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LA CAMPAÑA
DE LA BREÑA
Fondo Editorial
antonia moreno de cáceres
la campaña
de la breña
Edición, notas y epígrafes de Luis Guzmán Palomino
Prólogo de Rodolfo Castro Lizarbe
LIBRO
UN
SIEMPRE ES
UNA BUENA
NOTICIA
FONDO EDITORIAL UAP
LA CAMPAÑA DE LA BREÑA
Autor: Antonia Moreno de Cáceres
Presentación ............................................................................................. 15
Prólogo ..................................................................................................... 21
PRESENTACIÓN
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Al desatarse la guerra con Chile en 1879, ella contaba 34 años de edad y solo
tres de casada. Había nacido en Ica el 13 de junio de 1845 y contrajo matrimonio
con el coronel Andrés Avelino Cáceres en Lima el 2 de julio de 1876. De esta
unión nacerían tres hijas: Lucila Hortensia, Zoila Aurora y Rosa Amelia. El
único hijo varón de doña Antonia nació muerto en medio de los avatares de la
Campaña de La Breña. Pero las hijas hicieron honor al apellido, sobre todo Zoila
Aurora Cáceres, que alcanzó renombre mundial como escritora, con el seudónimo
de Evangelina.
Así, una vez más se despidió de él, cuando partió para la sierra. Se quedó en
la capital ocupada para velar por sus pequeñas hijas. Sin embargo, comprendió
que no podía permanecer al margen de la lucha emprendida por su esposo al
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Doña Antonia salió dos veces de Lima en busca de Andrés Avelino Cáceres.
La primera con el objetivo de acordar con él la forma más adecuada para trasladar
las armas que reunía en la capital, y también para trasmitirle una propuesta del
gobierno de García Calderón, que quería contar con su apoyo. Confió entonces
el cuidado de sus hijas a las religiosas del Sagrado Corazón. En esa primera
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Sus fuerzas se doblegaron al subir por difíciles senderos que se elevan a tres
y cuatro mil metros de altura, soportando un gélido e intenso frío. Al verla caer
víctima del soroche en Chicla, sus acompañantes decidieron llevarla de regreso a
Matucana. Allí la encontró Cáceres, reprochándole con ternura haberse arriesga-
do tanto. Y se llenó de alegría al escucharla decir que si había dejado Lima había
sido “por el deseo de verlo y de servir a la patria”. En lo que sí mantuvo Cáceres
su férrea voluntad fue en rechazar la propuesta de García Calderón, que incluso
le ofrecía una vicepresidencia. Escuchando sus poderosas razones, ella recordaría
que “Cáceres no aceptó porque su única ambición era arrojar al invasor de nuestro
territorio”.
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Doña Antonia describiría a Patricio Lynch como lo que en verdad fue, un redo-
mado rufián. Tuvo que permanecer escondida durante algún tiempo, junto con dos
oficiales que la escoltaron desde Matucana. Fue precisamente con ellos que envió a
la sierra un nuevo cargamento de armas y municiones, incluido un pequeño cañón.
El encuentro con Cáceres había retemplado su patriotismo, según iba a referir en
sus “Recuerdos de la Campaña de La Breña”. Esos patriotas llevaron hasta el
cuartel de Matucana noticias sobre la febril actividad de Doña Antonia, lo que
inquietó mucho a Cáceres. Temiendo que su fiel compañera y sus hijas fueran vícti-
mas de la venganza chilena, Cáceres le escribió varias cartas llamándola a su lado,
cartas escritas en “tono angustioso”, según recordaría la propia doña Antonia.
Dejar Lima fue toda una odisea, como se puede apreciar al leer estos “Re-
cuerdos” de la heroína, que finalmente se reunió con Cáceres en Sisicaya, en un
encuentro por demás emocionante, que grabó con estas palabras: “Cáceres estaba
radiante de felicidad, al recibir las caricias de sus hijas. Las tres se precipitaron
al cuello de su padre, cubriéndolo de besos y disputándose sus cariños. Él reía
alegremente, pues teniendo a su familia a salvo y contando con el abnegado ejército,
podía luchar serenamente en defensa de todos los hogares peruanos”.
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cartas de Rosa Elías que muestran que se valía de sus antiguas amis-
tades chilenas para conseguir la liberación de prisioneros peruanos.
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Pero no fueron los de índole social los únicos temores que ase-
diaron a doña Antonia en su peregrinaje por los Andes, sino que se
aunaron la constante persecución por parte del enemigo, la angustia
por la suerte de Cáceres y sus compañeros en las acciones de armas y
los peligros inherentes a la acción de los elementos de la naturaleza.
Si a ello agregamos las enfermedades y el desgaste consiguiente a tan
prolongada marcha, se comprenderá la magnitud del esfuerzo que
debió desplegar doña Antonia en tales jornadas.
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Sin embargo, doña Antonia sabía de lo que el jefe chileno era ca-
paz, no solamente por las flagelaciones públicas ordenadas por este y
de las que da cuenta en los Recuerdos…, sino también porque allanó su
domicilio y porque estuvo muy cerca de capturarla. Lo primero ocu-
rrió durante su primera salida de Lima y está relatado por la propia
Antonia Moreno; lo segundo lo conocemos por dos fuentes. Una es el
relato de la señora Sisson, consignado en su prólogo a los Recuerdos…
La otra fuente es la obra Las Presidentas del Perú de Ricardo Vegas
García. Como quiera que el citado prólogo está incluido en esta obra,
nos limitamos a decir que Vegas agrega algunos datos adicionales o
ligeramente discrepantes: que el boticario que ayudó a doña Antonia
se llamaba Manuel Rodríguez, que la botica era lugar de reunión de
los patriotas, que doña Antonia alquiló un casa cercana en la calle de
la Universidad (segunda cuadra del jirón Ayacucho) para facilitar las
labores y que doña Antonia se encontraba en plena reunión conspira-
toria en la botica al momento de la irrupción chilena.
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Más elocuentes incluso son las palabras de la carta de los jefes gue-
rrilleros de Comas al hacendado colaboracionista Jacinto Zevallos (16
de abril de 1882) publicada por el doctor Nelson Manrique y que
aunque escrita en español acusa interferencia quechua, lo que resulta
muy significativo dada su contundente manifestación de pertenencia
al cuerpo nacional:
¿Qué saben lo que es la patria...? ¡Ah! Si vosotros que tan bien lo sa-
béis no hubierais sido tan sabios, acaso ahora tendríais algo más que
lágrimas y maldiciones para defenderla […] Su instintivo patriotismo
ha inspirado al indio sacrificios heroicos; el vuestro... sólo ha produ-
cido sacrificios vergonzosos.”
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todas las habitaciones, los tres patios y hasta las cocheras de la casa sin
encontrarla, retirándose mohínos pero amenazando volver.
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el paso entre peñas abruptas, que ensangrentaban las patas de las po-
bres bestias. Todos los horrores de la guerra los sufrían esos pobres
y valientes “breñeros” y nosotras con ellos. A veces, con sus carnes
desgarradas, mas con bien templado espíritu, desafiaban a la naturale-
za que los golpeaba rudamente.
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mordimos los labios para no estallar de risa: había trocado sus arreos
militares por los de un pobre diablo; llevaba los pantalones remenda-
dos en las posaderas con sendos parches; las mangas de la chaqueta
estaban medio roídas y, como era algo moreno y delgado, parecía un
infeliz.
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Carretero indio, tal como el descrito por Antonia Moreno. Este grabado
de Bisson ilustra el libro publicado sobre Lima por Manuel Atanasio
Fuentes.
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una amplia manta negra de seda china. Así disimuladas, nos echamos,
algo ocultas, entre los verdes tercios de alfalfa.
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La mayoría de negros en el
Perú de esos años padecía
explotación y pobreza. Pero
excepcionalmente había al-
gunos afortunados, como el
“negro tinto” mayordomo
de la hacienda de San Borja
que con la fineza propia de
un aristocrático caballero
permitió a la comitiva de
Antonia Moreno el tránsito
a la hacienda de Tebes, de
su amigo, el señor Juan Ur-
meneta.
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Puente sobre el río Lurín, a la entrada del pueblo de Chontay. Desde esta
localidad y hacia la sierra, actuó entre 1881 y 1884 la guerrilla al mando
del valeroso cura Eugenio Ríos. Fotografía de K. M. Rojas A.
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Todos nos dirigimos a Chosica, donde, hacia la otra banda del río,
la tropa había levantado sus blancas tiendas de campaña y sus armas
en pabellón se extendían por la quebrada, entre el verde de la llanura
amurallada por los macizos de los Andes, en cuyas laderas las altivas
y elegantes llamas eran conducidas por pastores indios de pintorescos
vestidos.
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Las indias del Perú tenían culto por Cáceres; le llamaban Tayta
(padre) y, como compañeras de los soldados, seguían la campaña
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que alegre el duro suelo, ni una campiña risueña. Además, las tropas
chilenas nos picaban la retaguardia. Estuvimos, pues obligadas a cruzar
de inmediato la cordillera de los Andes, cuya gigantesca grandiosidad
parece desafiar cielo y tierra. Es imponente, sobre todo, atravesarla
cuando se desencadena alguna de sus terribles tempestades. Parece
que todas las furias del averno se pusieran de acuerdo para aterrorizar
al pobre caminante: el cielo empieza a oscurecerse lentamente y,
de repente, se encuentra una en la noche más lóbrega que pueda
imaginarse, en medio de la puna desolada; se desbordan tremendas
cataratas sobre los infelices viajeros, que no encuentran ni una triste
caverna donde guarecerse. En seguida hacen su aparición los truenos,
estremeciendo toda la mole andina, y al cuadro pavoroso concurren
deslumbrantes relámpagos, zigzagueando en seguida los rayos en
medio de las tinieblas. Parecía, en fin, que contemplábamos una
escena del infierno dantesco o de los primitivos tiempos de la Tierra.
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En esta imagen de
procedencia chilena
se ve al jefe patriota
Juan Gastó encabe-
zando el asalto final
sobre la guarnición
enemiga.
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En una fiesta que pasamos en Tarma hubo una nota poética, muy
original. Debía pasearse por las calles una procesión. Momentos antes
apareció una partida de indios muy bien trajeados, llevando en los
ponchos flores deshojadas que arrojaban al suelo formando frescos
tapices de diversos colores y dibujos, verdaderas obras de arte, sin
llevar ningún modelo que imitar. En seguida pasaba la procesión que
era presenciada con devota unción.
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Esta retirada a Jauja tenía la belleza severa del paisaje: los negros
cerros se sucedían, tétricos y en formas fantásticas, enormes bloques se
destacaban semejando figuras humanas; parecían gigantescos monjes
encapuchados, y tristes almas en pena, condenadas a vagar por aquellas
agrestes soledades. Allí, a los pies de esos espectros de piedra, hizo
alto el ejército que, cansado por la dura travesía, necesitaba unas horas
de reposo restaurador de sus fuerzas agotadas. Era impresionante el
cuadro que presentaban las siluetas de piedras sombrías, en contraste
con los uniformes militares y los vistosos y amplios trajes de las buenas
indiecitas serranas. Nosotras, que también estábamos algo fatigadas,
descansamos frente al campamento de nuestros soldados, quienes al
vernos llegar junto a ellos, se sintieron muy halagados y no cesaban de
sonreímos y de mirarnos cariñosamente. A mí me llamaban en toda la
sierra “mamá grande”.
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Al ver estos ajetreos militares, mi segunda hijita que era una chi-
quilla audaz y valiente, corrió a uniformarse con un vestidito de
soldado que le habían hecho a pedido suyo, y escondida detrás de una
puerta, al pasar su padre salió presentándole armas, con una diminuta
carabina, y cuadrándose le dijo: “Yo también voy contigo, papá”. Cáceres,
con una caricia, la convenció de que debía quedarse con nosotras.
Él y sus ayudantes, a pesar de los trances apremiantes por los que
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Para los indios Cáceres era la reencarnación del Inca; por eso se
postraban delante de él; pero a Cáceres no le gustaba este tributo y les
decía: “Un hombre nunca debe ponerse de rodillas delante de otro, levántate”.
Ellos, sin embargo, insistían, llamándole “Tayta” con tanto cariño,
que lo conmovían. De esta hermosa recepción en Pucará, guardo una
visión de plateada luz y de color fresco, lleno de matices. Los movi-
mientos de los danzantes eran asimismo, alegres y rítmicos.
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que la brisa la secase. Después que torné a montar “El Lunarejo”, tuve
que escalar una cuesta empinada y resbaladiza que parecía una pizarra.
A mi caballo no le había servido de lección el golpe que acababa
de darse y continuó en su brillante paso provocando casi un fatal
accidente. Volvió a tropezar y empezó a deslizarse desprendiéndome
de la montura y esta vez no me iba a lanzar en el río de la puna... sino
a desbarrancarme en un precipicio. Para suerte mía el ayudante de
Cáceres, León Andraca, que era un mozo vigoroso y venía a mi lado,
me cogió en el aire y pudo sostenerme. Todos los otros ayudantes
que venían cerca de nosotros se alarmaron y desmontándose me
atendieron, impidiendo así que la bestia me arrojase al abismo.
Esta vez Cáceres ya no se rió sino que se llevó un tremendo susto y
dándome su caballo “El Elegante”, hermoso y fuerte tomó el mío,
que era más a propósito para lucirse en un lindo paseo que para trepar
por los caminos escabrosos de las serranías.
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Cáceres le tomó mucho cariño porque era el indiecito muy leal, in-
teligente y patriota, exponiendo su vida en cada excursión que hacía,
teniendo a veces que penetrar al campamento chileno para observar
lo que convenía a los nuestros.
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La destreza y el valor de
los galgueros definió varios
combates.
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“¡Vieja raza noble, que tan bien sabía comprender la grandeza del deber
y del honor! Siempre estuvieron listos a luchar valientemente contra el
opresor, sin más defensa que sus primitivas armas. Los departamentos del
Centro del Perú son dignos de toda admiración. Ellos soportaron, con la
más grande abnegación y coraje, todo el formidable peso de esa epopeya
de la Breña, que a fuerza del heroísmo y sacrificio dejó muy limpio y alto
el pendón del Peru. Como peruana y testigo de sus grandes hechos quiero
dejar una palabra de cariñosa gratitud a esos queridos indios de las sie-
rras andinas del Centro”. (Antonia Moreno de Cáceres).
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A los pocos días del triunfo cacerista, los culpables fueron some-
tidos a consejo de guerra; pero Cáceres los indultó manifestándoles
que los dejaba en libertad para que pudiesen rehabilitarse. Algunos de
ellos, como el coronel Vargas Quintanilla, se incorporaron al ejército
del Centro, conduciéndose dignamente.
A los tres días del triunfo del Acuchimay, Cáceres mandó a bus-
carnos; nosotras habíamos quedado en la hacienda de los Ruiz. Al
llegar a Ayacucho, fueron a recibirnos Cáceres con una gran comitiva
militar y otra civil, saliendo fuera de la ciudad. La cabalgata era nume-
rosa; rivalizaban los brillantes entorchados, realzando los uniformes,
con los ricos arreos de los civiles, caballeros en hermosos caballos
criollos, luciendo magníficos pellones y arneses de plata labrada. La
entrada a la vetusta ciudad colonial, de bellas tradiciones, fue emo-
cionante: volvíamos a encontrarnos con Cáceres después del peligro
que mi marido y sus ayudantes habían pasado. ¡La Providencia los
había protegido! Los ayacuchanos nos recibieron señorialmente, con
amables palabras y halagos; nos decían mil cumplidos llenos de fina
galantería. Recuerdo entre estos arrogantes jóvenes, al marqués de la
Feria, Pedro José Ruiz; a Federico More, hermano del héroe del Mo-
rro; a los Morote, Sáenz y muchos más. Fue una entrada triunfal llena
de alegría; por lo menos habría 30 ó 40 jinetes.
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Ayacucho tiene marcado sello colonial que seduce a los que sien-
ten amor al pasado, tan pleno de leyendas. Además, cuenta con una
sociedad agradable y hospitalaria, que nos colmaba de atenciones.
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Las danzas con reminiscencias coloniales que Antonia Moreno dijo ver en
Huamanga, las vemos hoy también en el valle del Mantaro. Esta imagen
de la Chonguinada la captó Alejandro Salvatierra en Marcavalle.
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que tenían y sus rejones, tomando por jefe a don Ambrosio Salazar,
vecino notable del lugar. Dicho jefe, que gozaba de gran prestigio,
tuvo el coraje de aceptar con entusiasmo el gran recibimiento que,
a sangre y fuego, preparaban a los chilenos, cargados de rico botín.
Con el nombramiento militar de jefe de la guerrilla de ese distrito,
organizó entonces a su gente y el 2 de marzo de 1882, atacó sin
piedad a los chilenos que volvían después de mil arbitrariedades y
abusos, trayéndose 600 reses y varias arrobas de mantequilla y otros
comestibles de las haciendas vecinas.
Sucedió una vez que un soldado chileno, más atrevido que otros,
logró trepar y alcanzar a dos terribles guerrilleros que iban a lanzar
una “galga”; el soldado enfurecido se lanzó sobre uno de los guerri-
lleros, bayoneta en mano y le atravesó el pecho. El valeroso guerrillero
resistió el golpe y, a su vez, hundió su rejón en el pecho del soldado
chileno, quedando ambos atravesados. El segundo guerrillero para
salvar a su compañero, dejó sin cabeza, de un hachazo al soldado chi-
leno, librando así a su amigo Meléndez de una muerte segura, pues,
aunque la herida era grave, se sintió mejor desde el momento en que
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Con ese objeto mandó al coronel Gastó que marchase por Comas
a ocupar Concepción y batiese allí a la guarnición chilena. Anterior-
mente he referido el feroz ataque que dieron los guerrilleros a los
chilenos quienes, para no presentar cuerpo, se refugiaron en la iglesia
del pueblo.Siguiendo su plan de envolver al enemigo, ordenó Cáceres
al coronel Máximo Tafur continuar por Tongos y Chupaca hasta La
Oroya, donde, igualmente, debía batir a las tropas enemigas que en-
contrase al paso, cortándoles el puente para impedirles que escapasen
hasta Lima. Partidas de guerrilleros se encargarían de perseguirlos.
Cáceres, con el resto de sus tropas, avanzaría sobre Marcavalle y Pu-
cará. También dio orden de que se organizasen las guerrillas de las
bandas del Mantaro y cortasen el puente del Purhuay, para contribuir
a cercar a las huestes chilenas.
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Esta fue una franca derrota chilena, en la que perdieron 300 sol-
dados, un jefe y cinco oficiales. Cáceres ordenó que se les diese sepul-
tura, especial para el jefe y los oficiales, y que se les rindiese honores
militares. En su precipitada fuga, los chilenos dejaron una bandera,
200 rifles, la caja del cuerpo y vestuario. Al seguir batiéndose en reti-
rada, el batallón fue destrozado. Todos sus muertos quedaron en el
campo; pero nuestros soldados piadosamente los enterraron.
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Los abusos perpetrados por los chilenos sobre pueblos inermes provocaron
la venganza de los campesinos que pronto devinieron guerrilleros.
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Justa como terrible fue la venganza de los campesinos que clavaron las
cabezas de los chilenos en sus picas. El corresponsal de “El Eco de Junín”
comparó ello con lo que se vio en lo más álgido de la revolución francesa.
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Por esta ruta transitó la comitiva de Antonia Moreno, para por ella llegar
a Huancavelica. El frío glacial de la estación afectó severamente a la espo-
sa e hijas del general Cáceres. Fotografía de Andy B.
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era una entrada especial, por donde se recibían los rebaños de llamas,
cargadas de los productos de las haciendas. La alegría de mis hijas
era entonces ir a jugar con ellas; aunque altivas y dignas, las llamas
escupían despreciativamente siempre que se las molestaba.
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Una de las Basurto, la menor, Elvira, estaba recién casada con Juan
de la Quintana, joven de pequeña estatura, delgado y rubio rojizo,
muy culto y de maneras finas, a quien por estar tan enamorado de
su graciosa mujercita, los diablos de los ayudantes a pesar de estar
guerreando continuamente, le hacían constantes bromas, llamándole
maliciosamente “don Elviro”. Juzgándole arbitrariamente melindro-
so y tímido, les resultó todo un hombre, a tal punto que sacrificó su
dulce luna de miel para seguir como bravo y patriota con el ejército
de La Breña.
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¡Vieja raza noble, que tan bien sabía comprender la grandeza del
deber y del honor! Siempre estuvieron listos a luchar valientemente
contra el opresor, sin más defensa que sus primitivas armas. Los
departamentos del Centro del Perú son dignos de toda admiración.
Ellos soportaron, con la más grande abnegación y coraje, todo el
formidable peso de esa epopeya de la Breña, que a fuerza del heroísmo
y sacrificio dejó muy limpio y alto el pendón del Peru. Como peruana
y testigo de sus grandes hechos quiero dejar una palabra de cariñosa
gratitud a esos queridos indios de las sierras andinas del Centro.
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con queso fresco, y las papas amarillas con salsa de ají, platos que solo
en la sierra se hacen tan exquisitos. El Molino estaba cerca a Tarma
y el camino se hacía entre flores y bellos paisajes; aquel día fue una
verdadera fiesta por la frescura y el aroma que nos rodeaban. Ya en la
tarde volvimos a casa.
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Al fin, Mr. León cansado de tanta fechoría vino a darme las quejas,
lo que valió a doña Zoila Aurora una buena reprimenda y la amenaza
de mayor castigo.
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“No puedo negar que, si mi marido no hubiese llegado a ser un gran ca-
pitán, posiblemente habría sido un Don Juan o un elegante Casanova”.
(Antonia Moreno de Cáceres).
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Dios quiso que los chilenos demorasen ocho días; pero una noche,
a las dos de la madrugada, se presentó el general Pedro Silva, con sus
guerrilleros y el batallón “Tarma”. Venían en retirada del paso del
río Mantaro, cuya defensa se les había encomendado; pero, habiendo
sido flanqueado el general por las tropas enemigas, tuvo que replegar-
se al cuartel general de Tarma. Esto sucedió el 21 de mayo de 1883.
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La pérdida de Canta fue un golpe muy severo para Cáceres, pues el ene-
migo encontró así paso franco para asediarlo. En un consejo de guerra
reunido con urgencia se decidió entonces la retirada al Norte, que no ha-
bía estado prevista pues Antonia Moreno se preparaba a tomar el camino
de Ayacucho. Fueron días muy difíciles para Cáceres, cuya salud se vio
sumamente mermada.
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tante, pidió consejo a los jefes; ¿qué haría de nosotras para ponernos
a salvo? Porque estábamos casi rodeadas por las tropas chilenas. Los
jefes opinaron que debíamos internarnos en el Marañón.
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Haciendo honor a su nombre, Aguamiro tenía sus calles cual lagunas lu-
minosas, que a decir de Antonia Moreno “reverberaban al recibir, con la
lluvia, los dorados rayos solares, alegrando el ambiente y comunicándole
original belleza”. Fotografía de Walter Beteta Pacheco.
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Hacía dos noches que la fiebre no me dejaba cerrar los ojos, aun-
que ahora tenía un sueño mortal. Les pedí que me dejasen dormir.
Apenas había conseguido descansar una hora, cuando me obligaron
a montar de nuevo. A las seis de la mañana, llegamos a la hacienda de
un italiano que había ido al pueblo vecino a comprar ganado para los
chilenos. Cuando me bajaron del caballo, casi me caigo desfallecida,
porque el tifus me había dejado muy debilitada.
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Tras el paso de la cordillera se presenta esta vista casi idílica, desde donde
se sigue la ruta a Recuay. Fotografía de Inti Guzmán Palomino.
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“Habíamos seguido con el ejército al lado de Cáceres durante casi toda esa
heroica campaña de La Breña, tan heroica como dolorosa, compartiendo
todo género de privaciones y ansiedades, de frío, de hambre y también, a
veces, de ráfagas de alegría; de pasos escabrosos por las montañas, por los
bordes de los abismos, desafiando los precipicios. En fin, todo un conjunto
de asechanzas y amarguras que nos ligaban más con esos valerosos
muchachos que yo miraba como a hijos, y mis pequeñas como a hermanos.
Un rato duró la penosa despedida. Cáceres y sus acompañantes parecían
el símbolo del dolor. De pie con sus largos cubrepolvos y sus kepis rojos,
distintivo de los breñeros, nos miraban y hablaban con honda tristeza. Se
acercaron a nosotras y nos abrazaron cariñosamente. Cáceres acarició a
sus hijitas, intensamente emocionado. Y partimos como almas en pena,
llevando el corazón lacerado ante la perspectiva de que iban a una lucha
sin cuartel. Para ellos y para nosotras, el instante fue desgarrador, como si
mil puñales nos hubiesen atravesado el corazón”.
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Foto: http://ladificilsencillez-online.blogspot.com
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Pero ellos, los bravos y nobles hijos del Perú, marchaban al sacri-
ficio, a derramar su sangre, a sufrir el desgarramiento de sus carnes,
la mutilación y la muerte,. Todo por el ideal sublime: el honor. ¡Nada
más que el honor!
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goño y le dijo: “General, creo que todos hemos cumplido con nuestro deber”.
“Sí, coronel, todos hemos cumplido con nuestro deber” -recalcó Cáceres-. “Y
ahora, coronel, usted se va al Norte a reorganizar tropas, mientras yo seguiré al
interior para formar nuevo ejército y combatir hasta arrojar de la patria a los
enemigos”.
AL GENERAL CÁCERES
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Allí les dio el alcance otro indígena que venía de Junín. Él les avisó
que había dejado en ese pueblo al guía achilenado que iba a preparar
rancho para un piquete de caballería enemiga, cuyo jefe se llamaba
Milón Duarte. A la una de la madrugada, Cáceres y sus ayudantes ya
avanzaban a Tarma. Llegaron al día siguiente en la noche. La familia
Guido les brindó alojamiento y todo género de atenciones. Cáceres
estaba muy cansado y quería detenerse en Tarma a reposar un poco,
pero sus amigos Alvino Carranza, Santa María y el ayudante Eduardo
Lecca, que había quedado de subprefecto, lo instaron a continuar su
viaje. Estando los chilenos en el pueblo de Junín, a un día de camino,
podían llegar a Tarma y hacerlos prisioneros. El señor Santa María
ofreció a mi marido un caballo para remplazar al que llevaba, que ya
estaba muy maltratado.
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Entonces Cáceres salió del camino real, siguiendo por lugares des-
conocidos, por breñales y campos desolados, donde no se vislumbra-
ba ni una triste choza ni un solo ser viviente. Vagaba él perdido, en
esas soledades. Sólo. Puesta su confianza en Dios y pidiéndole que lo
protegiese. De pronto, como por un milagro divino, se le presentó
un lindo perrito blanco, haciéndole mil halagos y corriendo adelan-
te, como para mostrarle el camino. Después volvía para acariciarlo y
tornaba la delantera. Así tuvo entretenido a Cáceres toda la noche,
sirviéndole de guía y de cariñoso compañero, pues mi marido tuvo la
intuición de seguir al animalito, pensando que seguramente su dueño
viviría por allí cerca. A nadie encontró, sin embargo, en todo el ca-
mino. Llegó así hasta el curato de Jauja, a las seis de la madrugada. El
cura Dianderas salió a recibirlo, pidiéndole además, noticias de todo
lo sucedido. “Sólo una taza de té quiero y una cama, señor cura. Hace dos días
que no duermo. Me muero de sueño y le ruego que no me despierten. Después le
relataré todo...”, fue la respuesta de Cáceres. “Pero ¿dónde está el perrito que
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-Mi marido -le dije- como militar y como peruano, cumple con su deber. Us-
tedes, en su lugar, habrían hecho otro tanto. Yo no puedo hacer nada...
-No tendría cómo hacerle llegar mi carta -le contesté-. Si usted quiere, se la
enviaré a ustedes para que se la remitan.
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Huancayo fue sede del cuartel general de Cáceres en los tramos finales de
guerra de resistencia, tomándose en esa ciudad importantes decisiones.
Fotografía de Milagros Martínez Muñoz.
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y por cada hombre que recluta, tiene que llevarse una mujer que le
sigue, primero llorando como una Magdalena; a los pocos días resig-
nada y sonriente como un ángel de consuelo.
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con sus labios la sangre que quiere correr, para llevarse los alientos
del desventurado cholo.
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Etna Velarde pintó este lienzo tomando como base el óleo de Ramón Mu-
ñiz. Modificó la expresión de la rabona y puso en sus manos un arma; aquí
no suplica, exige la retirada del bárbaro enemigo.
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Mínimo reconocimiento a
la mujer peruana
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Este libro se terminó de imprimir en los talleres
gráficos de la Universidad Alas Peruanas
Los Gorriones 264, Chorrillos
Lima- Perú
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