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DE AREQUIPA
EN LA GUERRA
DEL SALITRE
“En los memorables dos años que con tanta oportunidad recuerda, pudo esta
Legación [de Perú en Bolivia] trasladar a los departamentos del sur del Perú,
poniendo a disposición del Gobierno, ocho mil rifles, dos millones de
municiones, una batería máxima de cañones Krupp, sables, mulas para las
brigadas del ejército, más de cien mil varas de tela para uniformar a los
soldados, y vestir a los guardias nacionales, calzado y hasta recursos
pecuniarios en la cantidad en que éstos era posible obtenerlos del Gobierno
aliado [de Bolivia]”.
Manuel María del Valle
Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del Perú en Bolivia
La Paz, 29 de octubre de 1883
Carta al abogado arequipeño Mariano Nicolás Valcárcel,
Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno
Provisorio del Perú con sede en Arequipa
(Ahumada 1891, VIII: 364)
Bandera de Arequipa, color rojo sangre, con el escudo de armas otorgado a la ciudad por Carlos V de España,
mediante Real Cédula del 7 de octubre de 1541. El curioso aspecto fálico-eyaculante del volcán Misti y la
sangre del fondo de la enseña brillaron por su ausencia cuando sin dar batalla, de
manera vergonzosa, Arequipa se rindió al enemigo chileno el 29 de octubre de 1883.
Escudo de Armas de Arequipa otorgado a la ciudad por Carlos V de España, mediante Real Cédula fechada
en Fuenzalida el 7 de octubre de 1541.
En la Arequipa de fines de octubre de 1883, invadida por los genocidas chilenos, los leones rampantes y linguados
representados en el escudo –supuestamente los guardianes del Misti– estuvieron ausentes. No aparecieron. Se derramó sangre
peruana –mas de cien muertos, baleados por otros peruanos– pero no la sangre que debió haber corrido que era la de los
invasores que mellaron su suelo.
1. LA TRAICIÓN DE AREQUIPA
Arequipa en los últimos días de octubre de 1883 escribió uno de los momentos
más vergonzantes de su historia y, por ende, de la historia del Perú. Se
acercaba a ella el ejército de una potencia extranjera. Arequipa no era atacada
por Nicolás de Piérola; tampoco intentaba asaltarla el Vicepresidente Montero
o el general Cáceres. Arequipa estaba en la mira de los invasores chilenos.
Se puede estar o no de acuerdo con Piérola, con Montero, o con Cáceres pero,
en las circunstancias de Arequipa y frente al avance del enemigo del Perú, ¿cuál
era la amenaza mayor?
Para los ciudadanos con noción de patria, el enemigo principal en octubre de
1883, como en diciembre de 1879, como en enero de 1881, eran los invasores
chilenos. Contra los genocidas de Chorrillos, Barranco y Miraflores, contra los
repasadores de heridos, contra los saqueadores de Lima, Trujillo, Ancash y
Lambayeque, contra los enemigos que apresaron al presidente
arequipeño García Calderón y lo llevaron como un vulgar reo al destierro en
Chile, la heroica Arequipa, ciudad de blasones, escudos y banderas, no hizo
nada.
Tenía la capital del Misti una batería de cañones Krupp y otros cañones de
construcción propia, haciendo un total de treinta piezas; tenía ocho mil rifles;
tenía ametralladoras y dos millones de balas. Lo que faltó a Arequipa, además
de visión histórica, fueron algunos miles de ciudadanos decididos a enfrentarse
al enemigo. A la hora de la verdad, sólo una minoría aceptó el desafío de los
genocidas sureños. En ese sector patriota no estuvo incluida la Guardia
Nacional de Arequipa –que se negó a combatir a los chilenos– y tampoco lo
estuvo la mayoría de la población arequipeña, que se escudó en la decisión
de la clase dirigente y de la mayoría del vecindario de no dar batalla al invasor
en la Ciudad Blanca.
Ni hombres ni armas enfrentaron al enemigo chileno. Por el contrario, lo
terrible de la Ciudad Blanca en octubre de 1883 es que unos y otros se
levantaron no contra el invasor sino contra el Gobierno Provisorio de García
Calderón –el presidente arequipeño deportado en Chile–, apuntaron
contra el Vicepresidente Montero y segaron la vida de oficiales y soldados
peruanos por el delito de intentar mantener el enfrentamiento contra el
enemigo mientras éste no aceptase una paz sin cesión territorial.
Por supuesto, se sabe qué clase de pendenciero era Lizardo Montero.
Considerado erróneamente como un As de la Marina Peruana, Montero fue
un vivo de la vida metido en política (fue candidato presidencial contra
Mariano Ignacio Prado en 1875). Como marino no valía gran cosa. Por ello no
estuvo al mando de ningún buque de guerra importante durante el conflicto
con Chile. Como “general” carecía de preparación, conocimientos y
experiencia militar, a no ser que se califique como tal su participación en
asonadas, sediciones y disturbios. Quizá deba respetársele por su actuación en
la Batalla del Alto de la Alianza, pero ahí paramos de contar.
Montero era un político tradicional peruano, no inclinado a arriesgar el pellejo.
Para describirlo debe recordarse que Montero es el jefe que abandonó a
Bolognesi en Arica, encargándole hacer volar la plaza para que sirviera de
ejemplo al Perú. La acción de Montero es similar a la de su colega, supuesto As
de la Marina Peruana, el buscador de figuración Aurelio García y García –
apodado Aurelio Corría y Corría– otro marino metido a político, al que la
Historia recuerda por haber dejado solo a Grau en Angamos. García y García
no volvería a comandar un buque de guerra del Perú; continuando con su
carrera política se convirtió en el principal ministro de Piérola.
Así que no se está escudando a la persona de Montero. Lo que se defiende
es el rol de Montero como representante del Gobierno alternativo al
del traidor Iglesias. La inconsciente Arequipa se dio el gusto de derrocar al
régimen que luchaba contra Chile y del cual Cáceres era segundo
vicepresidente. Con el golpe de estado del 25 de octubre de 1883, Arequipa le
hizo el más grande favor a Chile y al régimen títere del regenerador de Montán.
Volvamos al avance chileno sobre Arequipa. Ayudado y orientado por guías
peruanos, y con militares peruanos adjuntos que cumplían encargo del traidor
Iglesias, el ejército invasor transitó por Moquegua, sin oposición, y llegó a las
puertas de la Ciudad Blanca.
Es allí donde el enemigo contó con el apoyo de los coroneles arequipeños Llosa
–Francisco y Germán Llosa Abril–que abandonaron sus posiciones en
Huasacache y dejaron pasar a los chilenos por Puquina con rumbo a Arequipa,
sin enfrentarlos, aduciendo que no sabían qué hacer, que no tenían órdenes
específicas, que les habían cambiado las municiones, que eran muy pocos para
enfrentar a los mil trescientos invasores, que ellos sólo eran coroneles del
ejército de línea pero tenían pocas décadas de “experiencia”, etc.
En Huasacache y Puquina no hubo Bolognesis, Alfonsos Ugartes, ni Justos
Arias. Ahí hubo Llosas, que es exactamente lo contrario a Bolognesi, Alfonso
Ugarte o Justo Arias. Ahí hubo Llosas que superaron dialécticamente las
cobardías de Segundo Leiva y Agustín Belaúnde, coroneles de papel que
abandonaron a Bolognesi en Arica, no acudiendo en su apoyo o simplemente
desertando sus funciones.
Sin embargo, el golpe decisivo contra el Gobierno Provisorio fue iniciado por
otro Llosa arequipeño –el coronel “cívico” de Guardias Nacionales Luis Llosa
Abril– que sublevó a su Batallón No. 7. Con el ejemplo del batallón de Llosa,
los demás cuerpos de la invencible Guardia Nacional arequipeña se levantaron
contra el gobierno de García Calderón-Montero. Contra ese régimen
dispararon, que era el gobierno al que respondía Cáceres, y a ese Gobierno le
mataron varios oficiales y soldados.
Los chilenos estuvieron felices que menos de una semana después de la firma
del Tratado de Ancón, el Gobierno peruano que no aceptaba ser instrumento
de Chile y que rechazaba las condiciones de la paz chilena había dejado de
existir por obra del golpe de estado de Arequipa.
Francisco García-Calderón Landa, Presidente del Gobierno Provisorio del Perú elegido el 12 de
marzo de 1881.
García-Calderón se negó a ceder territorio a los genocidas chilenos, por lo cual fue apresado y remitido a Chile
como vulgar reo. Los enemigos del Perú lo mantuvieron preso en Valparaíso, Rancagua y Santiago, en indignas
condiciones,entre fines de 1881 y 1884.
Francisco García-Calderón Landa nació en Arequipa, ciudad que derrocó su gobierno tras el levantamiento del 25-
26 de octubre de 1883.
2. ANTECEDENTES
2.1 Alarma espantosa, pánico, y desaliento en Arequipa
Los siguientes testimonios y extractos periodísticos proporcionan una
idea acerca del ambiente depresivo que se vivía en la Ciudad Blanca días
antes de la presencia en la zona de los invasores chilenos. El miedo se
había generalizado entre la población debido al número superior de los
asaltantes, a sus tendencias genocidas y a las prácticas del saqueo,
destrucción, asesinatos y violaciones que cometían tras las batallas.
tendencias genocidas y a las prácticas del saqueo, destrucción, asesinatos
y violaciones que cometían tras las batallas.
“Alarma espantosa” ante la aproximación de los genocidas. Arequipa, 17 de octubre de 1883. (Ahumada 1891,
VIII: 353)
“Horribles momentos de pánico” en Arequipa. Arequipa, 17 de octubre de 1883. (Ahumada 1891, VIII: 353)
“Gran desaliento” ante el regreso a Arequipa de las tropas peruanas enviadas a Moquegua y que no
enfrentaron al ejército chileno en esa ciudad. Arequipa, 13 de octubre de 1883. (Ahumada 1891, VIII: 352)
Los que pudieron hacerlo fugaron (“emigraron”) de Arequipa. Arequipa, 13 de octubre de 1883
(Ahumada 1891, VIII: 352)
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El negociador chileno Jovino Novoa estaba preocupado por la posible continuidad del Gobierno Provisorio
con sede en Arequipa. (Bulnes III: 535-536)
El diario Correio Paulistano, de Sao Paulo, Brasil, en su edición 8133 del miércoles 26 de
septiembre de 1883, informó sobre la misión encargada por Iglesias a los civilistas Miguel
Antonio de la Lama y Aurelio Denegri.
Las autoridades municipales de la Ciudad Blanca, henchidas de fervor
patriótico, cumplieron la orden chilena transmitida por el títere Iglesias
y entregaron su ciudad, sin combatir. Los líderes y altos oficiales arequipeños
se negaron a usar contra los invasores los ocho mil rifles, los dos millones de
municiones, y la batería de cañones Krupp que habían podido juntarse para la
defensa. Armas habían. Lo que faltó a los dirigentes y militares arequipeños fue
lo que a Cáceres le sobraba: sentido de peruanidad, valor y entereza para
enfrentar al enemigo (Ahumada 1891, VIII: 431).
El enemigo en su avance sobre Arequipa se encontraba acompañado de
militares peruanos que obedecían al régimen del traidor Iglesias. El
colaboracionismo del gobierno iglesista con el enemigo era tan conocido, que
inclusive en Bolivia se informó sobre las actividades de los traidores. Así, el
diario Deber de La Paz, Bolivia, en su edición del 4 de octubre de 1883, hizo
saber que un coronel peruano de nombre Juan G. Mercado y otros oficiales
peruanos acompañaban al ejército chileno como representantes del
gobierno “regenerador” de Iglesias.
Diario boliviano Deber informa sobre el colaboracionismo del gobierno iglesista con el enemigo chileno
(Muñiz 1909, 465)
Manuel María del Valle, Envíado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del Perú en Bolivia desde 1881
Acreditado por el Gobierno de Montero, Manuel María del Valle obtuvo del presidente boliviano Narciso
Campero el envío a Arequipa de importantes cantidades de armamento, incluyendo una batería de
cañones Krupp.
Apoyó al Perú, aliado de Bolivia, enviando cañones Krupp, ametralladoras, rifles y balas que los
arequipeños se negaron a usar contra el enemigo chileno.
Mapa de la zona limítrofe entre Moquegua y Arequipa mostrando la ubicación de Puquina, llave de
acceso a Arequipa. Se aprecia las localidades de Moromoro, Omate, Conlaque, Chacahuayo,
y Puquina, tomadas progresivamente por el enemigo chileno sin resistencia peruana.
Mapa de Mariano Felipe Paz-Soldán
Cuadro No. 2
Distancias aproximadas entre las principales localidades
involucradas en la rendición de Arequipa
En leguas y kilómetros (*)
De Arequipa a Paucarpata 1 legua / 6 kilómetros
De Arequipa a Mollebaya 3 leguas / 17 kilómetros
De Arequipa a Pocsi 7 leguas / 39 kilómetros
De Pocsi a Puquina 7 leguas / 39 kilómetros
De Arequipa a Puquina 14 leguas / 78 kilómetros
De Puquina a Chacahuayo 1 legua / 6 kilómetros
De Chacahuayo a Tambo 4 leguas / 22 kilómetros
De Tambo a Pocsi 2 leguas / 11 kilómetros
De Puquina a Huasacache 7 leguas / 39 kilómetros
De Jamata a Huasacache 4 leguas / 22 kilómetros
De Huasacache a Quequezana 2 leguas / 11 kilómetros
De Moromoro a Omate 2 leguas / 11 kilómetros
De Omate a Conlaque 1 legua / 6 kilómetros
De Omate a Huasacache 2 leguas / 11 kilómetros
(*) La legua es una medida itineraria definida por el camino que regularmente se anda en una hora, y
que en el antiguo sistema español equivale aproximadamente a 5,572.7 metros. Esta equivalencia varía
según los países y regiones.
Desde Puno, el Contralmirante Montero hace entrega del Gobierno Provisorio del Perú al General
Cáceres. (Ahumada 1891, VIII: 365)
5.11 La resistencia peruana antes y después de la rendición de
Arequipa
En los meses inmediatamente anteriores y posteriores a la capitulación de
Arequipa la resistencia peruana se mantuvo activa en la zona central del país,
comandada por el Héroe de la Breña. Los repetidos ataques de los soldados
patriotas al mando de Cáceres –llamados despectivamente montoneros por los
bandoleros chilenos– preocupó sobremanera a Lynch , quien temía que los
caceristas recibieran refuerzos y armamento de Arequipa.
Con el fin de evitar la consolidación de la resistencia, el criminal de guerra
chileno envió una expedición en persecución de Cáceres. Desde mediados de
septiembre de 1883, comenzando en Izcuchaca (Huancavelica) y hasta Huanta
(Ayacucho), las tropas chilenas fueron atacadas por las fuerzas de Cáceres, en
lo que el propio Lynch calificó en su Segunda Memoriacomo resistencia “más o
menos enérgica”. En Ayacucho, entre el primero de octubre y el 10 de
noviembre de 1883, por espacio de cuarenta días, los bandoleros chilenos se
vieron “obligados a sostener casi diariamente tiroteos con los indios”.
Los ataques de Cáceres pusieron al desnudo las debilidades de los genocidas
chilenos. Lynch confesó que escaseaban los víveres para la soldadesca invasora
y el forraje para la caballada. En cuanto a las municiones –que fueron enviadas
desde Lima– no pudieron pasar de Ica a Ayacucho por estar la zona bajo
control de los montoneros. Para el enemigo chileno, la situación era difícil y
revistió el carácter de una verdadera derrota, pues es sabido que la resistencia
peruana ganaba si no perdía y los invasores chilenos perdían si no ganaban.
El 12 de noviembre de 1883, después de conocer la rendición de
Arequipa, el ejército chileno inició su retirada de Ayacucho a Jauja, siendo
atacado a lo largo de todo el camino por los montoneros caceristas.
Por supuesto, combatiendo contra el enemigo chileno, las fuerzas peruanas
sufrieron pérdidas, que Lynch evaluó en quinientos montoneros muertos. Sin
embargo, la expedición invasora hubiera sido totalmente derrotada si no
hubiera sido por la confianza que adquirió al enterarse de la capitulación de
Arequipa.
Los hechos relatados ponen de manifiesto la diferencia de actitudes entre las
fuerzas patriotas comandadas por Cáceres, que en Ica, Huancavelica, Apurímac
y Ayacucho atacaron permanentemente al invasor chileno y la conducta
pusilánime de los golpistas de Arequipa, que a través del Concejo de esa
ciudad, sin dar batalla en ningún momento, se entregaron voluntariamente al
enemigo del Perú.
Lynch relató la acción de la resistencia peruana en los días
anteriores y posteriores a la rendición sin combatir de Arequipa y la
delicada situación de sus tropas. (Lynch 1883, 149-150)
El General Andrés Avelino Cáceres resumió las principales razones que
estuvieron detrás de la rendición sin combatir de Arequipa y determinaron la
aceptación de la paz chilena. En sus Memorias (257-258), el Héroe de la
Breña señaló tres factores, todos vinculados al rol antinacional asumido por las
clases dominantes:
– La conducta egoísta de importantes dirigentes de la burguesía
y sectores acomodados de Lima y Arequipa, que se mostraron más interesados
en proteger sus intereses económicos y comerciales inmediatos antes que en
defender la integridad territorial de la nación.
– El caos organizativo, moral y social existente en el país y la carencia de un
claro entendimiento del interés nacional por la mayoría de la población
peruana.
– La improvisación de los dirigentes políticos y la inexistencia de verdaderos
estadistas en el manejo de los asuntos nacionales.
Cáceres escribió al respecto:
“Si en la fase culminante de la campaña del norte nos cupo tan mala suerte no
se debió en forma alguna a la presión de las armas enemigas, sino que es
imputable más bien al estado de desorganización, desmoralización y
desquiciamiento cívico y social en que se encontraba el Perú; a los
desaciertos de sus dirigentes políticos y a la menguada actitud de
elementos pudientes que no quisieron mantener hasta el último
extremo la voluntad de luchar por la integridad territorial de la
nación; y que lejos de esto, coadyuvaron a la labor emprendida con
inaudito refinamiento por el enemigo, dejando al ejército patrio no
sólo sin apoyo, sino restándole el que podían haberle
proporcionado.
En el sur, el ejército de Arequipa, fuerte de más de cuatro mil
soldados (en buen número regulares) y sin haber prestado ningún
servicio a la patria, se dispersó sin combatir. En el norte se proclamó la
paz a todo trance aceptándose de lleno las cláusulas del invasor. En la capital
de la república, gente acomodada, capitalista, que al comienzo deseaba la
guerra, abominaba de la resistencia armada y sólo pensaba púnicamente en
poner a salvo sus personas y sus bienes con el advenimiento de la paz” (citado
en Guerrero 1975, 34-35).
El 29 de noviembre de 1883, exactamente un mes después de la rendición de
Arequipa, Cáceres resumió sus impresiones sobre lo sucedido en el país el
último mes, en carta dirigida al humilde pero patriota Cabildo del distrito de
Acostambo, en la provincia de Tayacaja, Huancavelica (citado en Guerrero
1975, 36). El Héroe de la Breña expresó que en ese momento, en el Perú todo
era desconcierto y desmoralización y que los grandes móviles sociales habían
desaparecido ante la fuerza de los propósitos innobles y los intereses
personales de comerciantes enriquecidos con la fortuna pública y burócratas
civiles y militares sin talento y sin carácter. Describió “el hundimiento del Perú
que amenazaba revestir los oprobiosos caracteres de la cobardía” –sin duda se
refería a la rendición de Arequipa– y comparó la capitulación de la Ciudad
Blanca con el corazón generoso de los pueblos de la sierra central del Perú, que
se enfrentaron permanentemente al enemigo chileno, sin condiciones, a pesar
de los centenares de bajas y pérdidas materiales que sufrieron. Añadió Cáceres
que “la resistencia que hasta el último instante hacen los pueblos por salvar la
integridad y el honor nacional merecerá un lugar señalado en las páginas
brillantes de la historia del Perú”.
Carta del General Andrés Avelino Cáceres al Cabildo de Acostambo, Tayacaja, Huancavelica
denunciando la entrega al enemigo y falta de patriotismo de las clases dominantes de la
sociedad peruana. (Citado en Guerrero 1975, 36)
No es faltar a la verdad afirmar que el estado de cosas descrito por
Cáceres prevalece en el Perú hasta el día de hoy.
Era de la idea que continuar la guerra con Chile equivalía a suicidarse. En abril
de 1881 argumentó que el Perú era un pueblo indefenso y que debería
someterse al vencedor.
El 20 de abril de 1881, tres meses después de las Batallas de San Juan y
Miraflores y dos años y medio antes de la rendición de Arequipa sin combatir,
los genocidas chilenos ocupaban la capital, Tarapacá, Arica y otras áreas del
país. En esas circunstancias, los peruanos escucharon desde Arequipa la voz de
la cobardía propalando el mensaje de derrota.
Leyendo el Discurso de Apertura del Año Académico de la Universidad de
Arequipa, Belisario Llosa y Rivero, veinticuatro años de edad, profesor de
Literatura de ese centro de estudios, lanzó la consigna derrotista y proclamó
que continuar la guerra con el invasor del sur equivalía a suicidarse. Según el
señorito Llosa, el Perú era un pueblo indefenso que “debería someterse al
vencedor” y procurar “alcanzar la paz lo antes y lo menos mala posible”. El
inexperto abogado advirtió que cometerían “delito de lesa infidelidad contra la
patria los ciudadanos armados o desarmados que resistan al enemigo sin la
certidumbre, o por lo menos, la poderosa probabilidad de ventajoso éxito”.
Me parece estar escuchando al arequipeño Belisario Llosa: ¡Qué resistencia,
qué Cáceres, qué Breña, ni qué ocho cuartos! ¡Cojudeces, señores, cojudeces!
¡La rendición se impone. Rendición inmediata, total, sin condiciones!
La alocución de Llosa –presentada en cincuenta y siete secciones– se tituló La
verdadera situación y aspiraciones del Perú después de la toma de
Lima, y sirvió para que su autor lanzara un encendido mensaje en favor de la
necesidad absoluta de suscribir la paz con Chile, aceptando las condiciones
impuestas por la nación del sur.
Ante la algarabía de los genocidas del sur por semejante propuesta, Belisario
Llosa efectuó una prolongada descripción de los males que en su opinión
habían pasado a formar parte constitutiva del Perú y que explicaban su fracaso
militar ante Chile. Afirmó que Perú fue el supuesto “hijo mimado de la
indolente España”, y que sus habitantes, perezosos por naturaleza, “se dieron a
vivir como príncipes”.
Igualando el estilo de vida de la burguesía comercial, sus abogados, altos
funcionarios públicos y comandantes militares, con las paupérrimas
condiciones de subsistencia de la mayoría de la nación, Llosa afirmó que el
Perú había devenido en una nación corrupta, poblada por “innumerables
ociosos y flojos”, pobres y ricos, jóvenes y viejos, acostumbrados todos a
“dormir mucho y levantarse tarde”. El país se encontraba abrumado por
“nuestra pereza de sesenta años”, molicie iniciada con la proclamación de la
independencia en 1821. El “ocio y la dejadez” generaban “desórdenes y
disipaciones” y penetraban todas las clases sociales, entre las que Llosa incluyó
a militares, sacerdotes, ricos y clase media. Como expresión de los problemas
nacionales, mencionó también al periodismo corrupto y a las escasas empresas
y bancos del país.
Si bien Llosa efectuó una descripción de los “males nacionales”, cuando se
busca su explicación causal o el sustento de la propuesta, el discurso del
catedrático arequipeño se muestra superficial, libresco e incompleto, sólo
atinando a acudir al factor racial. Para Llosa, la ociosidad se explicaba en parte
por las características raciales del país. Aseveró que el “peruano de raza pura”
provenía de una “extraña” mezcla de razas, en la que participaron la impetuosa
“raza árabe”, la floja “sangre goda”, y la raza indígena “fría, tímida e indolente”.
Según Belisario Llosa, siendo el principal problema de los peruanos la aversión
a laborar, la “regeneración’ del país provendría del “ángel del trabajo que,
quitando de sobre el cuerpo del Perú, la pesada lápida de nuestro pasado, lo
haría surgir de entre los muertos, como al mártir belemita, en resurrección
feliz, imperecedera y gloriosa”. La solución al problema consistía en que los
peruanos “nos hagamos honrados, económicos y laboriosos”. En una palabra,
los peruanos, ociosos por naturaleza, deberíamos dejar de serlo y dedicarnos a
trabajar. Sin embargo, trabajar no era posible de mantenerse la ocupación
chilena del Perú. De ahí la necesidad de rendirse al enemigo, rápida y
totalmente, sin condiciones, para que luego de obtener la “paz” chilena el país
pudiera “regenerarse por el trabajo”.
8.1 La ideología del derrotismo en Belisario Llosa y Rivero
La recomendación derrotista de Belisario Llosa y Rivero apareció como la gran
conclusión de su discurso, en la sección 52 del mismo. Las palabras derrotistas
de Belisario Llosa y Rivero, pronunciadas en abril de 1881, fueron bastante
similares a las que aparecieron en el artículo ¿Qué hacemos? escrito por el
derrotista Mariano Bolognesi dos meses antes. Como si fuera un simple
desarrollo del artículo de Bolognesi, el Discurso de Llosa en la inauguración
del Año Académico de la Universidad de Arequipa hace evidente que desde dos
años y medio antes de la rendición de Arequipa sin combatir, en octubre de
1883, las clases dominantes de la Ciudad Blanca no querían arriesgar el pellejo
en batallas contra los chilenos. Habían sido ganadas por el desaliento,
circulando entre ellas la opinión mayoritaria de someterse a la voluntad de
Chile.
Por ello, los grupos de poder político y económico de la Ciudad Blanca
estuvieron interesados en transmitir la consigna derrotista envuelta en el
manto justificador de la denuncia de los males nacionales, de los que,
paradójicamente, Arequipa quedaba excluida, a pesar de ser una ciudad
escenario de motines y sediciones diversas, de negociados de ferrocarriles, y de
planillas de sueldos burocráticos financiadas con los recursos del guano y el
salitre.
Puede deducirse así la razón de “la imprevista indisposición del profesor
encargado de dirigir la palabra en el solemne día de la instalación de las
labores de la Universidad”. Si la perspectiva derrotista no hubiera sido la
preponderante entre los sectores dirigentes de Arequipa, éstos no hubieran
permitido la lectura de un discurso en el que se recomendaba explícitamente la
capitulación ante el enemigo. Cumpliendo los designios de la oligarquía y
plutocracia arequipeñas, el ignoto orador fue reemplazado por un Belisario
Llosa que usó la oportunidad para divulgar un estudiado mensaje derrotista, de
inspiración chilena, que por su contenido y extensión no hubiera podido
escribirse de la noche a la mañana.
El derrotismo de Belisario Llosa y Rivero
Propagandista chileno Blanlot Holley cita al derrotista Llosa. (Blanlot Holley 1910, 74, 78-79)
Esta misma llave, sin más diferencia que el material de su construcción, pues
se ha usado de hierro y hasta de palo, ha servido a los mandatarios del Perú
para amordazar y corromper a la prensa; haciéndola decir lo que les daba la
gana, callar lo que les convenía, mentir a destajo y tener siempre listo
incienso para el disparate, partido o persona predominante.
32. Por eso notamos abochornados a la prensa peruana convertida en
explotadora del pensamiento y de la palabra, haciendo alarde de libertinaje o
de servilismo; insultando sin piedad a lo caído y ensalzando sin equidad a lo
que se elevaba; aconsejando el crimen, propalando el error y por último
engañando impudorosamente a las multitudes con la afirmación embustera
de un poder marítimo y terrestre que no teníamos; de recursos y elementos
que estábamos muy lejos de alcanzar.
33. La asociación casi no hay ni para qué nombrarla, pues aunque
garantizada por nuestras leyes y proclamada por la ciencia como el poderoso
agente del progreso manufacturero, industrial, comercial, artístico, científico
y aun religioso de los pueblos, su fecundante espíritu nos fue casi del todo
ignorado, y las pocas asociaciones que aquí lograron iniciarse, se perdieron,
o por haber extraviado los caminos del fin propuesto; o por las miras
fraudulentas de los socios, la escasez del capital, o la injerencia perniciosa de
los gobiernos, convertidos en empresarios, comerciantes y banqueros.
Ejemplo amargo de esta verdad nos suministran las compañías salitreras, las
de carguío del guano, las constructoras de ferrocarriles y, muy
especialmente, la nunca bastante abominable asociación bancaria.
34. Pero ya nos cansará la para vosotros disgustadora y para mi
fatigosamente triste narración de la turbulenta vida del afamado Perú; y
por eso antes de finalizarla, séame permitido mostrar un punto luminoso en
el horizonte del pasado, punto que, como sol entre tormentosas nubes, brilla
en el cielo de nuestra historia.
35. Era el dos de agosto de 1863, cuando don Eusebio Salazar y
Mazarredo, con el título de Comisario Especial, vino a Lima a hacer
reclamo a nombre del Gobierno español. La madre, convertida en madrastra,
quería meter de nuevo la mano en la gaveta del hijo, para lo cual declaraba
que entre España y el Perú no había existido sino una tregua de cuarenta
años, y que se hacía, en consecuencia, dueña de las islas de Chincha, que
ocupó la escuadra peninsular el 14 de abril de 1864.
36. El Perú, despertado como mal adormecido león y acordándose de las
jornadas de Ayacucho y de Junín, en que el triunfo y la gloria coronaron el
esfuerzo, aceptó el reto, sacudió su melena, irguió sus nervudos miembros y
colocando a los flancos a sus robustos cachorros, esperó el ataque. Éste no se
hizo esperar, atrevido y franco; porque los bizarros descendientes del Cid y de
Gonzalo de Córdoba, no atacaron jamás por la espalda, como la mal cruzada
y traidora estirpe de Caupolicán y Lynch.
37. Encendida la pelea en las aguas del Callao, cincuenta cañones peruanos
hicieron retroceder a trescientas bocas de fuego españolas, y entonces hubo
un anciano sacerdote que exclamó sublime: “Ay del que en los momentos del
peligro no ofrezca a la patria, su corazón y su vida”, y hubo hombres héroes y
mujeres heroínas, y escalaron la inmortalidad Gálvez y otros mil, y fue “el 2
de Mayo de 1866”.
38. Desgraciada misión la que en las presentes circunstancias me
impone el patriotismo, obligándome a mitigar la amargura de nuestras
almas, apenas con rápido paréntesis halagüeño, en vez de endulzarla con la
detenida y plácida descripción de inmarcesibles glorias.
Pero tales son las sendas del deber; vénse en ellas, de lejos y presurosamente,
suavísimas flores, y tiénese que tocar de cerca y con detención, punzadoras
espinas.
39. Habré, pues, de continuar, mal que me pese, la enojosa tarea ¡y cómo
justo cielo! Encontrando al Perú enflaquecido y cadavérico delante del
mostrador de los agiotistas y usureros de Europa que, consumido su
numerario y cuanto sin trabajar encontró gastable, iba allí a usar del
peligroso recurso del crédito, a comprometer su nombre, a empeñar su
propiedad, imposibilitándose desde luego para pagar y salvarla, pues
abonando juanillos monstruosos, recibía un millón en efectivo, firmando y
obligándose por dos o tres, ilusorios.
40. ¿Y para qué solicitaba así más dinero? Preguntareis. ¿Y en que lo
empleaba? Voy a decíroslo:
Un empresario norteamericano, activo e inteligente, detuvo una ocasión
su carruaje en los umbrales del palacio del consumidor infatigable,
ofreciéndole construir, bajo presupuesto y a equitativo precio, caminos de
fierro que unieran los principales centros comerciales, y vivificaran las
decaídas y aisladas poblaciones.
Como el capitalista yankee no conocía bastante la complicada tramoya de
nuestra comedia administrativa, ni los secretos resortes para insinuarse en la
voluntad de los que manejaban la representación, cometió el grave error de
irse rectamente al fin que se proponía y, como era lógico, no fue escuchado en
ese terreno.
Desde el portero hasta el Ministro le despacharon siempre con el
tradicional “vuelva usted mañana”, de nuestras oficinas públicas.
Iba ya a desistir de su utilísimo empeño, cuando uno de esos comedidos, que
nunca faltan y que más bien sobran para deshonra de todas partes, se encaró
al señor empresario y con cínico desparpajo le dijo: “Es usted un inocente; en
esta casa no se hacen jamás las cosas por vías ordenadas y legales: tome
usted sus presupuestos; aumente en ellos tres o cuatro millones de soles al
importe de la fabricación de cada ferrocarril; déme de estos doscientos o
trescientos mil, haciendo lo mismo y según la estofa del personaje, con el
señor administrador y sus paniaguados; y le aseguro a usted que mañana sin
más dilación tiene usted aprobados los contratos y hechas todas las
concesiones”.
41. ¡Admirable consejo, que dio por resultado el empleo de cuatrocientos
millones en ferrocarriles, muchos de ellos improductivos, y cuyo costo
natural, no pudo humanamente ascender a más de sesenta u ochenta
millones!
Bravo consejo, que vistió a una bandada de zánganos, desplumando a todo el
Perú, empobreciéndolo, endrogándolo y consumando su ruina.
42. Esta última extremidad, este fatal resquicio era el que precisamente
esperaba hacia largos años un hermano pobre del Perú.
Tan ingrato como hipócrita, espiaba sus pasos y brindándole una amistad
fingida y una fraternidad engañadora, trabajaba en silencio, con minuciosa y
activa contracción, para robarle y matarle.
Todo lo que la envidia siente de punzador y martirizante; todo lo que el odio
acopia de torturador y cruel, fue desarrollándose poco a poco y en laboriosa
fusión en el seno corrompido de ese hermano alevoso, a quien el Perú
había alimentado, cuando en la guerra de la independencia sostenía la flotilla
del Almirante Cochrane, que resguardaba y salvó su escasa lengua de tierra;
a quien había vestido, cuando amén de otras gollerías regalaba 1,800,000
pesos a la desnuda soldadesca de Blanco Encalada y de Bulnes; a quien había
honrado, cuando en Abtao, con buques y marinos peruanos, forzóle a obtener
brillante triunfo marítimo; a quien había vengado, dando en aguas peruanas
severa lección a la escuadra que bombardeara el cobardemente desarmado
Valparaíso.
Parece increíble, pero no es por eso menos cierto que ese hermano, haciéndose
fabricar con hábil artista, blindada armadura y aguda y tajante espada, y
rodeándose de numerosos y feroces sicarios, siguió con fría y calculada
criminalidad todos los pasos de su confiado enemigo, y encontrando cabe
propicio a su malvado intento, ocultóse una noche en lóbrego desván, y
cuando el Perú, enfermo, debilitado, vacilante, sin defensores y sin armas
volvía precisamente de interponer sus buenos oficios para evitar contienda
fratricida entre el boliviano y el chileno; el asaltador escondido, el hermano
asesino, Chile mismo, hirió al Perú por la espalda, hundiéndole
hasta el mango en las entrañas la afilada hoja de su traidora
espada...
43. Tal es, señores, la liquidación del pasado, tal es el aflictivo resumen de
sesenta años de desórdenes, de disipaciones y de pereza; tal la demostración,
aunque indirecta, contundente, de que es llegado el tiempo de que los
peruanos, si queremos y estimamos en algo a nuestra patria, si anhelamos
verla regenerada y feliz, nos hagamos honrados, económicos y laboriosos,
pronunciando con inquebrantable voluntad e irremisiblc decisión práctica, en
la cabecera del moribundo Perú, el levántate y anda del hijo del artesano de
Nazaret; el comerás con el sudor de tu rostro, del autor de todo lo creado.
44. La ciencia humana que, cuando es verdadera, se armoniza
admirablemente con la divina y que, confirmada con la observación y la
experiencia de los hechos, suministra pruebas infalibles; ofréceme también
los principios morales y económicos para evidenciar más, si cabe, la
aseveración en que hasta la saciedad debe insistirse y que forma el tema
fundamental de mis razonamientos.
45. En efecto, el fin supremo de la moral es la posesión del bien infinito y el
medio esencial propuesto por su legislación para alcanzarlo es el
cumplimiento del deber, es decir, la aplicación de la actividad espiritual y
corporal del hombre a la práctica de las diversas obligaciones que le
imponen, en el viaje de la vida, el desarrollo de sus facultades, la profesión,
arte u oficio que adopte y los múltiples estados en que, conforme a la
ordenación universal, quiera colocarlo la Providencia.
No hay, pues, moral donde no hay cumplimiento del deber; y no hay
cumplimiento del deber donde no hay ejercicio de la actividad intelectual o
física del hombre, esto es, donde no hay trabajo.
46. Por eso la pereza es el séptimo de los pecados capitales, lo que equivale
a caracterizarla como uno de los gravísimos inconvenientes para que el
hombre observe el orden moral y pueda, por lo mismo, gozar del bien infinito.
Por eso también es inmoral la ociosidad del pobre que quiere, sin
esfuerzo, mantenerse a costa del rico, disfrutar en común de su renta o
destruir su propiedad, que mira envidioso, porque no es capaz de adquirir
trabajador.
Y es inmoral la ociosidad del rico que vive en la indolencia, el fausto o la
avaricia, prescindiendo de cuanto en su patria pasa y sin acudir con bien
entendida caridad al realmente imposibilitado de sostenerse por su activo y
exclusivo impulso.
Y es inmoral la ociosidad del joven que pudiendo permanecer hasta
completar su instrucción y educación en las aulas escolares o universitarias,
se aleja de ellas para petardear al prójimo, embrollar y aburrir a la sociedad
y abalanzarse a la empleomanía, áncora de salvación de todos los flojos; o
ceñirse la casaca, piedra de toque de la imbecilidad.
Y es inmoral la ociosidad del viejo que repantigado en su curul de
abogado, de juez o de vocal, defiende, por las facilidades de la ganancia,
causas perversas, enreda los juicios para prolongar los honorarios;
despacha, por no molestarse, tarde, mal o nunca, y abre cuenta corriente a
los litigantes para sentenciar, según y conforme, al precio recibido, por vivir
sin labor y con desahogo.
Y es inmoral la ociosidad de falso indefinido y de la supuesta
huérfana o viuda que, para vivir a expensas del Estado, forjan expedientes
de jubilación o montepíos; haciéndose los primeros reconocer años de
servicios que jamás tuvieron; haciendo las segundas constar una paternidad
obscena o mentida, o un matrimonio que no existió, o que fue nulamente
contraído.
Y es inmoral, en conclusión, la ociosidad del pastor que no busca
anheloso los caminos de su propia perfección y la de sus ovejas; la del
militar que no se hace instruido, subordinado y valiente, ni procura que lo
sean sus soldados; la del maestro que explota sin enseñar a sus
discípulos; la del escritor que vende o empeña su pluma con la difamación
y la falsa propaganda; la del artífice que cobra o retiene, sin concluirlas, el
precio de sus obras; y la de todo el que no lleva a su boca el pan amasado con
el esfuerzo de sus brazos y empapado con el sudor de su fatiga; que es el único
adquirido conforme a la ley de Dios, que es la gran ley de la moral, y el solo,
por lo tanto que sostiene, alimenta, salva y es bendito; todo otro pan extenúa,
envenena, mata y es maldito.
47. La Economía Política y Social es la ciencia de la adquisición,
repartición y consumo de la riqueza, reconociendo, por consiguiente, como
tendencia primordial y esencialísima la desaparición del proletarismo, de la
miseria y del hambre, víboras siempre prontas a enroscarse en la cerviz de
los pueblos.
Ella, caritativa y afanosa, trabaja incesantemente porque no se realice en
ninguna agrupación humana la fatídica profecía de Malthus, que dice:
“Faltará alguna vez un cubierto para el hombre en el banquete de la vida”.
¿Y de qué medio se vale el economista para arribar a tan nobles fines, si no es
del seguro y eficacísimo, que consiste en la aplicación de las fuerzas físicas e
intelectuales del hombre a la producción agrícola, industrial, fabril, artística
o científica?
¿Y qué nombre tiene esta aplicación en el lenguaje del común sentido? ¿No se
llama trabajo?
48. Y en verdad, el trabajo, cualquiera que sea su objeto, produce
siempre, es decir crea, convirtiéndose en la mundanal morada, en el
admirable continuador de la obra comenzada por Dios en la mañana
primera del Génesis.
El trabajo, según un célebre economista español “es el genio de la felicidad de
nuestra especie”, porque proporciona todas las cosas útiles que satisfacen las
necesidades de la vida. Cuando en un pueblo se aumenta la masa de trabajo,
se aumenta su riqueza, y cuando el trabajo disminuye decae visiblemente la
prosperidad”.
Esta doctrina, proclamada nueva por los economistas modernos, tiene en su
apoyo autoritativa y remota antigüedad: el doctor Pérez de la Oliva,
exhortando en 1524 a los cordobeses a emprender la navegación del
Guadalquivir les decía: “doquiera que sombraran les nacería oro, y doquiera
que plantasen el fruto, sería riqueza”. Sancho de Moncada era todavía más
explícito, cuando en 1619, y en el discurso sobre la riqueza firme y estable de
España, al recordar los medios de producir, decía: “que facilitando los
consumos, crecerían el trabajo y los arbitrios de mantenerse, que son las
riquezas”. Osorio, al manifestar las causas que perjudicaban a la monarquía,
escribía: “que lo que se necesitaba, era que ninguno estuviera ocioso y que
todos se ejercitaran según su calidad y posibilidad”. Francisco Martínez de la
Mata, afirmaba: “que los reyes que tenían vasallos industriosos y
trabajadores, no necesitaban oro, porque en él convertían las materias por
medio de la industria”. Miguel Caja de Leruela, expresaba: “que el mejor
género de acrecentar y conservar el patrimonio, son las labores y la
pastoría”. Campomanes expuso: “que el trabajo era más productivo y útil que
los tesoros venidos de las Indias”.
¿Pero, a qué aglomerar citas al respecto, cuando el gran pensador y
experimentado Franklin las ha condensado todas en el siguiente magnífico
apotegma, que encarezco a vuestra memoria? “La miseria llama a las puertas
del hombre laborioso; pero no se atreve a entrar”, del que se desprende, por
oposición, este otro: “La miseria, el deshonor y la ruina, llaman a las puertas
de los pueblos y atraviesan sus umbrales; porque se las han, de par en par,
abierto el ocio, la holgazanería y la pereza”.
49. A trabajar, pues, peruanos de todas las edades, clases, condiciones y
jerarquías: a trabajar para obtener producción abundante, distribución
equitativa y consumo económico; para beneficiar las minas, irrigar los
eriazos, fecundizar las campiñas, navegar los ríos, manufacturar las
materias primas de ocultas serranías y vírgenes montañas.
A trabajar para equilibrar la importación con la exportación, no por
satisfacer las erróneas miras del sistema de la balanza mercantil, sino para
tener artículos de retorno, minerales, agrícolas o industriales, no importa
cuáles, pero tenerlos siempre y no vivir como hasta ahora hemos vivido, de
meros consumidores improductivos destinados a devorar la importación
universal, retornándola algunas veces y quedándonos las mas con ellas, sin
retribución alguna.
A trabajar, para salvar el nombre y el honor del Perú, comprometido ante
propios y extraños y vilipendiado en todo el mundo por la falta de pago o de
la amortización de su estupenda deuda interna y externa.
A trabajar para alimentarse a sí propios, a sus familias y a los pocos pero
buenos empleados, que de aquí en adelante tendrán que servir a la nación por
honradez y patriotismo, no por lucro y especulación.
A trabajar para remunerar a los ministros del santuario y sostener el
ejercicio de la religión, porque en todos los pueblos del mundo los particulares
acuden a la subsistencia de sus sacerdotes y costean las ceremonias de su
culto.
A trabajar para atender al orden interior y a la respetabilidad exterior de la
República, no con ejércitos permanentes, dispendiosos e inútiles, sino por
medio de la organización acertada de guardias nacionales y de la
militarización de todos los peruanos por ejercicios cuotidianos, por escuelas
militares, navales y politécnicas, por la enseñanza de la táctica y estrategia
en todos los colegios y escuelas; y por la prescripción obligatoria a todos los
ciudadanos del Perú de hacerse soldados y de acudir, en el momento dado, a
empuñar el arma defensora de la Patria.
A trabajar, porque naufragó la empleomanía por falta de lastre; porque no
hay ni puede haber pobres hechos ricos en veinticuatro horas, por obra y
gracia del salitre y del guano; porque ya no hay pensiones suculentas y
fáciles para los indefinidos, las viudas y los innumerables ociosos que
medraban a costa del Estado; ya no hay oro, ni plata, ni cobre, ni
certificados, ni bonos peruanos; los pechos de la antes robusta madre están
del todo exhaustos, y el que pretenda hoy sacarles el sabroso néctar de otros
días se lleva un solemne chasco, porque, por más que muerda, no extraerá
sino sangre, y sangre negra y rabiosa.
50. Sin el trabajo, como potencia física, es decir como fuerza
creadora de producción y de riqueza firme, sólida, estable y difícil
de malgastarse, es imposible pensar sustentar en el presente y más
imposible aún imaginarse subsistir en el porvenir.
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