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Isaac Asimov

Relatos de robots

Las tres leyes de la robótica

1. Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser
humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto
cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no
entre en conflicto con la Primera o Segunda Ley.

Traducción: Domingo Santos


Licencia editorial para Bibliotex, S.L.
Isaac Asimov
1994, Diario La Verdad, por acuerdo con Bibliotex, S.L. para esta edición.
Diseño cubierta: Ferran Cartes / Montse Plass
Acuarela portada: Concepció Camí Soler

ISBN: 84-R 13ll-C)27-G


Depósito legal: B. I. 54 G -1994
Impresión y encuademación:
Printer, Industria Gráfica, S.A.

Colección que se entrega inseparablemente con este diario.

Relatos de robots

-Eso depende dije-. ¿Es usted periodista?


-No, señor. Soy agente de ventas. Cualquier conversación que sostengamos aquí
no sera publicada, se lo aseguro. Estoy interesado en una absoluta intimidad.
-Entonces sigamos un poco carretera abajo. Hay un banco que nos servirá.
Echamos a andar. La señora Hester se alejó. Sally se pegó a nuestros talones.
-¿Le importa que Sally venga con nosotros? -pregunté.
-En absoluto. Ella no puede repetir nada de lo que hablemos, ¿verdad? -Se echó a
reír ante su propio chiste, tendió una mano y acarició la parrilla de Sally.
Sally embaló su motor y Gellhom retiró rápidamente la mano.
-No está acostumbrada a los desconocidos -expliqué.
Nos sentamos en el banco debajo del enorme roble, desde donde podíamos ver a
través del pequeño lago la carretera privada. Era el momento más caluroso del día,
y un buen número de coches habían salido, al menos una treintena de ellos. Incluso
a aquella distancia podía ver que Jeremiah se estaba dedicando a su juego favorito
de situarse detrás de un modelo algo más antiguo, luego acelerar bruscamente y
adelantarlo con gran ruido, para recuperar luego su velocidad normal con un
deliberado chirrido de frenos. Dos semanas antes había conseguido sacar al viejo
Angus de la carretera con este truco, y había tenido que castigarlo desconectando
su motor durante dos días.
Lo cual me temo que no sirvió nada, puesto que al parecer su caso es
irremediable. Jeremiah es un modelo deportivo, y los de su clase tienen la sangre
caliente.
-Bien, señor Gellhom -dije-. ¿Puede decirme para qué desea usted la información?
Pero él estaba simplemente mirando a su alrededor. Dijo:
-Este es un lugar sorprendente, señor Folkers.
-Preferiría que me llamara Jake. Todo el mundo lo hace.
-De acuerdo, Jake. ¿Cuántos coches tiene usted aquí?
-Cincuenta y uno. Recogemos uno o dos cada año. Hubo un año que recogimos
cinco. Todavía no hemos perdido ninguno. Todos funcionan perfectamente. Incluso
tenemos un modelo Mat-O-Mont del 2015 en perfecto estado de marcha. Uno de los
primeros automáticos.
Fue el primero que acogimos aquí.
El buen viejo Matthew. Ahora se pasaba casi todo el tiempo en el garaje, pero era
el abuelo de todos los coches con motor positrónico. Eran los días en los que tan
sólo los veteranos de guerra ciegos, los parapléjicos y los jefes de estado
conducían vehículos automáticos. Pero Samson Jarridge era mi jefe y era lo
bastante rico como para permitirse uno. Yo era su chófer por aquel entonces.
Aquel pensamiento me hizo sentirme viejo. Puedo recordar los tiempos en los que
no había en el mundo ningún automóvil con cerebro suficiente como para encontrar
su camino de vuelta a casa. Yo conducía máquinas inertes que necesitaban
constantemente el contacto de unas manos humanas sobre sus controles.
Máquinas que cada año mataban a centenares de miles de personas.
Los automatismos arreglaron eso. Un cerebro positrónico puede reaccionar
mucho más rápido que uno humano, por supuesto, y a la gente le salía rentable
mantener las manos fuera de los controles. Todo lo que tenías que hacer era entrar,
teclear tu destino y dejar que el coche te llevara.
Hoy en día damos esto por sentado, pero recuerdo cuando fueron dictadas las
primeras leyes obligando a los viejos coches a mantenerse fuera de las carreteras
principales y limitando éstas a los autómaticos. Señor, vaya lío. Se alzaron voces
hablando de comunismo y de fascismo, pero las carreteras principales se
vaciaron y eso detuvo las muertes, y cada vez más gente empezó a utilizar con
mayor facilidad la nueva ruta.
Por supuesto, los coches automáticos eran de diez a cien veces más caros que
los de conducción manual, y no había mucha gente que pudiera permitirse un
vehículo particular de esas características. La industria se especializó en la
construcción de
omnibuses automáticos. En cualquier momento podías llamar a una compañía y
conseguir que uno de esos vehículos se detuviera ante tu puerta en cuestión de
unos pocos minutos y te llevara al lugar donde deseabas ir. Normalmente tenías
que ir junto con otras personas que llevaban tu mismo camino, pero ¿qué
había de malo en ello?
Samson Harridge tenía su coche privado, sin embargo, y yo fui el encargado de ir
a buscarlo apenas llegó. El coche no se llamaba Matthew por aquel entonces, ni yo
sabía que un día iba a convertirse en el decano de la Granja. Solamente sabía que
iba a hacerse cargo de mi trabajo, y lo odié por ello.
-¿Ya no me necesitar usted más, señor Harridge? -pregunté.
-¿Qué tonterías estás diciendo, Jake?-dijo él-. Supongo que no creerás que voy a
confiar en un artefacto como ése. Tú seguirás a los controles.
-Pero él trabaja solo, señor Harridge -dije-. Rastrea la carretera, reacciona de
acuerdo con los obstáculos, seres humanos, y otros coches, y recuerda los
caminos por los que ha de pasar.
-Eso es lo que dicen. Eso es lo que dicen. De todos modos, tú vas a sentarte
detrás del volante, por si acaso algo va mal.
Es curioso cómo a uno puede llegar a gustarle un coche. En un abrir y cerrar de
ojos ya estaba llamándole Matthew, y me pasaba todo el tiempo puliendo su
carrocería y comprobando su motor. Un cerebro positrónico está en mejores
condiciones cuando mantiene constantemente el control de su chasis, lo cual
significa que vale la pena tener el depósito del combustible siempre lleno de modo
que el motor pueda funcionar al ralentí día y noche. Al cabo de poco, era capaz de
decir por el sonido de su motor cómo se sentía Matthew.
A su manera, Harridge empezó a encariñarse también con Matthew. No tenía a
nadie más a quien amar. Se había divorciado o había sobrevivido a tres esposas, y
había sobrevivido a cinco hijos y tres nietos. De modo que cuando murió, no
resultó
sorprendente que convirtiera su propiedad en una Granja para Automóviles
Retirados, dejándome a mí a cargo de todo, con Matthew como primer miembro de
una distinguida estirpe.
Así se transformó mi vida. Nunca me casé. No puedes casarte y seguir
atendiendo a los automatismos del modo en que debes hacerlo.
Los periódicos dijeron que se trataba de algo curioso, pero al cabo de un tiempo
dejaron de hacer chistes sobre ello. Hay algunas cosas sobre las que no pueden
hacerse chistes. Quizás ustedes no puedan permitirse nunca uno de esos
automatismos y quizá nunca lo deseen tampoco, pero créanme, uno termina
enamorándose de ellos. Trabajan duro y son afectuosos. Se necesita a un hombre
sin corazón para tratarlos mal o permitir que otro los maltrate.
Las cosas fueron sucediéndose de tal modo que un hombre que tenía uno de
esos automáticos durante un tiempo hacía los arreglos necesarios para que éste
fuera a parar a la Granja, si no tenía ningún heredero en quien pudiera confiar para
dejárselo con la seguridad de que iba a recibir un buen trato.
Le expliqué todo eso a Gellhom.
-¡Cincuenta y un coches! -exclamó-. Eso representa un montón de dinero.
-Cincuenta mil como mínimo por automático, inversión original dije-. Ahora valen
mucho más. He hecho cosas por ellos.
-Debe de necesitarse un montón de dinero para mantener la Granja.
-Tiene usted razón. La Granja es una organización benéfica, lo cual nos libera de
impuestos, y por supuesto cada nuevo automático trae normalmente consigo una
donación paralela o un fondo de mantenimiento. De todos modos, los costos
siguen aumentando. Tengo que mantener la propiedad en buen estado; hay que
construir nuevo asfalto, y conservar el viejo; están la gasolina, el aceite, las
reparaciones y los nuevos accesorios. Todo eso sube.
-Y usted le ha consagrado mucho tiempo.
-Cierto, señor Gellhom. Treinta y tres años.
-No parece haberle sacado mucho provecho a todo ello.
-¿De veras? Me sorprende, señor Gellhom. Tengo a Sally y a otros cincuenta.
Mírela.
Estaba sonriendo. No podía evitarlo. Sally relucía tan limpia que casi hacía daño a
los ojos. Algún insecto debía de haberse estrellado contra su parabrisas o se había
posado alguna mota de polvo, ya que en aquellos momentos estaba atareada en su
limpieza. Un pequeño tubo emergió y escupió un poco de Tergosol sobre el cristal.
Se esparció rápidamente sobre la película de silicona y las escobillas de goma
entraron instantáneamente en acción, barriendo todo el parabrisas y empujando el
agua hacia el pequeño canalón que la conduciría, goteando, hasta el suelo. Ni una
gotita de agua cayó sobre la resplandeciente capota color verde manzana.
Escobillas y tubo de detergente retrocedieron hasta sus alvéolos y desaparecieron.
-Nunca vi a un automático hacer eso -dijo Gellhom.
-Apuesto a que no -dije-. Yo mismo se lo he instalado a nuestros coches. Son
limpios, ¿sabe? Siempre están repasando sus cristales. Les gusta. Incluso he
dotado a Sally con rociadores de cera. Cada noche se abrillanta hasta que uno
puede mirarse en cualquier parte de ella y afeitarse con su reflejo. Si puedo
conseguir el dinero suficiente, dotaré con ese dispositivo a todas las chicas. Los
convertibles son muy coquetos.
-Puedo decirle cómo conseguir ese dinero, si le interesa.
-Eso siempre me interesa. ¿Cómo?
-¿No le resulta evidente, Jake? Cualquiera de sus coches vale cincuenta mil como
mínimo, dijo usted. Apostaría a que la mayoría de ellos supera las seis cifras.
-¿Y?
-¿Ha pensado alguna vez en vender algunos?
Negué con la cabeza.
-Imagino que usted no se da cuenta de ello, señor Gellhom, pero no puedo vender
ninguno. Pertenecen a la Granja, no a mí.
-El dinero iría a parar a la Granja.
-Los documentos de constitución de la Granja indican que los coches recibirán
atención a perpetuidad. No pueden ser vendidos.
-¿Qué hay de los motores, entonces?
-No le comprendo.
Gellhom cambió de postura, y su voz se hizo confidencial.
-Mire, Jake, déjeme explicarle la situación. Hay un gran mercado para automáticos
particulares si tan sólo sus precios fueran asequibles. ¿Correcto?
-Eso no es ningún secreto.
-Y el noventa y cinco por ciento del coste corresponde al motor. ¿Correcto? Sé
dónde podemos conseguir carrocerías. Sé también dónde podemos vender
automáticos a buen precio..., veinte o treinta mil para los modelos más baratos,
quizá cincuenta o sesenca para los mejores. Todo lo que necesito son los
motores. ¿Ve usted la solución?
-No, señor Gellhom.
La veía, pero deseaba que él la dijera.
-Está exactamente aquí. Tiene usted cincuenta y uno de ellos. Es usted un
experto en mecánica automatóvil, Jake. Tiene que serlo. Puede quitar usted un
motor y colocarlo en otro coche de modo que nadie se de cuenta de la diferencia.
-Eso no sería ético precisamente. .
-No causaría usted ningún daño a los coches. Les estaría haciendo un favor.
Utilice sus coches más viejos. Utilice ese antiguo Mat-O-Mot.
-Bueno, espere un momento, señor Gellhom. Los motores y las carrocerías no
constituyen dos cuerpos separados. Forman una sola unidad. Esos motores están
acostumbrados a sus propias carrocerías. No se sentirían felices en otro coche.
-De acuerdo, eso es algo a tener en cuenta. Es algo a tener muy en cuenta, Jake.
Sería algo así como tomar la mente de uno y meterla en el cráneo de otra persona.
¿Correcto? Supongo que no le gustaría, ¿verdad?
-No lo creo, no.
-Pero supongamos que yo tomo su mente y la coloco en el cuerpo de un joven
atleta. ¿Qué opinaría de eso, Jake? Usted ya no es joven. Si tuviera la oportunidad,
¿no disfrutaría teniendo de nuevo veinte años? Eso es lo que estoy ofreciéndoles a
algunos de sus motores positrónicos. Serán instalados en nuevas carrocerías del
cincuenta y siete. Las más recientes...
Me eché a reír.
-Eso no tiene mucho sentido, señor Gellhom. Algunos de nuestros coches puede
que sean viejos, pero están bien conservados. Nadie los conduce. Dejamos que
hagan lo que quieran. Están retirados, señor Gellhom. Yo no desearía un cuerpo de
veinte años si eso significara que iba a tener que pasarme el resto de mi vida
cavando zanjas sin tener nunca lo suficiente para comer... ¿Qué piensas tú de eso,
Sally?
Las dos puertas de Sally se abrieron y se cerraron con un chasquido
amortiguado.
-¿Qué significa eso? -preguntó Gellhom.
-Es la forma que tiene Sally de echarse a reír.
Gellhom forzó una sonrisa. Supongo que pensó que estaba haciendo un chiste
fácil. Dijo:
-Hablemos seriamente, Jake. Los coches están hechos para ser conducidos.
Probablemente no serán felices si nadie los conduce.
-Sally no ha sido conducida desde hace cinco años -dije y a mí me parece feliz.
-Permítame dudarlo.
Se puso en pie y caminó lentamente hacia Sally.
-Hola, Sally. ¿Qué te parecería una carrera?
El motor de Sally aumentó sus revoluciones. Retrocedió.
-No la incordie, señor Gellhom -dije-. Puede ponerse un poco nerviosa.
Dos sedanes estaban a un centenar de metros carretera arriba. Se habían
detenido. Quizá, a su manera, estaban observando.
No me preocupaba por ellos. Mis ojos estaban clavados en Sally.
-Tranquila, Sally -dijo Gellhom. Adelantó una mano y pulsó la manija de la puerta.
Que no se abrió, por supuesto-. Se abrió hace un minuto -dijo.
-Cerradura automática -dije yo-. ¿Sabe?, Sally tiene un sentido de la intimidad
muy desarrollado.
Soltó la manija, luego dijo, lenta y deliberadamente:
-Un coche con ese sentido de la intimidad no debería pasearse con la capota
bajada.
Retrocedió tres o cuatro pasos, luego, rápidamente, tan rápidamente que ni
siquiera pude dar un paso para detenerle, corrió hacia delante y saltó dentro del
coche. Cogió a Sally completamente por sorpresa, porque, apenas se sentó, cortó
el contacto antes de que ella pudiera bloquearlo.
Por primera vez en cinco años, el motor de Sally estaba parado.
Creo que grité, pero Gellhom había girado el mando a "Manual" y lo había fijado
allí. Puso de nuevo en marcha el motor. Sally estaba viva de nuevo, pero ya no
poseía libertad de acción.
Se dirigió carretera arriba. Los sedanes seguían todavía allí.
Se dieron la vuelta y se apartaron, no muy rápidamente. Supongo que se sentían
desconcertados.
Uno de ellos era Giuseppe, de la fábrica de Milán, y el otro era Stephen. Siempre
estaban juntos. Los dos eran nuevos en la Granja, peco llevaban allí el tiempo
suficiente como para saber que nuestros coches simplemente no llevaban
conductores.
Gellhom avanzó a toda marcha, y cuando los sedanes se dieron cuenta finalmente
de que Sally no iba a disminuir su velocidad, de que no podía disminuir su
velocidad, era demasiado tarde para cualquier otra cosa excepto una acción
desesperada.
La efectuaron, saltando uno hacia cada lado, y Sally pasó a toda velocidad entre
ellos como un rayo. Steve atravesó la verja que rodeaba el lago y consiguió
detenerse en la blanda hierba a no más de quince centímetros del borde del agua.
Giuseppe dio unos cuantos botes por la cuneta al otro lado y se detuvo con un
sobresalto.
Había hecho que Steve volviera a la carretera, y estaba comprobando los daños
que la verja podía haberle ocasionado, cuando volvió Gellhom.
Abrió la portezuela de Sally y salió. Inclinándose hacia atrás, cortó el encendido
por segunda vez.
-Ya está -dijo. Creo que esto le habrá hecho mucho bien.
Dominé mi irritación.
-¿Por qué se lanzó por entre los sedanes? No había ninguna razón para ello.
-Esperaba que se apartarían.
-Eso es lo que hicieron. Uno de ellos atravesó la verja.
-Lo siento, Jake -dijo-. Pensé que se apartarían más rápido. Ya sabe cómo son las
cosas. He estado en muchos autobuses, pero he entrado en un automático
particular tan sólo dos o tres veces en mi vida, y ésta es la primera vez que
conduzco uno.
Eso se lo dice todo, Jake. El conducir uno me dominó, y eso que soy un tipo más
bien impasible. Se lo aseguro, no tenemos que bajar más de un veinte por ciento
del precio de tarifa para conseguir un buen mercado, y conseguiremos unos
beneficios de un noventa por ciento.
-¿Qué partiríamos?
-Al cincuenta por ciento. Y yo corro todos los riesgos, recuérdelo.
-De acuerdo. Ya le he escuchado. Ahora escúcheme usted a mí. -Alcé la voz
debido a que estaba demasiado irritado para seguir mostrándome educado-.
Cuando usted cortó el motor de Sally, le dolió. ¿Le gustaría a usted que le hicieran
perder el conocimiento de una patada? Eso es lo que le hizo usted a Sally, cuando
cortó su motor.
-Vamos, Jake, está usted exagerando. Los automatobuses son desconectados
cada noche.
-Seguro, y es por eso por lo que no quiero a ninguno de mis chicos y chicas en sus
hermosas carrocerías del cincuenta y siete, donde no sé qué trato van a recibir. Los
buses necesitan reparaciones importantes en sus circuitos positrónicos cada par
de años. Al viejo Matthew no le han tocado sus circuitos desde hace veinte años.
¿Qué puede ofrecer usted en comparación a eso?
-Bueno, ahora está usted excitado. Supongamos que piensa en mi proposición
cuando se haya calmado un poco, y nos mantenemos en contacto.
-Ya he pensado en todo lo que tenía que pensar. Si vuelvo a verle de nuevo,
llamaré a la policía.
Su boca se hizo dura y fea.
-Espere un minuto, viejo -dijo.
-Espere un minuto, usted -repliqué-. Esta es una propiedad privada, y le ordeno
que salga de ella.
Se alzó de hombros.
-Está bien, entonces adiós.
-La señora Hester se ocupará de que abandone usted la propiedad -dije-. Procure
que este adiós sea definitivo.
Pero no fue definitivo. Lo vi de nuevo dos días más tarde.
Dos días y medio, mejor dicho, porque era cerca del mediodía cuando lo vi la
primera vez, y era poco después de medianoche cuando lo vi de nuevo.
Me senté en la cama cuando encendió la luz, y parpadeé cegado antes de darme
exactamente cuenta de lo que sucedía.
Cuando pude ver, no necesité muchas explicaciones. De hecho,
no necesité ninguna explicación en absoluto. Llevaba una pistola en su puño
derecho, con el pequeño y horrible cañón de agujas apenas visible entre dos de sus
dedos. Supe que todo lo que tenía que hacer el hombre era incrementar la presión
de su mano para dejarme como un colador.
-Vístase, Jake -ordenó.
No me moví. Simplemente lo miré.
-Mire, Jake, conozco la situación -dijo-. Le visité hace dos días, recuérdelo. No
tiene guardias en este lugar, ni verjas electrificadas, ni sistemas de alarma. Nada.
-No los necesito -dije-. De modo que no hay nada que le impida marcharse, señor
Gellhom. Yo, si fuera usted, lo haría.
Este lugar puede convertirse en algo muy peligroso.
Dejó escapar una risita.
-Lo es, para alguien en el lado malo de una pistola de puño.
-La he visto -dije-. Sé que tiene una.
-Entonces muévase. Mis hombres están aguardando.
-No, señor Gellhom. No hasta que me diga qué es lo que desea, y probablemente
tampoco entonces.
-Le hice una proposición anteayer.
-La respuesta sigue siendo no.
-Ahora tengo algo que añadir a la proposición. He venido aquí con algunos
hombres y un automatobús. Tiene usted la posibilidad de venir conmigo y
desconectar veinticinco de los motores positrónicos. No me importa cuáles
veinticinco elija.
Los cargaremos en el bus y nos los llevaremos. Una vez hayamos
dispuesto de ellos, haré que reciba usted una parte equitativa del dinero.
-Supongo que tengo su palabra al respecto.
No actuó como si pensara que yo estaba siendo sarcástico.
Dijo:
-La tiene.
-No -repetí.
-Si insiste usted en seguir diciendo no, lo haremos a nuestra manera. Yo mismo
desconectaré los motores, sólo que desconectaré los cincuenta y uno. Todos ellos.
-No es fácil desconectar motores positrónicos, señor Gellhom. ¿Es usted un
experto en robótica? Aunque lo sea, sepa que esos motores han sido modificados
por mí.
-Sé eso, Jake. Y para ser sincero, no soy un experto. Puede que estropee algunos
motores intentando sacarlos. Es por eso por lo que tendré que trabajar sobre todos
los cincuenta y uno si usted no coopera. Entienda, puede que me quede sólo con
veinticinco una vez haya terminado. Los primeros que saque probablemente serán
los que más sufran. Hasta que le coja la mano, ¿entiende? Y si tengo que hacerlo
por mí mismo, creo que voy a poner a Sally como la primera de la lista.
-No puedo creer que esté hablando usted en serio, señor Gellhom.
-Completamente en serio, Jake -dijo. Permitió que sus palabras fueran rezumando
en mi interior-. Si desea ayudar, puede quedarse con Sally. De otro modo, lo más
probable es que ella resulte seriamente dañada. Lo siento.
-Iré con usted -dije-, pero voy a hacerle otra advertencia.
Va a verse metido en serios problemas, señor Gellhom.
Consideró aquello como muy divertido. Estaba riendo muy suavemente mientras
bajábamos juntos la escalera.
Había un automatobús aguardando fuera, en el sendero que conducía a los
apartamentos del garaje. Las sombras de tres hombres se alzaban a su lado, y los
haces de sus lintemas se encendieron cuando nos acercamos.
-Tengo al tipo -dijo Gellhom en voz baja-. Vamos. Subid el camión hasta arriba y
empecemos.
Uno de los otros se metió en la cabina del vehículo, y tecleó las instrucciones
adecuadas en el panel de control. Avanzamos sendero arriba, con el bus
siguiéndonos sumisamente.
-No podrá entrar en el garaje -dije-. La puerta no lo admitirá. No tenemos buses
aquí. Sólo coches particulares.
-De acuerdo -dijo Gellhom-. Llevadlo sobre la hierba y mantenedlo fuera de la
vista.
Pude oír el zumbido de los coches cuando nos hallábamos aún a diez metros del
garaje.
Normalmente se tranquilizaban cuando yo entraba en el garaje. Esta vez no lo
hicieron. Creo que sabían que había desconocidos conmigo, y cuando los rostros
de Gellhom y los demás se hicieron visibles su ruido aumentó. Cada motor era un
suave retumbar, y todos tosían irregularmente, hasta el punto de que todo el lugar
vibraba.
Las luces se encendieron automáticamente cuando entramos. Gellhom no parecía
preocupado por el ruido de los coches, pero los tres hombres que iban con él
parecieron sorprendidos e incómodos. Todos ellos tenían aspecto de malhechores
a sueldo, un aspecto que no era el conjunto de unos rasgos físicos sino más bien
una especie de cautela en la mirada y una intimidación en su rostro. Conocía el tipo,
y no me sentía preocupado.
Uno de ellos dijo:
-Maldita sea, están quemando gasolina.
-Mis coches siempre lo hacen -respondí rígidamente.
-No esta noche -dijo Gellhom-. Apáguelos.
-Eso no es tan fácil, señor Gellhom -dije.
-iHágalo! -gritó.
Me quedé plantado allí. Tenía su pistola de puño apuntada directamente hacia mí.
Dije:
-Ya le he explicado, señor Gellhom, que mis coches han sido bien tratados desde
que llegaron a la Granja. Están acostumbrados a ser tratados de esa forma, y se
resienten ante cualquier otra actitud.
-Tiene usted un minuto -dijo-. Guarde sus conferencias para otra ocasión.
-Estoy intentando explicarle algo. Estoy intentando explicarle que mis coches
comprenden lo que yo les digo. Un motor positrónico aprende a hacerlo, con
tiempo y paciencia. Mis coches han aprendido. Sally comprendió sus proposiciones
hace dos días. Recordará usted que se echó a reír cuando le pedí su opinión. Sabe
también lo que usted le hizo a ella y a los dos sedanes a los que apartó de aquella
forma. Y los demás saben qué hacer respecto a los intrusos en general.
-Mire, viejo chiflado...
-Todo lo que yo tengo que decir es... -Alcé mi voz-: ¡Cogedlos!
Uno de los hombres se puso pálido y chilló, pero su voz se vio completamente
ahogada por el sonido de cincuenta y una bocinas resonando a la vez. Mantuvieron
su intensidad de sonido, y dentro de las cuatro paredes del garaje los ecos se
convirtieron en una loca llamada metálica. Dos coches avanzaron, sin
apresurarse, pero sin error posible respecto a su blanco. Otros dos coches se
colocaron en línea con los dos primeros. Todos los coches estaban agitándose en
sus compartimientos separados.
Los malhechores miraron a su alrededor, luego retrocedieron.
-¡No se coloquen contra las paredes! -grité.
Aparentemente, aquel había sido su primer pensamiento instintivo. Echaron a
correr alocados hacia la puerta del garaje.
En la puerta, uno de los hombres de Gellhom se volvió y sacó una pistola de
puño. El proyectil aguja dejó tras de sí un delgado resplandor azul mientras
avanzaba hacia el primer coche. El coche era Giuseppe.
Una delgada línea de pintura saltó de la capota de Giuseppe, y la mitad derecha
de su parabrisas se cuarteó y se cubrió de líneas blancas, pero no llegó a romperse
totalmente.
Los hombres estaban al otro lado de la puerta, corriendo, y los coches se
lanzaron a la noche en grupos de a dos tras ellos, haciendo chirriar sus neumáticos
sobre la grava y llamando con sus bocinas a la carga.
Sujeté con mi mano el codo de Gellhom, pero no creo que pudiera moverse de
todos modos. Sus labios estaban temblando.
-Por eso no necesito verjas electrificadas ni guardias -dije-. Mi propiedad se
protege a sí misma.
Los ojos de Gellhom iban fascinados de un lado a otro, siguiendo a los coches
que zumbaban en parejas.
-¡Son asesinos!
-No sea estúpido. No van a matar a sus hombres.
-¡Son asesinos!
-Simplemente van a darles una lección. Mis coches han sido entrenados
especialmente en persecuciones a través del campo para una ocasión como ésta;
creo que para sus hombres eso va a ser algo mucho peor que una muerte rápida.
¿Ha sido perseguido usted alguna vez por un automatóvil?
Gellhom no respondió.
Proseguí. No deseaba que él se perdiera nada de todo aquello.
-Serán como sombras que no van a ir más rápidas que sus hombres,
persiguiéndoles por aquí, bloqueando su paso por allá, cegándoles, lanzándose
contra ellos, esquivándoles en el último minuto con un chirrido de los frenos y un
rugido del motor. Y seguirán con eso hasta que sus hombres caigan, sin aliento y
medio muertos, resignados a que las ruedas pasen por encima de ellos y aplasten
todos sus huesos. Los coches no van a hacer eso. Entonces se darán la vuelta.
Puede apostar, sin embargo, a que sus hombres jamás volverán aquí en toda su
vida.
Ni por todo el dinero que usted o diez como usted puedan ofrecerles. Escuche...
Apreté más fuerte su codo. Tendió el oído.
-¿No oye resonar las portezuelas de los coches? -pregunté.
Era un ruido débil y distante, pero inconfundible.
-Están riéndose -dije-. Están disfrutando con esto.
Su rostro se contorsionó, rabioso. Alzó su mano. Seguía sujetando su pistola de
puño.
-Yo de usted no lo haría -le advertí-. Un automatocoche sigue aún con nosotros.
No creo que se hubiera dado cuenta de la presencia de Sally hasta entonces.
Había acudido tan silenciosamente. Aunque su guardabarros delantero derecho
casi me rozaba, apenas oía su motor. Debía de haber estado conteniendo el aliento.
Gellhom gritó.
-No va a tocarle, mientras yo esté con usted. Pero si me mata... Ya sabe, usted no
le gusta nada a Sally.
Gellhom volvió la pistola en dirección a Sally.
-Su motor es blindado -dije-, y antes de que pueda presionar su pistola una
segunda vez, ella estará sobre usted.
-De acuerdo -exclamó, y bruscamente dobló mi brazo violentamente tras mi
espalda y lo retorció de tal forma que a duras penas pude resistirlo. Me sujetó
manteniéndome entre Sally y él, y su presión no se aflojó-. Retroceda conmigo y no
intente soltarse, viejo chiflado, o le arrancaré el brazo de su articulación.
Tuve que moverme. Sally avanzó junto a nosotros, preocupada, insegura acerca
de lo que debía hacer. Intenté decirle algo y no pude. Sólo podía encajar los dientes
y gemir.
El automatobús de Gellhom estaba todavía aguardando fuera del garaje. Me
obligó a entrar en él. Gellhom saltó detrás de mí y cerró las puertas.
-Muy bien -dijo-. Ahora hablemos juiciosamente.
Yo estaba frotándome el brazo, intentando devolverlo a la vida, mientras
estudiaba automáticamente y sin ningún esfuerzo consciente el tablero de control
del bus.
-Es un vehículo restaurado -observé.
-¿Ah, sí? dijo, cáustico-. Es una muestra de mi trabajo.
Recogí un chasis desechado, encontré un cerebro que podía utilizar, y me monté un
bus particular.¿Qué hay con ello?
Tiré del panel de reparaciones y lo eché a un lado.
-¿Qué demonios? -exclamó-. Apártese de ahí.
El filo de su mano descendió paralizadoramente sobre mi hombro izquierdo. Me
debatí.
-No deseo hacerle ningún daño a este bus. ¿Qué clase de persona cree que soy?
Solamente quería echarle una mirada a algunas de las conexiones del motor.
No necesité examinarlas detenidamente. Estaba hirviendo de furia cuando me
volví hacia él.
-Es usted un maldito hijoputa -dije-. No tenía derecho a instalar usted mismo este
motor. ¿Por qué no se buscó a un robotista?
-¿Cree que estoy loco? -preguntó.
-Aunque fuera un motor robado, no tenía usted derecho a tratarlo así. Yo jamás
trataría a un hombre de la forma en que ha tratado usted a ese motor. ¡Soldadura,
cinta y pinzas cocodrilo! ¡Es brutal!
-¿Funciona, ¿no?
-Por supuesto que funciona, pero tiene que ser un infierno para él. Usted puede
vivir con dolores de cabeza crónicos y artritis aguda, pero no será algo que pueda
llamarse vivir. Este vehículo está sufriendo.
-¡Cállese! -Por un momento miró a través de la ventanilla a Sally, que había
avanzado hasta tan cerca del bus como había podido. Se aseguró de que
portezuelas y ventanillas estaban cerradas-. Ahora vamos a salir de aquí, antes de
que vuelvan los otros coches -dijo-. Y nos mantendremos alejados un cierto tiempo.
-¿Cree que eso va a servirle de mucho?
-Sus coches agotarán el combustible algún día, ¿no? Supongo que no los habrá
transformado usted hasta el punto que puedan reabastecerse por sí mismos.
Entonces volveremos y terminaremos el trabajo.
-Me buscarán -dije-. La señora Hester llamará a la policía.
Ya no se podía razonar con él. Se limitó a conectar el motor del bus. Se puso en
marcha bruscamente. Sally lo siguió.
Gellhom lanzó una risita.
-¿Qué puede hacer mientras esté usted aquí conmigo?
Sally también parecía ser consciente de aquello. Aceleró, nos adelantó y
desapareció. Gellhom abrió la ventanilla contigua a él y escupió por la abertura.
El bus avanzaba traqueteante por la oscura carretera, con su motor rateando
irregularmente. Gellhom redujo el alumbrado periférico hasta que solamente la
banda fosforescente verde en el centro de la carretera, brillante a la luz de la luna,
nos mantenía alejados de los árboles. No había virtualmente ningún tráfico. Dos
coches nos cruzaron yendo en la otra dirección, y no había nadie en nuestro lado
de la carretera, ni delante ni detrás.
Yo fui el primero en oír el golpetear de las portezuelas.
Seco y cortante en medio del silencio, primero a la derecha, luego a la izquierda.
Las manos de Gellhom se estremecieron mientras tecleaba rápidamente, ordenando
mayor velocidad.
Un haz de luz brotó de entre un grupo de árboles y nos cegó.
Otro haz nos ensartó desde atrás, al otro lado de una protección metálica en la
otra parte de la carretera. En un cruce, a cuatrocientos metros al frente, hubo un
fuerte chirriar cuando un coche se cruzó en nuestro camino.
-Sally fue a buscar a los demás -dije-. Creo que está usted rodeado.
-¿Y qué? ¿Qué es lo que pueden hacer?
Se inclinó sobre los controles y miró a través del parabrisas.
-Y usted no intente hacer nada, viejo chiflado -murmuró.
No podía. Me sentía agotado hasta la médula. Mi brazo izquierdo ardía. Los
sonidos de motores se hicieron más fuertes y cercanos. Pude oír que los motores
rateaban de una forma extrañamente curiosa; de pronto tuve la impresión de que
mis coches estaban hablando entre sí.
Una cacofonía de bocinas brotó desde atrás. Me volví, y Gellhom miró
rápidamente por el retrovisor. Una docena de coches estaban siguiéndonos sobre
los dos carriles.
Gellhom lanzó una exclamación y una loca risotada.
-¡Pare! ¡Pare el vehículo! -grité.
Porque a menos de quinientos metros delante de nosotros,
claramente visible a la luz de los faros de dos sedanes en la cuneta, estaba Sally,
con su esbelta carrocería atravesada en medio de la carretera. Dos coches
surgieron del arcén del otro lado a nuestra izquierda, manteniendo una perfecta
sincronización con nuestra velocidad e impidiendo a Gellhom salirse de su carril.
Pero él no tenía intención de salirse de su carril. Pulsó el botón de adelante a toda
velocidad, y lo mantuvo fuertemente apretado.
-No va a engañarme con ese truco -dijo-. Este bus pesa cinco veces más que ella,
viejo chalado, de modo que simplemente vamos a echarla fuera de la carretera
como un gatito muerto.
Sabía que podía hacerlo. El bus estaba en manual, y el dedo de Gellhom apretaba
fuertemente el botón. Sabía que iba a hacerlo.
Bajé la ventanilla, y asomé la cabeza.
-iSally! -grité-. iSal del camino! ¡Sally!
Mi voz se ahogó en el agónico chirrido de unos tambores de freno
espantosamente maltratados. Me sentí arrojado hacia delante, y oí a Gellhom soltar
el aliento en un jadeo.
-¿Qué ha ocurrido? -pregunté.
Era una pregunta estúpida. Nos habíamos detenido. Eso era lo que había
ocurrido. Sally y el bus estaban a metro y medio de distancia el uno del otro. Con
cinco veces su peso lanzado contra ella, no se había movido ni un milímetro. Vaya
valor.
Gellhom zarandeó violentamente el interruptor de manual.
-Tiene que funcionar -murmuraba una y otra vez-. Tiene que funcionar.
-No de la forma en que conectó usted el motor, experto -dije-. Cualquiera de los
circuitos puede pasar por encima de los demás.
Me miró con una desgarrante ira, y un gruñido brotó de lo más profundo de su
garganta. Su pelo estaba pegado a su frente. Alzó el puño.
-Este es el último consejo que va a ser capaz de dar, viejo chiflado.
Y supe que la pistola de agujas estaba a punto de ser disparada.
Apreté la espalda contra la portezuela del bus mientras observaba alzarse el
puño, y entonces la portezuela se abrió y caí hacia atrás fuera del vehículo y golpeé
el suelo con un sordo resonar. Oí la puerta cerrarse de nuevo con un chasquido.
Me puse de rodillas y alcé la vista a tiempo para ver a Gellhom luchar fútilmente
contra la ventanilla que se estaba cerrando, luego apuntar rápidamente su pistola
de puño hacia el cristal. Nunca llegó a disparar. El bus se puso en marcha con un
tremendo rugir y Gellhom se vio lanzado hacia atrás.
Sally ya no estaba bloqueando el camino, y observé las luces traseras del bus
alejarse por la carretera hasta perderse de vista.
Me sentía agotado. Me senté allí, en medio de la carretera, y apoyé la cabeza
sobre mis brazos cruzados, intentando recuperar el aliento.
Oí un coche detenerse suavemente a mi lado. Cuando alcé la vista, comprobé que
era Sally. Lentamente -cariñosamente, me atrevería a decir-, su puerta delantera se
abrió.
Nadie había conducido a Sally desde hacía cinco años -excepto Gellhom, por
supuesto-, y yo sabía lo valiosa que era para un coche esta libertad. Aprecié el
gesto, pero dije:
-Gracias, Sally, tomaré uno de los coches más nuevos.
Me puse en pie y me di la vuelta, pero diestramente, casi haciendo una pirueta,
ella se colocó de nuevo ante mí. No podía herir sus sentimientos. Subí. Su asiento
delantero tenía el delicado y suave aroma de un automatóvil que se mantiene
siempre inmaculadamente limpio. Me dejé caer en él, agradecido, y con una suave,
silenciosa y rápida eliciencia, mis chicos y chicas me condujeron a casa.
La señora Hester me trajo una copia de la comunicación radiofónica al día
siguiente por la mañana, presa de gran excitación.
-Se trata del señor Gellhom -dijo-. El hombre que vino a verle.
Temí su respuesta.
-¿Qué ocurre con él?
-Lo encontraron muerto -dijo-. Imagine. Simplemente muerto, tendido en una
zanja.
-Puede que se tratara de algún desconocido -murmuré.
-Raymond J. Gellhom -dijo secamente-. No puede haber dos, ¿verdad? La
descripción concuerda también. iSeñor, vaya forma de morir! Encontraron huellas
de neumáticos en sus brazos y cuerpo. ¡Imagine! Me alegra que comprobaran que
había sido un bus; de otro modo igual hubieran venido a fisgonear por aquí.
-¿Ocurrió cerca de aquí? -pregunté ansiosamente.
-No... Cerca de Cooksville. Pero Dios mío, léalo usted mismo... ¿Qué le ha
ocurrido a Giuseppe?
Di la bienvenida a aquella diversión. Giuseppe aguardaba pacientemente a que yo
terminara el trabajo de reparación de su pintura. Su parabrisas ya había sido
reemplazado.
Después de que ella se fuera, tomé la transcripción. No había ninguna duda al
respecto. El doctor había informado que la víctima había corrido mucho y estaba en
un estado de agotamiento total. Me pregunté durante cuántos kilómetros habría
estado jugando con él el bus antes de la embescida final. La transcripción no
mencionaba nada de eso, por supuesto.
Habían localizado al bus, y habían identificado las huellas de los neumáticos. La
policía lo había retenido y estaba intentando averiguar quién era su propietario.
Había un editorial al respecto en la transcripción. Se trataba del primer accidente
de tráfico con víctimas en el estado aquel año, y el editorial advertía seriamente en
contra de conducir manualmente después del anochecer.
No había ninguna mención de los tres compinches de Gellhom, y al menos me
sentí agradecido por ello. Ninguno de nuestros coches se había visto seducido por
el placer de la caza a muerte.
Aquello era todo. Dejé caer el papel. Gellhom había sido un criminal. La forma en
que había tracado al bus había sido brutal. No dudaba en absoluto de que merecía
la muerte. Pero me sentía un poco intranquilo por la forma en que había ocurrido
todo.
Ahora ha pasado un mes, y no puedo apartar nada de aquello de mi mente.
Mis coches hablan entre sí. Ya no tengo ninguna duda al respecto. Es como si
hubieran adquirido confianza; como si ya no les importara seguir manceniendo el
secreto. Sus motores cartajean y resuenan constantemente.
Y no sólo hablan entre ellos. Hablan con los coches y buses que vienen a la
Granja por asuntos de negocios. ¿Durante cuánto tiempo llevan haciendo eso?
Y son comprendidos también. El bus de Gellhom los comprendió, pese a que no
llevaba allí más de una hora. Puedo cerrar los ojos y revivir aquella carrera, con
nuestros coches flanqueando al bus por ambos lados, haciendo resonar sus
motores hasta que él comprendió, se detuvo, me dejó salir, y se marchó con
Gellhom.
¿Le dijeron mis coches que matara a Gellhom? ¿O fue idea suya?
¿Pueden los coches tener ese tipo de ideas? Los diseñadores de motores dicen
que no. Pero ellos se refieren a condiciones normales. ¿Lo han previsto todo?
Hay coches que son maltratados, todos lo sabemos.
Algunos de ellos entran en la Granja y observan. Les cuentan cosas. Descubren
que existen coches cuyos motores nunca son parados, que no son conducidos por
nadie, cuyas necesidades son constantemente satisfechas.
Luego quizá salgan y se lo cuenten a otros. Tal vez la noticia se esté difundiendo
rápidamente. Quizás estén empezando a pensar que la forma en que son tratados
en la Granja es como deberían ser tratados en todo el mundo. No comprenden. Uno
no puede esperar que comprendan acerca de legados y de los caprichos de los
hombres ricos.
Hay millones de automatóviles en la Tierra, decenas de millones. Si se enraíza en
ellos el pensamiento de que son esclavos, de que deberían hacer algo al respecto...
Si empiezan a pensar de la forma en que lo hizo el bus de Gellhom...
Quizá nada de esto suceda en mi tiempo. Y luego, aunque ocurra, deberán
conservar pese a todo a algunos de nosotros para que cuidemos de ellos, ¿no
creen? No pueden matarnos a todos.
O quizá sí. Es posible que no comprendan la necesidad de la existencia de
alguien que cuide de ellos. Quizá no vayan a esperar.
Cada mañana me despierto, y pienso: Quizá hoy...
Ya no obtengo tanto placer de mis coches como antes.
Últimamente, me doy cuenta de que empiezo incluso a rehuir a Sally.

ROBBIE

-Noventa y ocho..., noventa y nueve..., cien.


Gloria apartó su gordezuelo antebrazo de delante de sus ojos y permaneció por
un momento en pie, con la nariz fruncida y parpadeando a la luz del sol. Luego,
intentando mirar en todas direcciones a la vez, dio unos cuantos pasos cautelosos
alejándose del árbol contra el cual había permanecido reclinada.
Estiró el cuello para investigar las posibilidades de un grupo de matorrales a su
derecha y luego se apartó un poco más para conseguir un mejor ángulo de visión
de su espesura. La tranquilidad era profunda excepto el incesante zumbar de los
insectos y el ocasional gorjeo de algún pájaro atrevido enfrentándose al sol del
mediodía.
Gloria hizo un mohín.
-Apostaría a que se ha metido dentro de la casa, y le he dicho un millón de veces
que eso no es jugar limpio.
Con sus pequeños labios fuertemente apretados y un severo fruncimiento en su
frente, avanzó decidida hacia el edificio de dos pisos al otro lado del sendero.
Demasiado tarde oyó el susurrante sonido a sus espaldas, seguido por el
distintivo y rítmico clap-clap de los metálicos pies de Robbie. Se volvió en redondo
para ver a su triunfante compañero emerger de su escondite y avanzar hacia el
árbol meta que había al lado de la casa a toda velocidad.
Gloria lanzó una exclamación decepcionada.
-¡Espera, Robbie! ¡Esto no fue justo, Robbie! Prometiste que no echarías a correr
hasta que yo te encontrara.
Sus piececillos no podían hacer nada ante las largas zancadas de Robbie. Luego,
a unos tres metros de la meta, el paso de Robbie se convirtió bruscamente en un
mero arrastrarse, y Gloria, con un último arranque de velocidad, pasó jadeante
junto a él para tocar la primera la anhelada corteza del árbol que era la meta.
Orgullosa, se volvió hacia el fiel Robbie y, con la más baja de las ingratitudes,
recompensó su sacrificio burlándose cruelmente de su falta de habilidad en la
carrera.
-Robbie no puede correr -exclamó, al límite de su vocecilla de ocho años-. Cada
día le gano. Puedo ganarle cada día.
-Canturreó las palabras con un ritmo estridente.
Robbie no respondió, por supuesto..., no con palabras.
Echó a correr, en una grotesca pantomima, desviándose ligeramente cada vez que
Gloria estaba a punto de atraparle y obligándola a seguir corriendo tras él,
haciéndole trazar círculos y círculos, con los bracitos extendidos, intentando
atrapar el aire.
-¡Robbie! -chilló-. ¡Estáte quieto!
Y no pudo impedir que la risa asomara entre sus jadeantes palabras.
...Hasta que él se volvió bruscamente y la atrapó, haciéndola girar en el aire, de tal
modo que para ella el mundo cayó por un momento, con un vacío azul debajo y los
verdes árboles colgando sobre el vacío. Luego estuvo de nuevo sobre la hierba,
apoyada contra la pierna de Robbie y sujetando todavía un duro dedo de metal.
Al cabo de un momento recuperó el aliento. Se arregló inútilmente su alborotado
pelo en una vaga imitación de uno delos gestos característicos de su madre, y se
retorció para ver si se había arrugado el vestido.
Palmeó su mano contra el torso de Robbie.
-iChico malo! iTe daré una azotaina!
Y Robbie se protegió, cubriéndose el rostro con las manos, de tal modo que ella
tuvo que añadir:
-No, no lo haré, Robbie. No voy a pegarte. Pero de todos modos ahora me toca a
mí esconderme, porque tú tienes unas piernas más largas y porque prometiste que
no echarías a correr hasta que yo te encontrara.
Robbie asintió con la cabeza..., un pequeño paralelepípedo con bordes y ángulos
redondeados unido a otro paralelepípedo similar pero mucho más grande que le
servía de torso mediante un tallo corto y flexible..., y se puso obedientemente cara
al árbol. Una delgada película metálica descendió sobre sus resplandecientes ojos,
y del interior de su cuerpo brotó un regular y resonante tictaqueo.
-No mires ahora... y no te saltes ningún número -advirtió Gloria, y fue a
esconderse.
Los segundos fueron tictaqueados con una regularidad metronómica, y al llegar
al centenar los párpados se alzaron y el rojo brillante de los ojos de Robbie barrió el
entomo. Se detuvieron por un instante en una mancha de color que emergía detrás
de una roca. Avanzó unos cuantos pasos y se convenció de que era Gloria
acuclillada detrás.
Lentamente, manteniéndose siempre entre Gloria y el árbol de meta, avanzó hacia
el escondite, y cuando Gloria estuvo completamente a la vista y ya no pudo ni
siquiera teorizar para sí mismo que no la había visto, extendió una mano hacia ella
y golpeó la otra contra su propia pierna para que resonara. Gloria salió, mohína.
-¡Miraste! -exclamó, muy injustamente-. Además, estoy cansada de jugar al
escondite. Quiero pasear un poco.
Pero Robbie se sentía dolido por la injusta acusación, de modo que se sentó
cuidadosamente y agitó con energía la cabeza de uno a otro lado.
Gloria cambió inmediatamente su tono a uno de suave zalamería.
-Oh, vamos Robbie. No hablaba en serio cuando dije que miraste. Anda, llévame a
dar un paseo.
Sin embargo, Robbie no era tan fácil de conquistar. Miró testarudo al cielo, y agitó
la cabeza con mayor energía aún.
-Por favor, Robbie, por favor llévame a dar un paseo. -Rodeó su cuello con unos
rosados brazos y lo abrazó fuertemente.
Luego, cambiando de humor en un instante, se apartó-. Si no lo haces, me voy a
echar a llorar -y contrajo el rostro en una muda preparación.
El duro corazón de Robbie prestó poca atención a aquella temible posibilidad, y
agitó la cabeza por tercera vez. Gloria vio que iba a ser necesario jugar su última
carta.
-Si no lo haces -exclamó afectuosamente-, no te contaré más historias, te lo
prometo. Ninguna...
Robbie se rindió inmediata e incondicionalmente ante el ultimátum y asintió tan
fuerte con la cabeza que el metal de su cuello zumbó. Cuidadosamente, alzó a la
niñita y la colocó sobre sus enormes y llanos hombros.
Las amenazadoras lágrimas de Gloria se desvanecieron de inmediato, y lanzó una
entusiasmada exclamación de alegría. La metálica piel de Robbie, mantenida a una
temperatura constante de veintiún grados gracias a las potentes resistencias de su
interior, tenía un tacto cómodo y agradable, mientras que el hermoso sonido de sus
talones golpeando rítmicamente contra su pecho era algo encantador.
-Eres un avión de caza, Robbie, eres un enorme y plateado avión de caza. Tiende
bien tus brazos... Tienes que hacerlo, Robbie, si quieres ser un avión de caza.
La lógica era irrefutable. Los brazos de Robbie eran alas atrapando las corrientes
de aire, y él era un avión de caza.
Gloría retorció la cabeza del robot y la orientó hacia la derecha. Robbie se inclinó
hacia aquel lado. Gloria equipó al caza con un motor que hacía "Brrr", y luego con
armas que hacían "Puf puf puf" y "Sis-sis-sis". Estaban cazando piratas, y los
lanzadores de rayos de la nave entraban en acción. Los piratas caían en una lluvia
constante.
-Ya hemos cazado a otro..., a dos más -exclamó la niña.
Luego:
-¡Más aprisa, hombre! -dijo Gloria irritadamente-. Estamos quedándonos sin
munición.
Apuntó por encima de su hombro con intrépido valor, y Robbie era una
espacionave de chata nariz zumbando a través del vacío a máxima aceleración.
El robot cruzó el campo a toda velocidad, hasta la zona de hierba alta del otro
lado, donde se detuvo con una brusquedad que hizo lanzar un grito a su enrojecido
jinete, antes de depositarla sobre la suave alfombra verde.
Gloria reía y jadeaba, lanzando exclamaciones intermitentes, casi sin aliento:
-¡Oh, eso fue estupendo!
Robbie aguardó hasta que ella hubo recuperado el aliento y entonces tiró
suavemente de un mechón de su pelo.
-¿Quieres algo? -preguntó Gloria, con los ojos muy abiertos en una aparente
inocencia que no engañó en absoluto a su enorme "niñera". Robbie tiró un poco
más fuerte de su rizo.
-Oh, ya sé. Quieres una historia.
Robbie asintió rápidamente.
-¿Cuál?
Robbie hizo un semicírculo en el aire con un dedo.
-¿Otra vez? -protestó la niñita-. Te he contado Cenicienta un millón de veces. ¿No
estás cansado de ella? ¡Es para bebés!
Otro semicíreulo.
-Oh, está bien.
Gloria se preparó, repasó mentalmente los detalles del cuento (con sus propios
añadidos, que eran varios) y empezó:
-¿Estás preparado? Bien... Érase una vez una hermosa niñita cuyo nombre era
Ella. Y tenía una terrible y cruel madrastra y dos hermanastras muy feas y también
muy crueles y...
Gloria estaba llegando al clímax del relato -había llegado la medianoche y todo
estaba cambiando a sus andrajos originales, mientras Robbie escuchaba
tensamente con ardientes ojos- cuando se produjo la interrupción.
-¡Gloria!
Era el agudo sonido de la voz de una mujer que estaba llamándola no una, sino
varias veces; y tenía el tono nervioso de alguien en quien la ansiedad está
empezando a pasar por encima de la impaciencia.
-Mamá me está llamando -dijo Gloria, en absoluto feliz-.
Será mejor que me lleves de vuelta a casa, Robbie.
Robbie obedeció con rapidez, porque algo en su interior le indicaba que era mejor
obedecer a la señora Weston sin ninguna vacilación. El padre de Gloria raras veces
estaba en casa durante el día excepto los domingos -hoy, por ejemplo- y, cuando
estaba, demostraba ser una persona amable y comprensiva. La madre de Gloria, sin
embargo, era una fuente de inquietudes para Robbie, y siempre sentía el impulso de
escabullirse de su presencia.
La señora Weston los vio al minuto siguiente de aparecer por encima de los altos
tallos de hierba que los ocultaban, y se retiró dentro de la casa para aguardar.
-He estado llamándote hasta quedarme afónica, Gloria -dijo severamente-.¿Dónde
estabas?
-Estaba con Robbie -balbuceó Gloria-. Estaba contándole Cenicienta, y olvidé que
era la hora de la cena.
-Bueno, es una lástima que Robbie lo olvidara también.
-Entonces, como si aquello le recordara la presencia del robot, se volvió hacia él-.
Puedes irte, Robbie. Ahora ya no te necesita. -Luego, brutalmente, añadió-: Y no
vuelvas hasta que yo te llame.
Robbie se volvió para irse, pero dudó cuando Gloria exclamó en su defensa:
-Espera, mamá, tienes que dejarle quedar. No he terminado Cenicienta para él. Le
dije que le contaría Cenicienta y no he terminado.
-iGloria!
-De veras, mamá, te lo juro, se quedará tan quieto que tú ni siquiera te darás
cuenta de que está aquí. Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni una
palabra..., quiero decir que no hará nada.¿Harás lo que digo, Robbie?
Robbie, puesto que se habían dirigido a él, movió una sola vez su enorme cabeza
hacia arriba y luego hacia abajo.
-Gloria, si no dejas esto inmediatamente, no vas a ver a Robbie en toda la semana.
La niña bajó los ojos.
-iDe acuerdo! Pero Cenicienta es su historia favorita, y yo no la he terminado. Y a
él le gusta tanto.
El robot se marchó con paso desconsolado, y Gloria ahogó un sollozo.
George Weston se había instalado cómodamente. Tenía la costumbre de
instalarse cómodamente los domingos por la tarde. Una buena y abundante cena en
la sala de estar contigua al porche; un buen blando y viejo diván en el cual tenderse
luego; un ejemplar del Times; pies calzados con zapatillas y torso desnudo; ¿cómo
podía sentirse uno sino cómodo?
Por ello, no le hizo ninguna gracia cuando apareció su mujer. Al cabo de diez
años de matrimonio, seguía siendo tan irremediablemente estúpido como para estar
enamorado de ella, y quedaba fuera de cuestión el que siempre le alegraba su
presencia..., pero los domingos por la tarde inmediatamente después de cenar eran
momentos sagrados para él, y su idea de la auténtica comodidad era que le dejaran
completamente solo durante dos o tres horas. En consecuencia, clavó firmemente
los ojos sobre los últimos informes de la expedición Lefebre-Yoshida a Marte
(estaba a punto de partir de la Base Lunar y podía llegar a tener éxito) y pretendió
que ella no estaba allí.
La señora Weston aguardó pacientemente durante dos minutos, luego
impacientemente durante otros dos, y al fin rompió el silencio.
-¡George!
-¿Hum?
-¡George, te estoy llamando! ¿Quieres dejar ese periódico y mirarme?
El periódico cayó crujiendo al suelo, y Weston volvió un contrariado rostro hacia
su mujer.
-¿Qué ocurre, querida?
-Sabes lo que ocurre, George. Se trata de Gloria y esa terrible máquina.
-¿Qué terrible máquina?
-No finjas no saber de qué estoy hablando. Es ese robot al que Gloria llama
Robbie. No la deja ni por un momento.
-Bueno,¿por qué debería hacerlo? Se supone que no debe.
Y por supuesto no es ninguna terrible máquina. Es el mejor maldito robot que
puede comprarse con dinero, y estoy condenadamente seguro que me ahorra un
montón de billetes al año.
Además es inteligente..., mucho más listo que la mitad de los empleados de mi
oficina.
Hizo un movimiento para recoger de nuevo el periódico, pero su mujer fue más
rápida y se lo arrebató.
-Ahora escúchame, George. No quiero a mi hija confiada a una máquina..., y no
me importa lo lista que pueda ser. No tiene alma y nadie sabe en qué puede estar
pensando. Una niña no está hecha para ser cuidada por una cosa de metal.
Weston Frunció el ceño.
-¿Cuándo has decidido eso? Lleva dos años con Gloria y no te he visto
preocupada hasta ahora.
-Al principio era diferente. Era una novedad; me quitaba peso de encima, y... y era
algo que estaba de moda por aquel entonces. Pero ahora, no sé. Los vecinos...
-Bueno,¿qué tienen que ver los vecinos con esto? Mira.
Un robot es infinitamente más de confianza que una niñera humana. Robbié fue
construido en realidad para un único propósito... ser el compañero de un niño
pequeño. Toda su “mentalidad” ha sido creada para ese propósito. Simplemente no
puede dejar el ser fiel y amable y cariñoso. Es una máquina... hecha.
Es más de lo que puedes decir de los seres humanos.
-Pero algo puede estropearse. Algo..., algo... -la señora Weston no sabía muy bien
lo que había dentro de un robot-, cualquier pequeña ruedecilla puede soltarse y
toda la horrible cosa convertirse en un loco asesino y..., y... -no se vio capaz de
completar el obvio pensamiento.
-Tonterías -negó Weston, con un involuntario estremecimiento nervioso-. Eso es
completamente ridículo. Tuvimos una larga discusión en el momento en que
compramos a Robbie acerca de la Primera Ley de la Robótica. Tú sabes que es
imposible que un robot cause daño a un ser humano; que mucho antes de que
cualquier cosa pueda estropearse lo suficiente como para alterar la Primera Ley, un
robot quedará completamente inoperable. Es una imposibilidad matemática.
Además, un ingeniero de la U. S. Robots viene aquí dos veces al año para darle al
pobre trasto un repaso completo. De modo que no hay más posibilidades de que
algo se estropee en Robbie de las que hay de que tú y yo nos volvamos locos de
repente..., de hecho, considerablemente menos. Además, ¿cómo se lo vas a quitar a
Gloria?
Hizo otro fútil movimiento en pos del periódico, y su mujer lo arrojó furiosa a la
otra habitación.
-iEse es precisamente el problema, George! No quiere jugar con nadie más. Hay
docenas de niños y niñas de los que podría hacerse amiga, pero no quiere. No se
acerca a ellos a menos que yo la obligue. Una niña no puede criarse así. Tú quieres
que sea normal,¿verdad? Quieres que sea capaz de ocupar su puesto en la
sociedad.
-Estás sobresaltándote por sombras, Grace. Imagina que Robbie es un perro. He
visto a centenares de niños que preferían antes a su perro que a su padre.
-Un perro es distinto, George. Tenemos que libramos de esa horrible cosa.
Puedes volver a venderla a la compañía. Lo he preguntado, y puedes.
-¿Lo has preguntado? Mira, Grace, no vayamos hasta tan lejos. Vamos a
conservar el robot hasta que Gloria sea mayor, y no deseo volver a tocar el tema.
Y, diciendo esto, salió de la habitación con un bufido.
La señora Weston salió al encuentro de su marido a la puerta, dos noches más
tarde.
-Tienes que escuchar esto, George. Hay malos sentimientos en el pueblo.
-¿Acerca de qué? -preguntó Weston.
Penetró en el cuarto de baño y ahogó toda posible respuesta con el chorro del
agua.
La señora Weston aguardó. Luego dijo:
-Acerca de Robbie.
Weston salió del cuarto de baño con la toalla en la mano, el rostro enrojecido y
furioso.
-¿De qué demonios estás hablando?
-Oh, es algo que ha ido creciendo y creciendo. Intenté cerrar los ojos ante ello,
pero ya me resulta imposible. La mayoría de la gente considera a Robbie peligroso.
No permiten a los niños acercarse a nuestra casa cuando empieza a anochecer.
-Nosotros confiamos a nuestra hija a ese robot.
-Bueno, la gente no suele ser razonable respecto a esas cosas.
-Entonces, al infiemo con la gente.
-Decir eso no resuelve el problema. Tenga que ir a hacer mis compras. Tengo que
verlos a todos cada día. Y últimamente es peor aún en las ciudades, cuando se
habla de robots. Nueva York acaba de dictar una ordenanza prohibiendo que los
robots vayan por las calles entre la puesta del sol y el amanecer.
-De acuerdo, pero no pueden impedimos que tengamos un robot en nuestra
propia casa. Grace... ésta es una de tus campañas. La reconozco. Pero no te va a
servir de nada. La respuesta sigue siendo: iNo! iConservaremos a Robbie!
Y, sin embargo, amaba a su mujer... y, lo que era peor, su mujer lo sabía. George
Weston, después de todo, tan sólo era un hombre -pobre desgraciado-, y su mujer
utilizaba a fondo todas las artimañas que un sexo más torpe y escrupuloso ha
aprendido, con razón y futilidad, a temer.
Diez veces durante la siguiente semana, George exclamó:
-Robbie se queda... iy esto es definitivo!
Pero en cada ocasión lo exclamaba más débilmente, acompañándolo con un
gruñido cada vez más fuerte y plañidero.
Finalmente, llegó el día en el que Weston se acercó con aire culpable a su hija y le
sugirió ir a ver un “hermoso" espectáculo de visivox en el pueblo.
Gloria palmeó alegremente.
-¿Puede venir Robbie?
-No, querida, dijo él, y se estremeció ante el sonido de su propia voz-, no permiten
entrar a los robots en el visivox..., pero puedes contárselo todo cuando vuelvas a
casa.
Se trabucó con las últimas palabras y miró hacia otro lado.
Gloria regresó del pueblo radiante de entusiasmo, porque el visivox había sido
realmente un espectáculo magnífico.
Aguardó a que su padre maniobrara el cochejet en el garaje subterráneo.
-Espera a que se lo diga a Robbie, papi. Le hubiera encantado... especialmente
cuando Francis Fran retrocedía taaan sigilosamente, y tropezaba de lleno con uno
de los Hombres- Leopardo, y tenía que echar a correr. -Se rió de nuevo-. Papi,
¿existen realmente los Hombres-Leopardo en la Luna?
-Probablemente no -contestó Weston con aire ausente-. Sólo es una divertida
fantasía.
No podía seguir entreteniéndose más tiempo con el coche.
Tenía que enfrentarse a la realidad.
Gloria corrió cruzando el césped.
-Robbie... ¡Robbie!
Luego se detuvo bruscamente ante la visión de un hermoso collie que la miraba
con sus serios ojos castaños mientras agitaba el rabo en el porche.
-¡Oh, qué perro más encantador! -Gloria subió los peldaños, se acercó
cautelosamente y le dio unas palmadas-. ¿Es para mí, papi?
Su madre se había unido a ellos.
-Sí, es para ti, Gloria. Y no sólo es encantador..., es suave y peludo. Y muy gentil.
Le gustan las niñitas.
-¿Sabe jugar?
-Claro. Sabe hacer un gran número de trucos. ¿Te gustaría ver algunos?
-Ahora mismo. Quiero que Robbie los vea también... ¡Robbie! -Se detuvo,
desconcertada, y frunció el ceño-. Apostaría a que se ha encerrado en su habitación
simplemente porque está enfadado conmigo por no haberlo llevado al visivox.
Tendrás que explicárselo tú, papi. Es posible que a mí no me crea, pero si se lo
dices tú te creerá.
Weston apretó los labios. Miró a su mujer, pero ella desvió la vista.
Gloria se volvió precipitadamente y bajó corriendo los escalones del sótano,
gritando mientras lo hacía:
-¡Robbie... Ven a ver lo que papi y mami me han traído! iMe han traído un perro,
Robbie!
Al cabo de un minuto estaba de regreso, una niñita asustada.
-Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está?
-No hubo respuesta, y George Weston carraspeó y pareció de pronto
extremadamente interesado en una nube que derivaba lentamente sobre su cabeza.
La voz de Gloria tembló al borde de las lágrimas-.
-¿Dónde está Robbie, mamá?
La señora Weston se sentó y atrajo suavemente a su hija hacia ella.
-No te pongas triste, Gloria. Robbie se ha ido, creo.
-¿Ido? ¿Adónde? ¿Adónde se ha ido, mamá?
-Nadie lo sabe, querida. Simplemente se fue. Hemos mirado y mirado y mirado
buscándolo, pero no hemos podido encontrarlo.
-¿Quieres decir que no va a volver nunca más? -Sus ojos brillaban redondos por
el terror.
-Puede que lo encontremos pronto. Seguiremos buscándolo. Y mientras tanto
puedes jugar con tu nuevo y encantador perrito. ¡Míralo! Se llama “Relámpago", y
puede...
Pero Gloria tenía los párpados anegados.
-No quiero a ese feo perro..., quiero a Robbie. Quiero que me encontréis a Robbie.
Sus sentimientos se hicieron demasiado profundos para seguir expresándolos
con palabras, y estalló en un estruendoso llanto.
La señora Weston miró a su marido en busca de ayuda, pero él se limitó a rascar
malhumoradamente el suelo con el pie y no apartó su intensa mirada del cielo, de
modo que tuvo que dedicarse ella a la tarea de consolación:
-¿Por qué lloras, Gloria? Robbie era solamente una máquina, tan sólo una fea y
vieja máquina. No estaba vivo, en absoluto.
-¡No era una máquina! -chilló Gloria, fieramente y trabucándose-. Era una persona,
exactamente igual que tú y yo, y era mi amigo. Quiero que vuelva. Oh, mamá, quiero
que vuelva.
Su madre lanzó un gruñido de derrota y dejó a Gloria con su dolor.
-Dejemos que llore un poco -le dijo a su marido-. Las penas de los niños nunca
duran mucho. Dentro de unos cuantos días habrá olvidado que ese horrible robot
llegó a existir alguna vez.
Pero el tiempo demostró que la señora Weston había sido un poco demasiado
optimista. Por supuesto, Gloria dejó de llorar, pero dejó también de sonreír, y a
medida que pasaban los días se mostró más silenciosa y hosca. Gradualmente, su
actitud de pasiva infelicidad fue minando el ánimo de la señora Weston, y todo lo
que la impedía rendirse era su imposibilidad de admitir la derrota ante su marido.
Luego, una tarde, entró bruscamente en la sala de estar, se sentó, cruzó los
brazos y adoptó una actitud enfurruñada.
Su marido alargó el cuello para ver por encima de su periódico.
-¿Qué ocurre ahora, Grace?
-Es esa niña, George. Hoy he tenido que devolver el perro.
Gloria me dijo que definitivamente no podía soportar seguir viéndolo. Me está
conduciendo a una crisis de nervios...
Weston dejó a un lado el periódico, y un brillo de esperanza chispeó en sus ojos.
-Quizá... , quizá debiéramos hacer que Robbie volviera. Podemos hacerlo, ya
sabes. Puedo ponerme en contacto con...
-iNo! -respondió ella hoscamente-. No quiero oír hablar de ello. No vamos a
rendimos tan fácilmente. Mi hija no va a ser criada por un robot, aunque
necesitemos años para conseguirlo.
Weston tomó de nuevo su periódico, con aire decepcionado.
-Un año de esto me va a llenar de canas prematuras.
-No eres de una gran ayuda, George -fue la fría respuesta de ella-. Lo que necesita
Gloria es un cambio de ambiente. Claro que no puede olvidar a Robbie aquí. ¿Cómo
podría, si cada árbol y piedra se lo recuerdan? Esta es realmente la situación más
estúpida de la que haya oído hablar nunca. Imagina a una niña llorando la pérdida
de un robot.
-Bien, centrémonos en el tema. ¿Cuál es el cambio de ambiente que estás
planeando?
-Vamos a llevarla a Nueva York.
-¡A la ciudad! ¡En agosto! ¿Sabes cómo es Nueva York en agosto? Es
insoportable.
-Millones de personas la soportan.
-Porque no tienen un lugar como éste a donde ir. Si no tuvieran que permanecer
en Nueva York, no se quedarían.
-Bueno, tenemos que hacerlo. Saldremos inmediatamente..., es decir, tan pronto
como podamos arreglarlo todo. En la ciudad, Gloria encontrará los suficientes
motivos de interés y los sufcientes amigos como para atraerla y hacerle olvidar esa
máquina.
-Oh, Señor -gruñó la mitad inferior del matrimonio-. iEsos pavimentos ardientes!
-Tenemos que hacerlo -fue la inflexible respuesta-. Gloria ha perdido dos kilos
este último mes, y la salud de mi hijita es más importante para mí que tu
comodidad.
-Es una lástima que no pensaras en la salud de tu hijita antes de quitarle su robot
preferido -murmuró él..., pero para sí mismo.
Gloria desplegó inmediatamente signos de mejoría cuando se le habló del
próximo viaje a la ciudad. Hablaba poco de él, pero cuando lo hacía, siempre era
con una viva anticipación.
Empezó a sonreír de nuevo, y a comer con algo de su anterior apetito.
La señora Weston se las prometió muy felices, y no perdió ninguna oportunidad
de hacérselo saber a su aún escéptico marido.
-¿Ves, George?, ayuda a empaquetar las cosas como un angelito, y charla por los
codos como si no tuviera ninguna preocupación en absoluto. Es exactamente eomo
te dije..., todo lo que necesitamos es presentarle otros intereses.
-Hummm -fue la escéptica respuesta-. Espero que sí.
Los preliminares fueron hechos rápidamente. Hicieron los arreglos para disponer
de su casa en la ciudad, y fue contratada una pareja para que cuidara de su casa en
el campo. Cuando llegó finalmente el día del traslado, Gloria volvía a ser
enteramente la de antes, y de sus labios no brotaba la menor mención de Robbie.
Muy animada, la familia tomó un girotaxi hasta el aeropuerto (Weston hubiera
preferido utilizar el propio giroauto particular, pero sólo era un dos plazas), entraron
en el avión que aguardaba en la pista.
-Mira, Gloria -hizo notar la señora Weston-. Te he reservado un asiento junto a la
ventanilla para que puedas ver el paisaje.
Gloria trotó alegremente por el pasillo, aplastando su nariz contra el grueso cristal
transparente hasta convertirla en un blanco óvalo, y observó con creciente
intensidad el repentino rugir de los motores que se transmitió al interior. Era
demasiado pequeña como para sentirse asustada cuando el suelo cayó bajo ella
como a través de una trampilla y se encontró con que pesaba de pronto dos veces
más de lo normal, pero no tan pequeña como para no sentirse interesada. Hasta
que el suelo no se convirtió en algo cuadriculadamente lejano no apartó su nariz de
la ventanilla y se volvió de nuevo hacia su madre.
-¿Estaremos pronto en la ciudad, mamá? -preguntó, frotándose la helada nariz y
observando con interés la mancha de humedad que había formado su aliento en el
cristal y que poco a poco iba reduciéndose y desapareciendo.
-Aproximadamente dentro de media hora, querida. -Luego, con apenas un asomo
de ansiedad-: ¿Estás contenta de que vayamos? No crees que vas a sentirte muy
feliz en la ciudad, con todos los edificios y la gente y las cosas que vas a ver?
Iremos al visivox cada día y veremos todos los programas e iremos al circo y a la
playa y...
-Sí, mamá -respondió Gloria sin demasiado entusiasmo.
El aparato pasó en aquel momento por encima de un banco de nubes, y Gloria se
sintió instantáneamente absorta por el poco habitual espectáculo de ver las nubes
debajo de ella. Luego estuvieron de nuevo sobre cielo despejado, y se volvió hacia
su madre con un repentino y misterioso aire de secreto conocimiento.
-Sé por qué estamos yendo a la ciudad, mamá.
-¿De veras? -La señora Weston se sintió desconcertada-. ¿Por qué, querida?
-No me lo dijiste porque querías que fuera una sorpresa, pero yo lo sé. -Por un
momento se perdió en la admiración de su propia perspicacia, luego se echó a reír
alegremente-. Vamos a Nueva York para ver si podemos encontrar a Robbie,
¿verdad? Con la ayuda de unos detectives.
La afirmación pilló a George Weston a medio beber un vaso de agua, con
desastrosos resultados. Hubo una especie de estrangulado jadeo, un géiser de
agua, y luego una sucesión de ahogadas toses. Cuando hubo terminado, se quedó
irlmóvil en su sitio, el rostro enrojecido, completamente empapado de agua y muy,
muy contrariado.
La señora Weston mantuvo su compostura, pero cuando Gloria repitió su
pregunta en un tono de voz más ansioso, su temperamento estalló.
-Quizá -dijo secamente-. Ahora siéntate y estáte quieta, por el amor de Dios.
La ciudad de Nueva York, en el año del Señor de 1998, era para el visitante un
paraíso muy superior a lo que había sido en ninguna otra época de su historia. Los
padres de Gloria se dieron cuenta de ello, y le sacaron el mayor provecho que
pudieron.
Siguiendo las estrictas órdenes de su esposa, George Weston arregló las cosas
de modo que sus negocios se cuidaran de sí mismos durante un mes o así, a fin de
poder dedicar su tiempo a lo que él denominó “apartar a Gloria del borde de la
ruina".
Como todo lo demás que Weston hacía, se dedicó a aquello de una forma
concienzuda, eficiente y estrictamente comercial.
Antes de que hubiera transcurrido el mes, nada de lo que podía hacerse había sido
dejado de hacer.
Gloria fue llevada a la cúspide del Edificio Roosevelt, de ochocientos metros de
altura, para echar una mirada desde allí y maravillarse del complejo panorama de
techos que penetraban profundamente en los campos de Long Island y las llanuras
de Nueva Jersey. Visitaron los zoos, donde Gloria contempló con un delicioso
estremecimiento al “auténtico león vivo”, (y se sintió más bien decepcionada de
que los cuidadores los alimentaran con bistecs crudos, en vez de con seres
humanos, como había esperado), y pidió insistente y conminativamente ver “a la
ballena".
Los distintos museos atrajeron su correspondiente parte de atención, junto con
los parques y las playas y el acuario.
La llevaron hasta medio camino Hudson arriba en un barco de excursiones
accionado a vapor, un delicioso arcaísmo decorado al estilo de los Locos Veinte.
Viajó hasta la estratósfera en un vuelo de exhibición, hasta que el cielo se volvió de
un color púrpura oscuro y aparecieron las estrellas, y la brumosa Tierra de abajo
pareció como un enorme bol cóncavo. La llevaron bajo las aguas del Long Island
Sound en una nave submarina de paredes de cristal, donde los habitantes marinos
se les acercaban en medio de un verdoso y ondulante mundo para huir luego
rápidamente entre coletazos.
A un nivel más prosaico, la señora Weston la llevó a todos los almacenes, donde
pudo soñar a su antojo en otro tipo de país de las hadas.
De hecho, cuando el mes estaba a punto de terminar, los Weston estaban
convencidos de haber hecho cualquier cosa concebible para apartar de una vez por
todas la mente de Gloria del desaparecido Robbie..., aunque no estaban
completamente seguros de su éxito.
Persistía el hecho de que, fuera donde fuese Gloria, siempre desplegaba el más
absorto y concentrado interés en cualquier robot que resultara estar presente. No
importaba lo emocionante que fuera el espectáculo que tenía ante ella, ni lo
novedoso que fuera para sus infantiles ojos, se volvía al instante apenas el rabillo
de su ojo captaba un atisbo de movimiento metálico.
La señora Weston hizo todo lo imposible por mantener a Gloria apartada de todos
los robots.
Y el asunto llegó finalmente a su clímax con el episodio en el Museo de la Ciencia
y la Industria. El museo había anunciado un programa “especial para niños" en el
que las exhibiciones de la magia científica habían sido bajadas hasta el nivel de
comprensión de las mentes infantiles. Los Weston, por supuesto, lo colocaron en
su lista de “indispensable".
Fue mientras los Weston estaban completamente absortos en las hazañas de un
poderoso electroimán cuando la señora Weston se dio cuenta de pronto del hecho
de que Gloria ya no estaba con ella. El pánico inicial dejó paso a una calmada
decisión y, con la ayuda de tres empleados, se empezó una cuidadosa búsqueda.
Gloria, por supuesto, no era sin embargo el tipo de niña de las que andan
vagando sin rumbo fijo. Teniendo en cuenta su edad, era una muchachita
desusadamente decidida y frme en sus propósitos, completamente llena en este
aspecto con los genes maternos. Había visto un enorme robot en el tercer piso que
decía: “Por aquí al Robot Parlante". Habiéndolo deletreado por sí misma, y tras
observar que sus padres no parecían tener intención de ir en la dirección adecuada,
hizo lo obvio. Tras aguardar el momento oportuno de distracción patema, se apartó
tranquilamente de ellos y siguió la dirección que indicaba el cartel.
El Robot Parlante era un tour de force, un artilugio absolutamente no práctico, sin
más valor que el publicitario. Una vez cada hora, un grupo escoltado se detenía
delante de él y le hacía preguntas en cautelosos susurros al ingeniero robótico
encargado. Aquellas que el ingeniero decidía que eran adecuadas para los circuitos
del robot eran transmitidas al Robot Parlante.
Era algo más bien aburrido. Puéde resultar curioso saber que el cuadrado de
catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura en este momento es de 22
grados y la presión del aire de 762,5 milímetros en la columna de mercurio, que el
peso atómico del sodio es 23, pero uno no necesita realmente a un robot para eso.
Uno no necesita una inmanejable y totalmente inmóvil masa de cables y
resistencias diseminadas a lo largo y ancho de veinticinco metros cuadrados.
Pocas personas se molestaban en volver una segunda vez, pero una muchachita
quinceañera estaba sentada tranquilamente en un banco aguardando para una
tercera. Era la única persona en la habitación cuando entró Gloria.

Gloria no la miró. Para ella, en aquel momento, cualquier otro ser humano era
algo a no tomar en consideración. Reservó su atención para aquella enorme cosa
con ruedas. Por un momento vaciló, desanimada. No se parecía a ningún otro robot
que hubiera visto nunca.
Alzó la voz, dudosa y cautelosamente:
-Por favor, señor Robot, señor, ¿es usted el Robot Parlante, señor?
No estaba segura, pero tenía la impresión de que un robot que hablara realmente
merecería una gran educación en el trato.
(La muchachita quinceañera permitió que una expresión de intensa concentración
cruzara su delgado y poco expresivo rostro. Sacó un pequeño bloc de notas y
empezó a escribir en rápidos garabatos.)
Se produjo un aceitado chirriar de engranajes, y una voz metálicamente timbrada
emitió unas palabras carentes de acento y entonación:
-Yo-soy-el-robot-que-habla.
Gloria lo miró desconsoladamente. Hablaba, pero el sonido procedía de algún
lugar de dentro. No había ningún rostro al que hablar. Dijo:
-¿Puede usted ayudarme, señor Robot, señor?
El Robot Parlante estaba diseñado para responder preguntas, y sólo las
preguntas cuyas respuestas hubieran sido introducidas previamente en él. Sin
embargo, confiaba completamente en sus habilidades. Dijo:
-Puedo-ayudar-te.
-Gracias, señor Robot, señor.¿Ha visto usted a Robbie?.
- ¿Quién-es-Robbie?
-Es un robot, señor Robot, señor. -Se puso de puntillas-.
Es más o menos así de alto, señor Robot, señor, sólo que más alto, y es muy
bueno. Tiene una cabeza,¿sabe? Quiero decir, usted no tiene, pero él sí, señor
Robot, señor.
El Robot Parlante había quedado muy atrás.
-¿Un-robot?
-Sí, señor Robot, señor. Un robot exactamente igual que usted, excepto que él no
puede hablar, por supuesto y... parece una persona real.
-¿Un-robot-como-yo?
-Sí, señor Robot, señor.
A lo cual la única respuesta del Robot Parlante fue un errático farfulleo y un
ocasional sonido incoherente. La radical generalización que se le había ofrecido, es
decir, su existencia, no como un objeto particular, sino como un miembro de un
grupo más general, era demasiado para él. Intentó abarcar lealmente el concepto, y
media docena de bobinas se fundieron en su interior.
Pequeñas señales de alarma empezaron a sonar por todas partes.
(La muchachita quinceañera abandonó en ese momento la habitación. Ya tenía
suficiente para su primera tesis de física sobre “Aspectos prácticos de la robótica".
Aquella tesis era la primera de las muchas que redactaría Susan Calvin sobre el
tema).
Gloria se quedó allí de pie, esperando, con impaciencia cuidadosamente
disimulada, la respuesta de la máquina, cuando oyó un grito a sus espaldas.
-iAhí está!
Inmediatamente reconoció a su madre.
-¿Qué estás haciendo aquí, niña mala? exclamó la señora Weston, mientras su
ansiedad se disolvía instantáneamente en irritación-.¿No sabes que has asustado
mortalmente a tu mami y a tu papi? ¿Por qué te escapaste?
El ingeniero robótico también había entrado precipitadamente, tirándose del pelo
y preguntando quién de todos ellos había estado trasteando con la máquina.
-¿Nadie sabe leer los carteles? -aulló-. ¡No se permite que nadie entre aquí sin ir
acompañado de un empleado!
Gloria alzó su ofendida voz por encima del tumulto.
-Yo sólo vine a ver al Robot Parlante, mamá. Pensé que él podía saber dónde
estaba Robbie porque los dos son robots.
-Y entonces, cuando el pensamiento de Robbie entró de nuevo brutalmente en su
corazón, estalló en una súbita tormenta de lágrimas-. Y tengo que encontrar a
Robbie, mamá, tengo que encontrarlo.
La señora Weston dominó un grito y dijo:
-Oh, cielos. Vámonos a casa, George. Esto es más de lo que puedo soportar.
Aquella tarde, George Weston se ausentó por varias horas, y a la mañana
siguiente se acercó a su esposa con lo que parecía una sospechosamente fatua
complacencia.
-He tenido una idea, Grace.
-¿Acerca de qué? -fue la hosca y poco interesada respuesta.
-Acerca de Gloria.
-Supongo que no vas a sugerir que compremos otra vez ese robot.
-No, por supuesto que no.
-Entonces adelante. Quizá sea mejor que te escuche. Nada de lo que yo he
hecho parece haber servido.
-Bien. Esto es lo que he estado pensando. Todo el problema con Gloria es que
ella piensa que Robbie es una persona y no una máquina. Naturalmente, no puede
olvidarlo. Ahora bien, si conseguimos convencerla de que Robbie no es más que
un amasijo de acero y cobre en forma de láminas y cables con la
electricidad dándole vida,¿cuánto tiempo seguirá añorándolo?
Esta es la forma psicológica de atacar el asunto, si entiendes lo que quiero decir.
-¿Y cómo piensas hacerlo?
-Sencillo. ¿Dónde supones que fui ayer? Persuadí a Robertson, de la Compañía
de Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos, para que arreglara una visita
completa a sus instalaciones mañana. Vamos a ir nosotros tres, y cuando hayamos
terminado con ella, Gloria quedará convencida de que un robot no es una cosa viva.
Los ojos de la señora Weston se fueron agrandando gradualmente, y algo
parecido a una repentina admiración brilló en ellos.
-Oh, George, ésa es una buena idea.
Los botones de la chaqueta de George Weston se tensaron.
-Como todas las que yo tengo -dijo.
El señor Struthers era un concienzudo director general, y naturalmente tendía a
ser un tanto hablador. La combinación de ambas cosas, por lo tanto, dio como
resultado una visita completaménte explicada, quizá incluso demasiado explicada,
en cada paso. Sin embargo, la señora Weston no se aburrió. De hecho, incluso
detuvo varias veces su charla y le suplicó que repitiera sus afirmaciones en un
lenguaje más sencillo a fin de que Gloria pudiera comprenderlas. Bajo la influencia
de esta apreciación de sus poderes narrativos, el señor Struthers se extendió más
largamente y se hizo más comunicativo aún, si ello era posible.
George Weston, por su parte, mostraba una creciente impaciencia.
-Discúlpeme, Struthers -dijo de pronto, interrumpiendo al otro en mitad de una
conferencia sobre células fotoeléctricas-, ¿poseen ustedes alguna sección en la
fábrica donde el personal empleado sea únicamente robots?
-¿Eh? iOh, sí! ¡Sí, por supuesto! -Dirigió una sonrisa a la señora Weston-. En
cierto sentido se trata de un círculo vicioso, robots creando más robots.
Naturalmente, no hacemos de ello una práctica general. Por un lado, los sindicatos
nunca nos lo permitirían. Pero construimos algunos pocos robots utilizando
únicamente mano de obra robot, tan sólo como una especie de experimento
científico. Entiendan -remontó sus gafas con un dedo como para reforzar su
argumentación-, lo que los sindicatos no comprenden..., y digo esto como un
hombre que siempe ha simpatizado con los movimientos sindicales en general..., es
que el advenimiento del robot, aunque al principio traiga consigo algunas
dislocaciones, inevitablemente va a...
-Sí, Struthers -dijo Weston-, pero referente a esa sección de la fábrica de la que
habla... ¿podríamos verla? Sería muy interesante, estoy seguro de ello.
-iSí! iSí, por supuesto! -El señor Struthers volvió a subirse las gafas con un
movimiento convulsivo y emitió una ligera tosecilla de embarazo-. Síganme, por
favor.
Se mantuvo comparativamente silencioso mientras conducía a los tres a través de
un largo pasillo y bajando un tramo de escalera. Luego, cuando hubieron entrado
en una amplia y bien iluminada habitación que zumbaba con metálica actividad, las
esclusas volvieron a abrirse, y el flujo de explicaciones brotó de nuevo.
-iAquí está! -dijo, con orgullo en su voz-. iSolamente robots! Cinco hombres
actúan como supervisores, y ni siquiera necesitan permanecer en esta nave. En
cinco años, es decir, desde que iniciamos este proyecto, no se ha producido ni un
solo accidente. Naturalmente, los robots que son montados aquí son
comparativamente simples, pero...
La voz del director general hacía rato que se había convertido en un lejano
murmullo en los oídos de Gloria. Todo aquel recorrido le parecía más bien aburrido
y sin objeto alguno, pese a que había robots por todas partes. Ninguno de ellos era
ni remotamente como Robbie, por lo que ella los contemplaba con abierto desdén.
En aquella estancia no había ninguna persona, observó. Entonces sus ojos se
posaron en seis o siete robots que se afanaban en torno a una mesa redonda en el
centro de la nave. Se abrieron enormemente con una incrédula sorpresa. Era una
nave enorme. No podía decirlo seguro, pero uno de los robots se parecía a..., se
parecía a..., ilo era!
-¡Robbie!
Su gritó hendió el aire, y uno de los robots en torno a la mesa se estremeció y
dejó caer la herramienta que estaba sujetando. Gloria casi se volvió loca de alegría.
Pasando por debajo de la barandilla antes de que ni su padre ni su madre pudieran
detenerla, se dejó caer ágilmente al suelo situado a unos pocos palmos más abajo y
corrió hacia su Robbie, agitando los brazos, el pelo revoloteando.
Y los tres aterrados adultos, mientras permanecían helados en sus sitios, vieron
lo que la excitada niña no había visto... un enorme y bamboleante tractor que
avanzaba ciegamente por el camino que tenía marcado.
Weston necesitó unas décimas de segundo para recuperar sus sentidos, y esas
décimas de segundo lo significaron todo, pues ya era imposible detener a Gloria.
Aunque Weston saltó por encima de la barandilla en un loco intento de atraparla,
estaba obviamente condeando al fracaso. El señor Struthers indicó
alocadamente a los supervisores que detuvieran el tractor, pero los supervisores
eran solamente humanos, y necesitaban tiempo para reaccionar.
Tan sólo Robbie actuó inmediatamente y con precisión.
Con sus metálicas piemas devorando el espacio que lo separaba de su pequeña
ama, cargó desde la dirección opuesta al tractor. A partir de entonces todo ocurrió
simultáneamente.
Con un barrido de su brazo, Robbie atrapó a Gloria, sin disminuir ni un ápice su
velocidad, y en consecuencia dejando a la niña sin aliento. Weston, sin captar
exactamente aún lo que estaba ocurriendo, sintió más que vio a Robbie pasar como
una exhalación por su lado, y se detuvo desconcertado. El tractor intersectó el
camino de Gloria medio segundo después que Robbie, rodó unos tres metros más,
y se detuvo con un seco chirriar de frenos.
Gloria recuperó el aliento, se sometió a una serie de apasionados abrazos por
parte de sus padres, y se volvió ansiosamente hacia Robbie. Por lo que a ella
respectaba, no había ocurrido nada excepto que había encontrado a su amigo.
Pero la expresión de la señora Weston había cambiado de una de alivio a una de
sombría sospecha. Se volvió hacia su marido y, pese a su descompuesta y poco
digna apariencia, consiguió parecer completamente formidable.
-Tú preparaste esto, ¿verdad?
George Weston se secó la ardorosa frente con su pañuelo.
Le temblaba la mano, y los labios solamente pudieron curvarse en una trémula y
apenas esbozada sonrisa.
La señora Weston prosiguió con su pensamiento:
-Robbie no estaba diseñado para la ingeniería ni para la construcción. No podía
serles de ningún uso a ellos. Tú hiciste que lo colocaran deliberadamente aquí para
que Gloria pudiera descubrirlo. Tú sabías que lo haría.
-Bueno, sí -dijo Weston-. Pero, Grace, ¿cómo iba a saber que la reunión iba a ser
tan violenta? Y Robbie ha salvado su vida; eso tienes que admitirlo. No puedes
apartarlo de nuevo.
Grace Weston meditó. Se volvió hacia Gloria y Robbie, y los observó abstraída
por unos instantes. Gloria se había abrazado al cuello del robot, con un abrazo que
hubiera asfixiado a cualquier criatura que no fuera de metal, y estaba
balbuceándole palabras sin sentido con una precipitación casi histérica. Los brazos
de cromoacero de Robbie (capaces de doblar una barra de acero de cinco
centímetros de diámetro hasta unir sus puntas) enlazaban a la chiquilla amorosa y
suavemente, y sus ojos brillaban muy, muy rojos.
-Bueno -dijo finalmente la señora Weston-, supongo que puede quedarse con
nosotros hasta que se oxide.

PRIMERA LEY
Mike Donovan contempló su vacía jarra de cerveza, se sintió aburrido, y decidió
que ya había escuchado lo suficiente.
Dijo en voz alta:
-Si tenemos que hablar acerca de robots poco habituales, yo conocí una vez a
uno que desobedeció la Primera Ley.
Y, puesto que aquello era algo completamente imposible, todo el mundo dejó de
hablar y se volvió para mirar a Donovan.
Donovan maldijo inmediatamente su bocaza y cambió de tema:
-Ayer me contaron uno muy bueno -dijo en tono conversacional- acerca de...
MacFarlane, en la silla contigua a la de Donovan, dijo:
-¿Quieres decir que sabes de un robot que causó daño a un ser humano?
Eso era lo que signiflcaba la desobediencia a la Primera Ley, por supuesto.
-En cierto sentido -dijo Donovan-. Digo que me contaron uno acerca de...
-Cuéntanos eso del robot -ordenó MacFarlane.
Algunos de los otros hicieron resonar sus jarras sobre la mesa.
Donovan intentó sacarle el mejor partido al asunto.
-Ocurrió en Titán, hará unos diez años -dijo, pensando rápidamente-. Sí, fue en el
veinticinco. Acabábamos de recibir un cargamento de tres nuevos modelos de
robots, diseñados especialmente para Titán. Eran los primeros de los modelos MA.
Los llamados Emma Uno, Dos y Tres. -Hizo chasquear los dedos pidiendo otra
cerveza, y miró intensamente al camarero-.
Veamos,¿qué viene a continuación?
-He estado metido en robótica toda mi vida, Mike -dijo MacFarlane-. Nunca he oído
hablar de ninguna serie MA.
-Eso se debe a que retiraron todos los MA de las cadenas de montaje
inmediatamente después..., inmediatamente después de lo que voy a contaros. ¿No
lo recordáis?
-No.
Apresuradamente, Donovan continuó:
-Pusimos inmediatamente a los robots a trabajar. Entendedlo, hasta entonces, la
base era completamente inutilizable durante la estación de las tormentas, que dura
el ochenta por ciento del período de revolución de Titán en tomo a Saturno. Durante
las terribles nevadas, no puedes encontrar la base ni siquiera aunque estés tan sólo
a cien metros de ella. Las brújulas no sirven para nada, puesto que Titán no posee
campo magnético.
"La virtud de esos robots MA, sin embargo, era que estaban equipados con
vibrodetectores de un nuevo diseño, de modo que podían trazar una línea recta
hasta la base a través de cualquier cosa, y eso significaba que los trabajos de
minería podían proseguir durante todo el período de revolución. Y no digas una
palabra, Mac. Los vibrodetectores fueron retirados también del mercado, y es por
eso por lo que ninguno de vosotros ha oído hablar de ellos. -Donovan tosió-.
Secreto militar, ya sabéis.
Hizo una breve pausa y prosiguió:
-Los robots trabajaron estupendamente durante la primera estación de las
tormentas. Luego, al inicio de la estación de las calmas, Emma Dos empezó a
comportarse mal. No dejaba de huronear por los rincones y bajo los fardos, y tenía
que ser sacada constantemente de allí. Finalmente, salió de la base y no regresó.
Decidimos que debía de haber algún fallo de fabricación en ella, y seguimos con los
otros dos. Sin embargo, eso significaba que andábamos constantemente cortos de
manos, o cortos de robots al menos, de modo que cuando a finales de la estación
de las calmas alguien tuvo que ir a Komsk, yo me presenté voluntario para efectuar
el viaje sin ningún robot. Parecía bastante seguro; no esperábamos ninguna
tormenta en dos días, y en el término de veinte horas estaría de vuelta.
"Estaba ya en mi camino de vuelta, a unos buenos quince kilómetros de distancia
de la base, cuando el viento empezó a soplar y el aire a espesarse. Hice aterrizar
inmediatamente mi vehículo aéreo antes de que el viento pudiera destrozarlo, me
orienté hacia la base y eché a correr. Podía correr una buena distancia sin dificultad
en aquella baja gravedad, pero¿cómo correr en línea recta? Esa era la cuestión. Mi
reserva de aire era amplia y los calefactores de mi traje satisfactorios, pero quince
kilómetros en medio de una tormenta titaniana son el infinito.
"Entonces, mientras las cortinas de nieve lo oscurecían todo, convirtiendo el
paisaje en un lóbrego atardecer, haciendó que desapareciera incluso Saturno y el
sol se convirtiera apenas en una mota pálida, me detuve en seco, inclinándome
contra el viento. Había un pequeño objeto oscuro directamente frente a
mí. Apenas podía verlo, pero sabía lo que era. Era un cachorro de las tormentas, la
única cosa viva capaz de resistir una tormenta titaniana, y la cosa viva más maligna
con la que puedas encontrarte en ningún lado. Sabía que mi traje espacial no iba a
protegerme una vez viniera a por mí, y con aquella mala luz tenía que esperar a
asegurarme un blanco perfecto o no atreverme a disparar. Un sólo fallo, y saltaría
sobre mí.
"Recrocedí lentamente, y la sombra me siguió. Se iba acercando, y yo empecé a
sacar mi lanzarrayos con una plegaria, cuando una sombra mayor gravitó de pronto
sobre mí, y lancé una exclamación de alivio. Era Emma Dos, el robot MA
desaparecido. No me detuve ni un momento en preguntarme qué podía haberle
pasado o preocuparme por sus dificultades. Simplemente aullé:
"-iEmma, muchacha, encárgate de ese cachorro de las tormentas, y luego llévame
a la base!
"Ella se me quedó mirando como si no me hubiera oído y dijo:
"-Amo no dispare. No dispare.
"Echó a correr a toda velocidad hacia aquel cachorro de las tormentas.
-¡Encárgate de ese maldito cachorro, Emma! -grité. Y, efectivamente, se encargó
de él. Lo cogió en sus brazos, y siguió caminando. Le grité hasta que me quedé
afónico, pero no regresó. Me dejó para que muriera en medio de la tormenta.
Donovan hizo una dramática pausa.
-Naturalmente, todos vosotros conocéis la Primera Ley:
Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser
humano sufra daño. Bien, pues Emma Dos simplemente se marchó con aquel
cachorro de las tormentas, dejándome atrás para que muriera. Quebrantó la Primera
Ley.
"Afortunadamente, conseguí ponerme a salvo. Media hora más tarde, la tormenta
amainó. Había sido una racha prematura y temporal. Es algo que ocurre a veces.
Corrí apresuradamente a la base, donde llegué con los pies hechos polvo, y las
tormentas empezaron realmente al día siguiente. Emma Dos regresó dos horas más
tarde que yo, y el misterio se aclaró entonces finalmente, y los modelos MA fueron
retirados inmediatamente del mercado.
-¿Y cuál era exactamente la explicación? -quiso saber MacFarlane.
Donovan lo miró seriamente.
-Es cierto que yo era un ser humano en peligro de muerte, Mac, pero para ese
robot había algo más que pasaba por delante de eso, que pasaba por delante de mí,
que pasaba por delante de la Primera Ley. No olvides que esos robots pertenecían a
la serie MA, y que ese robot MA en particular había estado buscando escondites
durante algún tiempo antes de desaparecer. Es como si estuviera esperando que
algo especial y muy íntimo le ocurriera.
Aparentemente, ese algo había ocurrido.
Donovan alzó reverentemente los ojos, y su voz tembló.
-Ese cachorro de las tormentas no era ningún cachorro de las tormentas. Lo
llamamos Emma Junior cuando Emma Dos lo trajo consigo al volver. Emma Dos
tenía que protegerlo de mi arma.¿Qué es la Primera Ley, comparada con los
sagrados lazos del amor materno?

EL HOMBRE DEL BICENTENARIO

Andrew Martin dijo “Gracias”, y ocupó el asiento que le había sido ofrecido. No
parecía reducido a sus últimos recursos, pero en realidad lo estaba.
Realmente no daba impresión de nada, porque había una suave falta de expresión
en su cara, excepto por la tristeza que uno imaginaba ver en sus ojos. Tenía el pelo
liso, castaño claro, bastante fino, y carecía de vello en la cara. Parecía
recientemente afeitado. Sus ropas eran definitivamente pasadas de moda, pero
intachables y con clara tendencia al color del terciopelo rojo morado.
Frente a él, al otro lado de la mesa, estaba el cirujano. Un rótulo sobre el
escritorio contenía una serie completa de letras, números y signos que le
identificaban totalmente, pero Andrew no los consideró dignos de atención. Con
llamarle doctor tendría bastante.
-¿Cuándo puede ser realizada la operación, doctor? -preguntó.
Suavemente, con ese dejo de inexcusable respeto con que un robot habla
siempre a un ser humano, el cirujano dijo:
-No estoy seguro, señor, de haber entendido en quien hay que practicar tal
operación y cómo hay que realizarla.
Podría haberse visto un aire de respetuosa intransigencia en la cara del cirujano
si un robot de su clase -acero inoxidable ligeramente bronceado- pudiera tener tal
expresión, u otra cualquiera.
Andrew Martin estudió la mano derecha del robot -su mano cortadora- que
descansaba inmóvil sobre la mesa. Los dedos eran largos y tomeados en artísticas
curvas metálicas, tan elegantes y adecuadas que se podía imaginar que un bisturí
encajaría perfectamente en ellos y pasaría a formar parte temporalmente del
conjunto. No habría temblor en ellos cuando realizaran el trabajo; no habría duda ni
temores; no habría errores. Esa confianza era fruto de la especialización, desde
luego; una especialización tan persistentemente deseada por la humanidad que
pocos robots tenían ya cerebro independiente. Por supuesto, un cirujano había de
tenerlo. Pero éste concretamente, aunque cerebrado, estaba tan limitado en sus
capacidades que no reconocía a Andrew y, probablemente, nunca hubiera oído
hablar de él.
-¿Has pensado alguna vez si te hubiera gustado ser un hombre? -le preguntó
Andrew.
El cirujano dudó un momento, como si la pregunta no encajara en el cerebro
positrónico de que le habían dotado.
-Pero soy un robot, señor.
-¿Sería mejor ser un hombre?
-Sería mejor, señor, ser un mejor cirujano. No podría serlo si fuese un hombre,
sino siendo un modelo más completo de robot. Me gustaría ser un modelo más
adelantado de robot.
-¿No te sientes ofendido por que yo pueda darte cualquier orden?¿Que te pueda
hacer levantar, o sentar, o ir a la derecha o a la izquierda con solamente decírtelo?
-Me complace complacer a usted, señor. Si las órdenes de usted se
contrapusieran a mis deberes con respecto a usted o a cualquier otro ser humano,
no las obedecería. La Primera Ley, relativa a mis deberes para con la seguridad
humana, tomaría prioridad sobre la Segunda Ley, relativa a la obediencia. En
cualquier otro caso, me complace la obediencia. De nuevo:¿a quien tengo que
realizar esa operación?
-A mí -dijo Andrew.
-Pero eso es imposible. Es sin duda una operación perjudicial.
-Esa no es la cuestión -dijo Andrew calmadamente.
-No puedo inflingir daño -dijo el cirujano.
-A un ser humano no puedes -dijo Andrew-; pero yo también soy un robot.
Andrew tenía mucha más apariencia de robot cuando lo fabricaron la primera vez.
Tenía entonces tanta apariencia de robot como cualquiera de los que hubieran
existido antes; su diseño era suave y funcional.
Lo había hecho bien en la casa a la que había sido llevado, en los lejanos días en
que tanto los robots en los hogares como en la industria eran una rareza. Había
cuatro seres humanos en la casa: Señor y Señora y Señorita y Niña. Naturalmente
sabía cuáles eran sus nombres, pero nunca los empleó. Señor se llamaba Gerald
Martin.
Su propio número de serie era NDR... Con el paso del
tiempo había llegado a olvidar los números. Había pasado mucho tiempo, desde
luego; pero si hubiera deseado recordarlos, no los hubiera olvidado.
Definitivamente, no había deseado recordarlos.
Niña había sido la primera en llamarle Andrew, porque no podía pronunciar
correctamente las tres letras; los demás no hicieron más que imitarla.
Niña... Había vivido noventa años y ahora hacía muchos que estaba muerta. Una
vez intentó llamarla Señora, pero ella no se lo permitió. Y había sido Niña hasta su
último día.
Andrew había sido programado para cumplir los deberes de mayordomo,
camarero e incluso doncella de las señoras.
Aquellos fueron días de prueba y experiencia para él y, por supuesto, para todos
los robots en cualquier parte, excepto los industriales, los de factorías de
experimentación y los de estaciones extraterrestres.
Los Marin lo pasaron muy bien con él, y la mitad de las veces no podía cumplir
con sus deberes caseros porque Señorita y Niña querían jugar con él. Fue Señorita
la primera que entendió cómo podía lograrlo:
-Te ordenamos que juegues con nosotras y debes obedecer las órdenes.
-Lo siento, Señorita; pero una orden anterior de Señor debe, seguramente, tener
prioridad.
Pero ella insistió:
-Lo que papito te dijo es que esperaba que te cuidases de la limpieza de la casa.
Eso no puede considerarse una orden. Yo te ordeno ahora.
A Señor no le importaba. Señor era muy cariñoso con Señorita y Niña, incluso
más que Señora. Y Andrew lo era también.
Por lo menos, la influencia que ellas tenían sobre la actuación de Andrew era la
misma que en un ser humano hubiera sido llamada cariño. Andrew conocía esos
efectos como cariño, porque no poseía ningún otro término para designarlo.
Por cierto qúe fue para Niña para quien Andrew había tallado un dije en madera.
Ella se lo había ordenado. Parece que Señorita había recibido un regalo de
cumpleaños consistente en un dije de marfilita taraceada. Y Niña no estaba
satisfecha con la diferencia. Niña no tenía más que un pedazo de madera, así que se
la dio a Andrew junto con un cuchillo de la cocina.
Se lo hizo rápidamente y Niña dijo:
-Es muy bonito, Andrew. Se lo enseñaré a papito.
Señor no podía creerlo.
-¿De dónde sacaste esto, de verdad, Mandy? -Mandy era el nombre que le daban a
Niña. Cuando Niña le aseguró que le estaba diciendo la verdad, Señor se volvió
hacia Andrew:
-¿Has hecho tú esto, Andrew?
-Sí, Señor.
-¿EI dibujo también?
-Sí, Señor.
-¿De dónde has copiado el diseño?
-Es una representación geométrica, Señor, que se acopla al grano de la madera.
Al día siguiente, Señor le trajo otra pieza de madera -una más grande- y un
vibrocuchillo eléctrico.
-Haz algo con esto, Andrew; cualquier cosa que se te ocurra y quieras -dijo.
Andrew lo hizo así mientras el Señor observaba; luego se quedó mirando al
producto un largo tiempo. Después de aquello, Andrew no volvió a servir a la mesa.
Se le ordenó que, en lugar de eso, leyera libros de diseño de muebles, y aprendió a
hacer armarios y mesas.
-Estas producciones resultan sorprendentes, Andrew -le dijo Señor.
-Me gusta hacerlas, Señor -admitió Andrew.
-¿Te gusta?
-Parece como si los circuitos de mi cerebro fuesen más fluidos. Le he oído a
usted usar la palabra “gustar", y la manera en que usted la usa se acomoda a lo que
percibo. Me gusta hacerlo, Señor.
Gerald Martin llevó a Andrew a la oficina regional de la United States Robots and
Mechanical Men Corporation. Como miembro del Parlamento regional, no tuvo
ninguna dificultad en lograr rápidamente una entrevista con el jefe robopsicólogo.
De hecho, sólo por ser miembro del Parlamento regional tenía la prerrogativa de
poseer un robot, con prioridad, en aquellos lejanos días en que los robots eran
escasos.
Por aquel entonces Andrew no entendía nada de todo esto.
Pero años después, tras haber aprendido mucho más, pudo rememorar aquella
pasada escena y revivirla con sus propios valores.
El robopsicólogo, Merton Mansky, escuchó con el ceño cada vez más fruncido, y
más de una vez apenas pudo pararse antes de empezar a tamborilear con los dedos
en la mesa. Tenía unas facciones muy marcadas y arrugas en la frente, pero podía
ser bastance más joven de lo que parecía.
-La robótica no es una ciencia exacta, señor Martin -explicó Mansky-. No puedo
explicárselo a usted en detalle, pero la matemática que rige la disposición de los
circuitos positrónicos es demasiado complicada como para permitir algo que no
sea una solución aproximada. Naturalmente, como lo construimos todo alrededor
de las tres leyes, éstas son incontrovertibles.
Desde luego sustituiremos su robot...
-De ninguna manera -dijo Señor-. No se trata de que tenga ningún fallo. Realiza
sus deberes a la perfección. La cuestión es que también talla madera con un gusto
exquisito y nunca repite un trabajo. Produce obras de arte.
-Qué extraño -dijo Mansky con gesto confuso-. Desde luego, ahora estamos
intentando sólo circuitos generales... ¿Cree usted realmente que es un trabajo
creativo?
-Véalo usted mismo.
Señor le alargó una esfera pequeña de madera en la que había una escena de
juego, en donde las niñas y los niños eran demasiado pequeños como para
notarse; sin embargo, eran de proporciones perfectas, y armonizaban tan
naturalmente con el grano de la madera que incluso éste parecía tallado.
-¿Hizo él esto? -dijo Mansky, incrédulo, mientras devolvía el objeto. Puro azar.
Algo raro en los circuitos.
-¿Pueden ustedes repetirlo?
-Probablemente no. Nunca hemos tenido noticia de algo parecido a esto.
Sospecho que la compañía deseará que le devuelvan el robot para estudiarlo -dijo
Mansky.
-Ni soñarlo -dijo Señor con repentina seriedad-. Olvídese de ello. -Y, volviéndose
hacia Andrew, dijo-: Vamos a casa.
-Como desee, Señor -respondió Andrew.

Señorita salía con chicas y estaba poco tiempo en la casa.


Era Niña -ya no tan niña como había sido- la que llenaba ahora los horizontes de
Andrew. Ella nunca olvidó que la verdadera primera pieza de madera tallada que
había preparado fue para ella. La llevaba siempre colgando de una cadena de plata
alrededor del cuello.
Y fue ella la primera que puso objeciones a la costumbre de Señor de regalar los
trabajos de Andrew.
-Vamos, papá. El que quiera un trabajo de éstos, que lo pague. Lo vale.
-No es digno de ti ser codiciosa, Mandy.
-No por nosotros, papá. Por el artista.
Andrew nunca había oído esa palabra antes y, cuando tuvo un momento libre, la
buscó en el diccionario.
Después hubo otra salida; esta vez a ver al abogado de Señor.
-¿Qué te parece esto, John? -preguntó Señor.
El abogado era John Feingold. Tenía el pelo blanco y una barriga sobresaliente. El
borde de sus lentes de contacto estaba teñido de un verde brillante. Miraba la
plaquita que le había dado Señor.
-Es hermosa. Yo ya había oído algo de esto. ¿No son las tallas que hace tu robot?
Me refiero al que has traído contigo.
-Sí; Andrew las hace. ¿No es así, Andrew?
-Sí, señor -dijo Andrew.
-¿Cuánto pagarías por esto, John? -preguntó Señor.
-No puedo decirte. No soy entendido en estas cosas.
-¿Creerías que me han ofrecido doscientos cincuenta dólares por esa plaquita?
Andrew ha hecho sillas que he vendido por quinientos dólares. Hay doscientos mil
dólares en el banco producto de las obras de Andrew.
-¡Cielo santo! Te estás haciendo rico, Gerald.
-Medio rico -dijo Señor-. La otra mitad está en una cuenta nombre de Andrew
Martin.
-¿El robot?
-Exacto. Y quiero saber si es legal.
-¿Legal...? -El sillón de Feingold rechinó al retreparse.
Continuó: -No hay precedentes, Gerald. ¿Cómo firmó tu robot los documentos
necesarios?
-Sabe firmar; así que llevé la firma, pero no lo llevé a él. Bueno; lo que quiero que
me digas ahora es qué más hay que hacer.
-Hum... -Los ojos de Feingold parecieron dirigirse hacia dentro por un momento.
Luego, pensativamente, dijo-: Bien, creo que podemos formar una comisión para
que maneje las finanzas en su nombre; eso pone una capa de amortiguación entre
él y el mundo hostil. Mi consejo es no hacer más. Hasta ahora nadie se ha opuesto.
Si alguien se opusiera, déjale que presente demanda.
-¿Llevarás el caso en el momento en que alguien nos demande?
-Por un depósito a cuenta, definitivamente.
-¿Cuánto?
-Algo como esto -dijo Feingold señalando a la plaquita de madera.
-Acordado -dijo Señor.
Feingold cloqueó al volverse hacia Andrew y preguntó:
-Andrew, ¿te gusta tener dinero?
-Sí, señor.
-¿Qué piensas hacer con el dinero?
-Pagar gastos, señor, que, de otra manera tendría que pagar Señor. Así podré
tener ocasión de ahorrar, señor.
Tales ocasiones llegaron. Las reparaciones eran caras. Y las revisiones lo eran
mucho más. Con el paso de los años, los modelos de robots mejoraban, y Señor
ponía todo su empeño en que Andrew poseyera cada nuevo invento, hasta hacer de
él un modelo de excelencia metálica. Todo fue pagado con el dinero de Andrew.
Insistió en ello.
Solamente su cerebro positrónico permaneció intocado. Señor insistió en ello.
-Los nuevos modelos no son tan buenos como tú, Andrew -decía-. Los nuevos
robots no valen nada. La compañía ha aprendido a hacer los circuitos más
precisos, más detallistas, más asegurados. Los nuevos robots no ofrecen
alternativas ni sorpresas; hacen aquello para lo que los han fabricado, y nunca se
desvían. Te prefiero a ti.
-Gracias, Señor.
-Y todo esto es obra tuya, Andrew; no lo olvides. Estoy seguro de que Mansky se
decidió a terminar con los circuitos generales en cuanto pudo estudiarte un poco.
No le gusta la imprevisibilidad. ¿Sabes cuántas veces solicitó que te devolviéramos
para poder estudiarte a su gusto? ¡Nueve veces! Ninguna de ellas se lo permití, y
ahora que se ha jubilado puede que tengamos un poco de paz.
Poco a poco el pelo de Señor se fue volviendo ralo y gris y su cara empezó a
tener papadas, mientras Andrew tenía mucho mejor aspecto que cuando lo trajeron
a la casa por primera vez.
Señora se había enrolado en una colonia de arte en algún lugar de Europa y
Señorita era poetisa en Nueva York. Escribían algunas veces, no con demasiada
frecuencia. Niña estaba casada y vivía no muy lejos de allí. Decía que no quería
abandonar a Andrew. Cuando nació Niño, ella permitió a Andrew que manejara el
biberón para alimentarle.
Con el nacimiento de un nieto, Andrew se dio cuenta de que, por fin, Señor tenía a
alguien que sustituyera a los que se habían ido. Así que no le pareció tan
inconsecuente acercarse a él y hacerle la petición.
-Señor, es muy amable de su parte el permitirme que gaste el dinero a mi gusto.
-Es tu dinero, Andrew.
-Solamente porque usted lo quiso así, Señor. No creo que hubiera ninguna ley
que le hubiera impedido manejarlo todo.
-La ley no es suficiente para persuadirme a que haga algo mal, Andrew.
-A pesar de todos los gastos y a pesar de las contribuciones, Señor, tengo cerca
de seiscientos mil dólares.
-Ya lo sé, Andrew.
-Y deseo dárselos a usted, Señor.
-No los tomaré, Andrew.
-A cambio de algo que usted puede darme, Señor.
-¡Ah! ¿Y qué es ello, Andrew?
-Mi libertad, Señor.
-Tu ¿qué...?
-Deseo comprar mi libertad, Señor.
No fue fácil. Señor se puso rojo y dijo:”¡Dios Santo!”.
Giró sobre sus talones y se alejó con toda dignidad.
Precisamente fue Niña la que le convenció con argumentos desafiantes y ásperos
en presencia de Andrew. Durante treinta años ninguno había tenido el menor reparo
en hablar de cualquier cosa estando Andrew delante, fuese o no una conversación
relacionada con él. Era solamente un robot.
-Papá, ¿por qué tomas esto como una ofensa personal?
Continuará con nosotros. Continuará leal a la casa. No puede evitarlo; está
impreso dentro de él. Todo lo que desea es un cambio de palabras. Quiere que se
sepa que es libre. ¿Es eso tan malo? ¿No se lo ha ganado de sobra? iCielo santo!
Los dos, él y yo, hemos estado hablando de ello durante años, ¿eh?
-Así que lleváis años hablando de ello, ¿eh?
-Sí, señor; y una y otra vez ha pospuesto el decírtelo por miedo a herir tu
susceptibilidad. He tenido que obligarle a que te lo dijera.
-El no sabe lo que es libertad. Sólo es un robot.
-Papá, no le conoces. Ha leído todo lo que hay en la biblioteca. Yo no sé cómo
siente por dentro. Pero tampoco lo sé de ti. Cuando hablas con él te das cuenta de
que reacciona ante las distintas abstracciones como tú o como yo; ¿qué otra cosa
puede importarte? Si las reacciones de cualquier otro son como las tuyas, ¿qué
más puedes pedirle?
-La ley no aceptar esa actitud -dijo Señor, enfadado-.
Atiende tú. -Se volvió hacia Andrew, con una deliberada irritación en la voz-: No
puedo declararte libre a menos que lo haga legalmente. Si esto llega a los
tribunales, no solamente no obtendrás tu libertad, sino que la ley tomará a su cargo
el asunto de tu dinero. Te dirán que un robot no puede poseer dinero, ni ganarlo.
¿Merece todo este jaleo la pérdida de tu dinero?
-La libertad no tiene precio, Señor -dijo Andrew-, una posibilidad de libertad
merece cualquier dinero.

Al parecer, el tribunal también opinaba que la libertad no tenía precio, y podía


decidir que no había dinero, por mucha que fuera su cantidad, suficiente para que
un robot la adquiriese.
El sencillo razonamiento del fiscal regional que representaba a aquellos que
habían formado un movimiento de clase para oponerse a la libertad fue éste:
-La palabra libertad no tiene significado cuando se aplica a un robot. Solamente
un ser humano puede ser libre.
Lo dijo varias veces, en los momentos en que parecía más adecuado; despacio;
bajando su mano rítmicamente sobre la mesa que tenía delante, para reforzar cada
palabra.
Niña pidió permiso para hablar por Andrew.
Se la llamó a declarar por su nombre completo, algo que Andrew no había oído
pronunciar nunca.
-Amanda Laura Martin Chamel puede comparecer ante este tribunal.
-Gracias, Señoría. No soy abogado y desconozco el protocolo adecuado para
expresarme, pero tengo la esperanza de que se me escuche el significado y se
perdonen las palabras.
"Entendamos lo que significa ser libre en el caso de Andrew. Desde cierto punto
de vista, él es libre. Creo que han pasado veinte años, por lo menos, desde que
alguien de la familia Martin le ordenara hacer algo que él no hubiera decidido hacer
por iniciativa propia. Pero estamos en el derecho de darle, si queremos, una orden
para realizar algo, expresándola tan duramente como nos parezca, porque es una
máquina que nos pertenece. Pero, ¿qué razón podemos tener para colocamos en tal
posición, si nos ha servido bien durante tanto tiempo, tan lealmente, y cuando ha
ganado tanto dinero para nosotros? No nos debe nada. La deuda está
enteramente en el otro lado.
"Si nos estuviera prohibido legalmente colocar a Andrew en servidumbre
involuntaria, incluso así, nos serviría voluntariamente. Hacerle libre sería solamente
un juego de palabras, pero que significan mucho para él. Tendría para él un valor
total; y a nosotros no nos costaría nada.
Durante un momento pareció como si el juez reprimiese una sonrisa. Dijo:
-Entiendo sus razones, señora Chamey. El caso es que no hay nada legislado a
este respecto, y tampoco tenemos precedentes. Hay, sin embargo, la tácita
asunción de que solamente el hombre puede gozar de libertad. Yo puedo establecer
una nueva ley aquí, suponiendo que no la revoque un tribunal de más alta
jurisdicción. Veamos qué dice el robot. ¡Andrew!
-Sí, Señoría.
Era la primera vez que Andrew hablaba ante un tribunal, y el juez pareció
momentáneamente sorprendido por el timbre humano de su voz.
-¿Por qué deseas ser libre, Andrew? ¿Por qué te interesa tanto serlo?
-¿Le gustaría a usted ser un esclavo, Señoría? -preguntó Andrew.
-Pero tú no eres un esclavo. Tú eres un robot excelente; un genio de robot, según
lo que me han explicado, con una capacidad artística que no tiene igual. ¿Qué más
podrías hacer si fueras libre?
-Quizá no más que lo que hago ahora, Señoría, pero con mayor alegría. Se ha
dicho en esta sala que solamente un ser humano puede ser libre. Me parece que
solamente el que tenga el deseo de ser libre puede ser libre. Yo deseo ser libre.
Y éste fue el razonamiento que decidió al juez. El párrafo crucial de su sentencia
fue: “No hay derecho a denegar la libertad a ningún ente que tenga una mente lo
suficientemente desarrollada como para entender el concepto y desear el estado".
Finalmente la sentencia fue mantenida por el Tribunal Supremo Mundial.
Señor seguía contrariado, y su árida voz le hacía sentir a Andrew como si
estuviera cortocircuitado.
-No deseo tu condenado dinero, Andrew. Lo tomaré solamente porque si no lo
hiciera no te sentirías libre. Desde ahora en adelante puedes seleccionar tus
propias ocupaciones y realizarlas como te plazca. No te volveré a dar ninguna clase
de órdenes, excepto ésta: haz lo que te parezca. Pero todavía soy responsable de ti;
esto es parte de la sentencia del Tribunal. Espero que comprendas esto.
-No seas irascible, papá -interrumpió Niña-. La responsabilidad no es ninguna
tarea pesada. Sabes bien que no tendrás que hacer nada. Las Tres Leyes todavía
permanecen.
-Entonces, ¿de qué manera es libre?
-¿No están los seres humanos atados por sus leyes, Señor? -replicó Andrew.
-No voy a discutir contigo. -Señor salió de la habitación, y Andrew le vio con muy
poca frecuencia después de aquello.
Niña venía a verle a menudo en la casita que le habían construido y habilitado. No
tenía cocina, desde luego, ni baño.
Tenía sólo dos habitaciones; una de ellas era una biblioteca y la otra una mezcla de
almacén y taller. Andrew tenía muchos encargos y trabajó mucho más como robot
libre que antes; hasta que pagó todo el coste de la casa, e incluso la escritura fue
puesta a su nombre.
Un día Niño -¡no! George- vino a verle. Niño había insistido en la cuestión de su
nombre después de la decisión del tribunal.
-Un robot libre no llama a nadie Niño -dijo George-. Yo te llamo Andrew y tú debes
llamarme George.
Su preferencia fue pronunciada como una orden, así que Andrew le llamó George;
pero Niña siguió siendo Niña.
El día que George vino a verle, fue para decirle que Señor se estaba muriendo.
Niña estaba en la cabecera de la cama, pero Señor deseaba que estuviera también
Andrew.
La voz de Señor era todavía entera y fuerte, aunque parecía incapaz de hacer
muchos movimientos. Luchó para poder levantar la mano.
-Andrew -dijo-. Andrew (¡No me ayudes, George; estoy solamente muriéndome, no
paralítico!). Andrew, me alegra que seas libre. Solamente quería decirte eso.
Andrew no supo qué decir. Nunca había estado al lado de un moribundo antes,
pero sabía que era la forma humana de dejar de funcionar. Era un
desmantelamiento involuntario e irreversible y Andrew no sabía qué decir que fuese
apropiado a la ocasión. Lo único que pudo hacer fue permanecer de pie,
absolutamente silencioso y absolutamente inmóvil.
Cuando todo hubo terminado, Niña le dijo:
-Puede parecerte que él no fue muy amistoso contigo hacia el final, Andrew, pero
era viejo, ya sabes. Y parece que le hizo mella el que quisieras ser libre.
Entonces Andrew encontró las palabras:
-Yo nunca hubiera sido libre sin él, Niña.
Solamente después de la muerte de Señor comenzó Andrew a ponerse ropas. Al
principio empezó con un viejo par de pantalones, un par que George le había dado.
Para esas fechas George se había casado y era abogado. Se había unido al bufete
de Feingold. El viejo Feingold había muerto hacía mucho, pero su hija había
continuado con el bufete. Finalmente, la firma social se llamó Feingold & Martin. Y
así permaneció incluso cuando la hija se retiró y nadie de los Feingold tomó su
lugar. El día en que Andrew se vistió por primera vez, el nombre de Martin había
sido recientemente añadido a la firma.
George había intentado no reírse la primera vez que Andrew quiso ponerse los
pantalones delante de él, pero para los ojos de Andrew la sonrisa era perfectamente
patente. George enseñó a Andrew cómo manipular la carga estática para permitir
que los pantalones se abrieran, ponerlos alrededor de la mitad inferior de su cuerpo
y cerrarlos. Le hizo incluso una demostración con sus propios pantalones, pero
Andrew se daba cuenta de que le llevaría una buena cantidad de tiempo y pruebas
hasta conseguir el movimiento único y fluido que estaba viendo.
-Pero, ¿por qué quieres ponerte pantalones, Andrew? Tu cuerpo es tan
perfectamente funcional que es una pena cubrirlo, especialmente cuando estás
libre de preocupaciones relativas a la temperatura o a la modestia. Y el material no
tiene una caída apropiada sobre tu metal.
Andrew mantuvo su razonamiento.
-¿No son los cuerpos humanos hermosamente funcionales, George? Y, sin
embargo, os cubrís.
-Por abrigo, por limpieza, por protección, por adorno. Nada de eso se puede
aplicar a ti.
-Me siento desnudo sin ropas, me siento extraño, George -respondió Andrew.
-¡Extraño! Andrew, hay millones de robots en la Tierra hoy. En esta región, de
acuerdo con los últimos censos, hay tantos robots como hombres.
-Ya lo sé, George. Hay robots haciendo todo tipo de trabajos imaginables.
-Y ninguno de ellos lleva ropas.
-Y ninguno de ellos es libre, George.
Poco a poco, Andrew fue incrementando su guardarropa.
Se sentía un poco inhibido por las sonrisas de George y por las miradas de la gente
que venía a encargarle trabajos.
Podía ser tan libre como quisiera, pero tenía grabado un programa muy
cuidadosamente detallado en relación con su comportamiento con la gente, y sólo
podía avanzar por pasos contadísimos; un abierto rechazo le hubiera vuelto atrás
muchos meses. No todos le aceptaban como ser libre. No podía resentirse por eso,
pero tenía dificultades en sus procesos razonadores cuando pensaba en ello. Sobre
todo, tenía tendencia a no ponerse ropas y no demasiadas cuando suponía que iba
a recibir la visita de Niña. Ella era más vieja ahora y pasaba buenas temporadas en
climas más cálidos; pero, cuando volvía, la primera cosa que hacía era visitarle.
En una de sus visitas, George le dijo, con un cierto rictus de tristeza:
-Me ha convencido, Andrew. Me voy a presentar a la legislatura el año próximo.
Ella me dice: “De tal abuelo, tal nieto".
-De tal abuelo... -repitió Andrew.
-Quiero decir que yo, George, el nieto, seré igual que Señor, el abuelo, que fue
congresista.
-Sería muy agradable, George, si Señor estuviera todavía... -hizo una pausa
porque no quería decir “funcionando". Le pareció inadecuado.
-Vivo -dijo George-. Sí, yo también pienso en el viejo monstruo con bastante
frecuencia.
Andrew pensó a menudo en esta conversación. Se había dado cuenta de su
propia incapacidad de diálogo cuando hablaba con George. De alguna manera el
lenguaje había cambiado desde que construyeron a Andrew con un vocabulario
incluido.
Por otra parte, George usaba un lenguaje familiar que Niña y Señor nunca habían
empleado. Por qué tendría que haberse referido a Señor como monstruo, si
seguramente ésta no era palabra apropiada. Ni siquiera podía consultar Andrew sus
propios libros; eran viejos y la gran mayoría trataban sobre carpintería, sobre arte o
diseño de muebles. No había ninguno sobre lenguaje; ninguno sobre el
comportamiento humano.
Concluyó que debía buscarse los libros adecuados y que, como robot libre, no
tenía por qué consultar a George. Iría a la ciudad y haría uso de la biblioteca. Fue
una decisión triunfante, y sintió crecer tanto su electropotencial que tuvo que
interponer un circuito de resistencia.
Se vistió un traje completo, incluida una cadena en bandolera tallada. El hubiera
preferido la de plástico resplandeciente, pero George había dicho que las de
madera eran más apropiadas y que el cedro pulido era también mucho más valioso.
Había recorrido ya unos treinta metros desde la casa, cuando una cierta
resistencia al movimiento, que se había ido acumulando, le detuvo. Desactivó el
circuito de resistencia y, cuando esto no pareció suficiente, volvió a la casa y
escribió en una cuartilla: “He ido a la biblioteca". La puso bien a la vista encima de
su banco de trabajo.
Andrew no llegó a la biblioteca.
Había estudiado el mapa. Conocía la ruta, pero no los detalles de ella. Las señales
no se parecían mucho a los símbolos del mapa y terminó por dudar. Terminó por
pensar que se había equivocado en algo porque todo lo que veía le parecía extraño.
Había adelantado o cruzado a varios robots de campo, pero en ese momento no
veía a ninguno para poder preguntarle.
Pasó un vehículo y no paró.Andrew se manteía irresoluto, lo que significaba
tranquilamente inmóvil, porque había visto a dos seres humanos que atravesaban
el campo y venían hacia él.
Los encaró con un giro; ellos cambiaron ligeramente de dirección para acercarse
a él. Un momento antes venían hablando ruidosamente; él había oído sus voces.
Pero ahora estaban silenciosos. Tenían el aspecto que Andrew asociaba con la
incertidumbre humana. Y eran jóvenes, aunque no demasiado.¿Alrededor de
veinte? Andrew no era capaz de acertar la edad humana.
-¿Podrían describirme la ruta hacia la biblioteca de la ciudad, por favor?
Uno de ellos, el más alto de los dos, cuyo altísimo sombrero le alargaba aún más,
casi hasta hacerle grotesco, dijo, no a Andrew, sino dirigiéndose al otro:
-Es un robot.
El otro, que tenía una nariz bulbosa y abultados párpados, dijo, no a Andrew, sino
al otro:
-Va vestido.
El alto castañeteó los dedos:
-Es el robot libre. He oído que tienen un robot en casa de los Martin que no
pertenece a nadie.¿Por qué otra razón iría vestido?
-Pregúntale -dijo el de la nariz.
-¿Eres el robot de los Martin? -preguntó el alto.
-Soy Andrew Martin, señor -dijo Andrew.
-Bien. Quítate las ropas. Los robots no se visten. -Y le dijo al otro-: Qué cosa más
desagradable. ¡Mírale!
Andrew dudó. Hacía tantísimo tiempo que no había oído una orden en ese tono de
voz que los circuitos de la Segunda Ley se sobrecargaron.
-Quítate las ropas. Te lo ordeno -repitió el alto.
Lentamente, Andrew empezó a quitarse las ropas.
-Déjalas caer -dijo el alto.
La nariz dijo:
-Si no pertenece a nadie, puede ser tan nuestro como de cualquier otro.
-De todas maneras -dijo el alto- nadie se puede oponer a lo que hagamos. No
estamos dañando la propiedad de nadie.
Se volvió hacia Andrew:
-Ponte cabeza abajo.
-La cabeza no está hecha para... -empezó Andrew.
-Es una orden. Si no sabes cómo hacerlo, prueba, de todas maneras.
Andrew dudó otra vez. Después se dobló hasta poner su cabeza en el suelo.
Intentó levantar las piemas, pero cayó pesadamente.
-Quieto ahí -dijo el alto. Y, después, dirigiéndose al otro-:
Podemos desarmarlo.¿Has desarmado alguna vez un robot?
-¿Nos dejará?
-¿Cómo puede impedírnoslo?
No había manera de que Andrew se lo impidiera, si le ordenaban con suficiente
energía que no se resistiera. La Segunda
Ley de obediencia prevalecía sobre la Tercera Ley de autopreservación. De
cualquier manera, no podría defenderse sin, quizás, herirlos; y eso significaba
transgredir la Primera Ley. Ante tal pensamiento, sintió que se contraía ligeramente
cada unidad motora y se estremeció tendido allí.
El alto se acercó y le empujó con el pie:
-Es muy pesado. Creo que necesitaremos herramientas.
-Podemos ordenarle que se desarme él mismo -dijo la nariz-. Tiene que ser muy
divertido ver cómo lo intenta.
-Hombre, sí -dijo el alto pensativamente-. Pero vamos a alejarle de la ruta. Si pasa
alguien por aquí...
Era demasiado tarde. Venía realmente alguien, y era precisamente George. Desde
donde yacía tendido, Andrew le había visto coronar un ligero desnivel en la
distancia. Le hubiera gustado hacerle algún tipo de señal. Pero la última orden
había sido: ”Quieto ahí".
Ahora George venía corriendo, y llegó al lugar de la escena un poco lanzado. Los
dos jóvenes retrocedieron un poco y se quedaron a la espera, atentos.
-Andrew, ¿ha pasado algo malo? -preguntó George con ansiedad.
-Estoy bien, George -respondió Andrew.
-Entonces levántate.¿Qué pasó con tus ropas?
-Hey, tío; ¿es tu robot? -preguntó el más joven.
George se dio la vuelta rápido:
-¡Este no es el robot de nadie! ¿Qué ha pasado aquí?
-Le pedimos muy educadamente que se quitara las ropas.
¿Qué te importa a ti si no es tu robot?
George se volvió a Andrew:
-¿Qué estaban intentando, Andrew?
-Tenían la intención de ver cómo podían desmembrarme.
Habían decidido trasladarme a un lugar más tranquilo y ordenarme que me
desarmara yo mismo.
George miró a los dos jóvenes, y su barbilla tembló.
Los jóvenes no se amilanaron y continuaron allí sonriendo.
-¿Qué vas a hacer, gordo? -dijo el alto, con sorna-. ¿Nos vas a atacar?
-No; no lo necesito -dijo George-. Este robot ha estado con mi familia durante
setenta y cinco años. Nos conoce y nos valora más que a ninguna otra persona.
Voy a decirle que los dos estáis amenazando mi vida y que planeáis matarme. Le
pediré que me defienda. En el dilema entre vosotros y yo, me escogerá a mí.¿Sabéis
lo que os pasará cuando os ataque?
Los dos estaban retrocediendo imperceptiblemente, incómodos.
George dijo, rápido:
-Andew, estoy en peligro y en trance de ser herido por estos dos jóvenes.
¡Adelántate hacia ellos!
Andrew lo hizo. Y los dos jóvenes no esperaron. Echaron a correr.
-Está bien, Andrew; tranquilo -dijo George. Parecía enervado. Hacía mucho
tiempo que había dejado atrás la edad en que podía pelearse con un joven; y mucho
menos con dos.
-No podría haberlos herido, George. Estaba viendo que ellos no te atacaban.
-No te ordené atacarlos. Sólo te dije que avanzaras hacia ellos. Su propio temor
hizo el resto.
-¿Cómo pueden temer a un robot?
-Es una enfermedad de la humanidad; una de la que todavía no se ha
curado.¿Qué demonios estás haciendo aquí, Andrew? Menos mal que encontré tu
nota. Estaba a punto de volverme y alquilar un helicóptero cuando te vi.¿Cómo se
te
metió en la cabeza ir a la biblioteca? Yo te hubiera traido todos los libros que
necesitaras.
-Soy un... -empezó Andrew.
-Robot libre. Sí, sí; ya lo sé.¿Y qué querías de la biblioteca?
-Deseo saber más acerca de los seres humanos, acerca del mundo; de todo. Y
quiero saber más de los robots, George. Quiero escribir una historia de los robots.
George puso su mano en el hombro del otro:
-Bueno, vamos a casa. Pero primero recoge tus ropas. Andrew, hay un millón de
libros sobre robótica, y cada uno de ellos incluye una historia de esa ciencia. El
mundo está cada vez más saturado, no solamente de robots, sino de información
acerca de ellos.
Andrew negó con la cabeza, un gesto humano que había empezado a adoptar
últimamente:
-No es una historia de la robótica, George. Es una historia de los robots escrita
por un robot. Lo que deseo explicar es cómo se sienten los robots con respecto a lo
que ha sucedido desde que los primeros fueron aceptados para trabajar y vivir en la
Tierra.
George alzó las cejas, péro no respondió nada.
Niña había celebrado su ochenta y tres cumpleaños, pero no había nada en ella
que descubriese falta de energía o determinación. Usaba más su bastoncillo para
los gestos que para ayudarse a andar.
Escuchó el relato con indignada furia.
-George, eso es horrible. ¿Quienes eran esa pareja de rufianes?
-No sé. Ya no importa. De todas maneras, no hicieron ningún daño.
-Podían haberlo hecho. Eres abogado, George; y si te encuentras en buena
posición se debe enteramente al talento de Andrew. El dinero que él ganó es la base
de todo lo que tenemos. El significa la continuidad de esta situación en la familia, y
no voy a permitir que se le trate como un juguete de cuerda.
-¿Qué quieres que haga, madre? -preguntó George.
-He dicho que eres abogado.¿No me escuchas? De la manera que sea, levanta un
atestado y fuerza a la legislatura regional a pronunciarse sobre los derechos de los
robots y a proclamar las leyes necesarias. Lleva todo el asunto al Supremo Mundial
si es necesario. Estaré mirándote, George, y no te toleraré ninguna evasiva.
No admitía la más mínima broma; así que lo que empezó como una forma de
seguir la corriente a la terrible seriedad de una vieja dama terminó siendo un asunto
de amor propio, porque tenía suficiente enredo legal como para hacerlo interesante.
Como asociado principal de Feingold & Martin, George trazó la estrategia. Pero
dejó el trabajo detallado a sus compañeros jóvenes, y la mayor parte de él a su hijo
Paul, que también era miembro del bufete y que tenía que informar casi todos los
días a su abuela. A su vez, ésta discutía el caso a diario con Andrew.
Andrew estaba enormemente interesado. Su trabajo en el libro de los robots se
iba retrasando una y otra vez, mientras investigaba los argumentos legales e
incluso, a veces, hacía sugerencia tímidas.
-George me dijo, el día que fui atacado, que los seres humanos han estado
siempre temerosos de los robots -dijo un día-. Mientras lo estén, no es probable que
los tribunales y los legisladores se sientan muy propensos a trabajar a favor de los
robots.¿No debería hacerse algo en pro de la opinión pública?
Así que, mientras Paul trabajaba en los tribunales, George actuó en las tribunas
públicas. Le proporcionó el placer de ser menos protocolario y, algunas veces,
incluso llegó a verter el nuevo y holgado estilo que él llamaba de tapicería.
-No te vayas a pisar los faldones en la tribuna, papá -le decía Paul, en broma.
-Haré todo lo posible -respondía George, muy en situación.
En una ocasión habló ante los editores de holonoticiarios en su convención anual
y les dijo, entre otras cosas:
-Si, por razón de la Segunda Ley, podemos exigir a cualquier robot obediencia sin
límites en cualquier asunto que no lleve implícito daño al ser humano, eso quiere
decir que un ser humano, cualquier ser humano, tiene un tremendo poder sobre
un robot, cualquier robot. Particularmente, teniendo en cuenta que la Segunda Ley
anula a la Tercera, cualquier ser humano puede utilizar la ley de obediencia para
transgredir la ley de autoprotección. Puede ordenarle a cualquier robot que se dañe
a sí mismo o que se destruya, por cualquier razón, o incluso sin razón alguna.
"¿Es esto justo?¿Trataríamos a un animal de esa manera? Incluso un objeto
inanimado que nos ha dado tan buen servicio tiene el derecho de nuestra
consideración. Y un robot no es insensible; no es un animal. Puede pensar
suficientemente bien como para hablar con nosotros, razonar con nosotros,
bromear con nosotros. Podemos tratarlos como amigos, podemos asociarlos a
nuestros trabajos, ¿y podemos dejar de darles algunos de los frutos de esa
amistad, algunos de los beneficios de la camaradería?
"Si el hombre tiene el derecho de dar al robot cualquier orden que no incluya
daño para el ser humano, debe tener la decencia de no dar nunca al robot una
orden que lleve implícito daño para el robot, a menos que la seguridad humana lo
requiera así en forma tajante. Al gran poder acompaña siempre gran
responsabilidad. Y si el robot tiene Tres Leyes para proteger al hombre, ¿es
demasiado pedir que el hombre tenga una o dos leyes para proteger al robot?
Andrew tenía razón. La batalla sobre la opinión pública era la clave de tribunales y
legislaturas. Finalmente se promulgó una ley que enunciaba las condiciones bajo
las cuales se prohibían órdenes lesivas para los robots. Tenía una enorme
complejidad y los castigos a las transgresiones eran inadecuados; pero el principio
quedaba ya establecido. El día de la promulgación por la Legislatura Mundial
coincidió con el de la muerte de Niña.
Pero no era una coincidencia. Niña se aferró desesperadamente a la vida durante
el último debate y se relajó solamente cuando le llegaron noticias de la victoria. Su
última sonrisa fue para Andrew. Sus últimas palabras fueron:
-Has sido bueno para nosotros, Andrew.
Murió con su mano entrelazada a la de él, mientras su hijo, la nuera y los niños
permanecían a una respetuosa distancia de ambos.
Andrew esperó pacientemente cuando el robot recepcionista desapareció en la
oficina interior. El recepcionista pudo haber usado el intercomunicador, pero,
incuestionablemente, estaba alterado por tener que lidiar con otro robot en lugar de
con un ser humano.
Andrew pasó el tiempo dándole vueltas a la cuestión en su mente.¿Podía
“desrobotizado” usarse como un análogo de “deshumanizado" un término
metafórico, suficientemente divorciado de su significado literal de origen como para
aplicarlo a los robots... o por la misma razón a las mujeres? Frecuentemente le
surgían tales problemas a medida que iba avanzando en su libro sobre los robots.
El obstáculo de tener que expresar todas las posibles complejidades con frases
apropiadas había incrementado indudablemente su vocabulario.
De vez en cuando alguien entraba en la habitación y le hacía objeto de su
curiosidad; en estos casos no intentaba evitar la mirada. Se la devolvía a cada uno
y ellos, a su vez, la desviaban hacia otro lado.
Finalmente, Paul Martin salió. Le miró sorprendido, hasta el punto que Andrew
podía dilucidar si una mirada era de sorpresa. Paul se había decidido a usar el
pesado maquillaje que la moda imponía a ambos sexos. Esto hacía más firmes los
rasgos medianamente blandos de su cara. A Andrew no le gustaba.
Había descubierto que su desagrado por el aspecto de los humanos no producía en
ellos incomodidad mientras no lo expresara verbalmente. Incluso podía escribir su
desaprobación, y estaba seguro de que no había sido siempre así.
-Entra, Andrew. Lamento haberte hecho esperar, pero había algo que tenía que
terminar. Entra. Me dijiste que tenías que hablar conmigo, pero no creí que te
refirieras a hacerlo aquí, en la ciudad.
-Si estás ocupado, Paul, no tengo inconveniente alguno en esperar.
Paul echó una mirada al dibujo de sombras cambiantes de la pared que actuaba
como reloj y dijo:
-Puedo disponer de algún tiempo.¿Has venido solo?
-Alquilé un automatomóvil.
-¿Alguna dificultad? -preguntó Paul, con algo más que un vestigio de ansiedad.
-No esperaba ninguna. Mis derechos están protegidos.
Aquello incrementó un poco más la ansiedad de Paul:
-Andrew, ya te he explicado que la ley es puramente nominal en casi todas las
condiciones. Y si sigues insistiendo en ponerte ropas, finalmente tendrás
dificultades; como aquella primera vez.
-Que fue la única. Siento que te hayas disgustado, Paul.
-No, no es eso. Míralo desde este punto de vista: eres virtualmente una leyenda
viva, Andrew; y eres demasiado valioso, de muchas maneras distintas, para tener
derecho a exponerte a peligros. A propósito, ¿qué tal va tu libro?
-Estoy muy cerca del final, Paul. El editor está muy contento.
- ¡Bien!
-No estoy seguro de que le guste el libro como tal libro.
Creo que espera vender muchos ejemplares porque está escrito por un robot; y
eso es lo que le entusiasma.
-Lo cual es muy humano, me temo.
-No me disgusta. No importa cuál sea la razón; el caso es que venda, porque eso
significa dinero, y estoy necesitándolo.
-Abuela te dejó...
-Niña fue muy generosa y estoy seguro de poder contar con la familia para seguir
ayudándome. Pero estoy contando especialmente con los derechos de autor del
libro para dar el próximo paso.
-¿Qué próximo paso?
-Deseo entrevistarme con el Presidente de la U. S. Robots and Mechanical Men
Corporation. He estado intentando concertar una cita, pero hasta el momento no he
tenido éxito. La Corporación no colaboró nada conmigo para escribir el libro,
así que esta nueva negativa no me ha sorprendido.
Paul parecía realmente divertido.
-Cooperación es lo último que puedes esperar. Tampoco cooperaron con
nosotros en nuestra batalla por los derechos de los robots. Bien al contrario, y no
es difícil ver por qué: concede derechos a un robot y la gente no querrá comprarlos.
-En todo caso -dijo Andrew- si tu los llamas, seguramente podrás concertar una
cita para mí.
-No creo que me tengan a mí más consideraciones que a ti, Andrew.
-Pero quizá puedas hacerles entender que con la entrevista conmigo pueden
evitar una nueva campaña, lanzada por Fenigold & Martin, para robustecer los
derechos de los robots un poco más.
-¿No será eso una mentira, Andrew?
-Sí, Paul, y yo no puedo mentir. Esa es la razón por la que espero que llames.
-iQué bien! Tú no puedes mentir, pero sí puedes convencerme de que mienta yo
¿no es eso? Cada vez te haces más humano, Andrew.
No fue fácil concertar la cita, incluso con todo el peso del nombre de Paul. Pero
finalmente se concertó. Cuando tuvo lugar, Harley Smythe-Robertson, que era
descendiente por el lado matemo del fundador original de la compañía -y que había
adoptado el guión para indicarlo- se mostraba más que incómodo. Estaba
acercándose a la edad de jubilación y todo el período de presidencia lo había
dedicado a la cuestión de los derechos de los robots. Tenía una capa delgadísima
de cabello gris sobre su cráneo, no llevaba maquillaje, y sus miradas a Andrew
denotaban chispazos ocasionales de hostilidad.
Andrew comenzó la conversación:
-Señor, hace casi un siglo que fui informado por un Merton Mansky, de esta
compañía, que las matemáticas que gobernaban el planteamiento de los circuitos
positrónicos eran demasiado complicadas como para permitir algo que no fueran
soluciones aproximativas y que, por lo tanto, mis propias capacidades no eran
completamente predecibles.
-Eso fue hace un siglo -Smythe-Robertson dudó y luego continuó con tono
helado- Señor, Eso no es ya cierto. Nuestros robots son hechos ahora con
precisión total, y cada uno está preparado exactamente para su trabajo.
-Sí -dijo Paul, que había venido, según lo aseguró, para convencerse de que la
Corporación jugaba limpio-, con el resultado de que el recepcionista necesita que le
guíen en cuanto los sucesos se apartan, aunque sea muy ligeramente, de lo
previsto.
-Sería mucho más enojoso si se viera en el trance de improvisar -dijo
Smythe-Robertson.
-Entonces ustedes ya no hacen robots que, como yo, sean flexibles y adaptables.
-No los hacemos.
-La investigación que he realizado para mi libro -dijo Andrew- me ha llevado a la
conclusión de que soy el robot más antiguo de los actualmente operantes.
-El más antiguo de los actuales -dijo Smythe-Robertson-, y el más viejo que
existirá. Ningún robot es útil después de veinticinco años de uso. Los hacemos
traer y los sustituimos por modelos nuevos.
-Ningún robot de los manufacturados en el presente es útil después de su
vigésimo año -dijo Paul, con un dejo de sarcasmo cada vez más patente en su voz-.
Andrew es absolutamente excepcional a este respecto.
Andrew, siguiendo el plan que se había trazado, continuó:
-Como el robot más viejo en el mundo y como el más flexible de todos ellos,
supongo que soy suficientemente fuera de serie como para merecer un trato
especial por parte de la compañía.
-De ninguna manera -dijo Smythe-Robertson, más envarado que nunca-. Su
peculiaridad es un motivo de preocupación para la compañía. Si usted estuviera en
alquiler, en lugar de haber sido, por un percance afortunado, una venta directa,
habría sido reemplazado hace mucho tiempo.
-Pero esa es precisamente la cuestión dijo Andrew-. Soy un robot libre y me
poseo a mí mismo. Así que he venido a verle a usted y a pedirle que me reemplace.
Usted no puede hacerlo sin el consentimiento del dueño. Hoy día el consentimiento
es una extorsión resultante del alquiler, pero en mis tiempos esto no sucedía.
Smythe-Robertson parecía sorprendido y perplejo y, por un momento, guardó
silencio. Andrew se descubrió mirando al holograma de la pared. Era una máscara
mortuoria de Susan Calvin, santa patrona de todos los robotistas. Había muerto
hacía casi dos siglos, pero, como resultado de la redacción de su libro,
Andrew se había familiarizado tanto con ella que casi podía convencerse de haberla
conocido en vida.
-¿Cómo puedo reemplazar a usted por usted? -preguntó
Smythe-Robertson finalmente-. Si le reemplazo a usted, como robot, ¿cómo puedo
donarle el nuevo robot a usted, si, por el mismo acto del reemplazo, usted ha
dejado de existir? -Sonreía con satisfacción irónica.
-¡No es tan difícil! -interpuso Paul-. El asiento de la personalidad de Andrew está
en su cerebro positrónico, y es la única parte que no puede reemplazarse sin crear
un nuevo robot. Por lo tanto, el cerebro positrónico es Andrew, el poseedor.
Cualquier otra parte del cuerpo robótico puede ser sustituida sin afectar la
personalidad del robot; y esas partes son la posesión del cerebro del robot. Andrew
quiere proveer a su cerebro con un nuevo cuerpo robótico, creo yo.
-Exacto -dijo Andrew, despaciosamente. Y luego, dirigiéndose a
Smythe-Robertson-: Usted ha manufacturado androides ¿no es eso? Robots que
tienen toda la apariencia exterior de los seres humanos, incluida la textura de la
piel.
-Sí, lo hemos hecho. Funcionaban perfectamente bien, con su piel fibrosa de
síntesis, igual que los tendones. Virtualmente no contenían metal en ningún sitio,
excepto el cerebro. Sin embargo, eran tan resistentes como los robots de metal. A
igualdad de peso, eran más fuertes.
Paul pareció interesado. Preguntó:
-No sabía yo eso. ¿Cuántos hay en existencia?
-Ninguno dijo Smythe-Robertson-. Eran mucho más caros que los modelos de
metal, y una investigación de mercado demostró que no eran un producto
aceptable. Parecían demasiado humanos.
-Presumo que la Corporación conserva la capacidad de hacerlos -Andrew estaba
impresionado-. Aceptada esta presunción, deseo solicitar que se me sustituya por
un robot orgánico, un androide.
-¡Dios Santo! -dijo Paul, absolutamente sorprendido.
-Completamente imposible -dijo Smythe-Robertson, totalmente envarado.
-¿Por qué es imposible? -preguntó Andrew-. Por supuesto que pagaré cualquier
precio que sea razonable.
-No hacemos androides.
-Ustedes han decidido no manufacturar androides -interpuso Paul rápidamente-.
Eso no es lo mismo que ser incapaces de hacerlos.
-No importa es diferencia -respondió Smythe-Robertson- la fabricación de
androides va contra las leyes públicas.
-No hay leyes contra ello -dijo Paul.
-No importa. No los hacemos. Y no los haremos.
Paul aclaró su garganta. Dijo:
-Señor Smythe-Robertson: Andrew es un robot libre dentro de la jurisdicción de
unas leyes que protegen sus derechos.
Es usted consciente de ello, supongo.
-Lo sé demasiado bien.
-Este robot, en aras de esta libertad, escoge vestir ropas. El resultado es que ha
de sufrir humillaciones a manos de gente inconsciente que proceden contra las
leyes que prohíben humillar a los robots. Es muy difícil perseguir a unos ofensores
que cuentan con el apoyo general de los jurados que deben decidir sobre inocencia
o culpabilidad.
-U. S. Robots lo entendió así desde el principio. El bufete de su padre,
desafortunadamente, no.
-Mi padre está ya muerto; pero lo que yo veo es que tenemos aquí una clara
ofensa con un fin definido.
-¿De qué está usted hablando? -preguntó Smythe-Robertson.
-Mi cliente, Andrew Martin, mi cliente desde este momento, es un robot libre que
tiene derecho a requerir de U. S. Robots and Mechanical Men Corporation su
necesidad de reemplazo, algo que la compañía concede a cualquiera que ha
poseído un robot durante más de veinticinco años. De hecho, es la compañía quien
insiste en tal sustitución.
Paul sonreía y se expresaba con facilidad.
-El cerebro positrónico de mi cliente -prosiguió- es el dueño del cuerpo de mi
cliente. Que tiene, a su vez, más de veinticinco años. El cerebro positrónico
requiere el reemplazo del cuerpo y se ofrece a pagar cualquier suma razonable por
un cuerpo androide, como tal sustitución. Si usted se niega a tal petición, mi cliente
ha de sufrir humillaciones y le demandará judicialmente.
"Si bien es cierto que la opinión pública no apoyará en general la demanda de un
robot en este caso, permítame recordarle que la U. S. Robots no es aceptada por el
público ni goza de sus simpatías. Incluso los que usan más los robots.
Pero puede que sea también resentimiento por el poder y la riqueza de la U. S.
Robots y su monopolio mundial. Cualquiera que sea la causa, el resentimiento
existe. Pienso que encontrará usted preferible no tener que enfrentarse a una
demanda judicial, especialmente porque mi cliente es rico y vivirá durante muchos
siglos más sin tener ninguna razón que le impida la continuación de la batalla
judicial por tiempo ilimitado.
Smythe-Robertson había ido poniéndose morado.
-Está usted intentado forzarme a...
-No le fuerzo a nada -dijo Paul-. Si usted desea rehusar la razonable petición de mi
cliente, puede hacerlo a su entero gusto y discreción, y saldremos de aquí sin decir
una palabra más.
-Pero les demandaremos, lo cual es ciertamente nuestro derecho; y usted,
finalmente, va a salir perdiendo.
-Bien...
-Veo que está a punto de acceder -dijo Paul-. Puede que tenga alguna duda, pero
al final lo hará. Permítame, entonces, que le señale un último punto: Si en el
proceso de transferencia, desde su cuerpo actual hasta el orgánico que le va a
sustituir, el cerebro de mi cliente sufriera el más mínimo daño, no descansaré jamás
hasta haber arrasado los cimientos de esta compañía.
Si fuera necesario, daré todos los pasos para movilizar la opinión pública contra
ella, en el caso de que uno solo de los circuitos del cerebro de platino-iridio de mi
cliente haya sido rozado.
-Se volvió a Andrew y preguntó: ¿Estás de acuerdo con todo esto, Andrew?
Andrew dudó durante un minuto completo. Había allí la aprobación de una
mentira, extorsión, acosamiento y humillación de un ser humano. Pero no había
daño físico, se dijo a sí mismo; no había daño físico.
Se las arregló, finalmente, para pronunciar un debilísimo “Sí".
Sentía como si le estuvieran construyendo de nuevo. Durante días, durante
semanas, finalmente durante meses, Andrew tenía la sensación que no era él
mismo y de que la más simple de sus acciones debía pasar a través de una barrera
de dudas.
-Te han dañado, Andrew -Paul estaba irritado-. Pondremos una demanda.
-No... debes -Andrew hablaba despacísimo-. Nunca serás... capaz de probar...
algo... como m...m...m...
-Malicia.
-Malicia. Además... cada vez estoy más fuerte... mejor. Es el tr... tr... tr...
-¿Tratar de hacerlo?
-Trauma. Después de todo, nunca hubo tal op... op... op... antes.
Andrew podía sentir su cerebro desde el interior. Ningún otro podía hacerlo. Sabía
que estaba bien, y durante los meses que tardó en alcanzar la coordinación plena y
el aprendizaje total positrónico empleó muchas horas delante del espejo.
No era del todo humano. La cara estaba estirada -demasiado estirada- y los
gestos pecaban de excesivamente deliberados.
Le faltaba el libre y descuidado movimiento de los seres humanos; pero quizá lo
lograría con el tiempo. Por lo menos, ahora podría ponerse ropas sin la anomalía
ridícula de una cara de metal acompañando al traje.
Finalmente se decidió a decir:
-Volveré al trabajo.
-¿Significa eso que estás bien? -dijo Paul-. ¿A qué te vas a dedicar ahora? ¿A
escribir otro libro?
-No -dijo Andrew seriamente-, mi vida es demasiado larga para permitir que una
ocupación me aferre y me retenga siempre. En el principio me sentí artista, antes
que todo, y puedo volver a ello. Después fui historiador, y puedo volver a ello
también cuando quiera. Pero ahora siento deseos de ser robobiólogo.
-Quieres decir robopsicólogo.
-No. Eso significaría el estudio del cerebro positrónico, y por el momento no me
siento inclinado a hacerlo. Según me parece, un robobiólogo estaría interesado en
el estudio del cuerpo unido a esa clase de cerebro.
-¿No es eso un robotista?
-Un robotista trabaja con un cuerpo de metal. Yo estudiaría un cuerpo humanoide
orgánico, de cuya clase yo tengo el único, por lo que sé.
-Estás estrechando tu campo. Como artista, eras dueño de toda concepción.
Como historiador te ocupabas principalmente de los robots. Como robobiólogo te
ocuparás únicamente de ti mismo.
-Parece que es así -afirmó Andrew.
Andrew tuvo que comenzar desde lo más elemental, porque no sabía nada de
biología ordinaria y casi nada de ciencia.
Fue una figura familiar en las bibliotecas, donde se pasaba horas enteras delante de
los índices electrónicos con un aspecto perfectamente normal con sus trajes. Los
pocos que sabían que era un robot jamás le molestaban.
Añadió una habitación a su casa y preparó allí un laboratorio. Su biblioteca se
incrementaba también.
Pasaron los años. Un día Paul vino a verle y le dijo:
-Es una pena que hayas dejado de trabajar con la historia de los robots. He oído
decir que la U.S. Robots está adoptando directrices totalmente nuevas.
-¿Qué han hecho? -preguntó Andrew.
-Están fabricando computadoras centrales, gigantescos cerebros positrónicos
que se comunican por microondas con cualquier número de robots, desde seis
hasta millares. Los robots no tienen cerebro de ninguna clase. Son solamente los
miembros de un solo y enorme cerebro, y las dos partes quedan separadas
físicamente.
-¿Es eso más eficiente?
-U. S. Robots asegura que lo es. Fue una determinación que tomó
Smythe-Robertson antes de morir, y me parece que lo hizo como escarmiento
contra ti. U.S. Robots está decidida a no hacer jamás un tipo de robot que pueda
proporcionarles la clase de disgustos que les diste tú; y por esa razón separan el
cerebro de los cuerpos. El cerebro no tendrá cuerpos que quiera cambiar, y el
cuerpo carecerá de cerebro que se encapriche con algo.
¿Es absolutamente sorprendente -continuó Paul- la influencia que tú, Andrew, has
tenido en la historia de los robots.
Fue tu capacidad artística la que impulsó a la U.S. Robots a preparar robots más
exactos y especializados; fue tu libertad la que originó la proclamación del principio
de los derechos del robot; fue tu insistencia en requerir un cuerpo androide lo que
determinó a la U.S. Robots a fabricar cerebros y cuerpos separados.
-Supongo -dijo Andrew pensativamente- que, al final, la compañía fabricará un
enorme cerebro que maneje miles de millones de cuerpos robóticos. Todos los
huevos estarán en una sola cesta. Peligroso. Improcedente desde todos lados.
-Creo que estás en lo cierto -dijo Paul-, pero no tengo esperanzas de que ese
cambio pueda hacerse en menos de un siglo. Y, para entonces, yo ya no estaré
vivo. De hecho, ni siquiera sé si viviré el año próximo.
-¡Paul! -gritó Andrew, afectado.
-Los hombres somos mortales, Andrew. -Paul se encogió de hombros-. No somos
como tú. No tiene demasiada importancia, pero determina un punto de considerable
trascendencia:
Yo soy el último de los Martin humanos; el dinero que manejo ahora personalmente
pasará a un fideicomiso a tu nombre y, por cualquier predicción que pueda hacerse
para el futuro, permanecerás económicamente próspero.
-Innecesario -dijo Andrew con difcultad. A pesar de todo el tiempo transcurrido,
no podía acostumbrarse a la muerte de los Martin.
-No discutamos; así es como tiene que ser, y así será. Cambiemos de tema: ¿A
qué te dedicas ahora?
-Estoy diseñando un sistema que permita a los androides, que me permita,
obtener energía de los hidratos de carbono, en lugar de obtenerla de las células
atómicas.
-¿Así que tendrás que comer y respirar? -Paul alzó las cejas en un gesto de
sorpresa.
-Sí.
-¿Cuánto tiempo hace que estás trabajando en eso?
-Hace bastante tiempo ya; creo que he llegado a obtener el diseño de una cámara
de combustión adecuada para una descomposición catalizada y dirigida.
-¿Y por qué, Andrew? Seguro que la célula atómica es infinitamente mejor.
-Quizá lo sea en algunos aspectos. Pero la célula atómica es inhumana.
Consumió mucho tiempo, pero Andrew lo tenía. En primer lugar, no quiso hacer
nada defnitivo hasta que Paul hubo muerto en paz. Con el deceso del biznieto de
Señor, Andrew se sintió más expuesto a un mundo hostil y, quizá por esa razón,
determinó más firmemente seguir adelante en el camino que había escogido.
Pero no estaba realmente solo. Si bien un hombre había muerto, la firma Feingold
& Martin vivía, porque una compañía no muere más de lo que muere un robot.
El bufete tenía trazado su camino, y lo seguía como una máquina. Por medio del
fideicomiso y a través de la firma de abogados, Andrew continuó siendo rico. A
cambio de una gran prima anual, Feingold & Martin gestionaron todos los aspectos
legales de la nueva cámara de combustión. Pero, cuando llegó para Andrew el
momento de visitar a U.S. Robots and Mechanical Men Corporation, lo hizo solo.
Una vez había ido con Señor; otra con Paul. Esta, la tercera vez, lo hizo solo y con
forma humana.
U.S. Robots había cambiado. La planta de fabricación se había llevado a una
estación espacial, como había ocurrido, al compás del crecimiento, con muchas
industrias. Con ellas se habían ido muchos robots. La Tierra se estaba convirtiendo
en un parque, con su población estabilizada de mil millones de personas y una
cantidad similar de robots, de los que quizá solamente un treinta por ciento tenían
cerebro independiente.
El Director de investigaciones era Alvin Magdescu, de cutis y pelo oscuro, una
pequeña y puntiguada perilla y vestido a la moda de aquellos días, sólo con una
banda pectoral por encima de la cintura. Andrew, por su parte, iba completamente
cubierto, según la moda de varias décadas atrás.
Magdescu estrechó la mano de su visitante y le dijo:
-Le conozco, por supuesto, y me alegro mucho de verle.
Usted es nuestro producto más notable, y es una pena que el viejo
Smythe-Robertson se mostrara tan hostil con usted. Podríamos haber hecho un
buen montón de cosas con usted.
-Todavía pueden ustedes -dijo Andrew.
-No, no lo creo. Ha pasado la ocasión. Hemos tenido robots en la Tierra durante
más de un siglo; pero eso está cambiando. Volverán al espacio, y los que queden
aquí serán ejemplares sin cerebro.
-Pero quedo yo; y yo estoy en la Tierra.
-Cierto; pero no parece que quede mucho de robot en usted.¿Qué es lo que desea
ahora?
-Ser menos robot todavía. Supongo que soy orgánico, así que deseo una fuente
de energía organica. Tengo aquí los planos...
Magdescu no los miró a la ligera. Puede que tuviera esa intención al principio,
pero se tensó sobre ellos y su interés fue incrementándose. Después de un buen
rato dijo:
-Esto es notablemente ingenioso. ¿Quién lo diseñó?
-Yo lo hice -dijo Andrew.
Magdescu le miró muy agudamente, muy atento, y después dijo:

-Esto significaría una reforma mayoritaria de su cuerpo; y una reforma


experimental, porque esta clase de cambios no se ha intentado nunca. Le aconsejo
no hacerla. Permanezca como es ahora.
La cara de Andrew tenía medios de expresión muy limitados, pero la impaciencia
se mostró bien clara en su voz:
-Doctor Magdescu, está usted completamente equivocado.
No tiene usted elección, salvo acceder a lo que le sugiero. Si tales adminículos
pueden instalarse en mi cuerpo, de la misma forma podrán instalarse en los
cuerpos humanos. No hay duda acerca de la tendencia a incrementar la duración de
la vida humana mediante añadidos protésicos. No los hay mejores que los que yo
he diseñado o estoy diseñando.
"Tal como están las cosas, yo controlo las patentes a través de la Firma Feingold
& Martin. Estamos perfectamente preparados para metemos en el negocio propio de
desarrollar la clase de auxiliares protésicos que terminarán por producir seres
humanos con muchas de las características de los robots. En tal caso,
el negocio de ustedes sufrirá las consecuencias.
"Sin embargo, si ustedes operan ahora en mí y están de acuerdo en hacerlo en el
futuro en circunstancias similares, recibirán permiso para hacer uso de las patentes
y controlar la tecnología de aplicación a los robots e, igualmente, a la protesización
de los seres humanos. Por supuesto que el permiso inicial no se concederá hasta
que la primera operación haya terminado con éxito y después de haber dejado
pasar el tiempo suficiente para demostrar que no hay consecuencias adversas.
Andrew sintió muy escasas inhibiciones a causa de la Primera Ley mientras
imponía tan duras condiciones a un ser humano. Estaba aprendiendo a razonar que
lo que podía, a primera vista, parece crueldad, a la larga era bondad y buenos
deseos.
Magdescu estaba completamente aturdido. Dijo:
-Esa es una cuestión fuera de mis atribuciones. Debe ser una decisión de la
corporación, y llevará algún tiempo.
-Puedo esperar razonablemente -dijo Andrew-, pero sólo razonablemente.
Y pensó con satisfacción que el mismo Paul no lo hubiera hecho mejor.

Tardaron solamente el tiempo razonable, y la operación fue un completo éxito.


-Yo estaba verdaderamente en contra de la operación -dijo Magdescu-, pero no
por las razones que usted pudiera imaginar. No estaba en contra del experimento
caso de haberse realizado en otro cualquiera. Me resistía al pensamiento de dañar
el
cerebro positrónico de usted. Ahora que tiene usted los circuitos positrónicos
interactuando con reflejos nerviosos simulados, hubiera sido muy difícil rescatar un
cerebro intacto si algo se hubiera estropeado en el cuerpo.
-Yo tenía puesta toda mi confianza en la habilidad de los técnicos de la U.S.
Robots -dijo Andrew-; y ahora puedo comer.
-Bueno, puede usted sorber aceite de oliva. Lo que requerirá periódicas limpiezas
de la cámara de combustión, tal como le hemos explicado. Opino que es un detalle
bastante indelicado.
-Quizá podría serlo si no tuviera la esperanza de progresar más. La autolimpieza
no es un logro imposible. De hecho estoy desarrollando un mecanismo que se
atreverá con alimentos sólidos, en los que puede esperarse alguna fracción
incombustible, como si dijéramos sustancias indigeribles que deberán ser
desechadas.
-Entonces tendrá usted que conformar un ano.
-O algo equivalente.
-¿Qué más, Andrew...?
-Todo lo demás.
-¿También genitales?
-Mientras se ajusten a mis planes. Mi cuerpo es un lienzo en el que intento
pintar...
Magdescu esperó el complemento de la oración y, cuando le pareció que no sería
finalizada, la completó él mismo:
-¿Un hombre?
-Veremos -dijo Andrew.
-Esa es una deleznable ambición, Andrew. Es usted mucho mejor que un hombre.
Empezó a desmejorarse desde el momento en que optó por un cuerpo orgánico.
-Mi cerebro no ha sufrido.
-No, desde luego; eso lo puedo certificar. Pero ahora, Andrew, todo este caudal de
innovaciones protésicas que sus patentes hacen posible va a ser comercializado
con su nombre. Se le reconoce como inventor y se le adjudican todos los honores
correspondientes, como de ser. ¿Por qué ha de jugar usted más con su cuerpo?
Andrew no contestó.
Llegaron los honores. Aceptó ser miembro de varias sociedades famosas,
incluida una que se dedicaba a la nueva ciencia establecida por él..., que él llamaba
robobiología pero que, después, vino a llamarse protésica. En el sesquicentenario
de su construcción le fue ofrecida una cena homenaje en su honor, precisamente
en la U.S. Robots. Si Andrew encontró alguna ironía en este hecho, se la guardó
para sí mismo.
Alvin Magdescu interrumpió temporalmente su jubilación para presidir esta cena.
A sus noventa y cuatro años de edad, se conservaba vivo, gracias a los implantes
protésicos que, entre otras cosas, suplían las funciones de su hígado y riñones. La
cena alcanzó su momento culminante cuando Magdescu, después de un corto
discurso emocionado, alzó su copa para brindar por el Robot Sesquicentenario.

Fue la protésica lo que, al fnal, sacó a Andrew fuera de la Tierra.


En las décadas que siguieron a la celebración de su sesquicentenario, la Luna
llegó a ser un mundo más terráqueo que la Tierra en todos los aspectos, excepto en
el tirón gravitacional; y en sus ciudades subterráneas había una población bastante
densa. Los auxiliares protésicos, allí, debían tener en cuenta la menor gravedad.
Andrew pasó cinco años con los protesiólogos en la Luna para hacer las
adaptaciones necesarias. Cuando no estaba trabajando se dedicaba a mezclarse
con la población de robots, cada uno de los cuales le trataba con la obsequiosidad
debida a un hombre.
Volvió a una Tierra que parecía monótona y silenciosa en comparación, y visitó
las oficinas de Feingold & Martin para anunciar su vuelta.
El Presidente actual del bufete, Simon DeLong, se mostró sorprendido:
-Nos avisaron que volvía usted, Andrew -(casi se le escapó señor Martin)-. Pero
no le esperábamos hasta la semana próxima.
-Me estaba impacientando -dijo Andrew, decidido; estaba deseando entrar en
materia-. En la Luna, Simon, estaba al cargo de un equipo de investigación
compuesto por veinte científicos humanos. Allí yo daba órdenes que nadie se
atrevía a discutir.
Los robots de la Luna me guardaban las mismas deferencias, que a un ser humano.
¿Por qué, entonces, no soy un ser humano?
-Mi querido Andrew -había una extraña mirada en los ojos de DeLong-, como
usted acaba de explicar, tanto los robots como los seres humanos le tratan como a
un humano. Por lo tanto, usted es un ser humano, defacto.
-Ser un humano de facto no es suficiente. Deseo no solamente ser tratado como
un ser humano, sino poder ser identificado, legalmente, como uno. Deseo ser un
humano de jure.
-Bueno, eso es otra cosa muy distinta; aquí nos vamos a encontrar con los
prejuicios humanos y con el hecho indudable de que, no importa cuan humano
pueda usted parecer o cuantas sean sus similitudes con un ser humano, usted no
es un ser humano.
-¿De qué forma no lo soy? -preguntó Andrew-. Tengo la forma de un ser humano,
y los órganos equivalentes a un ser humano. De hecho, mis órganos son idénticos
a los de un ser humano que lleve auxiliares protésicos. He contribuido a la cultura
humana artística, literaria y científicamente tanto como cualquier ser humano que
viva ahora.¿Qué más se puede pedir?
-Yo, por mí, no pediría nada más. La dificultad estriba en que es necesaria la
promulgación de una ley por la Legislatura Mundial para definirle a usted como un
ser humano. No espero que eso pueda ocurrir.
-¿Con quién puedo hablar de la Legislatura?
-Quizá con el Presidente del Comité de Ciencia y Tecnología.
-¿Puede concertarme una cita?
-Usted no necesita ningún intermediario. En su posición actual...
-No. Conciértela usted. -Ni siquiera se le ocurrió a Andrew pensar en que estaba
dando una orden a un ser humano.

Quizá porque se había acostumbrado tanto a ello en la Luna-.


Deseo que él sepa que el bufete Feingold & Martin está comprometido en esto
conmigo hasta el final.
-Bueno, considere...
-Hasta el final, Simon. En ciento setenta y tres años he contribuido de una manera
u otra a la marcha de la Firma. Me he sentido obligado a miembros determinados de
ella en el pasado. Ahora no lo estoy. Más bien, ahora se han cambiado las tomas y
estoy haciendo requisición de las deudas.
-Haré todo lo que pueda -dijo DeLong.

El presidente del Comité de Ciencia y Tecnología era de la región oriental de Asia,


y era una mujer. Su nombre era Chee Li-hsing y sus ropas transparentes
-oscurecidas solamente en aquellos puntos que ella quería- la hacían parecer
envuelta en plásticos.
-Estoy de acuerdo con sus deseos de adquirir derechos humanos plenos, dijo
ella- -Hubo muchas ocasiones en la historia en la que segmentos enteros de la
población humana lucharon por alcanzar derechos humanos completos. Sin
embargo, ¿qué derechos puede usted aspirar a tener que no tenga ya?
-Una cosa tan simple como mi derecho a la vida -aseguró Andrew-. Un robot
puede ser desmantelado en cualquier momento...
-Un ser humano puede ser ejecutado en cualquier momento.
-La ejecución solamente puede llegar tras un proceso legal adecuado. No se
necesita juicio ninguno para desmantelarme.
Solamente la voz de un ser humano con autoridad es suficiente para terminar
conmigo. Además... además... -Andrew intentó desesperadamente que no se
transparentara ningún signo de solicitud, pero se sentía traicionado por sus tonos
de voz y sus gestos cuidadosamente ensayados-. La verdad es que deseo ser un
hombre. Lo he estado deseando a lo largo de seis generaciones de seres humanos.
Li-hsing le miró con sus oscuros y simpáticos ojos. Dijo:
-La Legislatura puede aprobar una ley declarándole a usted humano. Puede emitir
una ley que declare la condición humana de una estatuta de piedra. Ahora bien, que
lo hagan o no, es otra cosa; yo diría que es tan probable en el primer caso como en
el segundo. Los componentes del Congreso son tan humanos como el resto de la
población, y siempre queda ese resto de sospecha contra los robots.
-¿lncluso ahora?
-Incluso ahora. Estaremos todos fácilmente de acuerdo en que usted se ha
ganado el mérito de ser humano y, sin embargo, seguiremos teniendo miedo de
haber establecido un precedente indeseable.
-¿Qué precedente? Soy el único robot libre, el único de mi tipo, y nunca habrá
otro. Puede usted preguntárselo a la U.S. Robots.
-Nunca es una palabra demasiado grande, Andrew... o, si usted prefiere, señor
Martin, porque para mí es un placer tenerle a usted por humano. Encontrará usted
que la mayoría de los legisladores del Congreso no estarán dispuestos a establecer
un precedente de ese tipo, no importa lo poco significativo que el precedente sea
como tal. Señor Martin, tiene usted toda mi comprensión, pero no puedo animarle a
usted a que tenga confianza. Desde luego...
Se retrepó en el asiento, y su frente se frunció.
-Desde luego, si el asunto se pone al rojo vivo, puede que se origine un cierto
sentimiento dentro y fuera de la Legislatura, con relación al desmantelamiento que
usted ha mencionado.
Puede que piensen que el mejor camino para resolver el dilema es hacerle
desaparecer a usted. Tenga esto en cuenta antes de llevar el asunto adelante.
-¿Es que no habrá nadie? -dijo Andrew con firmeza- que recuerde las técnicas
de protésica, algo que es casi enteramente mío?
-Le parecerá cruel, pero no lo recordarán. O, si lo recuerdan, será un argumento
en contra de usted. La gente dirá que usted solamente lo hizo por su propio
beneficio. Se dirá que fue solamente una campaña para robotizar a los humanos o
para
humanizar a los robots; en cualquiera de los casos se tomará la peor parte. Usted
nunca ha sido parte de una campaña de odio político, señor Martin, pero le aseguro
que será puesto en un grado tal de vileza que ni usted ni yo podemos imaginar. Y
habrá gente que lo crea. Deje las cosas como están.
Se levantó, y su figura parecía pequeña y aniñada junto a la figura sentada de
Andrew.
-Si decido luchar por mi situación humana, ¿estará usted de mi lado?
-Estaré tanto como lo pueda estar -contestó ella después de pensar-. Si en un
momento determinado esa posición pudiera amenzar mi futuro político, puede que
tenga que abandonarle teniendo en cuenta que este asunto no es parte de mis
convicciones básicas. Estoy intentando ser sincera con usted.

-Gracias, no necesito pedir más. Intento llevar esta lucha adelante, sean cuales
sean las consecuencias; le pediré su ayuda, mientras usted pueda dármela.

No fue una lucha directa, Feingold & Martin aconsejaron paciencia y Andrew,
aunque con desgana, se avino a ello, tras considerar que podía tener una provisión
infinita de ella. Entonces Feingold & Martin empezaron una campaña para centrar
y restringir el campo de combate.
Promovieron una demanda denegando la obligación de pagar una deuda a un
individuo con un corazón artificial, basándose en la asunción de que un órgano
robot depriva de humanidad y, con ella, de todos los derechos constitucionales de
los seres humanos. Llevaron el asunto con excelente táctica y tenazmente,
dejándose ganar en cada paso pero obligando a que las decisiones fueran lo más
amplias posible y llevándolo entonces, por la via de apelación, hasta el Supremo
Mundial.

Costó años y millones de dólares.

Cuando obtuvieron la decisión final, DeLong organizó lo que parecía una


celebración de victoria sobre una pérdida legal. Por supuesto, Andrew asistió a ella
en las oficinas de la compañía.
-Hemos hecho dos cosas, Andrew -dijo DeLong-, y ambas buenas; Primero,
hemos establecido el hecho de que ninguna cantidad de partes artificiales en el
cuerpo humano pueden ser causa de que el tal cuerpo deje de ser un cuerpo
humano. Segundo, hemos conducido a la opinión pública en este asunto de tal
manera que ahora se encuentra unida a una interpretación amplia de humanidad,
puesto que no hay un solo ser humano que no espere algo de la protésica, si esta
ciencia ha de conservarlos vivos.

-¿Y cree que la Legislatura me concederá ahora mi humanidad? -preguntó


Andrew.
-No puedo ser demasiado optimista, no hasta ese punto.
-DeLong parecía ligeramente incómodo-. Queda todavía el órgano que el Tribunal
Supremo Mundial ha empleado como criterio para establecer la humanidad. Los
seres humanos tienen un cerebro celular orgánico y los robots tienen un cerebro
positrónico de platino e iridio, si es que lo tienen o cuando lo tengan; y desde luego
el de usted es un cerebro positrónico.
No, Andrew; no me mire de esa manera. Nos falta el conocimiento necesario para
duplicar el cerebro celular en estructuras artificiales, hasta tal punto semejante que
caiga dentro de las definiciones del Supremo. Ni siquiera usted puede hacerlo.
-¿Qué debemos hacer, entonces?
-Intentarlo, por supuesto. Tendremos de nuestro lado a Li- hsing y a un creciente
número de miembros del Congreso. El Presidente, indudablemente, irá adelante si
cuenta con una mayoría en este asunto.
-¿Tenemos esa mayoría?
-No. Estamos muy lejos de ello. Pero la podríamos tener si la opinión pública
ahonda en su deseo de ensanchar los límites del concepto de humanidad, de tal
manera que pueda extenderse hasta usted. Tengo que admitir que es una
probabilidad muy pequeña, pero, a menos que quiera darse por vencido, debemos
jugar esta carta.
-No tengo ningún deseo de darme por vencido.

La miembro del Congreso Li-hsing era considerablemente más vieja que cuando
Andrew fue a verla la primera vez. Hacía mucho que había abandonado sus ropas
transparentes. Tenía el pelo cortísimo y sus vestidos eran tubulares. Y, sin
embargo, Andrew seguia vistiendo tan aproximado como podía -dentro de los
límites de un gusto razonable- a como cuando lo hizo por primera vez, hacía más de
un siglo.
-Hemos llegado todo lo lejos que pudimos, Andrew -admitió Li-hsing-. Lo
intentaremos de nuevo después del descanso; pero, para ser sinceros, la derrota es
casi segura, y entonces habrá que olvidar el asunto de una vez para siempre. Todos
mis más recientes esfuerzos no han conseguido más que aproximarme a una
derrota en la campaña electoral que se acerca.
-Ya lo sé -dijo Andrew-, y me hace daño. Usted me dijo una vez que me
abandonaría si llegara este caso.¿Por qué no lo ha hecho?
-Se puede cambiar de opinión, ¿no? En cierto aspecto, abandonarle a usted me
pareció un precio más caro que mi elección por un nuevo período en Ia Legislatura.
Tenga en cuenta que he permanecido en la Legislatura durante más de un cuarto
de siglo. Creo que es suficiente.
-¿No hay ya ningún medio de cambiar la opinión pública, Chee?
-Hemos hecho que cambie todo lo que podía ser razonable. El resto, la mayoría,
parece enraizado en sus antipatías emocionales.
-Antipatía emocional no es una razón válida para votar una cosa o su contraria.
-Ya lo sé, Andrew; pero su antipatía emocional se mueve mucho más despacio
que su razonamiento. No dan la antipatía como razón.
-Entonces todo se reduce a una cuestión de cerebro -dijo Andrew con cautela-.
Pero, ¿es que vamos a permitir que todo se reduzca a una competición de células
contra positrones? ¿No hay manera de encontrar una definición funcional?
¿Debemos decir siempre que un cerebro está hecho de esto o de lo otro?
¿No podríamos definir que un cerebro es algo, cualquier cosa, capaz de un cierto
nivel de pensamiento?
-Eso no servirá -dijo Li-hsing-. El cerebro de usted está hecho por el hombre; el
humano no. El de usted se ha construido; el humano, desarrollado. Para cualquier
ser humano que intente preservar la barrera entre él mismo y un robot, esas
diferencias son una valla de acero de un kilómetro de altura y otro de grosor.
-Si pudiéramos llegar hasta la fuente de la antipatía, la verdadera fuente...
-Después de todos sus años -dijo Li-hsing con tristeza-, está usted intentando
hacer que el ser humano razone según la lógica pura. ¡Pobre Andrew! No quiero
que se enfade, pero es el robot que hay en usted el que le obliga a ir en esa
dirección.
-No sé -dijo Andrew-; si pudiera conseguir...
Si pudiera conseguir...
Durante mucho tiempo supo que llegaría a esto y, finalmente, estaba con el
cirujano. Había encontrado a uno lo suficientemente hábil para el trabajo que
había de hacer, lo que significaba un cirujano robot, porque no se podía confiar
en ninguno humano en relación con esto, ni por habilidad ni por intención.
El cirujano tampoco podría haber realizado la operación en un ser humano. Así
que Andrew, después de dejar de lado en el momento de la decisión la triste serie
de preguntas que reflejaban el vértigo dentro de sí mismo, había anulado la
Primera Ley diciendo:
-Yo también soy un robot.
Y luego dijo, tan firmemente como había aprendido de los seres humanos en las
décadas pasadas:
-Te ordeno que realices la operación en mí.
En ausencia de la Primera Ley, una orden tan firmemente dada por uno que se
parecía tanto a un hombre fue suficiente para activar la Segunda Ley y conseguir el
propósito.
El sentimiento de debilidad de Andrew era -estaba completamente seguro-
imaginario. Sin embargo, se apoyó contra la pared, tan disimuladamente como
pudo, porque hubiera sido demasiado revelador sentarse.
-El voto final se emitirá esta semana -dijo Li-hsing-. No he sido capaz de dilatarlo
más, Andrew; y ahora tenemos que estar preparados para perder. Ese será el final,
Andrew.
-Estoy muy agradecido a su habilidad para posponerlo. Me ha dado el tiempo
necesario, y me he jugado todo lo que debía.
-¿Qué clase de juego fue? -preguntó Li-hsing, preocupada.
-No se lo pude decir a usted, ni siquiera a mi gente de Feingold & Martin, porque
estoy seguro de que cualquiera me hubiera detenido. Véalo desde este enfoque; si
lo que está en discusión es el cerebro, ¿no es la cuestión más importante el
tema de la inmortalidad? ¿Quién mira el aspecto de un cerebro o considera si está
fabricado o tiene en cuenta el material de que está hecho? Lo que importa es que
las células del cerebro humano mueren, deben morir. lncluso cuando cada uno de
los órganos del cuerpo sean reémplazados, las células cerebrales, que no pueden
sustituirse sin cambiar y por tanto matar la personalidad, han de morir finalmente.
"Mis circuitos positrónicos han durado casi dos siglos sin cambios perceptibles,
y pueden durar muchos siglos más. ¿No es esta la barrera fundamental? Los seres
humanos no pueden tolerar un robot inmortal; no les importa la duración de una
máquina, pero no pueden tolerar a un ser humano inmortal porque su propia
mortalidad es soportable sólo porque es universal. Y por esa razón no harán jamás
de mi un ser humano.
-¿A qué vienen todas esas reflexiones, Andrew? -preguntó Li-hsing.
-He quitado el problema de en medio. Hace algunos decenios, mi cerebro
positrónico fue conectado a nervios orgánicos.
Ahora, una última operación ha reformado las conexiones de tal manera que,
lentamente, muy lentamente, el potencial de mis circuitos se agotará.
La cara llena de finas arrugas de Li-hsing se mantuvo sin expresión durante un
momento. Después, sus labios se comprimieron y dijo:
-¿Quiere decir usted que ha arreglado las cosas para morir, Andrew? No puede
haberlo hecho. Eso viola la Tercera ley.
-No -dijo Andrew-: he escogido entre la muerte de mi cuerpo y la muerte de mis
aspiraciones y deseos. Haber dejado mi cuerpo vivir a expensas de una muerte
mayor es lo que hubiera violado la Tercera Ley.
-¡Andrew, no servirá de nada! Vuelva a cambiarlo -Li-hsing dijo esto asida al brazo
de él, como si fuera a sacudirle; al final no lo hizo.
-No puedo hacerlo. Se me ocasionó demasiado daño. Tengo un año de vida, más
o menos. Duraré justo hasta el segundo centenario de mi construcción. Fui lo
suficientemente débil como para programarlo así.
-¿De qué manera puede justificarse? ¡Es usted un insensato, Andrew!
-Si me concede los derechos de ser humano, lo justifica. Si no me los concede,
pondrá fin a mi lucha; y eso también lo justifica.

Entonces Li-hsing hizo una cosa que la sorprendió enormemente. Calladamente,


se echó a llorar.

Fue extraño cómo esta última hazaña se grabó en la imaginación del mundo. Todo
lo que Andrew había hecho antes no había sido suficiente para conmoverles. Pero
él había aceptado incluso la muerte para ser humano, y el sacrificio era demasiado
grande para rechazarlo.
La ceremonia final se preparó, con toda deliberación, para su bicentenario. El
Presidente Mundial firmaría el acta y convertiría en ley la voluntad del pueblo. La
ceremonia sería difundida en una retransmisión global, radiada al estado lunar e,
incluso, a la colonia marciana.
Andrew estaba en una silla de ruedas. Todavía podía andar pero se tambaleaba.
Ante la humanidad espectadora, el Presidente Mundial dijo
-Hace cincuenta años fue declarado usted robot sesquicentenario, Andrew.-
Después de una pausa, y en un tono más solemne, continuó-: Hoy le declaramos a
usted el Hombre Bicentenario, señor Andrew.
Y Andrew sonrió y extendió su mano para estrechar la del Presidente.
Los pensamientos de Andrew iban desvaneciéndose lentamente mientras yacía
en el lecho. Se agarró a ellos desesperadamente: ¡Hombre!; ¡Era un Hombre! Quería
que ese fuera su último pensamiento. Quería disolverse, morir, con aquello.
Abrió sus ojos de nuevo y, por última vez, reconoció a Li-hsing, que aguardaba
solemnemente. Había otros allí, pero eran solamente sombras, sombras
irreconocibles. Tan sólo Li-hsing resaltaba contra el mortecino gris.
Lentamente, despaciosamente, levantó su mano hacia ella y sintió muy
débilmente como se la sujetaba.
La figura de ella se iba difuminado en sus ojos a medida que sus pensamientos
desaparecían. Pero, antes de que la figura femenina se desvaneciera totalmente, un
pensamiento fugitivo, final, vino a su mente, y se quedó un momento allí antes de
que todo terminara.
-Niña -susurró, demasiado bajo para que nadie pudiera oírlo.

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