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PRE CONGRESO ALASRU 2016

La sociología rural en la encrucijada: vigencia de la cuestión agraria, actores sociales y


modelos de desarrollo en la región.
Universidad Nacional de Santiago del Estero – ALASRU
Grupo de Trabajo 7: Política y desarrollo rural

Tensión en la intervención: marcos institucionales, definiciones ideológicas y


emocionalidad en la configuración de las prácticas de extensionistas rurales1
Carlos Cowan Ros2
María Ximena Arqueros3
La ponencia aborda los modos como son modeladas las prácticas de extensionistas rurales. La
mayor parte de los estudios sobre intervención en desarrollo rural suele ponderar la dimensión
racional en la configuración de sus prácticas, presuponiendo que sus acciones son el resultado
de una planificación y decisiones conscientes fundadas en definiciones ideológicas. Menor
atención han recibido los factores estructurales y emocionales que intervienen modelando su
accionar. Para evidenciar y echar luz sobre este fenómeno se analizan en perspectiva
comparada dos estudios de caso, uno situado en la región de Valles Calchaquíes salteños y el
otro en la Quebrada de Humahuaca y en la Puna jujeña. En ambos casos se estudian las
trayectorias y prácticas de extensionistas insertos en instituciones públicas y privadas de
desarrollo rural, focalizando en las interacciones entre pares. Las evidencias empíricas
posibilitan observar que las prácticas de estos agentes, lejos de ser una secuencia de acciones
planificadas y conscientes, derivan de la interacción entre definiciones ideológicas,
compromisos emocionales y constricciones institucionales. De este modo, se pretende aportar
a la comprensión de las distancias que suelen operar entre los discursos y las prácticas que se
observan en los procesos de desarrollo.

Palabras claves: desarrollo rural, intervención, constricciones institucionales, emocionalidad,


ideología.

1
Para la elaboración de este artículo se contó con el apoyo institucional y financiero de la Agencia Nacional de
Promoción de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Proyecto PICT 2014 – 2676) y del Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas (PIP 112-20150100247CO).
2
Investigador adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y de la Universidad de
Buenos Aires, Facultad de Agronomía, [cowanros@agro.uba.ar].
3
Docente de la Universidad de Buenos Aires, Facultad de Agronomía, Departamento de Economía, Desarrollo y
Planeamiento Agrario, Cátedra de Sociología y Extensión Rurales, [arqueros@agro.uba.ar].

1
1. Introducción
En el presente artículo buscamos aportar a la comprensión de las prácticas de “técnicos/as”
o “extensionistas rurales”4. Nos interesa identificar e integrar analíticamente factores que
modelan sus lógicas de intervención en los espacios locales a fin de aportar a la comprensión
de los desdoblamientos que operan en los procesos de promoción social en ámbitos rurales.
El interés por este objeto de estudio surge de observar cierta sobrevaloración de la
dimensión consciente y racional en la interpretación del accionar de estos sujetos en parte
considerable de los estudios sobre el desarrollo rural en Latinoamérica, desconsiderando otros
factores intervinientes en la configuración de la acción social. Entendemos que ese sesgo
analítico limita la comprensión de las distancias que frecuentemente se observan entre lo que
los extensionistas manifiestan y/o desean realizar y las acciones que efectivamente
despliegan, como así también entre las metas que de los programas de desarrollo y los
resultados obtenidos.
La interpretación de la acción social ha sido uno de los pilares dilemáticos sobre los que se
configuraron y desarrollaron las Ciencias Sociales. Los autores clásicos tempranamente
reconocieron su multidimensionalidad e iluminaron aspectos claves para su comprensión.
Émile Durkheim (2000) aportó a su elucidación a partir de evidenciar elementos
supraindividuales o de la estructura social (instituciones, normas, valores, mitos, etc.) como
móviles de las prácticas de las personas. Max Weber reconoció la hibridez de la acción social
a partir de integrar aspectos de la estructura social con la subjetividad individual e identificó
como fuentes de la acción a las expectativas, los valores, la emocionalidad y las costumbres
(2002). Si bien desde el inicio de esta área del conocimiento estuvieron sentadas las bases
para confeccionar una teoría holística de la acción social, durante la mayor parte del Siglo XX
se configuraron paradigmas teóricos alternativos e irreconciliables en torno a la dimensión
estructural y a la individual. En las últimas décadas del siglo pasado la integración de ambas
tradiciones analíticas configuró un cambio paradigmático en la forma como se aborda la
acción social en la teoría social y en los campos específicos de aplicación.
En nuestra perspectiva, los estudios sobre el desarrollo, al emerger en el campo de las
Ciencias Económicas y en un contexto dominando por paradigmas estructuralistas, estuvieron
influenciados por enfoques macrosociales y por la teoría de la acción racional. El propio
espíritu normativo que subyace a la idea de desarrollo sesgó sistemáticamente los análisis
sobre dicha cuestión. La ideología, la eficiencia/eficacia en las acciones y las cualidades

4
Las comillas dobles (“…”) referencian términos nativos, las itálicas conceptos académicos y las comillas
simples (‘…’) expresiones propias que buscan ilustrar, incluso por medio de relativizar, percepciones.

2
morales y/o culturales de los protagonistas fueron tópicos recurrentes para valorar, más que
explicar, los resultados alcanzados y, así, formular nuevos protocolos de intervención. Gran
parte de la complejidad y procesos inherentes a las prácticas de intervención en desarrollo
rural permanecieron inexplorados e inexplicados.
En las últimas décadas del siglo pasado, conforme el desarrollo rural se convirtió en objeto
de estudio de antropólogos/as y sociólogos/as, los enfoques microsociales adquirieron
relevancia en el estudio de dicha cuestión y nuevas indagaciones pasaron a redefinir los
modos como se construyen los objetos de estudio. Norman Long y Oliver de Sardan destacan
entre quienes realizan aportes para el análisis no normativo de las prácticas de intervención en
desarrollo rural. Dirigen su atención a las tensiones que emergen de la puesta en contacto o
interfaz de dos sistemas de significación: el de los agentes de desarrollo y el de los
destinatarios. Long propone adoptar una perspectiva orientada al actor que explore cómo los
sujetos disputan y negocian los recursos, los significados y el control y la legitimidad
institucional, integrando al análisis aspectos estructurales (constreñimientos sociales e
institucionales) e individuales (motivaciones y representaciones sociales). Propone interpretar
la intervención como un proceso de disputa, negociación y resignificación continuo (Long,
2007). Oliver de Sardan retoma la noción mediador social para iluminar el papel que juegan
los extensionistas rurales al poner en contacto esos universos sociales diferenciados. Observa
que por medio de esa noción se puede aprehender y comprender la posición crítica que
ocupan los/as técnicos, pues actúan sujetos a las tensiones que resultan de las diferentes
lógicas y universos de significación que regulan cada ámbito social (2005). Ambas nociones
favorecen el análisis integral de la acción social, pues inducen a interpretar el accionar de los
extensionistas según la posición relativa que ocupan en el marco de la intervención,
integrando sus percepciones.
El reconocimiento e integración de las emociones en la comprensión de la práctica social
es uno de los últimos giros analíticos operados, aunque de menor incidencia. Esta dimensión
fue tempranamente observada por Max Weber como móvil de la acción social, sin embargo
ha estado desatendida durante la mayor parte del Siglo XX. En la década de 1990, autores/as
abocados a comprender la acción social en su multidimensionalidad convocaron a superar la
dicotomía razón-emoción para asumir que pensar y sentir son procesos convergentes de
evaluación e interacción con el mundo y, en consecuencia, condicionan nuestro proceder.
Consideran que las emociones están presentes en todas las fases y aspectos de nuestra vida
social, dotando de sentido a las cosas e interviniendo en la configuración de nuestras
motivaciones y acciones, de manera armónica y/o contradictoria con nuestras definiciones

3
racionales (Goodwin, Jasper y Polleta, 2000). Dado su carácter subjetivo y vivencial, la
conceptualización de las emociones persiste como desafío para los cientistas sociales. Entre
los esfuerzos por operacionalizar su análisis destaca el de Jasper, quien las define como
estados de ánimo y, según su temporalidad, propone clasificarlas en: i) reflejas: reacciones
automáticas a un entorno social o físico (miedo, ira, alegría, sorpresa, disgusto, etc.) o ii)
reflexivas: sentimientos estables y de largo plazo (amor, empatía, confianza, respeto,
admiración o sus equivalentes negativos). En cuanto las primeras centran su fuerza explicativa
en cada acto puntual, las segundas son particularmente útiles para interpretar prácticas y
modalidades de vinculación regulares de los sujetos sociales (2012).
Con esta perspectiva multidimensional de la acción social nos interesa analizar cómo se
modelaron las prácticas de extensionistas rurales vinculados a dos experiencias de
intervención y realizar una reflexión teórica y metodológica sobre el análisis de ese tipo de
fenómenos. Los casos abordan el inicio de procesos de intervención protagonizados por
extensionistas rurales vinculados a agencias de desarrollo rural públicas y privadas (o ONGs)
y se centran en el análisis de las interacciones entre agentes de desarrollo 5. El primer caso se
sitúa en las regiones jujeñas de la Puna y de la Quebrada de Humahuaca y analiza el periodo
1991-2000. El segundo caso se localiza en el sur de los Valles Calchaquíes salteños y analiza
situaciones ocurridas entre 2003 y 2007. El periodo de análisis de ambos casos abarca la
ejecución de más de un proyecto de intervención en un mismo territorio, de ahí que los
interpretemos como procesos de desarrollo. Ambos casos integraron investigaciones
independientes en las que se estudiaron prácticas de intervención, organizativas y políticas
(Cowan Ros, 1999, 2003 y 2013a y Arqueros, 2007 y 2016), combinando el método
etnográfico con la estrategia de estudio de caso. La selección de estas experiencias se funda
en sus características intrínsecas, en la factibilidad de someter los modelos interpretativos a un
análisis comparativo y por presentar elementos comunes con experiencias de otras regiones
del país que aportan a dilucidar factores estructurantes de las prácticas de intervención y de
los procesos desarrollo rural.
En la siguiente sección delinearemos brevemente aspectos que configuran el contexto en el
que operan las experiencias analizadas. En la tercera sección y en la cuarta analizaremos
ambos casos de estudio. A partir de reconstruir trayectorias individuales e institucionales,
revisitaremos situaciones en que los/as extensionistas se vieron tensionados/as por factores
contextuales y personales debiéndose redefinir sus prácticas. Analizaremos cómo se

5
Las relaciones técnicos-campesinos fueron analizadas en Cowan Ros, 2013 y Arqueros, 2016.

4
configuraron esas situaciones, cómo las experimentaron los/as extensionistas, qué
mecanismos desplegaron para lidiar con las mismas y qué aspectos de sus proyectos de
desarrollo originales se vieron redefinidos como efecto de tensiones emergentes. Finalmente
en la quinta sección identificamos regularidades y particulares de ambos casos y realizamos
una reflexión teórica-metodológica sobre el análisis de las experiencias de intervención en
promoción social.
2 Contexto de las experiencias de intervención
En la literatura académica la población rural de las regiones de estudio ha sido
caracterizada como campesinos o campesinos semiproletarios por su limitada dotación de
recursos y por garantizar su subsistencia a partir de ingresos provenientes de la producción
agropecuaria y de otras actividades -empleo público, trabajo agrario, pensiones, etc.-
(Madrazo, 1981; Isla, 1992; Reboratti, 1997; entre otros). A lo largo del Siglo XX
subsistieron en una condición de doble marginalidad: por pertenecer a provincias que ocupan
una posición periférica en el ámbito nacional y por situarse en una posición marginal en el
contexto provincial. Esa situación se agravó en las últimas décadas al entrar en crisis sus
estrategias de reproducción social producto de la desarticulación de las economías regionales
generada por el modelo neoliberal (Isla, 1992; Reboratti, 1997 y Cowan Ros y Schneider,
2008 y Arqueros 2016).
A finales de la década de 1980 y a lo largo de la del 90’, ante la precarización generalizada
de las condiciones de vida de los campesinos del país y la inminente exclusión del sistema
productivo de parte significativa de éstos, desde el Estado nacional comenzaron a
implementarse los primeros programas de desarrollo rural (en adelante PDR). En líneas
generales, se planteó por meta eliminar la “pobreza rural” a través de mejorar los ingresos
prediales de los campesinos por medido de la asistencia técnica y financiera con vistas a
promover su reconversión hacia una gestión empresarial y su inserción competitiva en los
mercados. No se actuó sobre las causas estructurales generadoras de la pobreza rural. Se
delegó en la dinámica del “libre mercado” la distribución de los factores de producción y de la
riqueza. En consonancia con las políticas neoliberales de “achicamiento del Estado”, para la
ejecución de los PDR se reclutaron profesionales de las Ciencias Agropecuarias a través de
vínculos laborales precarios: contratos renovables por periodos cortos de tiempo. También se
recurrió a “tercerizar”, es decir delegar en equipos técnicos de ONGs la ejecución de
proyectos. De ese modo, el Estado nacional se sumó a las acciones de desarrollo rural que
venían realizando las ONGs desde inicios de la década de 1970 y comenzó a consolidarse el

5
sector de políticas públicas de desarrollo rural, caracterizado por la escasa coordinación entre
las agencias intervinientes (Caracciolo y Cowan Ros, 1998).
En ese contexto, en las regiones de estudio se iniciaron experiencias de desarrollo
patrocinadas por ONGs e instituciones estatales. El Programa Social Agropecuario (PSA), la
Unidad de Planes y Proyectos de Investigación y Extensión para Productores Minifundistas
(Unidad de Minifundio) y el Programa Federal de Reconversión Productiva para la Pequeña y
Mediana Empresa Agropecuaria (Cambio Rural) fueron los instrumentos de intervención
estatales que tuvieron mayor impacto6. La mayor parte de los/as extensionistas que se
vincularon a la ejecución de estos PDR se caracterizan por ser originarios de las principales
ciudades del país, ser profesionales universitarios de las Ciencias Agropecuarias y de las
Ciencias Sociales y tener experiencia de militancia en organizaciones sociales, universitarias
y/o religiosas en las que la vocación por la emancipación de los sectores sociales menos
privilegiados era una de sus metas. A partir de emigrar a regiones con alta densidad de
población campesina buscaban conciliar su vocación profesional con el proyecto de construir
“un mundo más justo”.
La percepción del “desarrollo” como un proceso eminentemente político era la premisa
común sobre la que proyectaban sus acciones. El mejoramiento sostenido de las condiciones
de vida de los campesinos suponía desarrollar sus sistemas productivos y actuar sobre las
políticas públicas para revertir las condiciones generadoras de pobreza y marginación social.
A partir de la articulación de los campesinos en organizaciones locales, regionales y
nacionales apostaban a mejorar sus condiciones de participación en los mercados y
constituirlos en un sujeto político colectivo de peso en el contexto provincial y nacional.
Asignaban un papel clave a los agentes de desarrollo en la promoción de dicho proceso y
abogaban por la articulación institucional para coordinar acciones. Este conjunto de premisas
norteaba sus acciones y frecuentemente era definido en sus relatos como su “estrategia de
intervención”.

6
El PSA fue coordinado por la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación de la Nación
(SAGPyA) entre 1993 y 2008. Se ejecutó en toda la geografía del país, con excepción de Santa Cruz y Tierra del
Fuego, a través de unidades coordinadoras provinciales descentralizadas. Su estrategia de intervención se centró
en la asistencia técnica y financiera a grupos de más de 4 o 6 pequeños productores, según provincia. En el 2000,
la SAGPyA inició la ejecución del Proyecto de Desarrollo de Pequeños Productores Agropecuarios
(PROINDER) que centró su accionar en el otorgamiento de subsidios a pobladores rurales pobres y se ejecutó a
través de la red de técnicos y destinatarios del PSA. La Unidad de Minifundio inició sus acciones en 1987 en el
Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Por medio de la Unidad de Minifundio se
implementaron proyectos de desarrollo rural a través de grupos de productores que recibían asistencia técnica de
extensionistas de las agencias de extensión rural del INTA distribuidas por el territorio nacional. El programa
Cambio Rural fue coordinado por el INTA e inició su ejecución en 1993 en toda la geografía nacional. A través
de la asistencia técnica y de la vinculación al crédito se orientó a promover la reconversión productiva del estrato
medio de productores agropecuarios, con vistas a consolidar la gestión empresarial.

6
Con posterioridad a la “Crisis del 2001”, como efecto del cambio de paradigma en el rol
asignado al Estado propiciado por la nueva gestión del Gobierno nacional, operaron
transformaciones en las políticas públicas de desarrollo rural. A los fines de este estudio
adquiere relevancia la revaloración de la función económica y social de los campesinos, ahora
denominados “agricultores familiares”, y el creciente reconocimiento del papel político que
les toca cumplir en la promoción del desarrollo, que se apostó a viabilizar a través de
organizaciones de productores con fines económicos y gremiales.
3. Producir y articular prácticas de desarrollo rural en las tierras altas jujeñas
Este estudio de caso se construyó sobre las trayectorias de catorce extensionistas que
operaron desde agencias públicas y privadas de desarrollo rural en la Puna jujeña y en la
Quebrada de Humahuaca. La información se generó a través de seis visitas al territorio,
realizadas entre 1994 y 2005, en las que se relevaron las trayectorias individuales e
institucionales de los técnicos acompañando a algunos de ellos en el “trabajo de campo”. Para
la construcción del relato que se presenta a continuación se seleccionaron cuatro trayectorias
considerando la representatividad y su elocuencia para reflejar las situaciones relevadas.
Néstor7 es uno de los primeros técnicos de los analizados en este caso que se instaló en la
Quebrada de Humahuaca junto a su compañera y otro matrimonio amigo con quienes habían
compartido un espacio de militancia universitaria de vital importancia en su formación como
agrónomo comprometido con los sujetos sociales menos favorecidos del agro. En 1991, al
poco tiempo de graduarse, arrendó un lote y se constituyó en productor agropecuario. La renta
de esa actividad resultó insuficiente para la subsistencia de su grupo doméstico, por lo que
debió generar fuentes de ingresos complementarias. Abrió la primera agroveterinaria de la
región y aprovechó las escasas oportunidades laborales que surgían en el lugar: suplencias en
escuelas, asesorías, etc.
En 1993, el inicio de la ejecución de programas de desarrollo rural patrocinados por la
SAGPyA configuró alternativas de empleo y fuentes de financiamiento para trabajar en la
promoción social con campesinos8. Néstor visualizó la oportunidad de conciliar su formación
profesional con su vocación de trabajo con sectores sociales marginados. Estableció vínculos
con los coordinadores provinciales de los programas y acordó con el intendente del municipio
donde residía crear una Agencia Municipal de Extensión Rural (AMER) para canalizar la

7
A fin de preservar la identidad de los informantes las referencias identitarias de las personas e instituciones
privadas son ficticias.
8
En el periodo analizado, el Gobierno provincial no contaba con un sistema de asistencia técnica y financiera
dirigido a la población rural. Los programas de desarrollo rural ejecutados en el territorio provincial se
restringían a los patrocinados por el Estado nacional a través de la SAGPyA y del INTA.

7
ejecución de los primeros. El papel desempeñado en la agroveterinaria le había posibilitado
establecer vínculos con campesinos de la región y obtener cierta reputación como agrónomo,
recursos que tuvo a disposición para crear grupos de destinatarios de los programas. Al cabo
de dos años en la AMER trabajaban 3 técnicos financiados por el INTA y la SAGPyA, que
asistían con recursos del PSA, del programa Cambio Rural y de proyectos de la Unidad de
Minifundio a aproximadamente 500 productores articulados en 46 grupos. Es elocuente el
papel de mediador social desplegado por Néstor, pues, a través de la producción de vínculos
entre los agentes estatales provinciales y locales, aportó a la producción de la institucionalidad
pública de desarrollo rural en la región y a que los campesinos accedieran esas políticas.
Néstor no se limitó a poner en contacto universos diferenciados, a través de la nueva
institucionalidad buscó canalizar procesos de transformación acordes a su visión de desarrollo
rural. En su perspectiva alcanzar la “autonomía económica”, es decir una situación en la cual
los campesinos garanticen su reproducción social por medio de la producción agropecuaria,
constituía el primer paso en el proceso de “desarrollo”. Sus esfuerzos se centraron en la
construcción de una organización de productores cuya escala viabilizara la incorporación de
tecnología, la participación competitiva en el mercado y la representación gremial ante
referentes gubernamentales. Luego de capacitaciones y deliberaciones acordó con campesinos
crear la “Cooperativa quebradeña” para la provisión de servicios y comercialización
asociativa.
Las tensiones con los coordinadores provinciales de las agencias estatales de desarrollo no
tardaron en surgir. Las estrategias de intervención patrocinadas por éstas se centraban en la
creación y asistencia a pequeños grupos de productores. Néstor consideraba que ese accionar
era funcional a los objetivos institucionales de los programas, pero ineficaces para promover
economías de escala que revirtieran las condiciones precarias de subsistencia de los
campesinos. Entendía que la asistencia crediticia, lejos de promover condiciones de
capitalización, generaba endeudamiento y agudizaba la situación existente. Apreciaciones de
ese tipo llevaron a otros extensionistas de la provincia a concebir a los programas de
desarrollo implementados en la década de 1990 como meros “paliativos”. Sin embargo,
entendía que cuando eran instrumentalizados en una estrategia de intervención con objetivo
de transformación social más profundos adquirían otro significado y utilidad para la
promoción del desarrollo rural.
Los coordinadores provinciales de las agencias de desarrollo no siempre acordaban con la
reorientación que los técnicos imprimían a los programas. La promoción de organizaciones
campesinas que desplegaban prácticas gremiales, por un lado, corporativizaba a los

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“beneficiarios” ante los coordinadores, redefiniendo la correlación de fuerzas entre las partes
y, por otro, exponían a éstos últimos a conflictos con los referentes gubernamentales
provinciales, complejizando la gestión del programa.
Las tensiones terminaron por eclosionar en la AMER. En la vivencia de Néstor, la
canalización de diferentes programas a través de esa agencia municipal generó “celos” y
disputas entre los directivos de los programas que se manifestaron en presiones hacia su
persona para que ponderara el accionar de cada programa por sobre los otros. El relato de
Néstor y los de los otros extensionistas entrevistados convergieron en que los directivos de las
agencias estatales tendían a priorizar la imagen pública de los programas por sobre el
desarrollo rural. En el marco de esa lógica, patrocinaban la identificación de los campesinos
con los programas por sobre las organizaciones de base, produciendo vínculos “clientelares” a
través de la dependencia con los recursos distribuidos. La lealtad a “la camiseta” de cada
programa o al desarrollo de los campesinos fue el dilema al que se enfrentó Néstor, optando
por la segunda.
Ante la creciente presión que recibió del directivo provincial de un programa, decidió no
renovar el contrato con el mismo. Los grupos de productores que hasta el momento estaban
referenciados como destinatarios de esa agencia de desarrollo, aproximadamente la mitad de
los beneficiarios jujeños, continuaron recibiendo asistencia de la AMER y se desvincularon
del programa, pues ningún técnico de la AMER era contratado por el mismo. El programa
sufrió una drástica reducción de beneficiarios en la provincia de Jujuy, homóloga a la pérdida
de prestigio del coordinador. La situación generó la ira de éste último y un enfrentamiento
público con Néstor que progresivamente afectó las articulaciones que mantenía con referentes
de otras agencias estatales provinciales y nacionales, restringiendo las posibilidades de
coordinación institucional y sus oportunidades laborales y la coordinación institucional.
Nuevamente se enfrentó ante la necesidad de crear estructuras institucionales desde donde
ejercer su profesión.
En 1994, Fernanda y Alberto, compañeros de militancia de Néstor en la facultad, fueron
contratados por una agencia de cooperación internacional para ejecutar un proyecto
agroforestal en comunidades rurales de la Puna jujeña. En poco tiempo percibieron cierta
disociación entre la meta del programa, introducción de especies forestales en los sistemas
productivos locales, y la “necesidades sentidas de la gente”, incrementar la productividad
predial para garantizar su subsistencia. Anticipándose a la finalización del programa prevista
para 1997 y con la experiencia de las constricciones que implica ser empleados por una
agencia de desarrollo, junto a Néstor y su compañera, convocaron a otros colegas de la

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facultad para crear MINK’A: una ONG desde donde trabajar con mayor autonomía.
Acordaron una estrategia de intervención fundada en la organización de los campesinos con
fines económicos y gremiales y en la gestión participativa del desarrollo a través de la
articulación interinstitucional y de la injerencia de los campesinos en la administración de los
recursos.
En la constitución de MINK’A, al igual que en la AMER y en la Cooperativa quebradeña,
se observa el papel activo de los técnicos en la producción de instituciones locales y los
recursos movilizados en esa labor. El (re)conocimiento y vínculo que mantenían desde su
paso por la universidad establecían un marco de confianza y de acuerdo ideológico que
configuró el sustrato sobre el que se construyó la nueva ONG.
El primer desafío que tuvieron como miembros de MINK’A fue conseguir financiamiento.
Los grupos de campesinos con quienes habían trabajado desde los anteriores marcos
institucionales, configuró la población destinataria de los proyectos que formularon para
gestionar financiamiento y continuar los procesos iniciados. El apoyo vino de la agencia de
cooperación internacional en la que habían trabajado Fernanda y Alberto. El hecho de ser
foráneos en Jujuy, estar escasamente insertos en redes sociales locales sumado a la
intencionalidad de articular a los campesinos en estructuras organizativas alternativas a las
redes políticas existentes no favoreció la adquisición de confianza por los referentes
gubernamentales provinciales. El conflicto entre Néstor y los coordinadores provinciales de
los programas fue otro obstáculo para que MINK’A pudiese integrarse en Jujuy al sistema de
“tercerización de la asistencia técnica”, tan promocionado en la época.
La institucionalidad pública del desarrollo rural de la vecina provincia de Salta, resultó
menos hostil y acordaron acciones con la coordinación del PSA. En la perspectiva de
Fernanda, la operatoria del PSA salteño contenía las mismas debilidades que el jujeño, pues
estaban regidos por el mismo manual de procedimientos. Sin embargo, quien coordinaba el
PSA salteño “reconocía estas limitantes”, no percibía como “amenaza” a las organizaciones
campesinas, ni la tercerización de la asistencia a través de ONGs. Acordaron que las
actividades que excedieran la operatoria o definiciones del PSA, serían auspiciadas por
MINK’A. Aquí se observa cómo las subjetividades y las relaciones interpersonales permean
y, en ocasiones, se interponen a las definiciones institucionales. El PSA definía el mismo
marco regulatorio para todas las provincias, sin embargo fue el estado del vínculo entre las
personas y sus concepciones sobre el desarrollo lo que inviabilizó la articulación institucional
en Jujuy y lo posibilitó en Salta.

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Como gestores de MINK’A, sus miembros se vieron enfrentados a tareas y desafíos que
como extensionistas de agencias de desarrollo no tenían. Los procesos de transformación
asociados al desarrollo implican marcos temporales que superan ampliamente los de los
proyectos financiados por las agencias nacionales e internacionales. Ello demandaba el
esfuerzo de yuxtaponer la finalización de un proyecto con el inicio de otro en cada
comunidad, lo que rara vez era factible. Implicaba destinar gran cantidad de tiempo a la
formulación, gestión y administración de proyectos, lo que imponía viajar para detectar
potenciales patrocinadores, establecer vínculos y formular propuestas factibles de ser
financiadas, no siempre pudiendo compatibilizar acciones o líneas de acción. Tampoco los
recursos conseguidos resultaron suficientes para garantizar el salario y la dedicación a tiempo
completo en MINK’A y menos aún para sumar nuevos integrantes. Todos debieron
complementar sus ingresos con empleos en actividades privadas o públicas para poder
“subsistir”. En fin, surgieron una cantidad de tareas y desafíos que alejaban a los
extensionistas del trabajo con los campesinos. La necesidad de financiamiento relativizaba la
autonomía anhelada a través de MINK’A.
Esas y otras constricciones institucionales debieron enfrentar los integrantes de MINK’A
para armonizar lo administrativo-burocrático con los procesos que impulsaban en las
comunidades. Universos sociales diferentes que se articulan en el proceso de desarrollo,
siendo los/as extensionistas quienes median y experimentan en sus cuerpos los antagonismos
y contradicciones que ambos albergan y se expresan en demandas y exigencias que les
realizan los representantes de las agencias de financiamiento y los/as destinatarios/as de los
proyectos. Gestionar y operar a través de una ONG, si bien generaba un marco institucional
de mayor autonomía para definir e implementar la estrategia de intervención elegida, exponía
a sus miembros a sistemáticas tensiones en torno a definiciones institucionales. Éstas
combinadas con una experiencia fallida en terreno generaron el escenario propicio para la
eclosión de un desentendimiento entre los miembros de MINK’A que culminó con
alejamiento de Néstor de la ONG.
En los testimonios relevados la ruptura del vínculo entre los técnicos fue reconocida en
términos de “pelea”, evidenciándose su contenido emotivo. A los fines analíticos interesa
dilucidar el modo como interaccionan los vínculos afectivos entre técnicos con sus prácticas.
En las trayectorias descriptas se observa que a través de sus redes vinculares los técnicos
difundieron oportunidades laborales y convocaron a colegas con quienes compartían
definiciones ideológicas para asumir conjuntamente el proyecto de desarrollo en que creían.
Como foráneos y con escasa inserción en las redes sociales del nuevo lugar de residencia, sus

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vínculos de amistad y/o gestados en la militancia universitaria se complejizaron y redefinieron
al canalizar a través de ellos diversos aspectos de sus vidas (laborales, amistad, ocio, etc.). En
otras palabras, pasaron a vincularse por medio de relaciones múltiplex, lo que conlleva el
desafío de lidiar con los diferentes roles, códigos y complejidades de las esferas sociales que
se imbrican. La emergencia de un desentendimiento en una de ellas fácilmente se proyecta a
las otras complejizando la vivencia, la gestión del conflicto e incluso la comprensión de su
origen. Esto parece haber ocurrido en el caso de estudio. En sus relatos acusaciones de
deslealtad se entremezclaban con diferencias en las estrategias de intervención. En la retórica
de sus explicaciones se intentaba sobreponer el argumento político sobre el afectivo, para
justificar la imposibilidad de compatibilizar un abordaje común en la institución.
Para la gestión del conflicto operó una división de trabajo: Néstor se constituyó en técnico
de la Cooperativa quebradeña y asesor de algunos municipios locales y el resto de los
miembros de MINK’A continuaron asistiendo a los miembros de la red de comunidades con
las que trabajaban desde la época del proyecto agroforestal. En este suceso dos características
ya objetivas en los acontecimientos anteriores reaparecen con regularidad. En primer lugar,
destaca el estado de las relaciones interpersonales como factor interviniente para predisponer
o inhibir la coordinación de acciones entre técnicos dentro de una institución o entre distintas.
En segundo lugar, se observa nuevamente como los técnicos tratan de mantener el vínculo
con las poblaciones que asisten y darle continuidad a los procesos iniciados aún cuando
cambian su inserción institucional. A lo largo de su trayectoria laboral, Néstor mantuvo el
vínculo con los campesinos nucleados en torno a la Cooperativa quebradeña, al igual que los
otros miembros de MINK’A se esforzaron por dar continuidad a las comunidades que
comenzaron asesorando con el proyecto agroforestal. El vínculo que se establece entre
técnicos y campesinos se sobrepuso a los cambios de ámbitos institucionales desde donde los
extensionistas trabajaban.
En la segunda mitad de la década de 1990, extensionistas que intervenían en la Puna y en
la Quebrada de Humahuaca convergieron en la idea de que la problemática de la pobreza,
dada su multidimensionalidad, desbordaba su capacidad para revertirla. Los diagnósticos
productivos desembocaban en un sinfín de problemáticas (energéticas, sanitarias, de
infraestructura, tenencia precaria de tierra, etc.) que excedía el saber disciplinar de los
técnicos. En ambas regiones intervenían con proyectos seis ONGs y dos agencias estatales, en
ocasiones en las mismas comunidades, pero sin articular acciones. La ineficiencia e ineficacia
en la inversión de recursos para el desarrollo resultaba evidente.

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La articulación interinstitucional se constituyó en prioridad de algunos extensionistas de
diferentes agencias. En 1997, miembros de cuatro ONGs entre las que se encontraba
MINK’A, de una cooperativa puneña y de una agencia estatal comenzaron a converger en
reuniones bimestrales, de una o dos jornadas, con el objeto de conocerse, sociabilizar
experiencias y reflexionar sobre las problemáticas de los pobladores. Articular acciones en el
futuro fue la meta de muchos de ellos, pero primero debieron superar los “prejuicios”, los
“celos”, las “cosquillas”, “el descreimiento generalizado” o, en una palabra, la “desconfianza”
que existía entre ellos. Fue elocuente como todos los entrevistados recurrieron a esa categoría
para explicar la dificultad que encontraban para trabajar con miembros de otras agencias de
desarrollo. Julio, un trabajador social que participó del nuevo espacio como representante de
una ONG religiosa, observó que esa dificultad se originaba en “una cultura institucional de
que el otro no soy yo y no merece mi confianza (…) Siempre pusimos tan cerca al enemigo
que nadie podía ser tu amigo”. Alberto, que representaba a MINK’A, relató que “al principio
todos se miraban con recelo, nadie te iba a decir ‘mi problema es este, yo tengo esto’ o nadie
te iba a decir qué recurso consiguió”. Se observa que la “desconfianza”, que vale la pena
recordar es una expresión de lo emocional, y/o el interés por la reproducción de la
institucionalidad desde donde se opera o incluso por autopromoverse en la posición que se
ocupa pueden anteponerse y entrar en contradicción con la idea de articulación
interinstitucional, constitutiva de sus concepciones sobre desarrollo rural e intervención. Esto
ilumina las dificultades que enfrentaban para llevar a la práctica sus propias definiciones
ideológicas.
Si la “desconfianza” obstaculizaba la articulación institucional, gana interés comprender
qué dispositivos posibilitaron construir “confianza” y convertir al espacio en una de las
organizaciones campesinas jujeñas de mayor relevancia durante la década siguiente. Para
todos los entrevistados compartir definiciones sobre el origen de las problemáticas de los
habitantes y sobre las alternativas de desarrollo fue condición para apostar a realizar acciones
de conjunto, pero siempre reconocieron algo más, que no pasaba por lo estrictamente
ideológico, sino por lo emocional. Como enfatizó Julio, “no fue una planificación
intencional, resultó del conocimiento mutuo, con tiempo, sin apuros…” que derivó de las
interacciones periódicas que tenían en reuniones bimestrales. Intercambiar experiencias,
anécdotas, ideas y reflexiones o compartir y reconocerse en prácticas lúdicas o cotidianas
como cocinar, realizar las compras o acondicionar los lugares para las reuniones, generaron
condiciones para otro tipo de conocimiento interpersonal, vinculado a los valores y actitudes
personales. Solicitudes de favores, intercambios y cooperaciones puntuales comenzaron a

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manifestarse y abrieron la posibilidad de conocerse en el trabajo con los destinatarios de sus
proyectos. En ese marco de interacciones afloraron afectos y el reconocimiento del otro. Fue
eso lo que llevó a Julio a definir al nuevo espacio como “una red vincular con un código de
confiabilidad”.
Dos años después de la primera reunión, se dieron las condiciones para que produjeran y
firmaran un documento en donde expresaban su visión acerca de las casusas de la pobreza y
alternativas de desarrollo en la Puna. En la perspectiva de quienes firmaron el documento, la
crítica a las gestiones del Gobierno provincial dispuso a los representantes de la única agencia
estatal a no firmar el documento y abandonar el espacio.
La implementación de un proyecto de capacitación de promotores comunitarios fue la
primera acción que posibilitó pensarse como un colectivo interviniendo en el territorio. La
nueva estructura organizativa se consolidó y amplió durante la década siguiente a partir de la
incorporación de organizaciones sociales y la ejecución de una amplia cartera de proyectos.
En el nuevo espacio las prácticas de los técnicos y, como producto de éstas, la trayectoria
de la organización continuaron a estar modeladas por las definiciones ideológicas de los
sujetos, los estados de sus relaciones vinculares y los marcos regulatorios de la
institucionalidad del desarrollo rural. Néstor y los dirigentes de la cooperativa quebradeña
fueron convocados a participar cuando el espacio se había consolidado. Si bien la “pelea”
entre los técnicos no favoreció la articulación interinstitucional, el lazo de parentesco entre el
presidente de la Cooperativa quebradeña y el de la puneña consiguió imponerse y sumar a la
primera como miembro del nuevo espacio. Durante dos años, asistieron a las reuniones
representantes de la Cooperativa quebradeña e iniciaron la coordinación de acciones, pero las
tensiones entre los técnicos sumadas a diferencias metodológicas acabaron con el
distanciamiento de la cooperativa del espacio. Estás dinámicas no fueron exclusivas de los
sujetos e instituciones aquí relatados, con frecuencia se observaron en las prácticas e
interacciones entre técnicos de otras agencias de desarrollo que operaban en ambas regiones.
Sus características y regularidad es lo que aquí se pretende graficar.

4. Valles Calchaquíes salteños: institucionalidad y procesos de desarrollo


El presente caso se construyó sobre las trayectorias de once extensionistas que actuaron
desde dos agencias estatales y una ONG en la zona de influencia de la localidad de San
Carlos, sur de los Valles Calchaquíes salteños, a lo largo de la primera mitad de la década del
2000. Las evidencias empíricas se generaron a partir de cuatro visitas, entre 2004 y 2006. Para

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la narración del caso se seleccionaron dos trayectorias considerando su representatividad y
elocuencia para reflejar las situaciones relevadas.
En 1996, con la ejecución de proyectos del PSA se inician las primeras acciones de
desarrollo rural en el área de estudio. Hacia fines de la década, el INTA abrió dos agencias de
extensión rural y la agencia de cooperación internacional que intervino en la Puna jujeña
inició un proyecto en la zona. A través de esas instituciones se ejecutaron proyectos, aunque
con escasa coordinación. Ese marco institucional generó oportunidades de empleo para que
profesionales de otras ciudades del país se desplazaran a la región para trabajar de
extensionistas.
En el año 2000, José y Ana se instalaron en San Carlos, poco tiempo después de finalizar
la carrera de Agronomía. Las oportunidades de empleo aún eran escasas. Por una gestión del
coordinador de INTA, José comenzó a asesorar a una asociación de productores a cambio de
vivienda en una comunidad rural y una computadora “para que haga los proyectos”. El
“acuerdo” no incluía salario, sin embargo José se sentía contento por “salir de Buenos Aires y
trabajar junto a una organización campesina”. Radicarse en la región, le permitió gestar “una
buena relación con la mayoría de los productores y funcionarios”. Al poco tiempo consiguió
formalizar un contrato laboral con la Unidad de Minifundio del INTA y otro con el PSA,
ambos para asesorar productores de la comunidad donde vivía. Residir en la zona de
ejecución de los proyectos predispuso a los coordinadores de ambas agencias a contratarlo ya
que hasta el momento, los extensionistas que trabajaban en la zona residían en la ciudad de
Salta.
Al igual que lo observado en el caso jujeño, el accionar de José estuvo guiado por la
promoción de un proceso de transformación de mediano plazo con grupos de campesinos.
Para ello, articuló e instrumentalizó los proyectos patrocinados por las agencias a las que
estaba vinculado y sumó financiamiento de la agencia de cooperación internacional. Esa
cartera de proyectos le permitió concretar en diferentes comunidades obras de riego y
botiquines de sanidad animal e incorporar nuevos grupos de productores al proceso en
cuestión.
En la zona comenzó a configurarse un nuevo marco institucional para el desarrollo rural.
José estableció acciones de cooperación con otros extensionistas y convocó a compañeros de
la facultad para a sumarse al proceso que se estaba gestando. En 2003, Tito y Marita, él
agrónomo y ella trabajadora social, arribaron a San Carlos. Tito fue contratado por la Unidad
de Minifundio, mientras Marita optó entre las escasas oportunidades laborales que surgían. A
ellos los siguieron otros colegas de la Facultad, recientemente graduados, que a través de

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becas ofrecidas por el INTA9. De ese modo, en San Carlos se conformó un equipo de
extensionistas y un grupo de pertenencia, que a partir de la convergencia en su visión del
desarrollo apostaron a promover un proceso de transformación social en la región.
Desde su paso por la facultad, los extensionistas conocían la experiencia en la Puna jujeña.
Coincidían con ellos, en que el escaso presupuesto público destinado a los campesinos, la
desarticulación entre agencias estatales y la falta de complementariedad público-privada
tornaban ineficiente el impacto de las acciones de desarrollo. También compartían la visión de
que los campesinos debían articularse con fines económicos y gremiales para transformar
cualitativamente sus condiciones de vida.
Teniendo por referencia el proceso de articulación interinstitucional gestado a fines de la
década de 1990 en la Puna jujeña, José, Tito y Marita, junto a técnicos de otras agencias de
desarrollo que ejecutaban proyectos en el sur de los Valles Calchaquíes salteños, asumieron la
iniciativa de coordinar acciones. Al inicio, 5 técnicos se reunían para intercambiar
experiencias. Gradualmente fueron convocando a los destinatarios de sus proyectos llegando a
reunir en cada encuentro alrededor de 40 productores de 10 parajes próximos a San Carlos. En
los encuentros, reflexionaban sobre las problemáticas locales y las posibilidades y
limitaciones que encontraban en las agencias donde trabajaban para contribuir a su resolución.
En 2004, luego de dos años de reuniones periódicas, el espacio se formalizó como Encuentro
Zonal de Campesinos (EZC).
Paralelamente al proceso de articulación local, junto a otros extensionistas que trabajaban a
lo largo de la provincia de Salta se articularon en una red de técnicos. Entre los elementos
convocantes se encontraban la creencia en el rol indelegable del Estado como garante de la
inclusión social y económica de los campesinos y una posición crítica ante el escaso impacto
de los programas públicos del desarrollo rural. La necesidad de generar condiciones laborales
más estables, así como fuentes de financiamiento para generar cambios estructurales en la
economía de los campesinos, los motivó a crear una ONG y establecer vínculos con agencias
internacionales y nacionales de promoción del desarrollo. En 2003 surgió la Red de Técnicos
que aglutinó a 22 extensionistas que trabajaban en 8 departamentos de la provincia de Salta.
Algunos de sus miembros comenzaron a proyectar en el nuevo espacio un ámbito donde
acordar e impulsar una estrategia común de desarrollo que generase un cambio significativo
en las condiciones de vida del campesinado salteño.

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En la primera mitad de la década del 2000, como expresión de la revalorización del papel del Estado en la
conducción de procesos de transformación social, operó una creciente institucionalización y ampliación del
sistema público de desarrollo rural nacional. En ese marco, el INTA amplió los equipos técnicos de sus agencias
de extensión rural a través de la incorporación extensionistas mediante la figura de “becarios”.

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Al analizar la evolución de las condiciones de inserción laboral de los extensionistas del
caso jujeño y del salteño se observan las oportunidades que emergieron vis-á-vis de la
configuración de la institucionalidad de desarrollo rural. Los primeros extensionistas que
arribaron a ambas zonas de estudio debieron conjugar las escasas oportunidades laborales que
se presentaban para garantizar su subsistencia. Conforme el Estado nacional inició la
ejecución de programas de desarrollo rural se generaron nuevas posibilidades de empleo,
aunque bajo condiciones precarias. Ese fenómeno favoreció, por un lado, el desplazamiento
de nuevos extensionistas a las áreas de estudio y, por otro, su accionar activo para crear
diversos formatos institucionales que mejoraran sus condiciones laborales, así como la
canalización de su visión del desarrollo. El caso salteño, al situarse en la primera mitad de la
década del 2000, transcurre durante la primera fase del cambio de paradigma en el papel del
Estado que se cristalizó luego en la creciente institucionalización del desarrollo rural y en la
ampliación del sistema de extensión rural a nivel nacional. Eso generó mayores oportunidades
laborales para extensionistas y explica la inserción de éstos a través de agencias estatales. Sin
embargo, la creación de ONGs se replicó como estrategia para crear un ámbito institucional
de mayor autonomía en el trabajo con campesinos y canalizar financiamiento para acciones
que no podían realizarse a través de las agencias estatales.
En 2005, la incorporación del enfoque territorial por parte de las agencias estatales de
desarrollo rural demarcó un cambio en las estrategias de intervención, que generó adhesiones
y resistencias entre los miembros de las agencias de desarrollo salteñas y sus destinatarios. La
nueva estrategia interpelaba y, de algún modo, deslegitimaba las intervenciones orientadas a
fortalecer organizaciones con fines solamente productivos y comerciales. Parte de los técnicos
que venían trabajando con un enfoque productivo se sintieron compelidos a un “cambio en la
forma de trabajo”. La nueva modalidad implicaba, por un lado, la revisión crítica de los
fundamentos y metodologías de trabajo hacia la promoción de formas organizativas más
complejas en sus objetivos y estructura y, por otro, un esfuerzo en la coordinación de acciones
entre técnicos de diferentes agencias. Algunos extensionistas, especialmente aquellos con
perfiles productivistas, descreían en el impacto que tenía la promoción del fortalecimiento
organizacional cuando se alejaba de fines económicos-comerciales y, en particular, si la
construcción política era planteada por fuera de las estructuras partidarias.
Para José y Tito fue alentador que las coordinaciones de INTA y del PSA, en articulación
con el gobierno municipal y provincial, plantearan la “necesidad de consensuar una
estrategia de intervención en el territorio”. Para concretar esa meta se planificó un taller a
partir del cual se creó la Unidad Territorial de Intervención, cuyo objetivo fue acordar

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estrategias de intervención complementarias. En este contexto, el EZC constituyó un espacio
clave para que las agencias estatales canalicen el anhelado enfoque territorial.
Para los técnicos de referencia de este caso, la nueva coyuntura se presentó como una
oportunidad para legitimar su trabajo e institucionalizar su visión y estrategias de
intervención. En otras palabras, apostaron a movilizar el poder de legitimación que emana de
las prácticas estatales en favor de sus definiciones sobre las causas de la pobreza y las
alternativas de solución en el territorio. Pero, las tensiones no tardaron en aparecer. Luego de
dos años de encuentros zonales, miembros de las agencias de desarrollo planteaban que “no
veían resultados”, pero para José:
“los resultados [hasta ese momento obtenidos] son no medibles, no palpables, no entran en ningún formulario,
pero para la gente es fundamental que se encuentren, que digan: ‘Uy! a este tipo hacia 40 años que no lo veía y
acá lo veo!’. Que se cuenten historias. Productores que eran calladitos empiecen a hablar, que se suelten...(…)
Yo lo veo como un proceso, que no tiene fecha. La institución tiene plazos y resultados que te condicionan todo,
entonces por ahí decís: ‘técnicamente es un desastre, no hay resultados’. Pero el proceso de la gente es otro.
Humanamente esto no es una abstracción intelectual. Nosotros ponemos a las cosas en un papel escrito, pero
esto que pasa como cosa real, nunca la vamos a poder poner en un papel. En el último encuentro del año
pasado la evaluación de la gente fue que ya se tratan como una familia, con confianza y eso es lo que más
mueve, digamos el motor, es por lo que cuando uno dice: ‘vamos al encuentro’, la gente va...” (SC, 2004)
El relato evidencia la distancia que se genera en la traducción de las actividades que
realizan los técnicos a través de los formularios de seguimiento implementados por las
agencias de desarrollo y la percepción de ellos de los procesos que impulsan. Acciones claves
como la creación de vínculos de confianza o la sensación de encuentro entre campesinos y
extensionistas, al no poder ser objetivadas en resultados tangibles, raramente son relevadas y
evaluadas por las agencias. Dos miradas y valoraciones diferentes del trabajo con productores
a partir de las cuales se generaron tensiones.
La Unidad Territorial de Intervención tuvo corta vida. En la perspectiva de José “cada uno
terminaba tratando de imponer su paquetito de proyectos, su metodología de trabajo, con sus
tiempos… en fin, respondiendo a las propias demandas institucionales”. Como lo observado
en el caso jujeño, los intereses institucionales se antepusieron a la visión de desarrollo y a la
definición de la necesidad de articulación interinstitucional.
José señalaba con indignación y enojo la tensión que vivenciaba con sus colegas y con los
miembros de las coordinaciones provinciales a la hora de acordar acciones.
“No podemos reproducir divisiones institucionales en la gente… es importante ver de dónde nace la
iniciativa… si viene plata para esto o aquello que hay que ejecutar en equis tiempo… La visión mía es que
primero [hay que priorizar a] el productor, después [a] el técnico y después [a] la institución...(…) Es ver
de dónde emerge nace la iniciativa de los proyectos, una discusión fuerte de los técnicos y de las
instituciones. Al final quieren que uno se ponga la camiseta de tal o cual institución. Yo no lo veo así, el
tema va del productor para la institución, no al revés...” (SC, 2004).
Contemplar “de dónde nace la iniciativa de los proyectos”, implica definir prioridades,
tiempos y formas de trabajo con los productores y era para José lo que hacía la diferencia

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entre la estrategia institucional y “su estrategia de intervención”. De este modo, manifestaba
en su relato cierta frustración por no lograr articulación real de acciones con otros técnicos.
La vivencia de Tito era semejante, sentía cierta impotencia:
“Yo me siento el jamón del sándwich. INTA y PSA se están disputando a los productores. Hasta ahora cada
uno trabajaba con grupos diferentes, pero ahora hay que articular, trabajar territorialmente y la verdad es
que yo lo veo difícil, porque si no se puede sostener un espacio interinstitucional de discusión entre los
técnicos de terreno y desde las coordinaciones, no veo capacidad para ceder nada… Nos terminamos
juntando los que tenemos más afinidad” (SC, 2006).
Ante este intento frustrado de coordinación de las estrategias de intervención, las
diferencias se exacerbaron. Tanto Tito como José vivenciaban la tensión que implicaba tener
que compatibilizar las presiones institucionales y las necesidades de los campesinos. Trabajar
bajo esas constricciones institucionales generó un contexto propicio para que diferencias
personales entre los técnicos se potenciaran y eclosionaran en disputas y peleas ampliando las
diferencias y reduciendo las posibilidades de trabajo articulado a campo.
Luego de este proceso, José desistió de renovar su contrato con las agencias de desarrollo y
se dedicó a la producción agropecuaria. El pasaje de la condición de técnico a productor lo
acercó a los campesinos, pero significó un distanciamiento de sus pares. Tito continuó su
labor en la agencia estatal mejorando sus condiciones laborales. Si bien reconocía avances en
las políticas públicas de desarrollo rural, sostenía que “los campesinos seguían en un lugar
relegado dentro de la institución”. Sin embargo, ambos continuaron trabajando con los
campesinos en la promoción del proceso de desarrollo en que creían, José desde la agencia de
desarrollo y Tito participando a la par de los productores en espacios claves para la
producción generalmente vedados para los técnicos.

5. Reflexiones finales
Las prácticas, trayectorias y situaciones analizadas contienen características definidas por
sus protagonistas y por los contextos en la que se configuraron. Sin embargo, entendemos que
su análisis posibilita objetivar regularidades factibles de ser verificadas en otros casos y
regiones del país. En este apartado nos interesa recuperar y reflexionar sobre algunas de éstas
con vistas a aportar a la comprensión de los procesos de intervención en desarrollo rural.
Las evidencias empíricas expuestas nos permiten observar que las definiciones sobre el
desarrollo y las estrategias de intervención que postulaban los extensionistas no siempre se
verificaban en sus prácticas, más bien operaban como una referencia a la que se aproximaban
o distanciaban conforme las oportunidades y constricciones que emergían de los marcos
regulatorios y del estado de sus redes vinculares. Sin pretender atribuirle a esta proposición un
carácter conclusivo y explicativo de otros casos, creemos que como hipótesis de trabajo puede

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iluminar el análisis y comprensión de las prácticas de estos agentes, de las trayectorias
individuales e institucionales y de los desdoblamientos de los procesos de desarrollo.
Desde esta perspectiva, pueden aprehenderse y analizar los efectos que las prácticas de los
extensionistas tienen en los espacios locales. En los casos analizados destaca el papel de
mediadores sociales que desempeñaron al poner en relación la institucionalidad de desarrollo
rural provincial, nacional y/o internacional con los pobladores locales. Su accionar no se
limita a actuar como intermediarios y/o traductores entre los sujetos de esos universos
sociales, también operaron reinterpretándolos y resignificándolos. En otro artículo
observamos que los extensionistas rurales por medio de la cartera de proyectos que ejecutan
ponen en relación programas y/o agencias estatales e inyectan cierta coherencia a políticas
públicas escasamente coordinadas y articuladas (Cowan Ros, 2013). Aquí evidenciamos otra
dimensión: su papel activo en la producción de instituciones locales, como se expresa en la
creación de la AMER, el EZC, las redes de técnicos y organizaciones de base. A través de
estas instituciones/organizaciones se operan procesos de doble vía. Por un lado, configuran
plataformas a través de las cuales se canalizan políticas públicas en los espacios locales. Por
otro, se constituyen en referentes locales a partir de los cuales sus miembros pueden desplegar
un papel activo en la construcción de la agenda pública local, es decir en la definición de
cuáles son las problemáticas locales y sus alternativas de solución. Reconocer estas
dimensiones de las prácticas de los extensionistas ilumina la comprensión de las
resignificaciones que operan en la fase de ejecución de las políticas públicas y, en
consecuencia, los distanciamientos con el plan original, así como las trayectorias y
desdoblamientos de procesos transformación social que operan en espacios locales.
Pero, si las prácticas de los extensionistas no resultan de una planificación calculada, cómo
interpretar las condiciones y factores que las modelan. Nuestro análisis nos lleva a interpretar
que la posición de mediadores que ocupan, al situarse en una zona de interfaz, los expone a
fricciones que emergen de las lógicas, visiones y motivaciones heterogéneas de los sujetos y
ámbitos institucionales que ponen en contacto. Estas tensiones se expresan en el cuerpo de los
técnicos y explican en parte el devenir de sus prácticas. En cuanto ejecutores de políticas
públicas, corporizan al Estado ante la población y actúan como ‘frontera’ entre las tensiones
que emergen entre la lógica burocrática y el poder que emana de éste y las resistencia al
mismo y los derechos reivindicados por los campesinos.
Ciertamente la posición de los extensionistas es ambigua, pues están vinculados a dos
ámbitos de pertenencia: la agencia de desarrollo y la cotidianeidad campesina. Por un lado,
guardan compromisos y obligaciones con la institución que los contrata y, por otro, se sienten

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comprometidos con los campesinos con los que trabajan. Cuando los intereses institucionales
entran en contradicción con los acuerdos y compromisos afectivos establecidos con los
campesinos y/o con sus propias definiciones de desarrollo emerge una tensión, que de no ser
gestionada, puede eclosionar en un conflicto con aristas emocionales, institucionales e/o
ideológicas. Lejos de ser esporádica, esa tensión parece ser inherente a las condiciones de
trabajo de los extensionistas y configura el marco en el que despliegan sus prácticas.
Los casos analizados iluminan cómo se expresa ese fenómeno en la articulación intra e
interinstitucional. El grado de “confianza”, en cuanto vivencia emocional, evidenció gran
poder explicativo para comprender las condiciones de posibilidad para la coordinación de
acciones entre miembros de una misma institución y de diferentes. La confianza contenida en
la red de vínculos de los extensionistas resultó ser un capital accionado y movilizado para
convocar nuevos colegas al territorio y conformar equipos técnicos homogéneos en cuanto a
su concepción del desarrollo y estrategia de intervención. En los casos en que existía
desconocimiento de técnicos que operan en el territorio producir “confianza” fue una
condición necesaria para la coordinación de acciones. Pero, lejos de ser perdurable, la
confianza es un sentir que se (re)produce en cada interacción entre las personas y cuando ser
erosiona explica la imposibilidad de articular acciones, incluso cuando las definiciones
ideológicas lo indiquen.
Desde la década de 1990, lo afectivo se instaló en las Ciencias Sociales como dimensión a
ser integrada en la compresión de la acción social. Si bien se han realizado valiosas
contribuciones, persiste como desafío teórico y metodológico. En la literatura revisitada no se
observa convergencia en su conceptualización y las definiciones ofrecidas por los/as
autores/as distan de ser fácilmente operacionalizadas para ser relevadas empíricamente.
Registrar las emociones en el trabajo de campo configura otro desafío. El desarrollo rural, al
ser un área de intervención normativa en la que el accionar planificado se instituye como
norma emerge el imperativo de la acción consciente y racional, operando cierta autocensura
de los protagonistas en reconocer otras dimensiones intervinientes en sus prácticas. De hecho,
en nuestro trabajo de campo fue elocuente cómo lo vivencial y lo emotivo emergía con más
frecuencia en las conversaciones informales, es decir fuera del contexto de la “entrevista”. Esa
otra narrativa emergía fuera del alcance del grabador y revelaba otras dimensiones de sus
vivencias y prácticas, que nutrían al otro relato, ‘el oficial’. La observación y la perspectiva
etnográfica se constituyeron en herramientas metodológicas fundamentales para aprehender
esta dimensión y comprender la complejidad de los fenómenos analizados.

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Desde los inicios de las Ciencias Sociales se reconoce a las emociones como fuentes de la
acción social, sin embargo aún resta construir una conceptualización más sólida sobre las
mismas y, fundamentalmente, un marco interpretativo sobre la forma como se integran e
interaccionan las diferentes dimensiones en la producción de las prácticas sociales.
Entendemos que estos desafíos teórico-metodológicas, lejos de inhibir la integración de lo
emocional a la comprensión de los fenómenos sociales, debería estimular estudios que
comprendan dicha cuestión.

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