ANDRÉS TORRES QUEIRUGA

LA EUCARISTÍA, ENCUENTRO VIVO CON EL SEÑOR

“No hay que considerar el sacramento de la eucaristía simplemente
como uno de los siete sacramentos [...] la eucaristía es, en un sentido
muy radical, el sacramento de la iglesia como tal” (Karl Rahner).Y, más
sintético y contundente, el Vaticano II: La eucaristía es “fuente y culmi-
nación de toda la predicación evangélica”; es “raíz y gozo de la comu-
nidad cristiana”. Y ello hasta el punto de que “todos los otros sacra-
mentos (...) están íntimamente ligados a la sagrada eucaristía y a ella
ordenados” (Presbyterorum ordinis, n. 5 y 6). Si a esta centralidad
indiscutible se une la increíble riqueza de su historia en la piedad y la
teología, se comprenderá que no pretendamos abarcarla en su totali-
dad en un breve artículo.Vamos a concentrarnos en lo elemental que,
como es bien sabido, muchas veces resulta ser lo esencial. Así, las cues-
tiones discutibles y discutidas quedarán en un segundo plano, en una
perspectiva que puede ayudar a comprenderlas de forma ajustada y
realista.

A Eucaristía, encontro vivo co Señor, Encrucillada 32 (2008) 121–139.

LA EUCARISTÍA COMO SACRAMENTO

Ante todo, un sacramento es nos hacen experimentar más inten-

una celebración de la iglesia. Me-
diante ella los fieles tratan de abrir-
se a la presencia salvadora de
Dios, de forma que, acogiéndola
en la fe, alimente su confianza en
la ayuda divina y transforme sus
vidas, haciendo que avancen en
autenticidad religiosa, tanto perso-
nal como de entrega y de amor a
los demás. De ahí que los sacra-
mentos se sitúen en los momentos
que articulan la vida, es decir, en
las situaciones-límite, como el na-
cimiento o la muerte, el cambio de
edad o de estado o en momentos
de angustia por una culpa, que sa-
cuden las raíces de la existencia y
samente nuestra necesidad esen-
cial del apoyo de Dios y de su gra-
cia.
No se trata, por lo tanto, de que
con la celebración Dios cambie y
empiece a actuar, sino de que no-
sotros reconozcamos, confesemos
y acojamos la constante acción sal-
vadora de aquél que “trabaja siem-
pre” (Jn 5,17) y “no duerme ni dor-
mita” pensando en nuestro bien
(Sal 121,4). Este es un principio
rector de toda vida cristiana y de
toda reflexión teológica sobre ella:
el problema nunca está en Dios,
que es amor entregado siempre en
207
absoluta iniciativa buscando úni- mento que cuenta con mejores
camente nuestra propia realización; apoyos e indicaciones más claras
sino en nosotros que sólo respon- y elocuentes en la biografía de Je-
demos a medias o, peor aún, nos sús. Ante todo, remite a la hora de
negamos a acoger su salvación. la entrega suprema, cuando, ante
el peligro de ser asesinado, no re-
Los sacramentos constituyen la
niega ni de la confianza en el Pa-
ayuda más profunda y solemne que
dre ni desfallece en su entrega
tenemos en la iglesia, en la que ella
“por nosotros y por nuestra salva-
empeña y compromete todo su ser
ción”. En aquel momento Jesús re-
comunitario: son acciones de la
vela de modo definitivo el sentido
iglesia como tal. Por esto son con-
de su vida entera. Y, aunque la in-
figuraciones simbólicas que estruc-
vestigación histórica no pueda
turan un punto del espacio y del
asegurar si se trató o no de una ce-
tiempo, en que nos entra por los
na pascual, todos los investigado-
ojos -eso son los símbolos: agua
res concuerdan en que la eucaris-
que “lava”, aceite que “conforta”,
tía está íntimamente relacionada
palabra que “aclara”- la presencia
con las comidas que, durante su
divina y se nos anima a acogerla y
vida, Jesús compartió con amigos
a dejarnos transformar por ella.
y pecadores y que marcan de for-
ma muy profunda y significativa
su actuación salvadora.
Especificidad de los
sacramentos
Integralidad
Es esto coinciden todos los sa-
cramentos. La especificidad les
Esto no resta importancia a la
viene de la situación concreta so-
crucifixión, pero previene del pe-
bre la que focalizan su simbolis-
ligro –demasiado presente en mu-
mo: la unción, por ejemplo, ayuda
chos tratados– de concentrarlo to-
a captar la presencia del Dios vi-
do en ella, induciendo a una sacra-
vo ante la dura inminencia de la
lización unilateral, y concentrando
muerte, mientras que la penitencia
la reflexión en torno a debates no
recuerda su perdón incondicional,
siempre equilibrados sobre el “sa-
fortaleciendo la confianza y ani-
crificio” y la “expiación”. En de-
mando a la conversión. En esta di-
finitiva, el mandato de repetir el
rección hemos de buscar el carác-
“memorial” -se remonte a las pa-
ter específico de la eucaristía:
labras mismas de Jesús o a una
aquello que la convierte en centro
adecuada interpretación cultual de
de la vida y en conjunción de to-
la comunidad- es el de “haced es-
dos los sacramentos
to en memoria mía”; es decir, no
Por suerte, la búsqueda no es únicamente de mi cruz, sino de mi
difícil, pues es, sin duda, el sacra- vida entera. Esta vida es la que

208 Andrés Torres Queiruga

ahora muestra su pleno sentido en
la entrega definitiva, que es el ver-
dadero significado del sacri-ficio,
de “hacer sagrado”, poniendo al-
go –en este caso la existencia en-
tera– en las manos de Dios, es de-
cir, acogiendo y prolongando así
su amor salvador.
LA PRESENCIA Y LAS PRESENCIAS
Este enfoque facilita también
la comprensión de la peculiar pre-
sencia de Cristo en la eucaristía.
No niega su especificidad ni inclu-
so su carácter ejemplar, pero no la
convierte en un caso aislado o en
el producto de una transformación
mágica. Hoy día, son muchos los
creyentes que encuentran aquí una
grave dificultad para su fe, pues tal
como muchas veces se interpreta
la presencia eucarística choca no
sólo con el respeto a la trascenden-
cia divina, sino también con el más
elemental sentido común.
Comida y rito
En primer lugar, el hecho de re-
mitir expresamente a su principio
fundacional -que habla de una ce-
na, es decir de una comida en co-
mún- aclara que el sacramento de
la eucaristía no se reduce a la “con-
sagración” del pan y del vino, si-
no a la celebración entera. Pense-
mos también en un dato elemental
pero importante: las palabras de la
bendición –“Bendito seas, Señor,
Dios nuestro, rey del mundo, que
La eucaristía, encuentro vivo con el Señor
Esta integralidad es la que con-
vierte la eucaristía en el “sacra-
mento de los sacramentos”, que
los puede acompañar a todos en
sus correspondientes situaciones
vitales, sin quedar reducida a nin-
guna de ellas.
das el pan fruto de la tierra”– no
iban dirigidas a los alimentos, si-
no a Dios; y que las palabras de la
“consagración” -“tomad...”- iban
dirigidas a los apóstoles y no al
pan y al vino. Al principio y du-
rante cierto tiempo, la eucaristía
estaba tan integrada en la comida
comunitaria, que las palabras del
pan y del vino no iban juntas, si-
no separadas, al comienzo y al fi-
nal, siguiendo las pautas de las
bendiciones judías (1 Co 11,20-
23,33-34; Didaché 9 y 10)
Por ello, hoy día se acepta de
forma unánime la complementa-
riedad entre el aspecto “comida”
(más acentuado por la tradición de
Pablo y Lucas, que es más primi-
tiva) y el aspecto de rito (más
acentuado en Marcos y Mateo).
Presencia real y especies
eucarísticas
En segundo lugar, hablar de
presencia “real” en la eucaristía y
concentrarla en las especies euca-
rísticas, produce de manera espon-
tánea la sensación de que las de-
más presencias del Señor no son
209
“reales”, sino meramente imagi-
narias o simbólicas (en el sentido
más débil de “simple simbolis-
mo”). De ese modo, quedaría os-
curecida una de las verdades más
fundamentales y consoladoras del
cristianismo, a saber, que desde su
identificación con Dios a partir de
la resurrección, Cristo está real-
mente presente “allí donde dos o
tres se reúnan en mi nombre” (Mt
18,20) y allí donde toda persona
de buena voluntad -todos “los ben-
ditos de mi Padre” (Mt 25,34-36)-
trabajan por el amor y la justicia.
El peligro de oscurecimiento se
acentúa más todavía, cuando se in-
siste en que en la eucaristía Cris-
to está “con su cuerpo, con su san-
gre, con su alma y con su
divinidad”. Al margen del litera-
lismo poco afinado –y no muy
acorde con las palabras de san Pa-
blo “ni la carne ni la sangre pue-
den heredar el Reino de Dios” (1
Co 15-50)–, el peligro no está en
que esto no sea verdad, sino que,
para muchas personas esta acen-
tuación equivale a pensar que una
presencia así sólo se daría “en las
especies”, con lo cual se llegaría
al absurdo de imaginar que en los
otros modos Cristo no estaría com-
pleto pues le faltaría alguno de sus
componentes.
Quizá suene a irreverente ha-
blar así. Pero conviene decirlo.
Desde el primer instante en que la
comunidad se reúne para la euca-
ristía Cristo está realmente presen-
te “con su cuerpo, con su sangre,
con su alma y con su divinidad”.
El papel de las palabras de la con-
210 Andrés Torres Queiruga
sagración no puede ser el lograr
que Cristo “se haga presente”, co-
mo si antes estuviese ausente o su
presencia fuese sólo parcial. Si la
presencia lo era ya en el pleno sen-
tido de la expresión “presencia
real”, las palabras sacramentales,
unidas a las de toda la celebración,
sólo pueden tener el sentido de
anunciar –eso sí, en lenguaje per-
formativo, que realiza lo que
enuncia– un modo peculiar de es-
tar presente Cristo. De forma que
comprender el significado de la eu-
caristía consiste precisamente en
captar este modo peculiar, abrién-
dose a él y dejándose transformar
por su eficacia salvadora.
El imaginario colectivo
Antes de seguir, conviene in-
sistir todavía sobre este punto. Ca-
da vez me convenzo más de la im-
portancia de limpiar el imaginario
colectivo de figuraciones que, a pe-
sar de estar superadas en la teolo-
gía e incluso en la “conciencia con-
ceptual” de los creyentes, siguen
condicionando, de modo incons-
ciente pero muy eficaz, las inter-
pretaciones de la fe. En concreto,
sigue muy incrustada la idea de
que Cristo está “especialmente” –
pero la imaginación tiende a tra-
ducir solamente– “en el cielo y en
el santísimo sacramento del altar”.
La historia de la teología eucarís-
tica muestra que gran parte de la
reflexión al respecto estuvo domi-
nada por este esquema.
El mismo Tomás de Aquino, si-
guiendo a Agustín, sigue todavía
con la concepción fisicista de la re-
surrección. Según él, el Resucita-
do tenía un cuerpo anatómicamen-
te paralelo al terrenal, “con carne,
huesos, sangre, etc.”, que se dife-
renciaría solamente por ser inmor-
tal, incorruptible y perfectamente
dócil al espíritu; pero seguiría sien-
do “corporal o carnal, sensible y
palpable”. De este modo, estaría
“enmarcado en las coordenadas del
universo físico espacio-temporal”
y por ello localizado “en los cielos
por la ascensión” (M. Gesteira).
Era precisa toda la genialidad
de dichos grandes santos para
compaginar de algún modo esta
visión espacialmente circunscrita
con la presencia real de Cristo en
los distintos, distantes e innume-
LA PRESENCIA COMO ENCUENTRO
De entrada, podría parecer que
estas reflexiones complican el pro-
blema. En realidad, permiten re-
enfocarlo de una manera intelec-
tualmente más sincera y realista;
y, sobre todo, religiosamente más
fecunda.
Desde la fe tenemos la seguri-
dad de vivir siempre en la presen-
cia real de Cristo y de que, por su
parte, puesto que vive ya en la ple-
nitud de Dios, esta presencia es se-
gura, íntegra e indefectible. El
problema, repito, viene de nues-
tra parte, pues la limitación hu-
mana no permite vivir en la clari-
dad de una acogida plena y
La eucaristía, encuentro vivo con el Señor
rables lugares donde se realiza la
eucaristía. Pero ni siquiera ellos
consiguieron evitar “cierta contra-
dicción” o esquivar la pregunta de
cómo hacer compatibles “afirma-
ciones tan contradictorias” como
la de este tipo de realidad corpó-
rea que, sin embargo, no queda li-
mitada localmente. Dado el influ-
jo tan determinante de ambos
genios en toda la teología -sin ex-
cluir la actual- , es comprensible
que, si tal imaginario tuvo tales
efectos en ellos, luego sus segui-
dores se vieran con demasiada fre-
cuencia enredados en problemas
inextricables. E incluso hoy no re-
sulta difícil percatarse de que mu-
chos tratados sobre la eucaristía
siguen apresados en idénticos la-
berintos.
permanente. Somos nosotros quie-
nes necesitamos despertar para
percatarnos de tal presencia y
abrirnos a ella, de modo que, aco-
giéndola, se nos convierta en pre-
sencia viva. Entonces, lo que por
parte de Cristo es presencia siem-
pre ofrecida se hace para nosotros
encuentro real y efectivo. Y hay
que notar que de ese modo no que-
da resquicio alguno para el fantas-
ma del subjetivismo -que tanto te-
men algunos- , porque es evidente
que hablar de “encuentro” sólo tie-
ne sentido y puede ocurrir gracias
a que Cristo está para hacérsenos
presente.
211
Aspecto eclesial
Asegurado así lo fundamental,
las consecuencias son más fáciles
de comprender y se recuperan in-
cluso de un modo más vivo y más
claro algunos de los motivos fun-
damentales que la tradición ha cul-
tivado con profundo cariño.
El primero es el aspecto cons-
titutivamente eclesial de la euca-
ristía. La reciprocidad entre pre-
sencia y acogida traduce de forma
clara la íntima dialéctica de un mo-
tivo muy importante, bien estudia-
do por Henry de Lubac: “la igle-
sia hace la eucaristía y la eucaristía
hace la iglesia”. Hasta el punto -re-
cuerda- que, tanto para los padres
de la iglesia como para los prime-
ros teólogos medievales, hablar
del “cuerpo de Cristo” en su sen-
tido más real remitía ante todo a
la iglesia; mientras que, al revés
de lo que sucede hoy, el “cuerpo
místico” remitía de ordinario a la
eucaristía. La insistencia de la teo-
logía, sobre todo a partir del Vati-
cano II, en subrayar la importan-
cia de la celebración comunitaria
y el carácter sólo excepcional de
toda “misa privada”, tienen aquí
su fundamento.
Aspecto integral
Lo anterior nos lleva a un se-
gundo tema, ya apuntado pero que
ahora aparece con toda su fuerza:
la eucaristía como encuentro inte-
gral. Todo sacramento es, como
212 Andrés Torres Queiruga
queda dicho, encuentro con Cris-
to, pero orientado a una situación
concreta de la existencia creyente.
Lo típico de la eucaristía, por re-
ferirse a la totalización que Jesús
hace de su vida ante la muerte, es
no estar limitada a situaciones
puntuales de la existencia, sino ser
una llamada al encuentro integral
con él, tanto en la intimidad de la
existencia individual como en el
compromiso de la vida comunita-
ria: sacramento de los sacramen-
tos, pan de vida y alimento de la
iglesia. Incluso, como ya insistía
en el siglo II la Didaché -acudien-
do al simbolismo del trigo reuni-
do en el pan- abre la asamblea al
mundo entero: “como este pan par-
tido estaba esparcido por las coli-
nas y, reunido, llegó a ser una so-
la cosa, así tu iglesia se congregue
desde los confines de la tierra en
tu reino” (IX, 4). La Misa sobre el
mundo de Teilhard de Chardin ex-
presa de manera admirable este
simbolismo.
Concretando más, el carácter
integral no impide sino que refuer-
za la recuperación de otro de los
grandes motivos: la peculiar in-
tensidad con que la iglesia trata de
vivir aquí la presencia de Cristo.
La eucaristía es, por un lado, el
único sacramento en el que las pa-
labras nombran directamente a
Cristo como presencializado en los
principales elementos simbólicos:
“esto es mi cuerpo”, “éste es el cá-
liz de mi sangre”; por otro, es tam-
bién el único en el que la presen-
cia no se experimenta pensando
ante todo en el influjo de Cristo,
sino en él mismo como persona,
como compañía, compartiendo
con él su mesa y a él mismo como
“alimento” que sustenta la Vida.
Sin embargo, la percepción de
este carácter único tiende a expli-
citarse en dirección a los elemen-
tos del pan y del vino, lo cual no
es falso sin más, pero entraña un
doble riesgo: el ya mencionado de
“encerrar” a Cristo localmente
dentro de las “especies”, y el de
inducir un exceso de especulacio-
nes “metafísicas” sobre el modo
de transformación de esas especies
en cuerpo y sangre.
El “cuerpo real” prioritario
Resulta mucho más fecundo
mirar en la dirección fundamental,
viendo las especies como “cuerpo
místico o simbólico” que remite a
la comunidad de la iglesia como
el “cuerpo real” prioritario de Cris-
to. Para entender a dónde apunta
esta observación, pensemos, por
ejemplo, en el caso del bautismo.
Aunque el paralelismo no sea
exacto, en él la atención no se di-
rige a la transformación del agua
en signo de la presencia real de la
gracia, sino a la transformación de
la persona bautizada. En este sen-
tido, vale la pena recordar unas pa-
labras de san Agustín que indican
de un modo muy expresivo que, a
pesar de las diferencias, la estruc-
tura significante es paralela: acce-
dit verbum ad elementum et fit sa-
cramentum: “el elemento se
constituye en sacramento cuando
La eucaristía, encuentro vivo con el Señor
se le aplica la palabra” (“yo te bau-
tizo”, derramando el agua; “esto
es mi cuerpo”, repartiendo el pan).
La dirección principal del signifi-
cado y de la eficacia sacramental
se dirige siempre a las personas,
no a los elementos simbólicos.
De todos modos, esto no debe
difuminar la peculiar intensidad
de la eucaristía, ni rebajar el sig-
nificado de la insistencia en la
transformación. Lo que hace es,
también ahora, dirigirla priorita-
riamente a la conversión de la co-
munidad. La tradición siempre ha
comprendido que este fue su sen-
tido radical. Hacia ahí apunta, evi-
dentemente, el simbolismo mismo
de la eucaristía como alimento,
pues es claro que el pan y el vino
eucarísticos no los tomamos para
asimilar a Cristo, sino para dejar-
nos asimilar por él, a fin de que
nuestra vida se vaya trasformando
en una vida como la suya. La pa-
trística lo dijo muy bien, como re-
cordaba de Lubac: Cristo nos asi-
mila cuando lo comemos.
Además, de este modo, la ce-
lebración enlaza con toda la riquí-
sima tradición de sacralidad que la
fenomenología de la religión estu-
dia como presente en los “sacrifi-
cios de comunión” de la historia
religiosa humana. Sólo que en la
eucaristía, por la relación consti-
tutiva con la persona viva de Je-
sús, la celebración se libera de la
mera sacralidad mítica y remite a
la historia viva y a la comunión
personal, es decir, a la acogida en
libertad, que apropia sus actitudes,
y a la prolongación en la acción
213
efectiva, que continúa su trabajo
por el Reino.
El amor compartido
Con lo cual, finalmente, se nos
indica un motivo central, presente
desde los inicios de la reflexión
cristiana: la eucaristía como llama-
da y potenciación del amor com-
partido, constructor de igualdad y
de fraternidad. Las palabras de Pa-
blo siguen sorprendiéndonos.
Cuando, severo, amonesta a los
fieles de Corinto acerca del modo
de discernir hasta qué punto reco-
nocen de verdad la presencia de
Cristo en la eucaristía, no se dedi-
ca a especular sobre la presencia
en el pan y en el cáliz. El único cri-
terio que enuncia es el ejercicio
efectivo del amor, que comparte
los bienes con las personas que ca-
recen de ellos (1Co 11, 17-33).
Son palabras duras, las suyas. Por
ello, porque no han obrado así, la
negación es tajante: “esto ya no es
comer la cena del Señor” (v. 20),
sino obrar “sin discernir el Cuer-
po”. De forma que quien así co-
mulga “come y bebe su propio cas-
tigo” (v. 29).
El lavatorio de los pies
Se trata de algo tan central que,
como es sabido, el cuarto evange-
lio ni siquiera narra las palabras
de la institución, sino que pone en
su lugar la narración del lavatorio
de los pies a los discípulos por par-
214 Andrés Torres Queiruga
te de Jesús, como una llamada al
amor y al servicio: “Os he dado
ejemplo para que también vosotros
hagáis como yo he hecho con vo-
sotros” (Jn 13,15). Gerd Theissen
indica que ahí se manifiesta una
tendencia “a profundizar en la Ce-
na mediante el lavatorio de los pies
o, incluso ¡a substituirla!”. Y la Di-
daché también insiste en la misma
dirección acentuando más, si ca-
be, el realismo; sobre todo si, co-
mo interpreta John D. Crossan, la
celebración servía también literal-
mente para que los ricos compar-
tieran y para que pudiesen comer
aquellos que de otro modo pasa-
rían hambre por carecer de recur-
sos. Y ello hasta el punto de que el
mismo escrito paulino advierte
precisamente contra los abusos de
los que, sin participar de verdad
del espíritu de la eucaristía, se
aprovechaban de la generosidad de
los demás. De ahí el llamamiento
a la responsabilidad: “el que no
trabaje que no coma”. La eucaris-
tía se muestra así como una reali-
dad en la que van indisolublemen-
te unidos la celebración litúrgica
y el llamamiento al compromiso
comunitario y social. Ello compor-
ta un serio aviso contra los que
abusan de la santa comida com-
partida, sea desde abajo (como los
aprovechados de la Didaché), sea
desde arriba (como los ricos patro-
nos corintios). Por fortuna, esta
idea, gracias en gran parte a la teo-
logía de la liberación, ha penetra-
do profundamente en la concien-
cia más viva de la iglesia actual,
por lo que no es preciso insistir
más en ella.
 LA EUCARISTÍA COMO CELEBRACIÓN
Toda esta enorme riqueza es lo
que la celebración intenta reflejar,
configurando un espacio que de al-
guna manera la haga visible. La
iglesia siempre lo comprendió así.
No fue casual que la eucaristía
apareciera desde el primer mo-
mento en el centro de la primera
comunidad, hasta el punto de que
es muy probable que -unida al bau-
tismo-, fuese el principal motivo
por el que los cristianos fueron ex-
pulsados de la sinagoga y se con-
virtieran en una nueva comunidad
distinta del judaísmo. Esta centra-
lidad también arroja luz sobre la
densa complejidad que la celebra-
ción ha ido revistiendo a lo largo
de la historia.
En la eucaristía, repitámoslo,
es toda la vida cristiana en sus dis-
tintas dimensiones la que se hace
simbólicamente presente. Pense-
mos en el rito actual: comunidad
congregada y reconciliada (acogi-
da y perdonada), alimentada por la
Palabra (lecturas y homilía), agra-
decida a Dios y abierta a su gracia
(ofertorio, plegaria de los fieles),
alimentada por la “memoria peli-
grosa” de una historia santa, cen-
trada en el modelo de Jesús y de
su entrega salvadora (consagra-
ción), unida al misterio de Cristo
resucitado, vivenciando explícita-
mente desde Dios la comunión to-
tal de la creación en la iglesia, en
el mundo, e incluso en los difun-
tos (continuación de la anáfora),
identificación viva con Dios en
Cristo (comunión), envío al mun-
La eucaristía, encuentro vivo con el Señor
do para colaborar en la llegada del
Reino. Verdaderamente aquí se
cumple lo que Hegel dijera de la
liturgia en general: que hace visi-
ble la esencia de la realidad, pues
“en el culto se realiza, aunque sea
todavía en forma de representa-
ción, el saberme en Dios y el sa-
ber de Dios en mí”. La tradición
ha expresado lo mismo al ver en la
eucaristía la visibilización terres-
tre del “banquete” final de la glo-
ria, donde todo será ya eucaristía.
Flexibilidad en el rito
eucarístico
No se trata ahora de estudiar
los detalles de la liturgia. Pero la
simple alusión a ella nos aboca a
una consideración de importancia
extraordinaria, pero tan obvia, que
de ordinario no se tiene suficien-
temente en cuenta. A saber, la in-
mensa libertad con que la iglesia
ha procedido en la configuración
del rito eucarístico, precisamente
porque lo tiene en el centro de su
vida. Baste recordar lo que fue la
Cena de Jesús y compararla con la
celebración actual: siendo ésta una
“copia” y aquella el “modelo” ori-
ginal, las coincidencias formales
son asombrosamente mínimas. Sin
embargo, la tradición nunca ha du-
dado de que en realidad estaba ce-
lebrando el mismo misterio.
Recordar este hecho, tan ele-
mental como innegable, debiera li-
215
berarnos, no ya de la angustia an-
te los cambios, sino animarnos a
buscar nuevas formas litúrgicas
que, atentas a la sensibilidad de ca-
da época, hagan más trasparente,
comprensible y eficaz un simbo-
lismo tan rico y fecundo. Algo es-
pecialmente necesario en una épo-
ca de profunda mutación cultural.
Más aún, cuando la crítica bíblica
nos ha hecho más conscientes de
la distancia formal que nos separa
de la celebración fundacional, has-
ta tal punto de que, en el nivel his-
tórico, contamos con pocas segu-
ridades, tanto acerca de si se trató
de una cena pascual (en Marcos-
Mateo parece que sí; en Juan, pa-
rece que no) como acerca de qué
palabras se remontan al propio Je-
sús y cuáles son fruto creyente y
legítimamente creativo de la cele-
bración litúrgica.
Determinadas resistencias a la
comunión en la mano, para poner
un ejemplo más bien secundario,
pierden toda justificación en cuan-
to nadie puede imaginarse a Jesús
partiendo el pan en la Cena y me-
tiéndolo en la boca de los apósto-
les. Y para pensar en ejemplos más
serios, resulta muy difícil imagi-
narlo de espaldas a los que estaban
cenando con él, o hablándoles en
un idioma que no entendían, por
“sagrado” o tradicional que fuese,
como era entonces el caso del he-
breo. Yves Congar recordaba, ha-
ce ya mucho tiempo, que ciertos
tradicionalismos son en realidad
muy poco tradicionales, pues que-
dan a medio camino, sin remon-
tarse a las fuentes genuinas.
216 Andrés Torres Queiruga
Abogar por un espíritu de liber-
tad no significa que se deba proce-
der con ligereza o que la configu-
ración de la celebración pueda
quedar en manos del arbitrio indi-
vidual. Como celebraciones de la
iglesia, los sacramentos piden una
estructura fundamental unitaria,
que por lo mismo es competencia
del supremo gobierno pastoral.
Negar esto sería irresponsable y
llevaría a confusión en algo de su-
ma trascendencia para la vida ecle-
sial. La cuestión está en la delimi-
tación del espacio que media entre,
por un lado, la determinación de
dicha estructura fundamental y,
por otro, el grado de flexibilidad
en su adaptación a las circunstan-
cias concretas. No se trata de en-
trar en ese difícil detalle. Pero, mo-
viéndonos todavía por el terreno
de la reflexión de los principios,
vale la pena aludir a un ejemplo de
especial relevancia en nuestro
tiempo en el que, en un mundo glo-
balizado, el cristianismo está vi-
viendo con especial intensidad un
profundo y urgente proceso de “in-
culturación” e incluso de “inreli-
gionación”.
Un ejemplo: los alimentos
básicos
Me refiero al problema de las
especies de pan y de vino en cultu-
ras en las que son desconocidos o
no constituyen los alimentos bási-
cos. Dado que el simbolismo euca-
rístico apunta precisamente a esta
característica, nada parece impedir
que la iglesia pueda autorizar que
se tomen como especies aquellos
productos que en cada cultura ayu-
den a ver a Cristo como alimento
fundamental de la Vida. La iglesia
primitiva no fue timorata en este
punto, e incluso hubo praxis –que
ciertamente desaparecieron pron-
to– de celebraciones con sólo pan
o con pan y agua, e incluso posi-
blemente con peces. Además, apar-
te de que sabemos que la “identi-
dad” de nuestro pan y de nuestro
vino con los de los tiempos de Je-
sús es muy relativa, en realidad de-
bemos reconocer la adaptación am-
plia que nosotros mismos practica-
mos todos los días pues, bien
mirado, no resulta demasiado fácil
considerar verdadero pan las hos-
tias de las celebraciones ordinarias,
y el mismo vino no es precisamen-
te un modelo de lo que ordinaria-
mente se entiende por “vino” en
una comida. Parece difícil no reco-
nocer la posibilidad de ser también
más flexibles en orden a una adap-
tación, seria y responsable, a las
distintas culturas actuales.
OBSERVACIÓN FINAL ACERCA
DE LA “TRANSUBSTANCIACIÓN”
Confío en que la lectura de to-
do lo anterior permita ver que, par-
tiendo de la fe en la presencia vi-
va y actuante de Cristo, estas re-
flexiones presentan una visión de
la eucaristía profundamente realis-
ta, que convoca y anima a abrirse
a una íntima identificación con él
y a seguirlo eficazmente en la fra-
La eucaristía, encuentro vivo con el Señor
Simbolismo actualizado
Ampliando el radio de la con-
sideración, creo que, si la reflexión
teológica asumiese estos princi-
pios de fondo, quedaría más libre
para abordar la cuestión que de
verdad resulta hoy extremadamen-
te urgente: la de lograr una confi-
guración de la celebración con un
simbolismo actualizado, capaz de
hablarle a nuestra cultura, sacudir
nuestra sensibilidad y avivar nues-
tra esperanza. Cualquier comuni-
dad sabe lo insignificantes que re-
sultan nuestras celebraciones. Y
todos los pastores tienen experien-
cia de lo dificilísimo que resulta
–incluso cuando se pone la mejor
voluntad– lograr una celebración
verdaderamente viva, partiendo de
unos signos venerables, pero no
siempre comprensibles ni viven-
ciables. Ganaríamos mucho si las
energías se concentraran más en
esta cuestión palpitante que en su-
tilezas rituales
ternidad de la iglesia y en el servi-
cio del Reino. En esta fórmula se
expresa lo fundamental para la vi-
da cristiana y para la comprensión
creyente. La teología, como es ló-
gico, trata además de muchas otras
cuestiones ulteriores, tanto de tipo
histórico como de carácter espe-
culativo. Pero ahora todas ellas
217
quedan situadas en la perspectiva
adecuada y encuadradas en sus
justos límites. Tal es el caso de la
cuestión de la transubstancia-
ción.
No es poco empezar ya com-
prendiendo que pertenece a los
problemas teo-lógicos, es decir, a
aquellos que intentan explicar con
mayor precisión teórica lo que ya
se está viviendo en la comprensión
más espontánea de la fe. No todo
el mundo necesita entrar en ese ti-
po de discusiones. De hecho, du-
rante más de un milenio tal pala-
bra no fue conocida en la iglesia.
Tanto a los fieles como a los gran-
des teólogos de la patrística, una
concepción más viva y realista del
simbolismo sacramental –que no
era simple metáfora, sino partici-
pación eficaz en la realidad signi-
ficada– les permitía vivir su fe en
la presencia real de Cristo entero
sin entrar en ese tipo de especula-
ciones. Fue el cambio cultural ini-
ciado con la entrada del mundo
germánico lo que, al perderse la
sensibilidad para el realismo sim-
bólico, provocó las duras e intri-
cadas controversias que llevaron
finalmente a la elaboración de di-
cho concepto.
Frente a un simbolismo mera-
mente subjetivo y vacío de reali-
dad como el que propugnaban Ra-
tramno de Corbie (s. IX) y Beren-
guer de Tours (s. XI), fue preciso
acentuar el realismo, que a veces
se extremó llevando a exageracio-
nes crasas e inadmisibles. Tal fue
la que le hicieron firmar a Beren-
guer en el Sínodo Romano de
218 Andrés Torres Queiruga
1059: “el pan y el vino que se po-
nen en el altar después de la con-
sagración son no sólo un sacra-
mento, sino el verdadero cuerpo y
sangre de nuestro Señor Jesucris-
to, y que es tocado y partido sen-
siblemente, no sólo en el sacra-
mento sino de verdad (non solum
sacramento, sed in veritate), por
las manos de los sacerdotes y mas-
ticado por los dientes de los fieles”
(DS 690).
La teoría tomista
La transubstanciación fue un
intento de conciliación. Un con-
cepto que Tomás de Aquino, acu-
diendo a la filosofía –en aquel mo-
mento rabiosamente “moderna”– de
Aristóteles, intentó elevar a una di-
mensión metafísica de tipo más
personal y espiritual frente al pe-
ligro de un materialismo vulgar.
Aunque no todo fue ganancia, in-
teresa subrayar la lección que po-
demos sacar de esta innovación:
debido al cambio cultural de aquel
momento, la manera de Tomás de
“interpretar” la presencia real era
profundamente diferente de la que
había tenido Agustín, y, sin embar-
go, no dudó nunca de que profesa-
ba la misma “fe” que él (H.Joris-
sen). Pues bien, nuestra cultura no
es menos, sino mucho más, distan-
te de la medieval que ésa de la pa-
trística. Resulta normal que, tam-
bién hoy, la teología sienta la
necesidad de revisar una interpre-
tación que, conservando la misma
fe, responda mejor a las exigencias
de la cultura actual.
La teoría tomista, y más aún la
de sus continuadores, ha llevado a
una visión que salva lo fundamen-
tal, pero a costa de reducirlo mu-
cho. El esquema imaginativo de
un Cristo en el cielo que haya de
“bajar” a la hostia, produjo una “fi-
jación sobre la presencia real” que
la encerró “en un espléndido ais-
lamiento, como una isla dentro del
contexto bíblico, litúrgico y doc-
trinal que, sin embargo, es el úni-
co que le confiere todo su senti-
do”. Por otra parte, el concepto
aristotélico de sustancia, aunque
modificado, no sólo comporta se-
rias dificultades intrínsecas, que ya
señaló con fuerza Amor Ruibal, si-
no que en la cultura actual resulta
peligrosamente equívoco: “Si a
una persona con esta comprensión
moderna de la sustancia le deci-
mos que la conversión eucarística
sucede al modo de una transfor-
mación de la sustancia, esa perso-
na llega a una concepción que ob-
jetivamente debe ser calificada de
herejía. Porque precisamente lo
que ella entiende por sustancia no
cambia en la conversión eucarísti-
ca” (F. Wetter).
Otras categorías
Por ello, a partir de los años se-
senta del siglo pasado se han bus-
cado nuevas categorías, hablando
por ejemplo, de “transignifica-
ción” o “transfinalización”, toma-
das no como simples denomina-
ciones externas, sino como con-
La eucaristía, encuentro vivo con el Señor
ceptos cargados de un profundo y
estricto sentido ontológico. Se re-
currió para ello a una ontología re-
lacional y personalista, donde no
es la composición masiva materia-
forma la que determina el ser ver-
dadero –“la sustancia”– de las co-
sas que nos afectan de verdad, si-
no su inclusión en las relaciones
constitutivas de nuestra vida.
Si se me permite una referen-
cia personal, yo mismo publiqué
sobre este asunto mi primer traba-
jo teológico, basándome en la fi-
losofía de Amor Ruibal. Y todavía
hoy, aunque perfilaría más mi en-
foque, pienso que, con su correla-
cionismo entitativo, nuestro pen-
sador ofrece una posibilidad de
fundamentación no fácil de igua-
lar. No entro en ella, pero merece
la pena indicar su dirección. La
realidad está constituida por ele-
mentos en relación, de forma que
las relaciones son las que determi-
nan el verdadero ser de cada cosa.
Así como unas mismas letras, sin
perder su propia peculiaridad, dan
origen a palabras distintas, tam-
bién los mismos elementos en dis-
tintas relaciones y sin perder nin-
guna de sus propiedades originan
“substancias distintas”: un átomo
de carbono no es lo mismo en un
trozo de hulla que en una célula
viva.
Respecto de la eucaristía, en
mi artículo eché mano del ejem-
plo de la asimilación orgánica:
cuando comemos lentejas, los áto-
mos de hierro conservan sus va-
lencias químicas, pero adquieren
nuevas relaciones y forman parte
219
de una sustancia distinta (de algu-
na manera “son” nuestro cuerpo).
Aunque confieso que este tipo de
razonamiento no me acaba de gus-
tar, cabe pensar que –de forma
muy remota– algo no totalmente
distinto sucede con los elementos
eucarísticos. En la celebración, no
pierden sus relaciones naturales
(de ahí la consistencia de las “es-
pecies”; por eso en un laboratorio
conservan las mismas propieda-
des); pero para la fe ya no son
ellas las que importan (por eso,
como discutieron con pasión los
medievales, un ratón o incluso un
no creyente pueden comer una
“hostia”, pero no “comulgan”).
Ahora bien, las relaciones que de-
terminan el ser verdadero y “subs-
tancial” del pan o del vino euca-
rísticos son las que adquieren al
ser constituidos por Cristo en me-
dios de su presencia real. Por ello
ya no los tratamos como pan o vi-
no ordinarios, porque para la fe su
ser último y verdadero está deter-
minado desde su relación con
Cristo.
Una consideración de este tipo
tiende, sin duda, a resultar incómo-
damente fisicista. Pero apunta a un
realismo auténtico, que puede ser
recuperado desde un enfoque más
inmediatamente teológico, si pen-
samos en el Cristo resucitado y
glorioso como Aquél que fue
“constituido en cabeza de todas las
cosas, las del cielo y las de la tie-
rra” (Ef 1,9-10; cf. Col 1,16), es
decir, en Aquél que en la visión
creyente determina la “esencia”
definitiva de las mismas.
220 Andrés Torres Queiruga
Purificar la mirada y
profundizar en la fe
Entonces, tomando esto en se-
rio, en lugar de perderse en dispu-
tas –¡o acusaciones!– no siempre
provechosas, cada uno debe sentir
el desafío personal de purificar su
propia mirada y profundizar en su
propia fe, de forma que las reali-
dades de la vida, sin perder su jus-
ta consistencia, se hagan traspa-
rentes a la Presencia santa que las
sustenta y las define en su ser más
verdadero. Eso es lo decisivo, lo
que siempre fue sentido o presen-
tido en toda vivencia auténtica del
misterio eucarístico. Hasta el pun-
to de que en los místicos, como
Francisco de Asís –“Dios mío y to-
das las cosas”– o Juan de la Cruz,
que lo cita, se convirtió muchas
veces en la fuente viva para ver a
Dios como determinando toda la
realidad, como “siendo” su esen-
cia verdadera.
Teilhard de Chardin, que echa
mano del concepto de “diafanía”
-transparencia de lo real que per-
mite verlo fundamentado en Dios-,
en su Misa sobre el mundo y en
otros escritos parecidos, mostró
que también hoy, incluso desde
una mentalidad profundamente
conmovida por los avances de las
ciencias, es posible desarrollar es-
ta sensibilidad. Enseña a conver-
tir la eucaristía en el faro irradian-
te de una fe que ilumina nuestra
vida y extiende sobre el mundo la
fuerza transformadora del Amor.
Quiero acabar con sus palabras:
“Ya que, una vez más, Señor, aho-
ra ya no en nuestros bosques de
Aisne, sino en las estepas de Asia,
no tengo ni pan, ni vino, ni altar,
me elevaré por encima de los sím-
bolos hasta la pura majestad de lo
Real, y ofreceré, yo, tu sacerdote,
sobre el altar de la Tierra entera el
trabajo y el dolor del Mundo. [...]
Colocaré sobre mi patena, ¡oh
Dios mío!, la esperada cosecha de
este nuevo esfuerzo. Y verteré en
mi cáliz el zumo de todos los fru-
tos que hoy serán exprimidos”.

Tradujo y condensó: ÀNGEL RUBIO I GODAY

Si la iglesia no se desdeña de reconocer que sus miembros son pecadores, se

muestra mucho más reticente a la hora de admitir que el pecado afecta también
a su estructura, a sus instituciones y a sus ministerios, a su manera de anunciar
el evangelio y de vivir de él, así como a su comportamiento en el mundo.

BERNARD SESBOÜÉ, Jesucristo, el único mediador (1993).

La eucaristía, encuentro vivo con el Señor 221