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CANCIÓN POPULAR SOBRE LA GUERRA GRANDE

(LAS HISTORIAS DE MARÍA MOREL)

Doña María Morel


tiene ochenta y cuatro años,
pájaros en las manos
y una luz de acontecer.
Y aunque sus ojos no ven,
lleva el corazón despierto,
una guitarra de sueños,
palabras de los caminos,
sabor de tiempos vividos
y aromas del sentimiento.

Su cara de anchas arrugas


es como la tierra madre,
tiene colinas y valles
y arroyo de aguas profundas.
A veces, todo dulzura,
canta el pájaro del alma,
se le enciende la mirada
y en el telón de la sombra
hay un monte que se ahonda
y una lágrima lejana.

Juntito al Yabebirí
era el calor del ranchito,
con el fogón encendido,
llama de timbó y yasy.
La leyenda en el fluir,
el olor de los pomberos
traía huellas del suelo
y corcovos de la sangre,
cuando volvían del aire
los silbidos del misterio.
Chipá, reviro, mbeyú,
mesa de petereby,
el vuelo del mbopí,
aires del mbaracapú,
lamentos de urutaú
por los altos cocoteros,
era la mano del viento
y, en su letanía eterna,
era la voz de la tierra
en lo inasible del tiempo.

Alguna canción lejana


traía en luz del paisaje
un hamacar del cordaje
en la guitarra poblana;
huellas hacían al alma
los lamentos del mensú.
Bajada Vieja, el urú
y leyendas guaraníes
eran voces en los límites
de la tierra mboraihú.

Vio la luz allá en Loreto,


cerquita de San Ignacio,
y fue creciendo en los halos
del monte con su misterio,
un Misiones con sus fuegos,
vientos de las soledades,
el río en los pedregales
con voces de la distancia,
leyendas, cuentos, extrañas
fuerzas de la tierra madre.

Va por su alma el recuerdo


del querido padre Juan,
huido en su mocedad
de las trincheras en fuegos
de un Paraguay en desvelo
acosado en sus trincheras
por la inteligencia artera
de tres naciones en marcha
que ocultas en sendas máscaras
sembraban muerte y miseria.

Con catorce añitos nuevos


y un niño-hombre en las armas
fue rodando la barranca
del Paraná hacia lo hondo
con otro gurí, en el lodo,
entre el miedo y la metralla.
Llevaban fuego en el alma
y a espaldas el Paraguay,
la inocencia en el andar
y en el corazón una lágrima.

Una chalana en la fronda,


un río profundo, calmo,
alerta en la aurora, llanto
del niño-hombre en zozobra,
iban por la vieja sombra
de la muerte hacia la vida.
La oscura costa argentina
se abría como un abrazo,
y eran dos latidos bajo
la Cruz del Sur, infinita.

Quebraban la lejanía
rumores de las trincheras,
órdenes a soldadescas
en lengua desconocida.
La guerra de industria activa
botaba barcos, chalupas,
naufragios en aguas duras,
amores crucificados,
seres que fueron soldados
y hoy silencio que abruma.

Contaba María Morel


desde su voz provinciana,
en la inocencia, en la clara
voz de su persona y fe.
Hablaba del padecer
de su tierra guaraní
de un Misiones al parir
de los tiempos tumultuosos
frontera y fuego en los brotos
de la contienda ruin.

Año de mil ochocientos;


mil ocho sesenta y cuatro.
Sellando secretos pactos
iba la muerte en su sexo.
La huesuda mano al fuego
por el mapa liberaba
en conspicuas embajadas
y capas de ocultos rostros
el derrumbe, el grito, el óxido
de la sangre en llamaradas.

La Triple Alianza con miles


de dientes en sus tres bocas
era de metal y roca
era de los tres países.
Un Brasil de imperio y níquel.
Un Uruguay subalterno.
Una Argentina de enfermo
corazón en el estuario
llevando en secreto pacto
bandera inglesa en el ceño.

Mitre, de escuálida estampa,


sumiso al emperador,
Sir Edward Thornton, en flor
de la intriga solapada.
Bernardo Berro en la estatua
de un Uruguay invadido
por ganaderos y alijos
de la frontera sabrosa,
preso en aduanas y roscas
del saqueo del bien público.

Cuatro millones de esclavos


tenía el Brasil imperial.
Negros, mulatos y un lar
del trabajo inhumano.
El Uruguay, con sus pastos,
producía carne buena.
La compra de la frontera
por señores del Río Grande
levantó en los orientales
el olor de la sospecha.

Míster Russel en conjuras


de una Inglaterra lanzada
era tela en fina trama
y rostro oculto en la bruma.
Trepaba la historia adulta
de la expansión comercial,
“revolución industrial”,
máquinas de vapor cruzando
en feroz acto corsario
de una emanación letal.

El peligro hermana al hombre,


lo vuelve cauto, pensante,
sabe que la muerte abre
sus mandíbulas biformes
y los mandatos son órdenes
secretas que el alma lleva.
La misma ley que la estrella
del espacio sideral
anda en el hombre al rodar
sujeto a leyes eternas.

Mata sin saber matar;


viola sin saber por qué;
hiere sin querer al ser
que no conoció jamás.
No importa el rostro, la paz
o la violencia lanzada
sólo el animal que ladra
detrás de sus dientes ígneos
va en las balas, el cuchillo
o la pólvora estallada.

Un mariscal luminoso
emerge de la humareda
barba, uniforme, estrellas,
montado en arisco potro,
un mariscal por el monstruo
de la guerra nauseabunda
con una espada en la zurda
y un mosquete en las alforjas
avanzando por la historia
de la América profunda.

Francisco Solano López,


del campamento mayor,
con un mapa de pasión
y un prismático en el porte,
brota en caballos, galopes
y alucinados ejércitos
cayendo sobre los cuerpos
vivos de los enemigos,
su persona en los abismos
de la historia, por el viento.

Francisco Solano López,


de uniforme y larga espada,
irrumpe de la maraña
brotando en espeso monte
con el ejército al tope
con la guerra sin cuartel
llevando al héroe en la piel
y un quijote en la conciencia.
¡La tierra viva en sus venas
y un estallido en la fe!

II

Fogón de río en Loreto


torta, chipá, acontecer,
doña María Morel
cuenta de sus recuerdos
imágenes del abuelo
casi niño, casi hombre,
jugando con los cañones
cual si de tacuara fueran,
lindando ya en las fronteras
del peligro y sus temores.

En sus palabras, la historia


traía un hedor de muerte,
el arrojo de los héroes,
el estallido, la pólvora,
los temores, la carcoma
de la Triple Alianza viva,
con el dolor en las tripas
y el soldado en el fracaso
el estertor, el llamado,
el nunca más a la vida.

“Su inocencia lo salvaba


y era un hombre en lo pequeño
que iba sobre los cuerpos
por el aire, por las llagas
por los orines, las balas
de la batalla ruin
en el morir, el vivir
renaciendo en fosos negros
que ocultaban en sus huecos
la respiración febril.”

“Cuántas veces en el campo


durante la espera larga
entre la chipa y las magras
comidas de nuestro rancho
hablábamos con Cambacho
sobre nuestra pobre vida.
Dos pequeños en la chispa
de la pólvora y la muerte
jugueteando entre las sierpes,
en la inocencia, la herida.”

“Nuestro padre por el frente


en un incierto destino.
Nuestra madre por el limo
del tiempo y sus menesteres.
Nuestro futuro en reveses
de balas cruzando el viento
cerca del último vuelo
y un no regresar jamás.
Hacia una tumba de sal
con flores de olvido y huesos.”

“Decidimos, pues, huir


en el momento más grave
a otro destino, otro valle
donde la vida es vivir.
Huir del sistema ruin
de la guerra hacia otro lar
donde un pedazo de pan
sea igual a nuestros sueños
y poder curar los cueros
curtidos de muerte y sal.”

“En la quietud de los campos


de la noche tropical
en el medio de la paz
descendiendo como un manto
estalló en un zafarrancho
la invasión como luz mala.
Sorpresa, gritos y sabanas
en fragores de la lucha;
y un despertar en las duras
voces de la metralla.”

“Ya en el desbande total,


ya hacia el Paraná huyendo,
despertamos en un vuelo
de demencia fantasmal.
Detrás la negra oquedad,
delante, el río turquesa,
y una chalana en malezas
como aguardando la vida
que alguien dejara, perdida,
en el asombro y la espera.”

“Apenas moviendo el remo


confundidos con la sombra
íbamos en aguas sordas
por el centro del misterio.
Las lucecitas de un pueblo
cual luciérnagas de amor,
eran de lágrima y sol
abiertas a la esperanza;
untando de luz el alma
y fuerza en el corazón.”

“Corrientes nos dio su abrazo:


se encendieron nuestros días
nuestra piel sin las heridas
volvió a la salud, el canto.
Temiendo a espías soldados
de nuestro ejército, huimos
hacia Misiones al grito
de la libertad soñada.
Ecos de la Triple Alianza
hacían sonar sus anillos.”

“Allí crecí en el amor


de unos ojos negros, hondos;
que me dio hijos, pimpollos
y futuro bajo el sol.
Allí se aquietó mi voz
de ímpetus y de espinas
dándome amor, alegría
y calma en el pensamiento,
en el ámbito, el regreso
a la paz, roja de vida.”

El respirar de la historia
llegaba en un viento negro,
impregnado en el aliento
de miles de seres, olas
de militares, las formas
que la estrategia en la selva
extendía sus arteras
manos tintas en sangre.
Hombres, armas, fuego
para el arte de la guerra.

Ella dijo: “¡Amor!


La guerra es del ignorante,
del mandamás que no sabe
de su alma, de su sol.
Aquel que pisa la flor
y no respeta su ámbito
sintiéndose un ser dotado
con las armas de su pueblo
atenta contra los fuegos
de la vida en sus paisanos”.

“¡Qué bien hicimos en ir


lejos de la triste vida
donde la muerte se abisma
oculta en cualquier fusil
con hombres de mente vil
dueños del poder de turno
manejando pueblos mudos
hacia el campo de los muertos
con la mentira, el pretexto
de la Patria, en el tumulto!”

“La historia cuenta en añares,


de las codicias, los oros,
en la mente de los ogros
que yacen en tumbas graves,
sedientos de gloria, hábiles
hacedores de fortunas
que el pueblo ignora en la bruma
de la miseria y sus genes,
cual los obedientes bueyes
atados a la coyunda.”

Una historia del camino


un regocijo en el tiempo
un andar bajo los cielos
de esta tierra, de estos ríos.
Pájaro del viento, vibro
con la mujer y el amor
el ansia de la pasión
en música de la selva.
El trabajo en la morena
tierra del inmenso sol.
“De los tiempos que viví
nunca se enteró mi ser,
de ese abuelo que se fue
por la tierra carmesí.
El Jean Morel que perdí
por las trincheras, los páramos
o en los pueblos olvidados
de las tumbas solitarias
sin una cruz, sin un ala
que indique su cuerpo amado.”

“Rubio con ojos de miel


de vaya a saber qué estirpe,
de qué tierra, de qué lindes,
de qué raza, qué vaivén,
qué destinación cruel
lo acercó hasta un Paraguay
acosado por un mal
de brujos en sus venenos:
tres naciones en los cuencos
de la guerra inmensidad.”

“Gracias a los dioses Tierra


o al Dios del orbe infinito
encontramos el camino
largo de la roja greda.
Misiones nos dio su estrella,
hijos le dimos nosotros
para el trabajo, los hornos
de la vida en los obrajes.
El amor en los pilares
del ritmo en cantos sonoros.”

“Mi vida se hunde en el tiempo;


soy un árbol, una hormiga.
Llevo conmigo los días
con sus dolores, sus fuegos;
quedan los hijos, los nietos,
en eslabones de sangre
para velar con el arte
los oficios, los talentos,
la pasión de los abuelos
que regresan por mis carnes.”

“Quiero fundirme en lapacho


ser río de eterno andar
ser un pájaro abismal
un yaguareté bramando
o un viento que por los ranchos
traiga su verdad entera
y ser en la tarde ciega
una luz que alumbre el río,
una huella del destino
con la palabra certera.”

III

Ojos blancos, ojos ciegos,


voz del silencio perdido,
como un extraño camino
que va pariendo el misterio,
la abuela vuelve del sueño
con la sangre estremecida;
caballos, galopes, brigas
de la muerte con la historia
de un pueblo muerto en la sombra
que pervive todavía.

Por su cara un horizonte


de pájaros alzan vuelo
y en sus arrugas de tiempo
dibuja su gracia el monte.
En crepúsculos de cobre
por valles de oscuro abismo
vuelven con ojos de siglos
las historias, las vivencias
de otros seres, de otras épocas
por la magia del camino.

En la guitarra, temblores
de su alma estremecida
venían con voz mortecina,
de la soldadesca informe,
el paisaje y los dolores
dispersos en la batalla.
Se perdían por las auras
de la muerte irremediable:
por delante lucha y sangre;
detrás, la sombra sin alma.

La Guerra Grande en fragores


de trincheras y soldados
iba mostrando tumbados
tendal de cuerpos inertes
por la metralla, la muerte
por el vértigo, la vida,
por el fusil, la perfidia
de los generales huecos
que nunca sabrán los fuegos
de Dios que en su cuerpo habitan.

Van los ojos de la abuela


por la bruma y el destello
por el alma, por el viejo
dolor de la Guerra Grande.
Una lágrima que arde
ilumina su piel clara,
y en el fiel de la palabra,
los abuelos que no existen
miran, desde otros límites,
esta entrega a muerte bárbara.

Amor denuncian sus gestos;


pasión, sus manos tendidas;
cautela, su voz sentida;
temblor ronda en sus dedos;
pasos, gritos, piel, silencios
preñados de circunstancias
son la esencia, la fragancia
de las luchas en el tiempo.
Un quejido, un sentimiento
para expresar la desgracia.

“Soy nacida allá en Loreto,


de un tal Juan de Dios Morel,
que de balas y de hiel
escapara del infierno.
Catorce años y el gesto
del niño-hombre en las armas
apareció en las barrancas
del Paraná estremecido
con otro gurí, heridos
por esquirlas de metralla.”

IV
Ojos blancos, ojos ciegos,
lumbre de sombra y herida,
nieve de luna en las guías
de los ojos en desvelo,
cuenta su rostro con fuegos
de la memoria traída.
Una abuela por las bridas
de tres países en pugna
avanzando en una jungla
de oros, muertes y codicias.

Era en su voz aquel niño


huido de las batallas
con estrías de las balas
aún por su alma en vilo,
ojos de soldado herido,
estertor de último aliento,
hombres debajo de un viento
negro de buitres y garras,
piel en toques de diana
atravesando los tiempos.

Cinco hijos dio a la vida,


cinco estrellas de su carne,
cinco palabras al aire
de la historia estremecida.
El Jean Morel fue en las brigas
ojos de la muerte anónima,
miles de seres en rondas
de las tumbas de la selva
con él cayeron en ciénagas
derrumbadas en la sombra.

Una lágrima de gloria


bajan de sus ojos ciegos.
Una lágrima de fuego
hecha de amor y carcoma
baja por su piel en gotas
de la sangre estremecida.
Estrías de las semillas
cercenadas por la guerra;
en el dolor, las cadenas
de la inconsciencia homicida.
EL VIENTO DE LA HISTORIA

Mis barbas de brumas tiemblan en los cielos fríos.

Voy por el lejano sur


por las estepas grises del mar palpitantes de espumas verdes
por las arenas de las costas magallánicas solitarias, perdidas.

He visto esqueletos de indios en las cavernas.


He visto escrituras en las piedras milenarias.

Soy un ala invisible que viaja


por los continentes
por el humo del hielo
por el rumor del trópico
por las humedades de las selvas
por las batallas de la Triple Alianza.

Soy
un trozo del día en la serpiente roja del camino,
un soplo del dios que desarma la ansiedad de las mariposas amarillas.

Por la noche las farolas me atrapan,


mi cuerpo se llena de luciérnagas fosfóricas.
Y un Pombero soy, que huye en el asombro del monte
y en los ojos de los murciélagos.

II

Asunción está de fiesta,


el pueblo canta
el río Paraguay espeja los mástiles enjoyados de lumbre
[mientras yo subo por el ritmo azul de la alegría.

Sonidos de tambores llegan del misterio junto a los fogones.


El Toro Candil arremete con sus cuernos de sombra.
Los enamorados ocultan su deseo entre los árboles.
El güembé cubre las caderas de la mujer desnuda.
Y yo subo por las calles hasta el sitio de las celebraciones.

La casona rebosa entre sus fuegos.


Me siento en el trono de Su Excelencia,
bicornio de plumas, vivos rojos, franjas de oro,
espadín de plata del brigadier general.

Francisco Solano López desciende de la calesa.


Fulgencio Yegros, José María Aguiar,
el ministro de Guerra, general Venancio López,
el escuadrón radiante Acá Carayá
cruzan mi cuerpo imperceptible entre la multitud.

La Triple Alianza se mete con caballos desatados,


con las fauces abiertas, en la trinchera enemiga.
¡Y es la carcajada loca del dolor en el abismo!

CANTO PRIMERO
COMIENZOS DE LA GUERRA GRANDE

Era el Paraguay en sus fronteras,


traje colonial, puerto alfarero,
duende selva por los ojos tierra,
manos prontas de pólvora y fuego.

De secretas voces y una herida,


de lapachos y vertientes hondas,
subían por su cuerpo las auroras
de la tierra montaraz, bravía.

Barro modelado en los jarrones,


industrias marchando hacia el futuro
locomotoras y fábricas y frutos
del trabajo creciendo en los hombres.

Telégrafo, cerámicas, hornos


y pólvora del alma en cada trozo
de este suelo de música, misterio
por donde van soldados en desvelo.

Suelto en ojos de los capitanes


y el despojo de la guerra impía;
lejos, mares y costas perdidas
traen barcos y pactos letales.

El Paraguay del quehacer silvestre


de confiada armonía en su fe
del crecer laborioso, el poder
venerable del Cara¡-Ru-EtŠ

Arrojan la azada, los machetes


por las armas de pólvora-estallido
y a caballo brotan de los trillos
sementeras de pueblos agrestes.

La casa de los ingleses


tiene una vislumbre extraña:
las palabras son de muerte,
la tinta se vuelve huraña.

Entre anillos de serpiente


la conjura se desplaza
hilos de filosa trama
por las embajadas crece.

Emboscados en la mente
sobre un mapa de dolor
tres cancilleres y un lord
firman el pacto, silentes.

Asunción, seis de septiembre


mil ocho sesenta y cuatro;
olas de negro naufragio
sobre el Paraguay se ciernen.

Un diablo de mal olor


anda por las alamedas;
capa de oro y de seda,
aliento de mar y ron.

Bajo del palo mayor


saborea un vino antiguo;
envuelto en su maleficio
sonríe el ojo avizor.

Celebra el emperador
en la distancia los goces;
de placer cantan sus bofes
entre seda y algodón.
Ausente el alma de amor,
Mitre en su capa se esconde;
levanta Venancio Flores
su copa sin esplendor.

Largo rumbo de dolor


tiene su imagen artera;
lo claman las calaveras
de degollados, sin voz.

Don Carlos Antonio López


casi al final del camino
mira el rumbo peregrino
donde comienza su noche.

Una ráfaga de luz


cruza por la lejanía
con caravanas perdidas
y llanto de urutaú.

“Hijo, la fuerza se emplea


sólo cuando la palabra
no permite otra razón
que la razón de la espada.”

“El Paraguay es la llaga


que arde en cueros extraños,
es la patria que forjamos
en el yunque de la raza.”

Atento está el general


Francisco Solano López;
tan arrojado, tan joven
corazón de tempestad.

Un humo de soledad
brota de su silencio;
innumerables ejércitos
pasan por su mente altiva.

“Asunción seis de septiembre


mil ocho sesenta y cuatro
–pluma, papel, desencanto–,
le escribo, Sir dear Russel.”

“Es tirano en pocas luces


quien puso llave al país,
un cerrojo en la cerviz
y crece en su propio sarro.”

“Ejemplos de este tamaño


no debemos permitir.”

El veinticuatro de julio
de mil ocho veintiséis
nacía un niño en la piel
del defensor de su Patria
Nadie hubiese sospechado
la magnitud del momento
en que la historia en sus fueros
iba a poner en su frente
el honor, la luz, los genes
de un líder de nuestra América.

De Carlos Antonio López


y Juana Pabla Carrillo
hizo sus primeros signos
con el maestro Escalada;
más tarde aprendió el inglés
con un padre jesuita
que a más de rezo fue guía
de la vida y sus secretos,
abriéndole los senderos
en las auras del saber.

Francisco Solano López,


ya soldado, ya oficial,
partió con el Paraguay
en la sangre hacia la Europa.
Con diez y nueve años nuevos
y aspecto de coronel
se entrenaba en el poder
de una juventud adulta
mirándose en la estatura
de un prócer de nuevo cuño

sin sospechar que el futuro


llevaba un duelo en sus formas.
Mil ocho cincuenta y tres
lo volvió un embajador
y su tierra con pasión
lo acompañó por Europa,
Reino Unido, España, Francia,
Prusia, Portugal, Cerdeña,
mostrando la independencia
de su Paraguay reciente.

Allí conoció a su amor


la Madame Lynch sagrada
mujer que impregnó su alma
con las flores del encanto.
Blanca piel, verdes los ojos
y una cabellera roja
como pintada por Goya
bajando hasta la cintura.
Una diosa por las brumas
de la historia, con su amado.

Ya por el cincuenta y seis


investido de ministro
fue de guerra y de marino
el osado mandatario.
Un horizonte de triunfos
con altos hornos, y trenes
fábrica, pólvora, bienes
y una presencia tangible
de ser en poder, un firme
país de la Sud América.

II

“Los gobiernos de los tres países


–Argentina, Brasil y el Uruguay–,
en estado de franca hostilidad,
en un mapa de actitudes viles,
conscientes del quehacer punible
con que azotan el Paraguay los tiempos,
levantamos las voces, los criterios
del pueblo soberano y múltiple,
celebramos este pacto cúspide
ante Dios, la historia y el derecho.”

“Conscientes de que paz y bienestar


es reflejo de la mente sabia,
que tiranos, mandamás y sátrapas
constituyen un reto a la equidad
decretamos la guerra hasta acabar
el gobierno del país esquivo,
un Paraguay en armas sometido
con fronteras del Noreste, ardiendo
ejércitos en marcha, barcos, pueblos
y el engaño a la inocencia en vilo.”

Tres siniestras sombras, tres testigos


levantan su pluma irremediables,
tres señores de apariencia grave
con las calaveras en abismo.
Tres silencios frente al precipicio
en un vértigo glacial firmando,
extendiendo en luz el negro pacto
que emana de su cuerpo un alarido
Tráfago de sangre, sales, vidrio,
e infinita muerte cabalgando.

El emperador del Brasil negro,


Mitre en un Pilatos convertido,
Flores de Uruguay, sombra en sí mismo,
y un diablo sentado entre sus fuegos
confieren sus mandatos, sus derechos
a jueces que juzguen nuestra historia,
a voces del pueblo y la sombra,
al libro del viento y la palabra,
el libro que escriben los que aman
verdades de los hombres in memórian.

Las tres armas irán a las fronteras


penetrando los suelos paraguayos,
hombres, fuego, ejércitos aliados
sujetos a los mandos de la guerra.
Mitre, General en la marea,
será la voz mayor en consecuencia;
puertos abrirá de oscura selva
por ciénagas, esteros, valles, islas.
Harán del tirano en sus guaridas
ejemplo en salud para sus tierras.

Brigadier General Bartolomé


Mitre, presidente y escritor,
por la historia lleva un rastreador
de caudillos rebeldes, en su piel,
hombres de la Patria en el ayer
que en su pluma desaparecieron
hoy reclaman de la historia en celo
las verdades de la Guerra Grande,
un libro atroz que se deshace
en pasiones, lucha y Maquiavelo.

“Sir Edward Thornton le cuenta


de estas latitudes bárbaras,
donde en servil ignorancia,
indios con la mente ciega
andan casi en osamentas
detrás del generalote,
quien por la historia al galope
va en su arrogancia sin límites
habla en una incomprensible
lengua con sabor a monte.”

“Trabajando en las ‘Estancias


de la Patria’, en el confín
como esclavos al redil
giran por su noche larga.
La voces cultas avanzan
en luz de la burguesía
por las secretas guaridas
con los ‘patriotas’ pensantes
disimulados, audaces
en medio de los lopistas.”

Del río Apa al confín


cruzando selvas e hitos
era la tierra en litigios
del Paraguay y el Brasil.
Un mapa ardiente el latir
de los derechos creídos;
cada nación en su sitio
ostentando sus mandatos
y en las verdades, un diablo
de codicia y maleficio.

Partió un batallón raíz


hacia el lejano lugar;
soldados en soledad
por la marcha recia, ruin.
Brasileros en la lid,
paraguayos en la lucha,
atravesando la oscura
fiebre de los pantanos.
La tierra azul asombrando
el rostro de los reclutas.

En el sur mesopotámico
–región de los grandes ríos–
estallaba en largo grito
el asedio sobre el ámbito.
Naves en mar uruguayo,
ejércitos en fronteras,
preparativos de guerra,
ganaderos en sus lanzas,
que en simulacros clamaban
al emperador sus tierras.

De las aduanas los bienes,


del ganado exuberante,
eran en los seres bases
de una fortuna esplendente.
Mar de cabezas en ciernes
más saladeros y cueros,
más el charque en alimento
para millones de negros
daban al Brasil regresos
de inapreciable dinero.

Fue Rufino de Elizalde,


ministro, juez, diplomático,
atado al gobierno fatuo
de un Mitre cauto y estable
hacia el Brasil en su sangre
le bullían los amores.
Yerno de ambicioso conde,
superponía, sin dudas,
acomodo y mano dura
contra el derecho y el orden.

Venancio Flores andaba


por sentinas de la historia.
Fruto de pantano y bosta
era su figura amarga.
Contra su cuerpo la mácula
del asesino indeseable
brotaba en los andurriales
de los campos de Basualdo,
un degollador de gauchos
con una sonrisa amable.
Lo siguió la muerte, grave,
por los campos y las villas,
por los ríos, por las islas,
por calles de las ciudades,
por mansiones y arrabales.
Vertido en triunfos, glorias,
sin sospechar que la pólvora
de un justiciero asombroso
terminaría en un pozo
su figura sin memoria.

III

Montevideo era al Paraguay


lo que el Paraguay al Mato Grosso,
llave, puerto, sol, el venturoso
rumbo de las naves hacia el mar.
Pulmones, respiración vital;
igual que el Brasil al río Apa.
Meses de selva, piques, malarias
peligraban vidas y jumentos,
mientras que subiendo el río, un tercio
del precioso tiempo recobraban.

Tanto eran así los guaraníes


sujetos al destino de Uruguay,
que caído en la férula imperial,
la muerte aguardaba en los confines.
Astutos, los siniestros artífices
azuzaban perros desde el Plata,
empujaban al país en llamas
dando vida al pacto establecido.
Era el Paraguay en el abismo
con sus huestes vivas por el mapa.

Para detener al Paraguay,


dominar la senda del río Apa,
desmontar su crecimiento en armas,
su férrea estructura visceral,
era necesario el Uruguay.
“Y el pez por la carnada muere.”
Una escuadra brasileña en redes,
libraba su fuerza en el estuario,
un almirante de sol corsario
y anzuelos de pólvoras y muerte.
Pacto bilateral de ayuda mutua,
pacto entre Uruguay y el pueblo indio,
pacto en la cultura y el estímulo,
el comercio, el arte, las industrias.
Un pacto de interpretación súbita
cuando las banderas peligraran
y el fiel de la balanza inclinara
hacia el agresor omnipotente,
el honor de la nación sufriente
y el valor de los hombres en armas.

Veleros al viento, la aventura.


Puertos, rumbos, mar abriendo rutas.
Era el guaraní con la esperanza
y el comercio por la zona franca.
Ambos pueblos en abrazo puro
desde el norte al sur en la cadena
llevando los frutos de la tierra
a las costas de la Europa viva;
por la magia azul ultramarina,
navegando en luz hacia el futuro.

Caballero sin caballo, heraldo


de su clara Majestad Británica,
Sir Edward Thornton en su estampa
cruzaba la noche del estuario.
Sir Edward Thornton, flemático, parco.
Elizalde, Lamas y Saraiva
en fragata inglesa navegaban
por la trama de secretos actos.
Desde el humo del infierno, un diablo
vino de conjuras paladeaba.

Gauchos riograndenses, fazendeiros


en la frontera anárquica y sola,
de gesto feudal y turbio anhelo.
Quebrantos de Aduana, desacuerdos,
insolencias de los oligarcas
que abastecían con carne uruguaya
al río negro de la esclavitud,
a montones de seres en la cruz
desde Pernambuco a la alta pampa.

Señor de las pasturas, osado;


caudillo del Riogrande, montado
en poderes que erigían su imagen,
como un tótem de presencia grave,
fue Francisco Netto, el hacendado.
Los patriotas de Montevideo
que sentían a su Patria en juego
–abolida ya la esclavitud–
revelaron la oscura actitud
de los “amos nuevos” del Estado.

Estalló la ira como un trueno


y la tormenta subió hacia las cortes,
hacia Pedro Segundo y los nobles,
al asombro y el grito en la pira.
“No es posible tolerar la altiva
pretensión de la republiqueta
que parimos un día de fiesta
en los pies del inmenso Brasil.
Debe entonces la escuadra punir
tanta audacia y vejaciones sueltas.”

El emperador montado en cólera


con sus brújula al Uruguay
tambores de batallas ¡ay!
sonaban por su mente lóbrega.
Ya el almirante presto en la bóveda
ordenaba la navegación,
las troneras listas, el cañón
apuntando hacia los horizontes
por donde creciendo con sus hombres
el Plata tendía su valor.

Ya el lejano Paraguay olía


tufos de león por la campaña.
“Cuando la corteza siente el hacha
sabe que la muerte se aproxima.”
El Imperio-Brasil en la conspicua
expansión territorial artera
empujaba en armas las fronteras
al Plata y los trópicos indianos.
Eran locuaces cónsules los magos
voceros de reyes en su lengua.

Pero la oveja negra de América,


heredera en Francia y Carlos López,
crecida en las células del monte,
en cosechas feraces y médulas
del trabajo fecundo, en la ubérrima
tierra organizada, las fábricas
del té, la yerba mate, cerámicas,
artesanales papeles, música
montaraz que traían las rústicas
sonoridades de alza prima y alba.

No moría en la contemplación.
Un manto de gris desolación
lento descendía por sus costas
y consciente de ello, la pólvora,
el hormigueo febril, el gran trabajo
de miles de manos en las armas
erigiendo ejércitos en marcha
crecían tenaces tierra adentro.
Chasquis de fronteras en el vértigo
traían gravideces del Gólgota.

Sobre un Paraná de abril,


cinco naves paraguayas
apresaron en sus aguas
dos navíos argentinos.
Cepo, río, angustia, celo,
trampa abierta sobre el mapa
con un territorio en armas
y límites en litigio
era el cebo, era el sigilo,
de un lobo a la presa, atento.

Mitre tendía sus redes,


y un emperador en vena
merodeaba por las tierras
paladeando el atropello,
y un Uruguay cual cachorro
de los dos grandes sabuesos
iba también con su ejército
en humos de la contienda
empujado hacia una guerra
sin razón y sin decoro.

Con nombres de Gualeguay


y Veinticinco de Mayo
las naves eran bocado
en fauces de la conjura
claro pretexto, un camino
para declarar la guerra;
con sinuosa manera
y mil caras de la muerte,
preparando el estallido
de los países en pugna.

Mitre viajaba en la historia


vestido de general,
urdiendo en negro telar
los pasos del devenir,
con una trampa en la hiel
y un sabio andar por las ciénagas
dejando una triste herencia
a los hombres del futuro.
Una mancha sobre el mudo
cuerpo del noble país.

Un día después, al mando


de un cúmulo de soldados,
un general paraguayo
tomó Corrientes sin sangre.
Robles, de nombre y de gesto,
audaz en ancho caudal
llegóse del Paraguay
atravesando fronteras
rumbo al Brasil con la fuerza
joven del soldado nuevo.

Mientras en el gobierno,
gente adicta al guaraní
apoyaba en su lid
la empresa del Mariscal,
don Manuel Lagraña activo
creaba la resistencia
formando bajo banderas
la Vanguardia Correntina
en secretas fuerzas vivas
de la asombrada ciudad.

Francisco Solano López,


lejos por el monte umbrío,
no observaba el albedrío
del soldado en su elemento,
quien robando mujeres
de altas familias y pueblo
hacía de los prisioneros
la tortura, el padecer
ya capitán, coronel,
o los sufridos marinos.

Aunados bajo el sombrero,


los correntinos medraban
–entre dos fuegos en llama–
un horizonte perdido;
por Buenos Aires, porteños
de juventud y de arrojo,
ignorantes del destrozo
celebraban el ataque
sin observar en el aire
la aureola de los cuervos.

En predios del interior,


intelectuales, políticos,
gente del pensar, adictos
que ven debajo del agua
observaban la cola del lobo
asomando en las palabras
más allá de piel y barba
de mentiras y codicias,
la guerra, en los fratricidas,
emergía desde el lodo.

Algunos de pluma y letra,


otros del pensar vacío,
no calibraban el frío
de la muerte abriendo vuelo,
preferían las falencias
de un Mitre y sus exorcismos,
al aroma de la historia
que se abría en horizontes
sobre la América en orbes
de futuro, paz, conciencia.

Frecuentador de la historia
cual Constantino en su gesta
fue un escritor con las velas
en geografías remotas;
un Napoleón con la gloria
conquistada entre las páginas
de los libros, en las auras
paridas de extraño tiempo
de hombres con los mismos vientos
de su fantasía vana.

Metido en regiones vírgenes


y conquistas asombrosas
iba del mar a las rocas
transgrediendo dueños, límites,
desde el Presidente insigne,
al peligro y la aventura,
poco trecho había en su pluma
trocada en pólvora, espada,
montado en briosa jaca
por las estrategias burdas.

Mitre, de soberbia ingente,


barba en militares órdenes,
cosmogonía de próceres
deambulando por sus genes,
llevaba en su aire ecuestre
un combatiente prestado,
apariencia de soldado
pero en batalla falaz,
un ejemplo pertinaz
del miedo suelto en los campos.

Al ser de menor calibre


el ejército argentino
se apoyó en el poderío
del Brasil y el Uruguay.
Una alianza sin razón
de ser, un oprobio
cual dedo mostrando el rostro
herido del continente
que estalló el cristal perenne
de la América en su sol.

IV

“Diez libertad de palabra


no valen una de acción,
sólo es libre bajo el sol
quien lleve sus propias alas,
quien de la tierra levanta
la cosecha de la vida
y en su mente esclarecida
lee su propio destino
tan sólo aquel que ha sufrido
puede hablar de sus heridas.”

“El que pisa el suelo patrio


sobre una parcela ajena
anda rumiando en la pena
su desvelo y su cansancio.
El soldado paraguayo
puede leer y escribir
y no le importa morir
cien veces la misma muerte
antes que estar en las redes
de la esclavitud ruin.”

“El hombre aprendió a querer


lo que con ansias sembró.
Desde el Supremo hasta hoy,
rancho, trabajo y mujer,
cuatro caballos tener,
armas propias y en los hijos
la suma del sacrificio
y el derecho conquistado
de saberse un hombre apto,
constructor de su destino.”

“Cada colono soldado


listo para la guerra
era dueño de su tierra
en la gloria del trabajo.
Trigo, maíz, el tabaco,
los copos del algodón
los naranjales en flor
emergiendo de las chacras.
las Estancias de la Patria
cual locomotora al sol.”

Juan Bautista Alberdi observa,


desde su mente frondosa,
las sombras que por la historia
asoman su fibra negra.
Del mercenario que medra,
del esclavo sin conciencia,
del soldado que a la fuerza
hacia el campo de batalla
va con las manos atadas
capturado en su inocencia.

Treinta y ocho mil soldados


tenía el Mariscal López;
fuerza de la tierra al tope
sobre briosos caballos.
En el hueco de las manos,
el destino del país,
las manos sobre el fusil,
los pies en la buena tierra,
el idioma de la selva
en secreto ñandutí.

Una marina de guerra


con barcos de pasajeros,
cañones de caña y cueros,
lanzas de duras maderas,
una Humaitá fortaleza,
oficiales alfareros,
capitanes del estero,
general de las industrias
y miles de hombres en lucha
con la espada y el criterio.

Corrió la voz y la estrella


del hombre apagó su lumbre,
vinieron desde las cumbres
de la palabra más fea,
olor de pólvora y brea,
olor de sangre y espanto
traían por el espacio
de los pueblos en conflicto.
La voz era un alarido
al borde del holocausto.

“¡Guerra! ¡Guerra entre hermanos!


Guerra contra el Brasil,
la Patria llama a la lid
por el surco, por el llano
¿cambiar la hoz y el arado
por las balas y el fusil
ir a vencer o a morir
sin saber a quién defiende?
¿Cuál es la mano que enciende
la muerte fiera y ruin?”

La vida del campesino


amasada en el trabajo
en el rigor del verano
o en la inclemencia del frío
tiene un secreto camino
una llama de la tierra
encendida en la experiencia,
en el olor de la vida
que le hace ver la mentira
bajo el disfraz que aparenta.
Esos gauchos reclutados
desde lejanas provincias
con una verdad ficticia
y cien promesas de engaño,
atados manos con manos,
a pelear contra el Brasil
iban a una lucha ruin
en pos de la libertad
pero ¡ay! el Paraguay,
los esperaba en su lid.

De Catamarca, Jujuy,
de Tucumán y La Rioja,
caravanas de personas
descendían al albur
integrándose a la luz
tremenda de los combates
ignorando los empaques
de los señores guerreros
–que de los peligros lejos–
huían de los ataques.

Era cual salir del templo


y dar con su cara al diablo,
con la risa del espanto
y un vacío por el cuerpo.
De su vida no ser dueño;
de su voluntad la nada;
de haber nacido en la Patria
de la libertad, el sueño,
y verse –de pronto– en fuegos
de una balacera magna.

Era Juan Bautista Alberdi


con sus pensares, su alma,
desde una Europa lejana
un crítico en plan de leyes.
Veía en Mitre un orfebre
atracado a sus visiones
con las soberbias mayores
de un ego de su estatura
sin ver su sombra en la bruma
perderse al inmenso orbe.

V
Crisóstomo Centurión
vio la luz en Itauguá
en el calor del hogar
con una madre amorosa;
nadie pensó que nacía
señalado por la historia
estructurado en las formas
de la cultura y la vida
atento a sabidurías
de los maestros de Europa.

Fue soldado por amor


a su tierra en peligro.
Un escritor en hechizos
de la palabra y sus formas
internándose en el ámbito
de las mil propuestas vivas
en que la natura abría
las alas de la aventura.
Igual que un dios de la pluma
escribiendo por los campos.

Tiempos del ocho cuarenta


del veintisiete de enero,
con un Paraguay creciendo
y temporal en la sangre.
El arpa india sonaba
en las rejas del amor
y en el temblor, Asunción
era una mujer amada
mimándose en las palabras
del poeta con su arte.

Centurión de luna y coplas,


de la mente y sus pensares,
era el beso, era la carne,
era el temblor, en el alma.
Con el amor a la tierra,
recién abierto al asombro
iba descubriendo el oro
del paisaje en el rocío
sin sospechar que el destino
con su sombra lo aguardaba.

Junto a Cándido Bareiro,


Andrés Maciel, Gaspar López,
hizo estudios superiores
en las tierras de ultramar.
Derecho Internacional
eligió para su vida,
tal vez pensando en las bridas
del loco caballo-tiempo,
que tan pronto es calma, sueño
o grito en la tempestad.

Tiempos de formar las mentes


de futuros estadistas
en las batallas jurídicas
que traían vientos áridos,
atisbos de las fronteras
calientes de geografías,
con mentalidad de Atila
y rostro de Emperador.
Abriendo escucha al rumor
pero alerta contra el rayo.

Regresado de Inglaterra
lo halló Francisco Solano
ejerciendo en desparpajo
su juventud de oro y sueños.
Imbuido en importancia,
pero de horizontes amplios,
lo incorporó El Semanario,
como un escritor vertido
creciendo en cálidos vínculos
con el lector, con el ámbito.

Al año de reintegrarse
al latido de su tierra,
llegó el monstruo de la guerra
con su aliento nauseabundo.
No sólo fue un buen soldado
sino también un caudillo
entregándose al delirio
de las batallas reñidas
ganándose las presillas
de los ascensos peleando.

Como juez militar


–inflexible en sus rigores–
tuvo que juzgar traidores
que socavaban la Patria.
No usó la misericordia
ante las fuerzas ocultas
llegando hasta la tortura
para castigar las sombras
que con máscara y ponzoña
la paz interior medraban.

Más que el lustre de su nombre


pensó en la luz de su Patria
ingresando a las batallas
hecho un juez militar.
En sus mandatos cabales
no reparó en las alcurnias
de los señores de astutas
caras conspirativas
sorprendiéndolos en finas
maniobras de mentes vanas.

Eran leyes de su tiempo,


las de Las Siete Partidas,
y a sus órdenes ceñidas
a Ordenanzas Españolas
ejecutó los castigos
con severidades justas
pensando en su tierra pura
invadida por extraños
¡y todavía, villanos
agusanando el camino!

Deberían ser los mismos


de la Legión Paraguaya
que junto a la Triple Alianza
regresaron a su tierra
no cual libertadores
sino como mercenarios
apoyando a los corsarios
que con mentiras y máscaras
traían la muerte en andas
por un paisaje de horrores.

El Padre Maíz decía,


casi a los noventa años,
después de haber condenado
a muerte al Obispo Palacio:
“Por ser traidor a su Patria
obré con las manos limpias
de acuerdo a leyes sabidas
serví a mi Patria en desvelos
de balaceras y muertos
y hoy soy yo el acusado”.

Impuesto en el secretario
de López, el Mariscal,
Centurión pasó a integrar
–junto a Silvestre Carmona–
el Tribunal Militar
que juzgaría a los reos
de haber vendido secretos
del Paraguay a la Alianza
pisando las nobles almas
que por la Patria se inmolan.

Tras de cumplir sin sentirse


mordido por el cilicio,
Centurión retorna al limpio
sendero de su persona
y se mete en las batallas
en cuerpo y alma, a vivir
o entregar su cuerpo al vil
monstruo de la guerra impía
como tantos hombres, vidas
segadas por la carcoma.

Fue a pelear a Itá Ibaté


en los épicos encuentros
girando en la muerte al fuego
de la artillería lanzada.
Imbuido del valor,
ingresó a la gran contienda
librando a su paso fuerzas
que le valieron menciones
premiando su gesto el noble
grado de sargento mayor.

Reaparece, el escritor,
en campamentos de Azcurra,
donde por su mente lúcida
y arrojo en los contraataques
le otorgó la fuerza el lustre
de teniente coronel,
el veinticuatro de julio
del ocho sesenta y nueve,
cuando el aire era una suerte
de llanto por los yerbales.
Poco después, en Tandeih,
a fuer de coraje y lanza,
con la mente en la esperanza
que arriba a puertos perdidos,
nació desde adentro el genio
que hace de la muerte vida
salvando hombres y climas
del espíritu peleando
con la intuición, el trabajo
y el saber que da el camino.

Coronel: dictó el criterio


ante la verdad en él
y fue Centurión la fe
levantada en la sonrisa.
“Coronel”, dijo la selva
camino a Cerro Corá.
A caballo en el andar
entre el hambre y la porfía
en desnuda marcha herida
de sufrimiento y desgracia.

Adelante el Mariscal
con la caravana en sombra
iba buscando la aurora
que no volvería a gozar.
Adelante el Mariscal
rumbo a una extraña muerte
con un cortejo de fieles
camino al Aquidabán
sin regreso, sin final,
resignados a su suerte.

Centurión, manos al arma,


hundido en el monte avá,
esperó en la soledad
al matador de luz vana.
Sabe que el fin se aproxima
que es mejor morir peleando
junto a los caros hermanos
por la Patria, libertad,
que es una honra llegar
a la historia con su vida.
La vida es solo una chispa
en el tiempo… en los años.

Ya en el último momento,
al frente de sus soldados,
caballada, fuegos, mandos,
lo alcanzó un tiro en el rostro
rompiéndole una mejilla
parte de la lengua, dientes,
derrumbándolo en las fiebres
del ataque sin cuartel.
Caballo y hombre en la red
del invasor fratricida.

Herido ya y prisionero,
en una doliente marcha
de once días en ráfagas
del acoso brasilero,
llegó a Concepción a pie.
Pueblo de antiguos amores
con el dolor de los hombres
que lucharon con el alma
y mil voces de soldados
que aún llaman del recuerdo.

De allí a su amada Asunción


igual que el Padre Maíz
en el barco Ygatimí,
cañonero brasilero.
Nuestro nivel de soldado
nos permitió algún respeto
que salvara nuestros cuerpos
de alguna muerte rastrera
que las miasmas de la guerra
depositara en los negros.

Se recuerde Centurión
en una página íntima
de las palabrotas ríspidas
que algunos jefes aliados
traían a la sentina
junto a sus extraños presos
que cual fieras en acecho
solo esperaban morder
extrañándose al saber
de su intelecto, sus actos.

En tres semanas más tarde


les separaron los grillos
y ya marchando al exilio
fue llevado hasta Humaitá.
En la distancia los ojos
de amigos, amores, Patria;
desbordaban una lágrima
rumbo a Río de Janeiro
la capital del Imperio;
el dolor mordiendo el alma.

VI

Felipe Varela, gaucho

“En el Copiapó de Chile


–sombra que se estremece–,
acosado por las fiebres,
cuerpo brotado en las lides,
tiemblo pensando en los miles
de gauchos que en montoneras
se fundieron con la tierra
dando su sangre a la Patria.
Lanza y pólvora en las llamas
del corazón, la conciencia.”

“Brotan de mi ser las fuerzas


que amara en la tierra viva,
mujer de alma encendida
que me dio amores, esencias,
hembra estremecida y bella,
tan lejana y dentro mío
cáliz de fe en cariños
que conservo en la desgracia,
el fragor de las batallas
y el rostro de los amigos.”

“En caballadas guerreras,


emanan desde mi lecho
harapientos hombres, fuegos
cual mandato de la tierra.
Un tropel de calaveras
con armas de bruma y tiempo
galopan en el misterio
perdiéndose por las sombras
mientras mi cuerpo se ahonda
en un túnel de silencio.”

“Van a pelear por la tierra,


como cuando estaban vivos,
saliendo de los abismos
de las provincias en vela.
Contra la muerte y la entrega,
la avidez de otras potencias,
la sombra de una Inglaterra
y cipayos al gobierno,
en oscuros contubernios
de oros, hambre, miserias.”

“Me veo sobre el caballo,


sombrero en alto, al galope.
La insignia bandera en bronces
de la carga en el contrario
estertor de los soldados,
la última voz que parte:
sangre corriendo a raudales
en la encerrona fatal.
Gesto siniestro en la faz
de la muerte irremediable.”

Y fue aquel ocho de junio


del mil ochocientos setenta,
de una diminuta aldea,
de un Chile de porte antiguo,
de gauchos en el exilio,
de un hombre al fin de su vida,
allá por Tierra Amarilla,
muy cerca de Copiapó
abrazado a su dolor
moría el gaucho en su herida.

Felipe Varela parte


para siempre de este mundo.
Lo vela un viento gatuno
y el silencio de los Andes.
Lleva una miseria madre
y un cajón de palo santo
sin banderías ni asaltos
ni montonera al galope;
sólo su amor por el hombre
y el país de cuño gaucho.

El consulado argentino
escribió al embajador:
“Ya se ha muerto el malhechor,
el Atila fugitivo.
Que el diablo lleve consigo
su memoria y su razón;
triste recuerdo al rigor
de su paso por los pueblos,
azote de nuestros fueros,
de autoridad y razón”.

La historia cubrió por años


la presencia de aquel altivo,
la historia de los políticos
–ostentosa del poder portuario–,
la que odiaba a los caudillos gauchos
y el galope de las montoneras.
El grito profundo de la tierra
condenada a mendigar sus fueros
los derechos justos de los pueblos
que intereses espurios se apoderan.

Sólo el hombre anónimo en La Rioja


o en la Catamarca estremecida
lleva por los ranchos la voz viva
de aquel gaucho que parió la aurora.
Jóvenes que llevarán la antorcha
en conciencia de la Patria Grande
todo un continente en hueso y carne
sin cipayos, ni falaces cuervos.
propiciadores del despojo artero,
con libras y dólares mediante.

La invasión de la industrial potencia


con ceguera de los gobernantes
dio vil protección al coloniaje
de mil y una caras de la anuencia;
la artesanía nacional muerta,
las provincias en el abandono,
cual si el resto del país un foco
despreciable de infecciones fuera
despertó en el gaucho la conciencia
y el grito guerrero parió al lobo.

En Guaycama, pueblecito,
mil ochocientos veintiuno,
en humilde predio, pulso
de una patria en el abismo
nace el gaucho del altivo
mandato de tierra y viento
cual si Dios pusiera el fuego
de su poder en camino,
señalando tiempo y ritmo
de la justicia, el criterio.

Felipe Varela viene


por el canto de los cerros,
por las quebradas creciendo,
por el verano en sus fiebres.
Cóndor de vuelo perenne
hecho de silencio y pueblo,
de libertad en el pecho
de estallido en la garganta
con la bandera del alma
enarbolada en el sueño.

¡Cuánta tierra estremecida!


¡Cuánto ganado en sus fuentes!
¡Cuántos perdidos talleres
en la inercia, la desidia!
¡Toda una potencia viva
bajo el manto del olvido,
cual si pobre haber nacido
fuera un estigma, un manchón
comparado a aquel señor
del gran puerto con su río!

Al coloniaje español
lo reemplazó el de Buenos Aires:
de hispánico vasallaje
a cepo criollo feroz,
de un rey –tributo en rigor–
a una lenta anemia viva,
donde la provincianía,
desbaratada en sus fuentes,
era la industria que muere
en el clamor, la agonía.

Ponchos, sombreros, chalinas


y vestimentas del gaucho,
los enseres del caballo,
lazos, riendas, platerías,
géneros de trama fina,
fajas, pañuelos, bombachas,
arribaban a las playas
de las fábricas inglesas
en una cruel competencia
de la libra y nuestras ansias.
Manchester, Londres, Liverpool.
Maquinarias del acero,
lanzaderas en desvelo,
vapores, fuego hacia el sur,
producción, infinitud
de un negocio incontenible
hacia las naciones libres
del viejo yugo español,
sujetas a un nuevo son
de las dependencias viles.

Destetadas las provincias


de las ubres europeas,
navegaban sus mareas
piratas de estampas finas,
seres de apariencia digna
pero un diablo en sus manejos,
con el consejo supremo
de oficiar en sus mandatos
promesas en una mano,
y otra en el bolso ajeno.

Diplomáticos arteros
de peluca y guantes blancos,
con el apoyo cipayo
de gobernantes mostrencos
dictaban rumbos al pueblo
pero en castillo portuario
donde la Aduana y sus amos
llenaban sus arcas nobles
mientras los prohibidos hombres
eran la ralea, el barro.

Lord Ponsonby, Canning, Russel,


picos de loro, estrategas,
con el alma en la Inglaterra
y el ojo en nuestros caudales.
Eran del Plata a los Andes
en la evaluación aguda
diplomáticas astucias
para tomar el país,
inclinar nuestra cerviz
como el buey en la coyunda.

Según el decir del pueblo


–en su pensamiento sabio–,
“la culpa no tiene el chancho
sino quien le da el afrecho”.
Engordar chiquero ajeno
y empobrecer su región
es darle a otros valor
para mandar en su casa,
hacer de su tierra pasta
para mejor digestión.

Felipe Varela noble,


ojos puestos en la tierra,
comprendía la estrategia
de los piratas del orbe.
Sabía de los azotes,
desde tiempo inmemorial,
a esta América y su andar,
sacándole el cuerpo al yugo
del cipayo en el embudo
de su criterio falaz.

Cuando estalló la contienda,


la guerra contra el Paraguay,
supo que del albañal
de la historia el monstruo era,
que la codicia y su senda
llegaba de las embajadas
en conspicuos pactos, armas
y héroes de barro y lodo,
empujados por los lobos
de las potencias mundanas.

Aprendió que la perfidia


es compañera del odio,
que para crecer en logros
está el desdén, la mentira,
que mostrar la cara altiva
es ocultar las falencias
ejerciendo la sorpresa
en el ataque fulmíneo,
que el que está alerta en el miedo
despierta en la conciencia.

Armó con las montoneras


un ejército de gauchos.
Montados sobre caballos
ganados en las contiendas
y el alma puesta en América,
brújula hacia el Paraguay,
contra la Triple Alianza en cal
viva marchando en bloques
rumbo hacia Solano López
con su tierra montaraz.

EL VIENTO DE LA GUERRA
(primera parte)

Yo soy el viento, ojos de infinito, boca de horizonte, barba de tormenta. Nada ni nadie
puede contenerme: ni la pretenciosa música del genio ni los versos abstractos del poeta.
Puede mi voz ser el trueno, el sibilante susurro, serpiente de voces rancias, un eructo del
abismo. Ir por las cerraduras de las embajadas sordas y el adiós del moribundo
que parte hacia el misterio.
Vengo de la choza de Juan, el pescador; acabo de aquietar las aguas para que en su mesa
haya un pez fragante. No sé qué hacer. Todavía, esta mañana he visto allá, en el boscaje, la
cabeza negra del cuerpo del ejército del Emperador. De su lomo vuela un Dios africano; es
Yangó, padre de las ferramentas, protector de la agricultura, que no comprende que el
hombre en su estatura pretenda derrumbar la obra inmensa de Dios.
Bajo con los cuervos en círculos concéntricos cortando el hedor. Voces negras. Voces
oscuras impregnan mi manto. Tienen un “sheiro” de sangre y estrellas, polvo de las
batallas, estertores del abismo.
Soy un punto naranja en el espacio, una hoja que cae, un átomo que se hunde en el misterio.
Una ráfaga de luz… cae de mis hombros. Es mi capa, iluminando a un pueblo.
Mi cuerpo es de brisas y abismos, de aire azul, de céfiros. Tengo alas transparentes
y viajo en la cola del relámpago. Puedo empinarme en el fragor del estallido y asesinar las
nubes en el trueno y volverme luz en los mares del pirata.
Soplo en las velas de los antiguos barcos, al olor del mar y sus azufres; y me detengo en
espiral del humo azul ululando en las cavernas de la costa.
Soy un niño perdido en los acantilados.
Nací con el primer vagido del planeta, con el primer temblor, con el primer gesto del barro
humano, la primera ola, la última hoja del otoño en el espacio.
A veces soy un pájaro, un ala detenida allá en el sol, un trozo de infinito cayendo en el
silencio, como un átomo transparente de luz, hacia otro tiempo.
A veces soy azul, verde esmeralda, greda rojiza, cuando me visto de selva y en la copa de
los árboles respiro el canto del alba.
CANTO SEGUNDO
UNA VICTORIA EN CORRALES

Correspondencia del Ejército


Paso de la Patria
3 de febrero de 1866

Señor redactor de “El Semanario”:


Tengo que contraerme en la correspondencia de comunicar a usted brillantes
hechos de armas que nos han dado la palma del triunfo, y que hacen honor al soldado
paraguayo. He dado a usted cuenta de las exploraciones diarias que hacían nuestros
soldados en el territorio enemigo, donde después de haber escarmentado a la caballería
correntina en varios encuentros, eran libres ya de pisar y pasearse allí diariamente sin
obstáculo de sus defensores.
El día 29 de enero, 200 hombres desembarcaron…

En la región del desvelo


–caballo, arma enemiga–
estratagemas e indigna
sorpresa cayendo a pleno.
Avanzando con los fuegos
de mosquete, lanzas, pólvoras
en media luna, con formas
solapadas del ataque
en un rebrillar de sables
brotados desde las sombras.

Despertar de la guerrilla
es resorte del soldado,
casi de pie, casi salto
de elasticidad felina,
proyectarse en la embestida
envuelto en brumas del alba
con las manos en el arma
contrarrestando el ataque:
las botas sobre la sangre,
el grito, una flecha helada.
Y fueron treinta los muertos,
treinta en brazos de la parca;
cadáveres con las caras
entre el horror y el siniestro
denunciaban al ejército
de su eminencia Don Mitre,
uniformes con sus timbres,
frutos de mala estrategia,
girando en las bayonetas
como pandorgas febriles.

Llenose el predio de heridos;


algunos en sus caballos
huían cruzando campos
en el asombro y el grito.
Como diablos perseguidos
por el azote de Dios
iban pisando la flor
con la cola entre las piernas.
Una furia por las piedras,
ímpetu en la desazón.

Armas, caballos, atroz


rastro de comidas, pan,
un libro del Paraná,
un mapa de la región,
cartas de un lejano amor
fueron en el campamento,
como un extraño trofeo,
de aquellos desconocidos
traídos hacia un abismo
de sangre, muerte y estero.

Las patrullas perseguidas


hasta el Arroyo San Juan
eran un polvaderal
en cascos de la estampida.
Tras de la espesa cortina
se perdían con la muerte
pisándolos con las heces
las patas de los caballos
en un derroche de espanto
y sombras del monte-duende.

Llegó el día treinta y uno,


al mando el teniente Prieto,
con hombres –más de doscientos–
y el coraje en el tumulto,
íbamos al río oscuro
de playas de Puerto Aranda,
ellos llevando del alba
un rocío polvorín;
nosotros, prontos en mil
formas de la contenida carga.

Adelante… solo grupos


de caballería aislada,
adelante… por las trampas
ocultas del monte abrupto
atraían hacia oscuros
parajes donde las fuerzas
brotarían de la tierra
con toda la infantería
atacando a nuestras filas
cegadas por la sorpresa.

La partida fue en su encuentro


rumbo al arroyo San Juan
distante una legua más
de las riberas del Puerto;
de pronto descarga y fuegos
del batallón de la Alianza
trajeron las llamaradas
en un incendio infernal.
Soldados, sables, saltar
brotando de la maraña.

Nuestros soldados, serenos


–curtidos por la sorpresa–
en una reacción superba
fueron el desborde, el viento.
En el corazón, venero
que solo siente el que sabe,
llevábamos voces graves
que nos vienen por los tuétanos.
Los mandatos del eterno
fuego de la tierra madre.

El comandante, en cautela
ante el desnivel numérico,
ordenó grupas al viento,
escapar rumbo a la selva
pues las invasores fuerzas
ya con cuatro batallones,
artillería en sus bloques
y armas de caballería
desbordaban nuestras filas
que se perdían al monte.

Haciendo pie en la estribada,


ocultos por la arboleda
utilizando maneras
del atajo y la lanzada
nuestras decididas armas
contuvieron los avances
de la soldadesca en trance
abiertas a la conquista.
Con la fe de nuestras vidas
dispuestas al abordaje.

Posición de cruel destino,


vidas pendientes de un péndulo,
gritos de la sangre, miedos
en el coraje, el delirio,
íbamos entre los riscos
del agreste Paraná
con un azul Paraguay
a flor de piel, en alud
sin importarnos la cruz
ni la muerte inmensidad.

Siempre que los batallones


acercaban sus peligros
nuestras fuerzas en un rito
sacábamos los galopes
del corazón en mil voces
multiplicando el coraje
esparciendo por el valle
un sapucay desafío
hasta que del infinito
caía un manto a la sangre.

Llegó el cañón de la Alianza;


llegó de muerte y delirio;
llegó el hambre, el estallido
de trincheras destrozadas.
Se instaló por la cañada
–negro sobre verde selva–
acomodando las piezas
al borde del largo fuego;
cuando por el flanco izquierdo
crecían de sí otras fuerzas.

Con los pasos bien medidos,


el dedo firme en el arma,
volaban de nuestras almas
sensaciones del abismo.
Como brotado del filo
de la muerte en pleno fuego
llegó el teniente Viveros
con doscientos hombres vivos,
venciendo el flanco temido
en un respiro del cielo.

El combate fue en la playa.


Nos superaban en hombres,
nuestra sangre por los bordes
de la muerte era en alza.
Nos superaban en armas
pero jamás en valor,
luchábamos en feroz
complicidad con la selva,
emanando de la greda,
perdiéndonos por el sol.

Tenaz fue la resistencia;


mirábamos con los ojos
de la cautela, el arrojo
vivo en la expresión suprema
con el patriota en las riendas
con caballos de la gloria
persiguiendo en la derrota
la confusión, el espanto
a los “seguros” aliados
que huían entre la fronda.

Allí dejaron sus muertos,


heridos, guerreros, armas,
una bandera en su llama,
paraguayos prisioneros
que celebraban los fuegos
llegados del dios antiguo
cortando el castigo indigno
de morir en vaga estrella
bajo manos extranjeras
con un dios de miedo y frío.

Desde el comienzo hasta ahora


no habíamos hecho sufrir
al enemigo, la vid
amarga de tal derrota,
tan extrema y vergonzosa,
con tan inferiores fuerzas
que dejaron en la tierra
los últimos moribundos
mientras los nuestros en cúmulos
de pasión, eran en fiesta.

Dicen que fueron seis mil


el número de adversarios
seis mil soldados aliados
y el mercenario ruin.
Éramos Goliat, David
de un Paraguay en acoso
con el corazón en ronco
bramido del combatiente
que intuye la muerte verde
olfateándole el orín.

Don Emilio Mitre y Hornos,


General Nicanor Cáceres,
mandando al frente mil sables
contra cuatrocientos lobos
aferrados a los lomos
de los caballos del viento
íbamos por el misterio
de la tierra guaraní
dispuestos a no morir
sin liberarla del miedo.

Cada soldado era el pueblo,


cada trabuco, un alerta,
con sesenta balas nuevas
y un corazón en desvelo.
Al terminarse el reservo
pelearon con la culata,
piedras, bayonetas, bravas
arremetidas suicidas
que impregnaron en las filas
de las patrullas contrarias.

Fuimos en bajas, doscientas


entre muertos, entre heridos,
pero sé que el enemigo
fue diezmado en mil curepas.
Jefes, oficiales, fuerzas
faltos de un ideal,
sin la potencia al lanzar
el alma en altas vigilias;
sin precipitar la vida
en el héroe, en el afán.

Fue el treinta y uno de enero


del ocho sesenta y seis,
con cinco horas de piel
erizada en el encuentro;
gritos de dolor, lamentos
apagándose de a poco.
Seres que iban al otro
mundo, en el último adiós.
La soledad del cañón
abandonado en el foso.

Los árboles de los montes


tronchados de balacera
sangraban savia y madera
al humo del viento insomne.
Brotando del cielo cobre,
un tucán pico de oro
se aposentó junto al rostro
del moribundo soldado
en un réquiem de lo alto
en la bendición del lodo.

Un silencio camalote
llegaba desde lo oscuro;
la respiración del mundo
vegetal era en sus odres.
Un silencio en río de cobre
como una mortaja de agua
huía a la ancha pampa
del mar en su porfía.
Un caminar a otra vida
lejos de las tierras bárbaras.

Pasos en la cerrazón.
Pasos del hombre durando
sin saber la paz, el ámbito
de su ser, de su valor;
sin conocer la emoción
de sentirse en el planeta
la criatura, la fiesta
del amor que Dios creó
y va ciego en su esplendor
atrapado por la guerra.

¿Cómo serán sus caras


ante el fracaso, el dolor?
¿Cómo la comprobación
de sus aciertos equívocos
con cadáveres en filos
de la muerte irremediable
mientras en los campos arde
un Paraguay como un himno?
¿Con qué boca el beso al hijo
ante tanto dolor caído?

Lección a los argentinos


imbuidos del Imperio,
traídos a nuestro suelo
en un engañoso abismo.
Hombres de sol, conducidos
a un horizonte de ciénagas
con los ojos en las vendas
y un espejismo de sueños,
un triunfo náufrago, negro
y un futuro con cadenas.

II

Natalicio Talavera,
poeta y guerrero del Paraguay

Mejor que esclavo vivir


es morir en la batalla,
porque en las prisiones bárbaras
la vida es la muerte vil.
Soy un hombre en el latir
de mi tierra paraguaya.
He nacido con el alba
de la libertad conmigo,
mi horizonte es el camino,
mi sustento, la palabra.

Voy andando por la estrella


del asombro y la pasión;
en la huella, en el dolor
condenado por la guerra.
Soy el que escribe en las venas
de la historia y el pensar
hechos del hombre animal
–cual las irascibles bestias–
matando la obra maestra
del Dios en la impunidad.

Voy al fuego que no calla,


a la poesía y su estrella,
a la vida y sus mareas,
al corazón que canta,
no al de la Triple Alianza
que en gigantesca anaconda
se mueve por las maromas
de la muerte irremediable.
Soy el poeta que extrae
de la cerrazón, la gloria.

El que camina en las redes


de la contienda pensando:
“¡Cuánta vida en el fracaso,
cuánto amor de pena muere!”.
Miro los cuerpos inertes,
tirados en la batalla,
y pienso que Dios los llama
por boca de los señores
parapetados en pobres
criterios de vida vana.

Jóvenes que nunca más


regresarán a sus lares.
Ni los huesos, ni las carnes,
ni sus pasos llegarán
a la tierra inmensidad
del pensamiento, el amor
donde el paisano y la flor
aroman los días bellos.
Odio al amo y al perverso
que andan sin guía, sin sol.

Jóvenes en el espanto
de la bayoneta, el tiro,
veo, de pronto, abatidos
en la ciénaga y el llanto.
Capitanes de los mandos
en las ráfagas siniestras
tirando en lúgubres sendas
de las emboscadas verdes.
Esa selva en aparente
calma que estalla, que vuela.

Es veintisiete de enero
de mil ocho sesenta y seis.
Paso de la Patria, en pie
erizado en el desvelo.
Le escribo desde el siniestro
de los campos de batalla
en el silbar de las balas
en el sol del día puro,
en el olor nauseabundo,
señor redactor, mi carta.

La Triple Infamia en su rostro


lleva un interés oculto,
una máscara de absurdo
y una sonrisa de ogro.
Pretende instaurar, en oros
de falsa justicia, pestes;
con caballeros en leyes
de armas, sangre, punición
sin importar el clamor
del pueblo que sufre y siente.

Quiero denunciar, señores


miembros de El Semanario,
el atropello, el osado
proceder de ciertos hombres
con jinetas y altos orbes
de autoridad desmedida
que no respetan las frías
leyes de la guerra insigne
trocando presos en miles
de esclavos en forma impía.

No contentos con la ruin


violación de los derechos,
brutal avasallamiento
y muerte del alma en sí,
acoplaron en la lid
de sus propios regimientos
a soldados prisioneros
en un regresar muriente
al propio suelo, al solemne
país de sus caros sueños.

A otros de mejor suerte


les tocó la servidumbre
en caravanas, al túnel
de los minerales verdes
sangre de esmeraldas, sierpes
del veneno y la amatista
o en las fazendas perdidas
de un Brasil en los confines,
pensando en la Patria libre,
muriendo en prisión maldita.

No saben que nuestras armas


–tan buenas como invencibles–
son la pasión que convive
con el deber, con la Patria,
que como la noche, el alba
trae a nuestros horizontes
lo mejor que existe, el hombre
en el amor, la pureza,
soldados que adentro llevan
la dignidad en sus orbes.

Nuestro hombre guaraní


es de selva y es de acero,
anda por la lucha en pleno
con el dedo en el fusil.
Machete y lanza, vivir
a caballo en serpenteantes
caminos de viejos cauces
atravesando el silencio
agazapado en los cedros
cual tigre en las soledades.

El viejo Venancio Flores,


instrumento degradado,
que al Brasil sirve en un brazo
y el otro al Mitre y su orbe
va creando desertores
supuestos, del propio ejército,
entrando a cuña en los predios
de las fuerzas paraguayas;
ofreciendo larga plata
por la traición a su pueblo.

Los comisionados llegan


desde la uruguaya alianza
con documentos y alma
vendidas a extrañas fuerzas.
Cruzan el río, frontera
a su tierra, desterrados
simulando huir del barro
de las fuerzas aliancistas
pero, con mueca en la risa
y espíritu… falsario.

El que acaba de llegar,


con graduaciones de alférez,
tiene el error en las sienes
y un pensamiento rapaz.
Es el Facundo Cabral
a sueldo de la ignominia
comprado con plata indigna
en contra del Paraguay,
llegando a su propio lar
con un tal Rosa Villalba,
que como él lleva el alma
en geografías del mal.

El falso alférez Cabral


confiesa que comisión
es abonar con traición
de espía su libertad;
subir de cabo a mandar
vertido en flamante alférez;
de la servidumbre al jefe
del batallón de uruguayos
y envolver a sus paisanos
en una traición doliente.

Apoyando su gestión
traía en sí un documento
que lo transformaba en cierto
cachafaz conspirador.
Puntos de contacto a flor
de ciertas familias altas
cuyos jefes en la Alianza
militaban altaneros
cual mercenarios a sueldo
en contra de la tierra magna.

Caso de hallarse en peligro


debían ponerse al amparo
protector de los preclaros
seres de dos apellidos:
Recalde, Decoud, Báez, finos
profesores de la lengua,
enemigos de la entrega
con que el pueblo al mariscal
da su vida en el compás
de su corazón de estrella.

¿Somos acaso la indigna


raza que niega su esencia,
la mercancía o la mierda
que se vende o que se tira?
¿O los titanes de un pueblo
de valor e idioma propio
paladines de un frondoso
rostro de hombres bravíos?
¿Cómo permanecer nimios
ante la ofensa, el acoso?

EL VIENTO DE LA GUERRA
(segunda parte)

Yo no conozco el amor. Las brisas, las ráfagas, las sibilantes furias, las
desenfrenadas tormentas que no me aman. Será porque llevo en el corazón una secreta
lágrima. Tal vez vean en mi cara los extraños designios del Diablo, los pasos secretos de
Dios, las voces que van conmigo por la lluvia descargándome en las sementeras, cayendo
en nieve por el azote blanco, por un mar de olas y naufragios por la muerte verde en los
rebaños.
¡Libre soy!
¡El más libre de los seres de la Tierra!
Y me duelen las cadenas del esclavo, que por hombre y tener el pensamiento como
un buey vive atado a las coyundas.
Peor todavía es quien ha edificado altos los muros en su pensamiento, y por
cavernas del alma se retuerce cuando pasan frente a él los fusilados.
De muerte en muerte, de monte y sismo, saqueo y quebranto, pólvora y miedo,
ruego en la palabra, grito en el infierno del dolor.

CANTO TERCERO
IMÁGENES DE LA MUERTE

Ojos de cuervo contemplan


en la flor de los pantanos
el movimiento, los pasos
las irremediables presas.

Es el vientre de la guerra,
rostro de la Triple Alianza,
hecha de odios e infamias,
largo rumbo de miserias.

Lleva en la selva el ocaso,


húmedo sol de madera,
hormigueando en las riberas
del viejo río asombrado.

Una gran cabeza negra


se mueve con los esclavos,
prisionera de un destino
con la bendición del amo.

Negro destino enroscado


con anillos de serpiente
en una ignorada muerte
en un Paraguay lejano.

Diez negros por cada blanco,


un noble por diez esclavos,
tiraban con voz de diablo
al infierno verde andando.

Carne de cañón al canto


gris de la madrugada
era el alma derrumbada
al duro grito del amo.

La noche tibia en los párpados.


Las columnas del ejército
iban cual pájaros muertos
con el arma entre las manos.

El crepúsculo, el cansancio
y las banderas del día
eran como una herida
punzante sobre la tarde.

Un Brasil por las arenas,


el mar como una esmeralda,
un sol de luz tan amarga
como una prisión de piedra.

Traía la piel morena


de Sensemayá y Ogún
del candomblé de betún
y la hermética fazenda.

De la macumba y la vela,
del látigo por la carne,
del Dios oculto en el aire,
cual si el alma fuera negra.

De las manos prisioneras


y el traficante de hombres,
de los abuelos sin nombre
arrancados de su tierra.

Es la cicatriz, la pena
lágrimas del silencio
un dolor que va por dentro
del pobre que siempre espera.

Codo a codo entre cadenas


marcha la inmensa columna.
Verde río, verde jungla,
el miedo vivo en la selva.

Adelante el Paraguay.
¡Coraje, valor, espera!
León en su madriguera,
indio, criollo en su heredad.
La Triple Alianza en la faz
del poderío y los actos
va en sus gestos solapados
en pro de la libertad.

Miran por su calavera


los ojos del General,
también esclavo en la faz
de la muerte, de la guerra.

Las balas no tienen dueño,


no tienen alma, son ciegas,
andan con el diablo a cuestas
paren la muerte y el duelo.

Negro el sol, negro el espacio,


negro el fusil polvoriento,
negro el canto de los vientos
negro el dolor, el llamado.

“Libertad para el buen hombre”,


decretó el Emperador,
para morir con honor
saludando en uniforme.

Defender al rey huraño,


con su corte, con su gracia
de reverencias y danzas,
amores, fuegos, espasmos.

El negro ejército va
rumbo a una muerte certera
por el centro de la guerra
y un no regresar jamás.

No sabe a quién va a matar


ni qué muerte recibir
ni a qué horizonte acudir
a esconder su humanidad.

Lleva un alma fugitiva,


una negra soledad,
un Brasil de lejanías
y el corazón, un penar.

Va en la luminosidad
de los campos florecidos.
Los ojos ciegos sombríos,
con su piel y su bondad.

Lleva en el alma a Ogún,


San Rafael, lemanyá.
No hay dios que acuda.
¡Sabe que no volverá!

Vengo de los campos, soledades


cantos de la selva y sus criaturas,
voces del silencio con las lluvias
que me funden con la tierra madre.
Soy el campesino de alma y carne,
no me doblo cual árbol contra el viento,
llevo la sustancia de los sueños
en palabras, idioma, el latir.
Se mueve en mis manos un fusil
presto a disparar su oscuro fuego.

Me he criado en chacras de frontera,


en canoas subiendo el Paraná,
hablo un portuñol Brasil guaran,
tengo amigos en la costa en fiesta.
No comprendo el porqué tanta miseria,
tanto dolor suelto por el aire.
Mientras la vida huye con la sangre
en los ojos blancos del soldado.
Pienso en el porqué llevo en las manos
esta máquina de muerte que me arde.

No sé de embajadores ni sargentos
ni del siniestro autor de los contratos,
ni del que bebe licores en los bancos
con manos finas de enfundados guantes.
Sé que amo la vida, el sol, el aire,
la infinita magnitud de la tierra
que me da sus frutos, y la estrella
que alumbra el camino de mi vida.
¿Qué hago en esta arma que no es mía
y que lleva a un final con su gangrena?

¡Cuándo aprenderán los animales


bípedos, de luz e inteligencia,
a valorar un día, una belleza
un minuto de amor, la piel, el talle
de la mujer que espera en los portales
un imposible volver de la masacre.
Sólo una lágrima honda por la tarde
queda vibrando en el alma triste.
¡Muere el hombre mientras alguien ciñe
en sus arcas el oro de la sangre!

II

Despanzurrados jumentos,
estruendo de los cañones,
humo por los horizontes
la batalla en el incendio.
La muerte por los senderos
va con sus pasos de sangre
y bayonetas en las fauces
del enemigo mortal.
Gritos, ayes, ansiedad
del que para siempre parte.

Una mujer de alto porte


camina por los murientes
olfateando fuegos verdes
y alma girando en el vórtice.
Ojos hundidos, enormes,
con manto de calaveras,
lleva en las manos las ruedas
del destino inexorable
con un séquito de graves
seres por la noche enferma.

Un brasileño vomita
un sanguinolento rezo
que apenas en el desierto
de su alma cobra vida.
Su rostro, espejo hecho trizas,
refleja un cuervo de sombra
picoteando la carroña
de lo que fuera un soldado.
Pleno vigor, pleno canto
de la muerte en la carcoma.

En medio de la batalla
un argentino al rodar
con el ímpetu en la faz
da con su cuerpo en la entraña
de la muerte, la granada,
el corazón de la pólvora.
Soldados desde la fronda
encendieron sus candiles
cuando casi estaba al límite
del heroísmo y la gloria.

El fragor del estallido:


los cuerpos volando al aire,
catapultas de la sangre,
el rugir del estampido,
lumbre, vértigo, relincho
del caballo destrozado.
Ojos desde el pantano
mirando en su calavera
los hedores de la guerra
y el terror cubriendo el ámbito.

Mostraban el rostro árido


de la insensatez del hombre,
del animal que se esconde
tras la apariencia y el hábito.
Que en artera voz de mando
al uso de la soberbia
llevan pueblos a las ciénagas
de las luchas entre hermanos
exterminando el milagro
del amor, el ser, la estrella.

“Pan… un pedazo de pan


de las manos de mi madre,
quiero en mi último viaje
al mundo del Más Allá.
Mi vida se apaga ya
y a mi lado alguien zozobra.
Anda una mujer que brota
del misterioso cenagal.
Inmensa luna de cal
cubre los cuerpos de sombra.”

Un caballo sin cabeza,


un jinete con su sangre
pasa atravesando el aire,
se hunde por las maderas.
El cañón de bronce truena
levanta el grito en el ámbito.
La roja tierra en sus sarros
va en la muerte y sus candelas.
Largo manto de miserias
cubre los cuerpos de espanto.

La lumbre violeta enciende


ojos de vidrio cegados
que ya no miran los campos
ni la flor, ni las vertientes
sólo el paso de las huestes
enemigas con su hambruna,
sólo las manos huesudas
del cuchillo en el degüello,
última luz en los cuerpos
aún despiertos en la bruma.

Una anaconda de humo


se desprende de lo alto.
Corre el alma del soldado,
por las balas, moribundo.
La tropa, por el hirsuto
monte, cae al abismo.
El capitán argentino
precipita su osadía
cubre con su propia vida
el último resuello vivo.

Dominguín Sarmiento alza


su espada en último gesto
cae sobre el pasto, ciego,
y lentamente se apaga.
Hecha de misterio y savia
una madre del quebranto
surge de la sangre, el barro
con la última caricia
con lágrimas, con la brisa
cierra el dolor de los párpados.

“Hijo –le dice–, mi llanto


te seguirá al otro mundo,
llevo el corazón en cúmulos
de imágenes en tus manos.
Iré contigo al espacio
con tu aliento de cariño
caminando al infinito,
con un hombre niño en brazos
con el amor en quebranto
y los pies en el abismo.”

III Canción del combatiente robado

Fue pescador y cuatrero,


baqueano en el río largo,
costumbre de andar el barro
y los ocultos senderos.
Conocedor del estero
hasta tutear a la selva
nunca hablaba, sólo ideas
del guaraní en monosílabos;
pero los ojos en ríspidos
mirares, eran estrellas.

Descubrí un día las marcas


que en su pierna denunciaban
rastros de lucha o metralla
que el pantalón ocultaba.
Como una gracia la cara
de gravidez exultante
floreció con gestos graves
la historia del combatiente
que huyera del río de fiebres
de la Alianza con sus hambres.

Su guaraní era perfecto;


no coincidía en mis sienes
como siendo un combatiente
del Paraguay, fuera inepto,
enrolado en un ejército
en contra de su país:
“Fui prisionero y perdí
mi alma en Uruguayana
–dijo–. Soy una lágrima
tras un extraño fusil”.

“Cientos, miles de soldados


marcha atrás hacia la lid
por un camino ruin
al Paraguay regresamos.
Secretas lágrimas, cantos
de la muerte y sus infiernos
al olor del brasilero
al argentino falaz
a nuestra tierra de amar
que nos había visto partir.”

No existe mayor vergüenza


para un hombre bien nacido
que la humillación, el grito
y la mácula en las venas.
El traer en la conciencia
ese abismo de olor fétido
casi un suicidio en el vértigo
del pensar con luz apátrida.
Mitre y los otros en lápidas
deben llevar este acierto.

Nos vendían en la calle


cual mercancía barata
sin jerarquías ni marcas
jinetas o autoridades.
Era en ellos el detalle
de elegir esclavo vivo
como se elige a un equino
auscultándole los dientes
los teníamos en ciernes
con su pequeñez de grillo.

Se cuenta que un argentino,


oficial, de piel oscura,
iba por la calle en dudas
con un aire prevenido.
“¡Soy un soldado argentino!”,
gritaba a voz en cuello,
desarmando los desvelos
de quienes con un zarpazo
podrían volverlo un esclavo
en menos de lo que ladra un perro.

Al Río Grande con cadenas,


otros a Río de Janeiro,
fueron dejando sus huesos
por minas, chacras, fazendas.
Seis mil soldados en tierras
de una Uruguayana herida
con residentas perdidas
del otro lado del río
y soldadesca en la libido
y el caos en llama viva.
Nunca supe adónde fue
aquella mujer amada
que el río Uruguay llevara
en sus brumas, su hediondez,
rostro de un tiempo de ayer
anochecido en mi alma
sin el amor, sin la Patria,
ambulando por los campos
con su imagen en el ámbito
del corazón que la llama.

Huí de la esclavitud,
no he nacido para esclavo,
llevo en mis ojos el canto
del horizonte en su luz.
En mis hombros va la cruz
como un Cristo del camino,
en mis adentros crujidos
que vuelven de las contiendas.
Soy un hombre de alma enferma
pero de esperanzas, vivo.

No quiero contar mi vida,


sólo este pasaje cierto
donde tantos seres buenos
pagaron con su milicia
la muerte, el horror, sentina
que los otros cometieron.
Generales que en el fuego
del error se incineraron
arrastrando a sus soldados
a la ignominia, el destierro.

IV Canción del indio soldado

Dionisio Flecha me llamo.


Soy un pedazo de monte,
una lanza por los bordes
del quebranto.
Se estremece el viejo árbol,
el coatí corre perdido,
llevando un escalofrío
de pólvora, muerte, dolor,
agazapado en el sol
voy andando entre latidos.
Soldados con voz de vidrio
traen un tufo de muerte,
balas que cruzan el verde
monte antiguo.
Una oruga es el peligro
del ejército marchando
carayá, curepí, uruguayos
por las fronteras del día
por mis ojos, las heridas
y el abismo.

De soldado es el rumor
que trae la selva ciega.
Voy atado a las cadenas
del Paraguay con su sol
en la garganta feroz
de la tierra estremecida
que llama en mi sangre viva
con grito de los abuelos
soy de lapacho y de cieno,
en amor, tierra encendida.

EL VIENTO DE LA MUERTE

Soy
el viento negro, morado, crepuscular.
Vengo de las batallas y las osamentas.
Llevo mis vestiduras salpicadas de cuervos girantes,
círculos de alas carnívoras.
Despeño hacia la tierra con los ojos amarillos del deseo.

Soy
el viento de las catacumbas
del abrazo constrictor de la anaconda
del relámpago de plata en los machetes que caen
con los degolladores
de los tratantes de esclavos.

Ando en la respiración jadeante de los perros.

Soy
la palabra oculta de los pactos
el brillo en los ojos del embajador que frota sus manos
como lámparas secretas de la muerte

Soy
de oro sulfúrico, metálico, ritmo negro
de antigua sangre filibustera que resiste al tiempo.

Soplo las velas panzudas de los galeones.


Ando por el mar de la conquista.
Tal vez con Francis Drake sobre el Atlántico
o en el ojo de la tormenta azotando las cubiertas
o en el náufrago perdido en el desierto líquido
o en las brujas quemadas en la hoguera de la Inquisición,
o en los ojos de Torquemada, el excelso, insigne obispo.

Anduve con alas inmensas arriando


la esperanza del ejército
conducido hacia la sangre.

Soy
una música en el aire
una música que brota de las armas
un vértigo del esplendor
como una violenta hoguera
en la piel encendida del combate.

Ella por mi cuerpo se trepa y con ella vuelo,


y en mi lomo cabalga y le crecen alas;
música de la banda coiguá bailando sobre el fuerte
para desbaratar la mente del invasor.

Se agazapan los cañones en las almenas.


Crece la música.
La palomita ya no es una danza de pies desnudos:
tiene flechas ocultas y pólvora de ojos sedientos.
Anda conmigo por las piedras de Humaitá,
remonta el azul y baja hasta las trincheras de Caxías;
se enreda en sus mostachos y caracolea en sus orejas.

Mmmm… ¿Qué andarán festejando esos naturales?


¿En qué supuesto movimiento embarcarán sus gestos?
“Mmmm, eu ajo que estos selváticos teim ainda muintas coisas
primordiales que facer, que festejar u onomástico de seu mariscal.”

Cuarenta canoas se pierden en la noche


cuarenta canoas de soldados sobre el Paraguay
cuarenta canoas separadas de la muerte por una cortina de música.

Héroes de cien combates retroceden a la selva,


fundiéndose en el río, como una oruga de camalotes negros
alertas por las armas.

Paulino Alem
con un tiro en las sienes,
enajenado, caído,
mira sin ver, las alas de la muerte.
Un chorro de vida le huye por los ojos;
vuelve por el Atlántico con Francisco Solano
y es un barco que cruza el mar. La canoa.

Antes
antes la luz
antes la alegría
antes la audacia
antes la porfía.

Ahora el despojo dentro de la piel vacía.

II

Sus pasos por las calles abren el futuro en espejismos.


París es un inmenso brasero encendido
que los lleva bajo las banderas rojas
enmarcando los intensos ojos verdes.

Es madame Lynch, del brazo del amor, por la ribera.


Dos seres jubilosos inaugurando el Sena
ignorantes que el dedo implacable de la sombra
les tiene un destino maldecido.

Francisco Solano y Alicia, para siempre,


tras el fuego del amor… silenciado.

Humaitá levanta murallas que traga la noche.


Miles de hombres y mujeres avanzan
por el cobijo del silencio, que los protege, que los engaña.
Las fuerzas invasoras regresan del asedio,
pasean por los muros callados de la fortaleza.

El asombro es la distancia,
sólo sombras pegadas al misterio,
sólo ondas del agua despaciosa cayendo hacia el mar.
De pronto el estallido,
el rojo rumbo de las balas
el naufragio, la sombra en sangre
el vientre del agua, abierto, como una carcajada,
el ataque feroz en la carne del alba.

No puedo torcer la historia.

Soy
nada más que un viento
el curso etéreo del cielo andando en los elementos.

CANTO CUARTO
ESTERO BELLACO

Mayo de l866
Boletín de campaña N° 5

¡Hemos triunfado! ¡Dios ha combatido con nosotros!¡Glorias mil al Paraguay!


¡Gloria para nuestro supremo jefe! ¡Gloria para el denodado ejército de la República!
En la presente guerra no hemos alcanzado aún una victoria tan completa, tan
gloriosa, y de importancia más trascendental para la sagrada causa nacional. El golpe
que ayer recibió la Triple Alianza ha sido el más terrible…

Gloria a Dios en las alturas,


Dios ha estado con nosotros.
Ha traído de los fosos
del tiempo luz a la lucha.
Somos en las armas lúdicas
fuerzas del amor, la tierra
lanzadas a la defensa
de un Paraguay en acoso
donde la alimaña en brotos
va como peste a la siembra.
Rutilante Sol de Mayo,
nueva victoria en las armas
presos de la mente vana
¡cuántos seres han quedado!
Aquí el Estero Bellaco
tuvo su baño de sangre.
Se apena, se alegra el vate
que anda conmigo a su suerte.
Canta en el arma una sierpe;
llora un ángel en mis carnes.

El golpe que nuestras fuerzas


dieron a la Triple Alianza
fue un escarmiento en la sabia
conducción de la estrategia.
Los pasos en la honda selva,
las sombras en la maraña,
la simulación fantasma
apareciendo en los sitios,
atrayendo al enemigo
a la perdición, la trampa.

La cantidad de soldados
en los encuentros, las brigas
daban vigor a las víboras
del ímpetu en sueños vanos.
Batallones en los campos
acosados por sorpresa
iban con las bayonetas
sobre la piel casi al grito
huyendo a sus escondrijos
cual susto de comadreja.

Cuatro batallones fieros


del arma de infantería
íbamos sobre las filas
de la alianza como un viento.
Caballos en anchos predios
lanzados para el ataque
disparaban al avance
del incontenible monstruo
con mil pies, ojos de humo
y un sapucay en la sangre.

Los aliados en los mandos


distribuían sus fuerzas
apiñándose a la izquierda
creciendo en fuego y espacio;
cañones en predios altos
cubrían la infantería
mientras por el paso Cidra
bajaban los artilleros
manos al gatillo, fuegos
con nuestros hombres encima.

La infantería compuesta
del Batallón Veinticuatro,
Batallón Cuarenta Avalos,
capitán Ovando izquierda,
Delgado en Paso Carreta
batallones siete y trece
con el coronel Valiente
cargando a pólvora abierta
íbamos en la humareda
de un campo de miedo verde.

Atizando armas, lobos


en desesperada huida
eran bajo la jauría
de nuestras fuerzas, oprobio,
pánico en el escabroso
camino del monte duro,
escape en murallas de humo
pólvora, árboles, fiebres
cohetera a la congreve
y un resplandor de otro mundo.

Hemos llegado a lo hondo;


hasta el cuartel general
en el empuje, el rodar
del ímpetu en diablo bronco
donde los mandos sinuosos
de las tres armas aliadas
eran en la revancha
juntando sus efectivos.
Éramos en el abismo
de la humana muerte en marcha.

Estamos en el panal
de las parcas con sus hieles
banderas, fanfarrias, jefes
de la insidia con su cal.
Cadáveres en el mar
de las batallas sombrías,
con carroñas de la vida
que jamás regresarán
los que fueran libertad
y hoy, tan sólo una agonía.

Una mujer de ojos huecos


camina por lo silente
lleva una hoz y una fiebre
azufrada de embeleso.
Una mujer con los huesos
a flor de piel por el aire.
Dos alas inmensurables
abarcando el horizonte.
Una mirada en el hombre
que lento apaga su sangre.

Triste es sentir alegría


ante los caídos seres,
moribundos, en lo inerte
de la piel estremecida.
Triste es sentir la ignominia
del que fuera el enemigo
y hoy es sombra, es abismo
en murallas de basura.
Algo que fue y que se usa
y se pierde en el olvido.

Divide a los dos ejércitos


luz del Estero Bellaco;
una orilla a los aliados,
otra bajo nuestros fuegos.
Como arietes, como émbolos
éramos en los embates
la penetración, el aire
la sangre ardiendo en sus ímpetus
Catalejos en la pus
del dolor sobre el paisaje.

II

Don José Eduviges Díaz,


coronel de los Ejércitos,
estratega primigenio
montado en sabiduría
entró de pronto, a cuchilla,
desde los mandos mayores
ordenando los ardores
de la soldadesca en pugna
lanzada cual marabunta
al campo de los leones.

Entró a tierras de batalla


el teniente coronel
Basilio Benítez, ser
de amplia visión y calma,
a sus órdenes las mandas
de dos bravos regimientos
comandados, el primero,
por el capitán Ovando;
el segundo por Delgado
José María, en desvelo.

La artillería atendida
por el coronel Bruguéz
puso miedo en el batel
de las fuerzas enemigas,
mas fue la caballería
quien apagara los fuegos
chocando a las masas, ebrios
del valor en los asaltos.
Muchos volvieron cantando;
otros, presos del infierno.

Las fuerzas de artillería


más los fervores ecuestres
de nuestros hombres-jinetes
al abordaje, pericia
que desbarató las filas
de las columnas, arreadas
por la sorpresa, majadas
de ovejas en el desbande
era un mar de olas graves
perseguidas por las ráfagas.

El capitán Orihuela
marchando en su batallón
se plantó en la cerrazón
como un gigante en la greda.
Reñida fue la pelea
con tres batallones graves
queriendo cortar la base
del paso Cidra, veloz
en denodada labor
pisando la tierra madre.

Cuando por derecha iba


la fuerza enemiga atroz;
cuatro piezas de cañón
por la izquierda acometían
al teniente Escato en viva
sangre puesta en desborde
con doscientos bravos hombres
al pie del Paso Carreta
tan vital a nuestra fuerzas
como una llave en el orbe.

Contrariados en sus planes


los gurúes aliancistas
retrocedieron sus líneas
a los refugios franqueables
dejando en el campo grandes
trofeos de guerra vivos
armas, cañones, perdidos
prisioneros en quejumbres
trompetas, bombos y nubes
de insectos en los caídos.

En un esfuerzo tenaz;
en el rescate viril
los enemigos en crin
de caballo al galopar
resolvieron en el plan
de la derrota, volver
tras lo perdido, la fe,
la toma de los cañones
trocando pena y dolores
en triunfo… pero al revés.

Batallones en la tarde
entraron por Paso Cidra;
ojos de la infantería
observaban sus avances,
apuntaban a los grandes
cañones de nuestro fuego
hasta que entrado el sendero
con la sangre en el abismo
salió la pólvora en vilo,
salió la muerte en su lecho.
Entonces la artillería
con una hábil maniobra
emergió desde la flora
con balacera infinita.
Alma del coronel Díaz
mandando el cuarenta y dos
batallón, apareció
cortando a los invasores
que se hundieron por el monte
en la desesperación.

Las otras armas corrieron


ante nuestras bayonetas
perseguidas a la selva
por extremos del estero.
Acosado por el fuego
mató el teniente Fernández
a un jefe aliancista grande
que quedó mirando al cielo;
como carne de cordero;
la tripa en el lodo infame.

Quedaron los nuestros solos


en una fiesta triunfal.
El enemigo en el mar
del fracaso y el acoso.
Los jefes en el embrollo
de una pesadilla extraña
no comprendían la vana
pérdida de tantos hombres
cazados por los halcones
aborígenes sin alma.

Al ver la tropa triunfante


a este lado del estero
el enemigo abrió fuego
en desesperado ataque.
Vana reacción, combate
como el que al borde del fin
siente todavía latir
su férreo amor a la vida
y reacciona en la porfía
del agonizante ruin.

Bajo este fuego metralla


se atrevieron a pasar
grandes fuerzas en afán
de lo perdido en las playas
Lanzado el capitán Zarza
dio el mando al coronel Díaz
y fue el ataque suicida
y fue el asombro exaltado
y fue el empuje con diablos
de la selva en la embestida.

José Eduviges al mando


del diez y seis batallón
trajo el miedo en aluvión
al invasor mercenario.
Varios cañones rayados
mosquetes, trabucos, filos
de la bayoneta en círculos
encontramos por el campo.
Flamantes fusiles, flancos
ateridos por la guerra
y una enseña brasileña
que tomara Eusebio Avalos.

Desde el batallón Florida;


–posesión del Andrés Yegros–
otra bandera, trofeo
cayó desde la Argentina
blanca y azul, sangre, vidas
casaca, gorras, espadas
charreteras, cintos, balas
y una tropa de caballos
que en el suelo paraguayo
fueron el galope en andas.

Tomamos en prisioneros
varios soldados heridos;
y un pelotón de enemigos
con sus armas, sus pertrechos.
Unos con el desaliento
en el alma, casi abismo;
otros con un desafío
subestimando al “paragua”
que con su lanza en picana
los arreaba a su destino.

Prisioneros aseguran
que casi todos los cuerpos
que quedaron en el cepo
de la muerte fue en la lucha
en la abierta sepultura
en gritos de selva atroz
en la oscura dispersión
de los heridos que huían
con sus harapos de vida
bajo el fuego del cañón.

Han llegado a nuestro lar


noticias del enemigo
que hablan de los argentinos
y su Guardia Nacional
perdidos en el afán
de domeñar nuestro cielo
Mateo Martínez, Agüero
y otros nombres del olvido
que no volverán del filo
de la muerte y sus engendros.

Para el comandante Mitre


es pérdida irreparable
el sacrificio en los valles
de una aventura sin límites
una Argentina en los lindes
del fracaso acusador
pálido futuro, sol
muerto en los batallones
que perdieron en valores
miles de vidas en flor.

A órdenes del viejo Flores


iba el primer regimiento
avanzando en los esteros
con sus miasmas, sus olores.
Una cantidad de hombres
hechos de sombra y de gris
emergían del confín
modelados por la tierra.
Los paraguayos con riendas
del alma puesta en la lid.

Frente a sus dos batallones


era el capitán Delgado
un estampido, un relámpago
cayendo sobre los hombres.
La sorpresa en el azote,
la mente en el corazón,
el Paraguay en la voz
era estallido en el alma:
volaban de sí las armas
temblando en el estridor.

Cuando otro regimiento


con sus cuatro batallones
emergió del alto monte
de la Alianza como un viento
le salieron al encuentro
en torbellino de coces
los caballos al galope
del comandante Benítez:
de euforia, casi en los límites;
de muerte, casi en el goce.

En sospechosa maniobra
alguien partió hacia la selva
hundido en la polvareda,
ocultándose en la fronda.
Pero ya el teniente Rojas
volando hacia el fugitivo
lo vio perderse en los bríos
de su caballo veloz
con un negro salvador
que entorpeciera el camino.

Dicen que fue el fugitivo


un jefe de barba gris,
el que se hizo perdiz
casi al borde del cuchillo.
Lección que hubiera aprendido
el degollador de gauchos
Venancio Flores, en brazos
de una muerte provechosa;
y experimentar la hoja
del acero, noble y alto.

De la usina de rumores
que andan viajando en el mundo
anoticiando los triunfos
de los aliados ramplones
creció la mentira en orbes
de la increíble proeza;
seres con mente en lumbrera
enviaron sus veedores
a la trinchera, al informe
de la matanza en la selva.
El tiempo va hacia el futuro;
el presente, hacia el pasado.
Quien se aferra a sus fracasos
mostrándolos como triunfos
depende de sus íncubos
para existir en el éxito
ignorando que los muertos
flotan a ras del agua.
Porque la carne naufraga
pero la verdad …………

El golpe dado a la Alianza


fue mortal
la incapacidad
de atacar nuestra avalancha
quedó en los campos al aura
derrumbada de los cuerpos
con los cuervos
y hombres que ya no existen
y cinco mil nuevos fusiles
en brazos nuestros.

Lágrimas de gratitud
para celebrar su imagen.
Lágrimas de arrojo y coraje
para celebrar su luz.
Una audacia en el albur
para evocar su figura.
Perdido en la noche, bruma
del comandante Benítez
que la tierra vuelve un lince
que el tiempo guarda en su luna.

Así fue el acero, el temple


de este jefe inmensurable
que ha parido el suelo padre
como una cumbre del héroe.
Formado como un orfebre
construye su mecanismo
fue en el vértigo, en el rito
de la muerte, en el desprecio
por la vida, en el supremo
gesto sólo un abismo.
EL VIENTO DE LA GUERRA
(tercera parte)

Veo en las huestes del Emperador al ciego animal que avanza con mil patas y
pezuñas de muertos por el monte.
Brillan los fuegos al sol de las bayonetas, dentaduras de nieve, piel del África negra,
sombra de los continentes, dioses nacidos, de pronto, en los libros sagrados que se resisten
a morir.
Dios negro de la Guerra Grande con dardos envenenados y un arco de extraña
madera en el latir.
Y llega el dios Ogún, hermano de Exú y Oxossi, que andan con los hombres del
África, orixá de hierro, Dios de la guerra que baja a las macumbas de Río por los
candombes de San Salvador.
Es agresivo y peleador. Empuña una espada ardiente y mata a quien lo desafía,
indiferente.
“¡Ogún ié! ¡Ogún ié!, meu Deus”, hay que llamarlo. “¡Ogún ié! ¡Ogún ié!”, para
poder convocarlo.“¡Ogún ie!, meu orixá, protégeme de mis enemigos”, implora el pobre
negro marchando hacia la muerte por el corazón de América.
El Dios se remonta hacia las nubes y mira la pequeñez de los hombres y ve los
campos sembrados, el rubio trigal maduro, los naranjales, las huertas, los soldados andando
en la selva virgen, las manchas rosas del lapacho, los duendes de la tierra roja y el sabor de
una lágrima en la boca.
¿Por qué el hombre destruye lo que ama?
¿Por qué de pronto crece, como las mareas del mar, y avanza sobre los pueblos
arrasándolo todo en su furia irracional?¿Lo hará para sentirse general o estará hecho de
fuegos perdidos, como yo? ¿De lava, de tifón, de bruma, de peces muertos, del río o
mineral putrefacto en las escamas del día?
Ogún siente compasión por el hombre, el gran arquitecto, el animal que piensa, los
ojos de la tierra modelada en su propio cuerpo prisionero. El hombre casi muerto entre la
piel y el sueño, entre la gracia y el desvelo, entre el amor y los desechos.
Ogún los mira con ojos de milenios y acaricia las flores. Y habla con los árboles. Y
fertiliza la tierra. Porque él es también el secreto protector de las industrias, los bosques y
las artes manuales. Es un dios con un temible esclavo, su hermano del aire, Exú, jocoso,
irascible, tempestuoso, impredecible.
El mismo diablo negro de las selvas del África. El hombre de las encrucijadas, el
tranca rúa, el compadre, Mayoral, Kalabó, Moyubá, Tirirí, Exú, Akesssaú, Barabó.
Bebe cachaza y aceite de dendé.

CANTO QUINTO
CARTAS DE DOMINGUÍN

“Es providencial que un tirano haya hecho morir


a todo un pueblo caprichosamente.
Es preciso purgar la tierra de toda esta excrecencia humana.”
FRAGMENTO DE UNA CARTA DE
DOMINGO F. SARMIENTO DIRIGIDA A LA SRA. MANN

Madre, estoy en Concordia


a orillas del Uruguay.
Río azul, camalotal,
campamento, entre las sombras.
Llega un silbato en la ronda
del centinela que va.
Te escribo en la oscuridad
a la lumbre de una vela
y es la noche una luciérnaga
de sombra y verde temblar.

Si el Paraná que conoces


tiene color de león,
el Uruguay tiene un sol
escamado de horizontes.
Por ese río los hombres
del pueblo comercian, van
donde un pan vale un real
y el vino, pocas monedas.
Somos al villorrio, estrellas
de una historia fantasmal.

Integrando las tres armas


–soldados dieciséis mil–
río arriba hacia el confín
debemos marchar al alba.
Infantería, en la espada;
montado, a caballería;
armas pesadas, arriba;
cañones, balas, redomas,
Santabárbara en la pólvora
y los lanceros en filas.

Capitán de Granaderos
Domingo F. Sarmiento
del Batallón Amadeo.
Concordia, Entre Ríos, vengo
de las cosechas del pueblo
del ímpetu que nos brota
de la tierra generosa
del amor por la justicia
soy de los hombres que vibran
ante la espina y la rosa.

No obstante ser un novato


en un ejército en armas
y no saber las andanzas
con que se forma un soldado
digo que voy sobre el manto
donde se ocultan los cuervos,
la carroña y los desvelos,
el pasado y el presente.
También ese viento verde
de la barca de los sueños.

Dieciséis mil hombres marchan


hacia un Paraguay calvario
a derrocar a un tirano
que tiene al pueblo en estacas
debemos salvar la magia
de esa tierra guaraní,
con las fuerzas del Brasil,
con la Argentina en el ímpetu,
con el Uruguay en rictus
lanzado el cuerpo a la lid.

Tengo un cuadrúpedo manso


que pa’ montarlo no sirve.
Un caballo que se empine
en el galope es mi encanto.
El negro, que llamo Payo,
le enseñó para carguero
pues caballo del ejército
es de uno y es de todos.
Cualquiera te saca el potro
si no sos un benemérito.

Julio del sesenta y cinco.


Campamento de Ayuí;
la respiración febril
en sofocante martirio.
En el aire los silbidos
del viento tembladeral.
Aguas de la tempestad
arrasan el suelo oscuro.
Van tres días de diluvio
con creciente al Uruguay.

Describo, madre, mi andar


por estas tierras que llevo,
nuevos amigos cosecho
que hablan de nuestro San Juan.
Lluvia, viento y amistad
es el fogón de los montes.
El otoño en fuegos cobres
quema leños de los campos.
¿Qué nos reservan los sabios
destinos que llevan los dioses?

Un beso a las niñas jóvenes;


cariño a las regulares,
a las viejas, mis saudades,
a las morenas, mis goces;
madre, sabes, mis pasiones
y el gusto por el coñac
el curazao paladar
que me hace agua la boca.
No olvides mandar las botas
para mi buen galopar.

Acerque Ud. mis saludos


a mi Amalia, mi Fernanda,
Nené, Rosalía, Cata
Concepción, Dominga, Julio.
Ya sabes que en mis consumos
va en la mujer, el respeto;
la apreciación desde adentro
que induce amarlas a todas
¡Una forma de la gloria!
¡Cada uno en su universo!

Quiero el dulce de sandía


y una olla con su tapa,
tres platos, tazas, cuchara,
botines de cabritilla
la colonia parisina
y el quepis con tres botones
que en competencia de hombres
es bueno haber cosa propia.
Triste es andar con las ropas
raídas, sin patacones.

Llegó el presidente Mitre


con Flores al campamento;
habló con el cuerpo médico
y se acercó a nuestro ubique.
Flores, hecho una esfinge
–semejante a un buen lacayo–
permanecía a su lado
con media sonrisa al rostro.
Por el puente de los ojos
pactos, acuerdos “non santos”.

Un bosque hemos consumido


en leña de los fogones,
calorías a los hombres
acosados por el frío.
Ayer en los ejercicios
de fuego fuimos brillantes.
Crecimientos, abordajes,
maestría en las bayonetas,
arrojo por las fronteras
del miedo en los avatares.

Casi se siente la imagen


del general Gelly y Obes
y de Emilio Mitre en orden
marchar sus dos mil infantes.
Cada soldado en su empaque
lleva treinta tiros largos
un pronto repuesto a mano
y treinta en la cartuchera.
Dicen que en aguas navegan
sombras de los paraguayos.

He recibido tus mieles,


madre, con mucha alegría
van transcurriendo los días
y el tiempo sopla en sus fuelles.
Nuestro ejército es un fuerte
con un mil pies en lo oscuro.
Es agosto, invierno, incubo
de enfermedades y fríos.
Llevo un fusil como avío
y el entusiasmo en el pulso.

¡Vieras qué preciosidad,


madre, en el Ayuí,
oculta en altos pirí
una tortuga fui a hallar!
Carey marrón, montaraz,
y tornasol en la luz;
armónica lentitud
moviendo el cuerpo pequeño.
Ojitos como de sueños,
lento mover el testuz.

La tengo en una marmita


con agua, lechuga, arena
y mi afecto la hace buena
aunque a veces me fustiga.
Abre la boca en cuchilla
cual precipitado tanque
y luego amaina el amague
sobre mis manos abiertas
cual una carnal pileta
entre los dedos, amante.

Entre Ríos huele mal,


algo hiede en las palabras,
alguna intención malsana
trae un rumor tempestad.
Maneras de disfrazar
las intenciones aviesas
de un Urquiza con las tretas
de ir a atacar al Brasil,
siendo, en verdad, delinquir
contra un Paraguay en vela.

Gualeguaycito, septiembre.
Voy a pie a Federación.
De Uruguayana el clamor
llega con voces que duelen:
ejércitos convergentes
se dirigen al asedio.
Seis mil hombres prisioneros
en su propio fuerte esperan
la resolución artera
de la Triple Alianza en pleno.
Voces del río Uruguay
llegan por Uruguayana,
movimientos de vanguardia
rodean al Paraguay.
El ejército oriental,
el excelso Emperador,
el General en Jefe, Lord,
al frente de los ejércitos
con treinta mil hombres-vértigo
rodeando el alto pontón.

Mitre, Paunero y el Flores


y el Emperador ansioso
ultiman a los ideólogos
paraguayos recias órdenes.
Rendición total, conforme
a entrega de los ejércitos,
armas, soldados, pertrechos
y la anuencia de los hombres.
Posesión en todo el orbe
de los mandos y sus fueros.

En este momento llegan


por las cuchillas lejanas
los cuerpos en plena marcha
de un batallón de pelea.
Orientales en la brega
de ocupar un sitio alto
en los osados comandos
que la guerra va tejiendo,
que de un párvulo hace un héroe
y héroe de un simple soldado.

“Te remito con Don Álvaro


–rotulado Alsogaray–
dos botellas de coñac
y veintitrés bolivianos,
crema de mostaza en tarro,
un frasquito de escabeche,
dulce de membrillo, mieles,
queso de chancho y dos lenguas,
una silla, frenos, riendas
y besos de la Mercedes.”

“También la borla de boina


–fruto de tus desvelos–
que la Ercilia de tus sueños
hizo para tu persona.
En el rumbo de la historia
me dan náuseas los fracasos
del vil norteamericano
que se pasó al enemigo.
A veces, sola, me río,
otras, me doy al quebranto.”

“A ese amigo que mandaras


por medio de Echegaray
–entre Temple y Tucumán
equivocó nuestra casa–
está en la calle Esmeralda,
no en la otra dirección
que lo condujo al error
y derivó al hospital.
Debe haber sido tan mal
tratado en esa región.”

“De Córdoba, salchichón.


De hilo, dos camisetas.
De estearinas, varias velas
para tu bien bajo el sol.
Subirán por el vapor
que va con víveres, armas
según me cuenta Don Alva
todo tiende a decrecer.
Tal vez regreses, mi bien
a mis ojos, a mi alma.”

A cada hora de andar


descansamos diez minutos
marchamos siempre al futuro
con un paso regular.
Mochila, candela, sal,
sudores, ansias, fatigas
moviéndome en las cuchillas
de este lejano Entre Ríos;
tu rostro, madre, el camino
y las fuerzas que me guían.

Extraño el sabor de Cata,


Fernanda, Luna, la Ercilia
y la vetusta Dominga
que en sus desvíos me aguarda.
Que repongan las enaguas
que el regreso es inminente
con un Paraguay perenne
casi preso entre las manos.
El tiempo se va acortando
en un lento andar de fiebres.

Septiembre de 1865

Es Mandisoví, septiembre.
El coronel Luis Romero
logró la hazaña, el empeño
de una fortuna que extiende
como una mueca riente
en los despojos del hombre,
la muestra en su rostro insomne,
ignorante que en su archivo
la muerte va en su destino
sabia, tenaz, multiforme.

La diana sonó a las cuatro,


Orden del Estado Mayor,
alarma, comunicación,
parte de guerra en el acto.
Tomaron dos mil caballos
y doscientos prisioneros
de un batallón, con seiscientos
tiradores correntinos.
Únicos en nuestro equipo
a los “paraguas” adeptos.

Cervezas que recibí


y el viejo vino Bordeaux
que en delicias convirtió
nuestro camino en rubí.
Quesos que hiciera Don Luis
y el salame de otras manos
con sabores de los campos
de frescura insuperable
dientes y bocas amantes
para el mordisco sagrado.

“Yo, tu madre, en sufrimientos


le escribe al hijo en zozobras.
Mi alma de pena llora;
el temblor se hunde en mi cuerpo.
Hijo, piensa en el espejo
en que miro tu futuro;
no soy bruja, sólo el rumbo
que te lleva a lo imposible
donde tu imagen que vive
para mí es la vida, el culto.”

“Siempre pido a San Antonio


que te cuide en la desgracia.
La guerra es la senda mala
que trae muertes y odios.
Las balas no tienen ojos
ni saben a quiénes hieren,
tanto matan a un alférez
que a un presidente en su trono.
¿Qué aura de dioses probos
pueda rodearte en el frente?”

“No bebas café ni agua


Si no está saneada, hervida.
En hospitales hay filas
de enfermos que causan lástima;
tifus, heridos, malarias
llegados de los cuarteles
atacados por las fiebres
de los cuerpos descompuestos.
Cuídate de pestes, fuegos
de las solitarias muertes.”

“La botija Ercilia envía


en amante devaneo
la borla colgante en celo
para la boina, pedida.
Hebras delgadas en lila
para que se abran en círculos.
La capa que Langlan hizo
te llegará el día jueves;
rojos en el forro, nieve
en los ribetes fruncidos.”

Madre: el ministro de Guerra


llegó con clarines, bronces;
pides que te hable de Flores,
del coronel, y su huella,
de fricciones de la guerra
que ya agita sus clamores,
de treinta y cinco mil hombres
en Mato Grosso y Corrientes
de un Río Grande en sus fiebres
y la presencia de López.

Tres cuerpos llegan, tronantes,


de más de doscientas leguas,
con un Venancio en cosecha
de orejas, lanzas y sables.
Amplia experiencia le cabe
al uruguayo en su oficio.
Matador de gauchos, frío
degollador de valientes.
También lo espera en sus fiebres
el cuchillo del camino.

Cuerpo de mujer, amor,


diosa de la buena tierra
viene en sombra por candelas
de la noche con su alcohol.
En sus colinas, pasión,
libre en los caballos locos;
de la cabellera en hombros,
la cintura en esplendor
trae la selva en su sol
incendiada por mis ojos.

Es la Ercilia, la lujuria;
cuerpo de cisne, temblor,
morena luna, pasión
estremecida en premuras.
Mi boca en flor de las brumas
cae hacia un mundo prohibido
floración, pecado, lirio
del deseo en tentación.
Mi piel se vuelca al ardor
de un diablo en su fuego vivo.

Niña tendida en mi ser,


sombras del monte de Venus,
isla lunar en asedio,
desvelada flor, placer
en clamores de la piel
encendida en el delirio.
Mi voz en ronco bramido
como un gato agazapado
es sangre tensa en el arco,
es ansia en flecha tendido.
Lejana mujer que llega
por las regiones del sueño
construida en embelesos
de la carne y los sentidos.
Un grito, mudo gemido,
un crepitar desde el alma,
una boca de granada
incendiando piel y huesos,
un amor en el deseo
creciendo en su viva llama.

La selva ya es una playa


con fuego de arena oscura
una magnolia en la bruma
una mujer en su ánfora.
Mis manos como dos garzas
recorrían su universo
como quien penetra a un templo
tras el misterio, lo ignoto.
Leche y espuma en el horno
de la sangre en el encuentro.

La piel nimbada de luna


por los senderos en sombra
tiene ojos negros y fronda
de cabellera en la lluvia
Mis manos por las desnudas
formas de su cuerpo en mimbre
era el temblor, las sensibles
caderas bajo la túnica.
Fuego en la entrañable fruta
del amor en lo imposible.

De pronto, el raro rumor,


de pronto ráfagas, duendes,
trocose el sabor de mieles
en una diana feroz.
Soldados alrededor
en atropellado empeño
volvíanme del misterio
a un delirio de aquelarre.
Perpetración del ataque
con armas, pólvora, estruendo.

Un remolino de chispas
caían con los obuses;
huellas por el aire, cruces
de las granadas partidas.
Mil balas en la maravilla
de un despertar en amores
en el atropello en orbes
de la muerte en su pavura
donde el placer, la lujuria
se perdían por los montes.

En cuatro líneas, te digo


lo ocurrido en Yataí;
muertos eran más de mil,
despenados a cuchillo.
Todo este triunfo obtenido
se lo debemos a Flores
que con cuatro batallones
les cayó como centella
dejando una regadera
de sangre por los terrones.

Fueron tres mil quinientos


los infantes paraguayos.
Mil en la muerte quedaron,
otros mil marcharon presos.
Los orientales en celo
seguían por las cuchillas
las huestes que a Estigarribia
debieran prestar apoyo.
La Uruguayana en su foso
era una trampa tendida.

Paunero, Flores, Linares,


águilas cayendo en vilo
con la muerte en los cuchillos
y el degüello en frío arte,
maestros de iniquidades
y el desprecio por las leyes.
andando en el maloliente
camino del nunca más
negados de dignidad
prisioneros de sus mentes.

Te cuento, madre, en fortuna


que hacia enero, en cinco sueños
terminará este paseo
hacia la Asunción en brumas.
No tengo ninguna duda
–lo aseguró el General–:
el tiempo va en la verdad
de la Alianza con sus fuerzas,
Dios hacia el triunfo nos lleva,
protege nuestro accionar.

Octubre de 1865

Octubre siete, Entre Ríos.


Campamento junto al agua.
Nos espera la distancia
desde el arroyo Pilincho.
Vamos por los campos indios
del charrúa, el guaraní;
nos espera el gran país
de la selva y el misterio
entre lapachos y cedros
con los duendes curupí.

La mañana en sus clarines


trajo la nota maestra
y el orden, marcando en ella
punición, castigo al crimen
para el que leyes infringe,
para quien sustraiga bienes
y en uso de oscura mente
diera en sus bajos instintos
la violación, desprestigio
al honor, a los poderes.

Se descubrió que oficiales


del Uruguay en acecho
abordaron con el sebo
de las sonrisas amables
a una joven de los valles
recién abierta a la vida.
Y fue la inocencia viva;
y fue el liberado instinto
el ardor salvaje, grito
del placer en estampida.

Y fue en Paso de los Libres


animal, sexo ruin;
la manada del redil
suelta en su poder, temible.
El rancho solo en sus lindes,
el hombre por la cosecha,
la joven en la conciencia
de un Dios protector y sabio
se halló, de pronto, en las manos
de la jauría sedienta.

A dos fusilaron presto


y al que los quiso emular
fue con el cuerpo a la cal
del hambre en castigo cierto.
Consejo de Guerra en pleno
los condenó a la cabeza
de un batallón de pelea
donde el cuerpo es la muralla
y la pólvora una escala
de la muerte de luz ciega.

Duéleme decirte esto:


pienso en la Corte Marcial
que detenga este accionar
del irresponsable abyecto.
¿Qué dirán de nuestro ejército
las huestes del Paraguay?
¿Qué criterio más allá
del océano insondable
si nos ven llevando el aire
de un Atila en el andar?

Noviembre de 1865

Rumbo a Curuzú Cuatiá


partimos esta mañana
con el campo, con la gracia
del pájaro y su trinar.
Si vieras la inmensidad
del horizonte espinillo
cuando con el paso vivo
cruzamos la inmensidad.
Llevo un mundo en el pensar
y la tortuga en mi avío.

Leche caliente he tomado


de las ubres de una estancia;
queso, salame, cuajada
en la paz del viejo rancho.
Huevos, café, pan tostado
en desayuno caudal
copla en mi ser y el cantar
de nuestro San Juan del vino
con tonada en los latidos
y los fogones de allá.

Hoy he bailado hasta “el hueso”


con chicas de talle osado,
ojos de amor endiablados
y el guaraní en el acento.
Me vi en el séptimo cielo
pero nunca enamorado
pues mi corazón paisano
tiene una botija adentro
que me ata al sentimiento
como la corteza al árbol.

Se desató un temporal
que arrasó hombres, pertrechos
carruajes, armas, jumentos
cayendo hacia el Uruguay.
Era un inmenso raudal
que cubría cielo y tierra;
un monte de altas palmeras
cobijó nuestro hormiguero
hasta que aclarando el cielo
apareció nuestra estrella.

Ese Río Paraná


que escapa a mis horizontes
es un espejismo informe
que se pierde más allá.
Río al que quiero arribar
alguna vez, sin la guerra,
por un misterio de selvas
por los duendes del camino
hacia las voces, los grillos
de la roja tierra en vena.

El enemigo no está…
¿ha huido entre tanta espera?
¿los ha chupado la selva
o se vuelven savia, sal?
Algo no cierra, el andar
no detecta rastros, signos
de los “paraguas” ladinos
con sus flechas, su carcaj.
¿Serán amargos nomás
o el miedo los vuelve simios?

Dardo Rocha, el arquitecto,


Lucio Mansilla, escritor,
en las ruedas de fogón
aparecen con sus cuentos.
Charlas que llevan los sueños
a un futuro nebuloso
donde una bala es el foso
y el azar testigo mudo
del desacierto en los turbios
manejos de pensares sordos.

Vida, gozo, mente clara,


es del sabio que camina
por ciénagas y cuchillas
cuerpeándole a la desgracia.
Voy con mis pasos al alba
de un amanecer crucial
sólo me apena el puñal
de la guerra al inocente
que asoma, apenas, su mente
y ya le ordenan matar.

Dicen que España ha lanzado


un ultimátum a Chile.
Pienso “¡qué mente de aljibe
pudo propiciar tal paso!”.
“Soy un capitán graduado
y debo ejercer mi tribuna”,
dice Mitre que en la albura
de su mando en ejercicio
saldrá del Generalísimo
el respeto a mi estatura.

“La madre que ama la voz


del hijo en las soledades
le cuenta del alma en valles
de la lágrima, el dolor
de un Buenos Aires sin sol
de profundas disidencias
de la guerra en mil caretas
que te tiene prisionero.
La madre que va en los gestos
del amor que desespera.”

El alma no necesita
potencias que la sostengan;
en las armas van las fuerzas
y en el puño, el estallido.
Hasta ahora el enemigo
es una sombra que medra.
Fe en los “paraguas” no tengo
más bien los veo pequeños.
Una mente sin sustento
para el combate moderno.

Aparecen como el viento


y se pierden en la selva
cual si el miedo los cubriera
de una costra montaraz
igual que el tembladeral
o la inocente culebra.
No sé si voy sentir
tus caricias, tus amores
mientras turbios batallones
van conmigo hacia la lid.

“No sé si voy a morir,


mi alma va con tu estrella,
el corazón en la fiesta
de la vida en una llama.
Sólo la carcajada
de la muerte me acompleja.
Estoy en pleno noviembre
a diez y ocho del mes.
Me siento un extraño pez
en un río que no vuelve.”

En Buró del General


recibí tu carta, madre.
Don Emilio Mitre parte
dejándome su amistad.
Supe que la guerra va
ingresando a nuevos orbes
que por secretos informes
de los espías sabuesos
se intuyen los movimientos
que ocultan conspicuos montes

Sé que fuerzas de Humaitá


son un bastión poderoso
que Tamandaré en un foso
de sangre puede anegar.
La táctica militar
de estos ingenuos guerreros
sólo podrán ser sustento
de un tiempo ya definido.
¡Si quedara alguno vivo
tras de nuestro intenso fuego!

Sí, volver te prometí…


¡no tengo licencia, madre!
Mi regreso a Buenos Aires
tiene ahora otro perfil.
Dijo el General de mí
que soy un ser excelente,
pero los permisos tienen
en estos casos sus vueltas.
Cual laberinto de oreja
oyen lo que les conviene.

Te adjunto en tanto un poder


que en tus manos se estructure
que a tus urgencias ayude
y tranquilice tu ser.
La plata es nula aquí, ¿ves?,
pues llevo cobijo y manta
Un militar en campaña
¿qué es lo que puede gastar?
Cocina, ropa, yantar
va en los mandos con las armas.

El campamento está anclado


casi al borde del Batel
donde un viento amanecer
remolinea en el campo.
Eduviges, el osado,
me propuso una inspección
a una zona de un color
imantado a palo rosa.
Nos fuimos entre humo y fronda
con el asombro en la voz.

Hallamos un pobre rancho


perdido en el monte abrupto.
Los habitantes ocultos
tiritando de pavor.
En los ojos, el temblor,
a nuestras armas de luto,
cual si fuéramos lo último
del horror en bayonetas,
rezaban con la tristeza
y la voz como un maúllo.

Trajimos queso, galleta


naranjas, sabrosa miel,
un regocijo en el ser
y un botijo de agua fresca.
¡Un muchas gracias! y mentas
de sus labios en temblor.
Manos tendidas y un sol
en las pupilas ardientes
¡cual la tierra que en sus seres
imprime su fe, su amor!

Al llegar a un promontorio
dominando ya, la altura,
selva, horizontes y bruma
fundían su verde en oro;
un escuadrón en el fondo
tenían a dos penados
–vendas y ojos tapados–
de pie contra el monte umbrío.
Dos desertores huidos
del coronel Julio Ávalos.

A tambor y bayonetas
los reos en el espanto
despojados de los trapos
que cubrían cuerpo y pena
recibieron la sentencia
–con ojos en el temblor–:
una bala al corazón…
y el estallido, en confines
del monte, libraban miles
de aves, cubriendo el sol.

Paso del Batel, señora


Doña Benita Sarmiento
por el capitán Piñeyro
y su amistad que me honra
va mi carta con la historia
hacia tus manos lejanas.
Aquí estoy, en la fragancia
de los campos soledosos
pisados con pie mugroso
de regimientos en marcha.
Del ejército y sus cuadros
del tiempo y sus mansos bueyes
del encuentro con mujeres
que vamos dejando al paso
quiero hablarte del hallazgo
que si bien fuera gracioso
entre salto y alborozo
levantó a la soldadera
con miedo, audacia y cautela
sacando el cuerpo al acoso.

Frente a nuestro campo había


una gran laguna blanca,
lugar que surtía de agua
al campamento y sus guías.
Sombras del misterio iban
llegando de lo profundo
librando monstruos ocultos
en mente de los soldados
que la selva con sus halos
agigantaba en el susto.

Dos ojos de agua y cieno


tapados por el oleaje
bebían la tierra, el aire
en el ataque, el acecho,
ojos, tal vez, de milenios
formado en otras edades
que no vio el soldado Gálvez
acercándose a la costa.
¡Sólo la caramañola
quedó del susto en el aire!

El yacaré natural
sacó su inmensa cabeza
llena de dientes y presas
latiendo en el paladar;
miraba hacia el capitán
sin comprender la tarea
de hombres que en plena guerra
asombrados de su estar
interrumpían su paz,
de peces, rayas y ciénagas.

Y fueron unos trescientos


milicos tras del anfibio;
hombres en el turbio líquido
irreverentes, arteros.
Hasta que del barro negro
reapareció como un rayo
estallando el coletazo
en una hondada del agua
levantando una muralla
entre yacaré y soldados

Un lazo lo situó
culpable por desacato…
y en vulgar soldado raso
ante la tropa marchó.
Con cuatro patas su son
se bamboleaba cual bote
movido en andares torpes
como indio con zapatos
¡Nadie vio en sus ojos rastros
del terror que trae el hombre!

EL VIENTO DE LA GUERRA
(cuarta parte)

La madre del santo lo convoca en la oscura Bahía para conjurar el mal, y él accede
encrespado, azufrado –o extrañamente burlón–, en el engaño y la treta, al fuego de la vida,
al paso de la muerte, a la locura en ilusorio paraíso, al espejismo en los desiertos infernales,
al tridente que lleva en cada mano, a las siete espadas ocultas, al falo erguido desde el
vientre, a la sangre libre del gallo rojo que lo baña en el misterio, en cielo de la macumba,
en la vida en que el cuerpo baila.
Va con los pasos de la muerte por el ritmo del planeta, cuando se vuelve luz y
sombra, blanco y negro, rojo y preto, caña y humo, mujer y hombre, grito y silencio,
hechizo y macumba, imploración y rezo, tambor, conjuro, vértigo y cachaza, carcajada de
luna.
“¡Loriéee! ¡Loriéee!”.Va de la sangre a la piel.
“¡Loriéee!”. Escalofrío de la noche cruel.
“¡Loriéee! Loriéee!”. Animal del candomblé.
“¡Loriéee!”. Canto de la nueva brisa, luz de las arenas dormidas, sueños húmedos
del pescador, por las muertes del mar, por los acantilados silenciosos, por el amor oculto en
la niebla, por las calles del puerto asombrado, por la cola azul de mi ropaje, por el largo
viaje sobre el río, por el asombro del espantapájaros, por el sombrero y las altas botas, por
los gestos del noble aristocrático, en el raído poncho del peón… en el horizonte gris que
avanza preñado de nubes hacia el Paraná que se vuelve cielo, distancia, canoa que va hacia
el mar…hacia el mar…

CANTO SEXTO
LAS RESIDENTAS

De la gran guerra caudal


que azotara nuestra América
parió la mujer, la tierra
caminando por la historia
Campesinas de los montes,
enfermeras de la muerte
llegadas de otras vertientes
en un batallón de sombras
madre, esposa, hermanas, novia,
buscando en la luz, su hombre.

De hormigas al horizonte
entre arrebato, estallido,
casi tocando el peligro
por los caminos sin nombre,
iban las residentas
con el corazón dolido,
donde el tiempo es sacrificio,
donde la vida se abruma,
donde vale menos que un puma,
que un ser humano en el orbe.

No se les dio por pensar


que el hombre en los arrebatos
que da el ataque corsario
avanzando por los pueblos
torna en un lobo salvaje
lo que hay de bueno en sus venas.
Que es más próximo a las fieras
que el respeto al ser humano.
¡Cuánto de inocencia y llanto
iba con ellas sufriendo!

A un convocante llamado
de apoyar al Paraguay
trajo el pueblo la voz
con cientos de seres libres,
damas que ofrendaban joyas,
doctoras, maestras, miles
llegando de los confines
del país con su asistencia
todas tocando la estrella
del heroísmo, la gloria.

El horrendo Conde D’Eu,


que reemplazara a Caxías
en el mando de las frías
fuerzas del “genial” Brasil,
dio una prueba de su alma
tal vez, parida de un diablo,
según recuerda en su diario
de criminal estructura,
este general en brumas,
de la presencia macabra.

Al terminar la batalla
final de Piribebuy,
en que el general del Brasil
João Manuel Mena Barreto
murió enfrentando las balas
del Paraguay represivo,
brotó en vértigo asesino
contra el general prisionero
Pedro Pablo Caballero
muerto en caprichoso abismo.

Pálido e imperturbable
observaba la matanza
del degüello a mano armada
de los hombres paraguayos
sin respetar las leyes
de la guerra establecidas
que comprenden salvar vidas
del oponente en desgracia
sabiendo que la balanza
del destino es de ambas manos.
Como colofón de hazañas
y demostración de efectos
mandó establecer un cerco
apresando a ancianos, niños,
mujeres, heridos, médicos
en un piadoso hospital…
situado en Piribebuy
tornándolo un infierno en llamas,
en genocidio de lágrimas
en nunca más al vivir.

Dice el gran historiador


Chiavenatto en su condena:
“No se conoce en América
ningún crimen más hediondo
que el holocausto en la hoguera
de niños, enfermos, viejos
por halagar los soberbios
pensares del Conde D’Eu,
tirando heces de hiel
al Brasil y su bandera”.

HORROR EN AVAHÍ
(OTRA HAZAÑA DEL CONDE D’EU)

Las residentas, después


del Avahí, en su contienda
salieron de la honda selva
a salvar a los heridos,
a enterrar a sus soldados,
a recobrar los alientos,
la voz, la carne, los huesos
últimos del moribundo
que iban por los extramuros
del más allá ignorado.

Carga de caballería
lanzaron a las mujeres
que en sus piadosos quehaceres
se vieron de pronto en lanzas
aplastadas por caballos
cual animales salvajes
pagando el amor por hieles,
el bello gesto por muerte,
la piedad por los jinetes
de la aberración más grande.

En esta batalla, herido


fue el general del Brasil
Don Osorio, en el redil
de las tropas paraguayas.
También tres mil brasileños
bajo el fuego fulminante
abriendo asombro al avance
de los estrategas negros
que observaron al cordero
volverse león tras las balas.

“La historia no ha concluido”,


expresó Sarmiento, el sabio.
“Tiene Solano en sus mandos
veinte piezas artilleras,
diez mil perros que le ladran
fábrica de armas, pólvora
un pueblo gris que lo endiosa
que va por sendas equívocas
a un final lleno de espinas
que en su corazón arde.

Pensaba el prócer Sarmiento


sin dimensionar, tal vez,
la inmensa epopeya, el ser
del Mariscal por la historia.
¿Cómo el pueblo en su conciencia
supo darse hasta morir?
¿Cómo la sangre al fluir
por el amor a la tierra
fue capaz de dar su estrella,
su pasión, su luz, su sombra?

Cuando Don Solano López


movilizara al país,
y hombres aptos a la lid
afloraron con su tierra,
salieron desde la entraña
criollos, indios, extranjeras
voces brindando al pueblo
dispuestos a dar la vida
lanzándose a las milicias
con la sangre en la pelea.

Entre tantos europeos


que arribaron de mil rutas
con el ojo en la fortuna
y el corazón en los sueños,
llegó a esta tierra un francés
que acomodó su osamenta
en el latir de la selva,
en la música que vuela,
en descubrir la grandeza
de un pueblo de luna y miel.

Jamás pensó Jean Morel,


atrapado por el verde,
que un niño vendría en las redes
de su sangre con la historia.
Un bisnieto por el tiempo,
un poeta de la selva
con la vida en la conciencia
atrapando lo pequeño,
asomándose a lo inmenso
de la vida con sus glorias.

Un Paraguay con sus mieles,


un idioma con su embrujo,
duendes de la tierra, mundos
en el misterio, el asombro
le dieron paz y alegría;
también mujer y un retoño
el que huyera de los roncos
estallidos de la guerra,
y hoy regresa en un poeta
fruto de la tierra roja.

Trae un libro entre las manos,


olor a mate y a menta,
con besos de residentas
y hombres sucios de muerte.
Ese niño que escapó
de las trincheras de López
con un amiguito al tope
de la balacera brava
hoy vuelve poesía y alma
desde un Paraguay doliente.

Taita de Ramón Ayala,


es el que en décimas raras
le inculca dentro del alma
el latido de los tiempos;
de Jean Morel el bisnieto,
de María Morel el hijo,
brota del silencio un libro
con la guerra, con el fuego,
con el dolor en los sueños
entre el amor y el abismo.

Ese es el niño que huyera


hacia un Misiones de antaño,
niño de catorce años
escapando de la guerra
hoy por el tiempo vuelve
sin saber quién va en su mente
ni quién escribe sus voces
ni qué extraño ser del orbe
se aposenta en sus palabras
y habla por su sangre abierta.

Jamás pensó aquel francés,


ya perdido entre la nada,
que su alma iba a ser contada
por un misionero, Ramón
–también llamado Mensú–
que se perdiera en los modos
de un Paraguay del asombro,
tierra de trabajo y sol,
tierra de luchas y amor.
Tierra del urutaú.

Se fundieron por el tiempo


las caravanas piadosas.
Se apagaron las antorchas
de las trincheras ardientes;
sólo la tierra sufrida
sólo el corazón llorando.
¿Dónde se perdió el encanto?
¿Dónde se apagó la música?
¿Dónde el Dios de selva húmeda
huyó con la gran poesía?

La ignorancia es el camino
de la negación del hombre.
Vale más la piedra informe
que el bípedo ser en armas.
Mientras ella sirve al mundo,
el otro va por lo fatuo
sin valorar los encantos
de la vida con sus dones,
sin saber nunca las flores
que van por su piel, su alma.

El tirano, el absoluto,
el que subestima al prójimo
es el pobre ser inhóspito
que en su soledad se ahueca.
Nunca sabrá de la gloria
de una sonrisa muchacha,
de un poema, de una amada,
de una búsqueda en su adentro
tratando de hallar el fuego
que sostiene su osamenta.

En lo simple está lo cierto,


en el ser todo el espacio,
en el silencio lo sabio
en el pensar el criterio.
No puede saber el tonto
el secreto de la luz
ni el ignorante la cruz
del solitario poeta.
Sólo el que analiza y piensa
puede olfatear el misterio.

¡Las residentas partieron


por la historia… con sus fuegos!
¡Las residentas del tiempo
del amor… hacia otros cielos!

EL VIENTO DE LA GUERRA
(quinta parte)

De pronto encrespo mi cola. Las aguas del río se encabritan. Se desatan los caballos de la
espuma y relinchos de olas se deshacen en miles de alaridos por la bruma.
Voy al paso de la Triple Alianza, paso que marcha hacia la nada con sus mil cabezas negras
y el alba de rostros paridos por el África. Miles de lágrimas secretas andando irremediables
a la guerra, al corazón dolido del soldado, al grito de dolor que se retuerce, a sombras que
llevan a la muerte, al rostro feroz en la neblina, a la carcajada de las balas, al odio de los
militares, al amor que vuelve en el soldado, a morir en los sables del hermano. Allá lejos,
en el horizonte, Ogún me espera con sus alas de pájaro.

CANTO SÉPTIMO
1867

Correspondencia del ejército


Campamento Paso Pucú
Enero 5 de 1867

Señor editor de “El Semanario”:


El cañón del ejército con su imponente estampido ha saludado al año que se
asoma en el horizonte de los tiempos.
¿Qué nos traerá en su largo andar el 1867? El eco de la guerra que ayer le
daba parabienes, tronará mañana en fiero combate contra el tímido agresor y destrozando
todavía sus últimos restos, habremos de volver a nuestros hogares cargados de trofeos,
llenos de gloria, asegurando a la Patria su vida y su porvenir. El sol del año 67 es el que
va a iluminar la duradera paz que se espera en nuestro hemisferio y que ha sido
perturbada por los ambiciosos que medran con las desgracias públicas. Todo nos presagia
tan lisonjero futuro. El enemigo batido en cada encuentro, queda reducido al silencio a la
impotencia, al oprobio…

El estruendo del cañón


saludando al nuevo año,
¿que nos traerá en su largo
viaje girando al sol?
¿Un sesenta y siete de amor
o una sombra de tristeza?
¡Una paz que nos encienda
o una muerte insospechada
partiendo de extraña bala
del artero diablo en su estela!

El tiempo huye al pasado,


el hombre va hacia el futuro
inexorable, en los flujos
de un cielo extraño
De un nunca jamás en halos
que estremece nuestros huesos
con el temblor de los sueños
con un regreso en las ansias;
un respiro de la nada
donde Dios nace el misterio.

De la usina de rumores,
de las mentiras, los triunfos
emanados por lo oscuro
de los intereses miopes
sale la verdad a flote
con historias de la lid
el argumento ruin
que tergiversa los hechos
y la verdad en reverso
de los que saben medir.

Va con sus cuerpos la Escuadra


avanzando el Paraná;
construida para el mar
y las ciudades del agua
no para las costas áureas
de los ríos litorales
que de orilla a orilla en cauces
forman estrechos caminos
cerrando el poder de tiro,
apagándose en sus aires.

La Escuadra en su magnitud
del poderío naval
parida en obra y azar
de la guerra con su pus,
es en América alud
en conmoción detestable.
Pueblos bárbaros en cauces
del horror y la ceguera
lanzados de las vértebras
que el hombre renace.

¿Qué van a hacer estas naves


destinadas a otras mentes
a otra visión, pareceres
en pugna con el paisaje,
extensión que se les abre
como un imán monstruoso
hacia un Paraguay en logros
de abrir trincheras mortales
a los brasileros graves
montados en frágil potro?

La exigencia del Brasil


es imponer con su talla
la magnitud de la Escuadra
salvándola de la lid.
Pero allá, en Curupaytí
los esperan días fieros;
el cañón de los ejércitos,
Humaitá en su fortaleza
estableciendo fronteras
del “¡no pasarás, pigmeo!”

El cañón del Curuzú


hizo un diabólico ensayo
sobre dos encorazados
sembrando pánico, alud.
A los cambá cururú
se les volaron las chapas
cuando fuerzas de metralla
penetraron por las quillas
en un revuelo de avispas
de la soldadesca en ascuas.

Dominación de las aguas


es la obsesión del Imperio;
poseer el libre acceso
del Paraná hasta el río Apa.
Puestos sobre la balanza
los vapores o el ejército,
prevalecía el primero
en valores de conquista
pues los soldados vendrían
de cualquier lugar del suelo.

¿Querrán salvar el honor


disponiéndose a atacar
o será parte de un plan
sospechoso, la inacción?
Cuatro meses al sopor
de los días, en la espera
de una Alianza, en la sorpresa
de un renacer virulento
con sus anillos de fuego
con su serpiente despierta.
II

A orillas del Río Uruguay


región de la Uruguayana,
avanzaba la vanguardia
del ejército imperial.
Mitre, en su fatuo andar,
en vez de libro una espada,
en vez de historia una manda,
en vez de voz un desgarro,
soñaba a los paraguayos
prisioneros de una ciénaga.

Tres ejércitos en vilo


eran el cepo, el asedio.
Tres ejércitos en celo
rodeando el fuerte cautivo.
Venancio Flores en signos
de repudio al Mariscal.
Legión Paraguaya al par
de sus odios y soberbias.
Uruguay, Argentina, en vela;
y un rey Brasil contumaz.

Eran fuerzas paraguayas


que en grado de siete mil
como toros en redil,
atrapados por las parcas,
la decisión aguardaban
del poder de los aliados.
Se abría un tufo del diablo
en el ímpetu, en el alma.
Los guaraníes en llamas
de lo incierto, preparados.

Llegó el ministro en sus fueros,


llegó el imperial Brasil,
once batallones, mil
órdenes batiendo el viento.
Bajo los condes, los negros,
sobre los negros el mando,
en los cautivos quebrantos
de un imposible “volver”.
Un horizonte de hiel
acechante en el espacio.
Ciento cincuenta mil duros
le costarían a la Alianza
liberar las paraguayas
fuerzas del ingente íncubo.
Siete mil vidas, futuro,
pero en un cepo marchando.
A algunos rebeldes, látigo
y rigor en las fazendas;
otros, a minas de piedras,
esmeraldas en los páramos.

Les ofrecieron cambiar


aire por jaula extranjera;
morir de una muerte lenta
en un cepo pertinaz.
Trocar luz por triste andar
con el alma hecha piltrafa
y una conciencia vaga
de obnubilado sufrir.
¡Aprendieron que vivir
es llevar la frente alta!

A condición de enrolarse
en las filas de la Alianza
y volver contra la Patria
armas, ímpetu, coraje,
el soldado en el empaque
no tenía otro recurso
que aceptar un sueldo oscuro
y zafar de prisionero
o ser esclavo en encierros
de los capangas inmundos

Muchos decidieron ir,


otros, con la mente digna,
se sacudieron el estigma
eliminándose, al fin,
prefiriendo el extinguir
antes que el luto y la sarna,
antes que azotar el alma
con un látigo de oprobio
en la esclavitud, el robo
de la persona, en su entraña.

III
Sólo veinticuatro horas
en abordar los cuarteles.
A los puertos de Corrientes
en quince días ya sobran,
en Asunción en maniobras
estaremos en tres meses.
Será un paseo en placeres
de las tres fuerzas unidas.
Celebraremos el día
del arribo en oropeles.

Jamás pudo imaginar


el Mitre de pluma errática
que por su sentencia vana
mucho había que galopar.
Ejércitos al rodar
los abismos de la muerte,
valientes en los solemnes
cementerios del camino,
¡cinco años de peligros
para el profeta sonriente!

Cuatro de mayo. El mensaje


llegó al Congreso asombrado.
Ardía en el alto mando
una guerra en sus cabales
crecían del pacto lances
contra el Paraguay lejano.
Era el monstruo del desgarro
andando en la Triple Alianza,
la sutileza y la trampa,
el ratón casi en las fauces.

Un enviado especial
partió del país guaraní.
Ceferino Ayala en mil
sobresaltos del andar
iba en secreta entidad
hacia la urbe del Plata.
En su alforja un parte en llamas
con fuego de ultimátum
le hacía frente al alud
que de la Alianza emanaba.

El veintinueve de marzo
dejó Asunción el teniente,
treinta y cinco días breves
que precedieron al caos.
Lo apresaron, en Rosario,
Mitre y sus fuerzas secretas.
La declaración de guerra
de sus manos fue a la sombra.
Y preso en ocultas mañas
su persona entre las rejas.

En consecuencia la escuadra
confiscó dos viejas naves;
señuelo que las consejas
del mago puso en las aguas,
un pretexto de la Alianza
que precipitó el ataque
rostro de un gesto en combate
que encendió la guerra impía
cual si el Paraguay en fría

El 25 de mayo,
el navío Gualeguay.
Fueron el señuelo, ¡ay!,
sobre el Paraná callado.
En Corrientes, puerto huraño
de lobo con piel de oveja
mordió la Armada la prenda
capturando las dos naves.
La guerra con gesto grave
estalló por agua y tierra.

Mitre, caudal y soberbio;


Rufino Elizalde, cauto;
el Emperador, callado;
Venancio Flores, de invierno
iban por la sangre en gestos
de natural coincidencia:
un diablo con tres caretas
ponía su ancha sonrisa,
los sables y las sentinas
largaron sus pestilencias.

El cuatro de mayo envió


el Mariscal al Congreso
un mensaje cuyo texto
pedía autorización
para mover la nación
al ritmo de su aquiescencia
tener del momento cuenta
responder con mano dura
al atropello, a la altura
del Paraguay con sus fuerzas.

Mientras el día primero


se firmó el pacto secreto
que cual frotar una lámpara
convocó la Triple Alianza,
Ceferino Ayala en sueños
llevaba su desconsuelo
hacia la selva, la vida,
en su sangre estremecida.
Con el fragor, iba el pánico;
con la tristeza, el desvelo.

EL VIENTO DE LA CODICIA
(primera parte)

Mi color es amarillo, rubio trigal, magnificencia del topacio, refulgente sol


carnívoro, baba del diablo en el espacio, rastros en la arena ardiente, lámina dorada del
metal vibrando con la suficiencia de los ignorantes.
Voy por los desheredados, los infelices de la historia, los creadores de utopías, los
que, desconociendo sus propios valores, no ven su propio resplandor.
Soy la envidia vestida de topacio sobre un cuerpo de plomo… caminando. Puedo
ser la calma con que aguarda la serpiente, el húmedo sabor del aguardiente, el taimado paso
del que avanza por sus heces o la simple flecha del tonto agazapado.
Sé que no tengo grandezas pero sí un abismo oculto en mis entrañas. A veces me
visita la muerte y noto cierto llamado que me acerca a su universo.
Habita en mí un duende mundano que me lanza al acontecimiento. Aunque no sea,
este, fruto de mi talento, pienso que es tan meritorio el dueño del gesto artístico como del
que sutilmente lo arrebata. Si la naturaleza no te ha dotado de la gracia del arte, también es
un arte hacerte de ello.
Mientras sonrío con una máscara amarilla, hundiéndome en la penumbra que
envuelve mi cuerpo, broto en una secreta carcajada. Y se me ocurre en estos momentos en
que estoy parado frente al embajador del Brasil, transparente como una ráfaga de tiempo,
iluminar la miseria de los pobres hombres que ignorando la magia de la vida se empeñan en
producir la muerte. Dios les ha dado a estos animales bípedos la posibilidad del
pensamiento pero no lo emplean para el bien, pues, caminan por el borde del derrumbe. Leo
en sus mentes geografías, límites fronterizos que se mueven, tierras vírgenes en manos de
poseedores incapacitados.
CANTO OCTAVO
LA BATALLA DE CURUPAYTÍ

Un trémulo ataúd de selva negra


contiene la marcha en el crepúsculo
y en lenta agonía el moribundo
mira aún, por los ojos de la tierra.

En círculos de luz, cuervos despeñan


sobre la sangre roja palpitante
garras de muerte, ojos desafiantes.
flechas de ébano en la muerte vieja.

En últimos celajes va la tarde


tiñendo de horizonte sus espectros.
Repetidos delirios por el suelo
forman páramos en la luz del aire.

Un trémulo ataúd de selva y cieno


hediento de sudores, armas, brea
va por ámbitos de savias y maderas
en el holocausto del invierno.

Es la mujer de bruma y calaveras


que anda por los campos con los buitres
de ojos antiguos, lleva en el salitre
fuegos helados de la tierra.

Los rumores lejanos de los montes


llegan a través de las luciérnagas
mueca de muerte atroz, gestos de pena
espasmos del estremecido orbe.

La Tripla Alianza gira y se convierte


en gigante anaconda con anillos,
erecta de uniformes y silbidos
erizada de hombres y de muertes.
Por río a camalote, costas, selvas
anda el oficial, mando y entraña
cautelosa, ofídica, taimada
ensangrentada de pueblos y de estrellas.

Algunos duermen de pie,


otros con ojos abiertos;
zombis de cansancio y sueño
parados en el deber.
A golpes de vida y fe
donde el alma sobrevive
van hacia los tiempos límites
donde el ser humano dura
con la conciencia sin dudas
del que se da y nada pide.

Metidos en carrizales
y los profundos esteros
con los tobillos cubiertos
por flujos de tierra madre
van al silencio que arde
ojos y oídos al campo
a donde esperan los diablos
de las fuerzas concentradas
con centinelas que lanzan
códigos de animales raros.

Opuesto a tanto valor


–en el regimiento adverso–
traidores al propio suelo
dormían su paz sin sol.
Paraguayos en el rol
de los traidores ambiguos
se daban al enemigo
enrolándose en sus filas
cual gusano en la sentina
del goloso Emperador.

Mitre, Porto Alegre, Osorio,


Flores, Marqués de Caxias,
atacados de una digna
petulancia en alborozos
ya se almorzaban el pollo
sin conocer la gallina
sin saber qué luz tendría
ese huevo misterioso
hecho de ciénaga y mosto,
vino amargo y alegría.

Como súbita respuesta


los extranjeros en armas,
en vez de la paz, la calma,
fueron al horror, la guerra,
a un pesebre con banderas
al tronar de los cañones
a Navidad de uniforme
a general vanagloria
alimentando las bocas
del infierno con sus hombres.

Solemnes de espada y brújulas


mirándose en la carcoma
iban por la negra historia
de la vida con sus brumas
lejos de las estructuras
cósmicas del ser humano,
caminaban el espacio
de sus pensamientos cortos
imbuidos de sus logros
pero en la sombra del diablo.

Para el militar, el hombre


sólo es un número, cifra
de una obediencia debida
y pecho a la muerte informe,
con la vida en una orden
y el deber fijo en la mente,
sujeto a sinuosas leyes
y peligros de la guerra
que mandamases ordenan
conforme a sus intereses.

La historia marca páginas,


rostros de los seres vacuos
que predijeron con cantos
de sirena triunfos, magia,
aniquilando en batallas
la flor de la juventud.
Nobleza, ímpetu, luz
vibrando en sus universos
con la bandera en su adentro
y el cuerpo en un ataúd.

¿Quién regresa de esta lucha?


¿Quién vuelve del más allá?
¿Qué soldado en el cantar
de la vida no pregunta
obedeciendo a la oscura
certidumbre de su ley
(¡qué pena es obedecer
como un robot en sus claves!):
“¿Qué tumba en los campos graves
tendrá mis huesos al fin?”

Desplegándose en la inmensa
semicurva línea artera
la Triple Alianza estratega
dispuso planos y fuerzas,
convenientes coheteras,
cañones de largo alcance,
bomba y fusil en estalle,
hacia el cuartel paraguayo,
como quien ordena el rayo
de la muerte abriendo fauces.

A las seis de la mañana


numerosos batallones
cubrieron el horizonte
de un bombardeo infernal.
Enemigos con la faz
despiadadamente torva
eran la venganza en olas,
el derrumbe en lucha ruin
sobre el cuartel guaraní
bajo un cielo de pólvora.

Retrocedieron las fuerzas


tras encarnizada lucha
y era el campo en una bruma
de quejido y luz siniestra;
dos oficiales en tierra;
más de trescientos soldados;
varios cañones alzados
de otros choques y estallidos.
Lanzas, fusiles y el Whitworths
en Tuyutí cosechado.

En el mismo día fiero


tuvo lugar otro encuentro
entre nosotros y un cuerpo
de montados brasileños.
Caballería y suspenso
al mando el coronel Alves
que, de pronto, llegó en aires
de la selva agazapada,
bestias, hombres, quejas, armas,
muerte masticando sangre.

El veintiséis la tormenta
más espantosa llegó
con vientos en el temblor
de la desgraciada tierra.
Bombardeos en las venas
de los hombres en delirio
como topos en los trillos
respirando lluvia y cieno.
Miles de hombres en celo
con la patria en el latido.

Al decir de Thompson, jefes


aliancistas concibieron
un plan de ataque certero
para derrumbar el eje
que mantenía a las huestes
sujetas al Mariscal:
darle al soldado el fatal
mazazo en el corazón,
la duda ensombrece el sol
en la obediencia tenaz.

Fe que sostiene y embarga


el sentimiento encendido,
la que lleva hasta al suicidio,
la razón, ciega en el alma,
la que de un frío de estatua
crea un valiente en las venas
convirtiéndose en certera
pasión generando vida
con un Dios en las mejillas
y en los ojos dos centellas.

Gelly y Obes, por sorpresa,


mandando fuerza argentina
de las sombras caería
sobre el canal de la izquierda;
Rivas, del Brasil, derecha;
los orientales al centro;
Caxias sobre los vientos
de la muerte inexorable
mandaría los caudales
en avance magistral.

Del veintisiete, con fuegos,


hendió el aire el estallido
cuando el soldado dormido
era en vigilias del sueño.
Cuarenta bocas de hierro
vomitando balas, pólvora;
veintiocho mil hombres, tropa
de infantería y asalto
cayeron con los soldados
de la muerte por la historia.

II

Cuarenta años en nieblas


desde la muerte de Mitre.
Cuarenta años en miles
de historias, libros de arena
hechos en una cadena
de mentiras y de abismos.
Cuarenta años de libros
para los pueblos recientes
donde la verdad se pierde
en la costra de los siglos.

Curupaytí es la mortaja
de diez mil soldados muertos
arrancados de sus pueblos
masacrados en las balas;
Curupaytí en gestas vanas
del genial Generalísimo
que en infernal gesto híbrido
llevaba almas al fuego
cual un diablo en los desvelos
de las madres por sus hijos.

Sorprende la habilidad
en los archivos guardados
con paciencia, con los actos
de una estrategia genial.
Cual un dios del batallar
en sabiondo gesto altivo
con el pellejo en opíparos
banquetes del buen comer
eran lejos de la fe
de tanto infeliz soldado.

Nada es bueno, nada triunfa


en los burdos testimonios
de la vanidad, los moños
adornando su estatura
cual un diablo que se escuda
tras de sonriente careta
frente a hombres de la tierra
que ven al recién llegado
oliendo olor a pantano
bajo un traje de seda.

Nadie quería ser llama


en los fuegos de la duda
ni el Brasil, con sus premuras
ni el Uruguay con sus fallas.
Cargar con la muerte magna
de diez mil hombres en vela
obedeciendo a la estrella
sin luz de un infatuado.
que la historia ha señalado
con callada voz extrema.

III

El dos de octubre los restos


del ejército argentino
volvieron al puesto antiguo
del Tuyutí como un rezo.
Con pie de plomo y el cuero
percudido de desgracia
volvieron como la vaca
quemada con leche hirviendo
a ocupar los viejos puestos
fusil al hombro y metralla.

De Curupaytí y sus fiebres


a un silencio de sepulcro
llegó el 22 de julio
del ocho sesenta y siete
con un ejército en ciernes
saliendo de Tuyutí
lentamente hacia el confín
como una oruga tenaz
al norte de la Humaitá
para vencer o morir.

La señorial fortaleza
impregnada aún de voces
que en el tiempo de los dioses
fueron la selva, la iglesia
erguía en cimiento y piedra
una muralla imbatible
con cañones en los lindes
prontos a arrasar el campo,
los ojos prestos al mando
de los siniestros fusiles.

Todo este tiempo la guerra


fue un duelo de artillería
como un latido sin vida
desangrándose en la espera.
Una presencia, una vela
para una muerte anunciada
pretendiendo en la muralla
de los días, ser el cetro
(la mente que abre el infierno
en caprichosas jugadas).

Baterías de Curuzú
y cañones de la escuadra
tronaban las horas magnas
en un inútil alud.
Intermitencias de obús,
lluvias de las balaceras,
bombardeo en las trincheras
del general Díaz al mando,
eran repetidos cantos
de una sensación siniestra.

El escarpado terreno,
más falencias brasileñas,
hacían inútil la gesta
del infructuoso empeño.
Los paraguayos al vuelo
de tanto artificio vano
terminaron adoptando
la música de la muerte
que atronando suelo y fiebre
era de un suplicio insano.

Los cañones de la Escuadra


en truenos del enemigo
sembraban balas cual ripio
en direcciones falladas
balas de obuses, metrallas
sin brújula ni horizonte
se perdían por los bordes
de la fortaleza erguida
cuando a caballo Don Díaz
iba en la trinchera al Norte.

Dice el veterano Thompson:


“Cuando empezó el bombardeo,
los paraguayos arteros
–surtidos de astas y bombos–
soltaban al aire trozos
de una música infernal
que iban de una extremidad
a la otra en plena selva
produciendo una marea
de ecos en la oquedad”.

Perforadas estas astas


emitían en los labios
agudos sonidos, diablos
como trompetas en llamas
o alaridos en el alma
para celebrar el triunfo.
Caxías en extramuros
–desencajado el juicio–
montaba en cólera, mudo.

La fiebre de los turúes,


brotadas de un carnaval,
traían del monte un mar
de duendes ocultos, lúgubres;
no obstante un alerta inmune
perseguía al general
de la estrategia, el San
Eduvigis de las balas
el ojo puesto en la Alianza
y pólvora en el pensar.

En prevención del acaso


ante una Alianza dormida
fue fortificando filas
de los ejércitos sanos.
Desde la selva hasta el campo
de Curupaytí a Sauce
en la defensa, el enlace
de las fuerzas en descanso
completaba el Cuadrilátero
en posición infranqueable.

La República en acción
era en momentos supremos
trabajo, fuerza, resuello,
bajo la luna y el sol.
Era morir la pasión
renaciendo con la Patria
refundiendo en las metrallas
balas de los enemigos
en un infierno amarillo
de hornos, formas y llamas.

Miles de los proyectiles


de los brasileños eran
transformados en las teas
humeantes de esfínteres
del estallido, confines,
con la muerte eternidad.
El Criollo, Acaberá,
general Díaz, Cristiano,
hechos de bronce y espanto
tiraban al más allá.

Fundidos en Ybicuí,
tratados en Asunción,
fueron campana, clamor
al Dios del misterio añil.
Hoy en camino ruin
volvió el metal a sus fueros
en estallidos internos
que vuelve al hombre una fiera
jugando en garra y pelea
su magnitud, su intelecto.

Predecía El Semanario
mencionando el estampido,
de estos “cristianos” venidos
de campanarios lejanos,
de rezos, amores, ámbitos
soledosos en lo digno.
Eran metal bendecido
con la muerte y el desvelo
con la heroicidad y el miedo
y el arrojo en los abismos.

Estos “cristianos piadosos”


orando balas de hierro
defenestrando el empeño
de los imperiales rostros
ya no sabrán de los mostos
ni el aroma del incienso
ni la paz del Dios eterno
ni la bendición, la dicha.
Sólo la sangre vertida
en los enfrentamientos ciegos.

Luego de Curupaytí
se hizo un manto de silencio
como una mortaja en fuegos
de la batalla ruin.
Largo tiempo en el redil
de la muerte cabalgaban
fantasmas de sombras largas,
cuerpos despanzurrados,
órbitas con ojos vacuos,
dolor de manos crispadas.

López cuidaba sus hombres


del entusiasmo espontáneo.
Sabía que los adversarios
eran de gestos feroces;
cambiar el aire y las voces
por cautela y energía,
abría puertas de vida
para el ataque sorpresa.
Valen más hombres en vela
que muerte definitiva.
EL VIENTO DE LA CODICIA
(segunda parte)

La Banca Baring de Inglaterra tiene los ojos puestos en las riquezas del Paraguay,
mientras este constituye un pésimo ejemplo para los surgentes países latinoamericanos
atreviéndose a crecer en capacidad y cierta tecnología, pues tiene altos hornos para la
fabricación de armas, cañones, pólvora, telégrafo, ferrocarril y el desarrollo de sus
incipientes industrias.
Me gusta ponerles en la sangre una gota de veneno amarillo. Verles fruncir la cara
en el desconsuelo de ver a otros triunfar y ellos con los labios en desdén desaprobar el logro
del que pone en la senda el talento y el sacrificio.
Me gusta verlos en la sentina de la sociedad con un dedo señalando a América casi
como un terreno conquistado.
Soy el viento de la codicia. Azufre en las venas, deseo en las alas, grito salvaje por
las tormentas con que curto mis averías cazando destemplados seres sin horizontes ni
brújula interior. Les sacudo el alma para que despierten pero es inútil. Tienen un diablo
negro que les tapa la luz.
Vuelo hacia los poetas, los cantores telúricos, los seres puros aún con el asombro en
los ojos.
Vuelo hacia la vida.

CANTO NOVENO
EL MARISCAL LÓPEZ
RUMBO A CERRO CORÁ

Manos crispadas libran por las brasas,


entre la humareda, un clamor de niños;
manos pequeñitas con la sangre en vilo
implorando a un Dios perdido en las llamas.

Sombras verdes gritan, corren por el pánico


buscando un camino que libre sus cuerpos,
una sola gota de aire en el rezo,
pidiendo piedad al verdugo insano.

Cien soldados niños con sombrero y barba


andan por el humo del incendio artero;
armas en las manos defendiendo el predio
vestidos de hombre con barba y sombrero.

Fuerzas del Brasil han cerrado el cerco


que el Conde D’Eu ordenara a muerte,
volver en cenizas los pequeños héroes,
pequeños valientes presos del asedio.

Canto vegetal de los cañaverales;


cielo de la pólvora cubriendo a los hijos;
lentamente apagan sus ojos de abismo
muriendo en su tierra frente al asesino.

El monte levanta pájaros de sombra,


oración del árbol viva en los maderos.
Un urutaú llora en el misterio
el hondo lamento de la tierra sola.

Lejos en el río flota una jangada


llevando en su cuerpo muchos niños solos,
niños del futuro construyendo el gozo
de otro Paraguay de música y alba.

Quien se ubique en los espacios


por donde pasa la historia,
con una lámpara sorda
queriendo alumbrar sus pasos,
sólo llevará un nublado
criterio en su parecer,
puesto que la luz más fiel
es la que va por la sangre
del hombre que sufre y arde
con su pueblo, con su fe.

La historia crea sus próceres


el hombre escribe la historia,
los sueños, la voz, las formas
con que brota en sus pasiones
luchas, batallas feroces
de diablura y caballada
y la pluma por el alba
del poeta en su desvelo
que ve en la luz el misterio
donde otros no ven nada.
Juzgar a los hombres patrios
fuera de su tiempo y ritmo
es como hablar del camino
sin jamás haber andado.
Cada ser lleva en su ámbito
la vocación, la esperanza.
Algunos con una espada,
otros en altas tribunas,
otros en pesadas brumas
de codicia y malandanzas.

San Martín, Sucre, Moreno,


Solano López, Belgrano,
llevaron sus sueños altos
con la espada y el talento.
Bolívar, ímpetu y fuego.
Güemes, de frontera y selva.
Guazurarí, por la estrella
de la tierra colorada.
Gervasio Artigas en llamas
del fervor, vivo en las venas.

Quien con sangre fría y celo,


sentado sobre la historia
con un bisturí de alcoba,
despanzurrase los tiempos,
hallaría solo los fuegos
apagados del camino.
Nunca la sangre en sus filos,
nunca la potente voz
que la tierra en su clamor
insufla al hombre destino.

Es fácil sentado y digno


pretender nublar al grande
desde la pequeña base
del pobre hablador vacío,
sin sospechar los equívocos
que la ignorancia nos deja
porque al final sus estrellas
brillan por la eternidad
y ellos, sólo un andar
por las sombras de la tierra.

El llevar la mente clara


y el saber en el criterio
permiten al hombre entero
ver su noche, ver su alba,
la génesis, las entrañas
de las fuerzas que nos libran,
potenciales fuegos, minas
del oro de la experiencia
como ese ser que la tierra
modeló con sus alquimias.

II

“Rumbeando a Cerro Corá


por un espacio desierto
voy huyendo de los negros
cruzando el Aquidabán
Sé por mi gente el tenaz
acoso del brasilero
que por espías y cuervos
van detrás de nuestras huellas.
Mil soldados y mil penas
van conmigo en el andar.”

“Soy López, el Mariscal


que ha visto pasar la muerte
sobre los cuerpos inermes
tirados en el fangal.
¡Cuánto me ha dolido estar
en los momentos extremos
con los extranjeros muertos
de otra tierra, otros idiomas
atados a la carcoma
de los desechos del tiempo!”

“Entre la sangre los cuerpos


de infinidad de patriotas,
he visto en soldados rosas
de la muerte por el suelo.
Hombres sanos que creyeron
ser portadores de paz
sembrando la libertad
que sus armas podrían darle
a un ‘Paraguay miserable’
con un ‘tirano tenaz’.”

“Fue la voz malsana


parida en el invasor
inyectando una pasión
hecha de mentira y máscara,
empujando a la manada
a una cruzada noble
para liberar a un pobre
pueblo de un tirano más
en pos de una libertad
con beneficios acordes.”

“Miro al pasado detrás


de esta muralla de verde
y es un desfile de fiebre
que se hunde en el azar.
¡Cómo el destino fatal
se ensañó con nuestro pueblo!
¿Cómo el Dios de nuestros sueños
no iluminó el ‘cerebrar’
de tres naciones y un zar
oculto tras el océano?”

“Era el cuartel general


sobre una antigua cabaña
recostada en las murallas
de un añoso tacuaral.
Carros, carretas, andar
de las fuerzas por el ámbito
despertando en los soldados
un mundo de interrogantes:
¿por qué esperar al maleante
si va la muerte en sus manos?”

“Miro los días pasar


y el inmenso anfiteatro
que tiende entre montes altos
su vegetación caudal.
Veo el Río Aquidabán
cruzándolo por el medio
y me siento entre los ruedos
de la muerte inexorable,
en un vértigo de sangre
donde va hundido mi pueblo.”

“Voy por la muerte del día


igual que mi corazón,
que de esperanza quedó
preso en la guerra maldita.
Tengo en mis ojos las filas
de mis hombres ordenadas,
en las defensas, las mandas
de la noble infantería.
La piel puesta en los vigías
y el alerta por el alma.”

“En sendero Yatebó,


guardia de noventa hombres,
puse atento a los desbordes
de la soldadesca atroz.
La jauría en dispersión
es lo mismo que las fieras,
capaz de volverse hienas
en el momento del hambre
atacando en sus desmanes
igual que botín de guerra.”

Murmuraba el Mariscal
restableciendo los puertos
débiles del campamento
sin dejar nada al azar:
“Vigía, augur, mandamás,
oteador del aire indio
eran ojos al peligro
con que fuerzas del Brasil
vendrían con su mastín
olfateando nuestros sitios”.

Junto al cuartel general


los rifleros del mayor
Zacarías Cardozo al son
extremaban su compas.
En cada uno el afán
de cuidar a su persona
conscientes de que la hora
del final estaba cerca
¡sintiendo a la muerte vieja
preparando sus alforjas!

En su tienda de campaña
se encontraba en soledad
y cien metros más allá,
Madame Lynch con sus agallas;
sus hijos, su amor, sus auras
frente al temporal abismo
que se abría en su camino
viendo en su mente pasar
en procesión fantasmal
la guerra con su espejismo.

En otro coche a ochocientos


metros en magna prisión,
madre, hermanas y el reloj
marcando el ritmo del tiempo
iban con la marcha al duelo
anticipado del prócer
que de sur y viento norte
aguardaban a cualquiera
que en propiciadoras fuerzas
las libraran del azote.

Más acá, a trescientos metros,


se elevaba un hospital
con una capacidad
para ciento veinte enfermos.
En boca del Chirigüelo,
era Roa el General
con cien soldados y un mar
de prevenciones y celos.
Dispersos en otros predios
hombres de extrema lealtad.

Toda la quietud, la paz,


como el mar de las tormentas,
que tiene en su adentro fuerzas
escondidas de la sal,
el destino pertinaz
aguardaba en la sorpresa
una orgía de la fiesta
de la muerte en su compas
no importando el ideal
cual un Dios de extraña gesta.

Dispersos en el lugar
eran los sobrevivientes
hombres, jóvenes, mujeres,
sacerdotes, capitán
pidiendo armas, luchar
hasta el último respiro
A mostrar que un pueblo digno
no se desploma jamás
ya grande sea el animal
o cenagoso el camino.
De Juan Silvano Godoy
era el testimonio vivo;
en su palabra los hitos
y en sus recuerdos el sol;
toda la tierra en la voz
indígena del avá
junto al cacique cainguá
que ofrecía de los montes
la defensa y el azote
respaldando al Mariscal.

En ese momento entró


un correo silencioso
con el asombro en los ojos
y mentas del invasor.
De uniforme y pelotón
deslizándose entre el verde
eran los negros del frente
casi festejando el triunfo
envueltos en negro humo
de cigarro maloliente.

Hacia el río Aquidabán


una sombra de peligro
venía con los ladridos
hondos de la soledad.
“Cuando el sol llegue hasta allá
–dijo el cainguá cara al cielo,
siguiendo al astro del tiempo
en el reloj natural–,
no tardarán en llegar
los carayá, compañero”.

“Chirca laj honce en la selva,


loj monos te agarrarán
¡apurá che Mariscal
que ñande tava te espera!
La cuñá porá jhaéva
pe purahei, mbaracá
liberará un sapucay
que vibrará en tu persona
y en el sabor de la flora
el mboraicjhú pörá.”

“No puedo huir sin mi gente,


mujer, hijos, madre, hermanas;
ser de mi tierra, un paria
con el oprobio en el vientre.
Prefiero morir caliente
que vivir cabeza al barro.
Soy un hombre paraguayo,
un brazo de nuestra América
para amar y defenderla
con la vida, el entusiasmo.”

“Aquí el general Resquín;


allá el general Delgado;
el comandante Palacios
y el noble Padre Maíz.
Acompañando hasta el fin
a la Patria solitaria
llevando la frente alta
vibrando por nuestros cueros”,
dijo el coronel Aveiro
con un temblor en el alma.

Padres Espinosa, Aquino,


Centurión, Medina y otros
declaraban en el foso
de la historia sus destinos
que es mejor morir erguido
que mendigando clemencia
y menos a soldadesca
hueca como el invasor
con una muerte en la voz
y el respeto en la miseria.

“¡Peleemos hasta morir!”,


dijo el Mariscal solemne.
“Honremos a nuestros genes
hechos de amor y de lid,
nadie en el devenir
podrá dudar de los fuegos
que arden hasta los huesos
por la tierra guaraní.
Un hombre y dos son diez mil
ante el frío del asedio.”

El coronel Centurión
–que va escribiendo su libro–
es un constante testigo
de nuestra fuerza y valor
es importante la voz
forjada entre los embates
con el vértigo, el coraje
que nos imprime la guerra
donde a veces una vela
vale más que cien voltajes.

Algo se movió en la umbría,


algo en lo lejano, tiros
del cañón tras un nutrido
fuego de fusilería.
Gritó el mariscal: “¡La vida
no es para los macacos,
muramos la muerte en alto!
¡Que si hay un Dios, un destino,
nos devolverán los siglos
en la voz de un pueblo sabio!”

En una margen del río


cayó el mariscal sangrante
lanza, flecha, malas artes
sobre su cuerpo tendido.
En la mano un desafío
terminando en un puñal:
“¡Muero por el Paraguay!”,
dijo con los ojos vacuos,
hasta que lento el ocaso
del día cubrió su faz.

Un urutaú en su canto
puso en el aire una lágrima.
Un responso por el ámbito,
un dolor de tierra y alba.
Grises figuras, soldados
se perdían por las sombras
llevando en brazos la aurora
de otro país del futuro
con música y hombres lúcidos
hacia otros tiempos de gloria.

Ñandeyara, el gran Tupá,


velan por la tierra hermosa.
El Mariscal con su fronda
terminó en Cerro Corá.
Sangre nueva, libertad
brota de su luz madura.
¡Viva el Paraguay que lucha
peleando a la adversidad!
¡Como la flor natural
brota de la tierra pura!

¡Renacerá el Paraguay
hecho de amor y fortuna
como una luz en la altura
de la América total!
¡Vendrá con el Paraná
con el hombre, con la paz,
con el guaraní caudal
con su pueblo en libertad!
¡Justo en el tiempo de amar
renacerá el Paraguay!

CANTO FINAL
EL ÚLTIMO FOGÓN

Pongo una leña al fogón


y el chisperío se enciende;
suben por el aire verde
imágenes del camino.
Rostros de antiguos soldados,
casi niños, casi hombres,
barbas y ralos bigotes
que ya no existen, murieron…
los que vuelven de los tiempos
con sus manos de infinito.

Soy la abuela, la sufrida


madre que parió los hijos
para darlos al litigio
de la muerte irremediable.
Soy la historia, la conciencia
de esta América que lucha,
María Morel soy en pugna
con los embates del fuego.
No me pararán los vientos
ni la codicia rastrera.

Hijos tengo en Argentina,


nietos en el Paraguay,
que en el alma llevan sal
de la vida al horizonte.
Podrán derrumbar las piedras,
los ríos cambiar de cauce,
pero el acero en la sangre
del que defiende su tierra
lo hallarán en los que sueñan
y en el que honra su nombre.

La historia va por el orbe,


por variadas latitudes
y cuenta en su voz de nube
de triunfos y de fracasos
de solemnes voces, rostros
dictatoriales, enfermos
investidos de profetas,
celebrados por el vulgo
que se hundieron en los yuyos
del olvido y el asombro.

Sé que me voy extinguiendo


como el día hacia la noche,
también sé que de alma noble
–donde una vez hubo empeños–
volverán las savias nuevas
a fecundar nuevos mundos.
Primaveras para el culto
de un moderno Paraguay
en el trabajo, la paz,
del amor sobre la tierra.

¡Un país con la conciencia


del renacer al futuro!

Este Paraguay que va en mi alma,


brotado de recuerdos, tiempo, historias,
de alegrías y penas, joyas
donde su corazón de río habla,
lleva en sus latidos fuego y danza
de las galoperas en las fiestas.
Mercados abiertos, mil maneras
del honrado vivir, la gracia, el fuego
del soñar en unos ojos negros,
el amor oculto por la senda.
Este Paraguay lleno de música
tiene un poeta y un filósofo,
un Asunción Flores luminoso
y una inmensa guarania con su luna,
un Elvio Romero con su pluma
y un Ortiz Guerrero en el misterio.
Viene de trincheras con su pueblo,
el tesón por existir, luchando,
y una bailarina, pies descalzos,
danza de la botella en el viento.

Un río nos separa y nos reúne,


nadie podrá con nuestras fuerzas juntas,
ni avaros ni mercantiles pumas
que quieran robar nuestros derechos.
Una canción de amor vale un ejército
que levanta al pueblo en el abrazo;
fuegos de la vida para el canto
de la tierra que vibra en nuestros sueños.

Este Paraguay que siento y amo


donde la amistad tiene su predio,
que me habita con extraños duendes
de Pombero y la Caá-Yarí.
Con fronteras que besan la Argentina,
con el idioma que viene de años mil,
con acentos sonoros del mimby
y el decir del poeta solitario
que sabe leer sobre los campos
el vuelo tornasol del maynumby.

Paraguay del arpa y el valor,


del silencio profundo del que piensa,
del que halla dentro de sí fuerzas
que combaten la pena y el dolor,
del que anda sobre el esplendor
y los gestos del dios de la tierra
y en savia natural encuentra
los ocultos secretos de la vida.
¡Amo al Paraguay y a toda América
en un solo latido del amor!
FIGURAS HISTÓRICAS Y BATALLAS

En estas notas se registran tres series ordenadas alfabéticamente:

1. Figuras históricas respaldadas por el relato historiográfico, de las cuales pudieron


corroborarse acciones en la contienda y datos históricos. Esto quiere decir que se
encontrarán omisiones, pues algunos personajes mencionados por el autor de la obra
no figuran en el relato historiográfico de la guerra.
2. Algunas batallas significativas de la Guerra en contra de la Triple Alianza o Guerra
Guasu (grande, en guaraní:1865-1870). También aquí hay omisiones, y no se
encontrarán los topónimos de algunas batallas que tuvieron su trascendencia en el
ámbito de la guerra –como por ejemplo Lomas Valentinas, Cerro León, Piribebuy–,
porque no figuran en la obra.
3. Referencias a tres poetas que invocan en la apertura del cancionero: José Asunción
Flores, Manuel Ortiz Guerrero y Elvio Romero.

AYALA, CIPRIANO
Teniente paraguayo que salió de Humaitá en el buque Jejuí rumbo a Buenos Aires para
informar al gobierno argentino la declaración de guerra, presentada finalmente el 8 de abril
de 1865. Sin embargo, el gobierno de Mitre no se dio por enterado.

BERRO, BERNARDO
Político y escritor uruguayo. Fue miembro del Partido Nacional y presidente de la
República Oriental del Uruguay entre 1860 y 1864.

DE ELIZALDE, RUFINO
Ministro de Relaciones Exteriores de los presidentes Bartolomé Mitre y Nicolás
Avellaneda.

DÍAZ, JOSÉ EDUVIGES


General y héroe de la batalla de Curupaytí, organizador del famoso 4º Regimiento de
Infantería que llegará a Cerro Corá con 39 hombres.

ESTIGARRIBIA, ANTONIO DE LA CRUZ


Teniente coronel paraguayo que, mientras Robles ocupaba Corrientes, cruzó con once mil
hombres la frontera en Itapúa para marchar hacia la provincia brasileña de Río Grande.

FLORES, VENANCIO
General colorado. Presidente de la República Oriental del Uruguay entre 1853-1855 y entre
1865-1868. Además, fue jefe de la vanguardia de Mitre cuando la invasión a su país.
LAMAS, ANDRÉS
Encargado de negocios de Uruguay en la Argentina en los años anteriores a la Guerra
Grande.

LÓPEZ, FRANCISCO SOLANO: INDEPENDENCIA O MUERTE


Hijo del abogado y profesor de Filosofía (en el Seminario) Carlos Antonio López, quien
había sucedido al Dr. Gaspar Rodríguez de Francia. Antes de que asumiera la Presidencia
del Paraguay ocupaba el cargo de Brigadier General en el Ejército. Con la Guerra en contra
de la Triple Alianza o Guerra Guasu, se convirtió en el símbolo de un Paraguay que prefiere
perecer de pie. Mitre, en las páginas de La Nación Argentina, antes de la guerra lo llamó el
“Leopoldo de América” y durante la contienda lo retrató como el “Atila de América”, el
“tirano”, “última vergüenza del continente”, como puede leerse por ejemplo en el editorial
“El Atila de América”, texto que entrama una potente propaganda brasileñista y
antiparaguayista. Todos esos calificativos alimentaron, por lo menos, medio siglo de
liberalismo paraguayo.
Fue la figura principal de la guerra que comenzó entre mayo y junio de 1865 y que fue
imposible ganar por parte del ejército paraguayo –integrado por diez mil hombres; y luego
por mujeres y niños– contra los recursos combinados de Argentina y Brasil (alianza
fraguada por la diplomacia brasileña e inglesa activa en el Río de la Plata).
Fue herido a mano de Chico Diavo, sargento y ayudante del coronel brasileño Silva Tabares
el 1 de marzo de 1870, en la batalla de Cerro Corá. Poco después fue muerto a la vera del
arroyo Aquidabánniguí. Con su muerte termina la guerra del Paraguay.

MEZA, PEDRO IGNACIO


Comandante paraguayo –de una flota de ocho vapores, con cuarenta cañones y dos mil
quinientos hombres para abordar– que actuó en la batalla naval de Riachuelo (del 11 de
junio de 1865), Corrientes. En esa batalla, los paraguayos perdieron el control del Paraná,
que a partir de ese momento quedó en mano de los brasileños.

MARTÍNEZ, FRANCISCO
(Véase “Humaitá”.)

MITRE, BARTOLOMÉ
Político, historiador, periodista, militar y estadista argentino. Gobernador de la Provincia de
Buenos Aires y luego presidente de la Nación. Estudió en la Escuela Militar de
Montevideo. Como exiliado, residió fuera de la Argentina –en Uruguay, Bolivia, Perú,
Chile– hasta el derrocamiento de Juan Manuel de Rosas. Contrincante de Justo José de
Urquiza y enemigo del sistema federal. En Uruguay integró el Partido Colorado y en la
Argentina, sucesivamente, el Partido Unitario, el Partido Liberal, el Partido Nacional, la
Unión Cívica y la Unión Cívica Nacional. En 1860 fue elegido Gobernador de la Provincia
de Buenos Aires con el mandato de terminar la incorporación de la provincia a la Nación.
Tomó parte en las batallas de Cepeda y Pavón. Fue presidente de la Nación entre 1862 y
1868 y, como tal, uno de los actores fundacionales del Estado argentino moderno. Le
sucedió en el cargo Domingo Faustino Sarmiento. Durante parte de su presidencia se llevó
a cabo la Guerra de la Triple Alianza, en la que participó como General en Jefe de las
Fuerzas Aliadas de Argentina, Uruguay y Brasil. Pese a su declaración fanfarrona (“En 24
horas en los cuarteles, en 15 días en campaña, en tres meses en Asunción”), la guerra le
costó 50.000 muertos: “sólo” 10.000 los perdió en la batalla de Curupaytí.
En 1869 compró el periódico La Nación Argentina –fundado en 1862 por Juan María
Gutiérrez– y lo convirtió en La Nación.
Más que Mitre, se debe recordar el “mitrismo”, una ideología o inflexión del sistema
colonial en el Río de la Plata, representada por una minoría extranjerizante en ejercicio
político con el ayuda extranjera. Detrás del mitrismo estaba el Imperio del Brasil.

NETTO, JOÃO FELIPE


Veterano general riograndense. Aliado de Flores, a quien le había organizado un ejército a
base de peones y esclavos de sus estancias.

PAUNERO, WENCESLAO
General mitrista al mando de las tropas enviadas de Buenos Aires para integrar el Ejército
de Vanguardia. Su primera acción fue atacar a los paraguayos en Corrientes, ciudad que
habían ocupado. Peleó en las batallas de Yatay, Paso de Patria, Curuzú, Yataity-Corá y
Tuyutí.

ROBLES, WENCESLAO
General paraguayo que el 14 de abril de 1865 ocupó la Corrientes gobernada por Lagraña
con un ejército compuesto por 14.000 infantes, 6.000 soldados de caballería y un
regimiento de artillería montada con treinta piezas de campaña.

SARAIVA, JOSÉ ANTONIO


Líder de la fracción moderada de los Liberales. Ocupó distintos cargos tanto en el Brasil
imperial como en la República. Diputado provincial, Presidente de Provincia, ministro de
Negocios Extranjeros, ministro de Guerra, ministro de Marina, ministro del Imperio
(aristocrático y esclavista), ministro de Hacienda, senador del Imperio del Brasil entre 1869
y 1889 y de la República entre 1890 y 1893.

TAMANDARÉ: ALMIRANTE JOAQUIM MARQUES LISBOA


Vizconde y Marqués de Tamandaré. Nacido en Río Grande. Fue miembro del Consejo
Naval Superior y ministro del Supremo Tribunal Militar. Participó en varias campañas
contra Paraguay y Uruguay. Fue uno de los jefes brasileños que bombardeó Paysandú poco
antes del comienzo de la Guerra Guasu. Destruyó gran parte de la flota paraguaya en las
batallas del Riachuelo (Corrientes), Curuzú y Curupaytí.

THORNTON, EDWARD
Ministro de Inglaterra concurrente en Buenos Aires y Asunción en los años que precedieron
a la Guerra en contra de la Triple Alianza. Enemigo de Carlos Antonio López –a quien
consideraba un tirano– y del pueblo paraguayo, al cual consideraba “suficientemente
ignorante”. Fue uno de los actores que empujó la guerra del Paraguay.
Batallas

BOQUERÓN
La batalla de Boquerón del Sauce consistió en una serie de combates, propios de la guerra
de guerrillas, que se dieron entre el 16 y el 18 de julio de 1866. El departamento del
Ñeembucú, donde está situado Boquerón, fue defendido por José Eduviges Díaz, quien
resistió frente a la 4ª división brasileña comandada por el Mariscal Polidoro, la 2ª división
Buenos Aires, el ejército del General Emilio Mitre y la división Oriental comandada por
Flores.

CERRO CORÁ
Departamento de Amambay. Territorio próximo al Mato Grosso brasileño. Última batalla
de la guerra. El Mariscal López tenía al mando 409 efectivos. Ahí fue herido a mano del
sargento Chico Diavo, ayudante del coronel brasileño Silva Tabares, el 1 de marzo de 1870,
y muerto poco después a la vera del arroyo Aquidabánniguí.

CURUPAYTÍ
Lugar situado a 5 km al sur de Humaitá, en el departamento de Ñeembucú. Allí se libró una
batalla de diez días dirigida por Mitre (la primera y única que dirigió en la Guerra Guasu).
Empezó el 22 de septiembre de 1866. En Curupaytí, a Mitre lo esperaba José Eduviges
Díaz con 7 batallones de infantería, 4 escuadrones de caballería y 49 cañones. Las astucias
de Mitre dieron como resultado diez mil argentinos y brasileños muertos. El ejército
aliancista, a partir de esa batalla, quedó inactivo durante catorce meses, prácticamente hasta
noviembre de 1867. Más: en ese ataque murió Dominguito Sarmiento.

CURUZÚ
Situado en el actual departamento de Ñeembucú, a 2 km al sur de Curupaytí. Ocupado por
doce mil brasileños al mando del Marqués de Sousa. Allí se libró una batalla el 3 de
septiembre de 1866.

HUMAITÁ
19 de febrero de 1868. Ese día el almirante brasileño Inácio fuerza el paso de Humaitá y
logra expugnar una fortaleza que hasta ese momento había parecido invencible. El 24, dos
barcos brasileños llegan a Asunción y bombardean la ciudad. El Imperio gana el río
Paraguay y el Mariscal López decide que su ejército se repliegue hacia el norte: rumbo al
Chaco. El coronel Martínez se había quedado en Humaitá para frenar el ejército aliado y ahí
resiste hasta julio, cuando el Mariscal Osorio intenta tomar la ciudad. Fue la última victoria
paraguaya. De todos modos, el 24 no se podrá evitar que la bandera imperial se izara en la
fortaleza de Humaitá, luego de que Martínez había vaciado el sitio.

PASO DE PATRIA
Luego de la batalla naval de Riachuelo –Corrientes, 11 de junio de 1865–, los paraguayos
perdieron el control del río y se replegaron hacia Paso de Patria.

PASO PUCÚ Y TUYUTY


En los primeros meses de 1866, el Mariscal López hace replegar el grueso de sus tropas a
Paso Pucú para preparar la batalla de Tuyuty –que aconteció el 24 de mayo de 1866–,
donde pretendía encerrar a las fuerzas aliadas para destruirlas en una sola gran batalla que
decidiera los éxitos de la guerra. Probablemente, fue la más sangrienta: cayeron allí 5.000
paraguayos y 7.000 aliados.

YATAITY-CORÁ
El 12 de septiembre de 1866 Francisco Solano López y Mitre se encuentran en Yataity Corá
para una entrevista que duró cinco horas. López propone la paz, Mitre responde que
consultará con los distintos gobiernos. La respuesta finalmente fue negativa y la ofensiva
continuó con la batalla de Curupaytí.

YBICUY
Lugar situado a unos 120 km de Asunción, en el departamento de Paraguarí. Ahí, Carlos
Antonio López construyó un arsenal y una fundición de hierro, conocida como La Rosada,
en donde se fabricaban piezas de guerra y herramientas, además de piezas para las naves de
la flota paraguaya. Fue atacada y casi destruida en 1869 por las tropas aliancistas luego de
que entraran a Asunción (5 de enero de 1869). Hoy en día es un sitio histórico que puede
ser visitado.

Tres poetas

FLORES, JOSÉ ASUNCIÓN


Asunción, 1904 - Buenos Aires, 1972. Músico y compositor paraguayo creador de uno de
los géneros musicales más característicos de la música paraguaya: la guarania.

ORTIZ GUERRERO, MANUEL


Villarica (Guairá), 1894 - Asunción, 1933. Es probablemente el poeta bilingüe (guaraní y
español) más popular de Paraguay, además de dramaturgo e imprentero. Uno de sus poemas
en guaraní, “Nderendápeayú” (Vengo a tu encuentro) fue musicalizado por José Asunción
Flores.

ROMERO, ELVIO
Yegros (Caazapá), 1926 - Buenos Aires, 2004. Poeta y periodista. Representante del
vanguardismo social. Militante comunero, luego de la guerra civil de 1947 se exilia en la
Argentina (Buenos Aires, concretamente). En la década de 1990, se desempeñó como
agregado cultural de la embajada paraguaya. En 1991 ganó el Premio Nacional de
Literatura (Paraguay). En Buenos Aires, en 2010 se publicó Cielito del Paraguay. Un perfil
de Elvio Romero, de Enrique Llopis, editado por Ediciones De Aquí a la Vuelta y Ediciones
del CCC.

Rocco Carbone
GLOSARIO

APA. Río que funciona como frontera natural entre Brasil y Paraguay.

AQUIDABÁN. Río del Paraguay que discurre en sentido este-oeste. Nace en la Cordillera de
Amambay y desemboca en el río Paraguay.

BRIGA. (Portugués.) Lucha.

CAÁ-YARÍ. En la mitología guaraní, diosa protectora de la yerba mate.

CAINGUÁ. Tribu aborigen del Litoral argentino.

CANDOMBLÉ. Religión afrobrasileña.

CAMBÁ CURURÚ.

CARAYÁ. (Voz guaraní.) Mono aullador. Los soldados paraguayos utilizaban este término
para referirse a los combatientes brasileños.

CHARQUE. En Argentina, Bolivia, Chile, Perú y Uruguay, carne salada y secada al aire o al
sol para que se conserve.

CHASQUI. (Del quechua.) En el Imperio incaico, mensajero que transmitía órdenes y


noticias.

CHIPÁ. Pan pequeño hecho a base de almidón de mandioca y queso, propio del Paraguay y
nordeste de la Argentina.

COIGUÁ

CONGREVE. Nombre de los cohetes utilizados en la Guerra de la Triple Alianza.

CUÑÁ PORÁ JHAÉVA PE PURAHEI, MBARACÁ

CUREPA. Término utilizado en Paraguay para referirse a personas o cosas originarias de la


Argentina. Derivado hispanizado del guaraní kurepi, que significa “piel de chancho”.

CUREPÍ. (Véase Curepa.)


CURUPÍ. (También llamado Kurupí.) Monstruo legendario de la mitología guaraní.

FAZENDA. Granja, hacienda.

FAZENDEIROS. (Portugués.) Agricultor, chacarero.


GÜEMBÉ. (Philodendron bipinnatifidum.) Arbusto perenne de hojas muy grandes.

GURÍ. (Arg. y Uru.) Niño, muchacho.

LEMANYÁ. Diosa afrobrasileña del mar y la fertilidad.

MAYNUMBY. Picaflor. Ave sagrada entre los guaraníes.

MBARACAPÚ:

MBEYÚ: Torta típica del Paraguay a base de mandioca.

MBOPÍ. (Voz guaraní.) Murciélago.

MBORAIHÚ. (Voz guaraní.) Amor.

MBORAICJHÚ PÖRÁ.

MENSÚ. Mensual. Peón contratado por meses para realizar trabajos en el campo.

MIMBY. (Voz guaraní.) Instrumento musical, amalgama entre flauta y quena.

MONTE AVÁ.

ÑANDE TAVA.

ÑANDUTÍ. (Voz guaraní.) Encaje para adornar vestimentas.

PETEREBY. Árbol maderable endémico de Sudamérica.

POMBERO. Duende de la mitología guaraní.

REVIRO. Plato típico de la gastronomía paraguaya y del norte argentino.

SAPUCAY. Grito característico del chamamé.

TIMBÓ. Árbol de gran tamaño de las regiones tropicales de América del Sur.

TURÚ. Instrumento musical de origen guaraní.


URÚ. (Odontophorus capueira.) Especie de ave que se encuentra en Argentina, Brasil y
Paraguay.

URUTAÚ. (Nyctibius griseus.) Ave nocturna de plumaje oscuro. Sus gritos son
desgarradores.

YABEBIRÍ. Arroyo situado en el departamento de San Ignacio (provincia de Misiones).

YASY. (Yasy Yateré, Yaciyateré o Jasy Jatere.) Duende de la mitología guaraní.

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