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AVENTOORAS
"Cómics y caricaturas, colores y caramelos, clowns y caleidoscopios"
"To what depths of untouched nature one must dive along with the bubbles, and the little
babies that resemble bubbles, in order to reach such an absolute freedom from all categories,
from all conventions. In order to become like children"
"And here, as we can see, it's as if that very game of 'becoming something else' is now
'becoming the impossible'"
en el cretácico superior aparecieron las flores, las hierbas, los insectos polinizadores
por más que la fijeza, por más que la rutina, por más que el control
estamos contagiándonos de multitudes
vimos el hospital
desde donde el hospital no era
lo vimos y era una construcción fuera de cualquier mundo
en el colapso o deuda infinita de los mundos
en una eterna, recursiva referencia
crédito y cáncer de las representaciones
caminamos
jauriamos
deambulando
1 “Living on the earth, with a cosmic sense, but living on the earth”, Kenneth White, Elements of Geopoetics.
Te transformaste en un castillo inflable
pero no eras un castillo
sino un Bugs Bunny inmenso y deforme
y entramos en una de tus nueve bocas
y al fondo había un jardín
que se llamaba ADN
y era una piscina de pelotas plásticas de colores
que olía a vómito
Si nos crecen cuernitos es porque nuestra escritura es travesura
cuernitos de caracol
Un niño leyendo su primer libro sin ilustraciones
como mirando hacia la nieve
no hacia la nada, no hacia una ausencia,
no hacia un blanco que suspende, que
anula,
sino hacia
una velocidad más allá de la muerte, en esa
vibrancia o intemperie
en que la vida ya no hace letras o huellas
ni pacta con los silenciamientos,
una vida fuera del tiempo reticulado.
un niño en el que crece un lunar que es un terremoto
Más allá de las colinas de nieve está el colegio de los amigos imaginarios
una
Aurora
Boreal
“La infancia es siempre una forma de ponerse fuera de alcance, de subvertir la lógica adulta
mediante la rapidez de sus desplazamientos”
Los niños que caminan en la nieve presencian las migraciones de los animales: los caribús, los
lobos, los petreles, los págalos, los lemmings, los osos polares, los bueyes almizcleros, los
zorros y los pingüinos. Ven, creen ver, fabrican un ver manadas de mamuts a lo lejos. Mamuts
enormes, de varias decenas de metros de alto, avanzando entre la niebla de las lejanías. Las
lejanías que se multiplican por todas partes en la nieve. No indiferenciada, la nieve es
ondulante, musical, vibrante de atolones energéticos. Por su superficie escarcea un alba sin
principio ni final, un alba en la que alguien está escribiendo simultáneamente en todas las
flores del tiempo.
Los niños que arrastran su trineo de cristal por la nieve, los niños que van dejando huellas
cada vez más de pezuña en la nieve, cada vez más ritmos de trote, de bosque desplazándose,
esparciéndose, un centelleo cuadrúpedo e hirsuto, lanudo, un jadeo de crines escarchadas.
Iridiscentes velocidades, los niños que devienen animal y trineo en las lomas nevadas, que se
lanzan como chorros a rodar y a rodar hasta volverse bolas de nieve explotan blanco sobre
blanco, blanco floreciendo en el blanco, blanco gritando, blanco a carcajadas blancas, conejos
salpicando las lenguas, sus hexágonos, sus huracanes de copos y papilas.
3.
El gerundio es el tiempo de los dioses, o la nieve es el tiempo de los dioses. Templos nevados
donde resuenan voces de niños de diversas épocas o pétalos. Templos donde los niños crean
juegos. Templos abandonados en islas donde ya no hay humanos y prosperan los venados.
Islas, y venados haciendo reverencias al sol que brota del mar y sus libros de espuma. Islas, y
venados haciendo reverencias a la luna llena que dispara nubes de esporas de luz. Pastizales
bioluminiscentes, y una luna con cornamenta transparente, enorme, de varios miles de
kilómetros, un sueño de ópalos maduros abriéndose solos, repletos de azúcar.
Soy un niño que creía en dios pero se lo comió una casa de mil y un raíces. Hace poco, en la
entrada de un temazcal o un iglú, vi un ojo de dios, y pensé por primera vez en mucho
tiempo en el amor de dios. Por el nombre, “ojo de dios”, entró aquello en singular, pero ahí,
entre los humos y los aromas y esa oscuridad cálida que nutre un nacer, se intuían
pluralidades hilándose en enjambres, postulando bailes a las divinas direcciones.
4.
en ese masticar con las estrellas, y hacer crujir sueños entre las mejillas y las estrellas
o entre las nalgas y las estrellas
nevazón de un innominal
borrasca
los millones de oídos en el oído saltan por doquier cuando la nieve anega
libres para trazar en las direcciones cuales quieran sus nuevas vidas, sus ritmos,
sus velas, el sol azul que han visto nacer en sus sueños durante miles de años, ese sol azul que
ha devenido verde, oleajes, aromas que caminan en los bosques de las montañas, entre la
niebla, los helechos y la luz que brota
de las huellas de los venados
5.
fronteras en la nieve
fronteras invisibles,
imperceptibles
al pasarnos deslizando
en bolsas de basura, en neumáticos,
nieve
jugando
amando
7.
ZOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOM!!!!!!!!!
¡¡¡¡PAFFFF!!!!!
DAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO
TOOOOOOOOING!!!!
TOING-TOING! TOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOING!
Son los niños los que inventan los juguetes. No se inventan juguetes para los niños. Mientras
que los hombres se transformaron en inventores de herramientas, los niños devienen cada vez
creadores de juguetes, porque a diferencia de las herramientas, los juguetes no están referidos
a un propósito ulterior que puedan cumplir de una vez por todas, sino que acontecen cada
vez singulares —toda partida, todo movimiento de juego es “único”. Todos los niños
inventan varios juegos en los que devienen juguetes: es a partir de ese éxtasis que pueden
crear juguetes, aliados de (su) devenir.
Para los adultos, los juguetes siempre serán solamente copias. Referidos automáticamente a
un orden trascendental, los supeditan al Modelo o primero de la serie, que funge de núcleo
del sistema de valores del mundo adulto. Por eso, la historia de Pinocho, tal y como nos es
contada por los adultos, dice que Pinocho es un artificio, un niño de madera, que desea
convertirse en un niño de verdad. Los niños sabemos que en Pinocho operan alianzas mucho
más finas que las relaciones de verdad o realidad. Sabemos, para partir, que Pinocho produce
niños deslizantes, niños que esquivan los regímenes de captura. Sabemos, también, que ese
corte automático que se opera sobre Pinocho y lo relega al artificio de la marioneta creada
para entretención de los hombres, no puede cortar esa vasta conciencia de madera que aflora
en Pinocho: recuerda la fotosíntesis como una vida “anterior” aconteciendo simultáneamente
a su vida “presente”, imagina en la diversas configuraciones de sus células la velocidad de
extensión de las hierbas, sus sueños aparecen como una divina anomalía de la savia o como la
aglomeración de los sonidos de los movimientos de la savia en los árboles de un bosque, un
zumbar casi un rugido de silencios.
Todos esquivamos el recuerdo del final de la película donde Pinocho aparece ya como un
niño real: lo esquivamos porque se nos dice que es Pinocho y vemos y sabemos claramente
que no lo es, que no puede ser él. ¿Por qué? Porque sabemos que Pinocho es un niño
cualquiera, y ese niño “real” que ahí nos presentan, en ese final que precipitan, es un niño
“genérico”: precisamente la clase de niño que sólo puede producir la conjunción de la escuela,
la familia, el Estado, etc. Pinocho, que era salvaje, un hervor de posibilidades, es pasado por
los filtros trascendentales del Hada Azul, y en un último instante de pesadilla nos
demuestran que nos quieren devorar en una imagen anodina de nosotros mismos: pero
nosotros somos en relación a la existencia un casi, y ninguna captura puede terminar de una
vez y para siempre con las intemperies que consistimos.
Si algo nos demuestra ese final atropellado de Pinocho del que hablamos, es el pavor a que las
aventuras de éste sean interminables, a que Pinocho se deslice una y otra vez de su supuesto
propósito de transformarse en un niño de verdad —incluso a que se deslice fuera de la misma
película. Por eso, decíamos, el ritmo vertiginoso y ya histéricamente pesadillezco con que la
trama desemboca en la transformación de Pinocho, refleja la dificultad de exterminar lo que
llamaremos las máquinas de creación de niños. Allí donde el Estado y sus instituciones, la
familia, el mercado, producen puerilidades codificadas, las máquinas de creación de niños
crean a partir de lo incalculable, de los posibles, los virtuales, de una infancia sin ulterioridad
sino inmanente a sus infinitos mundos. Es esa inmanencia a la creación de mundos la que
siempre se ha buscado domesticar: los niños excedemos la política que se restringe a la polis y
los humanos, nos aventuramos por las políticas de las estepas, de las praderas, de los
archipiélagos, deambulamos por los ecotonos donde los humanos umbralan como un animal
más.
Bataille se equivoca al tratar de comprender a los niños bajo conceptos como soberanía o
transgresión. Esos conceptos existirían sólo en relación a un orden adulto dado que, en
definitiva, presta oídos sordos a lo proteico y nómada que juega en los niños, eso en lo que se
juegan los niños. Las expresiones de libertad niñas no constituyen nunca una soberanía: son
demasiado anárquicas como para constituirse. Se inflan, se vuelven vastas, ondulan, llueven,
irradian, corren, jadean, perfuman, eclosionan, soplan, centellean. No se trata, como quería
Bataille, de los niños contra los padres, ni siquiera se trata de los niños contra el Estado o
contra el mercado, porque, en definitiva, no se trata de los niños determinados en relaciones
binarias. Con Pinocho nos deslizamos velozmente de esos horizontes en aras de un aquí que
las instituciones disimulan y saturan sistemáticamente: el mundo. Habría que escribir alguna
vez una segunda parte de Pinocho, que en realidad sería la primera: sería en verdad un libro
de aventuras en el que Pinocho recorrería el mundo, un mundo sin confines, lleno, a su vez,
de mundos.
Los niños estamos en una relación de juego con el mundo —en una alianza de juego.
Así como los poemas transcurren en la página en blanco, las aventuras de los juguetes y de
los niños que devienen juguetes transcurren en tiempos en blanco. Poemas y aventuras se
conectan en la cuarta dimensión. Con sus patas múltiples, iridiscentes, corren a través de los
sueños del tiempo.
Para los niños que devienen juguetes, los juguetes son olas que alcanza su expansión, su
euforia: personajes, como él mismo, de un devenir, de toda una dimensión en devenir. Como
los bodhisattvas de mil mundos se congregaban en una Sri Lanka voladora, espumeante,
compuesta de joyas, así los niños y los juguetes se congregan en la creación de
espaciotiempos. La revolución de las semillas es la revolución de los niños: el nacimiento de
un desde los nuevos mundos.
Pinocho navega entre innumerables islas: la isla de los juguetes, la isla de los jaguares, la isla
de los nautilos, la isla de los lotos, la isla de las libélulas, la isla de Idavöllr, la isla de los
maniraptores, la isla de los capibaras, la isla de los cavas, la isla de los grifos, la isla de los
soles, la isla de las ballenas, la isla de las abejas, la isla de los estorninos. Lejos de la escuela,
de Gepetto y el Hada Azul, Pinocho ha devenido kaweshkar, maorí. Su cuerpo tatuado de
yubartas y delfines, navega una canoa o un cristal donde afloran patrones haidas y escitas.
“Si uno fuera de verdad un indio, siempre alerta, y sobre el caballo galopante, sesgado en el
aire, vibrara una y otra vez sobre el suelo vibrante, hasta dejar las espuelas, pues no había
espuelas, hasta desechar las riendas, pues no había riendas, y por delante apenas veía el
terreno como un brezal segado al raso, ya sin cuello ni cabeza de caballo”