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Cada día despertaba a eso de las 5:30 y 6:30 horas. Las mañanas eran friolentas,
casi me obligaban a seguir acurrucándome bajo esa frazada marca Santa
Catalina, comúnmente llamada Tigre, debido al estampado de aquel animal a lo
largo de la misma.
De pronto, escuchaba -como todas las mañanas-, esa voz áspera y
distorsionada por el consumo cotidiano de tabaco: “! Levántate, coge tu toalla,
cepillo y el jabón (a veces jabón de lavar, pepita) y, ve a la acequia a lavarte!”.
Uyyy, ahora con sólo pensarlo y saber que durante aquellos tiempos
experimentaba lo mismo de manera diaria, soportando ese intenso frío, sin tocar el
agua, todo mi cuerpo se ponía como piel de gallina.
Pero ni modo, salía de la cama, toalla colgando del cuello y de frente a la
acequia, en compañía de mi papá y maestro de escuela primaria. Bajábamos
atravesando un puente hecho de palos de faique y nogal, revestido con tierra
cascajuda. Aquella combinación armaba una plataforma que nos aseguraba pasar
de una orilla a otra.
Ya en la acequia, tocaba lentamente el agua con la yema de los dedos.
Estaba helada. Poco a poco me iba adecuando a su temperatura frígida. Ponía las
palmas de mis manos de manera cóncava, con la finalidad de almacenar una
buena porción de agua que la llevaría a mis mejillas y a mi cabellera infantil de tan
solo seis años. En seguida me cepillaba los dientes. Sentía que se me
destemplaban con el primer sorbo de agua cristalina, transparente, agradable, aún
siendo insípida.
Terminada la faena cotidiana del aseo personal, venía el ritual del peinado,
para lo cual debería mirar al guía, quien distribuía su cabellera del filo izquierdo de
su cráneo, al derecho, separando su abundante cabellera por una raya, la cual
parecía trazar una recta milimétrica y, sin recurrir a un orientador espejo que
guiara al peine de carey. Luego él acotaba: “mira como lo hago, así tienes que
hacerlo”. Me dejaba intentarlo, me afanaba en hacerlo bien, tal como él
acostumbraba. A esa edad seguro que no poseía una coordinación motora fina;
era torpe, más de las veces se enojaba por mis intentos fallidos. Sin embargo
poco a poco fui logrando que salga bien el peinado, tal es así que mi hermano, un
año menor que yo, se asombraba al ver que me peinaba sin ayuda del espejo.
Hasta hoy lo recuerda con asombro y lo comenta con agrado en algunas
reuniones.
Luego de esta rutinaria costumbre, hecha hábito a pesar del cotidiano frío,
en muchos de los casos acompañados con lluvia y por ende con mucho barro,
venía el desayuno. Pero antes de eso, el señor maestro, mi padre, solía llevarse la
mano a la relojera, sacaba una moneda de cinco reales y con voz torrentosa me
decía: “anda al caserío y cómprame cigarros”. Cogía mi caballo de carrizo,
sujetado por un chante de cabuya y emprendía una veloz carrera, azotándolo con
una rama fresca arrebatada de un chinchin o hierba santa pues la advertencia
estaba dada por él: “ahorita escupo”, lo cual significaba que debería estar antes de
que seque la saliva.
Al llegar al caserío felizmente el señor del tambo ya estaba atendiendo y
sabía que a esa hora solo iba por cinco reales de cigarrillos sin filtro, marca Inca.
De inmediato, con la mercancía en mano, empezaba el veloz retorno. Para esto
desataba a mi vivaz caballo de carrizo, el cual se había quedado atrincado en un
pate. Lo más difícil del itinerario era pasar sorteando piedras chatas, un puquio
que destilaba desde una inverna hasta el camino. El borde estaba adornado con
piedras apiladas arquitectónicamente, formando una cerca para que al final de la
misma se forme una pucara, para plantar méxicos azulejos.
Después de recorrer aquel tramo llegábamos agitados tanto caballo y jinete.
Pese a que la saliva no se había secado siempre solía decirme: “¿tanto te has
demorado?”. Frente a esta actitud, en mi inocente raciocinio no comprendía y por
ello cuestionaba el porqué siempre esta expresión. Ahora me doy cuenta, él
estaba pendiente para que las cosas cada vez las vaya haciendo mejor. A pesar
de su amonestación sus ojos se le notaban alegres pues iba a aplacar su vicio de
fumador empedernido. Orondamente solía sacar del bolsillo derecho de su
pantalón la caja de fósforos Llama. La agitaba para cerciorase de su contenido.
Extraía un palito de fósforo, cabeza negra, lo rasgaba en la caja y la llama se
avivaba. Cuando el intruso viento no la apagaba, cuando esto sucedía,
mentalmente solía decirme, ojalá no se prenda, para que no fume, hacía otro
intento, escudando con sus manos el fuego, lo dirigía al cigarrillo, una vez
encendido, su rostro reflejaba satisfacción, tras salir bocaradas de humo al
expirarlo por la nariz y la boca, y así sucesivamente, pitada tras pitada, hasta
darle fin al la pieza blanquecina del cigarrillo.
Para esto, la Sra. Eusebia, una adorable viejecita, ya le había enviado a su
nieto Hernán para que nos dijera que nos acercáramos a tomar el desayuno. Este
bien podía constar de café de olleta, yucas sancochadas. En el mejor de los casos
las yucas eran acompañadas con queso fresco que la misma viejecita, con prolijo
esmero lo preparaba. En algunas ocasiones tenía el detalle de prepararme
quesos a la medida de mi edad. Como molde usaba las latas que se desechaban
de las conservas de pescado (atunes). Otras veces el desayuno consistía en
amarillentas racachas sancochadas, acompañadas de culen, lanche, anis. Todas
estas infusiones no eran de mi agrado. Mi padre se preocupaba para que tome
leche. La solicitaba con anticipación puesto que la necesitaban como insumo para
la elaboración de quesos. Qué agradable tomarse una tasa de leche fresca, sin
pizca de azúcar.
Los desayunos pues eran muy apetitosos. En otras ocasiones el café de
olleta estaba acompañado con atún, papas y yucas, de todas las variedades de
yucas que se cultivaban en Cashacoto. Las más agradables eran las cabritillas,
delgaditas, algo amarillentas pero como el algodón de suaves. Otra combinación
que solía hacer doña Eusebia era queso con choclo, o con ocas (muy pocas veces
porque este tubérculo no se cultivaba en la zona). Así mismo resultaban exquisitos
los desayunos consistentes en yucas, papas con carne de coche (chancho).
A pesar de todo el esmero puesto por la venerable anciana y la exquisitez
de sus platillos, yo era de poco comer y, por esto, siempre me reprendían. No sé si
por ello exhibía una contextura delgada. Ahora, con el avance de la ciencia seguro
que más de un pediatra hubiese puesto en aprietos a mi padre, (más adelante
explicaré esta última expresión) diciendo que su hijo estaba falto de peso o que
bordeaba la frontera de los niños con desnutrición. En la sierra se tiene otra
cosmovisión y se dejan llevar más por el sentido común. Estoy seguro que mis
cachetes siempre lucían rosados, como pishcoles empotrados en captus erguidos,
tratando de tocar el azul del cielo serrano.
Más allá de mi apariencia siempre estaba revoloteando en la pampa,
jugando bien con una pelota de trapo, una vejiga inflada producto de una pela de
coche o con algo más sofisticado para la época, una pelota de jebe color ocre.
Quizá jugando a las zambullidas en la poza de la acequia, que ex profesamente se
construía, reteniendo el paso del agua. O tal vez jugando con el tirador, tratando
de cazar una incauta paloma playera, un despistado chirre, gorrión o cualquier otra
ave que se cruzara. Y es que la verdad uno estaba dispuesto a disparar piedras
sujetadas por un cordobán, utilizando como línea de mira una horqueta hecha de
mosquetero, naranjo, limón o chirimoyo, la misma que servía para ofrecer
resistencia a las ligas de jebe negro, que se estiraban para poder lanzar una
piedra tras otra aunque muchas veces no se diera en el blanco. También podía
estar disfrutando en una inverna, de la ordeña o muda de los animales de don
Pantaleón. O podría estar de caza, cuando al caer el día, debajo de unos faicales
o alisos, mi padre con puntería certera y envidiable, acostumbraba decirme, “ve a
recoger esa playera”. Siempre se percataba racionalmente de sacrificar a los
machos. Esta expresión la repetía hasta unas diez veces, por su seguridad, al
disparar con el tirador. Pocas veces fallaba y la faena terminaba con una sarta de
entre nueve a diez palomas playeras, ¡ah…! Las veces que fallaba era porque
hacía ruido y espantaba a la presa. Mi padre era infalible, lo admiraba por su
puntería. Seguro que por todos lo dicho, mi padre, el señor maestro, acuñaba esta
expresión, “mi cholo viejo, es flaquito, pero fuerte.”
…. - …
…. - …
…. - …
De esta manera pasaban los días. Desde luego con experiencias diferentes, sobre
todo en las horas de clase. Los sábados, como ya les dije, sólo se asistía hasta las
doce horas. Las dos primeras las tomaba el señor maestro para hacer un repaso
de los aspectos más puntuales o de los que a su parecer, habían quedado flojos.
Después salíamos provistos de calabazos y botellas vacías. Nos abastecíamos de
agua para regar la pampa y los ambientes de la escuela. Luego barríamos con
escobas de chamano o pichana, solicitadas el día anterior. Estos arbustos,
además de servir de escoba, tenían la propiedad de desinfectar y exterminar
pulgas, arañas, chinches y garrapatas. Mi padre, sino estaba barriendo, se le veía
cortando el cabello a los niños e inclusive los padres de familia gozaban de este
servicio gratuito. Si en el huerto escolar habían limas, granadillas o yacones, se
cosechaban y nos trataba de repartir de manera equitativa. Terminada la faena, se
concluía la semana, se nos formaba y al final se nos decía “rompan filas” al
unísono gritábamos, “¡viva el Perú!”.
Después de permanecer entre dos a cuatro semanas consecutivas, mi
padre y yo no disponíamos a partir hacia la capital de la provincia. Esto sucedía al
promediar las 13:30 horas. Me sentía alegre. Al emprender la retirada era la
oportunidad de cabalgar mi caballo de carrizo. Algunas veces se me permitía
hacerlo. Mi padre, alforja al hombro, llevaba algunas frutas, huevos de gallina,
yucas para mi madre y mis hermanos. Yo, con mi sombrero a la pedrada y una
alforja de acuerdo a mi edad, también transportaba algunas limas cambraes o
granadillas, cosechadas del huerto escolar.
El camino a la luz del día me lo conocía de memoria. Primero me
atemorizaba pasar por la quebrada del zorro. Me explicaba mi padre que ahí se
aparecía un zorro muy feroz. He aquí la explicación del topónimo del nombre de la
quebrada, que cuando llovía, sus aguas espumantes iban cargadas de barro. A
estas alturas ya no se veía la escuela. Continuábamos la caminata y me iba
explicando que en la parte alta del camino, quedaba el caserío de Chantado. Mis
pasos eran cortos, por eso me retrasaba en relación al tranco de mi padre. Me
decía “no te quedes, tenemos que llegar temprano”. Antes de llegar a Pucutay
había unos faicales. Entre sus ramas saltaban animosamente unas soñas o
chabelas. Las primeras hacían alarde de sus variados silbidos mientras que las
segundas me parecían que chillaban quizás porque nuestro paso les perturbaba
su tranquilidad.
Al poco rato me daba cuenta que ya llegábamos a Pucutay. Desde donde
estábamos se divisaba la casa hacienda de los Vidarte. Para esto teníamos que
pasar por una pendiente de tierra yaconuda, la que cuando llovía se adhería a los
zapatos, impidiendo hasta dar el paso. Sorteada esta loma venía una bajada. El
lado derecho del camino estaba adornado de mosqueteros, arbustos apropiados
por sus ramas. Mi padre las utilizaba para las horquetas de los tiradores. Él me
comentaba que eran latigosas, difíciles de romper.
A unos cuanto metros se escuchaba el bramar de la quebrada de Chantado,
la cual partía al camino en dos. Por esto estaba tendido un puente de unos doce
metros de longitud. Sus aguas frescas y cristalinas te invitaban buscar un vado
para poderlas tomar y sosegar tu sed o refrescarte el cuerpo, producto de la
caminata. Esta parte del recorrido nos indicaba que estábamos a la mitad de
nuestro destino.
Al borde del camino estaba la fonda de doña Rosa Bruta. Mi padre nunca
me quiso decir porque la llamaban así. Y bueno, si él no estaba muy apurado
hacía un alto para pedir una chicha de maíz, fresca, al natural. Después de
aplacar la sed pedía un plato de caldo y otro de estofado de gallina. Como ya
conocía mi poco apetito no se atrevía a pedir dos menús. Compartíamos el mismo
plato. Mientras mi padre y la dueña de la fonda se jugaban algunas bromas
discretamente para que no me entere de ellas, tratábamos de descansar.
Volvíamos a retomar nuestro camino. Al borde del cerro Colorado, casi todo
el camino era solitario, de vez en cuando te encontrabas con algún caminante o
vecino del caserío. Pero esta travesía me resultaba difícil pasarla. En un sitio que
le llamaban la encañada, no se si hasta ahora, se comentaba que salía el muerto.
En una curva estaba plantada una cruz. Esta señal indicaba que ahí habían
matado a una persona. Era escalofriante pasar por allí. Los pelos se me ponían de
punta pese a que todavía la luz solar nos acompañaba
Si estabas en dirección de la capital provincial, a la mano izquierda se
divisaba el río Grande, el cual discurría entre un cañón. En este punto una vez se
había quebrado un maguey. Mi padre me dijo “las alcaparras están a punto para
que tu mamá las prepare”. Se puso a desprender con sus uñas los frutos. Me
puse a ayudarlo. Nunca prohibía mis iniciativas. Sólo supervisaba que no me haga
daño. Muy rápido abandoné mi iniciativa pues al romper los frutos con mis uñas
brotaba la savia que hacía arder mis dedos. Con la alforja repleta de alcaparras
continuamos nuestra caminata hasta llegar a una inmensa poza de agua
pestilente, formada por la lluvia, frente a la chacra de los Chumacera.
Poco faltaba para nuestro destino. Al llegar a la casa de don Apolinario se
podía ver la ciudad. Cuando uno había atravesado la quebrada del Ongulo
prácticamente ya había dejado el campo y el primer barrio que se pasaba era el de
Chalaco. Feliz, muy feliz caminaba porque me encontraría con mis abuelos
paternos.
La llegada era apoteósica. Mi abuela con sus manos curtidas por los
quehaceres, repasaba mi cara colmándome de caricias. Nos hacía pasar a su
cocina, para servirnos café en olleta, calentito, acompañado con bizcochos
serranos y queso fresco. De ahí a nuestra casa sólo faltaban tres cuadras. Nos
reencontrábamos con mi madre y mis hermanos, cruzábamos abrazos y besos.
Padres e hijos. Ellos conversaban de sus asuntos maritales y laborales. En cambio
nuestras conversaciones giraban en torno a nuestros intereses o hacíamos jugar a
nuestro último hermano.
Mi madre ya había observado que venía un tanto pelucón. “A ver vamos a
bañarte”, alistaba una tina blanca enlozada con agua fría y aunque tiritaba de frío
había cumplido su cometido: sacarme la mugre. Al día siguiente, después del
desayuno nos mandaban al peluquero. Luego almorzábamos. Sentía un notable
mejoramiento en la comida. Sin ser su fuerte, tenía una buena sazón. Digo esto
porque más le gustaba tener todas las cosas brillando. Lo único que no lavaba era
el azúcar. Si supiera de este comentario, le resultaría un chiste de muy mal gusto.
Estaban claras las actividades de cada uno. Mi madre, en realizar las labores
propias de la casa. Mi padre, en comprar las provisiones para llevar a cada
escuela y terminar alguna documentación administrativa pendiente. Así se
terminaba el fin de semana.
El lunes a las cuatro de la madrugada me despertaban. Venían las lágrimas
porque nuevamente deberíamos separarnos, enrumbábamos al caserío. Al final
del barrio chalaco, nos abandonaba la luz tenue, proveniente del alumbrado
público, para seguir nuestro camino a tientas. Felizmente mi padre conocía el
camino de memoria. Confiaba en él. Seguía sus pasos, pero como estos eran
largos, allí venía el problema. Me atrasaba pues en la oscuridad me metía en las
pozas de barro pestilente y con pería. No había tiempo para lamentos y lloriqueos,
aunque a veces lo solía hacer, sin despertar la sospecha de mi padre. Era peor
porque además de recibir una reprimenda me caía un par de palmadas en el
trasero. La meta era llegar al caserío rayando el día, mejor dicho acompañados
aún por la aurora. Qué limpios amaneceres, de cielo serrano estrellado y azulado.
Íbamos cortando camino, bien por los de a pie o por las chacras. Las mangas de
nuestros pantalones se humedecían por el shulay almacenado en el pasto o en las
hojas de los arbustos.
A la escuela fiscal llegábamos entre las seis y siete de la mañana,
dependiendo si no había llovido. En los techos de paja de algunas casas se veían
fumarolas provenientes de sus cocinas, por la combustión a base de leña.
Generalmente encontrábamos a las señoras en pie, lavando trigo o mote
pelao, cargando agua en calabazos o leña atada por un rebozo o poncho en su
espalda. Estas provisiones las utilizarían durante el día. A otros u otras se les veía
mudando a sus vacas, caballos, burros...
Ya en la escuela se realizaban las cotidianas actividades que describí líneas
arriba. Entre semana y semana, entre mes y mes resultábamos en el de la patria.
Para esto el maestro, en la primera semana, se había aprovisionado de
materiales como papel cometa de colores, almidón, pabilo, trozos de vidrio de
colores. No me explicaba como los utilizaría. Dentro de todo aquello había
conseguido carrizo verde, pero maduro. Lo dejaba secar junto a la quincha, a lado
de mi caballo.
A partir del día veinte, después de la fiesta de la virgen del Carmen,
empezaba a derrochar su imaginación. Hacía faroles para adornar el frontis de la
escuela. Hábilmente utilizaba las tijeras para ir dando formas a los banderines de
colores hechos de papel cometa, los adhería con engrudo intercalándolos con
pabilo para luego colgarlos en el interior del aula. Los niños ayudábamos en lo que
podíamos…Ah, me olvidaba. Muchas de estas tareas las hacía entre las diecisiete
y diecinueve horas de los días sábados y domingos. No le gustaba perder horas
de clase. Aparte de los faroles de diferentes formas y matices de papel cometa,
preparaba los girasoles. Así les llamaba a los adornos hechos a base de tiras de
papel cometa de colores que colgaban de una rueda de carrizo. Al final de cada
cinta pegaba un vidrio que por efectos del viento chocaban entre ellos y al impacto
emanaban unos sonidos agradables.
Durante las clases iba preparando poemas, diálogos, dramas. La
caracterización de personajes lo ensayábamos como si ya se estuviera ante el
público. Quienes teníamos este encargo no podíamos fallar. Necesariamente todo
se aprendía de memoria. Cuanto más extensa la poesía, se sentía más orgulloso
el maestro. Seguro que él ya estaba preparando su discurso.