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LA TRANSFORMACIÓN CHAMANICA DEL HOMBRE EN JAGUAR

Los chamanes son aquellos hombres que tienen la capacidad de trascender la simple
realidad cotidiana y volar a otros mundos; moverse entre otras realidades. Así en las
culturas de la América Precolombina el chamán podía tanto volar a los cielos, como al
inframundo, o convertirse en animal, o en una fuerza de la naturaleza, como el rayo. Entre
estas transformaciones una de las más importantes era la transformación del hombre en
jaguar
El jaguar, el animal más poderoso de América, con su impronta de fuerza, misterio
y habilidad para ver en las sombras y volverse invisible entre el follaje de la selva, fascinó
siempre a los pueblos que estaban en contacto con él; al punto de buscar la forma de
asimilar su poder; y la manera más directa de adquirir estos atributos era convirtiéndose en
él
El uso de alucinógenos, tales como el cebil, pudo ayudar a las visiones de
esa transformación que son una constante en toda mesoamerica y gran parte de la
América del sur. El Hombre -Jaguar es el que "ve lo que no se ve", desvelando las sombras,
es un depredador que cuida la entrada al mundo mágico, al cual el iniciado pretende
penetrar

Entre los mayas la transformación del hombre en jaguar era un práctica chamánica muy
fuerte que aún perdura en algunas comunidades indígenas, paralelo a la idea del "tonal"(el
compañero animal de cada hombre); aunque diferente; ya que la transformación chamánica
requiere poder, un poder sobrenatural que pocos elegidos poseen la integración del animal
con el humano es expresión y símbolo de un poder que trasciende lo meramente humano
para conectarse con lo sobrenatural. El jaguar así nacido es un animal mágico que no
puede ser destruido por las contingencias naturales.
También en la cultura de La Aguada (Argentina) las ceremonias eran centralizadas por el
culto del jaguar (complejo de transformación chamánica) que implicaba la unificación entre
el hombre y el felino durante los estados de trance logrados mediante la ingestión de plantas
psicoactivas, danzas y música

En el antiguo Perú, según relatos del Inca Garcilaso, el culto del felino, como mensajero
de lo sobrenatural fue anterior a los Incas quienes "se dejaban matar" por el tigre cuando
lo encontraban y no lo cazaban
En las provincias de Salta, Catamarca y La Rioja, (Argentina) el jaguar es conocido, en la
creencia popular de los lugareños como el tigre-uturuncu, vocablo que tiene similitud con el
de "otorongo" aunque éste último denomina al felino como un poder o una sacralidad; no
como un animal en el sentido zoológico, el pueblo cree que muchos de los tigres son
hombres transformados, y para ellos tiene algo de pecaminoso quien los caza. Según
cuentan, la transformación del hombre en el animal, se obtiene revolcándose sobre su
cuero, con un ritual especial e invocando al felino; o también untándose con grasa de éste.
.Así en las diferentes visiones de los pueblos de la América Precolombina, se erige como
una constante la mítica presencia del Hombre-Jaguar, en donde no es sólo el poder del
jaguar el que potencia al hombre, sino también es la presencia humana la que diviniza al
jaguar, de modo tal que el mero animal se transforma en ser sobrenatural de garras
desmesuradas y feroces e irreales colmillos
Son garras que visibilizan el poder que abre las puertas que separan este mundo del
mundo de los dioses y son colmillos que desgarran hasta el despojamiento la carne del
iniciado, hasta devorar el espíritu y transportarlo a otro lugar, una vez allí se transforma en
guía y regresa a su manifestación antropomorfa.
El Hombre-Jaguar y los orígenes del Hombre Americano
En un simpático libro, escrito para jóvenes lectores, contado a través de objetos personales
antropomorfizados (un libro, un reloj, una estilográfica, un cuaderno, un llavero), leemos
este pasaje asociado a las investigaciones colombianas de Paul Rivet en San Agustín,
Huila, en 1938: “Cuentan que hace miles de años, en el principio de los principios, un jaguar
violó a una muchacha indígena y del vientre de esta nació un hombre-jaguar. Aquel niño
creció, y cuando fue mayor, se fue a vivir a los páramos, cerca de una laguna. Allí habita
desde entonces, guardando celosamente la sabiduría de los jaguares y de los hombres. Y
hasta allí acuden los brujos para entregar sus secretos a los más jóvenes. Cuando truena,
es como si rugiera el jaguar, el mensajeros de las divinidades, y el brujo descifra las buenas
o malas noticias que comunican, mediante el trueno, los dioses.” (Rodríguez, 1998: 38)
Varios elementos pueden ser identificados y estudiados en la estructura del mito, unidades
dramáticas que pueden ser abordadas a partir de los aportes interpretativos de Lévi-Strauss
(1976), Propp (1987) y Clarac (1997): El hombre-jaguar nace de la unión de un ser humano
(violación de la muchacha indígena) con un ente natural, el jaguar (Panthera onca),
poseedor de atributos admirados y temidos por los indígenas. La unión de dioses y
humanos en la concepción de los héroes culturales es un rasgo común a muchas
mitologías. Este félido es un ser preternatural en el imaginario de diversas tradiciones
mitológicas americanas, como mostraremos más adelante. El hombre-jaguar mora en los
páramos, en la vecindad de las lagunas, espacios sagrados en los cuales se escenifica la
comunicación entre los hombres y los dioses. El hombre-jaguar es custodio de un saber
hermético que ha de transmitirse de forma iniciática, de ancianos a jóvenes, a través de las
sucesivas generaciones. El trueno es la voz del jaguar; el chamán es el intérprete de esa
voz, virtud a la sabiduría dada por el hombre-jaguar primero. Este mito ilustra los orígenes
y los atributos del chamán.
Los jaguares son símbolos omnipresentes en los mitos, los petroglifos, la cerámica y la
cestería de los pueblos americanos originarios. Podemos –y debemos– seguir aquí la
recomendación de Lévi-Strauss formulada en uno de los ensayos que
conforman Antropología Estructural, y conjuntar Etnología y Arqueología para develar el
significado profundo de los mitos y sus representaciones plásticas en objetos
arqueológicos. Para Lévi-Strauss (1987: 246), resulta evidente que en América del Sur,
donde las culturas han mantenido contactos regulares o intermitentes, durante un
prolongado período, el etnólogo y el arqueólogo pueden colaborar a fin de dilucidar
problemas comunes como el significado de algunos símbolos culturales. Para Propp (1987:
21-23), el relato maravilloso –y por extensión el mito– es un producto surgido a partir de
determinada base económica. Muchos motivos del relato maravilloso se explican por el
hecho de que reflejan instituciones realmente existidas; sin embargo, no todo se puede
explicar con la presencia de esta o aquella institución. El relato maravilloso presenta un
nexo con el ámbito de los cultos, con la religión. Para Engels, “toda religión no es otra cosa
que el modo que tienen de reflejarse fantásticamente en la mente de los hombres las
fuerzas exteriores que reinan por encima de ellos, en su vida cotidiana; es un reflejo en el
que las fuerzas terrenas asumen la forma de fuerzas sobrenaturales.” (Engels, citado por
Propp, 1987: 23). Pero pronto, junto a las fuerzas de la naturaleza, aparecen también las
fuerzas sociales, fuerzas que se contraponen al individuo y reinan por encima de él,
convirtiéndose en incomprensibles, extrañas y dotadas de una invisible necesidad natural,
igual que las fuerzas de la naturaleza (ibídem).
La relación simbólica entre el jaguar y el chamán es uno de los temas que tratamos en
nuestra Memoria de Grado (Morón: 2007) para optar al título de Magister Scientiae en
Etnología, bajo la dirección de la Dra. Jacqueline Clarac, al comienzo de aquel ensayo,
citamos: “En nuestra Cordillera de Mérida no se habla del ‘jaguar’ sino del ‘tigre’ o del ‘gato’
(aparentemente se trata del gatomontés) y las referencias actuales se dirigen
especialmente a su asociación con el arco iris (Arco y Arca tienen en efecto ‘ojos gatos’, lo
mismo que las lagunas). Las principales representaciones del jaguar en Colombia se
encuentran en las estatuas de piedras de San Agustín, donde es uno de los animales
dominantes, y en nuestra propia arqueología [la venezolana] está presente muy
especialmente en los petroglifos, sea en forma entera, sea sólo a través de sus patas.”
(Clarac, 1997)

Jaguar (Panthera onca) transportando a su cría.


Herbert Read (1973) destaca que la imagen, en su indestructibilidad, puede perfectamente
ser mucho más terrorífica que las cosas de carne y hueso, e ilustra con un pasaje
etnológico: «¿Cómo es eso? –Dijo el jesuita del siglo XVII, padre Dobrizhoffer, a los
abipones de Sudamérica–. Cada día cazáis tigres en la planicie sin miedo, ¿por qué teméis
una vez a la semana que un falso tigre imaginario penetre en el poblado?» «Vosotros los
curas no entendéis estas cosas –replicaron sonriendo–. Nosotros no tememos a los tigres
en la planicie; y los matamos, porque podemos verlos. Los otros tigres nos dan miedo,
porque ni los podemos ver no los podemos matar» (Read, 1973: 34, 35).
En el ciclo mitológico Yaruro, el jaguar es uno de los tres acompañantes iniciales de Kuma,
diosa de la creación. Cuando no existía la tierra, ni las aguas, ni el aire, ni la luz, ni el viento,
ya vivía la diosa Kuma en un lugar de anchas sabanas, bordeadas de plantas gigantescas,
por donde galopaban animales fabulosos. De este lugar, habitado por seres
resplandecientes, que está en la lejanía, más allá de donde el Sol se oculta y mucho más
allá de donde la tierra se confunde con el cielo, llegó Kuma con las manos extendidas,
vestida como un piache, aunque sus galas eran con mucho más hermosas. Con ella
vinieron también Puaná, la gran culebra, Itciaci, el jaguar, y Kiberch, quien es el dueño del
fuego y vive en una caverna donde nunca llega la luz. “Kuma vino para crearlo todo, porque
ella es el origen de los hombres, de las plantas y de las demás cosas vivas, las cuales
fueron inventadas por la diosa antes de que existieran... Pero fue Puaná, la gran culebra,
quien hizo lo que Kuma pensaba.” (Cora, 1993: 181)
María Lionza o María la Onza, la representación en el imaginario mitológico de la sociedad
criolla venezolana de una ancestral diosa madre, tiene entre sus animales consagrados al
jaguar: “En las reminiscencias aborígenes actuales de Yaracuy, Lara y Falcón que informan
el complejo legendario de María la Onza, Dueña de la Selva comparables a
la Caacy o Curupira-hembra de Brasil, ella monta una danta (Tapirus terrestre) con ancas
‘herradas’ o marcadas con signos indígenas, símbolos de oculto contenido [petroglifos]. Y
María de la Onza arrea delante de sí una turbamulta de animales silvestres, pumas,
yaguares, tapires y venados, cuyas heridas cura y por cuya integridad se
desvela.” (Antolínez, 1946: 202)
En Les Temps Modernes (n° 253, junio 1967) –la revista dirigida por Jean-Paul Sartre– se
publicó un ensayo significativamente titulado: ¿De qué se ríen los indios? Su autor, Pierre
Clastres, advierte que el análisis estructural, –que resueltamente toma en serio los relatos
de los “salvajes”–, nos señala que dichos relatos son precisamente muy serios y que en
ellos se articula un sistema de interrogantes que llevan el pensamiento mítico al plano del
pensamiento estricto. Las Mitológicas de Claude Lévi-Strauss nos dicen que los mitos no
hablan para no decir nada. “Sin embargo –advierte Clastres– quizás el interés
muy frecuente que suscitan los mitos pueda llevarnos a tomarlos esta vez demasiado en
‘serio’, si se puede decir, y a evaluar mal su dimensión en tanto que pensamiento. En suma,
al dejar en la obscuridad sus aspectos menos tensos, veríamos difundirse una especie de
mitomanía olvidadiza de un rasgo común a numerosos mitos, y que no excluye su gravedad:
a saber, su humor.” (Clastres, 1978: 116).
Los mitos amerindios que sirven a Clastres para ilustrar esta condición del mito –la
posibilidad de causar la risa– fueron recogidos entre los indígenas Chulupí que viven en el
sur del Chaco paraguayo. Estas narraciones ora burlescas, ora irreverentes, ora
francamente libertinas, pero siempre dotadas de un fino y elevado sentido poético, son
harto conocidas por todos los miembros de la tribu, jóvenes y viejos. Cuando realmente
tienen deseos de reír, le piden a algún anciano o anciana versados en el saber tradicional
que se las vuelva a contar una vez más. El efecto nunca se desmiente: las sonrisas del
comienzo se convierten en risas a duras penas contenidas, las risas estallan francamente
en carcajadas, y, al final, en gritos jocundos de alegría.
Dada la extensión de ambos mitos –“El hombre a quien nada se le podía decir” y “Las
Aventuras del Jaguar” –como los titula Clastres–, ofrecemos de ellos una síntesis: El
personaje central del primer mito es un anciano chamán. Se le ve primero tomar todo al pie
de la letra, confundir la letra con el espíritu (de tal manera que no se le puede decir nada) y
por consiguiente cubrirse de ridículo ante los ojos de la tribu. Lo seguimos en las aventuras
a que lo expone su condición de médico. La expedición extravagante que emprende con
otros shamanes a la búsqueda del alma de su bisnieto está llena de episodios que revelan
la incompetencia total de los médicos y una capacidad prodigiosa para olvidar el objetivo
de su misión: cazan, comen, copulan, buscan el menor pretexto para olvidar que son
médicos. El segundo mito nos habla del jaguar. Su viaje, a pesar de ser un simple paseo,
no está exento de imprevistos. Este gran bobo, que decididamente encuentra mucha gente
en el camino, cae sistemáticamente, en las trampas de aquellos animales que son más
débiles que él. El jaguar es grande, fuerte y tonto, no comprende nunca nada de lo que
sucede y, sin la intervención repetida de un insignificante pajarito –el Ts’a-Ts’i–, ya habría
desaparecido de la faz de la tierra (Clastres, 1978).
Escribe Clastres que una primera conjunción nos muestran al chamán y el jaguar unidos
por la risa que provocan sus desdichas. Pero, al interrogarnos sobre el estatuto real de
estos dos tipos de seres y sobre la relación que los indígenas mantienen con ellos,
descubrimos que colindan en una segunda analogía: lejos de ser personajes cómicos, son
por el contrario, tanto el uno como el otro, el chamán y el jaguar, seres peligrosos, capaces
de inspirar temor, respeto, odio, pero, sin duda, nunca ganas de reír (Clastres, 1978).
Lo que ambos mitos ocultan y sugieren en su narración es una parodia burlesca del Viaje
al Sol, parodia que toma como argumento un tema familiar: el de la cura chamánica, para
burlarse doblemente de shamanes y jaguares. Ambos mitos utilizan el tema del Gran Viaje
que conduce a los shamanes hacia el Sol para caracterizar de manera risible a los
shamanes y a los jaguares, mostrándoles incapaces de realizado. El pensamiento indígena
no escoge en vano la actividad más estrechamente ligada a la tarea de los shamanes, el
dramático encuentro con el Sol: lo que busca es introducir un espacio de desmesura entre
el chamán y el jaguar del mito y su objetivo, espacio que viene a ser llenado por lo cómico.
(Clastres, 1978).
Las diversas tribus del Chaco tienen la convicción de que los buenos shamanes son
capaces de llegar a la morada del Sol, lo cual les permite demostrar su talento y enriquecer
su saber interrogando al astroomnisciente. Pero –escribe– existe para estos indígenas otro
criterio de poder (y de maldad) de los mejores hechiceros: es que éstos
pueden transformarse en jaguares. La relación entre nuestros dos mitos cesa entonces de
ser arbitraria y a los lazos, hasta entonces exteriores entre jaguares y shamanes, sustituye
una identidad, ya que, desde cierto punto de vista, los shamanes son jaguares. Nuestra
demostración sería completa si se lograse establecer una demostración recíproca a ésta.
¿Son los jaguares shamanes?” Clastres refiere en este último sentido otro mito
chupulí, in illo tempore, cuando los jaguares eran shamanes. Eran, por otra parte, malos
shamanes: en vez de fumar tabaco, fumaban sus excrementos, y en vez de sanar a sus
pacientes, buscaban devorarlos. Esta última información nos permite confirmar la
precedente: los jaguares son shamanes. Al mismo tiempo se aclara un aspecto obscuro del
segundo mito: si hace al jaguar el héroe de aventuras habitualmente reservadas a los
hechiceros, es que no se trata del jaguar en tanto que jaguar, sino del jaguar en tanto que
chamán.
Cuando los indios chupulies escuchan estas historias, no piensan más que en reír. Pero,
como apunta Clastres, lo cómico de los mitos no los priva de su seriedad. En la risa
provocada se abre paso la memoria; al advertir a quienes los escuchan, los mitos preservan
el saber de la tribu. “Ellos constituyen así el gay saber de los indígenas.” (Clastres, 1978)
Las observaciones de Clastres entre los indios Chulupí, del Chaco paraguayo, confirman
las nuestras sobre los petroglifos de Carmen de Uria, Estado Vargas, Venezuela: a saber,
la identidad entre jaguares y shamanes. Una vez más, la conjunción de Etnología y
Arqueología se muestra como una posible ruta en la interpretación de problemas comunes.
En los petroglifos de Carmen de Uria, al imponer sobre las imágenes de jaguares y
shamanes el mismo esquema iconográfico de puntos y celdas, el imaginario cultural
expresa una identidad fundamental. Sin embargo, la identidad no es inmediata sino gradual,
como parece colegirse de la secuencia gráfica: a) en una de las figuras el jaguar posee sólo
puntos, b) otra sólo celdas y, finalmente, c) una tercera imagen de jaguar conjuga en su
cuerpo el sistema de celdas y puntos que adornan el cuerpo de los shamanes.

Petroglifo de Carmen de Uria. Fuente: Rojas y Pérez (2003).


La pintura corporal entre los indígenas alude a ciertos animales –totémicos o míticos– y el
programa de puntos sobre el cuerpo alude, a nuestro juicio, claramente al chamán. Las
celdas cuadrangulares que enmarcan los puntos pueden interpretarse como elementos de
la cultura, esto es, como específicamente humanos.
Estación de Petroglifos: Carmen de Uria. Fuente: Rojas y Pérez (2003).
Alrededor de las figuras de los shamanes y los jaguares pueden verse una serie de motivos
de difícil descripción, ora vagamente geométricos, ora absolutamente caprichosos.
Sugerimos que estos signos pueden estar vinculados a las imágenes que pueden verse
durante el éxtasis chamánico, durante el Viaje al Sol, producido por agentes psicotrópicos.
Los petroglifos pueden ser considerados como representaciones de las visiones que el
chamán tiene durante su viaje al Mundo de los Espíritus, durante ceremonias (ritos) que
propician en viaje chamánico. El mito recogido por Clastres, nuestras investigaciones en
estaciones de Arte Rupestre en Venezuela, la investigación de campo entre comunidades
indígenas contemporáneas permite la articulación interpretativa de elementos
arqueológicos y etnológicos en el ciclo continuo del Símbolo-Mito-Rito que permite la
reconstrucción del mundo simbólico de las poblaciones aborígenes autoras de los mitos y
los petroglifos. Los petroglifos de Carmen de Uria parecen representar un rito que une al
chamán y al jaguar durante el éxtasis o, cuando menos, evoca su identidad.

Petroglifo Carmen de Uria 3. Fuente: Rojas y Pérez (2003).


El programa iconológico que representa la asociación del hombre y el jaguar se encuentra
en varias estaciones del Estado Vargas: estación de Los Yánez, estación de Camaticaral,
estación Fila de Indios –cuya primera descripción data de 1905, debida al Dr. Luis Muñoz-
Tébar–, estación Los Rastrojos, y, desde luego, estación Carmen de Uria (Rojas y Thanyi,
1992: 73-106). Algunos petroglifos aislados corresponden al mismo sistema: Petroglifo de
la Peñita. Este último inicialmente formaba parte de una estación integrada por tres rocas
que se encontraba en la Fila de las Llanadas, concretamente en el Cambural de Los Yánez,
en la Peñita, parroquia Carayaca; actualmente se encuentra en el Hall de la Biblioteca
Central de la Universidad Central de Venezuela; rescatado por el Grupo “Gaspar Marcano”
de su segura destrucción (ibídem).
En el Museo de la Colonia Tovar puede verse un petroglifo proveniente del sector Fila de
Indios; una fotografía de Rafael Muñoz-Tébar, nieto de quien describiera la estación en
1905, lo muestra en 1970 en el mismo sitio donde su abuelo, integrante “de la Segunda
Comisión Topográfica del Plano Militar de Venezuela que realizaba el levantamiento de la
Cordillera de la Costa Central, y como testimonio gráfico de esa misión hizo una serie de
dibujos y acuarelas...” Muñoz-Tébar realizó dos acuarelas donde registra unos petroglifos
que denominó de Los Helechales. Un esbozo del esquema hombre-jaguar lo encontramos
en la estación Plan de La Anserma, particularmente en la roca conocida como roca de Los
Reyes, cuyo esquema iconológico –rostro cuadrangular, puntos acoplados, círculos
radiados– recuerdan las estaciones falconianas de San José y Viento Suave, Municipio
Petit, Estado Falcón (Morón: 2007).
Rojas, quien documentó la estación en 1992, nos informó, en agosto de 2005, que los
petroglifos de Carmen de Uria sobrevivieron a la catástrofe natural que se abatió sobre el
Estado Vargas a finales de 1999. La noticia nos llenó de júbilo; durante años habíamos
inquirido en los medios noticiosos, en los entes gubernamentales, entre los colegas
investigadores, sin tener noticias sobre el destino de esta notable estación de Arte
Rupestre. Ya la habíamos dado por pérdida, temíamos que el último testimonio que quedara
fuesen algunas fotografías y descripciones (no siempre fieles, ni científicamente
correctas). Es oportuna hacer un llamado a la conservación: No nos dejemos engañar
porque los petroglifos tengan carne de piedra: los petroglifos son vulnerables, ya sea por
causas naturales (catástrofes o el lento desgaste de la erosión) o antrópicas (vandalismo,
impericia e incompetencia en la gestión del Patrimonio Cultural, etc., etc., etc.).
La figura del jaguar en los petroglifos del Estado Falcón está representada en uno de los
petroglifos del Cerro de Santa Ana; la estación fue descrita por primera vez por el naturalista
Richard Ludwig –muerto en La Guaira de disentería en 1895– el 28 de mayo de 1887,
escribe: “Más arriba, a 435 metros, en la falda noroeste del cerro, junto a una fuente de
agua muy clara, se encuentra un gran bloque de roca blanco verdosa con dibujos indígenas
singulares trazados en ella; la superficie del bloque con dibujos mira hacia el sur/oeste,
siendo el único grabado indígena en roca conocido en Paraguaná.” (vide Morón: 2007)
Adrián Hernández Baño visitó la estación, conocida por los lugareños como Piedra del
Almanaque, en 1977, su guía fue Ramón Arcadio, nieto de Manuel García, quien guiase a
Ludwig en su expedición de 1887. Hernández Baño realizó una detallada descripción de la
topografía de la región, así como una cuidadosa relación de los informantes y las sendas
para llegar a la estación. (ibídem).
Francisco Tamayo visitó la Piedra del Almanaque en 1939, recogiendo el toponímico
de Piedra de la Teresa. El petrograbado representa un rostro cuadrangular antropomorfo,
dividido en tres secciones rectangulares, en la más alta se encuentran los ojos, enmarcadas
por dos líneas orientadas hacia los ángulos superiores del cuadrado. La línea que limita la
segunda sección está interrumpida por dos líneas perpendiculares correspondientes a la
boca, evocando colmillos que la enmarcan y delimitan. La tercera sección presenta tres
líneas perpendiculares desde la base del cuadro, que se prolongan hasta la mitad de esa
sección. Toda la figura está surcada por 14 hileras de puntos, más o menos paralelas entre
sí, La figura está coronada por un remate o penacho constituido por líneas y puntos. El
programa iconográfico que venimos describiendo sugerir que estamos en presencia de la
conjunción mítica del hombre- jaguar – ¿acaso una máscara ritual?–. Los puntos que
encontramos en las estaciones del Estado Vargas y en la pintura corporal de los pueblos
amazónicos confirman esta propuesta de interpretación simbólica.

Fuente: Archivo personal de Hernández Baño


En aquel viaje a Colombia en 1938, viaje no sólo en la geografía de la tierra colombiana,
sino más bien en su pasado y en su diversidad cultural actual, Rivet dictó varias
conferencias en la Biblioteca Nacional que llamaron a atención de un amplio público,
veámosla a través de sus anteojos: “Rivet sedujo al auditorio con su dominio del español,
su exposición fluida y convincente y sus ideas. Todos escuchaban embelesados la palabra
sabia y sencilla de aquel hombre de 62 años [Rivet nació en Wassigny, Francia, en 1874],
calvo y de baja estatura, que miraba los asistentes a través de nosotros, sus anteojos de
gruesos cristales. Él transmitía con pasión el resultado de sus estudios de muchos años.
“Rivet consideraba que no todos los pobladores del Nuevo Mundo habían llegado de Asia,
atravesando el estrecho de Bering. En su opinión, otros grupos étnicos distintos de los
asiáticos vinieron, en época tardía, para asentarse en el continente y que la variedad de las
poblaciones, las civilizaciones y las lenguas americanas eran el resultado del mestizaje de
estos primeros pobladores. “Rivet planteaba que era posible que, además de los asiáticos,
hombres provenientes de pueblos australianos hubieran arribado a América del Sur,
bordeando el Antártico. Igualmente era probable que navegantes melanésicos hubieran
llegado a las costas pacificas americanas y a las costas de California, asentándose en estos
territorios” (Rodríguez, 1998: 39 et passim).
Mapa de las rutas poblacionales de América, según Paul Rivet
Las teorías de Paul Rivet fueron ampliamente difundidas por el periódico El Tiempo. En una
de sus conferencias, dictada en la Academia Colombiana de Historia, el 30 de agosto,
titulada “Impresiones sobre los Monumentos Históricos de San Agustín”, comentó que los
rasgos negroides –a su juicio– que se apreciaban en la estatuaria monumental de la región
eran indicio de elementos de la cultura melanesia en Colombia. Aquí el hombre-jaguar, del
inicio de este ensayo, que llega hasta nosotros a través del testimonio de la tradición oral y
el documento arqueológico, tiende la mano a los primeros pobladores del continente o, más
precisamente, a su problema, pues es uno de los grandes debates de la Antropología
americana, desde sus comienzos más remotos.
Recientemente se pensó que la aplicación de los estudios genéticos a poblaciones enteras,
lo que se ha dado a llamar Antropología Genética zanjaría de forma conclusiva el debate;
pese a los mejores deseos, estamos lejos de una respuesta conclusiva (un rasgo de
carácter propio de la Ciencia). Una sucinta relación cronológica de investigaciones
aplicadas a la genética de poblaciones indígenas puede arrojar alguna luz sobre el estado
actual del problema de los orígenes del hombre americano:
En 1981, se estableció el mapa del ADN mitocondrial y, en 1990, Douglas C. Wallace
determinó que el 96,9% de los indígenas de América estaban agrupados en cuatro grupos
mitocondriales (A, B, C, y D), lo que significa una notable homogeneidad genética.
En 1994, James Neel y Wallace establecieron un método para calcular la velocidad de
cambio del ADN mitocondrial. Ese método permitió fechar el origen del Homo sapiens, la
famosa Eva mitocondrial, entre 100.000 y 200.000 años adP, y la salida de África entre
75.000 y 85.000 adP. Aplicando este método, Neel y Wallace estimaron, en 1994, que el
primer grupo humano en ingresar a América lo hizo entre 22.414 y 29.545 adP.
En 1997, los brasileños Sandro L. Bonatto y Francisco M. Bolzano aplicaron el método
sobre el grupo A, casi completamente ausente de Siberia, y obtuvieron resultados que van
de 33.000 a 43.000 años adP. Estos científicos sostienen que durante miles de años se
estableció una gran población en el Puente de Beringia, donde se diferenciaron
genéticamente, y que es de esa población de la que provienen los primeros migrantes hacia
América.
El genetista argentino Néstor Oscar Bianchi analizó la herencia paterna en comunidades
indígenas sudamericanas y concluyó que hasta el 90% de los amerindios actuales derivan
de un único linaje paterno fundador que denominó DYS199T, que colonizó América desde
Asia a través de Beringia hace unos 22.000 años.
El genetista estadounidense Andrew Merriwether, de la Binghamton University, sostuvo que
la evidencia genética sugiere que América fue poblada mediante una sola población
proveniente de Mongolia, como sostenía Aleš Hrdlička. La razón de esto es que en Siberia
los grupos A y B casi no se encuentran presentes, mientras que en Mongolia se encuentran
los cuatro principales los grupos indoamericanos (A, B, C y D). Merriwether destaca que los
4 los grupos se encuentran presentes en toda América, pero que dentro de ellos pueden
localizarse mutaciones genéticas diferentes, según se trate de indígenas de Sudamérica o
Norteamérica. Esto sugeriría que, una vez ingresados a América, algunos grupos migraron
rápidamente hacia Sudamérica, mientras que otros poblaron Norteamérica y
Centroamérica. A su vez, las mutaciones genéticas muestran migraciones entre
Sudamérica y el sur de Centroamérica (Panamá y Costa Rica), pero no más allá.
En 2006, el equipo de Merriwether estudiaba si las poblaciones modernas de amerindios
eran descendientes de los pueblos antiguos que vivían en esos mismos lugares o se trataba
de nuevas migraciones que reemplazaron culturas más antiguas.
En 2007, un grupo de genetistas estimó que la salida de Beringia debió producirse siguiendo
la ruta costera del Pacífico, en un periodo que inicia hace ~19–18 mil años y termina hace
~16–15 mil años (hacia el final del último máximo glacial, en la transición Pleistoceno-
Holoceno).
En 2009, otro equipo de investigadores le dio al poblamiento de América una antigüedad
de 15.000 años, basados en cálculos según la tasa de mutación del reloj mitocondrial.

Mapa de la distribución de los grupos, según J. D. Mc. Donald


Para ilustrar de manera meridiana que la genética molecular no puso fin al debate sobre los
orígenes del hombre americano consideremos, verbigracia, que algunos genetistas incluso
mencionan un grupo X, supuestamente proveniente de Europa, en una fase tardía del
poblamiento americano:

Según Rivet, el hombre-jaguar encontrado en los objetos arqueológicos y en los mitos de


San Agustín, tenía un origen melanesio. La moderna ciencia de la genética de poblaciones
no descarta tal origen, según la entiendan equipos diferentes de científicos. La Antropología
es una ciencia de síntesis. Su objetivo es develar aquello que está implícito en los símbolos,
las palabras y los testimonios materiales de la cultura. El problema de los orígenes del
hombre americano requiere del concurso de la etnología, la arqueología, la genética, la
física. Ninguna disciplina por separado responderá el enigma.
Como corolario a este paseo por la historia de la ciencia, la arqueología, la mitología y la
genética, tornemos al personaje del comienzo de estas líneas: Paul Rivet volvió a Colombia
durante una breve visita en 1948. Lejos estaban los días del mágico viaje a San Agustín del
que Rivet escribió en una carta dirigida a Gregorio Hernández de Alba: “San Agustín
quedará como el mejor de mis recuerdos colombianos”. Lejos estaba también el sombrío
1941, cuando tuvo que huir de una Francia ocupada por los nazis, en aquella fuga el tren
se detuvo en una pequeña estación y varios militares subieron a hacer la requisa y pedir
documentos. “Hernández de Alba mostró su pasaporte colombiano y señalando a Rivet,
que fingía dormir, explicó: Es mi abuelo” (Rodríguez, 1998: 44). De la Francia ocupada,
llegaron a la España fascista del general Franco y de allí al puerto de Bilbao,
donde “abundaban las lágrimas y los sobornos de quienes querían, a cualquier precio,
partir” (ibídem). Lejos estaba la creación del Instituto Etnológico Nacional, adscrito a la
Escuela Normal Superior de Bogotá, un 4 de julio de 1941, y la formación de la primera
cohorte de Etnólogos graduados en Colombia. En 1942, el presidente Eduardo Santos,
amigo personal de Rivet, entregó personalmente los diplomas a aquella primera de
etnólogos. En el pasado, sembradas como semillas, estaban las investigaciones
arqueológicas, etnográficas, lingüísticas y arqueológicas en Tierradentro, Caldas, el valle
del Cauca. Durante su exilio colombiano, Rivet redactó la que sería su más famosa obra:
Los Orígenes del Hombre Americano, publicada en francés y castellano en 1943. En 1943,
Rivet tuvo la satisfacción de graduar la segunda promoción de etnólogos colombianos
formada por él (ibídem). En su exilio colombiano, Rivet redactó artículos contra el fascismo
y fue presidente de honor del Comité de la Francia Combatiente. En 1943, Rivet parte a
México, designado por el general De Gaulle, Consejero para América Latina y Agregado
Cultural de la Francia Libre. Rivet volvió a Francia al concluir la Segunda Guerra Mundial,
reasumió las funciones de Director del Museo del Hombre y organizó el Congreso de
Americanistas de 1947. Durante su breve estadía colombiana en 1948, Rivet encontró un
país convulso por los acontecimientos políticos, se reencontró con amigos y discípulos.
“Después de una penosa enfermedad, este pionero de los estudios americanistas, formador
de los primeros antropólogos colombianos, falleció en París, el 21 de marzo de 1951, a los
81 años de edad… Poco antes de morir, le había dirigido una carta a Luis Duque Gómez
en la que expresaba: “Quiero tanto a Colombia como a Francia.”
Estas líneas estarían incompletas sin una doble tributación de afecto: la primera a
Colombia, país gemelo de Venezuela, ambos países amazónicos, caribeños, andinos,
llaneros. Nos hermanan los mitos, la arqueología, la historia. Dos hechos históricos nos
distinguen: el petróleo y la dictadura del general Juan Vicente Gómez, que son como dos
caras de la misma moneda. El petróleo significó para Venezuela un regalo troyano, con su
economía minera y rentista y todo lo malo que ello conlleva para el sano desarrollo de una
nación; claro, no podemos culpar al petróleo, entonces ¿a quién? Dejo a cada cual
responder en su conciencia a esta pregunta. La larga dictadura de Gómez significó el fin de
los llamados, en Venezuela, partidos históricos: el Liberal y el Conservador. Por lo demás,
cada paisaje geográfico colombiano tiene su reflejo venezolano. La segunda declaración
de afecto es a los libros o, más humanamente, a sus autores. El libro Paul Rivet. Estudioso
del Hombre Americano es como una presentación matinal del hombre y su obra. Antonio
Orlando Rodríguez nos lleva página tras página como si bajásemos en una curiara por un
río vital. Seguramente este libro sembrará en los corazones de los lectores el amor por la
Antropología y si no se hacen antropólogos, cosa que nadie les exigen, sí serán sensibles
a los aportes de esta ciencia humanística. El libro de Rodríguez me trae a la memoria los
libros que en la infancia me enamoran de la Ciencia: Verne, Cousteua, Sagan, Heinlein,
Asimov. Y, más recientemente, los libros para jóvenes de la Dra. Jacqueline Clarac, mi
tutora: El Capitán de la Capa Roja (2da. ed, 2005) y El Águila y la Culebra (2006), estos
libros llevan a los lectores amable y certeramente a evocar estampas de nuestra riqueza
histórica y diversidad cultural. Y, finalmente, de manera melancólica, mi propio libro para
jóvenes lectores, eternamente inédito, a tal punto que no es menester desempolvar su
nombre.
BIBLIOGRAFÍA
Antolínez, Gilberto (1946): Hacia el indio y su Mundo. Librería y Editorial del Maestro,
Caracas.
Clastres, Pierre (1978): La Sociedad Contra el Estado. Monte Ávila Editores, Caracas.
Clarac, Jacqueline (Enero-Abril 1997): El Animal Fabuloso y el Animal Mítico en la
Cordillera de Mérida y Colombia. Boletín Antropológico, N° 39, Universidad de los Andes,
Mérida, p.p. 44-62.
Cora, María Manuela de (1993): Kuai-Mare. Mitos Aborígenes de Venezuela. Monte Ávila
Editores Latinoamericana, Caracas.
Lévi-Strauss, Claude (1976): Antropología Estructural. Editorial Universitaria de Buenos
Aires, Buenos Aires.
Morón, Camilo (2007): El Diao Manaure, al Filo de la Eternidad y el Mito. Ensayo de
Etnohistoria. Universidad de Los Andes. Universidad Nacional Experimental Francisco de
Miranda. Mérida, Venezuela.
Propp, Vladimir (1987): Las Raíces Históricas del Cuento. Editorial Fundamentos, Madrid
Read, Herbert (1973): Arte y Sociedad. Ediciones Península, Barcelona.
Rojas, Alexis y Luis Thanyi (1992): Arte Rupestre del Municipio Vargas. Fondo Editorial
El Tarmeño, La Guaira.
Rodríguez, Antonio Orlando (1938): Paul Rivet. Estudioso del Hombre Americano.
Panamericana Editorial, Santafé de Bogotá.

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