzando justo debajo del pezón izquierdo, casi
desde el esternón de McCarty hacia atrás, tanto como pude sin moverle de como
estaba sentado. De las arterias y las venas que corté rezumó solamente una pequeña y
oscura secreción, pero no había un verdadero flujo de sangre. Si necesitaba una
confirmación de la muerte por parada cardíaca, ahí estaba. Otro largo corte a través
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del músculo exangüe, y ya estaba en la cavidad torácica. Extendí la mano para coger
el autorretractor, un instrumento de dos brazos de acero, lo deslicé entre las costillas y
giré la palanca justo lo suficiente como para que pudiera introducir la mano para
coger lo que yo esperaba sería el corazón silencioso de McCarty.
En cuanto toqué el saco fibroso que recibe el nombre de pericardio, me di cuenta
de que el corazón que contenía estaba aleteando. Bajo la punta de mis dedos podía
sentir un movimiento irregular descoordinado que reconocí, por la descripción del
libro, como el estado terminal llamado fibrilación ventricular, el acto agónico de un
corazón que se está reconciliando con su eterno descanso. Con las manos sin
esterilizar y sin guantes, cogí unas tijeras y corté ampliamente el pericardio. Tomé el
pobre corazón aleteante de McCarty tan suavemente como pude y comencé la serie
de firmes compresiones, sincopadas y mantenidas, que se llaman masaje cardíaco,
intentando mantener el flujo de sangre al cerebro, hasta que pudiera aplicársele un
aparato eléctrico y dar al músculo cardíaco en fibrilación una descarga que le hiciera
funcionar bien de nuevo.
Había leído que la sensación que produce un corazón fibrilante es como tener en
la palma de la mano una húmeda y gelatinosa bolsa de gusanos hiperactivos y así es
exactamente como era. Podía decir, por la resistencia cada vez menor a la presión de
mis contracciones, que el corazón no se llenaba de sangre y, por tanto, mis esfuerzos
para obligarle a reaccionar eran inútiles, especialmente dado que los pulmones no se
estaban oxigenando. Pero yo seguí. Y de repente sucedió algo horrible que me dejó
atónito: el muerto, cuya alma ya había partido del todo, echó la cabeza hacia atrás una
vez más y, con los vidriosos ojos muertos mirando fijamente al techo, sin ver, lanzó al
lejano cielo un bronco alarido que sonó como si estuvieran ladrando las jaurías del
infierno. Solamente más tarde caí en la cuenta de que lo que había oído había sido la
versión de McCarty del estertor de la muerte, un sonido producido por el espasmo de
las cuerdas vocales en la garganta, causado por el aumento de la acidez en la sangre
del hombre que acababa de morir. Era su manera de decirme que desistiera, que mis
esfuerzos para traerle otra vez a la vida eran inútiles.
A solas con el cadáver en aquella habitación, miré a sus ojos vidriosos y vi algo
que debía haber advertido antes: las pupilas de McCarty estaban fijas en posición de
dilatación completa, lo que significa muerte cerebral, y, obviamente, nunca
responderían a la luz de nuevo. Me aparté unos pasos de la desordenada carnicería de
aquella cama, y solamente entonces me di cuenta de que estaba totalmente empapado.
El sudor me corría por la cara y las manos, y mi corta bata blanca de estudiante de
medicina estaba empapada de la sangre oscura que había rezumado de la incisión del
tórax de McCarty. Lloraba con grandes y estremecedores sollozos. También me di
cuenta de que había estado gritando a McCarty pidiéndole que viviera, gritándole su
nombre en el oído izquierdo como si me pudiera oír, y llorando todo el tiempo con la
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frustración y pena de mi fracaso, y del suyo.
La puerta se abrió y Dave entró precipitadamente en la habitación. Con una
mirada captó toda la escena y la comprendió. Mis hombros se estremecían y mi llanto
era ya descontrolado. Bordeando la cama se dirigió a donde yo estaba y, entonces,
como si fuésemos actores de una vieja película de la Segunda Guerra Mundial, me
pasó el brazo por el hombro y me dijo muy suavemente: «Está bien, muchacho, está
bien. Has hecho todo lo que has podido». Hizo que me sentara en aquel lugar
salpicado por la muerte y comenzó paciente, tiernamente, a contarme todos los
procesos químicos y biológicos que habían hecho inevitable la muerte de McCarty.
Pero todo lo que puedo recordar de lo que dijo con aquella voz suave es: «Shep,
ahora ya sabes lo que es ser médico».
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La representación artística más conocida de la profesión médica es el famoso
cuadro de 1891 de Sir Luke Fildes titulado El doctor. La escena representa una simple
cabaña de pescador en la costa de Inglaterra, donde yace en calma una niña pequeña,
al parecer inconsciente, mientras se aproxima la muerte. Vemos a los afligidos padres
y al médico pensativo, unido en el dolor, velando a la cabecera de la cama, impotente
para aflojar el apretado abrazo de la muerte. Al preguntar al artista sobre su cuadro,
dijo: «Para mí, el tema será el más patético, quizás terrible, pero también el más
hermoso».
Sin embargo, es evidente que Fildes debía saber mejor lo que ocurría. Catorce
años antes había visto morir a su propio hijo de una de las enfermedades infecciosas
que se llevaban a tantos niños en aquellos años de finales del siglo XIX, poco antes de
los albores de la medicina moderna. No sabemos qué enfermedad mató a Philip
Fildes, pero seguro que no concedió un pacífico final a su joven vida. Si fue la
difteria, se ahogó virtualmente hasta morir; si fue la escarlatina, probablemente sufrió
delirios y fuertes accesos de fiebre; si fue la meningitis, sufriría convulsiones e
insoportables dolores de cabeza. Quizás la niña de El doctor había pasado por tales
agonías y estaba ya en la paz del coma terminal, pero lo que le sobreviniera durante
las horas anteriores a su «hermoso» tránsito tuvo que haber sido insoportable para la
pequeña y para sus padres. Rara vez nos entregamos suavemente a esa noche
definitiva.
Francisco de Goya, ocho décadas antes, había sido más honesto (quizá porque
vivió en un tiempo en el que la faz de la muerte estaba por doquier). En su cuadro El
Garrotillo, pintado en el estilo de la escuela realista española y durante un período de
gran realismo en la vida europea, vemos a un doctor sujetando firmemente, con una
mano en el cuello, la cabeza de un joven paciente mientras se prepara para meter los
dedos de la otra mano en la boca del muchacho con el fin de retirarle las membranas
diftéricas que, de no quitarlas, acabarán ahogándole. El nombre del cuadro, y el de la
enfermedad, revela toda la fuerza del modo directo de Goya, así como la familiaridad
diaria con la muerte de aquella época. Le llamó El Garrotillo[1], porque mataba a sus
víctimas estrangulándolas. Hace mucho que pasaron los días de tales confrontaciones
con la realidad de la muerte, por lo menos en Occidente.
Tras elegir la palabra «confrontaciones», por alguna razón psicológica oculta,
necesito hacer una pausa; debo considerar si yo también, después de casi cuarenta
años enfrentándome a casos como el de James McCarty, no caigo todavía de vez en
cuando en el estado de ánimo que prevalece en nuestro tiempo, que considera la
muerte como el reto final y quizás fundamental de la vida de todas las personas, una
batalla campal que hay que ganar. Según esta visión, la muerte es un torvo adversario
al que hemos de vencer, bien sea con el espectacular armamento de la moderna
biomedicina de alta tecnología, o con la aquiescencia consciente a su poder, una
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aquiescencia que evoca el sereno estilo para el que se ha inventado un término:
«muerte digna», que es la expresión del anhelo universal de nuestra sociedad por
conseguir un elegante triunfo sobre la rigurosa y a menudo repugnante conclusión de
los últimos aleteos de la vida.
Pero el hecho es que la muerte no es una confrontación. Es simplemente un
acontecimiento en la secuencia de ritmos de la naturaleza. No es la muerte, sino la
enfermedad, el verdadero enemigo; la enfermedad es la fuerza maligna que exige
confrontación. La muerte es el desenlace que se produce al perder la extenuante
batalla. Pero incluso en la confrontación con la enfermedad deberíamos ser
conscientes de que muchas de las enfermedades de nuestra especie son simples
vehículos para el inexorable viaje por el que todos y cada uno volvemos al mismo
estado de inexistencia física, y quizás espiritual, del que salimos al ser concebidos.
Todo triunfo sobre una patología principal, por clamorosa que sea la victoria, es sólo
un aplazamiento del inevitable final.
La ciencia médica ha conferido a la humanidad la bendición de separar los
procesos patológicos reversibles de los que no lo son, añadiendo constantemente
medios para inclinar la balanza en favor del mantenimiento de la vida. Pero la
biomedicina moderna ha contribuido también a la errónea ilusión que nos hace negar
la inevitabilidad de nuestra mortalidad individual. Aunque demasiados médicos de
laboratorio digan lo contrario, la medicina será siempre, como la denominaron los
antiguos griegos, un Arte. Uno de los requisitos más estrictos que el quehacer
artístico exige del médico es que se familiarice con los imprecisos límites existentes
entre tipos de tratamiento cuyo éxito puede calificarse de seguro, probable, posible o
irrazonable. Un médico cuidadoso debe recorrer a menudo esos territorios
inexplorados entre lo probable y todo lo que está al otro lado, con la sola guía de su
juicio enriquecido por las experiencias de la vida, para orientar un conocimiento que
hay que compartir con aquellos que están enfermos.
Cuando la vida de James McCarty llegó a su abrupto final, las consecuencias del
mal funcionamiento de su corazón eran inevitables. Aunque a principios de los años
cincuenta ya se conocía mucho sobre las cardiopatías, los tratamientos de que se
disponía eran escasos y, con demasiada frecuencia, inadecuados. Hoy, un paciente
con el problema específico de McCarty puede esperar abandonar el hospital no
solamente vivo, sino con un corazón tan mejorado que sume años a su vida. Tanto
han conseguido los médicos de laboratorio que cualquiera del aproximadamente 80
por ciento que sobrevive al primer ataque tiene buenas razones para considerar ese
ataque cardíaco como algo positivo en su vida, porque ha puesto de manifiesto un
trastorno que podría haberlo matado pronto de no haberlo descubierto cuando aún era
sustancialmente tratable.
En realidad, la balanza se ha inclinado tanto que la efectividad del tratamiento de
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la enfermedad cardíaca está casi siempre en el lado bueno de lo probable. Esto no
quiere decir que el corazón, antes en peligro, sea ahora inmortal. Aunque la gran
mayoría de los pacientes cardíacos sobreviven hoy a su primer episodio, cada año
muere más de medio millón de norteamericanos por algún tipo de enfermedad similar
a la de McCarty y se le diagnostica por primera vez a otros 4,5 millones. El 80 por
ciento de las personas que finalmente mueren por una enfermedad cardíaca son
víctimas de ella en esta forma concreta: la cardiopatía isquémica (también
denominada enfermedad arterial coronaria o enfermedad cardíaca coronaria), que es
la primera causa de muerte en las naciones industrializadas.
El corazón de James McCarty murió porque no recibía oxígeno suficiente; no
recibía oxígeno suficiente porque no tenía suficiente hemoglobina, una proteína
sanguínea cuya función es transportar el oxígeno; no tenía suficiente hemoglobina
porque no tenía sangre suficiente; no tenía sangre suficiente porque los vasos que
nutren el corazón, las arterias coronarias, estaban endurecidas y estrechadas por un
proceso denominado arteriosclerosis (literalmente, endurecimiento de las arterias). La
arteriosclerosis se debió a la combinación de su dieta sibarítica, el tabaco, una vida
sedentaria, la hipertensión y un cierto grado de predisposición hereditaria. Muy
probablemente, la llamada telefónica de su mimada hija tuvo el mismo efecto
inductor al espasmo en sus arterias coronarias gravemente estenosadas que en sus
puños airadamente apretados. Esta brusca compresión probablemente bastó para
romper o agrietar uno de los depósitos de arteriosclerosis, llamados placas, en el
revestimiento de una arteria coronaria principal. Al suceder esto, la placa suelta actuó
como un foco sobre el que se formó un nuevo coágulo sanguíneo, haciendo que la
obstrucción fuera completa e impidiendo la circulación del ya comprometido flujo.
Este parón final dio lugar a la llamada «isquemia», o falta de sangre, que dejó
bruscamente sin nutrir una parte lo suficientemente grande del músculo cardíaco de
McCarty, o miocardio, como para trastocar su ritmo normal y provocar el caótico
retorcimiento de la fibrilación ventricular.
Es muy posible que en realidad el músculo cardíaco de McCarty no muriera a
causa de la aguda falta de sangre. La isquemia puede desencadenar por sí misma la
fibrilación ventricular, especialmente en los corazones ya lesionados por ataques
previos. Lo mismo ocurre con los compuestos adrenalinoides que produce el
organismo en momentos de estrés. Cualquiera que fuese la causa, el sistema de
comunicación eléctrica del que dependían la regularidad y la coordinación del
corazón de James McCarty colapsó, y lo mismo sucedió con su vida.
Como muchos otros términos médicos, «isquemia» es una palabra con una
historia interesante y pintorescas asociaciones. Aparecerá una y otra vez en los relatos
de esta larga narración sobre la muerte por ser una fuerza impulsora tan omnipresente
—y tan insidiosa— en la extinción de las energías vitales. Aunque la falta de
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nutrición del corazón puede ofrecer el ejemplo más dramático de los peligros que
esconde, el proceso de cortar el aporte de oxígeno y nutrientes es el denominador
común de una amplia variedad de enfermedades mortales.
El concepto de isquemia, y la palabra misma, fueron introducidos a mediados del
siglo XIX por un pequeño, impetuoso y brillante pomeranio (la palabra, cuando se
aplica a los perros, evoca un exuberante manojo de nervios enormemente animoso y
peleón, características que parecen aplicarse igualmente al personaje al que nos
referimos) que empezó su polifacética carrera como una especie de enfant terrible de
la investigación, y que terminó sesenta años más tarde siendo conocido
universalmente con el título de «el Papa de la medicina alemana». Nadie ha
contribuido más a la comprensión de cómo la enfermedad destruye los órganos y
células humanas que Rudolf Virchow (1821-1902).
Virchow, profesor de patología de la Universidad de Berlín durante casi cincuenta
años, publicó más de dos mil libros y artículos, no solamente de medicina, sino
también sobre antropología y política alemana. Fue un miembro tan liberal del
Reichstag que, en una ocasión, el autocrático Otto von Bismark le desafió a un duelo.
Cuando le ofreció que eligiera las armas, Virchow hizo imposible el desafío al
ridiculizarlo insistiendo en que el duelo fuera con escalpelos.
Entre los muchos campos de interés de la investigación de Rudolf Virchow
estaban las diversas formas en que las enfermedades afectan a las arterias, las venas y
a los constituyentes sanguíneos que contienen. Dilucidó los principios de la embolia,
la trombosis y la leucemia, e inventó las palabras que las describen. Al buscar un
término para designar el mecanismo por el que se priva a las células y los tejidos de
su aporte sanguíneo, Virchow lo tomó (la palabra está elegida con conocimiento de
causa) del griego iscano —«retengo» o «extingo»— derivado de la raíz indoeuropea
segh, que se aplica a «sujetar», «sostener» o «detener». Combinándola con aima, o
«sangre», los griegos habían creado la palabra isquemos para referirse a la retención
del flujo de la sangre. Virchow eligió la palabra «isquemia» para designar las
consecuencias de la disminución o supresión completa del flujo sanguíneo en algunas
estructuras del cuerpo, ya sean tan pequeñas como una célula o tan grandes como una
pierna o una sección del músculo cardíaco.
«Disminuir» es, sin embargo, un término relativo. Cuando aumenta la actividad
de un órgano, sus requerimientos de oxígeno crecen, y lo mismo sucede con su
necesidad de sangre. Si las arterias estenosadas no pueden ensancharse para
acomodarse a esta necesidad, o si por alguna razón sufren un fuerte espasmo que
reduce aún más el flujo, las necesidades del órgano no se satisfacen y éste
rápidamente pasa a estar isquémico. En situaciones de dolor e ira, el corazón grita
avisando, y continúa haciéndolo hasta que sus gritos de aviso pidiendo más sangre
reciben respuesta, normalmente por una estratagema natural de la víctima, que,
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alarmada por la molestia que siente en el pecho, disminuye o interrumpe la actividad
que atormenta a su músculo cardíaco.
Un claro ejemplo de este proceso es la brusca sobrecarga del músculo de la
pantorrilla del atleta de fin de semana que vuelve a correr cada año cuando el tiempo
mejora en abril. La discrepancia entre la cantidad de sangre requerida por el músculo
desentrenado y la cantidad que es capaz de hacer fluir por sus desentrenadas arterias
puede dar lugar a isquemia. La pantorrilla no recibe suficiente oxígeno y grita en un
doloroso ataque avisando al atleta frustrado que pare sus ejercicios antes de que un
grupo de células musculares muera por falta de nutrición, proceso conocido como
infarto. El grito de dolor en la pantorrilla hiperejercitada se llama calambre. Cuando
éste tiene su origen en el músculo cardíaco usamos el término mucho más elegante de
angina pectoris. La angina pectoris no es nada más que un calambre del corazón. Si
dura demasiado, su víctima sufre un infarto de miocardio.
Angina pectoris es una expresión latina que se traduce literalmente como
«ahogamiento» u «obstrucción» (angina) «del pecho» (pectoris). Este término se lo
debemos a un filólogo médico, el destacado doctor inglés del siglo XVIII William
Heberden (1710-1801), al cual debemos también una de las mejores descripciones de
los síntomas asociados. En 1768, en una exposición de las diversas formas de dolor
torácico, escribía:
Hay un trastorno del pecho marcado por fuertes y peculiares síntomas, notable por la clase de peligro que entraña
y no extremadamente raro, que merece ser mencionado con más detenimiento. Su localización y la sensación de
ansiedad que le acompaña pueden hacer que se la denomine —y no inapropiadamente— angina pectoris. A
quienes lo padecen les ataca al caminar (especialmente si es cuesta arriba, o poco después de comer) con una
sensación dolorosa y extremadamente desagradable en el pecho, que parece como si fuera a extinguir la vida, si
aumentara o aun continuara; pero en cuanto se quedan quietos, todo ese desasosiego desaparece.
Los varones son los más propensos a esta enfermedad, especialmente los que tienen más de cincuenta años.
Después de seguir así un año, o más, los síntomas ya no cesarán tan espontáneamente al quedarse quietos; y no
sólo se manifestarán al andar sino también al estar echados, especialmente si yacen sobre el lado izquierdo,
obligándolos a levantarse de la cama. En algunos casos pertinaces, el dolor puede causarlo el simple movimiento
del caballo, o de un carruaje, o incluso el acto de tragar, toser, defecar, hablar o cualquier preocupación.
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que fueron quedándose sin vida.
Hace unos años conocí a un hombre que resucitó milagrosamente de una aparente
muerte cardíaca repentina. Irv Lipsiner es agente de bolsa, alto, ancho de espaldas y
ha sido un atleta entusiasta toda su vida. Aunque tenía que ponerse insulina por una
diabetes que padecía desde hacía años, la enfermedad no había dejado secuelas en su
buena y vigorosa salud, o eso es lo que parecía a primera vista. No obstante, tuvo un
ataque cardíaco a los cuarenta y siete años, que fue precisamente la edad a la que
murió su padre por la misma causa. Este episodio dejó su músculo cardíaco sólo con
una lesión mínima y continuó su vida activa sin restricciones.
Posteriormente, en la tarde de un sábado de 1985, cuando tenía cincuenta y ocho
años, Lipsiner estaba a punto de empezar su tercera hora de tenis en las pistas
cubiertas de Yale cuando se marcharon dos de sus compañeros, por lo que tuvieron
que cambiar el juego de dobles a individuales. El partido estaba empezando cuando,
de improviso y sin ningún dolor premonitorio, Lipsiner cayó inconsciente al suelo.
Dos médicos que, por suerte, jugaban en una pista contigua, corrieron en su ayuda y
le encontraron con los ojos vidriosos, insensible y sin respiración. Su corazón no
latía. Suponiendo, correctamente, que estaba en fibrilación ventricular empezaron
inmediatamente la resucitación cardiopulmonar, continuándola durante un tiempo que
les pareció interminable hasta que llegó la ambulancia. Para entonces Lipsiner había
empezado a responder, e incluso su corazón volvió a latir de forma regular y
espontánea en cuanto le intubaron y le colocaron en la ambulancia. Pronto estaba
completamente despierto en la sala de urgencias del hospital de Yale-New Haven,
preguntándose «a qué venía todo este jaleo».
A las dos semanas, Lipsiner abandonó el hospital totalmente recuperado de su
episodio de fibrilación ventricular. Volví a verle unos años más tarde, en el rancho de
caballos donde vive. Cada día se toma algún tiempo libre del trabajo para montar a
caballo o jugar al tenis, por lo general individuales. Esta es su descripción de lo que
se siente al caer muerto en una pista de tenis:
La única cosa que puedo recordar es simplemente… no un dolor, sino sólo el desmayo. Entonces las luces se
apagaron, como si estuvieras en un cuartito y dieras al interruptor. Lo único diferente es que todo ocurría a cámara
lenta. Es decir, no sucedió así (y chascó los dedos) sino más bien así (y comenzó a describir un círculo con la
mano, como un aeroplano que girase suavemente hasta descender a tierra), gradualmente y casi en espiral, como
(dudó un momento y entonces frunció los labios y sopló cada vez más suavemente) esto. El cambio de la luz a la
oscuridad fue muy evidente, pero la velocidad con la que sucedió fue… eso, gradual. Sabía que había colapsado.
Me sentía como si alguien me quitara la vida. Me sentía como… —ahora recuerdo una escena—… tenía un perro
que fue atropellado por un coche y cuando lo miré en el suelo —ya estaba muerto— tenía el mismo aspecto que
antes, sólo que encogido por todas partes. Así es como me sentí. Me sentí como (hizo un sonido como el aire que
sale de un globo) ¡pfff!
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la sangre estancada en el cerebro, éste comenzó a fallar —la vista y la conciencia se
apagaron, más como si se girase gradualmente un conmutador que como si se
apretara rápidamente un botón. Esta fue la espiral a cámara lenta que llevó a Lipsiner
a la inconsciencia, y casi a la muerte. La respiración boca a boca y el masaje cardíaco
de la resucitación cardiopulmonar hicieron que el aire entrara en los pulmones y
llevaron sangre a los órganos vitales hasta que el corazón decidió, por sus propias
razones, retomar sus responsabilidades. Como la mayoría de las muertes cardíacas de
personas no hospitalizadas, el episodio de Irv Lipsiner fue debido a una fibrilación
ventricular.
Lipsiner no sintió el dolor isquémico. La causa probable de su fibrilación fue una
estimulación química transitoria de una zona de su músculo cardíaco que quedó
hipersensible tras el ataque de 1974. En cuanto a la razón de por qué ocurrió la
fibrilación precisamente cuando lo hizo, no hay manera de estar seguro; pero es muy
posible que tuviera alguna relación con el estrés causado por un exceso de tenis
aquella tarde de sábado. Éste pudo haber originado el paso a la circulación de una
cantidad excesiva de adrenalina, lo cual habría provocado, a su vez, que la arteria
coronaria sufriera un espasmo y se disparara el ritmo irregular. Por otra parte, los
caprichos ocasionales de la enfermedad cardíaca isquémica son tales que a Lipsiner
no le quedó esta vez ninguna lesión en el corazón, aunque nunca ha vuelto a jugar
más de dos horas seguidas al tenis.
El hecho de que Lipsiner no experimentara calambres en el corazón antes de
empezar a fibrilar hace que este caso concreto de ataque cardíaco sea algo inusual. La
mayoría de las personas que mueren súbitamente probablemente sienten dolor
isquémico del modo característico. Como su equivalente de la pantorrilla, el
comienzo del dolor cardíaco isquémico es repentino y agudo. Los que lo han sufrido
lo describen casi siempre como un dolor constrictivo. Algunas veces se manifiesta
como una presión aplastante, como un peso intolerable que oprime con fuerza la parte
frontal del tórax, irradiándose hacia abajo por el brazo izquierdo y hacia arriba por el
cuello y la mandíbula. La sensación es aterradora aun para aquellos que la han
experimentado a menudo, porque cada vez que vuelve a ocurrir va acompañada de la
conciencia (¡y qué conciencia tan real!) de la posibilidad de una muerte inminente. El
que la sufre suele presentar sudor frío, siente náuseas o incluso vomita. A menudo le
falta el aire. Si la isquemia no desaparece en unos diez minutos, el déficit de oxígeno
puede llegar a ser irreversible, y entonces algunos de los músculos cardíacos que
sufren esa falta morirán, llamándose a este proceso infarto de miocardio. Si esto
sucede, o si la falta de oxígeno es suficiente para afectar al sistema de conducción del
corazón, un 20 por ciento de los afectados perecerá en los dolores de este episodio
antes de llegar a una sala de urgencias. Esta cifra se reduce al menos a la mitad si es
posible el transporte al hospital dentro del período que los cardiólogos llaman «la
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hora dorada».
En último término, alrededor del 50 al 60 por ciento de quienes padecen una
enfermedad isquémica del corazón morirán en la hora siguiente a uno de sus ataques,
ya sea el primero o uno posterior. Dado que un millón y medio de norteamericanos
sufren cada año un infarto de miocardio (el 70 por ciento de los cuales se producen en
el hogar), no es difícil comprender por qué la enfermedad cardíaca coronaria es el
mayor asesino de América, como lo es en todos los países industrializados del
mundo. Casi todos los que sobreviven a un infarto se verán finalmente afectados por
el gradual debilitamiento de la capacidad del corazón para bombear.
Teniendo en cuenta todas las causas naturales, aproximadamente de un 20 a un 25
por ciento de los norteamericanos mueren de repente, definiendo esta muerte como la
que se produce de forma inesperada a las pocas horas del comienzo de los síntomas
en personas ni hospitalizadas ni confinadas en el hogar. Y de estas muertes, de un 80
a un 90 por ciento son de origen cardíaco, mientras que el resto generalmente se
deben a enfermedades pulmonares, del sistema nervioso central o de la aorta, vaso al
que el ventrículo izquierdo bombea la sangre. Cuando la muerte no es solamente
repentina, sino instantánea, muy pocas veces no se debe a la enfermedad cardíaca
isquémica.
A las víctimas de la enfermedad cardíaca isquémica les traiciona su modo de
comer, el tabaco y la poca atención que prestan a los criterios más elementales de
cuidado, como son el ejercicio y el mantenimiento de una presión sanguínea normal.
Algunas veces es sólo la herencia lo que les delata, en la forma de una historia
familiar o una diabetes; otras, es esa impetuosidad y agresividad que los cardiólogos
de hoy llaman personalidad de tipo A. En cierto sentido, la persona cuyo músculo
cardíaco sufrirá la tortura de la angina es como ese niño excesivamente ambicioso
que levanta la mano con agresiva decisión cuando el maestro busca un voluntario:
«¡Yo, yo lo puedo hacer mejor que nadie!». Es fácil de identificar y la muerte le
escogerá. La isquemia cardíaca rara vez elige al azar.
Mucho antes de que conociéramos los peligros latentes del colesterol, el tabaco,
la diabetes y la hipertensión, el mundo médico empezaba a identificar características
específicas en las personas que parecían destinadas a la muerte cardíaca. William
Osler, autor del primer gran manual de medicina americano en 1892, podía estar
describiendo a James McCarty cuando escribió: «No es la delicada persona neurótica
la que es propensa a la angina, sino el robusto, el vigoroso de cuerpo y espíritu, el
hombre vehemente y ambicioso, el que siempre lleva el indicador de la máquina "a
toda velocidad". Por sus velocímetros los conoceréis».
A pesar de todos los adelantos médicos, todavía hay mucha gente que muere de su
primer ataque cardíaco. Como el afortunado Lipsiner, la mayoría no sufre en realidad
la muerte del músculo cardíaco, sino que es víctima de una perturbación repentina del
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ritmo cardíaco por efecto de la isquemia (o algunas veces de cambios químicos
locales) sobre un sistema de conducción eléctrica ya sensibilizado por alguna lesión
previa, conocida o no. Pero actualmente la manera normal de sucumbir a la
enfermedad cardíaca isquémica no es la de Lipsiner ni la de McCarty. El declive
suele ser gradual, con muchos avisos y muchos tratamientos con éxito antes de la
convocatoria final. La destrucción del músculo cardíaco se produce poco a poco,
durante un período de meses, o años, hasta que la bomba, asediada y debilitada,
simplemente falla. Entonces se rinde, por falta de fuerza o porque el sistema de
mando que controla su coordinación eléctrica no puede recuperarse de otra infracción
de su autoridad. Los médicos de laboratorio, que están convencidos de que la
medicina es una ciencia, han alcanzado tales logros que los médicos de cabecera, que
saben que la medicina es un arte, pueden a menudo, con la experta elección en cada
momento del arsenal del que hoy disponen, conceder a las víctimas de la enfermedad
cardíaca largos períodos de mejoría y de salud estable.
Queda sin embargo el hecho de que, cada día, 1500 norteamericanos mueren de
isquemia cardíaca, haya sido su curso repentino o gradual. Aunque las medidas
preventivas y los métodos modernos de tratamiento han ido reduciendo la cifra de
forma sostenida desde mediados de los sesenta, ningún cambio en la curva puede
alterar las perspectivas para la inmensa mayoría de aquellos a quienes se les ha
diagnosticado hoy o se les diagnosticará en la próxima década. Esta implacable
enfermedad, como tantas otras causas de muerte, constituye un continuo progresivo
cuya función última en la ecología de nuestro planeta es la extinción de la vida
humana.
Para aclarar la secuencia de hechos que conducen a la pérdida gradual de la
capacidad del corazón para bombear eficazmente, es necesario recordar primero
algunas de las sorprendentes cualidades que lo capacitan, cuando está sano, para
cumplir su misión con una precisión tan extraordinaria. Este será el objeto de las
primeras páginas del capítulo siguiente.
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II
El corazón… y cómo falla
El corazón está constituido casi enteramente por un músculo, llamado miocardio, que
envuelve un gran espacio central subdividido en cuatro cámaras. Una pared vertical
de delante a atrás, llamada septo, separa el amplio espacio en la porción derecha e
izquierda, y una lámina transversa, perpendicular al septo, divide cada una de esas
porciones en las partes superior e inferior, formando cuatro en total. Dado que tienen
cierto grado de independencia unas de otras, las porciones situadas a cada lado de la
vertical del septo se denominan, a menudo, corazón derecho y corazón izquierdo. A
cada lado, la lámina transversa que separa la parte superior de la inferior está
perforada por una abertura central dotada de una válvula de un solo sentido que
permite que la sangre pase fácilmente de la cámara superior (llamada aurícula) a la
inferior (llamada ventrículo). En un corazón sano, las válvulas cierran firmemente
cuando el ventrículo se llena, para impedir la regurgitación de la sangre hacia la
aurícula. Las aurículas son, sobre todo, cámaras receptoras, y los ventrículos cámaras
de bombeo. Por consiguiente, la parte del músculo cardíaco que rodea la porción
superior del corazón no tiene que ser tan gruesa como la de los más poderosos
ventrículos situados debajo.
En cierto modo, pues, no tenemos un corazón sino dos, unidos entre sí por el
septo; cada uno tiene su cámara receptora superior y su cámara de bombeo inferior.
Los dos corazones realizan trabajos muy diferentes: la función del corazón derecho es
recibir la sangre «usada», la que vuelve de los tejidos, y conducirla por una corta
distancia a los pulmones, donde se renovará aireándose con oxígeno; el corazón
izquierdo, por su parte, recibe la sangre rica en oxígeno que vuelve de los pulmones y
la bombea con fuerza hacia el resto del cuerpo. Reconociendo esta división del
trabajo, los médicos, desde hace siglos, han distinguido las dos vías de la sangre,
denominándolas circulación menor y mayor.
El ciclo completo empieza con las dos grandes venas, que reciben la sangre
oscura, pobre en oxígeno, de las partes superior e inferior del cuerpo; la amplitud,
origen y posición relativa de estos dos anchos vasos azules está reflejada en los
nombres que los médicos griegos les dieron hace más de 2500 años: vena cava
superior e inferior. Las dos cavas vacían su sangre en la aurícula derecha, de donde
desciende a través de la apertura valvular (la válvula auriculoventricular o tricúspide)
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al ventrículo derecho, el cual la impulsa bombeándola con una presión igual al peso
de una columna de mercurio de aproximadamente treinta y cinco milímetros de
altura, hacia un gran vaso llamado arteria pulmonar (del griego pulmone), el cual
pronto se subdivide en dos conductos que, separándose, alcanzan a cada pulmón. La
sangre, revitalizada en los pulmones por el oxígeno que se filtra por los
microscópicos alveolos (del latín alveoli: «pequeños compartimentos o cuencas»), y
ahora convertida en sangre roja brillante, completa la circulación menor volviendo
por las venas pulmonares a la aurícula izquierda, para ser dirigida hacia el ventrículo
y, de allí, impelida a todo el cuerpo, hasta la más remota célula viva del dedo gordo
del pie.
Como para generar una contracción tan fuerte se necesita aproximadamente una
presión de 120 milímetros de mercurio, el músculo del ventrículo izquierdo tiene más
de 13 mm de espesor: es la pared más ancha y fuerte de las cuatro cámaras. Esta
vigorosa bomba que envía con cada contracción 70 mililitros de sangre, hace circular
unos 7 millones de mililitros cada día, en 100.000 rítmicos y poderosos latidos. El
mecanismo de un corazón vivo es una obra maestra de la naturaleza.
Esta complicada serie de operaciones requiere una coordinación meticulosa,
realizada por mensajes que se envían a lo largo de fibras microscópicas que tienen su
origen en un pequeño tejido con forma de elipse junto a la parte superior de la
aurícula derecha, en su pared posterior, muy cerca de la entrada de la vena cava
superior. Es justo aquí, el punto en que la cava se vacía en la aurícula, donde la
sangre comienza su recorrido de circunvalación por el corazón y los pulmones, y no
podría haber un punto más apropiado para colocar la fuente del estímulo que hace
funcionar todo. Esta pequeña porción de tejido, llamada nódulo senoauricular (o SA),
es un marcapasos que rige los latidos coordinados del corazón. Un haz de fibras
conduce los mensajes del nodo a un relé situado entre las aurículas y los ventrículos
(de ahí que se llame nodo auriculoventricular o AV), y desde allí se transmiten a los
músculos de los ventrículos a través de una red arborescente de fibras llamada
fascículo de His, en honor a su descubridor, un anatomista suizo del siglo XIX que
pasó la mayor parte de su carrera en la Universidad de Leipzig.
El nodo SA es el generador personal interno del corazón; los nervios procedentes
del exterior pueden afectar a la frecuencia de los latidos, pero lo que determina la
maravillosa regularidad de su infatigable ritmo es la conducción de la electricidad
desde el nodo SA. Los sabios de las antiguas civilizaciones, atónitos siempre que
veían la orgullosa independencia del corazón al descubierto de un animal,
proclamaron que este sobrenatural mecanismo de carne intrépidamente autónoma
debía ser la morada del alma.
La sangre está solo de paso en las cámaras del corazón; no se detiene para nutrir
este músculo, cuyos latidos sincopados la impulsan en su recorrido por el sistema
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circulatorio. La alimentación que permite al músculo cardíaco, o miocardio, realizar
su arduo trabajo la proporciona un grupo de vasos distintos, que se llaman coronarias
porque se originan en arterias que rodean el corazón como una corona. Las
ramificaciones de la coronaria principal descienden hacia la punta del corazón,
dividiéndose en ramitas que llevan sangre roja y brillante, rica en oxígeno, al rítmico
miocardio. Con buena salud, estas arterias coronarias son las amigas del corazón; si
están enfermas, le traicionan cuando más las necesita.
Con tanta frecuencia traicionan las arterias coronarias al corazón cuyo músculo
deben abastecer, que son la causa de al menos la mitad de todas las muertes en los
Estados Unidos. Estos vasos tan volubles son más amables con el sexo débil que con
los que suelen ir a cazar y a pescar. No sólo el infarto es menos frecuente en las
mujeres, sino que también tiende a producirse a una edad más avanzada. La edad
media del primer infarto en las mujeres es hacia los sesenta y cinco años, mientras
que los hombres son más propensos a sufrir esta terrible experiencia diez años antes.
Aunque para esa edad las arterias coronarias han alcanzado el grado de
estrechamiento suficiente para amenazar la viabilidad del músculo cardíaco, el
proceso comienza cuando sus víctimas son mucho más jóvenes. Un estudio muy
citado sobre soldados muertos en la guerra de Corea reveló que aproximadamente las
tres cuartas partes de estos jóvenes ya tenían cierta arteriosclerosis en sus vasos
coronarios. En distintos grados, se puede encontrar arteriesclerosis prácticamente en
cada norteamericano adulto, proceso que se inicia en la adolescencia y se incrementa
con la edad.
La sustancia responsable de la obstrucción toma la forma de depósitos de un
blanco amarillento, llamados placas, que se adhieren a la pared interna de la arteria y
sobresalen hacia su canal central. Las placas están constituidas por células y tejido
conectivo, con un núcleo central compuesto de detritos y una variedad común de
material graso o lípidos (del griego lipos: «grasa» o «aceite»). Dado que la mayor
parte de esta placa está compuesta de lípidos, se la llama ateroma (del griego athere,
que significa «gachas» o «papilla», y oma, que significa «crecimiento» o «tumor»).
Al ser el proceso de formación del ateroma la causa más común de la arteriosclerosis,
se le denomina aterosclerosis o endurecimiento del ateroma.
A medida que el ateroma avanza, empieza a agrandarse y tiende a unirse con las
placas vecinas, al tiempo que absorbe calcio del flujo sanguíneo. El resultado es la
acumulación gradual de una extensa masa de ateroma endurecido que reviste la pared
del vaso durante un trayecto considerable, haciéndolo cada vez más arenoso, rígido y
estrecho. A veces se compara una arteria aterosclerótica con una vieja tubería muy
usada y mal conservada, cuyo interior está recubierto de gruesos depósitos de óxido y
sedimentos.
Incluso antes de que se supiera que la causa de la angina de pecho y de infarto era
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el estrechamiento de las arterias coronarias, algunos médicos empezaron a hacer
observaciones sobre los corazones de las personas que morían por este proceso.
Edward Jenner, que introdujo la vacuna de la viruela en 1798, fue un inveterado
estudioso de la enfermedad y siempre que podía seguía a la mesa de autopsia a sus
pacientes fallecidos —en aquellos tiempos los médicos realizaban sus propias
autopsias. Como resultado de sus disecciones, Jenner comenzó a sospechar que el
estrechamiento de las arterias coronarias que descubría en los cadáveres estaba
directamente relacionado con los síntomas anginosos que había observado en los
pacientes durante su vida. En una carta a un colega, describía una experiencia
reciente al diseccionar un corazón durante una autopsia:
Mi bisturí se topó con algo tan duro y arenoso como para mellarse. Recuerdo bien que miré al techo, que estaba
viejo y descascarillado, y pensé que podría haberse caído algo de yeso. Pero tras un análisis posterior apareció la
verdadera causa: las coronarias se habían convertido en canales óseos.
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enfermedad isquémica cardíaca y del infarto. Con la invención del
electrocardiograma, en 1903, los médicos pudieron registrar los mensajes
transportados por el sistema de conducción de fibras cardíacas y pronto aprendieron a
interpretar los registros que producen los cambios eléctricos cuando el músculo
cardíaco está dañado por un descenso del aporte sanguíneo. Al poco tiempo se
descubrieron otras técnicas diagnósticas, incluyendo el hecho de que el miocardio
lesionado libera ciertas sustancias químicas o enzimas cuya presencia identificable en
la sangre ayuda en la detección del infarto. Un infarto afecta a la parte de pared del
músculo cardíaco que depende de la coronaria ocluida en ese caso, superficie que la
mayoría de las veces ocupa de cinco a ocho centímetros cuadrados. La culpable real
es, casi la mitad de las veces, la descendente anterior de la coronaria izquierda, un
vaso que desciende por la superficie anterior del corazón izquierdo hasta la punta,
estrechándose a medida que va ramificándose en subdivisiones que penetran en el
miocardio. La frecuencia con que está implicada esta arteria significa que
aproximadamente la mitad de los infartos afectan a la pared anterior del ventrículo
izquierdo. Su pared posterior es alimentada por la coronaria derecha, responsable del
30 al 40 por ciento de las oclusiones; la pared lateral depende de la circunfleja
izquierda, responsable del 15 al 20 por ciento.
El ventrículo izquierdo, la parte más potente de la bomba cardíaca y la fuente de
la fuerza muscular que nutre todos los órganos y tejidos del cuerpo, se lesiona en
prácticamente todos los ataques al corazón; cada cigarro, cada paquete de
mantequilla, cada trozo de carne y cada aumento de la hipertensión hacen que las
coronarias endurezcan su resistencia al flujo sanguíneo.
Cuando una coronaria completa de repente el proceso de oclusión, se produce un
período de privación aguda de oxígeno. Si la falta de oxígeno es de tal duración y
gravedad que las células musculares cardíacas, privadas bruscamente de sangre, no se
pueden recuperar, al dolor de la angina le sucede el infarto: el tejido muscular
afectado pasa de la extrema palidez de la isquemia a la muerte segura. Si el área
muerta es pequeña, y no ha matado al paciente causándole fibrilación ventricular o
alguna anomalía del ritmo igualmente grave, el músculo afectado, ahora blando e
hinchado, será capaz de mantenerse débilmente mientras le sustituye, por el proceso
gradual de curación, un tejido cicatricial. Este tipo de tejido es incapaz de participar
en el esfuerzo de bombeo del resto del miocardio. Cada vez que una persona se
recupera de un ataque cardíaco, de la gravedad que sea, ha perdido algo más de
músculo y se incrementa el área cicatricial, con lo que la potencia de su ventrículo va
disminuyendo poco a poco.
A medida que avanza la aterosclerosis, el ventrículo puede debilitarse
gradualmente, incluso cuando no hay un claro ataque cardíaco. Las oclusiones de las
pequeñas ramas de los principales vasos coronarios pueden pasar desapercibidas,
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pero siguen disminuyendo la fuerza de la contracción cardíaca. Finalmente, el
corazón comienza a fallar. Es la insuficiencia cardíaca crónica —y no el final súbito
de los James McCartys— la que se lleva aproximadamente al 40 por ciento de las
víctimas de enfermedad cardíaca coronaria.
Las diferentes combinaciones de circunstancias favorecedoras y de daño tisular
determinan el tipo y grado de peligro en el que cada corazón se halla en un momento
determinado de su declive. En ese momento puede predominar uno u otro factor:
unas veces será la susceptibilidad al espasmo o a la trombosis de las arterias
coronarias parcialmente ocluidas; otras será el músculo cardíaco enfermo, cuyo
dañado sistema de comunicación esté tan confuso y sobreexcitable que fibrile al
mínimo estímulo; otras será el mismo sistema de comunicación, que se hace renuente
y perezoso para transmitir las señales, de modo que vacila, funciona cada vez con
más lentitud o incluso permite al corazón pararse del todo; otras veces será un
ventrículo demasiado lleno de cicatrices y debilitado como para propulsar una parte
suficiente de la sangre que le ha llegado de la aurícula.
Cuando se suma el 20 por ciento de pacientes cardíacos que mueren de un primer
ataque al corazón, tipo McCarty, a los que mueren de repente después de semanas o
años de empeoramiento de su enfermedad, la cifra total de muerte súbita asciende al
50-60 por ciento de los enfermos de cardiopatía isquémica. El resto muere lentamente
y con graves molestias de una de las variantes que se denominan insuficiencia
cardíaca crónica congestiva. Aunque (o quizás porque) la tasa de muerte por ataque
cardíaco ha disminuido aproximadamente en un 30 por ciento en las últimas dos o
tres décadas, la mortalidad debida a insuficiencia cardíaca congestiva ha aumentado
en un tercio.
La insuficiencia cardíaca congestiva es el resultado directo de la incapacidad del
miocardio, plagado de cicatrices y debilitado, de contraerse con fuerza suficiente
como para empujar con cada latido el volumen de sangre necesario. Cuando la sangre
que ya ha entrado al corazón no puede ser impulsada eficazmente a la circulación
mayor y la menor, parte retrocede a las venas que la han traído, originando una
presión retrógrada en los pulmones y demás órganos de los que viene. El resultado de
esta congestión es que una parte del fluido sanguíneo se filtra por los pequeños vasos,
dando como resultado la hinchazón o edema de los tejidos. Así, estructuras como el
riñón y el hígado no pueden funcionar eficazmente, empeorándose aún más la
situación porque la debilitada bomba ventricular izquierda impulsa menos sangre
recién oxigenada de la que recibe, lo que reduce incluso la nutrición de los tejidos ya
inflamados. De este modo, la disminución general de la circulación se acompaña de
un descenso en el flujo de sangre que riega los tejidos.
La presión retrógrada de la inadecuada propulsión de la sangre hace que las
cámaras cardíacas se hinchen y permanezcan dilatadas. El músculo ventricular se
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hace cada vez más grueso en un intento de compensar su propia debilidad. De este
modo, el corazón se agranda y parece más fuerte, pero ya no es más que vana
fanfarronería. Bufando y resoplando, aumenta la frecuencia de su latido tratando de
impulsar más sangre. Pronto se encuentra en el apuro, cada vez mayor, de tener que
correr más, como Alicia en el País de las Maravillas, sólo para mantenerse. Los
esfuerzos del corazón hinchado y grueso requieren más oxígeno del que las
estrechadas arterias coronarias pueden aportar, con lo que puede agravarse la lesión
de este miocardio vacilante, o aparecer, quizás, nuevas anomalías del ritmo. Algunas
de estas anomalías son letales —la fibrilación ventricular y alteraciones similares del
ritmo matan a casi la mitad de los pacientes con insuficiencia cardíaca. De esta
forma, independientemente de su ampulosa jactancia, el estado del corazón lesionado
continúa empeorando, en una especie de círculo vicioso que trata de disfrazar sus
propias incapacidades esforzándose por compensarlas. Como ha escrito un colega
cardiólogo: «La insuficiencia cardíaca produce insuficiencia cardíaca». El propietario
de ese corazón está comenzando a morir.
Con el menor esfuerzo, al atormentado paciente empieza a faltarle el aire, puesto
que ni el corazón ni los pulmones pueden responder cuando se les pide más esfuerzo.
Algunos enfermos tienen dificultad para estar tumbados más de un corto período de
tiempo, porque necesitan la ayuda de la gravedad y la posición vertical para drenar el
exceso de líquido de los pulmones. He conocido a muchos pacientes a los que les era
imposible dormir a menos que tuvieran la cabeza y los hombros levantados con varias
almohadas e, incluso así, sufrían paroxismos de angustiosos ahogos durante la noche.
Los pacientes con insuficiencia cardíaca padecen también fatiga crónica y apatía,
debidas a la combinación del esfuerzo añadido para respirar y la pobre nutrición de
los tejidos que origina el bajo gasto (rendimiento) cardíaco.
El aumento de la presión transmitida retrógradamente desde las venas cavas hacia
las venas sistémicas origina la hinchazón de pies y tobillos, pero cuando los pacientes
permanecen en cama, la gravedad fuerza a los líquidos a estancarse en los tejidos de
la parte baja de la espalda y de los muslos. Aunque raro hoy día, no era infrecuente en
mis años de estudiante encontrar a un enfermo sentado en la cama, con el abdomen y
las piernas hinchados por el líquido, con los hombros convulsos y boqueando
mientras pugnaba por respirar como si fuera su última oportunidad de salvar la vida.
En la boca completamente abierta de estos combatientes de batallas perdidas contra la
muerte inminente, se podía observar, por lo general, el color azul de unos labios y
lengua desoxigenados, totalmente resecos, aunque los pacientes, moribundos, se
estaban ahogando. Los médicos temían hacer cualquier cosa que pudiera empeorar la
ya de por sí intolerable ansiedad de un hombre que, con los ojos desorbitados, se ve
sumergido en sus propios tejidos encharcados, escuchando sólo el horrible resuello y
gorgoteo de su propia agonía de muerte. En aquellos días, poco más podíamos ofrecer
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al enfermo terminal que la sedación, con el pleno conocimiento de que, felizmente, el
más mínimo alivio le acercaba al final.
Aunque ahora son menos frecuentes, tales escenas aún se producen algunas veces.
Un profesor de cardiología me escribió hace poco las siguientes líneas: «Hay muchos
pacientes con insuficiencia cardíaca congestiva terminal, incurable, cuyas últimas
horas —o días— de vida son penosas, e incluso insoportables, a causa del ahogo,
mientras que los médicos sólo pueden observar, impotentes, y usar morfina para
sedarlos. No es un final agradable». No sólo el corazón, sino los grandes daños
infligidos por los tejidos encharcados y anémicos tienen muchas otras formas de
matar. Puede ocurrir que sean los propios órganos afectados los que fallen. Cuando
los ríñones o el hígado dejan de funcionar, cesa también la vida. El fallo renal, o
uremia, provoca el final de algunos pacientes cardíacos, y lo mismo ocurre en
ocasiones con la insuficiencia de la función hepática, frecuentemente anunciada por
la aparición de ictericia.
El corazón no sólo se engaña a sí mismo con su hiperactividad, sino que puede
engañar también a los órganos que podrían ayudarle a salir de sus problemas. El riñón
debería ser capaz de filtrar de la sangre una cantidad extra de sal y agua suficientes
como para disminuir la carga cardíaca, pero la insuficiencia congestiva origina justo
lo contrario. Dado que el riñón advierte, correctamente, que está recibiendo menos
sangre de lo normal, lo compensa produciendo hormonas que en realidad causan la
reabsorción de la sal y el agua ya filtradas, de modo que vuelven a la circulación. El
resultado es que aumenta el líquido corporal total en lugar de disminuir, agravando
así los problemas de un corazón sobresaturado de trabajo. De esta forma, el corazón
en insuficiencia tiende una trampa al riñón y a sí mismo a la vez; el mismo órgano
que intenta ayudarle se convierte inadvertidamente en su enemigo.
Unos pulmones cargados y encharcados con una circulación retardada son el
campo ideal para la nidación de bacterias y para que la inflamación se extienda,
motivo por el que tantos pacientes cardíacos mueren de neumonía. Pero esos
pulmones cargados y encharcados no necesitan la ayuda de las bacterias para tener un
efecto mortal. El repentino empeoramiento de su estado, llamado edema agudo de
pulmón, es frecuentemente el último acto para los pacientes con enfermedad cardíaca
de larga duración. Ya sea debido a una nueva lesión cardíaca o a una sobrecarga por
un ejercicio o emoción inesperados, o quizás sólo por un poco más de sal en la
comida (conozco a un hombre que murió de algo que podría llamarse insuficiencia
cardíaca aguda ocasionada por el pastrami), el excesivo volumen de líquido estanca e
inunda los pulmones. En seguida se siente la falta de aire, comienza el gorgoteo, la
respiración entrecortada y, finalmente, la oxigenación pobre de la sangre causa la
muerte cerebral o fibrilación ventricular o bien otras alteraciones del ritmo de las que
no hay retorno. En todo el mundo y en este mismo instante hay personas que están
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muriendo así.
El trance final de algunas de ellas se resume en la historia personal de otro
hombre cuya muerte presencié. En el marco de referencia de la enfermedad cardíaca
crónica, Horace Giddens podría ser cualquiera. Los detalles de su enfermedad
representan gráficamente una de las pautas más frecuentes del inexorable declive de
la isquemia cardíaca. Giddens era un próspero banquero de cuarenta y cinco años que
vivía en una pequeña ciudad sureña cuando su camino se cruzó con el mío a finales
de los ochenta. Acababa de volver de una larga estancia en el hospital Johns Hopkins
de Baltimore, a donde su médico, desesperado, le había enviado con la esperanza de
que se pudiera retardar o por lo menos aliviar el alarmante avance de su angina y de
su insuficiencia cardíaca; hasta ese momento todos los tratamientos conocidos habían
fallado. Atrapado en un matrimonio lleno de peleas, Giddens había hecho el difícil
viaje a Baltimore tanto para separarse de la enervante hostilidad de su mujer, Regina,
como para buscar algún alivio para su corazón. Pero era demasiado tarde, su
enfermedad estaba tan avanzada que ninguna terapéutica disponible podía ayudarle.
Después de todas las pruebas y consultas, los médicos del Hopkins le dijeron, con
tanta delicadeza como pudieron, que ni siquiera ellos le podían ayudar, que no era
candidato para ningún tratamiento que no fuera una medicación paliativa. Para
Horace Giddens no había angioplastia, ni by-pass, ni trasplante. La noche que volvió
de Baltimore, afrontando valientemente la certeza de que moriría, el azar quiso que
yo estuviera en casa de los Giddens haciendo una visita de cortesía.
Aunque se sabía que Giddens volvía a casa, su insensible mujer parecía no saber,
ni querer saber, la hora exacta de su llegada. Cuando entró, yo estaba sentado
tranquilamente en una butaca, escuchando la conversación familiar, pero sin
participar en ella. Aquella entrada fue un momento difícil de presenciar. Giddens, alto
y flaco, penetró en el salón arrastrando los pies, con una mueca por la falta de aire,
sus estrechos hombros sostenidos firmemente por el abrazo acogedor de la devota
sirvienta de la familia. Por una gran foto que había sobre el piano se veía que en otro
tiempo había sido un hombre robusto y bien parecido, aunque ahora su rostro
grisáceo estaba contraído y agotado. Caminaba rígidamente, como si realizara un
esfuerzo enorme, y con mucho cuidado, como si temiera perder su equilibrio;
tuvieron que ayudarle a sentarse en el sillón.
Yo conocía la historia de la angina de Giddens, y también sabía que ya había
sufrido varios infartos de miocardio graves. Viendo la leve convulsión de sus
hombros a cada respiración paroxística, intenté imaginarme el estado de su corazón y
reunir mentalmente los distintos elementos que habían influido en su insuficiencia.
Después de casi cuarenta años como médico, me planteo frecuentemente esta clase de
conjeturas cuando me encuentro ante un enfermo fuera de mi vida profesional. Es un
ejercicio automático, una prueba que me hago a mí mismo y, a su manera, una
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especie de empatía. Lo hago siempre, y casi sin pensar. Estoy seguro de que mis
colegas hacen lo mismo.
Lo que veía detrás del esternón de Horace Giddens era un corazón agrandado,
fláccido, incapaz ya de latir con nada parecido a una vigorosa energía. Más de ocho
centímetros de su pared muscular habían sido reemplazadas por una cicatriz
blanquecina, y otras áreas más pequeñas también estaban llenas de pequeñas
cicatrices. Cada pocos latidos se producía una contracción espasmódica irregular que
se originaba en uno u otro foco rebelde del ventrículo izquierdo, estorbando el intento
del músculo por mantener su ritmo constante. Era como si distintas partes de los
ventrículos estuvieran intentando liberarse del automatismo intrínseco del proceso,
mientras el nodo SA se esforzaba por mantener su autoridad en declive. Yo conocía
bien el proceso: la gravedad de la isquemia había interceptado los mensajes que el
nódulo SA de Giddens trataba de transmitir a sus ventrículos. Al no recibir su llamada
de costumbre, los ventrículos comienzan a latir febrilmente por su cuenta, empezando
cada pulsación desde cualquier punto espontáneo elegido por el miocardio para
enfrentarse al desafío. Cada pequeño aumento del estrés o descenso de la oxigenación
conduce a un estado que los franceses denominan, muy acertadamente «anarquía
ventricular», puesto que las contracciones desordenadas, inefectivas, se distribuyen
por todo el músculo cardíaco, dando lugar a esa descoordinada rapidez conocida
como taquicardia ventricular y, después, a la fibrilación. Al ver los movimientos tan
inseguros de Giddens, pude darme cuenta de cuan cerca estaba de esta serie de
sucesos terminales.
La vena cava y las venas pulmonares estaban dilatadas y tensas por la presión
sanguínea retrógrada debida a la debilidad del corazón. Los correosos pulmones
parecían esponjas azul-grisáceas empapadas en agua, sobrecargados por un edema
viscoso y apenas capaces de elevarse y descender como antes, cuando eran dóciles
fuelles rosados. La imagen de total estancamiento sanguíneo me recordaba una
autopsia que vi una vez de un hombre que se había ahorcado. Su cara lívida, púrpura,
estaba hinchada y abultada, y su aspecto pletórico hacía que casi no pareciera
humano.
Giddens había llevado una buena vida, soportando con filosofía los dardos
envenenados que le arrojaba su maliciosa esposa. Había dedicado su vida a su hija, de
diecisiete años, que le idolatraba, y a mostrarse digno de la confianza depositada en él
por la gente de su ciudad, cuya admiración y respeto se había ganado a fuerza de
simple honradez y por la prudencia financiera con la que había administrado sus
ahorros. Pero ahora había vuelto a casa a morir.
Al ver cómo se dilataban las fosas nasales cada vez que respiraba con dificultad,
no pude evitar darme cuenta de que la punta de su nariz estaba un poco azul, lo
mismo que sus labios: sus pulmones empapados no podían oxigenarse
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adecuadamente. El trabajoso modo de andar, arrastrando los pies, se debía a unos pies
y tobillos tan hinchados que sobresalían por el borde de los zapatos, demasiado
pequeños ya para contener la carne congestionada que cubrían. Todos los órganos del
cuerpo encharcado de aquel hombre tenían alguna zona edematosa.
El fallo de la bomba no era más que una de las razones por las que a Giddens le
costaba tanto caminar. Debía ser angustiosamente consciente del esfuerzo que le
requería cada paso, pues sabía que incluso el más pequeño incremento de actividad
podría producirle el temido dolor anginoso, ya que los canales de sus rígidas
coronarias, finos como cabellos, no podían aportar una demanda superior de sangre.
Giddens se sentó en el sillón y habló brevemente con su familia, pareciendo
ignorar mi presencia. Después, cansado de cuerpo y de espíritu, subió con gran
esfuerzo las escaleras hasta su habitación, parándose varias veces para mirar hacia
abajo y decir unas palabras a su mujer. Al verle hacer esto recordé una práctica
común a la que recurren los llamados cardiópatas para disimular el avanzado estado
de su enfermedad: a un paciente que en su paseo diario siente el comienzo de un
ataque de angina le resulta útil parar y echar una ojeada con fingido interés al
escaparate de una tienda hasta que el dolor desaparece. El catedrático de medicina de
origen berlinés que me describió por primera vez este modo de salvar las apariencias
(y a veces de salvar la vida) lo llamó por su nombre alemán: Schaufenster schauen o
mirar escaparates. Giddens estaba usando la estrategia del Schaufenster schauen para
tomarse el respiro necesario y evitar un problema serio mientras se dirigía lentamente
a la cama.
Horace Giddens murió una tarde lluviosa sólo dos semanas después. Aunque
estaba presente, no pude mover un dedo para ayudarle. Tuve que limitarme a
permanecer sentado mientras su mujer le insultaba, hasta que, de repente, se llevó la
mano a la garganta, como si señalara el atroz camino de la irradiación de la angina.
Su palidez aumentó bruscamente, comenzó a jadear y, a continuación, vacilante,
buscó a tientas la solución de nitroglicerina que se hallaba en una mesa baja frente a
la silla de ruedas en la que estaba sentado. Sólo consiguió rodearla con los dedos,
pues se le cayó de las temblorosas manos y se hizo añicos, derramándose la preciosa
medicina que podría haber ensanchado sus coronarias lo suficiente como para
salvarle. Lleno de pánico y sudando por todos los poros, suplicó a Regina que llamara
a la sirvienta, pues ella sabía dónde había una botella de reserva. Regina no se movió.
Cada vez más agitado, trató de gritar, pero el único sonido que salió de su boca fue un
ronco susurro, demasiado leve como para que lo oyeran fuera de la habitación. Era
angustioso ver la expresión de su cara al darse cuenta de la inutilidad de sus
sofocados esfuerzos.
Sentí el impulso de correr en su ayuda, pero algo me impidió levantarme de la
butaca. Ni yo ni ninguno de los presentes hicimos nada. De repente saltó
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furiosamente de la silla de ruedas hacia las escaleras, subiendo los primeros escalones
como un corredor desesperado que trata de alcanzar la salvación con su último ápice
de energía. Al cuarto escalón resbaló, jadeó sin aire, se agarró al pasamanos y, con un
esfuerzo extenuante que acabó en una mueca, alcanzó de rodillas el rellano. Helado
en mi sitio, me quedé observando las escaleras y vi cómo le fallaban las piernas. Todo
el mundo en la sala oyó el estrépito de su cuerpo al caer hacia delante, fuera de
nuestra vista.
Giddens aún vivía, pero por poco tiempo. Regina, con la eficacia flemática de un
experimentado asesino, ordenó a dos sirvientes que le llevaran a su habitación. Se
avisó al médico de la familia. A los cinco minutos, y mucho antes de que llegara el
doctor, su paciente murió.
Aunque he supuesto que lo que mató a Horace Giddens fue la fibrilación
ventricular, pudo haber sido un edema agudo de pulmón, o un estado terminal
llamado shock cardiogénico, en el que el ventrículo izquierdo se halla tan débil que es
incapaz de mantener una presión sanguínea lo suficientemente alta como para
sostener la vida. Estos tres procesos se llevarán a la gran mayoría de los que
sucumban de cardiopatía isquémica. Pueden producirse al dormir y tan rápidamente
que el enfermo muere en pocos minutos. Si hay asistencia médica a mano, puede
suavizarse lo peor de sus manifestaciones con morfina u otros narcóticos. Los
milagros de la biomedicina moderna pueden retrasar estos procesos durante años,
pero todas las victorias sobre la isquemia cardíaca son sólo triunfos temporales. La
incesante progresión de la aterosclerosis continuará, y cada año morirán más de
medio millón de norteamericanos porque el orden natural así lo requiere. Aunque sea
una aparente paradoja, la muerte natural es la única manera de que pueda perpetuarse
nuestra especie.
Es posible que el lector haya comprendido ya por qué fui incapaz de ayudar a un
hombre que estaba muriendo ante mis ojos. Estaba presenciando la tragedia de
Horace Giddens cómodamente sentado en la séptima fila de un teatro, en un reestreno
de la conocida obra de Lillian Hellman The Little Foxes. Su relato, clínicamente
meticuloso, de un personaje ficticio que muere de cardiopatía isquémica en 1900 no
podría haber sido más adecuado si lo hubiera escrito un cardiólogo. Frases completas
de mi anterior descripción son simples extractos de las acotaciones escénicas de
Hellman. El competente doctor que vio a Giddens en el hospital Johns Hopkins era,
casi con certeza, el mismo William Osler cuyas palabras se citaron páginas atrás.
El texto de Hellman refleja con gran fidelidad el modo en el que, aún hoy, mueren
muchas de las víctimas de la isquemia coronaria; pues, a pesar de todas las tácticas
elaboradas por la medicina moderna para ganar tiempo y reducir el sufrimiento en su
batalla contra la enfermedad cardíaca, la escena final de la agonía de un corazón
enfermo, se desarrolla ahora, casi en los albores del siglo XXI, de forma idéntica a
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aquella en la que Horace Giddens fue el protagonista hace cien años.
Aunque muchas víctimas de la cardiopatía isquémica todavía mueren en su
primer episodio, como James McCarty, la mayoría sigue un curso más parecido al de
Horace Giddens, en el que se sobrevive al infarto inicial o a las manifestaciones de la
isquemia, siguiendo luego un largo período de vida tranquila. En tiempo de Giddens,
vida tranquila consistía exactamente en lo que el término implica, una vida libre de
estrés físico o mental. Se prescribía nitroglicerina para abortar la angina, y un sedante
suave para aliviar la ansiedad. Un cierto nihilismo terapéutico de moda en aquel
tiempo entre los médicos que trabajaban en la universidad pudo haber sido la razón
por la que no se recomendaba el empleo de digital para aumentar la fuerza de la
contracción ventricular. El digital no habría impedido el espasmo coronario que
probablemente se llevó a Giddens, pero, desde luego, podría haber aminorado la
insuficiencia cardíaca congestiva que le había hecho sufrir tan cruelmente en sus
últimos meses.
Hoy las cosas son diferentes. El espectro de opciones disponibles para tratar la
cardiopatía coronaria refleja la sucesión de logros de la propia ciencia biomédica
moderna, desde simples cambios en el modo de vida al trasplante de corazón. La
isquemia hace su destructivo trabajo de varias formas y el miocardio necesita ayuda
contra cada una de ellas. La misión del cardiólogo es proporcionar dicha ayuda. Para
ello, debe conocer la naturaleza del enemigo y los detalles de la estrategia a emplear
en una campaña dada. Específicamente, el cardiólogo comienza evaluando no sólo el
estado actual del corazón del paciente y de sus arterias coronarias, sino también la
probabilidad de que el empeoramiento sea tan inminente que se deban tomar medidas
prácticas para impedirlo. A este propósito se ha desarrollado una serie de pruebas que
se utilizan ahora habitualmente, y sus nombres y acrónimos ya forman parte de la
jerga común de los pacientes y sus amigos: Prueba de esfuerzo con Talio, MUGA,
angiograma coronario, ecografía cardíaca y monitorización por Holter, por citar sólo
algunos ejemplos.
Incluso con la información objetiva que aportan estas pruebas, es imposible dar
un consejo adecuado a un paciente sin conocer bien su vida y su personalidad. No es
suficiente medir la fracción de sangre que impulsa el ventrículo con cada contracción,
o simplemente conocer el calibre residual de las arterias coronarias estenosadas, los
mecanismos de la contracción cardíaca, el rendimiento cardíaco, la hipersensibilidad
a los estímulos irritantes de su sistema eléctrico o cualquiera de esos otros factores
tan asidua e impersonalmente determinados en los laboratorios y salas de radiología.
El cardiólogo debe tener una idea clara de los distintos tipos de estrés que existen en
la vida del paciente y la posibilidad de cambiarlos.
La historia familiar, los hábitos dietéticos y el tabaco, la probabilidad de que siga
los consejos del médico, los planes y esperanzas para el futuro, si cuenta con apoyo
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familiar y de los amigos, el tipo de personalidad y su capacidad para cambiar si fuera
necesario —éstos son los factores que deben pesar a la hora de tomar decisiones
sobre el tratamiento y el pronóstico a largo plazo. Es la experiencia del cardiólogo
como médico lo que le permite conocer a su paciente y convertirse en su amigo; en el
arte de la medicina es esencial comprender que las pruebas y la medicación son de
limitada utilidad sin el diálogo.
Una vez que se ha examinado al paciente y se ha hablado con él, es hora de
tratarle. El tratamiento está dirigido a reducir el estrés al que está expuesto el
corazón, reforzando sus reservas y su resistencia a largo plazo y corrigiendo las
anomalías descubiertas durante las pruebas. Implícita en todas las terapéuticas está la
necesidad de hacer todo lo que sea posible para retardar el avance de la aterosclerosis
reconociendo, al tiempo, que no se puede detener enteramente. Implícita también está
la tesis de que el corazón es mucho más que una mera bomba mecánica e impasible;
es un participante responsable y dinámico en la empresa de la vida, capaz de
adaptarse, acomodarse y, hasta cierto punto, repararse.
William Heberden, sin saberlo, describió en 1772 lo que ahora se conoce como un
ejemplo clásico del modo en que un programa de ejercicios, diseñado
adecuadamente, puede reforzar la capacidad del corazón para responder al desafío de
esos momentos en los que se le demanda un esfuerzo suplementario. En un estudio
sobre los pacientes con angina, escribió lo siguiente: «Yo sé de uno que se puso como
tarea cortar madera todos los días durante media hora, y está casi curado». Aunque la
bicicleta estática haya sustituido hoy a la sierra de mano, el principio es el mismo.
Hoy contamos con una amplia variedad de medicamentos para ayudar al músculo
cardíaco y a su sistema de conducción a resistir los efectos de la isquemia, y con toda
seguridad habrá más. Hay incluso fármacos que se pueden administrar en las
primeras horas de una oclusión coronaria para disolver el nuevo coágulo causante de
la obstrucción del vaso aterosclerótico. Hay fármacos para disminuir la irritabilidad
cardíaca, prevenir el espasmo, dilatar las coronarias, reforzar el latido cardíaco,
disminuir su frecuencia, eliminar el exceso de agua y de sal en la insuficiencia
congestiva, frenar el proceso de la coagulación, disminuir los niveles de colesterol en
la sangre, bajar la presión sanguínea, aliviar la ansiedad, y todos ellos llevan consigo
la posibilidad de efectos colaterales indeseables o francamente peligrosos, para cuyo
tratamiento hay, por supuesto, otros fármacos. Los cardiólogos de hoy se tienen que
mover por la fina línea que hay entre deshidratar en exceso a un paciente dejándole
demasiado débil para vivir normalmente, o permitirle soportar tal carga de líquido
que corra el peligro de caer en insuficiencia congestiva grave.
En ningún área de las enfermedades humanas ha ayudado tanto la magia de la
electrónica como en el tratamiento de la enfermedad cardíaca. Aunque el diagnóstico
ha sido el primer beneficiario de sus milagros, la terapéutica también se ha visto
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mejorada por los físicos e ingenieros que trabajan con esos esoterismos. Ahora
tenemos marcapasos que cumplen la misión del nodo SA y provocan de forma segura
un latido regular y predecible. Hay defibriladores que no sólo retoman el control
cuando el mecanismo del corazón se vuelve irresponsable, sino que incluso tienen la
virtud añadida de ser directamente implantables en el paciente, de modo que la
respuesta al ritmo irregular sea automática e instantánea.
Los cirujanos y los cardiólogos han ideado operaciones para reconducir la sangre
circunvalando las obstrucciones de las coronarias y para dilatar con balones los vasos
estenosados, técnicas conocidas respectivamente como by-pass arterial coronario, o
CABG, y angioplastia. Cuando todo lo demás falla, algún paciente cumple todas las
condiciones para que se le retire su corazón y se le sustituya por otro sano de segunda
mano. Todas estas operaciones, si se selecciona cuidadosamente al candidato, tienen
altos porcentajes de éxito. Y sin embargo, después de todas ellas, el proceso de
aterosclerosis continúa erosionando la vida. Las arterias dilatadas frecuentemente se
obturan de nuevo, los vasos injertados desarrollan ateromas y los síntomas de
isquemia vuelven con demasiada frecuencia a su vieja morada miocárdica.
Así pues, aunque retrasemos el final todo lo que podamos, las víctimas de la
aterosclerosis coronaria morirán casi con certeza de su enfermedad —quizá
inesperadamente, cuando parecían responder bien al tratamiento, quizá de los efectos
graduales de la insuficiencia cardíaca congestiva. Aunque sus síntomas más
flagrantes se ven ahora con menos frecuencia que antes de que contáramos con
modos efectivos de superarlos, la insuficiencia cardíaca crónica sigue siendo una de
las causas más importantes de la muerte de muchas personas con cardiopatía
isquémica. Una vez que el corazón se ha debilitado tanto que se presenta la
insuficiencia congestiva, el pronóstico empeora. Aproximadamente la mitad de sus
víctimas mueren antes de cinco años. Como ya se ha dicho, junto a una marcada
reducción del número de ataques al corazón, en los últimos años se ha producido un
espectacular aumento de la incidencia de insuficiencia cardíaca, aumento que
probablemente continuará. Hay ahora muchos más Horace Giddens y muchos menos
James McCartys.
Las razones de esto son diversas. La más obvia es que no sólo los médicos, sino
también los recursos comunitarios, han mejorado considerablemente su capacidad
para hacer frente a las situaciones urgentes creadas por el infarto de miocardio. La
rápida respuesta de ayudantes técnicos sanitarios altamente cualificados y el eficiente
traslado a la sala de urgencias han supuesto un mejor tratamiento durante las cruciales
primeras horas, y los propios cuidados intensivos hospitalarios han mejorado mucho.
Pero hay otro factor, al menos, tan importante: la existencia de métodos más efectivos
de asistencia médica en general ha dado como resultado la supervivencia de un
número creciente de personas hasta una edad avanzada, edad en la que la debilitada
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bomba cardíaca y la consiguiente insuficiencia cardíaca congestiva son un problema
más frecuente.
En realidad, la incidencia de la insuficiencia cardíaca en personas de menos de
cincuenta y cinco años ha descendido; el gran aumento en las cifras globales se da
enteramente en la población mayor de sesenta y cinco años. Más de dos millones de
norteamericanos tienen algún grado de insuficiencia cardíaca que restringe sus
actividades y mina su vitalidad. Cuando se agrava, conlleva una tasa de mortalidad
del 50 por ciento a los dos años. Treinta y cinco mil personas mueren por esta causa
anualmente, cifra muy inferior a la de las 515.000 que sucumben de un ataque al
corazón, pero en cualquier caso inquietante.
Aquellos cuyos corazones no se detienen a causa de la fibrilación ventricular y la
parada cardíaca morirán, finalmente, por las razones ya enumeradas: no pueden
respirar lo suficientemente bien como para oxigenar la sangre, los ríñones o el
hígado; ya no pueden eliminar las sustancias tóxicas de sus cuerpos, las bacterias
invaden todos sus órganos, o simplemente no pueden mantener una presión sanguínea
lo suficientemente alta como para sostener la vida y, más particularmente, la función
del cerebro: el denominado shock cardiogénico. Éste y el edema pulmonar son hasta
ahora los enemigos cardíacos contra los que se combate más frecuentemente en las
unidades de cuidados intensivos y salas de urgencia. Los pacientes y sus aliados, los
médicos, ganarán la mayoría de estas batallas, al menos temporalmente.
Tras observar en innumerables ocasiones a esas tropas médicas en su encarnizada
lucha, a menudo como parte de ellas o como su director en los años pasados, puedo
testificar la paradójica asociación de sufrimiento humano e inflexible determinación
clínica de vencer que inunda en cada urgencia el espíritu inflamado de cada
combatiente. La tumultuosa conmoción del conjunto refleja más que la suma de sus
partes y, aun así, se logra realizar el frenético trabajo, a veces, incluso con éxito.
Por caóticas que puedan parecer, todas las resucitaciones siguen el mismo patrón
básico. El paciente, casi siempre inconsciente por un inadecuado flujo sanguíneo al
cerebro, es rodeado rápidamente por un equipo cuya misión es la de sacarle del límite
deteniendo la fibrilación o reduciendo su edema pulmonar, o ambas cosas.
Rápidamente se introduce por la boca y la tráquea una sonda para que penetre
oxígeno a presión y fuerce la dilatación de unos pulmones que se están inundando
rápidamente. Si el paciente está en fibrilación se le colocan dos placas de metal sobre
el pecho y se aplica una descarga de 200 julios, para tratar de parar las contracciones
arrítmicas e ineficientes del corazón con la esperanza de que reanude el latido regular,
como frecuentemente sucede.
Si no se presenta un latido efectivo, un miembro del equipo comienza la
compresión rítmica del corazón, apoyando fuertemente su mano abierta contra la
parte baja del esternón a una frecuencia de aproximadamente una compresión por
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segundo. Al comprimir los ventrículos entre la flexible superficie plana del esternón
por delante y la columna vertebral por detrás, la sangre sale hacia el sistema
circulatorio para mantener vivo el cerebro y otros órganos vitales. Cuando esta forma
de masaje cardíaco externo es efectiva, se puede sentir el pulso hasta en el cuello y la
ingle. Aunque podría no parecerlo, el masaje a través del pecho intacto da mucho
mejores resultados que la compresión manual directa del corazón, único método
conocido cuando, hace unos cuarenta años, tuve mi penoso encuentro con el
obstinado miocardio de James McCarty.
Llegados a este punto, se habrá insertado ya un sistema IV para la infusión de
fármacos, y de forma expeditiva se estarán poniendo en las venas principales unos
tubos de plástico más anchos llamados catéteres centrales. Los diversos fármacos
inyectados por vía IV tienen distintos propósitos: ayudan a controlar el ritmo cardíaco,
a disminuir la irritabilidad del miocardio, a reforzar la potencia de la contracción, a
conducir el exceso de líquido fuera de los pulmones para que lo excrete el riñón.
Cada resucitación es diferente. Aunque el patrón general es similar, cada secuencia,
cada respuesta al masaje y a los fármacos es distinta al ser diferente la disposición de
cada corazón. Lo único cierto, se diga abiertamente o no, es que los doctores, las
enfermeras, los técnicos luchan no sólo contra la muerte sino también contra sus
propias incertidumbres. En la mayoría de las resucitaciones esas incertidumbres se
resumen en dos preguntas principales: ¿Estamos haciendo lo que debemos hacer? Y
¿vale la pena hacer algo o deberíamos dejarlo tranquilo?
Con demasiada frecuencia nada vale. Incluso cuando la respuesta correcta a
ambas preguntas sea un enfático sí, es posible que la fibrilación ya no se pueda
corregir, que el miocardio no responda a los fármacos, que el corazón, cada vez más
débil, no reaccione al masaje y, por consiguiente, falle la base del intento de
salvamento. Cuando el cerebro ha carecido de oxígeno durante un período superior a
los críticos dos a cuatro minutos, la lesión se vuelve irreversible.
En realidad, pocas personas sobreviven a una parada cardíaca, pero son todavía
menos las que sobreviven cuando, gravemente enfermas, sufren la parada en el
propio hospital. Sólo el 15 por ciento de los pacientes hospitalizados menores de
setenta años y casi ninguno de los que sobrepasan esta edad puede esperar ser dado
de alta con vida, incluso aunque el equipo de RCP logre de algún modo tener éxito en
su frenético esfuerzo. Cuando se produce una parada fuera del hospital, sólo
sobrevive del 20 al 30 por ciento, y éstos son, casi siempre, los que responden
rápidamente a la RCP. Si no ha habido respuesta al llegar a la sala de urgencias, las
probabilidades de sobrevivir son prácticamente nulas. La gran mayoría de los que
responden son, como Irv Lipsiner, víctimas de la fibrilación ventricular.
Los jóvenes tenaces, hombres y mujeres, que forman el equipo ven cómo las
pupilas de sus pacientes dejan de responder a la luz y después se dilatan hasta parecer
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grandes círculos fijos de impenetrable negritud. Con renuencia, el equipo cesa en sus
esfuerzos y esa imagen vital del inminente rescate heroico se transforma en una
escena de triste abatimiento ante el fracaso.
El paciente muere solo, entre extraños: bienintencionados, compasivos,
totalmente entregados a mantener su vida, pero extraños al fin y al cabo. No hay
dignidad en ello. Cuando estos samaritanos médicos han cesado en sus enérgicos
esfuerzos, quedan diseminados por la habitación los restos de la batalla perdida, más
incluso que en la de McCarty la tarde de su muerte. En medio de la devastación yace
un cadáver, carente ya de todo interés para aquellos que, momentos antes, se
esforzaban por salvar al hombre cuyo espíritu lo habitaba.
Lo que ha ocurrido es la culminación de una serie de sucesos biológicos en
cadena. Tanto si estaban programados por sus genes, o autoimpuestos por sus hábitos
de vida, o, como generalmente es el caso, una combinación de ambos, las arterias
coronarias de un hombre ya no eran capaces de llevar suficiente sangre para nutrir su
músculo cardíaco; en consecuencia, el latido cardíaco se volvió ineficaz, el cerebro
pasó demasiado tiempo sin oxígeno y el hombre murió. Aproximadamente 350.000
norteamericanos sufren un paro cardíaco cada año, y la gran mayoría de ellos muere;
poco menos de un tercio de estos episodios ocurren en el hospital. Con frecuencia, no
hay aviso del inminente final. Por mucha isquemia que haya soportado un corazón en
el pasado, su fallo puede ser repentino. En un 20 por ciento de los casos puede
incluso suceder, como le pasó a Lipsiner, sin dolor. El misterio que se asocia a tales
muertes es algo exclusivo de los supervivientes. Es un tributo al espíritu humano que
la vida pasada triunfe sobre los desagradables procesos que la mayoría de nosotros
experimentaremos cuando muramos, o cuando nos acerquemos a nuestros últimos
momentos.
La experiencia de morir no pertenece sólo al corazón. Es un proceso en el cual
participan todos los tejidos del cuerpo, cada uno por sus propios medios y a su propio
ritmo. La palabra adecuada aquí es proceso, no acto, momento u otro término que
connote un punto en el tiempo en el que el espíritu parte. En las generaciones
anteriores, cuando se apagaba el vacilante latido cardíaco se consideraba que la vida
había llegado a su término, como si el abrupto silencio que le sucede entonara una
muda señal de finalización. Era un instante concreto que podía registrarse en la
crónica de la vida y que marcaba el definitivo punto final tras su palabra concluyente.
Hoy la ley define la muerte, con apropiada vaguedad, como el cese de la función
cerebral. Aunque el corazón siga latiendo y la médula ósea cree aún nuevas células,
la historia de un hombre jamás puede sobrevivir a su cerebro. El cerebro muere
gradualmente, como lo experimentó Irv Lipsiner. Gradualmente, también, muere cada
célula corporal, incluyendo las que empezaban a vivir en la médula. Los fenómenos
por los que tejidos y órganos abandonan gradualmente su fuerza vital en las horas
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anteriores y posteriores a la declaración oficial de fallecimiento constituyen los
verdaderos mecanismos de la muerte. Los trataremos en un capítulo posterior, pero
primero es necesario describir esa prolongada forma de morir que es el
envejecimiento.
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III
A partir de los setenta
Nadie muere de viejo, o al menos así estaría legislado si los estadísticos gobernasen
el mundo. Todos los meses de enero, justo cuando la implacable tiranía del invierno
ha impuesto su blanco dominio, el gobierno de Estados Unidos publica su Informe
preliminar sobre las estadísticas de mortalidad. Ni entre las primeras quince causas
de muerte, ni en ningún otro lugar de ese insensible sumario se puede encontrar una
relación de los que simplemente se extinguen. Con obsesiva pulcritud, el informe
asigna, en sus ordenadas columnas, una categoría clínica específica de alguna
patología fatal a todos los octo y nonagenarios. Ni siquiera los pocos cuya edad se
registra en tres dígitos escapan a la ordenada nomenclatura de los tabuladores. Por
orden no sólo del Ministerio de Sanidad, sino también por el decreto universal de la
Organización Mundial de la Salud todo el mundo ha de morir de una causa concreta.
En treinta y cinco años de médico en ejercicio nunca he cometido la temeridad de
escribir el término «vejez» en un certificado de defunción, porque sé que me
devolverían el impreso con una escueta nota de algún funcionario informándome que
había vulnerado la ley. En todo el mundo es ilegal morir de viejo.
Los estadísticos parecen incapaces de aceptar un fenómeno natural a menos que
esté tan bien definido como para encajar limpiamente en una categoría concreta y
fácilmente delimitable. El informe anual de los contables federales de decesos es muy
ordenado —no muy imaginativo y, en mi opinión, no refleja fielmente la vida real (y
la muerte real)—, pero, eso sí, muy ordenado. Estoy convencido de que muchas
personas mueren de vejez. Aunque haya anotado cualquier diagnóstico científico en
los certificados de defunción oficiales para satisfacer al Departamento de Estadística,
yo sé bien de qué han muerto esas personas.
En un momento dado, alrededor del 5 por ciento de nuestros ancianos vive en
residencias asistenciales. Si han estado allí más de seis meses, la inmensa mayoría
nunca abandonará la residencia con vida, excepto quizás por un breve período
terminal en un hospital, donde algún joven médico residente rellenará uno de esos
certificados de defunción tan pulcros. ¿De qué mueren estos ancianos? Aunque sus
médicos registren obedientemente causas diversas, tales como ataque
cerebrovascular, o insuficiencia cardíaca, o neumonía, en realidad estos ancianos han
muerto porque algo en ellos se ha consumido. Mucho antes del desarrollo de la
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medicina científica todo el mundo sabía esto. El 5 de julio de 1814, Thomas
Jefferson, con setenta y un años, escribía a John Adams, de setenta y ocho: «Nuestras
máquinas han estado trabajando setenta u ochenta años, y es de esperar que, con lo
gastadas que están, empiecen a fallar, un eje por aquí, un disco por allá, después un
piñón o un muelle; y aunque podamos remendarlas por un tiempo, a la larga acabarán
parándose».
Tanto si la manifestación física evidente aparece en el cerebro como en la pereza
de un sistema inmunológico senil, lo que en realidad se extingue no es otra cosa que
la fuerza vital. No es mi intención discutir con los que —como hombres de
laboratorio— insisten en invocar la especificidad de patologías microscópicas para
satisfacer las exigencias de su concepción biomédica del mundo. Simplemente pienso
que pasan por alto lo esencial.
En cuanto tuve conciencia de la vida comencé el largo proceso de ver a alguien
morir poco a poco de viejo. Ningún estadístico ha podido aún convencerme de que la
«causa de la muerte» que aparecía en el certificado de defunción de mi abuela fuera
otra cosa que una legalizada evasión de la ley superior de la naturaleza. Tenía setenta
y ocho años cuando yo nací, aunque sus amarillentos papeles de inmigración
atestiguaban sólo setenta y tres —veinticinco años antes, en Ellis Island, había
decidido ser más joven de lo que dictaba la verdad, porque le habían dicho que la
cifra de cuarenta y nueve sería más aceptable que la de cincuenta y cuatro para el
severo funcionario americano de inmigración, que parecía un militar con su uniforme
de botones de latón y que hacía esas preguntas directas, tan esenciales, creía ella, para
permitirle la entrada. Podemos ver ya que no soy el primer miembro de mi clan cuyo
miedo al rechazo gubernamental le ha llevado a cometer un pequeño perjurio.
Tres generaciones de mi familia compartieron en el Bronx un piso de cuatro
habitaciones, seis almas juntas, mi abuela, mi tía soltera Rose, mis padres, mi
hermano mayor y yo. Por entonces era impensable enviar a un padre de edad
avanzada a alguna de las pocas residencias de ancianos existentes. Aunque se quisiera
hacerlo —lo cual raramente ocurría—, simplemente era imposible. Hace medio siglo,
desprenderse así de un familiar anciano se consideraba, entre gente como nosotros,
una insensible evasión de la responsabilidad y una falta de cariño.
Mi instituto estaba solo a media manzana de nuestra casa e incluso el college no
estaba a más de veinte minutos andando. Cada mañana, mi abuela me ponía un
bocadillo y una manzana en una bolsa de papel marrón, y yo la sujetaba entre el brazo
y los libros al marcharme por el verde campo de la colina. Por el camino se me iban
uniendo amiguetes que conocía desde el PS 33. Ya al empezar la segunda clase de la
mañana, la bolsa estaba grasienta por la espesa capa de mantequilla que mi devota
abuela extendía demasiado generosamente sobre las rebanadas de pan. Todavía hoy
no puedo ver una mancha de grasa sobre un papel marrón sin sentir en mi corazón el
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dulce dolor de la nostalgia.
Cada día, muy temprano, mi tía Rose y mi padre desaparecían en la boca del
metro, que les llevaba a su trabajo en la zona de los talleres de confección de
Manhattan. Mi madre murió cuando yo tenía once años y me convertí en un hijo para
mi abuela. Excepto durante una operación de apendicitis y dos breves períodos de
quince días en los que fui a unos campamentos de verano que me pagó un pariente
adinerado, pasé la mayor parte de cada día de mi vida en su estrecha compañía. Sin
darme cuenta, viví mis primeros dieciocho años observando su declive hacia la
muerte.
Cuando seis personas viven en un piso de cuatro habitaciones pequeñas, hay muy
pocos secretos. Durante sus últimos ocho años, mi abuela compartió su dormitorio
con mi tía y conmigo. Hasta el día en que acabé mi último trabajo para el college,
hice mis tareas sobre una mesa plegable que había en el cuartito de estar, mientras las
actividades domésticas continuaban a mi alrededor. Cuando acababa de estudiar, tenía
que plegar la mesa y la silla portátiles y colocarlas contra la pared detrás de la puerta,
siempre abierta, que conducía del reducido vestíbulo al comedor. Si dejaba caído
aunque sólo fuera un trocito de papel, mi abuela ya se encargaba de decírmelo.
«Abuela» no era el nombre que usábamos en nuestra matriarcal familia porque la
«abuela» sólo hablaba algunos monosílabos en inglés. Mi hermano y yo la
llamábamos en su equivalente en yiddish, Bubbeh, y ella nos llamaba Herschel a mi
hermano (su nombre era Harvey) y Shepsel a mí. Hasta hoy todos me llaman Shep,
en memoria de mi Bubbeh.
La vida de Bubbeh nunca había sido fácil. Como muchos emigrantes del este de
Europa, su marido la había precedido a las doradas costas de América llevando
consigo a sus dos hijos varones y dejándola durante varios años con cuatro hijas
pequeñas en un pueblecito de Bielorrusia. Y luego, sólo unos años después de que se
hubiera podido reconstruir la vida familiar en un piso abarrotado (porque lo
compartían con otros parientes) de Rivington Street, en el Lower East Side de Nueva
York, murieron en rápida sucesión mi abuelo y los dos hijos, no se sabe si de
tuberculosis o de gripe.
Por aquellos días, tres de las cuatro hijas trabajaban duramente en talleres de
confección, así que entraba algún dinero en casa. Con el subsidio que nos ofrecía la
filantropía judía, Bubbeh logró reunir los dólares suficientes para pagar la entrada de
una granja de 200 acres cerca de Colchester, Connecticut, uniéndose a un gran grupo
de paisanos que estaban haciendo lo mismo. Como los demás, trabajó la tierra con la
ayuda de una serie de jornaleros, que se sucedían unos a otros, generalmente
inmigrantes polacos que no hablaban más inglés que ella. Es difícil saber cómo esta
dinamo de poco más de un metro y medio y férrea voluntad sobrevivió a este período
porque la granja no era muy productiva. Sus ingresos reales, que apenas cubrían los
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gastos diarios, provenían de pequeñas aportaciones de la familia y de viejos amigos
de Europa que pasaban allí breves períodos de tiempo para escapar de la amenazante
proximidad de la tuberculosis en el distrito 10 del bajo Manhattan.
Para un amplio grupo de esforzados jóvenes inmigrantes, Bubbeh asumió el papel
de lo que sólo puedo describir como una mater et magistra yiddish. La consideraban
una fuente inagotable de fortaleza y un refugio en la desconcertante confusión de
América. Aunque no podía decir una sola frase inteligible en inglés, de algún modo
comprendió las reglas y el ritmo de la vida americana. Si en su antiguo país había
«prodigiosos rabinos», en el nuevo el ampliado clan había encontrado en ella una
fuente de sabiduría, casi un oráculo, y le había otorgado el título honorífico de Tante,
o tía. Como Tante Peshe, cuya traducción, sólo aproximada, sería tía Pauline, la
fuerza de su carácter reunió en torno suyo a una gran congregación de necesitados y
autodesignados sobrinos y sobrinas, algunos de los cuales apenas eran más jóvenes
que ella.
Finalmente hubo que dejar la granja cuando todas las chicas menos una se
casaron. Mucho antes, la mayor de sus hijas, Anna, había muerto a los veinte años de
fiebres puerperales, y su joven marido se había marchado a vivir su vida. Sola en su
dolor y con el bebé de Anna a su cargo, Bubbeh le crio en la granja como a su propio
hijo. Tenía éste casi veinte años cuando la granja se vendió y mi familia se trasladó a
vivir al Bronx.
Por entonces tenía yo once años, y mi tía Rose era la única hija viva de mi abuela.
Una había muerto en la infancia y los demás hijos en este país, al que habían traído
sus sueños. Bubbeh, que tenía entonces ochenta y nueve años, era esa pequeña y
exhausta figura que a duras penas mantenía encendido el fuego de la vida para cuidar
a sus tres nietos: mi hermano y yo, y mi prima Arline, de trece años, que había venido
con nosotros hacía dos, cuando murió su madre de insuficiencia renal. Más tarde,
Arline se marchó a vivir con la familia de su padre, cuando mi madre murió de
cáncer, poco después de cumplir yo los once años. La historia de la larga viudez de
Bubbeh es una crónica de constantes luchas, enfermedades y muertes. Una tras otra,
había enterrado sus esperanzas junto a su marido y sus hijos. Sólo quedábamos mi tía
Rose y nosotros tres, nacidos en el país cuyas promesas se habían convertido en
profundas amarguras.
Debe haber sido después de la muerte de mi madre cuando empecé a darme
cuenta de lo mayor que era Bubbeh. Desde que puedo recordar, solía distraerme
jugando con la piel del dorso de sus manos, floja y apergaminada, estirándola
suavemente como crema de caramelo y observando, siempre con el mismo asombro,
cómo volvía lentamente a su lugar con una suave lasitud que me hacía pensar en la
melaza. Cuando hacía esto, ella rápidamente me daba un golpe en la mano simulando
enojarse con mi pesadez, y yo me reía tomándole el pelo hasta que sus ojos la
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traicionaban, pues se divertía con mi fingida falta de respeto. En realidad, le gustaba
mi contacto igual que a mí el suyo. Después me di cuenta de que podía producir una
ligera huella en la zona de sus canillas sólo con presionar fuertemente con el dedo su
algodonosa piel contra el hueso. El hoyuelo tardaba mucho en rellenarse y
desaparecer. Juntos, permanecíamos sentados silenciosamente, observando cómo
ocurría. Con el tiempo, los hoyuelos se hicieron más profundos y tardaban más en
borrarse.
Bubbeh iba de una habitación a otra en zapatillas, moviéndose con mucho
cuidado. Según pasaban los años, cada vez arrastraba más los pies hasta que, al final,
era como si se deslizara lentamente sin separar nunca los pies del suelo. Si por alguna
razón tenía que moverse algo más deprisa, o si alguno de nosotros la contrariaba, se
quedaba sin aliento y parecía que le era más fácil respirar con la boca abierta.
Algunas veces dejaba la lengua colgando un poco sobre el labio inferior como si
esperara absorber más oxígeno a través de su superficie. Yo no sabía, desde luego,
que estaba empezando a caer en la insuficiencia cardíaca congestiva. Casi con
seguridad, la insuficiencia se agravaba por la significativa disminución de la cantidad
de oxígeno que la sangre de un anciano puede extraer de los viejos tejidos de los
viejos pulmones.
Lentamente, su vista también comenzó a fallar. Al principio, era tarea mía
enhebrarle las agujas, pero cuando ya no fue capaz de guiar sus dedos, dejó de
remendar. Los rotos de mis calcetines y camisas tuvieron que esperar a los pocos
momentos libres que tenía por la tarde tía Rose, siempre fatigada, que sonreía ante
mis débiles intentos de aprender a coser yo solo. (En aquellos días, nadie hubiera
imaginado que un día yo sería cirujano; Bubbeh se habría sentido muy orgullosa, y
muy sorprendida). Algunos años más tarde, Bubbeh no veía lo suficiente para lavar
los platos o barrer el suelo, porque no podía distinguir dónde estaba el polvo o la
suciedad. Sin embargo, no dejaba de intentarlo, esforzándose inútilmente por
mantener al menos esta pequeña prueba de su utilidad. Su obstinación en intentar
limpiar se convirtió en fuente de algunas de las pequeñas fricciones cotidianas que
debieron hacerla sentirse cada vez más aislada del resto de nosotros.
En los primeros años de mi adolescencia vi desaparecer las últimas huellas de su
vieja combatividad y mi abuela se volvió casi dócil. Siempre había sido amable con
nosotros, los chicos, pero la docilidad era algo nuevo —quizá no era tanto docilidad
como una forma de abandono, una aquiescencia ante la creciente pérdida de sus
capacidades físicas que sutilmente la estaba separando cada vez más de nosotros y de
la vida.
También comenzaron a ocurrir otras cosas. Con el tiempo, su menor movilidad y
escaso equilibrio hicieron que le fuera imposible ir al baño por la noche, así que
Bubbeh dormía con una lata grande de café de Maxwell House debajo de la cama. La
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mayor parte de las noches me despertaban sus torpes intentos de encontrarla en la
oscuridad o el sonido de su débil chorro golpeando el interior de latón. Muchas veces,
tumbado inmóvil en la oscuridad antes del amanecer, distinguía a Bubbeh, al otro
lado de la habitación, agachada incómodamente al lado de su cama, sosteniendo la
lata de café boca arriba bajo su camisón con una mano insegura mientras que, con la
otra, intentaba estabilizar su cuerpo tembloroso contra el colchón.
Nunca pude comprender por qué Bubbeh tenía que levantarse tan a menudo para
esos encuentros nocturnos con la lata de café, hasta que muchos años después aprendí
que con la edad se reduce considerablemente la capacidad de la vejiga. A diferencia
de muchos ancianos, Bubbeh nunca fue incontinente, aunque estoy seguro de que
hubo episodios menores de los que nunca me enteré. Únicamente en sus últimos
meses la traicionó, a veces, un débil olor a orina, pero, aun entonces, sólo cuando me
acercaba mucho o estrechaba su frágil cuerpo contra el mío.
Bubbeh perdió su último diente cuando yo era adolescente. Los había guardado
todos en un pequeño monedero que tenía al fondo del cajón superior de un escritorio
que compartía con tía Rose. Uno de los rituales secretos de mi niñez era fisgar en el
cajón y contemplar con temor, durante breves momentos, esos treinta y dos objetos
amarillentos, todos distintos. Para mí eran otros tantos hitos del envejecimiento de mi
abuela y de la historia de nuestra familia.
Aun sin dientes, Bubbeh se las arreglaba de algún modo para comer casi todo tipo
de alimentos. En sus últimos tiempos le faltaron las fuerzas incluso para eso, y su
nutrición se resintió. La inadecuada alimentación, añadida a la disminución habitual
de la masa muscular que causa el envejecimiento, cambiaron la configuración de su
cuerpo, haciéndola parecer encogida en comparación con la fornida y un tanto
robusta anciana que yo había conocido. Sus arrugas aumentaron, su tez se marchitó,
palideciendo lenta y uniformemente, la piel de su cara parecía cada vez más floja, y
finalmente perdió la antigua belleza que había conservado hasta los noventa años.
Hay explicaciones clínicas simples para las muchas cosas que vi durante los años
de decadencia de mi abuela, pero de algún modo todavía hoy me parecen
insatisfactorias. Se puede hablar de factores causales tales como la disminución de la
circulación cerebral o la degeneración senil de las células cerebrales, tan sutil que se
necesita el microscopio electrónico para demostrarla; pero hay un cierto
distanciamiento intelectual en la descripción puramente biológica de la muerte de
esos mismos tejidos que una vez permitieron a una nonagenaria tener pensamientos
claros y, algunas veces, incluso audaces. Se podría citar aquí las investigaciones de
los fisiólogos, así como el trabajo de los endocrinos, neuroinmunólogos y geriatras —
moderna casta en rápida evolución—, para intentar explicar todo lo que se fue
desarrollando ante mis ojos de adolescente. Pero es la propia observación lo que
exige atención, la observación de un proceso en medio del cual vivimos todos.
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Aunque estemos inmersos en él, hay algo en cada uno de nosotros que evita que
tomemos conciencia de la realidad de nuestro propio envejecimiento. Algo dentro de
nosotros no acepta esa conciencia inmediata de que, al tiempo que asistimos al
envejecimiento de quienes ya son mayores, nuestros propios cuerpos están pasando
simultánea y sutilmente por el mismo proceso inexorable que al final conduce a la
senectud y a la muerte.
Así pues, las células del cerebro de mi abuela habían comenzado a morir mucho
antes, igual que las mías están muriendo hoy, y las tuyas. Pero como ella era mucho
mayor de lo que soy yo ahora, y cada vez le interesaba menos el mundo exterior, la
disminución del número de células cerebrales y de su capacidad de respuesta
provocaron cambios muy evidentes en su comportamiento. Como todos los ancianos,
cada vez era más olvidadiza y se enfadaba cuando alguien se lo decía. Conocida
siempre por su franqueza en el trato con la gente, se volvió abiertamente irritable e
impaciente con las pocas personas con las que aún mantenía contacto, aparte de la
familia más cercana, y parecía animarse ofendiendo incluso a aquellos que, años
atrás, habían buscado sus consejos. Luego llegó la época en que permanecía sentada
en silencio incluso cuando estaba en compañía. Al final, hablaba sólo cuando era
absolutamente necesario, con una actitud distante e indiferente.
Lo más evidente, aunque debo admitir que sólo retrospectivamente, fue su
progresiva retirada de la vida. Cuando yo todavía era pequeño, o incluso en mi
adolescencia, mi abuela iba a rezar a la sinagoga de High Holy Days. Por difícil que
fuera el peregrinaje de las cinco manzanas, de algún modo se las arreglaba para salvar
las zonas agrietadas de la acera del Bronx, sujetando con fuerza bajo el brazo su
gastado libro de oraciones para no cometer un pecado si se caía al suelo. Yo solía
acompañarla. ¡Cómo lamento ahora cada murmullo de queja! ¡Cómo desearía no
haberme avergonzado a veces —no, a veces, no, con frecuencia— de que me vieran
con aquella viejecita de pañuelo negro, vestigio de la ya desaparecida cultura del
shtetl [2], aunque se negara tercamente a unirse a ella en la tumba! Los abuelos de
todos los demás parecían mucho más jóvenes, hablaban inglés y eran independientes,
la mía era un recordatorio, no sólo del mundo perdido del judaísmo del este de
Europa, sino de mis turbulentos conflictos sobre la carga de sedimentos afectivos que
hoy llamo, eufemísticamente, mi herencia.
Con su mano libre, Bubbeh se sujetaba fuerte a mi brazo, agarrando algunas veces
la tela de mi manga, mientras yo la guiaba con una lentitud angustiosa por las calles,
bajábamos las escaleras del vestíbulo de la sinagoga (nuestra familia rezaba en los
asientos baratos, y aun éstos apenas podía permitírselos) y finalmente la conducía a
su silla entre otras mujeres a las que llamábamos ancianas, pero muy pocas eran tan
extranjeras o estaban tan agotadas como ella. Unos momentos después la dejaba allí,
inclinada la cabeza sobre su viejo libro, lleno de huellas de lágrimas, en el que había
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rezado desde la niñez. Sus palabras estaban impresas en hebreo y en yiddish, pero
ella leía el lado yiddish de la página, porque era la única lengua que conocía. Durante
el largo ritual de aquellos servicios, musitaba despacio las palabras que, cada año que
pasaba, le resultaban más difíciles y, al final, imposibles de leer. Unos cinco años
antes de su muerte, Bubbeh ya no pudo hacer el largo camino hasta la sinagoga, ni
siquiera con la ayuda de sus dos nietos. Confiando sobre todo en su memoria aún
intacta de recuerdos lejanos, recitaba la liturgia en casa, sentada junto a la ventana
abierta, igual que había hecho la mañana de cada sábado durante todos los años que
la conocí. Unos años después, aun esto era demasiado. Apenas podía ver las frases y
hasta olvidó las oraciones que había aprendido en su juventud. Finalmente, dejó de
rezar.
Por el tiempo en que Bubbeh dejó de rezar, prácticamente había abandonado toda
actividad. Comía lo mínimo, pasaba la mayor parte del día sentada en silencio junto a
la ventana y a veces hablaba de la muerte. Sin embargo, no estaba enferma. Estoy
seguro de que algún celoso médico podría haber señalado su insuficiencia cardíaca
crónica y, además, la probabilidad de que hubiera algo de aterosclerosis, y quizás le
habría prescrito algo de digital. Para mí, eso habría sido como dignificar la
degeneración de sus articulaciones llamándola osteoartritis. Por supuesto que tenía
artritis, y por supuesto que tenía insuficiencia crónica, pero sólo porque sus piñones y
sus muelles estaban cediendo bajo el peso de los años. Nunca había estado enferma
en su vida.
Los estadísticos gubernamentales y los clínicos científicos insisten en que se debe
aplicar nombres apropiados a la circulación lenta y al corazón viejo. No lo discuto,
siempre que no pretendan que asignar un nombre a un estado biológico natural
significa a priori que es una enfermedad. La célula nerviosa, como la célula muscular
del corazón, no se puede reproducir; a medida que envejece, simplemente se consume
y muere. Los procesos biológicos que durante toda la vida han estado produciendo
piezas de recambio para las estructuras que mueren dentro de cada célula ya no
pueden cumplir con su cometido. El mecanismo por el que una parte recién producida
de la membrana celular o de las estructuras intracelulares sustituye a una muerta por
el uso, se vuelve finalmente inoperante. Después de generar durante toda una vida las
piezas de repuesto, la capacidad de rejuvenecimiento de las células nerviosas y
musculares gradualmente se agota. La táctica de continua renovación dentro de cada
célula muscular cardíaca acaba siendo derrotada por la abrumadora estrategia con que
el envejecimiento alcanza su último objetivo de destrucción. Una tras otra, como los
dientes de mi abuela, las células musculares cardíacas dejan de vivir y el corazón
pierde fuerza. El mismo proceso tiene lugar en el cerebro y en el resto del sistema
nervioso central. Ni siquiera el sistema inmunológico es inmune al envejecimiento.
Los cambios que, al principio, son sólo bioquímicos e intracelulares, acaban por
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manifestarse en las funciones de órganos enteros. Hay una disminución gradual del
gasto cardíaco en reposo y cuando, por el ejercicio o las emociones, el corazón se
estresa, su capacidad de irrigación es menor de la requerida por las necesidades de los
brazos, pulmones y las demás estructuras del cuerpo. La velocidad máxima que un
corazón perfectamente sano puede alcanzar se reduce en un latido cada año, cifra
fiable que se puede determinar restando la edad de un individuo a 220. Si tiene
cincuenta años, es improbable que su corazón pueda palpitar a mucho más de 170
pulsaciones por minuto, incluso en las condiciones más extremas de emoción o de
ejercicio. Estos son sólo algunos de los modos en que el miocardio, al envejecer y
endurecerse, pierde la capacidad de adaptarse a los desafíos que le presenta la vida
diaria.
La rapidez de la circulación disminuye. El ventrículo izquierdo tarda más en
llenarse y en relajarse después de cada contracción; cada latido propulsa menos
sangre que el año anterior, e incluso una fracción menor de su contenido. Quizás
como un intento de compensar, la presión sanguínea tiende a subir un poco. Entre los
sesenta y los ochenta años sube unos veinte milímetros de mercurio. Un tercio de las
personas con más de sesenta y cinco años son hipertensas.
No sólo el músculo cardíaco sino también el sistema de conducción muere con el
paso de las décadas. Hacia los setenta y cinco años el nodo SA puede haber perdido
hasta el 90 por ciento de sus células; el haz de His tiene menos de la mitad de sus
fibras originales. Hay cambios electrocardiográficos que van en relación con toda
esta pérdida de tejido muscular y nervioso, y que se pueden identificar fácilmente en
el trazado gráfico.
Al envejecer la bomba, la membrana interna (endocardio) y las válvulas se
engruesan. Las válvulas y los músculos presentan calcificaciones. El color del
miocardio cambia a medida que se deposita en los tejidos un pigmento marrón
amarillento llamado lipofucsina. Igual que la cara de un anciano curtida por el
tiempo, el corazón tiene el aspecto de su edad. Y funciona también de acuerdo con su
edad. No hay necesidad de atribuirle una enfermedad para explicar su fallo. La
insuficiencia cardíaca es diez veces más frecuente en personas de entre cuarenta y
cinco y sesenta y cinco años. Esa era la razón por la que, al presionar, yo podía dejar
fácilmente una marca en los tejidos de la piel de mi abuela, y, sin duda, la causa de
que se quedara sin aliento tan fácilmente. Y probablemente esto explica también que
el síntoma más frecuente del ataque cardíaco en los pacientes ancianos sea la
insuficiencia cardíaca grave, más que el clásico cuadro de dolor torácico constante.
No sólo el corazón sino también los vasos sanguíneos se ven afectados por el
paso de los años. Las paredes de las arterias se engruesan. Pierden su elasticidad igual
que las personas. Y ya no pueden contraerse y dilatarse con el entusiasmo de la
juventud. De ahí las dificultades que experimentan los mecanismos reguladores del
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cuerpo para controlar la cantidad de sangre que va a los músculos y órganos a fin de
satisfacer sus necesidades siempre variables. Además, la aterosclerosis continúa su
curso inexorable cada año que pasa. Incluso sin el exceso de colesterol atribuible a la
obesidad, o sin el tabaco o la diabetes, que la hacen aparecer antes, las paredes
arteriales se estrechan gradualmente a medida que, década tras década, se acumula
más y más ateroma por el prolongado contacto de la sangre circulante.
Antes de que pase mucho tiempo, cada órgano recibirá una nutrición inferior a la
que necesita para cumplir la misión que le asignó la naturaleza. A partir de los
cuarenta años, por ejemplo, el flujo total de sangre al riñón disminuye un 10 por
ciento cada década. En realidad, la decadencia de ese órgano sólo está causada en
parte por la disminución del gasto cardíaco y el estrechamiento de los vasos, pero
estos factores agravan el efecto de ciertos cambios que origina la vejez en el propio
riñón. Por ejemplo, entre los cuarenta y los ochenta años, el riñón normal pierde un
20 por ciento de su peso y desarrolla áreas de cicatrización en su parénquima. El
engrosamiento de los minúsculos vasos sanguíneos dentro del riñón disminuye aún
más la corriente sanguínea, dando lugar a la destrucción de unidades de filtración del
órgano, que son el elemento esencial que le permite limpiar la orina de impurezas.
Con el tiempo, morirán alrededor del 50 por ciento de las unidades de filtración.
Los cambios en su estructura disminuyen la efectividad del riñón. Con la edad,
pierde la capacidad no sólo de expulsar el exceso de sodio, sino incluso de retenerlo
en el cuerpo cuando lo necesita. El resultado es un desequilibrio de la concentración
de sal y el volumen de agua en las personas mayores, que tiende a incrementar la
posibilidad de insuficiencia cardíaca por una parte o de deshidratación por otra. Esta
es una de las principales razones por las que los cardiólogos tienen tanta dificultad
para tratar a los ancianos, pues caminan por el estrecho margen que media entre la
Escila de la sobrecarga de sodio y la insuficiencia cardíaca, y la Carybdis de los
viejos tejidos resecos.
El resultado de todas estas deficiencias es una propensión creciente del riñón a
fallar en sus responsabilidades. Incluso cuando no se puede hablar de insuficiencia,
sino simplemente de debilitamiento, su recuperación es más lenta que la de un órgano
joven, y es más propenso a dejar en la estacada a su dueño ante un grave estrés; la
muerte por insuficiencia renal es una vía de salida frecuente cuando una persona de
edad está debilitada por alguna otra patología, como un cáncer en estado avanzado o
una enfermedad hepática. Las impurezas de la sangre se acumulan; los demás
órganos, en especial el cerebro, se intoxican; y la muerte por lo que se denomina
uremia, precedida a menudo por un período variable de coma, es inevitable. En la
fase terminal, los pacientes urémicos sufren, con frecuencia, una irregularidad del
ritmo cardíaco (arritmia) causada por la incapacidad del riñón para eliminar de la
sangre el exceso de potasio. Por lo general, las víctimas de la insuficiencia renal van
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cayendo imperceptiblemente en ese estado y mueren luego repentinamente de
inestabilidad cardíaca. Sólo en raras ocasiones hay tiempo para unas últimas palabras
o reconciliaciones en el lecho de muerte.
Aunque el riñón es la parte del tracto urinario que sufre los cambios más
significativos con la edad, la vejiga también se ve afectada. La vejiga es
esencialmente un grueso globo cuyas paredes están formadas por músculos flexibles.
Con la edad, pierde su elasticidad y no puede retener tanta orina como antes. Las
personas mayores necesitan orinar más a menudo, y ésta era la razón por la que mi
abuela se levantaba una o dos veces por las noches, para luchar en la oscuridad con su
lata de café.
La vejez también afecta a la delicada coordinación entre el músculo de la vejiga y
su mecanismo esfinteriano, cuya función es impedir el escape de orina. El resultado
es la incontinencia ocasional en las personas de edad, que a veces llega a ser un
problema importante, especialmente si se complica con infección, problemas
prostáticos, confusión mental o con algún tipo de medicación. Las dificultades de la
vejiga para vaciarse a menudo son un factor importante en la producción de
infecciones en el tracto urinario, un peligroso enemigo de los ancianos debilitados.
Como los músculos del corazón, las células cerebrales no pueden reproducirse.
Sobreviven década tras década porque sus diversos componentes estructurales se
reemplazan a medida que se gastan, como si fueran carburadores y bujías
ultramicroscópicos. Aunque los biólogos celulares emplean una terminología más
abstrusa que los mecánicos (con palabras como organelo, enzima y mitocondrio),
estas entidades también requieren un mecanismo de sustitución tan eficiente como el
de sus análogos del automóvil. Al igual que el cuerpo y cada uno de sus órganos,
cada célula tiene los equivalentes de piñones, discos y muelles. Cuando se gasta el
mecanismo de recambio de las piezas viejas por nuevas, el nervio o la célula
muscular ya no puede sobrevivir a la constante destrucción de sus componentes que
continúa produciéndose en su interior.
Ese mecanismo de recambio de piezas requiere la participación de ciertas
estructuras moleculares dentro de la célula. Sin embargo, las moléculas de los
sistemas biológicos tienen una vida limitada. Más allá de un plazo prescrito, las
constantes colisiones de unas con otras las transforma lo suficiente como para que no
puedan generar nuevas piezas de recambio. En el proceso de desgaste, alcanzan los
límites de su longevidad, determinando así la longevidad de las células cerebrales a
las que sirven. Este es el proceso bioquímico que los científicos denominan
envejecimiento celular. La célula va muriendo gradualmente y lo mismo les sucede a
las que la rodean. Cuando cierto número de ellas ha desaparecido, el cerebro empieza
a mostrar su edad.
A partir de los cincuenta, el cerebro pierde anualmente el 2 por ciento de su peso.
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Cuando mi abuela Bubbeh murió a los noventa y siete años, su cerebro pesaba un 10
por ciento menos que al llegar a América. Los giros, esas circunvoluciones
redondeadas de la corteza donde tiene lugar el proceso de recepción y pensamiento
que nos hace diferentes del resto de las criaturas de Dios, sufren la mayor atrofia y
pérdida de prominencia. Al mismo tiempo, los surcos que los separan se vuelven más
anchos, al igual que las cámaras llenas de líquido situadas en lo más profundo de la
sustancia cerebral, denominadas ventrículos, como las del corazón. La lipofucsina,
una especie de marcador biológico del avance de la senectud, tiñe por igual las
células de la materia blanca y gris, dando al menguante cerebro un tinte cremoso
amarillento que se intensifica al avanzar la edad. Incluso la vejez está codificada en
colores.
Por obvios que sean los cambios visibles del cerebro a medida que se marchita, es
en el aspecto microscópico en el que el envejecimiento es más evidente. En
particular, es impresionante la disminución del número de células nerviosas, o
neuronas, como resultado de esa incapacidad letal para producir piezas de repuesto
que acabamos de describir. Lo que ocurre en la corteza es representativo del conjunto.
El área motora de la corteza frontal pierde entre el 20 y el 50 por ciento de sus
neuronas; el área visual, situada atrás, pierde un 50 por ciento; la parte sensorial
física, que se encuentra a los lados, pierde también un 50 por ciento.
Afortunadamente, las áreas de actividad intelectual superior de la corteza cerebral
tienen un grado significativamente menor de desaparición celular, que además parece
estar compensado en gran parte por la superposición y redundancia de funciones.
Puede ser incluso que las neuronas restantes incrementen su actividad, pero
cualquiera que sea la razón, ciertas capacidades intelectuales como el razonamiento y
el juicio quedan muy a menudo intactas hasta muy avanzada la vejez.
Es interesante señalar que, según recientes investigaciones, ciertas neuronas
corticales parecen hacerse más abundantes una vez alcanzada la madurez, y estas
células residen precisamente en las áreas donde tienen lugar los procesos del
pensamiento superior. Cuando se suman estos hallazgos a la observación confirmada
de que las ramificaciones filamentosas (denominadas dendritas) de muchas neuronas
continúan creciendo en las personas sanas de edad avanzada —que no padezcan la
enfermedad de Alzheimer—, las posibilidades son fascinantes: los neurocientíficos
pueden haber descubierto realmente la fuente de esa sabiduría que, en nuestra imagen
ideal de la vejez, podemos acumular con el paso de los años.
Así pues, excepto en áreas muy localizadas, la corteza no sólo pierde neuronas,
sino que casi todas las que conserva muestran signos de envejecimiento a medida que
el recambio de las piezas intracelulares se va haciendo menos eficiente. El resultado
final es que el volumen del cerebro es menor que en la juventud, y que no funciona
tan bien. En la vida de cada día, esto se manifiesta en esa mayor lentitud que
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observamos en las personas mayores y también pronto en nosotros mismos. El
cerebro se vuelve perezoso en sus funciones y en su capacidad para superar las
lesiones biológicas. Se recupera menos eficientemente de los sucesos que amenazan
su supervivencia.
De estos sucesos, uno de los más peligrosos es la interferencia en el suministro de
sangre. Cuando se interrumpe el fluido sanguíneo en alguna región del cerebro (una
catástrofe que normalmente ocurre de repente), se produce la disfunción o muerte
inmediata del tejido nervioso de cuyo riego se encarga la arteria obstruida. Esto es
precisamente lo que se conoce con el término de ictus (ataque o accidente
cerebrovascular). El ictus puede ocurrir por diversas razones, pero la más común en
los ancianos es la aterosclerosis, que bloquea las ramas de los dos grandes vasos que
nutren el cerebro: las arterias carótidas internas izquierda y derecha.
Aproximadamente el 20 por ciento de las víctimas hospitalizadas por ictus muere
poco después del episodio y otro 30 por ciento requiere asistencia a largo plazo o en
una institución hasta su muerte.
Aunque los certificados de defunción de las víctimas de ictus se han adornado a
menudo con términos tales como «accidente cerebrovascular» (ACV) o «trombosis
cerebral» (hoy, la palabra más apropiada es la más simple y global de ictus), más
significativo que la nomenclatura es el número escrito en el espacio en blanco para la
edad; casi siempre es elevada. Los hombres y mujeres que superan los setenta y cinco
años tienen un riesgo diez veces mayor de sufrir un ictus que quienes están entre los
cincuenta y cinco y los cincuenta y nueve. De hecho, «accidente cerebrovascular» fue
lo que se escribió en el certificado de defunción de mi abuela. Sin embargo, yo sé qué
ocurrió realmente, y lo sabía incluso entonces. Aunque el médico nos explicó lo que
significaban esas palabras, su diagnóstico me impresionó poco y menos aún hoy.
Si él hubiera querido llamar al ACV de mi Bubbeh el hecho terminal o algo
parecido, yo lo habría comprendido, pero afirmar que el proceso que yo había estado
observando durante dieciocho años había finalizado en una enfermedad aguda
determinada, bueno, eso era ilógico.
No es simplemente una cuestión de semántica. La diferencia entre el ACV como
hecho terminal y el ACV como causa de muerte es la diferencia entre una concepción
del mundo que reconoce el curso inexorable de la historia natural y otra que cree que
luchar contra las fuerzas que estabilizan nuestro entorno y nuestra civilización misma
pertenece al ámbito de la ciencia. No soy ludita, me enorgullezco de las magníficas
bendiciones de los avances científicos modernos. Sólo pido que empleemos nuestros
crecientes conocimientos con creciente sabiduría. En los siglos XVII y XVIII, los
primeros exponentes del método experimental y, por lo tanto, de la ciencia, hablaban
a menudo de lo que denominaban economía animal, y de la economía de la naturaleza
en general. Si les comprendo bien, se referían a esa suerte de ley natural que existe
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para preservar el entorno terrestre y sus formas de vida. Pienso que esa ley natural
evolucionó de acuerdo con los principios darwinianos de supervivencia del planeta,
como cada especie de plantas o animales. Para que esto continúe, la humanidad no
puede permitirse destruir el equilibrio —o la economía— manipulando uno de sus
elementos más esenciales que es la constante renovación dentro de las especies
individuales y la vigorización que la acompaña. En el caso de plantas y animales, la
renovación requiere que la muerte la preceda, de modo que los agotados puedan ser
reemplazados por los vigorosos. Este es el sentido de los llamados ciclos de la
naturaleza. No hay nada patológico o enfermizo en la secuencia; de hecho, es la
antítesis de la enfermedad. Llamar a un proceso natural por el nombre de una
enfermedad es el primer paso en el intento de curarlo y de ese modo bloquearlo.
Bloquearlo es el primer paso para impedir la continuación de exactamente lo que
intentamos preservar, que es, después de todo, el orden y el sistema de nuestro
universo.
En consecuencia, Bubbeh tenía que morir, como tú y yo tendremos que hacerlo un
día. De la misma manera que había presenciado el declive de la fuerza vital de mi
abuela, estuve presente cuando dio el primer signo de su final. Una mañana como las
demás, temprano, Bubbeh y yo estábamos haciendo las cosas habituales. Había
terminado de desayunar hacía sólo unos minutos, y estaba aún inclinado sobre la
sección de deportes del Daily News, cuando me di cuenta de que había algo muy
extraño en la forma en que Bubbeh intentaba limpiar la mesa de la cocina. Aunque
hacía mucho que nos habíamos dado cuenta de que esas tareas domésticas estaban
fuera de su alcance, nunca había dejado de intentarlo y parecía no darse cuenta de que
uno u otro de nosotros siempre repetía el mismo trabajo después de que ella saliera
renqueando de la habitación. Pero cuando levanté los ojos del periódico, vi que sus
amplios movimientos circulares eran más ineficaces de lo habitual. La mano con la
que limpiaba se movía de forma errática, como si actuara por sí misma sin plan ni
dirección. Los círculos dejaron de ser círculos y pronto se convirtieron en meros
tirones, lánguidos e inútiles, del paño húmedo que apenas se sostenía en su fláccida
mano, colocada sobre la mesa sin propósito ni fuerza. Su cara estaba de frente.
Parecía mirar algo fuera de la ventana, más allá de mi silla, en vez de la mesa que
tenía delante. Sus ojos ciegos mostraban la opacidad del olvido; su cara era
inexpresiva. Aun la más impasible de las caras muestra algo, pero en ese instante de
absoluto vacío yo supe que había perdido a mi abuela. Grité «Bubbeh, Bubbeh», pero
no sirvió de nada. Ya no podía oírme. El paño se deslizó de su mano y Bubbeh se
desplomó silenciosamente, cayendo al suelo.
Corrí hacia ella y la llamé otra vez, pero mis gritos fueron tan inútiles como mis
intentos de comprender lo que estaba pasando. De algún modo —no recuerdo nada de
esos momentos— la recogí y la llevé tambaleándome a la habitación que
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compartíamos. La dejé tumbada en mi cama. Respiraba ruidosamente y en estertores.
El aire penetraba larga y profundamente por un lado de su boca y le hinchaba la
mejilla con el golpeteo de una vela mojada al viento cada vez que era expulsado por
unos ruidosos fuelles en las profundidades de su garganta. No puedo recordar qué
lado era, pero la mitad de su cara tenía un aspecto fláccido y sin tono. Fui corriendo
al teléfono y llamé a un médico cuya consulta no estaba muy lejos. Después llamé a
mi tía Rose al taller de confección de la Séptima Avenida donde trabajaba. Rose llegó
antes de que el médico se librara de todos los pacientes que llenaban su sala de espera
a primera hora de la mañana, pero nosotros sabíamos que de todas formas no podía
hacer nada. Cuando llegó, nos dijo que Bubbeh había sufrido un ictus, y que no le
quedaban más de unos días de vida.
Ella desmintió la predicción del doctor, y resistió. Nosotros hicimos lo mismo,
negándonos a dejarla ir; nunca se nos ocurrió que pudiéramos hacer otra cosa. A
partir de entonces, Bubbeh ocupó mi cama, tía Rose la cama doble que había
compartido con su madre y Harvey me trajo su cama plegable de la habitación en la
que dormían él y mi padre. Al quedarse sin cama, tuvo que pasar las catorce noches
siguientes en el sofá del cuarto de estar.
A las cuarenta y ocho horas, presenciamos la más desalentadora de las muchas
crueldades con las que la vida empieza a abandonar a sus más viejos amigos: el
deteriorado sistema inmunológico de Bubbeh y sus viejos pulmones gastados no
pudieron resistir el devastador asalto de los microbios. El sistema inmunológico es la
fuerza invisible que nos permite responder al ataque de enemigos potencialmente
letales que también son invisibles. Sin nuestro conocimiento o participación
consciente, las silenciosas células y moléculas del sistema inmunológico están
adaptándose continuamente a las circunstancias cambiantes de la vida diaria y sus
peligros invisibles. La naturaleza, nuestro escudo más fuerte y, necesariamente,
nuestro enemigo más fuerte, nos ha revestido y saturado de ellas, a fin de que
podamos sobrevivir a esos encuentros perpetuos con el entorno que ha creado (y que
trata de preservar), al mismo tiempo que desafía a todo ser vivo a que venza los
peligros con que le acechan sus pruebas constantes. Cuando envejecemos, la capa
protectora se desgasta y el fluido se seca: nuestro sistema inmunológico, como todo
lo demás, nos falla cada vez más.
El deterioro del sistema inmunológico ha sido uno de los principales temas de
investigación de los geriatras. Se ha demostrado que hay fallos no sólo en la respuesta
del cuerpo anciano, sino también en los mecanismos de vigilancia por los que se
reconoce a los atacantes. Al enemigo le resulta más fácil penetrar en la fortaleza
eludiendo a los viejos vigilantes del sistema inmunológico; una vez dentro,
sobrepasan a los débiles defensores. En el caso de mi Bubbeh, el resultado fue una
neumonía.
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William Osler tenía dos opiniones sobre la neumonía de los ancianos. En la
primera de las catorce ediciones de The Principles and Practice of Medicine la
consideraba «el enemigo más encarnizado de la vejez», pero en otro lugar afirmó
algo muy diferente: «Bien puede llamarse a la neumonía la amiga de los ancianos. Se
los lleva con una enfermedad aguda, corta, con frecuencia no dolorosa,
permitiéndoles escapar así a ese frío descenso gradual en la decrepitud, que hace tan
angustiosa la última etapa».
No recuerdo si el médico prescribió penicilina para combatir «a la amiga de los
ancianos», pero lo dudo. Egoístamente quizás, yo no quería que Bubbeh muriera, ni
tampoco nadie de nuestra familia. El médico habría sido mucho más realista y
clarividente que nosotros, que nos negábamos a dejarla marchar.
La comatosa inmovilidad de Bubbeh y la pérdida del reflejo de la tos le impedían
expectorar las secreciones viscosas que le resonaban en la tráquea cada vez que
respiraba. Harvey fue a la farmacia de la esquina y allí encontró un aparato que podía
usarse para aspirar las flemas cada vez más purulentas que ascendían de los pulmones
de Bubbeh en un gorgoteo que anunciaba su muerte inminente. El instrumento, que
consistía en dos tubos de goma separados por una cámara de cristal, permitía
succionar las flemas cada vez que se acumulaban. Para ello había que introducir un
extremo en la tráquea de Bubbeh y el otro en la propia boca. Ni siquiera tía Rose
podía soportarlo, y yo sólo de vez en cuando, así que se convirtió en el regalo de
Harvey a su Bubbeh, o al menos nosotros lo considerábamos un regalo.
Gracias a esto, y sin duda a un cambio de opinión del propio Ángel de la Muerte
(para mí, una figura imaginaria, pero una realidad que tomaban muy en serio los
creyentes del Viejo Mundo), Bubbeh sobrevivió a la neumonía, e incluso sobrevivió
al ictus. Quizás nuestras lágrimas y nuestros rezos fueron más importantes que el
aparato succionador de Harvey y los retazos de fuerza que le restaban a su
quebrantado sistema inmunológico. Como quiera que fuese, salió lentamente del
coma, recuperó el habla en buena medida e incluso una cierta movilidad, y vivió
todavía durante unos meses casi como antes, más para nosotros que para ella misma.
Finalmente, se agotaron sus días y sucumbió al segundo ictus en las primeras horas
de la mañana de un frío viernes de febrero. De acuerdo con la ley judía, su cuerpo fue
enterrado al atardecer de ese mismo día.
Tengo lo que algunos llaman una memoria fotográfica. Aunque a veces me
abandona cuando más necesito sus imágenes, casi siempre ha registrado la crónica de
mi vida como un aliado fiable. Pero en mi vasto almacén de imágenes hay algunas
que preferiría olvidar. Una de ellas es la de un chico de dieciocho años solo, de pie
junto al sencillo ataúd de pino de una anciana, a la que casi no reconoce, aunque
apenas doce horas antes ha besado, bañado en lágrimas, sus inmóviles mejillas. El
cuerpo que yacía en el ataúd parecía tan diferente de Bubbeh… Estaba contraído y
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tan blanco como la cera. Abandonado por la vida, aquel cadáver se había encogido.
Hoy en día los médicos se forman para pensar sólo en la vida y en las
enfermedades que la amenazan. Incluso los patólogos que practican las autopsias
buscan claves para curar que, en definitiva, beneficiarán a los vivos; en esencia, lo
que hacen es atrasar el reloj unas horas o unos días hasta un momento en que el
corazón todavía palpitaba, para reconstruir el crimen que arrebató la vida a su
paciente. Quienes piensan con más claridad en la muerte son generalmente los
filósofos o los poetas, no los médicos. No obstante, ha habido médicos que han
comprendido que la muerte y sus consecuencias no están fuera de los límites de la
condición humana y, por consiguiente, merecen la atención de alguien que ha hecho
de curar su profesión.
Uno de ellos fue Thomas Browne, quien vivió en ese extraordinario siglo XVII,
cuando el método científico y el razonamiento inductivo comenzaron por primera vez
a influir en el pensamiento de las personas instruidas y les hizo cuestionarse las
verdades tan queridas de su padres. En 1643, Browne publicó una pequeña joya de la
literatura de contemplación: Religio Medici (La religión de un médico), que describió
como «un ejercicio personal dirigido a mí mismo». Esta pequeña obra maestra
generalmente se publica junto con una compilación de la lenta agonía de un
moribundo titulada A Letter to a Friend, en la que el autor escribe: «Quedó reducido
casi a la mitad de sí mismo y dejó tras de sí buena parte que no se llevó a la tumba».
¡Cuán a menudo he acompañado a familias que velaban a un moribundo y he sido
testigo de su incredulidad cuando este proceso les presenta un espectáculo casi
siempre insoportable! Se preguntan por qué es diferente de lo que esperaban y por
qué aparentemente tienen que soportar ellos solos lo que les parece un sufrimiento
único. Esta era la exclusividad que, según creía yo, se me había obligado a vivir con
la muerte de Bubbeh y más tarde con la imagen de aquel cadáver extraño.
La fuerza de la vida llena nuestros tejidos con su pulsante vibración y les insufla
el orgullo de estar vivos. Tanto si parte súbitamente, como le sucedió a Irv Lipsiner, o
con un prolongado gemido, como a Bubbeh, a menudo deja atrás un objeto irreal y
contraído. Cuando Charles Lamb contempló el cadáver del popular actor inglés R. W.
Elliston, se vio impulsado a escribir: «¡Dios mío, qué pequeño se ha quedado! Así
estaremos todos —reyes y emperadores—, despojados para el último viaje». Por su
parte, Browne escribía: «La muerte no me inspira tanto miedo como vergüenza; es la
gran desgracia e ignominia de nuestra naturaleza que pueda desfigurarnos en un
momento de tal manera que nuestros amigos más íntimos, nuestra esposa y nuestros
hijos, se asusten y sobresalten al vernos».
Las palabras de Thomas Browne, o las de Lamb, habrían podido consolarme ante
el ataúd de mi abuela. Aquel día habría sido sin duda mucho más fácil para mí, y su
recuerdo menos doloroso, si hubiera sabido que no sólo mi abuela, sino que todas las
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personas empequeñecen con la muerte; cuando parte el espíritu humano, se lleva
consigo la materia vital de la existencia. Luego sólo queda el cuerpo inanimado, que
es lo menos importante de todas las cosas que nos hacen humanos. Recordando
aquellos años que acababan de terminar, también podría haber reconocido la
universalidad de la experiencia de la muerte en otra frase del libro de Browne: «No
sabemos con qué dolores y esfuerzos venimos al mundo, pero de ordinario no es tarea
fácil salir de él».
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IV
Las puertas de la muerte para los ancianos
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u otra manera, el que se llevará a la mayor parte de nosotros. Opera asfixiando los
tejidos de sus víctimas. El flujo de sangre se detiene esencialmente por la misma
razón que en el caso de las coronarias. La formación del ateroma ha alcanzado el
punto crítico en el que una rama de una de las arterias carótidas internas está
completamente obstruida. La oclusión puede deberse a la terminación del proceso
aterosclerótico en esa misma rama o a que se haya desprendido un trozo de placa de
la pared de una arteria mayor y haya sido propulsado como un émbolo hacia el
cerebro, taponando un vaso ya comprometido.
Por otra parte, el ACV y la isquemia que le acompaña pueden obedecer a otra
manifestación de este vasto síndrome de la enfermedad cerebrovascular, esto es, a
una hemorragia cerebral, que en los ancianos casi siempre se debe a una hipertensión
de larga duración. Debilitada ya la pared por largos años de presión anormalmente
alta, el frágil vaso aterosclerótico finalmente cede en algún punto concreto y se
produce un escape de sangre en el tejido cerebral circundante. La hemorragia
intracerebral de este tipo conlleva una tasa de mortalidad dos veces más elevada que
el 20 por ciento que se suele atribuir a los accidentes vasculares oclusivos. La
hemorragia es la causa de aproximadamente el 25 por ciento de los accidentes
vasculares, y la oclusión vascular del resto.
Es necesaria mucha energía para mantener la máquina del cerebro funcionando
eficientemente. Casi toda se obtiene de la capacidad de los tejidos para descomponer
la glucosa en sus componentes de dióxido de carbono y agua, un proceso bioquímico
que requiere un alto nivel de oxígeno. El cerebro no tiene ningún medio de almacenar
glucosa; depende del aporte constante e inmediato de la sangre arterial circulante.
Obviamente, se puede decir lo mismo del oxígeno. Bastan unos minutos para que el
cerebro isquémico agote estos dos elementos y se asfixie. Las neuronas son
extremadamente sensibles a la isquemia; entre 15 y 30 minutos después del inicio de
la carencia empiezan a producirse cambios destructivos irreversibles. Al cabo de una
hora del comienzo de la isquemia es inevitable el infarto de partes importantes del
tejido cerebral.
Los síntomas causados por la destrucción celular varían dependiendo de qué vaso
esté ocluido. Aunque por lo menos media docena de ramas de la carótida interna son
particularmente susceptibles de obstruirse, las implicadas más frecuentemente en el
accidente isquémico son una de las dos arterias cerebrales medias. La arteria cerebral
media (ACM) aporta sangre a la mayor parte de la superficie lateral del hemisferio
cerebral y a algunos centros que se hallan muy por debajo de la corteza. La ACM
alimenta las principales áreas sensoriales y motoras de la corteza, áreas que están
implicadas en los movimientos de las manos y de los ojos, así como al tejido
sensorial de la audición. Irriga la región que interviene en lo que se denominan
«funciones mentales superiores», tales como la percepción, el pensamiento
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organizado, los movimientos voluntarios y la coordinación integrada de todas estas
capacidades. En el lado dominante del cerebro (el lado derecho para los zurdos y el
izquierdo para el 85 por ciento restante), la ACM nutre las áreas sensoriales y
motoras del lenguaje. Esta particular distribución explica por qué tantas víctimas de
accidentes vasculares pierden la capacidad de expresarse y de comprender el lenguaje
hablado y escrito.
Muchos accidentes vasculares de la ACM están causados no por una verdadera
oclusión local, sino por trozos de material desprendidos de un ateroma de la arteria
carótida interna principal, o provenientes del corazón mismo en forma de partículas
de antiguos coágulos. Las partículas liberadas se convierten en émbolos. Aquí
encontramos otro de los términos creados por Rudolf Virchow. Émbolos, en griego
«cuña» o «tapón», a su vez deriva de dos palabras que significan «echar» o «arrojar».
Literalmente, pues, un tapón ha sido lanzado a la arteria, tapón que será propulsado
por la corriente sanguínea hasta que se encaje en un punto estenosado del vaso, que
quedará completamente bloqueado. Cuando la obstrucción no ha sido causada por un
émbolo, suele deberse a que se ha completado la formación de un ateroma. En ambos
casos el tejido nutrido por el vaso pierde instantáneamente su fuente de oxígeno y de
glucosa y en unos minutos se lesiona lo suficiente como para mostrar síntomas. Si el
bloqueo no se deshace rápidamente, ese área del cerebro muere por infarto.
Si hubiera que nombrar el factor universal de todas las muertes, tanto a nivel
celular como planetario, éste sería sin duda la pérdida de oxígeno. Según se cuenta, el
Dr. Milton Helpern, que durante veinte años fue Jefe de Sanidad de la ciudad de
Nueva York, lo expuso muy claramente en una sola frase: «La muerte se puede deber
a una amplia variedad de enfermedades y trastornos, pero en todos los casos, la causa
fisiológica subyacente es el colapso del ciclo de oxigenación corporal». Por simple
que le parezca a un sutil bioquímico, esta frase engloba todo.
Muchos accidentes cerebrovasculares (ACV) son tan imperceptibles que causan
pocos síntomas inmediatos, o ninguno, que indiquen lo que ha sucedido. Pero con el
tiempo, estos pequeños ACVs se acumulan, y sus efectos se van haciendo evidentes
incluso para un observador superficial. Walter Álvarez, un gran clínico de la
generación anterior que ejerció en Chicago, contó en una ocasión que «una
clarividente anciana» le había dicho: «la muerte sigue quitándome trocitos». Su
descripción clínica lo expone con claridad:
Ella se daba cuenta de que tras cada ataque de mareos, aturdimiento o desvanecimiento, estaba un poco
más vieja, un poco más débil, y un poco más cansada; su paso se hacía más incierto, su memoria menos
fiable, su escritura menos legible y su interés por la vida disminuía. Sabía que desde hacía diez años o más,
había estado avanzando paso a paso hacia la tumba.
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El estado de casi el 10 por ciento de los ancianos diagnosticados de demencia se
debe a una serie de pequeños ACVs, un concepto popularizado por Álvarez en 1946,
después de observarlo en su propio padre. Denominado ahora demencia por multi-
infartos, el proceso se caracteriza por una serie irregular de pequeños
empeoramientos que se producen repentinamente. Es interesante señalar que Alois
Alzheimer describió esta forma de arteriesclerosis cerebral por primera vez en 1899,
ocho años antes de que introdujera una noción de deterioro intelectual completamente
diferente que ahora lleva su nombre.
El sutil proceso de infartos cerebrales puede prolongarse durante largo tiempo,
acumulándose las pérdidas de la función cerebral de manera irregular pero progresiva
durante una década o más, hasta que un accidente cerebrovascular importante o algún
otro proceso letal pone término bruscamente a esta lenta progresión.
Los infartos importantes por accidentes vasculares de la ACM dan lugar a
pérdidas sensoriales y debilidades motrices que son más acusadas en la parte de la
cara y en las extremidades del lado opuesto al lado del cerebro en que se ha
producido el accidente vascular; tales infartos también causan afasia —la pérdida de
la capacidad de expresarse—, aunque la comprensión suele conservarse
razonablemente bien. La oclusión de otros vasos produce un abanico completo de
síntomas, que dependen no sólo del área regada por el vaso, sino también de la
nutrición que pueda aportar la circulación colateral de los vasos cercanos no
afectados. Trastornos del lenguaje, de visión, parálisis y pérdidas sensoriales,
problemas de equilibrio: éstas son las manifestaciones más frecuentes de los
accidentes cerebrovasculares.
Los ACVs importantes a menudo producen coma. Si son lo suficientemente
graves, extensos, o si van seguidos de complicaciones, tales como una disminución
de la tensión sanguínea o del gasto cardíaco debidos a insuficiencia o a arritmias, la
recuperación es imposible y el área de isquemia incluso puede aumentar. Si este
empeoramiento sobrepasa un determinado nivel, el tejido cerebral comienza a
edematizarse. Al hallarse encerrado en el rígido cráneo, el cerebro hinchado sufre
además por la presión contra las membranas que lo cubren y su encasillamiento óseo,
y, de hecho, una parte puede desplazarse por un pliegue de esas membranas que
separa el cerebro «superior» del «inferior», o tronco cerebral: la parte que piensa de
la parte que interviene en los mecanismos más automáticos, como el control cardíaco
y respiratorio, las funciones digestivas y urinarias, etc. Cuando esto sucede, la presión
origina un daño tan grande en los centros del tronco cerebral que controlan el corazón
y la respiración que, al poco tiempo, sobreviene la muerte, bien sea por arritmia o por
insuficiencia cardíaca y respiratoria.
El colapso de las funciones vitales es sólo una parte de los mecanismos por los
que el accidente vascular mata aproximadamente al 20 por ciento de sus víctimas, o
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más aún si la causa es una hemorragia hipertensiva. Si la lesión cerebral alcanza un
punto determinado, todos los controles normales dejan de funcionar. Una diabetes
preexistente a veces se dispara tanto que el grado de acidez sanguínea pone en peligro
la vida de la persona; el funcionamiento de los pulmones a veces se ve impedido por
la parálisis de los músculos de la pared torácica; la presión sanguínea puede elevarse
hasta niveles peligrosos; en fin, éstas son las complicaciones letales más frecuentes
de los grandes accidentes cerebrovasculares. Y, además, está la vía que se llevó a mi
Bubbeh: la neumonía. Más que ningún otro sistema orgánico, exceptuando la piel, los
pulmones de los ancianos están sometidos a todas las agresiones que nuestro
contaminado entorno es capaz de infligirles. Sea por haber perdido su elasticidad por
esta razón, o simplemente por el proceso normal de envejecimiento, el paso del
tiempo reduce la capacidad del pulmón de inflarse y desinflarse del todo. Los
mecanismos para eliminar la mucosidad se debilitan y las vías aéreas ya estenosadas
tienden cada vez más a llenarse de materias residuales. La situación empeora por la
incapacidad para mantener la humedad y temperatura apropiadas en las ramas
bronquiales más finas. Estas debilidades estrictamente físicas se ven agravadas por
una disminución de la producción de anticuerpos locales a consecuencia de la menor
capacidad de respuesta del sistema inmunológico de las personas mayores.
Los microbios de la neumonía están al acecho de que aparezca alguna otra
agresión que inhiba aún más las ya dañadas defensas de los ancianos. El coma es su
perfecto aliado. Elimina todo modo consciente de resistir a sus ataques e incluso
destruye un mecanismo de seguridad tan básico como es el reflejo de la tos.
Cualquier regurgitación o materia extraña que, en circunstancias normales, sería
expulsada al primer signo de invasión de la vía aérea, se convierte en el vehículo en
el que los gérmenes alcanzan triunfalmente los tejidos respiratorios. Entonces, los
alvéolos, microscópicos saquitos de aire, se hinchan y son destruidos por la
inflamación. Como resultado, el intercambio de gases no puede realizarse
adecuadamente y disminuye el oxígeno sanguíneo, mientras que el dióxido de
carbono puede acumularse hasta que sea imposible el mantenimiento de las funciones
vitales. Cuando los niveles de oxígeno descienden por debajo de un punto crítico, el
cerebro lo manifiesta con la muerte de nuevas células y el corazón con fibrilación o
parada. La neumonía triunfa.
El ataque fulminante de la neumonía tiene aun otra forma de matar: sus pútridos
cuarteles generales en el pulmón actúan como un foco desde el cual los organismos
asesinos pueden entrar en la corriente sanguínea y extenderse por todos los órganos
del cuerpo. Este proceso, denominado sepsis o septicemia, desencadena una serie de
procesos fisiológicos que acaban en el colapso de la totalidad de los órganos:
pulmones, vasos sanguíneos, ríñones e hígado, con un drástico descenso de la presión
sanguínea a niveles de shock, que va seguido de la muerte. En la septicemia, aun los
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antibióticos más fuertes no consiguen con frecuencia detener el arrollador asalto de
los microbios.
Ya sea la causa terminal la neumonía, la insuficiencia cardíaca o la acidosis de
una diabetes imposible de controlar, el hecho más señalado del accidente
cerebrovascular es que siempre se presenta en compañía de sus amigos, omnipresente
destacamento de asesinos de los ancianos. El accidente cerebrovascular simplemente
forma parte del amplio espectro de la enfermedad cerebrovascular terminal, cuyo
decidido curso, aunque puede acelerarse debido a negligencias, es imposible de
detener. Henry Gardiner, que compiló la edición de 1845 de los escritos de Thomas
Browne antes citada, ha introducido en el apéndice una larga cita de Francis Quarles,
una figura literaria del siglo XVII, que muy acertadamente dijo: «Está en manos del
hombre acelerar por omisión o acortar activamente, pero no alargar o extender los
límites de la vida natural». Y luego, en un destello de sublime sabiduría, Quarles
añadió: «Sólo posee (si acaso) el arte de alargar su vela el que sabe servirse mejor de
ella». No hay ninguna manera de apartar la vejez de su oscuro destino, pero una vida
plena compensa en calidad lo que no puede añadir en cantidad.
Como los estadísticos, muchos médicos, especialmente los que pasan la mayor
parte de su tiempo en el laboratorio, no creen que se pueda morir de viejo. Al leer el
relato de los últimos días de mi Bubbeh, sin duda habrán advertido ya que las
neumonías y las infecciones se han convertido, después de todo, en la segunda causa
identificable más frecuente de la muerte cuando se ha alcanzado la muy avanzada
edad de ochenta y cinco años, siendo la arteriosclerosis la primera. Como mi abuela
sufrió las dos, podrían decir que la forma en que murió apoya su punto de vista y
supone un argumento a favor de la intervención decidida para tratar dichas patologías
con el fin de prolongar la vida. Para mí, esto es sofística más que ciencia.
Admito que esta opinión no carece de fundamento, pero es evidente que la vida
tiene sus límites naturales inherentes. Cuando se alcanzan esos límites, la vela de la
vida, aun en ausencia de una enfermedad específica o accidente, simplemente se
apaga.
Afortunadamente, la mayor parte de los médicos de cabecera que se dedican a
atender ancianos han comprendido esto. Hay que aplaudir a los geriatras por las
grandes aportaciones que ya han hecho para dilucidar las patologías que afligen a
aquellos cuyas fuerzas se van extinguiendo, pero mucho más merecen nuestra
admiración por la compasión que ponen en su trabajo. Hace poco he hablado de esto
con el profesor de geriatría de mi facultad, el doctor Leo Cooney, que más tarde
resumió su punto de vista en dos párrafos esenciales de una carta:
La mayor parte de los geriatras están en la primera línea de quienes se muestran partidarios de abstenerse
de toda intervención decidida que sólo esté destinada a prolongar la vida. Son los geriatras los que están
constantemente desafiando a los nefrólogos [especialistas del riñón] que dializan a personas muy ancianas,
a los neumólogos [especialistas del pulmón] que intuban a personas que no tienen ninguna calidad de vida,
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e incluso a los cirujanos que parecen incapaces de abandonar su bisturí con pacientes para quienes la
peritonitis representaría una muerte compasiva.
Queremos mejorar la calidad de vida de los ancianos, no prolongar su duración. Así, aspiramos a que
los ancianos sean independientes y lleven una vida digna durante el mayor tiempo posible. Trabajamos
para reducir la incontinencia, disminuir la confusión y ayudar a las familias que se enfrentan con
enfermedades devastadoras como la de Alzheimer.
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inevitable. Dando a sus manifestaciones nombres científicos de enfermedades
tratables, demasiados especialistas a los que los ancianos acuden en busca de
asistencia mantienen sus enigmas y su fascinación. También creen dar a los pacientes
cierta esperanza, que al final siempre resulta ser injustificada. Hoy en día, tomando
un término de la jerga de moda, no es políticamente correcto admitir que algunas
personas mueren de edad avanzada.
¿Cabe alguna duda de que el proceso físico intrínsecamente asociado con el
envejecimiento hace a los individuos cada vez más vulnerables a la muerte?, ¿cabe
alguna duda de que cada año somos menos capaces de reunir las suficientes fuerzas
para repeler los peligros mortales que acechan constantemente a nuestro alrededor?,
¿cabe alguna duda de que esta creciente incapacidad es el resultado de un
debilitamiento gradual de nuestros tejidos y nuestros órganos? ¿Cabe alguna duda de
que el debilitamiento se debe a un deterioro general de las estructuras y de las
funciones normales? ¿Cabe alguna duda de que un deterioro general, se produzca en
un motor o en un hombre, conducirá finalmente a que deje de funcionar? ¿Cabe
alguna duda de que Thomas Jefferson sabía de lo que estaba hablando?
En realidad, la lúcida observación de Jefferson es muy anterior. En el libro de
medicina más antiguo que existe, el Huang Ti Nei Ching Su Wen (El Clásico de
Medicina Interna del Emperador Amarillo), escrito hace unos 3500 años, el eminente
médico Chi Po instruye al mítico emperador sobre la vejez. Le dice:
Cuando un hombre envejece sus huesos se vuelven secos y frágiles como la paja [osteoporosis], su carne se afloja,
y su tórax se llena de aire [enfisema] y le duele el estómago [indigestión crónica]; tiene una sensación incómoda
en su corazón [angina o la fibrilación de una arritmia crónica], la nuca y los hombros se contraen, y su cuerpo arde
de fiebre [frecuentes infecciones del tracto urinario], sus huesos se quedan descarnados [pérdida de la masa magra
muscular] y sus ojos se vuelven saltones y se debilitan. Cuando se puede observar el pulso del hígado
[insuficiencia cardíaca derecha], pero el ojo ya no puede reconocer una costura [cataratas], sobrevendrá la muerte.
El límite de la vida de un hombre se percibe cuando ya no puede vencer sus enfermedades; entonces le ha llegado
la hora de la muerte.
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término de nuestra generación, no debemos pretender entrar en los dominios de otra».
Si la naturaleza obra de manera que «no entremos en los dominios de otra» (y la
simple observación lo confirma), debe disponer de algún mecanismo que garantice
que, como las hojas de Homero, poco a poco alcancemos un estado en el cual «nos
extingamos y hagamos sitio para que otros crezcan», como decía el caballero y
granjero Jefferson. Científicos de toda clase han intentado identificar este mecanismo
en los seres vivos, pero aún no sabemos con certeza qué es.
Básicamente, hay dos líneas diferentes de razonamiento para explicar el proceso
de envejecimiento. Una hace hincapié en el daño progresivo que sufren las células y
los órganos por el proceso de cumplir sus funciones normales en el entorno cotidiano.
Se habla entonces de la teoría del «desgaste natural». La otra atribuye el
envejecimiento a la predeterminación genética de la duración de la vida, que
controlaría no sólo la longevidad de las células individuales, sino también la de los
órganos y todo el organismo. En la exposición de esta última tesis se recurre
frecuentemente a la imagen de una «cinta genética» que se pone en marcha en el
instante de la concepción y ejecuta un programa secuencial que establece no sólo la
hora de la muerte (al menos, en sentido metafórico), sino también la hora en la que
empiezan a escucharse las notas que anuncian la muerte. Llevándolo a sus últimas
consecuencias, esta teoría significaría, por ejemplo, que el día o la semana en que se
produce la primera división celular de un cáncer ya ha sido determinado en el
momento en el que ese mismo acontecimiento se produce en el óvulo recién
fecundado.
Tal como la emplean los partidarios de la teoría del «desgaste natural», la palabra
«entorno» se refiere tanto al entorno del planeta como al que se halla en el interior y
alrededor de la célula misma. Puede ser que factores como la radiación básica (tanto
la solar como la industrial), los contaminantes, los microbios y las toxinas de la
atmósfera lentamente originen daños que modifiquen la naturaleza de la información
genética transmitida por las células a su descendencia. Incluso es posible que el
entorno no desempeñe ningún papel y que la alteración de la información sea
resultado de errores fortuitos en la transmisión. De cualquier modo, las alteraciones
acumuladas en el ADN pueden causar errores en la función de la célula que
conduzcan a su muerte y a esos cambios evidentes en el conjunto del organismo que
se manifiestan en el envejecimiento. Este proceso de franca muerte celular es
denominado por algunos «catástrofe por errores».
Algunos de los peligros ambientales se originan en el interior de los tejidos y de
la célula. Ya he descrito el bombardeo continuo que afecta a la naturaleza básica de
las moléculas, pero también hay otros mecanismos. Para mantener la buena salud, las
células tienen que descomponer los productos tóxicos de su propio metabolismo. Si
este mecanismo no funciona a la perfección, los subproductos dañinos pueden
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acumularse y afectar no sólo a la función de la célula, sino también al ADN. Es una
idea muy extendida que el factor principal del proceso de envejecimiento es el
desarrollo de errores en el ADN, obedezcan éstos al entorno, a errores fortuitos en la
transmisión o a los productos tóxicos del metabolismo.
Aunque no debemos tomar demasiado en serio el tremendismo de los profetas
fatalistas de la Nueva Era, no hay duda de que algunos de sus shibboleths [3] como los
aldehídos y los radicales libres del oxígeno merecen nuestra atención porque pueden
desempeñar un papel en el deterioro y envejecimiento del protoplasma si no son
apropiadamente degradados en sustancias menos peligrosas. Un radical libre es una
molécula cuya órbita externa contiene un número impar de electrones. Estas
estructuras son extremadamente reactivas, porque sólo pueden estabilizarse ganando
un electrón o perdiendo el que está sin pareja. La extremada reactividad de los
radicales libres los ha convertido en culpables o héroes de múltiples teorías
biológicas que van desde los orígenes mismos de la vida en este planeta hasta los
mecanismos del envejecimiento. Algunos de los defensores más acérrimos de la
prolongación de la vida están convencidos de que una dosis extra de betacarotenos o
de vitamina E o C en la dieta rescataría nuestros tejidos del efecto oxidante de los
radicales libres. Por desgracia, todavía no hay pruebas definitivas de que estén en lo
cierto.
La segunda de las dos principales teorías del envejecimiento es la que propone
que todo proceso está predeterminado por factores genéticos. De acuerdo con la
misma, dentro de cada ser vivo hay un programa genético cuya función sería ir
cerrando poco a poco el proceso fisiológico de la vida normal y, finalmente, de la
vida en general. Entre los humanos, esto ocurriría de distintas maneras según las
personas o, al menos, sus aspectos más señalados variarían en cada uno de nosotros;
de ahí los distintos fenómenos que se observan como la pérdida de la inmunidad, el
arrugamiento de la piel, el crecimiento de tumores, el comienzo de la demencia, la
menor elasticidad de los vasos sanguíneos y muchos otros procesos de la senectud.
La teoría genética recibió un enorme impulso hace casi treinta años, cuando el Dr.
Leonard Hayflick demostró que, al cabo de cierto tiempo, las células humanas
cultivadas en laboratorio empiezan a dividirse cada vez menos y acaban por morir. El
máximo número de divisiones celulares siempre era finito, y estaba alrededor de
cincuenta. Los estudios se realizaron en un tipo de células universales llamadas
fibroblastos, que constituyen la estructura básica de todos los tejidos del cuerpo, y los
hallazgos pueden extrapolarse a otras células. La aparentemente infinita capacidad de
reproducirse de las células cancerosas escapa, por supuesto, a la metódica finitud de
la existencia normal.
Estudios como el de Hayflick ayudan a explicar por qué cada especie tiene una
esperanza de vida propia y por qué dentro de cada especie los individuos suelen tener
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una esperanza de vida análoga a la de sus padres: la mejor garantía de longevidad es
elegir bien a los padres.
Una plétora de factores específicos del envejecimiento se ha abierto camino en el
mundo de la ciencia, y creo que virtualmente todos ellos tienen algún grado de
validez. En otras palabras, es muy probable que envejecer sea el resultado de una
combinación de todos ellos, variando la importancia de los componentes individuales
en cada uno de nosotros. Algunos factores son comunes a todos los seres vivos. Entre
ellos están los cambios que se producen en las moléculas y en los orgánulos. Los que
se producen en las células, tejidos y órganos pueden ser específicos de una especie
concreta, como los que afectan a una planta o un animal en su totalidad. Como señala
el Dr. Hayflick, los hallazgos «sugieren poderosamente que los atributos de la
inestabilidad biológica que comúnmente se consideran cambios relacionados con el
envejecimiento tienen una multiplicidad de causas».
Ya se han descrito algunos de los fenómenos biológicos, tales como el programa
genético mismo, la generación de radicales libres, la inestabilidad de las moléculas, la
vida celular finita y la acumulación de errores genéticos y metabólicos. Hay otros
posibles componentes que han encontrado vigorosos paladines en los medios
científicos. Por ejemplo, algunos investigadores consideran que la lipofucsina es algo
más que un simple producto inocuo del desdoblamiento intracelular que decolora de
manera anodina los órganos que envejecen; creen que su acumulación es letal. Otros
ponen gran énfasis en los cambios hormonales provocados por el sistema nervioso;
hay quien propone la teoría de que, entre los cambios que se producen en el sistema
inmunológico, uno de los más fundamentales es su menor capacidad para reconocer
los tejidos del propio organismo. Las enfermedades degenerativas que padecen los
ancianos se explicarían así por el rechazo del cuerpo a algunos de sus propios tejidos.
Aun hay otra teoría que mantiene que las moléculas del tejido estructural, el
colágeno, se entrecruzan unas con otras. La agregación de tales uniones impediría el
flujo de nutrientes y desechos, al tiempo que disminuiría el espacio necesario para el
desarrollo de los procesos vitales. Entre sus múltiples efectos, estas uniones
intramoleculares afectarían al ADN, lo que a su vez causaría mutaciones o muerte
celular. Y hay otra teoría, relativamente nueva, según la cual los sistemas fisiológicos,
y quizás también los cambios anatómicos que los acompañan, se vuelven menos
complejos con la edad y, por lo tanto, menos eficaces; esta pérdida de complejidad
podría ser el resultado de otros procesos más básicos, entre los que quizá se
encontrarían algunos de los ya descritos.
Además, recientemente ha despertado gran interés un fenómeno ampliamente
extendido entre las especies que parece ser una forma programada de muerte celular.
Este proceso, que los investigadores han denominado apoptosis (del griego, apo y
ptosis, «caída fuera de»), se inicia con la actividad de una proteína denominada gen
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myc, que da comienzo a una poderosa serie de reacciones genéticas en determinadas
circunstancias anormales. Por ejemplo, cuando se retiran los nutrientes de ciertos
tipos de células que crecen en cultivo, el gen myc comienza un proceso por el que la
célula sufre una suerte de implosión que la destruye en unos veinticinco minutos. De
un modo absolutamente literal, «cae fuera» de la vida. Tal muerte programada es
importante para el desarrollo del organismo, pues gracias a ella ciertas células que ya
no son útiles en el proceso del desarrollo pueden ser sustituidas por las que
pertenecen a la fase siguiente. También se han descubierto casos de apoptosis en
individuos maduros provocada por distintos sucesos en el entorno de las células
afectadas.
Puesto que la apoptosis es una situación en la que la muerte celular tiene una
causa directamente genética, es tentador preguntarse si la proteína myc o algo muy
parecido no podría funcionar como un «gen de la muerte». En efecto, este tipo de
muerte podría desencadenarse por múltiples factores ambientales y fisiológicos, y
reconciliaría así algunas de las teorías descritas en los párrafos anteriores. Esta vía de
investigación es tanto más prometedora por cuanto se ha demostrado el vínculo entre
la proteína myc y otra estructura que recibe el nombre de proteína max. Cuando éstas
se unen, la célula recibe instrucciones, de un modo aún no conocido, de hacer una de
estas tres cosas: madurar, dividirse o autodestruirse por apoptosis. Por tanto, es
evidente que, según como se exprese, el gen myc, desempeñaría un importante papel
en el desarrollo, en la regulación del crecimiento y finalmente en una forma
programada de muerte. Actualmente, las implicaciones de estos descubrimientos son
incalculables, claro está, no sólo para la comprensión de los procesos normales, sino
también de los patológicos, particularmente del cáncer.
Los que proponen un compromiso entre investigadores están explorando aun
otros caminos que puedan conducir a la clarificación de puntos de vista
aparentemente distantes. Por ejemplo, los cambios inmunes de la senectud pueden ser
resultado de influencias hormonales determinadas por acontecimientos neurológicos
que son, a su vez, genéticos o viceversa. No faltan teorías, ni paladines, ni
coincidencias entre conceptos. Lo que se desprende de todos los datos experimentales
y de las especulaciones a que dan pie es la inevitabilidad del envejecimiento y, en
consecuencia, de la finitud de la vida.
Y ¿qué decir de esas listas, confeccionadas con fondos públicos, de patologías
designadas formalmente que se supone que ocasionan la muerte de los ancianos? En
cada categoría de enfermedades mortales para los ancianos encontramos las
afecciones que eran de esperar. Alrededor del 85 por ciento de nuestra población
anciana sucumbirá a las complicaciones de siete de las cientos de enfermedades
conocidas y de sus características predisponentes: arteriosclerosis, hipertensión,
diabetes del adulto, obesidad, estados de disminución mental como la enfermedad de
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Alzheimer y otras demencias, cáncer y disminución de la resistencia a las
infecciones. Muchos de estos ancianos morirán con varias de ellas. Y no solamente
eso; el personal de cualquier unidad de cuidados intensivos de cualquier gran hospital
puede confirmar que los enfermos terminales con frecuencia son víctimas de las siete.
Éstas constituyen el pelotón que abate a nuestros ancianos. Para la inmensa mayoría
de quienes ya hemos pasado la mitad de la vida, son los jinetes de la muerte.
Hoy no se practican tantas autopsias como hace algunas décadas. Dada la
meticulosa exactitud con la que se pueden hacer actualmente los diagnósticos antes
de morir, para muchos médicos de cabecera la autopsia se ha convertido en un
ejercicio redundante de patología académica. En la actualidad mueren muchas menos
personas por un diagnóstico erróneo que en épocas anteriores; la gran mayoría son
víctima de nuestra incapacidad de cambiar el curso de una enfermedad perfectamente
identificada. Desde hace una década o más, la tasa de autopsias de mi hospital ha
descendido a un nivel que ronda el 20 por ciento, mientras que durante muchos años
se mantuvo muy por encima del doble de esa cifra. La tasa nacional es ahora de
alrededor del 13 por ciento.
En la época dorada de la autopsia, obtenía el permiso postmortem de casi todas
las familias de mis pacientes cuando morían. Hoy no lo intento con tanto empeño,
pero cuando lo hago, sigo insistiendo en estar presente para examinar los hallazgos
del patólogo. Durante seis años de aprendizaje como residente y treinta de
experiencia, he presenciado un gran número de autopsias. En el cuerpo de los
ancianos se suele encontrar una arteriosclerosis y una atrofia generalizada, al parecer
inmerecedoras de comentario alguno cuando el patólogo que disecciona busca
adónde puede haberse extendido un cáncer o una infección. En su asidua
investigación de los tejidos y del interior de los órganos, ambos, el disector y el
cirujano tienden a ignorar el panorama familiar del envejecimiento que se revela
gradualmente a cada movimiento del bisturí. Señalarlo es tan infrecuente como que
un conductor comente el paisaje que ofrecen los árboles desnudos en invierno cuando
busca la dirección correcta de una calle; están ahí, sin más, y eso es todo.
Y, sin embargo, como les ocurre a otros muchos cirujanos, cuando el informe de
la autopsia me llega al buzón unas semanas más tarde, frecuentemente me he
quedado asombrado del avanzado estado de deterioro biológico al que apenas
prestamos atención el patólogo y yo en nuestro reciente examen. En el análisis
detallado de sus hallazgos, el patólogo incluye meticulosamente todas las
divergencias de la salud normal que ha descubierto. A medida que leo su resumen,
todas me vuelven a la memoria y ocupan su lugar junto a las claves principales que
buscábamos con tanta tenacidad. Sólo cuando esto comienza a suceder tengo la
imagen completa de la muerte de mi paciente.
Algunos de los hallazgos de la autopsia no tienen nada que ver con las
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circunstancias de la muerte. Son simplemente resultado del mismo proceso de
envejecimiento en el que se han desarrollado uno o dos tipos concretos de patologías
para matar al paciente. Tales hallazgos pueden no contribuir directamente a la muerte,
pero aportan el trasfondo en que ésta ocurre. Recientemente busqué la ayuda de un
colega del hospital de Yale-New Haven. El Dr. G. J. Walker Smith es el director del
servicio de autopsias, un astuto veterano de esa cámara de mármol en la que los
doctores de los muertos se esfuerzan afanosamente por responder a la pregunta
planteada hace más de doscientos años por el fundador de su sombría especialidad, el
anatomista paduano Giovanni Battista Morgagni: «Ubi est morbus» (¿dónde está la
enfermedad?). Juntos, el patólogo y el paciente que acaba de morir asumen el
compromiso con esa antigua declaración que les contempla desde las placas
colocadas en las paredes de cientos y cientos de salas de autopsias de todo el mundo:
«Hic est locus ubi mors gaudet succurso vitae» («éste es el lugar en el que la muerte
se alegra de venir en ayuda de la vida»).
La sala de autopsias es el territorio de Walker Smith, lo mismo que el quirófano
es el mío. Cuando le dije que estaba interesado en confirmar unas antiguas
impresiones mías, revisando algunos informes finales de pacientes que habían muerto
a edad avanzada, hizo algo mejor: se interesó él mismo en el proyecto y al poco
tiempo estaba tan entusiasmado como yo. Encontró veintitrés informes de pacientes
cuyos estudios se habían hecho antes de la escasez actual de autopsias. Juntos
revisamos los hallazgos relativos a doce hombres y once mujeres de ochenta y cuatro
años de edad o mayores, que habían muerto en un período de dieciséis meses, entre
diciembre de 1970 y abril de 1972. La media de edad era de ochenta y ocho años y el
más anciano tenía noventa y cinco.
Aunque había variaciones en la distribución de patologías tales como la
aterosclerosis y el deterioro microscópico del sistema nervioso central, los hallazgos
presentaban en conjunto una semejanza que nos impresionó vivamente a los dos.
Parece que el tipo específico de muerte de un individuo depende del orden en el
que el proceso de degradación afecta a sus tejidos. El único denominador común a los
veintitrés pacientes, por lo menos según reflejaban los nítidos polisílabos del informe
del patólogo, era la pérdida de vitalidad que acompaña a la inanición y la asfixia; a
medida que se estrechan las arterias lo mismo le ocurre al margen entre la vida y la
muerte. Hay menos nutrición, menos oxígeno y menos elasticidad tras el ataque.
Todo se enmohece y agrieta hasta que finalmente la vida se extingue. Lo que
denominamos ictus terminal, infarto de miocardio o septicemia, no es más que una
elección hecha por factores fisicoquímicos que no comprendemos aún, cuyo
propósito es bajar el telón de una representación mucho más cerca de su conclusión
de lo que se podría haber pensado, incluso en el caso de ancianos que hasta entonces
parecían gozar de buena salud.
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Un octogenario que muere de infarto de miocardio no es sólo un anciano
desgastado con una enfermedad cardíaca; es la víctima de una insidiosa progresión
que le afecta por entero, y esa progresión se llama envejecimiento. El infarto es
solamente una de sus manifestaciones que, en este caso, se ha adelantado al resto,
aunque cualquiera de las otras puede llevárselo, si algún brillante y joven doctor
consigue rescatarle en una unidad coronaria de cuidados intensivos. Siete de los
ancianos de Walker Smith murieron oficialmente de infarto de miocardio; otros
cuatro sufrieron ictus; ocho murieron de infección, incluyendo tres que
desaparecieron en la eternidad de la mano del amigo del anciano: la neumonía; había
tres en el grupo con cáncer avanzado, aunque el episodio final de uno de ellos fue la
neumonía y del otro un accidente vascular. La observación más llamativa fue también
la más esperada: las veintitrés personas tenían enfermedad ateromatosa avanzada en
los vasos del corazón o del cerebro, y casi todos en los dos, aunque no manifestaran
síntomas que requirieran tratamiento hasta el suceso terminal. En fin, en todos los
ancianos estudiados estaba a punto de detenerse uno u otro de estos motores vitales.
Otro hallazgo que no nos sorprendió fue la frecuencia de enfermedades
identificables en los demás órganos de cada individuo y que no desempeñaron ningún
papel en la muerte del paciente. En los informes de los patólogos, esas enfermedades
se denominan «incidentales». Así pues, además de los tres pacientes que murieron de
cáncer, hay que añadir otros tres que tenían tumores «incidentales» insospechados en
los pulmones, próstata y tórax; dos mujeres y un hombre presentaban una disección
de la aorta o de otro gran vaso abdominal, denominada aneurisma, causada por el
debilitamiento aterosclerótico; en once de los veinte cerebros estudiados
microscópicamente se hallaron antiguos infartos, aunque sólo un anciano tenía una
historia conocida de ictus; en catorce se encontraron cambios ateroscleróticos
importantes en las arterias de los ríñones; varios sufrían infecciones activas del tracto
urinario, y un hombre que murió de cáncer de estómago diseminado tenía gangrena
en una pierna. Es bien sabido que los ancianos mueren de enfermedades que podrían
haber superado fácilmente de haber sido algo más jóvenes, pero es sorprendente en
qué grado ocurre esto en el caso de enfermedades perfectamente definidas: una de las
personas de nuestro estudio murió de apendicitis; dos de las infecciones que siguieron
a operaciones de la vesícula o de los conductos biliares; una de las complicaciones de
una úlcera perforada, y otra de diverticulitis. En todos estos casos se trata de
infecciones, la causa más frecuente de muerte, después de la aterosclerosis, en las
personas de más de ochenta y cinco años. Otros dos pacientes murieron de
hemorragia, uno en una úlcera duodenal y otro como resultado de una fractura de
pelvis. Por haberme dedicado muy activamente a la práctica quirúrgica en el período
en el que se hicieron estas autopsias, puedo afirmar que, con toda probabilidad, estos
siete individuos tratados en este hospital universitario se habrían salvado si hubieran
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tenido algo más de cincuenta años.
Solamente en dos de los veintitrés pacientes de Walker Smith no se daba una
destrucción significativa del tejido cerebral. De hecho, uno de ellos demostró que era
extraordinariamente resistente en general a la aterosclerosis, por lo menos del cerebro
y del corazón. El grado de calcificación de las arterias coronarias de aquel hombre de
ochenta y nueve años era moderado, y presentaba «menos atrofia cerebral de la que
podría esperarse en un cerebro de esta edad», para citar el informe de la autopsia.
Pero la tenía en los ríñones, que además de padecer una infección crónica (llamada
pielonefritis) que sembraba constantemente su tracto urinario de bacterias
intestinales, presentaba la destrucción de sus pequeñas ramas arteriales y unidades de
filtración, así como marcadas cicatrices. Pero no fue su enfermedad renal crónica la
que acabó con este individuo, sino un tumor denominado mieloma múltiple,
complicado con una neumonía. Y así, como el resto de los veintitrés ancianos, a éste
también se lo llevaron varios de los siete jinetes.
El otro anciano que se había librado de los estragos de la senectud cerebral era un
profesor de latín y antiguo decano de Yale, de ochenta y siete años. Aparentemente
activo y saludable (y sin evidencia clínica de enfermedad cardíaca) en la autopsia se
descubrió que había estado a punto de sufrir un infarto de miocardio y que,
curiosamente, presentaba una «implicación severa [aterosclerótica] de las arterias
coronarias y mínima implicación de los vasos cerebrales». De hecho, sus coronarias
se describían como «conductos bloqueados» y una de ellas estaba completamente
ocluida. El corazón había sufrido una decoloración parduzca debida a la atrofia; los
ríñones también tenían el aspecto propio de su edad. Una fría noche de diciembre, el
profesor se había despertado súbitamente con un fuerte dolor abdominal. Se le
diagnosticó una úlcera duodenal perforada en la sala de urgencias, que se confirmó en
la autopsia cuatro días después, cuando su agotado sistema inmunológico y su
corazón apenas nutrido no pudieron protegerle de la peritonitis. Y así, su cerebro
relativamente indemne, le sirvió de poco cuando su vida se vio comprometida por
otros frentes.
La lección de estas veintitrés historias simplemente confirma la que enseña la
experiencia diaria. Sea la anarquía de una bioquímica alterada o el resultado directo
de su opuesto —una senda hacia la muerte cuidadosamente marcada por los genes—
morimos de viejos porque estamos «gastados» y programados para extinguirnos. Los
ancianos no sucumben a las enfermedades; simplemente entran por implosión en la
eternidad. Como hay tan pocas sendas hacia la tumba y su empedrado es tan variado,
es razonable preguntarse por qué el desarrollo de una patología implica tanto riesgo
de que la acompañen las otras. ¿Acaso comparten todas ellas una causa común que se
hace más activa con los años? Por supuesto, esta consideración se ha incorporado a
las diversas teorías del envejecimiento. Una de ellas propone, por ejemplo, que el
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proceso por el que nos desarrollamos y crecemos forma parte de un patrón
metabólico controlado por una parte interna del cerebro denominada hipotálamo, que
regula la actividad hormonal. Este mecanismo, que empieza a actuar cuando
comienza la vida misma, permite al cuerpo adaptarse a su entorno. La progresión de
estas adaptaciones conduce necesariamente, como si se tratara de un programa, al
desarrollo, la madurez y, finalmente, a la vejez. Si es cierta esta tesis neuroendocrina
del envejecimiento, la aparición de las enfermedades propias de la vejez es el precio
que paga el organismo por su capacidad de adaptarse a lo largo de la vida a su
entorno y a los cambios de sus propios tejidos.
Todo el proceso tiene lugar como si fuera parte de un plan maestro, una gran
estrategia que supervisara el desarrollo del organismo, desde el estado embrionario
inicial hasta el momento de la muerte, o, al menos, hasta la anarquía que
inmediatamente la precede. En esto, los fisiólogos coinciden con quienes
proporcionan ayuda espiritual en las horas finales señalando que la muerte forma
parte de la vida.
Estas consideraciones se hacen eco, aunque en un tono menos sombrío, de
algunas frases del apéndice del libro, ya citado, de Thomas Browne. En un libro
titulado Merchant and Friar, el historiador del siglo XIX Sir A. Palgrave escribía: «En
la primera pulsación, cuando las fibras se estremecen y los órganos cobran vida, está
el germen de la muerte. Antes de que nuestros miembros cobren forma, está cavada la
estrecha tumba en la que serán sepultados». Empezamos a morir con el primer acto
de vida.
Hay posibilidades que dan lugar a especulaciones de gran importancia a la hora
de tomar decisiones sobre nuestras propias vidas. Cuando se le ofrece a un anciano la
posibilidad de paliar el cáncer o incluso de curarle, si está dispuesto a soportar una
quimioterapia debilitante o una cirugía radical, ¿qué debe responder? ¿Ha de soportar
el tratamiento sólo para morir al año siguiente de su avanzada aterosclerosis
cerebrovascular? Después de todo, la enfermedad cerebrovascular probablemente sea
resultado del mismo proceso que ha mermado tanto su inmunidad como para que se
haya desarrollado el cáncer que está tratando de matarle. Por otra parte podemos
aducir que las diferentes manifestaciones del proceso de envejecimiento no avanzan
al mismo ritmo, de modo que el accidente cerebral puede tardar en producirse algo
más de lo que se supone. Tales posibilidades sólo pueden sopesarse evaluando el
estado actual de los procesos no malignos, tales como el grado de hipertensión y el
estado de la enfermedad cardíaca. Estas son las consideraciones que deben hacerse al
tomar decisiones clínicas que afectan a personas de edad, y los médicos prudentes las
han tenido siempre muy presentes. Los pacientes prudentes deberían hacer lo mismo.
Bien como resultado del desgaste y del agotamiento de sus recursos, o bien
debido a una programación genética, cada ser vivo tiene un período finito de vida y
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cada especie su propia longevidad. Para los seres humanos, parece que es
aproximadamente de 100 a 110 años. Esto significa que, aunque fuera posible evitar,
o curar, todas las enfermedades que se llevan a las personas antes que lo hagan los
estragos de la vejez, prácticamente nadie viviría más de un siglo o un poco más.
Aunque el salmista canta que «el tiempo de nuestros años es tres veintenas y media»,
parece olvidarse que Isaías fue mejor profeta o, por lo menos, mejor observador,
proclamando a todos los que quisieran oírle que «el niño morirá a los cien años».
Habla aquí de la Nueva Jerusalén, donde es de suponer que no habrá mortalidad
infantil ni enfermedades: «Desde entonces ya no habrá recién nacido ni anciano que
no cumpla sus días». Si atendiéramos a la advertencia de Isaías y evitáramos
conductas como la de McCarty, resolviéramos los problemas de la pobreza y
amásemos al prójimo, ¿quién sabe lo cerca que podríamos estar de realizar la profecía
del profeta? La ciencia médica y las mejores condiciones de vida ya nos han hecho
avanzar un largo camino. La esperanza de vida de un niño al nacer es más del doble
que a principios de siglo. Hemos cambiado la faz de la muerte. En la pauta
demográfica moderna, la gran mayoría de nosotros alcanza por lo menos la primera
década de la vejez y nuestro destino es morir de alguno de sus estragos.
Aunque la ciencia biomédica ha aumentado enormemente la esperanza de vida
media de la humanidad, el máximo no ha cambiado a lo largo de la historia
registrada. En los países desarrollados solamente una de cada diez mil personas vive
más de cien años. Los supuestos nuevos récords no se han verificado siempre que ha
sido posible examinarlos críticamente. La edad más alta que se ha podido confirmar
es de ciento catorce años. Es interesante que esa edad se haya alcanzado en Japón,
cuyos ciudadanos viven más que los de los demás países, con una esperanza media de
vida de 82,5 años para las mujeres y 76,2 para los hombres. Los valores equivalentes
para los norteamericanos blancos son de 78,6 y 71,6, respectivamente. Ni siquiera el
kéfir del Cáucaso puede vencer a la naturaleza.
Hay otras muchas pruebas que apoyan la tesis de que la vida de cada especie tiene
una duración determinada. Entre las más evidentes está la gran variabilidad de la
edad máxima que pueden alcanzar los diferentes grupos de animales, al mismo
tiempo que esa longevidad es extremadamente específica para cada especie. Otra
sugerente observación biológica es el número medio de crías de cada especie, que es
inversamente proporcional a la duración máxima de su vida. Un animal como el
hombre, cuyo período de gestación es considerable y además necesita un tiempo
extraordinariamente largo antes de que sus jóvenes sean biológicamente
independientes, debe tener un período reproductivo prolongado para asegurar la
supervivencia de la especie, y esto es exactamente lo que se nos ha dado; los
humanos somos los mamíferos de vida más larga.
Si nada puede alterar el proceso de envejecimiento, excepto, dentro de unos
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márgenes relativamente reducidos, ciertos cambios bien conocidos en los hábitos
personales, ¿por qué persistimos en nuestros vanos intentos de vivir más de lo
posible? ¿Por qué no podemos reconciliarnos con el patrón inmutable de la
naturaleza? Aunque las últimas décadas han presenciado un creciente interés por
nuestros cuerpos y la longevidad ha alcanzado cotas desconocidas en las
generaciones anteriores, estas esperanzadas búsquedas siempre han motivado por lo
menos a algunos miembros de las sociedades que han dejado registros de su
existencia. Ya en los días del antiguo Egipto hay testimonios de ancianos que
intentaban prolongar sus vidas: el papiro de Ebers, de más de 3500 años, contiene una
prescripción para devolver la juventud a un anciano.
Incluso en el momento que la ciencia empezaba a iluminar el amanecer de una
nueva medicina, en el siglo XVII, Hermann Boerthaave, el médico más importante de
su época, recomendaba a sus pacientes ancianos que durmieran entre dos jóvenes
vírgenes para recobrar la salud, recordando el vano intento de David de hacer lo
mismo. La historia nos ha llevado, desde el período pastoral de la leche materna,
pasando por la pseudociencia de las glándulas de mono para rejuvenecer los humores
débiles, a lo que podríamos llamar la era de las vitaminas, la C y la E. Pero hasta
ahora nadie ha conseguido una prórroga. Más recientemente, algunos investigadores
nos han dicho que la hormona del crecimiento puede cumplir la promesa de aumentar
la masa magra corporal y la densidad ósea, y hay quienes insisten en que eso
rejuvenecerá a las personas. Oímos ahora los primeros rumores de que la solución
está en la llamada terapia genética, que cortar y trocear el ADN añadirá décadas o
más al período máximo de vida. En vano tratan los científicos serios de convencer a
los entusiastas de esa vía de que todo eso no es verdad, ni puede serlo. Nunca se
aprende la lección; siempre habrá quienes persistan en buscar la Fuente de la
Juventud o, por lo menos, en retrasar lo que está irrevocablemente ordenado.
En todo esto hay una vanidad que nos degrada. Por lo menos, no nos honra. Lejos
de ser insustituibles, debemos ser sustituidos. Las fantasías de detener la mano de la
mortalidad son incompatibles con los intereses superiores de nuestra especie y con la
continuidad del progreso de la humanidad. Y más directamente, son incompatibles
con los intereses de nuestros propios hijos. Tennyson lo dice con claridad: «Los
viejos deben morir, o el mundo se agotaría y sólo volvería a engendrar el pasado».
Es a través de los ojos de la juventud cómo todo se renueva y redescubre, con la
ventaja de conocer el pasado; es la juventud la que no está atada a las viejas formas
de afrontar los desafíos de este mundo imperfecto. Cada nueva generación aspira a
ponerse a prueba y conseguir así grandes cosas para la humanidad. Entre las criaturas
vivas, morir y dejar el sitio es lo que dicta la naturaleza, y la vejez es la preparación
para la partida, el paulatino debilitamiento de la vida que hace el final más aceptable
no sólo para los ancianos, sino también para aquellos en cuyas manos dejan el
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mundo.
No pretendo afirmar aquí que la vejez no pueda ser activa y dar satisfacciones. No
abogo por entrar pacíficamente en esa noche envolvente que es la senilidad
prematura. Mientras sea posible, el vigoroso ejercicio del cuerpo y de la mente
intensifica cada momento de vida e impide esa separación que hace a muchos de
nosotros mayores de lo que somos. Me refiero solamente a esa inútil vanidad que nos
lleva a intentar evitar realidades que son inseparables de la condición humana.
Obstinándonos sólo conseguiremos rompernos el corazón y el de nuestros seres
queridos, por no mencionar el dinero que la sociedad debe gastar en la asistencia de
aquellos que aún no han vivido el tiempo que tengan asignado.
Cuando se acepta que la vida tiene unos límites claramente definidos, también se
percibe su simetría. La existencia transcurre en un marco en el que caben todos los
placeres y logros, así como el dolor. Quienes se obstinasen en vivir más allá del
tiempo concedido por la naturaleza, perderían ese marco y, con él, el sentido
adecuado de su relación con los más jóvenes, ganando sólo su resentimiento por
privarles de sus recursos y perspectivas profesionales. El hecho de que dispongamos
de un tiempo limitado para hacer las cosas enriquecedoras en nuestra vida es lo que
crea la urgencia de hacerlas. De otra manera, podríamos estancarnos postergándolas.
El hecho mismo de que, como advierte el poeta a su tímida dama, «oigamos siempre
la alada carroza del Tiempo apresurándose a nuestra espalda», da más esplendor al
mundo y hace que el tiempo sea inestimable.
Michel de Montaigne, el francés del siglo XVI creador de la forma literaria que
denominamos ensayo, fue un filósofo social que contemplaba a la humanidad a través
de la lente de la llana e implacable realidad y escuchaba sus autoengaños con
escepticismo. En sus cincuenta y nueve años de vida dedicó mucho tiempo a pensar
en la muerte y escribió sobre la necesidad de aceptar cada una de sus formas por ser
todas igualmente naturales: «Vuestra muerte es una parte del orden universal; es una
parte de la vida del mundo… Es la condición de vuestra creación». Y en el mismo
ensayo, titulado De cómo filosofar es aprender a morir, escribía: «Haced sitio a otros
como otros os lo hicieron».
En aquella época incierta y violenta, Montaigne creía que la muerte es más fácil
para quienes han pensado más en ella durante su vida, como si siempre estuvieran
preparados para su llegada. Sólo de este modo, escribía, es posible morir resignados y
reconciliados, «paciente y tranquilamente», habiendo experimentado la vida más
plenamente al tener siempre presente que en cualquier momento puede llegar a su fin.
De esta filosofía se desprende su admonición: «La utilidad de la vida no está en su
duración sino en su uso: alguno ha vivido largo tiempo y ha vivido poco».
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V
Enfermedad de Alzheimer
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La misión del médico es por tanto, identificar la causa de la enfermedad,
analizando la secuencia en dirección inversa, hasta encontrar al verdadero culpable,
microbiano u hormonal, químico o mecánico, genético o ambiental, maligno o
benigno, congénito o adquirido. La investigación se hace siguiendo las pistas que el
culpable deja en la enfermedad o lesión. Así se reconstruye el crimen y se elabora un
plan de tratamiento que libre al paciente del causante de su mal.
Por tanto, en cierto sentido, todo médico es un fisiopatólogo, un investigador que
identifica la enfermedad rastreando el origen de sus síntomas. Después, se puede
elegir la terapia apropiada. Ya sea el objetivo extirpar la patología, destruirla con
fármacos o radioterapia, neutralizarla con antídotos, fortalecer los órganos que está
atacando, matar los gérmenes que la producen o simplemente mantenerla bajo control
hasta que las propias defensas del organismo puedan vencerla, debe elaborarse un
plan de acción contra cada enfermedad para que el paciente tenga alguna posibilidad
de superarla. Cuando el médico se empeña en la lucha por la vida de su paciente, su
conocimiento de las causas y los efectos es la armería a la que acude para elegir sus
armas.
Gracias a la investigación biomédica del siglo pasado, conocemos bien la
fisiopatología de la gran mayoría de las enfermedades o, por lo menos, lo
suficientemente bien como para disponer de un tratamiento efectivo. Pero aún existen
algunas enfermedades en las que la relación entre causa y efecto está menos
claramente definida de lo que cabría esperar, y algunas de estas enfermedades se
encuentran entre los mayores azotes de nuestro tiempo. La enfermedad que hoy se
llama «demencia senil del tipo Alzheimer» no sólo pertenece a esta categoría, sino
que conlleva el problema adicional de que su causa primaria sigue siendo un misterio
para los científicos desde que el problema se identificó desde el punto de vista
médico en 1907.
La patología fundamental de la enfermedad de Alzheimer es la degeneración
progresiva y la pérdida de un gran número de células nerviosas en las partes de la
corteza cerebral que se asocian con las llamadas funciones superiores, como la
memoria, el aprendizaje y el juicio. La gravedad y naturaleza de la demencia del
paciente en un momento dado guardan relación con el número y situación de las
células afectadas. La disminución del número de células nerviosas en sí misma basta
para explicar la pérdida de la memoria y otras discapacidades cognitivas. Pero hay
otro factor que, al parecer, también influye: una marcada disminución de la
acetilcolina, la sustancia química que emplean estas células para transmitir mensajes.
Estos son los elementos básicos de lo que se conoce como la enfermedad de
Alzheimer, pero son insuficientes para aportar un nexo directo entre los hallazgos
estructurales y químicos, por una parte, y las manifestaciones específicas que en un
momento dado presenta el paciente, por otra. Muchos detalles de la fisiopatología de
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la enfermedad siguen eludiendo los más decididos esfuerzos de la ciencia médica por
definirlos. En el estado actual de nuestros conocimientos (o nuestra ignorancia) sobre
la enfermedad de Alzheimer es imposible establecer la secuencia de causas, efectos y
tratamientos que describíamos antes. No sabemos más sobre lo que puede curarla que
sobre lo que puede causarla.
Por lo tanto, al exponer el modo en que la enfermedad de Alzheimer mata a sus
víctimas, no será posible detenerse periódicamente a fin de mostrar la relación entre
determinados síntomas y las fases de la fisiopatología de la que son manifestaciones.
Tales digresiones explicativas serían insatisfactorias y confusas. Pero se pueden hacer
otras cosas muy interesantes que enumero a continuación: describir los cambios
patológicos fundamentales que se producen en el cerebro y mencionar algunas áreas
de trabajo en las que se está intentando elucidarlos; emplear el gradual desarrollo
histórico de nuestros conocimientos sobre la enfermedad para hacer comprensibles
numerosos aspectos oscuros del trastorno cerebral; hacer una crónica del calvario
emocional que aflige a las familias de las víctimas; describir lo que sucede a la
persona afectada, y cómo muere.
«Todo se precipitó sólo diez días antes de nuestras bodas de oro». Janet Whiting
recordaba los seis atormentados años de la angustiosa decadencia de su marido hasta
el estado final de la enfermedad de Alzheimer. Conocía a Janet y a su marido desde la
infancia. La primera vez que les visité con mi familia, a finales de los años treinta,
acababan de casarse y eran jóvenes y muy atractivos: él tenía veintidós años y ella
veinte. Comparados con mis padres inmigrantes, que hacía mucho que habían
cumplido los cuarenta, los Whiting parecían una pareja de cine, un par de jovencitos
que aún no tenían edad más que para jugar a las casitas en aquel apartamento recién
amueblado.
No es que yo dudara de la pasión que a todas luces sentían el uno por el otro; lo
que yo dudaba era que una pareja cuya vida en común parecía tan alegre pudiera estar
verdaderamente casada. Tenía la convicción de que sólo estaban probando; yo sabía
por mi observación personal que los matrimonios no se comportaban de ese modo. Si
los Whiting querían que las cosas marcharan, simplemente tendrían que dejar de
actuar como si estuvieran locos el uno por el otro.
En gran medida nunca lo hicieron. Ese matrimonio conservó siempre un amable
afecto recíproco que aprendí a valorar cada vez más a medida que me hacía lo
suficientemente mayor como para saber lo que ocurre entre un hombre y una mujer.
Incluso las expresiones espontáneas y abiertas de cariño no desaparecieron nunca.
Con el paso de los años, Phil prosperó como agente inmobiliario y al apartamento del
Bronx le sucedió una hermosa casa en Westport, Connecticut, donde crecieron sus
tres hijos. Con sus hijos ya mayores, Janet y Phil se mudaron a un lujoso piso en
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Stratford. Cuando Phil dejó de trabajar a jornada completa con sesenta y cuatro años,
sus hijos ya hacía tiempo que vivían por su cuenta, el dinero no escaseaba y el futuro
parecía seguro.
Después de no haber visto a los Whiting durante varias décadas, desde que tenía
veintipocos años hasta entrados los cuarenta, nuestros caminos se cruzaron de nuevo
en 1978, cuando vivían en Stratford, cerca de mi casa, a poca distancia de New
Haven. Pasar una velada con aquellas generosas personas era admirar la ecuanimidad
de su relación y el tierno respeto implícito en su trato hasta en las menores alusiones.
Su unión había colmado con creces la promesa de los primeros meses. Cuando Phil se
retiró completamente, y ambos se trasladaron de modo permanente a Delray Beach,
en Florida, mi esposa y yo tuvimos la sensación de que nos habían arrebatado a dos
apreciados amigos. Lo que no sabíamos es que ya habían empezado a suceder
algunas cosas extrañas.
Incluso antes de trasladarse, Phil, un hombre de mente activa que siempre había
devorado libros en todos sus ratos libres, había dejado de leer. A Janet esto sólo le
pareció extraño retrospectivamente, y sólo retrospectivamente comprendió años
después por qué Phil empezó a insistir en que ella se organizara el día de modo que
nunca se quedara solo. «No me he retirado —refunfuñaba él cuando ella se marchaba
para pasar una tarde en la ciudad— para estar solo». Antes, rara vez había tenido
estallidos de cólera; después se hicieron más frecuentes y se convirtieron en
verdaderos ataques durante los últimos años en Stratford; Phil parecía encontrar cada
vez más razones para criticar a su hija Nancy. Sus visitas normalmente acababan en
lágrimas antes de que tomara el tren para volver a su apartamento, en la ciudad de
Nueva York. Después de mudarse a Florida se sucedieron con creciente frecuencia
episodios inexplicables de confusión, y Phil reaccionaba con incredulidad y rabia,
como si la culpa fuera siempre de otra persona. Por ejemplo, a veces se equivocaba
de peluquería, y culpaba al inocente peluquero de haber olvidado la cita que tenía en
otro sitio. En una ocasión, este hombre que nunca había levantado la mano contra
nadie amenazó a un asombrado motorista con pegarle sólo porque iba a coger la
manga de al lado en la gasolinera.
Finalmente apareció la primera gran clave de que esos nuevos defectos no eran
meramente peculiaridades de un viejo ejecutivo que soporta mal la inactividad de su
retiro. Una tarde, Janet invitó a cenar a una pareja a quienes ella y Phil no habían
visto hacía varios años, Ruth y Henry Warner. Phil había sido siempre un anfitrión
afable, orgulloso de la cocina de su mujer y de su propio conocimiento de los vinos.
Como ya desde su juventud era más bien corpulento, había aprendido a llevar bien
sus kilos, de modo que su amplia barriga y la agradable sonrisa de su cara redonda
contribuían al aire de gozosa prosperidad que irradiaba su espíritu generoso. Era un
hombre fácil de querer y sabía crear esa atmósfera de confortable afabilidad que
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emanaba de su mera presencia. En su casa o en la de otro —no había diferencia—
Phil era como un espléndido anfitrión, cuyo único deseo era el bienestar de todos los
que le rodeaban.
Y así había sido en la cena. Janet preparó unos platos deliciosos, Phil escogió los
vinos con su habitual buen criterio, la conversación fue a veces intensa y a veces
ligera, y la velada estuvo envuelta en esa acogedora atmósfera típica de una visita al
hogar de los Whiting. Los Warner se despidieron envueltos en el calor de ese
ambiente que tan bien recordaban de años anteriores.
A la mañana siguiente, Phil no recordaba nada. Incluso negaba haber visto a los
Warner, y nada podía convencerle de su visita. «Y eso me asustó», recordó Janet,
cuya mente hasta entonces había estado buscando racionalizaciones de los innegables
cambios que se habían producido en la conducta de Phil. Sin embargo, aun en aquel
momento de aparente no retorno, trató de buscar una explicación para aquel olvido, el
último de los inquietantes episodios que estaba observando con tanta frecuencia.
«Pensé, bueno, yo también olvido cosas a veces, y puede ser que él hable de ello más
tarde». Tan desesperadamente intentaba ignorar el horror de los pensamientos que
iban cobrando forma en su conciencia que casi se convenció a sí misma de la
insignificancia del último lapsus de su marido.
Pero unas semanas más tarde, la frágil estructura de las defensas de Janet se
derrumbó ante una incontrovertible demostración que su agotada capacidad de
justificación ya no pudo pasar por alto ni borrar de la memoria. Al volver a casa una
tarde, después de pasar unas horas fuera, se encontró frente a un Phil colérico que la
acusaba airadamente de haber ido a visitar a su amante. Aún más perturbador que la
propia acusación era la identidad del supuesto «amante»: Walter, un primo de Phil,
muerto hacía ya muchos años. «En aquel momento ni siquiera sabía lo que era la
enfermedad de Alzheimer. Sólo sabía que estaba asustada. Algo terrible le estaba
pasando a Phil, y yo no podía ignorarlo ni justificarlo por más tiempo».
No obstante, como si el tomar medidas concretas fuera a confirmar lo inevitable,
Janet no acababa de decidirse a consultar a un médico. Quizás tenía aún la esperanza
de que Phil estuviera sufriendo algún trastorno emocional pasajero, o que sus
estallidos no continuarían o incluso que desaparecerían con el paso del tiempo.
Después de todo, no sólo eran breves, sino que enseguida quedaban olvidados. En
cuanto pasaban, Phil parecía ignorar lo que acababa de decir o hacer. Todavía hoy, al
pensar en ello, Janet no recuerda las muchas mentiras que debió haberse dicho a sí
misma para calmar la creciente inquietud que constantemente la acompañaba y
retrasar el veredicto oficial de la desesperanza.
Pero finalmente fue imposible dejar de pensar en la desintegración mental de Phil.
Cada vez con más frecuencia se despertaba en plena noche gritando a Janet que
saliera de su cama. «¿Qué estás haciendo aquí? —decía—. ¿Desde cuándo duerme
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una hermana con su hermano?». Ella hacía pacientemente lo que le exigía y le dejaba
agitándose encolerizado mientras permanecía despierta el resto de la noche en el sofá
del cuarto de estar. Al poco tiempo, él se dormía plácidamente y, al levantarse por la
mañana, no recordaba el incidente.
Llegó un momento en que ya no pudo posponer la decisión. Un día, unos dos
años después de la cena con los Warner, Janet empleó un subterfugio, que ya no
recuerda, para convencer a Phil de que fuera al médico, después de haberse
convencido ella misma. Tras hacer meticulosamente la historia y la exploración
física, el médico salió de la sala de exploración y le dijo cuál era la enfermedad de
Phil. Para entonces, Janet se había familiarizado un tanto con las características de la
enfermedad de Alzheimer, pero ni siquiera el haber previsto el diagnóstico disminuyó
el shock y la sensación de catástrofe al oír esas palabras. Ella y el médico decidieron
no decírselo a Philip. Tampoco habría importado si se lo hubieran dicho pues él ya
era incapaz de comprender de forma duradera las implicaciones del diagnóstico, y no
habría podido retener los elementos de su descripción. A los pocos minutos, habría
vuelto a la ignorancia sobre su estado mental como si no le hubiesen dicho nada.
No obstante, unos meses más tarde, Janet se lo dijo. Como sus crisis de
irracionalidad se hacían más frecuentes y sus lapsus de memoria más prolongados, a
veces ella era incapaz de controlar su impaciencia y siempre que reaccionaba con una
explosión de cólera o con una palabra dura se sentía inmediatamente culpable. Una
vez, después de una conversación particularmente enojosa, le dijo bruscamente: «¿No
te das cuenta de lo que te pasa?, ¿no sabes que tienes la enfermedad de Alzheimer?».
Al describir su estallido, me decía: «Me sentí horrible en cuanto se lo dije», pero su
remordimiento era innecesario. Era como si hubiera hablado del tiempo. Phil no era
más consciente de su situación que antes de que ella se lo dijera. Por lo que a él
concernía, no le sucedía nada malo; ni siquiera podía recordar su propio olvido. A
cualquier conocido con el que Phil Whiting se hubiera encontrado casualmente le
habría parecido que estaba tan bien como siempre, y eso es exactamente lo que él
pensaba.
Janet hizo lo que hace casi todo el mundo en su angustiosa situación. Tomó la
decisión de cuidar ella misma a Phil mientras pudiera, y comenzó a buscar libros que
la ayudaran a comprender el estado mental de las personas con la enfermedad de
Alzheimer. Había algunos buenos, pero el mejor era el que llevaba el acertado título
de The 36-Hour Day (El día de 36 horas). En él encontró frases que confirmaban lo
que el médico le había dicho unos días antes, tales como: «Habitualmente la
enfermedad sigue un curso lento pero inexorable» y «la enfermedad de Alzheimer
normalmente provoca la muerte en unos siete a diez años, pero puede progresar con
más rapidez (de tres a cuatro años) o más lentamente (hasta quince años).» Cuando
Janet se preguntaba si no estaría asistiendo simplemente a los estragos de la senilidad
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común, se encontró con esta frase: «La demencia no es el resultado natural del
envejecimiento».
Y así, Janet no tardó en saber que tendría que enfrentarse con una enfermedad
real que llevaba consigo la inexorable certeza del deterioro y la muerte. The 36-Hour
Day y los otros libros le enseñaron los cambios físicos y emocionales que se
producirían en Phil, y también le hicieron valiosas sugerencias no sólo para cuidarle a
él, sino también a sí misma durante los años de tensión y tormento que se
aproximaban. Pero al final descubrió que «no son más que palabras; no penetran
realmente en el problema; lo que hay en tu corazón es lo que te hace capaz de
sobrellevar todo esto». Por más que leyó e intentó prepararse para la posibilidad de
que, como decía sin ambages The 36-Hour Day: «A veces, las víctimas de alguna
demencia pueden llegar a arrojar objetos [o] golpearte», nunca pudo imaginar los
acontecimientos que hicieron que la situación se le fuera de las manos una tarde de
marzo de 1987, después de un año de entregada asistencia. Fue una tarde, «sólo diez
días antes de nuestras bodas de oro», cuando «todo se precipitó». Así lo describía ella
cinco años después:
Él no me reconocía; pensaba que era una ladrona y que estaba robando las cosas de Janet. Entonces empezó a
empujarme y a arrojarme cosas. Rompió algunas de mis antigüedades porque no sabía lo que eran. Entonces dijo
que iba a llamar a Nancy y a decirle lo que estaba pasando. Efectivamente, la llamó y ella en seguida se dio cuenta
de lo que sucedía. Nancy le dijo: «Di a esa mujer que se ponga» y él me pasó el teléfono y me dijo: «Mi hija le va
hablar y le dirá que se vaya». Cuando cogí el auricular, Nancy me dijo: «Mamá, sal de la casa ahora mismo, voy a
llamar a la policía». Cuando colgué, Phil agarró el teléfono y también llamó a la comisaría.
Hice una tontería, pero me quedé, y él comenzó a zarandearme; así que también llamé a la policía. Imagínate: se
presentaron tres coches de policía y yo estaba tan avergonzada… Los agentes entraron y yo intenté explicarles lo
que pasaba, pero Phil dijo: «Esta no es mi esposa». Entonces se llevó a un policía al dormitorio para enseñarle
nuestra foto de boda. Por supuesto, cuando el policía vio la foto, dijo: «La novia se parece a su mujer, a esta
señora», pero Phil insistía: «Esta no es mi esposa».
Mientras tanto, vino nuestra vecina y él la reconoció. Cuando la vecina vio lo que estaba pasando, le habló
suavemente: «Phil, sabes que te aprecio y que no te mentiría. Esta mujer es Janet, date la vuelta y mírala». Él hizo
lo que se le había indicado. Se dio la vuelta y me miró como si me viera por primera vez. «Janet —dijo—, gracias
a Dios que estás aquí. Alguien ha tratado de robar tu ropa». Y así acabó todo.
Uno de los agentes convenció a Phil de que entrara en su coche. Cuando Phil
objetó: «Van a pensar que me han detenido», le respondió: «Oh no, creerán que nos
llevamos a un amigo a dar un paseo» y Phil pareció satisfecho con esta explicación
tan simple. Le llevaron a un hospital cercano, donde permaneció hasta que se pudo
encontrar plaza en una clínica de recuperación.
Nancy se trasladó para estar con su madre y las dos iban al hospital todos los días.
Al principio se sorprendían de la facilidad con que Phil se había adaptado a la nueva
rutina, pero pronto se dieron cuenta de que en realidad no sabía donde estaba. «Nos
presentaba a las recepcionistas y nos decía que eran sus secretarias y que el hospital
era un hotel que él dirigía». Normalmente reconocía a Janet, pero siempre había que
decirle que la mujer más joven era su hija. Con el tiempo empezó a creer que Janet
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era su novia y finalmente no sabía en absoluto quién era.
Al cabo de una semana, encontraron una buena clínica a la que trasladaron a Phil.
Unos días después, Janet pasó allí sus bodas de oro, al lado de un hombre que algunas
veces sabía por qué había venido y otras no. Él no era consciente de su demencia ni
de la tragedia que vivía su familia.
Durante los dos años y medio siguientes, Janet pasó la mayor parte de cada día
con Phil, excepto por breves períodos de respiro que se tomaba porque sus hijos se lo
pedían insistentemente. Ellos se daban cuenta de su agotamiento crónico y sabían
cuándo debía hacer una pausa en sus penosos esfuerzos. Incluso notaban sus
momentos de resentimiento, pero también los comprendían y perdonaban con más
benevolencia que ella misma. Por más devoción que pusiera en atenderle, su amor y
mejor amigo la había abandonado para hundirse en un abismo de inconsciencia.
Janet se ofreció como voluntaria en el departamento de terapéutica física, y
durante un breve período de tiempo tomó parte en las actividades de un grupo de
apoyo a familias de pacientes con Alzheimer. Pero los grupos de apoyo solo pueden
asumir parte de la carga. Al cabo de poco tiempo, Janet sabía que cada víctima de la
demencia inflige un dolor único a quienes la aman y que hay una respuesta única para
confortar a cada individuo afectado. Los tres hijos fueron incapaces de asistir a la
destrucción de su adorado padre, y esto fue positivo, pues pudieron ayudar a su
madre espiritualmente, ocupándose de que recibiera el apoyo emocional necesario
para llevar a cabo las tareas que sabían que debía asumir.
Joey, el más joven, de alguna manera reunió las fuerzas necesarias para visitar a
su padre dos veces durante su largo confinamiento, pero éste ni le reconoció ni le
recordó. Sus visitas le causaron una angustia insoportable y no ayudaron en absoluto
a su padre. Lo que ayudaba a su madre —y ésta era la ayuda que ella más necesitaba
— era la certeza de que podía contar con el apoyo, no de grupos ni de libros, sino de
la devoción inquebrantable de su familia y de aquellos pocos amigos cuya lealtad
nacía del amor.
«Lo que hay en tu corazón es lo que te hace capaz de sobrellevar todo esto». Lo
que había en el corazón de Janet era hacer por Phil lo que solamente ella —no una
enfermera, ni un médico ni un asistente social— podía hacer. Tanto si la reconocía
como si no —y con el tiempo llegó a no reconocerla—, algo en su interior le debía
recordar, por vagamente que fuera, que ella era la seguridad, la certeza y lo
predecible, en un entorno que, por lo demás, era incontrolable y carente de sentido.
«Cuando me veía llegar, me saludaba con la mano, pero no sabía quién era. Sólo
sabía que era alguien que venía a verle y que se sentaba con él».
Al principio, la impresión de observar cada día el continuo deterioro de Phil era
terrible. De alguna manera, Janet lograba mantener la serenidad mientras estaba con
él, aunque no siempre: «Durante aquel primer año en la clínica, a veces me
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derrumbaba. Entonces me llevaban a una habitación y me hablaban hasta que me
recuperaba un poco. Pero todas las tardes tenía un ataque de nervios cuando volvía a
casa». Gradualmente se endureció lo suficiente para soportar el continuo
empeoramiento de Phil, pero se daba cuenta de lo difícil que podía ser para las otras
personas que le querían. Y también deseaba protegerle y que le recordaran como
había sido, un hombre lleno de bondad y vitalidad que se comportaba no sólo con
dignidad, sino también con una distinción propia. «No permitía que nuestros amigos
le visitaran en la clínica; no quería que le vieran así».
En la clínica, la enfermedad de Phil seguía «un curso lento pero inexorable»,
como los libros habían predicho. Al principio, conservaba algo de su sociabilidad y
buen carácter, aparentemente convencido de que tenía a su cargo una residencia llena
de enfermos, de cuyo bienestar era responsable. Vestido con ropa de calle, iba de
paciente en paciente preguntando a cada uno con la benevolencia de un propietario:
«¿Qué tal estamos hoy? Espero que se sienta bien». Algunas veces, si Janet o las
enfermeras se distraían un momento, llevaba a algún anciano que estuviera en silla de
ruedas hasta la entrada del edificio para ir a dar un paseo. Entonces alguien tenía que
detenerle en la calle, mientras empujaba alegremente a un paciente encantado e
ignorante en medio de la vorágine del tráfico y los peatones.
Durante las fases intermedias de la enfermedad, Phil había desarrollado una
marcada incongruencia entre los pensamientos que parecía querer expresar y lo que
decía. Esto les ocurre en ocasiones a las víctimas de un ictus cerebral, que suelen ser
conscientes de su incapacidad para decir las palabras apropiadas, pero Phil no se
percataba de ello. Janet recuerda una ocasión en que, mientras paseaban, él le dijo de
repente: «Los trenes llegan tarde; haz algo». Al contestarle que no sabía dónde
estaban los trenes, él le respondió irritado: «¿Qué les pasa a tus ojos?, ¿es que no
ves?». Y le señaló los cordones desatados de sus zapatos. De repente ella
comprendió. «Sólo quería que le atara los cordones, pero lo decía de esa manera.
Sabía lo que quería decir, pero no encontraba las palabras adecuadas y ni siquiera se
daba cuenta».
Al poco tiempo de estar en la clínica, Phil empezó a ganar peso, y al final había
añadido 20 kilos a sus ya generosas proporciones. Luego dejó de comer; de hecho,
olvidó cómo se masticaba. Janet tenía que meterle el dedo en la boca y extraerle
trozos de comida para que no se atragantara. En esa época ya no se acordaba de su
nombre. Aunque recuperó la capacidad de masticar, nunca volvió a saber quién era.
Hasta que un día también dejó de hablar; alguna vez miraba a Janet, sólo por un
momento, con el antiguo afecto y, escogiendo exactamente las palabras que había
pronunciado incontables veces durante su medio siglo de vida en común, musitaba,
con toda la dulzura y devoción de una época ya lejana: «Te quiero, eres muy guapa y
te quiero». En cuanto decía estas palabras franqueaba de nuevo la frontera del olvido.
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Al final, perdió completamente el contacto con el mundo y el control de sí
mismo. Se volvió totalmente incontinente y no se daba cuenta de ello; aunque
estuviera consciente, simplemente ignoraba lo que sucedía. Cuando la orina
empapaba su ropa, en ocasiones también manchada de heces, había que desnudarlo
por completo para limpiar la suciedad que profanaba el resto de humanidad que aún
le quedaba. «Y pensar —decía Janet— que estaba tan orgulloso de su apariencia y era
tan digno. Hasta se le hubiera podido llamar puritano. ¡Ver a Phil allí, de pie,
desnudo, mientras le lavaban, sin darse cuenta de lo que pasaba…!». Entonces con
los ojos brillantes por el primer destello de unas lágrimas incipientes, dijo: «¡Es una
enfermedad tan degradante! Si de alguna manera hubiera sabido lo que le estaba
sucediendo, no habría querido vivir. Era demasiado orgulloso para haberlo tolerado, y
me alegro de que nunca lo supiera. Es más de lo que nadie debería tener que
soportar».
Sin embargo, ella lo soportó y nunca se cuestionó si sería capaz. Veía a sus hijos a
menudo, y se reunía con otras esposas y maridos de pacientes cuyo dolor compartía.
«Nos sentábamos y llorábamos juntos. Cuando me sentía un poco más fuerte,
intentaba ayudarles. Te obligas a no ver ciertas cosas, y eso es lo que yo me enseñé a
hacer». Aprendió que la enfermedad de Alzheimer, aunque normalmente afecta a
ancianos, puede golpear también a personas más jóvenes. Había un hombre de poco
más de cuarenta años en la clínica. Sólo movía los ojos.
Al final, Phil empezó a perder peso rápidamente. Durante el último año de su
vida, la piel parecía colgarle de la cara; Janet tuvo que comprarle zapatos nuevos
porque sus pies se redujeron en dos tallas, al tiempo que todo él se marchitaba y
empequeñecía, y parecía mucho más viejo. Este hombre sano y robusto en el pasado,
que durante su vida adulta había llevado trajes de las tallas más grandes, llegó a pesar
63 kilos.
A pesar de todo, nunca dejó de andar. Andaba constantemente, de manera
obsesiva, cada rato que el personal de la clínica se lo permitía. Janet trataba de
mantener su rápido paso, pero no tardaba en agotarse, y él aún continuaba. Incluso
cuando estaba tan débil que apenas podía mantenerse de pie, de alguna manera reunía
fuerzas para caminar, atrás y adelante, recorriendo la sala. Al final, estaba tan agotado
que se tambaleaba hasta que Janet y la enfermera le sujetaban por los hombros y le
sentaban en una silla, sin aliento y demasiado débil para continuar.
Una vez sentado, su frágil cuerpo se inclinaba hacia un lado, porque ya no tenía
fuerza para mantenerse derecho. Las enfermeras tenían que atarle para que no se
cayera al suelo. Pero incluso entonces sus pies no dejaban nunca de moverse. Allí
sentado, inconsciente del mundo que le rodeaba, sujeto a una silla por un cinturón y
sin aliento por su esfuerzo incesante, continuaba moviendo los pies patéticamente
como si siguiera caminando. Algo le impulsaba a hacerlo; acaso persiguiera algo que
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hubiera perdido para siempre. O quizás no era eso. Quizás algo en su interior sabía el
destino que aguarda a quienes están en la fase terminal de la enfermedad de
Alzheimer, y trataba de huir.
Durante el último mes de su vida tenían que atarle por la noche a la cama para
impedir que se levantara y reanudara su incesante caminar. En la tarde del 29 de junio
de 1990, el sexto año de su enfermedad, jadeando extenuado por el esfuerzo tras una
de sus compulsivas caminatas, tropezó con su silla y cayó al suelo sin pulso. Cuando
llegaron los ayudantes técnicos sanitarios unos minutos más tarde, intentaron en vano
la RCP y le trasladaron rápidamente al hospital, que estaba en el edificio contiguo. El
médico de la sala de urgencias anunció que había muerto por fibrilación ventricular y
subsiguiente paro cardíaco, y luego telefoneó a Janet, que se había ido a casa menos
de diez minutos antes de que Phil comenzara ese último paseo hacia la muerte.
Cuando murió, me alegré. Sé que suena terrible, pero me sentí feliz de que al fin se
hubiera liberado de esa degradante enfermedad. Sabía que no sufría y sabía que no
era consciente de lo que le estaba sucediendo y sentía gratitud por eso. Era una
bendición, era lo único que me mantuvo en pie durante todos aquellos meses y años.
Pero es horrible ver que le sucede todo eso a alguien a quien amas tanto. ¿Sabes?,
cuando fui al hospital después de morir Phil, me preguntaron si quería ver su cuerpo.
Y dije que no. Mi amiga, que es católica devota y había venido conmigo, no podía
comprender mi negativa. Pero yo no quería recordar aquel rostro muerto.
Compréndelo, no fue por mí por quien me negué. Fue por él.
Y así terminó la destrucción de Phil Whiting. Pese a su desgarradora decadencia
que desembocó en la atrofia cerebral, su familia no tuvo que presenciar la escena
final de deterioro que con tanta frecuencia se representa en el cuerpo de la víctima
inconsciente. No es raro que los pacientes en la fase final de la enfermedad, ya sin
capacidad para comunicarse, se queden inmóviles y sus cuerpos adopten posiciones
grotescas, rígidos o desmadejados, a medida que se acercan a la muerte. Pero mucho
antes del final, para la mayor parte de las familias se hacen insuperables los
problemas de supervisión básica constante. Debido a la conducta impredecible del
enfermo, hay que prevenir sus desvaríos e impulsos destructivos o, por lo menos,
saber afrontarlos en aquellas ocasiones en las que, a pesar de la vigilancia, consiguen
eludir a quienes les cuidan. Por esta razón eligieron ese título los autores del libro The
36-Hour Day. A consecuencia de un descuido momentáneo, el paciente puede
provocarse lesiones a sí mismo o a los demás, o dar lugar a un conflicto con los
vecinos que obligue a tomar medidas mucho antes de que la familia esté dispuesta a
ello. Se agotan las energías, la paciencia se acaba, e incluso el marido o la esposa más
decididos se encuentran pronto en una situación que supera su capacidad de
resistencia. Incluso los cuidados rutinarios cobran tal dificultad que desafían los
esfuerzos de los profesionales más experimentados y dedicados.
No es fácil encontrar una institución a la que se pueda confiar, con plena
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tranquilidad, a alguien que ha significado tanto en la propia vida. Aunque esta
insuficiencia obedece a muchas razones, quizá la más importante sea puramente
estadística: la enfermedad de Alzheimer afecta a más del 11 por ciento de la
población de Estados Unidos con más de sesenta y cinco años. La cifra total de
norteamericanos afectados, incluyendo a los pacientes por debajo de esa edad, se
estima en unos cuatro millones. La demanda de recursos continuará y crecerá. Las
previsiones indican que para el año 2030, habrá más de sesenta millones de
norteamericanos que superen los sesenta y cinco años. Cuando los costes directos e
indirectos de todas las demencias ya se estiman en 40.000 millones de dólares
anuales, la mayor parte de los cuales se dedican a pacientes con enfermedad de
Alzheimer, la magnitud del problema es aún más espeluznante. ¿Cabe entonces
extrañarse de que una familia preocupada que trata de hacer todo lo que puede, se
encuentre tan a menudo abrumada y desorientada?
Afortunadamente, en nuestro país existen instituciones adecuadas de asistencia
permanente, aunque todavía en número insuficiente, como la que Janet Whiting pudo
encontrar. Algunas ofrecen incluso los llamados «programas de respiro», que
consisten en admitir a enfermos por breves períodos de tiempo para permitir unos
días o semanas de descanso a un cuidador agotado. Existen también algunos
programas de cuidados paliativos. Pero independientemente de las reticencias de la
familia, con frecuencia, la única manera de recuperar un cierto grado de tranquilidad
es la admisión a largo plazo.
Con el tiempo, los pacientes se vuelven completamente dependientes. Los que no
sucumben a procesos intercurrentes tales como el accidente cerebrovascular o el
infarto de miocardio, muy probablemente caerán en un estado que, inhumana pero
muy descriptivamente, se ha denominado vegetativo. En ese momento han perdido
todas las funciones cerebrales superiores. Ya antes, algunos pacientes son incapaces
de masticar, caminar o incluso tragar su propia saliva. Los intentos de alimentarlos
pueden acabar en ataques de tos o ahogos que resultan aterradores, especialmente
cuando el que los presencia se considera responsable. Este es el período en el que la
familia tiene que enfrentarse a duras decisiones, tales como si se inserta un tubo de
alimentación o la energía con que se debe actuar para repeler los procesos naturales
que se precipitan como chacales —o quizás como amigos— sobre las personas
debilitadas.
Si se decide no iniciar la alimentación por tubo nasogástrico, la muerte por
inanición puede representar una liberación para personas inconscientes o que no
perciben el proceso. Esta muerte bien puede parecer preferible a las alternativas —la
parálisis y la malnutrición— que afectan casi inevitablemente a los pacientes
terminales intubados, incluso a los alimentados más escrupulosamente. La
incontinencia, la inmovilidad y el bajo nivel de proteínas en sangre hacen que sea casi
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imposible evitar las úlceras de decúbito, que pueden llegar a presentar un aspecto
terrible, al profundizarse hasta el punto de dejar al descubierto los músculos, los
tendones e incluso los huesos, cubiertos por capas de pestilentes tejidos muertos y
pus. Cuando eso sucede, sólo mitiga un poco el trauma psicológico de la familia el
saber que la víctima es inconsciente.
La incontinencia, la inmovilidad y la necesidad de cateterizar conducen a
infecciones del tracto urinario. La incapacidad de reconocer o tragar las secreciones
origina aspiración del moco y aumenta la probabilidad de contraer neumonía. De
nuevo hay que tomar difíciles decisiones relacionadas con el tratamiento en las que
influyen no sólo la conciencia individual, sino las creencias religiosas, las normas
sociales y la ética médica. A veces lo mejor puede ser no tomar decisión alguna y
dejar que la implacable naturaleza siga su curso.
Una vez emprendido, este curso puede ser muy rápido. La gran mayoría de los
pacientes con enfermedad de Alzheimer en estado vegetativo mueren por algún tipo
de infección, se origine ésta en el tracto urinario, en los pulmones o en las fétidas
úlceras de decúbito llenas de bacterias. En el subsiguiente proceso febril —la
septicemia— las bacterias se precipitan al torrente sanguíneo, causando rápidamente
shock, arritmias cardíacas, anomalías de la coagulación, insuficiencia hepática y
renal, y muerte.
Durante todo este tiempo, los miembros de la familia han experimentado
sensaciones de ambivalencia e impotencia, y viven en un estado de crisis permanente.
Temen lo que están viendo, así como lo que aún tienen que ver. Aunque
constantemente se les recuerde lo contrario, muchas personas siguen creyendo que
están permitiendo un sufrimiento consciente. Y, sin embargo, esta opción es siempre
tan dura. Los instrumentos legales, tales como la donación inter-vivos y los poderes
generales, pueden actuar como disposiciones preventivas, pero con demasiada
frecuencia no existen; la afligida pareja o los hijos, ya con sus propios problemas
familiares, se encuentran perdidos en un mar de sentimientos contradictorios. La
dificultad de decidir se ve agravada por la dificultad de vivir con la decisión tomada.
La enfermedad de Alzheimer es uno de esos cataclismos que parecen destinados
específicamente a poner a prueba el espíritu humano. La nobleza y la lealtad de Janet
Whiting no son únicas; incluso pueden ser la norma en mayor o menor medida. De
hecho, hasta tal punto no es excepcional la conducta de Janet, que los profesionales
de la medicina casi llegan a esperar que las familias acepten sin dudar el papel que les
toca en las tareas de asistencia. El coste, por supuesto, es considerable. En términos
de problemas afectivos, de olvido de objetivos y responsabilidades personales, de
relaciones alteradas y, obviamente, de recursos económicos, la cuenta es
insoportablemente alta. Pocas tragedias son más costosas.
A menudo parece como si las familias de los enfermos de Alzheimer quedaran
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apartadas de las anchas e iluminadas avenidas de la vida, para permanecer atrapadas
durante años en su atroz callejón sin salida. La liberación sólo llega con la muerte de
la persona amada. Y aun entonces permanecen los recuerdos y la terrible pérdida, de
las que sólo es posible liberarse en parte. El cristal oscuro de los últimos años
siempre filtrará la imagen de una vida plena y la felicidad y los logros compartidos.
Para los supervivientes, la existencia misma ha perdido irrevocablemente brillo e
inmediatez.
Probablemente es una doctrina universal de todas las culturas que poner nombre a
un demonio ayuda a disminuir el temor que infunde. Algunas veces me pregunto si la
verdadera razón, quizás culturalmente inconsciente, de que los primeros médicos
trataran siempre de identificar y clasificar las enfermedades, no fuera tanto
comprenderlas como desafiarlas. De alguna manera, la confrontación con una fiera
maligna parece más segura después de ponerle un nombre; como si ese mismo acto la
calmara por un momento y pareciera posible domarla; impone un cierto control a lo
que previamente había sido la ferocidad de un terror irrefrenable. Cuando damos
nombre a una dolencia la civilizamos, la obligamos a jugar con nuestras propias
reglas.
Dar nombre a una enfermedad es el primer paso para establecer una estrategia
contra ella. No es sólo la comunidad científica la que forma el equivalente actual de
las antiguas formaciones militares en círculo o cuadrado, sino también la comunidad
de pacientes, familias y voluntarios. Desde el segundo tercio de este siglo, los
pacientes y sus familiares han compartido sus problemas, y algunas veces sus gastos,
con grupos tales como la Fundación Nacional para la Parálisis Infantil, la Asociación
Americana contra el Cáncer y la Asociación Americana de Diabetes. Ya no tienen por
qué estar solas las personas que sufren estas calamidades y quienes las asisten.
En el caso de la enfermedad de Alzheimer, rara vez es el paciente quien reconoce
la necesidad de estar acompañado en el curso de su doloroso viaje. Pero
probablemente no hay ninguna discapacidad en nuestro tiempo en la que la presencia
de los grupos de apoyo pueda contribuir tan decisivamente a la supervivencia
emocional de los testigos más cercanos de la desintegración. En Estados Unidos hay
actualmente casi doscientas organizaciones locales y más de un millar de grupos de
apoyo bajo la cobertura de la Alzheimer’s Disease and Related Disorders Association
(ADRDA), y en otros países existen organizaciones similares. No sólo proporcionan
ayuda directa sino que también abogan por el aumento de los fondos dedicados a la
investigación y las mejoras clínicas. La unión hace la fuerza, aunque la unión sólo sea
de una o dos personas comprensivas que pueden aliviar la angustia simplemente
escuchando.
Esa angustia tiene muchas facetas, y algunas de ellas no se pueden superar si no
se cuenta con una persona compasiva e informada que escuche: ¿Es posible que el
Las circunvoluciones cerebrales están atrofiadas, separadas unas de otras, han perdido profundidad o se han
aplanado, comprimido y empequeñecido, especialmente en la región frontal. No es raro que una o dos
Esquirol había identificado así una atrofia del cerebro que explicaba la del
espíritu. Posteriormente, sus observaciones fueron confirmadas repetidas veces por
otros investigadores. Sin embargo, los análisis microscópicos, tendrían que esperar a
los trabajos de Alois Alzheimer. La ciencia médica sufrió muchos y profundos
cambios en las siete décadas que mediaron entre los hallazgos de Esquirol y los de
Alzheimer, pero ninguno más importante que el desarrollo de los microscopios de
alta resolución. La experta aplicación de los nuevos sistemas ópticos permitió a los
científicos de las facultades de medicina alemanas hacer muchos de los grandes
descubrimientos de la segunda mitad del siglo XIX y la primera década del XX. Fue en
esta tradición alemana de empleo meticuloso del microscopio en la que Alois
Alzheimer emprendió el estudio de la demencia.
Alzheimer empezó su carrera fundamentalmente como clínico interesado en las
enfermedades nerviosas y mentales, aunque tenía una sólida formación en los
métodos de laboratorio. En 1902, cuando ya era una autoridad en los aspectos
clínicos de la demencia senil y comenzaba a ser conocido por la claridad de sus
descripciones de patología microscópica, recibió la invitación de Emil Kraepelin, un
pionero de la psiquiatría experimental, para trabajar en la Universidad de Heidelberg.
Al año siguiente, Kraepelin fue llamado a la Universidad de Munich para dirigir un
nuevo centro clínico y de investigación, y se llevó consigo a Alzheimer, que tenía
entonces treinta y nueve años. La destreza de Alzheimer en el empleo de las técnicas
de tinción de tejidos, recientemente desarrolladas, le permitió identificar los cambios
en la arquitectura celular que acompañaban a la sífilis, al corea de Huntington, la
arteriosclerosis y la senilidad. Quizás la característica más destacada de su trabajo era
su capacidad, basada en su experiencia con pacientes, de relacionar los hallazgos
microscópicos postmortem con los síntomas que presentaban antes de la muerte las
infortunadas víctimas de estos procesos degenerativos. Tales correlaciones
constituyen los elementos básicos para descubrir la causa y el efecto de la
fisiopatología.
En 1907, Alzheimer publicó un artículo titulado «Sobre una enfermedad
característica de la corteza cerebral», en el que exponía el caso de una mujer que
había ingresado en el hospital psiquiátrico en noviembre de 1901. Este es el primer
estudio de un paciente en el que se reconoce la enfermedad que lleva su nombre
como una entidad individual que debe ser diferenciada de las demás. Excepto por el
lenguaje, que es mucho más lacónico, podríamos estar leyendo a Esquirol; y excepto
en que Alzheimer no delimita específicamente los cuatro «grados de la
incoherencia», podríamos estar leyendo a Prichard. Alzheimer exponía el caso de una
mujer de cincuenta y un años que había pasado por los sucesivos síntomas de celos,
«El hombre es un aerobio obligado»: aquí reside, expuesto con la directa sencillez de
uno de los aforismos más citados de Hipócrates, el secreto de la vida humana. La
dependencia del aire de toda la humanidad y, de hecho, de todos los animales
terrestres conocidos, fue reconocida por los hombres de las tribus primitivas mucho
antes de que alguno de ellos se distinguiera de sus semejantes denominándose
«doctor». Con toda la complejidad tecnológica de la investigación molecular
ultramoderna y la creciente oscuridad de la terminología de su literatura actual, el
círculo del conocimiento siempre vuelve a su punto de partida: el hombre necesita
aire para vivir.
A finales del siglo XVIII se descubrió que no era el aire en general sino uno de sus
componentes —el oxígeno— el factor crucial del que depende la vida. El concepto
del hombre como aerobio obligado tomó entonces un significado más preciso: no
tenemos elección, sin oxígeno nuestras células mueren y nosotros morimos con ellas.
Pronto se demostró que la absorción de oxígeno era la causa por la que, al pasar por
los pulmones, el color apagado de la sangre se transformaba súbitamente en un rojo
pictórico de vida; se descubrió que el riego de las células de los tejidos del cuerpo era
el motivo de su agotamiento al retornar del largo viaje exhausta y azul, boqueando
por así decirlo. Desde entonces, el papel de este elemento, el más vital de la
naturaleza, ha sido explorado generación tras generación por miles de investigadores,
que han registrado sus hallazgos prácticamente en todas las lenguas escritas del
mundo. El oxígeno está en el punto focal de la lente a través de la cual se deben
estudiar los procesos vitales de los seres vivos.
Después de tantos años de investigación, los estudiosos de la biología humana
vuelven invariablemente a este simple enunciado que siempre ha sido inherente a la
intuición de cada individuo de lo que necesita para mantenerse vivo: el hombre es un
aerobio obligado. Podría haber escogido una de las muchas variantes de esa máxima
entre la profusión de escritos publicados sobre esta materia en los dos últimos siglos,
pero la fuente de donde la he tomado es instructiva. La encontré en un número
reciente del Bulletin of the American College of Surgeons, titulado: «What’s New in
Surgery: 1992». Aparecía, no como la perla de sabiduría consagrada por el tiempo
que es, sino como una certeza probada experimentalmente a nivel molecular. Incluso
Tenía los ojos fijos en mí con la mirada en algún punto más allá, y me invadió una sensación de calor. Su cabeza
había caído hacia atrás. La levanté un poco y me pareció que aún respiraba. Pronuncié su nombre varias veces y le
dije que la quería. Entonces comprendí que tenía que llevarla a un lugar seguro, que tenía que separarla de aquel
hombre, pero ya era demasiado tarde. La cogí en brazos. La llevé así una corta distancia y pensé: ¿qué estoy
haciendo?, ¿a dónde la llevo? Me arrodillé y con mucho cuidado la puse en el suelo. Su pecho comenzó a
estremecerse y empezó a vomitar sangre. Salía continuamente, en cantidades enormes… nunca imaginé que
pudiera tener tanta; me di cuenta de que se estaba desangrando. Grité pidiendo ayuda, pero no podía hacer nada
para detener los vómitos.
La ambulancia llevó a Katie a toda velocidad al hospital más cercano, que sólo
estaba a unos minutos de distancia. Al llegar, era indudable que no tenía pulso y que
ya había sobrevenido la muerte cerebral, es decir, había pasado la fase de muerte
clínica. Sin embargo, el equipo de la sala de urgencias, horrorizado, hizo todo lo
posible para salvarla, aun sabiendo que sus intentos serían inútiles. Cuando
finalmente se rindieron, su frustración y su rabia se transformaron en dolor. Con
lágrimas en los ojos, uno de los médicos le dijo a Joan lo que ella ya sabía.
El hombre que asesinó a Katie Mason era un esquizofrénico paranoide de treinta
y nueve años llamado Peter Carlquist. Al no considerársele responsable de sus actos,
dos años antes había sido absuelto de la tentativa de asesinato con un cuchillo a su
compañero de habitación, a quien acusaba de introducir gas venenoso en el radiador.
Tenía un largo historial de ese tipo de ataques a diversas personas, incluyendo a su
hermana y a diversos compañeros de estudios. Incluso le había dicho a un psiquiatra a
la edad de seis años que el demonio había salido de la tierra y se había introducido en
su cuerpo. Quizás era cierto.
Después del ataque a su compañero de habitación, Carlquist había sido ingresado
en una unidad para pacientes peligrosos del Hospital Psiquiátrico del Estado, situado
Paréceme sin embargo que hay alguna manera de familiarizarnos con ella, de probarla en cierto modo. Podemos
experimentarla, si no entera y totalmente, sí al menos de forma que no sea inútil, de forma que nos haga más
fuertes y seguros. Si no podemos alcanzarla, podemos acercarnos a ella, podemos reconocerla; y si no llegamos
hasta la fortaleza, al menos veremos e inspeccionaremos sus caminos.
Gruñendo terriblemente cerca de mi oreja, me sacudió como un terrier podría sacudir una rata. El susto me
produjo un estupor similar al que parece sentir un ratón tras el primer zarpazo del gato. Me causó una especie de
languidez en la que no había sensación de dolor ni de terror, aunque era completamente consciente de todo lo que
estaba sucediendo. Era como lo que describen los pacientes cuando se encuentran bajo la influencia del
cloroformo: pueden ver la operación pero no sienten el bisturí. Esta singular situación no fue resultado de ningún
proceso mental. La sacudida eliminó el miedo e inhibió toda sensación de horror al mirar a la bestia. Este peculiar
estado probablemente se produce en todos los animales que matan los carnívoros y, si es así, es una provisión
misericordiosa de nuestro benevolente Creador para disminuir el dolor de la muerte.
No renunciaré a la vejez mientras deje intacta la mejor parte de mí. Pero si empieza a debilitar mi mente, si
destruye mis facultades una por una, si no me deja vida sino aliento, abandonaré este pútrido y vacilante edificio.
No huiré con la muerte de la enfermedad mientras ésta se pueda curar y deje mi mente intacta. No levantaré la
mano contra mí mismo a causa del dolor, porque morir así es dejarse vencer. Pero sé que si debo sufrir sin
esperanza de alivio partiré, no por miedo al propio dolor, sino porque me impide todo aquello por lo que viviría.
Así pues, es de todas estas maneras como las víctimas de homicidios, suicidios o
accidentes se ven privadas del aporte de oxígeno necesario para la existencia. Pero
esta exposición de causas y efectos fisiológicos no agota la lista de los soldados que
integran los escuadrones de la muerte violenta. Y esta breve reflexión sobre la
serenidad terminal, la experiencia de la proximidad a la muerte o el suicidio asistido
no constituye sino una primera aproximación a numerosos temas que últimamente se
suman al ya largo catálogo de problemas que reclaman la atención —más que la
atención, el minucioso análisis— no sólo de los filósofos y de los científicos, sino de
todos nosotros. En materias relacionadas con la muerte, el aspecto clínico y el moral
nunca han estado tan separados como para que podamos examinar uno ignorando el
otro.
Estos acontecimientos plantean un enigma que hay que resolver. Su solución probablemente será interesante e
importante para muchas personas. Los científicos (y quienes meramente sientan curiosidad) preguntarán: ¿por qué
este grupo de la población? ¿Qué nos dice esto sobre la inmunidad y la génesis de los tumores? Los expertos en
temas de salud pública querrán situar este brote en su contexto social. Las asociaciones de homosexuales, que
suelen ser activas y están bien informadas sobre los temas sanitarios que les conciernen, querrán tomar medidas
para informar y proteger a sus miembros. Las personas humanitarias querrán simplemente impedir muertes y
sufrimientos innecesarios.
En el curso de una larga vida dedicada a observar la investigación biomédica, no he visto nada comparable al
progreso que ya se ha realizado en los laboratorios que trabajan sobre el virus del SIDA. Teniendo en cuenta que
la enfermedad sólo se conoce desde hace siete años y que su agente, el VIH, es uno de los organismos más
complejos y desconcertantes de la tierra, lo que se ha logrado es asombroso.
Los rápidos descubrimientos realizados sobre el ciclo biológico del VIH aportaron la
información básica para buscar sus puntos vulnerables. Definido simplemente, un
virus no es más que una minúscula partícula de material genético recubierta por una
capa de proteínas y grasas. Los virus son los seres vivos más pequeños que se
conocen y contienen muy poca información genética. Como no pueden existir sin la
ayuda de estructuras más complejas, tienen que vivir dentro de células. Al contrario
que las bacterias, no pueden reproducirse (en el caso de los virus los científicos
prefieren decir replicarse) por sí mismos, de forma que deben introducirse en el
interior de las células y apoderarse de su mecanismo genético integrándose en él. El
proceso por el que el VIH hace esto es el inverso de aquel por el que normalmente se
transmite la información genética; por esta razón se le denomina retrovirus.
La información genética de las células se halla en unas moléculas en cadena
denominadas ácidos desoxirribonucleicos (ADN); el ADN es el depositario de la
información genética. En condiciones normales de reproducción, el ADN se copia, o
«transcribe», en otras cadenas moleculares llamadas ácidos ribonucleicos (ARN), que
actúan como un molde para la producción de proteínas de la nueva célula. En el caso
de un retrovirus, sin embargo, el material genético es el ARN; además, también posee
una enzima llamada transcriptasa inversa que, cuando el virus penetra en la célula,
transcribe el ARN al ADN, que a su vez se traduce posteriormente a la secuencia
habitual de las proteínas.
Descrito en líneas generales, el proceso que tiene lugar cuando un linfocito es
infectado por el VIH es el siguiente: el virus se une a unas estructuras llamadas
receptores CD4 que se hallan en la membrana externa de la célula; en esos puntos se
desprende de su cubierta y se incorpora a la célula, donde su ARN se transcribe sobre
el ADN. El ADN pasa entonces al núcleo del linfocito y se inserta en el propio ADN
de la célula. Durante el resto de su existencia ese linfocito y sus descendientes
permanecerán infectados por el virus.
A partir de este momento, cada vez que se divida una célula infectada, el ADN
viral se duplicará junto con los propios genes de la célula y permanecerá como una
infección latente. Por razones desconocidas, en un determinado momento, ordena la
producción de nuevos ARN y proteínas víricas y así se producen nuevos virus. Éstos
Estoy a unos ciento sesenta kilómetros del hospital. Esta es una de esas inesperadas
tardes de otoño en que, bajo el despejado cielo azul de la naturaleza, todo está
exactamente como debe estar, pero casi nunca está. El verano que acaba de terminar
ha sido lluvioso, y quizás por esa razón las colinas que rodean la granja de mi amigo
ofrecen ese espectáculo de colores abigarrados que casi es más de lo que mi alma de
ciudad puede comprender o abarcar. La naturaleza es amable sin saberlo, igual que
puede ser cruel sin saberlo. En estos momentos parece como si ningún día pudiera
volver a alcanzar el esplendor imposible de éste. Ya siento nostalgia por el día de hoy,
mientras lo estoy viviendo. Me obsesiona el impulso de memorizar la imagen de cada
árbol, porque sé que su deslumbrante gloria mañana ya empezará a apagarse y nunca
volverá a aparecer exactamente como ahora. Cuando algo es hermoso y bueno
debería verse tan claramente y conservarse tan íntimamente que nadie olvidara jamás
cómo es y qué sensación causa.
Me encuentro en la soleada cocina de la granja de John Seidman, construida hace
un siglo en medio de unas ocho hectáreas de fértil terreno, cerca de la ciudad de
Lomontville, al norte del Estado de Nueva York. Hace diez años, en un dormitorio
del piso de arriba, murió en brazos de John, David Rounds, su mejor amigo, al final
de una larga y difícil enfermedad. John y David eran más que íntimos amigos;
compartían un amor destinado a durar. Pero el cáncer determinó otra cosa. David fue
arrebatado a John, y a todos aquellos que también le queríamos cada uno a su manera,
en un momento en que el futuro parecía asegurado y tranquilo para ambos. Sólo dos
años antes David había ganado el premio «Tony», al mejor actor secundario de
Broadway, y la carrera de John era cada vez más prometedora. En esta granja tardó
mucho en pasar el dolor antes de que la vida retomase su ritmo.
Conozco a John Seidman desde hace casi veinte años y Sarah, mi esposa,
compartió una casa con él y con David mucho antes aún. Ha sido un amigo tan íntimo
de la familia que mis dos hijos pequeños le llaman «tío». Sin embargo, hay una gran
Los que quedamos atrás buscamos la dignidad para no tener un mal concepto de nosotros mismos. Intentamos
compensar la incapacidad de nuestro amigo moribundo para alcanzar cierto grado de dignidad, quizá
imponiéndosela. Es nuestra única victoria posible sobre el terrible proceso de este tipo de muerte. En una
enfermedad como el SIDA, necesitamos superar la tristeza de ver a un amigo querido perder su personalidad, su
singularidad. Al final, no se distingue de la última persona que hemos visto pasar por lo mismo. Es triste ver a
alguien perder su individualidad y convertirse en un modelo clínico.
Cuando se habla de una «buena muerte», ¿en qué medida es buena esa muerte para la persona agonizante y en qué
medida lo es para quien la ayuda? Obviamente, las dos están relacionadas, pero la cuestión es cómo. En mi
opinión, el concepto de «buena muerte» no es algo que en general resulte factible para quien muere. La «buena
muerte» es sólo algo relativo y lo que realmente significa es reducir los aspectos desagradables. No se puede hacer
mucho más aparte de intentar mantener una cierta pulcritud y eliminar el dolor; evitar que esa persona se sienta
sola. Pero al aproximarse esos momentos finales, creo que incluso la importancia de no estar solo no es más que
una suposición por nuestra parte.
Retrospectivamente, y en cierto sentido esto suena muy duro, mi experiencia me dice que la única forma de saber
si hemos ayudado a alguien a morir mejor es si estamos o no arrepentidos de algo, si hay algo que lamentamos
haber hecho o dejado sin hacer. Si de verdad podemos decir que no hemos perdido ninguna oportunidad de hacer
Durante sus últimas semanas en el hospital, Kent nunca estuvo solo. Cualquiera
que fuese la ayuda que pudieran prestarle en sus últimas horas, no cabe duda de que
la constante presencia de sus amigos le alivió más de lo que podría haber hecho el
personal del hospital, por mucho esmero que pusiera en atenderle. Es imposible
observar a los pacientes homosexuales de SIDA sin que le llame a uno la atención el
hecho de que casi siempre se reúne en torno suyo un círculo de amigos, no
necesariamente todos homosexuales, como si fueran su familia y asumen las
responsabilidades de lo que en otros casos harían una esposa o sus padres. El Dr.
Alvin Novick, uno de los primeros activistas de SIDA de Norteamérica, y de los más
respetados, ha llamado a este fenómeno de compromiso conjunto el caregiving
surround (entorno de asistencia). Es un acto de amor comunal, pero no sólo eso. John
lo describe:
El SIDA está afectando a personas, especialmente en el caso de los homosexuales, que han creado familias por
afinidad consciente —nosotros hemos escogido a quienes serán nuestra familia. Nuestro sentido de
responsabilidad respecto a los demás no está basado en las convenciones sociales. En muchos casos, la familia
tradicional nos ha rechazado, de forma que la familia por afinidad cobra toda su importancia.
Hay mucha gente que piensa que lo que nos está sucediendo debe sucedemos; que es una especie de castigo por
nuestras costumbres inmorales y anormales. Por tanto, es nuestro común interés no dejar a nadie solo ante ese
juicio de la sociedad. Aquellos de nosotros que de alguna forma no se aceptan a sí mismos pueden considerar
fácilmente el SIDA como una forma de castigo, pero incluso los que no tienen ese problema son conscientes de lo
extendida que está esa idea en la sociedad. En cierto sentido, desentenderse de esos amigos nuestros que tienen
que enfrentarse a la enfermedad significa abandonarles al juicio del mundo «normal».
Las últimas semanas de Kent, me dice John, fueron como las de tantos otros
enfermos de SIDA, y como las de tantas víctimas de esas enfermedades que
lentamente consumen las fuerzas cada vez menores de la vida. Después de superar
uno tras otro los problemas imprevistos que se fueron presentando durante largos
meses, llegó un momento en que parecía no darse cuenta de que, con cada nueva
complicación, disminuía su dominio de la situación. Cuando renunció a comprender,
también dejó de luchar contra los sucesivos asaltos, como si ya fuera menos
importante resistir; como si no hubiera ninguna razón para ello. O quizás era
simplemente que el esfuerzo necesario para entender el significado de los
acontecimientos minaba sus energías, ya muy reducidas.
Las peripecias de cada nuevo ataque perdieron su urgencia. Hay quienes
llamarían aceptación a esta indiferencia producto del agotamiento, pero esa palabra
implica una actitud positiva. Quizás se trate más bien de admitir la derrota, de
Cuando murió, yo no estaba en Nueva York; había venido a la granja por unos días. Me bajé del autobús en Port
Authority y llamé a mi contestador. El mensaje de que Kent había muerto me conmocionó. La última vez que le vi
casi no parecía que estuviese vivo, y desde luego no parecía Kent. Aun cuando sabíamos que iba a morir de un
momento a otro, la idea de que realmente estaba muerto… supongo que la conmoción en parte se debía al hecho
de que después de todo el tiempo que había pasado con él tuve que enterarme de la noticia de aquella manera tan
horrible, solo en aquella mugrienta cabina telefónica, escuchándosela a mi contestador automático.
Kent murió entre los compañeros que le habían ayudado a mantenerse en sus dos
últimos años de vida. No había sido uno de los muchos homosexuales y drogadictos
rechazados por su familia. Hijo único de un matrimonio maduro, sus padres habían
muerto años antes. Sin la devoción de sus amigos, su muerte, y también su vida,
pronto habría caído en el olvido.
Por las líneas precedentes no debe entenderse que las familias tradicionales rara
vez participan en el cuidado de sus hijos e hijas (o maridos y esposas) enfermos de
SIDA. Precisamente ocurre lo contrario. Gerald Friedland describe el regreso, la
reunión de los padres, de las madres especialmente, con los hijos cuyas vidas y
amistades habían rechazado durante años, no sólo en el caso de homosexuales, sino
también de drogadictos. Por supuesto, no todos los homosexuales ni todos los
drogadictos se separaron de sus familias y, por tanto, no es raro que un joven enfermo
de SIDA pase sus últimos meses rodeado de los cuidados atentos de sus padres o
hermanos, acompañado a veces de un pequeño grupo de amigos, o de un compañero.
Normalmente, para un padre de clase media es mucho más fácil ausentarse del
trabajo o trasladarse desde un domicilio apartado que para alguien que vive en un
gueto o en un barrio de inmigrantes, para quien una falta al trabajo no sólo significa
una reducción del sueldo, sino posiblemente incluso la pérdida de un empleo ya mal
remunerado. Me han relatado el caso de madres con cuatro hijos muriendo de SIDA.
La crueldad del virus alcanza magnitudes que sobrepasan lo imaginable.
A la cabecera de la cama de los jóvenes moribundos velan madres y esposas,
maridos y amantes —hermanas, hermanos y amigos— haciendo lo que pueden por
amortiguar los estragos de la muerte. Igual que en tiempos pasados, cuando un hijo
estaba mortalmente enfermo, se escuchan los susurros de los padres, a veces apenas
audibles en el silencio que precede a la partida. Son tiernas palabras de ánimo y
oraciones. En inglés o en español, y en las demás lenguas del mundo, se han repetido
tantas veces las palabras pronunciadas por el rey bíblico David, mientras lloraba
sobre el cuerpo de su hijo muerto, el rebelde Absalón, que llevaba tantos años
separado de él:
Gerald Friedland habla de la «inversión del ciclo normal de la vida»: los padres
entierran a sus hijos. Se repite esta aberración de otros siglos, precisamente cuando,
satisfechos de nosotros mismos, acabábamos de concluir que nuestra ciencia la había
vencido. No sólo actúa el virus a la inversa, también se ha invertido el orden lógico
de la naturaleza según el cual el joven debe enterrar al viejo. Finalmente, la terapia
que, por el momento, es nuestro mejor aliado para detener la propagación del VIH
nos ofrece una lección simbólica: con el AZT y los otros fármacos intentamos detener
la transcriptasa inversa y, de ese modo, poner fin a la inversión del ciclo de la vida.
Nuestro plan funciona, pero no todo lo bien que quisiéramos, y la muerte continúa
persiguiendo a los jóvenes, e incluso a los muy jóvenes, mientras sus mayores sólo
pueden lamentarse en la impotencia.
Qué dignidad o sentido puede extraerse de tal muerte es algo que sólo sabrán
aquellos cuyas vidas han rodeado esa vida que acaba de extinguirse. Los jóvenes que
en los hospitales asisten a esos otros jóvenes agonizantes —y no me refiero sólo a los
médicos y enfermeras, sino a todo el abnegado personal— se admiran de que exista
tal generosidad en un mundo que se les había dicho que era cínico. Su quehacer
diario desmiente el cinismo; ellos también son héroes a su manera. Su heroísmo es
contemporáneo y propio del camino que han escogido; una profesión en la que deben
sobreponerse a sus propios miedos y dominar su sensación de vulnerabilidad para
ayudar a las víctimas del SIDA. No emiten juicios morales, no hacen distinción entre
clases sociales, modos de infección o pertenencia a los llamados grupos de riesgo.
Camus describió bien este fenómeno: «Lo que es cierto de todos los males del
mundo, lo es también de la peste. ¡Puede ayudar a algunos hombres a
engrandecerse!».
Entre todos los rumores que nos llegan de médicos renuentes y cirujanos con
fobia al VIH (y de ese más del 20 por ciento de médicos residentes norteamericanos
encuestados que tratarían a pacientes con el VIH pero que, si se les diera la
posibilidad de elegir, preferirían no hacerlo), es alentador saber que los enfermos de
SIDA están en manos de personas así. Para nuestros hijos, que cuidan a nuestros hijos
afectados por el VIH, la carga es tanto más pesada por cuanto deben asistir a la
muerte de hombres y mujeres de su misma edad, o quizás una década mayores. A esa
injusticia obedecen los reproches más furiosos de los muchos que lanzamos a la
insensata naturaleza, cuyos ciegos tanteos han creado el VIH: porque nos roba
grandes piezas de la estructura con la que debemos construir nuestro futuro. De las
Érase una vez un pequeño deshollinador que se llamaba Tom. Tom es un nombre cortito que ya habrás
oído antes, por lo que no te será muy difícil recordarlo. Vivía en una gran ciudad del norte donde había
muchas chimeneas que limpiar y mucho dinero que Tom podía ganar y su amo gastar. No sabía leer ni
escribir, y tampoco lo deseaba; y nunca se lavaba porque la casa donde vivía no tenía agua. Nunca le
habían enseñado a rezar. Nunca había oído hablar de Dios ni de Cristo, excepto en expresiones que tú
nunca has oído y que hubiera sido mejor que él tampoco. Lloraba la mitad del tiempo y la otra mitad reía.
Lloraba cuando tenía que trepar por las oscuras chimeneas dejándose en carne viva sus flacas rodillas y
codos; y cuando le caía el hollín en los ojos, lo que sucedía todos los días de la semana; y cuando no tenía
suficiente para comer, lo que también sucedía todos los días de la semana.
Así empieza el libro clásico infantil de Charles Kingsley, The Water Bables, de
1863. Tom era lo que la clase acomodada inglesa llamaba eufemísticamente un
climbing boy, «niño trepador». Sus funciones no requerían un largo aprendizaje, no
había prerrequisitos para ingresar en la profesión. La mayor parte de los que se
incorporaban a esta ocupación deprimente tenían entre cuatro y diez años. El trabajo
diario comenzaba de una manera muy simple: «Después de un poco de gimoteo, y un
puntapié de su amo, Tom penetraba en el hogar de la chimenea y comenzaba la
ascensión».
Aquellas chimeneas tenían poco que ver con las rectas verticalidades de la
arquitectura posterior. Ya en tiempos de Kingsley, a mediados del siglo XVIII, el tiro
era más recto que cuando el cirujano británico Percivall Pott llamó la atención sobre
sus peligros en 1775. En la época de Pott no solamente eran tortuosos e irregulares
sino que tenían la molesta costumbre de avanzar cortos tramos horizontalmente antes
de retomar la dirección vertical prevista. El resultado de todas estas peregrinaciones
estructurales era que había numerosos escondrijos, grietas y superficies planas en las
que se acumulaba el hollín. Además, a causa de las contorsiones que debía a hacer el
pequeño deshollinador en su ascenso era prácticamente inevitable que se hiciera
escoriaciones en distintas partes del cuerpo, especialmente las que sobresalían o
colgaban.
La palabra colgar se emplea aquí deliberadamente, pues lo más habitual es que
hicieran su penoso trabajo sin ninguna ropa que les protegiera de las sucias paredes
por las que trepaban. Iban completamente desnudos. Esta desnudez vocacional
obedecía a una buena razón —o al menos así lo creían los amos de los niños. Las
chimeneas eran muy estrechas —medían 30 a 60 centímetros de diámetro— de
La lección más importante que aprende un médico joven es que nunca debe permitir
que sus pacientes pierdan la esperanza, incluso cuando sea obvio que se están
muriendo. De ese consejo, repetido con tanta frecuencia, se desprende que la fuente
de esperanza del paciente es el propio médico y los medios de que dispone; por lo
tanto, sólo el médico puede alentar la esperanza, moderarla, o incluso quitarla. En
esto hay buena parte de verdad, pero no es todo. Más allá del entorno de
profesionales de la medicina —e incluso de la capacidad del propio médico, por
generoso que sea—, está el poder que pertenece legítimamente al paciente y a
quienes le quieren. En este capítulo y en el siguiente escribiré sobre los enfermos
terminales de cáncer, sus diversos tipos de esperanzas y de cómo en algunos casos las
he visto reforzadas, debilitadas o incluso destruidas.
Esperanza, esperar, son palabras abstractas. De hecho, son más que palabras; son
conceptos oscuros que cobran diferentes significados de acuerdo con la época y las
circunstancias de nuestra vida. Los políticos no ignoran su arraigo en la mente del
electorado.
En el diccionario no faltan definiciones: «estado de ánimo en el cual se nos
presenta como posible lo que deseamos», «creer que algo bueno o conveniente
ocurrirá realmente», etc. Pero aquí nos interesa señalar especialmente expresiones
como «esperanza loca» y «contra toda esperanza», pues el deber supremo del médico
es asegurarse de que las esperanzas que ha hecho concebir a su paciente no son
infundadas.
La esperanza presenta infinitos matices, si no de fondo, al menos de forma. En
efecto, atestigua esa propensión humana a hacer que una palabra signifique «lo que
he decidido que signifique, ni más ni menos», como Humpty Dumpty declaraba
desdeñosamente a Alicia en el libro de Lewis Carroll. Quizá sea Samuel Johnson
quien mejor ha definido el término: «La esperanza —escribió la máxima autoridad
inglesa en lo tocante a las palabras— es en sí misma una especie de felicidad, y
quizás la felicidad más grande que nos puede procurar este mundo».
Todas las definiciones de esperanza tienen una cosa en común: se refieren a la
expectativa de un bien que está por realizarse, a la percepción de una situación futura
en la que se conseguirá el objetivo deseado. En un penetrante pasaje del libro The
Con frecuencia, los rabinos terminan la ceremonia fúnebre con esta frase: «Que su
memoria sirva de bendición». Es una fórmula desconocida para los no judíos y que
no he escuchado nunca en las iglesias. Aunque expresa lo que obviamente es un
deseo universal, este simple pensamiento merece que reflexionemos más sobre él, y
no solamente en los lugares consagrados al culto.
La esperanza que dio cierta paz a Bob DeMatteis se hallaba en el recuerdo que
dejó de sí mismo y en el significado que su vida tendría para aquellos que le
sobrevivieron. Bob siempre había sido consciente de que su existencia no sólo era
finita, sino que incluso podía terminar inesperadamente. Ahí estaba el origen de
aquella horrible ansiedad que le causaba todo lo relacionado con la medicina, pero
también de su aceptación cuando se presentó la enfermedad definitiva.
En la muerte no hay mayor dignidad que la de la vida que la precedió. Es una
clase de esperanza que todos podemos alcanzar y la más duradera: reside en el
significado de lo que ha sido la vida del individuo.
Hay fuentes de esperanza más inmediatas, pero algunas son inaccesibles. Como
médico, siempre he asegurado a mis pacientes moribundos que haría todo lo posible
para darles una muerte fácil, pero con demasiada frecuencia he visto desvanecerse
incluso esa esperanza a pesar de todos mis esfuerzos. También en un Centro de
asistencia a enfermos terminales, donde el único objetivo es el alivio y la
tranquilidad, hay fallos. Como tantos de mis colegas, más de una vez he infringido la
ley para facilitar el tránsito de un paciente, porque de otro modo no habría podido
cumplir mi promesa, explícita o implícita.
Una promesa que podemos cumplir y una esperanza que podemos dar es que no
dejaremos morir solo a ningún ser humano. De las muchas formas de muerte solitaria
seguramente las más desoladoras se producen cuando se oculta, se impide la certeza
de la muerte. De nuevo es la actitud de «no le puedo quitar la esperanza» lo que
precisamente impide con tanta frecuencia que se materialice una forma de esperanza
especialmente tranquilizadora. Si el individuo no sabe que su muerte es inminente y,
en la medida de lo posible, las condiciones en que tendrá lugar, no podrá participar en
esta comunión final con sus seres queridos. Sin esta consumación, poco importa
quién esté presente a la hora de la muerte, permanecerá aislado y abandonado; porque
En nuestros días hay otro factor que a menudo contribuye a aislar al paciente
gravemente enfermo. No se me ocurre una palabra mejor que la de futilidad. Persistir
en un tratamiento a pesar de sus escasas posibilidades de éxito, a algunos puede
parecerles heroico, pero con demasiada frecuencia constituye un perjuicio
involuntario para el paciente. En efecto, oscurece el criterio de franqueza y revela un
cisma fundamental entre los verdaderos intereses de los pacientes y sus familias, por
una parte, y los de los médicos, por otra.
Según la filosofía hipocrática de la medicina, nada debe ser más importante para
un médico que el interés del paciente que acude a él en busca de asistencia. Aunque
vivimos en una época en la que las necesidades de la sociedad en su conjunto a veces
entran en conflicto con el criterio del médico sobre lo que es mejor para un paciente
determinado, nunca ha habido ninguna duda de que el fin de la asistencia médica es
vencer la enfermedad y aliviar el sufrimiento. Cada estudiante de medicina aprende
muy pronto que para vencer la enfermedad a veces es necesario agravar
temporalmente el sufrimiento al paciente, y hay pocas personas que no entiendan y
acepten esta necesidad. Esto es especialmente cierto de la centena de enfermedades
comprendidas en los distintos tipos de cáncer y en las que la combinación de cirugía,
radiaciones y quimioterapia suele ocasionar períodos de debilidad y otros trastornos
temporales, cuando no claras complicaciones. Ante un diagnóstico de enfermedad
maligna potencialmente curable, pocas personas querrán renunciar a la lucha si hay
alguna forma prometedora de tratamiento que ofrezca posibilidades razonables de
reducir los estragos de la enfermedad o de curarla. Hacer lo contrario no es
estoicismo sino estupidez.
Una vez más, el dilema al que nos enfrentamos cuando nos encontramos en estas
situaciones radica en el lenguaje. En este caso, la dificultad proviene del empleo de
palabras como razonable y prometedora. Es esta terminología, ambigua pese a su
aparente claridad, donde se halla la clave, pues revela la dicotomía que con
frecuencia existe entre los objetivos de los médicos y los de los pacientes. A costa de
sobrecargar estas páginas con otro relato autobiográfico, me basaré en mi propia
evolución profesional como médico para ilustrar la sutil progresión por la que un
La muerte oculta en el hospital empezó muy discretamente en los años treinta y cuarenta, y se generalizó a partir
de los cincuenta… Nuestros sentidos ya no soportan los olores y los espectáculos que, todavía a principios del
siglo XIX, formaban parte de la vida diaria junto con el sufrimiento y la enfermedad. Las secuelas fisiológicas han
salido de la vida diaria para pasar al mundo aséptico de la higiene, la medicina y la moralidad, que al principio no
se distinguían entre sí. La manifestación perfecta de este mundo es el hospital, con su disciplina celular… Aunque
no siempre se admita, el hospital ha ofrecido a las familias un lugar donde pueden esconder al enfermo incómodo,
que ni el mundo ni ellos pueden soportar… El hospital se ha convertido en el lugar de la muerte solitaria.
Siento más curiosidad por el microcosmos que por el macrocosmos; me interesa más
cómo vive un hombre que cómo muere una estrella, cómo se abre paso una mujer en
el mundo que cómo cruza los cielos un cometa. Si hay un Dios, está tan presente en la
creación de cada uno de nosotros como lo estuvo en la de la tierra. El misterio que me
fascina es la condición humana, no la condición del cosmos.
Comprender esa condición ha sido la obra de mi vida. Durante esa vida, que ha
entrado en su séptima década, he conocido penas y triunfos. Algunas veces pienso
que más de lo que me correspondía de ambos, pero esa impresión probablemente se
debe a la tendencia, común a todos los hombres, a conferir carácter universal a la
propia existencia, a considerar la suya una vida de dimensiones casi míticas, vivida
más intensamente.
Es imposible saber si ésta será mi última década o si habrá más; la buena salud no
es garantía de nada. La única certeza que tengo sobre mi propia muerte es otro de
esos deseos que todos compartimos: que sea sin sufrimiento. Hay quienes quieren
morir rápidamente, quizás súbitamente; y los hay que prefieren morir al término de
una enfermedad breve y sin dolores, rodeados de las personas y las cosas que aman.
Yo soy de estos últimos y sospecho que somos la mayoría.
Desgraciadamente, lo que espero no coincide con mis previsiones realistas. He
visto demasiadas muertes para ignorar que lo más probable es que no ocurra como
quiero. Como la mayoría de las personas, probablemente sufriré los padecimientos
físicos y emocionales que acompañan a muchas enfermedades mortales; y, como
ellas, probablemente agravaré la dolorosa incertidumbre de mis últimos meses con la
angustia de la indecisión: continuar o abandonar, seguir un tratamiento agresivo o
limitarme a tratar de no sufrir, luchar para ganar tiempo o dar la vida por terminada;
éstas son las dos caras del espejo en el que nos miramos cuando nos afligen
enfermedades mortales. El lado en el que elegimos vernos en los últimos días debería
reflejar una resolución tranquila, pero ni siquiera se puede contar con eso.
He escrito este libro tanto para mí como para quienes lo lean. Haciendo desfilar
ante nosotros a algunos de los caballeros de la muerte, he querido recordar cosas que
he visto y comunicárselas a los demás. No hay necesidad de escrutar las filas de estos
caballeros asesinos; son más numerosos de lo que cualquiera de nosotros podría
soportar. Pero todos ellos usan armas no muy diferentes de las que hemos examinado
en estas páginas.
Si nos familiarizamos un poco con ellas, quizás también sean menos temibles y
las decisiones que se imponen puedan tomarse en una atmósfera menos cargada de
sospechas, angustia y expectativas injustificadas. Para cada uno de nosotros puede
El poeta se expresa en forma de oración y, como ocurre con todas las oraciones,
quizá no sea posible responderla, ni siquiera para Dios. En demasiados casos el tipo
de muerte escapará a toda tentativa de control y esto no lo pueden cambiar ni el
conocimiento ni la prudencia. Cuando se aproxime la muerte de alguien que amamos,
o la nuestra, será bueno recordar que todavía quedan muchísimas cosas en las que no
hay elección posible, incluso contando con las poderosas y generosamente motivadas
fuerzas de la moderna ciencia biomédica. Al decir que muchos hombres están
condenados a morir mal, no se les está juzgando a ellos, sino a la naturaleza de lo que
les mata.
La gran mayoría de las personas no dejan la vida del modo que preferirían. Antes
se creía en el ars moriendi, el arte de morir. En aquel tiempo la única actitud posible
ante la muerte era dejar que sucediera; una vez que aparecían ciertos síntomas no
había otra elección más que morir de la mejor manera posible, en paz con Dios. Pero
incluso entonces generalmente se pasaba por un período de sufrimientos que
precedían al final, y apenas había otro recurso que la resignación y el consuelo de la
oración y la familia para aliviar las últimas horas.
Nuestra época no es la del arte del morir, sino la del arte de salvar la vida, y los
dilemas en ese arte son numerosos. Hace sólo medio siglo ese otro gran arte, el de la
medicina, aún se enorgullecía de su capacidad para rodear el proceso de la muerte de
toda la serenidad de la que era capaz la benevolencia profesional. En la actualidad
este aspecto del arte se ha perdido, excepto en proyectos —por desgracia muy raros
— como el del Centro de asistencia, y ha sido sustituido por el espectacular intento
de reanimación o por el demasiado frecuente abandono cuando éste resulta imposible.
La muerte pertenece al moribundo y a quienes le aman. Aunque mancillada por
los estragos de la enfermedad, no se debe permitir que además sufra la perturbación
de bien intencionados pero inútiles esfuerzos. El entusiasmo de los médicos cuando
proponen continuar un tratamiento influye en las decisiones que se toman a este
respecto. En general, los mejores especialistas son también los que tienen el
convencimiento más firme de la capacidad de la biomedicina para vencer el reto de
que se escribió este libro. El 14 de abril de 1994 los diputados holandeses han
aprobado el texto definitivo del cuestionario que deberán rellenar los médicos que
hayan administrado la «muerte dulce» a fin de permitir un control a posteriori de su
intervención. (N. del E.) <<