You are on page 1of 330

antonia moreno de cáceres

LA CAMPAÑA
DE LA BREÑA
Fondo Editorial
antonia moreno de cáceres

la campaña
de la breña
Edición, notas y epígrafes de Luis Guzmán Palomino
Prólogo de Rodolfo Castro Lizarbe
LIBRO
UN
SIEMPRE ES
UNA BUENA
NOTICIA
FONDO EDITORIAL UAP

LA CAMPAÑA DE LA BREÑA
Autor: Antonia Moreno de Cáceres

Orden de la Legión Mariscal Cáceres.

©UNIVERSIDAD ALAS PERUANAS

Rector: Fidel Ramírez Prado, Ph.D


Av. Cayetano Heredia 1092, Lima 11
Teléfono: 266-0195
E-mail: webmaster@uap.edu.pe
web site: www.uap.edu.pe

FONDO EDITORIAL UAP


Director: Dr. Omar Aramayo
E-mail: o_aramayo@uap.edu.pe
Paseo de la República 1773, La Victoria, Lima
Teléfono: 265-5022 (anexo 27)
Prohibida la reproducción
parcial o total de este libro. Nin- Edición, notas y epígrafes: Luis Guzmán Palomino.
gún párrafo, imagen o contenido Corrección de texto: Alina Gadea
de esta edición puede ser repro- Diseño y edición gráfica: Karoll Aguila Zevallos
ducido, copiado o transmitido sin Colaboración especial: Rodolfo Castro Lizarbe, Juan José
autorización expresa del Fondo Rodríguez Díaz, Jader Miranda Guerra, Basilio Campomanes
Editorial de la Universidad Alas Leyva.
Peruanas. Cualquier acto ilícito Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú
cometido contra los derechos de N°: 2014-03031
propiedad intelectual que corres- ISBN: 978-612-4097-89-8
ponden a esta publicación será
denunciado de acuerdo al D.L Impresión: Universidad Alas Peruanas
822 (ley sobre el derecho de au- Derechos reservados: UAP
tor) y con las leyes que protegen Primera edición: Lima, 2014
internacionalmente la propiedad
intelectual. Librería UAP
Av. Nicolás de Piérola 444
La Colmena - Lima
Teléfono: 330 - 4551
Website: http://libreria.uap.edu.pe
“En memoria de Carlos Milla Batres (1935-2004),
peruanista ejemplar y cacerista de los primeros”.
“Cuando en Huaraz, con el alma crucificada, nos
separamos de Cáceres, en vísperas de la batalla de
Huamachuco, dejamos también al querido ejército,
leal y generoso...”

“Ellos, los bravos y nobles hijos del Perú, mar-


chaban al sacrificio, a derramar su sangre, a sufrir el
desgarramiento de sus carnes, la mutilación y la muer-
te, por el ideal sublime: el honor. ¡Nada más que el
honor! Porque la victoria era imposible, sin recursos
económicos ni elementos guerreros”.

“Por eso, la campaña de la resistencia nacional es


la más elocuente expresión de la altivez del alma pe-
ruana, capaz de luchar y sufrir, sin humillarse jamás.
Supo, así, erguirse en desigual contienda para forjar
esa epopeya gloriosa: la campaña de La Breña”.

Antonia Moreno de Cáceres.


Con toda justicia reconocemos en Antonia Moreno Leyva de Cáceres a la
Máxima Heroína de la Guerra del Pacífico, digna y excelsa patriota, paradigma
inmortal de la mujer peruana. Sin embargo, ella aguarda aún el reconocimiento
nacional y podríamos iniciarlo difundiendo entre los niños, adolescentes y jóvenes
de todos los planteles educativos del país, las páginas de la gloriosa epopeya de la
que fue una de las principales protagonistas. Esta efigie honra su memoria en el
distrito limeño de Santiago de Surco.
ÍNDICE

Presentación ............................................................................................. 15

Prólogo ..................................................................................................... 21

Prólogo a la primera edición ................................................................. 47

Introducción a la primera edición, por


Hortensia Cáceres de Porras, redactora de
estos “Recuerdos de la Campaña de la Breña” ................................... 55

Recuerdos de la Campaña de la Breña ................................................. 57

Mínimo reconocimiento a la mujer peruana ..................................... 325


Antonia Moreno de Cáceres

PRESENTACIÓN

La Orden de la Legión Mariscal Cáceres, con los auspicios de la Universidad


Alas Peruanas, cumpliendo uno de sus fines fundamentales cual es la divulga-
ción de textos históricos relacionados con la vida y obra de su ilustre patrono, se
complace en realizar esta reedición de los “Recuerdos de la Campaña de La Bre-
ña”, originalmente llamados “Memorias”, que dictara doña Antonia Moreno
de Cáceres a su hija Zoila Aurora recordando algunos de los principales pasajes
de la magna epopeya de resistencia patriota al invasor chileno, memorable período
durante el cual ella figuró entre sus principales protagonistas, como esposa de don
Andrés Avelino Cáceres.

La historiografía peruana no ha sido pródiga en destacar el papel de la mujer


en los acontecimientos que han marcado hitos trascendentales en el devenir nacio-
nal. Sin embargo, los documentos nos indican que en el Perú siempre fue notoria
la presencia de la mujer en sus fastos históricos. Las vemos así presentes en los
hechos históricos de los tiempos prehispánicos, con Mama Huaco o Mama Occllo
fundando el estado incaico y con Chañan Ccori Coca batallando al lado del Inca
Pachacuti en la construcción del más grande imperio que se forjó en esta parte del
mundo. Podríamos hablar luego de las que valientemente resistieron en la región
oriental la invasión de sus territorios, aquellas a las que las crónicas españolas
compararon con las mitológicas Amazonas, dando nombre al río en cuyas márge-
nes habitaban. Pero fundamentalmente debemos rememorar a las esforzadas pa-
triotas que dieron su vida por la independencia del Perú, como Micaela Bastidas
Puyucawa, María Parado de Bellido y la anónima compañera del guerrillero Ca-
yetano Quirós, por solo citar a las más ilustres, pues al mando de ellas estuvieron
muchas otras mujeres, que la renovada visión histórica, sobre todo a partir de los
trabajos de Juan José Vega, ha empezado a reivindicar.

15
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Pues bien, esa tradición de mujeres combativas, que no vacilaron en ofrecer el


sacrificio de sus vidas en aras del sagrado ideal patriótico, se dio también a lo largo
de la Guerra del Pacífico, y muy especialmente durante la Campaña de La Breña,
donde integraron las guerrillas e incluso llegaron a comandarlas, como fue el caso
de Leonor Ordóñez, quien ofreció su vida en el combate de Huancaní que precedió
con varios otros la victoriosa contraofensiva de 1882. Pero quien destacó con brillo
especial en esa epopeya del honor y la dignidad nacional fue doña Antonia Moreno
Leyva, compañera de don Andrés Avelino Cáceres, para convertirse en paradigma
inmortal de la mujer peruana.

Al desatarse la guerra con Chile en 1879, ella contaba 34 años de edad y solo
tres de casada. Había nacido en Ica el 13 de junio de 1845 y contrajo matrimonio
con el coronel Andrés Avelino Cáceres en Lima el 2 de julio de 1876. De esta
unión nacerían tres hijas: Lucila Hortensia, Zoila Aurora y Rosa Amelia. El
único hijo varón de doña Antonia nació muerto en medio de los avatares de la
Campaña de La Breña. Pero las hijas hicieron honor al apellido, sobre todo Zoila
Aurora Cáceres, que alcanzó renombre mundial como escritora, con el seudónimo
de Evangelina.

El nombre de doña Antonia empieza a mencionarse tras las desgraciadas


jornadas de San Juan y Miraflores, cuando no encontrando a su esposo y temiendo
por su vida, recorre las calles de Lima en su búsqueda. Cáceres había esquivado
a la muerte pero optó por ocultarse de los chilenos, que siempre quisieron cobrar
venganza del joven coronel que los había derrotado en Tarapacá. Doña Antonia
debió desvelarse para atender a su esposo, quien estaba herido, en las casas
que le dieron asilo para que no cayera en manos de los chilenos. Y con mucha
preocupación lo escuchó decir que no habría de deponer las armas, sino que apenas
estuviese repuesto, partiría al interior del país para continuar la resistencia al
invasor extranjero.

Así, una vez más se despidió de él, cuando partió para la sierra. Se quedó en
la capital ocupada para velar por sus pequeñas hijas. Sin embargo, comprendió
que no podía permanecer al margen de la lucha emprendida por su esposo al

16
Antonia Moreno de Cáceres

otro lado de la cordillera. Decidió tomar parte activa en la resistencia, a pesar de


todos los riesgos que corrían ella y su familia. Estuvo en todo momento al tanto
del desarrollo de los sucesos que conmovían al país, reuniendo en torno suyo a un
grupo de patriotas que al igual que ella habían decidido servir desde la capital
al Ejército del Centro. Doña Antonia conspiraba exponiéndose a toda clase de
peligros, propagando la causa de la resistencia y procurando, sin descanso, el acopio
de armas y municiones, que secretamente enviaba a la sierra.

El interés de la patria se antepuso a todo. El amor a sus tres hijas pequeñas,


Lucila Hortensia, Zoila Aurora y Rosa Amelia, la llevaba a formarlas con el
ejemplo. Les hizo comprender que el padre se hallaba ausente porque a esas horas
lo requería el deber con la patria. Así aleccionadas ellas pudieron sobrellevar con
admirable paciencia un intenso trajín que iba a durar varios años. Entendían que
su madre trabajaba con abnegación, día a día, en apoyo de su esposo.

Doña Antonia pudo llevar adelante su misión con el apoyo de servidores y


amigos leales. Comenzando por las empleadas del hogar, Helena y Martina, que
cuidaron con esmero de las niñas. Doña Antonia mostró un especial cariño por
Martina, muchacha ayacuchana sobre quien escribió: “Por la delicadeza de su tipo
señorial, se diría que descendía de alguna princesa incaica”. Otra gran ayuda fue
la que le brindó Gregoria, a quien ella describió como “una morena alta, delgada y
muy audaz”. Resulta admirable saber que esta humilde patriota caminaba por las
calles de Lima, en medio de los chilenos, portando fusiles “bien atados a la cintura,
disimulados bajo sus largos vestidos y sosteniendo al brazo un cesto de municiones
ocultas entre las legumbres”, conforme anotaría doña Antonia. El coraje de la ne-
gra Gregoria no admitió el miedo, pues ella siempre supo a qué se arriesgaba. “Si
me cogen los chilenos, me fusilan”, dijo alguna vez, pero sin acobardarse un ápice.

Doña Antonia salió dos veces de Lima en busca de Andrés Avelino Cáceres.
La primera con el objetivo de acordar con él la forma más adecuada para trasladar
las armas que reunía en la capital, y también para trasmitirle una propuesta del
gobierno de García Calderón, que quería contar con su apoyo. Confió entonces
el cuidado de sus hijas a las religiosas del Sagrado Corazón. En esa primera

17
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

salida partió acompañada de José Corbacho, su esposa Laura Rodríguez y Clara


Lizárraga, en una sorprendente acción temeraria pues lograron burlar el control
de las guarniciones chilenas estacionadas hasta Chosica. Venciendo muchas difi-
cultades, doña Antonia logró llegar a Matucana, campamento patriota en el que
fue recibida con gran sorpresa, pero con mucho entusiasmo. Ahí fue informada
de que Cáceres se hallaba en Cerro de Pasco, motivo por el que decidió marchar
a su encuentro con una pequeña escolta que le proporcionaron los jefes patriotas.

Sus fuerzas se doblegaron al subir por difíciles senderos que se elevan a tres
y cuatro mil metros de altura, soportando un gélido e intenso frío. Al verla caer
víctima del soroche en Chicla, sus acompañantes decidieron llevarla de regreso a
Matucana. Allí la encontró Cáceres, reprochándole con ternura haberse arriesga-
do tanto. Y se llenó de alegría al escucharla decir que si había dejado Lima había
sido “por el deseo de verlo y de servir a la patria”. En lo que sí mantuvo Cáceres
su férrea voluntad fue en rechazar la propuesta de García Calderón, que incluso
le ofrecía una vicepresidencia. Escuchando sus poderosas razones, ella recordaría
que “Cáceres no aceptó porque su única ambición era arrojar al invasor de nuestro
territorio”.

Estando en Matucana doña Antonia vio llegar a Ezequiel de Piérola, quien


le dijo que en Lima su hogar había sido allanado por los chilenos, que se habían
llevado presas a sus empleadas y que también habían cogido a sus hijas pequeñas.
Emprendió el regreso a Lima, llegando a la capital “casi sin aliento”, sin dete-
nerse hasta llegar a la puerta del convento, donde recién pudo recobrar un poco
de tranquilidad, al saber que sus pequeñas estaban bien. Para suerte de ellas, el
coronel Febres había llevado un oportuno aviso a las religiosas, quienes las pu-
sieron a buen recaudo. Doña Antonia hubiese querido tranquilizar a su esposo
comunicándole la noticia.

Escenas como éstas habrían de repetirse a lo largo de la guerra, destacando la


dimensión humana de los protagonistas, que ha merecido el análisis de los histo-
riadores. La situación no era tranquilizante. La casa de la familia Cáceres, en la
Calle San Ildefonso, había sido allanada y la ocupaba el jefe del ejército invasor.

18
Antonia Moreno de Cáceres

Doña Antonia describiría a Patricio Lynch como lo que en verdad fue, un redo-
mado rufián. Tuvo que permanecer escondida durante algún tiempo, junto con dos
oficiales que la escoltaron desde Matucana. Fue precisamente con ellos que envió a
la sierra un nuevo cargamento de armas y municiones, incluido un pequeño cañón.
El encuentro con Cáceres había retemplado su patriotismo, según iba a referir en
sus “Recuerdos de la Campaña de La Breña”. Esos patriotas llevaron hasta el
cuartel de Matucana noticias sobre la febril actividad de Doña Antonia, lo que
inquietó mucho a Cáceres. Temiendo que su fiel compañera y sus hijas fueran vícti-
mas de la venganza chilena, Cáceres le escribió varias cartas llamándola a su lado,
cartas escritas en “tono angustioso”, según recordaría la propia doña Antonia.

Pese a tan dramático llamado, doña Antonia decidió permanecer en Lima


hasta “que todo fuese despachado”. Con estas palabras hizo referencia a la re-
misión de armas. Y fue en ese trajín que se hizo sospechosa ante la autoridad
chilena. Viéndose constantemente vigilada decidió esconderse una vez más, ahora
acompañada de sus tres hijas, decidida ya a salir de la capital. A pesar de la difícil
situación, antes de partir se dio tiempo para preparar las claves que servirían para
intercambiar comunicaciones con los patriotas que quedaban en la capital.

Dejar Lima fue toda una odisea, como se puede apreciar al leer estos “Re-
cuerdos” de la heroína, que finalmente se reunió con Cáceres en Sisicaya, en un
encuentro por demás emocionante, que grabó con estas palabras: “Cáceres estaba
radiante de felicidad, al recibir las caricias de sus hijas. Las tres se precipitaron
al cuello de su padre, cubriéndolo de besos y disputándose sus cariños. Él reía
alegremente, pues teniendo a su familia a salvo y contando con el abnegado ejército,
podía luchar serenamente en defensa de todos los hogares peruanos”.

Doña Antonia se plegaba así a la Campaña de La Breña, donde su accionar


fue más que sobresaliente. En su narración encontramos a cada paso pasajes
emotivos en los que, en medio del dramatismo de las marchas y batallas, de las
despedidas y de los lutos frecuentes, vibra un patriotismo acendrado. También con-
signó doña Antonia las jornadas alegres como importante testimonio de la vida
cotidiana durante la guerra.

19
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Por todo ello, al publicar esta reedición de los “Recuerdos de la Campaña de


La Breña”, nos guía el propósito de hacer justicia con los méritos de doña Antonia
Moreno de Cáceres, cuya vida y obra merece ser conocida, estudiada y difundida,
por haber sido ella quizá la mujer más ilustre del Perú republicano. Honremos
en todo momento su recuerdo y reconozcamos en ella a la abnegada patriota, a la
madre ejemplar, a la leal compañera, a la lideresa popular y a la representante
excelsa de la mujer peruana. Así seremos leales con su inmortal legado de amor
a la patria.

La Breña, 8 de mayo de 2012.


Pablo Correa Falen, Presidente de la OLMC.

20
Antonia Moreno de Cáceres

PRÓLOGO

Identificados con el patriótico ideal que anima a la Orden de la


Legión Mariscal Cáceres, cual es el de realzar la figura del Brujo de los
Andes así como las de sus heroicos compañeros, hemos recibido con
profunda gratitud el encargo de escribir estas líneas acerca de los
Recuerdos de la Campaña de la Breña de Antonia Moreno Leiva.

Según doña Hortensia Cáceres de Porras, ella redactó estos Re-


cuerdos… sobre la base de apuntes que pidió a su madre durante una
estancia en Europa, a los que sumó su “propia evocación”. Sin datos
más precisos al respecto, tal declaración nos remite a las dos primeras
décadas del siglo XX, cuando Cáceres desempeñó comisiones en el
Viejo Continente. De cualquier modo, este testimonio no sería publi-
cado sino hasta 1953, año en que vio la luz en la revista La Mujer
Peruana aunque solamente de modo parcial, pues la entrega compren-
día el periodo que va hasta el viaje de Antonia Moreno a Tarma a
fines de 1881 y no incluía la mención a la “propia evocación” de
su hija. En esa misma década, doña Hortensia puso el manuscrito
original al alcance del doctor Luis Alayza y Paz Soldán, quien llegó a
emplearlo para la redacción de su novela histórica La Breña, que ya
tenía muy avanzada. A fines de la década siguiente (1967) se publicó
la primera reseña de los Recuerdos… en la revista Scientia et Praxis de la
Universidad de Lima, debida al doctor Carlos Neuhaus Rizo-Patrón.
Finalmente, en 1974 el gran publicista Carlos Milla Batres realizó la
publicación del íntegro de los Recuerdos… en forma de libro, la que
tendría una reimpresión dos años después para la Biblioteca Militar
del Oficial (publicación del entonces Ministerio de Guerra).

21
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Debe tenerse presente que, como su nombre lo indica, estos


Recuerdos… adolecen de la fragilidad propia de la memoria sometida
a la acción del tiempo. Son numerosos los errores cronológicos que
el lector atento podrá encontrar en el relato al compararlo con otras
obras de la bibliografía de la Campaña de la Breña. Especialmente
contrasta con el diario de Pedro Manuel Rodríguez así como con
la libreta de apuntes de José Salvador Cavero, textos que registran
minuciosamente la ubicación temporal de los sucesos.

Sin embargo, este punto se ve compensado con creces por el


desbordante caudal de emociones que presentan las páginas de
los Recuerdos… Así nos adentrarnos en el lado íntimo de la historia
para sentir las impresiones, angustias, alegrías, penas y amores
de sus protagonistas. Las poéticas descripciones de paisajes, los
padecimientos de las enfermedades y las reminiscencias culturales
de raigambre colonial y andina, junto con las alusiones a la comida,
el vestuario y la música, se complementan con el relato cargado de
sentimientos y anécdotas para dar una imagen muy vívida y humana,
lo que se contrapone al estilo de las Memorias de Andrés A. Cáceres,
donde predominan la sobriedad y la concisión propias del militar.

Ya que tratamos sobre la relación entre ambas obras, resulta del


caso señalar que ciertos pasajes de los Recuerdos… guardan completa
similitud con lo narrado en las Memorias. Son episodios referidos a la
actuación de Cáceres en diversos momentos en que doña Antonia no
estuvo a su lado, episodios tales como la muerte del soldado Lorenzo
Yupanqui en Huamachuco o la llegada a Andahuaylas del enviado
de las comunidades ayacuchanas. Aparentemente hubo entonces una
fuente común, quizá los apuntes originales de las Memorias.

Mediante tales inserciones el relato se desdobla para seguir


las peripecias de ambos personajes, que así quedan ligados
indisolublemente a pesar de las distancias que en ciertas etapas los

22
Antonia Moreno de Cáceres

separaron. Esta presencia constante de Cáceres en los Recuerdos…


no encuentra correspondencia en las Memorias, donde la aparición
de Antonia Moreno es muy puntual, paradoja que probablemente se
explique por la inmensa modestia de doña Antonia. En efecto, en julio
de 1915, siete meses antes de morir y ante el requerimiento del coronel
Abel Bedoya Seijas, manifestó que no deseaba que su participación en
la Campaña de la Breña fuese difundida en publicaciones históricas,
pues consideraba que no había hecho sino cumplir con su deber de
peruana. Así lo refirió dicho veterano de la Breña en el artículo “La
señora Antonia M. de Cáceres” publicado en La Prensa del 29 de
febrero de 1916, en cuyas líneas Seijas dejó constancia del estrecho
vínculo afectivo que unió a doña Antonia y sus hijas con los oficiales
que como él compartieron con ellas las penalidades de las marchas de
campaña, lo que concuerda con la versión de los Recuerdos…

Decimos esto pues doña Antonia evoca con entrañable gratitud a


los jefes y oficiales del ejército de la resistencia y particularmente a los
jóvenes integrantes de la famosa Ayudantina que acompañó a Cáceres
en sus marchas por entre las breñas de los Andes. Uno de ellos, Félix
Costa y Laurent, se constituye además en una fuente del relato, pues
su testimonio oral aparece citado en más de una ocasión. Aparte de
mostrarnos la vinculación espiritual entre la Ayudantina y la familia
de Cáceres, los Recuerdos… evocan el comportamiento alegre y burlón
de dichos jóvenes y a la vez exaltan el heroísmo viril que exhibieron
en la campaña, como en el caso de Enrique Oppenheimer, victimado
en Huamachuco.

Así, estos niños se hicieron hombres al dejar las comodidades del


hogar para alistarse en las filas de la resistencia, pues tenían plena
conciencia de su deber como peruanos. No obstante, los Recuerdos…
dejan claro que también hubo actitudes egoístas y aún colaboracio-
nistas. Precisamente una anécdota relacionada a Oppenheimer alude
al primer caso, pues lo muestra induciendo a las personas acaudaladas

23
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

a colaborar, para lo cual ingeniosamente los comprometía en públi-


co. Más explícita aun es la alusión a la hacendada Margarita Lozano,
quien a decir de doña Antonia “hizo gala de avaricia” al negar recur-
sos al Ejército del Centro en su marcha a Ayacucho. En cuanto al
colaboracionismo, está presente en casos como el de un coronel que
fue ejecutado por el pueblo de Huanta en represalia por haber sido
proveedor de los chilenos, el de un hacendado italiano de Culebras
que igualmente proveía al enemigo y el del gobernador y el teniente
gobernador de Cocachacra que estaban al servicio de las fuerzas inva-
soras, caso este último que se refiere en uno de los primeros párrafos
de los Recuerdos…

En efecto, la obra comienza de modo abrupto con la salida inicial


de Antonia Moreno de Lima al interior. Se puede decir que este via-
je forma una primera parte junto con sus actividades conspiratorias
en Lima y su último escape, mientras sus posteriores andanzas hasta
su regreso a Lima a mediados de 1883 constituyen la parte segunda;
finalmente, la tercera parte corresponde a su nueva estadía en Lima y
culmina hacia mediados de 1884 con el contexto de la desocupación
y la guerra civil entre Cáceres e Iglesias.

El episodio inicial de los Recuerdos… introduce a un singular per-


sonaje: el mayor José Salarrayán. El aforismo según el cual no hay
mayor fanático que el converso encuentra su confirmación en este
caso, pues tras haber tenido una actitud colaboracionista en la go-
bernación de Cocachacra se convirtió en un activo patriota a partir
de su encuentro con Antonia Moreno, quien le increpó severamente
su conducta. Luego acompañó a doña Antonia de regreso a Lima y
participó con ella en la remisión clandestina de armamento para el
Ejército del Centro. Por su parte, los historiadores Alejandro Reyes
y Wilfredo Kapsoli han divulgado información del libro de actas del
Tribunal Militar Chileno existente en el Archivo General de la Nación
donde se ve que Salarrayán prosiguió en estos afanes hasta ser deteni-

24
Antonia Moreno de Cáceres

do por las autoridades chilenas bajo el cargo de “espionaje”; condena-


do a muerte en diciembre de 1881, la pena le fue conmutada por la de
prisión en la isla de Lobos, aunque sería liberado en febrero de 1882.

Entre las actividades realizadas por Salarrayán estuvo el envío de


cuatro piezas de artillería (dos obuses y dos culebrinas), según consta
en su legajo ubicado por el acucioso investigador Manuel Zanutelli
Rosas en el Archivo del Cuartel General del Ejército. En los Recuer-
dos… y las Memorias… solamente se indica la salida de una de estas
piezas, mientras Zoila Aurora Cáceres refiere que fueron dos; estas
tres fuentes aluden al ardid de la simulación de un entierro, donde el
ataúd contenía una pieza de artillería. Asimismo, señalan doña Anto-
nia y su esposo que se trató de un obsequio del obispo Tordoya, quien
según esta versión presidía por entonces un Comité Patriótico en-
cargado de cooperar clandestinamente con Cáceres desde Lima. Sin
embargo, las personas que consignan como integrantes del comité,
incluyendo a Tordoya, eran partidarias del gobierno provisorio, que
por entonces se oponía públicamente a la continuación de la guerra al
considerarla ya inconducente tras la caída de Lima. Asimismo, existen
en el Archivo Piérola cartas de Cáceres que prueban que durante 1881
coordinaba estos envíos con personajes vinculados a Piérola y que
daba cuenta a éste de tales actividades.

Sin embargo, consta también en documentos de dicho archivo que


cuando doña Antonia realizó su primera salida a fines de julio de 1881
llevó el encargo del gobierno provisorio de buscar la adhesión de Cá-
ceres, tal cual lo refiere ella misma en los Recuerdos..., donde manifiesta
asimismo un concepto muy elevado de García Calderón. No refiere,
en cambio, la oferta de la Vicepresidencia de la República, que figura
en la documentación aludida y que tiene coherencia con el anterior
ofrecimiento de la misma hecho a Cáceres por Manuel María del Va-
lle, también a nombre del gobierno provisorio. Pero mucho mayor es
la diferencia con la versión de las Memorias de Cáceres, quien afirma

25
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

que su esposa le expresó que en Lima no había ninguna confianza en


las gestiones de paz de García Calderón pues en último caso Chile no
aceptaría nada contrario a sus intereses.

Por lo visto, estamos ante una incógnita por despejar, ya que no se


comprende cómo al mismo tiempo Antonia Moreno podía abogar a
favor del gobierno provisorio y colaborar arduamente con el esfuerzo
de la resistencia que en ese momento era considerada absurda por
tal gobierno. Sin embargo, esto no obsta que al año siguiente, tras el
reconocimiento del gobierno provisorio por parte de Cáceres, se esta-
bleciera efectivamente una activa y patriótica coordinación entre éste
y los delegados de tal gobierno en Lima: Manuel Candamo, Carlos
Elías y -tras la captura y deportación a Chile de los anteriores- mon-
señor Pedro José Tordoya.

Pero no se crea que la colaboración patriótica en Lima fue única-


mente masculina: en los Recuerdos… encontramos referencias a he-
roicas mujeres peruanas como Rosa Elías, esposa del contralmiran-
te Lizardo Montero; la señora de La Torre, quien mantuvo oculta
a doña Antonia; Clara Lizárraga, quien la acompañó en su primera
salida junto con Laura Rodríguez y José Corbacho; o doña Gregoria,
sirvienta de Antonia Moreno que no trepidaba en llevar ocultamente
armamento por las calles de Lima ocupada. La participación de doña
Gregoria ha quedado además registrada en su foja de servicios que
obra en el Archivo del Cuartel General del Ejército, recientemente
publicada por el contralmirante Francisco Yábar, donde figura como
Gregoria Bernales, a diferencia de la versión dada por Zoila Aurora
Cáceres, quien se refiere a ella como Gregoria Lainez. Sin duda, las
investigaciones sobre la Campaña de la Breña tienen mucho que obte-
ner de tales legajos, que como vemos constituyen una valiosa fuente.

Asimismo, aunque doña Antonia menciona que hubo una digna


actitud de rechazo de las limeñas hacia los chilenos, anotada también

26
Antonia Moreno de Cáceres

por autores de dicha nacionalidad como Daniel Riquelme o Gonzalo


Bulnes, se advierte también en los Recuerdos… que existieron ejemplos
de lo contrario, como el de Teresa Orbegoso Riglos de Prevost, a
quien el jefe de la ocupación chilena Patricio Lynch “nada le negaba”.
Similarmente, en el epistolario de Manuel Candamo encontramos
alusiones a las fiestas que durante la ocupación daba Rosa Orbegoso
Riglos de Varela, hermana de Teresa, lo que era motivo de censura y
patriótica indignación. La cercanía del jefe chileno con dicha familia
se debía, según el doctor Luis Alayza y Paz Soldán, a la amistad for-
jada en el tiempo en que las familias Lynch y Orbegoso residieron en
Santiago. No obstante, es justo agregar que, según nos ha relatado
personalmente la señora Jossie Sisson Porras, bisnieta de doña An-
tonia y de don Andrés A. Cáceres, en cierta ocasión Teresa Orbego-
so salvó a Antonia Moreno al advertirle que Lynch pensaba allanar
su casa para capturarla. Igualmente, viene al caso señalar que Jovino
Novoa, par civil de Lynch, proyectó deportar junto con Candamo y
Elías a Felipe Varela y Valle, colaborador de los anteriores y esposo
de Rosa Orbegoso, como represalia por la contraofensiva peruana
de julio 1882, según se aprecia en una carta de Novoa al presidente
chileno Domingo Santa María citada por Bulnes.

Debe considerarse que los lazos parentales y amicales entre perua-


nos y chilenos, establecidos desde mucho antes de la guerra, constitu-
yen materia pendiente de estudio. Es conocido el caso del almiran-
te Grau, cuyo concuñado Óscar Viel y Toro comandaba la corbeta
Chacabuco en la escuadra chilena. No se ha dado mucha difusión, en
cambio, al dato consignado por Modesto Basadre y Chocano en la ex-
tensa carta que escribió a su sobrino Carlos Basadre y Forero el 4 de
noviembre de 1904 y que sería publicada muchos años después por el
doctor Jorge Basadre: se sostiene en tal epístola que Lynch nació en
Lima en la calle de Valladolid (hoy segunda cuadra del jirón Callao).
Por nuestra parte, hemos ubicado en el Instituto Riva-Agüero dos

27
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

cartas de Rosa Elías que muestran que se valía de sus antiguas amis-
tades chilenas para conseguir la liberación de prisioneros peruanos.

Como un recuerdo de la participación de dicha patriota, doña An-


tonia nos narra que, en la víspera de su segunda y definitiva salida a
la sierra, Rosa Elías le ayudó a preparar las claves que usaría Cáceres
para comunicarse con sus contactos en la capital. Este escape de Lima
de Antonia Moreno junto con sus tres pequeñas hijas, bajo la escolta
del capitán José Miguel Pérez y otros patriotas, es uno de los pasajes
más destacados de la obra; esta versión se complementa con las de
Zoila Aurora Cáceres y Luis Alayza Paz Soldán, que narran tal epi-
sodio con ligeras diferencias y agregan alguna información adicional.
Aunque no hay indicación de la fecha de esta escapatoria, puede ase-
gurarse que a más tardar ocurrió en noviembre de 1881, ya que el 25
de dicho mes llegó Piérola a Tarma, según su biógrafo Alberto Ulloa,
y encontró allí a doña Antonia, quien había llegado previamente, se-
gún anotación de su hija Zoila Aurora Cáceres.

Si bien no es del caso analizar aquí los detalles de dicha salida,


consideramos pertinente aclarar uno de ellos: la actitud del coronel
Viviano Gómez Silva. Este veterano militar colaboró activamente con
Cáceres desde Lima durante 1881 y consta que, no obstante ser un
fervoroso pierolista, ayudó al Brujo de los Andes incluso después de
que éste desconociera a don Nicolás: según la carta ya citada de Mo-
desto Basadre, el aviso de la inminente salida de la expedición Lynch
(ocurrida el primer día de 1882) le fue transmitido a Cáceres gracias a
Gómez Silva, quien mandó a un sirviente de su casa con el mensaje a
la hacienda Nievería. Casualmente, doña Antonia menciona que Gó-
mez Silva “tal vez” estuvo “alarmado y temeroso de comprometerse”
al excusarse de buscarle un coche para su salida de Lima aduciendo
que en ese momento no había ningún sirviente en casa; asimismo, lo
presenta como “jefe de la directiva del partido del dictador Nicolás de
Piérola”, lo que sin duda es un error, pues el pierolismo solo se orga-

28
Antonia Moreno de Cáceres

nizaría como partido meses después (febrero de 1882). Don Viviano


estuvo lejos de ser asustadizo, pues pese a su ancianidad demostró
admirable entereza en los duros días del cautiverio al sur de Chile,
según se aprecia en el epistolario de Manuel Candamo y en el diario
inédito de Carlos Elías; allí lo hallaría la muerte el 9 de mayo de 1883.

Otro personaje que aparece en la segunda partida de Antonia Mo-


reno es el cura Eugenio Ríos, quien había constituido una fuerza gue-
rrillera en el valle del Lurín. Este valeroso sacerdote, que según Ma-
nuel Zanutelli moriría combatiendo a favor de Cáceres contra Iglesias
en el combate de Pampas (Yauyos) en octubre de 1885, no fue en
modo alguno una excepción: testimonios como los del chileno Daniel
Riquelme o el alemán Hugo Zöller coinciden en afirmar que hubo
una acentuada oposición del clero a las fuerzas invasoras en la capital,
actitud que se dejó ver desde el inicio de la ocupación con la negativa
del Arzobispo para que se oficiase en la Catedral de Lima una misa
en honor a los chilenos caídos en San Juan y Miraflores. También fue
decidida la actitud de ciertos obispos en el interior del país, como
Manuel Teodoro del Valle en Junín, Juan José Polo en Ayacucho o
Ambrosio Huerta en Arequipa; en cuanto a modestos curas de pue-
blo, el caso paradigmático es el de Buenaventura Mendoza, inmola-
do al mando de la defensa de Huaripampa en 1882. Mención aparte
merece el obispo Tordoya, quien encabezó en Lima la Delegación
del gobierno provisorio entre 1882 y 1883; desde ese puesto cooperó
entusiastamente con el esfuerzo de la resistencia nacional, pues estaba
plenamente imbuido de la importancia que esta tenía para modificar
la situación a favor del Perú.

Pero mientras Tordoya y su secretario Pedro Manuel Rodríguez


escribían a Arequipa urgiendo al gobierno de Montero a apoyar de-
bidamente a Cáceres, como consta en el diario escrito por Rodríguez
y Daniel de los Heros, un círculo nefasto rodeaba al contralmirante e
intrigaba contra el Brujo de los Andes, lo que motivaría el franco y justo

29
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

reproche de Cáceres a Montero en más de una carta tras la batalla de


Huamachuco. Entre los ministros de dicho gobierno se encontraba
José Miguel Vélez, quien un tiempo atrás, estando aún en Lima, había
recomendado acelerar la “terminación” de Cáceres y negarle todo
recurso para impedir que se tornase en contra de Montero, según se
ve en las cartas de Vélez al coronel Manuel Velarde del 15 de abril
y 3 de mayo de 1882 existentes en el Museo Nacional de Arqueolo-
gía, Antropología e Historia del Perú. Precisamente en los Recuerdos…
doña Antonia refiere que coincidió con Vélez y Alejandro Arenas
en el pueblo de Acobamba cuando estos se hallaban en marcha a
Arequipa mientras ella viajaba a Tarma para encontrarse con Cáceres,
al poco tiempo de la contraofensiva de julio de 1882. Lo que debe
resaltarse aquí es que los acobambinos negaron recursos a Vélez y
Arenas, mientras se los ofrecían generosamente a doña Antonia y
sus hijas, pues aquellos acusaban a esos de ser “mistes traicioneros”.
Aunque Antonia Moreno ordenó al gobernador que también aten-
diera a dichos doctores, es evidente que, en lo que respecta a Vélez,
habría concordado con el juicio y el procedimiento de los patriotas
acobambinos si hubiera estado impuesta del tenor de las cartas de tan
repudiable personaje.

Curiosamente, otro pasaje de los Recuerdos… guarda enorme se-


mejanza con el arriba citado. Al pasar Antonia Moreno por el heroico
pueblo de Ñahuimpuquio durante la retirada a Ayacucho (febrero de
1882), encontró que los lugareños se negaban a alimentar al general
Echenique (probablemente fuera Juan Martín, entonces coronel, y no
su anciano padre José Rufino), al oficial Alejandro Montani y al perio-
dista uruguayo Benito Neto (y no “Nieto”, como se consigna por
error), motejándolos de “mistes traicioneros”, tal cual harían después
los de Acobamba con Vélez y Arenas. Del mismo modo, ordenó que
fueran atendidos, pese a saber que se dirigían a Ayacucho a realizar
coordinaciones con el coronel Arnaldo Panizo, quien se negaba a aca-
tar las órdenes de Cáceres.

30
Antonia Moreno de Cáceres

Doña Antonia pasó nuevamente por Ñahuimpuquio tras la con-


traofensiva de julio de 1882, mientras viajaba al encuentro de su espo-
so. Allí intentaron mostrarle cabezas de soldados chilenos ensartadas
en picas, pero pudo evadirse de presenciar el macabro espectáculo al
explicar que tan fuerte impresión le haría perder al hijo que llevaba
en el vientre. Este evento motivó una reflexión de Antonia Moreno
sobre la psicología del indio, al que hallaba cruel con sus opresores y
bondadoso con sus benefactores; si bien hoy nos resulta evidente que
tal proceder es enteramente lógico y que no hay relación alguna entre
una determinada raza y unos determinados rasgos psicológicos, se
debe comprender que en aquel entonces se solía adscribir a cada raza
unas ciertas pautas de conducta. Un juicio parecido había tenido el
sabio italiano Antonio Raimondi cuando al internarse en la montaña
de Huanta en 1866 vio comerciar pacíficamente a los “temibles” cam-
pas de la zona de Chanchamayo, de lo que dedujo que no eran malos
por instinto sino que se habían vuelto así por vengar ofensas y malos
tratos. De cualquier modo, lo que debe rescatarse y destacarse es la
exaltación que doña Antonia hace del patriotismo de Ñahuimpuquio,
pueblo por el que manifestó guardar gran admiración y cariño. De
hecho, hizo extensivo tal encomio a toda aquella “vieja raza noble,
que tan bien sabía comprender la grandeza del deber y del honor”,
pues quedó conmocionada por escenas de abnegación tales como la
ocurrida cuando una mujer le ofreció a su niño para que le diera de
lactar: doña Antonia necesitaba la extracción de su leche y estaba con
fiebre, lo que ponía en riesgo la vida del lactante. Esto aconteció en
el momento más doloroso para Antonia Moreno durante la campaña,
pues acababa de perder a su único hijo varón, recién nacido, como
consecuencia de su arduo trajinar por los Andes. Ya durante su estan-
cia en Ayacucho había estado gravemente enferma, e incluso pensó
que moriría cuando se le juntaron las noticias del inicio de la contra-
ofensiva y de la gravedad de un hermano suyo.

31
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

A propósito de lo anterior, es muy llamativo que no mencione el


nombre de tal hermano ni el de una hermana a la que alude poste-
riormente, la cual fue a verla a Tarma al saber el estado en que se ha-
llaba. Hacia el final de la obra vuelve a referirse a “un hermano” que
le ayudaba a remitir correspondencia a Cáceres por la vía de Ica. He-
mos podido ubicar los nombres de cuatro hermanas y un hermano de
doña Antonia, todos bautizados en la parroquia de San Juan Bautista
en Ica: Tomás, Francisca, Juana, María de la Cruz y Gertrudis (ésta
bautizada un mes antes que Antonia, el resto en años previos). Tal vez
la reserva en este punto se explique también por su gran modestia.

Igualmente notamos la ausencia de referencias a doña Justa Do-


rregaray Cueva, madre de Cáceres, toda vez que residía en Tarma du-
rante el periodo de la Campaña de la Breña, por lo que resulta obvio
que coincidió con doña Antonia en dos etapas: de fines de 1881 a
comienzos de 1882 y de agosto de 1882 a mayo de 1883, en la pri-
mera de las cuales doña Antonia se alojó en casa de su suegra, según
las Memorias de Cáceres. En cambio, la biografía anónima de Cáceres
publicada en El Comercio en 1886 contiene algunas valiosas anécdotas
sobre la altiva y resuelta actitud de la señora Dorregaray frente a las
provocaciones de los militares chilenos que ocuparon Tarma en más
de una ocasión. Aparecen sí en los Recuerdos… dos pasajes en que se
alude al hecho de que Cáceres descendía de Catalina Huanca, pero
únicamente se consigna que era por la línea de su abuela materna.
Asimismo, en la evocación que doña Antonia hace de su estancia en
Huancayo figuran varios familiares de Cáceres: Bernarda Piélago, Eu-
lalia Palomino, Vicente Palomino, Cosme Basurto, Elvira Basurto y
Juan de la Quintana.

También se deduce que Antonia Moreno tuvo que cruzar su cami-


no con el que seguía Lizardo Montero, pues mientras ella iba en pos
de Cáceres después de la contraofensiva el Contralmirante se dirigía
en sentido inverso rumbo a Arequipa tras haberse visto con Cáceres

32
Antonia Moreno de Cáceres

en Tarma. No obstante, tampoco hay referencia a ello en las páginas


de los Recuerdos…, lo que contrasta con las ya aludidas menciones a
los encuentros con Echenique, Neto y Montani en febrero de 1882
y con Vélez y Arenas tras la victoriosa contraofensiva de julio del
mismo año.

Por el contrario, sí se consigna el arribo a Tarma de diversos pa-


triotas provenientes de Lima, quienes salieron al enterarse de la victo-
riosa contraofensiva. Menciona entre ellos a Enrique Oppenheimer,
Federico Porta y Pedro Muñiz, quienes en realidad ya se habían
incorporado anteriormente; acierta sí al mencionar a los doctores Ma-
nuel Irigoyen y Pedro Alejandrino del Solar, pues según la enciclope-
dia de Tauro del Pino partieron de Lima ante las amenazas y cupos de
las autoridades chilenas. De cualquier manera, lo importante es que se
deja constancia del entusiasmo que la contraofensiva despertó en la
capital ocupada, lo que se confirma por otras fuentes como una carta
de Novoa a Santa María del 22 de julio de 1882 publicada por Bulnes
y una carta de Cáceres a Montero del 30 de agosto de 1882 existente
en la Biblioteca Nacional y publicada por el historiador Luis Guzmán
Palomino.

Sin embargo, por falta de fuerzas suficientes no le fue posible


a Cáceres lanzar un ataque para liberar Lima ni entonces ni meses
después, cuando sus tropas ocuparon las provincias de Canta y
Huarochirí (febrero a abril de 1883) y llegaron hasta las cercanías de
Chosica. Por la misma razón hubo de partir de Tarma al presentarse
las fuerzas chilenas en sus alrededores en mayo de 1883. En los
Recuerdos… Antonia Moreno menciona que tenían pensado replegarse
a Ayacucho y que ella llegó a mandar su equipaje en esa dirección;
pero debió quedarse unos días para curar a Cáceres, y luego ya no se
pudo emprender la marcha hacia el Sur porque una fuerza chilena se
había colocado en Jauja. Ante ello el desplazamiento se efectuó en
dirección al Norte, retirada que fue posible gracias a la cobertura que

33
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

realizaron los guerrilleros en Tarmatambo. Doña Antonia evoca con


suma emoción y gratitud el desempeño de dichos patriotas e incluso
refiere que ella y su hija Hortensia lloraron juntas al ver marchar a los
guerrilleros rumbo al sacrificio.

Ciertamente, se observa que en este y demás pasajes que men-


cionan la participación popular -ya sea en las guerrillas, en la tropa o
como población civil- tal participación suele ser colectiva; y que en
los casos en que es singular el personaje queda en el anonimato, salvo
por los sirvientes de doña Antonia. No obstante, figura un chasqui y
espía de sobrenombre “Santiago el Volador”, quien probablemente
fuera Santiago Atau, chasqui que según la Historia de la Campaña de la
Breña del mayor Eduardo Mendoza Meléndez participó en la acción
de Sierralumi con los guerrilleros de Comas (marzo de 1882). En los
Recuerdos…se relieva su inteligencia, valentía y patriotismo, a la vez
que queda patente el aprecio que en consecuencia se granjeó en el
Ejército.

No obstante, en ocasiones también afloraba cierto temor hacia la


posibilidad de un desborde tumultuario. Antonia Moreno narra que
al pasar por un pueblo cerca de Huánuco (que denomina Omas aun-
que tal vez se tratara de Obas) se le apareció a medianoche una turba
enardecida que buscaba justicia ante cierto hecho criminal; sintomáti-
camente, doña Antonia refiere que “el cariño de los indios por Cá-
ceres” fue su salvación, lo que muestra cómo se podían combinar
ambos sentimientos incluso en un mismo episodio.

La correspondencia de Cáceres también evidencia en más de una


oportunidad cierto recelo ante posibles excesos de las guerrillas, lo
que fue particularmente notorio en su decisión de no atacar Huan-
cayo inmediatamente después de la victoria de Marcavalle en julio
de 1882. Por otra parte, el periodista y doctor Luis Carranza Ayar-
za, paisano y amigo de Cáceres, plasmó en los apuntes de su viaje

34
Antonia Moreno de Cáceres

por la Sierra Central las fuertes impresiones que le causó apreciar un


campamento de guerrilleros en el pueblo de Huando (Huancavelica)
en 1883, cuando al caer la noche observó “rostros feroces de indios
sedientos de sangre”, sometidos a los efectos de la chicha y el aguar-
diente:

“En esos momentos, raros, en que el espíritu de esa raza se en-


trega a las expansiones del alma, como si despertara de un profundo
letargo, es peligroso recordarles de cualquier modo su condición real.
Entonces, sus pasiones comprimidas, estallan; y los actos más crueles
testifican, que el hombre, cualquiera que sea su índole o su raza, es
feroz, al reivindicar su libertad, o cuando se siente con poder para
vengar seculares ultrajes”.

Pero no fueron los de índole social los únicos temores que ase-
diaron a doña Antonia en su peregrinaje por los Andes, sino que se
aunaron la constante persecución por parte del enemigo, la angustia
por la suerte de Cáceres y sus compañeros en las acciones de armas y
los peligros inherentes a la acción de los elementos de la naturaleza.
Si a ello agregamos las enfermedades y el desgaste consiguiente a tan
prolongada marcha, se comprenderá la magnitud del esfuerzo que
debió desplegar doña Antonia en tales jornadas.

Si bien en sus dos salidas de Lima y en el repliegue a Ayacucho


pasó momentos difíciles, puede afirmarse que la marcha iniciada en
Tarma y seguida por Cerro de Pasco, Huánuco, Huaraz y Paramonga
para terminar con su definitivo regreso a Lima fue la etapa más pe-
nosa de cuantas evoca en los Recuerdos... Al episodio ya señalado en el
pueblo cercano a Huánuco hay que agregar la caída de su hija Rosa
Amelia (sin mayor consecuencia), el cruce de la Cordillera Blanca, la
muy sentida despedida de Cáceres y sus compañeros en Huaraz, el
paso de la Cordillera Negra, la muerte de la leal y abnegada sirvienta
Martina y el sofocante desplazamiento por el dilatado desierto que

35
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

se extiende de Huarmey a Paramonga, fuera de la pertinaz búsqueda


realizada por el enemigo y de las enfermedades que la pusieron al
borde de la muerte.

Al igual que en etapas anteriores, por motivos de seguridad doña


Antonia no seguía exactamente el mismo itinerario que el Ejército del
Centro. Pero a partir de su separación en Huaraz quedó mucho más
expuesta, pues en adelante solo podría contar con el auxilio de una es-
colta muy reducida. Fue providencial por ello el apoyo que en la zona
de Huarmey le brindó un misterioso personaje llamado Ángel Presa y
a quien Antonia Moreno califica como “el Albarracín del Norte Chi-
co”, por comparación con el coronel Gregorio Albarracín Lanchipa,
célebre guerrillero de Tacna.

La decisión de doña Antonia de bajar de Huaraz a la costa rumbo


a Lima fue tomada en circunstancias angustiosas, pues descartó la
opción de internarse en la zona del Marañón al no querer “ir a morir
a esas regiones salvajes”. No menos apurada era la situación de las
fuerzas de la resistencia, ya que aun juntas las tropas de Cáceres y
Recavarren eran insuficientes para batir a las fuerzas chilenas que al
mando de Arriagada y Gorostiaga amenzaban con encerrarlos por
ambos extremos del Callejón de Huaylas. Y así, mientras Antonia
Moreno sufría los avatares arriba aludidos, Cáceres repasaba la Cordi-
llera Blanca por el portachuelo de Llanganuco en magistral maniobra
que consiguió burlar y desorientar a sus perseguidores.

Sin embargo, a doña Antonia la embargaba la seguridad de que


nuestros defensores marchaban en dirección al sacrificio, lo que con-
firmaría ya en Lima al recibir la funesta noticia de la hecatombe de
Huamachuco, conocida en la capital el 18 de julio de 1883. Se en-
contraba por entonces alojada en la casa del súbdito español doctor
don Sebastián Lorente, suegro del doctor Pedro Manuel Rodríguez,
secretario de Cáceres durante la marcha finalizada en dicha batalla.

36
Antonia Moreno de Cáceres

No fue Lorente el único español que la apoyó, pues durante la


marcha tuvo el apoyo de los proveedores Fabra y Pérez y del oficial
Alejandro Torres, apodado “el Chapetón”; ya al final de su odisea, el
cónsul en el Callao Ernesto Merlé le facilitó una lancha con el pabe-
llón de España para desembarcar en dicho puerto.

No se crea, sin embargo, que son únicamente españoles los per-


sonajes extranjeros que figuran en los Recuerdos… brindando ayuda al
Perú, pues aparecen también dos italianos y un estadounidense. Este
último es el maquinista del ferrocarril central que doña Antonia nom-
bra como Enrique Tucker, aunque su verdadero nombre era Henry
Wall, leal amigo del Brujo de los Andes que fue apodado “Cáceres Chi-
co” y cuya ayuda resultó providencial más de una vez; Antonia More-
no evoca aquella en que su familia y acompañantes se salvaron de un
atentado ferroviario gracias a la rápida reacción del maquinista. Años
más tarde esta amistad sería decisiva para la victoria de Cáceres contra
Iglesias, pues en noviembre de 1885 Wall colaboró al éxito obtenido
en el combate de Chicla ya que retardó intencionalmente la partida
del tren en que debían embarcarse los iglesistas, según consta en las
Memorias de Cáceres; tras ello los caceristas pudieron usar el tren para
incursionar sorpresivamente a la capital.

En cuanto a los italianos, se trata del empresario Nicoletti, dueño


del teatro Politeama, y del conde don José Alberto Larco. El prime-
ro es recordado por doña Antonia como un “servidor heroico del
Perú” por haber puesto a disposición su local para que sirviese de
arsenal clandestino; sin embargo, la señora Sisson nos ha precisado
en una entrevista que fue necesario, ante el temor del empresario por
lo que podía ocurrirle en caso de ser descubierto, que doña Antonia
lo presionase con la perspectiva de que si no colaboraba los peruanos
tomarían represalias en contra de él después de la guerra. Por su parte,
Larco escuchó una conversación entre Lynch y un asesino (también
italiano) que debía victimar a Cáceres, quien lograría desbaratar el si-

37
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

niestro plan gracias al oportuno aviso de Larco. Un caso similar es el


que refiere Modesto Basadre y Chocano en su ya citada carta a Carlos
Basadre y Forero: según don Modesto, fue el empresario uruguayo
Eduardo de las Carreras quien le dio la información sobre la salida
de la expedición al mando de Lynch para batir a Cáceres en Chosica,
noticia que luego él con ayuda de Gómez Silva y del doctor Ramón
Ribeyro retransmitiría al Brujo de los Andes.

El apoyo de extranjeros a los patriotas peruanos se encuentra re-


gistrado igualmente en fuentes chilenas. Así, Estanislao Del Canto
en sus Memorias Militares señala a un italiano de apellido Caprie-
ta, quien tenía un tambo más arriba de Cieneguilla en el que alojaba
a los patriotas que conducían armas, municiones y comunicaciones
de Lima al Ejército del Centro durante su segunda aproximación a
la capital (inicios de 1883). Del mismo modo, en una carta de un
presunto desertor peruano (que juzgamos fraguada) publicada en la
prensa chilena a fines de marzo de 1883 y reproducida en la colec-
ción de Ahumada Moreno, se dice que Cáceres cuenta con “muchos
caballeros extranjeros y limeños […] y por eso es que sabe todos los
movimientos de tropas chilenas y todo lo que pasa en Lima”, versión
que tomamos como una medida de propaganda por parte de las auto-
ridades de la ocupación chilena para inhibir a limeños y extranjeros de
seguir cooperando: al tiempo que se les advertía que estaban al tanto
de tales actividades, se disuadía a cualquier simpatizante de sumarse
a ellas.

Por cierto, los Recuerdos… no informan si doña Antonia siguió


remitiendo suministros a Cáceres durante su segunda estadía en la
capital. Tampoco figura la muerte del obispo Tordoya, acaecida el 31
de julio de 1883 y que sin duda debió de ser muy sentida por Antonia
Moreno. Sí se menciona, en cambio, que mantuvo correspondencia
clandestina con Cáceres por la vía de Ica hasta que Cáceres realizó su
primera incursión a Lima (27 de agosto de 1884), cuando ya los chile-
nos se habían reembarcado.

38
Antonia Moreno de Cáceres

También leemos en una de las páginas finales de los Recuerdos…


que Lynch aseguraba que conocía las actividades de doña Antonia,
quien según él “no dormía ni comía por conspirar contra Chile”. El
tramo final de la obra llega hasta la declaración por parte de Cáceres
de que aceptaba el Tratado de Ancón como un “hecho consumado”
y las subsiguientes negociaciones entre representantes de Iglesias y
Cáceres que no arribaron a ninguna solución, lo que estableció de
modo definitivo la guerra civil.

En esta última parte de Los Recuerdos… se aprecia la altiva y re-


suelta actitud de Antonia Moreno frente al emisario de Lynch a quien
ella llama “Stubens” pero que en realidad era Alberto Stuven. Según
refiere doña Antonia, se reunió con éste en la casa del cónsul español
en Lima (Waldo Graña), donde rechazó enérgicamente las veladas
amenazas chilenas y retó a Lynch a fusilarlas a ella y a sus hijas. Al
respecto, hemos ubicado en el Archivo Histórico del Instituto Riva
Agüero un recorte de un despacho del corresponsal de La Nación de
Guayaquil en Lima donde se insertan tres documentos que supues-
tamente comprobaban que se había gestionado el regreso de Cáceres
a Lima con garantías de Lynch con tal que se sometiese a Iglesias:
dos notas de Stuven a Graña del 11 y 14 de agosto de 1883 y una
nota de Antonia Moreno del 15 del mismo mes y año. Sin embargo,
en los Recuerdos… doña Antonia afirma que la prensa publicó una
versión totalmente adulterada de su comunicación a Cáceres, pues
los términos exactos fueron los siguientes: “El general Lynch me ha
mandado decir que te escriba diciéndote que desistas ya de la guerra
y que vengas a Lima para firmar la paz. A este respecto, tú sabrás lo
que debes hacer. Antonia”. Hay que señalar que aunque en los Recuer-
dos… se menciona que ante el fracaso de esta gestión Lynch decidió
enviar a su secretario Diego Armstrong al encuentro de Cáceres, en
realidad ambos hechos no fueron sucesivos, ya que la entrevista de
Cáceres con Armstrong ocurrió a mediados de 1884 mientras, como
acabamos de ver, la conversación de Stuven con Antonia Moreno se
dio en agosto de 1883.

39
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Viene al caso aquí extendernos sobre la relación entre Lynch y


doña Antonia. En los Recuerdos… se observa que si bien el jefe de la
ocupación tuvo algún gesto caballeresco con ella, no podía olvidar
que se trataba de un terrible enemigo del Perú. Con lo primero alu-
dimos a la ocasión en que García Calderón conversó con el marino
chileno y justificó la primera salida de doña Antonia diciendo que ha-
bía sido para atender a Cáceres por motivos de salud, a lo que Lynch
contestó con cortesía diciendo que en tal caso había obrado bien y
cumplido su deber. Asimismo, en el episodio arriba mencionado del
encuentro con Stuven, éste repuso a doña Antonia que su jefe era un
caballero y jamás atentaría contra damas. Además, la propia Antonia
Moreno hacía cierto distingo entre ambas faces del marino enemigo,
pues cuando pactó la entrevista con Stuven su propósito fue obtener
de Lynch su respuesta “como caballero y no como jefe de la plaza
de Lima” acerca de si era perseguida o no, caso este último en el que
dejaría su alojamiento para regresar a su casa.

Sin embargo, doña Antonia sabía de lo que el jefe chileno era ca-
paz, no solamente por las flagelaciones públicas ordenadas por este y
de las que da cuenta en los Recuerdos…, sino también porque allanó su
domicilio y porque estuvo muy cerca de capturarla. Lo primero ocu-
rrió durante su primera salida de Lima y está relatado por la propia
Antonia Moreno; lo segundo lo conocemos por dos fuentes. Una es el
relato de la señora Sisson, consignado en su prólogo a los Recuerdos…
La otra fuente es la obra Las Presidentas del Perú de Ricardo Vegas
García. Como quiera que el citado prólogo está incluido en esta obra,
nos limitamos a decir que Vegas agrega algunos datos adicionales o
ligeramente discrepantes: que el boticario que ayudó a doña Antonia
se llamaba Manuel Rodríguez, que la botica era lugar de reunión de
los patriotas, que doña Antonia alquiló un casa cercana en la calle de
la Universidad (segunda cuadra del jirón Ayacucho) para facilitar las
labores y que doña Antonia se encontraba en plena reunión conspira-
toria en la botica al momento de la irrupción chilena.

40
Antonia Moreno de Cáceres

Mas no solamente figura en los Recuerdos… la abnegación de doña


Antonia en su compromiso con las actividades patrióticas clandesti-
nas en Lima y en sus agotadoras marchas por serranías y despoblados,
sino que también se observa su sacrificio como esposa y como madre,
todo lo cual le valió ser calificada como primera rabona del Perú por el
doctor Juan José Vega. En efecto, Antonia Moreno no solamente
se angustiaba por la suerte de Cáceres en los combates sino que lo
atendió cuando llegó enfermo a Tarma en 1883 y, tal cual lo hacían
las rabonas, llevó a su lado a sus hijas desde su segunda salida de la
capital en 1881 hasta su regreso a mediados de 1883. Inclusive su re-
torno después de la primera salida se debió a una falsa alarma sobre la
captura de las niñas por parte de las fuerzas chilenas en Lima. Pero el
tener a sus tres hijas al lado no dejaba también de suponer una cons-
tante preocupación, sobre todo por lo accidentado del terreno que
debían recorrer y por el continuo acoso del enemigo. De hecho, en
los Recuerdos… queda constancia de que en más de una ocasión tan-
to doña Antonia como las pequeñas se salvaron de tener accidentes
fatales por la oportuna acción de los oficiales ayudantes, fuera de las
caídas experimentadas por la propia Antonia Moreno en la retirada a
Ayacucho y por su hija Rosa Amelia en la ida a Huaraz.

Precisamente el viaje a la tierra natal de Cáceres es el que contie-


ne más episodios ilustrativos acerca de la relación entre éste y doña
Antonia. Vemos en una de las caídas cómo Cáceres bromeó con ella
y cómo en otra ya reaccionó con preocupación. Se observa también a
Antonia Moreno imponer la decisión sobre el rumbo que seguiría con
sus hijas ante la súbita aparición de los chilenos en Jauja a inicios de
1882, lo que volvería a ocurrir en Huaraz en marzo del año siguiente.
Pero también se ve a doña Antonia acatar la reconvención de Cáceres
por haberlo esperado en Izcuchaca en previsión de que llegase herido
tras el primer combate de Pucará.

41
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Asimismo esta parte de los Recuerdos... muestra la emotividad del


Brujo de los Andes de un modo mucho más nítido que las Memorias: así
como en esta última escena aparece un Cáceres furioso por el pesar
que le había causado la muerte del comandante Ambrosio Navarro
en el combate, más adelante aparece un Cáceres sumamente golpeado
por el desastre de Julcamarca, con los ojos humedecidos y la cabeza
inclinada, al que doña Antonia intenta reanimar. No debemos ver en
ello un detrimento de la figura del héroe, pues por el contrario se le
enaltece más al humanizarlo y mostrar cómo a pesar de tan rudos
contrastes encontró fuerzas para sobreponerse y seguir la marcha
hasta batirse en Acuchimay no obstante su abierta inferioridad nu-
mérica.

Precisamente luego del desastre de Julcamarca y antes de Acuchi-


may aparecen en escena un conjunto de jóvenes distinguidos huaman-
guinos encabezados por antiguos amigos de Cáceres. Estos vínculos
amicales, así como los nexos familiares ya señalados para el caso de
Junín pero que también se extendían a Ayacucho y hasta Apurímac,
constituían un vasto tejido de relaciones sociales cuya importancia
para el éxito de las operaciones de Cáceres en la Sierra Central fue
grande al facilitarle en mucho la organización y la logística de sus
fuerzas. Por ello y por las atenciones prodigadas a su familia, doña
Antonia se detiene en evocar la ayuda que tuvo no solamente entre los
paisanos de Cáceres sino también por parte de otras familias notables
en Huancavelica, Huancayo, Tarma, Huánuco, etc. Por ejemplo, men-
ciona el apoyo de los terratenientes Valladares y Peñaloza del valle
del Mantaro a inicios de 1882, no obstante que el primero devendría
en colaboracionista y seguidor de Iglesias mientras el segundo mori-
ría torturado por los chilenos en abril de 1882. Asimismo, en otros
pasajes señala el oportuno apoyo de las autoridades locales, particu-
larmente gobernadores de pueblos, pero también subprefectos como
Castellanos (quien había sido ayudante de Cáceres) o prefectos como
Tomás Patiño o Leoncio Samanez (primo de Cáceres).

42
Antonia Moreno de Cáceres

Retomando el asunto de la relación entre Antonia Moreno y su es-


poso, cabe señalar que en más de un pasaje de los Recuerdos… se alude
a la correspondencia sostenida entre ambos. Inicialmente ocurre en el
contexto de la estadía de Antonia Moreno en Lima en 1881, cuando
Cáceres la instaba a escapar; doña Antonia incluso reproduce dos
párrafos de la correspondencia de Cáceres al respecto. También en
ese contexto se menciona el correo oculto servido por los hermanos
Incháustegui, aunque es claro que no se limitaba a mandar corres-
pondencia entre ambos. El siguiente contexto es el de la temporada
que doña Antonia pasó en Ayacucho, donde recibe las noticias del
inicio de la contraofensiva y de las subsecuentes victorias peruanas.
Finalmente, el último contexto es el de su nueva estadía en la capital
en 1883 y 1884, etapa en la cual mantuvo comunicación clandestina
con Cáceres por la vía de Ica. Es una lástima que estas cartas no se
conserven o se ignore su paradero, pues su lectura nos arrojaría nue-
vas luces sobre la activa participación de Antonia Moreno a la vez que
ayudaría a perfilar la figura de Cáceres en una faceta íntima y personal.

Para culminar, cabe apuntar unas cuantas reflexiones sobre el de-


batido asunto de la conciencia nacional en la Guerra de 1879, dado
que los Recuerdos… presentan en vívidas escenas la participación
popular en la resistencia a la vez que consignan las emociones y pen-
samientos que estos pasajes le suscitaban a doña Antonia. En térmi-
nos generales, se advierte el despertar de la conciencia nacional en los
denodados esfuerzos realizados por los pueblos de la sierra central,
explicados así:

“El indio, a pesar de su incultura, se daba cuenta de que todos los


sacrificios nuestros en la ruda campaña de La Breña los sufríamos
también por ellos, para liberarlos del yugo de los enemigos, quienes
talaban sus sembríos, incendiaban sus tristes chozas, ultrajaban a sus
mujeres, sembrando el dolor y la miseria”.

43
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Del mismo modo, Cáceres había sentenciado lo siguiente en su


memoria elevada al Supremo Gobierno en 1883:

“Por todas partes se levantaron enormes masas de gente decididas


al sacrificio, invocando quizá si por primera vez el sagrado nombre de
la Patria, que comenzaban a echar de menos, bajo la opresión de sus
verdugos, en sus hogares atropellados, en sus familias sin garantías, en
sus bienes sin seguridad”.

Ciertamente, resulta a todas luces innegable la existencia del abismo


social señalado en su momento por el doctor Basadre. Sin duda, los ya
mencionados temores al desborde social que aparecen en los Recuer-
dos… y en la correspondencia de Cáceres constituyen claros reflejos
de tan hondo desencuentro. Pero justamente en vista de tal panorama
cobra mayor realce el que se consiguiera articular la resistencia nacio-
nal, por lo cual comprendemos el entusiasmo que poseyó a Cáceres
en los días de la contraofensiva de 1882, visible en el parte que elevó
a los delegados Candamo y Elías:

“Respecto a las fuerzas que me obedecen, réstame agregar que el


ejército de línea es digno de todo elogio […] pero muy en especial
debo llamar la atención del Supremo Gobierno sobre el levantamien-
to en masa y espontáneo de todos los indígenas del departamento
de Junín y Huancavelica, presentando con su concurso valiosísimos
servicios. Tal hecho es el presagio de un movimiento y transforma-
ción unánimes que en breve harán cambiar en la república la faz de
la guerra actual”.

Aunque no se consumó tal vaticinio, queda el invalorable legado


de aquellos peruanos que estaban prontos a marchar “a defender nuestra
patria como buenos patriotas” según una nota de los vecinos del pequeño
pueblo de San Juan de Jarpa a Cáceres de mayo de 1881 reproducida
por Zoila Aurora Cáceres.

44
Antonia Moreno de Cáceres

Más elocuentes incluso son las palabras de la carta de los jefes gue-
rrilleros de Comas al hacendado colaboracionista Jacinto Zevallos (16
de abril de 1882) publicada por el doctor Nelson Manrique y que
aunque escrita en español acusa interferencia quechua, lo que resulta
muy significativo dada su contundente manifestación de pertenencia
al cuerpo nacional:

“[…] U. no nos pongas en el número de los bárbaros como tiene


U. comunicación a su Mayordomo pues nosotros con razón y justicia
unánimemente levantamos a defender a nuestra Patria somos verda-
deros amantes de la Patria natal”.

Enrostrando su incoherencia a los que como Zevallos pretendían


desacreditar la valía del hombre andino, el escritor José Torres Lara
estampó estos lapidarios y certeros conceptos en su texto Páginas casi
inéditas de un libro casi inédito: precedido de algunas reflexiones sobre la raza
indígena:

“Si al principio de la guerra no hubo medio que le hiciera com-


prender la obligación de defender su patria, apenas la vio realmente
amenazada se levantó, y sin más armas que el rejón con que lucha en
sus fiestas con las fieras y la histórica honda, emprende la cruda guerra
aún no terminada al escribir estas líneas [1883]; y el día que la luz se
haga sobre esos acontecimientos, ¡cuánto no habrá que admirar en los
que murieron acribillados á balazos antes de poder poner al enemigo
al alcance de la punta de sus rejones!

¿Qué saben lo que es la patria...? ¡Ah! Si vosotros que tan bien lo sa-
béis no hubierais sido tan sabios, acaso ahora tendríais algo más que
lágrimas y maldiciones para defenderla […] Su instintivo patriotismo
ha inspirado al indio sacrificios heroicos; el vuestro... sólo ha produ-
cido sacrificios vergonzosos.”

45
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Llegados a este punto, no resta sino felicitar la plausible iniciativa


de la Orden de la Legión Mariscal Cáceres para realizar esta nueva
publicación. Luego de más de tres décadas, se imponía la necesidad
de que los Recuerdos… volviesen a imprimirse, enriquecidos substan-
cialmente con un nutrido material gráfico. Esperamos que esta pu-
blicación sirva para fomentar nuevas investigaciones sobre Antonia
Moreno de Cáceres y acerca de los diversos asuntos susceptibles de
ser desarrollados a partir de una lectura crítica de su relato, tanto más
cuanto nos aproximamos al centenario del fallecimiento de la ilustre
y esforzada iqueña.

Rodolfo Castro Lizarbe.

46
Antonia Moreno de Cáceres

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

En un hermoso rancho republicano con frente a la calle del Tren,


y a unas pocas cuadras de la Escuela Militar de Chorrillos, vivía el ma-
riscal don Andrés Avelino Cáceres, en compañía de sus hijas Horten-
sia Cáceres de Porras y de sus nietos Rosita Porras Cáceres de Sison,
Andrés, Carlos y Alfredo Porras Cáceres; a estas tres generacio-nes
vino a añadirse una cuarta: yo, la bisnieta.

A pesar de sus avanzados años mi bisabuelo conservaba intactos,


además de la prestancia física, la lucidez de mente y su sensibilidad
al cariño familiar. Dicen todos que me adoraba. A menudo se le veía
por el malecón en los bellos atardeceres chorrillanos acompañando el
coche donde me llevaban a pasear.

No obstante ser solamente balnearios, Chorrillos y el cercano Ba-


rranco tenían gran movimiento y activa vida social. Entre sus vecinos
se contaban las más importantes personalidades de la capital y tanto
civiles como militares acudían a visitar con frecuencia la casa del ma-
riscal Cáceres. Pero buscando mayor sosiego y tranquilidad nos mu-
damos al balneario de Ancón, donde el anciano pasó sus últimos días.
Murió de un ataque cerebral, se puede decir que repentinamente, pues
conservó todas sus facultades hasta el final. Expiró en brazos de mi
madre; ella, mi padre, el mayor R. F. C. Herbert Martín Sison M. C. y
yo lo acompañamos en su retiro. Vivía también con nosotros la seño-
rita Anita Pardo de Figueroa, hija del mayor Pardo de Figueroa, que
muriera heroicamente en la batalla de Tarapacá, en el famoso ataque
al cerro que comandó el general Cáceres.

Mi niñez y juventud trascurrieron al lado de mi abuela, ocupando


siempre la habitación contigua a la suya, lo que me permitió vivir

47
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

escu¬chando con veneración una y mil veces la historia de las haza-


ñas de la impar resistencia de La Breña y las conspiraciones contra los
chilenos que organizaba en la capital mi bisabuela Antonia Moreno
de Cáceres, mujer de una férrea personalidad, cuya ayuda a Cáceres
fue verdaderamente invalorable durante toda la heroica campaña. Ella
tuvo que afrontar extremados sacrificios acompañando a su marido a
lo largo de la sierra central de los Andes, como el lector podrá com-
probar, no sin asombro en el curso del relato de este libro, compuesto
sobre apuntes, conversaciones, anécdotas y dictados de mi bisabuela a
su hija Hortensia Cáceres de Porras, mi abuela.

Los manuscritos de estos recuerdos los he conservado en mi


poder inéditos y hoy ven la luz gracias a Carlos Milla Batres, quien

48
Antonia Moreno de Cáceres

49
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

los valorizó en toda su importancia y me persuadió para editarlos. En


estos “Recuerdos de la Campaña de La Breña” queda documentada,
también esa otra campaña de conspiraciones en Lima llevada adelante
con ejemplar abnegación y patriotismo por la esposa del general
Andrés A. Cáceres. Ella luchó indesmayablemente contra el invasor
desde el momento en que Cáceres tomara la decisión de marchar
a la sierra a proseguir la resistencia contra los chilenos, después de
la derrotas de San Juan y Miraflores. Resistencia que en gran parte
fue posible por la colaboración sostenida de doña Antonia, quien
comenzó por organizar un arsenal de armas, disimulado en el popular
teatro de Politeama, los envíos de oficiales con víveres, pertrechos,
armas y medicamentos.

Ella fue la gran promotora del comité de resistencia de Lima y los


chilenos no vacilaron en intimidarla y perseguirla. Un día, estando mi

Ya en sus años postreros, el viejo mariscal en el seno del hogar.

50
Antonia Moreno de Cáceres

Josie Sison Porras-Cáceres de De la Guerra izando el pabellón nacional


en la Plaza Cáceres de Jesús María, en noviembre de 1982. Treinta años
después su presencia aún ilumina y su patriotismo conmueve.

bisabuela Antonia en su casa de San Ildefonso, una patrulla chilena


irrumpió en el patio, preguntando a gritos por la esposa del general
Cáceres. Al darse cuenta del peligro, una chica ayacuchana, llamada
Martina, corrió a avisarle a su habitación, señalándole el grupo de
chilenos que entraban atropelladamente a la casa. Sin perder un ins-
tante doña Antonia se introdujo entre las dos hojas de la puerta del
salón, que como todos los de aquella época tenía mampara de cristal
grabado, defendida por paneles de madera que se plegaban sobre sí
mismos a los lados de ésta. Seguidos por toda la servidumbre, que ne-
gaba acaloradamente la presencia de su ama, los soldados recorrieron

51
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

todas las habitaciones, los tres patios y hasta las cocheras de la casa sin
encontrarla, retirándose mohínos pero amenazando volver.

En otra ocasión, estando con el portón cerrado y trancado, súbita-


mente se oyeron violentos golpes de aldaba. Por la ventana de reja
se divisaba el pelotón de reconocimiento enemigo con un oficial a
la cabeza que exigía paso franco para un registro. Doña Antonia dio
orden para entretenerlos mientras se ponía a salvo. Los criados con
gran astucia se acercaron al portón y rogaron a la tropa tener pacien-
cia porque iban a buscar las llaves de los candados que se encontraban
al fondo de la casa. Mientras estaban en estos ajetreos doña Antonia
tomó una manta de “vapor de seda” negra y envolviéndose en ella
se dirigió por los techos a una botica que había en la esquina y que
pertenecía a un hombre conocido por valiente y patriota. Cuando lle-
gó a su destino se detuvo en un recodo de la escalera de madera que
iba de los altos al patio interior de la botica. Estuvo allí algún tiempo
sin atreverse a salir, pues unas voces con el dejo sureño indicaban
que el peligro no había pasado. Efectivamente, cuando el boticario,
cuyo nombre desconocemos, entró al patiecito y la vio allí inmóvil se
quedó atónito y reaccionando como un valiente le dijo: “Señora, por
Dios, no se mueva de allí que toda la manzana está rodeada y aquí en
la botica tengo al oficial jefe de misión encargada de apresarla. Dice
estar seguro de que usted está escondida en algún sitio de esta zona y
que no se moverá de aquí hasta encontrarla. Pero no se preocupe, ya
veré cómo me las arreglo para salir de él”.

Y el hombre con extraordinaria presencia de ánimo entabló un


gran palique con el oficial chileno y cuando vio que este tomaba con-
fianza, en vista de la amena conversación, le propuso amablemente:
“Señor oficial, le ruego que acepte usted un trago, tengo un buen
vino dulce de lca y no es justo que pase usted tantas horas sin beber
nada. Tómese algo conmigo”. Después de hacerse rogar un rato, el
chileno aceptó las copas. En una de ellas iba la salvación en forma de

52
Antonia Moreno de Cáceres

soporífero, el cual no tardó en hacer su efecto con gran felicidad de


doña Antonia y de su patriota e improvisado salvador.

Ella salió de la botica bien arrebozada en su mantón pasando de-


lante de las narices de su dormido perseguidor. Cuando sus hijas le
preguntaron años después qué le había pasado al valiente boticario
ella respondió: “Pues nada, no le pasó nada, bien se guardó el oficia-
lito ese de contar que había estado pegándose una mona en horas de
cumplir una misión, eso le hubiera costado muy caro”.

Los peruanos ayudaron con abnegación y valor a la noble e infa-


tigable misión de doña Antonia. Humildes y poderosos, conocidos
o desconocidos. Todos aquellos que sentían el dolor y la vergüenza
de la ocupación enemiga, el amor a su suelo, el odio al invasor, todos
ellos aportaron algo de sí mismos para mantener enhiesta la resisten-
cia en los más altos picachos de los Andes.

Josie Sison Porras-Cáceres de De la Guerra.

53
Antonia Moreno de Cáceres

INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA EDICIÓN,


POR HORTENSIA CÁCERES DE PORRAS,
REDACTORA DE ESTOS
“RECUERDOS DE LA CAMPAÑA DE LA BREÑA”

Para mis hijos Rosita, Andrés,


Carlos y Alfredo Porras Cáceres

He aquí los apuntes que hallándome en Europa pedí a mamá, so-


bre la Campaña de la Breña, seguida al lado de mi padre el general
Andrés A. Cáceres, en 1882. Los primeros datos corresponden a la
salida de Lima, emprendida por mi madre para ir a conferenciar, en
su campamento militar, con el caudillo de La Breña, quien ya había
emprendido la resistencia nacional, recorriendo los departamentos
del Centro de la república y formando, con arengas y lecciones de pa-
triotismo, un espíritu altivo, en las campañas del Perú. Todos los que
podían cargar un fusil o un rejón acudieron entusiastas a la angustiosa
llamada en defensa del honor nacional. La voz del jefe y su ejemplo
electrizaron a esos pueblos bravíos que, bien pronto, afrontaron los
ataques enemigos con tenacidad y valentía, arrancando, a veces, lau-
reles de victoria. Mi madre relata y yo sumo mi propia evocación a
su historia.

55
Antonia Moreno de Cáceres

Recuerdos de la Campaña de La Breña

Teniendo la misión de ir a conferenciar con mi marido en su cam-


pamento militar establecido en el Centro de la sierra, desde donde él
había emprendido la resistencia nacional, me resolví a dejar la capital
acompañada de mis amigos José Corbacho y su señora Laura Rodrí-
guez de Corbacho, y doña Clara Lizárraga. Hicimos el viaje llenos de
zozobra porque temíamos encontrarnos con guarniciones chilenas
cuando atravesáramos Chosica, ocupada entonces por las fuerzas in-
vasoras. Yo pensaba que si los enemigos hubiesen descubierto en mí

57
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

a la esposa del soldado que los tenía en jaque, impidiéndoles disfrutar


tranquilamente de su triunfo sobre Lima, les habría resultado induda-
blemente sospechoso el que yo emprendiese un viaje tan riesgoso y
sobremanera sacrificado para reunirme con el ejército de la resistencia
nacional encabezado desde el primer instante por Cáceres. Es obvio
bajo todo punto de vista que si el enemigo me hubiera sorprendido
me hubiese tomado para guardarme en rehenes.

Llevaba yo una misión política del gobierno del doctor Francisco


García Calderón, así es que motivos no me faltaban para estar nervio-
sa. Mis acompañantes y yo dejamos Chosica y llegamos a la hacienda
Solís, donde ya nos tenían listas las bestias para nuestra excursión a la
sierra. Habíamos pasado la noche en la garita de Purhuay, donde no

Lima, en fotografía tomada a poco de producirse la entrada de los


chilenos. En ella organizó Antonia Moreno de Cáceres un activo Comité
Patriótico.

58
Antonia Moreno de Cáceres

había más peruana que la mujer del garitero. Estábamos escondidos,


a oscuras, para no llamar la atención de las patrullas chilenas que ron-
daban por allí. Laura Rodríguez y doña Clara, más serenas quizás o
menos conscientes del peligro, dormían tranquilamente.

Corbacho y yo velamos toda la noche temiendo algún asalto. Ni


él ni yo pudimos descansar y la pasamos susurrando nuestros temo-
res hasta que vimos partir la ronda patrullera a su cuartel general de
Chosica. Yo pensé que sólo Dios nos salvó aquella noche. Cuando
asomaron las primeras claridades del amanecer, nos convencimos de
que las rondas chilenas se habían alejado.

Entonces salimos con precaución, a las cuatro de la madrugada,


dirigiéndonos a Cocachacra. La garitera me había prevenido que, en
ese pueblo, el gobernador y el teniente gobernador, iqueños, paisanos
míos, obedecían a las tropas invasoras. Al llegar a ese lugar, les increpé
su conducta, haciéndoles ver lo vergonzoso de que peruanos se in-
clinasen resignados ante el enemigo de la patria. El deber de ustedes -les
dije- es seguirme al campamento de Cáceres, donde se lucha por el honor del Perú.

Ellos se disculparon y ofrecieron continuar conmigo e incorporar-


se al ejército del Centro. Salarrayán, que era el gobernador, me sirvió
de guía y ambos “convertidos”, se condujeron muy bien y prestaron
buenos servicios a las tropas del Centro.

Una vez de acuerdo, proseguimos todos el viaje a Tornamesa,


donde corrimos el riesgo de caer en manos de las tropas enemigas.
Felizmente, el empleado del telégrafo era peruano. Yo le pedí que te-
legrafiase a Cáceres avisándole mi llegada, para que enviase un tren a
recogerme; pero ¡cuál no sería mi contrariedad cuando respondieron
de Matucana que Cáceres no estaba allí y que no podían mandar el
tren, pues dudaban de que fuese la esposa del general quien lo pedía!

59
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Por estos contornos pernoctó nuestra heroína en su temeraria primera


salida a la sierra central, con la sola compañía de José Corbacho, Laura
Rodríguez de Corbacho y Clara Lizárraga. Fotografía tomada por
Håkan Svensson, cerca de Matucana.

Mi situación se hacía peligrosa porque podían acercarse las patru-


llas chilenas que andaban siempre de ronda. Como la serenidad no me
abandonaba, volví a telegrafiar diciéndoles que, si los chilenos me co-
gían, ellos serían los responsables. Si tenían tanto miedo, ¿por qué no
me mandaban un carro con la máquina, dejándolo a distancia, mien-
tras un emisario podría avanzar a caballo para encontrarse conmigo y
convencerse de que era la esposa del general quien llamaba? Al fin se
decidieron y enviaron al mayor Ríos, uno de los jefes de la guarnición
peruana que ocupaba Matucana. Avanzó este pundonoroso militar a
caballo, hasta encontrarme y conferenciar conmigo, regresando en
seguida para hacer bajar la locomotora con el carro.

60
Antonia Moreno de Cáceres

Dueños ya de la situación, el valiente mayor Ríos y yo, preparamos


el regreso. El mayor me preguntó: “Señora, ¿permite usted que haga em-
barcar el carbón que los chilenos tienen aquí? Porque, de no ser así no habría con
qué poner en marcha el convoy”. “Haga usted embarcar -contesté- el que tenga
el enemigo; son gajes de la guerra. Pero cuide usted de no ser sorprendido porque
los chilenos andan continuamente al acecho por estos lugares”. Entonces, verti-
ginosamente, el mayor ató líos, puso la máquina en marcha y salimos
a gran velocidad, para no ser alcanzados.

Después de estos inquietantes momentos, nos alejamos a las seis


de la tarde y, al llegar a Matucana, mandé un comisionado a Cerro de
Pasco, donde se hallaba Cáceres, para que le avisaran que yo lo espe-
raba en ese lugar.

Matucana figuró entre los pueblos que brindaron mayor aporte a la


causa patriota. Antonia Moreno lo recordó como un “lugar templado y
agradable por su suave vegetación”. En agosto de 1881 Cáceres tenía allí
instalado el cuartel general del Ejército del Centro.

61
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Una de aquellas noches, me llevé un tremendo susto. El jefe de la


guarnición, coronel C, intempestivamente, al regreso de un banquete,
se sintió poseído de tal ardor bélico que, impulsado no solo por su
entusiasmo patriótico sino también, seguramente, por los “espíritus”
báquicos que enardecen y exaltan el coraje, se le ocurrió que aquella
noche debía presentar combate a las fuerzas vecinas. Yo temblé ante
las consecuencias de semejante desatino, que nos hubiera ocasionado
un seguro desastre, pues no contábamos sino con una pequeña guar-
nición. Felizmente, su ofuscación no era grave, de suerte que escuchó
razones, habiendo acertado a consultarme. Así logré disuadirlo de
semejante imprudencia en la que le cabría una responsabilidad gra-
vísima.

Como Cáceres demorase decidí avanzar hasta Chicla para espe-


rarlo; mas el áspero clima de ese lugar me tuvo enferma con el mal
de altura o “soroche”. El frío, allí, es intenso; la población, triste, sin
atractivos, así es que me vi obligada a volver a Matucana, lugar más
templado y agradable por su suave vegetación.

Cáceres vino a encontrarme y se disgustó de que yo me hubiese


arriesgado viniendo hasta su centro de operaciones; pero a mí me ha-
bía animado el deseo de verlo y el de servir a mi patria: algunos ami-
gos en Lima me habían insinuado la conveniencia de que el ejército
del centro reconociera al gobierno de García Calderón. Este gobier-
no provisorio era llamado el gobierno de La Magdalena, por haberse
instalado en ese pueblo. El doctor Francisco García Calderón había
aceptado ese nombramiento por patriotismo, pensando servir al Perú.

El general Patricio Lynch era el jefe de la ocupación chilena y se


había instalado en el histórico palacio de Francisco Pizarro, de trá-
gicos recuerdos. Lynch vivía rodeado de fuertes guarniciones, que
vigilaban la capital y todas las otras plazas conquistadas por ellos. No
era fácil, pues, circular en ese ambiente dominado por el enemigo.

62
Antonia Moreno de Cáceres

La presencia de los chilenos en la urbe limeña provocó en un principio


un pánico extremo entre las familias de la clase dominante. Sobre todo
por lo sucedido en Barranco y Chorillos, donde muchas mujeres fueron
víctimas de las peores tropelías, citadas en varios de los documentos
publicados por el publicista chileno Pascual Ahumada Moreno. Pero esa
impresión fue superándose paulatinamente, trocándose primero en un
orgulloso desprecio y luego en calculada condescendencia.

63
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Las familias limeñas vivían a puerta cerrada. Las damas no aso-


maban a la calle: no se les veía en ninguna parte. A misa iban muy
de madrugada, bien arrebozadas, en sus elegantes “mantas” chinas,
cuyos tupidos encajes ocultaban parcialmente sus bellos rostros. Los
chilenos decían: “Se nos había informado que las limeñas eran muy bonitas,
pero, ¿dónde están, que no las vemos?”.

A pesar de las grandes dificultades, me decidí, pues, a vencerlas y


emprendí viaje a la sierra, desafiando todo peligro. Yo llevaba, como
he dicho, la misión de servir de intermediaria entre García Calderón
y Cáceres, para pedir a éste la adhesión al gobierno de aquél, pues, en
esa época, gran parte del Perú reconocía aún la autoridad del dictador
Nicolás de Piérola, quien por entonces se encontraba en el interior de
la sierra, después del desastre del ejército comandado por él, en los
tristes combates de San Juan y Miraflores, en el último de los cuales
salió herido Cáceres. Aquella aciaga noche de la retirada de nuestro
ejército, yo, acompañada de un muchacho vecino, me la había pasado
recorriendo las ambulancias de Lima en busca de Cáceres, pues ya me
habían avisado que estaba herido.

Volviendo a mi conferencia con Cáceres, no conseguí, a pesar de


mis esfuerzos, que la reunión de jefes y oficiales aceptase el reco-
nocimiento del gobierno provisorio. Me respondieron que era más
prudente esperar a que ese gobierno definiera su política, porque el
ejército no se resolvería a admitir ningún tratado, si este se firmaba
con cesión de territorio. Pero, más tarde, el 24 de enero de 1882, re-
conocieron, por unanimidad, a dicho gobierno.

Cáceres escribió a García Calderón, participándole esta decisión.


No se recibió respuesta porque ya los chilenos, viendo que el doctor
García Calderón, inteligente y patriota, no podía ser manejado por
ellos, resolvieron deshacerse de él, y lo enviaron desterrado a Chile,
donde fue tratado sin la menor cortesía. El doctor García Calderón

64
Antonia Moreno de Cáceres

fue, verdaderamente, uno de los mártires del Perú. Con anterioridad


a este acontecimiento, cuando se había reunido el congreso presidi-
do por el doctor Francisco de Paula Muñoz, habían resuelto enviar
al campamento de Cáceres una comisión, proponiéndole su nom-
bramiento como primer vicepresidente de la república; pero Cáceres
no aceptó porque su única ambición era arrojar al invasor de nuestro
territorio. Para conseguirlo luchó con decisión y valentía.

Cuando salí de Lima para ir a conferenciar con Cáceres, tomé la


precaución de encomendar a las religiosas del Sagrado Corazón de
San Pedro, el cuidado de mis hijas, que eran aún pequeñitas: Lucila
Hortensia, Zoila Aurora y Rosa Amelia. Debido a la bondad de estas
damas, pude partir tranquila. Pero ¡cuál sería mi estupor! al oír en

García Calderón, quien formó en


Lima un gobierno provisorio con
auspicio chileno, intentó conseguir
la adhesión de Cáceres enviando
ante él como intermediarios a va-
rios connotados personajes, entre
ellos Antonia Moreno. Cáceres re-
chazó de plano dicha propuesta.

65
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Fachada de la casona en San Ildefonso 137, en la primera cuadra del


Jirón Andahuaylas, en los Barrios Altos. Se menciona que esta fue la
residencia de la familia Cáceres saqueada por los chilenos en 1881.

Matucana a Ezequiel de Piérola, sobrino del dictador, diciéndome:


“Señora, en Lima los chilenos han allanado su casa, la han saqueado; se han
llevado a la intendencia a toda su servidumbre y también han cogido a sus hiji-
tas”. Al instante, creí morir de dolor y, medio loca, llamé a Salarrayán
para que preparase nuestro regreso a la capital. Más que corríamos,
volábamos, por esos rudos caminos, llevando yo el alma destrozada
de inquietud. El ex gobernador Salarrayán se portó abnegadamente.
Casi sin aliento, llegamos a Lima, habiéndonos trasladado, en veinti-
cuatro horas de vertiginosa carrera, desde Matucana hasta la capital.
Mi primer impulso fue precipitarme al convento, en busca de noticias.
La portera me tranquilizó, diciéndome que mis hijas estaban bien y

66
Antonia Moreno de Cáceres

que la superiora jamás habría consentido en entregarlas. Repuesta del


susto, me dirigí a pedir alojamiento a alguna amiga porque mi casa
de San Ildefonso estaba en poder del jefe chileno que vivía al frente.
Este soñó, sin duda, que la ocupación de Lima por sus tropas le daba
derecho para adueñarse de las mansiones pertenecientes a los jefes
peruanos y, a mano militar, se instaló en mi domicilio. Parece que mi
salón de palo de rosa y damasco perla y carmesí, atrajo sus simpatías;
pues, sin más preámbulo, ordenó que lo trasladasen a su residencia.
Su amor a lo ajeno era decidido, pues en casa no quedó nada...

Ignoro con qué pretexto habían apresado a todos mis criados. El


ama de llaves, Helena, estaba aterrada; pero, ya libre, la oí vociferar
de indignación. A mí me tenía inquieta, además, la detención de una
muchacha ayacuchana que yo criaba, Martina, quien añadía a su ju-
ventud una belleza tentadora: sus grandes ojos negros aterciopelados
y dormidos, al mirar dulcemente, parecía que vagaban, soñando en las
grandezas pasadas de su raza.

Por la delicadeza de su tipo señorial, se diría que descendía de al-


guna princesa incaica. Las indias ayacuchanas tienen la piel más clara
que las de otros lugares de la sierra y son de mejor tipo.

Felizmente, aquellos rudos soldados entendían más de atropellos


que de romanticismo o de admiración por la belleza. Por suerte, no
pusieron los ojos en tan linda chica y no la llegaron a separar del ama
de llaves, que era ya una mujer de respeto.

Mi vecino, el coronel Febres, muy amigo nuestro, cuando vio que


el jefe chileno allanaba mi casa, corrió al convento a prevenir a las
religiosas, con el fin de que tomaran precauciones para no ser sor-
prendidas.

67
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Relata Antonia Moreno que en su casa de San Ildefonso los saqueado-


res chilenos no dejaron nada, lo que por igual sucedió con algunas otras
mansiones, especialmente las de aquellas familias que no aceptaban la
presencia chilena. Este grabado aparece inserto en “Lima or Sketches of
the capital of Peru”, de Manuel Atanasio Fuentes, Londres, 1866.

68
Antonia Moreno de Cáceres

Escena común en Lima, por aquellos días. Soldados y oficiales enemigos


en plan de saqueo. Se afirma que algunos ilustrados chilenos enviaban
listas de lo que habría de robarse. Solo así se entiende, por citar un caso,
que libros y documentos de un valor histórico incalculable pasasen a in-
crementar varios archivos privados. Por igual, las obras de arte y valio-
sas colecciones científicas.

69
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Antonia Moreno ponderó la belleza de las mujeres descendientes de


Pocras, Chancas y Quechuas, coincidiendo con el testimonio del inte-
lectual ayacuchano Luis Carranza, ferviente partidario de Cáceres. Esas
cualidades las podemos notar aún en nuestros días, como en esta joven
fotografiada, sin que lo notara, en el Aputinkuy de Kisapata, por Inti
Guzmán Palomino.

70
Antonia Moreno de Cáceres

Arte de Josué Valdez Lezama rememorando la temeraria jornada na-


rrada en estas líneas por Antonia Moreno. Fingiendo un sepelio, miem-
bros del Comité Patriótico de Lima condujeron un cañoncito dentro de
un ataúd hasta las afueras de Lima, desde donde sería llevado, vencien-
do otros numerosos riesgos, hasta el cuartel general de Cáceres.

71
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Por prudencia, yo estuve escondida hasta que hice salir de Lima,


con dirección al campamento peruano, al ex gobernador de Cocacha-
cra, Salarrayán, y al oficial Ambrosio Navarro. Ambos, muy arroja-
dos y valientes, partieron con un cargamento de armas, municiones
y hasta con un cañoncito que se pudo conseguir. Este contingente lo
mandé en las mulas que Cáceres me había facilitado con tal objeto,
cuando regresé de Matucana. Era muy arriesgado sacar de Lima ar-
mamento, estando la ciudad tan bien vigilada por los soldados de la
guarnición chilena; pero mi dignidad de peruana se sentía humillada,
viviendo bajo la dominación del enemigo y decidí arriesgar mi vida,
si era preciso, para ayudar a Cáceres a sacudir el oprobio que imponía
el adversario.

Mi viaje a la sierra, donde se alistaba ese puñado de héroes


resueltos a sufrir y luchar solo por salvar el honor del Perú -pues no
tenían grandes probabilidades de éxito- animó mi espíritu rebelde a
la servidumbre. Y entonces me entregué, con todo el ardor de mi
alma apasionada, a la defensa de nuestra santa causa, dedicándome a
la conspiración más tenaz y decidida contra las fuerzas de ocupación.

Para sacar de Lima el cañoncito que el obispo Tordoya me había


obsequiado, tuve que urdir una macabra estratagema: ¿cómo librarlo
de caer en las redes del enemigo? Pues se me ocurrió simular un
entierro. Hice desarmar el pequeño monstruo y colocarlo en un
ataúd; los “deudos” del “difunto” eran los oficiales, que debían partir
con él a cuestas hasta el cementerio, primero, y después hasta las
abruptas sierras, donde acampaba el ejército del Centro. La comitiva
“entristecida” siguió, por las calles de Lima, la ruta al camposanto y,
en seguida, pasaron a un corralón donde esperaban listos los guías
y las bestias que habían de conducirlos a su destino, habiendo sido
recibidos triunfalmente con abrazos y gritos de alegría.

72
Antonia Moreno de Cáceres

Patricio Lynch, comandante general del ejército de ocupación, fue


adulado por su corte de colaboradores criollos que hasta lo reconoció
como el mejor virrey que había tenido Lima. Pero para Antonia Moreno,
él fue “un enemigo terrible... que ultrajaba a nuestros conciudadanos,
haciéndolos flagelar en las plazas públicas cuando no tenían el dinero
suficiente para pagar los cupos que exigía el ejército chileno”. En verdad,
Lynch hizo de la capital peruana una colonia chilena, asumiendo todos
los poderes, entre 1881 y 1883.

73
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Esta arriesgada hazaña necesitó gran coraje y serenidad, pues pa-


saron el “cadáver” ante las narices de los chilenos; pero tanto Nava-
rro como Salarrayán tenían temple de acero y no se arredraban ante
ningún peligro, exponiendo impávidamente sus propias vidas. Segu-
ramente, iban pensando que el querido “muerto” resucitaría algún día
no lejano, entre las crestas de los Andes, lanzando con estrépito su
voz vengadora.

El grupo de estos acompañantes, presidido, como he dicho, por


Ambrosio Navarro y el ex gobernador Salarrayán, se jugaba el todo
por el todo en tan atrevida proeza; pero ¡qué triunfo para estos valien-
tes muchachos, haber burlado así a los enemigos! Dios premió este
arrojado rasgo de amor a la patria.

El viaje mío al campamento del Centro, fuera del indicado objeto


de conseguir el reconocimiento del gobierno de García Calderón,
tenía también por fin que mandasen gente de confianza para recoger
el contingente de armas que tenía listo. Después que despaché para
el campamento del Centro a esta falange de oficiales, bien cargados
con pertrechos de guerra, llamé a mi amigo Federico Luna y Peralta,
quien, a su vez, era amigo del doctor García Calderón y le manifesté
que Cáceres no creía que los chilenos rehusaran hacer la paz sin
cesión de territorio; pero que él se veía obligado a esperar, antes de
reconocerlo como gobernante. Yo abogaba decididamente en favor
de este patriota y hombre de buena fe.

El señor Luna y Peralta había hablado detalladamente al doctor


García Calderón sobre el allanamiento de mi casa por los soldados
enemigos, y este caballeroso presidente refirió al general Lynch el
atropello, pidiéndole que me devolviesen todo y que no me moles-
tasen más.

74
Antonia Moreno de Cáceres

Antonia Moreno reivindicó el valioso rol que le cupo a muchas mujeres


peruanas en la lucha de resistencia a los invasores chilenos. No solo en
la capital ocupada, donde actuaron como conspiradoras, sino sobre todo
en el campo, militando en la campaña al lado de soldados y guerrilleros.
Este retrato es uno entre varios de hermosas limeñas insertos en la obra
ya citada de Manuel Atanasio Fuentes.

75
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

El general Lynch, jefe de la plaza de Lima, respondió: “Así lo haré y


ordenaré que todo le sea devuelto”, agregando: “Pero esa señora conspira. Acaba
de llegar del campamento del general Cáceres”. El presidente García Cal-
derón respondió: “Si ha visitado a su marido, ha sido porque supo que el
general estaba enfermo y, naturalmente angustiada, se dirigió a su encuentro para
asistirlo”. Debo rendir justicia al acto cortés del general Lynch, cuando
contestó: “Si esa ha sido la causa del viaje de la señora Cáceres, ha hecho bien
porque ha cumplido con su deber”.

Pudiendo entonces disfrutar de alguna tranquilidad, me instalé


nuevamente en mi casa de San Ildefonso, de donde salía a la calle, a
continuar conspirando, con el mayor desparpajo. El amor a mi país
debía prevalecer sobre el rasgo comedido que conmigo tuvo el galan-
te general Lynch, pues, a pesar de mi reconocimiento, ¿cómo olvidar
que él era un enemigo terrible de mi patria, que él ultrajaba a nuestros
conciudadanos, haciéndolos flagelar en las plazas públicas cuando no
tenían el dinero suficiente para pagar los cupos que exigía el ejército
chileno de ocupación?

Mi espíritu altivo no podía sufrir impasible tanta ignominia. Yo


sentía hervir mi sangre, y llena de indignación, resuelta siempre,
proseguí en esa lucha apasionada y peligrosa, dándome con toda mi
alma a la redención de mi patria querida. Había formado en Lima
un Comité Patriótico de conspiradores y, mientras estuve escondida,
no perdía la ocasión de conferenciar con ellos, burlando la vigilancia
del enemigo. Varias entrevistas tuve con don Carlos Elías, don Luis
Carranza, que fue director de “El Comercio”, don Pedro Elguera, don
Federico Luna y Peralta y con el ilustrísimo obispo Tordoya, quien
presidía el comité y era un ferviente patriota. Fueron esos señores
quienes consiguieron, como ya lo dije, el famoso cañoncito, expedido
de Lima con “cortejo fúnebre”.

76
Antonia Moreno de Cáceres

Otras personalidades civilistas se adherían para ayudarnos en la


arriesgada tarea y, llenos de entusiasmo, conspiraban conmigo para
sacudir el pesado yugo chileno, exponiéndose a sufrir los vejámenes
de ese invasor que empleaba mano de hierro contra los peruanos.

Entre los conspiradores no faltaban valientes mujeres de la socie-


dad o modestas servidoras que me secundaron como Rosita Elías.

Mi regreso de la sierra, viniendo del campamento militar de


Cáceres, coincidió con el desbande en Lima de las tropas leales al
gobierno del doctor García Calderón y con el destierro de éste por no
prestarse a ser un pobre títere en manos del adversario.

Dichas tropas, sabedoras de que Cáceres representaba la resis-


tencia nacional y que se hallaba en Chosica, fueron a incorporarse en
las filas de aquellos hidalgos defensores del honor patrio. El pequeño
ejército recibió gozoso al bravo contingente de oficiales y soldados
conscientes de su deber. Un amigo mío me dijo, al respecto, que los
chilenos se habían enterado de que, por mi intermedio, García Cal-
derón se había puesto de acuerdo con Cáceres para combatirlos y
entonces fue cuando empezaron a desconfiar de él. Aprovechando de
la dispersión causada por el destierro del gobierno de La Magdalena,
para conquistar, por mi parte, a los de buena voluntad, pude mandar
entonces a muchos jefes, oficiales y soldados, quienes disfrazados, lle-
nos de bélico entusiasmo, salían de Lima para alistarse entre los más
intrépidos y generosos hijos del Perú.

Otro valiente patriota fue el señor Ramos, quien me ofreció dinero


para la compra de armas y quien, como yo me negase a recibirlo,
armó por su cuenta a algunos hombres y fue a reforzar el ejército de
la resistencia.

77
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Pese a su discutible actuación como presidente provisorio, Francisco


García Calderón es para muchos un paradigma. Tuvo su sede de gobierno
en La Magdalena donde un busto honra su memoria. Lo llamaron el
“Mártir del Cautiverio” y como tal sus restos mortales se depositaron en
la Cripta de los Héroes. Fotografía de Rendón Willka.

78
Antonia Moreno de Cáceres

Por el testimonio de Antonia Moreno sabemos que Cáceres se hubiese


entregado a los chilenos si su esposa e hijas eran apresadas. Esa
probabilidad lo angustiaba y por eso, al caer el gobierno de La Magdalena,
exigió a su esposa dejar Lima y salir a su encuentro. En esta fotografía
vemos a Zoila Aurora, Lucila Hortensia y Rosa Amelia, captadas por el
lente de Eugene Courret.

79
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Dispuestos para emprender el viaje a las serranías. Al igual que estos


exploradores, dibujados para el libro de viajes de George Squier publi-
cado solo cuatro años antes del estallido de la guerra, los convocados y
convencidos por Antonia Moreno dejaban Lima para unirse a Cáceres.

80
Antonia Moreno de Cáceres

La fina silueta de Gregoria, la “morena” citada tan elogiosamente en


estas Memorias, aparece en esta fotografía, detrás de Antonia y una
de sus hijas. Llevaba fusiles y municiones, ocultos bajo sus vestidos,
conduciéndolos temerariamente por las calles de Lima, hasta el teatro
Politeama, “arsensal de guerra” del Comité de Resistencia en la capital
ocupada.

81
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En sus días de esplendor el Politeama de Lima no tenía la sombría imagen


que aquí vemos. Ofrecía lo mejor del repertorio mundial, a teatro lleno.
Su dueño era el ciudadano italiano Nicoletti, miembro de la resistencia
patriota.

La situación en la capital se tornaba cada vez más peligrosa y triste.


Se sentía un ambiente pesado. Los chilenos habían hecho prisioneros
a algunos notables de Lima, desterrándolos a Chile por el delito de su
dignidad y altivez, junto con el presidente provisorio, Francisco Gar-
cía Calderón, hombre de corazón, repito, que se había inmolado al
aceptar, bajo las bayonetas chilenas, el mandato supremo que, en tales
circunstancias, no era tal mandato, sino una dolorosa parodia. Como
digo, la atmósfera de Lima, en aquellos momentos, estaba turbia: era
inquietante el movimiento de las tropas enemigas en son de combate,
alardeando por las calles de la ciudad con el rumor de la ley marcial.

82
Antonia Moreno de Cáceres

Era grande la desconfianza del vecindario, alarmado con los


destierros y prisiones y el despliegue de fuerzas militares. En tales
circunstancias, Cáceres me escribía llamándonos a su lado: “Ven -me
decía-, no te expongas más, ni expongas a nuestras hijas. Si las co-gieran a
ustedes yo tendría que entregarme para salvarlas del sacrificio y entonces, ¿quién
sostendría la resistencia nacional? Yo necesito de toda mi serenidad para continuar
esta lucha, que no debe cesar hasta que logre arrojar al invasor. Preparen el viaje.
Mandaré a uno de mis ayudantes para que las traiga”.

A pesar del tono angustioso de mi marido, yo postergué mi segun-


da escapatoria de la capital porque, en esos días, me ocupaba activa-
mente en remitir un buen contingente de armas, jefes y oficiales a su
campamento, siendo necesario esperar que todo fuese despachado.

Yo tenía bajo mis órdenes, para empresas arriesgadas, a una morena


llamada Gregoria, alta, delgada y muy audaz: era ella la portadora de
los fusiles y municiones que podíamos adquirir. Impávida, pasaba al
lado de los policías chilenos, llevando, cada vez, dos rifles bien atados
a la cintura, disimulados bajo sus largos vestidos y sosteniendo al
brazo un cesto de municiones, ocultas entre las legumbres. Gregoria
cruzaba alerta las calles de Lima con su terrible carga, la mirada
altanera, chispeante de odio. Envuelta en su gran manta negra, su
silueta esbelta se deslizaba sutilmente hasta llegar a nuestro arsenal de
guerra, que era el teatro “Politeama”.

Gregoria solía decir: “Si me cogen los chilenos, me fusilan”. Pero


esta idea no la acobardaba: su coraje era temerario. ¡Cuántos otros
humildes héroes sufrieron así, también, en esos luctuosos días de la
ocupación chilena!

El señor Nicoletti, dueño del mencionado teatro, fue otro servidor


heroico del Perú. Si los chilenos hubiesen descubierto que Nicoletti
nos concedía tan peligroso albergue, ¡qué tragedia hubiese ocurrido!

83
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Nicoletti me ocultaba las armas debajo del proscenio y de los palcos.


Mientras duraba este ajetreo, pasábamos horas de tremenda angustia.
Si alguien nos hubiera sorprendido, el perjuicio lo hubiera sufrido no
sólo Nicoletti sino también el ejército del Centro, que tanto necesitaba
de nuestro auxilio.

El doctor Colunga sirvió, asimismo, a nuestra causa. Me habían


dicho que tenía bayonetas y en seguida me dirigí a él de este modo:
“Doctor, sé que tiene usted armas; no me las va usted a negar: las quiero para
mandárselas a mi marido, a su campamento”. “Con mucho gusto, señora; pero
como las tengo enterradas en el Jardín Botánico, ¿cómo hacer para sacarlas de
allí?”. “No se apure, doctor; entre usted y yo las sacaremos”. Y, sin más trá-
mite, nos pusimos a la obra, desenterrando durante toda la noche las
bayonetas, aunque no dejábamos de estar nerviosos. Felizmente, Dios
nos protegió y todo salió bien.

Una vez terminada esta aventura, pensé en acudir a la insisten-


te llamada de mi marido y le escribí, diciéndole que podía mandar
en busca nuestra. Pero no era fácil salir de Lima: se necesitaba un
salvoconducto del jefe de la plaza, siendo probable que no quisiera
expedirlo. Era, pues, necesario obtenerlo, burlando nuevamente a la
autoridad chilena, ya prevenida contra mí.

Entonces consulté el plan con mi amiga Rosita Elías, esposa


del contralmirante Montero, primer vicepresidente del gobierno
de García Calderón. Rosita era iqueña, como yo; muy inteligente y
altiva. Pertenecía a una ilustre familia: uno de sus antepasados fue
don Domingo Elías, presidente del Perú. Su franqueza y sinceridad
se reflejaban en sus brillantes ojos negros y en su aire de gran dama.
Rosita era muy patriota y me ayudó mucho en esta noble causa.

En esa época, yo me veía obligada a vivir escondida para evitar


que los chilenos nos molestasen, en represalia por los disgustos que

84
Antonia Moreno de Cáceres

les dábamos. Para comunicarme, pues, con Rosita Elías, lo hacíamos


por una gran ventana de fierro forjado, que daba a la residencia vecina
de la señora de La Torre, donde yo me alojaba. La señora de La
Torre vivía en el principal de los bajos, en la calle de Negreiros, casa
contigua a la del presidente Balta. Como en la clausura conventual,
mi amiga asomaba a la reja de esa gran ventana, cuando oía mi voz
que la llamaba, y allí, en vez del cuadro típico colonial de la muchacha
romántica y del joven galán “pelando la pava”, se desenvolvía la
dramática escena de dos damas urdiendo y combinando proyectos
para hostigar al enemigo de la patria. Pasábamos, así, largas horas
conspirando. Pudo también florecer allí un idilio: Manuelito de La
Torre, un simpático muchacho, hijo mayor de la señora dueña del
principal de la casa, había admirado, a través de las rejas de las damas
conspiradoras, la fina silueta de una sobrina de Rosita. Esta señora,
que era muy severa, como se acostumbraba entonces, “cortó por lo
sano”, temiendo que la naciente simpatía de los muchachos fuese en
aumento. Siendo su sobrina aún muy joven, no quería alentarlos, así
es que le prohibió que se acercase a la ventana tentadora, y, con tal
objeto, puso de centinela a una morena de su confianza, quien acataba
fielmente las órdenes de su patrona. En vano, Manuelito vagaba por
aquellos corredores, como alma en pena: la ventana permanecía
herméticamente cerrada. La sobrina, como todas las niñas de esa
época, obedecía ciegamente los mandatos de su rígida tía y no hubiera
osado contrariarla. Estos muchachos, pues, cuyos sentimientos aún
vivían en estado de crisálida, hubieron de ahogar sus ilusiones, por
lo que él, decepcionado y lleno de amargura, se marchó a combatir al
enemigo de su patria, portándose con abnegado coraje. Algún tiempo
después, Manuelito murió en el campo de honor; y ella, detrás de sus
rejas, le dedicaría sus pensamientos y sus oraciones. Pasado el tiempo,
llegó ella a casarse con un caballero de gran familia; tuvo varios hijos
buenosmozos y lucidos, entre ellos una muchacha, notable por su
belleza.

85
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Interior de señorial casona limeña, como la que cobijó a nuestra heroína.


El grabado aparece inserto en “Peru. Incidents of travel and exploration
in the Land of the Incas”, de George Squier, Londres, 1877.

86
Antonia Moreno de Cáceres

Antonia Moreno si bien nos dejó un dramático testimonio de la guerra,


insertó también relatos de la vida cotidiana en Lima, como el de los
sufrimientos de Manuel de la Torre quien desgraciado en el amor marchó
al campo de batalla para morir con honor. Un émulo de Mariano Melgar,
incluso por lo que después sucedió con su amada quien lo olvidó pronto
para casarse con otro.

87
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Abona nuestra hipótesis sobre la actitud de la oficialidad chilena frente


a la mujer de la clase dominante limeña, esta aseveración de Antonia
Moreno: “Teresa Orbegoso... gozaba de gran influencia con el jefe de la
ocupación, el que, según se decía, nada le negaba”.

88
Antonia Moreno de Cáceres

La belleza de la mujer limeña fue ensalzada por los publicistas chilenos,


que las vieron hasta con timidez concediendo especial deferencia no solo
a las de la clase dominante, sino también a las de procedencia popular.
Revísese para el caso “El Comercio” del Callao o el “Diario Oficial” de
Lima. Y hasta el propio Patricio Lynch cayó en el encanto, pues a decir
de Antonia Moreno “nada le negaba” a Teresa Orbegoso.

89
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Los reportes de la prensa chilena


señalan que no se vio alterada la
vida cotidiana en Lima, donde
incluso las tapadas continuaron
haciendo de las suyas.

Muy distinta a la actitud indolente


y hasta complaciente de la mayo-
ría de las mujeres de la urbe, fue
la asumida por las pobladoras del
interior. Especialmente las cam-
pesinas, que no solo acompañaron
a la manera ancestral a sus hijos,
esposos o hermanos en el ejército
de la resistencia, sino que consti-
tuyeron columnas de rabonas de
labor destacada en el servicio de
avituallamiento. E incluso empuña-
ron las armas para tomar parte en
los combates, habiendo sido varias
de ellas comandantes de guerrillas,
como Leonor Ordóñez, que ofrendó
la vida en Huancaní el 22 de abril
de 1882.

90
Antonia Moreno de Cáceres

La señora de La Torre fue muy cariñosa conmigo, cobijándome


bajo su techo en esos momentos, para mí, tan difíciles, exponiéndose
a sufrir mil angustias.

Después de conferenciar con Rosita, hablé también con Federico


Luna y Peralta y acordamos solicitar del general Lynch un pasaporte,
para que nos dejase hacer el viaje al campamento de Cáceres por la
línea del ferrocarril central. Rosita Elías era muy amiga de Teresa Or-
begoso, quien gozaba de gran influencia con el jefe de la ocupación, el
que, según se decía, nada le negaba. Muchas veces se había interesado
ante el general enemigo, en defensa de algunos compatriotas. Rosita
decidió, pues, hablar a Teresa Orbegoso para que ella consiguiese el
salvoconducto que yo necesitaba. Como la respuesta de Lynch de-
morase en llegar, se temió, con razón, que la negase, como que res-
pondió después, evasivamente, que “consultaría con su consejo de ministros,
si debía acordar el salvoconducto”. Tal salida del general Lynch se nos hizo
sospechosa y resolvimos no esperar más.

Había que aprovechar este incidente y, sin pérdida de tiempo, pre-


paré mi segunda escapatoria de Lima, para ir a encontrarnos con mi
marido en su campamento militar. Yo aceptaba el terrible sacrificio:
la vida llena de sufrimientos, riesgos y zozobras, en esa odisea del
patriotismo, que fue la campaña de la Breña. ¿No era mi deber, acaso,
acudir a la angustiosa llamada de Cáceres?: “Ven -me escribía-, no te
arriesgues más; necesito de toda mi serenidad para continuar esta lucha desespe-
rada y no podría tenerla viendo que en Lima ustedes siguen viviendo expuestas al
rencor del enemigo”.

A su lado, también, seguiríamos en peligro; pero estaba él para de-


fendernos y, con él, esa pléyade de muchachos heroicos. Todos ellos
y nosotros debíamos padecer el frío de las punas, la escasez frecuente
de alimentos, la tristeza de esos llanos desolados, las fatigas de aque-
llas marchas forzadas por desfiladeros al borde de hondos abismos y

91
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

El principal partidario de Piérola en Lima, apellidado Gómez Silva,


puso en peligro la vida de Antonia Moreno y la de sus hijas , al negarse a
procurarle un coche para salir en secreto de la capital.

92
Antonia Moreno de Cáceres

el paso entre peñas abruptas, que ensangrentaban las patas de las po-
bres bestias. Todos los horrores de la guerra los sufrían esos pobres
y valientes “breñeros” y nosotras con ellos. A veces, con sus carnes
desgarradas, mas con bien templado espíritu, desafiaban a la naturale-
za que los golpeaba rudamente.

En mi última conferencia con Rosita Elías de Montero, la víspera


de mi viaje, de acuerdo con ella y con el capitán José Manuel Pérez,
ayudante de mi marido, preparé las claves que debían servir a Cáceres
para comunicarse con sus amigos de la capital. Estos papeles los llevé
bien escondidos. Cuando estuvimos listos para emprender la partida,
acordamos con el ayudante: que él saldría de Lima, con la servidumbre,
antes que yo y nos esperaría, con el equipaje, en la portada del Tambo
de Cocharcas. Allí me acercaría yo, con el pretexto de reclamar una
encomienda llegada de la sierra. El ayudante, para no inspirar recelo,
debía disfrazarse de criado.

Terminados los preparativos de viaje, salí de mi casa de San Ilde-


fonso, llevando de la mano a mi hijita menor, Rosita Amelia. Lucila
Hortensia y Zoila Aurora iban por delante. Todas ellas eran aún muy
pequeñas.

Me dirigí a pie, como quien va de paseo, a la calle del Lechugal,


donde vivía el señor Gómez Silva, jefe de la directiva del partido del
dictador Nicolás de Piérola. Como él estaba enterado de mi actua-
ción política para auxiliar al ejército del Centro, le comuniqué mi plan
para alejarme de la capital. Él lo aprobó, diciéndome que, en Lima,
vivía expuesta a ser molestada por el enemigo, conocedor de mis ac-
tividades patrióticas; a él le parecía prudente que me ausentase de la
capital. A pesar de mi osadía para conspirar contra los adversarios
de mi patria, como a ratos me sintiera algo nerviosa y me recatase
de exhibirme mucho, pedí a Gómez Silva que me hiciese el favor de
mandar buscar un coche; pero él, tal vez, alarmado y temeroso de

93
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

comprometerse, me negó el pequeño servicio, respondiendo que, en


ese momento, no había nadie en su casa.

Entonces me despedí, dirigiéndome a la puerta de la plaza del


mercado vecino, adonde esperé hasta ver pasar algún cochero negro,
cuyo color me garantizase no ser chileno. Al primer cochero mulato
que pasó, le di la orden: “Al Tambo de la portada de Cocharcas; vamos a
recoger una encomienda traída del interior”.

Al detenerse el cochero en la puerta del Tambo, se presentó el


ayudante, en tal indumentaria, que, a pesar de nuestra inquietud, nos

Un cochero mulato condujo a la heroína y sus hijas hasta el tambo de


la portada de Cocharcas, donde temeroso de las patrullas chilenas se
negó a seguir adelante. Hubo de continuarse el viaje entonces sobre una
carreta conducida por un indio que tomó el camino de San Borja, des-
viándose de la ruta a Tebes. Para entonces José Manuel Pérez, ayudante
de Cáceres, se había unido a la comitiva, disfrazado de humilde peón.

94
Antonia Moreno de Cáceres

mordimos los labios para no estallar de risa: había trocado sus arreos
militares por los de un pobre diablo; llevaba los pantalones remenda-
dos en las posaderas con sendos parches; las mangas de la chaqueta
estaban medio roídas y, como era algo moreno y delgado, parecía un
infeliz.

Pérez, al vernos, me dijo: “Señora, usted se ha equivocado; la encomienda


no ha llegado aquí; sin duda, está en el tambo vecino”. Después de ponernos
de acuerdo, el ayudante y yo, dijimos al cochero: “Necesitamos seguir
adelante porque hemos equivocado la dirección”. El moreno se dio cuenta de
nuestras dificultades y me dijo: “Señorita, me perdona, no puedo continuar
adelante porque mis caballos se han empacado”. Yo pretendí disimular tama-
ña contrariedad y le respondí: “Entonces tendríamos que regresar a Lima
porque no podríamos quedarnos tirados en estos caminos”. El muy ladino
insistió: “Señorita, la guardia chilena anda cerca y pueden molestarla. ¿Por qué
no toma la señorita esa carreta que pasa?”.

Yo protesté indignada, repitiendo que volviéramos a la ciudad,


cuando, en realidad, apenas podía dominar mis nervios, excitados con
el temor de que se aproximasen las patrullas chilenas que andaban por
la vecindad. Pasé, entonces, terribles momentos de ansiedad. Feliz-
mente el moreno, sin esperar mis órdenes, se dirigió al carretero, pi-
diéndole que nos llevase a Tebes, hacienda de don Juan Urmeneta. El
ayudante Pérez aceptaba el consejo del cochero y me decía: “Señora,
¡qué importa que sigamos nuestra excursión en la carreta, si estos no son lugares
elegantes para preocuparnos del vehículo!”. Al fin, melindres aparte, me de-
cidí, y todos subimos, como las víctimas de la revolución francesa a
nuestra gran carreta que, si bien no nos conducía a la fatal guillotina,
podía llevarnos a la prisión o al destierro.

Otro conflicto se presentó cuando ordenamos al carretero: “Há-


ganos el favor de llevarnos a la hacienda del señor Juan Urmeneta”. “Imposible,
señorita -respondió-. Yo trabajo en la hacienda de San Borja y, sin permiso de
mi amo, no podría ir más lejos”.

95
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Carretero indio, tal como el descrito por Antonia Moreno. Este grabado
de Bisson ilustra el libro publicado sobre Lima por Manuel Atanasio
Fuentes.

Otra vez inquietos, el ayudante exclamó: “Pues, vamos a San Borja


y allá veremos cómo nos arreglamos para continuar la excursión. Sería peligroso
retroceder; tenemos que alejarnos, sea como fuere; los oficiales que nos esperan en
Tebes para acompañarnos e incorporarse al ejército de la Breña, correrían el riesgo
de ser descubiertos y fusilados, si nosotros nos retardamos. Ya todo está listo para
salir a las doce de la noche”. “Bien, pues, ¡adelante!”, respondí. Y, sin más
dilaciones, seguimos el atrevido y pintoresco viaje a la hacienda San
Borja, situada en la ruta a Chorrillos.

Allí seguíamos aún expuestos a tropezar con las rondas chilenas.


Para despistarlas, pues, en caso de encuentro, había que tomar la pre-
caución de esconder las cabecitas rubias de mis hijas. Les quité las ele-
gantes “pastoras” y les envolví las cabezas en grandes pañuelos, al uso
de las mujeres del pueblo. Yo estaba de reciente duelo por la muerte
de mi madre. Llevaba un sencillo vestido negro, y me arrebocé con

96
Antonia Moreno de Cáceres

una amplia manta negra de seda china. Así disimuladas, nos echamos,
algo ocultas, entre los verdes tercios de alfalfa.

El carretero lucía el típico traje de indio, con pantalón corto y


poncho listado de marrón y rojo. El ayudante Pérez, que casi tenía
la responsabilidad de nuestra salvación, estaba viviendo, en tales mo-
mentos, horas de angustiosa inquietud: de pie, atrás de la carreta, con
los brazos extendidos, sosteniendo las barandas, con la mirada intran-
quila, escudriñaba los alrededores para prevenir el peligro.

Una patrulla chilena podía descubrirnos, y entonces, ¿qué habría


sido de nosotras?, ¿qué, del valeroso ayudante que, así, tan genero-
samente, exponía su libertad, desafiando la vigilancia del enemigo?
¡Qué valiosa presa habría sido coger a la familia del general Cáceres,
quien los combatía sin descanso! Nerviosa, le preguntaba yo a Pérez,
de rato en rato: “¿No hay novedad?”. “No, señora”, contestaba él, mien-
tras la carreta, cargada de pasto fresco y de audaces conspiradores,
continuaba, a paso lento, por las dilatadas carreteras, ya al atardecer
del día. De pronto, me quedé aterrada: Pérez, con la voz descompues-
ta, suspiraba: “Señora, un guardia chileno se aproxima”.

Yo sentí, por un instante, que la sangre se me helaba en las venas.


Ordené a las chicas hacerse las dormidas, y esconderse entre la carga
de alfalfa; yo hice otro tanto, ocultando la cara blanca. El guardia se
acercaba, poco a poco, y, cuando estuvo cerca de nosotros, creyéndo-
nos, seguramente, la familia del carretero, después de habernos mira-
do dijo, lleno de arrogancia: “¡Que pasen!”.

Pudimos respirar hondamente después del gran susto, y, ya sere-


nos, seguimos a San Borja. Al entrar en la hacienda, divisamos en
un corredor del patio, a un formidable moreno que vestía poncho y
un sombrero de grandes alas. El ayudante Pérez, haciendo alarde de
cortesía, lo saludó diciéndole: “Buenas tardes, caballero”.

97
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

El negro tinto, al oírse tratar con tan aristocrático vocativo, se


deshizo en reverencias, y, para no quedar a menor altura, respondió:
“¿En qué puedo servir al caballero?”. Pérez le refirió el contratiempo
del coche que nos había obligado a tomar la carreta de San Borja y
solicitó permiso para que su empleado nos condujese a la hacienda
Tebes, donde nos esperaba don Juan Urmeneta, cuya señora (decía
Pérez) estaba enferma, y la “familia”, (aludía a nosotras) iba a hacerle
compañía. El mayordomo de San Borja, muy gentilmente, otorgó su
permiso, diciendo: “Para mi amigo, el señor Urmeneta, todo lo que quiera, y
mis saludos”. ¡Que Dios haya bendecido al mayordomo de San Borja!

Muy agradecidos nos despedimos del atento moreno. Sin duda, la


Providencia nos protegía y así pudimos continuar nuestra peregrinación

La mayoría de negros en el
Perú de esos años padecía
explotación y pobreza. Pero
excepcionalmente había al-
gunos afortunados, como el
“negro tinto” mayordomo
de la hacienda de San Borja
que con la fineza propia de
un aristocrático caballero
permitió a la comitiva de
Antonia Moreno el tránsito
a la hacienda de Tebes, de
su amigo, el señor Juan Ur-
meneta.

98
Antonia Moreno de Cáceres

a Tebes. Cuando nos acercábamos, recibimos otra fuerte impresión:


divisamos a lo lejos que por la vera del camino y entre una espesa
polvareda, un grupo de gentes avanzaba a encontrarnos. Como las
nubes de polvo se interponían, no podía distinguirse quiénes eran.
Pasamos un instante de alarma, pensando que pudiera tratarse de un
piquete de policía chilena.

Pronto respiramos aliviadas: eran los nuestros. Don Juan Urme-


neta, buen patriota, hacendado de Tebes, venía a la cabeza de una
partida de jefes y oficiales peruanos, quienes se habían dado cita en
aquella hacienda y acudían a nuestro encuentro. Ellos debían acompa-
ñarnos al campamento de Cáceres e incorporarse, después, al ejército
de La Breña.

Urmeneta, al ver al disfrazado capitán, le dijo: “¿Y la señora?” El


capitán se apresuró, haciéndole señas para que fuese prudente en pre-
sencia del carretero y le contestó: “Más atrás viene”. Silenciosos, todos,
continuamos la ruta. La cabalgata seguía adelante. Urmeneta simulaba
hablar con Pérez, cuando, en realidad, me relataba, en voz baja, los
preparativos hechos para alistar a la oficialidad que, por indicación
mía, me esperaba allí. Todos estaban armados, prontos a la aventura
que los llevaría a conquistar un rayo de gloria arrancada al invasor, allá
en las altas cumbres de los Andes. ¡Y cuántos de esos buenos mucha-
chos, tan bravos como generosos, quedaron para siempre entre los
formidables peñascos!

Como no había tiempo que perder en divagaciones sentimentales,


me dediqué a observar la senda que aún nos ofrecía el peligro de
tropezar con las indeseables patrullas enemigas. Marchábamos len-
tamente, al paso cuidadoso de las mulas que tiraban la carreta. El
camino era llano, bordeado de verdes cañaverales meciéndose acom-
pasadamente por suave brisa. Era mi preocupación constante un po-
sible encuentro con las rondas fatales. Venía el atardecer y un liviano

99
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

soplo ponía en movimiento los maizales y las hojas frescas de la caña


de azúcar. De pronto, el tupido follaje se estremeció y entre aquellas
ramas empezaron a dibujarse figuras que se deslizaban cautelosamen-
te. Alarmada, le dije a Urmeneta: “¿No ve usted esas sombras que pasan y
parecen ocultarse? ¿No sea que nos han descubierto y vienen a cogernos?”. “No se
preocupe la señora -respondió Urmeneta-; son nuestros oficiales que observan
el campo para estar seguros de que no seremos sorprendidos cuando partamos esta
noche”.

Reanimados, entonces solo pensé en llegar a Tebes. Allí encontré


al coronel Cáceres (no era pariente nuestro), a los Villar, a los Guido
y a otros oficiales cuyos nombres no recuerdo. Éramos, poco más o
menos, veinte personas. Cuando entramos a los salones de la casa-
hacienda, nuestra impresión fue la de que penetrábamos a un templo.
¡Qué silencio y qué oscuridad! El ambiente era de recogimiento;
los oficiales que debían acompañarnos, no hablaban sino a media
voz, deslizándose como sombras; sus órdenes se musitaban apenas
y, pasando del salón al patio interior, revisaban los aprestos de la
partida, moviéndose cautelosamente, temerosos de que algún intruso
los sorprendiera. Como a las diez de la noche, nos sentamos a comer
rápidamente, enmudecidos, intranquilos. En seguida, se hicieron los
últimos preparativos para ponernos en marcha.

El momento era solemne y grave, comprendiéndolo así los va-


lientes muchachos que osaban, una vez más, burlar al enemigo en
sus propias barbas. Iban todos armados, ocultando sus fusiles bajo el
poncho que los cubría. Llevaban sendos sombreros de gran ala que
les ensombrecía el rostro. Antes de montar a caballo, dándose cuenta
de mi nerviosidad, me rodearon y me hicieron un juramento caba-
lleresco: “No tema nada, señora; ni a las niñas ni a usted las tocarán. Si nos
encontrásemos con fuerzas chilenas, nos batiríamos para que pudiesen escapar, y
antes de cogerlas, tendrían que pasar sobre los cadáveres de todos nosotros”.

100
Antonia Moreno de Cáceres

“Iban todos armados, ocul-


tando sus fusiles bajo el pon-
cho que los cubría. Llevaban
sendos sombreros de gran ala
que les ensombrecía el rostro”.
Así describió Antonia Moreno
a los patriotas que se le unie-
ron en el camino a Tebes.

Este bello gesto era emocionante; las lágrimas asomaron a mis


ojos, porque pensaba en el desconsuelo que habría sido la realidad de
tan terrible sacrificio de estos nobles jóvenes.

Listos ya, subimos a las bestias que habían de conducirnos


rumbo a la Breña; vale decir, a la escabrosa serranía del Perú, con
sus terroríficos desfiladeros y abismos, de cuyas profundidades
no se vuelve más. Sabíamos que las lluvias allá eran torrenciales, y
que convertían la tierra en una masa pantanosa y deleznable. Estos
cuadros eran pavorosos; pero el amor a la patria daba fuerzas para
sufrir. Allá nos esperaba todo género de privaciones; pero era un
deber ineludible ayudar a nuestros defensores para salvar al Perú. Por
eso, me había decidido a emprender esa penosa viacrucis, que debía
durar tres años.

101
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Salimos, pues, de la hacienda Tebes a las once de la noche. Nos


servía de guía un inteligente moreno de Cañete, gran conocedor de
esos lugares y que era un ardiente patriota. Al tiempo de cabalgar, las
chicas se echaron a llorar, asustadas, sin duda porque jamás habían
montado a caballo. Además, el ambiente que nos rodeaba era de alar-
ma. Los acompañantes se prestaron a llevarlas cargadas adelante y,
después de consolarlas, quedaron calladas y serias. El guía nos había
prevenido que era peligroso hacer ruido al pasar por la Tablada de
Lurín, famosa en esa época por los asaltos de los bandoleros. Fue
impresionante atravesar, a la una de la madrugada, los célebres arena-
les, en esa noche oscura, en medio de un silencio imponente y con el
justificado temor a los bandidos, cuyas guaridas se encontraban entre

En varios pasajes de sus


Memorias destacaría An-
tonia Moreno el valioso
apoyo que recibió de hu-
mildes personas, entre ellas
“un inteligente moreno
de Cañete”, que sirvió de
guía a su comitiva, desde
Tebes hasta Chontay. Ella
lo recordaría como “gran
conocedor de esos lugares”
y, sobre todo, como “un ar-
diente patriota”.

102
Antonia Moreno de Cáceres

los próximos médanos que se dibujaban en las sombras de la noche,


serpenteando en aquella pampa desolada. Las pisadas de los caballos
se apagaban en las playas desiertas; solo oíamos, de rato en rato, el
prolongado silbido de nuestro guía que avanzaba, a veces, para ex-
plorar los alrededores y volvía después hacia nosotros, diciéndonos:
“Pueden continuar, no hay novedad”.

Desfilando silenciosos, de uno en uno, como las caravanas en


los desiertos africanos, anduvimos toda la noche. Habíamos pasado
por los senderos pantanosos de la hacienda Villa, sin más luz que
un farolito de juguete que mi hija Aurora llevaba y quien, para alum-
brarnos, se hizo colocar a la cabeza de la comitiva. Como mis nervios
estaban bastante tensos, las pisadas de las bestias en los charcos de

En jornada por demás peligrosa, y en horas de la noche, la comitiva de


Antonia Moreno cruzó los pantanos de Villa, “charcos de agua bordea-
dos de cañaverales”, sin más luz que la de un farolito de juguete.

103
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

agua bordeados de cañaverales que zumbaban al mecerse y la noche


oscura que nos envolvía, me hacían estremecer, produciéndome
indecible malestar. Seguíamos nuestra ruta, pasando por dichos
cañaverales y por las célebres ruinas de Pachacámac, burlando a las
tropas enemigas que acampaban en Cieneguilla.

Llegamos así al pintoresco caserío de Huaycán, simpático lugar


sembrado de frondosos árboles y rodeado de pobres chozas, animadas
por unas cuantas gallinas y otros tantos patos. Una gran acequia que
por allí pasaba, completaba el rústico paisaje. Eran como las cuatro
de la mañana, y nos encontrábamos cansadas por el largo trote.
Anteriormente, parte de la comitiva se había desviado del camino,
dirigiéndose hacia Cieneguilla, campamento de las guarniciones
chilenas. Felizmente, el guía se dio cuenta del error y corrió en busca
de los extraviados hasta darles alcance.

En horas de madrugada cruzaron la ciudadela incaica de Pachacámac,


burlando a los chilenos que guarnecían Cieneguilla.

104
Antonia Moreno de Cáceres

En Cieneguilla tenían los chilenos su guarnición de avanzada al dejar


Lima Antonia Moreno. Fotografía de K. M. Rojas A.

Reunidos entonces otra vez, bajamos de los caballos y nos re-


costamos bajo los hermosos árboles que nos daban sombra. Allí des-
cansamos dos horas. El suelo era duro, pero el sueño nos rendía. A
las seis de la madrugada, los pollos que circulaban por ahí vinieron a
despertarnos, picoteando el cabello a mis hijas.

Era forzoso continuar la marcha porque aún no estábamos libres


de caer en poder del enemigo. Tuvimos que seguir el viaje todo el
día, hasta que, al atardecer, llegamos al pueblecito de Chontay. ¡Qué
alegría! ¡Al fin, lográbamos sentirnos libres! ¡Ya estábamos entre los
nuestros!

Al acercarnos, fuimos recibidos triunfalmente con repiques


de campanas y salvas de cohetes. El señor cura Ríos, el alcalde, el
gobernador y todos los notables del lugar salieron a nuestro encuentro.

105
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

El señor cura, gran corazón y ardiente patriota, había organizado


un regimiento de bravos guerrilleros para impedir el paso de tropas
enemigas.

El pueblo nos acogía cariñosamente y no cesaba de vitorearnos.


Comprendían que íbamos a compartir sus sacrificios en los horrores
de la guerra y, agradecidos, nos halagaban afectuosamente. Las
demostraciones de esta buena gente nos levantaban el espíritu,
después de tantas inquietudes como acabábamos de sufrir.

Al llegar al pueblo, nos acercamos a su placita y nos sentamos al


pie de un lindo sauce llorón, inclinado sobre un alegre riachuelo que
por allí serpenteaba, luciendo, entre sus aguas cristalinas, brillantes
guijarros que parecían piedras preciosas.

Descansando con mis hijitas, al lado del romántico árbol, me


entretenía en peinarlas y lavarles la cara y las manos, para quitarles el
polvo del camino. Las niñas jugueteaban con las vistosas piedrecitas,
felices ya de verse libres de tantos sustos y fatigas. Las indias que
pasaban, luciendo sus pintorescos trajes de colores fuertes, iban
y venían, contemplando este sencillo cuadro de la naturaleza y,
deteniéndose risueñamente al vernos, se acercaban a ofrecernos sus
servicios.

Unas pobres y tristes chozas rodeaban la placita, mientras la


pequeña torre de la iglesia daba su nota cantarina a este poético
conjunto de aldea. Las autoridades, muy atentamente, nos hacían
preparar alojamiento, así como una rica cazuela de gallina. El señor
cura y el gobernador hablaban con entusiasmo bélico del brillante y
bravo pelotón de rejoneros que ya tenían preparado para combatir
y ayudar a las tropas de línea que comandaba Cáceres, las cuales se
hallaban próximas.

106
Antonia Moreno de Cáceres

Puente sobre el río Lurín, a la entrada del pueblo de Chontay. Desde esta
localidad y hacia la sierra, actuó entre 1881 y 1884 la guerrilla al mando
del valeroso cura Eugenio Ríos. Fotografía de K. M. Rojas A.

107
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Chontay, posición de vanguardia de las huestes patriotas, recibió con


júbilo a la esposa de Cáceres, quien agradeció el cariño de sus pobladores.
Fotografía de K. M. Rojas.

108
Antonia Moreno de Cáceres

El cura guerrillero Eugenio Ríos, a quien Cáceres reconoció rango de


coronel. Combatió durante toda la campaña de La Breña y luego en
la que puso fin al gobierno chilenófilo de Miguel Iglesias. Dibujo del
destacado artista plástico Raúl Montoya Munar.

109
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

A decir de Antonia Moreno, los rasgos enérgicos de la fisonomía de


Cáceres se suavizaban cuando acariciaba a sus hijas, pues dos nobles
pasiones dominaban su gran espíritu: el ardiente amor a la patria y la
dulcísima ternura paterna. Fue conmovedor el encuentro que tuvo con
ellas y con su esposa en Cocachacra, en octubre de 1881.

110
Antonia Moreno de Cáceres

Francisco y Remigio Morales Bermúdez. El primero sucumbió en la cam-


paña del Sur. Remigio hizo toda la Campaña de La Breña, llegando a ser
Comandante General del Ejército del Centro.

111
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Muy distinta de la visión actual fue la que tuvieron de La Oroya los


viajeros de mediados del siglo XIX. Muestra palpable de ello es este
grabado de La Oroya que encontramos en el libro de viajes de Lewis
Herndon Lardner Gibbon, que con el título “Exploration of the valley of
the Amazon” se publicó en Washington el año 1854.

Volviendo a tratar del simpático y hospitalario pueblecito, diré que


solo una tarde y una noche permanecimos en Chontay, muy contentas
del cariño que sus pobladores nos habían demostrado. Al día
siguiente, muy de madrugada, emprendimos viaje a Sisicaya, siguiendo
a Cocachacra, donde se nos presentó Cáceres acompañado de su
estado mayor y su cuerpo de ayudantes, dándonos la impresión de una
magnífica pintura iluminada por esplendoroso Sol. Los entorchados
militares y el brío de los caballos animaban el conjunto marcial de
aquella falange heroica. Nuestro encuentro fue emocionante: Cáceres
estaba radiante de felicidad, al recibir las caricias de sus hijas. Las
tres se precipitaban al cuello de su padre, cubriéndolo de besos y
disputándose sus cariños. El reía alegremente, pues teniendo a su
familia a salvo y contando con un abnegado ejército, podía luchar
serenamente en defensa de todos los hogares peruanos.

112
Antonia Moreno de Cáceres

Al marchar por segunda vez a La Breña, Antonia Moreno encontró que


Chosica era nueva sede del cuartel general del ejército patriota. Esta
fotografía es de principios del siglo XX.

113
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Fueron las campesinas quienes llamaron Taita al general Cáceres, por


quien mostraron siempre una devoción más que admirable.

114
Antonia Moreno de Cáceres

Esta pintura de Josué Valdez Lezama rememora imaginativamente los


hechos aquí narrados.

115
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Una vez sosegado el alboroto que le hicieron las chicas, se acercó


a mí y me abrazó conmovido. Yo me sentía feliz al vernos otra vez
reunidos y algo más tranquilos. Hallándose ya restablecido de la heri-
da que los chilenos le hicieron en la batalla de Miraflores, mi marido
había recobrado la esbeltez de su figura. Los rasgos enérgicos de su
fisonomía se suavizaban cuando acariciaba a sus hijas. Dos nobles
pasiones dominaban su gran espíritu: el ardiente amor a la patria y la
dulcísima ternura paterna.

Sin desmontar y acompañadas del brillante séquito de jefes y ofi-


ciales, continuamos la marcha al campamento militar de Cáceres.
Recuerdo, entre los jefes que habían ido a recibirnos, a los coroneles
Remigio Morales Bermúdez y Cáceres (homónimo este último, mas
no pariente de mi marido), a Arturo Morales Toledo, a Guido y los
demás que había yo mandado anteriormente: Cornejo, González y
otros.

Todos nos dirigimos a Chosica, donde, hacia la otra banda del río,
la tropa había levantado sus blancas tiendas de campaña y sus armas
en pabellón se extendían por la quebrada, entre el verde de la llanura
amurallada por los macizos de los Andes, en cuyas laderas las altivas
y elegantes llamas eran conducidas por pastores indios de pintorescos
vestidos.

El pueblo presentaba un animado ambiente, pleno de movimien-


to: los uniformes de los soldados, así como los vistosos trajes de las
indias, de amplias polleras, llevando sobre las espaldas un pequeño
manto de color rojo y azul, guarnecido de una franja bordada de co-
lores y, sobre la cabeza, un pequeño sombrero, completaban un alegre
conjunto. En su mayoría, eran fruteras: naranjas, limas, chirimoyas,
granadillas, matizaban la nota de color. Todas estas graciosas indieci-
tas, circulando continuamente por las calles del pueblo, contribuían
a darle mayor carácter y atractivo, pareciendo aquel lugar una feria
dominical y no un campamento guerrero.

116
Antonia Moreno de Cáceres

Entusiastas por batir al enemigo que andaba en acecho, este


pequeño ejército se alistaba para grandes hazañas, dignas del valor
espartano. A pesar de la escasez de municiones, ninguno temblaba;
antes bien, revelaban fortaleza y constancia y estaban prontos a
enfrentar al invasor en cualquier momento.

La epidemia de tifus, sin embargo, vino a turbar el indomable fer-


vor de nuestros soldados, quienes, diezmados por las bajas, tuvieron
que tocar retirada a los departamentos del Centro, yendo a formar el
cuartel general a Tarma.

Al pasar por Matucana, Chicla y La Oroya, se detenían momentá-


neamente, para continuar, luego, hasta el simpático valle tarmeño,
cuya campiña era alegre y fértil.

Las indias del Perú tenían culto por Cáceres; le llamaban Tayta
(padre) y, como compañeras de los soldados, seguían la campaña

Vista idílica de Chosica, donde tras el tendido de la vía férrea se fueron


construyendo bellas mansiones.

117
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

prestando eficaces servicios de enfermeras o atendiendo el lavado de


ropa y preparación del rancho (comida). Entre éstas, había algunas
muy inteligentes y listas: fingían no saber castellano, cuando iban al
campamento chileno, hablando entre ellas solo en quechua, de mane-
ra que los enemigos no se cuidaban de ellas, y, mientras les vendían
fruta, escuchaban todo lo que aquellos decían.

Un día, una indiecita frutera vino llorando al campamento y,


acercándose a Cáceres le dijo: “Tayta, cuídate. He oído a los chilenos
que vendrá un italiano para matarte. Como creen que no hablo castella-no, no
hacen caso de mí”. La pobre india sollozaba desconsolada. Cáceres la
tranquilizó, diciéndole: “No me matarán porque tomaré precauciones. Anda,
nomás tranquila y no llores”.

Coincidió esa advertencia con un aviso que mi marido recibió de


Lima: el conde Larco, José Alberto, tenía fácil entrada en el palacio
de gobierno; como extranjero, amigo de Lynch, iba cuando quería
verle. Por casualidad, oyó la conversación sospechosa y su conciencia
le obligó a comunicarnos la alarma. El presunto asesino no tardó en
apersonarse. Los ayudantes, al anunciar la peligrosa visita, intentaron
rodear a Cáceres; pero éste ordenó que se retirasen todos y que hicieran
pasar al italiano, dejándolo solo con él. Los ayudantes, tenían gran
devoción por su jefe, porque él los trataba como un padre afectuoso,
de modo que, al obedecer su orden, se quedaron inquietos y al acecho,
por los corredores vecinos. Cáceres estaba sentado, escribiendo sobre
su escritorio y, sin darle tiempo para nada, avanzó rápidamente hacia
el extraño y, cogiéndolo por las orejas, lo arrojó al suelo de rodillas,
increpándolo: “¡Asesino! ¿Ha venido usted a matarme? Aquí estamos solos, si
es usted hombre, ¡máteme!”. La sorpresa de verse descubierto aterrorizó
al individuo en tal forma que un vergonzoso percance dejó en el piso
el testimonio de su miedo. No pudiendo negar su criminal intento, se
concretó a implorar perdón.

118
Antonia Moreno de Cáceres

No se ha reparado aún en la impor-


tancia que tuvo el ferrocarril en el
desarrollo de la guerra. Sabotajes,
descarrilamientos, asaltos, fusila-
mientos, fueron, entre otros, al-
gunos de sus episodios. En la foto,
el maquinista Mr.Wall, amigo de
Cáceres.

119
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

No solo el tifus, sino la torva conducta de Piérola en Lima haciendo


alianza con los chilenos, obligaron la retirada del ejército patriota fina-
lizando 1881. Se abandonó Chosica tomándose el camino a Matucana,
cuya estación ferroviaria aparece aquí retratada por Miguel Vásquez P.

Cuando los ayudantes regresaron al salón y registraron al italiano,


encontraron un puñal dentro de sus vestidos. En seguida, lo redujeron
a prisión y pensaron someterlo a consejo de guerra; pero los chilenos
empezaron la persecución del ejército del Centro, de modo que éste,
diezmado ya por el tifus y no contando con suficientes elementos
guerreros, tuvo que emprender su retirada al interior del Perú. El
italiano, aprovechando de tal trastorno, se escapó del campamento
peruano.

La residencia de nosotras en Chosica, a pesar de todo, nos fue


grata; el Sol nos alumbraba dándonos calor, y el panorama brillante y
cálido hacía el paisaje alegre y la vida llena de movimiento.

120
Antonia Moreno de Cáceres

No faltaron otros incidentes alarmantes: un día, íbamos todos


de excursión en ferrocarril: jefes, oficiales, Cáceres y nosotras. De
pronto, se detuvo el tren, con un ligero estremecimiento y todos los
ocupantes se bajaron. El maquinista norteamericano, Enrique Tucker,
había divisado una gran piedra que obstruía el camino, colocada en
medio de los rieles. Entonces, hizo parar el convoy bruscamente. Tuc-
ker era ferviente admirador de Cáceres y de la causa peruana. Cuando
él conducía a mi marido, centuplicaba su observación, y, debido al
cariño y cuidados de este joven, pudimos salvar la vida más de una
vez. Se había hecho proverbial la devoción de Tucker por Cáceres y
to-dos lo habían confirmado con el apodo de “Cáceres el chico”. El
estaba indignado por el malvado intento que, de haber tenido éxito,
habría ocasionado la destrucción de todos los que ocupábamos el
tren. Hubo un momento de alarma; pero, al fin, pudo arreglarse la
interrupción y seguir adelante.

Con la aproximación del ejército chileno (ya triunfante, por


haber estado bien preparado) el nuestro, desprovisto de casi todo
elemento guerrero, menos de coraje y de vivo amor por la patria, se
vio obligado a retirarse por el aventajado número del invasor, pero
llevando siempre un noble espíritu, que le daba alas para remontarlo al
heroísmo. Hay que comprender la grandeza de alma de este pequeño
grupo de patriotas, sobreponiéndose a sus propias fuerzas.

Nuestros valientes soldados se dirigieron hacia Matucana,


combatiendo contra el enemigo y contra el tifus, que los diezmaba.
Felizmente, Dios nos protegió, haciendo que los chilenos demorasen
su persecución; de otro modo, las tropas del general Cáceres,
hostigadas más de cerca, en esa ocasión, habrían perecido por la
enfermedad y la lucha. Matucana ofrecía un clima templado.

Habíamos dejado Chicla con alegría porque ese pueblo, triste y


frío, nos desagradaba: su atmósfera es pesada; no tiene ni un arroyo

121
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

que alegre el duro suelo, ni una campiña risueña. Además, las tropas
chilenas nos picaban la retaguardia. Estuvimos, pues obligadas a cruzar
de inmediato la cordillera de los Andes, cuya gigantesca grandiosidad
parece desafiar cielo y tierra. Es imponente, sobre todo, atravesarla
cuando se desencadena alguna de sus terribles tempestades. Parece
que todas las furias del averno se pusieran de acuerdo para aterrorizar
al pobre caminante: el cielo empieza a oscurecerse lentamente y,
de repente, se encuentra una en la noche más lóbrega que pueda
imaginarse, en medio de la puna desolada; se desbordan tremendas
cataratas sobre los infelices viajeros, que no encuentran ni una triste
caverna donde guarecerse. En seguida hacen su aparición los truenos,
estremeciendo toda la mole andina, y al cuadro pavoroso concurren
deslumbrantes relámpagos, zigzagueando en seguida los rayos en
medio de las tinieblas. Parecía, en fin, que contemplábamos una
escena del infierno dantesco o de los primitivos tiempos de la Tierra.

Después de trascurrida así una espantosa tarde, seguimos hasta el


asiento mineral de Pachachaca, donde llegamos con fiebre y atacadas
del mal de altura o “soroche”, de modo que pasamos la noche en
vela. El gobernador, muy atento, nos hizo tomar café con limón, para
curarnos el terrible malestar y, solícitamente, me ofreció la única cama
que pudo conseguir, muy amplia, donde tuvimos que aco-modarnos
mis tres hijas y yo.

Al día siguiente, el soroche nos había pasado y, con nueva alegría,


ante el maravilloso panorama de la puna mañanera, las chicas se sol-
taron de los brazos de sus cuidadores, echándose a correr y jugar por
la hermosa llanura que cuajada de pasto amarillento y de variadas y
diminutas flores, ofrecía un lindo espectáculo bajo el cielo profunda-
mente azul. Ellas estuvieron correteando y recogiendo flores hasta
cansarse. La belleza del paisaje era suave y apacible. El ambiente se
veía penetrado de una luz fina y pálida, como de una acuarela, com-
pletándolo el grupo bullicioso de las rubias chiquillas.

122
Antonia Moreno de Cáceres

En el penoso trayecto por la puna, Antonia Moreno y sus hijas pade-cieron


el soroche o mal de altura, que se les procuró aliviar dándoles de tomar
café con limón. En la vista, Morococha, asiento situado a 4,550 metros
sobre el nivel del mar, entre Casapalca y La Oroya.

123
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Antes de dejar Pachachaca, el amable gobernador nos obsequió


con otra rica cazuela de gallina, papas amarillas con ají, huevos y que-
so, que son los guisos favoritos en la sierra para agasajar a los huéspe-
des de honor. Dando las gracias al gobernador, partimos admirando
la dilatada belleza de la puna, por la ruta que nos conduciría a La Oro-
ya. El camino continuaba por las crestas de los Andes, cubiertas de
cristalizaciones reverberantes en la alta cordillera, siempre coronada
de una alba diadema. Ya habían desaparecido el musgo amarillo y las
frágiles y lindas florecillas; ya no se veía sino aquellas pesadas y adus-
tas moles, cuyas blancas siluetas permanecían enhiestas, despidiendo
fulgores al recibir los primeros rayos del sol.

En la inmensidad de la cordillera, Cáceres, sobre su famoso caballo


“El Elegante”, proseguía entre precipicios y abismos aterradores,
escrutando lejanos horizontes, en su camino al sacrificio. En pos de
sus huellas, los soldados humillaban con su arrojo a los soberbios
Andes, rompiendo con los cascos de sus caballos, los roqueños
penachos, erguidos hasta esfumarse en las nubes. Así continuaron
nuestros bravos guerreros, lenta, penosamente por las escarpadas
rocas, las agrestes cimas, las blancas y heladas sábanas de nieve,
sufriendo resignadamente, pero soñando con arrancar un rayo de
gloria al destino, encontrándolo más tarde en las batallas de Pucará,
Marcavalle y Concepción. Era emocionante contemplar ese desfile
luchando hasta contra la naturaleza y marchando con brío en busca
de la gloria.

En Concepción, el combate fue sin cuartel, no quedó un solo ad-


versario vivo. Los chilenos habían cometido muchas extorsiones, in-
cendios, asaltos y ultrajes a las infelices indias: los indígenas estaban
furiosos y juraron vengarse, aprovechando de la batalla de Concep-
ción. Los chilenos se habían parapetado dentro de la iglesia y cuando
los indios se acercaban eran victimados impunemente. Éstos, pues,
enfurecidos, viendo que los enemigos no presentaban cuerpo y que

124
Antonia Moreno de Cáceres

ellos eran asesinados cruelmente, decidieron obligarlos a batirse; y


para desafiarlos prendieron fuego a la iglesia. Los chilenos no tuvie-
ron más remedio que presentar combate. Los guerrilleros entusiasma-
dos los recibieron con sus rejones (especie de lanzas). Los enemigos
se defendieron con bayoneta; pero, en la terrible lucha, los indios más
adiestrados tratándose de combate cuerpo a cuerpo, arremetieron
contra ellos con tal odio que, desechando toda compasión los ultima-
ron, sin perdonar la vida a uno solo. Para los chilenos fue éste un duro
golpe, porque perdieron, según dicen, al batallón “Buin”, el mejor y
más distinguido que ellos tenían. Murieron con gloria, aunque obliga-
dos a batirse. Este episodio ocurrió en julio de 1882.

Nosotros, después del paso de la cordillera que dejo anotado en


el acápite anterior, seguimos a La Oroya y después a Tarma adonde
llegamos a las seis de la tarde. La población era simpática, el clima
suave, y la campiña linda. Se llegaba a la ciudad por una hermosa
avenida ornada de árboles frondosos. El subprefecto y numerosa

En esta imagen de
procedencia chilena
se ve al jefe patriota
Juan Gastó encabe-
zando el asalto final
sobre la guarnición
enemiga.

125
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Plaza de Concepción, como la vio el viajero suizo Charles Wiener pocos


años antes de la guerra. En julio de 1882 fue escenario de una aplastante
victoria peruana. Sus vecinos notables, liderados por Luis Milón Duarte,
fueron de los más fervientes partidarios de un entendimiento con Chile.

126
Antonia Moreno de Cáceres

“Los chilenos habían come-


tido muchas extorsiones,
incendios, asaltos y ultra-
jes a las infelices indias: los
indígenas estaban furiosos
y juraron vengarse”, lo que
consumaron en Concep-
ción, anota Antonia More-
no. Pero a ello siguió una
represalia sangrienta pues
aunque en fuga precipita-
da, las huestes del coronel
Estanislao del Campo sa-
quearon, incendiaron, ul-
trajaron y mataron.

127
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

comitiva salieron a recibirnos, acogiéndonos con la mayor amabilidad.


Nos sentíamos felices al encontrarnos tan afectuosamente rodeadas y
en tan grato ambiente.

La autoridad del lugar nos alojó en una casona espaciosa y


cómoda; pero no pudimos permanecer en ella porque el ayudante
de Cáceres, capitán José Miguel Pérez, que seguía al lado nuestro
desde la escapatoria de Lima, tan pintoresca como arriesgada, cayó
gravemente enfermo con tifus, poniéndose a las puertas de la muerte.

Cuando entré en su habitación, estaba tieso, con los ojos fijos


y la lengua trabada; casi estaba en agonías. Era una obligación de
humanidad salvar la vida de este valiente y leal servidor de la patria;
y, a pesar del peligro de un contagio, una buena mujer “Natico” y
yo nos dedicamos a luchar por su restablecimiento. Ella empleó el
tratamiento usado en la sierra para combatir tan terrible mal: un
lavado interno de cocimiento de yerba santa con verbena y suero
clarificado; el efecto de este desinfectante es maravilloso.

Parece que el tifus es una infección intestinal y estas yerbas tienen


la propiedad de purificar la sangre; y una vez que los intestinos que-
dan limpios el mal desaparece.

Después de este tratamiento, Pérez recobró la vida. Yo temía el


contagio para mis hijas; y dejando al ayudante a salvo, pasamos a ins-
talarnos a la subprefectura, que era un elegante y cómodo edificio,
con dos buenos departamentos independientes.

Allí esperamos la llegada de Cáceres, seguido siempre de sus tro-


pas; no desmayaba un instante, pensando con tenacidad en su ardien-
te ideal: ver la patria libre.

128
Antonia Moreno de Cáceres

En esta antigua fotografía se aprecia la entrada a Tarma por la “hermosa


avenida ornada de árboles frondosos”, descrita por Antonia Moreno.

129
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Tarma, población eminentementre rural en el siglo XIX, como se aprecia


en este grabado impreso en el libro de viajes de Herndon y Gibbon. Al
dejar Cáceres Chosica, tuvo en mente establecer su cuartel general en
Tarma, pero se precipitarían los encuentros con los chilenos obligándolo a
retirarse por Junín, Huancavelica y Ayacucho.

Habiéndose visto obligado a retirarse de la hermosa quebrada de


Chosica con todo su ejército, venía a Tarma para establecer allí su
cuartel general. En todos sus movimientos militares, cada vez que
había peligro de combatir, nos enviaba lo más lejos posible para que
no corriéramos el riesgo de encontrarnos en plena lucha.

Pocos días después de nuestro arribo a Tarma, como se aproxi-


masen las tropas enemigas en son de batalla, tuvimos que ir a Jauja,
en compañía de todo el ejército, de los ayudantes y de Cáceres. Su pri-
mo, Leoncio Samanez Ocampo, mozo muy distinguido y de buena
presencia, educado en Europa y rico, venía con nosotros. Como fuese
alegre y buen conversador, era una amable compañía. Este tenía gran
cariño por su primo. A Hortensia le había obsequiado un lindo y
brioso caballo, que ella montaba sin miedo, a pesar de ser el animalito
muy inquieto.

130
Antonia Moreno de Cáceres

Yo protestaba que la dejasen cabalgar en tal bestia, por temor de


que la hiciese caer; pero Cáceres, orgulloso de verla manejar sin temor
a tan hermoso animal, me reñía diciéndome que no la enseñase a ser
cobarde, ya que a ella le encantaba dominar a su fogoso potro con
verdadera osadía.

Mientras estuve en Tarma, recibí la visita del dictador Piérola; des-


pués de sus conferencias políticas con Cáceres, solicitó conocerme.
Se presentó uniformado de general; vino acompañado de su estado
mayor. Se destacaba por su arrogancia y alta estatura don Aurelio
García y García, que vestía impecablemente.

Piérola estuvo muy amable en su trato; le hizo cariños a Hortensia


diciéndole: “Voy a ver a tu papá, ¿qué quieres que le diga?”.

Su hijo Nicolasito le acompañaba; era su ayudante. Éste y todos


los demás vestían de uniforme, elegantemente puestos.

Piérola permaneció unos días en Tarma, siguiendo después viaje


para Ayacucho, donde se había organizado un congreso, el cual le
concedió a Cáceres el grado de general, y Piérola lo nombró jefe su-
perior de los departamentos del Centro.

Su hijo Nicolasito era muy simpático. Se decía que el dictador tenía


la intención de reorganizar el ejército peruano; pero no pudo llevar
a cabo tal proyecto porque ya la mayoría no lo aceptaba como jefe.

Había sido reconocido en Lima el doctor Francisco García Calderón


como presidente provisorio de La Magdalena, y el contralmirante
Lizardo Montero como primer vicepresidente, residente en Arequipa.
Todo era un desbarajuste con estos nombramientos y la permanencia
de los chilenos en Lima.

131
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Las Memorias de Antonia Moreno no guardan necesariamente una


coherencia cronológica. Cita episodios conforme los va recordando y así,
por ejemplo, el combate de Concepción es rememorado antes de la retirada
de Chosica. Por ello es muy difícil saber realmente cuándo fue que se vio
con Piérola. Dice en estas líneas que fue luego de que éste conferenciase
con Cáceres en Tarma y antes de que pasase a Ayacucho donde se había
organizado un Congreso. De ser así, la entrevista tendría que haber
ocurrido durante su primera salida a La Breña. Pero invalida esta
suposición el hecho de citar que durante la entrevista tenía en su compañía
a una de sus hijas. Recuérdese que las sacó de Lima recién en su segundo
viaje, posiblemente en octubre. Lo más probable es que Piérola volviese a
pasar por Tarma solo luego de su derrocamiento, en tránsito de Ayacucho
a Lima, finalizando 1881.

132
Antonia Moreno de Cáceres

Poco a poco, se fueron pronunciando en contra del dictador, sien-


do las fuerzas del Centro las últimas en desconocer la autoridad de
Piérola. Quedó, pues, solo aquel ejército al frente de la defensa de la
patria, combatiendo sin descanso por el honor del Perú.

Cáceres se ocupaba personalmente del bienestar de sus soldados,


a quienes quería como hijos, acercándose a la hora del “rancho” para
probarlo y asegurarse de que estuviese bien guisado. Los soldados,
al ver tal gesto de su jefe, ponían cara alegre y se reían. Le llamaban
“Tayta” cariñosamente, cuando veían que el tomaba la cuchara y les
preguntaba si estaba bien.

En una fiesta que pasamos en Tarma hubo una nota poética, muy
original. Debía pasearse por las calles una procesión. Momentos antes
apareció una partida de indios muy bien trajeados, llevando en los
ponchos flores deshojadas que arrojaban al suelo formando frescos
tapices de diversos colores y dibujos, verdaderas obras de arte, sin
llevar ningún modelo que imitar. En seguida pasaba la procesión que
era presenciada con devota unción.

Nuestro primo, Leoncio Samanez Ocampo, continuaba a nuestro


lado, haciendo pasear sobre el caballo, que él le había regalado, a mi
hija Hortensia. Ella acababa de aprender a montar, y Leoncio se daba
el gusto de lucirse en el arrogante potro, mientras permanecía a su
lado, con la elegancia de un verdadero parisién.

Hermosa y triste fue esta retirada de Tarma a Jauja: seguimos con


los valerosos y sufridos soldados de la resistencia nacional, que ape-
nas contaban con unos pocos elementos guerreros, pero sin decaer
en su abnegado amor a la patria. Cáceres trataba con severidad a sus
tropas, pero al mismo tiempo con cariño; y ellos estaban siempre
listos a sacrificar su vida.

133
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Cáceres condujo la retirada de Chosica a Junín en los primeros días de


1882. Lanzó una proclama en Casapalca denunciando la traición de
Piérola, quien apenas llegado a Lima se entrevistó con Patricio Lynch.

134
Antonia Moreno de Cáceres

Esta retirada a Jauja tenía la belleza severa del paisaje: los negros
cerros se sucedían, tétricos y en formas fantásticas, enormes bloques se
destacaban semejando figuras humanas; parecían gigantescos monjes
encapuchados, y tristes almas en pena, condenadas a vagar por aquellas
agrestes soledades. Allí, a los pies de esos espectros de piedra, hizo
alto el ejército que, cansado por la dura travesía, necesitaba unas horas
de reposo restaurador de sus fuerzas agotadas. Era impresionante el
cuadro que presentaban las siluetas de piedras sombrías, en contraste
con los uniformes militares y los vistosos y amplios trajes de las buenas
indiecitas serranas. Nosotras, que también estábamos algo fatigadas,
descansamos frente al campamento de nuestros soldados, quienes al
vernos llegar junto a ellos, se sintieron muy halagados y no cesaban de
sonreímos y de mirarnos cariñosamente. A mí me llamaban en toda la
sierra “mamá grande”.

Cuando Cáceres estaba aún en la quebrada, García Calderón fue


proclamado presidente provisorio (en 1881) por un congreso reunido
en la escuela militar de Chorrillos, cuyo presidente fue don Francisco
de Paula Muñoz. Este congreso envió comisionado a Cáceres a don
Agustín Zapatel, para que mi marido reconociese al gobierno provi-
sorio de García Calderón.

Cáceres remitió a ese enviado a Ayacucho a entrevistarse con el


dictador, que todavía desempeñaba el gobierno del Perú. Zapatel, que
había llevado amplios poderes, ofreció a Cáceres la segunda vicepre-
sidencia, que no fue aceptada por mi marido, pues su única ambición
era dejar limpio el nombre del Perú.

Algún tiempo más tarde, volvieron otros comisionados con


nuevas propuestas: el doctor Luis Carranza, José María García,
Químper Flores Chinarro, y el doctor Salvador Cavero. Estos señores
hablaron a Cáceres, de los esfuerzos que García Calderón hacía en
Lima para lograr una paz honrosa. El ministro americano, Mister

135
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Hurbult, había ofrecido sus buenos oficios, pero no se llegó a ningún


acuerdo. Cáceres manifestó a esos señores que él no se oponía a una
paz justa; pero que permanecería al frente de su ejército, mientras no
se terminasen aquellos arreglos. De estos comisionados quedó al lado
de Cáceres, como secretario general, el doctor Salvador Cavero; el
doctor Químper volvió a Lima, y los otros dos se quedaron en Tarma.

Un día, en Jauja, mientras Cáceres, sus ayudantes y nosotras


almorzábamos, llegaron llorando una indiecitas. Anunciaban que
tropas enemigas se habían presentado a dos leguas de Jauja, en el
cerro de la Samaritana, que dominaba la ciudad. Cáceres, siempre
sereno ante el peligro, temiendo sin embargo, en ese instante
que nosotras pudiésemos caer en manos del invasor, se sintió
bruscamente confundido. Lo vi tan angustiado y aturdido que para
hacerlo reaccionar, le grité en tono de reconvención: “Anda tú, ocúpate
de tus soldados, que yo me ocuparé de salvar a nuestras hijas”. Cáceres, al
ver mi serenidad, se cogió la cabeza con las manos, exclamando:
“¡Qué mujer! ¡Qué mujer! Haz lo que te parezca bien”. Y, sin tiempo para
despedirse, corrió precipitadamente a ponerse al frente de sus tropas,
para impedir el avance del enemigo sobre la ciudad.

Felizmente, los chilenos no avanzaron y todos pudimos continuar


la retirada al interior. Habíamos pasado horas de terrible ansiedad.
Los ayudantes, rápidamente, se alistaron para salir con su jefe; iban y
venían de un lado a otro preparando sus armas.

Al ver estos ajetreos militares, mi segunda hijita que era una chi-
quilla audaz y valiente, corrió a uniformarse con un vestidito de
soldado que le habían hecho a pedido suyo, y escondida detrás de una
puerta, al pasar su padre salió presentándole armas, con una diminuta
carabina, y cuadrándose le dijo: “Yo también voy contigo, papá”. Cáceres,
con una caricia, la convenció de que debía quedarse con nosotras.
Él y sus ayudantes, a pesar de los trances apremiantes por los que

136
Antonia Moreno de Cáceres

atravesábamos, se echaron a reír, al ver a esta “pipiola” con arranques


a lo Juana de Arco.

Cáceres, al partir para impedir el avance de las tropas enemigas


que ya coronaban las alturas de Jauja, había ordenado: “Hagan lo que
disponga la señora”. Yo mandé que ensillasen nuestras bestias y sin equi-
paje, pues no había tiempo que perder, salimos acompañadas de la
servidumbre y de Basurto, relacionado de mi marido.

Llegamos por la noche a la hacienda de Valladares en Concepción,


pueblo donde existe la leyenda de los tesoros fabulosos de la prince-
sa Catalina Huanca, quien según dicen algunos, era descendiente del
Inca Huayna Cápac. Aceptando la tradición de la familia de Cáceres,
él pertenecía por su abuela materna, apellidada De la Cueva, al linaje
de Catalina. Un día Hortensia le preguntó si era verdad esta referen-
cia, y él respondió que sí, porque siempre lo había oído decir en su
casa. Cáceres, por su abuelo paterno, era de origen español; descen-
día de don Diego Cáceres y Mendoza, grande de España, conde la
Unión, marqués de Villa Señor. El abuelo de mi marido, que vino
de España, era adelantado y capitán general; se radicó en Ayacucho,
donde se casó con la señora Josefa de Oré, también de origen espa-
ñol. Era hermano del mayorazgo, don José Manuel Cáceres Mendoza,
quien se instaló en Santiago de Chile, y se casó allí con doña Francisca
de Paula, hija mayor del marqués de casa Larrain. Don Tadeo era pro-
pietario de la Quebrada de Pampas con varias haciendas.

Volviendo a nuestra violenta retirada de Jauja, diré que Vallada-


res y su señora nos atendieron muy amablemente, y nos obsequiaron
la famosa mantequilla que se elaboraba en su propiedad. Como los
chilenos nos seguían, picándonos la retaguardia, no nos dejaban mu-
chos días de reposo, así es que en la mañana siguiente tuvimos que
continuar la marcha a Huancayo, habiéndonos detenido un rato en el
hermoso convento de Ocopa, de los padres misioneros Descalzos.

137
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

“A mí me llamaban en toda la sierra mamá grande” (Antonia


Moreno).

138
Antonia Moreno de Cáceres

Varias veces se vio tur-


bada la tranquilidad de
Jauja en los años de la
guerra, al ser sucesiva-
mente ocupada por los
invasores chilenos y por
las huestes de la resisten-
cia patriota.

El ambiente está allí impregnado de misticismo, en su belleza serena


y sus viejos árboles, bajo cuya frondosidad se ve deslizarse las tenues
siluetas de los ascéticos monjes, penetrando en el silencioso santuario
de aquel célebre monasterio, invitándonos al recogimiento, perdién-
dose luego entre las sombras de la tarde. Los monjes, muy amigos de
Cáceres, nos recibieron con todos los honores, haciéndonos amable-
mente visitar el templo y sus jardines.

En Huancayo pudimos permanecer solo pocos días. La población


es atractiva, la calle Real muy bonita, amplia y alegre.

139
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Los vestidos de las mujeres del pueblo son originales: especie


de túnicas azul oscuro, muy ceñidas al cuerpo, a modo de camisa
ligeramente abierta en el cuello y el pecho. Alrededor del vestido llevan
un delantal guarnecido de una franja de colores y dibujos variados.
Los manguillos que usan en los brazos son lindos: sobre terciopelo
color granate, azul o morado, bordan con lana diferentes flores u otras
figuras. Una elegante faja bordada se ajusta a la cintura, y un pequeño
manto al que llaman rebozo les cubre las espaldas. En la cabeza, una
tela de color oscuro les cae hacia atrás, y completan su vestido con
los “tupus” de oro o plata cincelados; éstos son prendedores, con los
cuales sujetan sus rebozos.

Otro detalle pintoresco y agradable de ver son las alegres ferias


dominicales de todos los caseríos vecinos. Llevan los indios, para ven-
der, sus mejores caballos, vacas, ovejas y otros animales; las ricas pie-
les de vicuña, alpacas, llamas; chucherías en cerámica, y otros objetos
que cambian o venden, contribuyendo a la belleza del lugar.

Al llegar nosotras a la ciudad, el señor Peñaloza tuvo la amabilidad


de ofrecernos su casa, dándonos en ella amable hospitalidad.

A pesar de estar tan contentas en Huancayo, nos vimos forzadas a


proseguir nuestra peregrinación a Pucará, presididas por una comitiva
encabezada por el ayudante, capitán José Manuel Pérez. Al llegar a
este simpático pueblo, nos hicieron una magnífica recepción, a la
usanza del antiguo imperio del Sol. Se acercaban lindas comparsas
de indios lujosamente vestidos; venían alrededor nuestro bailando,
cantando y arrojando mixtura de fragantes pétalos sobre nuestras
cabezas y sobre el suelo que pisábamos. Una india cogía las bridas de
nuestros caballos, mientras las otras seguían danzando y prorrumpían
en estruendosos: “¡Viva mamá grande! ¡Viva el tayta!”.

140
Antonia Moreno de Cáceres

A decir de Antonia Moreno, su ilustre esposo tuvo entre sus antepasados a


Catalina Huanca, descendiente del gran Inca Huayna Cápac, dibujado en
esta imagen por Guaman Poma.

141
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Algunos de los indios estaban disfrazados y enmascarados, dando


fuetazos en el aire, y todos vestían con originalidad y lujo. Otros de
ellos se habían colocado sobre las cabezas y hombros, pieles de fieras,
águilas, etc., que inspiraban algún temor. Para saludarnos, querían de
rodillas besarnos las manos.

Para los indios Cáceres era la reencarnación del Inca; por eso se
postraban delante de él; pero a Cáceres no le gustaba este tributo y les
decía: “Un hombre nunca debe ponerse de rodillas delante de otro, levántate”.
Ellos, sin embargo, insistían, llamándole “Tayta” con tanto cariño,
que lo conmovían. De esta hermosa recepción en Pucará, guardo una
visión de plateada luz y de color fresco, lleno de matices. Los movi-
mientos de los danzantes eran asimismo, alegres y rítmicos.

Estas demostraciones cariñosas nos alentaban y daban fuerzas


pará sufrir con ellos y luchar hasta verlos libres de la opresión ene-
miga. Al hacer nuestra entrada a la placita del pueblo, repicaron las
campanas de la iglesia, y las autoridades nos agasajaron con el clásico
banquete de honor.

Estando nosotras en Pucará, llegaron el general Echenique,


Alejandro Montani y un escritor, Benito Neto. Al enterarme por
el gobernador de que dichos señores le habían pedido bestias para
la madrugada siguiente, le encargué retenerlos y, por medio de un
chasqui (correo), escribí al subprefecto de Huancavelica, Castellanos,
ordenándole que no los dejara pasar porque iban a reunirse en
Ayacucho con las tropas sublevadas de Arnaldo Panizo, quien había
hecho prisionero al coronel Remigio Morales Bermúdez, encargado
por mi marido del departamento huamanguino.

Nosotras salimos de Pucará, instantes después que ellos, y les dimos


alcance en Ñahuimpuquio (aldea de Marcavalle), encontrándolos
tirados en el suelo y recostados en el corredor de la casa sobre los

142
Antonia Moreno de Cáceres

pellones de sus monturas. Estaban con hambre, porque los indios se


habían negado a darles de comer; pero, al verme, éstos me dijeron:
“Mamay, a estos mistes traicioneros no hemos querido darles nada, porque no son
amigos del Tayta”. Mistes es término despreciativo entre los indígenas,
refiriéndose a los blancos cuando son malos amigos. Para nosotras
habían preparado un gran almuerzo. Yo les dije a las autoridades: “A
esos señores también deben servirles”. Entonces los atendieron.

El convento de Ocopa conserva en nuestros días la belleza serena im-


pregnada de misticismo que allí contempló Antonia Moreno. No se ha
estudiado aún con detalle la participación de los franciscanos a favor de
la resistencia patriota. Fue sin duda destacable, al punto que dos frailes
figuraron comandando contingentes guerrilleros, Mendoza en Huari-
pampa y Ames en Concepción. Cáceres tuvo allí muy buenos amigos.
Fotografía de Milagros Martínez Muñoz.

143
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

G. Ponce ha hecho este retrato de Joaquina Ávila de Lindo, muerta


heroicamente en la resistencia de Sicaya, el 19 de abril de 1882. Vestía
conforme a la descripción hecha por Antonia Moreno.

144
Antonia Moreno de Cáceres

Después de corto descanso, seguimos el viaje a Izcuchaca,


donde llegamos por la noche. El gobernador del pueblo anterior
nos había preparado fiambre para el camino; y éste de Izcuchaca
nos tenía listo el mejor alojamiento, en la plaza amplia y solitaria,
con un sello de tristeza. Yo no contaba con tranquilidad, pensando
que Cáceres quedaba batiéndose en Pucará, a distancia de pocas
horas. El combate allí fue recio. Cáceres, al tener que subir y bajar
constantemente varios montículos para buscar buenas posiciones a
sus soldados, casi cae prisionero. Era el suyo un grupo que impedía
el avance del ejército atacante. Cáceres, a todo trance, quería salvar
el grueso de las tropas del Centro. Por eso resistía, con pelotones
que distribuía estratégicamente, entre los peñascos. En una de esas
correrías, se aflojó la cincha de su montura y fue necesario y urgente
bajarse del caballo para ensillarlo de nuevo. Los chilenos no perdían
de vista esta maniobra, que ponía en peligro la vida de Cáceres, por
lo cual lanzaron un piquete de caballería que había descubierto el
vado del río que los separaba, y que se abalanzó para atrapar a mi
marido. Pero éste, que tampoco se descuidaba en la observación del
enemigo, se había dado cuenta del plan chileno y rápidamente ordenó
a su escolta y a su cuerpo de ayudantes que contuviesen el paso de
los atacantes. Los peruanos se lanzaron entonces desesperadamente
sobre aquellos, haciéndoles fuego graneado hasta ponerlos en fuga.
Mientras tanto, Ricardo Bentín, uno de los ayudantes, engreído de
Cáceres, tuvo un hermoso y valiente gesto para ayudar a su general: se
bajó de su caballo y se lo ofreció ensillado a Cáceres. Así pudo librar
a su jefe de la muerte porque Cáceres decía que antes de dejarse coger
se habría dado un tiro. Otro episodio más fuerte y doloroso ocurrió
en la batalla de Pucará: mi marido era el blanco de los proyectiles
enemigos. Como ocupaba el sitio de mayor peligro, dirigiendo
personalmente el batallón “Zepita”, las balas chilenas arreciaban
en su rededor. Cáceres era alto y de figura marcial, de modo que se
destacaba entre muchos. Como la mayor parte del ejército estaba
preparado para atacar a los chilenos desde las alturas del llamado

145
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

cuello de Marcavalle y éstos no se decidían a avanzar, Cáceres dio la


orden de que bajara una compañía haciendo fuego sobre el enemigo,
incitándolo así a continuar la batalla.

El comandante Navarro siempre tan arrojado y valiente, se abalanzó


contra ellos disparando su arma y adelantándose a la compañía. A los
pocos minutos cayó fulminado por un balazo enemigo. Seguramente
a causa de su estatura y por vestir como Cáceres un cubrepolvo
de seda china, los chilenos lo confundieron con mi marido. Todos
sentimos la muerte de este generoso y valiente jefe que tanta falta
había de hacernos.

Nosotras habíamos partido momentos antes de comenzar esta ba-


talla gloriosa para las armas peruanas. Con la angustia de saber que
el ejército del Centro marchaba perseguido de cerca por el enemigo,
nos levantamos muy temprano y fuimos a visitar el caudaloso río y el
famoso puente de piedra que mandó construir el gran mariscal don
Ramón Castilla, cuyo retrato de relieve decora dicho puente.

La contemplación del hermoso paisaje que teníamos delante


y la brisa pura que aspirábamos hicieron que tener el capricho de
almorzar allí al aire libre y en medio del tupido follaje que nos rodeaba.
Los indios que estaban siempre dispuestos a servirnos corrieron
a traernos papas amarillas con ají, huevos duros y otras golosinas.
Nosotras reíamos viéndonos trasformadas en simples pastoras de
otros románticos tiempos, dejando el señorío de lado. Nos hacía gracia
este rústico cuadro, en plena naturaleza. Los trajes multicolores de las
serranas daban notas alegres en contraste con los severos uniformes
de nuestros soldados que iban llegando después de la batalla. En
primer lugar, vimos a los jefes y oficiales de la maestranza. En cuanto
los divisamos, corrimos hacia ellos pidiéndoles noticias. “Señora -me
dijeron-, los chilenos hicieron marchas forzadas para alcanzarnos en Pucará.
El combate empezó a las 6 de la mañana del 5 de febrero de 1882 y estamos

146
Antonia Moreno de Cáceres

triunfando. El grueso de nuestras tropas nos sigue. El general se ha quedado aún


batiéndose al frente de un puñado de valientes para cubrir la retaguardia”.

La nueva de la victoria nos colmó de entusiasmo; pero mi corazón


estaba angustiado: el arrojo de Cáceres, al contener al enemigo con
solo unos pocos soldados me tenía llena de inquietud; podía salir
herido o caer prisionero. Hubo un momento en que corrió este
peligro.

Esta fotografía es de Luis Cárdenas Raschio. Campesinos llegando a


Huancayo en son de fiesta para participar en la famosa feria dominical.

147
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Hermosa fotografía de la salida de Huancayo por Tambo, captada


por Sebastián Rodríguez. Por entonces la capital de Junín era Cerro de
Pasco, pero la ciudad de Huancayo era más visitada. Solo contados días
estuvieron allí Antonia Moreno, sus hijas y una pequeña escolta, pero
fueron suficientes para fijar recuerdos imborrables, sobre todo de sus
pobladores.

148
Antonia Moreno de Cáceres

Habiendo vencido los peruanos en esta batalla, pasaron las tropas


al pueblo de Izcuchaca. Yo iba indagando a todos los oficiales que
llegaban, recibiendo de ellos las últimas noticias halagadoras de que
la victoria había sido nuestra. Pero no quise alejarme de Izcuchaca sin
ver a Cáceres después del combate, temerosa de que, a última hora,
lo hubiesen herido, cosa que no era imposible porque casi siempre
en las batallas él entraba en las primeras líneas de fuego. Así, pues,
resolví esperarlo, aunque nos separaba del enemigo solo una jornada
de camino, pero, como yo disponía siempre de magníficas bestias que
los patriotas me obsequiaban, en último caso podría escapar. Con-
siderando imprudente retener conmigo a mis hijas, en esos críticos
momentos, las hice salir al pueblo de Acobamba, acompañadas de su
mama Manonga, quien las criaba con cariño y era una excelente mujer
de toda mi confianza; de la muchacha Martina, leal servidora mía; de
Juan de la Quintana, sobrino de mi marido, muy caballero y correcto,
y del mayordomo Gregorio, antiguo servidor también.

El capitán Pérez quedó para acompañarme y esperar a su jefe.


A las 10 de la noche vi llegar a Cáceres con su pequeño ejército,
quienes a pesar del triunfo conquistado, denotaban cierto aire de
tristeza causada, indudablemente, por todos los amigos que habían
quedado sobre el campo de batalla. Con mi marido no se podía hablar
aquella noche; estaba excitadísimo, molestándose porque le había
esperado y haciéndome salir en seguida a reunirme con mis hijas.
La muerte, tan trágica, del comandante Ambrosio Navarro, le había
enfurecido: después de 7 horas de combate, cuando ya la victoria
era nuestra, cayó fulminado este pundonoroso jefe, como ya queda
relatado. Este noble militar fue uno de los más bravos defensores del
Perú y de los más leales colaboradores en la campaña de La Breña; su
muerte conmovió a mi marido hondamente. Comprendiendo, pues,
su justificada pesadumbre, opté por no importunarlo, dirigiéndome
en seguida al pueblo de Acobamba o Acostambo (no recuerdo el
nombre) donde encontré a mis hijas tomando desayuno con pan

149
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

frio y miel con cáscaras de naranja. Inmediatamente nos pusimos en


marcha para Huancavelica y en el trayecto hicimos alto en la hacienda
Acobambilla, donde no hallamos ni un ser viviente ni a sus dueños; así
es que, no habiendo quien nos atendiera, permanecimos sin alimento
cobijándonos bajo el techo de un corredor para guarecernos del frío.
Los escasos indios que se veía por allí decían: “No hay nada, mamay”.
Era el atardecer; las horas corrían y no encontrábamos a nadie que
viniera para aliviarnos el hambre que ya nos molestaba. Leoncio
Samanez Ocampo, primo de mi marido, que nos acompañaba, salió,
como nuevo caballero andante, a recorrer la campiña en ayuda de
las damas desamparadas. Nosotras a caballo, esperamos un buen
rato antes de recibir auxilio. Al fin regresó nuestro gentil pariente,
trayéndonos un pollo y papas, así como un indio a quien le ordenó
preparar la cena. La más pequeñita de mis hijas disputaba con las
mayores para que le cediesen las patas de la gallina. A esas alturas,
con el apetito que nos acosaba, la obscuridad de la noche y la soledad
que nos envolvía, la frugal colación nos pareció un manjar milagroso.

La idea del Inca estuvo


presente entre varios pueblos
andinos durante la Campaña
de La Breña. Cáceres recibió
tratamiento de Inca en
Pucará; Tomás Laymes actuó
como Inca en Colca y un
anónimo Inca fue colgado
en la Pampa de la Quinua
acusado de ser “iscay uya”,
lo que equivale a decir, de dos
caras. Grabado del S. XIX.

150
Antonia Moreno de Cáceres

Vista actual de Pucará, cuyos pobladores son celosos custodios de una


historia pródiga en jornadas gloriosas. Allí libró Cáceres dos combates en
1882, en retirada el 5 de febrero y en contraofensiva el 9 de julio, ambos
victoriosos. Fue singularmente emotiva la recepción que brindaron al
Jefe de La Breña y a su familia, en los días finales de enero de aquel año.
Fotografía de Demetrio Rendón Willka.

Estos jóvenes campesi-


nos que hoy viven entre
Marcavalle y Ñahuimpu-
quio, recuerdan con sin-
cera emoción los hechos
heroicos de sus ancestros.
Fotografía de Demetrio
Rendón Willka.

151
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Del testimonio de Antonia Moreno se infiere que Piérola despachó desde


Lima a varios de sus prosélitos para que se unieran en Ayacucho al coronel
Panizo, que iba a tener un desacuerdo con Cáceres. Sin ser molestados por
los chilenos que iban en persecusión de los breñeros, pasaron Echenique,
Montani y Benito Neto. Nuestra heroína intentó impedirles el tránsito,
pero luego se mostró condescendiente, al parecer para evitar que fueran
víctimas de los guerrilleros de Ñahuimpuquio.

152
Antonia Moreno de Cáceres

En esta casa en ruinas, en el camino de Pucará a Marcavalle, se alojó la


jefatura de la guarnición chilena hasta que fue atacada de sorpresa y
puesta en fuga en julio de 1882. Foto grafía de Demetrio Rendón Willka.

153
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Histórico puente de Izcuchaca, en imagen impresa en el libro de viajes de


Middendorf (1893-1895). Fue posición estratégica a lo largo de toda la
campaña de La Breña.

154
Antonia Moreno de Cáceres

Después, cuando llegamos a Huancavelica, tuvimos amplia com-


pensación a estas privaciones. El caballeroso doctor Epifanio Serpa
nos recibió y atendió espléndidamente, alojándonos en su amplia y
cómoda residencia. Él, su señora y sus hijas nos colmaron de finezas.
Para vernos mejor servidas la señorita de la casa entraba a la cocina
vigilando que todo estuviese bien preparado. Mis hijitas estaban en-
cantadas porque en el patio de la casa colonial serpenteaba el cinabrio
y las chicas corrían para atraparlo y jugar con las bolitas plateadas que
formaba. Guardamos el más grato recuerdo del trato señorial de esta
amable familia cuya cortesía y bondades no podemos olvidar.

El doctor Serpa, que ocupaba una alta situación social en el


departamento de Huancavelica, fue muy adicto a Cáceres y tuvo la
gentileza de obsequiarle un suntuoso bastón que había pertenecido
al gran mariscal Ramón Castilla. Era de carey, con puño de oro
terminando en gran topacio y llevando otros más pequeños,
circundándolo más abajo. Una valiosa joya que mi marido usó siempre
durante sus dos períodos presidenciales.

Huancavelica es ciudad fría, casi glacial. Allí permanecimos unos


pocos días. Tiene un sello muy particular, el ambiente entristece, el
musgo crece entre las grietas de los muros y hasta en los frontispicios
de sus iglesias. Altos tunales se desarrollan y decoran este paisaje de
puna.

Como nuestra precipitada salida de Jauja nos había dejado sin


equipaje, yo tenía que aprovechar los pocos momentos que me deja-
ban libre para coser la ropa a mis hijas. No había aún terminado de
preparar lo necesario, cuando tuvimos que continuar la odisea con
Cáceres y todo el ejército que se dirigía a la ciudad de Ayacucho.

Esta travesía estuvo aún más llena de penalidades: en el primer


alto que hicimos al dejar la ciudad de azogue, llegamos a la hacienda

155
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

de doña Margarita Lozano, quien hizo gala de avaricia. Nos ocultó


todos los comestibles. Sólo conseguimos, después de mucho pedir,
que nos ofreciera a nosotras, a Cáceres, a sus ayudantes y a algunos
otros jefes, una sopa de agua con pan remojado y carnero que tenía
mal gusto. Como viese ella que yo no le hacía los honores a su desa-
gradable potaje, me ofreció dos huevos, los cuales partí entre mis tres
hijitas.

Los ayudantes de Cáceres que en su mayor parte eran muchachos,


no perdían el buen humor, a pesar de la vida de sacrificio que llevaban.
Se pusieron de acuerdo para jugársela a la avarienta señora que no
sentía piedad por estos hijos heroicos de la patria martirizada y le
hicieron creer que el coronel Arciniega algo voluminoso de estampa,
era el señor obispo, a quien le hacían la mar de reverencias, llamándolo
“su ilustrísima”. Así pensaban ellos que obligarían a doña Margarita

Fue prolongado el primer combate de Pucará y los patriotas presentaron


varias líneas de resistencia, desde el río hasta las alturas, aquel 5 de febrero
de 1882. Fotografía de Demetrio Rendón Willka.

156
Antonia Moreno de Cáceres

a tratarlos con más deferencia. Pero de nada les sirvió la ingeniosa


estratagema para matar el hambre que sufrían frecuentemente en la
triste vida de campaña. Nuevamente en concilio, acordaron corretear
en busca de los tesoros comestibles y, poco a poco, iban descubriendo
huevos, carne, etc. y hasta una botellita de buen pisco. Este hallazgo
los llenó de regocijo, aplacando el riguroso frío que allí dominaba.
Muy calladitos y a escondidas le llevaron a Cáceres diciéndole:
“General, vea usted el descubrimiento que hemos hecho; beba usted para que mate
el frío que hace”.

Vista del puente colonial que da ingreso al pueblo de Izcuchaca, tantas


veces citado en esta historia. Antonia Moreno estuvo allí mientras se
libraba el primer combate de Pucará. Fotografía de Mare Magna

157
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Salida de Acostambo, según imagen captada recientemente. Sus pobla-


dores figuraron entre los más fervientes seguidores del Tayta Cáceres.
Fotografía de Demetrio Rendón Willka.

158
Antonia Moreno de Cáceres

El general les recibió el famoso pisco sin atreverse a reprenderlos.


Lo hicieron reír abiertamente porque, en el fondo, celebraba las
travesuras de sus oficiales, quienes no cesaban de bromear haciendo
correr de un lado a otro a la buena señora afanada en coger a esos
endiablados muchachos. Cuando quería atrapar a uno, éste se
escapaba, y otro venía a sustituirlo. Así se entretuvieron un gran rato
hasta que se cansaron.

La señora Lozano tenía varias hijas; pero, temerosa, sin duda,


de que fuesen blanco de las galanterías de los jóvenes militares,
resolvió, como lo hizo con sus comestibles, ponerlas a buen recaudo,
haciéndolas ocultarse en las cimas de los cerros vecinos.

La curiosidad de las muchachas pudo más, sin embargo, que la


obediencia a las órdenes maternas y, de repente, las cabecitas rebeldes
empezaron a levantarse entre los elevados peñascos y a mirar el sim-
pático cuadro que formaba la oficialidad, en la abierta explanada de
donde se divisaba lo árido de la pampa y las lejanas cumbres.

Cáceres y sus ayudantes al distinguir a las muchachas escondidas y


en venganza por el mal trato recibido, resolvieron darle un buen susto
a doña Margarita, quien había salido a despedirlos. Se pusieron, pues,
de acuerdo y Cáceres les dijo a sus ayudantes: “Muchachos, preparen las
armas para hacer fuego porque las cabezas del enemigo están asomando entre esos
cerros”. Los ayudantes, que habían comprendido la broma, cargaron
sus carabinas y apuntaron.

Doña Margarita, aterrada, lanzó alaridos exclamando: “No, mi ge-


neral, que son mis hijas. Yo las escondí por miedo a las tropas”. “Señora -le
respondió Cáceres-, yo no conduzco una banda de forajidos, sino un ejército
disciplinado que lucha por el honor del Perú. No tenía usted nada que temer”.

159
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En la “Colección de memorias científicas...” de Mariano de Rivero y


Ustáriz, obra publicada en Bruselas el año 1857, encontramos esta vista
de Huancavelica, por entonces una ciudad señorial, aunque triste.

Delante de la casa de la hacienda, la llanura era muy amplia. Allí


acampó el ejército, soportando pacientemente el hielo de la noche.
El día anterior, Cáceres se había ocupado personalmente de hacer
preparar el rancho a sus soldados, destapando las pailas y probando el
guiso para ver si estaba bien hecho.

Las tropas se encantaban porque su “Tayta” probase lo que se gui-


saba para ellos y se reían gozosos. Sus soldados lo adoraban porque
él los cuidaba paternalmente, aunque era muy severo en la disciplina
militar. Cáceres había estado indignado del mal trato que doña Marga-
rita había dado a toda su oficialidad porque él les tenía especial cariño,
como si se tratase de su familia. Era para ellos todo corazón.

Ya habíamos dejado este paraje inhospitalario y nos dirigíamos


al pueblo de Acobamba, cuando al atravesar un rio sembrado de
grandes piedras, el caballo “El Lunarejo” que me conducía y que

160
Antonia Moreno de Cáceres

Huancavelica muestra a veces


ese sello de tristeza que no pasó
desapercibido para Antonia
Moreno. Pero a pesar de las
grietas de sus muros tiene expre-
siones estéticas, como el Pórtico
de piedra que da entrada a esta
ciudad de probados patriotas.
Galería de Scott and Beverly.

161
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

era muy brioso, tropezó y me arrojó dentro del agua helada de la


puna, golpeándome fuertemente y dejándome con la ropa empapada
expuesta a coger una pulmonía.

El percance fue serio, pues yo, en esos momentos, no tenía vestido


que mudarme porque, como ya lo he expresado, nuestro equipaje se
había quedado en Jauja cuando partimos precipitadamente al acercarse
los chilenos; su persecución no daba tiempo para nada. Felizmente los
ayudantes que nos acompañaban traían su vestuario y no hubo más
remedio que ponerme la ropa de los más pequeños. Ricardo Bentín,
que tenía los pies más chicos, me prestó medias y zapatos. Otros me
proporcionaron camisas y diferentes prendas. Yo me vestí detrás de
unos peñascos que me sirvieron de biombo, para quedar convertida
en un verdadero mamarracho.

Cáceres me había cedido su elegante abrigo de piel y, cuando me


presenté así disfrazada, mi marido sin poder contenerse, se echó a reír
con tal gana que yo me enfurecí ante su burla y el papelón que estaba
haciendo, bien hubiera podido representar a un personaje carnava-
lesco. Enfadada le decía: “Tú tienes la culpa. ¿Qué te has imaginado, que
soy domadora de bestias chúcaras? ¿Por qué me has dado un caballo tan inquieto
para andar por matorrales y caminos endiablados?”.

Los ayudantes no se atrevían a reír mientras yo renegaba, entre-


teniéndose en arreglar sus maletas que habían abierto para ofrecer-
me su ropa. Mi marido, para evitar que yo lo viese, se escondía, no
cesando de reír. Lo que más me picó fue cuando me dijo: “Eres una
chambona que no sabes manejar la bestia: ¿cómo nuestras hijas no se caen?”.

Las chicas conducían animales mansos mientras que mi caballo


“El Lunarejo” era difícil de dominar. De puro orgullosa, sin embargo,
lo volví a montar. Para completar la escena cómica, los ordenanzas
partieron llevando colgadas en las espaldas toda mi ropa mojada para

162
Antonia Moreno de Cáceres

De Huancavelica a Ayacucho, una travesía “llena de penalidades”.

En época de lluvias crece su caudal y su cruce es en extremo riesgoso.


Fotografía de Milagros Martínez Muñoz.

163
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

que la brisa la secase. Después que torné a montar “El Lunarejo”, tuve
que escalar una cuesta empinada y resbaladiza que parecía una pizarra.
A mi caballo no le había servido de lección el golpe que acababa
de darse y continuó en su brillante paso provocando casi un fatal
accidente. Volvió a tropezar y empezó a deslizarse desprendiéndome
de la montura y esta vez no me iba a lanzar en el río de la puna... sino
a desbarrancarme en un precipicio. Para suerte mía el ayudante de
Cáceres, León Andraca, que era un mozo vigoroso y venía a mi lado,
me cogió en el aire y pudo sostenerme. Todos los otros ayudantes
que venían cerca de nosotros se alarmaron y desmontándose me
atendieron, impidiendo así que la bestia me arrojase al abismo.
Esta vez Cáceres ya no se rió sino que se llevó un tremendo susto y
dándome su caballo “El Elegante”, hermoso y fuerte tomó el mío,
que era más a propósito para lucirse en un lindo paseo que para trepar
por los caminos escabrosos de las serranías.

Teníamos que seguir el viaje por ese escarpado cerro cubierto de


abrojos y de piedras que dificultaban el paso. Ciertamente éramos
nosotros los primeros seres humanos que lo escalábamos; por allí no
se habrían aventurado sino cabras: tal era de resbaladizo, de pendiente
y de agreste: un verdadero sendero para “brujos”...

Pero en esa dura campaña de La Breña, para desorientar al


enemigo, Cáceres se convertía en forjador de caminos, los cuales tan
pronto parecía que nos llevaban al infinito como otras veces se diría
que nos iban a precipitar a las tinieblas.

Estas hazañas indujeron a los chilenos a llamar a Cáceres “El


Brujo de los Andes”, pues era verdad que a veces desaparecía entre las
fragocidades de la sierra, cuando corría riesgo de ser atrapado por el
enemigo, o se les presentaba de improviso, para darles batalla cuando
había probabilidades de vencerlos, como en Pucará y Marcavalle
o Concepción, donde los golpeó duramente, o en otros pequeños

164
Antonia Moreno de Cáceres

encuentros en que los guerrilleros arrojaban “galgas” y piedras de los


cerros. En todos estos combates y escaramuzas, los peruanos daban
fuerte castigo a los invasores.

Cuando Cáceres me cedió su caballo y tomó el mío, continuamos


esta ruta ya de bajada, aunque siempre entre senderos abruptos; pero
el animalito, empeñado en lucir su linda figura, olvidó los percances
sufridos y siguió con su arrogante andar hasta que, por tercera vez,
tropezó con un peñón, llegando casi a arrojar a Cáceres de la montura
al precipicio que bordeaba el cerro. Felizmente el experto jinete supo
guardar el equilibrio recibiendo solamente un recio golpe que le voló el
taco de la bota y le magulló los dedos del pie dejándoselos amoratados
por varios días. Yo, irónicamente, le pregunté vengándome: “¿Tú
también eres chambón?”.

Al fin, después de tantos incidentes ingratos, llegamos con vida al


pueblo de Acobamba, aunque bastante maltrechos. Encontramos allí
al leal subprefecto Del Alcázar, quien muy atentamente nos atendió.
Pero tuvimos que seguir rápidamente a Julcamarca, lugar odioso y
aciago por el terrible desastre que sufrió allí nuestro paciente y valeroso
ejército, al subir la cuesta interminable: cuesta que parece construida
por los míticos gigantes para escalar el Olimpo; cuesta que rinde y
desespera al más fuerte y al más paciente porque su ascensión dura
horas y horas y no se vislumbra la llegada al pueblo, que reposa en la
meseta del ciclópeo cerro. Mis pobres hijas, agobiadas por el cansancio
y curvadas en dos, no cesaban de preguntar al indio guía: “¿Adonde está
el pueblo?”. El indio invariablemente respondia: “Aquisito nomás, niñay”.
Para los indios las distancias no existen, pues son infatigables; hacen
marchas prolongadas llevando solo unas cuantas hojas de coca con
cal en polvo, por todo alimento. Por eso son excelentes soldados, muy
resistentes en las marchas. Al fin, al atardecer, llegamos a la cima de
esa mole formidable donde se encontraba un pobre y triste pueblecito
en el cual fuimos recibidos con cariño.

165
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

El indio se daba cuenta de que todos los sacrificios nuestros en


la ruda campaña de La Breña los sufríamos también por ellos, para
libertarlos del yugo de los enemigos, quienes talaban sus sembríos,
incendiaban sus tristes chozas, ultrajaban a sus mujeres, sembrando
el dolor y la miseria. Ellos, que por atavismo, rendían homenaje
a la Pacha Mama (Madre Tierra), al verla hollada y vejada sentían
revivir en sus corazones el viejo orgullo de los legendarios hijos del
Sol y, así como en aquellas épocas ancestrales combatían bravamente
por su noble señor, se ofrecían en holocausto por la patria y por
el “Tayta” que era el alma de la resistencia nacional. Muy buenos
servidores tuvo el Perú en toda la región del Centro: se presentaban
voluntarios, formando gallardos escuadrones de rejoneros, cuyo
valor era temerario, pues siempre se llegaba a combatir a pecho
descubierto, sin más armas que sus clásicos rejones y sus primitivas
hondas. En muchos casos mostraron una viva inteligencia, astucia y
exalto patriotismo. Había, entre otros, un indio que se distinguía por
su viveza y arrojo; le servía a Cáceres de “chasqui” (correo) y era tal
su velocidad para cumplir las comisiones que se le encargaba, que
todos lo bautizaron con el sobrenombre de “Santiago el Volador”, y
se granjeó la simpatía del ejército y la admiración de todos. En cuanto
los soldados lo divisaban en el campamento, le gritaban alegremente:
“Allí está: Santiago Volador”. Y era como una fiesta, porque Santiago
tenía siempre nuevas del campo enemigo. El conferenciaba en secreto
con el “Tayta” y le refería todo lo que había observado y oído decir. Le
aseguraba que nunca se dejaría arrebatar la correspondencia porque
antes se la comería.

Cáceres le tomó mucho cariño porque era el indiecito muy leal, in-
teligente y patriota, exponiendo su vida en cada excursión que hacía,
teniendo a veces que penetrar al campamento chileno para observar
lo que convenía a los nuestros.

166
Antonia Moreno de Cáceres

“Por allí no se habrían aventurado sino cabras: tal era de resbaladizo, de


pendiente y de agreste: un verdadero sendero para brujos...”.

167
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Volviendo al desastre de Julcamarca, apuntaré que es de tristísi-


mo recuerdo, por la terrible desgracia que sufrimos: mis hijas y yo
habíamos llegado al pueblo cuando se desencadenó la más espantosa
tempestad que puede uno imaginarse. Parecía que un cataclismo nos
amenazaba.

Nosotras estábamos aterradas pensando en mi marido y en todas


las infelices víctimas del furor de los elementos.

La lluvia era torrencial, los truenos ensordecedores; y los re-


lámpagos y rayos impresionaban en la oscuridad de la noche. El
ejército había sido sorprendido por la inclemencia más despiadada
del destino.

El diluvio incesante entorpecía la marcha, y la tierra al desmoro-


narse arrastraba a los desgraciados al fondo de los abismos, sepultan-
do a los soldados que ya no volverían a ver más la luz del Sol.

Yo temblaba por mi marido, quien siempre venía a la cabeza de


sus tropas. Qué tremenda angustia pasé hasta que, a media noche, lo
vi llegar pálido, casi helado, y con desesperación me dijo: “¡La adversi-
dad me persigue, hasta la naturaleza me combate!”

Yo traté de reanimarlo; pero ni él ni yo pudimos dormir aquella


noche desgraciada, la que pasamos en vela, esperando a los soldados
y oficiales extraviados que iban llegando por grupos; algunos sin sus
jefes, porque en la oscuridad y fragor de la tormenta no se oían las
voces de mando y muchos quedaron perdidos en el fondo de los pre-
cipicios a causa de la tierra deleznable.

En la madrugada, cuando apareció el pálido Sol serrano, el cuadro


del ejército era desolador. Los restos de los que habían salvado de esta
horrible tempestad estaban acampados en la cima del cerro; es decir

168
Antonia Moreno de Cáceres

en la placita. Los pobres soldados, en el suelo, habían tendido sus


ropas empapadas y desgarradas.

El gobernador Quevedo y la señora gobernadora, buena y solícita,


se condujeron con cariño y generosidad, trayendo personalmente
frazadas que les vi repartir entre los soldados que tiritaban bajo
la humedad de la atmósfera. Aquellos gobernadores se portaron
piadosamente para que los maltrechos patriotas cubriesen sus cuerpos
desnudos.

La destreza y el valor de
los galgueros definió varios
combates.

169
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Acobamba, en el tránsito de Huancavelica a Ayacucho. Foto de Edelzo.

Campesino huancavelicano, pintado


por Jorge Vinatea Reynoso.

170
Antonia Moreno de Cáceres

Cáceres, al pasar lista, vio que su ejército había quedado en cuadro.


Los 800 individuos de tropa se habian reducido a 400. El golpe había
sido desconsolador.

La figura de Cáceres, alta, delgada y erguida, cubierta de su cubre-


polvo de seda china, llevando en la cabeza el distintivo de los breñe-
ros, el célebre kepis rojo, se destacaba en ese triste paisaje, donde sus
pobres soldados entumecidos y agrupados en el suelo buscaban calor
bajo un cielo descolorido. Cáceres, intensamente afligido, con los ojos
humedecidos por lágrimas rebeldes, se inclinaba para acariciar y con-
solar a sus infortunados “hijos” hablándoles paternalmente. Les daba
ese tratamiento por el gran cariño con que procuraba recompensar
la abnegación de esos fieles muchachos que ofrecían sus vidas por el
Perú, por el “Tayta”.

El sufría un momento de doloroso desaliento, pero muy pronto su


fuerte voluntad se impuso al duro golpe de la suerte y levantando la
cabeza que tenía inclinada, arengó a sus tropas, diciéndoles: “Veo que
algunos cobardes me han abandonado; pero no importa. Me basta con ustedes,
puñado de valientes, para triunfar. ¡Soldados! ¡Viva el Perú!”. La voz del
“tayta” los conmovió y bravamente, olvidando el frío, el hambre y
los dolores sufridos, repitieron llenos de entusiasmo: “¡Viva el Perú!
¡Viva el ‘tayta’ Cáceres! ¡Viva! ¡Viva!” y todos nuevamente alentados no
pensaron sino en vencer.

Más tarde, se presentó de improviso una animosa cabalgata de


jóvenes huamanguinos, o sea la elegante muchachada presidida por el
Marqués de la Feria y el Conde de la Vega. En su mayoría eran anti-
guos camaradas de Cáceres, quien entre otros reconoció a Espinoza,
Federico More, hermano del héroe, y una partida de veinte o más
muchachos cuyos nombres no puedo recordar. Venían en hermosos
caballos, ricamente enjaezados, con arreos y espuelas de plata labrada.
Lucían ricos ponchos de vicuña y sombreros de grandes alas. Traían

171
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

el ardor de la juventud y el exaltado amor a la patria. En cuanto vieron


a Cáceres, le preguntaron: “¿Y dónde está el ejército, mi general?”.

No sospechaban que esos pocos desnudos soldados fuesen los


bravos de La Breña. Algo desconsolados, pues, al contemplar el diez-
mado pelotón, volvieron a preguntar: “Pero ¿dónde está su ejército, mi
general?”.

Al fin, Cáceres tuvo que confesarles el tremendo desastre sufri-


do, pidiéndoles que guardasen absoluto secreto y que se volviesen
en seguida a la ciudad, encargándoles a todos, especialmente a los
vecinos del barrio de Carmenca, que lo ayudasen cuando él llegara,
para develar la revolución del coronel A. Panizo, quien no había que-
rido escuchar las repetidas llamadas de Cáceres para colaborar en la
defensa del Perú.

Como ahora Panizo había parapetado sus tropas en lo alto del


Acuchimay, cerca de Ayacucho, contando con mil doscientos hom-
bres, la lucha era desigual; pero Cáceres tenía la conciencia de defen-
der una causa noble; por eso se enfrentaba con brío a fuerzas supe-
riores.

Los jóvenes ayacuchanos ya habían ido a encontrarlos a Julcamar-


ca para dar aviso a Cáceres de que Panizo lo recibiría a sangre y fuego.
Cáceres sugestionó a sus paisanos con la convicción de que él, a pe-
sar de todo, vencería. Ellos partieron persuadidos del futuro éxito de
nuestras escasas tropas tan sufridas como valientes.

Después de la triste jornada de Julcamarca, pasado el cansancio,


los soldados reaccionaron y, a la voz de mando de su jefe, se pusie-
ron en marcha resueltamente para afrontar nuevas penas y conquistar
nuevos laureles de victoria. Así, todos, habiendo reposado, descendi-
mos por la ladera del empinado cerro. Los soldados, arma al brazo,

172
Antonia Moreno de Cáceres

bajaban lentamente hasta que llegamos a un riachuelo que corría por


el llano.

“¡Vieja raza noble, que tan bien sabía comprender la grandeza del deber
y del honor! Siempre estuvieron listos a luchar valientemente contra el
opresor, sin más defensa que sus primitivas armas. Los departamentos del
Centro del Perú son dignos de toda admiración. Ellos soportaron, con la
más grande abnegación y coraje, todo el formidable peso de esa epopeya
de la Breña, que a fuerza del heroísmo y sacrificio dejó muy limpio y alto
el pendón del Peru. Como peruana y testigo de sus grandes hechos quiero
dejar una palabra de cariñosa gratitud a esos queridos indios de las sie-
rras andinas del Centro”. (Antonia Moreno de Cáceres).

173
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En la cuesta de Julcamarca, la noche del 18 de febrero de 1882, se desató un


temporal que acabó con casi la mitad del Ejército de La Breña.

174
Antonia Moreno de Cáceres

Julcamarca, en la concepción pictórica de Josué Valdez Lezama.

175
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Ahí sufrimos otra angustia: Cáceres se despidió de nosotras, abra-


zó y besó a sus hijas. Él sabía que los rebeldes estaban a tiro de fusil
y que procederían como hubieran debido proceder con los enemigos
del país; pero aquellas balas se dirigirían a atravesar los cuerpos de los
hermanos que venían lavando el honor de la tierra que nos vio nacer.
La emoción era fuerte: separarnos para que mi marido y los ayudantes
(que considerábamos como a nuestros hijos) fuesen a batirse contra
sus propios hermanos, nos dejaba intensamente impresionadas y pe-
díamos a la Providencia que velase por todos estos seres queridos.
Tales pensamientos me asaltaban llegándome al corazón, en los tristes
momentos en que Cáceres se alejó de nosotras.

Tras el desastre de Julcamarca, Cáceres denunció a los traidores, como


antes lo hiciera en Casalpalca. Pintura de Raúl Montoya Munar.

176
Antonia Moreno de Cáceres

Cruzó el bullicioso riachuelo, seguido de su estado mayor y del


cuerpo de ayudantes, deteniéndose en la otra orilla. Estos muchachos,
alegremente, empezaron a arrojarnos ricas naranjas, resultando un
juego que duró largo rato. Aún recuerdo el campo verde, luminoso,
embellecido por los tonos azulados de los cerros del fondo y por el
despliegue de las fuerzas militares.

En seguida, diciéndonos adiós, se echaron a galopar por la campi-


ña, alcanzando las faldas de un cerro que empezaron a subir pau-sa-
damente. Como el sendero era estrecho, subían de uno en uno, hasta
que se esfumaban entre las nubes. Nosotras permanecimos a caballo,
en la otra banda del riachuelo, contemplando el desfile de nuestros
valientes soldados por aquellas cuestas que los conducían tal vez a la
muerte y quedando con el corazón apenado al pensar que a muchos
de ellos no volveríamos a verlos.

Cuando en la curva del cerro hubo desaparecido, entre el cielo y el


campo, el último de los nuestros, volvimos bridas y cabalgamos por
la pradera hasta la hacienda de los Ruiz, llamada Huanchuy. Mi alma
estaba en tormento porque sabía el recibimiento hostil que el coronel
A. Panizo preparaba a sus hermanos de armas.

La familia Ruiz nos recibió cariñosamente tratando de distraernos.


Yo temía por el destino de nuestras fuerzas, porque, después del terrible
revés ocasionado por la tempestad de Julcamarca, el ejército de La
Breña había quedado destrozado. Pero cuando la familia muy adicta
a nuestra causa me preguntaba: “¿Cree usted, señora, que venceremos?”, yo
les respondía: “Sí, seguramente que triunfaremos”, aunque, desconfiando
del éxito, no cesaba de orar, pidiendo a Dios que protegiese a mi
marido y a sus soldados.

Como nuestro equipaje no llegase aún, yo me ocupaba en coser


ropa para mis hijas. Mientras tanto, mi marido se batía allá en lo alto del
Acuchimay, el 22 de febrero de 1882. Él había agotado sus propuestas

177
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Las faldas y alturas del Acuchimay iban a ser escenario el 22 de febrero


de 1882, de un cruento enfrentamiento fratricida, que Cáceres trató de
impedir en vano. Fotografía de Inti Guzmán Palomino.

a Panizo para que fuese a reunírsele al Centro, a fin de luchar contra


el enemigo. Panizo respondió que no tenía dinero para emprender el
viaje. Entonces Cáceres ordenó, a su amigo Tomás Patiño, residente
en Ayacucho, que hipotecase o vendiese las propiedades de él, es decir
nuestra hacienda Ojechipa en la quebrada de Pampas y la parte de sus
derechos en la hermosa casa solariega de la calle de San Blas. Patiño
obedeció y llegó a darle a Panizo siete mil soles de oro, que en aquella
época representaban una crecida cantidad. Panizo recibió el dinero y
respondió que no le alcanzaba.

Después de haber ofrecido Panizo acudir a la llamada de Cáceres


el 8 de enero de 1882, pasado poco tiempo tomó como pretexto el
reconocimiento del gobierno de García Calderón por el ejército del
Centro, para eludir las llamadas de Cáceres. Pidió, en seguida, su rem-
plazo inmediato. Cuando el coronel Remigio Morales Bermúdez fue
nombrado prefecto del departamento de Ayacucho, al llegar allí para
hacerse cargo de su puesto, Panizo lo hizo prisionero y, al mismo
tiempo, desconoció la autoridad de Cáceres, siendo ésta una rebelión
descarada.

178
Antonia Moreno de Cáceres

“Diciéndonos adiós, se echaron a galopar por la campiña, alcanzando las


faldas de un cerro que empezaron a subir pausadamente”.

179
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

La situación era muy grave: los chilenos venían a retaguardia de


Cáceres y, al mismo tiempo, había que enfrentarse a ese grupo de
extraviados que no quería ver el patriotismo de las fuerzas del Centro
luchando tenazmente en defensa del honor patrio.

Pero los nuestros no se arredraban. Llegaron al campo de batalla


llenos de brío y tomaron posesión del barrio de Carmenca y del otro
lado del cerro, batiéndose bizarramente durante cuatro horas.

Se Distinguieron en esta acción, el coronel Francisco de Paula Se-


cada, quien con el batallón “Tarapacá” protegió el ala derecha que
se batía en el llano ocupado por Cáceres; los coroneles C. Vizcarra,
Martín Valdivia, Villegas, Espinoza y todos los demás breñeros, que
se condujeron con bravura y lealtad, consiguiendo dominar a los re-
beldes. El coronel Secada escaló el Acuchimay y se batió a la bayoneta
contra los batallones del adversario, que eran comandados por el co-
ronel Feijóo y el teniente coronel Zagal, muertos ambos en la batalla.

Cáceres también escaló el Acuchimay acompañado de su escolta


y de sus ayudantes. Dando un rodeo se presentó de frente a Pani-
zo quien, en compañía de los coroneles Enrique Bonifaz, J. Vargas
Quintanilla y otros coronaba el cerro escoltado por 800 soldados con
4 piezas de artillería. El gesto audaz de Cáceres dejó a sus contrarios
paralizados sin atreverse a levantar la voz. Cáceres les echó en cara su
conducta y, haciéndose dueño de la situación, ordenó a sus ayudantes
que los redujeran a prisión.

Las tropas que rodeaban a Panizo esperaban, bala en boca, la


orden de hacer fuego: en ese instante Cáceres divisó entre los re-
voltosos, encabezando un pelotón militar, a un antiguo corneta del
batallón “Zepita” № 2, que había combatido contra los chilenos bajo
sus órdenes, en la batalla de Tarapacá y dirigiéndose a él le reprendió:
“¡Tú también, Farfán, traicionas a tu general!” “¡Viva el Perú! ¡Perdón mi

180
Antonia Moreno de Cáceres

general! ¡Nos habían engañado!”, replicó éste y dirigiéndose a las tropas


les gritó: “¡Viva el Perú! ¡Viva el general Cáceres!”, rindiéndose en seguida
y entregando las armas. “Era de ver -relataban los ayudantes de mi
marido- los aires que nos dábamos nosotros, la ayudantina (así se denominaban
ellos), en semejantes trances: una parvada de muchachos precipitándonos
entre bromas y veras, para desarmar al grupo de jefes sublevados que podrían
reaccionar, viendo que éramos solo un puñado y entonces, a su vez, imponer que
nos rindiéramos. Pero también volvimos a convencernos del dominio y sugestión
que la personalidad enérgica y la figura marcial del general Cáceres ejercían sobre
todo individuo que estuviese en su presencia: todos se sometieron”.

Ya los coroneles caceristas Villegas y Valdivia habían puesto en


fuga al coronel Agustín Moreno, cuyo batallón se dispersó. Entre los
nuestros, tuvimos el sentimiento de perder al sargento mayor Osam-
bela, segundo jefe de la caballería, joven entusiasta y muy simpático; a
Domingo la Fuente, de Tarapacá, y a Fermín Dalón; entre los heridos
se contaba al teniente Pedro Muñiz.

Remigio Morales Bermúdez


hizo toda la campaña de La
Breña y en 1890 alcanzó la
presidencia de la república.

181
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En lucha fratricida que no debió ocurrir se produjeron lamentables pér-


didas, entre ellas la del mayor Osambela, Domingo la Fuente y Fermín
Dalón. Ellos hubiesen preferido morir luchando contra los chilenos.

182
Antonia Moreno de Cáceres

La entrada a Ayacucho del pequeño ejército vencedor fue triunfal:


todo el pueblo lo ovacionaba y era curioso que los vencedores, en
número de 400 plazas, llevaran prisionera a la tropa vencida de 1,700
hombres.

A los pocos días del triunfo cacerista, los culpables fueron some-
tidos a consejo de guerra; pero Cáceres los indultó manifestándoles
que los dejaba en libertad para que pudiesen rehabilitarse. Algunos de
ellos, como el coronel Vargas Quintanilla, se incorporaron al ejército
del Centro, conduciéndose dignamente.

A los tres días del triunfo del Acuchimay, Cáceres mandó a bus-
carnos; nosotras habíamos quedado en la hacienda de los Ruiz. Al
llegar a Ayacucho, fueron a recibirnos Cáceres con una gran comitiva
militar y otra civil, saliendo fuera de la ciudad. La cabalgata era nume-
rosa; rivalizaban los brillantes entorchados, realzando los uniformes,
con los ricos arreos de los civiles, caballeros en hermosos caballos
criollos, luciendo magníficos pellones y arneses de plata labrada. La
entrada a la vetusta ciudad colonial, de bellas tradiciones, fue emo-
cionante: volvíamos a encontrarnos con Cáceres después del peligro
que mi marido y sus ayudantes habían pasado. ¡La Providencia los
había protegido! Los ayacuchanos nos recibieron señorialmente, con
amables palabras y halagos; nos decían mil cumplidos llenos de fina
galantería. Recuerdo entre estos arrogantes jóvenes, al marqués de la
Feria, Pedro José Ruiz; a Federico More, hermano del héroe del Mo-
rro; a los Morote, Sáenz y muchos más. Fue una entrada triunfal llena
de alegría; por lo menos habría 30 ó 40 jinetes.

Nuestro gusto allí fue admirar la belleza histórica y artística de


la gran ciudad de Huamanga. Nuestra primera impresión de arte
fue el hermoso arco que embellece la entrada de la ciudad, viejo
recuerdo tradicional de los tiempos virreinales. Después, a medida
que avanzábamos en la población, encontrábamos hermosos templos
y antiguas mansiones.

183
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Ayacucho tiene marcado sello colonial que seduce a los que sien-
ten amor al pasado, tan pleno de leyendas. Además, cuenta con una
sociedad agradable y hospitalaria, que nos colmaba de atenciones.

La señora Virginia More, viuda del vocal Flores y hermana de Fe-


derico, tuvo la fineza de alojarnos en su amplia casa solariega, como
todas las de su estilo. La señora parecía inglesa: era muy blanca y ru-
bia -color de oro su cabello-, sus ojos muy azules y brillantes. Era un
poco delgada y un tanto alta. Ella y su hermano Federico, alto, fuerte
y moreno, rivalizaban para atendernos y hacernos grata la permanen-
cia en la querida Huamanga. Federico More se incorporó al ejército
de La Breña, siguiendo al lado de Cáceres toda la campaña. Doloritas
Flores More, hija de doña Virginia y del vocal Flores, era la compa-
ñera amable de mis hijas en sus juegos y paseos. Tanto ella como
su madre tenían bonitas facciones. Su carácter suave y afectuoso era
muy atrayente y su compañía, muy grata. Juntas salíamos a conocer la
ciudad llena de encantos.

Un día tuvimos la sorpresa de encontrarnos en la calle con una


comparsa de alegres danzantes, reminiscencia de los tiempos del in-
canato y del virreinato, porque uno de ellos vestía a la usanza de Luis
XIV un rico vestido de seda carmesí, con chorreras de lindos encajes
en la delantera de la chaqueta, en los puños de las mangas y en el pan-
talón, cayendo sobre las rodillas; en la cabeza, llevaban un elegante
sombrero de plumas blancas. Este personaje sostenía en una mano,
para llevar el compás del baile, unas enormes tijeras, como se ve en la
cerámica inca, representando a los danzantes que celebran la cosecha.
Otro danzante llevaba el traje indio moderno y tañía el arpa, el tercero
llevaba poncho y tocaba un instrumento que no recuerdo. Así perma-
necimos oyéndolos tocar y bailar, muy contentas de ver a esos indios
que tenían el buen gusto de guardar las bellas tradiciones del pasado.

184
Antonia Moreno de Cáceres

Tuvo Cáceres un recibimiento apoteósico en Huamanga, su tierra natal,


donde fijó su cuartel general entre febrero y junio de 1882. Antonia
Moreno describió esta “vetusta ciudad colonial” admirando su “belleza
histórica y artística”, sus templos, casonas y tradiciones.

Nuestra temporada ayacuchana fue alegre y simpática, todo el


mundo nos halagaba y distraía para compensarnos de tantas penas
sufridas. Otro día la familia More nos invitó a su hacienda para gozar
la fiesta de la cosecha que resultó muy bonita y original: partidas
de indios, hombres y mujeres, elegantemente engalanados venían
corriendo desde cierta distancia hasta el sitio donde se amontonaba el
trigo y donde nosotras estábamos. Entonces se realizaban las danzas
y los cantos. Como esta fiesta se hacía a pleno Sol, resultaba muy
alegre y pintoresca. Para la clásica celebración de Corpus, que adquiría
en Ayacucho tradicional magnificencia, nos invitaron al cabildo, de
donde presenciamos los festejos llenos de belleza evocadora. La

185
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

familia More nos acompañaba haciéndonos más grata aquella noche


inolvidable.

El cabildo reposa en la plaza de armas, sobre galerías y portales


que conservan su viejo sello colonial. La especialidad en esa noche es
la variedad de helados y pastas dulces, a las cuales deben los convida-
dos hacerles los honores; y se les hace con gusto, porque todo es fino
y delicado. La suntuosidad que despliegan en la procesión es mag-
nífica; las ricas andas, sosteniendo los santos lujosamente ataviados,
rivalizan entre sí: luciendo terciopelos, brocados, oro y plata labrada
en abundancia y preciosas joyas y flores, ostentando la devoción del
pueblo.

Los indígenas de la comarca acuden en traje de gala, luciendo sus


pintorescos atavíos que dan tanto colorido y belleza. Las lindas mu-
chachas huamanguinas vistiendo elegantes vestidos de seda negra,
tocadas con las clásicas mantillas de encaje español, pasean en com-
pañía de sus rendidos galanes, esparciendo un ambiente de poesía y
romanticismo.

Como la plaza está circundada de mesitas cubiertas de ricos he-


lados y pastas exquisitas, las chicas y sus cortejantes se acercan a las
galerías donde se encuentran dichas golosinas para cumplir con el rito
obligatorio de gustar, en aquella noche los deliciosos dulces. ¡Y es de
oírse la algarabía que se forma!

Para realzar la grandiosidad del cuadro, lleno de color y tradición,


se elevan a corta distancia inmensas luminarias, sirviendo de marco
que parece abrazar el deslumbrante conjunto. Se diría que en este
ambiente fantástico, íbamos a ver aparecer al formidable señor
nuestro, el legendario Inca, el señor más grande del imperio del Sol,
del gran Tahuantinsuyo. Las fiestas del Raymi no eran seguramente
más bellas. Esta linda y clásica fiesta ayacuchana deja imborrable
recuerdo a través del tiempo y la distancia.

186
Antonia Moreno de Cáceres

Las danzas con reminiscencias coloniales que Antonia Moreno dijo ver en
Huamanga, las vemos hoy también en el valle del Mantaro. Esta imagen
de la Chonguinada la captó Alejandro Salvatierra en Marcavalle.

Un episodio lleno de gracia fue el agasajo que Cáceres ofreció


a los célebres Morochucos, cuyos antepasados habían luchado
brillantemente en la famosa pampa de la Quinua, contra los españoles,
mientras hoy sus descendientes conservan la bravura de aquella época.
Habiendo llegado a sus oídos que Cáceres estaba en la ciudad de
Huamanga, el jefe de ellos, acompañado de su escolta y su ordenanza,
hizo viaje a la capital del departamento para ir a saludar a mi marido
y ofrecerle sus servicios. Cáceres otorgó grandes atenciones a este
digno jefe de los valientes Morochucos, invitándolos una tarde a un
pequeño banquete. El ordenanza del jefe se colocó al lado de la puerta,
guardando las espaldas de su señor. Los preparativos se hicieron
cuidadosamente: macizos de flores adornaban la mesa formando
un hermoso golpe de vista, con los jefes y oficiales en trajes de gala
para hacer los honores al invitado. En la mesa, ocupaba a la derecha
mía el principal de los señores. La cena había empezado. Cuando

187
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En este pasaje los recuerdos de Antonia Moreno son algo confusos; en


Ayacucho el arpa y el violín acompañan al danzak que empuña tijeras.

188
Antonia Moreno de Cáceres

sirvieron el segundo plato -pollo guisado- el jefe muy graciosamente


se dio media vuelta hacia atrás y apartando de su ración una pieza
de gallina, cogiéndola con la mano, gritó: “Ordenanza, toma esto para
ti”. El ordenanza se acercó a recibir la presa y, llevándosela a la boca,
se fue a saborearla, en su puesto de guarda espaldas. Los invitados
se miraron unos a otros y con la expresión de los ojos y una ligera
sonrisa, celebraron el gesto paternal y generoso del bravo morochuco.
Estos jinetes se distinguían también por los originales caballos que
montaban: pequeñitos, muy peludos y grandes corredores. Nadie
los ganaba a galopar y era verdaderamente emocionante ver a estos
caballeros, en sus veloces y diminutos corceles aureolados de sus
legendarias proezas.

Cáceres, después de haber permanecido tres meses en Ayacucho,


ocupándose de la reorganización de su ejército (aumentado con
las tropas desbandadas del coronel Panizo, que en su mayoría se
pasaron a las filas patriotas) preparó entonces su regreso a los
departamentos del Centro para arrojar a los chilenos de toda esa
región. Antes de partir en su campaña de persecución al enemigo, las
familias ayacuchanas organizaron en honor de Cáceres una cariñosa
despedida, ofreciéndole un baile muy animado. Allá en la sierra
llaman “cachaspari” a esta fiesta del adiós. Todos le hacían afectuosas
demostraciones de sentimiento por su viaje y los notables salieron
hasta fuera de la ciudad para darle la última despedida como un
buen augurio de triunfo. Cáceres se dirigió a Izcuchaca, pasando por
Huanta, Acobamba y Huancavelica.

Mientras Cáceres formaba su cuartel general en Izcuchaca, el


1º de junio de 1882, ya los guerrilleros habían tenido más de un
encuentro con los chilenos, quienes al pasar por Comas cometieron
todo género de atropellos. Los pobladores de ese lugar resolvieron,
pues, tomar venganza y, cuando los invasores regresaban de una de
sus tantas fechorías, los encontraron preparados con los pocos fusiles

189
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

que tenían y sus rejones, tomando por jefe a don Ambrosio Salazar,
vecino notable del lugar. Dicho jefe, que gozaba de gran prestigio,
tuvo el coraje de aceptar con entusiasmo el gran recibimiento que,
a sangre y fuego, preparaban a los chilenos, cargados de rico botín.
Con el nombramiento militar de jefe de la guerrilla de ese distrito,
organizó entonces a su gente y el 2 de marzo de 1882, atacó sin
piedad a los chilenos que volvían después de mil arbitrariedades y
abusos, trayéndose 600 reses y varias arrobas de mantequilla y otros
comestibles de las haciendas vecinas.

Los de Comas golpearon fuertemente, empleando fusilería,


“galgas” y rejones, logrando desalojar al enemigo, después de aplastar
a la mayoría y dejando muertos en el campo al jefe de la partida y 15
soldados.

Dos meses más tarde, el 21 y 22 de mayo, hubo dos nuevos


combates entre los chilenos, en número de 300, y los guerrilleros de
Acostambo, Tongos y Pazos, que se batieron bravamente.

Cáceres nos relató un episodio emocionante: los guerrilleros


empleaban enormes “galgas” que, desde las empinadas cumbres de
los cerros, arrojaban sobre las tropas enemigas cuando desfilaban por
las faldas de aquellos.

Sucedió una vez que un soldado chileno, más atrevido que otros,
logró trepar y alcanzar a dos terribles guerrilleros que iban a lanzar
una “galga”; el soldado enfurecido se lanzó sobre uno de los guerri-
lleros, bayoneta en mano y le atravesó el pecho. El valeroso guerrillero
resistió el golpe y, a su vez, hundió su rejón en el pecho del soldado
chileno, quedando ambos atravesados. El segundo guerrillero para
salvar a su compañero, dejó sin cabeza, de un hachazo al soldado chi-
leno, librando así a su amigo Meléndez de una muerte segura, pues,
aunque la herida era grave, se sintió mejor desde el momento en que

190
Antonia Moreno de Cáceres

Los Morochucos, haciendo honor a su tradición de patriotas, acudieron


desde Cangallo a Huamanga para anunciar que se plegaban como gue-
rrilleros a las huestes del Tayta Cáceres. Arte de Dionisio Torres.

191
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

le fue arrancada la bayoneta y lo curaron sus compañeros. Cuando


Cáceres pasó por el pueblo, fue recibido con gran regocijo y, al ver
una cabeza insepulta y ensartada en un rejón, preguntó: “¿Qué significa
ese espectáculo?”. Entonces le relataron el horrible lance. Cáceres fue a
visitar al valiente herido quien le confirmó lo sucedido. Entonces mi
marido le dijo que, en recuerdo de su arrojo, él debía guardar el arma
que lo había herido y lo felicitó por su hazaña.

Llegando Cáceres a Izcuchaca, encontró el puente bien guardado


por una columna de guerrilleros, mandados por don Tomás Patiño,
ayacuchano muy patriota y gran amigo de mi marido. El grueso de
las tropas chilenas se encontraba en Huancayo y sus aldeas vecinas.
Destacamentos de las nuestras ocupaban las alturas de Pucará y Mar-
cavalle, posición importante. Entonces mi marido concibió la idea de
encerrar a los chilenos para batirlos en detalle.

Al dejar Cáceres la ciudad de Ayacucho para reanudar la lucha frontal


contra los chilenos en el valle del Mantaro, los vecinos de Huamanga lo
despidieron con un cachaspari. En la imagen se aprecia el convento de
Santo Domingo de esa ciudad, según grabado francés de la época.

192
Antonia Moreno de Cáceres

Con ese objeto mandó al coronel Gastó que marchase por Comas
a ocupar Concepción y batiese allí a la guarnición chilena. Anterior-
mente he referido el feroz ataque que dieron los guerrilleros a los
chilenos quienes, para no presentar cuerpo, se refugiaron en la iglesia
del pueblo.Siguiendo su plan de envolver al enemigo, ordenó Cáceres
al coronel Máximo Tafur continuar por Tongos y Chupaca hasta La
Oroya, donde, igualmente, debía batir a las tropas enemigas que en-
contrase al paso, cortándoles el puente para impedirles que escapasen
hasta Lima. Partidas de guerrilleros se encargarían de perseguirlos.
Cáceres, con el resto de sus tropas, avanzaría sobre Marcavalle y Pu-
cará. También dio orden de que se organizasen las guerrillas de las
bandas del Mantaro y cortasen el puente del Purhuay, para contribuir
a cercar a las huestes chilenas.

Salieron de Izcuchaca: la columna “Libres de Izcuchaca”, la divi-


sión “Vanguardia”, formada por el batallón “Pucará” y los restos del
batallón “América”. Éstos partieron por las alturas de la derecha hasta
llegar a Comas y esperar allí nuevas órdenes para atacar a la guarni-
ción de Concepción.

El 29 de junio salió Cáceres de Izcuchaca y se dirigió a Pazos,


donde permaneció unos días esperando conocer el avance de Tafur y
de Gastó. En Pazos dio las últimas órdenes para que el movimiento
se hiciese general.

El 9 de julio Cáceres emprendió el asalto a Marcavalle y dispuso


que el coronel Secada avanzara sobre las posiciones chilenas, con el
batallón “Tarapacá”, artillería y partidas de guerrilleros.

Al coronel Tafur le mandó tomar las alturas con la segunda divi-


sión y dos columnas de guerrilleros. Cáceres, con los batallones “Iz-
cuchaca” y “Zepita”, el escuadrón “Escolta”, unas piezas de artillería
y sus ayudantes, se colocó en las alturas de la derecha. Ordenó que los

193
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

coroneles Gálvez y Carranza tomaran la izquierda para que, con sus


guerrilleros, impidiesen al enemigo emprender el camino a Pucará.

La columna “Voluntarios de Izcuchaca” debería ir por las alturas a


colocarse entre Pucará y Zapallanga para cortar la comunicación con
Huancayo, donde se encontraba la división chilena.

El batallón “Tarapacá” rompió los fuegos, siguiéndole la artillería


y las tropas que estaban en las alturas. El combate duró pocas horas.
Las tropas chilenas, con el batallón “Santiago” se vieron flanqueadas
y optaron por darse a la fuga. Los peruanos del batallón “Tarapacá”
se dedicaron a la persecución del “Santiago”, haciendo que huyeran
hasta Pucará donde, unidos a los compañeros que estaban allí,
ofrecieron nueva resistencia, pero fueron atacados por los nuestros,
los jefes Gálvez y Carranza, quienes los desalojaron de Pucará y
Zapallanga.

Esta fue una franca derrota chilena, en la que perdieron 300 sol-
dados, un jefe y cinco oficiales. Cáceres ordenó que se les diese sepul-
tura, especial para el jefe y los oficiales, y que se les rindiese honores
militares. En su precipitada fuga, los chilenos dejaron una bandera,
200 rifles, la caja del cuerpo y vestuario. Al seguir batiéndose en reti-
rada, el batallón fue destrozado. Todos sus muertos quedaron en el
campo; pero nuestros soldados piadosamente los enterraron.

Después de estos afortunados encuentros en Concepción y Pu-


cará, Cáceres prosiguió su marcha victoriosa a Huancayo donde se
hallaba el coronel chileno Del Canto con sus fuerzas guerreras. Este
había huido ya de Jauja, y en su fuga incendió las poblaciones de
Matahuasi, Ataura, San Lorenzo y otras, habiendo dado muerte a ino-
centes vecinos del lugar.

194
Antonia Moreno de Cáceres

Puente de entrada a Izcuchaca, posición estratétiga donde Cáceres fijó su


cuartel general antes de emprender la contraofensiva de 1882. Galería de
Scott and Beverly.

195
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Los abusos perpetrados por los chilenos sobre pueblos inermes provocaron
la venganza de los campesinos que pronto devinieron guerrilleros.

196
Antonia Moreno de Cáceres

En el desfiladero de Sierralumi, el 2 de marzo de 1882, los guerrilleros pa-


triotas al mando de Ambrosio Salazar y Márquez obtuvieron un valioso
triunfo sobre los invasores chilenos.

197
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En la plaza de armas de Acostambo se ha erigido este imponente


monumento que rememora la heroica resistencia de mayo de 1882.
Fotografía de Demetrio Rendón Willka.

198
Antonia Moreno de Cáceres

El puente de Izcuchaca, en bella fotografía de Nicolás dell’Orto.

199
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Al llegar a Jauja, los chilenos se vieron obligados a continuar su


retirada a Tarma porque cuando se preparaban a saquear la población
y seguramente a incendiarla, les cayeron de improviso los bravos gue-
rrilleros de Concepción, donde ya se les había hecho morder el polvo.

El día 16 Cáceres ordenó a un destacamento que vigilase las al-


turas de San Juan de la Cruz, que dominaban la población de Tarma.
Allí tuvieron un encuentro con un batallón chileno, siendo éste re-
chazado. Cáceres, decidido siempre a ejecutar su plan de rodear a los
chilenos, dispuso que un cuerpo de guerrilleros marchase a reunirse
con los de Acobamba, dos leguas más allá de Tarma, para que juntos
cerrasen paso a los enemigos. Éstos no habían dado señales, hasta
el 17, de abandonar la ciudad; pero, cuando advirtieron que Cáceres
había ordenado que la segunda división y el cuerpo de guerrilleros de
San Jerónimo tomaran las alturas sobre el camino a La Oroya, com-
prendieron que algo grave los amenazaba y resolvieron escapar con
sigilo. En la noche del 17, comenzaron la retirada hasta La Oroya,
favorecidos por una densa neblina que impedía al ejército de La Breña
darse cuenta de la escapatoria chilena. Cuando los nuestros descubrie-
ron tal hazaña corrieron a marchas forzadas hasta La Oroya, donde
llegaron rendidos, con la intención de batirlos; pero ¡cuál habría de ser
el desengaño de Cáceres al ver que Tafur había dejado escapar hasta
Lima al citado Del Canto con su ejército! La retirada chilena no fue
del todo feliz; habían perdido casi la mitad de sus tropas y algunos
elementos guerreros.

No teniendo Cáceres nada que hacer ya en aquella región, resolvió


regresar a Tarma y volver a instalar allí su cuartel general para reor-
ganizar su pequeño ejército que, después de tantos trabajos y luchas
heroicas, quedaba reducido a solo 800 soldados y 600 guerrilleros,
tan generosos como bravos, sin más armas que sus pobres hondas
y los temibles rejones, muy útiles en los combates de sorpresa y los
encuentros cuerpo a cuerpo. ¡Los rejoneros fueron decisivo elemento
en la campaña de La Breña!

200
Antonia Moreno de Cáceres

Una delación precipitó el combate por la posesión del puente de La Oroya,


frustrándose el objetivo de cerrar allí la retirada de los chilenos.

201
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Pazos, hermosa localidad donde acampó el ejército de La Breña antes de


lanzar ataque sobre las guarniciones chilenas de Marcavalle y Pucará.
Fotografía de Demetrio Rendón Willka.

En una de las noches anteriores hubo una pequeña escaramuza


entre los grupos nuestros de avanzada y de retaguardia enemiga, cuyo
grueso del ejército estaba en Tarma. Cáceres había acampado en las
ruinas incaicas de Tarmatambo, situadas en las alturas de la pobla-
ción. En tales circunstancias él habría deseado presentar combate con
todas sus fuerzas reunidas; pero no lo hizo por consideración a la
ciudad, la cual habría resultado víctima de la destrucción total.

Fue entonces que optó por sitiar al enemigo, asediarlo y cerrar-


le las avenidas, mientras ellos se veían obligados a no desatender a
los guerrilleros que continuamente los amagaban. Tampoco había
querido Cáceres darse prisa en atacar porque antes necesitaba tener

202
Antonia Moreno de Cáceres

noticias sobre la misión de Tafur, encargado de cortar el puente de


La Oroya. Después de haber salido de Ayacucho, se dedicó, pues, a
correr por pueblos, montes y breñas, persiguiendo a los chilenos con
el propósito de rodearlos e impedir que escapasen hasta Lima; pero,
desgraciadamente, no siempre acertaron todos los jefes nuestros a
cumplir las órdenes de Cáceres como sucedió en La Oroya y otros
lugares.

Mientras Cáceres perseguía a los chilenos en los departamentos


del Centro, nosotras permanecíamos en Ayacucho rodeadas de gente
amable que nos colmaba de afecto y de atenciones. Atraían la admi-
ración por su delicada belleza las Tello: Rosita, Elena y Dolores; por
su gentileza, las More, las Ruiz, Tomasita Olano; por su distinción
y elegancia, las Courrejoles, Adelaida Cárdenas, Carmela y Carmen
Santa María. Naturalmente surgieron algunos idilios: el doctor Salva-
dor Cavero se enamoró de Rosita Tello y se casó con ella. El doctor
Cavero era el secretario general de Cáceres, muy estimado por su in-
teligencia y corrección.

A una bonita fiesta a la que asistimos en una hacienda cercana se le


dio el nombre de la “Cosecha”. ¡Qué lindo se veía, entre los dorados
trigales, mecidos por la brisa, aparecer las figuras indias envueltas en
los brillantes colores de sus vestidos clásicos danzando y cantando
sus aires melancólicos! Reminiscencias de los viejos tiempos incaicos,
llenos de poesía y grandeza.

Sobre la familia Sáenz corre una leyenda verídica, que podríamos


llamar heroica. Cuando los chilenos ocuparon Ayacucho, tomaron
particular interés en hacer que los presentaran en dicha casa, porque
habían oído decir que las niñas eran bonitas; pero éstas se negaron
a recibirlos. Ellos insistieron; entonces los amigos de Sáenz les
aconsejaron que no se obstinasen en rehusar la visita de esos jefes
porque se expondrían a que, por despecho, hicieran algún daño al

203
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

padre de ellas. Al fin, la familia cedió, pero concibiendo un plan


que fue puesto en obra. Mandaron decir a los jefes chilenos que
los recibirían. Llegado el momento, acudieron éstos, quedando
petrificados de sorpresa al encontrarse con unos “fenómenos”. En
vez de las beldades que esperaban ver tenían delante unos espantajos,
sin pestañas ni cejas, ni cabello en las cabezas, pues estaban com-
pletamente rapadas. Los chilenos se quedaron absortos de admira-
ción por el patriotismo de aquellas muchachas, felicitándolas con
todo respeto.

Antes de este episodio, cuando yo estaba bastante enferma,


recibí correspondencia de Lima, anunciándome la gravedad de un
hermano mío. En tales momentos de dolor, recibí también carta de
Cáceres participándome que ese día salía a batirse con los chilenos en
Marcavalle (julio 1882); esta noticia me afectó tanto que me agravé y
casi me muero.

Por suerte, los esfuerzos de Cáceres en Marcavalle, Pucará, Con-


cepción y todo el trayecto, a la cabeza de su ejército, a través de los de-
partamentos del Centro hasta La Oroya, si no obtuvieron el brillante
éxito que él había planeado, lograron dejar libres de enemigos a todos
los pueblos de Junín, consiguiendo desplazarlos hasta Lima, después
de haber diezmado a las tropas invasoras y capturado los elementos
bélicos que dejaban en su huida.

En Ayacucho, aliviada ya con las buenas noticias que me llegaban


del campamento, fui reponiéndome y adquiriendo fuerzas para conti-
nuar el viaje a Junín, donde se había establecido Cáceres, en la ciudad
de Tarma, después de la escapada de los chilenos hacia la capital.
Nosotras salimos de Ayacucho, sintiendo dejar esta ciudad, llena de
gratos recuerdos.

204
Antonia Moreno de Cáceres

Arte de Josué Valdez Lezama reconstruyendo un pasaje de la victoriosa


contraofensiva patriota de julio de 1882.

205
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Imagen chilena ilustrando la derrota que sufrieron en Concepción el 9 de


julio de 1882. Allí no quedó ni uno de ellos con vida.

206
Antonia Moreno de Cáceres

Justa como terrible fue la venganza de los campesinos que clavaron las
cabezas de los chilenos en sus picas. El corresponsal de “El Eco de Junín”
comparó ello con lo que se vio en lo más álgido de la revolución francesa.

207
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Expulsados los chilenos de todo el valle del Mantaro, Tarma se convir-


tió en sede del cuartel general del ejército patriota. Por aquellos días se
quebrantó seriamente la salud de Antonia Moreno en Ayacucho. Grabado
francés para el libro de viajes de Charles Wiener, 1877.

Cáceres, una vez instalado en Tarma, mandó a buscarnos, a sus


ayudantes José Miguel Pérez y Joaquín Durand, llamado este último
por sus compañeros “Don Faquín”, tomándole el pelo para recordarle
que era serrano, pues tenía mucho “dejo” al hablar español. Había
nacido en Huánuco, de principales familias y era un mozo fuerte,
blanco y amable. En compañía de estos dos ayudantes, emprendimos
la marcha por detestables caminos.

Cuando llegamos al pueblo de Acobamba, encontramos allí a los


doctores Arenas y Vélez, quienes iban al congreso de Arequipa, donde
se había instalado el contralmirante Lizardo Montero, reemplazando
en la presidencia del gobierno provisorio al doctor Francisco García
Calderón, desterrado a Chile por los enemigos, dueños de la situación

208
Antonia Moreno de Cáceres

política del país. Cuando aquellos señores pidieron alojamiento, el


gobernador les contestó que no tenía nada que darles, de modo que les
fue preciso acomodarse sobre sus pellones, en el suelo del corredor.
Tal espectáculo, para nosotras que llegábamos heladas de frío y
desfalleciendo de hambre, nos dejó desorientadas. El gobernador, sin
embargo, me llamó aparte y me dijo: “Para tí hay todo, ‘mamay’; pero
para estos ‘mistes’ traicioneros no hay nada”. Los indios insistían en
apodar de tal modo a todos los que no servían en la campaña de la
Breña. “Mistes” quería decir “señores” y ellos pensaban que todos
los peruanos estaban en la obligación de defender a la patria, por eso
calificaban de “traicioneros” a los que no tomaban parte en esta lucha
heroica.

El gobernador nos ofreció una buena cama y mejor mesa. Yo le


pedí que atendiera también a esos señores, yá que a nosotras nos tenían
preparado hasta fiambre para el camino. El carácter del indio ofrece el
contraste de ser bueno y humilde, cuando es tratado afectuosamente,
volviéndose feroz, si se le hostiliza.

En la mañana siguiente continuamos el viaje a Los Molinos,


donde llegamos de noche. Yo me sentía muy enferma; estaba débil
y sumamente postrada. No sé cómo hicieron los ayudantes Pérez
y Durand para buscar entre los cerros, en ese lugar abandonado, a
algunos indios que bajasen a encender fuego para calentar el fiambre
que el amable gobernador de Acobamba nos había obsequiado.
Cuando pasamos por el pueblo de Huando, después de nuestra
partida de Ayacucho, me regalaron el famoso chocolate elaborado
allí. En Los Molinos, lugar frío y desamparado, el rico producto
de esas montañas me salvó. Viéndome mis hijitas tan maltratada,
tuvieron la feliz idea de preparar chocolate, en sus jarritas de juguete.
Al lado de mi cama, donde me hallaba tiesa como una muerta, se me
acercaron, obligándome a beber de este alimento. Dicha bebida y el
calor me reanimaron, cuando yo me sentía morir. ¿Cómo atinaron,

209
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

siendo tan pequeñitas, a preparar el cacao, haciendo con él una bebida


reconfortante? Aunque yo nada les pidiese no se movieron de mi lado
hasta que me lo hicieron beber. ¡Sin duda la Providencia las inspiraría!
Una vez que cumplieron conmigo, se retiraron a tomar la pobre cena
que se había podido conseguir. Enseguida, se acostaron haciendo
colocar sus colchones cerca de mi lecho, sobre los almofreces que
llevábamos. En tiempo de guerra, no se podía pedir muchas gollerías;
había que vivir resignadas, aunque mi corazón de madre sufriese. Los
habitantes de Los Molinos habían huido por temor al paso destructor
de las fuerzas enemigas, de modo que la oscuridad, el frío, la escasez
de todo, la soledad absoluta y el malestar de mi cuerpo grabaron este
episodio de mi vida como un triste recuerdo inolvidable.

A pesar del delicado estado de mi salud, tuvimos que seguir el viaje


a Huancavelica. El ayudante de mi marido, Castellanos, autoridad
entonces en ese lugar, nos recibió cariñosamente, llevándonos para
alojarnos, a casa del señor Alarco. Allí descansamos unos días. El
tiempo estaba tan malo que constantemente granizaba, cayendo
pedriscos del tamaño de garbanzos. Para mis hijas, esto fue una fiesta,
dedicándose a recogerlo y banqueteándose de lo lindo con estas
blancas y preciosas bolitas de hielo, encantadas de su travesura que
les costó caer con fiebre una en pos de otra. En cuanto se les cortó
la calentura, el médico me ordenó sacarlas en seguida de esta glacial
ciudad. Así lo hice, envolviéndolas bien en frazadas, y me las llevé a
Izcuchaca, cuyo clima suave, acabó de curarlas. Yo había temblado,
por temor de que en el camino se hubiesen empeorado; pero, no bien
llegamos a este pueblo se pusieron tan bien que comieron de todo, sin
que nada les hiciese daño.

210
Antonia Moreno de Cáceres

Por esos días se resquebrajó en mucho la salud de doña Antonia, precisa-


mente cuando su embarazo estaba ya avanzado. La impresión de saber
que su esposo se batía en Marcavalle le provocó una crisis que habría de
resultar fatal.

211
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Por esta ruta transitó la comitiva de Antonia Moreno, para por ella llegar
a Huancavelica. El frío glacial de la estación afectó severamente a la espo-
sa e hijas del general Cáceres. Fotografía de Andy B.

212
Antonia Moreno de Cáceres

Después del necesario reposo, pasamos a Ñahuimpuquio, aldea de


Marcavalle, célebre por los encarnizados combates que libraron los
breñeros contra las fuerzas enemigas que fueron derrotadas. Como
consecuencia del desborde chileno, la indiada estaba enfurecida.
Relataban los incendios de sus pobres chozas, el robo de su ganado, el
ultraje a sus mujeres así como la feroz venganza ejercida por los indios,
pues habían decapitado a los chilenos muertos en la batalla y ensartado
las cabezas en sus rejones, colocándolas a la entrada del pueblo, como
escarmiento para todos los enemigos que quisiesen volver en son
de guerra. Cuando nosotras llegamos, se hallaban aún excitadísimos,
pues estaban recientes todos estos deplorables acontecimientos. Sin
embargo, me recibieron con gran acatamiento, y, después de relatarme
sus hazañas en represalia por los daños sufridos, se empeñaban en
mostrarme sus trofeos de guerra. Orgullosos y fieros, me decían:
“Ven, mamay, para que veas cómo hemos castigado a los chalinos que nos han
asaltado; ven a ver sus cabezas en las picas. Las hemos puesto afuera del pueblo,
para que todos sepan lo que haremos con los enemigos de nuestra tierra”. Esta
espantosa escena me horrorizaba y, hablándoles suavemente, les pedí
que me excusaran de presenciar tal espectáculo, porque estaba muy
enferma. Ellos continuaron obstinados, ofreciéndome aquel cuadro
macabro. Yo pasaba las “horcas caudinas” y tuve que emplear la más
fina diplomacia para evadir el espeluznante espectáculo. Trabajo les
costó a los ayudantes que nos acompañaban convencerlos de que
la “mamay grande” (como ellos me llamaban) se hallaba en estado
delicado y podía perder al niño que llevaba en su seno, si recibía tan
fuerte impresión.

Desde ese momento, sin embargo, los feroces indios dejaron de


insistir en el lúgubre agasajo y decidieron que yo, en adelante, no de-
bía caminar a pie para no fatigarme, sino llevada por ellos en silla de
manos. Este contraste en sus arranques fieros y corteses, revelaba,
como he dicho, la psicología del indio: de un lado sus hechos crueles,
cuando el enemigo los ultrajaba; de otro lado, su bondad y cariño,
cuando se les trataba humanamente.

213
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

A pesa de su tierna edad, Zoila Aurora, Lucila Hortensia y Rosa Amelia,


cuidaron algunas veces de su madre enferma, sufriendo con ella muchas
privaciones.

214
Antonia Moreno de Cáceres

Así podía rememorarse los gestos heroicos y bárbaros de los gran-


des capitanes del incanato, llevando como trofeo las cabezas de los
vencidos. En Ñahuimpuquio la espantosa escena fue solamente una
reminiscencia atávica.

Para distraernos de la horrible visión que habían intentado


bridarnos, pasamos después por un gracioso incidente que a mis hijas
divirtió mucho y a todos nos sorprendió. Atravesábamos la placita
del pueblo, pobre y triste, cuando se desencadenó una torrencial llu-
via, y con el agua empezó a caer sobre nuestras cabezas otra lluvia de
diminutas ranitas que parecían de juguete. No volvíamos de nuestra
sorpresa por tal fenómeno. Mis hijas, intrigadas, correteaban de un
lado a otro, para observar de cerca a estos minúsculos y curiosos
animalitos. Así terminó nuestra aventura en ese extraño pueblo,
tan fiero como galante y, al mismo tiempo, altivo y leal. Pueblo de
Ñahuimpuquio, inolvidable por su orgullo y su hidalguía. Nosotras
guardamos por él admiración y cariño.

Para continuar el penosísimo viaje en la condición en que yo


estaba, la madre de Valladares tuvo la fineza de enviarme, desde
Concepción, una linda mulita de paso muy suave. Muy agradecida
quedé a esta bondadosa señora.

Al fin llegamos a Huancayo; allí había ido Cáceres a recibirnos,


acompañado de su escolta y su cuerpo de ayudantes. Sólo pasó unos
días con nosotras, teniendo que regresar a Tarma porque él tenía que
continuar la persecución del ejército chileno, arreándolo hasta Lima,
después de haberlo batido y vencido en Marcavalle, Pucará y Concep-
ción. Los combates habían sido sin cuartel. De uno y otro lado se
peleaba bravamente. Casi siempre los guerrilleros combatían al lado
de los soldados de línea; pero llevando por toda arma sus clásicos
rejones, para la lucha cuerpo a cuerpo.

215
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Al recibir, en la capital, noticias de estos triunfos, habían logrado


escapar, para presentarse en el cuartel general del Centro, el doctor
Manuel Irigoyen, don Pedro Alejandrino del Solar, el coronel Juan
Norberto Eléspuru y un grupo de jóvenes patriotas y entusiastas:
Federico Porta, buen mozo rico y elegante; Pedro Muñiz, Félix Costa
y Laurent, bien parecido y de aspecto “gringo”; Ernesto Velarde y
Enrique Openheim, de tipo inglés, muy gracioso y ocurrente. Todos
estos muchachos y otros más fueron nombrados ayudantes de Cáceres
y se distinguieron en esta campaña por su valentía y lealtad.

Todo el cuerpo de ayudantes se componía de muchachos alegres,


inteligentes, muy valientes y juguetones; siempre estaban dispuestos
al chiste y a la broma. Cuando llegó Federico Porta, se imaginaron
que, como era rico, elegante y guapo, no sería tan bravo como ellos
y pensaron tomarle el pelo. Le “soplaban” al general que un limeñito

La esposa de Cáceres llegó a Huancavelica con la salud muy deteriorada y


soportando un frío glacial , siendo alojada durante varios días en la casa
de la familia Alarco. Foto de la Galería Scott and Beverly.

216
Antonia Moreno de Cáceres

elegantísimo no ofrecía grandes garantías de coraje. Cáceres quiso


convencerse, eligiendo a Porta para una misión arriesgada, en cuya
excursión cayó prisionero este distinguido capitán, después de haber-
se conducido gallardamente. En Jauja, Porta nos había obsequiado
frascos de perfumes, mostrándose también galante y generoso.

Al dejarnos Cáceres en Huancayo, quedamos alojadas en la


hermosa casa solariega de su tía, la señora Bernarda de Piélago,
distinguida y acaudalada matrona dueña de haciendas y de la citada
mansión, que ocupaba en la calle Real, la principal de la ciudad.
Era ésta muy bonita y alegre. Pasando la amplia entrada de la casa,
se llegaba a un lindo jardín rodeado de verja de fierro forjado que
circundaban vastos corredores, los cuales daban acceso a los salones,
dormitorios y otras habitaciones. Al interior de la casa, la puerta falsa

En Ñahuimpuquio doña Antonia oyó a los campesinos relatar los incen-


dios de sus pobres chozas, el robo de su ganado, el ultraje a sus mujeres
y un sin fin de tropelías que habrían de provocar una violenta respuesta.
Fotografía de Demetrio Rendón Willka.

217
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

era una entrada especial, por donde se recibían los rebaños de llamas,
cargadas de los productos de las haciendas. La alegría de mis hijas
era entonces ir a jugar con ellas; aunque altivas y dignas, las llamas
escupían despreciativamente siempre que se las molestaba.

Cuando el pueblo supo la llegada del “Tayta” y de su familia, qui-


sieron entrar a vernos y los salones se llenaron de indios. La señora
Piélago, que era muy aristócrata, no quería permitirles la entrada. Pero
Cáceres, que tenía gran cariño por esta gente infortunada, por sus
“hijos” como él les llamaba, rogó a su tía que los dejase pasar. Aque-
llo fue una verdadera ceremonia de corte: Cáceres y yo, de pie, en el
fondo del salón, los atendíamos.

“Pueblo de Ñahuimpuquio, inolvidable por su orgullo y su hidalguía.


Nosotras guardamos por él admiración y cariño”. (Antonia Moreno de
Cáceres). Fotografía de Demetrio Rendón Willka.

218
Antonia Moreno de Cáceres

Los pobres indios, al entrar, hacían una profunda reverencia, qui-


tándose el sombrero e inclinándose hasta el suelo. Después, lenta-
mente, avanzaban hasta llegar delante de Cáceres y de mí y se ponían
de rodillas, cogiéndonos las manos para besarlas y nos hablaban en su
lenguaje pleno de dulzura. Ellos estaban felices llamándole “Tayta”
con fervorosa devoción. Al verlos tan corteses se diría que habían
recibido lecciones de urbanidad y maneras. A Cáceres no le gustaba
que se arrodillasen delante de él y los obligaba a levantarse, diciéndo-
les que un hombre no debía ponerse de rodillas delante de otro. Pero
ellos creían que Cáceres era el continuador de sus antiguos señores
los incas y siempre que lo veían, querían rendirle este homenaje, mez-
cla de cariño y gratitud.

La señora Bernarda de Piélago, se portó con nosotras con el se-


ñorío de una gran dama, haciéndonos muy grata nuestra corta per-
manencia en su hermosa mansión y la noble tierra huancaína. La so-
ciedad huanca fue muy amable con nosotras. Eulalia Palomino, guapa
muchacha sobrina de la señora Piélago, nos acompañaba diariamente
y nosotras gustábamos reunimos con ella porque era inteligente y ale-
gre; viva su conversación y su trato sumamente simpático. Era blanca,
de cabello y ojos castaños. Su tamaño y su grueso, regular. No pasába-
mos un día sin estar con ella. Su hermano Vicente, arrogante mozo,
se incorporó al cuerpo de ayudantes de Cáceres, siguiendo con todos
esos muchachos la campaña de La Breña.

La familia de don Cosme Basurto, descendiente por línea materna


de la princesa Catalina Huanca, que era también por esta rama rela-
cionada de mi marido, nos rodeó y atendió muy afectuosamente. Sus
hijas eran ligeramente morenas y las llamaban “coyas”, o sea reinas,
por el parentesco con la princesa Catalina. En cambio, el padre, don
Cosme, mostraba el tipo español del Norte porque era muy blanco y
seguramente habría sido rubio aunque había encanecido. Era amable
conversador y muy entusiasta por la causa de La Breña.

219
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Los Basurto nos acompañaban a conocer la población y a gustar


los famosos helados, especialidad de Huancayo, que nosotras no per-
díamos un solo día porque eran deliciosos.

Una de las Basurto, la menor, Elvira, estaba recién casada con Juan
de la Quintana, joven de pequeña estatura, delgado y rubio rojizo,
muy culto y de maneras finas, a quien por estar tan enamorado de
su graciosa mujercita, los diablos de los ayudantes a pesar de estar
guerreando continuamente, le hacían constantes bromas, llamándole
maliciosamente “don Elviro”. Juzgándole arbitrariamente melindro-
so y tímido, les resultó todo un hombre, a tal punto que sacrificó su
dulce luna de miel para seguir como bravo y patriota con el ejército
de La Breña.

También les debemos especiales atenciones a los Valladares y a


los Peñaloza, y en general, muy gratas horas a la ciudad huancaína,
cautivadora por la belleza de su campiña, la amabilidad de sus gentes
y sus pintorescas ferias dominicales, que eran el encanto de mis hijas.
Todo en conjunto hace de Huancayo un lugar sumamente atractivo.
A pesar de este poderoso aliciente, me vi obligada a dejar la ciudad,
por consejo del médico y de la matrona, quienes me recomendaron
un clima más cálido, porque estaba muy anémica y en peligro de te-
ner un mal alumbramiento. Así, pues, sin avisarle a Cáceres, preparé
mi viaje al cuartel general de Tarma y, cuando ya estuvimos listas, le
envié un “propio” anunciándole que iba a partir. En seguida mandó
a buscarnos con su ayudante Pérez. Nos detuvimos en Pucará, don-
de volvieron a recibirnos a la usanza ancestral, con danzas, música y
enmascarados.

Al llegar a Tarma, nos salió al encuentro Cáceres con una brillante


comitiva, entre la que se encontraban todos los recién llegados de la
capital, que habían ido entusiastas para afiliarse al ejército del Centro.
Yo había prevenido que me tuviesen lista la prefectura para alojarme
allí, por ser cómoda y bastante decente.

220
Antonia Moreno de Cáceres

Cáceres, instalado su cuartel general en Tarma, se dio un tiempo para


alojar a su familia en Huancayo. Fotografía de Demetrio Rendón Willka.

221
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Entonces vino al mundo un hermoso niño, muerto casi al nacer,


cuyo alumbramiento me hizo sufrir cruelmente, poniendo en peligro
mi vida, pues tantas angustias durante la campaña, tantos trotes a
caballo por cordilleras y cerros escarpados, tantas y tan fuertes im-
presiones cuando mi marido entraba a combatir, habían debilitado mi
organismo, dando lugar a que el terrible lance se presentara en con-
diciones desastrosas. Ya se desesperaba de salvarme la vida, cuando
la Providencia se apiadó de mí, aunque dejándome el tremendo dolor
de la pérdida de mi único hijito varón. El niño era parecido a Cáceres;
como él, era blanco, de ojos claros y de tipo fino. Cuando Cáceres vio
nuestra desgracia, honda tristeza lo conmovió; su corazón de padre
cariñoso se reflejó en la expresión de su semblante.

Cáceres otorgaba a los indíge-


nas un trato paternal y fue de los
primeros en llevar a la práctica
una política de inclusión.

222
Antonia Moreno de Cáceres

Huancayo tenía entonces una mayoritaria población indígena, que creyó


ver en Cáceres al Inca redivivo. Grabado en madera de José Sabogal.

223
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Mi salud siguió algo alterada durante varios días y entonces recibí la


más abnegada prueba de una india, sublime en su afecto por nosotras:
yo estaba con fiebre y necesitaba la extracción de mi leche. Una buena
mujer ofreció a su hijito para que yo le diera de lactar, a pesar de haber
sido prevenida que el niño podría perjudicarse porque yo estaba muy
enferma. Ella respondió: “primero es la vida de la mama grande, aunque
mi hijo se muera”. ¡Cuánto culto patriótico, cuánto fanatismo idólatra
les inspiraba el “Tayta” hasta ofrecer la vida de sus propios vástagos!

¡Vieja raza noble, que tan bien sabía comprender la grandeza del
deber y del honor! Siempre estuvieron listos a luchar valientemente
contra el opresor, sin más defensa que sus primitivas armas. Los
departamentos del Centro del Perú son dignos de toda admiración.
Ellos soportaron, con la más grande abnegación y coraje, todo el
formidable peso de esa epopeya de la Breña, que a fuerza del heroísmo
y sacrificio dejó muy limpio y alto el pendón del Peru. Como peruana
y testigo de sus grandes hechos quiero dejar una palabra de cariñosa
gratitud a esos queridos indios de las sierras andinas del Centro.

En Tarma, poco a poco, fue reorganizándose el ejército diezmado


por tanto batallar. A la llamada de Cáceres, acudieron voluntarios de
las provincias de Huancayo, Jauja y Tarma. La juventud distinguida de
este lugar formó, por su cuenta, un cuerpo de caballería mandado por
el mayor Agustín D. Zapatel.

Algún tiempo después del más triste episodio de mi vida de cam-


paña, Cáceres regresó a la quebrada de Chosica para contener el nue-
vo avance de los chilenos. Ellos, después de su carrera hasta la ca-
pital, tras varias derrotas, volvían con tropas frescas y bien armadas
a enfrentarse contra los heroicos defensores de los departamentos
del Centro. Durante el tiempo que los chilenos nos habían dejado
vivir con tranquilidad en Tarma, pudimos apreciar la belleza de su
campiña, su clima suave, los halagos de esa agradable sociedad que se

224
Antonia Moreno de Cáceres

esmeraba por agasajarnos, compensando así las penas que la guerra


nos hacía sufrir.

Entre las damas principales se distinguían por su belleza Daría


Font, Carmela María de Santa María, Carmen Santa María y una de-
licada y bonita muchacha, Enriqueta Santa María. Era también her-
mosa, por su esbelta figura y elegancia, Adelaida Cárdenas. Angelita
Santa María se distinguía por su porte señorial. Se casó con el coronel
Augusto Bedoya, uno de los militares de gran carácter, valiente y leal.

La linda chica Enriqueta Santa María fue víctima de una tragedia.


Ela y el ayudante de Cáceres, Darío Enríquez Benavides, estaban muy
enamorados. Él era un mozo de buena familia, inteligente, valeroso
y de agradable carácter, aunque no fuese guapo sino, más bien, algo
grueso y de pequeña estatura. Por su trato cortés y modales finos, sin
duda, había conquistado el corazón de la preciosa chica. El padre de
ésta, sin embargo, alarmado por el incipiente idilio, declaró que no
era la oportunidad de celebrar matrimonios en época tan azarosa, que
comprometía la vida de todos y, cortando por lo sano, envió a su hija,
chiquilla de diecisiete años, a pasar una temporada a su hacienda.

Cuando el papá dio permiso para el regreso, esta niña, que


volvía alegre a su hogar, tenía que atravesar uno de esos peligrosos
puentes colgantes de nuestra montaña, que se mecía sobre el abismo
de un caudaloso río. La bestia que la transportaba pisó en falso,
derribando a la infeliz criatura, quien desapareció al momento en las
aguas torrenciales. Este tristísimo accidente causó duelo general en
Tarma, pues la encantadora chiquilla por su belleza y bondad era muy
querida. Enríquez, el atribulado enamorado, encontraría alivio a su
dolor en el fragor de los combates, pues a poco de aquella desgracia,
se renovaron los azares de la campaña.

225
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Las jóvenes huancaínas con-


sideraban un honor que se las
considerase descendientes de
alguna princesa de los tiem-
pos prehispánicos.

Tarma, ciudad de especial relevan-


cia en la vida de la familia Cáceres.
Arte de Efraín Rivera Santa Cruz.

226
Antonia Moreno de Cáceres

En este patético pasaje, doña Antonia recuerda cómo en Tarma perdió al


único hijo varón que hubiese tenido y cómo su esposo quedó con el corazón
traspasado de tristeza. El hijo de Cáceres muerto al nacer fue otro de los
mártires de La Breña.

227
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Antes de este drama, el 10 de noviembre fecha del cumpleaños de


mi marido, para corresponder a las amables atenciones de las damas
tarmeñas, las invité a casa. Todas acudieron elegantemente vestidas
y, ciertamente, por su distinción y modales, nada tenían que envidiar
a las limeñas. La familia de don Ernesto Courrejoles, originaria de
Lima, era muy amiga mía. Vivían al frente de nosotros y asistieron a
la pequeña recepción que les ofrecí. Alida, que era la mayor, me ayu-
daba para hacer los honores, que resultó como un oasis en medio del
gran desierto de las penas que sufríamos diariamente.

Los ayudantes de Cáceres, muchachos alegres, tuvieron una


recepción muy agradable en compañía de tantas mujeres bonitas,
elegantes y amables. En esa ocasión nació más de un idilio: el de
Angelita Santa María con Augusto Bedoya que, como he dicho,
terminó en matrimonio; el de Enriqueta Santa María con Darío
Enríquez Benavides, cuyo trágico epílogo he relatado.

Cáceres, que como siempre seguía siendo gran admirador de


las damas y muy galante con ellas, olvidó también en esa fiesta su
estrategia guerrera, para dedicarse a las bellas y, especialmente, a las
más atractivas.

No puedo negar que, si mi marido no hubiese llegado a ser un


gran capitán, posiblemente habría sido un “Don Juan” o un elegante
“Casanova”. Por cierto que yo disimulaba los puntitos de celos que
estaba calzando ese 10 de noviembre tan animado y alegre. Se hizo
música, se bailó; pero, acabada la fiesta, terminó también el regocijo
del momento, suscitado por ese grupo de elegantes damas que reían
amablemente, que danzaban al son de cadenciosos valses y que hacían
olvidar un instante las zozobras y fatigas de tantas horas.

Los ayudantes de Cáceres hacían con nosotras vida de familia;


diariamente había lo que llamaban “mesa de estado”, es decir, que

228
Antonia Moreno de Cáceres

todos almorzaban y comían en la jefatura, donde nosotras vivíamos y


los que estaban de guardia no se movían de allí.

La familia Courrejoles estaba muy encariñada con nosotras. El


papá, de origen francés, era alto, fuerte y moreno. La señora Clotilde
Bermúdez de fina educación, tenía un aire realmente aristocrático; su
madre, doña Antuquita, era una anciana pequeñita y delgada; tenía
adoración a su huerta, que era su mayor entretenimiento y cosechaba
sabrosa fruta.

La hija mayor, Alida, estaba siempre acompañándome; era muy


inteligente y juiciosa, muy agradable por su trato y me ayudaba en mu-
chas cosas. La segunda, Ernestina, y María, la tercera, eran las grandes
amigas de mis hijas. Diariamente estaban juntas tramando travesuras.
A veces las chicas mías se quedaban a dormir en casa de Ernestina y
María y entonces, entre las cuatro diablillas, complotaban para asaltar
la huerta, cuando doña Antuquita estuviese ya durmiendo.

Era de ver, a media noche, los banquetazos de riquísima fruta que


las chicuelas se daban. Todo tenía que ser en el más absoluto silencio
para que doña Antuquita no las sintiera. Pero, al día siguiente, había
que oír los regaños de la señora, a pesar de los afanes de las chicas
para no dejar trazas de sus travesuras.

Tenían un aliado, un gracioso chico, hermano de Ernestina y Ma-


ría, quien se daba aires de hombrecito, pues vestía con elegancia trajes
extranjeros. Se usaba en esa época, para los niños, una especie de
vestiditos con faldones; él se daba cuenta de que hacía una bonita
figura, pavoneándose delante de nosotras, como quien dice: “¡Míren-
me!”, mostrando una elegancia de gallito conquistador. Tendría unos
seis o siete años y, cuando lanzaba miradas de desafío, resultaba muy
divertido.

229
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Antonia Moreno tuvo palabras de elogio para el coronel Augusto Bedoya,


quien contrajo matrimonio con la dama tarmeña Angelita Santa María, a
quien conoció en medio de los avatares de La Breña.

230
Antonia Moreno de Cáceres

Antonia Moreno de Cáceres destacó la participación de los indígenas,


hombres como mujeres, en la heroica resistencia al invasor chileno.
Fotografía de Miguel Inti Guzmán Palomino.

Clotilde, la mamá, lucía muy lindas joyas porque había poseído


gran fortuna que por entonces estaba algo disminuida. Ella pertenecía
a la familia Bermúdez, una de las familias principales de Tarma.

En esta simpática ciudad nos organizaron una magnífica “pacha-


manca”, entre un grupo de buenos amigos que procuraba distraernos
de nuestras penalidades. El lugar escogido era en plena campiña, a
todo Sol: los maizales y trigales, a corta distancia se mecían y nos
alegraban el panorama, cuya perspectiva se perdía entre arbustos y
flores. Se podría decir que la naturaleza cantaba y reía.

El campo donde nos habían llevado se llamaba El Molino.


Todos estaban contentos y tanto la chicha como los ricos guisos que
habían sido cocidos bajo tierra y grandes piedras, eran degustados
apetitosamente en esta excursión. También cabrito, choclos verdes

231
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

con queso fresco, y las papas amarillas con salsa de ají, platos que solo
en la sierra se hacen tan exquisitos. El Molino estaba cerca a Tarma
y el camino se hacía entre flores y bellos paisajes; aquel día fue una
verdadera fiesta por la frescura y el aroma que nos rodeaban. Ya en la
tarde volvimos a casa.

Yo me preocupaba siempre de hacer estudiar a las dos mayores


de mis hijas, mientras la pequeñita, Rosita Amelia, se ocupaba solo
en jugar. Les había puesto un profesor francés que encontré en
Tarma, monsieur León. Andaba siempre vestido de levita abrochada,
sombrero de copa, enormes cuellos y no soltaba el bastón en ningún
momento. Era alto, delgado, de grandes mostachos muy retorcidos,
que le llegaban hasta las orejas. En España le habrían llamado un
“lechuguino” y en Inglaterra un “dandy”. En Tarma y especialmente
entre los jóvenes militares, lo tomaban un poco a broma, porque decían
que la originalidad de su vestido no estaba de acuerdo con el ambiente
guerrero que allí reinaba. Zoila Aurora, que era bastante “diabla”,
más aficionada al juego que al estudio, inventaba la mar de farsas
para evadirse. Con este motivo, se había emparentado espiritualmente
con los ayudantes más traviesos: Darío Enríquez Benavides y Enrique
Openheim, a quienes llamaba “compadres”. Lo cierto es que, entre
Zoila Aurora y los muchachos, concertaban el modo de ahuyentar, a
fuerza de sustos, al pobre profesor tan amanerado y tímido. Un día,
Zoila Aurora se hizo perseguir por todos los pasillos de la jefatura,
llegando hasta la caballeriza, donde se escondió entre los tercios de
alfalfa. Allí no se atrevía a entrar el elegante profesor, así es que la
chica esperó tranquilamente a que monsieur León, cansado de esperar
en la puerta, la dejase en libertad.

Otro día, rogaba a sus “compadres” que recibieran al profesor, y,


a fin de despacharlo, lo desafiaran, hundiéndole el sombrero hasta la
nariz. Tal desplante para provocarlo en duelo daba por resultado que
el señor León, careciendo de belicosos arranques, les tomase terror a
estos demonios de oficiales, retirándose prudentemente.

232
Antonia Moreno de Cáceres

Es la propia esposa de Cáceres la que nos informa que el héroe nació el 10


de noviembre, fecha en que se honra al santo napolitano Andrés Avelino.

233
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Openheim era un chiquillo travieso de veinte años. Buen mozo,


muy simpático, esbelto, rubio, inteligente y agudo; además, solía decir
con mucha gracia: “Yo no soy valiente, pero tengo que serlo cuando estoy en
presencia del general Cáceres”. Este vivaz muchacho era lo que se llama
un “mataperro”, de ahí que se hiciera tan amigo de Zoila Aurora,
constituyéndose en su primer adalid, siendo él quien generalmente, se
le cuadraba al paciente Mr. León. Lo embestía con la audacia de un
gallito de pelea. Con sus chistes y picardías provocaba al impecable
profesor francés al extremo que huía en cuanto divisaba al juguetón
militar.

Otro día un nuevo complot se organizó entre los tres


“compadres”. Cuando llegó el profesor fue recibido por Openheim,
aparentemente de mal talante. Mr. León, con toda prudencia trató
de retirarse; pero, al salir, tropezó con Enríquez, quien también lo
provocó, encontrándose el pobre Mr. León “entre la espada y la
pared”: si avanzaba, lo espantaba Openheim; si retrocedía, lo atacaba
Enríquez. No sabiendo cómo escapar por los corredores de la
jefatura, dio un salto a la calle, con tan triste suerte, que cayó en la
gran acequia, especie de riachuelo que pasaba delante de la casa. Allí
corrieron a acorralarlo los dos malignos mozos, sin piedad ninguna
por la primorosa levita y el sombrero de copa que sufrieron tan sucio
percance. Zoila Aurora, desde los balcones de la jefatura, celebraba la
hazaña de sus “compadres”, quienes riéndose interiormente ponían
caras fieras, mientras la figura acicalada del profesor se escabullía
entre los terrales y agua turbia, poniéndose en ridículo.

Al fin, Mr. León cansado de tanta fechoría vino a darme las quejas,
lo que valió a doña Zoila Aurora una buena reprimenda y la amenaza
de mayor castigo.

En Tarma las ferias dominicales tienen notas atractivas y como


a la de Huancayo, vienen los indios de las aldeas vecinas trayendo

234
Antonia Moreno de Cáceres

diversidad de industrias manuales: preciosas telas tejidas, ricas pieles


de vicuña, pacos, llamas, alpacas; piezas curiosas de cerámica, gran
variedad de juguetes. Existe aún en la feria de todos los domingos la
costumbre primitiva “cambio, cambio”; es decir el cambiar unas cosas
por otras. A mis hijas les encantaba este juego: todos los domingos,
el pan que sobraba en el almuerzo lo recogían ellas y, acompañadas
de mama Manonga, corrían a la feria a hacer el “cambio, cambio”,
trocando el pan por menudas jarritas y ollitas de barro y volvían
felices de su negocio.

Ya me he referido a los maravillosos tapices de flores deshojadas


que forman en el piso de las calles en los días de procesiones, para
que las andas con los santos pasen encima. Nada he visto tan bello
y original. Seguramente esta costumbre data de la época imperial, así
como la ceremoniosa recepción que nos hizo el pueblo de Pucará, el
bárbaro episodio de Ñahuimpuquio y el besamanos postrándose de
rodillas ante el “Tayta” igual que antes lo hacían en presencia del Inca.

Mi marido contaba que en algunos pueblos de la sierra, guardan


la poética y vieja tradición de saludar al Sol: cuando el astro aparece,
ellos se inclinan profundamente, quitándose el sombrero. El mismo
Cáceres contaba haber presenciado estas escenas.

Tienen también en su lenguaje, que les viene del alma, algunos


rasgos emotivos. Mi marido nos relataba que una vez volvía a un pue-
blecito de Andahuaylas, después de mucho tiempo de ausencia. Los
indios lo recibieron con mucho cariño y uno de ellos le dijo: “Tayta,
¿por qué nos has abandonado?, ¿por qué has estado tanto tiempo sin vernos? ¡Al
fin apareces, como el Sol, después de una noche obscura!”. Cáceres se sintió tan
conmovido que abrazó al indio y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Permanecimos en Tarma hasta que el invasor volvió a presentarse.


Pero antes de aquel episodio bélico, nosotras hacíamos una vida grata

235
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

en esa ciudad. Como la jefatura tenía dos bonitos y cómodos depar-


tamentos, habíamos cedido uno al coronel Juan Norberto Eléspuru,
quien vivía con su señora Elena Pérez, que era muy alegre y nos diver-
tía mucho con su carácter. Ella también, con gran amor a su marido
y a su patria, había querido acompañarlo en la campaña de La Breña.

A veces por las noches nos reuníamos en su departamento para


conversar un poco. Su charla era tan amena y su risa tan contagiosa,
a carcajada limpia, que nadie podía evadirse de hacerle coro. Elena
era una compañera muy agradable para mí, por ser además, muy
afectuosa. Sus tertulias, llenas de gracia y alegría, nos hacían pasar el
tiempo sin sentirlo. Yo había quedado aún algo delicada, después del
desgraciado alumbramiento que tuve en Tarma y que casi me costó la
vida. Empezaba a reponerme, cuando Cáceres tuvo que emprender
su nuevo avance hasta la quebrada, porque los chilenos, después de
la batida que les había dado empujándolos hasta las puertas de Lima,
volvían con tropas frescas y más numerosas, “para terminar (decían
ellos) con el ejército del Centro”.

Con los triunfos de los nuestros en Maracavalle, Pucará y Concep-


ción, se había levantado, aún más el espíritu tarmeño. El coronel Ma-
nuel Reyes Santa María, de Tarma, adherido al ejército patriota, había
sido enviado a Canta, para defender esa quebrada. El coronel Bermú-
dez, cuñado de Ernesto Courrejoles, vigilaba el avance del enemigo.
Pero Santa María frustró un plan estratégico de Cáceres al abandonar
Canta y regresar a Tarma, dejando sin cumplimiento la orden recibida
de Cáceres, quien estaba ahora en Chosica teniendo que replegar su
ejército para no ser copado.

Mientras se desarrollaban en las quebradas de Canta y Huarochirí


la proeza de los famosos guerrilleros, yo en Tarma me reponía
lentamente de la grave enfermedad que sufría. En tales circunstancias
tuve el consuelo de recibir la visita de una hermana mía, quien al saber
de mi gravedad vino de Lima para acompañarme hasta dejarme bien.

236
Antonia Moreno de Cáceres

“No puedo negar que, si mi marido no hubiese llegado a ser un gran ca-
pitán, posiblemente habría sido un Don Juan o un elegante Casanova”.
(Antonia Moreno de Cáceres).

237
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Antonia Moreno reconoció en la campiña de Tarma las exquisiteses de la


ancestral pachamanca: “Todos estaban contentos y tanto la sabrosa chicha
como los ricos guisos, que habían sido cocidos bajo tierra y grandes pie-
dras, eran degustados apetitosamente en esta excursión deliciosa”.
Fotografía de Carlos y Wilder Macha.

238
Antonia Moreno de Cáceres

Doña Antonia no quiso que los avatares de la guerra frustrasen la forma-


ción estudiantil de sus hijas y en Tarma les puso de profesor a Monsieur
León, varias veces burlado por la siempre traviesa Zoila Aurora. En la
foto, unos años más tarde, la joven hija de Cáceres, que no solo deslumbra-
ría por su inteligencia sino también por su belleza.

239
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En seguida, llegó nuestro ejército en retirada ordenada y con él


Cáceres, muy enfermo del hígado, a consecuencia de haber perma-
necido a caballo tres meses sin descanso, en correrías de un lado a
otro. Mientras duraban estas excursiones, yo le había mandado las
medicinas a su campo de operaciones. Al llegar a Tarma en tal estado
no pudo moverse de la cama en varios días. Me dediqué a curarlo y
no pude ofrecerle más comodidades que un colchón en el suelo pues
acababa de enviar todo mi equipaje al interior de la región del Centro.
Lo había hecho pensando en emprender la retirada para no caer en
poder de las fuerzas invasoras.

Cáceres, al volver de la quebrada a Tarma con su ejército de línea,


había dejado en Chicla y La Oroya guarniciones de guerrilleros para
que detuvieran el avance chileno.

Cuando vi llegar a mi marido tan deshecho por la enfermedad,


aplacé mi viaje a Ayacucho y me consagré a su cuidado día y no-
che, poniéndole toda suerte de emplastos. Finalmente el médico me
dijo que únicamente aplicándole un fuerte remedio podría levantarlo
pronto, pero que sólo se lo daría bajo mi responsabilidad. Entonces
yo, que veía a los chilenos casi en las puertas de Tarma, le dije: “Dele
usted doctor la medicina, no sea que el enemigo llegue y cojan al ejército sin jefe”.

Dios quiso que los chilenos demorasen ocho días; pero una noche,
a las dos de la madrugada, se presentó el general Pedro Silva, con sus
guerrilleros y el batallón “Tarma”. Venían en retirada del paso del
río Mantaro, cuya defensa se les había encomendado; pero, habiendo
sido flanqueado el general por las tropas enemigas, tuvo que replegar-
se al cuartel general de Tarma. Esto sucedió el 21 de mayo de 1883.

Al atardecer del día anterior, había llegado un hermoso regimiento


de bravos guerrilleros, armados de lanzas y rejones, para reforzar a
los soldados de línea y a sus compañeros de Yauli. El desfile de esta

240
Antonia Moreno de Cáceres

Imagen típica del errante


profesor de del siglo XIX,
como el retratado en estos
Recuerdos.

falange de heroicos jóvenes fue imponente y conmovedor. Llevaban


un aire marcial y arrogante, usaban pantalón corto y camiseta
gruesa, así como sus bolsas de coca. Nosotras muy emocionadas los
admirábamos desde los balcones de la jefatura, viéndolos marchar
altivos y fieros, lanzando entusiastas “vivas” al Perú y al “Tayta”
Cáceres. Hortensia, que era de temperamento sensible, emocionada
con el gesto ardiente de los guerrilleros, corrió a postrarse ante la
santísima Virgen. Yo, impresionada, le pregunté: “Hortensia, ¿por qué
rezas?, ¿por qué lloras?”. “Mamacita -me respondió-, porque me dan mucha
pena estos pobres indios; van para que los maten como a perros, no llevan balas
para defenderse”. Yo le aclaré: “Dirás que los matarán como a héroes”. Y lloré
con ella.

En esa madrugada en que se presentó el general Pedro Silva (21 de


mayo de 1883) se levantó Cáceres aún convaleciente, después de varios

241
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

días de cama, haciendo un esfuerzo para poner a salvo su ejército. Los


chilenos estaban sobre las alturas de Tarma, en las ruinas incaicas de
Tarmatambo. Se batían con nuestros valientes guerrilleros -atrevidos
legionarios de honda y rejón- quienes, generosos, presentaban sus
pechos desnudos para ayudar a sus hermanos, los soldados de línea.
En aquellas horas de pelea, en las alturas de Tarma, ellos fueron el
escudo que libró al ejército del Centro de un desastre. En esa refriega,
murieron muchos de aquellos bravos patriotas y los que cayeron
prisioneros fueron fusilados por el enemigo. A pesar de tales rigores,
ellos no retrocedían y continuaban en su martirio patriótico.

La retirada del coronel Santa María, abandonando la defensa del


pueblo de Lachaqui, permitió que la división chilena de León García
se adueñara de Canta, dando lugar a la sorpresa de la madrugada
del 21 de mayo de 1883, sobre Tarmatambo, cuando los ayudantes
anunciaron: “¡General, los chilenos a la vista!”. Aquellos fueron momentos
angustiosos: eran las dos de la mañana. Nosotras dormíamos... ¡Y
los chilenos a una legua de distancia! Ya se comprenderá el laberinto
que se formó en la jefatura. Yo teniendo que despertar a las chicas,
vestirlas y alistarnos precipitadamente para escapar, mientras los
ayudantes se apresuraban a ponerse en orden.

Cáceres estaba desesperado de vernos en peligro de caer en


manos del enemigo. En tales momentos dramáticos, la granuja de
Zoila Aurora se presentó a su “compadre”, el coronel Eléspuru,
pidiéndole armas para ir a batirse con ellos. Esta chiquilla endiablada,
siempre que veía movimiento militar, se creía obligada a tomar parte
en esos ajetreos que la entretenían, sin comprender la gravedad que
entrañaban. Pasado el primer momento de confusión, Cáceres, al ver
mi serenidad, se tranquilizó también, dejando que yo dispusiese lo
necesario para ponernos a salvo. Salimos sin tiempo para despedirnos
de él. Ya no pudimos dirigirnos a Huamanga porque estábamos
copados, a retaguardia, por una división chilena en Jauja, mientras

242
Antonia Moreno de Cáceres

otra nos atacaba en Tarma. Tuvimos que dirigirnos a Cerro de Pasco,


tomando la ruta de Acobamba, acompañadas de los proveedores
del ejército, los españoles Fabra y Pérez, las muchachas de servicio
y los ordenanzas. En Carhuamayo almorzamos y seguimos al
pueblo de Junín, pasando por la hermosa laguna, en un atardecer
de melancólico paisaje. Ya en el pueblo nos alojamos en un hotel
regular. apenas habíamos dormido un par de horas cuando llegaron
el oficial Daniel Zapatel y otros. Nos despertaron diciéndonos que los
chilenos estaban próximos a atacar. No sé cómo vestí a mis hijas y las
hice montar rápidamente. Yo cargaba en el bolsillo imperdibles para
asegurar los abrigos. Además de éstos, las envolví bien en frazadas,
de modo que el hielo de la noche, en tales alturas, no les fuera a
ocasionar una pulmonía.

Así, bien abrigadas, emprendimos la marcha por esos páramos


glaciales. Con la preocupación de que mis hijas pudiesen enfermarse,
yo no tomé gran cuidado de mi persona en aquella noche tan fría.
Pero tuvimos la suerte de que el famoso frío de Junín no nos hiciese
daño. Como al salir precipitadamente de Tarma, nuestro equipaje ha-
bía tomado otra ruta, al llegar a Cerro de Pasco tuvimos que proveer-
nos de ropa. Yo les hice a las niñas vestidos de montar a caballo y les
compré por allí unos tonguitos, de modo que pudiesen seguir el viaje
hechas unas amazonas.

Cuando dejamos Cerro de Pasco, lo hicimos sin pesar, porque es


una población muy triste y helada. Usan allí estiércol de las llamas
para calentar las estufas, lo que impregna el ambiente de un olor bas-
tante desagradable. Las que tenemos costumbre de vivir en atmósfe-
ras más livianas nos sentimos, además, molestas entre los humos de
los minerales.

243
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Los campesinos de Andahuaylas apoyaron con decisión la causa de la re-


sistencia patriota y vieron en Cáceres una esperanza de redención social.
Fotografía de Miguel Inti Guzmán Palomino.

244
Antonia Moreno de Cáceres

El camino de Cerro de Pasco a Huánuco fue soportable. Pasa-


mos por los pueblos de Huariaca (de donde era originario Joaquín
Durand) y de Ambo, donde nos obsequiaron las más deliciosas chi-
rimoyas que he comido en mi vida, dignas de ser presentadas como
un manjar de dioses. Las frutas de Huánuco y su café son especiales;
su clima es suave y su campiña hermosa. La ciudad es muy simpática.

Al llegar nosotras a Huánuco, Lorencita Ingunza, una de las prin-


cipales damas del lugar, nos hizo alojar en casa de su hermana, ca-
sada con un extranjero. Esta familia Ingunza, muy distinguida, fue
tan cariñosa y amable conmigo, que me ayudaron a coser ropa para
cambiarnos la única que llevábamos puesta, por la precipitación con
que tuvimos que salir de Tarma, mientras nuestro equipaje tomaba
otra ruta. En Cerro de Pasco no había ropa hecha para comprar. Los
chilenos, que venían siguiéndonos, no nos dejaban tiempo por cierto
para hacer un ajuar, sino para arrojar la vestimenta en uso y coser
otra a grandes hilvanes, en la cantidad estrictamente indispensable.
Es un deber de gratitud dedicar un recuerdo a esta gentilísima familia
Ingunza, llena de patriotismo y bondad y cuyas amabilidades se nos
han hecho inolvidables.

Al día siguiente de nuestra llegada, 1º de junio de 1883, llegó


Cáceres con el ejército. Venían presionados de muy cerca por las
tropas chilenas, quienes no osaban presentar combate, pero seguían
picándonos la retaguardia, estrechándonos cada vez más, sin dejarnos
respiro. Cuando las tropas chilenas avanzaron en Tarma sobre las
fortalezas incaicas, mi marido quedó allá para contenerlas. Sin embargo
no se sentía suficientemente fuerte para entrar en batalla. Además no
era posible obligar a nuevos sacrificios a esos heroicos departamentos
del Centro de la república. Se resolvió en consejo militar la retirada
al Norte, región menos probada por el paso devastador del enemigo.

245
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Cáceres y su ejército, otra vez en retirada.


Pintura de Raúl Montoya Munar.

246
Antonia Moreno de Cáceres

La pérdida de Canta fue un golpe muy severo para Cáceres, pues el ene-
migo encontró así paso franco para asediarlo. En un consejo de guerra
reunido con urgencia se decidió entonces la retirada al Norte, que no ha-
bía estado prevista pues Antonia Moreno se preparaba a tomar el camino
de Ayacucho. Fueron días muy difíciles para Cáceres, cuya salud se vio
sumamente mermada.

247
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Así Cáceres y sus tropas se presentaron en Huánuco al día


siguiente de nuestra llegada y nos trasladamos junto con él al palacio
arzobispal. Los frutos rojos de los cafetales y el hermoso estanque
de agua limpia hacían las delicias de mis chicas. Se sentían felices de
juguetear en el agua y de saborear los jugosos granos del café. Pero
esta distracción inocente les duró poco a mis pobres hijas porque,
al cuarto día, anunciaron que los chilenos estaban situados a cinco
leguas de Huánuco, en el pueblo de Ambo. Rápidamente tuvimos que
continuar la penosa peregrinación, acompañadas de nuestra comitiva
y de un joven Acuña que nos siguió. Tocamos en varios pequeños
pueblos, cuyos nombres no recuerdo. Después de haber caminado día
y noche llegamos, a las cuatro de la madrugada, rendidas de cansancio.
Hortensia se dormía sobre el caballo; el sueño la vencía y yo, temerosa
de que fuese a caer, le daba la voz a cada instante. Felizmente el
hermoso animal, al que llamaban “El Inglés”, seguía mansamente
a los otros caballos, evitando inteligentemente los peñascos donde
podía tropezar. Sin embargo, era natural que yo temblase de angustia
ante el riesgo de que mi pobre hija se fuese a descalabrar en esos
caminos llenos de escollos, tan difíciles de transitar en aquella noche
lóbrega.

Al llegar a un pueblecito, cuyo nombre he olvidado, estaba yo


enferma y me vi obligada a guardar inmovilidad absoluta durante dos
días. Había salido de Huánuco algo delicada y el trote de la cabalgadura
me hizo daño. Me había debilitado a causa del penoso alumbramiento
que tuve en Tarma. Me afectó la rudeza de la vida de campaña, hecha
a lomo de bestia, por caminos escabrosos, sufriendo incomodidades.

Allí, nuestros alojamientos fueron unas pobres chozas. Los


arrieros se retrasaron porque uno de ellos había muerto de tifus en el
camino. Nosotras carecíamos aún de nuestro equipaje y tuvimos que
acomodarnos sobre los pellones de las monturas y las frazadas que se
ponían encima para evitar el roce de aquellos.

248
Antonia Moreno de Cáceres

La heroica resistencia guerrillera en las alturas de Tarmatambo, dice An-


tonia Moreno, libró al ejército del Centro de un desastre y posibilitó que
emprendiera la penosa retirada al Norte. Foto de M. Drape.

249
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Felizmente los pobres indios arrieros llegaron a las diez de la


mañana siguiente y nos hicieron caldo de gallina. Estábamos sin
comer desde el día anterior. A esa hora pude tender mi cama; me
acosté y me quedé cuarenta y ocho horas sin moverme. El descanso
me hizo bien.

Repuestas del cansancio, seguimos la marcha lentamente porque


mi delicado estado de salud no me permitía agitarme. A las seis de
la tarde, llegamos a un pueblecito del que no estoy segura si se llama
Omas. A media noche, me tocaron la puerta para darme quejas de un
incidente trágico: los indios acusaban a un oficial, que no era de los
nuestros, de haber dado muerte a un individuo. Se presentó ante mí
una especie de consejo que venía a pedirme justicia para castigar al
delincuente. Yo me mostré tan indignada como ellos por el hecho cri-
minal y ordené que saliese una comisión presidida por algunos de mis
servidores para que buscasen al culpable. A los indios les halagó que
yo atendiera su protesta. Para mí este fue un conflicto que no dejó de
alarmarme, encontrándome sola sin el apoyo de mi marido y rodeada,
a media noche, de una multitud alborotada. Temí que se sublevaran.
Por suerte, el cariño de los indios por Cáceres, nos salvó. No recuerdo
qué le sucedió al oficial. Sin duda se escapó, porque nada pude saber
de él: solo que el accidente fue casual.

Horas después llegó Leoncio Prado tocando a mi puerta. Venía


mandado por Elías Mujica, prefecto de Lima, quien por entonces se
encontraba en Cajatambo. Prado había ido a Huaraz, a unirse con
don Jesús Elías, jefe superior del Norte y venía luego en alcance
de Cáceres. Yo le dije que mi marido pensaba seguir por la ruta de
Chavín, de modo que si él deseaba, podía ir a encontrarlo allí.

Nosotras esperaríamos a Cáceres en Aguamiro, donde nos


habíamos dado cita para ese día. Llegamos a dicho lugar el 7 de junio
de 1883, a las cinco de la tarde. Aguamiro lleva muy bien puesto su

250
Antonia Moreno de Cáceres

nombre, pues la nota dominante es el agua. Las calles parecen lagunas


luminosas, reverberando al recibir, con la lluvia, los dorados rayos
solares. El ejército entró también en Aguamiro; pero, no habiendo
alojamiento tuvieron los pobres que pasar la noche en los potreros
húmedos y enlodados. Como la llegada fue de sorpresa, esos infe-
lices tuvieron también que padecer hambre. Cáceres sufría viendo
las duras privaciones de sus queridos soldados. Nosotras pasamos la
tarde con Cáceres, algunos jefes y Leoncio Prado, que era un hombre
joven, moreno, de aire decidido y agradable.

Al otro día, 8 de junio de 1883, por la mañana, mis hijas jugaban


alegremente con una linda vicuñita que les habían regalado. El pue-
blo estaba muy animado de ver allí a nuestros apuestos militares y ya
en la mañana, les habían preparado un buen rancho. Una partida de
soldados, visitando casas vacías, tuvo la suerte de encontrar lo que
llamaban “un tapado”, es decir un escondite de monedas de plata
antiguas. También desenterraron una enorme muñeca que muy gen-
tilmente vinieron a obsequiársela a mis hijas, las que quedaron encan-
tadas del regalo.

Al día siguiente, 10 de junio, salimos de Aguamiro, después del


desayuno, por ruta distinta a la que tomó el ejército. Este siguió un
camino pedregoso, con atolladeros, acampando en Tarapaco, donde
solo encontraron un pobre “rancho” para una parte de la tropa, ca-
reciendo la otra de todo alimento. Los oficiales, los jefes y el mismo
Cáceres tuvieron que contentarse con una taza de agua de coca. En
esas heladas punas, el frío era intenso y se carecía de todo recurso.
Ellos siguieron, al despuntar el día 11, por senderos más penosos.
Había pendientes fangosas, por las cuales rodaban al abismo las po-
bres bestias cargadas de municiones, siendo preciso, entonces, pasar
la artillería al hombro de los soldados.

251
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

El día 12 Cáceres se adelantó a Chavín para esperar a sus tropas,


las cuales llegaron una hora más tarde. La población nos recibió
con cariño y entusiasmo, ofreciendo víveres para un buen rancho.
El subprefecto Bombi dio bestias para los pobres oficiales que
continuaban la campaña a pie. Los elementos de movilidad eran tan
escasos que se veían obligados a dejar tiradas en los caminos cargas
de municiones; no había cómo trasportarlas. El subprefecto de Canta,
apellidado Pardo, que permaneció en Aguamiro fue cruelmente
victimado por los chilenos. Los secretarios de Cáceres referían la gran
impresión que recibieron al visitar el magnífico palacio incaico de
Chavín. En este lugar, las tropas descansaron dos días y fueron muy
bien tratadas por el pueblo.

A las tres de la tarde, el ejército emprendió la ruta hacia la cordillera


de Arguaycancha, cuya ascensión, en un trecho de dos leguas, fue
terrible, pues como era tan escarpada, parecía inaccesible. Cuando días
después llegaron los chilenos, retrocedieron asustados, llenándose de
admiración por la intrepidez de nuestros soldados. Éstos tuvieron allí
también que transportar en brazos la artillería, porque las bestias se
resistían a trepar tan empinada cuesta, erizada de constantes peligros.
Llegados a la cumbre, a las seis de la tarde divisaron desde allí, el
magnífico panorama del renombrado Callejón de Huaylas, admirado
por su belleza. Las cordilleras Negra y Blanca, ésta cubierta de nieve
perpetua. Cerca de este lugar, acampamos todos, sufriendo un frío
intensísimo.

Cáceres envió a sus secretarios Daniel de los Heros, Pedro


Manuel Rodríguez, hijo político del historiador Lorente, y al ingenie-
ro Eléspuru, al pueblo de Olleros. Pidieron a Huaraz y a Recua que
les enviasen bestias a fin de poder trasportar el parque y pertrechos.
Estos pedidos fueron hechos al prefecto de Huaraz, don Jesús Elias,
quien fue siempre muy leal amigo de Cáceres, mientras que las
autoridades de Recuay debían mandar datos sobre los movimientos
militares del enemigo.

252
Antonia Moreno de Cáceres

El 21 de mayo de 1883, obligada por las circunstancias, Antonia Moreno y


sus pequeñas hijas, con reducida escolta, tomó el camino de las alturas de
Junín y Cerro de Pasco, para no caer en manos de los chilenos. “En aquella
noche tan fría -apuntó- emprendimos la marcha por esos pára-mos glacia-
les”. Vista de Carhuamayo, captada por Mario Pumacayo.

253
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En Olleros, las tropas nuestras fueron muy amablemente reci-


bidas y el día 15 siguieron, ya felizmente, un camino fácil. En este
trayecto se encontró Cáceres con el mencionado prefecto Elias,
llegando juntos a Huaraz a las 6 de la tarde, ciudad donde fueron
acogidos con grandes agasajos. Las damas arrojaban hermosos ramos
de flores y el pueblo hacía bulliciosas manifestaciones de simpatía.

Nosotras habíamos salido de Aguamiro el 10 de junio de 1883


después de almuerzo, por ruta cuyo nombre no recuerdo. Encontra-
mos al coronel Viaña, quien nos llevó a la casa de un minero Durand,
que era amigo nuestro y se hallaba ausente. Nos recibieron su señora,
de nacionalidad inglesa y su hija, quienes nos cuidaron mucho, pues
yo me encontraba nuevamente, algo delicada de salud. Enseguida em-
prendimos la ascensión de las célebres cordilleras Blanca y Negra,
cuyo paso fue penosísimo.

Antes de ello descansamos un momento, encontrándonos allí con


los españoles Pérez y Fabra, proveedores de ejército. Ellos siguieron el
viaje con nosotras. Tuvimos que desmontar todos y avanzar cogidos

Este grabado de las montañas encerrando a la antigua ciudad minera de


Cerro de Pasco aparece inserto en el libro “Exploration of the valley of the
Amazon” de Lewis Herdorn y Lardner Gibbon, Washington, 1854.

254
Antonia Moreno de Cáceres

de las manos porque las bestias temblaban y no querían subir por


los desfiladeros, al borde del precipicio, que se presentaban a nuestra
vista. Subiendo y bajando la cordillera, estuvimos todo el día hasta el
anochecer.

Zoila Aurora no se arredraba con tales caminos; para ella era un


juego. Cogiéndose de las manos de los españoles, seguía a pie, sal-
tando, a veces, entre los peñascos que encontrábamos al paso. Largo
trecho había seguido a caballo, cuando de repente se tiró de la bestia,
en plena puna, diciendo que estaba cansada y no quería continuar. No
hubo más que dejarla. Un momento después le pidieron que volviese
a montar porque los chilenos estaban cerca y podían cogerla. Ella
contestó muy enojada: “Que me cojan, yo no me muevo. Estoy muy cansada”.

Antigua calle de Cerro de Pasco, en fotografía del archivo de Pavelcom.


A doña Antonia Moreno le pareció una “población muy triste y helada”.
Sin embargo, era entonces la capital de Junín y en sus casonas vivían pro-
minentes capitalistas, contrarios a la causa de la resistencia patriota.

255
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

A fuerza de ruegos y ofreciéndole llevarla cargada, se levantó al fin


y se hizo conducir con uno de nuestros acompañantes. Cuando éste
la tomó en brazos, sentándola adelante, ella con la mayor frescura,
se apoyó, acentuando intencionalmente su peso sobre su portador,
como si hubiese ido sentada sobre un sillón y aun llevando el aire
muy enojado. Era una chicuela llena de caprichos. Cuando vencimos
la cordillera, encontramos al otro lado una vaquería donde nos dieron
de comer y logré, por fin, descansar.

Al amanecer del siguiente día, emprendimos el viaje a Recuay,


donde pudimos alimentarnos bien y reposar más a gusto. Allí fue
a recibirnos el prefecto Jesús Elías con sus ayudantes Salinas y otro
que según creo se apellidaba Lostaunau. Estos se habían ade-lantado
y nos encontraron en la vaquería. Desde allí, fue Salinas quien llevó
cargada a mi hijita Rosa Amelia.

Anteriormente, en esa escabrosa ruta de la puna, la había lleva-


do consigo nuestra muchacha Martina. La bonita indígena había sido
arrojada por la bestia que las conducía, cayendo también mi pobre
hijita, quien quedó desmayada por el golpe recibido en la cabeza. La
impresión que sentí fue de tremendo susto y pena, pero por fortu-
na, el accidente no tuvo consecuencias y la pobrecita nena reaccionó
pronto.

De Recuay nos llevó el prefecto a Huaraz, donde permanecimos


con Cáceres unos días, dedicándome yo a coser ropa a mis hijas.
No habíamos recuperado aún nuestro equipaje, despachado hacia el
Centro, cuando los chile nos estuvieron a punto de alcanzarnos, al
salir de Tarma. En Huaraz seguía yo con el cuerpo descompuesto
y, también, la pobre Martina: sin duda era el tifus que nos andaba
rondando. Seis días después que abandonamos Recuay, entraron los
chilenos. Se decía que nos perseguían para cogernos y obligar a Cáceres
a rendirse. La preocupación de mi marido al no saber qué hacer de

256
Antonia Moreno de Cáceres

El bello puente de calicanto sobre el Huallaga en Huánuco se hallaba en


proceso de construcción al llegar a esa ciudad Antonia Moreno, que fue
acogida por la familia Ingunza. Fotografía de Wilfredo Valverde.

nosotras en esa situación angustiosa, lo tenía nervioso, temeroso por


nuestra suerte. No había medios ahora de evitar una batalla decisiva;
los ánimos estaban exaltados y decididos. El ambiente se puede decir
que estaba caldeado. Ya se habían reunido con Cáceres el ejército de
Recabarren y el de Mujica y todos comprendían que el momento era
definitivo.

En las tropas había resolución y entusiasmo. El movimiento mi-


litar era continuo, las calles y las plazas estaban llenas de oficiales y
soldados que preparaban su marcha para alcanzar al enemigo. Sin
embargo, se notaba una atmósfera llena de tristeza, como preludio a
la gloriosa hecatombe de Huamachuco, donde los peruanos lucharon
heroicamente, dejando muy alto el honor de la patria. Hubo un mo-
mento en que Cáceres, inquieto por nuestra suerte en aquel grave ins-

257
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

tante, pidió consejo a los jefes; ¿qué haría de nosotras para ponernos
a salvo? Porque estábamos casi rodeadas por las tropas chilenas. Los
jefes opinaron que debíamos internarnos en el Marañón.

Cuando mi marido me habló de este proyecto, le respondí que no


lo aceptaba porque no quería ir a morir a esas regiones salvajes. Cáce-
res me respondió: “Decide tú lo que quieras”, y yo le contesté: “Me voy a
Lima por cualquier parte que sea”.

Salimos, pues, esa misma noche a las once. Ya montadas a caballo,


nos despedimos en la puerta de calle de la casa que ocupábamos.
Cáceres y sus ayudantes permanecían de pie en el corredor de en-
trada. Todos, muy emocionados, con las lágrimas en los ojos, nos
dijeron: “¿A cuántos de nosotros no volverán a ver más?”. El momento era
terriblemente conmovedor. Habíamos seguido con el ejército al lado

Otro hermoso puente es el existente en Ambo, pueblo “patriota y entu-


siasta por la santa causa que defendíamos”, según testimonio de Antonia
Moreno. Esta fotografía fue tomada por Orlando Bravo Jesús.

258
Antonia Moreno de Cáceres

de Cáceres, durante casi toda esa heroica y dolorosa campaña de La


Breña. Habíamos compartido todo género de privaciones y ansieda-
des, de frío, de hambre y también, a veces, de ráfagas de alegría; de
pasos escabrosos por las montañas, por los bordes de los abismos.
En fin, todo un conjunto de asechanzas y amarguras que nos ligaban
más con esos valerosos muchachos que yo miraba como a hijos, y mis
pequeñas como a hermanos.

Un rato duró la penosa despedida. Cáceres y sus acompañantes


parecían el símbolo del dolor. De pie con sus largos cubrepolvos y sus
kepis rojos, distintivo de los breñeros, nos miraban y hablaban con
honda tristeza. Se acercaron a nosotras y nos abrazaron cariñosamente.
Cáceres acarició a sus hijitas, intensamente emocionado. Y partimos
como almas en pena, llevando el corazón lacerado ante la perspectiva
de que iban a una lucha sin cuartel. Para ellos y para nosotras, el

En este pasaje de su relato, Antonia Moreno hace alusión a su trágico


alumbramiento y a la merma de su salud física. El trajín de la azarosa
campaña dañó quizá más a su menor hija, quien iba a morir a muy tem-
prana edad. Grabado realizado por los litógrafos Wagner y Mac Guigans.

259
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

instante fue desgarrador, como si mil puñales nos hubiesen atravesado


el corazón. Han pasado los años y este episodio, como una visión
sangrante, viene siempre a renovar el recuerdo de aquella sombría
noche.

Entre los que se hallaban en primera fila, en esa escena de la des-


pedida, recuerdo de momento a Ricardo Bentín, rico minero; a Félix
Costa y Laurent, muy buen muchacho, blanco, de ojos azules y rubio;
a Enrique Openheim, que parecía un inglés por su tipo distinguido;
Darío Enríquez Benavides, Carlos de Alcázar, León Andraca, grande
y fuerte, quien me había salvado, más de una vez, de morir desbarran-
cada. También a Florentino Portugal, quien después de Huamachuco
no quiso separarse de Cáceres; Mariano M. Portugal, Vicente Palomi-
no, José Miguel Pérez; Federico Porta, apuesto y acaudalado limeño;
Ernesto Velarde y Ernesto de Mora, quien alguna vez al faltarle el
calzado y hallarse herido en la cabeza, había continuado la marcha
con los pies y la cabeza envueltos en trapos.

El ejército debía salir de Huaraz, en la madrugada, para encon-


trarse en Tres Ríos con las tropas de Recabarren y Secada. La divi-
sión chilena de Gorostiaga iba a unirse, a su vez, con la de Arriagada.
Al separarnos de Cáceres, en Huaraz, salimos acompañadas del coro-
nel Justiniano Borgoño y del oficial Zapatel, al mando de un piquete
de caballería para que cuidasen de nosotras. Si llegaba el caso de en-
contrarnos con alguna avanzada chilena, ellos la habrían contenido,
mientras nos pusiésemos a salvo. El oficial Salinas integraba también
nuestra comitiva, con un ayudante de Cáceres, Alejandro Torres, a
quien todos llamábamos “chapetón” como español que era. Comple-
taban el séquito los servidores Pineda, Gregorio, a quien mis hijas
denominaban “viejote”, un cholo joven con cara de viejo; Valentín,
buenmozo chico ayacuchano y Eloísa. A estos dos últimos yo los ha-
bía criado y, andando el tiempo, hubo un clandestino romance entre
ellos, valiéndole a él entrar a un cuartel, como castigo por su hazaña

260
Antonia Moreno de Cáceres

seductora. Valentín era un servidor leal. El pobre murió después, en


una acción de armas, en defensa de su jefe. La comitiva era ya escasa
y, a veces, teníamos que cambiar de nombre, viajando de incógnitos.

La primera noche de esta peregrinación no encontramos sino una


triste chocita, donde descansamos. Al día siguiente, a las diez toma-
mos el desayuno de té con pan frío y en seguida continuamos el viaje.
Yo, en esas alturas, me sentí muy mal. Llegamos al otro lado de la cor-
dillera, donde nos alcanzaron los oficiales Perla y Zapatel que habían
ido a buscar pan y carne para las chicas. Yo no probé nada, estaba
medio muerta. Ya tampoco pude dormir en toda la noche, porque

Haciendo honor a su nombre, Aguamiro tenía sus calles cual lagunas lu-
minosas, que a decir de Antonia Moreno “reverberaban al recibir, con la
lluvia, los dorados rayos solares, alegrando el ambiente y comunicándole
original belleza”. Fotografía de Walter Beteta Pacheco.

261
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

el ambiente de los minerales y la cordillera me hacían mucho daño.


Parecía que iba a rompérseme la cabeza.

En la madrugada siguiente, haciendo un esfuerzo, me levanté y


ordené a los criados que ensillaran las bestias. Empezaba a clarear y a
esta salida temprana debimos el no haber caído en poder de los chi-
lenos. Ellos andaban merodeando por allí y al encontrar una partida
de ganado, se entretuvieron en apoderarse de los carneros en vez de
continuar en busca nuestra. Así lo declaró un espía cogido en Huaraz.

En el camino que seguíamos, nos encontramos con la familia del


coronel Secada que se dirigía a su hacienda, donde nos dieron albergue.
Como yo me sentía enferma, pedí a la señora Secada que me hiciese el
favor de darme algún remedio para calmar los dolores del estómago
que me mortificaban. Allí fue donde cayó con tifus mi pobre cholita
Martina, a quien yo había criado y que era de lindo tipo con sus bellos
ojos aterciopelados y dormidos; parecía una auténtica ñusta. La pobre
murió sin que yo la viese porque también me encontraba con tifus.

Fue milagroso que mis hijas no se contagiasen porque constante-


mente se acercaban a calmarme la sed devoradora, exprimiéndome
en la boca gajitos de naranjas y de limas que cogían en la huerta. Mis
pobres nenas también sufrieron mucho en esta ruda campaña.

El primer día en que me hicieron levantar de la cama, me sacaron


al aire y me contaron que un buque chileno había fondeado en el
puerto de Huarmey, vecino a la hacienda Culebras. Hallándose ésta
cercana a la propiedad de la señora Secada, decían que, sin duda,
venían los enemigos a buscarme y no tardarían en llegar. ¡Cómo me
quedaría yo, con tal “indirecta”, cuando aún no podía sostenerme
en pie! Comprendí, con alarma, que se me echaba de allí. Eran las
tres de la tarde. Pregunté al doctor Helera, médico de la hacienda,
si montando a caballo no habría peligro de que recayese. “Más que

262
Antonia Moreno de Cáceres

Al parecer, fue en el pueblecito de Omas donde Antonia Moreno recibió la


visita del joven coronel Leoncio Prado, quien la acompañó a Aguamiro.

263
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

probable, señora -me respondió-, pero yo le daré a usted un remedio para


el camino”. Eso era decirme: “¡Vayase!”. En seguida, ordené, pues, al
ayudante Torres, el “chapetón”, que hiciera ensillar pronto y dije:
“¡Vamonos!”. Farje, hijo de la señora Secada, se ofreció a servirnos
de guía. Ninguno de los nuestros conocía el camino que debíamos
seguir porque Torres me había hecho despedir a Salinas, alegando
que por este oficial uniformado, podrían reconocernos. Salimos de
la hacienda a las cuatro de la tarde, llevándonos Farje por montes
pantanosos, donde la oscuridad era tan cerrada que no se veían ni las
manos. Nos condujo a otra casa de la hacienda a la cual llegamos a la
una de la mañana. Allí nos dejó Farje, solas con el “chapetón” Torres
y los muchachos del servicio que nos acompañaban y que felizmente
no nos abandonaron.

En Chavín parece haberse detenido el tiempo, como lo muestra esta ima-


gen captada por Inti Guzmán Palomino. Sus pobladores recibieron con
generosidad a los soldados de La Breña, ofreciéndoles víveres y bagajes.

264
Antonia Moreno de Cáceres

El penoso ascenso por la cordillera, hazaña de la que fueron partícipes


Antonia Moreno, sus hijas y servidoras, que con pequeña escolta
marchaban tras el ejército de Cáceres: “Tuvimos que desmontar todos y
avanzar cogidos de las manos relataría doña Antonia- porque las bestias
temblaban y no querían subir por los desfiladeros, al borde del precipicio,
que se presentaban a nuestra vista. Subiendo y bajando la cordillera, nos
estuvimos todo el día hasta el anochecer”. Pintura de Teodoro Núñez
Rebaza.

265
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Hacía dos noches que la fiebre no me dejaba cerrar los ojos, aun-
que ahora tenía un sueño mortal. Les pedí que me dejasen dormir.
Apenas había conseguido descansar una hora, cuando me obligaron
a montar de nuevo. A las seis de la mañana, llegamos a la hacienda de
un italiano que había ido al pueblo vecino a comprar ganado para los
chilenos. Cuando me bajaron del caballo, casi me caigo desfallecida,
porque el tifus me había dejado muy debilitada.

Entramos a una sala grande, donde se colocó el almofrez con los


colchones y yo me acosté; estaba rendida. Apenas empezaba a que-
darme dormida, cuando se presentó el “chapetón” y, despertándome,
me dijo: “Señora, vamonos; este hombre nos echa”. El italiano respondió:
“Señora, no lo hago por echarlos sino porque Culebras está a diez minutos de aquí
y no tardarían los chilenos en saber que usted se encuentra entre nosotros. En el
estado en que usted se halla, no le darían tiempo ni para montar y se la llevarían”.
En seguida, dispuse que ensillaran las bestias para irnos.

Cuando el italiano salió del salón, entró un sujeto que parecía un


chacarero cubierto de polvo. Al verme me dijo: “¿Es usted la señora
del general Cáceres?”. A mí, como ya la vida me pesaba, no me inspiró
temor el perderla y contesté: “Sí, ¿qué quiere usted?”. El me respondió:
“Soy Ángel Presa, y vengo a salvarla. ¿Qué necesita usted, señora?”. “Un guía
-le declaré- pues no sé por dónde irme”. “Al momento, señora”, replicó el des-
conocido y, a poco de despedirse, nos mandó un hombre montado en
un caballito flaco.

Las hijas de la familia Carrera, que estaban allí asiladas y temerosas


de la proximidad de los chilenos, al ver el cuadro que yo presentaba,
casi moribunda y forzada a seguir el viaje en tal estado, se echaron
a llorar, compadecidas de nuestra situación. El padre de estas niñas,
comandante Carrera, me dijo: “Señora, tiene usted mi casa a su disposición,
aunque después los chilenos me la quemen, ¡no me importa!”. Yo, emociona-
da, le agradecí el ofrecimiento pero no quise comprometerlo a tanta

266
Antonia Moreno de Cáceres

hidalguía. Les manifesté que solo aceptaría el favor de hacerme pre-


parar unas gallinas sancochadas. Tan bondadosas fueron que nos las
mandaron con un poco de caldo en botellas y acompañadas de pan,
té, azúcar y ron. Salimos de la hacienda del italiano muy reconocidas
por la amabilidad de esta familia Carrera y del caballeroso coman-
dante. Al italiano, sin duda, le remordió la conciencia, por haberme
despedido casi moribunda, apenas convaleciente del tifus. Pidiéndo-
me mil perdones, me obsequió dos botellas de oporto añejo. Nuestro
buen guía nos condujo al interior de un monte, vecino a Culebras y
nos escondió allí. Nos advirtió que los chilenos pasaban por el vecino
camino real. Ellos no entrarían, pero si sospechaban que había gente,
prenderían fuego al monte para hacer salir a los que se ocultaban allí.
Con esta prevención ninguna chistaba.

En el penoso tránsito por estas cumbres, esfuerzo casi sobrehumano, mu-


rió la fiel servidora Martina, arrojada al precipicio por la mula que mon-
taba. Cayó también Rosa Amelia, sufriendo un severo golpe en la cabeza;
la niña tenía solo ocho años. Fotografía de Inti Guzmán Palomino.

267
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Tras el paso de la cordillera se presenta esta vista casi idílica, desde donde
se sigue la ruta a Recuay. Fotografía de Inti Guzmán Palomino.

268
Antonia Moreno de Cáceres

Callecita de Recuay, en fotografía de Miguel Vera. En este pueblo doña


Antonia fue recibida por el prefecto patriota Jesús Elías, quien la condujo
al encuentro con Cáceres en Huaraz.

269
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Salida de Huaraz con vista al nevado Vallunaraju. Fotografía de


Humboldt-Pinguin’s groups. Solo hasta esta ciudad acompañaron a
Cáceres su esposa e hijas. Considerando inminente la batalla, se propuso
a doña Antonia tomar la ruta del Marañón, pero ella decidió volver a
Lima, aun a sabiendas del peligro que acarreaba.

270
Antonia Moreno de Cáceres

“Habíamos seguido con el ejército al lado de Cáceres durante casi toda esa
heroica campaña de La Breña, tan heroica como dolorosa, compartiendo
todo género de privaciones y ansiedades, de frío, de hambre y también, a
veces, de ráfagas de alegría; de pasos escabrosos por las montañas, por los
bordes de los abismos, desafiando los precipicios. En fin, todo un conjunto
de asechanzas y amarguras que nos ligaban más con esos valerosos
muchachos que yo miraba como a hijos, y mis pequeñas como a hermanos.
Un rato duró la penosa despedida. Cáceres y sus acompañantes parecían
el símbolo del dolor. De pie con sus largos cubrepolvos y sus kepis rojos,
distintivo de los breñeros, nos miraban y hablaban con honda tristeza. Se
acercaron a nosotras y nos abrazaron cariñosamente. Cáceres acarició a
sus hijitas, intensamente emocionado. Y partimos como almas en pena,
llevando el corazón lacerado ante la perspectiva de que iban a una lucha
sin cuartel. Para ellos y para nosotras, el instante fue desgarrador, como si
mil puñales nos hubiesen atravesado el corazón”.

271
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

El guía se despidió de nosotras, deciéndonos: “Señora, quédense aquí


tranquilas; nadie las encontrará si permanecen quietas. Yo me voy para cambiar
caballo y poder acompañarlas hasta donde ustedes me ordenen. No se inquieten,
pues yo volveré a buscarlas en la madrugada”.

Le pedí al guía que indicase al comandante Carrera dónde había-


mos quedado para que pudiera llevarnos el equipaje y demás cosas
que le habíamos encargado. Al poco rato llegó Carrera, llevándonos
comestibles. Mucho, también, me sirvió el vino añejo que me obse-
quió el italiano, para reponer las fuerzas agotadas.

Antes de llegar allí, al pasar por un pueblecito, un grupo de muje-


res nos obsequió buena cantidad de naranjas. En esas circunstancias,
éste fue un gran regalo, para entretener el hambre. Las chicas por
comer naranjas no se acordaban de pedir otra cosa.

La noche en que dormimos en pleno monte, fue terrible para mis


nervios. No pegué los ojos temerosa que alguna serpiente u otro bi-
cho nos hiciera daño. Yo había ordenado que preparasen las camas
sobre los almofreces y que la servidumbre se colocase a cierta dis-
tancia. Por mi parte, me la pasé en vela, golpeando con un palito,
con el objeto de ahuyentar a los animales que pudiesen amenazarnos.
También me tenía inquieta pensar que el guía no regresase y esta an-
gustia, en semejante soledad, desamparadas y envueltas en profundas
tinieblas, me impedía cerrar los ojos.

Desde las dos de la mañana, yo daba la voz a cada instante, para


saber si el guía había vuelto. Los criados me respondían: “No ha llegado
aún señora”. A la cuarta o quinta, vez que pregunté esto mismo, el guía
me contestó: “Aquí estoy, señora; voy a hacer ensillar”.

A esa hora, cuatro de la madrugada, les dimos a las chicas pan,


té y un pedazo de gallina. En seguida salimos del monte, yendo por

272
Antonia Moreno de Cáceres

los arenales. De pronto, oímos un silbido que venía de atrás de un


cerro. Yo quedé paralizada de susto ante la aparición de un tremendo
moreno que, a muy corta distancia, se erguía entre los matorrales. El
guía, comprendiendo mi alarma, me dijo: “No hay cuidado, señora, son
de los nuestros”. Seguimos caminando por esas desoladas y abrasadoras
pampas de Huarmey y a las cinco de la tarde llegamos a Gramadal,
donde nos dimos otro susto, al divisar una partida de jinetes
armados de carabinas. El guía me dijo entonces: “Es don Ángel Presa”,
refiriéndose al valiente guerrillero que vigilaba esos lugares y venía
a darnos alcance, llevándonos víveres y caballos de repuesto, ya que
los nuestros estaban muy cansados. A don Ángel Presa le agradecí de
todo corazón sus bondades y conversamos un rato. Nos acompañó
haciéndonos tomar los alimentos que nos había proporcionado y,
después de ayudarnos a cambiar las bestias, se despidió. Debemos

La imagen de esta campe-


sina que integró las huestes
de La Breña debió parecer-
se en mucho a la descrita
por Antonia Moreno para
su fiel Martina, servidora
humanguina que murió
víctima del tifus cuando
bajaba de Huaraz a la cos-
ta.

273
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

un recuerdo de gratitud a este hombre noble y generoso que en dicha


oportunidad fue nuestra providencia.

Mientras permanecíamos escondidas en el monte y siendo ya las


cuatro de la mañana, sin haber podido descansar ni un solo instante,
tuve un acceso de desesperación, clamando que me dejaran dormir
o que me dieran un balazo, porque ya no tenía fuerzas para sufrir. El
guía nada respondió; pero el ayudante “chapetón” Torres contestó:
“Ande usted no más, señora, que si los chilenos nos cogiesen, a usted tal vez por
galantería no le harían daño, pero a mí me matarían”.

Impresionada con estos arranques del “chapetón”, a pesar de


sentirme rendida, me vi forzada a montar nuevamente y seguir
adelante. Ya no teníamos de alimentos sino un poco de caldo, muy
medido y algo de vino. Felizmente, como he dicho, sostenidas con las
naranjas obsequiadas y después con las provisiones que nos llevó don
Ángel Presa -un providencial ángel bueno- mis hijas se mantenían
tranquilas, resignándose a las circunstancias.

En ruta hacia Pativilca, habíamos caminado a caballo todo el día,


desde las cuatro de la madrugada, con un Sol feroz. Al clarear el nue-
vo día, acampamos a los pies de la célebre fortaleza incaica de Para-
monga, cerca a la cual se encontraba la ranchería de los chinos em-
pleados de la hacienda del mismo nombre, propiedad de don Enrique
Canaval. En campo abierto, bajamos de los caballos para dormir un
momento, cayendo en tierra muertas de cansancio y de hambre, pues
en el despoblado de Huarmey nada habíamos podido conseguir, salvo
la gallina que nos llevó don Ángel Presa, insuficiente para todos los
que formábamos la comitiva. Cuando ya había dormido unas dos o
tres horas, Pineda, un leal criado nuestro, vino a despertarme, ofre-
ciéndome una olla de camotes sancochados que le habían suminis-
trado los chinos. Le di las gracias, diciéndole: “Coman ustedes y déjenme
dormir; ustedes se encuentran tan hambrientos como nosotras”.

274
Antonia Moreno de Cáceres

Al recalar en el puerto de Huarmey, la tripulación del blindado chileno


“Lord Cochrane” tuvo conocimiento de que Antonia Moreno se hallaba en
las inmediaciones, intentando entonces capturarla. En la imagen, el anti-
guo muelle del puerto de Huarmey, captado por Alberto Orlando.

275
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Pocas horas más tarde, volví a interrumpir mi sueño, llamada


esta vez por el ayudante Torres, para que siguiéramos el viaje. En ese
momento, nos encontramos con el dueño de Paramonga, quien iba
en auxilio nuestro, acompañado de Pedro Beltrán, el doctor Pareja
y no recuerdo quiénes más. Ya habían enviado a su paje, el negro
Flores, para llevarnos fiambre porque el oficial Collazos les había
dicho el estado en que nos había dejado.

Cuando en Paramonga descendimos de los caballos, al verme llena


de polvo, Canaval indicó a la criada: “Prepara el baño para la señora”. El
doctor Pareja se acercó a mí y, tomándome el pulso, dijo a Canaval:
“Si esta señora se baña ahora se queda muerta en la tina. Denme el botiquín”.
Me administró unas píldoras y me mandó a la cama. Dormí de largo,
entonces, hasta las siete de la noche y fue al despertar cuando pude
bañarme y comer. Había pasado interminables horas sin reposar, casi
sin alimento y sin agua en esos ardientes arenales, desde Huarmey
hasta Paramonga, donde volví a encontrar los medios de vida civili-
zada a que estaba acostumbrada. Esta odisea desde nuestra salida de
Tarma, perseguidas de cerca por los chilenos, había sido terriblemen-
te penosa.

Después que descansé en un cómodo dormitorio de la hacienda,


salí para conversar con don Enrique Canaval. Ya él nos había
hecho llevar ropa de su familia, porque nosotras continuábamos sin
equipaje. La falta de vestidos fue otro sacrificio que sufrimos en esta
agobiadora travesía. Canaval me dijo que ya había arreglado con el
capitán caletero para que nos llevase al Callao.

Anticipadamente, yo había ordenado al ayudante Torres que fuese


a Lima para ponerse de acuerdo con el cónsul de España, el señor
Merlé, a fin de que este nos hiciese el favor de enviarnos su lancha
oficial. Nos esperaría en los baños de la Nievería para conducirnos.
Al llegar al puerto, bajo el pabellón de España, nadie podía sospechar
que se trataba de la familia del general Cáceres.

276
Antonia Moreno de Cáceres

Para eludir a sus perseguidores.


Antonia Moreno y sus hijas tran-
sitaron por senderos cubiertos
de matorrales. y también por las
“desoladas y abrasadoras pampas
de Huarmey”.

Foto: http://ladificilsencillez-online.blogspot.com

Al hablar con Canaval, me había prevenido que al día siguiente


de nuestra llegada a Paramonga, teníamos que salir muy de mañana a
Pativilca, para embarcarnos y dirigirnos al Callao. Yo estaba tan débil
que la bebida de un vaso de cerveza alemana me hizo devolver el ali-
mento y no pude dormir.

Al dejar Paramonga y dirigirnos a Pativilca, nos mantuvieron es-


condidas detrás de un cerro, en uno de los recodos próximos al puer-
to. Esta espera se debía a una precaución de Beltrán, hasta que el
capitán del vaporcito caletero se informase sobre la llegada del buque
chileno “Lord Cochrane”, que navegaba en las proximidades.

Después de la inspección, aconsejó que nos diéramos prisa en em-


barcarnos porque aún teníamos tiempo. Como estábamos listas, así

277
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

lo hicimos y el capitán fue tan amable que nos ocultó en su camarote.


Poco después el “Lord Cochrane” fondeó en el puerto y su coman-
dante preguntó por mí. Al saber en Huarmey que yo andaba por esas
tierras, se lanzaron a buscarme.

En Huarmey parece que los guerrilleros de don Ángel Presa ha-


bían dado muerte a un capitán que, según decían, era un presidiario
de Chile.

También tomaron prisionero a Lucho Lynch, sobrino del general


Lynch. A este joven lo retuvieron en una hacienda para canjearlo, si
llegaba el caso, por algún jefe peruano que fuese cogido. Dicho joven,
sin embargo, tuvo gran suerte porque el hacendado, cobarde o nada
patriota, lo dejó en libertad poco después.

Tras una cabalgata de muchas horas, soportando un calor agobiante, la


comitiva tuvo que detenerse al pie de la fortaleza incaica de Paramonga,
“cayendo en tierra como muertas de cansancio y de hambre”, según relato
de doña Antonia. Esta fotografía es propiedad de Peru-Expedition.org.

278
Antonia Moreno de Cáceres

A don Enrique Canaval le debemos nuestra sincera gratitud por la


caballerosidad de su proceder con nosotras, en momentos de tantas
adversidades.

Cuando en Huaraz, con el alma crucificada, nos separamos de


Cáceres, en vísperas de la batalla de Huamachuco, dejamos también
al querido ejército leal y generoso. Nosotras íbamos en peregrinación
a Lima, a encontrar, tal vez, descanso y el confort de la gran ciudad.

Pero ellos, los bravos y nobles hijos del Perú, marchaban al sacri-
ficio, a derramar su sangre, a sufrir el desgarramiento de sus carnes,
la mutilación y la muerte,. Todo por el ideal sublime: el honor. ¡Nada
más que el honor!

Porque la victoria era imposible, sin recursos económicos ni


elementos guerreros. Por eso, la campaña de la resistencia nacional
es la más elocuente expresión de la altivez del alma peruana, capaz de

En la hacienda Paramonga, de Enrique Canaval, laboraban chinos coo-


líes que ofrecieron una olla de camotes a la pequeña comitiva de Antonia
Moreno. Al recibir el hacendado a las viajeras las proveyó de vestimenta,
cabiendo anotar que hasta entonces las hijas de Cáceres se vistieron con
lo poco que su madre les pudo coser en cada pueblo donde descansaban.

279
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

luchar y sufrir, sin humillarse jamás. Supo erguirse en desigual contienda


para forjar esa epopeya gloriosa: la campaña de La Breña. Todas esas
imágenes del holocausto de nuestros soldados nos acompañaban en
la dolorosa jornada que seguimos, después de la trágica despedida, ya
relatada, con la punzante certeza del fatal desenlace.

Al llegar al Callao, desembarcamos en los baños de la Nievería,


conducidas en lancha con el pabellón de España. Fueron a recibirnos
don Sebastián Lorente, el renombrado historiador y su hijo. Tuvieron
la amabilidad de alojarnos en su casa, para librarnos de persecuciones.
La señora Lorente de Rodríguez y sus pequeñas hijas, Rosita, Elvira
e Isabel fueron muy afectuosas con todas nosotras. Pedro Manuel
Rodríguez, hombre inteligente, culto y buen patriota, fue secretario
de Cáceres en la campaña de La Breña. En el hogar de esta familia
fue precisamente donde tuvimos conocimiento de la hecatombe de
Huamachuco, noticia que aunque presentida nos desgarró el alma.
¡Cuántos héroes habían muerto allí, peleando como leones!

Algunos de los valientes muchachos del cuerpo de ayudantes habían


quedado en el campo del honor; entre ellos, el pobre chiquillo Enrique
Openheim. Por la alegría de sus veinte años y la soltura de su ingenio,
era muy querido de sus compañeros. Al recordarlo comentábamos
su frecuente declaración: “Yo no soy valiente; pero, cuando estoy cerca del
general Cáceres, tengo que serlo”. Cuando asistía a un banquete, donde
se encontraba algún ricacho, se oían todas sus “indirectas” chistosas,
empezando por algún discurso intencionalmente disparatado. Hacía
reír a toda la concurrencia y terminaba por adoptar como pariente al
invitado, manifestando que esperaba del fingido vínculo, el generoso
y patriótico obsequio de un buen caballo. En Huamachuco salió
herido habiendo sido depositado, según se cuenta, en una choza a
la cual los chilenos prendieron fuego. Este gesto feroz del enemigo
así como el fusilamiento del valiente Leoncio Prado fueron los actos
de mayor barbarie en aquella inmolación gloriosa para las armas

280
Antonia Moreno de Cáceres

peruanas, lección de temerario patriotismo en que se luchó hasta


con la culata de los fusiles, a falta de municiones y bayonetas. Este
grandioso episodio enaltece al soldado peruano.

Al principio de la batalla, las fuerzas peruanas habían logrado


desalojar al enemigo de sus posiciones en el cerro Sazón que do-
minaba la ciudad. Habían cogido parte de la caballada, poniendo
a los chilenos en fuga. Pero la fatalidad golpeaba a los nuestros.
Cuando empezaron a gritar: “¡municiones! ¡municiones!” nadie respondió
y los fuegos cesaron en las filas peruanas. ¡Las municiones estaban
agotadas! Los chilenos comprendieron este fracaso y, volviendo al
ataque furiosamente, masacraron a los ya indefensos patriotas que,
llenos de coraje, no tenían otro medio para batirse que las culatas de
sus fusiles. Fueron víctimas de la más horrenda carnicería hasta los

Honra en poco a la marina chilena saber que el comandante del “Cochra-


ne” recaló en Huarmey y Pativilca buscando a la esposa de Cáceres. Parece
que se tuvo en mente hacerla prisionera para presionar la rendición del
Jefe de La Breña. En la imagen, el “Huáscar”, que ya con bandera chilena
efectuaba por entonces correrías a lo largo de toda la costa peruana.

281
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

que caían prisioneros. Después de la batalla, Cáceres con unos pocos


ayudantes, se abrió paso a sablazos para librarse de ser apresado y
alcanzó a ganar buena distancia debido a la agilidad de su caballo
“El Elegante”. Después de atravesar unos cenagales, saltó sobre
un acequión que vino a hacer las veces de foso salvador ante sus
perseguidores.

Poco después hubo de encontrarse con Leoncio Prado, quien iba


herido y se le agregó para continuar a su lado, así como un hijo del
hacendado Porturas, que les sirvió de guía. Cáceres al ver a Prado
en condición deplorable, le proporcionó un ordenanza para que lo
sostuviese en el caballo. El pobre sufría horriblemente, manifestando
su padecimiento en el rostro; pero no se quejaba.

Muy compadecido Cáceres le dijo: “Es imposible Leoncio, que en ese


estado pueda usted seguir conmigo”. Y, dirigiéndose a un sacerdote que iba
con ellos, le pidió que acompañase a Leoncio Prado hasta encontrarle
un refugio donde fuese atendido. El sacerdote se quedó con el herido;
pero, un poco más tarde, regresó diciendo: “General, Prado acaba de
morir”. Sin duda, la intensidad de los dolores le causó algún síncope y
lo creyeron muerto en esa hora. Todo el mundo conoce, sin embargo,
las circunstancias y detalles de su posterior sacrificio.

Hay que tener en cuenta que esa abnegada falange de breñeros se


superaba luchando con escasos elementos bélicos. Sólo un espíri-tu
titánico los impulsaba al martirio para sostener en alto el pendón de
la patria.

¡Huamachuco, tú eres página excelsa de nuestra historia! Tu


heroísmo fue gloria y orgullo incomparables del soldado peruano.
Allí, en tus campos regados de generosa sangre, cayó una pléyade
de inmortales guerreros: jefes, oficiales y soldados del ejército de La
Breña, que durante tres años, tuvo en jaque al invasor.

282
Antonia Moreno de Cáceres

El puerto de El Callao, en fotografía que data de los mismos días en que


doña Antonia Moreno de Cáceres y su familia desembarcaban en su rada,
bajo protección de la bandera española. Biblioteca Nacional de Francia.

283
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Recién en El Callao, por informes de la familia Lorente, tuvo Antonia Mo-


reno noticia cierta de lo acontecido en Huamachuco. Aunque había pre-
sentido el desastre, la impresión fue tal que le desgarró el alma.

284
Antonia Moreno de Cáceres

Dio su vida también, en esa memorable fecha, el pundonoroso


general Pedro Silva, quien se batió como simple soldado. También
perecieron los valientes jefes Tafur, padre e hijo, así como Astete,
Gastó, el ya mencionado capitán Openheim y muchos otros. Todos
ellos fueron militares dignos de la más alta estimación, que se porta-
ron siempre caballerosamente y cuya muerte constituyó irreparable
pérdida para nuestro ejército. Entre los demás combatientes, conser-
vo en la memoria los siguientes nombres: teniente coronel Ricardo
Bentín, jefe de ayudantes; Hildebrando Fuentes, secretario de Cáce-
res; coronel Carlos del Alcázar, teniente coronel Francisco G. Már-
quez y teniente coronel Manuel Bedoya, edecanes; coronel Justiniano
Borgoño, jefe del batallón “Zepita”; coronel Felipe S. Crespo, jefe del
“Marcavalle”; sargento mayor Esteban Lazúrtegui; sargento mayor
Eduardo Lecca; doctor Pedro M. Rodríguez, secretario del general en
jefe; coronel Luis Ibarra; doctor Manuel Patino Zamudio, capitán de
fragata José Gálvez, coronel Abraham Acevedo, coronel Mariano del
Alcázar, sargento mayor Ignacio del Vigo, ayudante; sargento mayor
Pedro Silva, hijo del general Silva; sargento mayor Abel Químper;
sargento mayor Félix Costa y Laurent, ayudante; sargento mayor Eu-
logio Cavero, capitán Federico Porta, entre otros.

Un episodio conmovedor era, asimismo, relatado por Cáceres: nos


decía que en Huamachuco en un momento de angustia, rodeado de
sus ayudantes y en plena lucha, un soldado herido se le acercó tra-
tando de coger las bridas del caballo y le dijo: “Tayta mi general, ve que
he cumplido mi juramento de los Tres Ríos”. Y, al terminar la frase, cayó
muerto. Tal prueba dejó hondamente emocionado a mi marido hasta
hacerle derramar lágrimas. Esta conciencia de la misión llevada hasta
el sacrificio palpitaba en el corazón de cada breñero, como un eco
del ejemplo que les daba su mismo jefe y del cual es una muestra el
siguiente hecho: al salir del combate, en la forma ya descrita y después
de haberse alejado del campo, Cáceres se había sentado a descansar
en un peñón, cuando se le presentó herido el general Justiniano Bor-

285
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

goño y le dijo: “General, creo que todos hemos cumplido con nuestro deber”.
“Sí, coronel, todos hemos cumplido con nuestro deber” -recalcó Cáceres-. “Y
ahora, coronel, usted se va al Norte a reorganizar tropas, mientras yo seguiré al
interior para formar nuevo ejército y combatir hasta arrojar de la patria a los
enemigos”.

La energía de su carácter y la altivez de su espíritu, que no se do-


blegaban ante los reveses de la suerte, quedan vibrando en esta decla-
ración pronunciada a raíz del más tremendo infortunio.

Más tarde, después de la retirada, llegó Cáceres a las goteras de


Chiquián el 16 de julio de 1883. Del pueblo salieron a recibirlo una
partida de jóvenes, quienes le invitaron una copa de cognac y, acom-
pañándose de sus guitarras, improvisaron el siguiente canto:

AL GENERAL CÁCERES

Cuando el peruano pelea y pierde,


no desespera de la victoria
porque el coraje crece y se enciende
y en nueva empresa verá la gloria.
¡Oh, patria mía! no me maldigas
porque al chileno no lo vencí,
que bien quisiera haber perdido
la vida entera que te ofrecí.
Mas queda un bravo, noble soldado
que aquí en la Breña luchando está;
tú eres, ¡oh Cáceres!, nuestra esperanza:
¡tu fe y constancia te harán triunfar!

286
Antonia Moreno de Cáceres

Huamachuco, escribió doña Antonia, fue “inmolación gloriosa para las


armas peruanas, lección de temerario patriotismo en que se luchó hasta
con la culata de los fusiles, a falta de municiones y bayonetas”.

287
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Cáceres luchando hasta el final en Huamachuco, montado en “El Elegante”


que entonces le salvó la vida. Pintura de Josué Valdez Lezama.

288
Antonia Moreno de Cáceres

¡Huamachuco, tú eres página excelsa de nuestra historia! Tu heroísmo fue


gloria y orgullo incomparables del soldado peruano. Allí, en tus campos
regados de generosa sangre, cayó una pléyade de inmortales guerreros:
jefes, oficiales y soldados del ejército de La Breña, que durante tres años,
tuvieron en jaque al invasor. Esclarecidos jefes como el general Pedro Silva
y los coroneles Máximo Tafur, Juan Gastó y Leoncio Prado, ofrendaron la
vida en sublime holocausto, junto a un millar de patriotas que luchando
contra chilenos y traidores, entraron entonces a la mansión de los héroes.

289
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Vista actual del pueblo de Chiquián, captada por D. Tarazona. En sus


goteras Cáceres fue recibidio por los guerrilleros de Luis Pardo, que le
improvisaron los bellos versos en los que nació La Breña como nombre
inmortal de la heroica campaña de la resistencia.

Entre esos jóvenes se encontraba Luis Pardo, quien andando el


tiempo había de convertirse en el “Bandolero Romántico” de la le-
yenda. Asaltaba en los caminos a los ricos para repartir entre los po-
bres los gajes que obtenía de sus fechorías. No era un delincuente
vulgar sino, podría decirse, un equivocado altruista. Ignoro cuál sería
el fin de este extravagante joven.

Después de Chiquián, Cáceres siguió camino por el pueblo de


Cajatambo. Allí se celebra una fiesta religiosa acompañada de alegres
libaciones, motivo por el la comitiva no se detuvo sino un instante,
continuando el viaje de retirada hasta el pie de la Cordillera Negra.

290
Antonia Moreno de Cáceres

Descasaron en ese lugar y Cáceres envío a su ordenanza en busca


del gobernador. Éste, muy atentamente, les llevó alimentos y los
acompañó hasta el amanecer. La temperatura era muy cruda, sin
embargo en cuanto amaneció prosiguieron la marcha. Mi marido le
encargó al gobernador que cuidara del orden y le anunció que pronto
volvería a emprender nueva campaña. Atravesando la cordillera
sufrieron intensísimo frío. De pronto, se presentó una partida de
soldados chilenos. Cáceres envió a su ayudante Aurelio del Alcázar
para interrogarlos y ellos respondieron que iban “en comisión para
preparar rancho”. Entonces mi marido se les enfrentó, diciéndoles
irónicamente: “Veo que llevan ustedes trazas de rancheros”. Como
comprendieran entonces que no se les había dado crédito, uno de
ellos se acercó a Cáceres diciéndole: “Señor, usted es el general Cáceres
que tantos trabajos nos viene dando. Nosotros hemos desertado porque estamos
cansados de tantas marchas y contramarchas. Todos los soldados lo admiramos
por su bravura. Señor, por favor, denos una recomendación para que no nos hagan
daño en el pueblo adonde vamos a ir”. Decía Cáceres que, compadecido de
esos soldados, sacó una tarjeta de su cartera y escribió al gobernador
de Cajatambo que evitase que fuesen maltratados y protegiesen su
retirada. Cáceres supo después que el gobernador había cumplido el
encargo.

Cáceres y sus ayudantes siguieron el viaje y llegaron a una ha-


cienda vecina al pueblo de Ondores, el cual se hallaba en poder del
enemigo. Dicho lugar está situado a orilla del melancólico lago de
Junín, a cuya otra orilla se halla el pueblo de este mismo nombre,
ocupado también esa noche por tropas chilenas. Para continuar la
retirada a Tarma, el único camino era el que pasaba por la orilla del
lago y el pueblo de Ondores. No había elección posible, sino desafiar
el peligro y así se hizo. Cáceres le dio una gratificación a un indio de
la hacienda para que les sirviese de guía en el arriesgado paso que
iban a dar.

291
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Cuando salieron de la hacienda eran las diez de la noche y, ha-


biendo tomado el camino real, sintieron poco después un tropel de
caballería que se encaminaba hacia el pueblo. En seguida los nuestros
se ocultaron entre los pajonales que felizmente los favorecieron, per-
maneciendo escondidos hasta las once de la noche, hora en que llegó
el piquete de caballería al pueblo de Ondores.

Cáceres pensó avanzar solo con el guía; no quería exponer la vida


de sus ayudantes. Les dijo que se quedasen en observación mientras
él seguía su ruta. Todos protestaron. Querían participar con su jefe
de la misma suerte. Después de la discusión obedecieron y solo lo
acompañó el comandante Florentino Portugal.

Iglesia en Ondores, pueblo donde los chilenos festejaron hasta emborra-


charse lo sucedido en Huamachuco, mientras Cáceres, refugiado en una
choza cercana, apenas pudo consumir una copa de chacta que le ofreció un
pobre indio para que pudiese soportar el frío. Foto de Coyote J.B.N.

292
Antonia Moreno de Cáceres

Tarmatambo, dibujado pocos años antes de la guerra para el libro de


viajes de Charles Wiener (París, 1877). En sus cercanías Cáceres cayó muy
enfermo, y durmió en el camino a riesgo de ser capturado por el enemigo.
Horas antes un indígena de Junín le había informado que el traidor Luis
Milón Duarte iba a la cabeza del piquete chileno que lo perseguía.

293
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Partieron a todo galope, revólver en mano, para batirse a sangre y


fuego. Siguieron por el borde de la laguna, con la buena suerte de que
los soldados chilenos no llegaran a oir las pisadas de los caballos. Cá-
ceres y Portugal percibían, en cambio, las voces de las tropas ebrias:
los enemigos celebraban ruidosamente su triunfo de Huamachuco
en el pueblo de Ondores. Unos perros salieron a ladrar en ese trance,
mas los chilenos estaban tan alborotados y alegres que no se dieron
cuenta de nada. Cáceres había prevenido a sus ayudantes dejados en
espera que, si no oían tiros, podían seguir adelante a reunírsele. Ellos
también tuvieron la fortuna de poder pasar sin ser vistos.

Todos continuaron entonces su marcha hasta una choza, donde


fueron atendidos por su único habitante. Les dio una taza de agua de
coca, chancaca y una copa de “chacta” -aguardiente de caña-; era todo
lo que tenía que ofrecer el pobre indio.

Allí les dio el alcance otro indígena que venía de Junín. Él les avisó
que había dejado en ese pueblo al guía achilenado que iba a preparar
rancho para un piquete de caballería enemiga, cuyo jefe se llamaba
Milón Duarte. A la una de la madrugada, Cáceres y sus ayudantes ya
avanzaban a Tarma. Llegaron al día siguiente en la noche. La familia
Guido les brindó alojamiento y todo género de atenciones. Cáceres
estaba muy cansado y quería detenerse en Tarma a reposar un poco,
pero sus amigos Alvino Carranza, Santa María y el ayudante Eduardo
Lecca, que había quedado de subprefecto, lo instaron a continuar su
viaje. Estando los chilenos en el pueblo de Junín, a un día de camino,
podían llegar a Tarma y hacerlos prisioneros. El señor Santa María
ofreció a mi marido un caballo para remplazar al que llevaba, que ya
estaba muy maltratado.

A las nueve de la noche salieron de Tarma, acompañados de un


piquete de doce hombres al mando del teniente Vílchez. Llegaron a
las ruinas incaicas de Tarmatambo, próximas a la ciudad. A poco de

294
Antonia Moreno de Cáceres

emprender la marcha, Cáceres se sintió enfermo, con vómitos. Tuvo


que bajarse de la bestia y acostarse en el camino, sobre el pellón,
quedándose inmediatamente dormido. Habían tomado la precaución
de ordenar al teniente Vílchez que colocase centinelas a lo largo del
camino para que diesen la voz de alarma si se presentaba alguna
patrulla enemiga. Nos relataba este episodio el ayudante de Cáceres,
sargento mayor Félix Costa y Laurent, diciendo: “Haría dos horas que
el general se había quedado dormido, cuando los ayudantes que velábamos su
sueño oímos un tiroteo, comprendiendo el peligro inmediato. Nos acercamos al
general y, después de muchos intentos, logramos despertarlo. Se puso de pie, revólver
en mano y se irguió a su lado el fiel comandante Portugal. Éste y los demás
ayudantes, con Vílchez y su escasa gente, contuvieron a los atacantes que venían
en persecución del general Cáceres. Como unos cuantos hombres no hubiésemos
podido atacar a los perseguidores, conseguimos los ayudantes obligar al general a
salvarse, quedándonos nosotros con Vílchez y sus doce soldados para guardar las
espaldas del general”.

Entonces Cáceres salió del camino real, siguiendo por lugares des-
conocidos, por breñales y campos desolados, donde no se vislumbra-
ba ni una triste choza ni un solo ser viviente. Vagaba él perdido, en
esas soledades. Sólo. Puesta su confianza en Dios y pidiéndole que lo
protegiese. De pronto, como por un milagro divino, se le presentó
un lindo perrito blanco, haciéndole mil halagos y corriendo adelan-
te, como para mostrarle el camino. Después volvía para acariciarlo y
tornaba la delantera. Así tuvo entretenido a Cáceres toda la noche,
sirviéndole de guía y de cariñoso compañero, pues mi marido tuvo la
intuición de seguir al animalito, pensando que seguramente su dueño
viviría por allí cerca. A nadie encontró, sin embargo, en todo el ca-
mino. Llegó así hasta el curato de Jauja, a las seis de la madrugada. El
cura Dianderas salió a recibirlo, pidiéndole además, noticias de todo
lo sucedido. “Sólo una taza de té quiero y una cama, señor cura. Hace dos días
que no duermo. Me muero de sueño y le ruego que no me despierten. Después le
relataré todo...”, fue la respuesta de Cáceres. “Pero ¿dónde está el perrito que

295
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

me ha hecho compañía toda la noche?”, se preguntó en seguida. En vano se


buscó en todo el curato y los alrededores: el providencial animalito
había desaparecido, dejando una sugestión de misterio con su opor-
tuno servicio.

Cáceres recomendó al señor cura que atendiera a sus ayudantes,


quienes desde Huamachuco venían acompañándolo con abnegación
y valentía. Estos eran: el coronel Aurelio del Alcázar, comandante
Florentino Portugal, Lizandro la Puente, sargento mayor Félix Costa
y Laurent y los ordenanzas. Éstos llegarían más tarde. Después de
tomar una taza de té y una copa de cogñac, mi marido se durmió todo
el día y toda la noche hasta el día siguiente, en que fue despertado
para que tomase un caldillo de huevos. Después siguió durmiendo
hasta el subsiguiente día. Entonces lo llamaron para almorzar y pudo
sostener con el señor cura una larga y detallada charla, contándole
todos los incidentes de su escapatoria para burlar a sus perseguidores.

Este antiguo grabado ilustra


lo aquí narrado por Antonia
Moreno, que Cáceres también
referiría. Hombre profunda-
mente andino, Cáceres creía
en estos hechos extraordina-
rios sino prodigiosos.

296
Antonia Moreno de Cáceres

Permaneció unos días en el curato de Jauja para reposar y meditar lo


que debía hacer.

Al fin decidió seguir adelante y proyectó la formación de un nuevo


ejército sobre la base de los cien soldados que, al mando del coronel
Justo Pastor Dávila, habían quedado en Jauja.

Después de haber descansado dos días y dos noches, Cáceres re-


currió a los comerciantes y a los vecinos del lugar pidiéndoles que
contribuyeran con lo que pudiesen para organizar el nuevo ejército:
todos lo hicieron con verdadero patriotismo. Cuando el coronel chi-
leno Urriola supo que Cáceres había llegado a Jauja, él, que estaba
acantonado en Tarma, se puso en marcha para perseguirlo.

En seguida, Cáceres tuvo que retroceder, dirigiéndose a Huanca-


yo; pero como el acoso del chileno continuase, se vio obligado a se-
guir hasta Ayacucho. Allí se le presentaron cincuenta voluntarios, que
junto con los que habían ido ofreciéndose en los pueblos del trayecto
llegaron a formar una columna de doscientos soldados.

Jauja, en dibujo de Leonce Angrand que se guarda en la Biblioteca Na-


cional de Francia. Cáceres derscansó unos días en esta ciudad, para luego
proseguir a Ayacucho, siempre perseguido por los chilenos.

297
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En todas partes, lo recibían con cariño y fervor, pero Cáceres no


podía detenerse porque los chilenos lo seguían de cerca. Por eso tuvo
que destruir el puente de Pampas después de atravesarlo, paralizando
así la persecución de los chilenos, quienes tuvieron que retroceder
ante el caudaloso río Apurímac. Este puente había pertenecido a su
abuelo, don Tadeo Cáceres y Mendoza, rico hacendado de toda esa
región y cuyo título español había sido de adelantado y capitán de
caballería real.

Cáceres continuó hasta Andahuaylas, ciudad donde fue recibido


con gran entusiasmo. El prefecto Rosendo Samanez, primo de Cá-
ceres, desplegó una actividad extraordinaria para ayudar a mi marido
en la reorganización de sus tropas. Se dirigió a todos los hombres pu-
dientes, consiguiendo que unos contribuyeran con armas, otros con
dinero y otros con telas para vestir a los soldados. Allí también orga-
nizaron otra columna de cincuenta hombres, que llevó el nombre de
“Columna Cáceres”. Eran jóvenes voluntarios, distinguidos, teniendo
por jefe al coronel Morales Toledo. Fue tal la actividad del prefecto
que en menos de ocho días el número de estos flamantes soldados
aumentó a quinientos.

Ya he relatado que cierta vez llegó al campamento un indiecito


armado de su rejón, procedente de Ayacucho y mandado por las co-
munidades. Al ver a Cáceres en la puerta de la comandancia, acompa-
ñado de otros jefes, el indiecito sorprendido se le acercó y, besándole
la mano, le dijo en quechua, con voz emocionada: “Tayta, creíamos que
te habías muerto. Pero ya estamos contentos porque de nuevo apareces como el Sol
después de una noche obscura”.

Ante esta afectuosa manifestación, Cáceres y sus compañeros


quedaron vivamente conmovidos, con los ojos llenos de lágrimas.
Abrazándolo paternalmente, Cáceres ordenó enseguida que lo aten-
diesen, sirviéndole de comer en su propia mesa.

298
Antonia Moreno de Cáceres

Contando ya con un pequeño ejército disciplinado y entusiasta,


decidió emprender nueva campaña, regresando a Ayacucho, donde
sabía que habían de recibirlo con cariño. Para proteger su avance,
se valió del enviado por las comunidades de aquel lugar para que
marchase en descubierta. Anunció la llegada del nuevo ejército a los
departamentos del Centro, a fin de que éstos rehicieran sus legiones
de guerrilleros para prestar su valioso concurso.

Cáceres quería batir a las fuerzas de Urriola que se encontraban a


su paso. Comisionó al inteligente mensajero para que fuese a prevenir
a su amigo el doctor Alvarado, juez de la provincia de Cangallo, que
comunicara su proximidad a los Morochucos. Estos seguramente
saldrían a su encuentro para ayudarlo, pues eran patriotas y valientes.
También pidió a sus amigos de Huanta alistarse para impedir la fuga
de los chilenos al llegar a esa ciudad y advertir a los guerrilleros que se
situaran en los cerros, para combatir desde la altura.

El indígena cumplió fielmente las órdenes de Cáceres, trasmitién-


dolas a todos los pueblos por donde pasaba. El doctor Alvarado, a
la cabeza de mil Morochucos, lo esperaba a un día de camino a Aya-
cucho. A su paso, todos los jefes de las parroquias salieron a reci-
birlo, mientras sus guerrilleros, parapetados en lo alto de los cerros,
ofrecían un aspecto imponente con sus resonantes pututos, a modo
de trompetas guerreras, como una reminiscencia de los tiempos del
incanato.

Cuando Cáceres llegó a Huanta, ya los chilenos habían huido


hostilizados por los valerosos pobladores. Tuvo, sin embargo, un
serio disgusto al enterarse de que el pueblo le había dado muerte
al coronel R y además habían incendiado su casa. Lo habían hecho,
exasperados, al enterarse de que él había sido proveedor del ejército
chileno y que había mantenido buenas relaciones con ellos. Entonces
impartió órdenes para evitar la repetición de esos atentados y dispuso

299
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

también que la “Columna Cáceres” saliese en persecución de los


fugitivos chilenos. Desgraciadamente, no pudieron darles el alcance,
pues llevaban de ventaja un día de camino.

Para pasar de Ayacucho a Apurímac, Cáceres cruzó el puente incaico sobre


el río Pampas, que luego cortó para impedir la persecusión de los chilenos.
Su abuelo Tadeo Cáceres y Mendoza tuvo derecho colonial de pontazgo
sobre ese paso. Este bello grabado apareció impreso en el libro de viajes de
George Squier, publicado en Londres el año 1877.

300
Antonia Moreno de Cáceres

Plaza de Andahuaylas, según grabado impreso en la obra “Pérou et Bolivie”


del viajero suizo Charles Wiener, publicada en París el año 1880. En esa
localidad estableció Cáceres el nuevo cuartel del Ejército de La Breña, que
al finalizar 1883 estaba otra vez en pie de guerra, desconociendo el tratado
entreguista suscrito por el traidor Miguel Iglesias.

Después de llegar a Ayacucho, dio unos días de descanso a sus


tropas. Allí, el prefecto Pedro José Ruiz, marqués de la Feria y conde
de la Vega, los atendió con mucho esmero. Les ofreció telas para los
vestidos de los soldados y toda clase de recursos. Antes de seguir ade-
lante, mi marido dio las gracias a los Morochucos y a todos los gue-
rrilleros por la valiosa ayuda que le habían prestado en el servicio de
la patria, encareciéndoles al licenciarlos “que estuviesen siempre listos para
acatar las órdenes que les enviara”. Esta despedida estuvo llena de viva
emoción, porque Cáceres había recibido infinitas pruebas de todos
esos rústicos y valerosos indios luchando por amor a la tierra que los
vio nacer y también por cariño al “tayta”. La despedida se extendió a

301
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

los huantinos y al juez doctor Alvarado, que tanto habían cooperado


en la campaña. En seguida, continuó su marcha por los departamen-
tos anteriormente recorridos: Huancavelica, Huancayo, Jauja, Tarma
y demás pueblos de Junín, que estaban libres ya de las tropas chilenas,
desde la retirada de Urriola.

El terrible y doloroso desastre de Huamachuco había causado


estragos morales en el espíritu peruano. Mientras Cáceres trataba
de robustecer sus tropas para emprender una nueva campaña de
resistencia nacional, llegaron noticias de que el general Miguel
Iglesias se trasladaba a Lima, y que el 20 de octubre firmaba el
tratado de Ancón. Este acontecimiento dividió la opinión nacional.
Unos optaban por la paz, pero los más ardientes patriotas deseaban
continuar la lucha desesperadamente hasta arrojar de la patria al feroz
invasor.

Cáceres clamaba al contralmirante Lizandro Montero, que estaba


encargado de la región del Sur, como primer vicepresidente de la
república, para que le cediera las tropas que tenía bajo su mando.
Pero, en respuesta, recibió una carta de éste comunicándole la
deserción del citado ejército, al tener conocimiento del tratado de
paz. El contralmirante dejaba el poder a mi marido, como segundo
vicepresidente, cuando éste se encontraba en Tarma. Al enterarse de
estas desastrosas nuevas, Cáceres marchó a Huancayo, donde hizo
su cuartel general. Montero no había hecho nada en Arequipa, pero
demostró, al menos, entereza frente a los chilenos. García Calderón
también pues rechazó sus propuestas de paz inaceptables. Una vez
disueltas sus tropas, Montero se marchó a Bolivia.

Mientras estos lamentables episodios sucedían en el Sur y


Centro de la república, yo me había establecido en Lima, en casa del
historiador Lorente, esperando que se aclarase la situación.

302
Antonia Moreno de Cáceres

Calle principal de Huanta, en litografía inserta en el libro “Exploration


of the valley of the Amazon” que Lewis Herdorn y Lardner Gibbon pu-
blicaron en Washington el año 1854. Los notables allí avecindados mos-
traron un proceder criticable, mas no el pueblo campesino que se sumó
decididamente a la causa de Cáceres. Pero paralelamente prosiguieron las
luchas internas entre los feudales de la región y a consecuencia de ella,
precisamente en Huanta, fue asesinado el obispo patriota Juan José Polo.

Cáceres continuaba en Huancayo. Todo era un desconcierto, el


rumoreado desbande de sus tropas y la divergencia de opiniones. Cá-
ceres se vio obligado a aceptar el funesto tratado de paz, como hecho
consumado. Pero no transigía con la subsistencia de un gobierno im-
puesto por el enemigo. El Perú quería elecciones libres y la mayoría
rehusaba reconocer como mandatario al general Iglesias.

Cansada de vivir hospedada en casa de mis amigas le dije a W.


Graña, cónsul de España: “Ya que usted habla con el secretario de Lynch,
hágame el favor de preguntarle si es cierto que me persiguen y que me conteste como
caballero y no como jefe de la plaza de Lima. Si me persigue, no me tomará porque
me volveré a ir como ya lo hice antes. Pero si no me molestan, iré a establecerme
a mi casa”.

303
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

En Huanta, Cáceres se despidió emotivamente de los miles de campesinos


de toda la región que hasta allí lo habían acompañado. Ellos se enfrentaron
heroicamente a los chilenos en varios combates y tuvieron cientos de bajas.
Al licenciarlos para que volvieran a sus tareas campestres, Cáceres los
exhortó a estar atentos siempre a un nuevo llamado suyo. Relata doña
Antonia que “esta despedida estuvo llena de viva emoción, porque Cáceres
había recibido infinitas pruebas de todos esos rústicos y valerosos indios
luchando por amor a la tierra que los vio nacer y también por cariño al
Tayta”. Fotografía de Miguel Inti Guzmán Palomino.

304
Antonia Moreno de Cáceres

Antonia Moreno criticó el proceder de Lizardo Montero, culpándolo de no


haber hecho nada en apoyo de la resistencia patriota.

305
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

El secretario del jefe chileno, Stubens, por intermedio de Graña,


me propuso entonces una entrevista en mi residencia, a fin de darme
personalmente la respuesta de Lynch. Como yo no quería que los chi-
lenos conociesen mi alojamiento, acepté recibirlo en casa de Graña.
Fue allí donde se realizó la conferencia, cuyo diálogo fue el siguiente:

-El general Lynch -empezó diciéndome- le pide a usted señora, escribir al


general Cáceres rogándole que cese la guerra y que vuelva a Lima.

Respondí: -¿Qué ventajas le reportaría al Perú que mi marido viniera a


firmar la paz?

-Señora, usted podría influir en su ánimo, porque el general Cáceres, como


peruano ha hecho más de lo que debía hacer.

-Mi marido -le dije- como militar y como peruano, cumple con su deber. Us-
tedes, en su lugar, habrían hecho otro tanto. Yo no puedo hacer nada...

-Entonces, señora, el general Lynch se verá obligado a tomar otras medidas.

Al oír tal amenaza, me puse de pie, violentamente y levantando la


voz, lo reté: -Hemos terminado, señor Stubens. Dígale usted al general Lynch
que, si quiere tomar “otras medidas”, puede empezar. Que nos fusile, a mí y a
mis hijas, aquí estamos. Y después si puede coger a Cáceres, que lo fusile también.

Al ver mi resuelta actitud, el emisario se inclinó y, muy suavemente,


me dijo: -Señora, no he querido manifestarle eso; el general Lynch es un caballero,
y no atentaría contra damas. Pero yo insisto en que escriba usted a su marido para
poner fin a esta guerra.

-No tendría cómo hacerle llegar mi carta -le contesté-. Si usted quiere, se la
enviaré a ustedes para que se la remitan.

306
Antonia Moreno de Cáceres

Ante los chilenos, Antonia Moreno se mostró siempre altiva e imponente,


llegando a espetar al secretario de Lynch que no temía ser fusilada ni que
fusilasen a sus hijas o al propio Cáceres... si lo podían coger. El jefe chileno
pretendió utilizarla para convencer a Cáceres de cesar en su lucha y al
verse ingeniosamente burlado, montó en cólera, si bien admirando en su
fuero interno la entereza de esta extraordinaria mujer, digna conmpañera
de su acérrimo rival.

307
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Él se empeñaba en que yo la mandase. Comprendí que trataba de


informarse sobre la ruta que habíamos seguido al regresar a la capital.
-Le aseguro que nunca supe por dónde nos llevaron y nos trajeron. Son caminos
que yo no conozco; siempre entre cerros y matorrales -contesté. Al fin queda-
mos en que yo escribiría la carta y ellos la enviarían a Cáceres.

Mi carta decía textualmente: “El general Lynch me ha mandado decir


que te escriba pidiéndote que desistas ya de la guerra y que vengas a Lima para
firmar la paz. A este respecto, tú sabrás lo que debes hacer. Antonia”. Cuando
el general Lynch leyó este documento, me cuentan que, colérico y
tirándose de los cabellos, exclamó: “Esta señora ha querido burlarse de
nosotros. ¡Si no le dice nada al general Cáceres!”.

Poco después, manifesté a Stubens mi sorpresa, al enterarme de


que ellos hubiesen hecho publicar que yo había solicitado un salvo-
conducto para mi marido, cuando en realidad mi respuesta a la solici-
tud del general Lynch había sido muy diferente. Stubens me contestó:
“Esas publicaciones son de los peruanos; nosotros no las hemos hecho y autori-
zamos a usted, señora, para que desmienta semejante versión”. Stubens me
mandó una tarjeta, aclarando este mal en-tendimiento.

Una vez terminada mi conferencia con Stubens, me ocupé de bus-


car una casa para instalarme en ella, porque necesitaba que fuese más
central que la mía, de la calle de San Ildefonso, demasiado grande y
solitaria. Lynch, por su parte, y a raíz de la mencionada entrevista,
comisionó a otro secretario, Armstrong, para que fuese a Huancayo
a conferenciar con Cáceres. Decía Lynch que si no había tomado
ninguna medida contra mí, conociendo mis actividades, había sido
porque yo era una verdadera señora, pero que bien sabía que yo no
dormía ni comía por conspirar contra Chile.

Para comunicar a Cáceres todo lo que pudiese interesarle, yo


mandaba a Ica a un hermano mío, con la correspondencia. Desde

308
Antonia Moreno de Cáceres

ahí don Manuel León y don Ismael de la Quintana se la retrasmitían


a Cáceres en canastos de fruta. A mí también me la traían de igual
manera y seguíamos con este sistema hasta que en tiempos de Iglesias
vino Cáceres a atacar Lima.

En aquellos días, ya el general Miguel Iglesias ocupaba la pre-si-


dencia del Perú, apoyado por Chile para que firmase la paz con cesión
de territorio. La mayoría del país protestaba por este gobierno, así es
que Cáceres siguió con los breñeros sobre las armas, para arrojar del
poder al régimen sostenido por Chile.

En tales circunstancias, llegó a Huancayo, cuartel general, entonces,


del general Cáceres, el secretario de Lynch, doctor Armstrong,
para llevar a cabo la proyectada conferencia. Iba acompañado del
comandante Gutiérrez, apodado “el araucano”, jefe de un batallón
que le hacía escolta. El general Lynch lo había comisionado para pedir
a Cáceres que reconociese al gobierno del general Iglesias, a cambio
de lo cual ofrecía todo género de garantías. Cáceres, con la franqueza
que lo distinguía, le respondió que él no podía aceptar un gobierno
impuesto por la bayoneta del enemigo y rechazado por todo el país.
Que su deber era luchar para obtener elecciones libres y que Chile
debía retirar sus tropas, para dejar en completa libertad al Perú. Salvo
que prefiriese continuar la guerra, en cuyo caso, mientras a él le quedase
un hombre con un rejón, haría flamear el pabellón peruano en cualquier rincón
de la puna.

El doctor Armstrong se despidió de Cáceres, felicitándolo por su


patriótica decisión. Su acompañante, el comandante Gutiérrez, asi-
mismo, le escribió a mi marido diciéndole que, si se viese forzado a
atacarlo, en caso de fracasar la misión del doctor Armstrong, no deja-
ría de prevenírselo. Que no querría proceder sorpresivamente ante un
jefe que con tan alto sentido del honor, defendía a su patria. Cáceres
le contestó que le era muy grato tener como adversario a un militar

309
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

tan caballeroso. Luego, en tono de broma, añadió: “No será necesario


sacrificar tantas vidas, enfrentándonos con fuerzas iguales; podemos batirnos los
dos, en combate singular; así ambos probaremos nuestro coraje”. Terminada la
conferencia, el comandante Gutiérrez volvió a escribir a Cáceres y, en
prueba de su simpatía, le envió su retrato con la siguiente dedicatoria:
“A mi estimado enemigo. Gutiérrez”. Mi marido agradeció el obsequio y lo
correspondió, a su vez, con una fotografía suya.

El ministro de Chile, don Jovino Novoa, fue a participarle a


Iglesias el resultado de la entrevista de Huancayo y le aconsejó que se
pusiese en armonía con Cáceres. Se creyó entonces que llegarían a un
acuerdo, para el cual el ministro Ignacio de Osma, ofrecía toda clase
de seguridades. Mi marido contestó que, en primer lugar, el general
Iglesias tendría que conseguir que las tropas chilenas desocuparan en
el acto el territorio nacional. Luego, como segunda condición, que
nombrase otro ministerio que inspirase confianza al país, pudiendo
permanecer en su cargo don Ignacio de Osma. Enseguida, que
Iglesias dimitiese del poder, dejándolo en manos del gabinete. Y por
último, que el mismo gabinete convocase a elecciones.

Estas vistas de Lima datan de 1875 y fueron publicadas en “La Ilustración


Española y Americana”. Ocho años después Antonia Moreno buscaba en
esa vetusta ciudad una casa menos grande y solitaria que la que tenía en
la calle San Ildefonso.

310
Antonia Moreno de Cáceres

Por esos días la prensa chilenófila difundía esta imagen, presentando a


Iglesias como un ángel y a Cáceres como un demonio. El Jefe de La Breña
fue acusado de subvertir a los indios y propiciar el comunismo.

311
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Huancayo fue sede del cuartel general de Cáceres en los tramos finales de
guerra de resistencia, tomándose en esa ciudad importantes decisiones.
Fotografía de Milagros Martínez Muñoz.

312
Antonia Moreno de Cáceres

En Huancayo, respondiendo al comisionado enemigo que le propuso de-


poner las armas, Cáceres pronunció estas memorables frases: “El gobier-
no chileno ha conseguido todo lo que ha querido; ahora debe retirar sus
tropas para dejar libre al Perú, a no ser que pretenda dominarlo por la
fuerza, lo cual no conseguirá, salvo el caso de que convierta al país en un
cementerio, pues mientras me quede un hombre con su rejón, flameará en
alguna puna el pabellón nacional y seguiré luchando” .

313
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Cáceres, en Huancayo, fue aclamado presidente de la república por los je-


fes del ejército patriota, y esta vez aceptó tal investidura, considerando que
le serviría para unificar al país, derribar al gobierno del traidor Miguel
Iglesias y emprender la dura tarea de la reconstrucción nacional. Cabe
preguntarse cómo hubiese cambiado el decurso de la guerra, de haber
aceptado tres años antes el mando supremo que le confirieron en Chosica
los representantes políticos de los pueblos del Centro y los jefes del primer
Ejército de La Breña, varios de los cuales murieron en campaña.

314
Antonia Moreno de Cáceres

El infructuoso resultado de esta primera tentativa de arreglos,


fue conocido por la comisión nombrada por Cáceres al regresar
a Huancayo. Motivó una reunión de jefes, quienes aclamaron a
Cáceres como presidente de la república. Mi marido había rechazado
anteriormente tal ofrecimiento. Solo había aceptado la denominación
de jefe superior del Centro. Esta vez resolvió asumir la responsabilidad
suprema, a fin de robustecer y unificar la campaña emprendida y
organizó de inmediato su propio gabinete.

Tanto al Norte, primero, como después en los departamentos


del Sur, se produjo entonces un movimiento de adhesión a Cáceres,
inspirado en el sentimiento de la dignidad nacional. Poco después,
nuevas comisiones enviadas al general Iglesias parecieron llegar a
un entendimiento, con la ampliación del decreto de convocatoria a
elecciones. Para garantizar la libertad del sufragio, consiguieron que
Cáceres designase un ministro de guerra en el gobierno de Lima y
también a las autoridades del Centro y Sur del país. Igualmente que
sus tropas pudiesen acantonar, durante las elecciones, en uno de los
departamentos que él indicaría.

Cáceres, que ya se había trasladado a Matucana, se adelantó


hasta San Bartolomé, para recibir a los comisionados y conocer
el éxito de sus gestiones. Sin embargo encontró discutibles ciertas
proposiciones, por lo que decidió aplazar su respuesta definitiva hasta
que llegasen de Tarma sus ministros. La pequeña demora de un día
en esta espera impacientó al general Iglesias, quien dio por terminada
las negociaciones, ordenando al doctor Químper, representante de
Cáceres, que en el plazo de veinticuatro horas saliera para el extranjero.
Iglesias quería imponer un sometimiento incondicional. Químper, al
comunicar esta actitud, opinó que no quedaba otro recurso que apelar
a la fuerza. Así fue cómo la intransigencia de Iglesias nos llevó a la
guerra civil.

315
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

Contando con el invariable apoyo del pueblo campesino y conduciendo a


una selecta elite del ejército, a la salida de los chilenos Cáceres emprendió
la campaña final contra los traidores, entrando triunfalmente en Lima en
diciembre de 1885, tras provocar la dimisión del traidor Miguel Iglesias.

316
Antonia Moreno de Cáceres

¡Amazonas de Esparta; las que adelantabais al grueso de vuestros


ejércitos para provocar al enemigo… dormid el sueño de la gloria!
¡Heroínas de Numancia, de Gerona, de Zaragoza y de Cádiz; las que
desde lo alto de las murallas aterrásteis al audaz invasor… descan-
sad en el empíreo, donde moran los justos y los mártires sacrificados
en los altares de la patria! Vuestras descendientes están ahora en el
mundo de Colón; son las indias que acompañan a aquellos soldados.
Son pobres, muy pobres; pero, ¿acaso fue rica Juana de Arco, ni lució
brillantes arracadas la inmortal Agustina?

Yo invoco esos nombres augustos, esas sombras gloriosas y ve-


neradas por toda la humanidad y cantadas por todos los poetas, para
consagrar un recuerdo a las guerreras hijas de los Andes; a las infelices
compañeras de aquellos soldados animosos, por cuyas venas circula el
germen de todos los heroísmos… ¡la sangre española!

317
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

¿Qué me exalto decís? ¡Ah! No, es que aquellas mujeres merecen


algo más inspirado que mi prosa; merecen himnos como el de Merca-
dante, cuya mejor estrofa repiten en quechua o en aymara las rabonas
sudamericanas… Aquella estrofa sublime que dice:

Chi per la patria muore


visutto e assai;
la fronda dell’allo’re
ne langue mai…

Y las indias cantan, en el delicioso idioma de Manco Cápac, esto,


que es pálida traducción de su triste favorito…:

No entres, no, corvo chileno


en el pecho de mi indio…
descamínate homicida
y ven a rasgar el mio!

¡La Rabona! ¿Cabe nombre más prosaico y vulgar dada la


estructura de nuestra lengua? Y sin embargo, con este nombre y todo
¿concíbese un ser más abnegado, más virtuoso, más ideal y adorable,
que aquella débil criatura, que abandona el nativo rancho y la soledad
de sus inaccesibles montañas, para vivir en los cuarteles, y tal vez para
morir en los campos de batalla?

La rabona tiene siempre la misma historia; su génesis y su biogra-


fía siempre coinciden, sí preguntéis a diez a ciento, a mil de ellas, bus-
cando alguna diferencia que no encontrareis. Es la india prometida
del indio; viene la leva, arranca de las grietas de los Andes a todos los
pastores, chacareros y peones que necesita; les convierte en soldados,

318
Antonia Moreno de Cáceres

y por cada hombre que recluta, tiene que llevarse una mujer que le
sigue, primero llorando como una Magdalena; a los pocos días resig-
nada y sonriente como un ángel de consuelo.

Detrás de aquella pareja enamorada que se dispone al sacrificio,


quedan los viejos que suspiran. Los rebaños que balan llamando a sus
guardadores; una choza pajiza y solitaria, y un plantío que se agostará
o será destrozado por las llamas cargadas de metal, o por las vizcachas
roedoras, que hallarán su botín en el huerto abandonado.

Entra el indio en cuartel, recibe allí su equipo, y la dócil rabona


improvisa un hogar con algunos palitroques, y una frazada que por la
noche es el cobertor del tálamo conyugal.

Desde entonces, la compañera del soldado tiene que multiplicar


sus labores: guisa, barre, cose, plancha, limpia las armas de su cholo,
recoge sus haberes, asiste a sus ejercicios; y en cuanto hay orden de
emprender una marcha, carga con todo aquel ajuar formando el quipo
que se echa a la espalda… A veces el quipo es tremendo, abultado y
pesadísimo; en él entra el colchón de la cama, la vajilla para los guisos,
una mesa, un taburete, la ropa del militar, los palitroques del tenderete,
la despensa más o menos abundantes… y si la rabona tiene un par de
chiquillos, también éstos van revueltos en el quipo de campaña.

Los jefes de los cuerpos armados, ya saben que las órdenes de


marcha y el itinerario del batallón, han de darse a las rabonas antes que
a los soldados. Enteradas ellas, alistan sus trebejos en un periquete;
ayúdanse unas a otras, repartiéndose buenamente la carga y salen del
cuartel algunas horas antes que las tropas expedicionarias.

Ellas marcan la distancia de cada jornada y escogen a su gusto el


sitio que mejor les parece para que descansen y pernocten los hijos de
la guerra; cuando estos llegan a la pascana, todas las cocinas humean,
y junto a cada cocina hay un lecho.

319
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

“¿Concíbese un ser más


abnegado, más virtuo-
so, más ideal y adorable,
que aquella débil criatu-
ra, que abandona el na-
tivo rancho y la soledad
de sus inaccesibles mon-
tañas, para vivir en los
cuarteles, y tal vez para
morir en los campos de
batalla?”

El amor ha hecho aquellos prodigios de actividad. Pero no es en


tales momentos cuando más resalta la sublime fidelidad de la pobre
rabona… En el fragor de los combates, es donde su voz alienta al
soldado, mil veces más que las marchas guerreras de banda y clarines.

La india habla al corazón de su compañero, recordándole el


premio de las batallas; el laurel de las victorias; la chacharita de aquel
pajizo rancho donde nacieron y se amaron; la limpidez de aquel cielo
cuyo manto rasgan los penachos de los volcanes encendidos; cuanto
para aquel hombre quiere decir amor y ventura, primavera de la vida
y esperanza de la felicidad.

Y el indio se bate como un león, mientras escucha aquella voz


hermana que es para él mandato del cielo.

Si le hiere el plomo enemigo ¿qué falta hacen allí médicos ni


practicantes, ni camilleros de esa bendita institución que se llama
Cruz Roja? La rabona se adelantó a todo y a todos; apoya en sus
rodillas la cabeza del herido, y apronta vendas y ligaduras, restañando

320
Antonia Moreno de Cáceres

con sus labios la sangre que quiere correr, para llevarse los alientos
del desventurado cholo.

Si éste muere, la que ha sido su esposa, su hermana y su acémila,


queda allí, al pie de su cadáver desafiando con sus arranques de valor
las iras del enemigo.

Cuando las rabonas corren hacia atrás, desesperadas y llorosas, la


derrota de los suyos es inevitable… Los generales más experimentados
en las guerras sudamericanas, temen cien veces más el pavor de las
rabonas que la indecisión de sus batallones. En cambio, cuando la
victoria da la cara y el enemigo está vencido, no preguntéis quien ha
sido el primero en ocupar las posiciones tomadas, la población sitiada,
o la trinchera perdida por los derrotados; antes que los soldados
entran allí las rabonas, para destrozar los restos de la fuerza vencida,
o para clavar los cañones, o para armar sus tenderetes y acomodar
sus cachivaches. Y ahora que la conocéis, en toda la grandeza de su
heroísmo, con toda la verdad y todo el color de sus virtudes, decidme:
¿No es cierto que aquellas rústicas amazonas de los Andes, son las
descendientes de las heroínas de Sagunto y de Zaragoza?

“Es la compañera del


soldado y tiene múltiples
labores: guisa, barre,
cose, plancha, limpia las
armas de su cholo, reco-
ge sus haberes, asiste a
sus ejercicios; y en cuanto
hay orden de emprender
una marcha, carga con
todo aquel ajuar forman-
do el quipo que se echa a
la espalda…”.

321
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

“Y si la rabona tiene un par de chiquillos, también éstos van revueltos en


el quipo de campaña”.

322
Antonia Moreno de Cáceres

Etna Velarde pintó este lienzo tomando como base el óleo de Ramón Mu-
ñiz. Modificó la expresión de la rabona y puso en sus manos un arma; aquí
no suplica, exige la retirada del bárbaro enemigo.

323
Antonia Moreno de Cáceres

Mínimo reconocimiento a
la mujer peruana

Editorial del Diario “La República”.


Lima, lunes, 15 de noviembre de 1982.

A despecho de la vastedad de su bibliografía, la historia del Perú


es un registro parcial de nuestro pasado. Parcial en sus dos sentidos:
como cantidad inferior al todo, y como opción por una de varias po-
siciones diferentes, como toma de partido.

El estudio del pasado, hecho desde la perspectiva del poder y de


los intereses dominantes, es el que funda entre nosotros la disciplina
histórica. Su mejor fruto fue la idea de una Peruanidad “en la que
armoniosamente desaparecían todos los conflictos, de modo que
incluso el gram trauma de la conquista española del siglo XVI era
presentado como un hecho positivo por efecto de la religión y el
mestizaje”, para decirlo con palabras de Pablo Macera. Concebida
como una suerte de ejemplario, predicaba una concertación
perennizadora de la estructura social existente. La ideología pesó en
ella más que la realidad.

Los historiadores provenientes de la generación que bregó por la


Reforma Universitaria inauguraron otra visión histórica, más radical
en su examen del pasado. Su exposición de los hechos y su reflexión
sobre ellos estuvieron signados por ideologías más progresistas.

De entonces a hoy los aportes de la investigación realizada por


las Ciencias Sociales -incluidos los de una historiografía renovada
en sus métodos y en el manejo de las fuentes- han terminado por
desacreditar el encubrimiento a veces ingenuamente pudoroso, otras

325
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

claramente manipulatorio, practicado por la historia tradicional.


Esto no implica que los partidarios de una imagen idealizada del
Perú hayan desistido; por el contrario: cada vez que los resultados
de la ciencia resquebrajan el rostro maquillado del país, llaman a
escándalo. Recordemos -para citar un solo caso- el penoso proceso
inquisitorial contra el libro “La Independencia en el Perú”, publicado
por el Instituto de Estudios Peruanos en 1972 (entidad a la cual se
acusó reciente, e increíblemente, de denigrar a la Nación por haberla
caracterizado como dependiente).

Pero no es acerca de la historia en el Perú que intentan discurrir


estas líneas, sino subrayar, entre lo mucho que falta para el cono-
cimiento cabal de nuestro pasado, la escasa atención que los histo-
riadores prestan a la participación de la mujer en nuestro proceso
histórico. Y viene esto a cuento porque, entre los diversos artículos
conmemorativos del primer centenario de la Resistencia de La
Breña que se celebra este año, uno, aparecido ayer en nuestro diario,
dedica un apartado especial a las heroinas que alí combatieron. Luis
Guzmán Palomino, su autor, anota que fueron mujeres “varias de
las comandantes de guerrilla”. Y cita entre otras a Leonor Ordóñez,
quien “portando en una mano el bicolor nacional y en otra un rejón
vengador, cayó prisionera y fue vejada por el enemigo, que quiso
obligarla a renegar de su causa. Pese a la amenaza de muerte, ella se
burló de sus captores pronunciando un ¡Viva el Perú! antes de morir
acribillada a balazos”. En la nomenclatura de las calles de Lima ni un
humilde pasaje recuerda su nombre. Tampoco el de ninguna de las
que lucharon tan valerosamente como ella.

La historia tradicional omitió siempre lo popular en su recuento


del pasado. Y todas esas mujeres eran parte del pueblo. Cada uno de
los extremos de esta doble condición -ser mujer y ser del pueblo- pa-
rece razón suficiente para la desconsideración y la injusticia, defectos
que resultan tanto peores cuanto más grandes aparecen la combativi-
dad y la gallardía históricas de la mujer peruana.

326
Antonia Moreno de Cáceres

Desde la imagen terrible de la guerrera que, en los comienzos de


la fundación del Cusco incaico, se adelantó a los suyos en el campo de
batalla, arremetió sola contra el enemigo, mató a uno, le arrancó las
entrañas y las infló tan espantosamente que los demás se rindieron;
desde entonces hasta nuestra época, en que no es insólito ver mujeres
a la vanguardia en los enfrentamientos campesinos o la defensa de
los terrenos invadidos en los alrededores de Lima, el coraje de las
peruanas es innegable.

En el pasado, pues, y en el presente. Y en las luchas cruentas y en


las incruentas. ¿No les debemos acaso a las mujeres los más grandes
honores alcanzados por nuestro país en el deporte? ¿No son ellas
quienes acaban de demostrarnos que cuando hay constancia en el
esfuerzo, pugnacidad y pundonor, ningún adversario es invencible,
por desarrollado que sea el país del que provenga?

En el año del centenario de la Campaña de La Breña y de la con-


quista de un subcampeonato mundial, escribimos estas palabras como
un mínimo homenaje a la admirable mujer de nuestra tierra.

“Nuestras rabonas anónimas,


las compañeras de nuestros sol-
dados, habrán de tener en la
nueva historia un sitio merití-
simo y digno. Porque sin estas
mujeres habría sido imposible la
Guerra de la Independencia, el
asentamiento de la República y
todo lo que vino después en el si-
glo XIX, bueno y malo... Fueron
sublimes heroínas en la Guerra
de Resistencia contra Chile”.
(Juan José Vega).

327
Este libro se terminó de imprimir en los talleres
gráficos de la Universidad Alas Peruanas
Los Gorriones 264, Chorrillos
Lima- Perú
2014

You might also like