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Pocos espectáculos naturales habrá tan grandiosos como el que ofrecen los cerros nevados en
la cordillera de los Andes. Para hacerse cargo de la magnitud y de la elevación de esas moles,
verdaderamente estupendas, es indispensable un punto de vista bien adecuado; viéndolos de
muy cerca, los cerros más elevados parecen pequeños y se pierde la ilusión de su grandeza.
En ciertas noches, cuando el cielo está despejado, la atmósfera limpia y el aire sereno, los cerros
nevados adquieren un tinte de nácar; y, vistos a los extremos del horizonte, alumbrados por la
luz apacible de la luna, tienen un aspecto de muda solemnidad, que llena de suave melancolía
el alma y la estimula a pensar en sus destinos eternos.
Mas, cuando alguno de esos titanes de la cordillera se enfurece; cuando atiza sus hornos y da
impulso a sus calderas, entonces la escena es aterradora: un bramido subterráneo, ronco y
prolongado, es la señal de-que el monte reaviva su actividad; las detonaciones se suceden unas
a otras, y semejan descomunales marejadas que se estrellaran contra la costra terrestre, en los
profundos antros del globo; el ruido subterráneo va viniendo como de lejos; crece, aumenta,
estalla, y un estruendo como el de innumerables carros, que rodaran con ímpetu desapoderado,
precede algunos instantes al terremoto.... Al ruido sigue la conmoción; las bases de la cordillera
se desequilibran, los cerros bambolean, el suelo se agita, unas veces con sacudimientos
horizontales, otras con levantamientos bruscos de abajo para arriba; las colinas se trastornan y
el cauce de los ríos queda obstruido. Con ímpetu furioso las aguas derriban el dique, saltan y se
precipitan, hinchando el álveo, estrecho ya al gran volumen de la corriente, que echa por tierra
cuanto encuentra, troncha los árboles y los arrebata, golpeando las orillas y bramando con ruido
aterrador.