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18 Nov 2017 - 9:00 PM

Por: Alfredo Molano Bravo


Mientras regreso…

Al final de un largo y maravilloso viaje por el río Guayabero a comienzos de los 80, me

topé en una trocha con un colono que llevaba en su mula un gran atado de pies de una

mata desconocida. Le pregunté qué era y me contestó, asombrado e incrédulo: “¡Coca,

doctor!”. Fue como un cocotazo. Desde ese día comencé a ver matas de coca por todos

lados y en los puertos una actividad económica insólita. Llegué a Bogotá con la certeza de

que el país no se había pellizcado de lo que le venía pierna arriba. Lo comenté con

Claudia Cano, amiga de tiempo atrás, y me dijo: “¡Escríbalo!”. El domingo siguiente

apareció como crónica en El Espectador. Desde ese día estoy ligado al periódico. He

escrito crónicas, reportajes, columnas y nunca me han suprimido ni una sola coma. Por el

contrario, me las han puesto. Y muchas. La escritura me ha mostrado el país y a la vez el

país se ha quedado a vivir ahí. El Espectador, más que mi casa, ha sido la atalaya desde

donde miro, y con lo que miro me comprometo.

Desde su fundación, ha sido el refugio de la libertad de expresión. Una de sus primeras

batallas fue desnudar la llamada Ley de los Caballos, que implicaba severas sanciones –

entre ellas el destierro– a quienes se oponían al régimen de la Regeneración, impuesto

por el triunfo militar de Núñez y Caro. En la Violencia –que no deja de amagar–, la altivez

de El Espectador frente a la intentona de implantar el “Nuevo Orden”, en 1952, fue

castigada dejando en cenizas la imprenta y las oficinas del diario. Pocos años después,

Rojas Pinilla lo persiguió con lápiz rojo y tijeras: El Espectador se imprimió entonces

como El Independiente. En los años 80, el periódico no le bajó la cabeza al capital

todopoderoso del Grupo Grancolombiano. La venganza fue feroz: suprimió la pauta. Días

después, la otra forma de la corrupción, el narcotráfico, asesinó a don Guillermo Cano,

que con coraje denunciaba día a día en su “Libreta de Apuntes” la invasión de la mafia en

la vida nacional. Y para rematar, las mismas fuerzas bombardearon el periódico y dejaron

sus instalaciones paradas en cuatro vigas sobre las que continuó defendiendo el

pluralismo innegociable, la tolerancia irrevocable.


Bajo esa protección, e inspirado en esa fuerza, he escrito todas las semanas durante 30

años. He tratado de mirar el país por un agujero que no le gusta al poder porque lo irrita,

lo molesta; prefiere la uniformidad dictada, la letra pactada, la verdad acomodada. Por

eso, un buen día, Rodrigo Pardo, director de El Espectador, me leyó la dedicatoria de un

libro que me mandó de regalo Carlos Castaño: “Estamos en esquinas opuestas, la historia

dirá quién tiene la razón, usted me ha hecho más daño que la guerrilla”. Y me fui seis

años sin dejar una sola hora de vivir aquí desde allá. No podía ser de otra manera: El

Espectador me había enseñado a escribir.

Ahora me voy a defender en otro campo lo que las fuerzas democráticas han logrado

construir: la Comisión del Esclarecimiento de la Verdad, en la que fui nombrado, a decir

verdad, sin querer queriendo. Siento la apasionada inseguridad del reto, como cuando

salto a una canoa en el río Duda con escasa banda, o cuando trepo en una mula briosa

para subir a la Sierra Nevada. Todo puede pasar. La imparcialidad no es la objetividad

congelada como dogma de verdad. Es la mirada en todas las direcciones, que es hoy el

espíritu de la Comisión de la Verdad, en la que me empeñaré en seguir haciendo lo que

desde El Espectador he hecho: mirar con el ojo silenciado de la gente. Es la hora de una

luz, así sea tenue, que permita vislumbrar el rostro de la tragedia que hemos vivido. ¡Que

se abran las ventanas!

Renuncio por un tiempo a lo que más quiero: escribir lo que le oigo decir a la gente en las

calles y en las veredas con su lenguaje, con su bella claridad. Lo haré en otro papel, pero

con la misma mano. La que chuzaba letra por letra en el computador los viernes desde la

madrugada un texto que se ha venido cocinando solo durante toda la semana. La misión

que nos ha sido dada es borrascosa. Reconocer la verdad será doloroso, pero ese

sufrimiento, hecho conciencia, será liberador y quizás a partir de allí podamos ser

pasajeros del mismo barco.

Me voy de El Espectador con la nostalgia con que se deja un paisaje vivido, una mujer

amada, un caballo noble. No me despido de donde nunca me iré y en donde nunca me

han hecho sentir un invitado.


Amaneció cayendo una triste llovizna.

Gracias, Fidel.

11 Nov 2017 - 9:00 PM


Por: Alfredo Molano Bravo
Desparchados y encombados

El Estado no es un sujeto con voluntad, pese a que enuncie principios, tenga planes,

medios y cuerpos especializados en dirigirlo y orientarlo. El Estado son sus instituciones,

y sus instituciones son los hombres y mujeres (pocas) que lo manejan; estos sí, sujetos

sometidos a sus intereses personales, contradictorios, voraces, mezquinos. No sólo

intereses de sus bolsillos sin fondo; a veces son altruistas y persiguen ser promovidos,

ensalzados, condecorados. Es lo que tenemos y hemos tenido.

El caso más dramático es hoy el de los Acuerdos de La Habana-Colón.

Pasado un año de firmados, el balance es simple: las Farc han cumplido; el Gobierno, no

—lo dice la ONU—, y el Congreso, tampoco. El aparato judicial enreda y enreda porque

se siente amenazado. Lo confiesan el ministro Pardo y el flamante comisionado de Paz,

que no sabe si sigue en Bélgica o está en Bogotá. Lo traba a conciencia el cachifo Lara

manipulando la Cámara; lo obstaculizan a sabiendas el fiscal y su larga cola.

En el campo, donde las guerrillas han vivido, actuado y dejado las armas, la situación está

a punto de estallar y estallará. En la mayoría de los llamados hoy Espacios Territoriales —

a los que les han cambiado el nombre varias veces— la gente está mamada de esperar.

Lo prometido y firmado llega al ritmo de una orinada de borracho. Ya pasaron los abrazos,

las entrevistas, las fotografías y hasta las denuncias. Los cuadros de mando hacen lo que

pueden y mantienen su ideal de hacer política sin armas, pero cada vez la ven más gris y

no pocas veces negra, y en los últimos días hasta roja. El Paisa mostró el peligro del

incumplimiento sistemático. Y la captura de un cuadro de 30 años de militancia en las


Farc al que le echaron mano en el Espacio Territorial de Tumaco a plena luz del día, con

desembarco aéreo y todos los fierros, prendió las alarmas. Mientras tanto, las que fueron

“unidades de las estructuras armadas” andan dando vueltas. A unos pocos les han

enseñado pastelería y a otros, a “elaborar compost”. Muchos han regresado a sus casas

para celebrar en familia con los $640.000 de la “bancarización”. Algunos añoran su vida

de monte y hasta miran de soslayo la disidencia. Cadete se fue porque los zapatos de

cuero le apretaban.

El grueso de la que antes se llamaba la guerrillerada ha quedado sin oficio. Digamos

10.000 muchachos y muchachas que han manejado armas, que saben cómo se hacen

operaciones militares logísticas —extorsiones, secuestros, robos, ejecuciones— y se

sientan por las tardes a discutir qué van a hacer, mientras los funcionarios de la

Consejería, con botas Brahma y camisas de logos oficiales, dan vueltas y sonríen. Bueno,

también llenan cuadros estadísticos, que Pardo lleva al Congreso para decir que no

puede hacer más.

Tengo que decirlo claramente: temo que de prolongarse la inestabilidad que la

muchachada está viviendo, muchos cuadros terminen en el rebusque armado. Ahora

están expuestos al deslumbre del consumo: chompas, tenis, bluyines, trago, tatuaje,

celular, internet, pero mañana verán que esas 640 lucas no dan un brinco ni en la tienda

de la esquina… Y entonces, ¿qué se les ocurrirá al doctor Pardo y al diplomático

consejero que puede estar pensando “esa gente”? Se lo dirán poco a poco. Todavía les

quedan principios y esperanzas porque los mandos no los han dejado como rueda suelta,

pero el aguante tiene límites y entonces se desparcharán de los campamentos y aun de

sus casas y se parcharán con otros desocupados en una esquina a ver qué trae el día,

qué da la noche. Será el momento en que salte el fiscal: ¡Bandidos! ¡Forajidos!

¡Terroristas! ¡Tras ellos! Mientras el coro del Centro Democrático, Cambio Radical y el

Partido Conservador lo aplaude frenético y los cuerpos represivos salen de cacería. Todo

saldrá tan bien, que nadie podrá dudar de que se trataba de una estrategia deliberada y

que el Estado sí tiene voluntad.


Punto final. No sé cómo voy a salirle al toro.

4 Nov 2017 - 11:50 PM


Por: Alfredo Molano Bravo
El “Alfonso Cano” que conocí

Si no hubiera sido porque pusieron las Facultades de Sociología y de Psicología de la

Universidad Nacional en el mismo edificio de Ciencias Humanas, no habría conocido a

una estudiante de Psicología de ojos picantes y labios siempre húmedos. Bonita ella.

Vivía en el norte y cogíamos bus juntos. Tenía varios hermanos, a uno de los cuales

llamaban con cariño Mindo. Pasé una navidad en casa de ellos y ahora me veo echándole

el carretazo sobre Camilo, que ya se había enmontado. Mindo estaba en IV bachillerato.

En junio de 1966, organizamos un grupito para bombardear —con bombas de caucho

llenas de anilina roja— las grandes vallas publicitarias de la candidatura de Lleras

Restrepo. Quedaban como manchas de sangre en la cara del futuro presidente. Fue la

primera acción clandestina de Guillermo Sáenz, conocido años después con el nombre de

guerra de Alfonso Cano.

Estudió Antropología en la Nacional y conversábamos con frecuencia. Le gustaban el cine

y la salsa. Militaba en la Juventud Comunista y discutíamos mucho y, a veces, hasta

acaloradamente. Él tomó su rumbo y yo el mío. Después de pagar unos meses de cárcel

por un material que le encontraron se fue para la guerrilla, amnistiado por Betancur. Fue

uno de los cuadros urbanos que se integraron a las Farc junto con Raúl Reyesy Timoleón

Jiménez.

Marulanda y Jacobo habían visto la necesidad urgente de cuadros intelectuales en la

guerra. Ellos cumplieron un papel destacado en los Acuerdos de La Uribe con Belisario.

Fue justamente en esos días cuando me invitó a La Caucha, campamento del

Secretariado, del cual ya él era miembro. Conocí entonces a Jacobo y a Marulanda, y por

su mediación Manuel me dio una entrevista. Yo quedé muy impresionado de la


personalidad de estos jefes que mandaban un verdadero ejército a sólo 80 kilómetros de

Bogotá. Alfonso era el consentido de Jacobo, así como Timo lo era de Marulanda.

Después, cuando tratábamos con el gobierno de Samper de tener un acercamiento con

las Farc, lo encontré en Jardín de Peñas, al sur de La Macarena. Hacía curso, digamos,

de comandante militar, guapeándole al Ejército Nacional. Se mostró muy pesimista de que

el Gobierno se atreviera a despejar a La Uribe para tentar un acuerdo. No obstante, la

cosa estuvo cerca, pero se atravesó el general Bedoya —que no creo que en paz

descanse— y Samper no tenía con qué botarlo como botó Betancur a Landazábal. Más

tarde volvimos a encontrarnos en río Palo, cuando tratábamos desde la Consejería de

Paz de hacer un acuerdo con el grupo Bateman Cayón, disidente del M-19. Tampoco se

pudo por la misma razón. Alfonso era ya un convencido de un buen arreglo. Volví a verlo

en Caracas, como jefe de la representación de las Farc en otro intento fallido de

conciliación. Un mes antes del bombardeo que ordenaron Gaviria y Pardo contra el

Secretariado, estuvimos bregando en el Rincón de los Viejos para tratar de acortar la

distancia entre el número de delegados a la Constituyente del 91 que pedían las Farc y

los que ofrecía el Gobierno. Nada se pudo. Gaviria quería el trofeo, pero en vez de un

Secretariado, la operación Centauro II logró que se crearan siete Secretariados y 61

frentes de guerra.

La última vez que lo vi fue en San Vicente del Caguán, durante las conversaciones con

Pastrana, sobre las que mostró marcado escepticismo. En un reportaje para El

Espectador, le pregunté: Alfonso, ¿usted todavía cree en la socialización de los medios

de producción y la dictadura del proletariado? Me respondió: “Mientras haya lucha de

clases violenta, no habrá otra alternativa”.

Cuando cayó en Suárez, Cauca, el 4 de noviembre de 2011, mientras las conversaciones

de paz con Santos eran aún confidenciales, el obispo de Cali, monseñor Monsalve,

preguntó: “¿Por qué no trajeron vivo a Alfonso Cano, cuando se dieron todas las

condiciones de desproporción absoluta y de sometimiento y reducción a cero de un

hombre de más de 60 años, herido, ciego y solo?”.


Algún día se sabrá cómo fue esa cacería y quién la autorizó.

28 Oct 2017 - 9:00 PM


Por: Alfredo Molano Bravo
Delito de hambre

Cuando estudiaba en París, pocos años después de mayo del 68, y nos pillaban

robándonos una libra de carne o un tarro de aceitunas en un supermercado, nos

defendíamos en la comisaría con la figura de “robo famélico”; prometíamos entonces no

volver a hacerlo y asunto arreglado. Estoy hablando de una república donde no fue

presidente Francisco de Paula Santander y donde tampoco se lo habrían aguantado.

Somos un país de fórmulas legales, hechas para enredar a todos y dar de comer a sus

autores.

El Gobierno ha presentado, para ser aprobado vía rápida, un proyecto de ley que define el

tamaño de las parcelas con cultivos ilícitos, que en el caso de la coca se limitaría a 3,8

hectáreas. La esencia del proyecto –que honra el acuerdo de La Habana– consiste en

rebajar las penas por cultivos de coca, marihuana o amapola siempre y cuando los

campesinos se acojan a los programas de sustitución (suponiendo que algún día Pardo

los deje andar). Hoy las penas varían entre seis y 12 años por chagra, sin importar su

tamaño; de ser aprobada la ley, quedarían entre uno y cuatro años excarcelables. Se trata

de un estímulo a la sustitución por cultivos legales apelando a la figura de delito de

hambre, introducido en el Acuerdo y que reconoce de hecho la naturaleza

socioeconómica de los cultivos ilegales.

El fiscal Néstor Humberto Martínez, que de seguro estudió en Francia, ha puesto el grito

en el cielo y declaró que la Fiscalía –o sea él mismo– está aterrada con el proyecto de ley.

Una nueva zancadilla a la paz. Valdría la pena que el doctor Martínez se echara una

caminada por las zonas de colonización y dejara en su oficina los códigos por un rato.
Hagamos cuentas: según cultivadores de Tumaco, una hectárea de coca amarga –la

variedad promedio– produce al mes un kilo y medio de pasta básica, que a precios de hoy

–2,2 millones/kilo– le dejaría a un campesino en cada cosecha un total bruto de 3,3

millones. Al año unos 20 millones por hectárea; o sea, 76 millones por chagra de 3,8

hectáreas. Si se descuentan los gastos –que cambian mucho por la variedad y la

distancia los mercados–, se podría estar hablando de 30 millones limpios. Si se asume

que cada chagra es cultivada por una familia compuesta por cinco miembros que trabajan

todos tumbando monte, sembrando, cosechando y sacando base de coca, a cada uno

correspondería un salario anual de seis millones: 500.000 pesos mensuales. ¡Menos del

salario mínimo legal sin prestaciones! Más aún, en Tumaco, señor fiscal, hay 19.305

familias que cultivan coca en 15.933 hectáreas, o sea, el promedio de chagra familiar es

de 0,82 hectáreas. ¿Cuál es el miedo de la –digamos– letra de la ley a semejante

panorama? Una finca de 0,82 hectáreas produciría, limpios, al año, 6,3 millones de pesos,

que distribuidos entre cinco miembros, daría al año 1,2 millones de pesos para cada uno,

unos 105.000 pesos al mes.

Esa es la realidad en números de un cultivo familiar promedio en Tumaco, por el que un

cultivador tendría que pagar hoy seis años de cárcel. Estamos hablando del eslabón más

débil de la cadena del narcotráfico, que comparado con lo que se robó el exfiscal contra la

corrupción con el cartel de la toga es del tamaño de una gota de agua en el río Bogotá.

21 Oct 2017 - 9:00 PM


Por: Alfredo Molano Bravo
¿Y ahora qué?

Se suponía que la dejación de armas era el paso más difícil. Se entregaron las armas y

los guerrilleros están entrando a la institucionalidad, de donde, la verdad sea dicha, nunca

salieron porque esa manta jamás los cobijó. Ahora se enfrentan con realidades que no
conocían y creo ni sospechaban: la morronguería de los aparatos del Estado. El más

tangible –con varios muertos a su cuenta– ha sido la sustitución de cultivos ilícitos, que es

el nombre contemporáneo del conflicto agrario.

Desde fines del siglo XIX, el tema principal del enfrentamiento ha sido el acaparamiento

de los baldíos nacionales y hoy lo sigue siendo, pues la coca ha sido la trinchera

económica de los colonos contra su bancarrota y por tanto contra la transformación de

sus mejoras en haciendas ganaderas. No es que los cultivadores se aferren a la

economía del narcotráfico y la prueba está en que han aceptado la erradicación voluntaria

a cambio programas de sustitución. Es aquí donde la marrana tuerce el rabo, porque el

Gobierno no ha movido un dedo para iniciarlos con fundamento. Sin lugar a duda, lo que

está pasando en Nariño se repetirá en Putumayo, Guaviare, Cauca y Catatumbo porque

la gente no va a dejarse quitar el pan de la boca. Yo francamente no entiendo por qué

razón el Gobierno le da largas a un programa que podría abrir la puerta de la

institucionalidad no sólo a los excombatientes, sino a esa enorme cantidad de gente

obligada a vivir en la ilegalidad. La cuestión agraria sigue sin ser resuelta.

El reto es, por supuesto, enorme. ¿Con qué cultivos se piensa sustituir la coca, si se

asume, como lo aceptan los cultivadores, que no hay ninguno que pueda igualar la

rentabilidad que hoy perciben? Guayaba agria, gulupa, pitaya, o cualquier otro, se

estrellan con la dificultad de la comercialización y por eso los exguerrilleros están

planteando una red cooperativa que pudiera saltarse al intermediario, que es el personaje

donde quedan atrapadas las ganancias. Más aún, consideran con muy buen sentido que

los productos que sustituyan la coca deben tener un valor agregado, como lo están

haciendo cooperativas cafeteras que sacan al mercado cafés orgánicos tostados y

molidos.

Uno podría pensar —y soñar— que si el Gobierno quisiera sacar adelante la sustitución,

diseñaría mecanismos para que los colonos produjeran alimentos con destino a hospitales

públicos, cárceles y hogares de bienestar familiar. Un sueño contra el que se atraviesan


las licitaciones, que son, formalmente hablando, un recurso para evitar la corrupción. Sin

embargo, como ha quedado claro en los casos de los alimentos para niños y de comida

para los presos, las licitaciones son amañadas y arregladas por los políticos, como es el

caso de la exdirectora de la Unidad de Servicios Penitenciarios y Carcelarios (Uspec)

María Cristina Palau, destituida porque habría recibido $600 millones como coima para

adjudicar un contrato millonario. El Uspec maneja la bobadita de $480.000 millones en

alimentación de reclusos. De otro lado, según la Contraloría General de la República, en

el 2016 con el Programa de Alimentación Escolar (PAE) se perdieron $62.488 millones

que se deberían haber invertido en alimentación escolar. El mecanismo es conocido: las

licitaciones se las ganan los protegidos de los políticos, que a su vez deben pagar a sus

protectores un tributo electoral para financiar las campañas. Tanto en cárceles como en

Bienestar Familiar se han hecho famosos los llamados zares de la contratación pública,

siempre los mismos, que se reparten entre sí los dineros públicos.

La corrupción es no sólo la forma más representativa y acabada del Estado-patrimonio

que impide el Estado de derecho y el funcionamiento de la democracia, sino el más

formidable obstáculo para hacer realidad la tan manoseada paz estable y duradera. Los

guerrilleros suponían que su enemigo real era la fuerza pública y la conocían muy bien,

pero no imaginaron que el otro enemigo era la corrupción de un Estado de derecho que

no puede ejercer a plenitud al que para bien o para mal se han acogido.

14 Oct 2017 - 9:00 PM


Por: Alfredo Molano Bravo
¿“Control de multitudes” o destrucción de movimientos sociales?

El paro nacional de septiembre de 1977, en los estertores del gobierno de López

Michelsen, fue convocado por todas las centrales obreras y durante tres días hubo

enfrentamientos entre la Policía y los manifestantes. Recuerdo que en Cazucá, al


occidente de Bogotá, la fuerza pública cargó con una furia brutal contra la gente como si

se tratara de animales salvajes. Entre 50 y 100 muertos hubo en el control de la protesta

contra el alza de precios y la represión sindical. Las Fuerzas Armadas y de Policía

obedecían al eterno Estado de Sitio —artículo 121 de la Constitución del 86— y a la

Doctrina de la Seguridad Nacional, la pareja de instrumentos represivos que alimentó la

violencia, sobre todo a partir de mediados de los años 1960. Los muertos de 1977 fueron

el argumento para que muchos jóvenes se metieran al monte o se armaran en las

ciudades. De ahí para adelante la violencia rodó por un plano inclinado. Han pasado 40

años después de esos muertos.

El presidente Santos ha dicho que con la paz las movilizaciones y protestas ya no se van

a reprimir en la selva a punta de bala sino por las vías democráticas. Un gran propósito,

pero la realidad es terca. El asesinato de seis campesinos y los 50 heridos en Tumaco

son la evidencia de que por un lado van los dichos y por otro, los hechos. No es el primer

enfrentamiento sangriento del Estado con ciudadanos indefensos en que la Policía se ve

involucrada después de la firma del Acuerdo de La Habana. Y la Policía tiene una historia

negra, desde el chulavitismo y la pajaramenta de los años 1950 hasta hoy. Y menos aún

con la brutalidad del Esmad, ese cuerpo de fieras creado por el Plan Colombia y

alimentado por la doctrina del “enemigo interno”.

Es de mera lógica pensar que el Ejército debería ver reducidas sus funciones —y su

presupuesto— en la medida en que la paz eche raíces. Pero todo indica que la represión

pasa de una mano a las otras —el presupuesto también— y que ahora frentea el Esmad,

para el “control de multitudes”. Según el Cinep, entre 1999 y 2014 ha estado involucrado

en 13 muertes y 3.950 víctimas. Más reciente: en el Catatumbo cargó contra los

campesinos, y en Buenaventura y Chocó, contra la gente con sus “armas de letalidad

reducida”, que se dice suelen recargar con balines. Los videos que circularon sobre la

represión de estas manifestaciones son testimonios que no se podrán enterrar como se

enterraron otros casos: El del niño —17 años— Nicolás Neira, asesinado a golpes el
primero de mayo de 2005 en la Plaza de Bolívar; el del estudiante de la Universidad del

Valle Jonny Silva, asesinado el 22 de septiembre de 2005; el del estudiante Óscar Salas,

de la Universidad Distrital, muerto el 8 de marzo de 2006; el del indígena Belisario

Camayo, asesinado con tiros de fusil el 10 de noviembre de 2005 cuando participaba en

una ocupación pacífica de tierra en la hacienda “El Hapio”, Cauca. Según la Misión de

Verificación de Derechos Humanos (Ad Hoc), durante el paro campesino de 2013 en

Boyacá, el Esmad “retuvo a un joven al que sometieron, desnudaron y accedieron

sexualmente con un bolillo por el recto” y lo botaron a una zanja. El pasado 9 de octubre

“resultó” muerta la periodista indígena Efigenia Vázquez, cuando el Esmad invadió el

resguardo de Coconuco, Cauca. Muy significativo ha sido el ataque con bombas de

aturdimiento, granadas de gas y tiros de fusil contra una misión humanitaria de la que

hacía parte la ONU y que estaba en comunicación con la Policía. Hechos que en conjunto

muestran el uso desproporcionado de la fuerza contra civiles.

El general Naranjo, respaldado por el presidente Santos, suspendió disciplinariamente a

102 policías por el caso de Tumaco. Una decisión valiente, sabiendo con quién tratan.

Pero ya se comienzan a oír voces —como la del general (r) Castro— que justifican el

hecho porque los policías estaban barbados y con uniformes rotos. En otras palabras,

para ciertos sectores de la institucionalidad, la Policía dispara contra la gente por falta de

plata.

7 Oct 2017 - 11:00 PM


Por: Alfredo Molano Bravo
Muertos cantados

Estaban cantados los siete muertos y 20 heridos del pasado 5 de octubre en Pueblo

Negro, Alto Mira y Frontera, municipio de Tumaco, que el Consejo Comunitario del Pueblo

Autónomo de la región y la Asociación de Juntas de Acción Comunal de los ríos Nulpe y

Mataje denunciaron como resultado del enfrentamiento violento entre fuerzas del orden y
cultivadores de coca. Desde hace meses diferentes organizaciones sociales le han

notificado al Gobierno, a la ONU y a la opinión pública la violencia que la fuerza pública

ejerce contra los campesinos, colonos, negros e indígenas que protestan por el

incumplimiento por parte del Gobierno de los acuerdos de erradicación voluntaria surgidos

del Punto IV del Acuerdo de La Habana. En septiembre pasado la Coordinadora Nacional

de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam) denunció la intensificación de

operaciones violentas de erradicación forzosa por parte del Ejército y del Esmad en El

Retorno (Guaviare), Puerto Rico (Meta), San José del Fragua (Caquetá), Piamonte

(Cauca) y Tibú (Norte de Santander). La Defensoría del Pueblo ha encendido alertas rojas

sobre las amenazas y homicidios perpetrados contra líderes y comunidades involucradas

en la implementación de programas de erradicación.

El 21 de septiembre campesinos del corregimiento de San Juan, en Corinto (Cauca),

protestaron por el incumplimiento del Gobierno cuando fueron agredidos por el Ejército

Nacional. Resultado: heridos tres campesinos y muerto el guardia campesino José Alberto

Turijano. En San Isidro de Morales (Cauca) se presentó un hecho similar: cuatro heridos,

un muerto. En Piamonte, Bota Caucana, la dirigente de Coccam Maydany Salcedo sufrió

un atentado contra su vida. En Tibú, luego de firmar un acuerdo entre campesinos y el

Programa Nacional de Sustitución Integral de cultivos de uso ilícito, las tropas del Ejército

desembarcaron para erradicar a la fuerza las matas de coca.

No se trata de un accidente, ni de dos o tres “intervenciones desafortunadas”. Se trata de

una política de represión contra la protesta social por el incumplimiento de los acuerdos

de erradicación voluntaria. La historia es simple: el Gobierno firmó el pacto pero no inició

programas de sustitución de cultivos; la gente sale a la carretera, llega la fuerza pública,

choca contra los campesinos y en medio del alboroto y los gritos “se dispara y resultan

muertos y heridos”. Fue lo que sucedió el jueves en Llorente, Nariño: después de

denuncias, solicitudes, respetuosos requerimientos, llegaron las tropas del Gobierno,

maltrataron al primero que gritó; se generalizó la protesta, alguien tiró una piedra. Las
fuerzas del orden atacaron... Entonces, “el Ejército y la Policía se permiten informar que la

disidencia de las Farc usó cilindros contra la fuerza pública y dispararon

indiscriminadamente”. Los campesinos denuncian lo contrario: ellos fueron las víctimas;

no hay un militar herido ni de bala ni con esquirlas, y preguntan: ¿Dónde están los huecos

de los cilindros bomba? La investigación por los hechos se demorará años en establecer

las responsabilidades, y en el mejor de los casos terminarán juzgados —no

necesariamente condenados— un soldadito y un cabo.

Salta a la vista que la represión brutal se recrudece con los miedos del Gobierno

colombiano a la descertificación anunciada por Trump y orquestada por el Centro

Democrático y la Fiscalía. Es evidente que los campesinos hoy están saliendo a defender

el Acuerdo de La Habana en lo que tiene que ver con cultivos ilícitos. En el futuro, podrán

también exigir el cumplimiento de todo el Punto I sobre tierras.

Esos muertos son los primeros tiros para hacer trizas el Acuerdo de La Habana, como lo

busca el Centro Democrático; o para botar al hoyo a las Farc, como lo pretende Cambio

Radical.

30 Sep 2017 - 10:00 PM


Por: Alfredo Molano Bravo
De sustitución, ni pío

En un reciente reportaje –muy mentado, por cierto–, el embajador de EE. UU. afirmó que

están sinceramente “interesados en ver el problema (del narcotráfico) desde las raíces…

de darle a esta gente ya involucrada en la economía cocalera una manera digna, lícita,

para ganarse la vida”. Un gran propósito, sin duda. Pero para EE. UU. la raíz es simple:

los campesinos están “cautivos de las organizaciones ilegales”. Cuando un problema tan

profundo como los cultivos de uso ilícito se identifica con el narcotráfico, se llega a esa

malhadada conclusión: los narcos son empresarios mafiosos del dinero sucio, que tienen
presos a los campesinos. La raíz es el mal, y el mal sólo se puede liquidar con la fuerza

del bien, la represión: extradición y fumigación.

El embajador se desmonta por las orejas. Reconoce que es necesaria la sustitución de

cultivos, pero que su gobierno no se puede meter en eso porque en ese programa están

involucradas las Farc, consideradas una fuerza terrorista. Para sustituir los cultivos —

dice— está Rafael Pardo, ministro del Posconflicto.

Rafael Pardo, a quien elogié cuando fue nombrado ministro de Defensa; critiqué siendo

Consejero de Paz y director del Plan Nacional de Rehabilitación, encargado en ese

entonces de la erradicación y la sustitución, fracasó en el intento de liquidar a las Farc con

la toma de Casaverde y fracasó también con la erradicación y la sustitución de los cultivos

de coca y amapola. Y hoy nada ha hecho por ir a la raíz del problema: el endeudamiento

de los colonos con los comerciantes, la falta de vías, la falta de precios de sustentación, la

falta de crédito, la falta de títulos de propiedad, la falta de protección del Estado sobre sus

tierras.

En sustitución poco ha hecho el Ministerio del Posconflicto. Casi nada. Programitas

sueltos, incoherentes, manejados con ilusiones y demagogia barata. Sobre erradicación

se muestran cifras infladas, cifras políticas, con la esperanza de que Trump no

descertifique al país, pero poco se puede mostrar de la sustitución, que es la única acción

que puede llegar al origen del problema. Más aún, hasta se dice que la sustitución es la

base de la erradicación. Válido. Cierto. Justo. Pero de ahí a que se siembre una platanera

a cambio de una cocalera hay mucho trecho. Se publicitan programas de sustitución y

hasta han aparecido fotografías de Pardo arrancando una mata de coca —que parecería

que está haciendo un approach de golf— mientras Eduardo Díaz mira con cierto

escepticismo. Más aún, el Gobierno publica cifras del número de acuerdos de sustitución

firmados, pero no puede mostrar un solo número —ni siquiera de un dígito— de

programas exitosos donde hubo coca y ahora hay, por ejemplo, yuca, plátano, arroz,

maíz, vacas, conejos. Cualquier cosa. ¡Nada! ¡No es cierto que se esté sustituyendo! No
es lo mismo presentar listados larguísimos de familias comprometidas con erradicación

que mostrar familias beneficiadas efectivamente por uno de esos programas, que sólo

existen en los computadores del Ministerio del Posconflicto.

La realidad, señor embajador, es que sin sustitución no hay erradicación, ni voluntaria ni

forzada.

24 Sep 2017 - 12:10 AM


Por: Alfredo Molano Bravo
¡Que viva México!

“Que viva México, que viva mi patria, que vivan los hombres de gran valor; que viva

Benito Juárez, que fue el segundo Libertador”.

Corrido antiguo (No se encuentra en Google)

México está metido en mi alma desde niño. Antes de saber que era un país, supe de

México como si fuera parte de la vereda donde nací. Y fue porque Graciela y Dora, las

empleadas del servicio que antes se llamaban muchachas, cantaban rancheras. O quizá

las tarareaban –tono más íntimo–. Las llevo vivas a todas. Las oigo en mis recuerdos en

los corredores de la hacienda, en la cocina, en el cuarto de planchar. “Aquí vine porque

vine a la feria de las flores… No hay cerro que se me empine ni cuate que se me atore”

cantada por Jorge Negrete, adoración de ellas. Su pieza –olía a agua de alhucema–

estaba llena de recortes de revista con imágenes de charros. Juan Charrasqueado era tan

mentado como Gaitán. “Por la lejana montaña va cabalgando un jinete”, cantado por

Pedro Infante o por Miguel Aceves Mejía, que rivalizaban por falsetes de 20 segundos.

Teniendo yo caballo y montañas, pues se me fueron colando sin saber esas letras y esos

sones. Por Adelita, la mujer que el sargento idolatraba; La Cucaracha, que no podía

caminar sin marihuana, fue entrando la Revolución Mexicana y con ella Pancho Villa

montado en Siete Leguas, el caballo que más estimaba, con quien Antonio Aguilar –gran

montador de potros– me llevó a la Estación de Irapuato, donde cantaban los horizontes.


Monté en Grano de oro, el caballo que Villa nombró coronel. Conocí a Gabino Barrera, a

quien mataron mientras le echaba vivas a Villa, y a Lucio Vázquez, a quien le dieron tres

puñaladas entre la espalda y el corazón. Y por ese camino caminé con Heraclio Bernal,

Benjamín Argumedo y el gran Felipe Ángeles, artillero de la División del Norte.

Fui creciendo con cantantes y canciones hasta toparme con Amparo Ochoa, la muy

dolida, en el Barzón. Capando colegio me vi todas las películas de Cantinflas; todas las de

María Félix, la Doña, y a Pedro Armendariz en El indio. Ahí estaban los pasos que me

hicieron dar Mariano Azuela con Los de abajo, Carlos Fuentes con La región más

transparente y con La muerte de Artemio Cruz. Y en ese camino me emboscó Rulfo, me

hizo prisionero de su ritmo, de su palabra simple y profunda, de su música hecha de

viento y polvo. Rulfo me resuella al oído cuando escribo. Me araña y hace sangrar mis

letras en Comala con Pedro Páramo, y me pela las manos con la piedra cruda de Lubina.

“Por cualquier lado que me mire” está Rulfo. Lo confieso. “Yo no lo sé de cierto, pero

siento” que Sabines con sus muertos a las espaldas también se entró en mi corazón para

quedarse y enseñarme “cómo vivir al día” como en Los amorosos. Más tarde me gocé y

me gozo a Chespirito en todos sus personajes.

¿Cómo, entonces, no amar a México? ¿Cómo no amarlo si he vivido tanto tiempo en sus

canciones y en su poesía? ¿Cómo no recordar Chiapas, a donde fui a buscar la máquina

de escribir del subcomandante Marcos? ¿O Zacatecas, desde cuyas lomas lloré la

perdida batalla de Celaya donde fracasaron Villa y Ángeles? ¿Cómo no sentir que hoy se

abre de par en par la tierra de Morelos, gobernada por Juárez y peleada por Zapata?

¿Cómo no sentir en cuerpo y alma los dolores y las penas del pueblo mexicano, tan

grandes todas como es todo en México? ¿Cómo no odiar esa gigantesca placa

subterránea que con una precisión monstruosa golpea un 19 de septiembre para volver a

golpear, moviéndose artera, otro 19 de septiembre? ¿Cómo no sentir el derrumbe de los

viejos caserones de Coyoacán, donde oí reír tantas veces a Antonia y cantar en sus

parques a la gente que pasea? ¿Cómo no sentir miedo al pensar que las paredes donde
viven los frescos de Orozco, Rivera y Siqueiros se habrían podido derrumbar? ¿O que se

deshiciera la Casa de los Azulejos con todo y los orificios de las balas que dejaron los

revolucionarios del 17? ¿Cómo no estar presente en el dolor y el miedo sueltos por las

colonias Condesa, Del Valle, Roma, Centro y Xochimilco? Parecería como si todo México

viviera un largo primero de noviembre con sus flores y sus Catrinas.

Aunque la niña Frida Sofía nunca haya existido, el mundo la lloró, tal como lloró a Omayra

Sánchez atrapada por otros hierros retorcidos en Armero. Quizá Frida, como Omayra,

serena y con los ojos húmedos, llamó a la mamá y soñó, ahogándose, salir triunfante de

aquel infierno.

Somos hermanos de México, hermanos dentro de la misma piel amenazada: “En el alto

de la montaña –termina el corrido– el león yankee rugiendo está, al ver que el águila

mexicana nunca ha perdido ni perderá”.

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