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CABALLO DE CARRIZO

Cada día despertaba a eso de las 5:30 y 6:30 horas. Las mañanas eran friolentas,
casi me obligaban a seguir acurrucándome bajo esa frazada marca Santa
Catalina, comúnmente llamada Tigre, debido al estampado de aquel animal a lo
largo de la misma.
De pronto, escuchaba -como todas las mañanas-, esa voz áspera y
distorsionada por el consumo cotidiano de tabaco: “! Levántate, coge tu toalla,
cepillo y el jabón (a veces jabón de lavar, pepita) y, ve a la acequia a lavarte!”.
Uyyy, ahora con sólo pensarlo y saber que durante aquellos tiempos
experimentaba lo mismo de manera diaria, soportando ese intenso frío, sin tocar el
agua, todo mi cuerpo se ponía como piel de gallina.
Pero ni modo, salía de la cama, toalla colgando del cuello y de frente a la
acequia, en compañía de mi papá y maestro de escuela primaria. Bajábamos
atravesando un puente hecho de palos de faique y nogal, revestido con tierra
cascajuda. Aquella combinación armaba una plataforma que nos aseguraba pasar
de una orilla a otra.
Ya en la acequia, tocaba lentamente el agua con la yema de los dedos.
Estaba helada. Poco a poco me iba adecuando a su temperatura frígida. Ponía las
palmas de mis manos de manera cóncava, con la finalidad de almacenar una
buena porción de agua que la llevaría a mis mejillas y a mi cabellera infantil de tan
solo seis años. En seguida me cepillaba los dientes. Sentía que se me
destemplaban con el primer sorbo de agua cristalina, transparente, agradable, aún
siendo insípida.
Terminada la faena cotidiana del aseo personal, venía el ritual del peinado,
para lo cual debería mirar al guía, quien distribuía su cabellera del filo izquierdo de
su cráneo, al derecho, separando su abundante cabellera por una raya, la cual
parecía trazar una recta milimétrica y, sin recurrir a un orientador espejo que
guiara al peine de carey. Luego él acotaba: “mira como lo hago, así tienes que
hacerlo”. Me dejaba intentarlo, me afanaba en hacerlo bien, tal como él
acostumbraba. A esa edad seguro que no poseía una coordinación motora fina;
era torpe, más de las veces se enojaba por mis intentos fallidos. Sin embargo
poco a poco fui logrando que salga bien el peinado, tal es así que mi hermano, un
año menor que yo, se asombraba al ver que me peinaba sin ayuda del espejo.
Hasta hoy lo recuerda con asombro y lo comenta con agrado en algunas
reuniones.
Luego de esta rutinaria costumbre, hecha hábito a pesar del cotidiano frío,
en muchos de los casos acompañados con lluvia y por ende con mucho barro,
venía el desayuno. Pero antes de eso, el señor maestro, mi padre, solía llevarse la
mano a la relojera, sacaba una moneda de cinco reales y con voz torrentosa me
decía: “anda al caserío y cómprame cigarros”. Cogía mi caballo de carrizo,
sujetado por un chante de cabuya y emprendía una veloz carrera, azotándolo con
una rama fresca arrebatada de un chinchin o hierba santa pues la advertencia
estaba dada por él: “ahorita escupo”, lo cual significaba que debería estar antes de
que seque la saliva.
Al llegar al caserío felizmente el señor del tambo ya estaba atendiendo y
sabía que a esa hora solo iba por cinco reales de cigarrillos sin filtro, marca Inca.
De inmediato, con la mercancía en mano, empezaba el veloz retorno. Para esto
desataba a mi vivaz caballo de carrizo, el cual se había quedado atrincado en un
pate. Lo más difícil del itinerario era pasar sorteando piedras chatas, un puquio
que destilaba desde una inverna hasta el camino. El borde estaba adornado con
piedras apiladas arquitectónicamente, formando una cerca para que al final de la
misma se forme una pucara, para plantar méxicos azulejos.
Después de recorrer aquel tramo llegábamos agitados tanto caballo y jinete.
Pese a que la saliva no se había secado siempre solía decirme: “¿tanto te has
demorado?”. Frente a esta actitud, en mi inocente raciocinio no comprendía y por
ello cuestionaba el porqué siempre esta expresión. Ahora me doy cuenta, él
estaba pendiente para que las cosas cada vez las vaya haciendo mejor. A pesar
de su amonestación sus ojos se le notaban alegres pues iba a aplacar su vicio de
fumador empedernido. Orondamente solía sacar del bolsillo derecho de su
pantalón la caja de fósforos Llama. La agitaba para cerciorase de su contenido.
Extraía un palito de fósforo, cabeza negra, lo rasgaba en la caja y la llama se
avivaba. Cuando el intruso viento no la apagaba, cuando esto sucedía,
mentalmente solía decirme, ojalá no se prenda, para que no fume, hacía otro
intento, escudando con sus manos el fuego, lo dirigía al cigarrillo, una vez
encendido, su rostro reflejaba satisfacción, tras salir bocaradas de humo al
expirarlo por la nariz y la boca, y así sucesivamente, pitada tras pitada, hasta
darle fin al la pieza blanquecina del cigarrillo.
Para esto, la Sra. Eusebia, una adorable viejecita, ya le había enviado a su
nieto Hernán para que nos dijera que nos acercáramos a tomar el desayuno. Este
bien podía constar de café de olleta, yucas sancochadas. En el mejor de los casos
las yucas eran acompañadas con queso fresco que la misma viejecita, con prolijo
esmero lo preparaba. En algunas ocasiones tenía el detalle de prepararme
quesos a la medida de mi edad. Como molde usaba las latas que se desechaban
de las conservas de pescado (atunes). Otras veces el desayuno consistía en
amarillentas racachas sancochadas, acompañadas de culen, lanche, anis. Todas
estas infusiones no eran de mi agrado. Mi padre se preocupaba para que tome
leche. La solicitaba con anticipación puesto que la necesitaban como insumo para
la elaboración de quesos. Qué agradable tomarse una tasa de leche fresca, sin
pizca de azúcar.
Los desayunos pues eran muy apetitosos. En otras ocasiones el café de
olleta estaba acompañado con atún, papas y yucas, de todas las variedades de
yucas que se cultivaban en Cashacoto. Las más agradables eran las cabritillas,
delgaditas, algo amarillentas pero como el algodón de suaves. Otra combinación
que solía hacer doña Eusebia era queso con choclo, o con ocas (muy pocas veces
porque este tubérculo no se cultivaba en la zona). Así mismo resultaban exquisitos
los desayunos consistentes en yucas, papas con carne de coche (chancho).
A pesar de todo el esmero puesto por la venerable anciana y la exquisitez
de sus platillos, yo era de poco comer y, por esto, siempre me reprendían. No sé si
por ello exhibía una contextura delgada. Ahora, con el avance de la ciencia seguro
que más de un pediatra hubiese puesto en aprietos a mi padre, (más adelante
explicaré esta última expresión) diciendo que su hijo estaba falto de peso o que
bordeaba la frontera de los niños con desnutrición. En la sierra se tiene otra
cosmovisión y se dejan llevar más por el sentido común. Estoy seguro que mis
cachetes siempre lucían rosados, como pishcoles empotrados en captus erguidos,
tratando de tocar el azul del cielo serrano.
Más allá de mi apariencia siempre estaba revoloteando en la pampa,
jugando bien con una pelota de trapo, una vejiga inflada producto de una pela de
coche o con algo más sofisticado para la época, una pelota de jebe color ocre.
Quizá jugando a las zambullidas en la poza de la acequia, que ex profesamente se
construía, reteniendo el paso del agua. O tal vez jugando con el tirador, tratando
de cazar una incauta paloma playera, un despistado chirre, gorrión o cualquier otra
ave que se cruzara. Y es que la verdad uno estaba dispuesto a disparar piedras
sujetadas por un cordobán, utilizando como línea de mira una horqueta hecha de
mosquetero, naranjo, limón o chirimoyo, la misma que servía para ofrecer
resistencia a las ligas de jebe negro, que se estiraban para poder lanzar una
piedra tras otra aunque muchas veces no se diera en el blanco. También podía
estar disfrutando en una inverna, de la ordeña o muda de los animales de don
Pantaleón. O podría estar de caza, cuando al caer el día, debajo de unos faicales
o alisos, mi padre con puntería certera y envidiable, acostumbraba decirme, “ve a
recoger esa playera”. Siempre se percataba racionalmente de sacrificar a los
machos. Esta expresión la repetía hasta unas diez veces, por su seguridad, al
disparar con el tirador. Pocas veces fallaba y la faena terminaba con una sarta de
entre nueve a diez palomas playeras, ¡ah…! Las veces que fallaba era porque
hacía ruido y espantaba a la presa. Mi padre era infalible, lo admiraba por su
puntería. Seguro que por todos lo dicho, mi padre, el señor maestro, acuñaba esta
expresión, “mi cholo viejo, es flaquito, pero fuerte.”

…. - …

Mi caballo de carrizo no tenía inverna ni caballeriza. El pobre se acomodaba en


cualquier rincón que despistara la incomodidad. A veces, cuando pretendía llevarlo
a la caza de las palomas playeras, me lo impedían y replicaban que al cabalgarlo
con intrepidez me iba a lastimar. Por eso caía en la cuenta que aquel caballo que
montaba a pelo era de carrizo, sin freno ni bozal, sin aparejos ni adornos de plata
y sin silla de montar; sin vendojo que evitara poderse asustar o pajarear.
Esto discurre entre la 5:30 y 8:30. Al borde de la última hora se escuchaba
en el silencio campestre, el silbido procedente de un silbato plateado y metálico, el
cual se activaba como señal preventiva de que era hora de alistarse para ingresar
a la escuelita fiscal de varones 484, situado en una loma del caserío de
Cashacoto. Ya algunos niños habían llegado procedentes de los caseríos
aledaños de Chantado, Pucutay, Huaricanche e incluso de la capital distrital de
Sóndor. En sus hombros traían sus alforjas donde trasladaban sus útiles de
escuela junto a su frío fiambre, el cual lo consumirían al medio día. Estudiábamos
en horario partido. Por la mañana de 9:00 a.m. a 12:00 m. y en la tarde desde las
2 p.m. hasta las 5 p.m., de lunes a viernes y los sábados de las 9 a.m. hasta las
12 p.m.
A pocos minutos se escuchaba el segundo prolongado pitazo. Este indicaba
que deberíamos estar en formación. En una fila los de transición. La otra
conformada por los de primer año y una tercera conformada por los de segundo .
Sumados todos, pasábamos de un centenar. Una vez alineados con porte militar
mi padre decía, “a ver, en columna a cubrirse, ¡descanso! ¡atención!”.
Indiscretamente miraba los pies descalzos de mis compañeros. Otros, protegidos
con oshotas hechas a base de piel seca de vaca. Yo era el único que usaba
zapatos. Por esta razón me veía raro y me preguntaba por qué yo no usaré
oshotas. La respuesta, fácil. Era el hijo del maestro.
En posesión erguida, entonábamos desafinadamente las notas del himno
nacional, pero lo hacíamos con verdadero fervor patriótico. A pesar de su voz
áspera, como ya lo dije anteriormente, nos saludaba con mucha ternura, “buenos
días mis queridos niños” y al unísono contestábamos, “buenos días señor
maestro”. Después… seguro que rezábamos un ave María…no lo recuerdo. Pero
conociendo la devoción del maestro hacia la Santísima Virgen del Carmen,
patrona de su pueblo natal, obviamente que nos encomendaba, lo afirmo porque
de su cuello colgaba una cadena y medalla de oro de 18k, acuñada la imagen de
la virgen.
Entonces, sin consultar su reloj de cuerda marca Longines tres estrellas, el
cual portaba en su muñeca izquierda (dicha consulta de reojo la había hecho en la
primera estaca, ya explicaré sobre esto más adelante), ordenaba pasar al aula.
Uno detrás de otro, ordenadamente, discurríamos, primero los más pequeños de
transición, luego los de primero y finalmente los alumnos de segundo año.
Me sentaba en una carpeta de madera bipersonal. Mi compañero de
carpeta siempre era Hernán. Ya en el aula multigrado, empezaba con los de
segundo. Empezaba haciendo una sesión de cálculo mental, preguntando
alternadamente operaciones combinadas de multiplicación, de suma y de resta.
Frente a los razonamientos equivocados de algunos los ponía en evidencia con
los aciertos de los chicos de primero. Este mismo ejercicio lo hacía con los de
transición, obviamente con menor grado de dificultad.
A pesar de ser un maestro de tercera categoría -así se les conocía a los
maestros sin título-, el hombre era de primera calidad. Un autodidacta a cabalidad.
Durante aquellas horas no faltaba la interrupción de algún padre de familia que por
sus actividades laborales, generalmente de agricultor, se dirigía tardíamente a su
chacra o volvía de ella y se daba un saltito a la escuela, a preguntar por su cholito.
El maestro se asomaba solicito al llamado del padre de familia quien
reverentemente lo saludaba haciendo una venia despojándose del sombrero. Le
decía “buenos días señor maestro”. El saludo era correspondido gentilmente con
el mismo gesto y aprecio, “que se lo ofrece…estoy para servirle”. De acuerdo a la
interrogante la respuesta siempre era sabia. Esto se percibía en el rostro del
padre, el cual con reverencia natural se retiraba del quicio de la puerta de la
escuela fiscal.
La labor del maestro continuaba. Se dirigía a los más pequeñines a
enseñarles a contar. Se apoyaba en una tira de cuentas de arcilla, pintadas con
esmaltes de colores primarios que el mismo había preparado. Las cuentas
estaban de diez en diez. A los de transición, que cuenten. A los de primero que lo
escriban simbólicamente y con las cantidades que construían, les planteaba a los
de segundo ejercicios de suma o de otra operación…sólo para citar una de tantas
experiencias de cómo solía plantearse estrategias, para tener a todos trabajando,
él se abastecía en la escuela pues además de ser fiscal era unidocente…algo más
sobre su material didáctico. Nos dejaba manipularlo y no sólo contábamos con
cuentas hechas de arcilla, también había hatos de diez, de cien construidos de
madera o de carrizo. Cuadros en alto relieve, de madera o también de arcilla. En
ellos se veían representadas actividades laborales de lo pobladores. Por ejemplo
yuntas, tejedoras…representaciones de fauna como serpientes hechas de raíces
de faiques, eucaliptos…garzas, buitres, huacacas, wishcos (gallinazos) de trozos
de madera…personajes de la historia como los tres socios de la conquista,
Cristóbal Colón, Grau, Bolognesi…entre otros. Por lo concreto y operatorio del
material jamás se puede olvidar a estos personajes. Seguro que ni el mismo se
daba cuenta que trabajaba el razonamiento y activaba procesos mentales…
elaboración de mapas en bajo y alto relieve, simulando la cordillera de los andes,
América del Sur, el croquis del caserío…!que imaginación!, ¡que creatividad! ¡Qué
talante de maestro primario! Sin pisar claustro universitario o de nivel superior
daba cátedra con su ejemplo. Es por estas y muchas más razones que se había
ganado el aprecio el señor maestro en la comunidad.
De rato en rato me despistaba para mirar a mi caballo que estaba junto a la
quincha, descansando y alistándose para una nueva cabalgata. Por distraerme de
esta manera me llamaba la atención, “atiende, porque a la hora de la lección
debes saber explicar lo que estoy diciendo”. Después del cálculo nos repartía
libros para leer. Siempre me gustaba deshojar el de Jorge y Beatriz. Al comienzo
solo miraba las figuritas y después iba aprendiendo poco a poco a leer. Algo me
acuerdo de su metodología. Consistía en aprender primero las vocales y luego las
consonantes. Después nos hacía formar sílabas y finalmente palabras para luego
pasar a las oraciones, construidas con vocablos del lugar. Se imaginan, en una
misma aula, los tres grupos a la vez. De hecho se sabía quién hacía tal o cual
cosa.
Cuando nos iniciábamos en el trazo de las letras, lo hacíamos con lápiz
carbón y cuando ya lo dominábamos, empezamos a usar tinta líquida. Siiii, con
tinta liquida, utilizando una pluma que se enganchaba o se ataba a un soporte de
madera. Para escribir con esta pluma, a la cual la íbamos humedeciendo,
teníamos que hacerlo con mucho cuidado, diría con muchísimo cuidado, evitando
derrames sobre el cuaderno, la ropa o carpeta. Aparte de estas precauciones, el
trazo debería hacerse con letra cursiva Palmer o Americana. Por supuesto que
para llegar a un buen trazo habíamos practicado sendas caligrafías. Era admirable
que todos los niños, incluyendo a los menores, habían dominado el trazo. Esto no
se reflejaba en las niñas de la otra escuela, porque según comentarios indiscretos
de otros maestros y maestras, quien la dirigía tenía una pésima caligrafía. Bueno,
no más chismes.
A la hora del recreo, algunos jugábamos al fútbol, otros a la pega, a las
zambullidas en la poza de la acequia, cuando no hacía mucho frío. O a la
zambomba. Esta algarabía sólo duraba unos 15 minutos exactamente.
Vale comentar que si deseabas hacer tus necesidades, él nos daba permiso
alternamente. No podían estar fuera del salón de clase más de un alumno. Las
necesidades se hacían al aire libre, camuflados entre unos tunales y pishcoles.
Para limpiarse el chugo, si no cargabas un papel, se realizaba más que seguro
con hojas de chirimoyo, por lo blandas que eran. En el peor de los casos con
tuzas. No se conocía el papel higiénico, menos de la contaminación ambiental.
Continuaba la faena hasta las doce horas en punto. Entonces se escuchaba
otro pitazo. El señor maestro había comprobado que la sombra se había
proyectado en la segunda estaca que había plantado frente a la puerta principal
del salón de clase. Esa señal marcaba la hora de salir y de almorzar. Los
estudiantes provenientes de Chantado y Huaricanche se arremolinaban en la
pampa, al aire libre, entre hermanos o amigos. Sus fiambres consistían en
mashcas, canchas, motes, habas, trigo, papas…los del propio caserío salíamos
volando hacia nuestras casas.

…. - …

Doña Eusebia, valiéndose nuevamente de Hernán, nos llamaba a almorzar. Sopas


humeantes de frijoles bayos, papas y guineo común. De segundo nos servía arroz
con huevo frito y, si el maestro el día anterior había cazado las playeras, nos
presentaba a estas bien estofadas. Como ingredientes usaba el achote mezclado
con ajos, mezcla que se lograba al moler finamente el achote con ajo en un batan
de piedra de granito…todo preparado en cocina de tuypas, con leña de faique…
bueno, todo un manjar.
De acuerdo a la época de siembra los ingredientes variaban, pudiendo ser
choclos sancochados o asados, tamales, racachas, yucas. Se asentaba con una
infusión de anís, culen u otra hierba digestiva. Además, saboreábamos chirimoyas
de diferentes variedades, formas y tamaños. Las que más me agradaban eran las
chuchonas, por lo jugosas y cremosas. También comíamos serimbaches, limas
cambraes, yacones, granadillas. Algunas veces plátanos o chontas traídos de
otros lugares.
Se reposaba el almuerzo hasta que sonaba el silbato preventivo de la 1:45
p.m. Este nos hacía recordar que deberíamos estar desperezándonos para
completar la segunda parte del día. A las 14:00 horas el maestro tocaba el
segundo silbato. Minutos antes había verificado que la sombra proveniente del filo
del tejado del techo descansaba sobre la tercera estaca. Esto explicaba el
conocimiento que tenía el maestro acerca del intihuatana, reloj solar de los incas.
Las horas se pasaban como encanto, es decir muy rápido. Y es que uno
disfrutaba del desarrollo de las clases. Nos hacía ponernos de pie, exactamente a
las diecisiete horas. Claro, no podía extenderse más. Como mínimo, los niños de
Chantado y Huaricanche deberían caminar una hora atravesando terrenos
escabrosos y solitarios. Aunque parezca mentira esta retirada me ponía triste. No
tenía con quien jugar. Venía la noche y con ella la oscuridad. Entre las 18:00 y las
18:30 mi padre iba aprovisionándose de una lámpara, la cual funcionaba a base
de kerosene. Para que resplandeciera y de buena luz limpiaba el tubo de vidrio
con agua y jabón. Lo dejaba escurrir y listo. Las familias del caserío no gozaban
de esta comodidad. Se alumbraban con candiles de lata cuyas mechas no eran
mas que pedazos de tela. Funcionaban también con kerosene. Al prenderlas
emanaban una llama rojiza, amarillenta. Despedían abundante humo, el cual
llegaba hasta sus hornetas y era fácil de comprobarlo pues al introducir uno el
dedo índice entre los orificios de la nariz se pintaba fácilmente de hollín. A doña
Eusebia, para esto, la veía haciendo tortillas a base de harina de trigo o maza de
maíz hualo. Las freía o las asaba. Más me agradaban asadas. Siempre me
acercaba para ayudarle en esta faena. Lo que quería era jugar. Me daba un trozo
de la maza e imitaba hacer tortillas. No me salían tan redondas como a ella pero
con una sonrisa maternal aprobaba mi labor. Terminada la fritura o asado de
tortillas nos sentábamos alrededor de una mesa y al centro flameaba un candil.
Nos servía el lonche consistente en café de olleta, el que cuando no había reparo,
estaba acompañado de taca. Por esto último se tenía que escupir que de vez en
cuando. Don Pantaleón decía a su anciana mujer, “Eusebia, no me des café con
escupideras”. Este iba acompañado de queso fresco retirado de la shaguana.
Terminada la merienda nos dirigíamos a nuestro cuarto que estaba ubicado
junto al aula de clases. En casa de don Pantaleón, ya en el dormitorio, mi padre
afilaba unos arpones, así lo llamaba a unas armas punzantes, las que utilizaría por
si se atravesara una rata por el soberao. Comprobaba la presencia de este roedor
cuando lo veía deslizarse entre los carrizos, apreciándole la panza blancuzca.
Entonces sigilosamente se acercaba para ensartar al dañino roedor. Nos dábamos
cuenta que el pinchazo había sido certero al verlo desparramarse en sangre y
tripas. Esta caza nocturna lo hacía para asegurar felices sueños y como
precaución, con el objetivo de que no destruyan el material didáctico que
cuidadosamente lo protegía de la lluvia y de estos roedores.
Comprobaba que el bacín esté al alcance. Apagaba la lámpara. Lo hacía
colocando su palma de la mano derecha a la salida del tubo, dirigiendo su soplido
hacia el interior del mismo. En la oscuridad, la cama se hallaba plantada en el
suelo por cuatro horcones con una plataforma de carrizos asegurados por
quishques y sobre esta un colchón de lana de balsa. Me decía, “persígnate, ahora
recemos”. Nos despedíamos y felices sueños. A veces los eran, si es que en la
cama no habían nuestras eventuales acompañantes, las pulgas. Picotón tras
picotón te despertaban. O también lo hacíamos por efectos del clima, del café o de
alguna infusión… pero yo en vez de orinar en el bacín lo hacía sobre la cama.
Aquí si que el señor maestro, mejor dicho mi padre, perdía los papeles y me
propinaba palmazos en el trasero, renegaba un poco y me decía, “te vas a ir con
tu madre”. Este desafortunado percance resultaba arduo pues tenía que cambiar
sábanas, pijamas y si el día siguiente estaba soleado sacar el colchón y la
vergüenza de que comentaran de que su hijo, a pesar de su edad, aún se orinaba
la cama…ni hablar. Por ello terminaba diciendo “que sea la última vez, te repito, si
sigues orinándote te vas con tu mamá” y aunque parezca desamoroso, no quería
ir con ella. Mi madre trabajaba de maestra en un lugar cuyo clima era más frío. La
acompañaban mis dos hermanos menores. Pasado el mal rato, por la falta de
control de mis esfínteres, despertaba bajo un día espectacular. En mi alrededor se
oía el cántico de los gorriones, chirres y de los mismos gallos, que al contestarse
parecía que habían acordado turnos para hacerlo.

…. - …
De esta manera pasaban los días. Desde luego con experiencias diferentes, sobre
todo en las horas de clase. Los sábados, como ya les dije, sólo se asistía hasta las
doce horas. Las dos primeras las tomaba el señor maestro para hacer un repaso
de los aspectos más puntuales o de los que a su parecer, habían quedado flojos.
Después salíamos provistos de calabazos y botellas vacías. Nos abastecíamos de
agua para regar la pampa y los ambientes de la escuela. Luego barríamos con
escobas de chamano o pichana, solicitadas el día anterior. Estos arbustos,
además de servir de escoba, tenían la propiedad de desinfectar y exterminar
pulgas, arañas, chinches y garrapatas. Mi padre, sino estaba barriendo, se le veía
cortando el cabello a los niños e inclusive los padres de familia gozaban de este
servicio gratuito. Si en el huerto escolar habían limas, granadillas o yacones, se
cosechaban y nos trataba de repartir de manera equitativa. Terminada la faena, se
concluía la semana, se nos formaba y al final se nos decía “rompan filas” al
unísono gritábamos, “¡viva el Perú!”.
Después de permanecer entre dos a cuatro semanas consecutivas, mi
padre y yo no disponíamos a partir hacia la capital de la provincia. Esto sucedía al
promediar las 13:30 horas. Me sentía alegre. Al emprender la retirada era la
oportunidad de cabalgar mi caballo de carrizo. Algunas veces se me permitía
hacerlo. Mi padre, alforja al hombro, llevaba algunas frutas, huevos de gallina,
yucas para mi madre y mis hermanos. Yo, con mi sombrero a la pedrada y una
alforja de acuerdo a mi edad, también transportaba algunas limas cambraes o
granadillas, cosechadas del huerto escolar.
El camino a la luz del día me lo conocía de memoria. Primero me
atemorizaba pasar por la quebrada del zorro. Me explicaba mi padre que ahí se
aparecía un zorro muy feroz. He aquí la explicación del topónimo del nombre de la
quebrada, que cuando llovía, sus aguas espumantes iban cargadas de barro. A
estas alturas ya no se veía la escuela. Continuábamos la caminata y me iba
explicando que en la parte alta del camino, quedaba el caserío de Chantado. Mis
pasos eran cortos, por eso me retrasaba en relación al tranco de mi padre. Me
decía “no te quedes, tenemos que llegar temprano”. Antes de llegar a Pucutay
había unos faicales. Entre sus ramas saltaban animosamente unas soñas o
chabelas. Las primeras hacían alarde de sus variados silbidos mientras que las
segundas me parecían que chillaban quizás porque nuestro paso les perturbaba
su tranquilidad.
Al poco rato me daba cuenta que ya llegábamos a Pucutay. Desde donde
estábamos se divisaba la casa hacienda de los Vidarte. Para esto teníamos que
pasar por una pendiente de tierra yaconuda, la que cuando llovía se adhería a los
zapatos, impidiendo hasta dar el paso. Sorteada esta loma venía una bajada. El
lado derecho del camino estaba adornado de mosqueteros, arbustos apropiados
por sus ramas. Mi padre las utilizaba para las horquetas de los tiradores. Él me
comentaba que eran latigosas, difíciles de romper.
A unos cuanto metros se escuchaba el bramar de la quebrada de Chantado,
la cual partía al camino en dos. Por esto estaba tendido un puente de unos doce
metros de longitud. Sus aguas frescas y cristalinas te invitaban buscar un vado
para poderlas tomar y sosegar tu sed o refrescarte el cuerpo, producto de la
caminata. Esta parte del recorrido nos indicaba que estábamos a la mitad de
nuestro destino.
Al borde del camino estaba la fonda de doña Rosa Bruta. Mi padre nunca
me quiso decir porque la llamaban así. Y bueno, si él no estaba muy apurado
hacía un alto para pedir una chicha de maíz, fresca, al natural. Después de
aplacar la sed pedía un plato de caldo y otro de estofado de gallina. Como ya
conocía mi poco apetito no se atrevía a pedir dos menús. Compartíamos el mismo
plato. Mientras mi padre y la dueña de la fonda se jugaban algunas bromas
discretamente para que no me entere de ellas, tratábamos de descansar.
Volvíamos a retomar nuestro camino. Al borde del cerro Colorado, casi todo
el camino era solitario, de vez en cuando te encontrabas con algún caminante o
vecino del caserío. Pero esta travesía me resultaba difícil pasarla. En un sitio que
le llamaban la encañada, no se si hasta ahora, se comentaba que salía el muerto.
En una curva estaba plantada una cruz. Esta señal indicaba que ahí habían
matado a una persona. Era escalofriante pasar por allí. Los pelos se me ponían de
punta pese a que todavía la luz solar nos acompañaba
Si estabas en dirección de la capital provincial, a la mano izquierda se
divisaba el río Grande, el cual discurría entre un cañón. En este punto una vez se
había quebrado un maguey. Mi padre me dijo “las alcaparras están a punto para
que tu mamá las prepare”. Se puso a desprender con sus uñas los frutos. Me
puse a ayudarlo. Nunca prohibía mis iniciativas. Sólo supervisaba que no me haga
daño. Muy rápido abandoné mi iniciativa pues al romper los frutos con mis uñas
brotaba la savia que hacía arder mis dedos. Con la alforja repleta de alcaparras
continuamos nuestra caminata hasta llegar a una inmensa poza de agua
pestilente, formada por la lluvia, frente a la chacra de los Chumacera.
Poco faltaba para nuestro destino. Al llegar a la casa de don Apolinario se
podía ver la ciudad. Cuando uno había atravesado la quebrada del Ongulo
prácticamente ya había dejado el campo y el primer barrio que se pasaba era el de
Chalaco. Feliz, muy feliz caminaba porque me encontraría con mis abuelos
paternos.
La llegada era apoteósica. Mi abuela con sus manos curtidas por los
quehaceres, repasaba mi cara colmándome de caricias. Nos hacía pasar a su
cocina, para servirnos café en olleta, calentito, acompañado con bizcochos
serranos y queso fresco. De ahí a nuestra casa sólo faltaban tres cuadras. Nos
reencontrábamos con mi madre y mis hermanos, cruzábamos abrazos y besos.
Padres e hijos. Ellos conversaban de sus asuntos maritales y laborales. En cambio
nuestras conversaciones giraban en torno a nuestros intereses o hacíamos jugar a
nuestro último hermano.
Mi madre ya había observado que venía un tanto pelucón. “A ver vamos a
bañarte”, alistaba una tina blanca enlozada con agua fría y aunque tiritaba de frío
había cumplido su cometido: sacarme la mugre. Al día siguiente, después del
desayuno nos mandaban al peluquero. Luego almorzábamos. Sentía un notable
mejoramiento en la comida. Sin ser su fuerte, tenía una buena sazón. Digo esto
porque más le gustaba tener todas las cosas brillando. Lo único que no lavaba era
el azúcar. Si supiera de este comentario, le resultaría un chiste de muy mal gusto.
Estaban claras las actividades de cada uno. Mi madre, en realizar las labores
propias de la casa. Mi padre, en comprar las provisiones para llevar a cada
escuela y terminar alguna documentación administrativa pendiente. Así se
terminaba el fin de semana.
El lunes a las cuatro de la madrugada me despertaban. Venían las lágrimas
porque nuevamente deberíamos separarnos, enrumbábamos al caserío. Al final
del barrio chalaco, nos abandonaba la luz tenue, proveniente del alumbrado
público, para seguir nuestro camino a tientas. Felizmente mi padre conocía el
camino de memoria. Confiaba en él. Seguía sus pasos, pero como estos eran
largos, allí venía el problema. Me atrasaba pues en la oscuridad me metía en las
pozas de barro pestilente y con pería. No había tiempo para lamentos y lloriqueos,
aunque a veces lo solía hacer, sin despertar la sospecha de mi padre. Era peor
porque además de recibir una reprimenda me caía un par de palmadas en el
trasero. La meta era llegar al caserío rayando el día, mejor dicho acompañados
aún por la aurora. Qué limpios amaneceres, de cielo serrano estrellado y azulado.
Íbamos cortando camino, bien por los de a pie o por las chacras. Las mangas de
nuestros pantalones se humedecían por el shulay almacenado en el pasto o en las
hojas de los arbustos.
A la escuela fiscal llegábamos entre las seis y siete de la mañana,
dependiendo si no había llovido. En los techos de paja de algunas casas se veían
fumarolas provenientes de sus cocinas, por la combustión a base de leña.
Generalmente encontrábamos a las señoras en pie, lavando trigo o mote
pelao, cargando agua en calabazos o leña atada por un rebozo o poncho en su
espalda. Estas provisiones las utilizarían durante el día. A otros u otras se les veía
mudando a sus vacas, caballos, burros...
Ya en la escuela se realizaban las cotidianas actividades que describí líneas
arriba. Entre semana y semana, entre mes y mes resultábamos en el de la patria.
Para esto el maestro, en la primera semana, se había aprovisionado de
materiales como papel cometa de colores, almidón, pabilo, trozos de vidrio de
colores. No me explicaba como los utilizaría. Dentro de todo aquello había
conseguido carrizo verde, pero maduro. Lo dejaba secar junto a la quincha, a lado
de mi caballo.
A partir del día veinte, después de la fiesta de la virgen del Carmen,
empezaba a derrochar su imaginación. Hacía faroles para adornar el frontis de la
escuela. Hábilmente utilizaba las tijeras para ir dando formas a los banderines de
colores hechos de papel cometa, los adhería con engrudo intercalándolos con
pabilo para luego colgarlos en el interior del aula. Los niños ayudábamos en lo que
podíamos…Ah, me olvidaba. Muchas de estas tareas las hacía entre las diecisiete
y diecinueve horas de los días sábados y domingos. No le gustaba perder horas
de clase. Aparte de los faroles de diferentes formas y matices de papel cometa,
preparaba los girasoles. Así les llamaba a los adornos hechos a base de tiras de
papel cometa de colores que colgaban de una rueda de carrizo. Al final de cada
cinta pegaba un vidrio que por efectos del viento chocaban entre ellos y al impacto
emanaban unos sonidos agradables.
Durante las clases iba preparando poemas, diálogos, dramas. La
caracterización de personajes lo ensayábamos como si ya se estuviera ante el
público. Quienes teníamos este encargo no podíamos fallar. Necesariamente todo
se aprendía de memoria. Cuanto más extensa la poesía, se sentía más orgulloso
el maestro. Seguro que él ya estaba preparando su discurso.

Día veintisiete de julio, la hora de la verdad. Al promediar las dieciocho horas se


estaba preparado para el paseo de antorchas. Todos asistíamos. Antes del inicio
del paseo se nos entrenaba, haciendo vivas a la patria, a la libertad, al libertador, a
la efemérides, al caserío, a la escuela…Se prendían las velas de los faroles.
Desde la loma partíamos por diferentes puntos del caserío, haciendo las vivas que
anteladamente se preparó. De vuelta a la escuela se nos repartía caramelos,
galletas o alfeñiques, incluso a veces chicha de maíz. Se rompía filas y a sus
casas. Los que regresaban a caseríos cercanos, los hacían con sus antorchas
encendidas, las mismas que se divisaban al filo de los cerros, cual luciérnagas de
colores.
Ya el día veintiocho, día de la patria, se acondicionaba el estrado donde se
desarrollaría la actuación. El programa más o menos era el siguiente: himno
nacional, palabras del señor maestro quien trataba de calar en los concurrentes el
amor a la patria, el respeto a los símbolos patrios, el reconocimiento a nuestros
héroes y el amor al suelo donde hemos nacido. De ahí se alternaba números
relacionados a los dramas, poesías, diálogos que se preparó con antelación. El
maestro estaba al cuidado que todo resultara a la perfección. Concluida la
actuación los padres de familias nos ofrecían chicha. Los adultos agitaban yemas
de huevo con trozos de carrizo, hasta conseguir una maza a punto de nieve. En
otro recipiente se revolvía yemas con azúcar, hasta que se disuelva. Se juntaban
nuevamente claras y yemas para tener una sola mezcla, lograda con molinillo,
para finalmente agregarle yonque de caña, bebida típica que se alcanzaba a los
presentes en vaso lleno. Este aperitivo se debería asentarse con yonque puro,
pretexto para iniciar la fiesta.
El maestro cuando estaba entre pisco y nazca, me decía vamos ya. Este
vamos ya era hasta nuestra casa, en la capital de la provincia. Regresaba
orgulloso, diciendo “en mi escuela si hemos avivado a la patria el mismo
veintiocho…no como en otras escuelas que los maestros han celebrado desde el
veintisiete”.
A partir de allí se gozaba de un período de vacaciones de quince días. Al
concluir este periodo se iniciaba la fiesta patronal del distrito al cual pertenecía el
caserío. Sin duda esta fecha provocaba la única debilidad notable en la escuela.
La ausencia de lo niños y padres de familia que preferían estar en las
celebraciones y no asistir a clases o reuniones. Sin embargo el maestro seguía
laborando con los pocos niños que iban. Para compensar el ausentismo escolar y
aquel grupo de niños no se perjudiquen, nos proponía que con el material
sobrante del mes de julio preparáramos cometas y nos divirtamos haciéndolas
volar, aunque muchas veces estas se quedaban enganchadas en álamos y
sauces. El maestro estaba en todas.
Continuaban las labores mes a mes hasta llegar diciembre y con el los
exámenes finales. Mi padre convocaba a una reunión de padres para plantearles
la necesidad de hacer un buen recibimiento al jurado examinador. Los padres
solícitos al llamado del maestro comentaban su buen ánimo en apoyarlo. Unos se
apuntaban para donar uno o dos cuyes, otro pavos, gallina. Además de este
ofrecimiento, deberían llevar leña, huevos, maíz molido para la chicha. También
organizaba a las madres, quienes bajo la batuta de la esposa del maestro
preparaban el banquete. Se freía los cuyes con manteca de chancho. Se
horneaban los pavos. Se cocía la chicha y los huevos tanto como el yonque
esperaban ser utilizados en el rompope, el mismo día del examen.
Desde la supervisión de educación se designaba un jurado. Lo
conformaban tres maestros de otras escuelas. Muchos de ellos se disputaban la
elección para ir a examinar los estudiantes de la escuela fiscal 484. Me parece por
muchos factores. Por la calidad de la enseñanza del señor maestro. Examinar el
aprendizaje de sus alumnos era ágil. Otra razón, me parece, es que llegar al
caserío era fácil. El terreno no era muy accidentado. Cabalgar a lomo de bestia les
resultaba divertido y próximo, y otra, creo, por el apetitoso banquete que se servía.
Detallando el final del año, los propios, encargados de recoger a los
examinadores y dependiendo de las distancias de sus escuelas, salían en la
madrugada con tres acémilas. En el caserío deberían estar al promediar las ocho
horas. Lo examinadores a su arribo, se apeaban. Saludos, abrazos, bromas con el
maestro. Tomaban el desayuno y qué desayuno, a base de dulces traídos
especialmente por el maestro: tortillas de viento, arepas, panqueques, chunos,
tortas, angelicales, pan de huevo…, café pasado. Reposaban unos minutos y
sobre la marcha se les entregaba el balotario. Sorteaban las preguntas que nos
tomarían. Se develaba el número de la balota. El maestro se lucía escribiendo en
la pizarra, con letra Palmer la prueba de lenguaje y cálculo que deberíamos
desarrollar. No me acuerdo en qué tiempo los examinadores murmurando decían,
“mira esa letra”, otro secundaba el comentario, “ya veras sus alumnos, escriben
igual que él”. Seguro que más de una vez habían ido a examinar. Después de
todos los nervios de punta que nos hacía activar la prueba escrita, venía la prueba
oral. Si, la prueba oral, en orden alfabético sacabas otra balota y de acuerdo a
ello te interrogaban. El maestro ya nos había aconsejado que deberíamos hablar
claro. Yo estaba entre los primeros. Me parece el quinto o sexto, por mi apellido,
que empieza con B. toda la actividad duraba hasta las trece horas o un poco más.
El maestro agradecía reverentemente a los miembros del jurado y, se le notaba
feliz. Todos habíamos pasado al año siguiente y con buenos calificativos,
promediando entre todos, me atrevo a decir que este era de dieciocho o
diecinueve. Así se dejaba constatado en las actas.
Para esto la esposa del maestro estaba liderando el agasajo que les
ofrecería a los miembros del jurado. Alistaba platos hondos y tenedores. Distribuía
de dos a tres claras en cada plato, encargando a los expertos o expertas para que
le entreguen el batido de las claras a punto de nieve. Las yemas se las iba
depositando en otro recipiente hondo que al mezclarlo con azúcar circularmente,
debería disolverla. Ambas mezclas se juntaban y al obtener una mezcla pareja, se
agregaba el yonque. Como ritual se le ofrecía a uno de los miembros del jurado
examinador. Se brindaba ya con la bebida tradicional, el segundo rompope, “por el
éxito de los niños y el maestro, por los padres y madres de familia”.
Después de este peculiar brindis, a veces con repetición, se les invitaba
pasar a la mesa al presidente del jurado examinador. Tomaba la cabecera, por
invitación expresa de su anfitrión y se deleitaban aprovechando el cuy frito con
papas guisadas. Ese era el plato de entrada. El segundo presentaba una buena de
presa de pavo ornado, con tallarines amarillos. Lo asentaban con vino blanco
sauternes. A los niños nos alcanzaban una presa de cuy, acompañado con mote
pelao y como asentativo chicha con dulce de maíz.
El jurado libaba algunos tragos más de vino o aguardiente de caña. Corrian
las diecisiete horas. Ensillaban nuevamente las bestias y a cabalgar se ha dicho.
Risas, abrazos de despedida…comentarios… ¡ojalá que me nombren jurado el
próximo año!…cuando vi partir al jurado, recién caí en la cuenta de que mi caballo
estaba abandonado, sin agua ni muda que por cierto no le hacían falta..
Ordenaban el menaje y por la hora, el señor maestro, la esposa y su hijo se
acomodaban para pernoctar allí esa noche porque al día siguiente deberían
enrumbar a la ciudad. Muy temprano, sin haber aclarado el día, se disponían a
caminar. Por esta razón, el dejar al caserío, afloraban sentimientos encontrados.
Uno, dejar la quietud del campo, mi salón de clase, a la sra. Eusebia… lo que más
sentía era dejar a mi caballo. Nuevamente recordaba que era de carrizo… se me
corrían las lágrimas y por otro lado vería a mis hermanos menores, abuelos…
podía escuchar la radio, gozar del tiempo libre… con la esperanza que al cabo de
dos meses regresaría en compañía de mi padre y maestro en el mes de marzo,
para iniciar la matrícula de los niños que irían a la escuela de la loma junto a hna
acequia en Cashacoto.

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