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HISTORIA DOBLE DE UNA PROFECIA:

MEMORIA SOCIOLOGICA

Gabriel Restrepo.

Me siento impulsado a emplear un tono anecdótico en esta


intervención, a pesar de ser el único entre los expositores que no fue
discípulo de Orlando Fals Borda. Acaso por lo mismo me vea inhibido ahora
para juzgar con libertad sobre el contenido de su obra y prefiera referirme a
algunos pasajes, de la parábola vital del autor que tocan con la formación o
deformaciones de este discípulo a distancia. Porque como sucedió a muchos
colegas de mi generación, al conocimiento franco y directo del autor y de su
obra, se interpusieron el azar y una enorme barrera de mitos y prejuicios y,
aún más, de sentimientos adversos.
Ocurrió luego que aquello que veíamos pasar y consentíamos como
ingenuo juego juvenil adquiría la dimensión de un auténtico rompecabezas.
Porque mientras en las toldas universitarias fue acreditándose la leyenda
según la cual Fals Borda era supuesto agente del imperialismo o del
neocolonialismo cultural, desde los tronos se lo juzgaba como profeta del
comunismo y de la subversión. Estigmatizado por unos y por otros, en un
ejemplar caso de esquizofrenia del juicio común, el efecto ha sido minimizar
una de las empresas intelectuales vitales más serias de nuestro medio,
reconocida y valorada fuera del país.
Por muchas razones vale la pena ensayar el estudio de un asombroso
proceso en el cual se distorsionaron al máximo la imagen y los papeles
sociales de una persona, transformada de repente en agente doble y
cruzado de fuerzas antagónicas en un exceso de inventiva y de suspicacia
que envidiarían los escritores de novelas de espionaje. Puede ser éste un
tema apasionante de la sociología del conocimiento. O de la sociología de la
sociología. O revelador de tensiones y cambios sociales en la Colombia
reciente.
Pero, ante todo, para mí, como para muchos compañeros de
generación y de circunstancias, el asunto ha incitado a resolver uno de esos
enigmas que suelen cruzarse en el camino de la vida, denso de
interrogantes éticos.
Llegué a conocer en persona a Orlando Fals Borda sólo años más
tarde, con motivo del Tercer Congreso Nacional de Sociología, en agosto de
1980. Como se recuerda, este evento académico representaba un verdadero
ritual de restauración : era la prueba del porvenir de la reconstituida
Asociación Colombiana de Sociología, cuyas labores habían expirado, como
toda expresión pública de la profesión, en 1967.
Más de una década de diáspora y de silencio, tras la muerte de Camilo
Torres Restrepo, corría el riesgo de prolongarse indefinidamente, de no
mediar un tratamiento equilibrado de los potenciales conflictos que
distanciaban a los sociólogos por diferencias de generación, de escuela, de
región de posición laboral, de estilo, de partido, facción o ideología.
Las evaluciones eran inevitables. Y ninguna diplomacia podía eludir en
ellas las polémicas menciones de la figura del líder, o - en sus términos-, del
antilíder carismático. Fuerza de los hechos, en cualquier crónica de los
breves lustros de sociología académica y profesional, el protagonismo de
Orlando Fals Borda debía llenar la mayor parte, por acción o por reacción. Lo
demás podría ser registrado como notable intención, o como insalvable
impedimento.
Y como sucede con toda memoria viva, los balances comprometen
subjetividades densas de pasiones, sentimientos y, a menudo, antipatías.
La única manera de exorcizar estos ídolos consistía en retomar en la espiral
de la memoria, con lógica y serenidad.
¿Cuando había ocurrido la fábrica de la leyenda? Exactamente, a
partir de 1966. En ese entonces, yo había ingresado como estudiante al
Departamento de Sociología de la Universidad Nacional, movido quizá como
muchos por encontrar un sucedáneo a la misión o vocación religiosa que
había naufragado en aquellos días conciliares, sucedáneo que tal vez veía
encarnado en la figura de Camilo Torres Restrepo. Signos de los tiempos,
También atraía hacia esa capilla secular la ambivalente curiosidad de hallar
en ella lo que para muchos era sospechosa confluencia de católicos,
librepensadores (acaso masones pensaba), con la silueta de un equívoco
protestante, confluencia mediada por un común ideal de saber aplicado a la
paz, a la justicia y a la reforma social.
Pero aquella ya había ser imagen de otro tiempo, porque justamente
en el momento de iniciación en la sociología, se había producido un quiebre
que a la postre explicara con verosimilitud aproximada los delirios y
padecimientos venideros de la historia política e intelectual Colombiana.
Camilo Torrres Restrepo había muerto con otra investidura el 15 de febrero,
en combate de las guerrillas contra las Fuerzas Armadas. Luego, el 11 de
abril el decano de la institución sociológica, Orlando Fals Borda, se despedía
de la aterrada y disminuida comunidad.
En un viaje sin retorno a los claustros, iniciaba una meditación y un
viraje intelectual que luego desembocarían en un promisorio trabajo con las
comunidades campesinas de la costa.
Describir lo que sucedió en el resto de la década sobre aquel doble
vacío, tomaría demasiado espacio. Baste decir que constelaciones de
coincidencias mundiales y locales, transformarían el campo universitario en
una efervescente nave de locos- aunque aún con entreverados lúcidos
razonamientos -, y casi en tierra de nadie, dispuesta al saco de izquierdas o
derechas. Fueron tiempos de generaciones perdidas por deliberadas
amputaciones intelectuales (recuérdese la influencia de la revolución
cultural China). Tiempos de alzamientos estudiantiles. De los inicios de
experiencias lúdricas y masivas con la droga.
De la escalada de Guerra en Vietnam. De retorno de militarismos en
América Latina. De movimientos de insurgencia y de contrainsurgencia. Del
nadaísmo y del mefitismo. Del populismo de la papa y de la yuca. Del
estropicio administrativo y directivo de la Universidad Pública. En aquel
escenario que de prisa se vaciaba de una poca racionalidad frontera con la
locura, la herencia sociológica - puesta en duda y delatada por muchos -
corría el riesgo de extinguirse. Fue salvada con la frontera del plan de
estudios, en 1969, bajo una directriz que a mi modo de ver era la única
opción inteligente: un acento en la formación clásica, con un llamado a
formar una sociología científica, nacional y política.
No es hora de ahondar en señalamientos sobre aciertos y límites de
este proyecto, acaso disculpable en lo inacabado por las fallas directivas y
administrativas, y por el oprobioso atolondramiento de una universidad en
declive de lustros.
Pero lo llanamente injusto de esta operación de típico salvamento -
por que sin duda significó preservación intelectual y moral de muchos en un
entorno decadente - fue el haberse instaurado como epopeya, con denuesto
y mala interpretación de lo pasado. Sobre la etapa del Departamento y
Facultad de Sociología liderada por Fals Borda entre 1959 1966, caía un
manto de olvido y algo de anatema. Olvido amparado en la desaparición de
los vestigios: porque todo aquello que había hecho gloria de la antigua
Facultad- biblioteca, medios de cómputo, posgrado, publicaciones, centro de
investigación - se había perdido de vista, más por un equívoco proceso de
centralización y de integración de servicios, que por bulla universitaria o por
interpuesta malicia.
En cualquier caso, la fundación de una nueva etapa de la sociología,
sobre febles soportes materiales, institucionales y ambientales, fue muy
desvirtuada con la tergiversación sobre la figura y obra de Fals Borda,
convertido, por espuria regla de tres, en agente de penetración y de
corrupción cultural. Y si bien es una típica época de ingeniería y de control
social (para la muestra el plan Camelot ) muchas suspicacias podían ser
plausibles, era tan exagerado atribuir a Fals Borda poderes de demiurgo,
como identificar toda tendencia empírica, o toda la sociología
norteamericana, o cualquier sesgo hacia la investigación local o regional,
con piezas de un proyecto neocolonial.
Ya en la decadente década del sesenta, la preservación de un etéreo
clima "antifalsista" en el Departamento de Sociología, se explicaba por el
fenómeno de segregamiento espacial. No habiendo lugar común para el
diálogo, porque el territorio y la institución se consideraban propios y a la
vez excluyentes, las imágenes sobre "el otro" o "lo otro" se autoperpetuaban
como prejuicios arraigados por falta de interlocutor o contradicción. Además,
ante las acusaciones, Orlando Fals Borda callaba indiferente, y lejano elegía
estoico la confirmación del trabajo por la vía de los hechos.
Por mi parte, ya como neófito profesor en el nuevo espíritu de la
academia sociológica , desde 1970 me sentía asaltado por un sentimiento
de vacuidad: solo veía sombras cuando en los debates o recuerdos de los
claustros se aludía a una nefasta prehistoria sociológica. Era como luchar,
en esa oscuridad de la década, con una figura caída, sin identidad ni voz,
contra su estigma.
Pero al final del decenio el asombro daría pase a una auténtica
angustia ética, con ocasión de los infames procesos de persecución política
y de indiscriminada sindicación de intelectuales, no menos lacerantes por
que fueran pálido reflejo de cuanto acontecía en el Sur.
¿Qué pensar? Bajo contrario signo, otros con poderes más vastos que
el rumor, obraban con la misma lógica de anatema y exclusión, con odio
manifiesto y por injusta causa. Hilvanaba así la aterradora conclusión de que
acaso lo único que salvaba al intolerante de practicar con daño la
intolerancia podía ser la carencia de medios materiales de coacción. Y en un
sentido más positivo, podía confirmar que la tolerancia es una precaria y
ardua conquista y disciplina del espíritu.
Como el personaje una novela de Francisco Sánchez, Sala Capitular,
comenzaba a comprender que "la vuelta al origen es más peligrosa que la
aventura de una viaje a lo desconocido". Sin embargo, ese estremecedor
retorno a las raíces era inapelable como lavatorio y como sabiduría hacia la
dignidad y el decoro. Por fortuna, era una exploración de herencias y de
tradiciones coincidente con la de Gonzalo Cataño y con la de quienes nos
proponíamos un proyecto sociológico.
Era necesario contraponer al prejuicio un visión aproximada de lo que
había ocurrido entre 1959 y1966. Un cierto azar me había conducido a
recuperar del padecimiento el archivo que encerraba la memora de aquellos
sueños. Sumido allí podía reconstruir fragmentos desconocidos de la
prehistoria y de la historia de la sociología en Colombia, transito que se
fechaba no en 1969, sino en 1959, y que se asociaba sin duda al
protagonismo de Orlando Fals Borda.f
Ya entonces muy distante de las resonancias ideológicas de los años
sesenta, todavía sin embargo me sorprendía desconfiado del sentido del
activismo de aquel protagonista, y contra mi voluntad buscaba ciertas
evidencias que confirmaran los heredados prejuicios de un supuesto complot
contra la soberanía nacional.
Lo que en los archivos se revelaba difería del predicado de los
atavismos. Era incluso posible reconstruir la causa de las antipatías
mediante una fórmula o figura: el síndrome del "destino del innovador
extraño". Síndrome que califica la resistencia social contra el líder
carismático no protegido institucionalmente.
Los cambios introducidos acaso puedan ser finalmente asimilados,
pero se sacrifica o se aisla a quien los alentó y encarnó, porque su otredad
se hace socialmente insoportable.
La conducta de Orlando Fals Borda ha sido la típica del innovador,
tanto en patrones intelectuales, como en dimensiones administrativas e
institucionales. Su caso es el de una excepcional simbiosis de entusiasmo
por la investigación y devoción por la práctica , apoyada en la capacidad
de encarnar simultáneamente diversos papeles sociales que en otras
personalidades serían excluyentes.
Pero lo que sería una conducta inequívoca y aceptada en una época
estable o de cambios graduales y ordenados, se prestaría a confusiones y a
tergiversaciones en tiempos de irónicos cambios, como los sucedidos entre
1959 y 1966.
La fundación de la institución sociológica en los claustros de la
Universidad Nacional había coincidido con una auspiciosa esperanza de
cambio social en Colombia. Se creía en el renacimiento democrático con el
ensayo de la inédita Reforma Nacional. Se estimaba posible extirpar a
violencia mediante pactos políticos y reformas sociales. Se aseguraba el
desarrollo gracias a la aplicación de sistemas de planeación penetrados de
conocimiento económico, sociológico y técnico. A dos años de la revolución
cubana, en 1961, la Alianza para el progreso crearía la ilusión de una
dinámica de saneamiento de la democracia: reforma agraria, crédito externo
y modernización de las instituciones bastarían para detener en su fuente los
potenciales conflictos.
Un lustro fue suficiente para desvanecer el optimismo. La reforma
agraria languidecía ya en 1964, año en el cual resurgía también una nueva
forma de violencia tras la invasión de Marquetalia y el Pato. El movimiento
estudiantil, glorificado por su papel en el derrocamiento de la dictadura,
pasaba a ser vilipendiado en las primeras confrontaciones universitarias,
ocasionadas y enrarecidas a menudo por torpes manejos directivos. Fueron
años en los cuales el mentado compromiso social de a iglesia entraba en
contradicción. Años que registran el desplome de un serio proyecto cultural
(la Revista Mito), desplome que dejaba como única herencia alternativa el
nadaísmo o un sálvese quien pueda (opción mucho más inteligente).
En suma, a poco andar de gloriosos comienzos, el Frente Nacional se
mostraba como un sistema ahogado por estrecheces económicas (crisis
externa y fiscal), atrapado en sus deficientes políticas (reparto clientelista y
excluyente del poder) y desbordado por la progresión de necesidades
derivadas del crecimiento demográfico y de la migración urbana.
Incapaz de suscitar entusiasmo en los crecientes grupos de
universitarios, profesionales e intelectuales, débil en sus fuentes de
legitimación, extraño a las dimensiones modernas de la cultura, olvidado del
aliento democrático, apelaba con recurrente frecuencia a soluciones de
fuerza y en algunos casos a la Iglesia como soporte ideológico. A esto se
sumaba el giro de la percepción de los asuntos de América Latina desde el
pentágono: los delirios reformistas de América Latina habían obrado como
aprendiz de brujo. Sólo la convocatoria a los generales podría contener
ilusiones desatadas sin control.
En poco tiempo se había producido tal polarización de fuerzas, y tanto
se habían trastocado las reglas de juego, que la identidad de los personajes
en el escenario se confundía. Los innovadores y reformadores sociales,
estimulados en un principio por un ambiente de proyectos, eran tildados
ahora por unos de subversivos, por otros de conformistas. Signo de
tragedia, sólo una muerte extrema, como la de Camilo Torres Restrepo,
salvaba los equívocos. De resto un grupo considerable de intelectuales, que
no aceptaría nunca el dilema de plegarse o de rebelarse, padeceríamos por
muchos años de muerte civil y política, en limbos de reclusiones, de
evocaciones y recreaciones, en donde cada quien alimentaría como mejor
pudiera sus esperanzas y utopías para otros tiempos.
Es ésta quizás una plausible explicación del enclaustramiento de la
academia de sociología, como también de tantos exilios interiores y
exteriores. Al mismo tiempo, esta abrupta transfiguración del escenario
hace posible comprender las desafortunadas tergiversaciones sobre la
personalidad de Orlando Fals Borda, y arroja luz sobre el sentido de la
meditación intelectual que emprendió en 1966, y aún más, sobre la
visionaria misión con comunidades que se impuso en la década del sesenta
y que culminaría en ese extraordinario y premonitorio universo de la
Historia Doble de la Costa.
Que el equívoco se disuelve de esta manera, lo sustentaría una lectura
simultánea o doble de las primeras obras y de las más recientes
manpublicaciones de Orlando Fals Borda. Como el célebre personaje de
Ulises, éste podría decir: "Soy otro y si embargo el mismo" Entre
Campesinos de los Andes y Retorno a la Tierra hay más continuidades
de las que pensaría el lector, y más acaso de las que quisiera reconocer el
autor.
Por supuesto, son convergentes los temas del campesino y de la
tierra, examinados con semejante apasionamiento, descritos con tanta
precisión y multilateralidad, diseccionados de modo sincrónico y diacrónico,
aproximados con extraordinaria simpatía y empatía. Incluso la técnica de la
devolución (aunque no sistemática) está ya anunciada en la lectura a los
saucitas de apartes de los manuscritos, antes de su publicación.
Un epígrafe en el prefacio de Campesinos de los Andes revela lo
esencial de las afinidades y diferencias entre uno y otro tramo de la vida. Es
la admonición de Mardoqueo a Ester: "No pienses en tu alma que escaparás
en el palacio…Porque si absolutamente callares en ese tiempo, respiro y
libertación surgirán de otra parte…¿Quien sabe si para esta hora te han
hecho llegar?" (Ester, XV:14).
Por lo menos dos sentidos tenía este texto en aquel contexto. El
primero, no mentado por el autor, pero a mi ver más profundo que el
manifiesto, contiene la advertencia de un espíritu, acaso religioso, al
hombre de ciencia. Es el llamdo a no extraviarse en los vericuetos del
edificio del conocimiento, a no encerrarse en la torre de marfil en épocas de
turbulencia que demandan juicio y reponsabilidad social de poner el
conocimiento al servicio de la justicia.
Es el enunciado de una vocación irrenunciable que marca el destino y
el sentido de la vida:
"¿Quién sabe si para esta hora te han hecho llegar?"
En el diálogo entre el maestro ético y el discípulo académico, aquel
compulsa a éste a una misión liberadora mediante el ejercicio de un saber
virtuoso. Y ordena deponer el orgullo y la vanidad que suelen apoderarse de
aquellos a quienes ha sido concedido el don del conocimiento. Y manda no
olvidar jamás los orígenes y las raíces, a las que siempre se retorna.
En un segundo sentido, este si explícito en el texto, es ya el científico
social, penetrado de aquel verbo, quien advierte a la élite en el poder: la
condición del campesino es injusta, y de no resolver mediante una reforma
agraria el oprobioso divorcio del hombre con el fundamento común de su
existencia, entonces "respiro y libertación surgirían de otra parte".
Sobre estas admoniciones, valgan algunos comentarios. Uno de los
aspectos más contradictorios en los países de América Latina y del Caribe es
la dimensión ambivalente del Estado. Lo es todo, pero también nada. Se
impone sobre una irreconocible sociedad civil y sobre el pueblo, pero carece
de presencia y efectividad, hasta el punto de ser percibido como
despiadado límite de la libertad y de la creatividad. Llega a ser un fetiche,
un ídolo de barro, que bien merece el irrespeto.
Aún así la ideología suele atribuir en veces al Estado una supuesta
virtualidad como medio de aproximación a la justicia social. Ante esto, si
bien la estirpe protestante y la formación anglosajona de Orlando Fals Borda
podrían sugerirle cierta desconfianza frente al Estado (palabra apenas usada
en inglés), el científico social apelaba a los enunciados ideológicos del
gobierno y de a élite en el poder para aconsejarlos sobre un cambio de
conducta, en favor de reformas sociales imperativas.
Al mismo tiempo, el hombre activo que no quería perderse en el
laberinto de la biblioteca, ofrecía su capacidad de revelación científica a la
causa de la justicia y el cambio social que un íntimo mandato religioso y
ético predicaba.
Así, en la dinámica peculiar de su personalidad, Orlando representó
por cerca de año y medio, desde 1959, diversos papeles sociales: fundador,
profesor e investigador de la Facultad de Sociología y director del Ministerio
de Agricultura, posición crucial por el diseño y aplicación de planes de
rehabilitación en zonas de violencia, y por los preparativos técnicos de la
futura reforma agraria. Era una encarnación in individuum del teorema de
investigación - acción.
La doble atribución de oficios significaría desafío y sacrificios
imponderables, dadas las limitaciones del medio universitario y la cada vez
más enrarecida atmósfera nacional e internacional.
Por fortuna, en el frente universitario la labor podía ser más fecundada
y promisoria, por la maravillosa confluencia de espíritus activos y afines con
el Departamento de Sociología, pronto transformado en facultad. Ya he
aludido a cierta analogía entre esta academia secular y un concilio local de
iglesias, de creencias y de nacionalidades, vinculadas por un ,ismo y digno
ideal de paz y de reforma social.
Empero, la Universidad no era entonces más que una expresión
geográfica en la que se yuxtaponían parcelas incoherentes de saber libresco
y mal digerido, en dedicaciones parciales. De ahí que la empresa innovadora
debía proyectarse con energía sobre este flaco ambiente, con todos los
conflictos que esto acarrea. De todos modos, la actividad de publicaciones,
de investigación, la extensión universitaria, la apertura a nación y al mundo
fueron rasgos sobresalientes y excepcionales, bien documentados en
diversas memorias de Gonzalo Cataño.
La acción comunal, la extensión agrícola y la educación popular
figurarían como centros de interés de la institución sociológica, entre
muchos otros. la Facultad debía ser escuela de hombres y de sociólogos
para el cambio social dirigido, educados en un ambiente interdisciplinario
que pudiera dar cuenta, como en Campesinos de los Andes, de la
complejidad de fenómenos como el agrario, atentos tanto a la práctica como
a la teoría, y bien asentados sobre estas realidades mestizas de nuestra
América.
Sin más, podría decirse que la Facultad de Sociología marcó el
sendero hacia la Universidad moderna que hoy ya se vislumbra, y que, con
buena probabilidad, pagó con creces el precio de ser "innovadora
extrañada". Cuando se integró a la facultad de Ciencias Humanas, el
Departamento se Sociología fue quien más dio, y quien menos recibió en
una torpe fusión de mediocridades.
De otra parte, las tensiones con el medio nacional se hacían cada
vez más hondas. El divorcio entre los enunciados y los hechos hacían
imposible los encuentros. Aquellos consejos habían pasado indiferentes en
un diálogo de sordos.
Camilo Torres Restrepo y Orlando Fals Borda asistían al Consejo
Técnico del INCORA. Allí se manifestaron ya los primeros conflictos por el
alcance ilimitado que atribuían a la ejecución de la Reforma Agraria. Otro
motivo de decepción lo constituía el rumbo de la acción comunal,
transformada en mecanismo de intercambio de dádivas y de votos. Pero
quizás un hecho crucial en la resolución de las incógnitas del destino, en
particular para Camilo Torres Restrepo, fue el que se hubiera desechado la
propuesta de una solución reformista y civil en el tratamiento del asunto de
las llamadas "repúblicas independientes", solución que años antes se había
ensayado con éxito en el Tolima, con la participación de los sociólogos.
No es necesario abundar en más detalles. Excluido por partida doble
de la sala capitular de la Academia y de la ilusión sobre el reformismo del
Estado, Orlando Fals Borda iniciaba en 1966 un ciclo de meditación. Ahora
debía interrogarse sobre la naturaleza del Estado, del poder y de la
violencia, y sobre el sentido de la historia.
Como lo haríamos los académicos en el obligado y maltrecho refugio
de la Universidad Nacional, estas reflexiones debían retornar a los maestros
del pensamiento social y de la sociología: Maquiavelo, Hobbes, Marx, Sorel,
Max Weber. Pero en el caso de Orlando esta introspección se nutría de una
sustancia vital y vivida, padecida con desgarramiento, por sus
aproximaciones a los campesinos y a la tierra, y por todos los desencuentros
subsiguientes. Además, tocaba de cerca la crisis de los modelos de
desarrollo de América Latina.
Este lustro de ensimismamiento (1966-1970) demarcaría las
diferencias y discontinuidades entre la Historia Doble y Campesinos de
los Andes.
En el cuarteto, el diálogo con la élite ha sido sustituido por un diálogo
plural con los que antes eran anónimos informantes. Todo el método, es
decir, todo el camino hacia la verdad, mediaba ahora la reconstrucción de
este diálogo entre conocimiento y saber, diálogo como el más célebre de
don Quijote y Sancho Panza, del que siempre se extraerán las enseñanzas y
las creaciones humanas más auténticas.
Este diálogo (en su etimología, un logos construído entre varios
hablantes) posee una virtud catártica y liberadora, como por lo demás la ha
tenido esta forma de conocimiento desde Sócrates. Sólo que el diálogo
perdió de hace mucho tiempo su fuerza como método de conocimiento,
subsumido, salvo en el psicoanálisis, por la lógica de la investigación
natural. En el cuarteto, por el contrario, el diálogo se trasforma en concierto
de voces populares, a las que pocas veces se había concedido tan
extraordinaria atención.
Cobra nuevo sentido la sentencia: "respiro y libertación surgirán de
otra parte": en una tercera dimensión de la profecía que se cumple a sí
misma. Si la élite no concede poder al pueblo, es necesario enseñarle a éste
el camino para reclamarlo.
¿Qué queda entonces del palacio? La moraleja implícita en las
trasmutaciones es de enseñanza tan antigua como la Biblia. La
emancipación del hombre proviene de su propio espíritu, iluminado en lo
más profundo. La redención de los campesinos jamás vendrá de este o de
cualquier otro palacio. Ha de ser su reclamo liberador, acaso solamente
inducido, como en el arte mayéutica, por un dialogante sabiamente ético, y
fundado en el íntimo reconocimiento de sus herencias, de su simbiosis con
la naturaleza, de sus modos de sobrevivir y de rebelarse.
En mi personal interpretación de un texto como el Retorno a la
Tierra, lo concibo también como el retorno a unas convicciones de
raigambre cristiana y protestante – convicciones también presentes en
religiones orientales -, que soy muy tentado a compartir: es la principal
desconfianza contra la suerte de poder, no solo del que se encarna en el
Estado, sino contra cualquier poder que fácilmente se torna contra el
hombre. De ahí, en el libro, ciertas conclusiones apologéticas sobre el
pensamiento anarquista, que pueden confundir a más de un ingenuo.
Mirado en el reverso, el anarquismo postula el principio de oposición a
todo poder establecido.Bakunin lo resumía a la perfección cuando declaraba
que una vez conquistado el poder, encabezaría de nuevo la revuelta para
destruirlo. Vista esta filosofía en el anverso, en una perspectiva más
edificante y menos siniestra, confirma la vieja sentencia que dice que no
hay ni podrá haber forma óptima o buena de gobierno, porque todas son
intrínsecamente perversas y pervertibles, como producto que son de la
caída y que, en consecuencia, lo más sensato es explorar las modalidades
menos imperfectas, entre las cuales deben preferirse las que concedan
salvaguardias y libertades para modificar aquellas que, formas de dominio
al fin y al cabo, se aparten de un orden inspirado en la exploración del bien
común.
Allí se enlaza el pensamiento anarquista con la tradición cristiana que
desde Santo Tomás al célebre dignatario criollo masón y obispo (Juan
Fernández de Sotomayor y Picón), pasando por Suárez y Vitoria, predica el
derecho a rebelarse contra suma injusticia y tiranía. Anarquismo que ha
tenido más influencia en Colombia de lo que se piensa, por ejemplo para
instaurar una desconfianza acérrima contra todo poder central,
desconfianza que han compartido conservadores, liberales y comunistas.
Hasta ahí algunas sugerencias . Antes de poner fin a esta memoria, es
bueno atisbar el futuro, nuestro futuro, amparados en esta herencia.
A breve término del milenio, ¿por qué no razonar soñando? Algunas
luces de speranza aparecen el horizonte de América Latina y de nuestro
propio país: son luces que proceden del espíritu de libertad. Por nuestra
parte, tenemos ya mucho dolor y sepultura, como para abonar sin odio
nuevas tierras. ¿No podríamos decir, cada uno de nosotros, como en el
verbo: "¿Quién sabe si para esta hora te han hecho llegar?".

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