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ERUPCIONES VOLCANICAS

Pocos espectáculos naturales habrá tan grandiosos como el que ofrecen los cerros nevados en
la cordillera de los Andes. Para hacerse cargo de la magnitud y de la elevación de esas moles,
verdaderamente estupendas, es indispensable un punto de vista bien adecuado; viéndolos de
muy cerca, los cerros más elevados parecen pequeños y se pierde la ilusión de su grandeza.

En ciertas noches, cuando el cielo está despejado, la atmósfera limpia y el aire sereno, los cerros
nevados adquieren un tinte de nácar; y, vistos a los extremos del horizonte, alumbrados por la
luz apacible de la luna, tienen un aspecto de muda solemnidad, que llena de suave melancolía
el alma y la estimula a pensar en sus destinos eternos.

Mas, cuando alguno de esos titanes de la cordillera se enfurece; cuando atiza sus hornos y da
impulso a sus calderas, entonces la escena es aterradora: un bramido subterráneo, ronco y
prolongado, es la señal de-que el monte reaviva su actividad; las detonaciones se suceden unas
a otras, y semejan descomunales marejadas que se estrellaran contra la costra terrestre, en los
profundos antros del globo; el ruido subterráneo va viniendo como de lejos; crece, aumenta,
estalla, y un estruendo como el de innumerables carros, que rodaran con ímpetu desapoderado,
precede algunos instantes al terremoto.... Al ruido sigue la conmoción; las bases de la cordillera
se desequilibran, los cerros bambolean, el suelo se agita, unas veces con sacudimientos
horizontales, otras con levantamientos bruscos de abajo para arriba; las colinas se trastornan y
el cauce de los ríos queda obstruido. Con ímpetu furioso las aguas derriban el dique, saltan y se
precipitan, hinchando el álveo, estrecho ya al gran volumen de la corriente, que echa por tierra
cuanto encuentra, troncha los árboles y los arrebata, golpeando las orillas y bramando con ruido
aterrador.

No siempre los terremotos en el Ecuador están acompañados de erupciones volcánicas; antes,


de ordinario, sucede que éstas se verifican cuando la tierra se mantiene tranquila.— El Cotopaxi
se despoja de la cortina de nubes que lo ocultaban a la vista; el cono gigantesco, con sus formas
regulares, se deja ver limpio, con un manto de nieve cuya blancura argentina brilla iluminada
por los rayos del sol; todo es silencio, todo parece en calma; de improviso se oye un bramido
prolongado y monótono; el ruido se repite, crece; un mugido obscuro sucede casi sin
interrupción a otro mugido, y el suelo parece que se sacude conforme la onda sonora se va
alejando bajo de la tierra. Un penacho de humo denso comienza a salir majestuosamente por el
cráter; sube derecho, erguido, y luego, batido por el viento, se escarmena en la atmósfera; el
aire se obscurece, la claridad del día se apaga y una lluvia copiosa de ceniza cae en medio de una
aterrante obscuridad.— Los bramidos del volcán continúan; llamas de fuego salen del cráter, se
elevan, tiemblan, se doblan, lamen con rapidez las paredes superiores del cono; las nieves se
derriten y torrentes de agua lodosa y de lava encendida bajan tronando; llegan al valle, se
derraman, chocan con los edificios; un remolino de lodo, agua y lava, los envuelve, cae sobre
ellos, los arrolla, los derriba y arrastra lejos sus escombros.... No hay espectáculo tan aterrador
como una erupción volcánica: lo grandioso, lo sublime, anonada al espectador.

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