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LA IMPOLÍTICA DE LOS DERECHOS HUMANOS. ARENT?

EL
DERCHO A TENER DERECHOS Y LA DESOBEDIENCIA CÍVICA
Etienne BALIBAR
Catedrático emérito de Filosofía Política en la Université Paris X y
Distinguihed Profesor of Humanities, University of California, Irvine

Toda gran obra tiene su historia: interior y exterior. Reflejando


un desarrollo intelectual que a veces comporta ciertas rupturas y
respondiendo a transformaciones históricas que la fuerzan a
reorientarse. Podríamos pensar que esta afirmación es particularmente
válida en el caso de una filósofa como Arendt quien, en el intento de
volver (se) inteligible aquello que la acción política contiene de
imprevisible, confiere una función central a la categoría de
acontecimiento1. Mucho más que en el caso de cualquier otro pensador
contemporáneo, nos podemos afirmar que nunca ha escrito dos veces
el mismo libro, o dos libros conservando el mismo punto de vista.
Aunque ésto no significa, en ningún caso, que no constatemos en su
obra marcadas continuidades, así como la persistencia de ciertas
cuestiones recurrentes, de las que dependen precisamente la apertura
del horizonte filosófico y los desplazamientos analíticos que opera. A
partir de esta convicción, estructuraré un análisis fundamentado en la
discusión de ciertos elementos que pertenecen a momentos muy
alejados unos de otros, inscritos en contextos diferentes y de estilo
absolutamente heterogéneo –historia, reflexión especulativa, ensayo
militante, periodismo- en el intento de reconstruir la que me parece
constituye una de las problemáticas centrales de sus reflexiones
(quizás la problemática central): aquella que atañe a la “política de los
derechos humanos” y sus fundamentos, o mejor dicho a su ausencia de
fundamentos, es decir, a su carácter “in-fundado”.

Una « crítica de los derechos humanos » muy paradójica

¿De donde proviene la persistente dificultad que presenta el


discurso de Arendt sobre los derechos, al menos desde un punto de
vista filosófico? En primer lugar de la conjugación que opera entre una
de las críticas más radicales existentes a todo fundamento
antropológico, y por tanto, de la teoría clásica de los “derechos
humanos” como fundamento del edificio jurídico y de su práctica
política correspondiente, y una defensa intransigente de su carácter

1
Ver el pequeño libro para nada obsoleto de Anne Amiel, 1996.
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imprescriptible (al menos en el caso de algunos de ellos), que identifica
prácticamente su menosprecio con la destrucción de lo humano.
¿Cómo se puede rechazar la teoría de la idea que existen unos
“derechos humanos fundamentales” (tal como proclaman la mayor
parte de nuestras Constituciones democráticas y las Declaraciones
“universales” a las cuales se presupone una esencialidad en el orden
normativo), y situar, al mismo tiempo, en el corazón mismo de la
construcción democrática una política de los derechos humanos
intransigente? ¿Cómo negar por un lado, aquello que se pretende poner
en práctica por el otro?
El discurso desarrollado por Arendt en el que constituye (al
menos en apariencia) su tratado filosófico más sistemático, Human
condition (1958)1, no facilita precisamente la tarea. El término
“condición”, que figura en el título, es exactamente la antítesis de la
idea de “naturaleza”2, puesto que repudia doblemente las teorizaciones
metafísicas o especulativas de la naturaleza humana. Reiterando, por
un lado, la tesis enunciada por Marx en la 6ª Tesis sobre Feuerbach3 :
no existe una tal « esencia humana » universal o formal que se aloja en
cada individualidad humana (por ejemplo en la modalidad de un cogito;
Arendt 1998, p.280 – en adelante); sino « únicamente », si es que
podemos decirlo así, una pluralidad de individuos humanos, y por
tanto, una pluralidad de relaciones entre ellos, más o menos
conflictuales, constitutivas de su « mundo » común4. Por otro lado, y
esta vez en las antípodas de Marx, permitiendo nombrar el conflicto,
1
Traducido en francés en 1961 con el título de La condition de l’homme moderne. La primera
versión española, publicada bajo el título de La condición humana. Traducción de R.Gil
Novales, data de 1974. NdT.
2
Ver Arendt 1998, p. 9-10. Arendt llega a declarar que « le défaut principal de la Condition de
l’homme moderne est ceci: c’est encore du point de vue de la vita contemplativa que je regarde
ce que la tradition appelle vita activa, sans jamais rien dire réellement sur cette vita
contemplativa » (Arendt 2007, p. 88). (El defecto principal de la Condición del hombre
moderno es el siguiente: es aún desde el punto de vista de la vita contemplativa que observo
aquello que la tradición llama vita activa, sin decir nada, realmente, sobre esta vita
contemplativa)
3
Recordemos que Arendt reclama la 11ª « Tesis sobre Feuerbach » como criterio de
diferenciación entre la filosofía profesional, « teórica », y la reflexión de los « hombres de
acción », inmanente a la actividad política (ver. Arendt 1983, p.224). Sobre las relaciones de
Arendt con la obra marxiana en general, cfr. Anne Amiel 2001, p. 117-218.
4
« Action, the only activity that goes on directly between men without the intermediary of
things or matter, corresponds to the human condition of plurality, to the fact that men, not Man,
live on the earth and inhabit the world. » (Arendt 1998, p. 7). (« La acción, única actividad que
se da entre los hombres sin la mediación de cosas o materia, corresponde a la condición humana
de la pluralidad, al hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la tierra y habiten el
mundo » ; Cfr. H.Arendt 1996, Trad. De M.Cruz. pp.21-22. NdT).
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profundamente alienante, que se desarrolla entre dos tipos de
« condiciones »: aquellas que podríamos llamar « naturales », dado que
conciernen a la reproducción de la vida, y aquellas que podríamos
llamar « políticas » (o cívicas), puesto que se refieren a la formación de
un espacio público, donde lo común es reconocido por la pluralidad de
seres humanos en tanto que fin propio1. Arendt distingue como uno de
los caracteres típicos de la modernidad y de su alienación específica
(alienación del mundo, y no únicamente de sí o del sujeto: Arendt 1998,
p.254, 264, 272) el hecho que la creciente tecnificación de los procesos
de reproducción de la vida en una “sociedad de masas” permita a los
seres humanos representarse la reproducción como su actividad por
excelencia, substituyendo así la búsqueda de la “buena vida”, es decir
la construcción de sus relaciones políticas, fundadas sobre la
irreductibilidad de “posiciones”. Paradójicamente, es el desarrollo de
una creciente artificialidad aquello que tiende a “naturalizar” el ámbito
de lo político, al mismo tiempo que contribuye a “socializar” el mundo2.
Para decirlo en terminología Derridiana, una alienación de tan
magna radicalidad parece tener como contrapartida la tarea de inventar
una cosmopolítica « a venir », como sola modalidad de emancipación
que dota a la humanidad con los medios para reconstruir, de otra
forma, lo « perdido » en su historia. Sin embargo, debemos ser
cautelosos en aras de evitar toda idealización del pasado, inclusive del
pasado griego donde se encuentra el origen de nuestro concepto de lo
político, siendo conscientes de la lección epistemológica implícita
contenida en su pesimismo histórico y su reticencia a profetizar el
avenir3.
Esto nos lleva a reformular la cuestión abierta por esta noción de
política de los derechos humanos que liga entre ellos los diferentes
momentos de su « filosofía práctica », desde el análisis de las tragedias

1
Me refiero a « dos tipos », aunque es sabido que la fenomenología de The Human Condition
reposa sobre la distinción de « tres esferas » de la vita activa que corresponden respectivamente
a la « labor » (labor), el « trabajo » (work) y la « acción » (action). Entre los extremos (es decir,
entre la reproducción de la « vida » natural y el espacio « común » (Zwischenraum, inter
homines esse) de la vida pública, la mediación, que a su vez las articula y las mantiene
separadas, está precisamente constituída por el trabajo. Pero el análisis del capítulo consagrado
a este tema en la obra (IV) mostrará que esta mediación se esfuma por el efecto de la
mecanización.
2
Aquello que The Human condition llama « the unnatural growth of the natural » (p. 47). Ver
también « Le concept d’histoire », en Arendt 1972, p. 119-120.
3
Evidentemente no me refiero al pesimismo antropológico (agustiniano, hobbesiano) tal como
es valorizado en la época por autores como Schmitt o Leo Strauss, sino al pesimismo histórico.
A caballo entre ambas concepciones, ver las reflexiones críticas de Arendt en torno a la idea de
progreso, básicamente en referencia a Kant (Arendt 2005, p. 187).
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de la historia contemporánea hasta el ideal republicano de la vita
activa; conformándolo como un dilema tan brutal como posible : ¿Cómo
es posible mantener conjuntamente una forma extrema de
institucionalismo, explícitamente cercano a la crítica de las teorías del
derecho natural que podemos encontrar en Burke, y una crítica de la
alienación del mundo, difícil de imaginar sin referencia a un idea o a
un modelo (Urbild, Vorbild) de lo humano, incluso si invertimos los
presupuestos antropológicos y las ideas metafísicas de la época
clásica ?

Arendt y su « concepto de política »

Podríamos afirmar que encontrar una salida a este galimatías no


es demasiado difícil, es más se encuentra ya formulada en gran parte
de los comentarios contemporáneos del ensayo On Revolution. En
efecto, ha llegado a instaurarse como lugar común en las discusiones,
señalar que para Arendt los « derechos humanos » no pueden
concebirse como un origen a reencontrar (o a restaurar) (como
indicaban con su propio nombre las « revoluciones » de la época
clásica), sino únicamente como una invención (uno de los sentidos de la
auctoritas) o como un comienzo continuo (arché), (ver por ejemplo Ilaria
Possenti 2002, p.99-en adelante). Es precisamente a través de ese hilo
conductor que podemos identificar el legado de Arendt en toda una
parte de la filosofía política contemporánea (o « no-filosofía », o más
extensamente « anti-filosofía », compartiendo con ella la inquietud por
establecer una línea de demarcación que se efectúa en particular a
través de la crítica de lo originario, ya sea concebido en términos
historicistas o trascendentales; Amiel 2001; Abensour 2006).
Criticando las ideologías « revolucionarias » clásicas, mientras
reivindica a su vez el « tesoro perdido de las revoluciones », Arendt toma
sus distancias con respecto a toda representación -explícita o latente-
que concibe la revolución en tanto que restauración, o
redescubrimiento de un « derecho innato » (birthright), o de un estado
originario de libertad e igualdad; de manera que las « constituciones »
se convierten en sistemas de garantías de unos derechos preexistentes
(tal como lo había enunciado ya Locke con una precisión inigualable)1.

1
La expresión « el tesoro perdido de las revoluciones » da título al último capítulo (VI) de On
Revolution. Y es retomada en el Prefacio de La crisis de la cultura (En castellano, el título del
capítulo se ha traducido como « La tradición revolucionaria y su tesoro perdido », trad. de Pedro
Bravo: 2004. NdT). Así Arendt emplea en varias ocasiones el aforismo de René Char en
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Por el contrario, Arendt insiste sobre la idea que las revoluciones,
propiamente dichas, « instituyen » o inventan lo humano, comprendidos
los principios de reciprocidad o solidaridad colectiva, y es por ello que
ejercen un efecto duradero o inauguran la« permanencia » de los
sistemas políticos republicanos. Por lo tanto, no derivan de un
fundamento, ni reciben su legitimidad de su carácter universal a priori,
sino que son ellas quienes provocan la entrada de lo universal en la
historia. Filosóficamente, nada se opone a eso que llamamos « sin
fondo » (o ausencia de fundamento, in-fundado) (Grundlosigkeit,
groundlessness), una modalidad de articulación de la condición
práctica e histórica de los derechos humanos que invierte término a
término cierta manera de fundar la política a partir de una esencia
metafísica. Sin duda, es esa idea del “sin fondo”, la única que puede
autorizar una identificación de los derechos humanos con una práctica
(o una actividad pura), al precio, no obstante, del reconocimiento de su
carácter históricamente contingente o « aleatorio »1.
Aunque asumo sin reservas una interpretación clásica de este
tipo, no deja de parecerme incompleta. Me parece importante dar un
paso más, iluminando aquello que confiere a la tesis de Arendt su
extrema radicalidad: siguiendo el modelo dialéctico de la coincidentia
oppositorum, la autora no se contenta con designar la institución como
fuente del derecho positivo, sino que ve en ello una construcción de lo
humano en tanto que tal, estimulando la idea de una política de los
derechos humanos en la que la disidencia –en su forma moderna de la
“desobediencia cívica”- llega a convertirse en la piedra angular de la
reciprocidad fundadora de derechos. En este sentido, no se trata de
una postura historicista (o relativista), pese a que presente la
construcción del sistema de derechos de los individuos como
absolutamente inmanente a la historia; y aunque, legitimando las
nociones de “poder” y “autoridad”, encuentre el medio para situar en el
corazón mismo de la archè, o de la autoridad política, el principio
paradoxal de anarchie; es decir de “no-poder” o de contingencia de la
autoridad. Esto nos conduce a reinterpretar la ausencia de fundamento
o el “sin fondo” de los derechos no sólo e tanto que tesis lógica, sino
como una tesis práctica, política en sí misma, pese a que se halle
estructurada de un modo esencialmente antinómico. Toda construcción
política implica una articulación con su elemento contrario (que
podríamos denominar “impolítico”), y por tanto –al menos virtualmente-

« Feuillets d’Hypnos » : « notre héritage n’est précédé d’aucun testament » (“nuestra herencia
no está precedida de testamento alguno”)
1
Ver de nuevo el execelente desarrollo de Possenti, 2002, p. 31-32 et p. 95- en adelante. (« La
fondazione impossibile »).
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una recreación permanente de lo político a partir de su propia
disolución; y a fin de cuentas una imposibilidad práctica de separar de
una vez por todas la construcción de lo humano a través de la
institución política y de su destrucción o deconstrucción (que resulta
en particular del hundimiento histórico de la institución, e incluso a
veces de su funcionamiento más cotidiano, o más “banal”). De hecho,
es precisamente esta articulación con su propio contrario la que
constituye lo político en sí mismo.
No pretendo esconder, en ningún caso, la fragilidad y la
imprecisión de estas formulaciones. Es por ello que desearía que
volviéramos nuestra mirada hacía los textos de Arendt (o al menos
hacia algunos de ellos), en busca de la posibilidad de desgajar una
dialéctica de los contrarios como la señalada, la cual coincidiría con la
presentación de su propio « concepto de lo político », su Begriff des
Politischen. Para comenzar, se tratará de nombrar y localizar las
problemáticas, esperando poder ampliar la discusión a otros aspectos
de la obra de Arendt, a partir de esta base. Partiré de las relaciones que
se entretejen entre la expresión ya célebre « derecho a tener derechos »
(en inglés, de forma más precisa: the right to have rights), la crítica del
Estado-nación y aquello que denomino el « teorema de Arendt » (su
posición a contra-corriente de la modernidad en lo que concierne la
relación entre « hombre » y el « ciudadano »). A continuación, volveré la
mirada hacia la manera tan particular a partir de la que Arendt
reivindica el modelo « griego» de democracia, o más bien (dado que la
autora no deja de recordarnos en qué medida la terminología originaria
importa en este caso) el concepto de isonomia que no significa,
contrariamente a lo que podemos leer aún en algunos casos, el
equivalente de « democracia » (noción que mantienen en los debates
griegos una connotación fuertemente peyorativa), sino más bien el
origen de una secuencia que pasa por las « traducciones » latinas
aequum ius y aequa libertas, abocando finalmente en nuestra idea de
« égal liberté » (igual libertad)1. En consecuencia, no se trata de un
« régimen », sino de un principio o una regla de constitución de la
ciudadanía. Este giro aparente me permitirá concluir con la vuelta a la
manera en la que Arendt practica la antinomia, o desarrolla una
concepción « impolítica » de la política. Al respecto, insistiré
especialmente sobre la modalidad anti-teológica de ese uso, que
debemos asociar en particular a la profundidad del ligámen moral y

1
« Droits de l’homme et droits du citoyen. La dialectique moderne de l’égalité et de la liberté »,
en Balibar 1992, p. 124-150.
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estético que mantenía Arendt con la tragedia griega1, y por
consiguiente, con una noción de la « ley» que se desliga metódicamente
de la herencia de la soberanía, aunque sea bajo sus formas jurídicas
positivas y secularizadas.

El « teorema de Arendt »

¿Entonces, en qué consiste aquello que llamo el « teorema de


Arendt », y qué relación mantiene con la noción de « derecho a tener
derechos »? Es sabido que en el último capítulo de la 2ª parte de los
Orígenes del Totalitarismo, consagrado a « la decadencia de la nación
estado y el final de los derechos del hombre »2, Arendt desarrolla una
tesis provocadora, aunque firmemente fundada en la observación de las
trágicas consecuencias de las guerras imperialistas que conllevaron la
aparición de masas de refugiados « sin Estado » y de seres humanos
« superfluos ». Todos esos seres humanos que -de alguna manera-
parecen estar « de sobras », pero quienes siguen estando físicamente
presentes en el espacio mundial, comparten el hecho de encontrarse
tendencialmente privados de toda protección personal a causa de la
destrucción o disolución de las comunidades políticas de las que
formaban parte; más allá de los esfuerzos de los organismos
internacionales -creados precisamente como tentativa de « repuesta » a
esta situación sin precedente- y los cuales no dejan de estar
permanentemente amenazados de eliminación. Este hecho debe ser
leído como una de las consecuencias perversas de la historia del
Estado-nación, que si bien ha servido de marco histórico para la
proclamación universal de ciertos derechos fundamentales de la
persona, ha identificado rigurosamente la pertenencia comunitaria con
la posesión de una nacionalidad o con el estatuto de ciudadano
nacional (citizenship, en inglés de los Estados-Unidos, mantiene
esencialmente ese valor). Esta situación refuta de facto el fundamento
ideológico proclamado por el Estado-nación (en todo caso en la
tradición democrática y republicana), donde los « derechos del
ciudadano» (es decir del nacional) aparecen como una construcción
segunda, « instituyendo » o « reconociendo » unos derechos
preexistentes. Por el contrario, los « derechos humanos » otorgan a la
institución política (en práctica, al Estado) que los transforma en
« derechos del ciudadano » su principio de legitimidad universalista. No

1
En Was ist Politik ? (proyecto de obra publicado después de su muerte), Arendt cita en
particular Eschyle (Arendt, 1993, rééd 2003, p. 118).
2
Hemos tomado como referencia la traducción de Guillermo Solana, 1987.
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en el sentido de una universalidad extensiva, englobando
potencialmente toda la humanidad (dado que el Estado-nación se
encuentra limitado por las fronteras de su territorio y por sus propios
criterios de pertenencia), sino significativamente, en el sentido de una
universalidad intensiva, la correspondiente a la ausencia de
discriminaciones internas y a la igualdad de libertad entre sus
conciudadanos. En estas condiciones, deberíamos admitir, tal como lo
ha hecho prácticamente toda la tradición jurídica y filosófica moderna,
que los « derechos humanos » están dotados de una extensión mucho
más amplia que los derechos del « ciudadano », al ser lógicamente
independientes, posibilitando el reconocimiento de la dignidad de las
personas que no pertenecen a una misma comunidad política, sino
« solamente » a la comunidad natural (o esencial) de los seres humanos.
Por ello, convendría organizar internacionalmente su protección en
aquellos casos en que la solidaridad nacional ya no se aplica, y
sobretodo en las situaciones de guerra donde las comunidades
nacionales entran en conflicto, excluyéndose unas a otras1.
Sin embargo, en la práctica ocurre exactamente lo contrario:
cuando los derechos del ciudadano o sus garantías correspondientes
son abolidos o históricamente destruidos para a masas enteras de
individuos, los derechos humanos o de la persona lo son igualmente.
Arendt habla entonces de una « amarga confirmación de la crítica de
Burke » dirigida contra la filosofía de los derechos humanos en nombre
de un anti-individualismo de principio y de la primacía otorgada a la
institución histórica sobre el universalismo trascendental2. Lo que se

1
Esto permite explicar los derechos políticos en tanto que derivación de la naturaleza que
« elaboran ». De ahí la paradójica proximidad con las teorías naturalistas del derecho de las
naciones, o de las razas (concebidas como « naciones esenciales ». O más exactamente el hecho
que el conflicto entre universalismo y racismo se desarrolle completamente dentro del
paradigma de la « naturaleza »: una naturaleza contra otra, o una interpretación de lo natural en
la humanidad contra otra. Cosa que denota una gran ambigüedad en el concepto mismo de
« naturaleza » (cfr. por ejemplo las reflexiones que Arendt dedica a las propuestas de Gobineau
en Arendt 2002, p.431-en adelante).
2
« Ces faits et ces réflexions apportent une confirmation ironique, amère et tardive aux fameux
arguments qu’Edmund Burke opposait à la Déclaration française des droits de l’homme. Ils
semblent étayer sa théorie selon laquelle ces droits étaient une « abstraction » et qu’il valait bien
mieux, par conséquent, s’en remettre à « l’héritage inaliénable » des droits que chacun transmet
à ses enfants au même titre que la vie elle-même, et proclamer que les droits dont le peuple
jouissait étaient les « droits d’un Anglais » plutôt que les droits inaliénables de l’homme (…) La
force pragmatique du concept de Burke prend un caractère irréfutable à la lumière de nos
multiples expériences. Non seulement la perte des droits nationaux a entraîné dans tous les cas
celle des droits de l’homme ; jusqu’à nouvel ordre, seule la restauration ou l’établissement de
droits nationaux, comme le prouve le récent exemple de l’Etat d’Israël, peut assurer la
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nos propone aquí es típicamente un elenchos (o reductio ad absurdum)
en la que la imposibilidad de la consecuencia refuta la premisa teórica.
Es aquello que llamo el « teorema » de Arendt, en un intento de
subrayar que su argumentación no tiene simplemente un valor
empírico, sino un significado de principio. No se trata en ningún caso
de sostener que las consecuencias de la guerra y el imperialismo son
prácticamente incompatibles con las pretensiones ideológicas
universalistas de las naciones, se debe encontrar igualmente una
compensación o un contrapeso práctico (por ejemplo una « política
humanitaria » internacionalmente reconocida). Cosa que no equivale
únicamente a afirmar que a nivel de los « principios » o del ideal moral
los derechos humanos restan concebibles como el fundamento de los
derechos del ciudadano, cuya evolución los contradice de facto. El
sentido de la argumentación es exactamente el inverso, y es por ello
que parece una provocación (un poco a la manera en que las
argumentaciones sofísticas aparecían para los Antiguos como
provocaciones a la razón y la tradición): si la abolición de los derechos
del ciudadano significa también la destrucción de los derechos del
hombre, es porque en realidad los segundos reposan sobre los primeros
y no a la inversa. Al respecto existe una razón intrínseca, inherente a la

restauration des droits humains. La conception des droits de l’homme, fondée sur l’existence
reconnue d’un être humain comme tel, s’est effondrée dès que ceux qui s’en réclamaient ont été
confrontés pour la première fois à des gens qui avaient bel et bien perdu tout le reste de leurs
qualités ou de leurs liens spécifiques – si ce n’est qu’ils demeuraient des hommes… » (Arendt,
2002, p. 602-603). (« Estos hechos y reflexiones aportan una confirmación irónica, amarga y
tardía a los famosos argumentos que Edmund Burke oponía a la Declaración francesa de los
derechos humanos. Parecen apoyar su teoría según la cual tales derechos no eran más que una
« abstracción » y que por tanto, más valía remitirse a « la herencia inalienable » de los derechos
que cada uno transmite a sus hijos de la misma manera que la vida misma, y proclamar que los
derechos de los que disfrutaba el pueblo eran los « derechos de los ingleses », más que los
derechos inalienables del hombre (…) La fuerza pragmática del concepto de Burke adquiere un
carácter irrefutable a la luz de nuestras múltiples experiencias. No únicamente la pérdida de los
derechos nacionales ha significado en todos los casos la pérdida de los derechos humanos; hasta
nueva orden la restauración o el establecimiento de los derechos nacionales, como lo prueba el
reciente ejemplo del Estado de Israel, puede asegurar la restauración de los derechos humanos.
La concepción de los derechos humanos, fundada sobre la existencia reconocida de un ser
humano como tal, ha sido destruida desde que aquellos que los reclamaban se han vistos
confrontados por primera vez a gentes que habían perdido absolutamente todo el resto de sus
cualidades o de sus vínculos específicos –si es que continuaban siendo seres humanos… ».
NdT). Anteriormente (ibid., p. 437-438) Arendt muestra como Burke prepara el racismo
transfiriendo los « privilegios hereditarios » de la nobleza a la nación inglesa en su conjunto
(ver el comentario de Possenti 2002, p. 28). La cuestión tan compleja del sentido de la obra de
Burke es retomada por Arendt 1973 (chap. 2, § V), distinguiendo esta vez entre las
Declaraciones francesa y americana.
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noción misma de « derechos » y a su carácter relacional, o más
exactamente, a la idea de reciprocidad que les es inherente: los
derechos no son « propiedades » o « cualidades » que los individuos
poseen cada uno por cuenta propia, sino cualidades que los individuos
se confieren los unos a los otros ; y es precisamente por ello que
instituyen un « mundo común » en el que éstos pueden ser
considerados responsables de sus acciones y opiniones. Ahí estriba la
importancia crucial que adquiere la fórmula « derecho a tener
derechos »: el derecho a tener derechos es precisamente aquello de lo
que son privados los « sin Estado » y más generalmente los individuos y
los grupos de excluidos que se multiplican en las sociedades
contemporáneas. Y entre los derechos de los que son privados los
individuos, debemos incluir el derecho político fundamental de exigir o
de reivindicar sus derechos, o el « derecho de petición» en el sentido de
la época clásica. La tesis recíproca que se deriva, es que el derecho
« primero» es justamente el « derecho a tener derechos », tomado
absolutamente, o en su indeterminación (más adelante retomaré este
punto), y en ningún caso un derecho « estatutario » particular. En este
sentido, se trata de un derecho sin fundamento a priori, tan
contingente como lo es la comunidad política ella-misma, o más
precisamente, la existencia de una comunidad de acciones políticas, un
compromiso simultáneo de los individuos en la acción política común1.
Paradójicamente (al menos desde la perspectiva de una doctrina
metafísica del fundamento), este derecho a tener derechos es a la vez
absoluto y contingente. Es aquel que en la historia moderna, el Estado-
nación ha garantizado y suprimido alternativamente y de una manera
violentamente contradictoria, no solamente para grupos distintos (por
ejemplo los ciudadanos de las potencias coloniales y sus sujetos
coloniales), sino, en algunas ocasiones, para los mismos (tal es el caso
de los judíos en Europa, emancipados en la época clásica y
desnacionalizados, posteriormente exterminados en el siglo XX, así
como –en grados diversos- de otras categorías de « sin Estado »).
Para mesurar toda la magnitud de esta proposición, debemos
esperar a la sección siguiente de los Orígenes del Totalitarismo y a la
interpretación que propone del devenir exterminador del Estado
totalitario. Arendt explora aquí todas las consecuencias del hecho que,
según una concepción universalista (y por lo tanto « humanista ») de la
ciudadanía tal como la reivindican los Estados-Nación, no existe, en el
fondo, otra manera de excluir a alguien (o a alguna categoría) del
disfrute de los derechos del ciudadano que excluirlo de la humanidad
1
Arendt lo designa como « el espacio intermedio » (Zwischenraum) o « el entre-dos humano »
(inter homines esse). Cfr. el comentario de Abensour 2006, p. 132.
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misma. Recordemos que la cuestión tratada en este punto no es la
situación de los extranjeros, en tanto que ubicados a priori (o más bien
a partir de x momento según una cadena de rectificaciones
fronterizazas) en el exterior del territorio político del Estado, sino la
producción continua de excluidos en el seno del Estado mismo. Un
proceso que comienza con la privación de los derechos cívicos, continúa
con la destrucción sistemática de la personalidad moral de los
individuos que acaba con el respeto al que éstos tienen derecho (y que
se tienen ellos mismos), y se salda con el asesinato industrializado de
masas que destruye la individualidad o la « figura humana » en sí
misma1. Comprendemos entonces de qué manera el institucionalismo
de Arendt no se asemeja en nada, en el fondo, con la larga tradición
que, desde Burke y Bentham, conduce al positivismo jurídico (por
ejemplo de Kelsen). La idea implícita en la critica arendtiana de los
derechos humanos no es que únicamente la institución crea los
derechos positivos (al mismo tiempo que las obligaciones y las
sanciones), cosa que equivaldría a decir que fuera de la institución, la
noción de « derecho » carece de sentido, y por tanto los individuos no
tienen derechos específicos, sino únicamente cualidades naturales
(biológicas, psicológicas, o culturales, etc.).
Pese a las apariencias, y a una cierta tendencia a inscribir a
Arendt dentro de la corriente « neo-clásica » al lado de figuras como Leo
Strauss, no se trata tampoco de una vuelta a la noción antigua de zôon
politikon. Nos encontramos ante una idea mucho más radical y,
filosóficamente, en sus antípodas fuera de la institución de la
comunidad –no en el sentido de una « comunidad orgánica », otro de los
mitos naturalista, simétrico, sino en el de reciprocidad de acciones,
aquello que Kant llamaba el « comercio » o « la acción recíproca »- no
hay seres humanos. Los seres humanos no existen como tales, y por lo
tanto no son, absolutamente hablando2. Nada es más erróneo que leer
Arendt como si intentara abolir o relativizar la asociación entre la idea
de humanidad y la de derechos en general, se trata más bien, de un
intento de reforzarla (esta asociación). Arendt no busca « relativizar » la
idea de derechos (o de derechos humanos), sino inversamente, tornarla
indisociable e indiscernible de una construcción de lo humano que es el
efecto interno, inmanente de la invención histórica de las instituciones
políticas. Con todo rigor, se debería afirmar que los seres humanos
« son sus derechos », o existen por o a través de ellos. No obstante, esta
noción recubre una profunda antinomia, ya que debemos constatar que

1
Estas son las tres etapas distinguidas en Les Origines du totalitarisme (Arendt 2002, p. 795
sq.).
2
Aquí se encuentra el existencialismo de Arendt, si es que queremos utilizar esta categoría.
Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/94
las mismas instituciones que crean los derechos, o más concretamente,
por medio de las cuales los individuos devienen sujetos humanos al
conferirse recíprocamente derechos, constituyen asimismo una
amenaza para lo humano, desde el momento en el que destruyen esos
mismos derechos, o los obstaculización en su praxis. Así lo revela la
historia del Estado-nación (y de su devenir imperialista, colonialista,
exterminador); aunque ciertamente ocurre lo mismo en el caso de otras
formas políticas constituidas históricamente. Incluyendo la polis griega,
en la que el privilegio no reside en ningún tipo de inmunidad en
relación a esta contingencia trágica; sino quizás en el hecho que es
mucho menos « ideológica » o disimulada en lo que respecta a la forma
de presentar y de justificar la exclusión que el discurso universalista
moderno.

Archè aoristos

Nos encontramos ahora en la medida de abordar las cuestiones


suscitadas por la noción de isonomia. Retomemos su sentido primero:
una institución por o a través de la que los individuos se confieren los
unos a los otros derechos en la esfera política, comenzando por el
derecho a la palabra en pie de igualdad (isègoria), que permite
reivindicar o legitimar todos los otros, y que se coagula en la figura
antropológica concreta « derecho a tener derechos ». Ya sea en La
condición Humana (Human condition) o en Sobre la Revolución (On
Revolution) (dos libros en realidad complementarios, escritos en el
periodo siguiente a la revolución húngara contra la dictadura
estalinista y que desemboca en la triple « catástrofe » de los años 60 : la
guerra americana de Vietnam, las revueltas estudiantiles del 68 en el
mundo y la guerra de los Seis Días entre Israel y los Países Árabes que
conduce a la ocupación de Jerusalén-Este y de los territorios
palestinos) Arendt no deja de insistir sobre la idea -típicamente
« sofística »- según la cual, las formas sociales y políticas no
reemplazan una libertad e igualdad « naturales » de los seres humanos,
por cierto grado de desigualdad y tiranía. Por el contrario, las
instituciones de la polis, en tanto que reposan sobre la isonomia,
provocan el nacimiento de la igualdad en la esfera pública, así como de
la libertad en las relaciones establecidas con el poder y la autoridad;
instaurándolas en el lugar ocupado por las jerarquías y dominaciones
preexistentes. Así, no sólo la institución se encuentra en el origen de
una « segunda naturaleza », sino que ésta nunca estuvo precedida de

Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/95


ninguna suerte de primera naturaleza real, o si lo fue, lo fue tan solo en
el sentido de una indeterminación y posibilidad que restan virtuales1.
En este punto, emerge la importancia de un episodio filológico y
filosófico sutil, aunque cargado de consecuencias. Ya sea en The
Human Condition2 o en el ensayo Sobre la Revolución3, Arendt no se
refiere inicialmente a la definición clásica de « ciudadano » (politès)
griego para Aristóteles en términos de reciprocidad del orden y de la
obediencia (archein y archesthai, de donde procede el “lugar” ocupado
por el archôn y el archomenos)4; sino al episodio (sin duda ficticio)
planteado por Heródoto en el Libro III (« Thalie ») de sus Historias, a
propósito del debate que estalló entre los Persas en el momento de
escoger un heredero, determinando a su vez la propia forma de
gobierno, después del asesinato del impostor que había tomado el
poder tras la muerte de Cambises en una conjura aristocrática
(Heródoto 1967, p. 131-en adelante.)5. Debemos remarcar que este
mismo episodio ocupa también una función crucial para Rousseau,
considerado adversario íntimo de Arendt en su proyecto de redefinición
de lo político contra la tradición de la « filosofía política », y en concreto
en lo que respecta al momento negativo de su crítica de la desigualdad,
preámbulo de la tentativa de imaginar un orden constitucional análogo

1
Ver en particular los comentarios de Cassin 1995, p. 161-ss. (« Il y a du politique :
citoyenner »), p. 237-ss. (« La cité comme performance »), 248-en adelante (« Ontologie et
politique : la Grèce de Arendt et celle de Heidegger »). Asimismo compárese con la manera en
la que Bertrand Ogilvie trabaja la noción de segunda naturaleza a partir de su relectura de La
Boétie, discutiendo algunas formulaciones como las de « anthropologie négative »
(antropología negativa) o la de « anthropologie de l’altérité » (antropología de la alteridad) :
« Anthropologie du propre à rien », en Le Passant Ordinaire, Octubre 2003 ; « Au-delà du
malaise dans la civilisation ; une anthropologie de l’altérité infinie », en Fernand Deligny 2007,
p. 1571-1579.
2
Cito la que es actualmente la edición de referencia, Arendt 1998, p. 33.
3
Citando la edición alemana, traducida y ligeramente revisada por la propia H.Arendt : Ueber
die Revolution, R. Piper Verlag, Muenchen 1968, rééd. Büchergilde Gutenberg (Frankfurt a. M.
– Wien – Zürich), p. 36-37.
4
Cfr. Aristóteles, Politiques, III, 1277a25: el ciudadano perfecto es aquel que aprende
simultáneamente a dar y ejecutar bien las órdenes.
5
Evidentemente no deja de resultar revelador que, en este relato, Heródoto haga emerger un
debate típico de la « razón » política griega (dibujado por los Sofistas, y retomado por Platón y
Aristóteles), que se sitúa en el origen de la tripartición de los regimenes políticos, desplazándolo
al lugar del Otro; es decir no sólo del enemigo hereditario, sino del Bárbaro, precisamente para
resaltar aquello que contiene de universal. Este hecho no pudo dejar de interesar especialmente a
Arendt, situándose en su reflexión sobre la imparcialidad de la historia, matriz de la política, de
la que las dos fuentes básicas para los Griegos son, a sus ojos, Homero y Heródoto (Arendt
1993, p. 92; 1982, p. 56).
Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/96
a la naturaleza perdida (Rousseau 1964, p. 195)1. En este relato, cada
uno de los tres príncipes persas susceptibles de ser designado para re-
fundar el Estado (Ótanes, Megabizes y Darío quien será finalmente
escogido, dirigiendo definitivamente a Persia en la vía opuesta a la de
las polis griegas) aboga en favor de uno de los « regimenes » típicos: la
isonomia, la oligarchia y la monarchia2. La primera es definida como el
« gobierno de la masa del pueblo» (plèthos archon), en el sentido que, en
primer lugar, los « asuntos [del Estado] son situados en el centro» (es
meson katatheinai ta prègmata), y en segundo, los cargos son
atribuidos por sorteo –aunque existe la obligación de rendir cuentas de
su ejercicio-; así el « público » conserva la decisión en último término
(bouleumata panta es to koinon anapherei). Tan sólo cuando esta
solución extrema (una especie de « Noche del 4 de agosto » por
anticipación) ha sido rechazada por los nobles persas, Ótanes enuncia,
en forma de reivindicación personal, la fórmula que traduce su ideal
político: oute archein oute archesthai ethelô, “je ne veux ni commander ni
obéïr aux autres” (no quiero obedecer ni ser obedecido) (Heródoto 1967,
83, 8). Evidentemente Aristóteles (y tras él toda la tradición de la
« filosofía política » centrada sobre la ciudadanía) nunca hubiera podido
ver en esa fórmula la definición de la virtud política: para que haya
ciudadanos, es imprescindible una archè, un principio de autoridad,
aunque su autoridad sea compartida, o « circule » ente los ciudadanos.
El principio de Ótanes, tomado al pie de la letra, es entonces un
principio « anarquista ». Su consideración (para Arendt o para otros)
nos obliga a preguntarnos por el lugar que ocupa el « momento
anarquista » en determinada concepción de lo político.
Evidentemente no pretendo sostener que deberíamos catalogar a
Arendt como « anarquista », o que ésta proponga una indiferenciación
entre democracia y anarquía (ella misma se defendió al respecto,
particularmente en su ensayo « On Civil Disobedience », que
retomaremos más adelante, y en las entrevistas realizadas en Alemania
al final de su vida). Se trata más bien de entender como su propia
1
¿Podríamos llegar a sugerir que Rousseau y Arendt divergen a partir de ese punto común o
« punto de herejía »? Debemos observar que si Rousseau elabora una interpretación
« naturalista » de la fórmula de Ótanes ‘oute archein oute archesthai’, es precisamente para
nombrar la naturaleza perdida, en la que no hay archè en el sentido de autoridad (de alguna
manera: en archè oudemia archè…); mientras que Arendt propone una interpretación
« institucionalista » (oute archein oute archesthai, es la conquista de la ciudadanía, es decir el
derecho a tener derechos, y por tanto, la posibilidad de abstenerse de revindicarlos o ejercerlos).
Resaltándose de todo ello, la equivocidad de la fórmula de Ótanes, suficiente para explicar su
rastro histórico indeleble. Sobre la « fórmula de Ótanes » y su perennidad, cfr., Terray 1990,
p.210-ss.
2
Compárese el resumen elaborado por Arendt con su uso personal: Arendt 2005, p. 471-472.
Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/97
trayectoria está marcada por el abandono absoluto de todo positivismo
al incluir en el origen de la institución política, o más concretamente en
el entorno indeterminado de este origen, un momento de an-arquía
imprescriptible, que debe ser constantemente reactivado precisamente
para que la institución sea política. La construcción de lo político, y por
tanto la definición del « ciudadano », no puede ser sino antinómica. Sin
duda, la desobediencia y la obediencia a la ley no son equivalentes, no
podrían ser nunca puestas en el mismo plano por la institución; pero el
hecho es que sin posibilidad de desobediencia no hay legitimidad de la
obediencia, una tesis que no remite tanto (como en el caso de las
formulaciones clásicas del “derecho de resistencia”) a una naturaleza
humana imprescriptible o inalienable, como a la experiencia
pragmática del nacimiento, la historia y la decadencia de las
democracias (las « constituciones de la libertad », en general).
Este sendero analítico nos lleva directamente a analizar la
propuesta de Arendt en su ensayo sobre la « desobediencia cívica »,
suscitado por los debates en torno a la guerra de Vietnam y la
disidencia que desató en el seno de la sociedad americana (Arendt
1970)1. Como sabemos, su tesis no tiene nada de simple. Esto se debe
principalmente a sus relaciones con los acontecimientos
contemporáneos que la enmarcan y en los cuales intenta intervenir de
una manera específicamente teórica: no se trata de forjar argumentos a
favor o en contra de tal o cual « política », aunque Arendt, de hecho, sí
tome partido al respecto; sino de remontar a partir de problemas
coyunturales hasta los principios republicanos que éstos ponen en
juego, y al mismo tiempo –tomando consciencia de la « contingencia »
de la historia a la que pertenecen- rectificar o retrabajar su
comprehensión.
Arendt no otorga el nombre de « désobéissance civique»
(desobediencia cívica)2 a una simple objeción de la consciencia
individual, fundada sobre una reacción subjetiva al abuso de poder (o a
aquello que se percibe como tal): habla de « minorías organizadas », e
incluso de « masas » (y de movimientos de masas), que suscitan

1
La relectura de estos ensayos hoy día, en el contexto de las nuevas guerras llevadas a cabo por
el « mundo libre » y de sus consecuencias constitucionales sobre el estado de la democracia, no
puede evidentemente dejarnos indiferentes.
2
Ya he explicado en otro lugar los porqués de mi preferencia por la traducción de civil
disobedience por désobéissance « civique » (cívica), más que « civile » (cfr. « Sur la
désobéissance civique », en Balibar 1998). Esta elección ha sido contestada, en particular por
Jaques Sémelin en Libération, 22-23 febrero 1997 (« Aux sources de la désobéissance civile »).
Ver igualmente las críticas de Yves Michaud : « Le refus comme fondation ? » (en Michaud
2006, p. 223-231).
Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/98
problemas de orden público y de reconocimiento del poder del Estado
(Arendt1972a, p. 55-109). Sin embargo, no se trata tampoco del simple
hecho que un régimen preso de una crisis de legitimidad deba hacer
frente a fenómenos de insubordinación y de creciente ilegalidad. En
cierto sentido, es todo lo contrario: se trata de movimientos colectivos
que, en una situación determinada y con unos objetivos limitados,
abolen la forma « vertical » de autoridad a favor de una asociación
« horizontal », para re-crear las condiciones de un consentimiento libre a
la autoridad de la ley. Se trata, a fin de cuentas, no de debilitar la
legalidad, sino de reforzarla, pese a que esta manera de defender la ley
contra sí-misma (o contra su puesta en escena arbitraria por parte del
gobierno, la administración, los magistrados) no pueda ser considerada
jurídicamente que como « ilegal », o incluso criminal (en todo caso desde
un punto de vista institucionalista clásico para el que no existe
diferencia entre « orden jurídico » y « orden estatal »)1. En su análisis,
aquello particularmente relevante es la insistencia en la idea de riesgo
que implica la desobediencia cívica: no se trata de incurrir el riesgo
legal (la punición lógicamente implicada en el hecho de infringir la ley o
desobedecer a las autoridades constituidas), cosa evidente, sino el
riesgo político, es decir del error de juicio sobre la situación y sobre las
relaciones de poder que la componen; de manera que la intención de
recrear la continuidad de la politeia o de las condiciones de existencia
del ciudadano « activo », podría bien transformarse en su contrario, por
una « truco de la razón » -o más bien de la historia- simétrico al de
Hegel, llevando a su destrucción definitiva.
Merece especial relevancia que Arendt cite de nuevo a
Tocqueville en relación a su noción de « dangers de la liberté » (peligros
de la libertad) y se refiera a los « dangers de l’égalité » (peligros de la

1
Evidentemente hago referencia a Kelsen, quien desarrolló esta tesis de manera sistemática a
partir de 1922 (Der soziologische und der juristische Staatsbegriff), haciendo de ella la piedra
angular de su teoría « general » de las normas jurídicas. Esto nos conduciría, si la presente
exposición no debiera mantenerse dentro de unos límites razonables, a esbozar la confrontación
entre el antinomismo tal como se presenta en Arendt y Max Weber (« legitimidad » como
probabilidad de obtener la obediencia, de la que su opuesto es la descripción de la
« democracia » de tipo « cívico » -la « ciudad , o el Estado como « ciudad » en general- como
régimen fundamentalmente « ilegítimo », es decir en el que la obediencia es improbable); y las
formas que adopta en las propuestas de Carl Schmitt (donde la cuestión del poder no se pone en
términos de « autoridad », archè, sino de « soberanía »; de ahí la importancia de la distinción
establecida por Arendt entre “violencia” y “poder”, y la localización del elemento impolítico de
la política no del lado de la violencia “sagrada” que le es inherente, sino del de una no-violencia
o una anti-violencia esencialmente discursiva, o en este sentido “lógica”). La concepción del
poder y de la resistencia que le es inherente según Foucault constituiría una tercera línea
comparativa fundamental.
Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/99
igualdad) inseparables de la democracia. Estas nociones están en el
centro del dilema político inherente a los movimientos de disidencia y
desobediencia civil, presos entre el autoritarismo y el conservadurismo
del Estado y la posibilidad de degeneración interior de esencia
totalitaria:

Sans doute ‘le danger de la désobéissance civique est fondamental’, mais


il n’est pas différent et il n’est pas plus grave que le danger d’ordre
général qui résulte du droit de libre association dont, en dépit de son
admiration, Tocqueville demeurait parfaitement conscient (…) Tocqueville
savait bien qu’il règne ‘souvent dans le sein de ces associations une
tyrannie plus insupportable que celle qui s’exerce dans la société au nom
du gouvernement qu’on attaque’. Mais il savait également que ‘la liberté
d’association est devenue une garantie nécessaire contre la tyrannie de la
majorité’, que ‘c’est donc un danger qu’on oppose à un danger plus à
craindre’ et qu’enfin c’est donc en jouissant d’une liberté dangereuse que
les Américains apprennent l’art de rendre les périls de la liberté moins
grands’ (…) Il n’est pas nécessaire de rappeler les anciens débats sur les
mérites et les périls de l’égalité, sur les avantages et les inconvénients de
la démocratie, pour se rendre compte que tous les mauvais démons
pourraient de nouveau se déchaîner si le modèle premier des contrats
d’association (…) devait être définitivement abandonné. C’est ce qui
pourrait se produire, dans les circonstances actuelles, si ces groupes (…)
devaient substituer à des objectifs réels des engagements de nature
idéologique, politique ou autre (…) La menace qui pèse sur le mouvement
étudiant, le plus important aujourd’hui des groupes qui pratiquent la
désobéissance civile, n’est pas uniquement le vandalisme, la violence, les
emportements et les mauvaises manières, mais bien la contagion
croissante des influences idéologiques (maoïstes, castristes, staliniennes,
marxistes-léninistes, et ainsi de suite) qui conduisent en fait à la division
et à la dissolution de l’association », c’est-à-dire la privent de sa capacité
de rassembler dans une dissidence commune un pluralisme interne de
tendances, modèle réduit de ce que peut être une société de citoyens, une
« place publique1. (Arendt 1972, p. 104-105)

1
[Sin duda el « peligro de la desobediencia cívica es fundamental », pero no es diferente y ni
más grave que el peligro del orden general que resulta del derecho de libre asociación del que
Tocqueville, a pesar de su admiración, era perfectamente consciente (…). Tocqueville sabía que
“en el seno de esas asociaciones [reina] una tiranía más insoportable que la que se ejerce en la
sociedad en nombre del gobierno que atacamos. Pero sabía también que la “libertad de
asociación se ha vuelto una garantía necesaria contra la tiranía de la mayoría”, que “es entonces
un peligro que se opone al temor de un peligro mas grande aún”, y que, finalmente, es cuando
gozan de una libertad peligrosa que los Americanos aprenden el arte de hacer menos grandes los
peligros de la libertad” (…). No hace falta recordar los antiguos debates sobre los meritos y los
peligros de la igualdad, sobre las ventajas y los inconvenientes de la democracia, para darse
cuenta que todos los malos demonios podrían desencadenarse de nuevo si se volvía a abandonar
Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/100
Estos problemas nos parecen ciertamente rebasados. Aunque la
idea de contingencia o de indeterminación (en lo que respecta a la
necesidad o a los riegos del juicio) que inspira estas consideraciones
podría también formularse « en griego ». Por ejemplo remontándonos a
la primera definición de ciudadano propuesta por Aristóteles en la
Politica: aquella que lo caracteriza como el portador de una autoridad o
de una archè « indeterminada » o « ilimitada », según la traducción por
la que nos decantemos en el caso de archè aoristos (aunque, sin duda,
es necesario conservar ambas connotaciones, en particular si no
deseamos reducir inmediatamente esta característica a una simple
función institucional, cuyo contenido es la participación en las
asambleas deliberativas y judiciales, y por tanto el ejercicio del juicio en
los procesos de decisión y rendición de cuentas, bouleuein kai krinein)1.
Esta definición (la primera de una serie que incluye tres) es
fundamental, y dirige toda la lógica ulterior. Pese a esto, no debemos
olvidar que es también justamente aquella que Aristóteles busca
superar lo más rápido posible, sin duda en razón del peligro que
comporta de una mutación incontrolable de la democracia en tiranía.
Sin embargo, no desparece en provecho de otras nociones mejor
sistematizadas o mejor definidas (en particular la segunda definición
del ciudadano por la alternancia de la autoridad y la obediencia:
archein te kai archesthai dunasthai, 1277a30) sin dejar un rastro
periódicamente reactivado en la construcción de la politeia en tanto que
régimen « equilibrado » o « perfecto » (tanto como posible
humanamente), porque neutraliza los inconvenientes y adiciona las
virtudes de los otros (en práctica solamente : la democracia y la
aristocracia). Este es el caso cada vez que se debe reactivar el

definitivamente el primer modelo de los contratos de asociación (…). Es lo que podría ocurrir
en las circunstancias actuales si esos grupos llegaran a sustituir a unos objetivos reales,
compromisos de forma ideológica, política u otra… (…). La amenaza que pesa sobre el
movimiento estudiantil, el grupo más importante que hoy practica la desobediencia cívica, no es
únicamente el vandalismo, la violencia, los arrebatos y las malas maneras, pero más bien el
contagio creciente de las influencias ideológicas (maoístas, castristas, estalinianas, marxista-
leninistas, y así en adelante) que llevan en realidad a la división y a la disolución de la
« asociación », es decir que la privan de su capacidad de recoger en una disidencia común un
pluralismo interno de tendencias, modelo reducido de lo que puede ser una sociedad de
ciudadanos, una « plaza pública »]. NdT.
1
Aristóteles, Les Politiques, III, 1275a32. En cierto sentido este poder indeterminado demora
virtual, pero « comme il serait ridicule de ne pas reconnaître le pouvoir à ceux qui sont tout-
puissants » (como sería ridículo no reconocer el poder a los todo-poderosos) (kratistoi) ; es
también el poder de hacer y deshacer, de aceptar y de rechazar, tratándose finalmente de un
poder ilimitado, absoluto en su clase, sin « medida » intrínseca, « sans lequel il n’y a pas de
peuple dans la cité » (sin el cual no existe pueblo en la polis) (1275 b 6).
Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/101
fundamento de la polis a través de la « dominación » o « control » (kurios
einai) de aquellos mismos que la componen (la masa uniforme de
ciudadanos), cosa que hace que todo régimen sea en cierto sentido
democrático (es más: un régimen no puede ser anti-democrático)1. La
tesis de Arendt, por contra, propone que l’archè debe re-devenir
ilimitada o indeterminada (aoristos) en la forma « negativa » de la
desobediencia cívica, ya que ésta anula el privilegio del poder, o permite
resituar la capacidad de juzgar del lado de unos ciudadanos
« cualesquiera ». El problema « insondable » por definición
(constantemente objetado a Arendt) y tratado por ella como un desafío
que pone a prueba la verdad de las democracias, es incorporar a la
institución su « contrario »: instituir la desobediencia como recurso
último frente a la ambivalencia del Estado, que lo convierte en
detractor de las libertades y las vidas, al mismo tiempo que en su
« garante ».

¿Cómo desprenderse de la « servidumbre voluntaria »?

De esta manera, nos resta abordar una dimensión crucial de


esta concepción antinómica que podríamos asociar a cierto modelo
« trágico » del sin-fondo de los derechos. El hecho de combinar una
tesis negativa –que llamo el « teorema de Arendt »- que identifica « por
defecto » la construcción de la relación propiamente humana con la
posibilidad de un « derecho a tener derechos » en el marco de una
institución política que toma la forma de una comunidad histórica, y
una tesis positiva -que hace de la inclusión de un principio de
desobediencia o de disidencia en el corazón mismo de la obediencia, la
condición de existencia de lo político (invirtiendo, por tanto, la idea de
cierre o completitud inherente a aquella de apertura o incompletitud)- ,
pone en cuestión toda comprehensión puramente legal (o legalista) del
derecho mismo. Oponiéndose a la tautología « soberana »: la ley es la
ley (Gesetz ist Gesetz), lo que significa que por su propia « no-violencia »
(en el sentido tan particular que Arendt otorga a esta noción) pone un

1
Aristóteles, Politiques, III, 1275b5 : « c’est pourquoi l’on dit que c’est surtout dans la
démocratie qu’il y a du citoyen » (es por ello que afirmamos que es sobretodo en la democracia
que existe el ciudadano). Creo que detrás de la formulación de Aristóteles debemos restituir los
debates sobre el sentido de la isonomia (término del que, remarcablemente, hizo un uso muy
acotado!), la terrible polémica de Platón en el Libro VIII de la República (politeia) contra la
democracia identificada en tanto que régimen que degenera necesariamente en tiranía, a causa
de su carácter intrínsecamente « anárquico » (ninguno autoridad es respetada, ni pública ni
doméstica, ni siquiera aquella de los humanos sobre los animales…).
Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/102
límite a la « violencia de las proposiciones tautológicas » derivadas de lo
teológico a lo político1. Aquello que puede parecer extraño, a menos que
estemos ligeramente familiarizados con la dialéctica, es que la
proposición « negativa » (reducción al absurdo, o a la imposibilidad)
enuncia en realidad la única condición de posibilidad positiva de la
institución, y que la proposición positiva tiene por contenido la idea de
una negatividad dialéctica inmanente a la « vida » de la ley, que
acompañará toda su existencia hasta en lo que se refiere a su
aplicación (no limitándose a una « insurrección » fundadora del orden
jurídico considerado en su totalidad o al ejercicio de un
« poder constituyente» abocado a desaparecer en la constitución que él
mismo produce).
La cuestión de la obediencia a la ley y la manera en que ésta es
concebida por el positivismo dominante (ligado « orgánicamente » con el
funcionamiento del Estado moderno, incluso en tanto que Estado de
derecho o « rule of law ») no es retomada por Arendt de manera
abstracta, sino en el curso de aquello que, por razones históricas y
personales fáciles de comprender, fue probablemente « la experiencia
crucial » de su vida de public intellectual: el caso Eichmann. Al respecto,
debe releerse cuidadosamente el capítulo de la obra Eichmann à
Jérusalem2 sobre « Les devoirs d’un citoyen respectueux de la loi »
(Arendt 2002, Cáp. VIII, p. 1149-1163), remarcando el efecto de
generalidad que produce la fórmula abstracta de su contexto; pero
evitando asimismo prejuzgar la relación que Arendt establece
finalmente entre « estado de excepción » y « normalidad » del
Rechtsstaat. El capítulo termina con una interpretación provocadora
del firme comportamiento de Eichmann quien, en plena fase de
descomposición del III Reich, (y por tanto mientras una parte de los

1
Cfr. Stanislas Breton: « ‘Dieu est dieu’. Essai sur la violence des propositions tautologiques »,
en Breton 1993, p. 131-140. ¿Deberíamos comparar la « no-violencia » arendtiana con otras
nociones antinómicas aparecidas al mismo tiempo o posteriormente en la filosofía política
contemporánea, en particular al « pouvoir des sans-pouvoir » (el poder de los sin-poder) de
Merleau-Ponty (quien ciertamente ha inspirado, como mínimo, la « part des sans-part » -la parte
de los sin-parte- de Jacques Rancière) ? No actuemos apresuradamente, ya que si bien
remarcamos un evidente paralelismo, debemos tener en cuenta que en el caso de Arendt es
justamente el « poder » quien representa esta no-violencia, o anti-violencia. Mientras que
Merleau-Ponty habla de « inventer des formes politiques capables de contrôler le pouvoir sans
l’annuler » (« inventar formas políticas capaces de controlar el poder sin anularlo ») (« Note
sur Machiavel », en Merleau-Ponty 1960, p. 282).
2
Cfr. La traducción española de Carlos Ribalta, H.Arendt, Eichmann en Jerusalén, Barcelona,
Lumen, 1999 (2ª ed.). NdT.

Erytheis/Numéro 2/Novembre 2007/103


dirigentes nazis encargados de la puesta en práctica de la « solución
final » intentaban « moderar » la ejecución negociando intercambios de
salvo-conductos para ciertos grupos de judíos condenados al
exterminio a cambio de mercancías estratégicas -o la esperanza de
acuerdos personales con los vencedores, los cuales obtuvieron en
algunos casos-), mostraba una « consciencia » intransigente en la
ejecución de la orden de exterminio del Führer, tomando
necesariamente el riesgo de entrar en conflicto con sus superiores
inmediatos. Arendt muestra que no se debe ver en ello el signo de un
« fanatismo » ideológico particular o de la crueldad excepcional de
Eichmann, sino por el contrario la ilustración de las consecuencias
inevitables de cierta concepción de la ley y de la obediencia a la ley,
constitutiva de lo que llama, en la misma obra, la « banalidad del mal ».
Tres rasgos principales parecen caracterizar la ley entendida en
este sentido: su universalidad (el hecho que no puedan admitirse
excepciones, ni por tanto « hacer acepción de personas » en su
aplicación), su carácter imperativo (el hecho que requiere una
obediencia incondicional, al pie de la letra, y no una interpretación o
una discusión por parte de los ciudadanos a quienes prescribe su
obediencia), y su absolutidad (este es el punto más problemático, dado
que en el caso del sistema jurídico del III Reich la « fuente » última del
derecho no es el orden constitucional o la voluntad general del pueblo
expresada por la vía intermediaria de sus representantes, sino la
palabra misma de Hitler cuyas órdenes tienen « fuerza de ley », puesto
que esta llamado a ser la encarnación de la voluntad del pueblo
alemán, incluso cuando éstas se mantienen « no escritas »). Aquello que
Arendt describe como « el fenómeno moral, jurídico y político central de
nuestro siglo » reside entonces en el tránsito -en el límite de ciertas
características intrínsecas al formalismo jurídico- que opera la
siguiente inversión: de una función de construcción (o de conservación)
del mundo común a una función de destrucción, sin que por ello la
forma misma sea alterada. Contra esta inversión, ni las garantías de la
forma jurídica misma (el hecho que la ley fuera promulgada según las
reglas) ni los mecanismos de defensa moral de la « consciencia » y de la
« humanidad » constituyen unas fuentes suficientes, al presuponer,
como propone Arendt, el problema resuelto. Puesto que reside en el
significado mismo de la idea de “ley” en tanto que « orden »o expresión
de la voluntad soberana:

Et de même que dans les pays civilisés, la loi suppose que la voix de la
conscience dise à chacun : « Tu ne tueras point », même si l’homme a, de
temps à autre, des désirs ou des penchants meurtriers, de même la loi
du pays de Hitler exigeait que la voix de la conscience dise à chacun :
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« Tu tueras », même si les organisateurs de massacres savaient
parfaitement que le meurtre va à l’encontre des désirs normaux et des
penchants de la plupart des gens. Dans le 3e Reich, le mal avait perdu
cet attribut par lequel la plupart des gens le reconnaissent
généralement : l’attribut de la tentation. De nombreux Allemands, de
nombreux nazis, peut-être l’immense majorité d’entre eux, ont du être
tentés de ne pas tuer, de ne pas voler, de ne pas laisser leurs voisins
partir pour la mort (…) et de ne pas devenir les complices de ces crimes
en en bénéficiant. Mais Dieu sait s’ils ont vite appris à résister à la
tentation. (Arendt 2002, p. 1162-1163)1

Aquello que, por un lado (el de la obediencia) aparece como


« banalidad », « sentido del deber » ejecutado hasta el final, aparece por
el otro como « mal radical », siguiendo el uso crítico que hace Arendt de
esta categoría kantiana, y llevando simplemente al extremo la
identificación de la ley con la expresión de la voluntad, cuya autonomía
puede volverse del bien hacia el mal. De la misma manera, la
servidumbre voluntaria (en la que la « buena voluntad » del individuo se
vuelve contra su capacidad de juzgar por sí mismo) aparece como la
otra cara del proceso totalitario de destrucción institucionalizada de lo
humano, por la producción y la eliminación de los seres humanos
« superfluos ».
En este sentido, deberíamos esbozar la genealogía de la
expresión « Gesetz ist Gesetz » o la ley es la ley que suministra su
expresión típica a la tautología del derecho. Sus orígenes son
nebulosos, aunque nos sintamos tentados por trazar una línea que
remonta hasta ciertas máximas del derecho romano (dura lex, sed lex),
o, de forma muy diferente, a los debates de la tradición judía sobre la
obediencia a la Torah (de los que se hace eco Spinoza en el capítulo IV
de su Tratado teleológico-político). Pero el problema crucial parece
residir en el tránsito del absolutismo a la ley en sí misma que está
inscrito en la prácticas de los legisladores contemporáneos de la
institución del Estado-nación, en particular en Bodin (y a continuación

1
(Y de la misma manera que, en los países civilizados, la ley supone que la voz de la conciencia
dice a cada uno: “No matarás”, aunque el hombre tenga, de vez en cuando, deseos o
inclinaciones asesinas, de la misma manera la ley del país de Hitler exigía que la conciencia
dijese a cada uno: “Matarás”, aunque los organizadores de las matanzas sabían perfectamente
que el asesino iba en contra de los deseos normales y de las inclinaciones de la mayoría de la
gente. En el 3er Reich, el mal había perdido este atributo por el cual la mayoría de la gente lo
reconoce generalmente: el atributo de la tentación. Muchos Alemanes, muchos nazis, quizás la
mayoría de ellos, debieron ser tentados de no matar, no robar, no dejar a sus vecinos desfilar
hacia la muerte (…) y no volverse cómplices de esos crímenes al beneficiar de ellos. Pero Dios
sabe como aprendieron tan rápido a resistir a la tentación). NdT.
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en Hobbes), pasando de la interiorización de la soberanía de la voluntad
a la forma de la ley en sí misma, que la despersonaliza, o la vuelve
independiente de la persona concreta del soberano y de las
circunstancias de su decisión1. Evidentemente, el punto central es el
hecho que la concepción de la ley en tanto que expresión de la voluntad
soberana (ya sea la del príncipe o la del pueblo) quien somete a « todos
en general y cada uno en particular » a un orden jurídico único, nos
conduzca a hacer la economía del consentimiento de los sujetos (y por
consiguiente de su capacidad de contestación, a través de
representantes o de cuerpos intermedios, tal como había sido
preservado de forma diversa por las monarquías feudales). Al mismo
tiempo que el Estado adquiere, según la expresión de los juristas, una
« autonomía procesal y decisoria », la ley deviene unilateral, lo que
quiere decir que presume la obediencia de los sujetos o, de hecho, una
obediencia previa. No únicamente « le privilège de la loi est d’être
obligatoire sans l’accord des destinataires »2, sino que « l’acte de
souveraineté s’impose unilatéralement lorsqu’on est [= dès qu’on est] en
mesure de distinguer entre son ou ses auteurs et ses destinataires (les
tiers) qui sont assujettis à l’obligation d’obéissance préalable. Il se peut
que la loi du Souverain se heurte à l’opposition active de certains
sujets, mais en droit, elle vaut dès qu’elle est juridiquement parfaite, et
donc elle vaut le cas échéant contre la volonté des destinataires. Elle
est par essence contraignante puisque le refus d’y obéir peut impliquer
l’usage de mesures d’exécution »3 (Beaud 1994, p. 73-74). Esto vale
especialmente en aquellos casos en que el Soberano no es ya un
príncipe individual, sino que se presenta como « el cuerpo de los
ciudadanos » mismos, y por tanto independiente de las modalidades de
ejercicio del poder legislativo4. Esto conduce inmediatamente a

1
En lo que concierne a Bodin, sigo el extraordinario y lúcido comentario de Olivier Beaud,
Titre I : « La Loy ou la domination du souverain sur les sujets étatiques » (en Beaud 1994, pp.
53-130).
2
(El privilegio de la ley consiste en ser obligatoria sin el acuerdo de los destinatarios). NdT.
3
(El acto de soberanía se impone unilateralmente cuando nos encontramos en medida de
distinguir entre su o sus autores y sus destinatarios (los terceros) que son sometidos a la
obligación de obediencia previa. Es posible que la ley del Soberano choque con la oposición
activa de ciertos sujetos, pero en derecho, ésta es válida desde el momento en que es
jurídicamente perfecta, y en este caso es válida aún contra la voluntad de los destinatarios. Es
por esencia constringente, puesto que el rechazo a obedecer puede implicar el uso de medidas
para su ejecución). NdT.
4
Al respecto, encontramos su expresión más clara en el Contrato social de Rousseau, donde
« la misma » voluntad es disociada en tanto que « voluntad general » indivisible del pueblo y
« voluntad particular » de los sujetos de manera que la « distinción » entre autor y destinatarios
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distinguir entre normas que son « contestables » (actos de
magistraturas, decisiones particulares del gobierno) y normas que
deben mantenerse eternamente « incontestables » (leyes a las que, una
vez promulgadas, no podemos « apelar », sino únicamente cambiarlas
por un nuevo acto de soberanía), (Beaud 1994, p. 103)1.
Llegados a este punto, podemos retomar una última vez el
análisis de Arendt (más que nunca « pensando sin contemplaciones »,
como ella misma lo reivindicaba; Arendt 2007, « Pensée et action », p.
128, Discusión televisada en Toronto, del 3 al 6 de noviembre de 1972)
para precisar simultáneamente, cual es el trazo exacto de la línea de
demarcación entre la institución « normal », « conservadora » de la ley y
su institución perversa o « criminal » -si es que es posible trazarla
netamente-; y a través de que finta o cambio de paradigma Arendt
intenta extraer las consecuencias políticas (y por tanto, impolíticas) de
la puesta en evidencia de una zona gris donde sus dos extremos,
paradójicamente, se unen. La noción de « servidumbre voluntaria » es
imprescindible, no porque aporte una solución (que no sería nunca,
más que una repetición del enigma), sino porque enuncia el problema
de manera radical. Siempre que no la leamos como una simple
descripción empírica de situaciones en las que, en grados diversos, los
sujetos consienten su servidumbre o subordinación, por lo que ésta no
puede explicarse simplemente como producto de ciertas relaciones de
poder; sino como una interrogación sin respuesta inmediata, o
definitiva, sobre las condiciones de posibilidad, en la constitución
misma de la voluntad, de la obediencia incondicional, o de la voluntad
de obediencia sin la que el poder absoluto no puede existir.
Es precisamente esta problemática que había llamado la
atención de Arendt cuando tomaba en serio la referencia de Eichmann
en su litigio contra el « imperativo categórico » kantiano y la aplicación
que hacía de su propia obediencia « por deber ». Arendt no solamente
no ve una simple y llana impostura, sino que la vincula a eso que en

conlleva como consecuencia inmediata el derecho del soberano a « forzar a cada uno a ser
libre » obedeciendo las leyes de las que comparte la responsabilidad a través de su
incorporación al cuerpo político.
1
Obsérvese que en su interpretación del comportamiento « rigorista » de Eichmann, Arendt
hace referencia directamente a la forma perversa que toma esta característica en el régimen
totalitario: « Eichmann se rendait compte au moins confusément que ce n’était pas un ordre
mais une loi qui les avait tous transformés en criminels. La différence entre un ordre et la parole
du Führer était que la validité de cette parole n’était pas limitée dans le temps et dans l’espace,
ce qui est la caractéristique principale d’un ordre. » (Eichmann se daba cuenta al menos
confusamente que no era una orden, sino una ley la que los había convertido a todos en
criminales. La diferencia entre una orden y la palabra del Führer era que la validez de esta
palabra no era limitada por el tiempo y el espacio, característica principal de una orden. NdT).
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lenguaje contemporáneo llamamos “proceso de subjetivación” inscrito
en una cierta manera de interpretar la relación del ciudadano a la
soberanía, a través de la universalidad de la ley en tanto que
intermediaria:

C’est alors qu’à la stupéfaction générale, Eichmann produisit une


définition approximative, mais correcte, de l’impératif catégorique :
« Je voulais dire, à propos de Kant, que le principe de ma volonté
doit toujours être tel qu’il puisse devenir le principe des lois
générales. » (…) Il se mit ensuite à expliquer qu’à partir du moment
où il avait été chargé de mettre en œuvre la Solution finale, il avait
cessé de vivre selon les principes de Kant ; qu’il le savait, et qu’il
s’était consolé en pensant qu’il n’était plus « maître de ses actes »,
qu’il ne pouvait « rien changer ». Ce que, au tribunal, il ne parvint
pas à discerner est le fait qu’à cette « époque de crimes légalisés
par l’Etat », comme il disait maintenant lui-même, il n’avait pas
simplement écarté la formule kantienne comme n’étant plus
applicable, il l’avait déformée pour lui faire dire maintenant : Agis
comme si le principe de tes actes était le même que celui du
législateur ou des lois du pays, ou, selon la formulation de
« l’impératif catégorique dans le 3e Reich » donnée par Hans Frank
(…) : « Agis de telle manière que le Führer, s’il avait connaissance
de ton action, l’approuverait » (…) Certes, Kant n’a jamais rien
voulu dire de tel (…) Mais il est vrai que la déformation
inconsciente d’Eichmann correspond à ce qu’il nommait lui-même
une adaptation de Kant « à l’usage domestique du petit homme ».
Dans un tel usage domestique, tout ce qui reste de l’esprit kantien
est l’exigence qu’un homme doit faire plus qu’obéir à la loi, qu’il
doit aller au-delà du simple impératif d’obéissance et identifier sa
propre volonté au principe qui sous-tend la loi – la source d’où
jaillit la loi (…) Pour une bonne part, on peut trouver l’origine du
soin horriblement minutieux avec lequel l’exécution de la Solution
finale fut conduite (…) dans cette étrange notion, en réalité fort
répandue en Allemagne, selon laquelle obéir à la loi signifie non
seulement obéir aux lois, mais aussi agir comme si l’on était le
législateur des lois auxquelles on obéit. Ce qui donne la conviction
que tout ce qui n’excède pas le simple appel du devoir ne convient
pas. Quel qu’ait pu être le rôle de Kant dans la formation de la
mentalité du « petit homme » en Allemagne, il ne fait aucun doute
que, dans un certain sens, Eichmann suivait effectivement les
préceptes de Kant : la loi, c’était la loi, on ne pouvait faire
d’exceptions (…) Pas d’exceptions – voilà la preuve qu’il avait
toujours agi contre ses « penchants », sentimentaux ou intéressés,

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qu’il n’avait jamais fait que son « devoir » (…)1. (Arendt 2002, p.
1150-1151)
La expresión « uso doméstico » que utiliza aquí Arendt no es para
nada secundaria. No significa simplemente « personal » o « privado »,
sino que se opone al uso público de la « razón práctica » que, en la
verdadera doctrina kantiana tal como la entiende Arendt, convierte el
descubrimiento de principios (o máximas) de la acción conformemente
a la ley, en un ejercicio de juicio. Es por ello que la invocación a la « voz
de la conciencia » no puede servir aquí de salvaguarda, sino que se
encuentra arrastrada por el flujo del mismo movimiento de perversión
que el imperativo categórico en sí mismo. Pero el punto más delicado de
esta interpretación (que intenta « pensar en sus extremos » las

1
[Es entonces cuando, ante la estupefacción general, Eichmann produjo una definición
aproximativa, pero correcta, del imperativo categórico : “Quería decir, con respecto a Kant, que
el principio de mi voluntad siempre debe ser tal que pueda convertirse en el principio de leyes
generales. ” (…). Se puso luego a explicar que, a partir del momento en que había sido
encargado de aplicar la Solución Final, había dejado de vivir según los principios de Kant; que
él lo sabía, y que se había consolado al pensar que ya no era “dueño de sus acciones”, que no
podía “cambiar nada”. Lo que, en el juicio, no consiguió discernir es el hecho que en esa “época
de crímenes legalizados por el Estado”, como decía él mismo ahora, no sólo había descartado la
formula kantiana no siendo aplicable nunca más, (sino que) la había deformado para hacerla
decir ahora: Actúa como si el principio de tus actos fuera el mismo que él del legislador o el de
las leyes del país o, según la formulación del “imperativo categórico en el 3er Reich” dada por
Hans Franck (…): “Actúa de tal manera que el Führer, si conociera tu acción, la aprobaría” (…).
Ciertamente, Kant nunca quiso decir nada parecido (…). Pero es verdad que la deformación de
Eichmann corresponde a lo que nombraba él mismo una adaptación de Kant “para el uso
doméstico del pequeño hombre”. En un uso doméstico de ese tipo, todo lo que resta del espíritu
kantiano es la exigencia que un hombre tiene que hacer algo más que obedecer a la ley, tiene
que ir mas allá del mero imperativo de obediencia e identificar su propia voluntad con el
principio que subyace a la ley – la fuente de donde surge la ley (…). En buena medida, podemos
encontrar el origen del cuidado horriblemente minucioso con el cual se llevó a cabo la ejecución
de la Solución final (…) en esta noción rara, pero muy difundida en Alemania, según la cual
obedecer a la ley significa no sólo obedecer a las leyes, sino también actuar como si uno fuera
legislador de las leyes que obedece. Cosa que afirma la convicción que todo lo que no excede el
mero llamamiento al deber no conviene. Sea cual sea el papel que Kant haya tenido en la
formación de la mentalidad del “pequeño hombre” en Alemania, no cabe duda que, en cierto
sentido, Eichmann seguía efectivamente los preceptos de Kant: la ley, era la ley, no se podían
hacer excepciones (…). Nada de excepción – eh aquí la prueba que él siempre había actuado
contra sus “inclinaciones”, sentimentales o interesadas, que sólo había cumplido con su “deber”
(…).] NdT.

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virtualidades de cierto concepto de ley) reside evidentemente en la
proposición sobre la identificación ideal entre sujeto y legislador. Para
esclarecerlo vincularemos este pasaje con las propuestas desarrolladas
en la 3ª parte de los Orígenes del Totalitarismo sobre las relaciones
entre el Jefe y los miembros del « movimiento »:

La tâche suprême du Chef est d’incarner la double fonction qui


caractérise toutes les couches du mouvement contre le monde
extérieur ; et en même temps d’être le pont qui relie le mouvement à
celui-ci. Le Chef (…) revendique personnellement la responsabilité de
tous les actes, faits ou méfaits, commis par n’importe quel membre ou
fonctionnaire dans l’exercice de ses fonctions. Cette responsabilité
totale constitue, sur le plan de l’organisation, l’aspect le plus important
de ce qu’on appelle le principe du Chef [Führerprinzip], selon lequel
chacun des cadres, non content d’être nommé par le Chef, en est la
vivante incarnation, et chacun des ordres est censé émaner de cette
unique source toujours présente. Cette identification complète du Chef
avec tous les sous-chefs qu’il a nommés, et ce monopole de la
responsabilité pour tout ce qui se fait, sont aussi les signes les plus
évidents de la différence décisive entre un dirigeant totalitaire et un
dictateur ou un despote ordinaire. Un tyran ne s’identifierait jamais à
ses subordonnés, encore moins à chacun de leurs actes (…) Cette
responsabilité totale pour tout ce qu’accomplit le mouvement et cette
identification totale avec chacun de ses responsables ont une
conséquence très pratique : jamais personne n’a l’expérience d’une
situation où il doit être responsable de ses propres actes ou peut en
expliquer les raisons (…) Le véritable mystère du Chef totalitaire réside
dans une organisation qui lui permet d’assumer la responsabilité totale
de tous les crimes commis par les formations d’élite du mouvement et
de revendiquer simultanément la respectabilité honnête et innocente du
plus naïf de ses compagnons de route.1 (Arendt 2002, IIIe partie, chap.
XI : « Le mouvement totalitaire », p. 699-700)

1
(La tarea suprema del Jefe es encarnar la doble función que caracteriza a todas las capas del
movimiento contra el mundo exterior; y al mismo tiempo, estar en el puente que vincula el
movimiento a éste. El Jefe (…) reivindica personalmente la responsabilidad de todos los actos,
hechos o mal hechos, cometidos por cualquier miembro o funcionario en el ejercicio de sus
funciones. Esta responsabilidad total constituye, en el plano de la organización, el aspecto más
importante de lo que se llama el principio del Jefe [Führerprinzip], según el cual cada uno de los
ejecutivos, contentos de ser nominados por el Jefe, vuelven a convertirse en su viva
encarnación, suponiéndose que cada orden emana de una misma y única fuente siempre
presente. Esta identificación completa del Jefe con todos los sub-jefes que ha nombrado, y este
monopolio de la responsabilidad sobre todo lo que se hace, son también los signos evidentes de
la diferencia decisiva entre un dirigente totalitario y un dictador o un déspota ordinario. Un
tirano no se identificaría con sus subordinados, y aun menos con sus actos (…). Esta
responsabilidad total por todo lo que se cumple y esta identificación total con cada uno de sus
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Existe, por tanto, una simetría perfecta entre la manera en la
que el Jefe, fuente de toda legitimidad, incorpora las acciones de todos
los sujetos, y la manera en la que éstos, interiormente, identifican su
voluntad, en lo que la distingue de las « inclinaciones » y de los
« sentimientos » que Kant consideraba « patológicos » (es decir, producto
del arbitrio empírico de cada persona), a la del « legislador », que ahora
es mimetizada con la figura del Jefe1. Aunque nos encontramos mucho
más cercanos de la manera en la que La Boétie, en su Discurso sobre la
servidumbre voluntaria, cuestionaba el mecanismo por el que en una
tiranía perfecta (aquello que llama el poder de Uno) « le tyran asservit
les sujets les uns par le moyen des autres, et est gardé par ceux
desquels, s’ils valaient rien, il se devrait garder » (el tirano controla a los
sujetos los unos por medio de los otros, y es custodiado por aquellos de
los que, si valieran algo, debería guardarse). En este punto nos
encontramos de nuevo con un proceso de identificación que convierte a
cada individuo que dispone de cierto « poder » en un « pequeño Uno » o
como dice La Boétie en un « tyranneau » (tiranillo), réplica exacta del
Uno soberano:

Dès lors qu’un roi s’est déclaré tyran, tout le mauvais, toute la lie du
royaume, je ne dis pas un tas de larronneaux et essorillés qui ne peuvent
guère en une république faire mal ni bien, mais ceux qui sont tachés
d’une ardente ambition et d’une notable avarice, s’amassent autour de lui
et le soutiennent pour avoir part au butin et être, sous le grand tyran,
tyranneaux eux-mêmes (…) Car, à dire vrai, qu’est-ce autre chose de
s’approcher du tyran, que se tirer plus arrière de sa liberté, et, par
manière de dire, serrer à deux mains et embrasser la servitude ? (…) le
laboureur et l’artisan, pour tant qu’ils soient asservis, en sont quittes en
faisant ce qu’on leur dit ; mais le tyran voit les autres qui sont près de lui
coquinant et mendiant sa faveur : il ne faut pas seulement qu’ils fassent
ce qu’il dit, mais qu’ils pensent ce qu’il veut, et souvent, pour lui
satisfaire, qu’ils préviennent encore ses pensées ; ce n’est pas tout, à eux,

responsables tienen una consecuencia muy práctica: nunca nadie tiene la experiencia de una
situación donde es responsable de sus propios actos o puede dar cuenta de ellos (…). El
verdadero misterio del Jefe totalitario esta en una organización que le permite asumir la
responsabilidad total de todos los crímenes cometidos por las formaciones de élites del
movimiento y reivindicar simultaneadamente la respetabilidad honesta e inocente del más
ingenuo de sus compañeros de ruta.) NdT.
1
En este sentido, puede ser tentador, pese a las reservas bien conocidas de Arendt respecto al
psicoanálisis, discutir aquello que, sin embargo, acerca esta fenomenología de la teorización
Kantiana del « modelo » o « prototipo » (Urbild) a la moralidad subjetiva, es decir al Cristo, que
es de forma simultánea, simbólicamente, el « Jefe de la comunidad » de las personas morales
(Religión en los límites de la simple razón).
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de lui obéir, il faut encore lui complaire, il faut qu’ils se rompent, qu’ils se
tourmentent, qu’ils se tuent à travailler en ses affaires ; et puis, qu’ils se
plaisent de son plaisir, qu’ils laissent leur goût pour le sien, qu’ils forcent
leur complexion, qu’ils dépouillent leur naturel (…) quelle condition est
plus misérable que de vivre ainsi, qu’on n’ait rien à soi, tenant d’autrui
son aise, sa liberté, son corps et sa vie ?1 (La Boétie 2002, p. 48-49)

Para retomar la situación descrita por Arendt –quien afirma una


diferenciación entre la « tiranía », aunque sea absoluta, y el
« totalitarismo » propiamente dicho – es necesario, por un lado, que la
voluntad particular (el « placer » y el « interés ») del Jefe sea
reemplazado por la universalidad (o más bien por la forma universal) de
la ley, y por otro, que el proceso de identificación se extienda a todos los
sujetos, en el ejercicio de ese « poder » mínimo que significa el hecho de
que cada uno se ordene a sí mismo la obediencia, o identifique su
voluntad con la del legislador.
Quizás entonces comprendamos mejor, cuál es el dilema que reside en
el corazón de la crítica de la ley-expresión-de-la-voluntad como
« absoluto político », que recorre toda la reflexión de Arendt sobre la
historia contemporánea y su tentativa de reencontrar con la ayuda de
los Griegos, y más fundamentalmente de inventar, una acepción de la
institución (del nomos) en la que el ejercicio colectivo del juicio, que se
enraíza en la libertad de palabra y se pone a prueba hasta en el riesgo
de la desobediencia, no constituya únicamente el fundamento ideal del
poder legislativo, sino la realidad cotidiana de su ejercicio y de su
control por parte de la comunidad de ciudadanos. La tautología del
positivismo jurídico (la ley es la ley) es esencialmente inestable ; o bien
requiere un exceso de convicción o de sentido del deber por parte de los
individuos, que puede –en las circunstancias históricas extremas del

1
(A partir del momento en que un rey se ha declarado tirano, todo lo malo, la bazofia del
reinado, no me refiero a un montón de ladroncillos y mutilados que no pueden hacer en una
republica ni bien ni mal, sino aquellos que manchados de una ardiente ambición y de una
notable avaricia, se amontonan en torno a él y lo respaldan para tener una parte del botín y ser,
bajo el gran tirano, tiranillos ellos-mismos (…) ¿Por qué, a decir verdad, en qué consiste
acercarse al tirano, sino en situarse por detrás de la propia libertad, y, por así decir, estrechar con
dos manos y abrazar la servidumbre? (…) El labrador y el artesano, por más sometidos que
estén, se consideran a salvo al hacer lo que se les ordena hacer; pero el tirano ve que quienes
están cerca de él, seduciéndole y mendigando su favor: no deben tan sólo hacer lo que él les
dice, sino que deben pensar lo que él desee, y a menudo, para satisfacerlo, deben adelantar
también sus pensamientos; y no es todo, no solo tienen que obedecer sino también complacerle,
tienen que atormentarse, matarse trabajando por sus asuntos; y luego, que les guste su placer,
que dejen su gusto por el suyo, que fuercen su complexión, que despojen su naturaleza (…).
¿Qué condición es más miserable que vivir así, sin tener nada propio, teniendo por cuenta de
otro su comodidad, su libertad, su cuerpo y su vida?). NdT.
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totalitarismo- transformarse en una colaboración ciega con la ejecución
del crimen legal; o bien debe ser corregida, con todos los riesgos que
esto comporta, a través de la incorporación del « derecho de
desobediencia » a la propia constitución (en el sentido de una
constitución « material », es decir de una práctica de las instituciones
públicas, y no de un texto normativo). Seguramente, sería un poco
reduccionista proponer que cada uno de nosotros, en tanto que
ciudadano, no tiene otra salida para no devenir él mismo un « pequeño
Eichmann » en potencia, que transformarse en resistente a la autoridad
(en « ciudadano contra los poderes »). De la misma manera que sería
ilusorio imaginar que un Estado o una sociedad en la que la
desobediencia cívica figurara entre los « derechos fundamentales »
quedaría por ello inmunizada contra toda degeneración totalitaria. Y
sin embargo, a título cuanto menos de idea reguladora, esta es la
elección que, según Arendt, debe orientar nuestra comprehensión de lo
polític
(Traducción de D.Sarkis Fernández)

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