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JANE FEATHER

Boda en San Valentín

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Boda en San Valentín

JANE FEATHER
Boda en San Valentín
A Valentine Wedding (1999)

AARRGGU
UMMEEN
NTTO
O::

De niños, lady Emma Beaumont y lord Aladair Chase habían sido amigos inseparables, y más
tarde, novios prometidos. Pero algo salió mal y Emma lo abandonó a un paso del altar. Dos años
después, Emma hereda una sustanciosa fortuna pero sujeta a una pequeña condición: hasta el día
en que se case no podrá gastar ni un centavo sin el consentimiento de Alasdair.
La idea de tener que acudir a él y ver su sonrisa sardónica cada vez que necesite dinero se le
hace insoportable, así que Emma le jura que antes del día de San Valentín tendrá un esposo… y un
amante.
En adelante, Alasdair empleará todas sus energías en convencer a la terca y apasionada Emma
de que él le conviene más que cualquier otro hombre. ¿Lo conseguirá?

SSO
OBBRREE LLAA AAU
UTTO
ORRAA::
Jane Feather nació en El Cairo, aunque creció en New Forest, en el
Sur de Reino Unido, donde cursó estudios de asistente social. En 1978,
se trasladó a Nueva Jersey (Estados Unidos) junto a su marido y sus tres
hijos y allí prosiguió su formación en psiquiatría social. Tres años
después, en 1981, la familia se mudó a Washington, D. C., ciudad en la
que Jane Feather encontró la paz necesaria para iniciar su carrera de
novelista. Tanto la formación académica de la autora como su
experiencia profesional le han sido de utilidad para dotar a los
personajes de sus novelas de una gran agudeza psicológica.
Jane Feather es una de las escritoras de novela romántica de mayor fama y reconocimiento
mundial. Con más cinco millones de libros vendidos en todo el mundo, la autora ha obtenido
varios premios importantes que la sitúan en las primeras posiciones del ranking de escritoras
superventas del género.
Sus novelas se caracterizan principalmente por la originalidad de las ambientaciones, historias
que transcurren en diferentes periodos históricos y los lugares más diversos: desde la común
Inglaterra a Francia, España o Rusia.
La obra de Jane Feather también destaca por la precisión con la que la autora construye los
personajes. Habitualmente, se trata de mujeres de fuerte carácter, independientes y decididas a
luchar por aquello en lo que creen. Tampoco faltan en sus relatos originales y sensuales escenas
de amor.

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PPRRÓ
ÓLLO
OGGO
O

Torres Vedras, Portugal


18 de julio de 1810

— Nos están alcanzando, Ned.


Quien esto decía se había girado sobre la silla de montar apoyando la mano sobre la grupa del
caballo para mirar hacia el oscuro paisaje que dejaban atrás. Apenas podía ver algo más que el
polvo levantado por aquella precipitada persecución. Le lanzó una mirada de angustia a su
compañero. Edward Beaumont, quinto conde de Grantley, iba inclinado sobre la cruz de su caballo
y tenía la espalda mojada de sangre.
—Ya lo sé —dijo éste sin prestar demasiada atención y jadeando a causa del dolor que le
causaba intentar introducir aire en sus maltrechos pulmones. Tenía los labios empapados de
sangre—. No puedo dejarlos atrás, Hugh. Tienes que seguir y abandonarme aquí.
—No, no voy a hacer eso. —Hugh Melton se echó hacia delante y, arrebatándole las riendas a
su compañero, azuzó al caballo—. No te abandonaré en manos de esos bárbaros portugueses. Al
alba estaremos en Lisboa. ¡Ánimo, Ned!
—No. —Aquella rotunda negación tenía más fuerza que cualquier cosa que Ned hubiera dicho
desde que un francotirador portugués le disparara en la espalda una hora antes. Gastando sus
últimas fuerzas, tiró de las riendas. El caballo relinchó y dio un brinco, confundido por lo
contradictorio de las órdenes recibidas—. Maldita sea, Hugh, tienes que seguir... sálvate.
—Rebuscó durante unos instantes en el interior de la chaqueta—. Está en juego más de lo que
crees.
Hugh guardaba silencio. Durante muchos meses, desde el inicio de la campaña de Portugal a las
órdenes de Wellington, había supuesto, o más bien sospechado, que su amigo tenía una misión
más compleja de lo que su simple cargo como ayuda de campo del duque hacía pensar. Suponía
también que el propósito de esa excursión a Lisboa desde las líneas de Torres Vedras no era
únicamente disfrutar de unos merecidos días de permiso.
—Toma. —Ned había sacado dos paquetitos. La sangre manchaba el pergamino con el que
estaban envueltos. Se inclinó para alcanzárselos a Hugh—. Envíalos con el primer barco que zarpe
de Lisboa.
—¿Qué son? —preguntó, aunque sabía que Ned no le daría una respuesta clara.
—Envía éste a la Guardia Montada... a Charles Lester. —Ned cogió aire como pudo mientras le
indicaba uno de los paquetes—. No he escrito las señas... sería muy arriesgado. Hazlo tú cuando
llegues a Lisboa ¡y asegúrate de despacharlo con el primer barco!
Hugh cogió el paquete y se lo guardó en el interior de la guerrera.
—Éste otro es para mi hermana, lady Emma Beaumont, vive en Cirantley Manor, en Hampshire.
—Ned dio un grito ahogado mientras sostenía el segundo paquete—. Por el amor de Dios, Hugh,
¡corre! El paquete para la Guardia no debe caer en sus manos.
Ned se quedó desplazado a un lado sobre la silla; las riendas se le escaparon de las manos. Los
estribos eran lo único que le impedía caer.

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—¡Santo cielo! —exclamó Hugh haciéndose de nuevo con las riendas antes de que Ned se
desplomara al suelo.
—Ayúdame a bajar —dijo Ned entre jadeos—. Ya no me sostengo sobre la silla... por el amor de
Dios, aprisa. Cuando me encuentren se detendrán y ganarás unos minutos. Podrás dejarlos atrás.
—Por un instante, hubo un destello de desesperación en sus ojos, entre pardos y dorados, por
otro lado cada vez mal apagados.
Hugh hizo que su caballo diera media vuelta. Tomó en brazos a su amigo y lo tendió sobre la
tierra, dura y seca a causa del verano y templada aún por el calor del sol. Se quedó mirándolo con
impotencia, mientras la sangre, inexorable, empapaba el suelo. De pronto, la apacible atmósfera
del atardecer dejó oír un rumor de cascos batiendo sobre la tierra.
—Por lo que más quieras, Hugh —dijo Ned parpadeando—, no me dejes morir en vano.
Hugh se decidió al fin. Saltó a lomos de su caballo y partió al galope. Intentó no pensar en su
amigo tendido en el polvo a la espera de las atenciones de quienes les venían persiguiendo desde
primera hora de la tarde. Si lo que buscaban eran los paquetes, no iban a encontrarlos. Al alba
estarían en Lisboa, en el primer barco que partiera rumbo a Inglaterra.
Los cuatro jinetes detuvieron a sus caballos al llegar a la altura del cuerpo inerte tendido en el
suelo y su montura, que pacía tranquilamente en un matorral. Uno de los jinetes, cuyos
abundantes galones y charreteras daban prueba de su rango, desmontó del caballo maldiciendo.
Se inclinó sobre Ned.
—Aún vive —dijo con voz grave mientras le apartaba las ropas ensangrentadas y doblaba al
hombre sobre su vientre sin hacer caso de las heridas. Mientras lo cacheaba sin éxito, no dejaba
de blasfemar—. No los tiene. Vosotros dos id a por el otro. Pedro y yo no quedaremos con éste.
Mientras viva, tendrá lengua para hablar.
Ned oyó aquellas palabras como si llegaran de muy lejos. Sus labios esbozaron una extraña
sonrisa cuando lo levantaron cogiéndolo por la espalda. Echó un vistazo a aquel rostro moreno
que lo observaba desde arriba con duros ojos negros y una boca cruel bajo un bigote demasiado
encerado.
—Lo lamento, coronel —murmuró en portugués—. Tal vez tenga lengua, pero no está a su
servicio. —Cerró los ojos, sonriendo todavía. Ante él surgió entonces otro rostro, con unos ojos
dorados como los suyos y una amplia sonrisa en los labios—. Em... —dijo, y murió.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0011

Grantley Manor, Inglaterra


Diciembre de 1810

—¡ Es un escándalo! ¡Es intolerable! De ninguna manera pienso permitirlo.


Emma Beaumont apretaba entre las manos un pañuelo con encajes y caminaba de un lado a
otro por el elegante salón. El dobladillo de su vestido de crepé gris paloma ondeaba a su paso.
—Oh, Emma, querida, no puedes hablar así —dijo una dama de mediana edad ataviada con un
vestido de seda negra y polisón. Negaba vehemente con la cabeza y, al hacerlo, los extremos de la
papalina le tocaban las mejillas.
—¿Acaso no tengo derecho, María? —exclamó furiosa lady Emma—. Señor Critchley, hay que
hacer algo al respecto. Insisto. No puedo imaginarme lo que pensaría Ned.
Siguió un silencio embarazoso. Critchley, el abogado, tosió tapándose la boca y manoseó con
impaciencia unos documentos. La dama de mediana edad se abanicaba vigorosamente. En un sofá
ornado con volutas doradas estaba sentada una pareja de edad más avanzada con la mirada
perdida en el vacío. El varón daba monótonos golpes de bastón sobre la alfombra de Aubusson,
mientras su esposa fruncía los labios y movía ligeramente la cabeza, como si pretendiera justificar
algo.
—Emma... ¡Emma! —dijo una voz desde el otro extremo de la estancia—. Estás haciendo que
todos se sonrojen.
Era Alasdair Chase, que estaba apoyado en la librería con las manos hundidas en los bolsillos de
sus bombachos de gamuza. El barro de las botas indicaba que había pasado el día de caza. Se
podía distinguir un brillo malicioso en aquellos ojos verdes y un gesto sardónico en los labios.
—Todos menos tú, Alasdair, si no me equivoco —dijo Emma volviéndose hacia su
interlocutor—. Dime, ¿con qué argumentos convenciste a Ned para que se prestara a esta... mofa
intolerable?
El golpeteo del bastón se hizo más perceptible; el anciano tosió con fuerza tapándose la boca.
—¡Emma! —protestó María oculta tras su abanico—. Piensa en lo que estás diciendo.
—Tiene razón, Emma... piensa un poco —murmuró afligido el abogado.
Emma se ruborizó y se llevó las manos a las mejillas.
—Yo no quería...
—Si tienes algo que recriminarme, Emma, hazlo en privado —dijo Alasdair apartándose de la
pared y avanzando hacia ella. Caminaba con paso ágil; su cuerpo esbelto era flexible como un
estoque y daba la impresión de sinuosidad y velocidad más que de fuerza muscular. Tocó con una
mano el codo de Emma—. Ven —ordenó con voz suave, y se la llevó hacia una puerta en la pared
del fondo.
Emma lo acompañó sin protestar. Todavía estaba sonrojada y seguía apretando el pañuelo, ya
rasgado, pero pese a todo había recuperado el control de sí misma y volvía a ser consciente de en
presencia de quién estaba y de lo impertinentes que habían sido sus palabras.

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Alasdair cerró la puerta detrás de ella. Estaban en una pequeña sala de música en la que había
un elegante piano y un arpa dorada. Alasdair se sentó al piano, levantó la tapa y tocó una escala.
La vibración de las notas llenó todo el cuarto.
Emma fue a la ventana. Era invierno, las tardes eran cortas, los árboles, ya sin hojas, se mecían
bajo el viento del nordeste que soplaba desde el estuario del Solent.
Las notas se extinguieron y Emma oyó el delicado sonido de la tapa del piano al cerrarse. Se dio
la vuelta. Alasdair estaba de pie, de espaldas al instrumento y con las manos apoyadas detrás,
sobre la tapa de madera de cerezo.
—¿Y bien? —dijo enarcando una ceja—. A solas puedes decir lo que te plazca. No me ofenderé.
—Tampoco tendrías derecho —replicó Emma—. Todo esto lleva tu firma, Alasdair. ¿Crees que
ignoro que eras capaz de manipular a Ned cuando te venía en gana?
La enjuta mejilla de Alasdair se puso a temblar y sus ojos se cerraron imperceptiblemente.
—Si eso es lo que crees, es que no conocías a tu hermano tan bien como todos creíamos —dijo
sin expresar emoción.
—Si no fuiste tú, ¿quién fue? —gritó ella—. No me creo que Ned me hiciera una jugarreta así
por iniciativa propia.
—¿Por qué te parece una jugarreta, Emma? —preguntó Alasdair encogiéndose de hombros—.
¿No puede ser que Ned creyera estar actuando en tu interés?
—¡Por favor! —exclamó Emma llevada por un arrebato de furia. Se puso a caminar
nuevamente. Alasdair, cuyos ojos volvían a brillar, miraba cómo iba de un lado a otro de la
pequeña habitación.
Lady Emma Beaumont medía un metro y setenta y cinco centímetros descalza y tenía una
figura generosa. Alasdair Chase, que la conocía íntimamente, sabía que su altura disimulaba las
sinuosas curvas de su cuerpo; se quedó, como a menudo le sucedía, ausente imaginando la figura
oculta bajo aquel elegante vestido: el maravilloso y abundante busto, la larga curva de la espalda,
las torneadas caderas, la tersa ondulación de las nalgas.
De repente volvió a sentarse al piano y levantó la tapa. Tocó otra escala.
Emma se quedó quieta.
—Cariño, deberías haber aceptado de buen grado —dijo distraídamente Alasdair por encima
del hombro, sin dejar de tocar las teclas—. Comportándote así no consigues más que ponerte en
evidencia.
Vio que la boca de Emma se tensaba, que los ojos, más dorados que pardos, bullían con un
destello de rabia. Entró un poco de viento por la rendija que había entre el cristal y el marco de la
ventana. El fuego crepitó en el hogar y se levantó una llama; unas velas de cera ardían en los
brazos de un candelabro situado sobre la consola de debajo de la ventana. La luz le iluminó el
pelo. Alasdair siempre había pensado que tenía un pelo precioso. Un pelo en el que el ónice se
mezclaba con el caoba entre mechas doradas como el trigo en verano. Recordaba que de niña
dominaban los colores más claros, pero a medida que fue creciendo aumentaron las vetas oscuras.
—No me digas eso —dijo Emma en voz baja pero con firmeza.
—Como quieras —contestó Alasdair dándose la vuelta y encogiéndose de hombros
ligeramente.

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Tras un instante de duda, Emma se dirigió hacia la puerta que conducía al salón. Tenía los
hombros tensos. Abrió la puerta y salió de la sala de música.
El escenario no había cambiado desde su abrupto mutis de hacía diez minutos. Los cuatro
ocupantes de la estancia seguían sentados en la misma posición, como congelados por un toque
de varita mágica. Se revolvieron nerviosos al verla llegar con Alasdair a su espalda.
—Señor Critchley, ¿tendría la amabilidad de releer el testamento de mi hermano? —preguntó
con un tono de voz más moderado, aunque en su cuerpo todavía era palpable la tensión—. Desde
el principio, por favor.
El abogado se aclaró la garganta, desenrolló los documentos y empezó a leer aquella jerga legal
que, según el parecer de Emma, confirmaba la muerte de Ned con más rotundidad que la
notificación formal de la Guardia Montada, la carta personal del duque de Wellington y el aluvión
de mensajes de amigos y colegas; con más firmeza incluso que el desgarrador relato que Hugh
Melton había hecho de la herida y muerte de Ned durante la estéril persecución entre Torres
Vedras y Lisboa.
—Puesto que su hermano ni estaba casado ni tenía herederos directos, el título, Grantley
Manor y la mansión Grantley de Londres quedan vinculados a su tío, lord Grantley. —El abogado
levantó la cabeza y miró al anciano, que estaba sentado muy recto en el sofá.
El sexto conde hizo un solemne gesto de asentimiento con la cabeza y la condesa se alisó la
falda de seda negra.
—No hay prisa, querida —dijo el conde con humor—. No hay ninguna prisa.
—En absoluto, no queremos que pienses que queremos echarte de la casa, querida Emma —
dijo la condesa—. Es una verdadera lástima que no hayas encontrado marido todavía. Creo que
haremos muy pocos arreglos, así que puedes quedarte el tiempo que quieras como invitada, hasta
que te instales a tu gusto.
—No temas, no tengo pensado buscar cobijo bajo vuestras faldas —dijo Emma secamente—.
Por favor, continúe, señor Critchley.
El abogado estaba incómodo. Había sido a esta altura del testamento cuando lady Emma había
perdido los estribos en la lectura anterior.
Alasdair había vuelto a su antigua posición junto a la librería, con las manos en los bolsillos.
Parecía divertido, cuando no indiferente, pero no dejaba de observar a Emma con los ojos
entrecerrados. Le pareció que no había por qué temer otra demostración pública de furia.
—Lady Emma, usted es la heredera de su hermano, por lo tanto hereda usted todos los bienes
no vinculados —dijo el señor Critchley—. Es decir, el grueso de su fortuna. —Miró al sexto conde y
a la condesa como si quisiera disculparse.
—Debo decir que parece muy impropio de Edward —declaró lady Grantley—. Mira que no
dejarle nada a su tío... sobre todo teniendo cuenta que lord Grantley será el responsable de
administrar las propiedades.
—Las rentas bastarán para administrarlas —apuntó Emma apretando los labios.
—Seguro que sí... seguro que sí —dijo lord Grantley haciendo un gesto de aceptación con la
mano, pues tenía un temperamento mucho más conciliador que el de su esposa.

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—Lord Grantley comprobará que las propiedades se administran solas si las deja en las capaces
manos de Dresden y sus ayudantes —dijo Alasdair sacudiéndose una mancha de barro del puño de
la chaqueta.
—Lord Grantley hará lo que crea oportuno. Nombrará a su propio administrador y a sus
ayudantes —contestó sentenciosamente la señora.
—Entonces es que es más necio de lo que creía —murmuró Alasdair tan bajo que sólo lo oyó
Emma. Sus ojos se encontraron y él le guiñó un ojo con complicidad.
En un momento la tensión desapareció de la mirada de Emma y sus labios insinuaron una
sonrisa. Luego recordó sus agravios y se dio repentinamente la vuelta. Alasdair siempre se las
arreglaba para hacerle olvidar sus enfados con él. Era una de sus cualidades más exasperantes.
Con Ned hacía lo mismo. De chiquillos, cuando dejaban el internado por vacaciones, Alasdair
terminaba siempre por meterle el diablo en el cuerpo a Ned, que por lo común era un muchacho
muy pacífico. Luego, en un visto y no visto, le gastaba una broma y lo engatusaba de tal forma que
a Ned no lo quedaba otra opción que echarse a reír.
—¿Podemos seguir, señor Critchley? —preguntó Emma, de nuevo con voz afilada.
—El difunto conde nombró a lord Alasdair su albacea testamentario y fideicomisario de la
fortuna de lady Emma, hasta el momento en que ésta se case.
Emma contuvo la respiración, dejando oír un silbido.
—¿Y cuáles serían exactamente las atribuciones de lord Alasdair en tanto que fideicomisario de
mi fortuna?
El señor Critchley se sacó del bolsillo un pañuelo blanco y bien doblado, lo desplegó y se sonó
ruidosamente.
—Su hermano, lady Emma, le ha conferido a lord Alasdair poderes para administrar su fortuna.
Lord Alasdair goza de control absoluto. —Se tapó la cara otra vez con el pañuelo y añadió
tímidamente—: Su hermano, señora, también previo compensar a lord Alasdair por las molestias
que esto pueda representarle. El señor recibirá una asignación anual de... —Rebuscó entre los
papeles—. Cinco mil libras... sí, eso es. Cinco mil libras.
Emma dio una vuelta al salón con paso agitado y ruborizándose por momentos.
—Es intolerable —dijo, pero todos los presentes vieron que se contenía.
—Oh, Emma, ¡no irás a molestarte por tan mísera suma! —se quejó Alasdair enarcando una
ceja—. No te darás ni cuenta, querida. Además, te aseguro que me haré merecedor de ella.
—¿Y cómo piensas hacerte merecedor de ella? —preguntó ella dándose la vuelta para mirarlo.
—Asegurándome de que tu fortuna se incremente. Tengo un don para esas cosas, como muy
bien sabía Ned —contestó sonriendo.
—¿Y qué sabes tú de inversiones, cotizaciones, porcentajes o comoquiera que se llamen —dijo
Emma—, si en tu vida has tenido un penique?
—Muy cierto —dijo él cruzándose de brazos y mirándola con una media sonrisa—. Mi querido
padre, como todos sabemos, no era lo que se dice un hombre ahorrador.
—Mala sangre —murmuró lord Grantley—. Le viene de la madre. Todos los Bellingham tienen
mala sangre. La mayoría son jugadores empedernidos. Una vez vi perder a tu abuela seis mil
guineas de una sentada. Y tu padre era igual.

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—Así se explica mi penosa situación —asintió Alasdair sin entusiasmo—. El hijo menor de un
jugador empedernido... —Se encogió de hombros—. De todos modos, creo que nos estamos
desviando de la cuestión.
Emma callaba. El padre de Alasdair, el conde de Chase, había sido un tirano despiadado.
Aficionado a la bebida y al juego, una noche, regresando de una partida de cartas, se cayó del
caballo y se rompió el cuello, dejando una propiedad hipotecada hasta los cimientos y más deudas
de las que fuera posible pagar con cualquier fortuna. «Alasdair, el menor de tres hermanos, no
tiene ni un penique a su nombre, aunque viéndolo nadie lo diría», pensó Emma. «Vive
desahogadamente, pero no se sabe cómo.»
—No me molestaría si Ned te hubiera dejado veinte mil libras —dijo molesta—. Eras su amigo
más íntimo... más íntimo que un hermano. Pero me niego rotundamente a aceptar tu autoridad
sobre mis gastos. ¿Es que voy a tener que pedirte mi asignación trimestral? ¿Y si quiero renovar
las caballerizas? ¿Tendrás que dar el visto bueno a todos mis gastos cotidianos? —Se quedó
mirando fijamente a Alasdair y a continuación al abogado.
—Querida Emma, estoy segura de que lord Alasdair te complacerá en todo —dijo María
levantándose de una silla—. Además, no querrás tener que controlar tus finanzas tú misma. Sería
tan... tan impropio de una dama. Es mucho mejor dejar esos sórdidos detalles en manos de un
hombre. Los hombres tienen una mentalidad más adecuada para esa clase de asuntos. Estoy
segura de que Ned lo hizo pensando en tus propios intereses... hasta que te cases. —Se acercó a
Emma y le puso una mano en el hombro—. Tal vez deberías echarte en la cama y descansar un
poco antes de la cena.
—¿Desde cuándo necesito descansar antes de cenar, María?
—Bueno, la verdad es que nunca lo haces —dijo la dama—. Pero la de hoy ha sido para ti una
tarde agotadora.
—¿Sólo agotadora? —cortó Emma, y dirigiéndose al abogado agregó—: Y bien, señor, ¿tiene
respuesta a mis preguntas? ¿Qué grado de autoridad le ha conferido mi hermano a lord Alasdair?
El abogado se frotó los labios con la punta de los dedos.
—En virtud de la naturaleza del fideicomiso, señora, el fideicomisario deberá revisar todos los
gastos —dijo vacilante—. Sin embargo, no tiene jurisdicción en ningún otro ámbito.
—Vaya, soy afortunada. ¿No debo pedir su consentimiento para casarme, por ejemplo? —
preguntó con sarcasmo—. ¿O para decidir adónde voy a vivir?
—No, en absoluto, lady Emma. Sois mayor de edad —dijo con indignación el abogado
meneando la cabeza.
Emma frunció el ceño y bajó la mirada a la alfombra que tenía a los pies. Resiguió el dibujo con
la punta de su zapatilla de satén azul.
—Me imagino que no hay manera de anular el testamento.
—Ninguna, lady Emma.
Emma asintió sin prestar atención.
—Si me disculpan —dijo con una voz que sonaba distante, y se fue hacia la puerta de la sala de
música, por donde desapareció cerrando la puerta tras de sí.

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—Siempre dije que tenía unas maneras muy extravagantes —dijo lady Grantley poniéndose en
pie. Hizo un ruido con la nariz—. Claro que con su fortuna esto no será óbice para que le lluevan
las ofertas. Lo único que podemos hacer es rezar para que no la dilapide en un cazafortunas.
—Siempre ha dispuesto de una gran fortuna y nunca ha sucumbido a ellos, señora —apuntó
Alasdair con delicadeza.
Lady Grantley le lanzó una mirada de menosprecio.
—Una vez, que yo recuerde, corrió serio peligro de hacerlo. —Se acercó a la puerta—. Me voy a
mis dependencias. María, ¿serías tan amable de mandarme al ama de llaves? Quisiera revisar el
menú de la semana.
—Me parece que Emma ya lo ha hecho, lady Grantley —dijo María.
—Emma ya no es la señora de la casa —contestó Lady Grantley saliendo de la habitación. El
marido miró a María como pidiéndole disculpas, murmuró algo acerca de una copa de clarete y
siguió a su mujer.
—Pero bueno —exclamó María con las mejillas sonrosadas—. ¡Pero bueno!
—Y que lo digas, María —dijo Alasdair apartándose de la librería—. Cuanto antes os instaléis
Emma y tú en otro lugar, mejor para todos. —Sonrió y sus facciones más bien duras se suavizaron
de inmediato. Los ojos perdieron el brillo sarcástico y se volvieron cálidos; la boca adoptó una
forma menos indiferente. Le puso una mano en el hombro—. No tienes por qué acatar órdenes de
la condesa. Si quiere hablar con el ama de llaves, que la llame ella misma.
—Sí... sí, creo que es lo que voy hacer —dijo María asintiendo con la cabeza—. Señor Critchley,
estoy segura de que le gustaría tomar una copa de vino antes de marcharse. Si me acompaña... —
Se dirigió a la puerta. El abogado recogió sus papeles, hizo una reverencia a lord Alasdair y siguió a
la mujer con paso ligero.
Alasdair se dejó caer sobre un sillón orejero y cerró los ojos, esperando. «Beethoven», pensó.
No tuvo que esperar mucho. Las primeras notas del piano fueron suaves, casi inseguras, hasta que
Emma dio paso a sus sentimientos. Luego el sonido creció, se reforzó y empezó a oírse la Sonata a
Kteutzer.
Alasdair asintió satisfecho. Seguía conociéndola tan bien como siempre. Se levantó y entró en la
sala de música. Si la intérprete había percibido su presencia, no lo dejó notar. Alasdair sacó un
violín de un armario lacado de marquetería y se colocó detrás de ella. El dulce sonido del violín se
unió al del piano, pero Emma no reparó en él hasta que terminaron la pieza.
Tenía las manos aún sobre el teclado, las notas de la sonata se diluían poco a poco en el aire.
—Oh, ojalá no tocáramos tan bien juntos. —Lo decía de todo el corazón.
Alasdair iba a contestar algo, pero se calló. Dejó el violín sobre una mesa con la superficie de
mármol y patas doradas.
—¿Tienes la más mínima idea de lo que vales, Emma?
Ella se dio la vuelta sobre el taburete.
—No. Bastante, lo sé, pero ¿de verdad importa la cifra?
—Sí —dijo tajante—. Y si crees que no importa, debo decir que no eres la más indicada para
hacerse cargo de tu fortuna.
Emma se sonrojó, reconocía que tenía razón. Sin embargo contestó:
—Esa no es la razón por la que Ned dispuso así las cosas.

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—Vales más de doscientas mil libras —dijo Alasdair sin hacer pausas y haciendo caso omiso de
las palabras de ella—. Eres una mujer extraordinariamente rica.
—Y supongo que tú vas a hacerme todavía más rica. —Se levantó del taburete—. Pero ésa no
es la razón por la que Ned dispuso así las cosas, ¿verdad?
—Desconozco los motivos de Ned —dijo él, displicente—. Lo que sé es que las cosas son así.
Entonces, ¿por qué no empezamos a hablar en serio? ¿Dónde piensas instalarte?
—En Londres, ahora que empieza la temporada. ¿Dónde, si no?
—Claro, ¿dónde, si no? —asintió él—. ¿Quieres que te busque una buena casa de alquiler?
—Preferiría que fuera de propiedad —dijo Emma bruscamente.
—No me parece una decisión muy sensata —dijo él con la misma brusquedad.
—¿Y por qué no, si puede saberse? —preguntó ella levantando el mentón y lanzándole una
mirada desafiante.
—Porque vas a casarte —dijo él.
—¡No contigo! —Se le subieron los colores sin que pudiera evitarlo.
—No... si mal no recuerdo, ya lo dejaste bien claro una vez —contestó Alasdair con un gesto de
la cabeza—. Aunque en realidad, no te estaba haciendo proposiciones.
Emma hizo un esfuerzo por controlarse. Era muy propio de Alasdair darle la vuela a las cosas de
aquella manera... dejarla en desventaja. Lo miró fijamente a la cara.
—Me parece que es eso mismo lo que pretendía Ned con esta diabólica disposición.
—Sí, eso es lo que crees. Pero Ned no confiaba en mí. —Aferró el tirador de la campanilla—.
¿Jerez o madeira?
Emma vaciló, pero acabó aceptando que Alasdair no admitiría lo que ambos sabían que era
verdad. En cualquier caso, ¿qué importaba? El acaloramiento del enfado ya había desaparecido y
la cabeza le decía que tenían que encontrar la forma de dejar atrás sus diferencias y su pasado
común si querían afrontar aquella situación. Fueran cuales fueran los motivos de Ned.
—Jerez —contestó Emma acercando las manos al fuego para calentárselas mientras Alasdair
daba órdenes al lacayo que había aparecido a la llamada de la campanilla. Se hizo un gran silencio.
Emma se quedó junto al fuego. Alasdair se acercó a la ventana. Las cortinas no se habían corrido
todavía y podía oírse el débil sonido de las olas rompiendo en la playa que quedaba al pie del
acantilado sobre el que se levantaba la casa.
El lacayo volvió con una bandeja, que dejó sobre la mesa de mármol, y se retiró.
Alasdair sirvió el vino y le acercó una copa a Emma.
—Tienes que guardar luto... ¿o piensas saltarte las convenciones?
—Ned tuvo poco tiempo para convenciones —dijo ella.
—Muy cierto —dijo él, dando un sorbo al vino y observándola detenidamente—. ¿Bailarás?
De pronto Emma sonrió.
—Nada de valses —dijo—. Ned detestaba los valses. —Los ojos se le mojaron de lágrimas y se
las enjugó—. También detestaba las lágrimas. —La voz le salía entrecortada, dejó la copa—.
Maldita sea, Alasdair. ¿Por qué tenía que morirse?
Alasdair se acercó a ella y la abrazó. El cabello de Emma se movía con el ritmo de su respiración.
Durante un minuto, todo fue como había sido tantas veces en el pasado. Él consolándola a ella...

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porque se había arañado la rodilla, o porque se había caído del caballo, o porque la habían
castigado en la escuela. Sin embargo, en esa ocasión también Alasdair estaba triste y recibía
consuelo a su vez.
Se aferraron el uno al otro. Ya no era un pasado remoto, sino un pasado reciente. Un pasado
que ella había jurado no recordar jamás. Pero ahora sentía el latido de su corazón, el aroma de su
piel, su pelo... Todo su suave cuerpo se apretaba contra el de ella. Sus manos bajaban por su
espalda y la abrazaban muy fuerte.
Todo empezó a dar vueltas. Tenía pensamientos y sensaciones confusas. Se apartó de sus
brazos, ya se le habían secado las lágrimas.
—Entonces alquílame una casa —dijo con voz desafinada, cogió la copa de vino y bebió—.
Quiero estar en Londres antes de año nuevo.
—Como mandéis, mi señora —dijo Alasdair inclinándose irónicamente—. Discutiremos los
detalles de tu situación económica cuando estés instalada en la ciudad. —Sus finos labios
dibujaron una sonrisa—. Prometo no ser muy severo con las cuentas.
Emma se quedó muy quieta hasta que por fin se dio la vuelta y salió de la sala como una
exhalación dejando que la puerta se cerrara lentamente detrás de ella.
Alasdair se sentó al piano y tocó una serie de acordes, cada uno más estridente y discordante
que el anterior.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
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— Esta casa es ideal, Emma. —María se desató el lazo del sombrero y asintió satisfecha
mientras contemplaba el amplio salón del primer piso—. Las habitaciones tienen buen tamaño y
los muebles son de mejor calidad que muchos de los que se ven por ahí. Querida, me daba mucho
miedo de que te encontraras con unas condiciones precarias y te hundieras en la melancolía por
no estar acostumbrada. La mansión Grantley es un edificio muy distinguido y Grosvenor Square,
una zona perfecta. —Suspiró levemente y dejó el sombrero sobre una silla—. Pero esta casa es
muy agradable y Mount Street es una buena zona.
—Con tal de escapar de tía Hester, viviría en el cobertizo de las gallinas —dijo Emma
quitándose los guantes de color ocre de York—. Esa mujer es puro veneno.
—Debo decir que no me parece una persona con buenas intenciones —añadió María, algo más
moderada.
Emma le sonrió.
—Tú en cambio eres una santa, María. Aún no sé cómo pudiste morderte la lengua cuando te
habló de aquella manera. Ojalá yo hubiera sido capaz de hacer lo mismo —dijo en un tono que se
podía interpretar como de ligero arrepentimiento—.Hubiera sido mucho más digno mantener la
serenidad y guardar silencio en vez de emprenderla con ella. Además, el pobre tío Grantley lo pasa
mal.
—Bueno, querida, tú siempre has sido muy temperamental —dijo María a modo de consuelo—
y también el pobre Ned. Nunca se quedaba callado cuando consideraba que se había cometido
una injusticia.
—No. —La sonrisa de Emma se había teñido de melancolía. Para distraerse, se acercó a las altas
ventanas que daban a la calle—. ¡Menuda confusión! La diligencia sigue bloqueando la calle
mientras descargan el equipaje, y el hombre que va en el carro de detrás está que se sube por las
paredes. —Se puso a reír a carcajadas—. No sé que estará gritando, pero estoy segura de que
nada muy cortés. El cochero parece querer hacerlo picadillo.
—Oh, querida, que escena tan vulgar —dijo María sacudiendo la cabeza—. En Londres no hay
más que tumultos y porquería.
Emma rió pero no dijo nada. A María le encantaba la ciudad para poder quejarse. Era una
criatura muy social, que se nutría de las visitas, compras, fiestas e incluso de las insulseces del club
Almack's. Era familia lejana del padre de Emma, su marido la había dejado en mala posición al
morir, de todo punto insuficiente para mantener el estilo de vida al que estaba acostumbrada. La
madre de Emma había muerto cuando su hija tenía catorce años, y el padre le propuso a María
Whiterspoon que fuera la asistente y la acompañante de su hija cuando a los dieciocho años hizo
su ingreso en la sociedad londinense. María se mostró encantada ante tan generosa oferta y ante
la perspectiva de volver a mezclarse con personas acaudaladas y de buena cuna. Al morir el padre
de Emma, se convirtió en la acompañante permanente de la muchacha.
El arreglo les convenía a ambas. María no era muy avispada, pero conocía a todo el mundo y
tenía buenos contactos, era la carabina perfecta para una heredera joven y rica. Además era una
persona bondadosa y serena, y como no pretendía influir en las opiniones y decisiones de Emma,
se llevaban muy bien.

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—Iré a asegurarme de que dejen las cajas y los baúles en las habitaciones correctas —dijo
María—. Tú te quedarás el dormitorio grande de la parte de atrás, querida, y yo me quedaré el de
delante.
—Ni hablar. Eres tú la que se despierta con nada. No pegarás ojo si te quedas el que da a la
calle —dijo Emma—. Yo duermo como un tronco, quédate tú el de atrás.
María vaciló un momento.
—Es muy generoso por tu parte, Emma —dijo al fin—. Muy considerado. Y salió.
Emma se quedó ante la ventana. El altercado entre su cochero y el hombre del carro iba
subiendo de tono y la gente comenzaba a formar corro en torno a ellos. El cochero era un hombre
fornido, pero el conductor del carro parecía un luchador profesional. Emma estaba a punto de
enviar a Harris, el mayordomo, para que templara los ánimos antes de que alguien resultara
herido, cuando desde Audley Street llegó un cabriolé a galope tendido.
El cochero detuvo sus dos caballos blancos justo a tiempo para no estrellarse contra los
vehículos parados. Parecía una maniobra sencilla, pero Emma, que también era una buena
cochera, sabía que para llevarla a cabo se requería templanza, firmeza y precisión. No habría
esperado menos de Alasdair Chase, que tras cederle las riendas a su mozo de cuadra bajó del
cabriolé.
Llevaba puesto el codiciado chaleco a rayas azules y amarillas del club Four Horses. El látigo
sobresalía del abrigo. Se acercó a las partes en conflicto y aunque Emma no pudo oír lo que les
dijo, los resultados fueron instantáneos. El cochero volvió a la caja de la diligencia, el hombre del
carro hizo dar media vuelta a sus caballos y Alasdair, tras decirle algo a su mozo, se dirigió a la
puerta principal.
Se detuvo un momento para levantar la vista hacia la casa. Vio a Emma en la ventana y se
levantó el sombrero de castor de ala curva para saludarla. Luego desapareció de la vista de Emma
y subió la escalera.
La joven lo esperó. Oyó los pasos rápidos y ligeros por la escalera y se prometió que durante la
charla que seguiría ni lo provocaría ni se dejaría provocar.
Alasdair entró en el salón, y con él una oleada de aire fresco. Le brillaban las mejillas y tenía los
ojos resplandecientes.
—Cielo santo, Emma, no puedo creerme que lleves tanto equipaje. ¿Cómo pueden necesitar
tantas cosas dos mujeres? Hay varias docenas de sombrereras y baúles. En el salón he tropezado
con un baúl de vestidos y casi me rompo el cuello. —Dejó el sombrero y el látigo sobre una mesa
aparador de madera satinada y se quitó los guantes. Todo ello con gestos suaves, ágiles y sólo los
imprescindibles.
—Entonces, ¿te gusta la casa? ¿Tendrás bastante?
—María está encantada —dijo Emma—. Yo todavía no he tenido tiempo de verla bien.
Si aquella respuesta evasiva decepcionó a Alasdair, no lo dejó ver.
—Hay una sala de música —dijo él—. En la parte trasera de la planta baja. Creo que el piano
será de tu gusto. Es un Pleyel parisino, y suena bien.
—Gracias —dijo Emma. Si Alasdair había elegido el instrumento, sabía que no tendría motivos
de queja, pero no quería mostrarse efusiva—. Lo probaré más tarde, cuando nos hayamos

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instalado —añadió a modo de indirecta, incapaz de controlarse a pesar de su decisión—. Para


entonces será un placer recibir visitas.
—Si estás intentando deshacerte de mí, querida Emma, no estás siendo muy sutil —dijo
Alasdair con satisfacción. Tomó asiento en un hondo sofá frente a la chimenea y cruzó las piernas
como si intentara ponerse cómodo—. Soy tu fideicomisario, por si no lo recuerdas. Y como tal,
poseo privilegios de los que carece una visita ordinaria. —Le sonrió, ella seguía junto a la
ventana—. Por no hablar de los privilegios de un antiguo... muy antiguo... amigo de la familia.
—Eso pertenece al pasado —dijo Emma—. Apenas te he dicho dos palabras en privado en los
últimos tres años. ¡He aquí por qué esta situación es tan desagradable! —añadió
apasionadamente, pese a haberse dicho que se mostraría tranquila, educada y distante. Había
luchado por contenerse, pero le parecía imposible. Cada vez que pensaba que había aceptado el
diabólico legado de Ned, el mero hecho de pensar en lo que suponía echaba por los suelos la poca
paz de espíritu que pudiera haber conseguido.
—A mí no me parece desagradable en absoluto —dijo alegremente Alasdair—. Me hace muy
feliz que podamos dejar a un lado nuestro distanciamiento.
—¿Cómo puedes esperar que me olvide...? —Calló y se dio la vuelta hacia la ventana; tenía los
hombros tensos y la espalda erguida.
—Creía que era yo la parte agraviada —observó Alasdair, esta vez en un tono más ácido—. Fue
a mí a quien dejaron plantado en el altar.
Imposible, ya no podía aguantar más.
—Si no te marchas tú, me iré yo —dijo Emma encaminándose hacia la puerta—. Harris te
acompañará a la salida.
Alasdair alargó lentamente la mano y la cogió por la muñeca cuando ella pasó junto al sillón.
Era casi tan alta como él, pero Emma sabía que no podía competir con la fuerza que escondía su
esbelta figura. No iba a poder deshacerse de aquellos dedos que aprisionaban su muñeca, y
tampoco intentó hacerlo.
—Creía que habíamos acordado que aceptarías esta situación con buen talante —dijo
Alasdair—. Lo único que consigues es ponerte en ridículo.
—A ti todo esto te va muy bien para hostigarme, ¿verdad? —dijo ella con amargura.
—Olvidas, querida Emma, que en el pasado fui yo el que quedó en ridículo y que sé muy bien
cuáles son las consecuencias. Lo único que quiero es prevenirte; sólo eso. —Sus ojos se
encontraron, los de él irradiaban amargura y rabia, el bigote le temblaba sobre la fina boca.
—¿Cómo te atreves a culparme de aquello? —exclamó Emma—. Después de lo que hiciste...
Pretendías que tolerara... que fingiera... —Las palabras se le atascaban en la boca, empezó a tirar
de la muñeca aprisionada.
Para su sorpresa, se la soltó en seguida. Alasdair se apartó de ella, recogió el sombrero, los
guantes y el látigo, y con voz serena y pausada dijo:
—Al margen de lo que te parezca esta situación, lo cierto es que las cosas son así. Tengo ciertas
responsabilidades con respecto a tu bienestar y tú vas a tener que aceptar que soy una figura
importante en tu vida. Yo esta tarde venía a ver si la casa era de tu agrado... y si habías tenido
buen viaje... para asegurarme de que no hubieras tenido ningún percance con bandoleros, pues
últimamente hay muchos salteadores de caminos por Finchley Common, y para ver si tenías algún

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recado que darme. Era, en definitiva, una visita de cortesía y amistad. —Hizo una reverencia con
fingida formalidad e hizo un movimiento histriónico con el sombrero.
Emma se frotaba la muñeca, seguía notando la cálida impronta de sus dedos. Alasdair se quedó
mirándola en silencio, con sus verdes ojos medio cerrados. Emma sabía lo que se proponía:
intentaba hacerle perder la compostura con sus apelaciones a la amistad y la cortesía, que se
sintiera como una niña malcriada porque no sabía o no quería enfrentarse con madurez a una
situación inevitable.
—No me interesa tu amistad —dijo con frialdad—. Pero la cortesía se paga con cortesía. Si me
disculpas, tengo que ayudar a María a deshacer el equipaje. —Hizo una reverencia tan
fingidamente formal como la de él.
Alasdair se encogió de hombros como si el asunto hubiera dejado de interesarle.
—Como desees. —Se puso los guantes y ajustó su suave piel a los dedos—. Como veo que estás
ocupada, volveré por la mañana para que discutamos cómo quieres que se te pague la asignación,
si mensual o trimestralmente. Como te plazca.
—Todavía no hemos discutido qué voy a necesitar —dijo Emma con frialdad—. Deberíamos
empezar por eso.
Alasdair se detuvo de camino a la puerta.
—Yo ya lo he decidido. Mañana lo comentamos. Que tenga usted buen día, señorita.
La puerta se cerró tras de él. Emma, roja de rabia, fue hacia la ventana. Lo vio salir de la casa,
subir al cabriolé y cogerle las riendas del mozo. La calle ya estaba despejada y dio a los caballos
orden de partir con un movimiento algo brusco. Los caballos se pusieron en marcha a una
velocidad excesiva para una calle estrecha como aquella. Los frenó en seguida, pero a Emma le
quedó claro que estaba tan irritado como ella.
Ya no podían estar en la misma habitación sin que se manifestara su antagonismo. Se habían
hecho demasiado daño en el pasado para fingir serenidad en presencia el uno del otro. Ned lo
sabía. ¿Por qué habría dictado una disposición como aquélla? Quería a su hermana lo mismo que a
su amigo. ¿Por qué habría decidido ponerlos en ese compromiso?
Sólo había una respuesta. Ned debió de pensar que poniéndolos en aquel brete volvería a
activarse la química que siempre había existido entre ambos. Se había alegrado mucho al saber de
su compromiso y la ruptura lo dejó destrozado. Nunca les había reprochado nada a ninguno de los
dos y siempre se había mantenido cercano a ambos, negándose rotundamente a tomar partido
por uno, y sin embargo nunca fue capaz de ocultar el pesar y la decepción que el suceso le había
ocasionado.
Emma salió del salón y se dirigió al piso de arriba, al dormitorio de enfrente. La criada ya estaba
deshaciendo el equipaje. Había vestidos sobre la cama, sobre los respaldos de los sillones y en los
brazos de la chaise longue que había junto a la ventana. Los zapatos, abanicos y pañuelos
ocupaban casi toda la superficie.
—Que el Señor nos ayude, lady Emma, jamás pensé que habíamos traído tantas cosas —dijo
Mathilda guardando un juego de cama en uno de los cajones del ropero—. Además, apuesto a que
no se pondrá usted ni uno de estos paños después de visitar los almacenes de sedas, a los
sombrereros y a los zapateros.
—Tal vez tengas razón, Tilda —dijo Emma—. Todo esto debe de estar ya pasado de moda.

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No habían sabido de la muerte de Ned hasta noviembre. Los despachos desde Portugal
tardaban en llegar. Había pasado en Hampshire el verano y el comienzo de la temporada de
eventos londinense, mientras los abogados se ocupaban de los trámites testamentarios. Apenada
como estaba, no se había fijado en las publicaciones de moda que leía María, ni se había
interesado por los chismes de sociedad; en vez de ello, se había contentado con ir con ropa de
montar y el discreto luto al que estaba obligada en presencia de las visitas qué acudían a darle el
pésame.
Pero ya estaba harta del luto, del lavanda y del gris paloma. Era hora de ponerse al día. Más de
uno se escandalizaría al ver lo poco que le había durado el luto, pero a Emma, como a su hermano,
nunca le importó lo más mínimo la opinión pública; por lo demás, Emma tenía la sospecha de que
se le disculparía la falta de decoro en cuanto la vieran aparecer con su fortuna. Su desacato de las
convenciones sería visto como una interesante excentricidad.
Dejó a Tilda deshaciendo el equipaje y se fue al tocador, que estaba en el cuarto de al lado. El
estuche estaba sobre el secreter y uno de los lacayos estaba encendiendo unas velas sobre la
repisa de la chimenea. El fuego ardía en el hogar y el cuarto parecía un remanso de paz y orden en
comparación con el resto de la casa.
Se sentó a la mesa y abrió el estuche. Sus dedos se dirigieron, como de costumbre en los
últimos días, a la carpeta de piel donde guardaba la correspondencia privada. Sacó el paquete
envuelto en pergamino y se sentó con él en las manos, observando las manchas resecas de la
sangre de Ned.
Sacó el pliego de papel del envoltorio y lo abrió con cuidado. Aquella carta no se parecía a
ninguna que Ned le hubiera enviado antes. Era una especie de poema, estaba claro que lo había
escrito él mismo, y Ned no tenía madera de poeta, hasta una hermana, pese a su parcialidad, tenía
que admitirlo. Era una composición horrenda. ¿Sería una broma de su hermano? ¿Por qué no lo
acompañaba ninguna carta?
Emma se frotó los ojos con la mano. Volvió a plegar la hoja de papel, la introdujo de nuevo en
el envoltorio y la guardó en el estuche. Fuera cual fuera el propósito de aquella carta, ya nunca lo
sabría. No obstante, era todo lo que le quedaba de él, la última cosa tangible que poseía de su
hermano. Había en ella la sangre de Ned. Estaba dispuesta a guardarla como un tesoro.
Tal vez Alasdair sabría verle el sentido al poema. Tenía un concepto de Ned distinto del que
tenía Emma. Además, siempre tenía respuestas para todo. Era otra de sus cualidades más
exasperantes. No siempre tenía razón, pero siempre estaba convencido de que la tenía, tanto era
así que muchas personas tendían a creerlo también. Ned y ella eran dos raras excepciones. Claro
que eran los que conocían a Alasdair Chase mejor que nadie.
«Por lo menos Ned», se corrigió Emma. Ella se había engañado pensando que lo conocía... que
podía confiar en él sin reservas.
Emma se levantó del secreter y se acercó al fuego. Puso las manos sobre la repisa y se quedó
contemplando las llamas, recordando el día que conoció a Alasdair Chase. Tenía ocho años el
verano que Ned trajo a su amigo de Eton por vacaciones. Ella se enamoró al instante de aquel
joven de catorce años y corrió tras él todo el verano como una devota cachorrita. Ya entonces
tenía sus idiosincrasias, como esa temeridad que siempre lo había caracterizado y que lo hacía tan
atractivo... tan peligroso.
Alasdair animó a Ned a hacer toda clase de diabluras. Entraron en el bosque de noche para
observar a los tejones y los zorros; navegaron en barca por el estuario del Solent, con buen tiempo

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y con mal tiempo, tanto de día como de noche. Cogieron los caballos de caza del conde y sus
escopetas de la armería y desaparecieron durante horas para ir a cazar, sumiendo a los de la casa
en el pánico y la angustia. Con todo, gracias a su carisma y a sus indudables habilidades, Alasdair
siempre evitó consecuencias drásticas. Acabó domeñando los caballos de caza del conde; era un
gran tirador y nunca volvía a casa sin la bolsa llena; nadaba como un pez y navegaba como un
marinero. Y parecía no temerle a nada.
El conde, como todos, sucumbió a su encanto. La indiferencia y la anarquía de Alasdair
quedaron sin castigar y Ned, por imitar a su amigo, se volvió más descarado. Después de aquel
verano, Alasdair se convirtió en visitante habitual de Grantley Manor. Parecía ser que su padre no
mostraba ningún interés por él, ni sus hermanos, que eran mucho mayores que él; su madre
estaba algo desequilibrada y probablemente no se daba cuenta de si su hijo pequeño volvía a casa
por vacaciones o no. Nadie supo con certeza quién decidió que Alasdair se quedara a vivir con la
familia de Ned, aunque Emma tenía la sospecha de que había sido el propio Alasdair.
Emma se pegaba como una lapa a su hermano y a su amigo, y las más de las veces ellos la
aceptaban con la altiva indiferencia con que los mayores tratan a los chiquillos que los adoran.
Uno de los leños cayó en el hogar, arrancando a Emma de su ensueño. Se agachó para atizar el
fuego y sintió el calor en la cara. Fue la música lo que señaló un cambio en su relación, lo que hizo
que Alasdair la tratara como un igual. Había seguido burlándose de ella y tratándola con la
confianza de las viejas amistades, pero en algún momento, aun antes de que ella empezara a
recogerse el pelo, comenzó a tomarla en serio.
Una tarde la oyó tocar; ella ya había descubierto que la música no era práctica anodina y
escalas, sino una fuente de placer. Hasta entonces, Alasdair sólo tocaba para sí mismo, por la
noche, cuando la casa estaba en silencio. Nunca había revelado su don. Ned era el único que lo
conocía y que sabía que su amigo usaba la música para calmar los malos humores y los accesos de
soledad que le asaltaban de vez en cuando. Aunque ni siquiera Ned comprendía cómo conseguía
Alasdair expresar todas sus emociones a través de la música.
Emma lo comprendió en seguida. Alasdair y ella compartían aquella pasión y aquella necesidad.
Se compenetraban bien. Durante el periodo de su noviazgo tocaban juntos, a veces por simple
placer; otras, las más, para el placer de los demás.
Se convirtieron en la atracción habitual de las veladas y las fiestas en las casas de campo. Hasta
que todo se estropeó...
¿Quién sería ahora el amor de Alasdair?
Emma se apartó del fuego al plantearse aquella desagradable pregunta. Sin duda, tendría a
alguien. Siempre había habido una mujer en la vida de Alasdair. «Más de una, a decir verdad»,
pensó con amargura. La última de la que había tenido noticia era una tal lady Melrose, una mujer
de cierta edad y buena reputación. Los galanteos de lord Alasdair estaban con frecuencia en boca
de todos. Se decía que no tenía un penique, pero que vivía como si tuviera una inmensa fortuna.
Era un vividor. Un vividor empedernido, inconsciente, decidido y terriblemente encantador. Y por
ello la sociedad lo tenía en gran estima.

La casa de Half Moon Street era un complejo laberinto de estrechos corredores de techo bajo y
pequeñas habitaciones. El fuego del saloncito del piso de arriba humeaba y las velas titilaban

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mientras el viento de enero se abría paso por debajo de la puerta mal ajustada y por entre los
cristales.
En el salón había dos hombres con sobretodo acurrucados junto al fuego. Uno de ellos tenía
una áspera tos a la que ningún bien hacía el humo de la habitación.
—¡Qué tiempo infernal! —dijo—. No entiendo cómo puedes vivir aquí, Paolo. —Hablaba inglés
pero con fuerte acento. Se dirigía a un hombre mucho más joven que iba vestido a la moda, con
bombachos gris claro, abrigo de fina tela azul y chaleco de seda gris. Sus botas con borlas doradas
brillaban a la luz de la hoguera.
—Se acostumbra uno, Luiz —dijo el joven encogiéndose de hombros y con un deje de
aburrimiento. No tenía ni rastro de acento, aunque algo en sus facciones, quizá el color aceitunado
de su piel y sus ojos oscuros, le confería un aire exótico.
—Claro, tú naciste aquí —dijo Luiz—, supongo que ahí está la diferencia —añadió sin
convicción. Luego cogió un monóculo y observó a su compañero—. Desde luego das el pego.
Pareces uno de esos distinguidos caballeros londinenses. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Claro que podré —dijo Paolo con el mismo aire de aburrimiento—. Puedo ser tan dandi como
cualquiera de ellos. —Rió haciendo una mueca—. Me juego lo que sea a que nadie sospechará en
ningún momento de mis orígenes.
La puerta se abrió y ambos se dieron la vuelta. Apareció ante ellos una figura alta e imponente
que cerró tras de sí dando un portazo. Iba envuelto en un sobretodo.
—Aquí dentro hace un frío que pela —dijo con un acento apenas perceptible—. Aviva el fuego,
Luiz.
El aludido obedeció en seguida y arrojó leña a las llamas. Por desgracia, la madera estaba verde
y salieron ráfagas de humo, lo que le provocó a Luiz un ataque de tos.
El recién llegado no le dio importancia, dejó el sombrero sobre un taburete y se acercó a la
mesa, donde había una jarra de vino y vasos. Levantó uno de los vasos y lo examinó a la luz de una
vela, luego lo frotó cuidadosamente con un pañuelo y lo llenó con el contenido de la jarra. Como si
de una señal se tratara, sus compañeros se apresuraron a hacer lo mismo.
Bebieron en silencio. El recién llegado se colocó también un monóculo y examinó
detenidamente a Paolo.
—Sí, lo harás muy bien —dijo. Se llevó una mano al interior del sobretodo y sacó un fajo de
papeles—. Esta es tu biografía, no te será difícil memorizarla.
Paolo cogió los papeles.
—Será más fácil, creo, que el diplomático italiano —dijo hojeando los documentos—. No es
fácil dominar la intrincada política italiana, gobernador.
El hombre al que así se había dirigido se limitó a asentir y a beber vino.
—Esa mujer frecuenta los círculos más selectos. Tu condición de emigrado francés y tus
impecables credenciales te permitirán acceder a los escalafones más altos de la sociedad. La
princesa Esterhazy se encargará de que te dejen entrar en el Almack's. Ha sido informada de tu
llegada, cree que desciendes de una rancia familia lejanamente emparentada con la de su marido.
Le harás una visita en cuanto te sepas bien la biografía. Estaría bien que fingieras algo de acento
francés. Tu dominio del inglés, por supuesto, se explica por tu condición de emigrado. Te criaste
en la Inglaterra rural pero ahora te has decidido a ocupar tu lugar en la sociedad. —El gobernador

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se encogió de hombros y dejó su vaso sobre la mesa—. Encontrarás buena compañía. Además, ir
en busca de una esposa rica, por más que suene vulgar —dijo haciendo una mueca de disgusto—,
se considera una ocupación legítima, y hasta loable, para los jóvenes entre cuyas filas vas a
ingresar.
—Todavía no me ha dicho en qué consiste mi misión —dijo Paolo, mirando a su superior por
encima del borde del vaso—. ¿Qué debo hacer con esta joven rica?
El gobernador fue hacia el fuego y se agachó para calentarse las manos con las llamas.
—Tenemos razones para creer que posee algo que nos interesa: los planes para la campaña de
primavera de Wellington, que fueron enviados a sus superiores de Londres. Su hermano era uno
de los correos de Wellington. Sabemos que llevaba un mensaje con los detalles a Lisboa para
despacharlo. Cuando lo capturamos no llevaba el documento, y murió antes de darnos una pista
útil. Sin embargo, algo sabemos, como que él y su hermana estaban muy unidos. Y sabemos que
murió diciendo su nombre. —Se puso en pie y se dio la vuelta para calentarse la espalda—.
Tenemos fuentes que nos han informado de que el documento nunca llegó a la comandancia
militar de la Guardia Montada. Nadie sabe por qué. Si le llegó a la muchacha, es posible que ya lo
haya destruido por no saber qué era. No podemos estar seguros de si era confidente de su
hermano. Sabemos muy poco, querido Paolo, excepto que se trata de una cuestión de vital
importancia. Te corresponde a ti averiguar qué sabe lady Emma, si posee lo que buscamos y, si es
así, obtenerlo. Cómo lo hagas es asunto tuyo. —Hizo una pausa con la mirada como perdida—. Si
es necesario fingir un accidente, o si tiene que ocurrir algún suceso fatal, tendrás que procurar
hacerlo con la máxima discreción.
—Por supuesto, gobernador —dijo Paolo haciendo una reverencia, y llevándose un dedo a los
labios añadió—: Creo que mi reputación no deja lugar a dudas.
—Por eso te hemos elegido para un asunto tan delicado —dijo el gobernador con resolución—.
Luiz será tu intermediario... y hará tareas de reconocimiento o lo que sea necesario. —Hizo un
gesto con la cabeza al hombre de más edad, que había permanecido en silencio todo el tiempo—.
Luiz se quedará en esta casa mientras dure la operación y estará a tu disposición a cualquier hora.
La habitación se había llenado otra vez de humo y Luiz tosió molesto. Temblaba pese a estar
enfundado en su sobretodo. Miró por la pequeña ventana, cuyo cristal arañaba una rama
deshojada. No era un ruido agradable.
—Te instalarás en un apartamento de alquiler en Albermarle Street —dijo el gobernador
sacando otro papel del bolsillo—. Aquí está el contrato. No es nada lujoso pero es correcto. Las
habitaciones del piso inferior las ocupa un noble de linaje impecable, aunque su situación
económica es algo dudosa. Se da el caso de que es familia cercana de la muchacha en cuestión,
además de amigo y confidente de su hermano. Trabarás amistad con él.
—Ya veo —dijo Paolo asintiendo mientras leía el contrato—. Parece ser que voy a estar más
cómodo que el pobre Luiz.
—Sin duda —dijo cortante el gobernador, y a continuación recogió su sombrero dispuesto a
marcharse.
—Tal vez me sería de ayuda saber qué estoy buscando —dijo Paolo enarcando una ceja.
—No lo sabemos con certeza. Edward Beaumont era un correo muy ingenioso. Sabía cómo
disimular sus mensajes. —Se encogió de hombros—. Es imprescindible que nos apoderemos de
ese mensaje, si existe todavía. El desenlace de la campaña de la península depende de ello. Puedes

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estar seguro de que el emperador te recompensará por la información... lo que me recuerda... —


Buscó en el bolsillo y sacó una bolsita de piel. La lanzó sobre la mesa y cayó haciendo un ruido
metálico—. Si necesitas más financiación, se te entregará.
Diciendo esto el gobernador saludó a ambos hombres y se marchó.
Luiz seguía temblando.
—Ya sabes quién cobra las recompensas —murmuró—. No las personas como tú y como yo,
amigo mío.
Paolo cogió la bolsa. La sopesó en la palma de la mano.
—Parece que es una misión cara —dijo con voz grave—. No temas, Luiz, me cobraré mi parte.
Sus ojos negros eran duros como el ágata. Se pasó la mano por la boca en un gesto que le dio
un aspecto a la vez siniestro y depredador.
Luiz le evitó la mirada. Él no tenía los privilegios de Paolo, y mucho menos los del gobernador.
Ni siquiera estaba seguro de si deseaba tenerlos. Una habitación fría y gris y el papel de
intermediario era todo lo que sus talentos e inclinaciones merecían. Y no le gustaba oír hablar de
accidentes.

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ULLO
O 0033

— Emma, querida, Alasdair está abajo —dijo en voz baja María entrando con sigilo en la
habitación de Emma a la mañana siguiente.
Emma murmuró algo inaudible y hundió la cara en las almohadas. Era un ave nocturna, si se
despertaba antes de las diez, no lo hacía precisamente entusiasmada.
—Mathilda te trae el chocolate caliente —dijo María para motivarla mientras se acercaba a la
ventana para descorrer las cortinas. La luz invernal inundó la habitación y empezó a oírse el
apagado rumor de la calle.
—Aquí tiene, lady Emma —dijo Mathilda dejando la bandeja sobre la mesita de noche y
ahuecando las almohadas mientras Emma se incorporaba y parpadeaba, aún medio dormida. La
criada le colocó la bandeja sobre las rodillas, hizo una reverencia y salió del cuarto.
—¿Qué decías, María? —preguntó Emma tomando la jarra de plata y vertiendo el oscuro y
oloroso chocolate en una gran taza de Sévres.
—Alasdair ha venido a verte —dijo María.
—¡A estas horas intempestivas! —exclamó Emma—. Podrías decirle que...
—Puedes decírmelo tú misma —dijo Alasdair divertido desde la puerta. La había abierto con
tanto cuidado que ninguna de las dos mujeres lo había oído—. ¿Qué quieres que haga?
—Que te vayas al diablo —dijo Emma dejando la taza en la bandeja con la mirada puesta en
aquel inoportuno visitante, que iba ofensivamente elegante para una hora tan temprana. Vestía
bombachos de color crema y una fina chaqueta verde esmeralda que resaltaba la luminosidad de
sus ojos. Llevaba un pañuelo de muselina almidonada plegado con cuidado y sus brillantes rizos
estaban deliberadamente revueltos. Sombrero, abrigo, guantes y bastón debían de haberse
quedado abajo.
María dio una leve voz de consternación:
—Santo cielo, lord Alasdair, no puede usted entrar aquí... en el dormitorio de Emma... con ella
en la cama.
—Ya me he dado cuenta —observó Alasdair con desenfado, entrando en la habitación—.
Tendría que habérmelo imaginado. Tú nunca te levantas temprano, Emma.
—Pero, lord Alasdair... no... no... Esto no está nada bien. —María daba vueltas por el cuarto
gesticulando como si espantara una bandada de gansos.
—No hay razón para escandalizarse, María —dijo Alasdair con calma—. Entro y salgo del
dormitorio de Emma desde que tenía ocho años. —Miró hacia la cama con un brillo irónico en los
ojos y un gesto burlón en los labios—. He tenido los privilegios propios de un hermano, ¿no es
cierto, Emma?
«Y muchos otros», pensó Emma con amargura. Pero no iba a darle la satisfacción de ver cómo
reaccionaba a aquella implícita apelación a todo lo que habían compartido. Se limitó a encogerse
de hombros y verter más chocolate en la taza.
—Seguro que tienes mucho que hacer, María —dijo Alasdair con una encantadora sonrisa—, y
yo tengo que tratar de ciertos asuntos con Emma... cosas de la herencia que como comprenderás
son... —Hizo una pausa significativa arqueando una ceja.

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María comprendió que se trataba de asuntos confidenciales. Una cosa era que Emma
consintiera en darle detalles, pero su fideicomisario no podía quebrantar la confidencialidad de su
cargo. Pese a todo, hizo un último intento por hacer valer su autoridad.
—¿Y no podrían esperar hasta que Emma se haya vestido?
Alasdair dio un vistazo al relojito dorado que descansaba en la repisa de la chimenea. Marcaba
las nueve y media.
—Por desgracia tengo que marcharme a Lincolnshire inmediatamente —dijo sin dejar de
sonreír—. Y no puedo partir sin asegurarme de que Emma dispone de dinero suficiente durante mi
ausencia.
—¿Por qué tanta urgencia por ir a Lincolnshire? —preguntó Emma, picada por la curiosidad.
Alasdair no había dicho nada al respecto el día anterior.
El rostro de Alasdair perdió su encanto y sus ojos volvieron a brillar irónicos.
—Mi querido hermano ha convocado reunión de clan —dijo—. Y como sabes, cuando Francis
llama, hay que obedecer.
—¿Desde cuándo obedeces a las llamadas de tu hermano? —preguntó Emma con evidente
incredulidad. Desde que alcanzara la mayoría de edad, Alasdair se había desvinculado por propia
voluntad de su familia y, sobre todo, de su dominante hermano, el conde de Chase.
—Por lo visto mamá está enferma —dijo Alasdair con voz dulce—. No puedo negarme a
visitarla.
Al oír esto Emma sintió que había sido impertinente, que era sin duda lo que pretendía
Alasdair. Tenía una lengua capaz de picar como una víbora y muy pocos escrúpulos a la hora de
usarla cuando creía que alguien se mostraba indebidamente inquisitivo, pero Emma era una
experta a la hora de lidiar con los desaires de Alasdair Chase.
—Lamento oír eso —dijo en tono neutro.
María parecía todavía insegura pero sabía que poco tiempo atrás aquella informalidad había
sido el trato habitual entre Emma y Alasdair. Ned no había visto nada malo en ello y ella no tenía
por costumbre imponerle sus opiniones a Emma, de quien estaba segura que sería perfectamente
capaz de deshacerse del inoportuno visitante por sí sola. Así pues, cuando Alasdair fue hacia la
puerta y la abrió invitándola a salir se limitó a decir:
—Muy bien. —Y al pasar junto a Alasdair añadió—: Dele recuerdos de mi parte a lady Chase.
—Con mucho gusto. —Alasdair hizo una reverencia y cerró la puerta con firmeza detrás de
ella—. Oh, Emma, no me mires así. Hoy no me apetece discutir. —Cogió una silla sin brazos de
respaldo recto que había junto al hogar, le dio la vuelta y se sentó a horcajadas apoyando los
brazos en el respaldo. Puso la barbilla sobre los brazos y se quedó mirando a Emma con aire
socarrón.
Estaba deliciosamente desarreglada, mechones de pelo le caían por la espalda, los ojos dorados
se ocultaban bajo unos párpados entrecerrados, todavía soñolientos. La tez tenía un brillo
rosáceo, los labios eran húmedos y suaves, la expresión, abierta y vulnerable, como si el rostro no
hubiera asimilado aún la realidad del nuevo día. De repente volvió a él el recuerdo de Emma
profundamente dormida, de cómo pasaba la noche una vez se metía en la cama y encontraba la
postura adecuada.

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De repente volvió a él el recuerdo de sus largos miembros entrelazados con los de Emma. Nada
podía despertarla. Por la mañana él solía divertirse tocándola, palpando su fina espalda, su
vientre, acariciando la piel satinada de sus caderas, comprobando si era capaz de despertar en ella
reacción de algún tipo. Pero ella seguía durmiendo, respirando profunda y regularmente, aunque
en ocasiones... en ocasiones emitía un leve susurro de aceptación...
Emma sintió un escalofrío en la piel. Notó que los pezones se le endurecían ante la fija mirada
de Alasdair. Podía leerle el pensamiento como si estuviera escrito sobre vitela. Alasdair sonrió
despacio, con una sonrisa que empezó en los ojos antes de mostrarse en los labios. Era una sonrisa
que exigía respuesta, una sonrisa a la que ella había sucumbido más veces de las que se atrevía a
contar. Emma giró la cabeza despacio, cogió la bandeja que aún reposaba sobre sus rodillas y se
inclinó para dejarla sobre la mesita de noche.
—Bueno —dijo Alasdair como si aquel movimiento lleno de intención no hubiera tenido lugar—
. Me imagino que irás de compras en mi ausencia... Querrás prepararte para presentarte en
sociedad con tus mejores galas. —Se levantó de la silla y, sin dejar de hablar, entró en el vestidor
de Emma—. Las modas han cambiado desde la última vez que estuviste en la ciudad. Y también los
peinados.
Ya fuera del campo visual de Emma, Alasdair se puso a hablar de futilidades con cierto deje
irónico. Mientras lo hacía, examinaba hasta el último detalle del vestidor. Se acercó al secreter,
donde estaba el estuche de Emma. Sus dedos acariciaron la fina piel. Había varios cajones en el
secreter, doce pequeños destinados a facturas y cuentas y dos más hondos en el cuerpo del
mueble.
—¿Qué estás haciendo ahí dentro?
Alasdair se volvió con aparente despreocupación. Emma estaba en el umbral en camisón, con el
pelo alborotado y observándolo con mirada indignada e inquisitiva.
—Echando un vistazo —dijo tranquilamente—. Quería ver la distribución de las habitaciones.
—¿Es que no habías visto la casa antes? —preguntó Emma frunciendo el ceño.
—No —contestó él negando con la cabeza—. No había necesidad. La descripción de la casa me
pareció buena, así que me limité a firmar el contrato. —Apartó la mano del estuche y se acercó al
ropero—. Creo que vas a tener que renovar todo tu vestuario —dijo cambiando de tema y
haciendo un gesto displicente con la mano. Abrió el ropero y se puso a revolver entre la ropa—. Lo
suponía, estos escotes son demasiado bajos para llevarlos de día. Ahora se llevan más altos, con
collarín de encaje. También las mangas se llevan más largas. Oh, y a muchos sitios no puedes ir sin
vestido de cola.
Emma se debatía entre la irritación por aquella injerencia y el interés por los comentarios de
Alasdair, que era un reputado arbitro de la moda y cuyo gusto en materia de vestuario, tanto
masculino como femenino, era impecable. Al final, la irritación pudo más.
—Cuando acabes de hurgar en mi armario, quizá podamos ponernos a discutir mis finanzas —
dijo ella con frialdad.
Alasdair se giró hacia ella.
—Ah, sí —dijo cogiendo el monóculo que llevaba colgando de una cinta de seda prendida al
cuello y mirándola a través de él durante unos instantes—. Vas a coger frío, cariño. Tal vez
deberías ponerte una bata o volver a la cama.

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Emma se dio cuenta demasiado tarde de que el camisón era muy fino, lo suficiente para ser casi
transparente. Bajó la vista y vio que los pezones dibujaban dos marcas negras sobre el tejido
blanco. Alasdair recorrió su cuerpo con la mirada y Emma supo que estaría recordando todo
aquello que su camisón apenas escondía. Su falta de disimulo y su afilada mirada la hicieron
enfurecer. Se sentía observada como una furcia en un burdel... como si mentalmente él la hubiera
sumado ya a las nutridas filas de sus innumerables aventuras.
La herida estaba aún fresca y dolía como antaño.
Emma volvió al dormitorio, cogió una bata de terciopelo del baúl que había a los pies de la
cama y, envuelta en él, volvió al ataque.
—Supongo que las damas que gozan de tus favores se benefician de tus consejos en materia de
vestuario y tendencias —dijo con evidente sarcasmo—. ¿Acaso pagan por ello? No me
sorprendería que lady Melrose y las de su ralea consintieran en mantenerte a cambio de tus
pequeños favores. —Rabia y dolor eran ya inextricables y Emma continuó con sus devastadores
reproches—. La verdad es que en más de una ocasión me he preguntado cómo te las arreglas para
vivir tan bien sin fuentes de ingreso conocidas. Ahora me doy cuenta de cómo. ¿Tienes honorarios
fijos, querido Alasdair?
Alasdair cruzó el cuarto con tres zancadas. Emma comprobó satisfecha que había penetrado su
caparazón de elegante indiferencia. ¿A qué precio pagaría sus pacíficas intenciones? Estaba pálido
de rabia y sus ojos eran como dos barras de hielo verde. Había una sombra blanquecina en torno a
la boca y la sangre le latía en las sienes.
—¡Por Dios, Emma! Te estás excediendo —dijo rodeándole la garganta con las manos. Emma
podía sentir su propio pulso latiendo bajo sus dedos. Desafió sus ojos furiosos con una mirada
triunfal.
—Me he dejado llevar —dijo ella—. Pero ¿no piensas satisfacer mi curiosidad? Sé que te
corresponden cinco mil libras al año de mi fortuna, pero eso apenas le basta a un hombre de
gustos tan caros.
Los pulgares de Alasdair alcanzaron la suave piel de debajo de la barbilla. Emma se dio cuenta
de que ambos eran presa de la rabia y de que había en ella algo embriagador. Casi reconfortante.
Era como si por fin tuviera libertad para dar rienda suelta al atroz dolor que él le había causado.
Ella lo había abandonado tres años atrás sin siquiera una palabra de despedida, y desde entonces
apenas habían hablado. Aquel acceso de pura ira era como un fuego purificador.
Hubo un momento de silencio y de pronto Alasdair la rodeó con un brazo por el talle y la aferró
contra él. Con la otra mano la cogió por la cabeza. Acercó sus labios a los de ella sin hacer caso de
su forcejeo. Fue un beso con pasión, pero no de la dulce y amorosa. Fue un beso duro, violento y
vengativo, y cuando finalmente la soltó, Emma le propinó un sonoro bofetón en la mejilla con la
mano abierta.
—¡Serás malnacido! —gritó casi ahogándose de la furia.
—Creía que estabas deseándolo —contestó él con acidez mientras se tocaba la mejilla que ella
le había marcado—. Estaba claro que querías que reaccionase de alguna manera. Por experiencia
sé que cuando una mujer provoca una discusión lo que desea en realidad es una respuesta muy
contradictoria. —Su sonrisa era insultante—. ¿Tanto hace que no te apasionas, querida, que sacias
tus necesidades de forma tan perversa? Sólo tienes que pedírmelo y yo te lo daré encantado, ya lo
sabes.

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Esta vez Emma mantuvo las manos pegadas a los flancos, con los puños apretados contra los
pliegues de la bata. Él se dejaría pegar sin oponerse, el castigo físico no era su estilo; pero perder
el control de nuevo equivaldría a una derrota. Alasdair era un experto en esgrima verbal y cuando
se enfurecía como entonces no refrenaba su lengua ante nada. Tal vez más tarde se arrepintiera
de lo dicho, pero en el momento se entregaba a una grosería sin límites. Igual que ella.
—No te tocaría ni aunque fueras el último hombre sobre la tierra —dijo Emma suavemente—.
Me das asco. Eres un vividor con los instintos de un semental en celo.
Alasdair suspiró y habló con una voz tan fría y tan letal como el veneno de serpiente.
—Entonces disculpa mis conjeturas. Algún motivo debe de haber para que una joven elija
mantenerse casta durante tres años. No me creo que no hayas tenido ocasiones desde aquella
desafortunada escapada. ¿Puede culpárseme por pensar que tal vez te cuesta... o que no te
apetece... encontrar otro compañero?
—Serás arrogante, engreído, despreciable... —Emma no encontraba la palabra justa—. Sal de
aquí. ¡No quiero volver a verte!
—Ah, entonces tenemos un problema —dijo Alasdair apoyándose en la esquina del vestidor y
cruzando las piernas a la altura del tobillo—. Mientras tu fortuna esté a mi cargo, querida Emma,
tendrás que verme con frecuencia. —Sus apretados labios dibujaron una sonrisa macabra.
—¡Pues puedes dar por seguro que esto va a durar muy poco! —gritó Emma—. Con tal de no
aguantar esta situación ni un minuto más, señor Alasdair Chase, pienso aceptar la primera
propuesta de matrimonio que me hagan. Estaré prometida antes de... de mediados de febrero —
dijo haciendo un amplio movimiento con los brazos.
Alasdair rió con desdén.
—No seas ridícula. Caerás presa de algún cazafortunas...
—No lo creo —interrumpió—. Y si así fuera, no sería la primera vez, ¿no? —Aunque sabía que
su fortuna no había sido el motivo por el que Alasdair le había propuesto matrimonio, no pudo
evitar lanzar la acusación, y de nuevo comprobó satisfecha que lo había pillado desprevenido.
—Créeme —dijo desdeñoso—, hay que estar muy desesperado para aguantar tus
impertinencias a cambio de tu fortuna. Será mejor que aprendas a templar tu temperamento,
Emma, si lo que quieres es tener a un marido en la cama.
—Antes de mediados de febrero —repitió Emma—, tendré un marido. —Hizo una pausa y
entrecerró los ojos. Iba siendo hora de que alguien le enseñara a Alasdair a no hacer conjeturas
engreídas y arrogantes—. Y además de marido, será un amante en la cama, señor mío. Antes del
catorce de febrero, día de san Valentín —añadió en un arrebato de inspiración. «¡San Valentín, el
patrón de los amantes desdichados!» Soltó una risita malhumorada. «Muy apropiado.»
—¿Y serán uno y el mismo? ¿O piensas hacer cornudo a este supuesto y desgraciado marido
aun antes de la boda? —dijo enarcando la ceja.
—No creo que eso sea de tu incumbencia —replicó Emma mirándolo fijamente.
Se hizo un tenso silencio. El fuego silbó y crepitó en la chimenea. Alasdair se encogió de
hombros como si el asunto hubiera dejado de interesarle, se llevó la mano al bolsillo del chaleco y
sacó de él un cheque de banco.
—Esto debería ser suficiente hasta mi regreso —dijo tendiéndoselo—. Puedes hacer que me
envíen las facturas a mí directamente, y también los gastos de la casa.

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Emma cogió el cheque con mano firme.


—Preferiría pagar las facturas yo misma —declaró—. Bastará con que hagas un ingreso cada
tres meses.
—Creo que es mejor si administro tu fortuna a mi manera —dijo enderezando la postura. Su
voz había adoptado un tono pragmático—. Tengo que mover tus inversiones si quiero que sean
rentables, y no tiene sentido comprometer una gran suma cada tres meses. —Se dirigió hacia la
puerta—. No temas, no cuestionaré tus gastos... a menos, claro, que me vengas con deudas de
juego. Que tenga buenos días, señorita —dijo haciendo una reverencia y saliendo por la puerta.
Emma se quedó mirando la puerta estupefacta. ¡Le estaba negando incluso la independencia
de una paga trimestral! Era intolerable que fiscalizara todas sus facturas. ¿Había sido ése su
propósito desde un buen principio o había sido el resultado de aquella violenta discusión? Había
sido peor que cualquiera que hubieran tenido antes y en ella estaba el origen del reto que Emma
había lanzado... reto o amenaza... o lo que fuera.
Pero lo haría. Pronto acabaría con los privilegios que Ned nunca debió otorgarle a Alasdair. No
importaba con quién se casara, lo único que importaba era que Alasdair quedara fuera de su vida
de una vez por todas.
De todos modos, tenía que ser sincera y admitir que lo más importante era a quién elegiría
como amante. Era cuestión de vanidad y gusto. Tendría que ser alguien que la atrajera. Se quedó
un momento mirando el fuego, preguntándose si no se habría vuelto completamente loca. ¿De
veras pretendía buscarse un amante sólo para mortificar a Alasdair?
«Sí, precisamente.» Innoble, quizá. Acaso insensato. Pero era él quien la había obligado a ello.
Empezó a dar vueltas por la habitación, mordiéndose una uña. ¿Cómo se atrevía a pensar que
se había mantenido soltera y sin compromiso desde su ruptura porque lo añoraba? ¡Vaya un
fanfarrón vanidoso y engreído!
¿Pero sería verdad? ¿Habría rechazado a todos sus pretendientes porque ninguno de ellos
estaba a la altura de Alasdair, ya fuera como amante, como compañero o como contrincante?
¿Sería Alasdair el único capaz de suscitar en ella reacciones apasionadas? ¿Sólo Alasdair era capaz
de hacerla reír, rabiar y llorar al mismo tiempo?
«Desde luego que no», se dijo con firme determinación. «Y se lo iba a demostrar... tanto a él
como a sí misma», añadió una vocecita desde el fondo de su mente.

Alasdair caminó a buen paso hasta su apartamento de Albermarle Street. Nadie que lo viera
habría adivinado la furia que bullía bajo su serena apariencia. Un caballero con chaleco de color
cereza hizo detener su faetón en la esquina de Grosvenor Square y le saludó con alegría.
—No sabía que estabas en la ciudad, Chase.
—Estoy a punto de marcharme otra vez, Darcy —dijo Alasdair de aparente buen humor. Apoyó
un pie en el estribo del faetón—. Pero volveré dentro de un par de días.
—He oído que Emma Beaumont está en la ciudad —dijo Darcy con aire distraído, mirando hacia
la distancia por encima de la cabeza de Alasdair.

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—Sí, vive en Mount Street —dijo Alasdair mirando atentamente a su amigo. Se imaginaba lo
que estaría pensando Darcy—. Y sí, su ya de por sí gran fortuna se ha visto incrementada con la
herencia de su hermano.
—Eso mismo he oído —dijo Darcy—. Y deduzco que tú se la administras.
—Las noticias vuelan —dijo Alasdair, divertido—. Si quieres cortejar a Emma, no tienes que
pedir mi beneplácito. Ella decide por sí misma en todo excepto en lo relativo a su fortuna.
—Ah —exclamó Darcy moviendo la cabeza—. ¿Entonces no te molesta?
—Ni lo más mínimo —contestó Alasdair con una leve sonrisa—. ¿Y por qué iba a molestarme?
—Por nada... No, por nada —dijo Darcy—. Después de todo, tres años... —dijo con un hilo de
voz.
—Tres años es mucho tiempo —terminó Alasdair—. Ha llovido mucho desde entonces. Te
garantizo que Emma Beaumont y yo somos perfectamente capaces de movernos en los mismos
círculos sin lanzarnos el uno a la yugular del otro. —Mentía con gran aplomo. Apartándose del
faetón añadió—: Tal vez quieras hacer correr la voz, Darcy. No quiero que se creen falsas
expectativas.
—Claro... claro, por supuesto —dijo Darcy algo incómodo—. Espero que no te hayas ofendido.
—En absoluto. —Alasdair se levantó el sombrero con desenfado y su amigo se marchó.
A Alasdair se le endureció el semblante. Sin duda habría habladurías sobre Emma y él durante
un par de semanas. La situación alimentaría los rumores y daría paso a especulaciones en los
clubes de St. James Street, donde, sin duda, al cabo de pocos días se apostaría sobre quién llevaría
al altar a la rica lady Emma. Habría comentarios mordaces sobre su condición de novio
abandonado, pero si lo que quería era conservar el honor y la dignidad tendría que comportarse
como si el pasado no le incomodara lo más mínimo. No debía traslucir ninguna tensión entre ellos,
lo cual, tras la discusión de aquella mañana, no iba a ser tarea fácil.
El enfado volvió a surgir y en cuanto entró en Brook Street aceleró el paso. Descartaba el
recurso de la violencia, aunque aquella mañana no había cedido a él por poco, y aun en ese
momento se sentía tentado de volver a Mount Street y darle una bofetada o retorcerle el
pescuezo. ¡Absurdo! ¡Amenazarlo con casarse con el primero que la pretendiera! ¡Y esa tontería
sobre buscarse un amante! Emma había sido siempre una persona terca e impetuosa, pero no
estúpida. No esperaría que se tomara en serio semejante locura.
Mientras pensaba en eso, Alasdair recordó la mirada con que Emma había proferido su
amenaza y se sintió incómodo. Vaciló un momento, pensando si no sería mejor regresar y aclararlo
todo. Ambos habían dicho cosas que no debían haber dicho, y él no debió besarla como lo había
hecho, por más descaradas que fueran sus provocaciones. Sin embargo, era consciente de que
estaba demasiado furioso para hacer las paces. Si volvía a Mount Street en ese estado de ánimo,
lo único que haría sería empeorar las cosas. Se iría de la ciudad unos días, eso les daría tiempo y
espacio para calmarse. Además, necesitaba tener la cabeza clara para ocuparse del otro asunto.
Frunció el ceño. Era lo que se dice buscar una aguja en un pajar. ¿Habría mandado Ned un
documento tan importante a Emma?
Subió los escalones de la casa donde se alojaba y la puerta se abrió antes de que pusiera la
mano en la aldaba.
—Su maleta está lista, lord Alasdair. La berlina llegará de un momento a otro. —El criado se
hizo a un lado para dejar entrar a su señor.

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—Bien. Gracias, Cranham. Me iré en media hora.


Alasdair ocupaba las habitaciones de la planta baja de la vivienda. Mientras se dirigía a su
puerta oyó unos pasos en la escalera; miró por encima del hombro y saludó con un gesto cortés al
hombre que había bajado. No lo conocía pero se imaginaba que habría alquilado las habitaciones
del piso de arriba, que llevaban semanas desocupadas.
—Buenos días. ¿Lord Alasdair Chase? —preguntó el hombre en tono agradable al tiempo que
se acercaba sonriente y tendiéndole la mano—. Creo que somos vecinos. He alquilado las
habitaciones de arriba. —Se estrecharon la mano—. Permitidme que me presente. Paul Denis,
para serviros —pronunció el nombre a la manera francesa, omitiendo la s final.
—Señor Denis —dijo Alasdair inclinando educadamente la cabeza—, os doy la bienvenida. ¿Sois
nuevo en la ciudad?
—Sí, hasta ahora he vivido en el campo. Mi familia vino aquí procedente de Francia en el año
noventa y uno. Yo era un chiquillo por entonces. —Hizo un gesto de desaprobación—. No pudimos
traernos nada de Francia y mis padres se establecieron en Kent, en casa de un viejo amigo de mi
padre.
—Vaya. —La historia no tenía nada de inhabitual. La revolución había provocado en Inglaterra
una oleada de emigrantes franceses depauperados. Eran muchos los aristócratas emigrados que
vivían de forma modesta en el campo; otros muchos vivían en Londres, algunos al margen de la
sociedad aunque la mayoría se movían en los mejores círculos. Monsieur Denis tenía aspecto de
ser de estos últimos—. Desafortunadamente debo ausentarme de la ciudad unos días —dijo
Alasdair—. Pero cuando regrese, cenaremos juntos.
—Será un honor —dijo el francés haciendo una reverencia. Alasdair sonrió educadamente y
entró en sus habitaciones. Con mucho gusto introduciría a monsieur Denis en su círculo de
amistades si lo consideraba merecedor de ello. A juzgar por el corte de la chaqueta y la elegante
caída del pañuelo, su vecino ya había aprendido cómo hacerse notar en Londres. Sin duda no daba
la impresión de ser un paleto provinciano.
Media hora después, Alasdair estaba ya instalado en su berlina y se dirigía a la salida de Londres
por Staines Road, lo cual le habría parecido curioso a Emma, pues quedaba en dirección opuesta a
la casa familiar de Lincolnshire.
Llegó a su destino tras cambiar tres veces de caballos por el camino. Eran las cinco en punto, y
lord y lady Grantley, ajenos a las nuevas costumbres, se disponían a cenar. Lady Grantley no se
alegró precisamente en cuanto se anunció la llegada del visitante.
—¿A qué habrá venido Alasdair a Grantley Manor? —le preguntó a su marido, a quien le
brillaban los ojos al pensar que disfrutaría de la compañía de un hombre para tomar el oporto de
los postres.
—¿Una visita de sociedad, querida? —sugirió el conde.
A lo que la mujer respondió con un bufido de desaprobación.
—No seas estúpido, Grantley. ¿Qué hacemos con él?
—No podemos dejarlo esperando en el vestíbulo, querida —dijo el marido indignado.
La señora lanzó un suspiro.
—Gossett, acompañe a lord Alasdair a la biblioteca y dígale a la cocinera que retrase la cena
media hora.

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—Sí, señora —dijo el mayordomo haciendo una reverencia y alejándose sigilosamente.


—Ve a ver qué quiere —ordenó la condesa con un ofensivo movimiento de manos dirigido a su
esposo y añadiendo a su pesar—: Supongo que habrá que invitarlo a cenar.
—Es cuestión de educación, querida —dijo el conde poniéndose en pie y yendo hacia la puerta
a paso ligero.
Alasdair dejó de mirar el jardín deshojado por el invierno cuando oyó entrar a su anfitrión en la
biblioteca.
—Señor —dijo haciendo una reverencia—. Perdonad que no os haya anunciado mi visita, pero
vengo por encargo de Emma. No os robaré mucho tiempo.
—Pero, muchacho, quedaos a cenar con nosotros —dijo el conde más a modo de ruego que de
invitación—. Estábamos a punto de sentarnos a cenar, y mi señora os ruega que nos acompañéis.
Alasdair se hacía una ligera idea de cómo habría sido recibida su llegada por parte de la temible
lady Grantley, y en sus labios se dibujó una sonrisa sardónica.
—Muy amable. Sin embargo he reservado habitación y cena en el Ship de Lymington. Me basta
con unos minutos en el dormitorio y en el vestidor de Emma. Dice que cree haber olvidado ahí un
libro de poemas que le es de todo punto imprescindible. Creo que es un regalo de Ned y le sabe
muy mal haberlo extraviado.
—Oh, insisto, no puedo permitir que cenéis en una posada —dijo el conde con
desacostumbrada firmeza—. Suelen tener una comida horrible... no... no... Lo mejor será que os
quedéis con nosotros, querido amigo. La cocinera de lady Grantley es buena, realmente buena.
Primero cenaremos y luego subiréis a buscar el libro de Emma. Adelante, señor, venid conmigo —
dijo acompañando al invitado a la puerta.
Alasdair cedió y se preparó para saludar a su renuente anfitriona.
—Aquí estamos, he convencido a lord Alasdair para que se quede a cenar con nosotros —dijo el
conde muy ufano entrando en el salón, donde estaba sentada su mujer bordando—. Viene por
encargo de Emma. Se ve que ha olvidado un libro que Ned le regaló... cree que puede estar en el
dormitorio... ¿Un jerez, Alasdair?
—Gracias, señor. —Alasdair hizo una reverencia a lady Grantley—. Voy a ver a unos amigos a
Dorset, señora, y Emma me ha pedido que haga una parada por el camino. Espero no causaros
ningún inconveniente.
—No, en absoluto —dijo lady Grantley—. Yo también tomaré un poco de jerez, Grantley —
añadió, fulminando a Alasdair con la mirada—. Pero me temo que habéis venido para nada, lord
Alasdair. El ama de llaves ha revisado a fondo la habitación de Emma y no me consta que haya
encontrado nada suyo.
—Emma ha dormido en esa habitación desde que era niña, señora, tal vez tuviera algún que
otro rincón privado desconocido para el ama de llaves. —Alasdair cogió la copa que le alargó su
anfitrión—. Me dio instrucciones precisas de dónde buscar. Tanto ahí como en el vestidor. —Bebió
un poco de jerez y sonrió afablemente.
Lady Grantley hizo una mueca pero no supo aducir ninguna objeción legítima.
—Espero que lady Emma se esté adaptando bien a Londres —dijo lord Grantley.
—Tengo entendido que se ha propuesto encontrar marido —señaló lady Grantley con
mordacidad—. ¡Con veintidós años! Dentro de poco, a vestir santos.

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El mayordomo volvió para anunciar la cena y le ahorró a Alasdair tener que contestar al
comentario. El joven le ofreció el brazo a su anfitriona y la acompañó al comedor.
A lo largo de la larga y aburrida cena, Alasdair hizo lo posible por mostrarse encantador, aunque
lo asaltaba el recuerdo de muchas otras cenas en aquella misma sala, que durante casi doce años
había sido para él tan familiar como para Ned y Emma. Solían comer entre risas y bromas. Emma
se sentaba frente a él y podía recordar sus ojos brillantes y sus cabellos, en los que la luz de los
candelabros reflejaba una miríada de colores. Y Ned... Ned se sentó a la derecha de su padre hasta
que lo reemplazó como cabeza de mesa. Siempre tenía algo que contar, aunque fuera un chiste.
Los tres bromeaban, hacían burla los unos de los otros... y se querían los unos a los otros...
Doce años dan para muchos recuerdos... Sobre todos se cernía ahora el dolor de la pérdida, la
amargura de la rabia y la traición.
Tomó su vaso y bebió. Contrariamente a las promesas de lord Grantley, la comida no fue nada
especial, aunque el borgoña era delicioso. El padre de Ned tenía una bodega excelente y Ned la
mantuvo a la altura. Los comerciantes de vinos hacían a menudo la ruta de Hampshire y
Dorsetshire, y eran pocos los caballeros a los que no abastecieran. Al ver el rostro rubicundo de
lord Grantley, Alasdair pensó que el conde seguiría los pasos de sus predecesores al menos en lo
concerniente al cuidado de la bodega.
Sintió un gran alivio al ver que lady Grantley hacía ademán de levantarse. Se puso en pie e hizo
una reverencia mientras la señora dejaba a los dos caballeros a solas con su oporto, no sin antes
conminar a lord Grantley a que pensara en su gota y no tomara más de dos copas.
Alasdair se quedó media hora con el conde hasta que se excusó para cumplir con su recado. El
conde no ocultó su desilusión por no disfrutar más tiempo de su compañía, pero su invitado se
mostró inflexible y, con un profundo suspiro, el señor tapó el decantador y se levantó.
—Bueno, ya conocéis el camino —dijo indicando la escalera—. Le diré a Gossett que encienda
las luces del dormitorio de Emma.
—No hace falta, señor. Me bastará con una vela —dijo Alasdair cogiendo una de la mesa del
salón y encendiéndola con otra que estaba colocada sobre una pesada palmatoria de plata.
Empezó a subir los escalones en forma de herradura protegiendo la llama con la mano que le
quedaba libre.
Los pasillos que salían del vestíbulo central del piso superior estaban iluminados, pero al entrar
en el antiguo dormitorio de Emma se lo encontró a oscuras. Daba sensación de frío y de vacío.
Sostuvo la vela en alto y ésta derramó su luz titilante sobre el cuarto, que le pareció a la vez
familiar, desolado y extraño, abandonado por el espíritu de su antigua ocupante. Los muebles eran
los mismos; pudo ver la quemadura en lo alto del tocador, donde Emma había dejado en una
ocasión sus tenacillas para el pelo sin fijarse; aún era visible la vieja mancha de la alfombra sobre
la que se le había caído una taza de chocolate cuando Ned y él la sorprendieron un verano
volviendo de Oxford por vacaciones antes de lo previsto.
Colocó la vela en la repisa de la chimenea, desde donde mejor se repartía la luz y fue directo al
ropero. Estaba vacío y encontró el panel secreto del fondo sin dificultad. Lo abrió y pasó los dedos
por el hueco. Sólo había polvo.
En realidad tampoco había esperado encontrar nada, pero antes de emprender la más ardua
tarea de registrar las cosas de Emma en su nuevo domicilio, tenía que descartar la posibilidad de
que hubiera dejado notas privadas en alguno de los compartimentos secretos de su antigua casa.
Miró detrás de los cuadros, acordándose de que en cierta ocasión, jugando a buscar tesoros, había

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escondido una pista detrás del retrato de su madre. Pero nada. Miró en los cajones vacíos del
tocador; busco debajo de la cama; levantó la alfombra. Nada. Ni un trozo de papel.
De hecho tenía que ser un trozo de papel. Le habría sido de ayuda saber exactamente qué
andaba buscando, pero las instrucciones que tenía eran muy vagas; Charles Lester no sabía mucho
más que él acerca del medio que habría usado Ned para ocultar su información. Cuando en la
Guardia Montada abrieron el paquete que les entregó Hugh Melton, encontraron una carta
dirigida a la hermana de Ned. La carta fue examinada por los expertos en descifrar códigos, pero
no encontraron nada. La única conclusión a la que llegaron fue que tuvo que haber una confusión
antes de su muerte y que el comunicado destinado a la Guardia Montada había sido entregado
por error a lady Emma.
A Alasdair el secretismo de esta misión le parecía ridículo. Le había dicho a Lester que
seguramente lo más sencillo sería preguntarle a Emma si todavía conservaba la última carta de su
hermano, la que le había entregado Hugh Melton. Sin embargo, se lo habían prohibido
tajantemente. Por su propia seguridad, lady Emma no debía saber que tenía en su poder algo tan
peligroso, tan decisivo para el desenlace de la guerra contra Bonaparte. Si supiera de su
importancia, tal vez le prestaría más atención de la debida, y si por ejemplo llegara a memorizarlo,
se convertiría en objetivo de quienes pudieran estar buscándolo.
«Los métodos que esa gente usa para obtener información son a la vez concienzudos y
desagradables», había dicho el señor Lester levantando el dedo y en tono casi de disculpa. No se
contempló la posibilidad de que, recordara o no el documento de memoria, Emma podía ser
sometida a esos desagradables métodos interrogativos. Si caía en las manos del enemigo, éste
difícilmente la creería en caso de que afirmara no saber nada. Lo que a Alasdair le quedaba claro
era que el bienestar de Emma no era del interés de Charles Lester y sus superiores. Cuanta menos
gente supiera de la importancia de aquel documento, mejor. Eso era todo lo que les importaba.
¿Pero lo tendría?, se preguntó Alasdair entrando con la vela en el vestidor para continuar con la
búsqueda. Tal vez lo hubiera tirado. Aunque le parecía poco probable. Emma no habría tirado
nada que viniera de Ned, y mucho menos después de su muerte. Sabía que conservaba todas sus
cartas. Emma lo acumulaba todo, pero con discreción. Siempre lo había guardado todo... las cartas
que Ned y él le escribían en la escuela, y las de Oxford... Todo lo que para ella tuviera una mínima
relevancia personal; de aquí su afición a los compartimentos secretos.
El registro del vestidor tampoco dio resultados. Hasta las estanterías estaban vacías. El interior
de los libros era otro de sus escondites preferidos, pero todos sus volúmenes habían sido
empaquetados y enviados a Mount Street. Alasdair pensó, no sin desaliento, que tendría que
registrarlos uno por uno. Los libros, el estuche y los cajones del secreter.
La simple idea lo horrorizaba. Además, en el estado de sus relaciones, sería casi imposible.
Tendría que buscarse alguna excusa que le permitiera acceder a la casa de Mount Street y
moverse libremente por ella. Su condición de fideicomisario le permitía el acceso a Emma, pero no
a la casa.
De algún modo habría que hacerlo. Por el rey y por la patria. Bueno, más bien por Ned. Si Ned
había muerto por aquella información, su amigo tendría que hacer todo lo que estuviera en su
mano para que aquella muerte no fuera en vano.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0044

— Oh, mira qué preciosidad de vestido, Emma. Te quedará divino —dijo María inclinándose
y dándole un toque en el hombro al cochero—. Detente, John. Lady Emma y yo nos bajamos aquí.
El cochero detuvo los caballos en Bond Street. Estaba acostumbrado a que este tipo de órdenes
le llegaran de parte de la señorita Witherspoon, cuya aguda mirada no perdía detalle de ninguna
de las tiendas por las que pasaban.
—Oh, María, ¿es necesario? —protestó Emma—. Llevamos el día entero de almacén en
almacén, de tienda en tienda, de zapatero en zapatero. Me parece que si veo otro retazo de tela,
no lo resistiré.
—Éste te va a encantar, querida —dijo María convencida mientras tomaba la mano que el
cochero le tendía para ayudarla a bajar—. Ese color junquillo te sentará de maravilla, y puedes
combinarlo con los zapatos de color azafrán. Estarás preciosa. —Entró en la tienda como una
exhalación.
—Pasea a los caballos, John —dijo Emma suspirando y bajando a la calle—. Puede que
tardemos un poco.
—Eso me temo, lady Emma —dijo el cochero mirando la montaña de cajas que llenaban los
asientos traseros de la calesa.
Emma había olvidado que María era insaciable cuando salía de compras. Ella, por su parte,
tenía menos aguante, aunque no tenía ninguna intención de dejarse ver por Londres con ropa
pasada de moda. En sólo un día se había dado cuenta de que, como de costumbre, Alasdair
llevaba razón al decir que su vestuario estaba desfasado.
—Querida, creo que mañana deberíamos hacer alguna visita —dijo María ya de vuelta en la
calesa; el vestido de color junquillo sería enviado a Mount Street aquella misma tarde después de
darle unos retoques—. Ahora que ya hemos ido de compras, llevas un peinado a la última y estás
lista para enfrentarte al mundo deberíamos ir a ver a la princesa Esterhazy y a lady Jersey. Sólo
para que nos den las entradas para el Almack's. Cuando se sepa que estás lista para recibir visitas,
inundarán la casa —añadió alegremente.
Emma no contestó. Había pasado casi una semana desde que Alasdair se había ido de la ciudad
tras aquella terrible discusión, y ella había tenido tiempo de sobra para cuestionarse el impulso
que la había impelido a lanzar su desafío. Había pasado los últimos días encerrada, pero había
llegado la hora de salir. Y en cuanto las aldabas empezaran a sonar y comenzaran a llegar
invitaciones, como sucedería sin duda, tendría que cumplir con su palabra. Le habían surgido
dudas pero había sabido acallarlas. Escaparía al control de Alasdair a la primera oportunidad. Si
por lo menos no hubiera prometido también hacerse con un amante. Encontrar marido sería fácil,
pero ¿un amante...?
Sea como fuere, lo había jurado y no iba a darle a Alasdair motivos para regocijarse. Si él podía
conseguirlo, ella también. Su boca esbozó una sonrisa sarcástica al pensar lo competitivos que
habían sido siempre el uno con el otro. O quizá, siendo brutalmente sincera, había sido ella la que
siempre había sentido la necesidad de competir con él... y en menor medida con Ned. Tal vez
fuera un vestigio de su infancia, de cuando temía que la dejaran de lado si no se mostraba a la

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altura de los chicos. Con la madurez aquel impulso tendría que haber disminuido, pero no había
sido así.
Parpadeó. Sentía desdén, tanto por ella como por los demás. Alasdair le había hecho un daño
terrible y ella se había visto obligada a contraatacar. Las heridas que se habían infligido a lo largo
de aquellos tres años eran demasiado profundas para cerrarse. Tanto es así que seguían
hiriéndose por orgullo, en una competición interminable por ver quién asestaba el golpe más
mortífero.
Se había concedido hasta el 14 de febrero para conseguir una propuesta de matrimonio y un
amante. Si conseguía un hombre que fuera capaz de interpretar ambos papeles, todo sería más
fácil, pero ella había jurado casarse con el primero que pidiera su mano y era posible que como
amante no estuviera a la altura. Emma prefería pasar por alto lo inconveniente que podía resultar
casarse con un hombre con quien no deseara compartir lecho.
—Querida, Horace Poole te ha hecho una reverencia —dijo María dándole un toquecito con el
codo.
Emma levantó la vista. El caballero en cuestión le sonreía todavía inclinado desde la acera de la
calle.
—Qué hombre tan odioso —masculló Emma inclinando la cabeza a su vez—. No ha habido
heredera en los últimos diez años a la que no haya cortejado.
—Bueno, querida, pero era de esperar. Acudirán a ti como abejas al panal —dijo María—. Será
agotador, estoy segura, pero no desesperes, alguien saldrá que no venga movido por tu fortuna —
añadió dándole unos golpecitos cariñosos en la rodilla.
Sería como pedir la Luna, pensó Emma. Entonces empezó a redefinir las condiciones del reto:
aceptaría la propuesta del primer hombre que no fuera un cazafortunas reputado.
María observó el perfil pensativo de su compañera y soltó un leve suspiro. Emma nunca había
tenido que sufrir las incomodidades de ser cortejada sólo por su fortuna. Apenas habían
transcurrido tres semanas desde su puesta de largo cuando inició su noviazgo con Alasdair, y tras
su escandalosa ruptura se había retirado al campo, en principio sólo hasta que el escándalo
cesara, aunque no se fijó una fecha de regreso y María pronto dejó de insistir.
A pesar de que la mujer estaba satisfecha de que los melancólicos años de destierro de Emma
hubieran terminado, sentía cierta inquietud al pensar cómo se las arreglaría la muchacha para
lidiar con la repercusión social de su fortuna. No solía gastar paciencia con los bufones y era de
temperamento impetuoso e impaciente. Tanto por fortuna como por linaje gozaba de ciertos
privilegios, por lo que podía permitirse transgredir las rígidas normas sociales como ya hiciera en
su debut, antes del escándalo.
María se estremeció al recordar el incidente con lady Armstrong el día de las carreras... Aquello
estuvo a punto de arruinar la reputación de Emma, casi tanto como el día del baile de máscaras en
Ranelagh, cuando apareció vestida con bombachos haciéndose pasar por uno de los lacayos. Ned y
Alasdair habían tenido su parte de culpa en aquello y de hecho ellos mismos habían participado en
la chanza. En cuanto al resto de sus aventuras, cuando aquel par no había participado
directamente en ellas, las habían alentado. Era de esperar que los años transcurridos le hubieran
enseñado a Emma algo de prudencia. Por lo menos ya no contaría con el estímulo de Ned y de
Alasdair.

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Si María hubiera podido leer la mente de Emma en aquel momento, lo más probable es que
hubiera sufrido un ataque de histeria. Emma estaba calculando las dificultades que podía
comportar el hecho de tener un amante. Tendría que llevarlo en secreto... para todos excepto
para Alasdair, por supuesto. Mientras llevara el asunto con discreción, la gente miraría para otro
lado, siempre y cuando se les hiciera creer que aquella relación eran los prolegómenos del
matrimonio. Alasdair y ella habían logrado mantenerse alejados del escándalo hasta que aconteció
la abrupta ruptura.
¿Pero sería este supuesto amante adecuado para fines matrimoniales?
Mientras subía al dormitorio para quitarse la pelliza y los guantes, Emma sintió un escalofrío de
emoción. Un leve arrebato de euforia. El primero que sentía en meses, desde la noticia de la
muerte de Ned. Tenía veintidós años, era demasiado joven para renunciar a la pasión como si
fuera una solterona. El maldito Alasdair tenía razón: se le había hecho muy difícil vivir sin hacer el
amor, sin aquello que había terminado por ser indispensable para su felicidad y su bienestar físico.
Alasdair la había instruido en los goces de la pasión, y éstos, una vez aprendidos, no se olvidan
fácilmente. Sin embargo, era posible disfrutarlos con otros. Estaba decidida a gozar de nuevo.
Alasdair llegó a Albermarle Street con la caída de la noche. Bajó de la berlina y subió ágilmente
las escaleras. Cranham había estado pendiente de su vuelta y abrió la puerta justo cuando su amo
ponía el pie en el primer peldaño.
—Espero que hayáis tenido un viaje agradable, señor —dijo mientras le cogía el sombrero de
ala curva y le arreglaba los pliegues del abrigo. Sus ojos se clavaron en las botas de lord Alasdair e
hizo un ademán de contrariedad con la cabeza. Quienquiera que se hubiera ocupado de cuidarlas
durante el viaje no era un experto en betunes.
—Aburrido la mayor parte del tiempo, Cranham —dijo Alasdair, entrando por la puerta.
Recogió la pila de correo de encima de la mesa y lo estuvo ojeando. Invitaciones, facturas, un par
de cartas lacradas escritas en papel perfumado y una nota de vitela lacrada que se guardó en el
bolsillo del chaleco. Fue al salón, donde el fuego ardía en la chimenea y un decantador con vino de
Burdeos reposaba sobre una bandeja de plata encima de una consola con superficie de mármol.
Dejó el correo en la mesita junto al sofá y se sirvió una copa de vino.
—Cranham, esta noche cenaré en White's.
—De acuerdo, señor. Voy a deshaceros la maleta, señor. Imagino que vuestras ropas estarán en
malas condiciones.
—Correcto —dijo Alasdair sonriendo ligeramente—. Aunque creo que he sabido valerme
bastante bien por mí mismo.
Cranham no se molestó en contestar a aquella absurdidad. Hizo una reverencia y se retiró.
La sonrisa de Alasdair desapareció. Había pasado cuatro días errando por el Hampshire rural,
alojándose en posadas de lo más incómodo porque no podía volver a Londres sin haber pasado
fuera un periodo de tiempo suficiente para justificar el viaje a Lincolnshire. Emma habría hecho
algún comentario. Naturalmente era posible que los Grantley la informaran de su visita, aunque
era poco probable. Hester Grantley y su sobrina se tenían tan poco afecto que sus comunicaciones
seguramente no iban más allá de las felicitaciones de Navidad. No obstante, aunque lo
descubriera, probablemente el asunto ya estaría resuelto para entonces.
Se sacó la hoja de vitela del bolsillo y la abrió usando la uña del dedo índice. Era de su contacto
en la Guardia Montada. Observó las líneas, trazadas con vigor. Charles Lester era un hombre de

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aspecto muy poco marcial, pero, bajo su complexión endeble, sus espaldas caídas y su pecho
cóncavo se escondía una mente afilada como una cuchilla. Hablaba usando frases cortas y
concisas, y escribía tal cual hablaba.

«Se nos ha advertido de que hay más gente interesada en el documento en cuestión. Seguimos
investigando, pero estad alerta. Os mantendremos informado. CL.»

Alasdair arrugó el mensaje y lo arrojó al fuego. «Muy informativo», pensó, rellenando la copa.
Decirle que se mantuviera alerta sin darle la menor pista de frente a quién.
Miró la hora. Eran casi las siete. Se preguntó si Emma cenaría en casa. En otro momento no se
lo habría pensado dos veces para presentarse en su casa e invitarse a cenar apelando a sus
privilegios de viejo amigo y antiguo novio. Sacudió la cabeza con impaciencia y fue al dormitorio,
en la habitación contigua, donde Cranham le estaba preparando ya el traje de noche.
Media hora más tarde, se encontraba en el vestíbulo a punto de salir cuando el vecino del piso
de arriba apareció en la escalera como si le hubiera estado esperando.
—Lord Alasdair, habéis vuelto —dijo Paul Denis con su encantadora sonrisa.
—Así es —dijo Alasdair educadamente mientras estrechaba la mano que le tendía el joven—.
Voy a cenar a White's. ¿Sois miembro?
—Oh, sí, por supuesto. El príncipe Esterhazy ha dado mi nombre. Es un viejo conocido de mi
padre. A decir verdad, yo también me disponía a ir allí a cenar. Tal vez podríamos... —Esperó
respuesta educadamente.
—Cómo no —dijo Alasdair. Después de cuatro días a solas no despreciaba la compañía de
nadie, y además siempre podía ser útil estar en buenas relaciones con un vecino.
Fue una velada agradable. Cuando los comensales se levantaron para ir a las mesas de cartas,
Paul Denis se apresuró a unírseles. Alasdair desplegaba en el juego las mismas cualidades que a la
hora de invertir. De hecho, ambas actividades estaban estrechamente relacionadas. Lo que ganaba
a las cartas lo multiplicaba en la bolsa mediante acciones y valores. Aquello habría ayudado a
entender a Emma su aparente habilidad para vivir del aire, pero nunca se lo había dicho. Ned
había conocido su asombrosa capacidad para convertir la escasez en abundancia y era probable
que aquél fuera uno de los motivos por los que había elegido a su amigo para administrar la
fortuna de Emma. Pero no el único. Aunque Alasdair no se lo hubiera dicho a Emma, estaba de
acuerdo con ella en que Ned esperaba conseguir que se reconciliaran poniéndolos en aquella
tesitura. Se habría llevado un buen disgusto de haber visto lo mal que le había salido la jugada.
Alasdair cogió sus cartas, dejando escapar un leve suspiro.
Como era de esperar, el tema no tardó en salir.
—He oído que Emma Beaumont ha vuelto a la ciudad —comentó lord Alveston poniendo una
pila de guineas sobre la mesa.
—Sí, y sin duda habrás oído también que su hermano me nombró su fideicomisario —dijo
Alasdair en tono desenfadado al tiempo que apostaba también él.
—Qué poco tacto —dijo un caballero que iba sorprendentemente maquillado.
—Oh, ¿y eso por qué, Sketchley? —preguntó Alasdair enarcando una ceja y con voz incisiva.

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El vizconde Sketchley se ruborizó bajo los aceites. Alasdair pensó que el color resultante era
bastante curioso.
—Oh, por nada... por nada.
Alasdair hizo un ademán burlón con la cabeza y siguió jugando. Se hizo un silencio incómodo
que interrumpió el duque de Bedford, que hacía de banca.
—Me han dicho que ahora es rica como Craso —dijo.
Alasdair respondió de nuevo con un gesto indiferente.
—Si continúa estando igual de atractiva... —continuó el duque.
—Oh, créeme, lo está —cortó Alasdair poniendo las cartas sobre la mesa—. Yo gano, señores.
—Siempre me digo que no jugaré en tu mesa, Alasdair, pero al final me olvido de lo
rematadamente afortunado que eres —dijo lord Alveston dejando caer sus cartas con enfado.
—Oh, no es suerte, George —dijo Alasdair riendo—. ¿No sabes reconocer la pericia cuando la
tienes delante?
—¿Busca marido? —insistió el duque.
—¿Qué mujer soltera no lo busca? —preguntó lord Sketchley soltando una risita.
—¿Tú ya no estás en la lista, Alasdair? —preguntó Alveston sin rodeos.
Alasdair sintió cierto alivio al ver que el asunto se convertía en tema de conversación. Una vez
lo hubiera discutido y negado, era de esperar que el pasado desapareciera de una vez por todas.
—No, ya no. Emma y yo vimos que no encajábamos. Y nada ha cambiado. ¿Vas, duque?
El duque cogió una pila de monedas que uno de los mozos le había colocado junto al codo y la
colocó en el centro.
—¿Se abre la veda, pues?
—Eso parece... —asintió Alasdair.
—¿Y tú no tienes nada que decir al respecto? —inquirió Sketchley.
—Nada en absoluto.
Alasdair hizo su apuesta y cambió de tema sin por ello dejar de preguntarse hasta dónde estaría
dispuesta a llegar Emma con su desafío. Seguramente no hasta el punto de casarse con un
petimetre maquillado como Sketchley. ¿Y tomarlo como amante? Lo observó sentado al otro lado
de la mesa y sintió repulsión al imaginar las manos de aquel estúpido bufón sobre el celestial
cuerpo de Emma. No, era imposible que hubiera perdido el juicio hasta tal extremo.
Echó un vistazo por el salón, iluminado con arañas cuyas lágrimas de cristal reflejaban la luz de
sus múltiples velas. ¿Había en aquella sala alguien a quien pudiera tolerar en la cama de Emma? La
respuesta era evidente. Parecía que su destino era ser el perro del hortelano.
—¿Y crees que tu opinión podría influir en lady Emma? —preguntó el duque—. Siendo su
fideicomisario y tan amigo de su hermano... Si tomaras partido por alguien...
—Lady Emma sabe decidir por sí sola —sentenció Alasdair.
Paul Denis jugaba con cautela, como corresponde a quien no nada en la abundancia. Todos
sabían que era un emigrado, y los emigrados, por lo común, no son ricos. No hizo ningún
comentario acerca de Emma Beaumont y su silencio pasó desapercibido. Después de todo, no era
decoroso intervenir en una conversación referente a alguien a quien no conocía. Nadie habría

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adivinado lo que barruntaba la mente sagaz de aquel hombre de tez aceitunada. Si lady Beaumont
tenía que sufrir el acoso de pretendientes, nadie se sorprendería de verlo entre ellos.
—¿Volvéis a Albermarle Street, lord Alasdair? —preguntó al terminar la partida—. ¿Os importa
que os acompañe?
—En absoluto —dijo Alasdair cogiendo una copa de champán helado de la bandeja de un
camarero que pasaba—. Dadme media hora, hay gente aquí a la que todavía no he saludado. —
Copa en mano, recorrió la estancia con el propósito de dejar claro ante todo el mundo que a
Alasdair Chase le traía sin cuidado lo que hiciera Emma Beaumont, y que su sufrimiento de hacía
tres años estaba olvidado. Hecho esto, fue a buscar a Paul Denis, que estaba sentado frente a la
ventana que daba a la oscura St. James Street, hojeando un periódico.
—Espero que no me juzguéis impertinente si os pido que me ayudéis a darme a conocer en
sociedad —dijo monsieur Denis tanteándolo mientras caminaban por Piccadilly.
Alasdair lo miró con curiosidad.
—¿También vos a la caza y captura de una esposa rica, Denis? —preguntó.
Paul intentó hacerse el tímido.
—No exactamente... sólo que mi situación es algo... en fin, algo delicada, digamos.
Alasdair se encogió de hombros.
—No más que la de la mayoría, supongo.
—-Quizá no. Pero la tal lady Emma, me imagino... —Tosió con delicadeza—. Me preguntaba si
tal vez podríais presentármela. Si no tenéis nada que objetar, evidentemente.
Alasdair sintió algo así como una puñalada en algún lugar de la zona del esternón. Primero fue
Bedford y ahora el francés. Por lo visto iba a tener que hacer de casamentero y procurarle
pretendientes, y amantes, a una mujer a la que, según acababa de averiguar, no podía ver en
brazos de nadie que no fuera él mismo.
—Será mejor que se lo pidáis a la princesa Esterhazy —contestó—. No creo que la vea en un
tiempo.
Paul Denis guardó silencio, pero su pensamiento discurría a toda velocidad. Había reparado en
la repentina tensión de lord Alasdair durante la partida al hablar del posible matrimonio de lady
Emma. Lo había disimulado bien, pero no lo suficiente para alguien con ojos y oídos
acostumbrados a percibir la más leve emoción o cualquier asomo de duda o de revelación. Al
parecer el gobernador no estaba bien informado. Cualquiera que fuera la relación que había entre
lady Emma Beaumont y lord Alasdair Chase, no tenía nada de armoniosa. Lord Alasdair era su
fideicomisario, ¿habría sido ésa la manzana de la discordia? Fuera cual fuera la razón, no le sería
de ninguna ayuda de cara a sus planes. Tendría que buscarse otro modo de acceder a la presa.

—Te veo muy preocupada esta mañana, querida —observó María, zambullendo su tostada en
el té y llevándosela a la boca.
Emma mordisqueaba la punta de la pluma y terminó tachando las líneas que había escrito.
Apartó el papel y la pluma y se puso a desayunar.
—Tengo que ocuparme de un asunto que me irrita —dijo.
—Oh, quizá yo pueda ayudarte —dijo María mojando de nuevo la tostada en el té.

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Emma sacudió la cabeza y con un punto de malicia contestó:


—No, no lo creo. Tú no tienes ojo para los caballos. —Se quedó mirando a María con asombro
mientras ésta se acababa el té y la tostada. Emma bebía café y de vez en cuando comía un poco de
tocino con setas.
—Creo que esta mañana deberíamos empezar por la princesa Esterhazy —dijo María pensando
en voz alta—. El próximo baile del Almack's será el día quince, y más vale que nos aseguremos la
entrada. Me parece que el traje de gasa de color marfil sobre el raso turquesa quedará perfecto,
¿no crees, querida?
—Mmm —murmuró Emma, enfrascada de nuevo en la carta.
—Claro que el crepé de color bronce también te favorece —continuó María, a quien parecía no
importarle la falta de interés de su compañera por un detalle tan importante—. Me pregunto si
quedaría elegante combinado con el pañuelo bordado en oro. Deberías decirle a Mathilda que lo
busque, después decidiremos.
—Mmm —contestó Emma poniendo el punto a la última línea de su misiva con un firme golpe
de pluma—. No sé hacerlo mejor —dijo aireando el papel para secar la tinta; luego lo dobló con
cuidado—. Tengo que enviar esto, María. ¿Le digo al cochero que esté en la puerta dentro de
media hora?
—Sí, en media hora estarás lista —asintió María, no sin dudas. Emma, como de costumbre
cuando no era día de caza, había bajado a desayunar sólo con una bata sobre el camisón.
La joven rió al oírla.
—Estaré lista en veinte minutos —dijo desapareciendo de la habitación y dejando a María a
solas con su té y su tostada.
Tal como había dicho, en menos de media hora Emma estaba en el piso de abajo poniéndose
unos guantes de color lavanda.
—¿Has enviado el mensaje, Harris?
—Sí, señora. Bodley se lo ha llevado al momento. La calesa está en la puerta.
—Ya estoy aquí... ya estoy aquí —clocaba María mientras bajaba la escalera—. Caramba, estaba
segura de que acabaría antes que tú, Emma. Yo sólo tenía que ponerme el sombrero y coger los
guantes, y tú ni siquiera habías empezado a vestirte. —Mientras hablaba y corría hacia la puerta,
se fijó con admiración en el vestido de Emma—. Ese azul oscuro ha sido una buena elección —dijo
mientras el lacayo la ayudaba a subir a la calesa.
Emma subió después que ella, preparada para aguantar su cháchara inconexa. María rara vez
esperaba una respuesta concreta a sus observaciones, y Emma hacía tiempo que había aprendido
el arte de escuchar educadamente mientras pensaba en sus cosas. En ese preciso momento, en lo
que pensaba era en caballos.
El embajador austriaco y su esposa vivían en una casa señorial de estuco en Berkeley Square. La
princesa Esterhazy recibía a sus visitas en el salón del piso superior, con vistas a la plaza
ajardinada.
—María Witherspoon —dijo soltando una vivaz carcajada—. No os he visto en la ciudad desde
hace meses. ¿Pensáis quedaros toda la temporada? —Se volvió hacia Emma sin esperar respuesta.
Arqueó ligeramente las cejas—. Lady Emma, lamento la muerte de vuestro hermano.

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—Gracias, señora —dijo Emma inclinándose. Se dio cuenta de que la anfitriona la escrutaba con
suspicacia.
—Veo que habéis decidido no ir de luto riguroso —observó la princesa.
—Mi hermano no lo hubiera querido —contestó Emma.
—Ah, esta juventud... qué poco respeto por las convenciones —exclamó la señora.
—Sois demasiado severa, princesa —dijo María adelantándose—. Emma lleva varios meses
sumida en la pena, pero Ned lo decía muy claramente... en el testamento —mintió, pero con
mucha seguridad—. Decía que se estableciera por su cuenta en cuanto lord y lady Grantley se
trasladaran a Grantley Manor.
La princesa hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Seguía estudiando el rostro de Emma, y
ésta casi podía oírle el pensamiento: «¡Doscientas mil libras! No es broma, ah, señor, no. Pueden
perdonarse muchas cosas a cambio de esa suma.»
—Bueno —dijo finalmente la princesa Esterhazy—. Todavía tengo que enviaros las entradas
para el Almack's, ¿no? Os las mandaré esta misma tarde. Mount Street, ¿verdad?
—Sí, una casa preciosa —dijo María—. La encontró lord Alasdair Chase, el fideicomisario de
Emma.
—Ah, sí —dijo la anfitriona—. Lord Alasdair. —Su mirada se hizo más intensa y tanto Emma
como María se dieron cuenta de que acababa de recordar el viejo escándalo.
—Lord Alasdair es un viejo amigo -—dijo María con seguridad mirando a la princesa a los ojos.
Si la princesa tenía algún comentario que hacer, no tuvo tiempo de hacerlo, pues apareció el
mayordomo para anunciar a lady Sefton y su hijo, lord Molyneux. Tras ellos llegaron lady
Drummond y sus tres hijas, y pronto el salón se llenó de conversaciones. María estaba en su
elemento y ya no hubo más referencias a escándalos del pasado. Tampoco hubo comentarios
acerca del regreso de Emma a la vida social, aunque pudo oír que lady Drummond le decía en voz
queda a lady Sefton: «¿De verdad? ¿Doscientas mil libras?»
—Eso creo —dijo la otra—. ¿Cómo es posible que siga soltera? Es una muchacha bien
parecida... aunque quizá para algunos demasiado alta y delgaducha. De todos modos, con una
fortuna como la suya, pueden perdonársele algunas imperfecciones.
—Puede que sea difícil de contentar —sugirió lady Drummond—. Se da ciertos aires, ¿no? Y
después de aquel escándalo...
Emma se alejó, le ardían los oídos. Era muy desagradable oír que hablaban de ella de esa forma,
aunque sabía que era inevitable.
—El señor Paul Denis, señora —anunció el mayordomo desde la puerta, y Emma levantó la vista
hacia el recién llegado. Era un hombre de estatura media, cabellos negros y rizados, facciones bien
formadas, ojos muy oscuros y brillantes y tez aceitunada. Hizo una reverencia a su anfitriona con
una gracia que parecía a tono con su aspecto más bien exótico. Hablaba con un ligero aunque
perceptible acento.
—Princesa, le presento mis respetos. Mi padre, según creo, se puso en contacto con su marido.
—Se llevó la mano de la princesa a los labios y se la besó con elegancia.
—Oh, sí, ya recuerdo. Un pariente lejano... una tía abuela, ¿verdad? —dijo sonriendo con
benevolencia a aquel joven tan bien parecido.

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Paul asintió; efectivamente el nexo entre sus familias era una tía abuela. Le besó la mano de
nuevo. La princesa Esterhazy lo atrajo a su lado y empezó a interrogarlo acerca de su niñez y de su
presente situación.
Emma aceptó una taza de café que le ofrecía un lacayo y se acercó imperceptiblemente a la
princesa y a su nueva visita. Había algo en aquel hombre que llamaba su atención, algo misterioso
en sus facciones oscuras, en su porte, como si estuviera a punto de llevar a cabo una acción
terrible. Se fijó en que era más corpulento que Alasdair, pero la ropa no le quedaba igual de bien.
«Tal vez no sea de tan buena confección como la de él», pensó. Alasdair, por supuesto, sabría con
sólo echarle un vistazo si la chaqueta de aquel hombre era de Weston, de Shultz o de Schweitzer y
Davidson... o de algún sastre menor. Aunque quizá lo que fallaba era el cuerpo... la chaqueta no se
ajustaba a los hombros con la perfección con la que lo hacían las de Alasdair; las piernas no eran
igual de largas ni de bien formadas, por lo que el pantalón se arrugaba; las caderas tal vez estaban
ligeramente escorzadas...
—Lady Emma, permitidme que os presente al señor Denis —dijo la princesa Esterhazy al
percatarse de la proximidad de Emma—. También él acaba de llegar a la ciudad. Señor Denis, os
presento a lady Emma Beaumont...
—Señor Denis —dijo interrumpiendo a su anfitriona. Se adelantó con la mano extendida. El
joven hizo una inclinación y se la llevó a los labios. A Emma le pareció un gesto algo afectado,
demasiado cortés, y retiró la mano en seguida—. ¿Sois francés?
—De familia emigrada, señora. —Sonrió mostrando unos dientes muy blancos, aunque
ligeramente torcidos—. Yo era un chiquillo cuando dejamos Francia en el noventa y uno. Unos
amigos de mis padres que viven en Kent tuvieron la gentileza de acogernos cuando llegamos.
—¿Recordáis algo de la revolución, señor? —Emma siempre había sentido fascinación por los
derramamientos de sangre del Terror.
—Conservo algún recuerdo. ¿Os interesa? —preguntó Paul sonriendo y mirándola a los ojos.
Emma sintió que entre ellos surgía una extraña y turbadora intimidad. La estaba mirando como si
fuera la única persona en la estancia, y había pasado mucho tiempo desde la última vez que
alguien distinto a los hijos adolescentes de los hacendados la había mirado con una atención tan
masculina. Era puro flirteo, desde luego, pero no le desagradaba jugar un poco... no, en absoluto.
Emma sonrió entrecerrando un poco los ojos.
—Debe de ser obsesión lo que siento por los hechos de ese infausto periodo. Si os dignarais a
saciar mi curiosidad, comprobaríais que soy una oyente muy atenta.
—Con mucho gusto —dijo ofreciéndole el brazo y llevándola desde el centro de la estancia
hasta una ventana con asientos.
La princesa Esterhazy hizo un gesto de satisfacción. Le agradaba ayudar a sus amigos y
familiares, y aunque era incapaz de situar la figura de aquella tía abuela, si su marido decía que
eran familia, a ella le bastaba su palabra. Aquel joven parecía buena persona. Tenía buenas
maneras y sus ropas, aunque no propias de un dandi, eran perfectamente correctas. Si conseguía
hacerse con la heredera y sus doscientas mil libras, la princesa consideraría que había realizado
una buena acción.
María Whiterspoon, sin embargo, no se mostraba igual de satisfecha. María tenía una visión del
mundo muy simple y pragmática, para ella Emma no debía malgastar su tiempo con un

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desconocido insignificante y venido a menos. Había ido a Londres a encontrar marido, y María no
veía por qué ese marido no podía ser de linaje de reyes.
Se acercó a la pareja con su mejor sonrisa y dijo:
—Emma, querida, deberíamos marcharnos... Oh, ¿cómo estáis, señor? —agregó observando al
compañero de Emma con mirada inquisitiva.
Emma estaba sorprendida. María no era una persona altanera, pero estaba comportándose con
altivez, como si quisiera frustrar las esperanzas de un arribista. Hizo las presentaciones y vio cómo
María hacía una fría reverencia. Paul Denis parecía no darse cuenta y saludó a la acompañante de
Emma con cortés deferencia. Sin embargo, cuando Emma se despidió de él, Denis hizo una mueca
de consternación que por poco le arranca una carcajada a la joven.
—Creo que vuestra gobernanta me considera indigno de vos —susurró al tomar la mano de
Emma—. ¿Puedo pasar a visitaros por Mount Street o me denegará la entrada?
—María no es la dueña de la casa —dijo Emma, que al momento, reparando en la soberbia de
aquel comentario, lamentó su arrogancia. Era uno de sus defectos. Defecto que, por cierto,
compartía con Alasdair.
—Entonces ¿puedo pasar a visitaros?
—Por favor, no dejéis de hacerlo —dijo ella sonriendo, y añadió—: María es una compañera
excelente. Me cuida como una gallina a sus polluelos.
—Eso tiene su parte buena —dijo Paul. Sus ojos delataban circunspección.
Emma rió.
—Sí, alguna tiene. Que tengáis un buen día.
Se despidió sintiendo una repentina felicidad, un sentimiento que hasta entonces siempre
había asociado a la música, a bailar hasta el alba o a algún paseo particularmente espléndido con
los perros... o a alguna diablura en compañía de Ned y Alasdair.
—Me pregunto si el señor Denis es trigo limpio —aventuró María una vez dentro de la calesa.
—Es pariente de la princesa Esterhazy, María. ¿Cómo no iba a serlo? —dijo Emma
introduciendo las manos en su manguito de marta al sentir un frío golpe de viento en la esquina
de Curzon Street.
—No lo sé, cariño, pero hay algo que no acaba de gustarme.
—Bobadas, María —se burló Emma—. Pronto lo conocerá todo el mundo. ¿O acaso crees que
la princesa Esterhazy no le dará una entrada para el Almack's?
—Supongo que sí —respondió María, que seguía sin estar convencida.
Contra su costumbre se mantuvo en silencio durante el trayecto de vuelta a Mount Street.
Ya dentro de la casa, Emma se quitó el manguito y los guantes y fue directamente a la sala de
música quitándose por el camino el sombrero de terciopelo y entregándoselo a un lacayo. Sentía
en su interior una pulsión que le era familiar.
—Voy a practicar un rato, María.
María sabía que aquello quería decir que probablemente no volvería a verla hasta la noche.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0055

— Buenas tardes, Harris. ¿Está lady Emma? —Alasdair subió el pequeño tramo de
escaleras hasta el vestíbulo—. Ah, sí, ya la oigo —dijo haciendo una señal en la dirección de la sala
de música—. Debe de estar de buen humor —observó dejando el látigo sobre una mesita y
dándose la vuelta para que un lacayo le ayudara a quitarse el abrigo.
—Sí, señor —dijo Harris, que era el mayordomo de la casa Grantley desde el nacimiento de Ned
y comprendió lo que Alasdair había querido decir. Lady Emma estaba tocando un aria de La flauta
mágica. Acostumbraba a tocar a Mozart cuando estaba especialmente contenta.
Alasdair atravesó sonriendo el vestíbulo en dirección a la puerta del fondo. La abrió con
cuidado, entró y cerró sin hacer ruido. Se quedó escuchando atentamente con actitud entre crítica
y admirada. Una palmatoria iluminaba la estancia, pero su luz palidecía al lado del sol de invierno
que penetraba a través de las puertas que daban al jardín trasero de la casa.
Emma llevaba un peinado nuevo aunque de estilo clásico. Una cinta plateada le sujetaba el pelo
sobre la frente; a los lados, los cabellos montaban sobre las orejas y quedaban recogidos en la
parte de atrás, por debajo de la cinta. El cuello, ligeramente inclinado mientras tocaba, estaba al
descubierto, y los ojos de Alasdair se quedaron clavados en la suave curva que partía de la base
del cráneo y se perdía en el cuello alto del vestido, el mismo que se había puesto para la visita de
la mañana.
Alasdair avanzó llevado por un impulso al que no supo resistirse. Ella estaba absorta en la
música y no oyó sus pasos sobre la tupida alfombra de Axminster. Agachó la cabeza y la besó
suavemente en la nuca mientras sus manos iban a buscar el punto en que sus gráciles hombros se
unían con la parte superior del brazo.
Sin apartar las manos del teclado, Emma dejó caer la cabeza hacia delante como si un peso
tirara de ella, a pesar de que el beso había sido apenas un roce de labios.
—Perdona —dijo Alasdair antes de que ella dijera nada. Apartó las manos de sus hombros—.
Debería avergonzarme, lo sé, pero no he podido resistirlo. —Hablaba con voz ligera y
desenfadada, como si lo que acababa de ocurrir fuera algo habitual.
Emma enderezó la cabeza e irguió la espalda. Sentía en la nuca un cálido cosquilleo. Lo miró en
silencio por encima del hombro.
Alasdair sonrió compungido.
—Ya sabes que tu nuca siempre me ha parecido irresistible.
—¡No sigas! —dijo ella sofocándose—. ¡Por el amor de Dios, Alasdair!
Él levantó las manos en gesto de conciliación.
—No ha pasado nada —dijo—. Escucha, he tenido una idea mientras tocabas. Deja que me
siente. —Le hizo una señal para que le dejara sitio en el banco—. Una pausa más marcada entre
las notas... aquí... y aquí —dijo tocando unos compases a una sola mano, mientras con la otra los
iba marcando—. ¿Ves? Y cuando entra Papageno... eso es... aumenta el tempo y la conversación
se anima más.
Emma asintió.
—Me pregunto cómo no se le ocurrió a Mozart —dijo con una sonrisita.

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Alasdair rió.
—El arte se presta a la interpretación individual. Canta; verás cómo suena. —Movió las manos
por el teclado para prepararse y entonces comenzó a tocar.
Emma vaciló un instante apenas, y luego empezó a cantar. Tenía una voz de contralto muy bien
educada, con un tono perfecto, aunque ella era la primera en admitir que le faltaba potencia.
Claro que tanto ella como Alasdair eran muy perfeccionistas y eran tan severos con sus
interpretaciones como con las de otros. Era un aria deliciosa, llena de luz y alegría, así que dejó
que su voz fluyera junto al acompañamiento de Alasdair. Cuando él entró con su agradable voz de
tenor para hacer de contrapunto, Emma cerró los ojos y se perdió en el goce de estar creando
aquellos delicados sonidos junto a alguien que se adaptaba tan bien a ella y que sentía el mismo
placer.
Elevó la voz y sostuvo la última nota hasta que los dedos de Alasdair se hubieron quedado
quietos sobre el teclado y su voz se hubo extinguido. La nota desapareció poco a poco, de forma
controlada y su dulzura siguió resonando en el silencio durante unos segundos aun después de
que la nota en sí hubiera cesado.
Alasdair retiró las manos del teclado.
—Tienes más potencia que la última vez que te oí cantar.
—Tengo la voz más entrenada —dijo ella levantándose del banco, como si al acabar la música
se hubiera percatado del roce de la cadera de Alasdair.
—¿Seguiste con Rudolfo?
—Sí, dos veranos. Se quedaba en la casa de campo y volvía loco al servicio con sus manías. Es
terriblemente hipocondríaco, pero como profesor de canto es excelente. —Enderezó un par de
velas de la repisa de la chimenea y ordenó unas partituras que había sobre la mesa. Sus ojos
recorrían la habitación sin parar y era incapaz de mantener las manos quietas.
Alasdair se giró sobre el banco del piano y la observó unos instantes.
—Y bien, ¿para qué querías verme?
Por fin Emma dejó de moverse.
—Por unos caballos —dijo—. Quiero comprar un cabriolé y dos caballos de tiro. Ah, y uno de
silla —añadió—. Tía Hester ha decidido que mis caballos pertenecen a la finca. —Al decirlo, sus
ojos tenían un brillo de indignación.
—¡Vaya una arpía la vieja! —exclamó Alasdair—. Ni que pudiera montarlos.
—¿Lo dudas? —se burló Emma—. Me gustaría verla intentándolo. La derribarían antes de salir
de la caballeriza. El caso es que no pueden salir de la finca —dijo apretando los labios y con la
mirada perdida en la puerta del jardín. —¿No puedes reclamárselos?
—Si te refieres a si son míos... o regalos de Ned o lo que sea... no. En rigor, la arpía tiene razón.
Pertenecen a la finca. —Calló y apretó los puños. Luego dijo con decisión—: Así que he decidido
tener mis propias caballerizas. —Se volvió hacia él y con un toque de beligerancia añadió—:
Supongo que no tienes nada que objetar.
—No, ¿qué iba a objetar? —respondió Alasdair en tono amistoso, pasando por alto la
agresividad de la pregunta, pues por una vez sabía que no iba dirigida contra él, sino contra su tía
Hester.
Emma se ruborizó un poco y, en tono algo más moderado, dijo:

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—Necesito que me acompañes a Tattersalls a comprar los caballos. Sé que no puedo ir sola.
—En realidad no puedes ir de una forma ni de otra —corrigió Alasdair, sacándose del bolsillo
una cajita de rapé lacada.
—¿Y por qué no?
—Pues porque las mujeres no frecuentan Tattersalls, querida Emma —dijo Alasdair
examinando minuciosamente la caja.
—Pero yo ya fui una vez contigo y con Ned —dijo Emma mirándolo desconcertada.
—¡Señor! —exclamó él, poniéndose serio—. ¿En qué estaríamos pensando? No es nada
apropiado.
—Alasdair, tienes que estar bromeando —dijo Emma. Le parecía imposible imaginar que a
Alasdair le importaran lo más mínimo las convenciones. En tres años no podía haber cambiado
tanto.
—No, la verdad es que no —negó él con rotundidad, pero para Emma era como un libro abierto
y el brillo de sus ojos no le pasó desapercibido.
—No seas absurdo —espetó ella—. Sabes perfectamente que de cara a la sociedad, si bien no
es común que una mujer compre sus propios caballos, tampoco es reprobable. Siempre y cuando
me acompañe la persona adecuada, claro. ¿Y quién más apropiado que mi administrador?
—Vaya, así que después de todo sirvo para algo —observó él abriendo la cajita y tomando una
pizca de rapé con el índice y el pulgar. La miró sin levantar la cabeza y esbozando una sonrisa
malévola.
—Ya que por el momento tengo que soportarte, al menos puedes servirme en algo —dijo
Emma devolviéndole la pulla—. Bueno, vamos a ponernos serios. ¿Tienes tiempo esta tarde para
acompañarme a Tatts?
Fingió estar pensando. Emma lo miraba cada vez más desconfiada, convencida de que seguía
pinchándola. En ese momento se levantó del banco del piano, se guardó la cajita en el bolsillo
interior de la chaqueta y, haciendo una leve reverencia, dijo:
—Supongo que puedo posponer los compromisos que tenía esta tarde. Quedo a su servicio,
señora. ¿Nos vamos? Tengo el cabriolé en la puerta y veo que ya estás vestida.
Emma vaciló.
—¿De verdad tienes otros planes?
—¿Importa eso? —preguntó él sonriendo, esta vez con aire burlón.
Emma sintió ganas de dar una patada en el suelo.
—¡Eres perverso! —exclamó—. Intento ser educada. Alasdair rió.
—Estoy a tu entera disposición, cariño.
Emma iba a replicar pero se mordió la lengua. Si Alasdair quería usar apelativos tiernos con ella,
no podía evitarlo, pero decidió que lo mejor era no hacerle caso. En público no los usaría.
—Mejor que no le digamos a María adónde vamos —dijo al fin.
—Mis labios están sellados —dijo Alasdair yendo a la puerta y abriéndosela—. Me han dicho
que la semana que viene les llegarán un buen par de caballos zainos. Creo que de Chesterton. Tal
vez puedas comprarlos antes de que los subasten por trescientas libras. ¿Quieres que vaya a
despedirme de María mientras coges lo que necesitas? —preguntó siguiéndola al salón.

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—Tardaré sólo un minuto.


Emma se fue escaleras arriba para coger el sombrero y los guantes. Sabía que podía confiar en
Alasdair y que podía mandarlo a comprar los caballos él solo, pero ella siempre había tomado las
decisiones en persona en lo tocante a esta clase de asuntos y no estaba dispuesta a cambiar las
costumbres de toda una vida para acomodarse a una serie de ridículos supuestos acerca de lo que
una mujer debe y no debe hacer y de los lugares que debe y no debe frecuentar.
Se miró en el espejo para ponerse bien el pequeño sombrero de terciopelo lila y el broche del
hombro. Frunció la nariz al reparar en su imagen reflejada en el espejo. Tenía la nariz y la boca
demasiado grandes, siempre se lo había parecido; y las cejas, demasiado pobladas y
habitualmente despeinadas en los extremos. «¿Qué más dan unas pequeñas imperfecciones?», se
dijo con firmeza mientras recogía los guantes y se dirigía a la puerta. No tenía que impresionar a
nadie esa tarde. Sólo iba a salir a un recado con Alasdair.
Sin darse cuenta se pasó la mano por la nuca al bajar la escalera.
Alasdair esperaba en el vestíbulo, dándose golpecitos con los guantes en la palma de la mano.
Se volvió al oírla bajar.
—María está durmiendo la siesta —la informó—. Harris le dirá que hemos salido a dar una
vuelta. —Sus ojos la miraron como si fuera la primera vez que se fijaba en su aspecto—. Precioso
sombrero —observó—. Pero... permíteme... Así, perfecto. —Le había ajustado el ala por el lado
que se levantaba. Sonrió.
Era su sonrisa de siempre, la que ella llevaba viendo desde que era una niña de ocho años,
cuando se enamoró perdidamente del mejor amigo de su hermano.
Emma sintió que el suelo le desaparecía bajo los pies. Hacía mucho que no sentía el candor de
aquella sonrisa. La burla y la ironía habían desaparecido de su gesto para dejar paso a la
comprensión y a la incitación que antaño le fueron tan familiares.
Alasdair le recorrió el brazo con la mano, deteniéndose suavemente a la altura de la muñeca.
—¿En paz, Emma? —dijo con calma—. Podemos llevarnos mejor de lo que hemos demostrado
estos días.
Era la primera referencia que hacía a su desgraciado encuentro del otro día y fue un alivio que
el tema saliera por fin a colación.
—Los dos dijimos cosas que luego lamentamos —murmuró Emma en voz baja—. Haré un
esfuerzo por ser cortés contigo.
—¿Cortés? —dijo él torciendo el gesto—. Bien, supongo que tendré que darme por satisfecho.
—Tal vez sea una concesión mayor de lo que imaginas —dijo sin acalorarse.
Él la miró un momento con ojos inescrutables, luego la soltó de la muñeca y la cogió por el codo
para acompañarla hacia la puerta que mantenía abierta uno de los lacayos.
El mozo de Alasdair, un arrugado ex yóquey llamado Jemmy, saludó a Emma con una sonrisa y
una reverencia.
—¿Vais a conducir vos, lady Emma?
—¿Puedo? —dijo Emma lanzándole a Alasdair una mirada interrogativa.
—Por supuesto —contestó él sin parpadear. La ayudó a subir al cabriolé y, como disculpándose,
añadió—: Pero debo advertirte que el de la derecha tiene por costumbre distraerse con perros,
peatones y con casi todo el tráfico de la calle. Estoy intentando corregirle esos malos vicios.

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—Lo que significa que no voy a conducir —dijo Emma—. Mala cosa si un extraño tomara sus
riendas.
—Eso mismo estaba pensando —dijo Alasdair en tono serio—. No es que ponga en duda tu
capacidad.
—¡No seas absurdo! —dijo Emma riendo—. Sabes perfectamente que no lo interpreto así.
Alasdair le lanzó una mirada furtiva al tiempo que tomaba las riendas.
—Últimamente voy algo inseguro. Tiene muchos cambios.
Emma no dijo nada. Se sentó con las manos en el regazo adoptando el aspecto de quien no está
dispuesto a ceder a provocaciones.
—Suéltalos, Jemmy —dijo Alasdair sonriendo.
El mozo obedeció, se apartó para dejar que el cabriolé se pusiera en marcha y se encaramó
detrás como buenamente pudo.
—¿Cómo va ese reuma, Jemmy? —preguntó Emma por encima del hombro.
—Bueno, unos días mejor, otros días peor. Gracias, lady Emma —dijo Jemmy. Se había roto
tantos huesos durante su carrera profesional que todo él era un amasijo de extremidades lisiadas
y mal curadas y de articulaciones torcidas. Sin embargo, su falta de agilidad quedaba compensada
con su maña para los caballos. Cuando Alasdair lo conoció, cinco años antes, se dedicaba a
mendigar en los alrededores del hipódromo de Newmarket y el joven le ofreció empleo llevado
por un impulso. Jemmy había correspondido a aquel impulso con una lealtad inquebrantable y con
sus generosos consejos sobre el manejo de los caballos. Consejos que el joven Alasdair había
tenido el buen sentido de aceptar, con el resultado de que en ese momento Alasdair gozaba de
una reputación sin par y su mozo era requerido por todos los jóvenes de la ciudad.
«Alasdair es una persona de impulsos muy particulares», pensaba Emma mientras hablaba con
Jemmy, pero a menudo había en ellos un trasfondo humanitario que sorprendía a quienes no lo
conocían bien, aquellos que confundían su sonrisa socarrona, su afilada lengua y su indiferencia
por las cosas con el verdadero Alasdair, cuando en realidad sólo eran una máscara.
—¿En qué estás pensando?
Emma se dio cuenta de que llevaba sentada en silencio más tiempo de lo debido.
—Oh, nada importante. —Fijó su atención en el par de bayos—. ¿El de varas siempre se desvía
a la derecha?
—Lo hace para alejarse del albañal —dijo Jemmy—. Le parece que pasa demasiado cerca. Es un
cantamañanas.
Alasdair hizo girar a los caballos en Stanford Gate hacia Hyde Park. Eran casi las cinco, la hora a
la que todo el que era alguien en la ciudad salía en carro, a caballo o a pie para ocuparse de
nimiedades o simplemente para ver y dejarse ver.
En seguida quedó claro que todas las miradas iban a ellos.
—¿Por qué hemos venido por aquí? No nos coge de paso —preguntó Emma con curiosidad.
—He pensado que podíamos acabar con las habladurías —contestó Alasdair—. Si dejamos que
la gente vea que mantenemos buenas relaciones, acallaremos las malas lenguas. Así que sonríe,
Emma, y actúa como si estuvieras perfectamente a gusto. —La miró con una de sus sonrisas
maliciosas.
Emma respondió con una sonrisa muy amplia e impostada.

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—¿Así?
—Si es lo mejor que puedes hacer.
—Creía que habíamos acordado no seguir provocándonos.
—No sabía que pedirte una sonrisa pudiera considerarse una provocación —protestó como si
su buena fe se hubiera visto ofendida.
—No vas a conseguir que me muestre descortés contigo, Alasdair —aseguró Emma sin dejar de
sonreír—. No pienso ser otra vez la primera en perder los papeles.
Alasdair rió y Emma, aunque a pesar suyo, también. Sin embargo la risa terminó en seguida.
Una mujer en un tílburi de recreo se estaba acercando a ellos saludándolos con la mano.
—Me parece que lady Melrose intenta llamar tu atención —dijo Emma con disimulo.
El rostro de Alasdair se quedó sin expresión. Se inclinó en la dirección del tílburi y no hizo
ademán alguno de querer detenerse, pero cuando la mujer llegó a su altura y detuvo los caballos,
se vio obligado a parar él también.
—Alasdair, hace días que no te veo —dijo la dama—. Te esperaba en la partida de cartas del
martes. —Soltó una risita entre gorgoritos—. Seguro que vas a decirme que estabas fuera de la
ciudad. Y ni una palabra para disculparte... ni una nota excusándote. Muy mal educado.
—Discúlpame, Julia, pero tuve que marcharme de la ciudad por un imprevisto —dijo él con
parsimonia—. Creo que no conoces a lady Emma Beaumont.
—Sólo de oídas —dijo lady Melrose lanzando una mirada en la dirección de Emma. Se inclinó
con una expresión que no tenía nada de amistoso y soltó otras de esas risitas con gorgoritos.
Parecía casi un insulto—. Qué situación tan incómoda... dadas las circunstancias —añadió por lo
bajo—. Por no hablar de lo irritante que debe de ser para vos, lady Emma, tener que depender de
un fideicomisario. Seguro que os sentís como una mocosita.
—¡Cuidado con los caballos, Julia! —dijo Alasdair de repente. Sin darse cuenta, lady Melrose
había soltado las riendas y los caballos empezaron a corcovar.
Los refrenó con un fuerte tirón.
—¡Jamelgos de mala cuadra!
—El mal artesano siempre le echa la culpa a la herramienta —murmuró Emma con una dulce
sonrisa.
Lady Melrose se puso roja y apretó las mandíbulas. Luego miró a Alasdair y con voz melosa y
zalamera dijo:
—Alasdair, ¿te veré pronto por casa? Te echo de menos cuando dejo de verte un par de días —
dijo haciendo un mohín—. Esta noche... te espero esta noche. No me falles.
Alasdair se limitó a inclinarse otra vez, aunque algo había en sus ojos que sobresaltó un poco a
lady Melrose. Tenían un brillo afilado, algo que ella nunca antes había visto. Tenía mucha
confianza en Alasdair Chase, la suficiente para bromear con él a costa de lo incómodo de la
situación, la suficiente para provocar a la mujer que lo había plantado, la mujer a la que estaba
segura que él aborrecía. Alasdair había sido su amante durante los seis últimos meses, y lady
Melrose estaba convencida de que, si se lo pedía, él comería de su mano. Sin embargo, aquel brillo
en sus ojos la desconcertó.

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—Buenos días, lady Emma. Me imagino que no tardaremos en volver a vernos. No te olvides,
Alasdair. Cuento contigo —dijo devolviéndole el saludo. Luego sacudió las riendas y los caballos se
pusieron en movimiento.
—Estos caballos deben de tener unas mandíbulas de acero —comentó Emma, cuyo desdén por
lady Melrose era en ese momento mayor que la indignación que podría haber sentido por las
anteriores conquistas de Alasdair—. ¡Hay que ver cómo tira de ellos! Pobres bestias.
—Es una bruta —reconoció Alasdair mientras ordenaba a sus caballos que se pusieran en
marcha—. Además, monta espantosamente. Si te presentaras en el parque en calesa o montada a
caballo, la eclipsarías al instante.
—¿Eclipsarla?— ¿Y para qué iba yo a querer hacer algo tan vulgar? —dijo Emma con aire
frívolo—. ¿Qué me importa a mí cómo monta lady Melrose...? De hecho, ¿qué me importa nada
de ella? —añadió, y al momento lamentó aquella feroz apostilla.
Alasdair la miró de nuevo con expresión sarcástica.
—¿Nada más? ¿Qué quieres decir, cariño? No estarás sugiriéndome... —Arqueó una ceja.
—¡Oh, si lo que quieres es hacerme perder los papeles, tendrás que esforzarte un poco más,
Alasdair Chase! —dijo Emma con acritud—. Si crees que voy a dejar de lado la cortesía sólo porque
seas un faldero y un picaflor, estás muy equivocado, amigo mío.
—Vamos, un poco de calma. Nos estamos propasando un poco —murmuró Jemmy desde su
plataforma en la parte trasera. Se había sentado tras ellos en un sinfín de ocasiones en el pasado y
estaba acostumbrado a su carácter volátil y su humor cáustico, pero la acidez de aquellas últimas
palabras le venía de nuevo.
Nadie le contestó. Alasdair suspiró profundamente y con una mezcla de paciencia y resignación
dijo:
—No sé qué esperabas, Emma. ¿Creías que había llegado a los veinticuatro viviendo como un
monje?
Emma hizo un esfuerzo por aguantar un acceso de furia. ¡No entendía nada!
—Lo que no esperaba era que emularas al duque de Clarence y a la señorita Jordán —dijo con
voz algo temblorosa—. Padre devoto, amantísimo...
—¡Emma, por el amor de Dios! —la interrumpió él—. Basta ya. ¿Es que no puedes olvidar eso?
—¿Pero cómo voy a olvidarlo? —dijo Emma entre jadeos—. ¿Cómo voy a quitármelo de la
cabeza? ¿Cómo iba a olvidar una traición, un engaño como ése? Si me lo hubieses dicho... ¡Si me
hubieses dicho algo en vez de dejar que lo averiguara yo de aquella forma tan humillante! ¿Pero
por qué no me lo dijiste?
Alasdair hizo pasar a los caballos por Apsley Gate sin decir nada. «¿Por qué no se lo dije?
Debería haberlo hecho, desde luego, pero la experiencia es una mala maestra, sus lecciones llegan
siempre demasiado tarde. No se lo dije porque tenía miedo. Y en vez de reconocer ese miedo, me
había dicho a mí mismo que mis motivos no eran de su incumbencia, que Emma no tenía por qué
saberlo. Ella nunca se ha visto ni se verá afectada por ello. Soy capaz de dividir mi vida en
compartimentos y no hay ninguna razón para que los contenidos de uno afecté a los de otro.»
Señor, qué ingenuidad la suya... qué ignorancia, qué arrogancia. Sin embargo, no había sido él
el único que había cometido errores. Emma también había tenido su parte de responsabilidad en
el desarrollo de los acontecimientos. No atendía a razones.

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—Fue un error, lo admito —dijo él por fin—. Pero a la vista de cómo reaccionaste, creo que era
comprensible.
Emma estaba muy quieta y tenía las manos cogidas y apoyadas sobre el regazo. ¿Por qué se
obstinaba en no comprender el porqué de su reacción? Incluso después de tanto tiempo se
resistía a comprenderlo. ¿Cómo podía ser que no entendiera que ella se había sentido traicionada,
que se había sentido insultada? Se suponía que eran no sólo amantes, sino también amigos. Ella se
había entregado a él en cuerpo y alma, pero él no la había creído merecedora del mismo grado de
compromiso... no había creído necesario hablarle de una parte tan crucial de su vida.
—Entonces no hay más que hablar —sentenció ella. Al decirlo, se dio cuenta de que hacía
tiempo que deseaba sacar el turbio pasado a la luz. Tal vez tres años le hubieran dado a Alasdair
algo de juicio para entender por qué ella había hecho lo que había hecho. Tal vez fueran capaces
incluso de perdonarse. Pero todo aquello no eran más que castillos en el aire. Alasdair no se
reprochaba nada. Seguía creyendo que había actuado adecuadamente y que la reacción de ella
había sido imperdonable.
Lejos de cerrar heridas, lo que hizo aquel intercambio fue agrandar la brecha que los separaba.
Su reciente acuerdo quedaba socavado, y Emma, en vez de sentir aquella ira en la que se
reafirmaba y que, en cierto modo, la protegía, sentía que el dolor la sumía en la tristeza.
Se quedó sentada junto a Alasdair, dando gracias por que el tumultuoso trajín de Picadilly no
diera ocasión de prolongar la conversación. Alasdair estaba concentrado intentando que los
caballos no se alteraran, pues hasta el animal mejor enseñado se habría puesto nervioso en medio
de aquel bullicio. Los perros ladraban, los vendedores pregonaban sus mercancías y el sonido de
las ruedas contra los adoquines era ensordecedor. Una vieja diligencia avanzaba en su dirección, la
caja traqueteaba de mala manera sobre los ejes y sus ocupantes sudaban y resoplaban como si
llevaran mucho tiempo viajando sin descanso.
El conductor tiró de las riendas y detuvo el carro para que Alasdair pudiera pasar, pero la
maniobra cogió desprevenido al mozo del carro que iba detrás de la diligencia. Los percherones
que tiraban del carro se golpearon los hocicos con la parte posterior de la diligencia antes de que
el mozo pudiera refrenarlos y uno de ellos levantó la cabeza y relinchó. Uno de los caballos de
Alasdair se encabritó y giró a la izquierda.
Jemmy saltó de la plataforma y corrió a sujetar la cabeza del animal. Alasdair, con la mandíbula
apretada por la concentración y las manos tensas, dominó al caballo y lo hizo seguir avanzando
hasta que al fin dejaron atrás la diligencia y el carro.
Emma, pese al enfado y el disgusto, no pudo por menos que sentir admiración, aunque se
guardó la enhorabuena para sí. Ni ella misma habría sido capaz de salir indemne de aquel
embrollo. Mantuvo su pétreo silencio, y el único pensamiento que acudía con claridad a su mente
era la absoluta convicción de que no encontraría la paz hasta que Alasdair quedara excluido de
nuevo de su vida. Y sólo había una forma lógica de conseguirlo.
Cuando llegaron a las cuadras de Tattersalls, Alasdair bajó del cabriolé y le tendió las riendas a
Jemmy. Levantó una mano para ayudar a bajar a Emma, pero ella despreció su ofrecimiento y bajó
por su propio pie. Se sacudió la falda y miró en torno con interés.
Era día de pago en Tattersalls y el terreno que había frente a las cuadras estaba lleno de
hombres saldando sus deudas o pagando los animales adquiridos en subasta. Emma levantó un
poco la barbilla al ver la atención que su presencia despertaba en medio de tantos varones. Todas

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las cabezas se volvían, las conversaciones bajaban de volumen y muchos ojos la observaban desde
detrás de las lentes.
—Ve —dijo Alasdair con voz neutra y poniendo la mano en la parte baja de su espalda con su
habitual familiaridad—. Los caballos de Chesterton están en la otra cuadra. —La condujo a través
de una verja en forma de arco que había al final del terreno.
Entraron en otro patio, flanqueado por caballerizas en tres de sus cuatro lados. Un hombre con
pantalones de gamuza y chaleco verde salió del cobertizo de los arreos al verlos llegar. Miró a
Emma con expresión de incredulidad y se dirigió a continuación a su acompañante.
—Lord Alasdair, ¿en qué puedo serviros?
—Lady Emma ha venido a comprar un par de caballos de tiro y uno de silla —dijo Alasdair—.
¿Todavía no se han vendido los de Chesterton?
—Salen a subasta mañana, señor —respondió John Tattersall tocándose la barbilla—. Dudo que
su señoría se conforme con menos de trescientos cincuenta por ellos antes de la subasta.
—Mmm. Echémosles un vistazo —dijo Alasdair tocando el codo de Emma con la palma de la
mano—. Yo habría dicho que valían doscientos setenta y cinco, pero vamos a verlos.
Emma comprendió que no tenía voz ni voto en la negociación, pero tampoco le pesó. Le
resultaba interesante, aunque también le molestaba un poco, reconocer que tres años atrás
habría disfrutado con las miradas incómodas que suscitaba su presencia; ahora, sin embargo, se
sentía fuera de lugar.
Los caballos, de color castaño, fueron sacados del establo y los hicieron trotar y ejercitarse por
el patio.
—Son una pareja muy bien adiestrada, lord Alasdair —dijo John Tattersall-—. Y además son
preciosos.
—Preciosos de verdad —dijo Emma emocionada, olvidándose, llevada por el entusiasmo, de
que había decidido mostrarse circunspecta—. ¿A ti qué te parecen, Alasdair?
—¿Qué más tienes, Tattersall? —preguntó Alasdair.
El vendedor parecía disgustado.
—Nada que pueda compararse con éstos, señor.
—No importa, enséñamelos.
Emma no estaba interesada en ningún otro animal, y le pareció que tampoco Alasdair. Si era un
truco para rebajar el precio, le parecía una maniobra muy poco delicada. Para ella, pagar
cincuenta o cien libras más o menos no tenía mucha importancia, pero estaba obligada a callar y
observar en silencio. No en vano era Alasdair el encargado de la transacción y de la administración
del dinero.
—Pero si es lady Emma, ¿verdad?
Se dio la vuelta al oír aquella voz vagamente familiar.
—Señor Denis. Buenas tardes —dijo sonriendo afectuosamente y tendiéndole la mano—.
¿Conocéis a lord Alasdair Chase? —Se volvió a Alasdair—. He conocido al señor Denis en casa de la
princesa Esterhazy esta mañana.
—Lord Alasdair y yo somos vecinos —dijo Paul, saludando amistosamente a Alasdair con un
ademán de la cabeza—. Qué sorpresa encontraros por aquí, lady Emma.

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—No es habitual —dijo ella con ligereza—, pero he decidido adquirir mis propios caballos.
—Bien hecho —dijo él con efusión—. ¿Qué jinete que se precie... o debería decir amazona... no
tiene caballo propio? Es una bobada creer que las mujeres tienen menos juicio que los hombres.
—Es reconfortante oír opiniones tan ilustradas. ¿No crees, Alasdair? —dijo ella sonriendo.
Alasdair, que pensaba que Paul Denis no había perdido el tiempo para conocer a Emma, intentó
rehuir la pregunta y dijo:
—¿Venís a comprar, Denis?
—Sí, un caballo de silla. Hasta ahora los alquilaba, pero son demasiado duros de bocado, creo
que es mejor tener el mío propio.
John Tattersall se puso dos dedos en la boca y silbó. Un hombre con un delantal salió corriendo
del cobertizo.
—Enséñale al señor los caballos de la seis y la diez —dijo el vendedor—. Si sois tan amable,
señor, de ir con Jed; él os mostrará lo que tenemos.
—Oh, los acompaño —dijo Emma en seguida—. Yo también quiero ver caballos de silla.
Alasdair, esos zainos me parecen perfectos. No creo que me necesites mientras acordáis los
términos de la venta. —Sonrió, tomó el brazo que Paul le ofreció y fue con él detrás del mozo.
Alasdair se quedó mirándolos. Tanto descaro lo había dejado sin habla. Lo había tratado como
si fuera un subordinado o un simple administrador, le había encomendado el acuerdo de la venta
como si le pagaran por ello, y mientras él se encargaba del trato, ella se había ido con su nuevo
amigo.
—¿Y bien, lord Alasdair?
Alasdair se dio cuenta de que el vendedor lo observaba con semblante dubitativo y podía
imaginarse la razón. En ese preciso instante su expresión no debía de ser de lo más alegre.
—No pagaré más de trescientos —dijo con decisión. Si Emma se quedaba sin caballos, allá ella.
John Tattersall se tocó la barbilla y puso cara de estar valorando la oferta.
—Sois duro regateando, señor —dijo al fin con cierto recelo.
Alasdair no pudo disimular una leve sonrisa.
—John, sabes perfectamente que lord Chesterton te dijo que estaba dispuesto a aceptar
trescientos antes de la subasta.
—¿Eso os ha dicho? —Tattersall suspiró—. Estos caballeros no le dejan a uno hacer negocios.
—Lord Chesterton preferiría saber que sus caballos están en buenas manos y no en poder de
un paleto cualquiera —dijo Alasdair para consolarlo—. Vamos al despacho y te daré el cheque.
—¿La señorita va a llevarse también el caballo de silla, señor?
El rostro de Alasdair perdió todo rastro de amabilidad al oír la pregunta.
—¿Qué tienes?
—Una hermosa yegua, muy pacífica. —Los ojos del vendedor brillaban de entusiasmo—. Con
carácter... pero seguro que la señorita sabrá manejarla.
—Enséñamela.
Alasdair examinó la yegua. Una ruana muy fina de ojos vivos y perfil elegante.

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—Me la quedo —dijo sin vacilar. Si Emma tenía algo que objetar a su elección, sería asunto
suyo. Él tenía mejores cosas en las que ocupar su tiempo que esperar a que Emma se dignara
prestar atención a los asuntos importantes—. Los dejaré aquí hasta que les encuentre un establo.
Mañana diré dónde hay que enviarlos.
Alasdair cerró la venta en diez minutos y al salir del despacho de Tattersall se dirigió al establo
en el que Emma había desaparecido con Denis. Ya había cruzado la mitad del patio cuando
reaparecieron cogidos por el brazo. Emma reía mirando a su acompañante. «Ambos son altos y
hacen buena pareja», pensó Alasdair con acritud.
—Le hemos encontrado al señor Denis un caballo castrado precioso —dijo Emma—. Pero yo no
he visto nada que sea de mi agrado.
—Te he comprado una yegua —dijo Alasdair con afabilidad—. Te gustará.
Emma se mordió la lengua para no replicar. Tal vez tuviera temperamento, pero también sabía
cuándo le convenía callar. Apenas tenía motivos para objetar nada, pues sabía que podía fiarse del
juicio de Alasdair. Además, su desaparición podía interpretarse como que delegaba en él su
derecho a elegir.
Alasdair la miraba con un placer malsano, era consciente del disgusto que se había llevado.
—No es mi intención meter prisa, pero si estás lista para que nos vayamos, yo tengo unos
asuntos que debo atender —dijo haciendo un gesto en dirección al cabriolé.
Emma creía que a continuación irían a Longacre a comprar un coche, pero por lo visto Alasdair
no estaba dispuesto a concederle más tiempo aquella tarde. Había tanta tensión en el ambiente
que no le habría importado abandonar su compañía a la menor oportunidad. Podía ir a Longacre
por su cuenta. Se dio la vuelta para despedirse del señor Denis.
Paul Denis se sentía intrigado por la tensión que se palpaba entre lord Alasdair y la señorita.
Reaccionó con rapidez y supo sacar partido de la situación.
—Si lady Emma acepta que la acompañe... —sugirió con una sonrisa.
Emma le correspondió con una sonrisa radiante.
—Oh, gracias, señor Denis. Acepto encantada. —Miró a Alasdair ladeando la cabeza en actitud
desafiante y con un brillo dorado en los ojos—. Alasdair, puedes ir a ocuparte de tus asuntos. Te
ruego que me perdones por las incomodidades que te haya causado. No sabía que tuvieras otros
compromisos.
Alasdair hizo una reverencia. No estaba dispuesto a halagar la vanidad de Emma intentando
competir con el francés.
—Te dejo en buenas manos, estoy seguro.
Emma se volvió hacia el señor Denis. Sus ojos, oscuros y brillantes, la miraban a la cara y le
transmitían esa sensación de intimidad que Emma había experimentado en su anterior encuentro.
La joven reparó en su tensión contenida, una actitud vigilante que le recordaba a los animales
cuando se preparan para reaccionar ante una amenaza inminente. Se dio cuenta también de que
lo encontraba terriblemente atractivo.
La emoción le recorrió el cuerpo. Sintió que el color se le subía a las mejillas y se ocultó tras una
caída de párpados por miedo de lo que sus ojos pudieran revelar. Había encontrado al hombre
que andaba buscando. Un marido potencial que tenía todo el aspecto de ser también un amante
de lo más complaciente.

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Pero sobre todo, un hombre que le haría romper las cadenas de su dependencia.
—Estoy segura de que el señor Denis cuidará bien de mí —dijo ella despacio.
Se despidió de Alasdair mirándolo por encima del hombro y se cogió del brazo del francés.
Alasdair se quedó inmóvil. Emma se había salido con la suya.
Paul Denis parecía un buen candidato.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0066

Alasdair se marchó de Tattersalls con el rostro sombrío y los ojos melancólicos. Se había
convencido de que no se trataba más que de un desafío impetuoso al que Emma se había
entregado en el calor de la batalla. Podía entenderlo. Ambos eran de natural impetuoso y aquella
funesta tarde él la había provocado más de lo razonable.
Sin embargo, la decisión de Emma había sido consciente. Había podido percibir la conexión
entre Emma y Denis y había sido como un aguijonazo en el corazón. Sabía ver cuándo Emma se
mostraba sexualmente receptiva. Era la mujer más voluptuosa y sensual de cuantas hubiera
conocido, y en su sexualidad se reflejaban los extremos pasionales de su temperamento. Imprimía
su sensualidad a todas las actividades que emprendía, ya fuera la música, la hípica o la danza. Ello
le añadía chispa y vida a sus acciones. Se le manifestaba en los ojos, en la sonrisa, en la forma de
levantarse, de sentarse, de caminar...
«Los hombres se sienten atraídos por ella como si fuera un imán de lujuria», pensó con
brutalidad. Así había sido desde que tuvo edad de recogerse el pelo. Desde los hijos de los grandes
hacendados y aristócratas hasta los mocosos que la rondaron el año de su puesta de largo. Incluso
después de anunciado su compromiso, se movió siempre entre enjambres de empalagosos
admiradores. Lo mismo ocurriría esta vez, ¡pero con doscientas mil libras de más en juego!
Alasdair sabía que el carácter alegre de Emma y su afición al flirteo le eran connaturales. Era
demasiado brillante, demasiado expresiva, demasiado independiente para ocultar su ingenio. Esto
desilusionaba a algunos y hacía las delicias de otros. Cuando bromeaban era igual: su forma de
competir y provocarse prendía la llama del carácter sexual de sus encuentros. Estaba íntimamente
conectada con la pasión lujuriosa que tan crucial había sido en su mutua relación como adultos.
¿Había sido crucial? ¿O lo era todavía? No estaba seguro. ¿Eran sus discusiones tan acaloradas
porque eran el único modo de canalizar la pulsión sexual, que seguía fluyendo entre ellos con la
fuerza de siempre?
—¡Maldición! —masculló Alasdair entre dientes. Por lo que a él respectaba era verdad. Ahora
podía verlo claramente. No le había tocado ser el perro del hortelano porque todavía la quería
para sí. No se había recuperado de su pasión... de su amor... por aquella mujer imposible. ¿Estaría
Emma igual de confusa? ¿Se debían sus arremetidas a esa confusión? Y si así era, ¿cómo hacer que
lo reconociera?
Seguro que en verdad no pretendía acostarse con Paul Denis. Tenía que tratarse de una
amenaza hueca... o de una promesa... o de lo que fuera.
¡Pero ese emigrante de hablar aterciopelado, a la caza y captura de una esposa rica...! Todo-era
posible; venía de buena familia; no carecía de cierto atractivo; sabía ser galante, y seguro que sería
muy servicial. Si Emma estaba decidida a casarse lo antes posible, Paul Denis había caído sobre su
regazo cual melocotón maduro.
¡En cuanto a lo de amante! Alasdair apretó las mandíbulas. Se enfureció al caer en la cuenta de
su reacción. Tenía que reconocer que estaba en las garras de ese temible monstruo llamado celos.
«Si Emma quiere pelea, la tendrá», se dijo con satisfacción macabra. Estaba dispuesto a ponerle
palos en las ruedas. A Emma y a Paul Denis les esperaban unas cuantas sorpresas.

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Estaba atravesando la villa de Chiswick. Había oscurecido y las calles del villorrio apenas
estaban iluminadas por la luz de las lámparas que brillaban en el interior de las casas. Hizo girar a
los caballos por un estrecho callejón flanqueado de pequeñas casas enjalbegadas que destilaban
cierto aire de respetable prosperidad. Tiró de las riendas ante la verja de la última casa, donde el
callejón desembocaba en un verde prado y un conjunto de edificaciones que parecían
corresponder a una pequeña granja.
—¿Entonces me llevo los caballos al León rojo? —dijo Jemmy en un tono entre interrogativo y
afirmativo. Cuando su amo iba a Chiswick, cosa que hacía de tarde en tarde, solía permanecer allí
varias horas.
—Sí, y no me esperes para cenar —dijo Alasdair apeándose del cabriolé—. Iré a buscarte
cuando esté listo para volver.
Jemmy hizo una inclinación, tomó las riendas y el látigo, ocupó el asiento del conductor y con
destreza hizo que los caballos dieran la vuelta.
Alasdair abrió la verja y recorrió el sendero que iba hasta la puerta principal. Las ventanas de la
fachada tenían las cortinas corridas, pero alcanzó a ver luz entre ellas. Puso la mano sobre la
aldaba.
La puerta se abrió antes de que llamara. Un muchacho alto y desgarbado de unos nueve años lo
miraba seriamente con sus ojos verdes.
—Buenas noches, señor —dijo muy educadamente—. He oído chirriar la verja. Hay que
engrasarla.
—¿Quién es, Timmy? —preguntó una voz desde el salón.
—Lord Alasdair. —El muchacho se apartó para dejar entrar al visitante en el pequeño vestíbulo.
—¿Cómo estás, Tim? —dijo Alasdair quitándose los guantes y sonriéndole al muchacho—. ¿Qué
tal va el colegio?
Tim hizo ver que se pensaba la respuesta hasta que al final se decantó por la verdad sin
adornos.
—No me gusta ni el latín ni el griego. —Cogió el abrigo de Alasdair y lo dejó sobre una silla. En
ese momento apareció en el vestíbulo una mujer rechoncha y hermosa sosteniendo un bebé sobre
la cadera.
—¡Alasdair! —gritó, acercándose para abrazarlo con el brazo que le quedaba libre—. ¿Por qué
no has avisado— Te habría preparado una cena especial.
—No necesito cenas especiales, Lucy —dijo él inclinándose para besarla en la mejilla—. Las
cenas de Sally son siempre excelentes. —Retrocedió un paso y la miró sonriendo—. Tienes buen
aspecto.
—Oh, estoy engordando —dijo ella frunciendo la nariz y riendo alegremente—. Me paso el día
sin hacer nada.
Alasdair rió con ella y la siguió al salón. Se hacía difícil reconocer en aquella ama de casa de
aspecto sereno y matronil a la bailarina de ópera que tantos entusiasmos había despertado en él
cuando tenía dieciocho años. Era la misma mujer que le había hecho alcanzar las más altas cotas
de emoción juvenil. Él la había adorado con locura, hasta el punto de endeudarse por ella. En ese
momento era difícil imaginárselo.

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El niño le preparó una silla junto al fuego y luego trajo un taburete para sentarse a sus pies.
Estaba preparado para las paternales preguntas que acompañaban siempre las visitas de su padre.
El salón estaba, como de costumbre, reluciente y limpio como una patena. El fuego
chisporroteaba en el hogar y el guardafuegos de bronce y el morillo relucían. Alasdair se sentía
cómodo y empezó a relajarse. Acercó las piernas a la chimenea y posó sus brillantes botas sobre el
guardafuegos.
—¿Y bien, Tim, qué problema hay con el latín y el griego?
—No se me dan muy bien —dijo el muchacho—. ¿Y a ti?
—El griego no se me daba mal. —Alasdair tomó una jarra de cerveza que le ofrecía una criada
de mejillas rosadas—. Gracias, Sally. ¿Es casera?
—Sí, como al señor le gusta —dijo Sally—. ¿Os preparo algo de cenar?
—¿Dónde está Mike? —Alasdair dio un largo trago de cerveza.
—Una de las vacas va a tener un ternerito —dijo Tim—. Yo quería ayudar, pero Mike me ha
dicho que no puedo. Dice que no es trabajo para mí. —Había en su voz un evidente tono de
agravio.
—Timmy, ya sabes que Mike sólo quiere lo mejor para ti —cortó Lucy—. Lo que tienes que
hacer es estudiar, ir a un buen colegio y crecer para convertirte en un caballero como tu padre.
La cara de Tim era de puro disgusto.
—No sé por qué —dijo mirando a su padre—. Yo no quiero ser un caballero, yo quiero ser como
Mike.
—¡Timmy, no se habla así! —dijo Lucy rápidamente; sus ojos azules centelleaban—. ¡Cuánta
ingratitud! Con todo lo que tú tienes.
Tim se puso de morros. Alasdair bebía su cerveza sin hacer ningún comentario. Se preguntaba
por qué no se habría dado cuenta de que su hijo había perdido la docilidad de la primera infancia.
Hasta ese momento el papel de Alasdair como padre había sido más bien modesto; se había
dedicado sobre todo a ayudar a Lucy. Hasta entonces no había tomado en consideración el
carácter incipiente del chiquillo.
—Aquí tienes la cena, Alasdair —dijo Lucy con alivio al ver regresar a Sally—. Timmy, acerca la
mesa al fuego.
Tim arrastró una mesita y Sally colocó un mantel ajedrezado antes de dejar los platos y los
cubiertos de mango de hueso.
—Sally, por qué no te llevas a Ellen a la cama. —Lucy besó al bebé y se lo tendió a la criada,
luego rellenó la jarra de Alasdair y le acercó el pastel, un plato con cebollas asadas y otro con col y
tocino. Estaba cortándole un poco de pan cuando se oyó un portazo procedente de la parte la
cocina.
—Es Mike. —Tim se puso en pie de un bote y salió corriendo hacia la puerta entre gritos—. ¿Ya
ha nacido el ternerito, Mike? ¿Va todo bien?
—Caramba con el latín y el griego —observó Alasdair.
—Oh, no hagas caso de sus fantasías —dijo Lucy tocándole el hombro con la mano—. De
verdad, no le hagas caso, Alasdair.
—Buenas noches, lord Alasdair —dijo una figura que apareció por la puerta de la cocina. Se
estaba limpiando las manos con un trapo y traía las botas sucias de barro.

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—Buenas noches, Mike. ¿Ha sido ternerito o ternerita? —preguntó Alasdair.


—Un ternerito estupendo —dijo Mike con una sonrisa, y fue a coger la jarra de cerveza que su
esposa le ofrecía—. Demonio de animal, dentro de un año será todo un semental, me juego
cualquier cosa. —Se sentó para desabrocharse las botas y mientras lo hacía se disculpó—: Oh,
perdona por el barro, Lucy.
Tim, con ganas de sentirse importante, corrió a él con el sacabotas. Mike le alborotó el pelo
mientras el muchacho se agachaba para ayudarle.
—Hacemos lo posible por que estudie, lord Alasdair, pero me parece que él prefiere el campo.
—Sí, lo prefiero —dijo Tim con decisión.
—Puede que cambies de opinión cuando vayas al colegio —sugirió Alasdair, llevándose a la
boca un trozo de tarta.
Tim miró a su madre sin decir nada. Su rostro, por lo común tan dulce, transmitía severidad.
La conversación fue agradable; hablaron de granjas, de caballos y de las esperanzas en una
buena cosecha. Cuando, al cabo de una hora aproximadamente, Alasdair se puso en pie para
marcharse, Mike se levantó con él.
—¿Vuestros caballos están en el León rojo como de costumbre? —preguntó—. Os acercaré.
Alasdair hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Le parecía que Mike tenía algo en mente.
Alasdair besó a Lucy, le pasó una mano por el pelo a su hijo, se abstuvo de dar consejos paternales
como recomendarle que estudiara, y salió de la casa con el padrastro de Tim.
—Desembucha, Mike —dijo en cuanto embocaron la callejuela, a la vista de que su compañero
no decía nada.
—Bueno, es difícil... Sé que el chiquillo no es hijo mío. —Mike introdujo las manos en los
bolsillos de los bombachos. Sus zancadas se ralentizaron un poco. Respiró hondo—. Así son las
cosas. El caso es que tiene un don para los caballos y las vacas. Debería dedicarse a aprender cosas
sobre los cultivos y las cosechas y sobre cómo predecir el tiempo y consultar los almanaques en
vez de estudiar latín y griego.
Alasdair no sabía qué decir, de modo que no dijo nada.
—A Lucy se le ha metido en la cabeza hacer del chiquillo un caballero —continuó Mike—. Y
dado que su padre... El caso es que viviendo como vive... con nosotros... bueno, no me parece una
gran idea. Sin ánimo de ofender, lord Alasdair.
—No es ofensa —dijo Alasdair—. Pero es mi hijo.
—No, en mi casa no.
Alasdair bufó. Si eso lo hubiera dicho alguien que no fuera Mike, se lo hubiera tomado como un
desafío. Pero Alasdair conocía a Mike Hodgkins y lo tenía en aprecio. Y sabía que, por
desagradable que fuera, Mike siempre decía la verdad. Alasdair pagaba la escuela de su hijo y su
manutención, sus aportaciones a la casa de Hodgkins eran considerables, pero eran económicas,
no emocionales.
Como si le leyera el pensamiento, Mike continuó hablando sin rodeos:
—Os estamos muy agradecidos por vuestra ayuda, lord Alasdair. Éste ha sido un mal año y de
no ser por vos no sé qué hubiésemos hecho, pero lo que de verdad importa es la felicidad del
chiquillo. La del chiquillo y la de Lucy. Creo que ambos serían más felices si cortáramos por lo sano.
—Suspiró como si se hubiera quitado un gran peso de encima.

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—¿Me estás pidiendo que repudie a mi hijo? —preguntó Alasdair—. ¿Qué no vuelva a verlo?
—¡Por Dios bendito, no, señor! —dijo Mike horrorizado—. Vos sois el padre natural del
chiquillo, y él lo sabe. No sabría qué pensar si desaparecierais. Lo único que digo es que para él
resulta confuso creer que debe satisfacer unas expectativas tan alejadas de la vida que conoce. Los
muchachos con los que juega... incluso... —Mike hizo una pausa, se echó la gorra hacia atrás y se
pasó la nudosa mano por el pelo—. Su hermana... —dijo por fin.
El tema parecía sacado a colación por casualidad, pero Alasdair sospechó que probablemente
había sido el asunto central de la conversación desde el principio: el distinto porvenir de su propia
hija y el de su hijastro.
—No es que no quiera darle oportunidades al chico —dijo Mike con desconfianza ante el
silencio de Alasdair.
—Lo sé. Y sé que eres un buen padre para Tim —dijo Alasdair con calidez. Habían llegado ya a la
puerta del León rojo. Hizo una pausa—, pero no voy a permitir que crea que lo repudio.
—Él nunca creerá eso, señor. —Con un gesto impulsivo, Mike tomó la mano de Alasdair entre
las suyas—. Simplemente pienso que seríamos más felices si el chiquillo no se sintiera distinto de
nosotros.
—¿Queréis que traiga los caballos, señor? —dijo la voz de Jemmy a través de la oscuridad.
Había permanecido a la espera de lord Alasdair y acababa de salir de los establos de la posada.
Saludó a Mike con la cabeza y éste le devolvió el saludo.
Alasdair hizo un gesto afirmativo y Jemmy desapareció de nuevo.
—No quiero que nunca se diga que no me hice cargo de mis responsabilidades —dijo Alasdair
arrugando el entrecejo. Por primera vez caía en la cuenta de lo que pasaría si Tim iba a estudiar a
Eton o a Harrow. No haría amigos. No encajaría en ninguna parte. Las familias de sus compañeros
serían un mundo aparte para él.
Alasdair se dio cuenta de que mientras él se congratulaba de hacer por su hijo más de lo que
nadie hubiera esperado, sus planes para el futuro de Tim le estaban haciendo un flaco favor al
muchacho. A menos que...
—¿Y por qué no me quedo yo con el chico? —dijo como pensando en voz alta.
—Antes tendríais que matar a la madre —replicó Mike con acritud—. Y yo tampoco pienso
permitirlo, lord Alasdair, os lo advierto.
—No, claro que no. Dame un tiempo para poder pensarlo. Volveré dentro de una semana.
Entonces, hablaré de todo esto con Tim.
El ruido de los cascos anunció la llegada de Jemmy con los caballos.
—Buena sangre —dijo Mike—. Tenéis buen ojo para los caballos, lord Alasdair.
—Puede que mi hijo haya heredado esto por lo menos —dijo Alasdair a modo de chanza, pero
el tono le pareció más resentido que jovial. Le tendió la mano a Mike, en un intento de ocultar
aquella nota discordante con el calor del apretón de manos y de la sonrisa—. Volveré pronto. No
pienses que no te estoy agradecido por todo lo que has hecho por Tim.
Mike puso cara de satisfacción. Estrechó con brío la mano de Alasdair.
—Os estaremos esperando. Entre tanto hablaré con Lucy para que se haga un poco a la idea.
Alasdair tomó las riendas y el látigo que le tendía Jemmy y subió al cabriolé. Parecía que Mike
daba el asunto por zanjado.

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Jemmy, que estaba acostumbrado a conversar con su amo cuando viajaban a solas, se mantuvo
en silencio durante el camino de regreso a Londres. Lord Alasdair estaba visiblemente
preocupado, iba pensando en las grandes ironías de la vida. Aquella acogedora escena doméstica
había supuesto la ruina de su relación con Emma. Y aun así, qué inocente parecía todo.
Ahora.
En aras de la sinceridad se veía obligado a admitir que tres años atrás, antes de que Mike
Hodgkins apareciera en escena, la situación era muy distinta. Por entonces Lucy vivía bajo su
protección con el niño. Él iba de visita a Chiswick varias veces por semana, y aunque sus relaciones
sexuales eran cada vez menos frecuentes, seguía habiendo entre ellos una gran intimidad. Él no
había querido revelarle esa intimidad a Emma, le parecía algo demasiado privado, demasiado
especial, y, por consiguiente, demasiado amenazador para la mujer que iba a convertirse en su
esposa. Sin embargo, tan absorto estaba en sí mismo que en su momento no supo verlo.
A Lucy nunca dejaría de quererla, y nunca dejaría de lado sus responsabilidades con su hijo.
Aquella tarde Emma le había echado en cara el ejemplo del duque de Clarence, y aunque de
Alasdair no podía decirse que hubiera engendrado diez hijos en doce años de convivencia con una
mujer, en cierto modo sí eran casos paralelos. El duque pedía siempre la mano de damas ricas y de
buena posición, pero ninguna había aceptado, ni siquiera a cambio del título de duquesa real. La
señorita Jordán y sus diez Fitzclarence pesaban demasiado.
¿Se sentiría Emma amenazada todavía por el pasado de Alasdair con Lucy, por aquel chiquillo
desgarbado que aspiraba a ser granjero? ¿Tanto le repugnaba aquella pequeña casucha de
Chiswick?
Emma no era una mojigata. Nada más lejos de la realidad. Pero cuando Henry Ossington tuvo la
maldad de desvelarle el secreto, su reacción fue violenta, como si le hubieran dicho que su
prometido era un depravado criminal al estilo de Barbazul. No le dio a Alasdair oportunidad de
explicarse, se marchó de Londres a Italia sin más la víspera de la boda y lo dejó plantado
literalmente ante el altar. Fue Ned el encargado de explicarle lo sucedido, y tuvo que ser el novio
quien diera explicaciones a invitados y curiosos.
Tenía todavía los labios apretados cuando llegaron a las caballerizas de la parte posterior de la
casa. Por más que él hubiera agraviado a Emma, ella se había vengado. Alasdair había quedado
profundamente humillado.
—Prepara un espacio para los caballos de Emma, Jemmy.
—Sí, señor —respondió Jemmy, impasible ante la brusquedad de la orden, y fue a desenjaezar
a los caballos.
—Oh, y hay algo que quiero que hagas a primera hora de la mañana —añadió Alasdair, y le dijo
al mozo lo que quería que hiciera.
Alasdair caminó hasta la puerta principal. Levantó la vista para ver las ventanas del piso
superior. Estaban a oscuras. ¿Dónde estaría Paul Denis? ¿Cortejando a Emma en alguna fiesta?
Habría que desarrollar un plan de campaña, pero aquella noche estaba demasiado abatido para
pensar con lucidez.

Se levantó con la cabeza mucho más clara y mientras desayunaba llegó Jemmy.

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—Lady Emma y la señorita Witherspoon han salido con la calesa, señor. Las he visto marcharse.
«Es muy temprano para Emma», pensó Alasdair. Apenas eran las diez. Se levantó de la mesa.
—No te necesitaré esta mañana.
—Entonces me quedaré preparando el establo para los caballos de lady Emma —dijo Jemmy
pasándose la mano por el pelo, y se marchó.
Alasdair llamó a su ayuda de cámara de camino al dormitorio y se quitó la bata de brocado. Diez
minutos después, estaba de camino a Mount Street. La calle estaba tranquila; una niñera iba con
tres niños, uno de los cuales jugaba con un aro que por poco impacta contra los inmaculados
pantalones beis de Alasdair. Hizo oídos sordos a las disculpas de la niñera. El chiquillo, feo y con la
nariz llena de mocos, se había quedado mirándolo con descaro, y él se quedó observándolo a
través de su monóculo hasta que el niño bajó la mirada.
Alasdair siguió caminando. Al subir los escalones de la casa de Emma, reparó en un hombre
mayor y algo encorvado vestido con sobretodo verde que estaba parado al final de la calle. Parecía
estar vigilando la casa, pero cuando Alasdair se fijó en él se dio la vuelta y se marchó tosiendo
ásperamente sobre un pañuelo.
Harris abrió la puerta y le informó, tal y como esperaba, de que lady Emma no estaba en casa.
—Le dejaré una nota, Harris —dijo Alasdair entrando en el vestíbulo—. Se la escribiré en el
salón. Conozco el camino... no hace falta que me acompañes. —Hizo un gesto amable con la
cabeza y subió las escaleras.
El salón estaba desierto, aunque en el hogar ardía un pequeño fuego. Alasdair se quedó parado
en medio de la estancia y examinó los anaqueles dispuestos a lado y lado de la chimenea. Emma
poseía una nutrida biblioteca que había crecido aún más con la incorporación de los libros de Ned.
¿Habría guardado algún recuerdo póstumo de su hermano en el interior de alguno de sus
libros? Habría sido muy propio de ella. O tal vez lo hubiera guardado en algún libro regalado por su
hermano. Emma disponía de muchos y muy variados escondites, pero nunca los elegía al azar.
Había conocido tan bien a ambos hermanos que sabía qué libros eran de cada uno. Empezó a
examinarlos sistemáticamente. Si aparecía alguno de los criados, no vería nada extraño en que
estuviera hojeando los libros. Había llegado a integrarse tanto en la familia Grantley que nada de
lo que hiciera podía resultar sospechoso.
Nadie lo interrumpió durante un buen rato y tuvo tiempo de abrir, hojear y agitar un par de
docenas de libros antes de que Harris abriera la puerta y le trajera un decantador con vino de
Madeira.
—He pensado que podía apeteceros una copa, señor, dado que no sabemos cuándo regresará
lady Emma.
—Gracias, Harris. —Alasdair aceptó una copa de vino sin soltar el libro que estaba examinando.
Harris había llegado a la conclusión de que el visitante había decidido esperar a que lady Emma
regresara. No podía haber otra explicación para su permanencia en la casa.
Alasdair bebió un trago de vino y miró distraídamente por la ventana. El hombre del sobretodo
había vuelto y estaba parado al otro lado de la calle, observando la casa.
—¿Te has fijado en el hombre que está ahí fuera, Harris?
Harris miró por la ventana.
—No, señor. ¿Quiere que lo ahuyente?

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—A menos que tenga una buena excusa para estar parado ahí fuera...
Harris se fue y Alasdair, preso por la curiosidad, se quedó mirando cómo un lacayo cruzaba la
calle y abordaba al hombre. Hubo un breve intercambio de palabras y el individuo del sobretodo
se dio la vuelta y se marchó calle abajo.
Alasdair, pensativo, se frotó los labios con la punta de los dedos. ¿Para qué iba a querer nadie
vigilar la casa de Emma? ¿Sería alguna medida de protección ordenada por Charles Lester? ¿O algo
más siniestro? ¿Sería una de las personas que también andaban buscando el documento perdido?
De todos modos también podía tratarse de un paseante cualquiera interesado en la
arquitectura georgiana, de la que la casa era una buena muestra. Alasdair volvió a los anaqueles.
Media hora después, había examinado todos los volúmenes que recordaba que pudieran tener
relación con Ned, sin encontrar nada. ¿Dónde más podía mirar, aparte del dormitorio de Emma y
el vestidor? Para entrar en esas habitaciones necesitaría una estrategia mucho más elaborada. Por
el momento, podía mirar en la sala de música. Ned no era músico, pero le había hecho a Emma
muchos regalos relacionados con la música. Podría haber escondido algo entre las partituras, o en
el banco del piano, o en la caja de música.
Salió del salón y bajó apresuradamente las escaleras. Uno de los lacayos salió de una puerta al
fondo del vestíbulo que conducía a las dependencias del servicio. Fue hacia la puerta pensando
que lord Alasdair se disponía a marcharse.
Alasdair hizo un gesto con la mano, dijo que se había dejado algo en la sala de música en su
anterior visita y entró en la sala. Se quedó quieto intentando pensar dónde mirar primero. Emma
no era precisamente el colmo del orden y como no permitía que nadie tocara nada que tuviera
que ver con su música, la habitación estaba llena de partituras apiladas, libros, pentagramas y
libretas con anotaciones y composiciones propias.
Registró las pilas de partituras, la caja de música y el interior del banco del piano, poniendo
atención en dejarlo todo tal y como lo había encontrado. Recordó que las palmatorias de
porcelana eran un regalo de Ned. Delicada y fina porcelana de Delft, exquisitamente pintada.
Quitó las velas e introdujo el dedo en la cavidad. Era la clase de escondites que le gustaba elegir a
Emma; pero no en esa ocasión.
Volvió a colocar las velas en las palmatorias. Sus ojos se dirigieron a las puertas del jardín. Cada
vez estaba más tenso. Fue hacia las puertas. Había visto moviéndose en un extremo del jardín algo
con forma humana. Estaba seguro. Sin embargo, no se veía a nadie, sólo los árboles deshojados
por el invierno y unas matas de triste aspecto.
Alasdair levantó el pasador y abrió la puerta. Salió a la terraza de losetas que recorría el espacio
de la sala de música. Se quedó inmóvil, mirando alrededor, con los oídos atentos al más leve
sonido. Lo único que oyó fue una ardilla en el haya que había frente al muro a un lado del jardín,
delante del pasadizo de servicio que separaba la casa de la siguiente. Recorrió el jardín con los ojos
y entonces la vio. La marca de una huella en el parterre junto al haya.
Cruzó el césped y observó la huella. Era una pisada de hombre. Sólo una. Alasdair levantó la
mirada hacia la copa del árbol. Un pie en el suelo mientras el otro buscaba apoyo en las
oquedades que formaban los nudos del árbol. Un hombre ágil habría sido capaz de encaramarse al
árbol asiéndose de las ramas y escapar por encima del muro.
Pero ¿quién podía andar curioseando en el jardín? ¿Tendría relación con el hombre de la calle?
Desde luego a él no le había parecido lo bastante ágil para saltar muros y trepar árboles. Aunque

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iba envuelto en un sobretodo verde. Quién sabe lo que había debajo de aquella voluminosa
prenda.
Había una puerta en el muro. A primera vista parecía cerrada con candado, no había indicios de
que la hubieran forzado.
Alasdair volvió a la sala de música inquieto y pensativo, cerró cuidadosamente la puerta tras de
sí y corrió el pasador de la parte superior. Alguien estaba ciertamente interesado en el documento
de Ned. La rapidez era esencial. Si su contenido tenía que serle de utilidad a Napoleón,
quienquiera que fuera tendría que encontrar la nota antes de que Wellington emprendiera la
campaña de primavera en Portugal.
Dio un último vistazo a la habitación y se dirigió a la puerta.
—Harris, dile a lady Emma que he estado aquí —dijo al paso mientras cruzaba el vestíbulo—.
Creía haber olvidado un guante en la sala de música, pero por lo visto no fue así. Informaré a lady
Emma cuando el establo esté listo para sus caballos... si fueras tan amable de decírselo...
Harris se mostró conforme y despidió a lord Alasdair con una reverencia.
Alasdair bajó ágilmente los escalones de la calle. Su semblante todavía denotaba preocupación
al llegar a Audley Street. Estaba a punto de doblar la esquina cuando vio un tílburi bajando por
Mount Street procedente de Park Street. Se detuvo frente a la casa de Emma.
Alasdair se escondió tras la esquina y observó. Emma y Paul Denis tenían una conversación
aparentemente muy animada. Ella reía. Llevaba puesta una capucha negra de piel de marta que la
protegía del frío. Su acompañante le tocaba el brazo con una mano. Él también reía y señalaba la
casa.
El semblante de Alasdair adoptó una expresión adusta. Parecían haber cogido mucha confianza
en muy poco tiempo. ¿Y dónde estarían María y la calesa? Seguramente Emma la habría sustituido
por su gallardo acompañante.
—Oh, no, no puede ser —murmuró. Siguió observando.
Ni Emma ni Paul se dieron cuenta de que estaban siendo observados. Emma estaba de un
humor excelente. María y ella se habían encontrado con Denis y su tílburi en Bond Street, y Emma
había aceptado sin dilación conducir sus caballos. María se había quedado sola en la calesa a
medio camino de la biblioteca Colburn y Emma había aprovechado que tenía nuevo acompañante
para ir a Longacre a hacerse con su cabriolé.
—Creo que si no me hubieseis animado no me habría atrevido a comprar un cabriolé de
carreras —dijo ella riendo—. Seguro que será la comidilla de todos. ¡Es tan elegante!
—¿Vuestro administrador no pondrá impedimentos? —preguntó Paul enarcando una de sus
finas cejas oscuras.
—Dios mío, no —dijo Emma—. Alasdair tampoco es de los que se ciñen a los
convencionalismos. Además —añadió—, no es de su incumbencia. Él controla mi fortuna, pero
nada más.
Paul captó lo que se escondía bajo aquel comentario en apariencia indiferente. Lady Emma no
parecía muy satisfecha con su fideicomisario. Fuera por lo que fuera, a él le venía muy bien. Para
llevar a cabo sus planes, necesitaba que no hubiera interferencias por parte de amigos o parientes.
Deshacerse de la señorita Whiterspoon sería fácil. Además, Emma parecía saber cómo mantenerla
a raya. Sin embargo, lord Alasdair parecía un hombre de carácter fuerte y más bien dominante. Si
se entrometía demasiado podría llegar a resultar un inconveniente.

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—Permitidme que os diga que os encuentro fascinante —dijo tomándola por el brazo y
sonriendo.
Emma estaba acostumbrada a los cumplidos y por lo general desconfiaba de ellos. Alasdair
nunca la halagaba. No le hacía falta. No obstante, la admiración de Paul Denis era un indicio
prometedor.
—Vais a hacer que me sonroje, señor —dijo devolviéndole la sonrisa.
—Y hermosa también.
Emma sentía unas ganas absurdas de reír. Estaba casi segura de que no se había sonrojado.
Trató de contenerse.
—Decidme, ¿cuál es vuestra habitación? —preguntó Paul mirando hacia la casa—. ¿Da a la
calle?
—Ésta de aquí —dijo ella señalando las ventanas de encima de la puerta—. Las tres ventanas de
en medio. ¿Por qué queréis saberlo?
Parecía algo nervioso y pensativo.
—Perdonad mi descaro, pero así cuando pase por esta calle por la noche podré imaginaros ahí.
Esta vez Emma soltó la carcajada. Era irresistible.
—Señor Denis, deberíais saber que no es buena idea hacerme cumplidos, sobre todo cuando
son tan absurdos. Tengo un terrible sentido del ridículo.
—¿He sido ridículo? —preguntó Paul con voz lastimera.
—Mucho —dijo ella—. Pero no os aflijáis, señor. No teníais por qué saber lo pragmática que soy
y lo poco proclive que soy a las nobles artes del cortejo. —Se mordió el labio—. Perdonadme, he
sido una descarada.
—En absoluto —dijo él con seriedad—. Cortejaros me haría el hombre más feliz del mundo.
«Y también uno de los más ricos», pensó Emma. ¿Por qué encontraba aquella precipitación tan
indecorosa cuando se ajustaba tan bien a sus propios propósitos? Faltaban pocas semanas para la
festividad de San Valentín, después de todo. Obviamente, estaba interesado en su dinero. ¿Cómo
no iba a estarlo? Ella lo encontraba atractivo. Sería tan buen marido como cualquier otro y mejor
que la mayoría. Sin embargo, tenía algo de depredador. Al principio creía que era eso lo que la
atraía, pero en ese momento no estaba ya tan segura.
Bobadas. Ella se había propuesto una meta y por el momento todo iba según lo previsto.
—Tengo que entrar —dijo—. ¿Iréis al baile de máscaras de lady Devize esta noche? ¿Os veré
ahí?
—Sin duda. No hay barrera que pueda mantenerme alejado de vos. —Bajó del tílburi y la ayudó
a apearse. Sus dedos se mantuvieron cerrados en torno a su mano mucho más tiempo del
necesario—. Decidme, ¿de qué color será vuestro dominó? —preguntó con una sonrisa
compungida—. Y os ruego que esta vez no os riáis. Mi orgullo es muy frágil.
—Oh, no pensaba hacerlo —dijo ella afectuosamente. Aquel comentario irónico la había hecho
volver a sentirse cómoda—. No era mi intención heriros antes.
—¿De qué color? —Volvió a enarcar la ceja.
Emma sacudió la cabeza.

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—No, señor, tendréis que encontrarme. —Levantó la mano en señal de despedida y subió las
escaleras. Antes de entrar en casa se dio la vuelta durante un momento, volvió a saludar y sonrió.
Paul subió de nuevo a su tílburi y volvió a ponerse serio, su mirada volvía a ser dura y
calculadora. Miró hacia la casa. El diablo en persona había puesto su dormitorio en la parte de
enfrente. Acceder directamente desde la calle iba a ser imposible.
A menos, claro, que ella lo invitara a sus aposentos. Emma Beaumont no era ninguna ingenua.
Estaba manejándolo con la mano firme de quien no es imperito en el juego del flirteo y la
seducción. «Pero de esa experiencia», pensó Paul, «también es posible sacar partido.»

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0077

—¿ Crees que me reconocerá alguien, María? —Emma se ató el cordón dorado del antifaz
detrás de la cabeza y se miró en el espejo. El dominó de gasa plateada caía de forma elegante
sobre el vestido de crepé marfileño adornado con nudos de terciopelo plateado. Llevaba el cabello
recogido con unas trenzas a cada lado de la cara. Llevaba también dos finas lágrimas de
diamantes, a juego con el collar de diamantes del cuello y los brazaletes de la muñeca.
—Oh, Dios mío, seguro que sí —dijo María—. Tienes una silueta inconfundible, y el pelo... ese
color es algo inusual. ¿Hay alguna razón por la que no quieras que te reconozcan?
Emma se quedó pensando.
—La verdad es que sería divertido ir totalmente de incógnito. Pero supongo que en realidad los
bailes de máscaras no se hicieron para ocultar la identidad... Gracias, Tilda —dijo sonriéndole a la
criada, que le estaba colocando sobre los hombros una capa de terciopelo azul con adornos de
armiño.
«Un verdadero baile de máscaras debe de ser algo peligroso y a la vez emocionante», pensó
Emma. Si los invitados fueran de verdad incapaces de reconocerse, gozarían de libertades
ilimitadas. Relaciones, flirteo, seducción, podía hacerse de todo en total anonimato. Qué gran
ocasión para cometer alguna diablura.
—Emma, cariño, tienes cara de traviesa —dijo María con inquietud. Era ésa la mirada que tenía
cuando decidió jugar a los salteadores de caminos en Ranelagh, y María se estremeció al
recordarlo—. La duquesa de Devize es una mujer muy puritana, querida.
—Se me ha ocurrido una travesura, pero no la pondré en práctica —aseguró Emma, dándole un
beso a María—. Me temo que ya soy demasiado mayor y demasiado lista para divertirme con esa
clase de cosas.
—Oh, qué bobadas. Sólo tienes veintidós años —dijo María—. Estás encantadora, amor mío.
Pareces salida de un cuento de hadas.
—¡Oh, cállate! —gruñó Emma—. Soy demasiado alta y tengo la boca demasiado grande. —Fue
hacia la puerta, diciendo por encima del hombro—: No me esperes despierta, Tilda. Me acostaré
yo sola.
Mientras el carruaje avanzaba hacia Connaught Square, Emma miró por la ventanilla apoyando
el mentón en la palma de la mano. Alasdair y Ned habrían sabido ver las posibilidades de un
verdadero baile de máscaras. Dejó escapar un leve suspiro. La vida le parecía teñida de melancolía
últimamente. Sabía que le dolía todavía la muerte de su hermano, pero no era sólo eso. A menudo
la invadía un sentimiento de futilidad respecto a todo... respecto al porvenir... respecto a sus
planes de futuro.
De no ser por el lamentable testamento de Ned, podría haber comprado una casa de campo y
retirarse a ella con su música y sus caballos, para vivir como una retirada y feliz solterona. Pero
Alasdair tenía el control de su dinero y contra eso ella nada podía hacer. Era una perspectiva
insufrible. Del todo insoportable.
Aunque en verdad, se preguntaba si habría sido realmente feliz viviendo como una solterona.
Sin duda sería mejor un matrimonio de conveniencia con un hombre cariñoso y afable. Por lo

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menos no pasaría el resto de su vida durmiendo sola y privada de pasión. Seguramente tendría
hijos, y éstos le darían un sentido a su vida.
El carruaje se detuvo ante una imponente mansión de estuco. Un toldo cubría el sendero que
iba de la calle a la puerta principal y había criados con antorchas que acompañaban a las damas
hasta la casa.
Al oír la música que llegaba desde el amplio salón de baile, la melancolía de Emma desapareció.
Le encantaba bailar. Se había prometido que ese año no bailaría ningún vals, porque Ned los
detestaba. Aún podía oír su voz profunda y divertida diciendo que era un baile sin vida y que no
lograba entender qué sentido tenía abrazarse tanto a una mujer sólo para dar vueltas a una pista
de baile. El resto de bailes, la cuadrilla, el cotillón, el boulanger, por no hablar de las danzas de la
gente del campo, gozaban de su aprobación y Emma sabía que podía entregarse a ellas con las
bendiciones de su hermano.
Le entregó la capa a uno de los lacayos y subió las escaleras con María para saludar a la
anfitriona. La sala de baile ya estaba abarrotada. Se detuvieron en el umbral y Emma miró a los
invitados. No veía a Alasdair entre el gentío. Tampoco supo por qué lo primero en lo que se había
fijado había sido en su ausencia.
—Señora, ¿me concedéis el honor de este baile?
Era una voz familiar, con un ligero acento. Se volvió y vio a Paul Denis vestido con un dominó
negro y un antifaz que le cubría más de la mitad de la cara. Acentuaba su nariz estrecha y
prominente y la finura de sus labios, a la vez que le confería cierto aire misterioso, pero Emma
sintió un extraño escalofrío de aprensión. Era como si ese algo de depredador que ya antes había
percibido en él se hubiera hecho más profundo, más siniestro, al verlo vestido de negro de la
cabeza a los pies.
Aunque quizá no fuera tanto un escalofrío de aprensión como un estremecimiento de
anticipación. Había algo innegablemente perturbador en el señor Denis. Y Emma estaba decidida a
revolver las apacibles aguas de su presente existencia.
—Me habéis encontrado, señor Denis. No era difícil, me temo. —Lo miró con una sonrisa y una
cálida invitación en la mirada.
—He presentido vuestra llegada antes de veros —murmuró, inclinándose sobre su mano—. Y
permitidme que os lo diga: una vez vista, señora, sois inconfundible e inolvidable.
—Qué palabras tan corteses, señor Denis —dijo Emma con aprobación—. Pero ya os he
advertido de que a mí no me impresionan los cumplidos.
—Me consta. —Él sonreía mirándola a los ojos y sin soltarla de la mano—. Pero creedme, no lo
hago por halagaros. Sólo digo la verdad.
Emma soltó una carcajada.
—Muy bien dicho, señor.
—Señora, me atormentáis —dijo él llevándose una mano al corazón y mirándola con ternura—.
¿No puedo hacer nada para que creáis lo que digo?
—Sí, admitid que también vos pensáis que esta conversación es absurda —dijo ella—. Sois un
experto en el juego de la seducción, señor, pero no vayáis a creer que yo no sé distinguir lo que es
un juego de lo que es la realidad. —Se puso a repicar con el pie el suelo; sus ojos miraban con
ansia a las parejas que se estaban formando para el baile siguiente.

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—Ah, ¿entonces os apetece que pasemos al plano de la realidad, señora? —Su voz era más
seria y tenía los ojos fijos en su cara como si quisiera verle el interior del cráneo.
«Este hombre tiene mucha prisa. ¿Tan endeudado debe de estar?» Una vez más, Emma sintió
un pinchazo de desagrado, pero se dijo a sí misma que tenía que superarlo. No se hacía ilusiones:
acaso Paul Denis la encontrara atractiva, pero lo que en verdad codiciaba era su dinero. Ella lo
encontraba atractivo, pero nunca llegaría a amarlo. No era cuestión de amor, sino de interés. Y lo
que a ella le interesaba era encontrar a alguien antes de la festividad de San Valentín.
—Tal vez —dijo ella en voz baja—. Pero por ahora sigamos jugando.
—Como deseéis —dijo él sonriendo—. Vos dirigís, señora mía.
—Entonces bailemos —dijo Emma señalando la pista.
Paul le ofreció el brazo y la condujo a la pista de baile. Había percibido su reticencia, se la había
notado en la mirada. Tendría que ir con más cuidado, pero el tiempo apremiaba. Si no conseguía
alcanzar su objetivo seduciéndola, tendría que emplear la fuerza, y eso sería complicado y
peligroso, además de insatisfactorio. Él era un hombre al que le gustaba el trabajo limpio, moverse
de un sitio a otro sin dejar rastro de su paso.
María se quedo viéndolos bailar durante unos minutos, haciendo lo posible por contener su
desazón. Ese señor Denis no le había dado buena impresión desde el principio. Había algo en él
que la turbaba. Tal vez fuera demasiado fino, demasiado meloso, con sus maneras afrancesadas y
su rostro hermoso aunque taciturno. Además era un bailarín excelente, lo que lo haría más caro
aún a los ojos de Emma.
De todos modos, Emma era una joven con la cabeza sobre los hombros, voluptuosa pero
independiente. No había motivos para temer que tomara decisiones insensatas cuando podía
tener a sus pies a los hijos de la élite del país. Tenía que casarse, de eso María estaba convencida.
Pero ¿tomaría la decisión adecuada? Por supuesto que sí. María, animada por sus propias
cavilaciones, se fue a buscar a sus amigas a la sala de juegos.
Por imposiciones del decoro, Emma debía bailar con todo aquel que se lo solicitara, aunque no
fue la única que se dio cuenta de que mientras bailaba con otros, el señor Paul Denis se quedaba
apoyado contra la pared cruzado de brazos y escrutando todos y cada unos de sus movimientos
con sus ojos negros a través del antifaz.
Emma era consciente de que esa clase de atención no pasaría desapercibida y que pronto
habría apuestas en los clubes de St. James. Esto por una parte la divertía, pero por la otra la
molestaba. Le hacía sentir como si fuera el trofeo de una feria rural. A Alasdair tampoco le haría
mucha gracia, seguramente. Por suerte aquella noche se encontraba ausente y no podía
molestarse.
Era casi medianoche cuando llegó Alasdair. Subió la amplia escalinata envuelto en un dominó
carmesí diez minutos después de que la anfitriona hubiera decidido no recibir a nadie más y
disfrutar de la fiesta.
Vio a Emma nada más entrar en la sala de baile. Estaba bailando con George Darcy, pero en
cuanto el baile hubo terminado fue solicitada inmediatamente por Paul Denis. Alasdair se quedó
mirando con expresión adusta. Emma reía por algo que había dicho Denis, que tenía la mano en el
brazo de ella y se acercaba para susurrarle cosas al oído. Ella echaba la cabeza hacia atrás, dejando
al descubierto su cuello con un gesto tan familiar que Alasdair sintió de nuevo como si lo
apuñalaran en el esternón. Finalmente se fueron juntos en dirección al comedor.

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Alasdair fue retenido por la anfitriona durante unos minutos; cumplidas las formalidades, fue
también él hacia el comedor. Oyó la risa de Emma, profunda, melódica y llena de alegría. Su
compañero sonreía complacido de que ella lo encontrara tan divertido. Denis levantó la mano a
modo de saludo cuando Alasdair pasó cerca de su mesa. Emma, que se había puesto a hablar con
la joven de la mesa de al lado, fingió no percatarse de su presencia.
Alasdair correspondió al saludo de Denis con una pequeña reverencia. Su rostro era
impenetrable, aunque sus ojos eran puro fuego tras los párpados medio bajados. Cogió una copa
de champán que le ofreció un camarero y se reunió a un grupo de amigos. La conversación que
tenían no lo puso precisamente de buen humor.
—Lady Emma no ha perdido el tiempo —observó Darcy.
—Qué suerte ha tenido ese diablo —murmuró lord Everard—. Es por su forma de hablar, fijaos
lo que os digo. Con los franceses siempre es igual. A mí ya me ha ocurrido antes —añadió con
cierto pesar—. Hace dos años le eché el ojo a una jovencita. Veinte mil libras. Tenía una buena
fortuna la muchacha. ¿Y sabéis qué? Que acabó casándose con un francés.
—Tú problema, Everard, es que eres demasiado lento —dijo Alasdair en tono supuestamente
jocoso. No iba a permitir que sus amigos pensaran que le importaba lo más mínimo la conquista
de Emma—. Mientras tú calibras los pros y contras, hay otro que se lleva el premio.
—Bueno, un poco de precaución nunca está de más —dijo lord Everard.
—Reconócelo, Everard, no eres de los que se casan —dijo Darcy alegremente.
Lord Everard pasó por alto el comentario. Volvió a mirar a Emma y su pretendiente.
—La verdad es que es endiabladamente guapa.
—¿Quién? ¿La mujer que perdiste? —preguntó Alasdair.
—No, lady Emma. Sería endiabladamente guapa aunque no tuviera un penique.
—Sí, no está mal —dijo Alasdair lacónico. Se puso el monóculo y miró a través de la habitación
en dirección a Emma. Al momento, como si pudiera sentir sus ojos sobre ella, la joven se volvió y
sus miradas se encontraron. Los iris pardos brillaban detrás de la máscara y a Alasdair se le antojó
que tenía la boca más grande y graciosa de lo habitual, sus blancos dientes relucían al sonreír, sin
embargo no era a él a quien sonreía. Se volvió por fin hacia su acompañante y al cabo de un
minuto salieron del comedor.
Alasdair se había propuesto tener paciencia. Desbarataría los planes de Emma, pero lo haría
con sutileza e ingenio. De repente, sintió que no podía aguantar un minuto más. Se le hacía
insoportable ver que toda su sensualidad, todo su encanto iban dirigidos a otro hombre. Aquello
tenía que acabar, y se acabaría en ese preciso instante.
Murmuró una excusa, se levantó de la mesa y regresó a la sala de baile espoleado por una
furiosa determinación. Sabía que no tenía derecho a interferir, pero no le importaba. Ned no se
habría quedado cruzado de brazos si hubiera visto que Emma se arrojaba en las zarpas de un
extraño cazafortunas del que nadie tenía referencia alguna, a excepción de cierto vago parentesco
con el embajador austríaco.
Emma y su acompañante abandonaron la sala de baile y bajaron la escalinata. Una de las
puertas del majestuoso vestíbulo de la entrada conducía al jardín de invierno.
Alasdair apretó las mandíbulas. Estaba seguro de que habían entrado allí. Él conocía muy bien
aquel jardín. Se trataba de un espacio amplio con columnas, luz tenue y lleno de naranjos,

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arbustos, parras y vasijas con flores exóticas. Era uno de los lugares favoritos de las parejas cuando
buscaban intimidad.
Buscó a María entre la gente y la encontró sentada en una silla contra la pared, abanicándose
mientras conversaba con la anfitriona.
—Señora, ¿puedo pediros un favor? —dijo Alasdair haciendo una reverencia.
—¿Un favor? ¿A mí? —preguntó María sorprendida—. ¿De qué se trata?
—Os lo explicaré en seguida —dijo él ofreciéndole el brazo—. Siempre y cuando la duquesa me
permita privarla de vuestra compañía por unos minutos.
La duquesa accedió con un cortés movimiento de cabeza, pero sus ojos brillaban de curiosidad.
—Oh, señor, me pregunto de qué se trata. —María se arregló un poco la ropa y lo cogió del
brazo—. Cuánto misterio.
Alasdair la llevó fuera de la habitación hacia el piso inferior.
—Emma acaba de entrar en el jardín de invierno con el señor Denis —dijo él con calma—.
Quiero que entréis, la encontréis y le pidáis que os acompañe un momento al cuarto de baño. Será
sólo un minuto. No quiero que tarde en volver con el señor Denis.
—¡Cielo santo! ¿Y por qué? —María estaba atónita y tenía los ojos como platos.
—Tengo mis motivos.
—Pero ¿qué... qué le digo yo a ella?
—¿Qué os ayude a arreglaros el vestido, quizá? —dijo Alasdair con inseguridad—. Algo habrá
que requiera ayuda entre mujeres.
—Oh, Dios mío. —María seguía escandalizada—. Yo no sé, pero...
—Consideradlo un favor, señora —dijo Alasdair interrumpiendo sus divagaciones. La voz le
temblaba un poco y bajo la máscara sus ojos eran a la vez relucientes y severos. María parpadeó.
—De acuerdo, Alasdair —dijo dócilmente.
—Y no le digáis que yo os lo he pedido —se apresuró a añadir.
—No, no, desde luego que no —le lanzó al joven una última mirada atónita y se marchó.
Alasdair la siguió al cabo de unos minutos. En medio de la aromática penumbra destacaba una
mesa de piedra labrada con una estatuilla de bronce que representaba una ninfa retozando.
Alasdair cogió la figura de la ninfa y se escondió tras una palmera a esperar.
Emma y María se presentaron a los pocos minutos.
—Pobrecilla, ¿estás segura de que no prefieres que nos vayamos a casa? —preguntó Emma
solícita poniendo una mano en el brazo de María.
—No... no, querida. Me encontraré mejor cuando haya descansado un poco. Si pudieras pedirle
a la criada un poco de bicarbonato y agua... Luego vuelve a la fiesta. Siento haber interrumpido tú
tête-à-tête con el señor Denis —añadió con insólita acritud.
—Nada de tête-à-tête, María —dijo Emma mientras salían del jardín de invierno—. Sólo
queríamos un sitio tranquilo para caminar un poco. El aire es muy agradable aquí dentro.
Tal vez a María la engatusara con eso, pensó Alasdair, pero él no se lo creía. Salió de su
escondite tras la palmera y atravesó sin hacer ruido una galería rodeada de vasijas con adelfas. El
aire era húmedo pero fresco en comparación con el calor y la sequedad de la sala de baile.

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El señor Denis estaba de pie de espaldas a Alasdair, mirando a través de las vidrieras que daban
al jardín en uno de los laterales de la mansión. Apoyaba el peso ora en una pierna ora en la otra,
con evidente impaciencia. De repente, Alasdair se puso a correr, su ágil cuerpo atravesó el espacio
que los separaba como impelido por un muelle. Dejó caer la ninfa sobre la base del cráneo de Paul
y éste cayó hacia atrás en los brazos de su atacante.
—Mis disculpas, monsieur Denis —murmuró Alasdair—. La violencia es deplorable, pero no
tenía alternativa.
Alasdair arrastró el cuerpo inconsciente a través de un grupo de naranjos hasta la esquina más
lejana del jardín. Lo dejó en el suelo y rápidamente, aunque no sin dificultad —Paul Denis pesaba
más y tenía más masa muscular de lo que parecía—, le quitó el dominó negro. Le desató el antifaz
y se quedó mirando su oscuro rostro por un instante. Presionó la arteria carótida con un dedo.
Tenía el pulso acelerado pero constante. Seguiría inconsciente alrededor de una hora. No le llevó
más que unos segundos quitarse el dominó y su máscara y ponerse los de Denis.
Hecho esto, se alejó del cuerpo, cambió de sitio un par de naranjos para que quedara más
oculto y fue a ocupar el sitio de Paul frente a la vidriera.
Se ocultó bajo la sombra de un árbol de abundante follaje y esperó a que Emma regresara.
Emma no acaba de decidirse a dejar a María al cuidado de la criada en el cuarto de baño.
Parecía fatigada y el pulso le latía con más fuerza de lo normal. Pero María insistía.
—No, no, querida. El señor Denis te está esperando. Sería una descortesía terrible dejarlo allí —
dijo obedeciendo las instrucciones que Alasdair le había dado—. Me quedaré aquí estirada y me
tomaré el bicarbonato. La criada ha ido a buscar pastillas por si me viene otro desmayo. Me quedo
en buenas manos —dijo sonriendo, a pesar de su palidez.
—Me parece tan cruel dejarte aquí sufriendo para ir a divertirme —protestó Emma.
—Bobadas. Ahora vete de una vez, cariño. Si sigo discutiendo contigo no se me irá nunca el
dolor de cabeza —dijo María en un arrebato de ingenio.
Emma, que seguía indecisa, se mordió el labio inferior.
—Está bien, iré y le diré a Paul... al señor Denis... —se apresuró a corregir— que no puedo
quedarme. Luego haré que traigan el carruaje y nos iremos a casa directamente. ¿Qué te parece?
María se dijo que si Alasdair tendría alguna objeción, podía plantearla él mismo. Ella ya había
seguido sus instrucciones al pie de la letra.
—Muy bien, cariño —dijo con un hilo de voz y cerrando los ojos.
Emma se detuvo ante el espejo para comprobar su aspecto. Una de las asistentas se acercó con
un cepillo para el pelo y se puso a retocar con habilidad las trenzas que caían a lado y lado de la
cara de Emma, luego le abrochó uno de los lazos plateados que sujetaban el dominó por la parte
delantera, hizo una inclinación de cabeza y sonrió.
—Así está mejor, señora.
—Gracias —dijo Emma devolviéndole la sonrisa. Dio un último vistazo a María, que seguía en el
sofá, y salió a toda prisa.
El cuarto de baño estaba también en la planta baja, en el lado opuesto del vestíbulo respecto al
jardín de invierno. Emma atravesó corriendo la reluciente estancia de mármol y volvió a
adentrarse en la penumbra del jardín.

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No estaba segura de lo que pretendía Paul al proponerle un paseo solitario entre los naranjos,
pero parecía razonable deducir que lo que esperaba era darle una impronta más física a su
estrategia de seducción. Seguramente intentaría besarla, y eso le creaba un dilema. Por un parte,
ningún hombre de fuera de la familia la había besado desde la ruptura con Alasdair, y al pensarlo
sentía que el pulso se le aceleraba y que la sangre se le subía a las mejillas. Pero por otra, en su
interior también sentía cierta repulsión. Es posible que quisiera que alguien la besara, pero ¿era
Paul Denis ese alguien?
«Qué ridiculez, tantas contradicciones», se dijo a sí misma con severidad. No había nadie a
quien prefiriera en el lugar de Paul. Tenía un plan y se ajustaría a él. Tener alguna que otra
reticencia era perfectamente normal.
En el jardín de invierno reinaba el silencio, su humedad, su verdor y su aromática oscuridad casi
lo hacían parecer un jardín encantado. La grava hacía un ruido estridente bajo sus zapatillas, como
cuando retumba el eco en un lugar solitario.
—¿Paul? —susurró, preguntándose si había ido por la galería correcta, pues todas parecían
iguales. Como no llegaba ninguna respuesta, se giró a la derecha—. ¿Paul?
Se oyó un susurro apagado procedente del fondo. Corrió en su dirección, capaz al fin de
distinguir una figura oscura de pie frente a una de las vidrieras cubiertas de parras.
—Creía que me había perdido —dijo Emma con voz entrecortada—. Qué tonta, todas las
galerías parecen iguales.
Paul alargó un brazo y la atrajo a su lado sin decir nada. Ella se dejó abrazar de aquella manera
por unos instantes, sin mirarle, sólo sintiendo su cuerpo cerca del suyo. Su respiración se agitaba
cada vez más; estaba quieta, tensa, expectante y ansiosa. No sabía nada acerca de aquel hombre y
se estaba abandonando pasivamente en sus brazos. Podía notar la fuerza contenida de su brazo en
la cintura. Había algo intimidante en su silencio.
De repente dio un paso y se colocó detrás de ella. La abrazó por los hombros. Emma era
incapaz de moverse. Sintió su aliento a un lado de la cara, un beso suave en la oreja. Luego la
lamió con la lengua y empezó a mordisquearle el lóbulo.
Emma se dio cuenta en ese momento. Aquellas caricias sólo podían pertenecer a un hombre.
Un hombre que sabía perfectamente cómo darle placer. Se dio cuenta, pero estaba paralizada...
totalmente paralizada en medio de un jardín encantado. Todo aquello no era real, porque si lo
fuera, ella se negaría. No lograba entender qué estaba sucediendo, pero tampoco era necesario
entenderlo. Fuera lo que fuera estaba sucediendo en un plano en el que todo era paradójico y en
el que la paradoja tenía sentido.
La boca pasó del lóbulo al cuello. La lengua trazó un húmedo rastro por toda la nuca hasta
llegar a la base del cráneo.
Emma temblaba de placer. Un arrebato de lujuria le hizo contraer el vientre, sentía la excitación
en sus entrañas, pero no se movió. Le parecía imposible.
Él le deslizó las manos por todo el cuerpo, le acarició los pechos. Con dedos hábiles desabrochó
las cintas plateadas del dominó, que resbaló al suelo con un suave sonido de gasa. Las manos de él
regresaron a los pechos, los dedos se introdujeron por el escote del vestido para explorar el
profundo espacio entre sus senos. Luego las manos se ahuecaron para palparlos, levantarlos,
sujetarlos, mientras con un dedo le rozaba los pezones hasta ponerlos erguidos, duros, tensos,
anhelantes.

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Emma se mordió los labios. El vientre se le contraía cada vez que le tiraba de los pezones.
Sentía que las entrañas se le humedecían y que esa humedad iba llegando a la entrepierna. La
sangre le bullía en las venas y la carne se le ponía de gallina como si se clavaran en ella mil agujas
de placer.
Luego notó que él le levantaba la falda por la parte de atrás y que poco a poco la iba doblando
hasta dejarle las caderas al descubierto. Sintió el aire cálido y húmedo en las caderas y las nalgas.
Él le sujetaba la falda a la altura de la espalda y con la mano que le quedaba libre le acariciaba los
glúteos, de suaves formas redondeadas, y la curva de las caderas.
Él solía decir con una sonrisita que sus nalgas eran el ideal platónico de trasero femenino. Ella
siempre lo tomaba a risa, le parecía gracioso, aunque también maravillosamente halagador.
Emma seguía inmóvil como antes mientras las manos seguían acariciando y explorando su
cuerpo. No tenía que hacer nada, sólo entregarse a ese viaje por los sentidos en aquel lugar
mágico.
Empezó a notar que las caricias se hacían más ávidas. Las manos se deslizaban por sus caderas y
la obligaba a separarlas. Los dedos subían por la abertura en la que en ese momento parecía
concentrado todo su ser. Las piernas terminaron cediendo y ella soltó un gemido. Fue un sonido
débil, pero en medio del tenso silencio de sus dos cuerpos resonó como un trueno.
Las manos de él se desplazaron a las caderas, se apretaron contra su vientre y le presionaron
los huesos de la pelvis. Emma entendió lo que pretendía con esa presión y se inclinó hacia delante.
Ante ella había un amplio antepecho de piedra que le llegaba a la altura de la cintura, apoyó en él
las palmas de las manos, ofreciéndole las nalgas y arqueando la espalda mientras una ferviente
excitación se apoderaba de ella.
Él la agarró de las caderas y penetró su cuerpo abierto y anhelante con una única y profunda
estocada. Emma se movió hacia atrás, contra su cuerpo, apretó las nalgas contra su bajo vientre y
reclinó la cabeza sobre la ventana cubierta de parra.
Él volvió a penetrarla y Emma sintió su aliento sobre el cuello y su sexo en contacto con su
vientre. Luego se perdió en una vorágine de éxtasis y se ahogó de placer en sus propios fluidos.
En la lejanía se oían la música, las voces, las pisadas, pero todos esos sonidos, aunque eran
perceptibles, nada significaban. Emma apenas se dio cuenta cuando él se retiró. Apenas se dio
cuenta de que la falda había bajado y volvía a cubrirla. Se quedó quieta, sintiendo el cristal de la
ventana contra su frente y la piedra bajo sus manos.
Sabía que estaba sola. Alasdair se había marchado. Poco a poco recuperó la compostura y
volvió a pensar con claridad. La música sonaba más fuerte y penetraba aquel mundo cerrado de
pasión. Voces, pisadas, lacayos llamando a los carruajes.
Emma se puso en pie. Tenía el dominó en los pies. No tardó ni un minuto en ponérselo y
abrochar las cintas. Unos retoques en la falda y nadie notaría nada. Sólo ella sabría de los residuos
de su amor, del olor, del suave pulso, del rocío del clímax compartido.
Salió del jardín de invierno y pidió su carruaje. Se comportó de la misma manera que se habría
comportado en circunstancias normales. Entró en el cuarto de baño.
María seguía postrada en la silla, esperando ansiosa el regreso de Emma, que por lo visto se
había prolongado más de lo previsto. María suponía que lo que quería Alasdair era tener unas
palabras a solas con el señor Denis. Parecía obvio que esas palabras tendrían que ver con Emma. A
Alasdair debía hacerle tanta gracia como a María ver a Emma en los brazos de un exiliado.

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—Espero que el señor Denis no se haya ofendido por despedirte de él tan de repente —dijo,
incapaz de refrenar la curiosidad.
—No —dijo Emma—. No se ha ofendido lo más mínimo.
María estaba decepcionada. Si Alasdair le hubiera hecho alguna advertencia sobre Emma,
seguramente habría mostrado algún tipo de reacción. Sin embargo, había algo extraño en Emma.
Parecía distraída, tensa, absorta.
—¿Va todo bien, cariño?
—Claro, María —se apresuró a contestar la joven—. Sólo que yo también estoy algo cansada. El
carruaje llegará en unos minutos. ¿Puedes moverte?
—Me siento mucho mejor —María se levantó del sofá sin dificultad y recogió el chal y el
abanico—. Pero no veo el momento de meterme en la cama. Estos bailes son agotadores. No es
que me moleste lo más mínimo acompañarte a estos eventos, querida, pero a veces pienso que
estaría más tranquila en casa —mintió.
Emma, con gesto serio, le ofreció el brazo a María y ambas se dirigieron hacia la calle.

Cuando Paul Denis volvió en sí, el jardín de invierno estaba oscuro y vacío, la diversión había
terminado y los invitados se habían ido. Se incorporó y se palpó con cuidado la base del cráneo.
No había ninguna herida, pero sí una notable y dolorosa inflamación. La cabeza le dolía
terriblemente.
¿Quién? ¿Y por qué?
No se le ocurría respuesta a ninguna de las dos preguntas. Entonces se dio cuenta de que su
dominó y su antifaz estaban en el suelo junto a él. Se los habían quitado... pero ¿por qué? ¿Quién
podía quererlos?
No tenía respuestas y en su estado era poco probable que las encontrara. Sentía rabia, tanto
hacia su atacante como hacia sí mismo por haber permitido que sucediera algo así. Daba igual que
no hubiera motivos para temer ningún peligro. Su deber era estar alerta ante esa posibilidad, por
remota que pudiera parecer.
Lo más probable era que Emma hubiera vuelto y hubiera pensado que se había marchado. Se
habría preguntado por qué. Habría que encontrar alguna excusa plausible.
Se puso de rodillas, gruñendo debido al intenso dolor de la cabeza. Recogió el dominó y el
antifaz y poco a poco logró ponerse en pie. Se quedó quieto, balanceándose y haciendo acopio de
fuerzas.
Todavía había actividad del otro lado de las puertas del jardín de invierno. Pensó que serían los
criados, que estarían recolocando las cosas en su sitio después del baile. Se quedarían de una
pieza cuando lo vieran aparecer, pálido y desmelenado, por la puerta del jardín, pero si Paul se
había mantenido con vida en su oficio, ello había sido gracias a no llamar la atención, ni siquiera la
de los criados de menor categoría.
Llegó a la conclusión de que tenía que haber alguna salida desde el jardín de invierno al
exterior. Recorrió con paso inseguro el perímetro y terminó encontrando una puertecita en el
fondo. La abrió y sintió el frío de la madrugada. El aire fresco le ayudó a despejarse y a pensar con

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más claridad. Una verja de hierro separaba el jardín delantero de la calle. Estaba cerrada con un
candado, pero la calle estaba desierta, de modo que podía saltarla sin que nadie lo notara.
Caminó hacia Half Moon Street por las calles vacías. Incluso el sereno se había ido a la cama a
aquellas horas, no había rastro ni de las mujeres de la vida.
El camino no era largo y al cabo de media hora ya había llegado a casa.
Luiz se despertó al sentir el contacto de una mano dura en el hombro. Se incorporó, aún medio
adormilado.
—Eh, Paolo, ¿qué haces a estas horas? —Viendo mejor a su inesperado visitante, añadió—:
Pareces un perro enfermo. ¿Qué ha ocurrido?
Paolo se lo explicó.
—¿Crees que iban a por ti? —dijo Luiz perplejo sacudiendo la cabeza.
—No lo creo —dijo Paolo en tono tajante—. Si así fuera, ¿por qué no acabar conmigo a la
primera? ¿Por qué limitarse a dejarme inconsciente? ¿Qué sentido tendría?
—¿Un aviso, tal vez? —sugirió Luiz.
Paolo bufó indignado.
—Sólo un aficionado dejaría escapar la presa de ese modo.
—Puede que estos ingleses sean unos aficionados.
—O quizá lo era sólo el que me ha atacado —murmuró Paolo—. De todos modos sigo sin
entender cómo han podido descubrirme. No he cometido errores, ni uno solo.
—Puede que el error lo haya cometido otra persona —dijo Luiz sin mucha convicción,
consciente del carácter herético de su sospecha.
—¿Te refieres al gobernador? —Paolo sacudió la cabeza y cerró los ojos. El dolor volvía a
agudizarse.
—Tal vez haya un espía entre los nuestros.
—Podría ser. —Paolo estaba de pie frente a la ventana, observando el amanecer por encima de
los tejados. Un carro cargado de mercancías atravesaba la calle en dirección al mercado, situado
en una calle próxima. La ciudad volvía a la vida.
—Creo que va siendo hora de pasar a la acción —dijo por fin, más para sí mismo que para
Luiz—. Si han descubierto mi tapadera, no hay tiempo que perder. Tendré que persuadir a la
muchacha para que hable. —Hizo una mueca con la boca—. Es tosco y poco sutil, pero no veo otra
opción.
—Podríamos registrar antes sus dependencias —propuso Luiz.
—Dan a la parte delantera de la casa. No hay forma de entrar en ellas desde la calle.
—No, pero en la parte trasera hay un jardín con unas puertas de cristal. Quedan resguardadas.
Es fácil trepar el muro. Yo mismo ya lo he hecho.
—Podríamos simular un robo —musitó Paolo—. Una vez dentro, será fácil dar con sus
habitaciones.
—Y si no encuentras nada, te llevas a la muchacha. Llevaremos sogas y una mordaza. La
traemos aquí y así puedes sonsacarle lo que quieras sin que nadie os oiga. —Se encogió de brazos
como si quisiera resaltar la sencillez del plan.

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Paolo arrugó el ceño. Se llevó la mano a la base del cráneo. La mueca se hizo todavía más
grotesca. No estaba dispuesto a dejarse vencer. Ellos ya habían enseñado sus cartas. Grave error.
Miró a Luiz e hizo un gesto de asentimiento.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0088

Emma cerró la puerta del dormitorio y dejó escapar un suspiro de alivio. Gracias a Dios,
Tilda se había ido a la cama. El fuego seguía ardiendo en el hogar y en el vestidor había una
bandeja con leche y un plato de galletas junto a una pequeña lámpara de aceite sobre la cual, si
quería, podía poner la leche a calentar.
Había algo maravillosamente ordinario y reconfortante en la idea de la leche caliente.
Conseguía que se sintiera segura, como cuando era pequeña.
Se desnudó, dejando la ropa sobre la chaise longue de al lado de la ventana y echó agua en el
aguamanil. Todavía estaba caliente, lo que le hizo suponer que Tilda debía haberse ido a la cama
hacía poco. Se lavó con cuidado, notaba un ligero dolor en la entrepierna. Hacía tanto tiempo
desde la última vez que había hecho el amor que su cuerpo se había cerrado, se había vuelto casi
virginal.
¿Lo habría notado Alasdair?
Se puso el camisón y encendió la lámpara de aceite. Puso encima el cazo de leche y se quedó
contemplándola hasta que empezó a hacer burbujas. La vertió en la taza, puso una galleta en el
platito y se metió en la cama. Una maravillosa sensación de letargo inundó sus extremidades al
hundirse en el profundo colchón de plumas. Apoyó la espalda sobre los almohadones, con la taza
de leche sobre el estómago y por fin se permitió analizar lo ocurrido.
Pero ni todos los análisis del mundo bastaban para encontrarle un sentido. Alasdair había
estado esperándola. Había suplantado a Paul, vistiéndose con su dominó. No había hablado, ni
siquiera la había mirado directamente. Y aun así era imposible que pensara que no lo reconocería.
¿De veras pensaba que podía engañarla con su cuerpo? ¿Se habría creído la promesa de que iba a
buscar un amante? ¿O habría sido alguna especie de venganza? Una manera de demostrarle que
no podía hacer nada sin su aprobación.
Pero Emma sabía que la venganza no formaba parte del designio de Alasdair. Le había hecho el
amor, no la había asaltado con ánimo de mal ni de venganza. ¿Y ella? Ella había dejado que
ocurriera. Había disfrutado. Le había gustado. Le había gustado mucho.
Mojó la galleta en la leche y se la llevó a la boca con cuidado. Saboreó su dulce sabor a
almendras con leche. Todas sus sensaciones parecían agudizadas. El calor y la morbidez de la
cama, el roce de la hierba sobre su piel, el sabor meloso de su boca.
¿Y qué habría sido de Paul Denis? ¿Le habría cedido el dominó y el antifaz a Alasdair por propia
voluntad? ¡Qué ridiculez! ¿Por qué iba a hacer algo así? Ella era su trofeo. Lo reconocía sin
vanagloria. Él codiciaba su dinero, si además disfrutaba con su compañía y la encontraba atractiva,
tanto mejor. Emma no se hacía ilusiones. Pero aquello no significaba que fuera a retirarse sólo
porque otro hombre se lo pidiera. Paul Denis no era de ésos. Era demasiado fuerte, demasiado
decidido, estaba demasiado seguro de sí mismo para obedecer mansamente.
Entonces ¿qué habría hecho Alasdair con Paul Denis?
Aunque la cuestión no carecía de interés, no era tan vital como saber qué ocurriría a partir de
ese momento entre Alasdair y ella. ¿Admitiría él aquel estallido de pasión? ¿Se atrevería a
negarlo? ¿Y en ese caso, debía admitirlo ella?

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Una vez más se preguntó cuál pudo haber sido el motivo. Si lo que había pretendido era
demostrar que de algún modo seguían inextricablemente unidos... lo había conseguido.
Era inútil negarlo. Pero no tenía por qué haberle gustado. No tenía por qué aceptarlo sin más.
¿Habría cambiado algo?
«Todo.»
Emma se recostó mirando al techo, observando las sombras que bailaban por el reflejo de la
vela de la mesita de noche.
Se había prometido encontrar un amante antes de la festividad de San Valentín. Alasdair se
había cuidado de no ser excluido de los candidatos.
Sus planes, sin embargo, habían quedado truncados. En vez de liberarse de Alasdair, se veía
ligada a él por una suerte de nudo gordiano.
Dejó la taza vacía sobre la mesita de noche y se dio la vuelta para apagar la vela. Luego se
quedó quieta, aún despierta, escuchando el crepitar del fuego y disfrutando de la luz dorada que
desprendía.
«Habrá que esperar a ver qué hace Alasdair. Yo actuaré en función de cómo se comporte él.»
¡Era el hombre más detestable, impredecible y controlador! Había planeado toda aquella
situación para que de algún modo ella quedara desesperadamente envuelta en sus redes, obligada
a bailar a su son. Y su maldito son era una música de lo más irresistible.
Plus ça change, plus c'est la même chose.
Sus ojos se cerraron bajo el inexorable peso del sueño.

Alasdair llegó a caballo a Mount Street a la mañana siguiente, a la hora de las visitas. La euforia
que había sentido tras el encuentro con Emma no lo había abandonado. Estaba impaciente por
verla, por ver cómo estaba. Sin duda ella lo había reconocido. Aquel pequeño juego de máscaras
no estaba destinado a engañarla, sino a hacer la experiencia más emocionante para ambos.
Conocía muy bien a Emma, sabía que el peligro de ser descubiertos, el exótico entorno, la aureola
de misterio y el silencio alimentarían su pasión y le proporcionarían la excitación que tanto
ansiaba. Y él, por su parte, no estaba dispuesto a acabar con el juego.
Desmontó y le tendió las riendas a Jemmy, que iba sobre la hermosa yegua ruana que Alasdair
había comprado para Emma. Subió sin prisa las escaleras de la puerta principal y saludó de buen
humor al mayordomo cuando le abrió la puerta.
—Buenos días, Harris. ¿Están las damas en casa?
—Lady Emma y la señorita Witherspoon están en el salón, señor. Hoy es día de visitas —dijo
cogiendo el sombrero y el látigo de Alasdair.
—¿Quién ha venido? —preguntó Alasdair, quitándose los guantes.
—El duque de Clarence, las señoritas Gordon, lady Dalrymple, lord Everard y el señor Darcy,
señor. —Harris pronunciaba con esmerada claridad los nombres de la élite.
Alasdair hizo un gesto de asentimiento. Le pareció oportuno verla en presencia de otros
visitantes. Así se verían obligados a seguir fingiendo. Después de la primera visita, sería más fácil
mantener las apariencias.

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—Yo mismo me anunciaré, Harris —dijo subiendo las escaleras.


Emma estaba de pie al fondo del salón, hablando con el duque de Clarence. Estaba de espaldas
a la puerta, pero al entrar Alasdair sintió que el fino vello de la nuca se le erizaba y que una
descarga de excitación le ponía la piel de los brazos de gallina. Levantó la vista hacia el espejo que
había sobre la repisa de la chimenea y sus ojos se encontraron con los de Alasdair. Él desvió
inmediatamente los ojos, como si no se hubiera percatado de aquella mirada, y fue a saludar a
María.
«Conque a esto estamos jugando», pensó Emma algo desazonada. Nunca antes le había
ocurrido algo así. De acuerdo, jugaría lo mejor que pudiera. Volvió a centrar su atención en el
duque, que se puso tan nervioso al notar la atenta mirada dorada de Emma que por un momento
perdió el hilo de lo que estaba diciendo y se quedo mirándola en silencio, respirando con dificultad
bajo las tirantes costuras de su corsé.
—¿Qué sucedió en Newmarket, duque? —apuntó discretamente Emma.
—Oh, sí... sí, claro. Mi caballo, Needlepoint. Vos que sois una buena amazona, señora, habríais
disfrutado viéndolo ganar. Volaba... como si tuviera alas. Como... como... —Frunció el ceño. Tenía
un rostro afable, si bien manchado y algo congestionado—. Ese caballo griego... no recuerdo cómo
se llamaba.
—Pegaso —dijo Emma amablemente.
—¡Eso es! —dijo él—. No os tenía por una erudita, señora. —Sonrió ante su propio cumplido e
inclinó su robusto cuerpo en lo que pretendía ser una reverencia cortés. Las costuras del corsé
crujieron sonoramente.
—¡Emma, una erudita, señor! —exclamó Alasdair detrás de ellos—. Os aseguro que nunca fue
muy amante de los libros. —Hizo una reverencia dirigida al duque antes de dedicarle una sonrisa a
Emma—. ¿No es cierto, Emma?
—Quizá —dijo Emma sonriendo con descaro.
—Vos debéis de saberlo, Chase, pilluelo —dijo con sonora voz el duque—. Conocéis a la señora
desde pequeños... y sois su fideicomisario, tengo entendido. ¡Pilluelo!
—En tanto que fideicomisario, gozo de algunos privilegios, señor —dijo Alasdair con
indiferencia. Desvió la mirada hacia Emma con un brillo malévolo en sus ojos verdes y torciendo
ligeramente la boca—. ¿No es así, señora?
—Difícilmente puedo contestaros, pues desconozco cuáles son los privilegios propios de un
fideicomisario —contestó Emma. Volviéndose al duque, añadió—: Si me excusáis, señor, veo que
acaba de llegar la señora Dawson. Voy a saludarla.
—Adelante, adelante... sois la anfitriona... cómo no —dijo el duque con efusión—. Tenéis que
tratar bien a los huéspedes... no os preocupéis por mí. Conmigo huelgan ceremoniales, ya lo
sabéis.
Emma hizo una reverencia, sonrió y se retiró. Tenía la impresión de que pronto el duque la
pediría en matrimonio, como hacía siempre que una nueva heredera se presentaba en sociedad.
Pensó que había sido injusta la vez que había comparado la relación de Alasdair con su bailarina de
ópera con la de Clarence y la señora Jordán. Había actuado bajo provocación; no era de extrañar
que hubiera disparado a matar.
Le vino a la cabeza la imagen de lady Melrose. ¿Habría acudido a su cita con ella después de
acompañarla a Tattersalls? Oh, qué locura atormentarse de esa manera. Lo que había ocurrido

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entre ellos la noche anterior había sido un sueño... un sueño aberrante. Lo olvidaría y seguiría
adelante con su estrategia. Alasdair Chase no era el amante que ella deseaba para celebrar San
Valentín.
Como siguiendo un plan premeditado, Harris anunció a Paul Denis. Emma se quedó helada. ¿Y
ahora qué? Algo había ocurrido entre Paul y Alasdair la noche anterior. Lanzó una mirada fugaz a
Alasdair, que seguía departiendo con el duque y parecía no haberse enterado de la llegada de
Paul.
Emma fue a saludar al recién llegado pensando qué decir. Lo de la noche anterior no había
ocurrido. Ninguno de los participantes deseaba admitirlo, de modo que tampoco Paul tendría que
dar cuenta de la parte que le había tocado en el plan del maquiavélico Alasdair.
Le habló en voz baja, sin darle la oportunidad de abrir la boca.
—Oh, señor Denis, ¿podréis perdonar mi falta de modales? Os ruego perdón por no haber
regresado al jardín de invierno anoche, pero la pobre María estaba sufriendo terriblemente y no
podía dejarla. —Le dedicó una espléndida sonrisa—. Decid que me lo perdonáis.
Paul se inclinó sobre su mano.
—Señora, no tenéis de qué disculparos —murmuró—. Teníais que atender a vuestra
acompañante. Lo que yo tuviera que deciros era insignificante.
—Espero que no me esperarais mucho tiempo. —Apenas podía aguantar para oír la respuesta.
¿Sabría lo que había ocurrido? ¿Creería de veras que no había regresado después que la hicieran
salir?
Paul lo creía y no daba crédito de su buena suerte. No había necesidad de ensayar ninguna
excusa para su precipitada marcha.
—Una eternidad, señora —dijo él en tono de chanza—. Cada minuto que paso lejos de vos es
una eternidad.
—Volvéis a decir absurdidades —señaló Emma—. Oh, creo que el duque se marcha. Debo ir a
despedirlo.
—Señor Denis, no os he visto en un par de días —dijo Alasdair saludándolo con una sonrisa—.
Desde que coincidimos en Tattersalls. Espero que encontrarais un caballo de vuestro agrado.
Mientras acompañaba al duque a la puerta del salón, Emma aguzó el oído para escuchar su
conversación. Ambos se estaban comportando de forma perfectamente normal. Hablaban como
viejos camaradas que no se hubieran visto por un tiempo. No había tensiones. Sin embargo, tenían
que haberse encontrado la noche anterior, y no podía haber sido un encuentro muy cordial.
Empezaba a dolerle la cabeza con tanto misterio. Ambos debían de ser grandes comediantes que
representaban su parte sin deslices. Pero ¿por qué? ¿Tendrían algún interés común? ¿Tendría ella
algo que ver con ese interés común?
Oh, le venían ganas de gritar de frustración.
No gritó, en vez de ello se fue a hablar con lady Dalrymple, quien le relató
pormenorizadamente sus últimos achaques y los revolucionarios tratamientos de su nuevo
médico.
—De verdad —dijo María sobrecogida—, para que te hagas una idea, Emma: hace dos días lady
Dalrymple estaba postrada en la cama, incapaz de levantar la cabeza, y ahora mírala cómo está. Y
todo gracias a la sangre de oveja y al vinagre. ¿No es increíble?

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—Increíble de verdad —asintió Emma sin prestar mucha atención.


—Espero que os encontréis mejor, María —dijo Alasdair detrás del hombro de Emma.
—Oh, sí, gracias, Alasdair. Un simple dolor de cabeza. Se me pasó al poco rato. —María parecía
algo turbada.
Alasdair asintió con la cabeza, intercambió unas palabras con lady Dalrymple y se volvió a
Emma.
—He oído que has comprado un cabriolé de carreras, Emma.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó ella sorprendida. —Me ha llegado la factura —dijo él
secamente—. Vas a ser el centro de todas las miradas.
—Eso mismo pretendo —replicó ella con indiferencia. Alasdair se ajustó a su tono.
—Tus caballos han sido entregados esta mañana. Jemmy les ha preparado un establo en las
caballerizas de Park Street. Tal vez quieras echarle un vistazo a la yegua. Creo que no la viste en
Tattersalls.
—¿Está aquí? —dijo Emma, abandonando su fingida indiferencia.
—En la calle, con Jemmy. —Se le encendieron los ojos at ver el entusiasmo de Emma. Tres años
atrás se entusiasmaba con todo y era muy expresiva. Le satisfacía ver que la reserva que había
reemplazado aquellas cualidades iba menguando.
—¿Te gustaría bajar a verla?
—¡Oh, sí, ya lo creo! —dijo Emma ya de camino a la puerta.
Alasdair la siguió con aquel enigmático brillo todavía en los ojos. Emma, que iba delante de él,
bajaba la escalera prácticamente a saltos sujetando con una mano la falda de muselina. Atravesó
el vestíbulo a toda prisa. Uno de los lacayos, algo sobresaltado por aquella premura tan poco
elegante, corrió a abrirle la puerta.
Emma bajó las escaleras de la calle.
—Buenos días, Jemmy. Oh, ¿no es preciosa? —dijo tomando la cabeza de la yegua entre las
manos y dándole palmaditas en el aterciopelado hocico. Luego le dio la vuelta y la examinó con
atención—. Unas líneas excelentes —murmuró con admiración.
—Ya podéis decirlo, lady Emma. Fijaos en las espaldillas. —Jemmy estaba tan orgulloso como si
la yegua fuera suya—. Seguro que corre como pocas, me juego lo que sea.
—Mmm. —Emma apoyó una mano en los cuartos traseros de la yegua, haciéndole saber que
estaba detrás de ella, y le acarició los flancos—. Es preciosa, Alasdair.
—¿Qué esperabas, que te comprara un penco de tercera? —dijo burlándose.
Emma lo miró. Sonreía, sonreía sinceramente, aunque uno nunca sabía cómo interpretar las
expresiones de Alasdair. Emma le correspondió con una sonrisa fugaz.
De pronto llegó una ráfaga de viento del noreste desde la esquina de Audley Street. Emma se
estremeció y la yegua agachó la cabeza.
—Vas a coger algo con esa muselina tan fina —dijo Alasdair—. Vuelve adentro. Si quieres
probarla, cámbiate de ropa e iremos a Richmond.
Alasdair le acarició la nuca con la mano. Fue un contacto cálido y firme, y le trajo a Emma un
buen número de recuerdos.

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A él le encantaba tocarla de esa manera, ya desde su primer encuentro. Cuando ella no era más
que una chiquilla, ya solía tocarla de esa forma. A veces lo hacía para llevarla a donde él quería;
otras, sólo porque estaban cerca y la mano iba a posarse allí con un sentido de la posesión tan
familiar que parecía de lo más natural.
De pronto Emma notó la boca seca. Sintió un hormigueo en el estómago, sus entrañas se
tensaron, los músculos de las caderas se le agarrotaron sin que pudiera controlarlos. Aguantó la
presión por un instante, y entonces él le puso la otra mano en la parte baja de la espalda.
—¡Adentro, Emma! Aquí corre un viento que hiela y este vestido, aunque sea la última moda,
no abriga mucho más que un camisón.
La acompañó hacia la casa sin soltarla. No había nada declaradamente sensual en el gesto, pero
aquella familiaridad, aquel sentido de la posesión, hizo que Emma se excitara.
Se enfadó consigo misma por reaccionar de aquella manera. Nada indicaba que Alasdair
sintiera lo mismo. Él sólo parecía impaciente por resguardarla del frío.
Emma apartó la mano de su cuello y se alejó de la cálida presión de la espalda, corrió escaleras
arriba y entró en la casa, distanciándose de él.
Alasdair la siguió a su paso.
—¿Y bien? ¿Te apetece probarla? —preguntó ya en el vestíbulo.
Emma se quedó en silencio. Podía decir que la montaría por Hyde Park a las cinco, a la hora del
paseo o bien podía hacer lo que de veras le apetecía, que era ir a Richmond, donde el caballo
tendría espacio para demostrar lo que era capaz de hacer. Pero no podía ir a Richmond sin
acompañante.
—Necesitaré un mozo —dijo en vez de contestar directamente a la pregunta—. ¿Jemmy tiene
algún amigo?
—Ya tienes uno —dijo Alasdair—. Es uno de los muchos conocidos de Jemmy. Sus orígenes son
algo turbios, pero Jemmy responde, y yo he hablado con él esta misma mañana. Me ha parecido el
candidato ideal. No es el colmo de los buenos modales, pero estoy seguro de que no te importará.
Trata a los caballos de forma impecable. Jemmy, además, me ha asegurado que sabe usar las
manos y puede manejar una pistola llegado el caso. Estarás segura en su compañía.
—Oh —dijo Emma desconcertada por la diligencia de Alasdair, aunque consciente de que era
de esperar—. ¿Y dónde vivirá?
—En las caballerizas. Puedes mandarle a un lacayo cuando quieras salir a dar una vuelta o a
montar. —Alasdair enarcó una ceja, esperando más preguntas que, evidentemente, sería capaz de
responder.
—Parece que has pensado en todo —dijo por fin Emma.
—Yo sólo pienso en tu bienestar —respondió él muy educadamente—. Si hay algo que no sea
de tu agrado, sólo tienes que decírmelo.
Emma se echó a reír.
—¡Imposible! ¡Y usted lo sabe bien, señor!
—Eso espero —dijo él, y de repente entrecerró los ojos—. Me gusta pensar que conozco tanto
tus necesidades como tus placeres.
Hubo un breve silencio. Un silencio cargado de cosas no dichas. Emma reprimió el impulso de
hablar, de retarlo, de obligarlo a decir la vedad. Luchó contra el impulso y venció. Fuera lo que

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fuera a lo que Alasdair estaba jugando, ella estaba dispuesta a jugar también. No iba a ser ella la
primera en ceder. Si era uno de sus desafíos, ella lo aceptaba.
—¿Y cómo se llama este dechado de virtudes? —preguntó tranquilamente.
—Sam —respondió él—. También él había sido yóquey. Aunque me temo que redondeaba sus
honorarios con algún que otro hurto. De todos modos, Jemmy me asegura que se ha reformado.
—Y Jemmy es de fiar —dijo Emma con seguridad—. Espero que me entreguen el cabriolé esta
tarde. —Sam ya ha ido a buscarlo.
Emma era incapaz de seguir con ese absurdo intercambio de cortesías. Soltó otra risotada.
—Alasdair, si no fueras tan condenadamente eficaz, te mataría por ser tan metomentodo. Yo
también puedo arreglármelas sola.
—Pero me gusta hacer estas cosas por ti —admitió él.
—¿De modo que no te limitas a cuidar de una pobre infeliz que es incapaz de administrar su
dinero por sí sola? —dijo ella con cierta acritud.
—Casi te mereces que te diga que sí, que eso es exactamente lo que hago —contestó—.
¿Entonces, qué? ¿Vas a cambiarte para ir a montar o prefieres quedarte aquí soltando gansadas el
resto de la mañana?
Esta última no parecía una buena opción.
—¿Richmond? —preguntó.
—Eso he dicho. ¿Tardarás más de veinte minutos en cambiarte?
—Excúsame ante María —dijo Emma subiendo las escaleras a la carrera.

Alasdair se quedó quieto un momento preparándose para seguirla, tenía la mano en el


pasamanos y el pie en el primer escalón. ¿Por cuánto tiempo sería capaz de seguir con esa farsa?
Apenas podía resistir la tentación de tocarla. Se dio cuenta de que habría deseado ver en ella
algún indicio de pasión mal contenida, algún signo que sólo él supiera distinguir. Había esperado
ver en ella un brillo especial de los ojos, una piel más reluciente, la dulzura que solía embargarla
después de hacer el amor.
Sin embargo, esa criatura malvada y esquiva se había mostrado tan serena y tranquila como él.
La diferencia era que la compostura de Alasdair era fingida. ¿Lo sería también la de Emma?
Sacudió la cabeza en un gesto de impaciencia y a punto estaba de subir las escaleras cuando
Paul Denis apareció en lo alto de ellas. Alasdair esperó a que bajara.
—Parece que os vais abriendo paso en los círculos sociales, señor Denis —observó con una
sonrisa anodina.
—Sí, y os doy las gracias. La princesa Esterhazy ha sido encantadora y me ha ayudado mucho —
contestó Paul—. Me ha dado entradas para Almack's. Pienso asistir al baile de esta noche.
Alasdair siguió sonriendo inexpresivamente, aunque sus ojos no perdían detalle. Su vecino no
tenía un aspecto saludable precisamente. Tenía ojeras bajo los ojos y un color algo gris en el
rostro. Alasdair se preguntó si el señor Denis habría llamado a los guardias al recuperar el
conocimiento en el jardín de invierno. Si lo había hecho, el relato de su ataque entre los naranjos

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en el baile de máscaras de la duquesa no había circulado aún. Pedir ayuda y exigir justicia habría
sido lo más natural. De hecho, sería muy raro que no lo hubiera hecho.
—Esperaba averiguar si lady Emma tenía pensado asistir, y de ser así, pedir su mano para el vals
—dijo Paul—. Pero ha desaparecido antes de que tuviera ocasión de hablar con ella. —Esbozó una
sonrisita que no ocultaba cierta contrariedad.
—Bueno, tampoco habría servido de mucho que hablarais con ella —dijo Alasdair con
brusquedad—. Aun en el caso de que Emma quisiera bailar un vals, que lo dudo, las normas del
Almack's prohíben que bailéis con ella a menos que alguien os presente como pareja adecuada.
—Oh, eso no lo sabía —dijo Paul encogiéndose de hombros—. Hay tantas normas... tantas
reglas no escritas. La sociedad londinense está llena de obstáculos para un recién llegado.
Alasdair asintió con una sonrisa y se preparó para subir las escaleras, pero se paró antes de
tocar el primer peldaño.
—¿Lord Alasdair?
Se volvió.
—¿Señor Denis?
—Me resulta un poco incómodo decir esto —dijo Paul tocándose los labios con la punta de los
dedos—. Me imagino que no tendréis nada que objetar si pido la mano de lady Emma.
«¡Por encima de mi cadáver!»
Pero eso Alasdair no lo dijo.
—Os sugiero que averigüéis si es Emma la que tiene algo que objetar, señor Denis —dijo con
calma—. Oficialmente, hace tres años que no tiene que rendirle cuentas a nadie, aunque en la
práctica es desde mucho antes; desde la muerte de su padre, en realidad. Su hermano no era muy
estricto. Descubriréis, si es que no lo habéis descubierto ya, que Emma es una persona con las
ideas muy claras. —Se despidió y acabó de subir las escaleras.
Paul echó a caminar arrugando el entrecejo. En un arrebato de inspiración, se le había ocurrido
que quizá Alasdair Chase se opondría a que pidiera la mano de lady Emma. Tenían un pasado
común, habían estado prometidos en matrimonio, era su fideicomisario y la tensión entre ellos era
más que palpable. Pero después también había momentos en que reinaba entre ellos una armonía
perfecta, momentos en los que parecían compartir un código como los que comparten los viejos
amigos... o los antiguos amantes.
Se había percatado de que la muchacha no era ninguna chiquilla inexperta. ¿Se habrían
anticipado ella y lord Alasdair al lecho nupcial?
Si el amante abandonado todavía albergaba sentimientos hacia ella, podría ser muy bien que
no quisiera dar el visto bueno a sus pretendientes. Podría llegar incluso a noquear a alguno de los
aspirantes para malograr un tête-à-tête.
Pero Paul era incapaz de imaginar al elegante lord Alasdair realizando una acción tan burda.
Tampoco había dado muestra alguna de incomodidad en presencia de su víctima. Ni un simple
parpadeo que pudiera corroborar la sospecha de Paul. No, imposible. Habría sido un alivio
encontrar un motivo tan simple como los celos para aquel ataque, pero en el fondo Paul sabía que
la razón era otra. Alguien iba a por él.

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Emma volvió al salón veinte minutos más tarde. Su aparición suscitó miradas de admiración
entre los hombres, miradas envidiosas entre las jóvenes y gestos de disgusto entre sus madres.
—Vais a la última, lady Emma —dijo George Darcy con entusiasmo.
—Desde luego, señora, vais a hacer que las jóvenes se mueran de la envidia —asintió lord
Everard—. ¿Son charreteras?
—Sí, ¿verdad que quedan elegantes? —dijo Emma riendo—. Aunque yo le tengo especial
aprecio al casquete. Me enamoré de él en cuanto lo vi, tenía que quedármelo.
—No todas las mujeres podrían llevarlo —dijo George con gravedad. Al igual que su amigo
Alasdair, era tenido por experto en materia de indumentaria femenina.
—No todas querrían llevarlo —masculló lady Dalrymp levantándose para marcharse.
A María le brillaron los ojos.
—Claro que no, lady Dalrymple, afortunadamente —dijo—. Tendrían que tener el estilo de
Emma para ponérselo.
Emma miró a Alasdair, que parecía estarse divirtiendo, le sonrió. María, a pesar de su carácter
afable, no se lo pensaba dos veces cuando se trataba de defenderla. Alasdair le correspondió con
un guiño que le hizo recordar muchas situaciones pasadas. A veces, cuando era pequeña, ese
simple gesto había bastado para hacerle olvidar alguna preocupación o riña; otras veces había sido
un modo de compartir con ella la diversión que le suscitaban ciertas personas o situaciones que él
consideraba cómicas.
Emma despidió a lady Dalrymple con la más cordial de sus sonrisas. El resto de las visitas no
tardaron en marcharse también.
—Me voy a Richmond con Alasdair, María. ¿No te importa que te deje sola?
—No, por supuesto que no, querida. En caso de que llegaran más visitas, puedo atenderlas yo
sola —dijo María con cierto grado de satisfacción—, aunque no es a mí a quien vienen a ver,
tampoco me hago tantas ilusiones —añadió riendo.
—¡Qué bobadas dices, María! —protestó Emma—. Sabes perfectamente que lady Dalrymple y
las de su ralea no vienen a verme a mí. La mayoría no me soportan.
—Son unos malos bichos —dijo María.
Emma la abrazó.
—Eres una amiga de verdad. Siempre sabes lo que tienes que decir para hacerme sentir bien...
aunque a veces no sea verdad.
—Por Dios, Emma, yo nunca digo mentiras —dijo María escandalizada—. Puedo jurar que
nunca he faltado voluntariamente a la verdad.
—Vuestro afecto hacia Emma, señora, tal vez os haga ver la verdad allí donde no está —dijo
Alasdair con una sonrisa que tenía algo de socarrona.
—Es verdad, soy incapaz de encontrarle defectos a Emma —dijo María con firmeza—. Tampoco
es tan extraño.
—Oh, pero sí para Alasdair —dijo Emma mirándolo—. Alasdair nunca ha dejado de ver ni uno
solo de los defectos de mi carácter. Y nunca ha dejado de señalármelos a la menor ocasión.
Alasdair tiene un concepto de la sinceridad que no admite mentiras piadosas. ¿No es así, Alasdair?
El aludido hizo una reverencia burlesca.

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—No me gusta mentir a mis amistades —dijo—. La verdad, aunque pueda ofender, siempre es
beneficiosa si se dice de buena fe. ¿Nos vamos, pues? —preguntó abriendo la puerta.
Emma no replicó, aunque iba contra sus principios. Se despidió de María con un beso y pasó
por delante de Alasdair diciéndole por encima del hombro:
—¿Por qué eres tan impertinente?
—No era mi intención —dijo él seriamente. Luego su mirada recuperó el buen humor y
añadió—: Párate un segundo y déjame que te vea bien.
Emma se quedó quieta en el descansillo, mirándolo con la cabeza ladeada de modo desafiante.
—¿Qué, señor? —preguntó—. ¿Algo que decir sobre mi ropa de montar?
Alasdair no contestó en seguida. El traje verde esmeralda de Emma estaba diseñado para
acentuar las curvas del busto y la cadera. Recordaba al uniforme de los húsares, con charreteras
en los hombros, galones de oro en las mangas estrechamente abotonadas y alamares en la parte
delantera de la chaqueta. El toque final lo ponía el casquete, alto y con penacho. «Darcy tenía
razón», pensó Alasdair con callada satisfacción; «sólo una mujer con ese cuerpo y ese intachable
sentido del estilo podía llevar ropas tan atrevidas sin pasar por libertina.»
—¿Qué, señor? —repitió Emma—. ¿Te da vergüenza que te vean conmigo?
—Sólo te encuentro un defecto —dijo Alasdair con solemnidad.
—¿Y cuál es, si puede saberse? —preguntó Emma abriendo mucho los ojos. —Date la vuelta.
Emma obedeció, aunque no acababa de saber muy bien por qué.
Alasdair esbozó una sonrisa de aprobación.
—Si lo que pretendes es inflamar la pasión de todos los hombres con los que te cruces, vas a
conseguirlo. Si tu intención era otra, entonces tienes un problema. Uno tiene que asegurarse
siempre de que la ropa que se pone crea la impresión deseada.
Emma se dio la vuelta otra vez sin saber si debía o no todo aquello como un cumplido. Entonces
vio su sonrisa.
—¡No te soporto! —exclamó y bajó las escaleras indignada.
Alasdair la siguió, disfrutando del panorama.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0099

Era una yegua briosa, inquieta y movida.


—Me está poniendo a prueba —manifestó Emma satisfecha con el reto. Tuvo que poner toda
su atención para conseguir que el animal avanzara a paso regular a través del bullicio de
Piccadilly—. ¿Tiene nombre? —preguntó después, cuando creyó tener la yegua algo más
dominada.
—No, que yo sepa —contestó Alasdair, que mantenía su caballo negro cerca de la yegua, listo
para prestar ayuda en caso necesario. Sabía que Emma se enfadaría si él intervenía, pero sabía
también que sus manos eran más fuertes que las de ella y que esa ruana no era la montura típica
de una mujer. Tenía un temperamento muy especial. «Como la dueña», pensó Alasdair
sonriéndose. Seguro que se llevarían bien.
—Entonces la llamaré Swallow —dijo Emma, tirando de las riendas al ver que un semental
bravucón que iba enganchado a un tílburi mostraba interés en su yegua.
El caballero que conducía el tílburi tiró de las riendas blasfemando, y su caballo se espantó, se
encabritó y relinchó asustado.
Llevado por el instinto, Alasdair fue a sujetar las bridas de la yegua por el bocado, pero Emma lo
fulminó con una mirada y él se detuvo y la miró como disculpándose. La joven calmó a la yegua
poniéndole la mano en el cuello y hablándole con afecto, y ésta pasó al trote por delante del
semental haciendo un gesto que, de haber sido humana, habría sido de desdén.
El conductor del tílburi, un caballero vestido con un reluciente chaleco amarillo y un pañuelo de
cuello tan ceñido que apenas le permitía girar la cabeza, devoró a Emma con la mirada cuando
ésta pasó por delante de él e incluso tuvo la desfachatez de ponerse el monóculo para así poder
contemplarla mejor.
—Zafio burgués —exclamó Emma indignada. El hombre se ruborizó y se quitó el monóculo.
—Su caballo... si es tan amable —dijo Alasdair mientras alejaba a Phoenix del semental, que
seguía dando brincos.
El caballero tiró de nuevo de las riendas y el caballo volvió a encabritarse. Alasdair, sin echar la
vista atrás, espoleó a Phoenix para que pasara.
—Tu Swallow tiene mucho carácter, pero está bien enseñada —observó alcanzando a Emma.
—Tiene unos modales extraordinarios —corroboró Emma con entusiasmo—. Tiene un bocado
muy suave.
—Me alegra ver que mi elección te satisface —dijo Alasdair con aire solemne.
Emma soltó una risita. El frescor de aquel día de enero resultaba tonificante y el placer de ir
montando un caballo tan magnífico era embriagador y hacía que la excursión fuera de lo más
placentera.
Nada más llegar a Richmond Park, Alasdair condujo a Phoenix hacia uno de los senderos que
serpenteaban entre los árboles, desviándose de los caminos principales, sobrecargados de
caballos y carruajes.
Emma lo siguió y ambos cabalgaron en amigable silencio hasta que llegaron a un claro del que
partía un camino cubierto de hierba que se perdía entre unos árboles distantes.

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—Adelante —dijo Alasdair a modo de invitación—. Pruébala.


Emma echó un vistazo. La yegua levantó la cabeza y olisqueó el viento. Se movía intranquila
sobre el blando terreno.
—Ventre á terre? —murmuró Emma.
—Adelante, Emma.
Le lanzó a Alasdair una mirada traviesa y espoleó a la yegua, que se lanzó a galope tendido por
el claro.
Alasdair esperó, observándola atentamente. Luego sacudió la cabeza, admirado.
—¡Cielos, eso sí que es montar! —dijo entre dientes. Incitó a Phoenix a seguirlas y el caballo
salió al galope en pos de la ruana.
Emma oyó las pisadas de Phoenix sobre la hierba a su espalda. Se inclinó sobre el cuello de
Swallow y la animó con unas palabras. La yegua aumentó la velocidad. Emma reía y miraba a
Alasdair. Phoenix estaba ya a su altura y ambas monturas corrían a la par.
Alasdair sonrió mostrando sus blancos dientes y un brillo eufórico en los ojos. Galoparon juntos
hasta que Emma notó que la yegua empezaba a cansarse. Tiró de las riendas hasta ponerla a
medio galope y finalmente al trote.
Alasdair también refrenó inmediatamente a Phoenix y ambos trotaron juntos entre las ramas
deshojadas de los robles y las hayas, disfrutando de la calma y la sensación de intimidad, tan
distintas del tráfago de Londres. No podía uno poner el pie en la calle sin que lo criticaran.
Aunque habían pasado tres años desde la última vez que estuvo en Richmond, Emma reconoció
el camino que Alasdair había tomado. En el pasado había sido uno de sus recorridos favoritos,
porque muy poca gente lo frecuentaba. Cuando Ned estaba con ellos, los tres pasaban el día bajo
aquellos árboles, a veces sin ver un alma.
Al darse cuenta de lo solos que estaban y de que no había ni una voz distante que perturbase
aquella calma, Emma reparó en la tensión que empezaba a acumularse en su estómago. Pensó
que estaba adelantando acontecimientos y se ruborizó. Dejó que Swallow se pusiera a medio
galope con la esperanza que el aire fresco le rebajara el color de las mejillas y la ayudara a sofocar
la excitación que parecía querer adueñarse de su cuerpo.
Pero el movimiento de la yegua no ayudaba mucho, más bien lo contrario.
—¿Eh, adonde vas con tanta prisa? —dijo Alasdair alcanzándola.
—Me parece que se va a poner a llover. —Fue la primera excusa que le vino a la cabeza para
justificar su arranque. Mantenía la mirada clavada al frente.
Alasdair escrutó el cielo.
—Creo que tienes razón —dijo indicando una masa de nubes negras—. Está un poco
encapotado por aquí. Lo mejor será que busquemos refugio antes de que empiece la tromba. —
Hizo girar a su caballo y se dirigió hacia los árboles.
Emma lo siguió aliviada. A Swallow no parecían gustarle los árboles. Los miraba con cara de
disgusto y Emma tuvo que decirle muchas lindezas y sujetar las riendas con mano firme para
hacerla avanzar a través de un estrecho sendero flanqueado de álamos.
Salieron de la alameda cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia. Delante de ellos
se alzaba una pequeña loma cubierta de hierba, coronada con una réplica de un templo griego.
Alasdair lo señaló con el látigo.

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—Nos resguardaremos ahí hasta que escampe.


—Si es que escampa —dijo Emma estremeciéndose a causa de una fría ventolera—. No he
pensado en coger la capa.
—Estaremos mejor a cubierto del viento —dijo Alasdair espoleando a Phoenix loma arriba.
Emma comprobó con cierta satisfacción que el frío había apagado sus ardores y fue tras él.
Alasdair rodeó el templo hasta una arboleda. Desmontó y se volvió hacia Emma.
—Desmonta aquí y corre al templo. Yo me ocupo de los caballos. —Levantó las manos para
cogerla por el talle y ayudarla a desmontar de la silla.
A Emma se le puso otra vez la carne de gallina y sus ojos se encontraron un instante. La llama
del deseo era bien visible en los verdes ojos de Alasdair, y a Emma la invadió una sensación de
alivio al saber que no era ella sola la que padecía aquella inquietante exaltación.
—Ve dentro —dijo Alasdair con voz entrecortada.
—Primero me ocuparé de Swallow.
—No, de eso nada —dijo él dándose la vuelta y apoyando las manos sobre sus hombros—.
Apártate del viento. —Intentaba hablar en tono desenfadado, pero la voz seguía temblándole. Le
dio un empujoncito suave y le tocó el trasero con el látigo—. Corre, Emma.
En circunstancias normales, ella habría protestado enérgicamente ante aquella actitud
paternalista, pero se daba cuenta de lo que Alasdair intentaba ocultar... se daba perfecta cuenta.
Sin decir una palabra más, se fue corriendo hacia el templo.
Alasdair resopló. No iba a ser posible seguir con el juego. Él estaba duro como una roca y todo
lo que había hecho había sido rozar su cintura con las manos.
Se giró hacia el caballo esperando fervientemente que el trabajo de soltar las cinchas, atar las
riendas y amarrar los animales acallara el frenesí de la carne. Tuvo que hacer un esfuerzo por
poner la mente en blanco mientras realizaba esas acciones rutinarias, y cuando terminó y estuvo
listo para reunirse con Emma se sentía mucho mejor.
Soltó una caja de cuero cilíndrica de la parte trasera de la silla, se la echó al hombro y corrió a
refugiarse en el templo justo cuando la lluvia empezaba a arreciar.
Emma estaba de pie entre dos columnas, contemplando la vista, viendo caer la lluvia sobre la
extensión de terreno que quedaba detrás de la loma. Cuando llegó Alasdair se dio la vuelta y se
quedó mirando la caja.
—¿Qué traes?
—Provisiones —dijo él dejando la caja sobre un banco de piedra en el interior del pórtico y a
resguardo de la lluvia—. He pensado que no nos vendría mal un refrigerio, así que he traído vino...
queso... pollo frío... pan —dijo colocando las cosas sobre el banco a medida que las iba
mencionando.
Emma, que estaba verdaderamente hambrienta, se acercó con impaciencia. De alguna forma,
aquel modesto festín había conseguido disipar la tensión sexual.
—Has traído hasta copas —dijo fingiendo sorpresa.
—Y servilletas, querida —dijo él sacando unas servilletas de damasco—. Por favor, siéntate —
dijo indicando un extremo del banco. Cuando se hubo sentado, le puso una servilleta en el regazo
con la elegancia propia de un camarero del Pantheon.

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Emma no pudo reprimir una risita. La lluvia tamborileaba en el tejado y se deslizaba hasta el
interior entre los pilares, pero estaban lo bastante adentro para no mojarse, aunque hacía frío y
había poca luz. «Aunque el día esté triste», pensó Emma, «con una copa de vino en una mano y un
muslo de pollo en otra no me sentiré miserable.»
Alasdair se sentó en el extremo contrario del banco, de tal forma que quedaban separados por
la comida. Se sirvió u poco de pan con queso.
—Dime, ¿qué te parece monsieur Denis, nuestro exiliado francés? —preguntó como quien no
quiere la cosa.
—¿Qué debería parecerme? —preguntó Emma, limpiándose los dedos con la servilleta. Tenía
los nervios y los músculos en tensión. ¿Sería esa abrupta pregunta el preludio de la verdad?
—No lo sé. Parece que estás a gusto en su compañía —Alasdair dio un sorbo de vino y la miró
por encima del borde de la copa.
—¿Es eso un crimen?
—No. Pero él es un cazafortunas.
—Lo sé —dijo secamente—. No temas, Alasdair, no sobreestimo mis encantos personales.
—¿Lo dices para que te los recuerde? —preguntó dedicándole una mirada que trasmitía buen
humor y... algo mucho más inquietante.
—Claro que no —dijo ella ruborizándose—. Tengo cosas mejores que hacer que escuchar cómo
me haces cumplidos.
—Oh, no lo sé —dijo él—. Podría hacerte unos cuantos. —Alargó una mano y le tocó la barbilla
con la punta de los dedos. Le aguantó la mirada y sus labios esbozaron una sonrisa—. Por ejemplo:
tienes unos ojos preciosos. Y tu boca adquiere una forma maravillosa en las comisuras. Y los
hoyuelos bajo los pómulos se te marcan casi siempre, por lo que a menudo parece que...
—¡Oh, basta! —interrumpió Emma, apartando la cara de su mano—. ¿Tienes que ser tan
insoportable?
—Querida, ésa no es forma de aceptar cumplidos —dijo él fingiendo seriedad—. Deberías
sonreír, sonrojarte, tal vez fingir una turbada caída de párpados; pero arremeter contra mí como si
te hubiera insultado no es manera.
Emma intentó no sonreír, pero las comisuras de la boca la delataban.
—Eso está mejor —aprobó Alasdair—. Ríete de mí, eso no me ofende.
—Oh, eres un estúpido —sentenció Emma cogiendo de nuevo su copa de vino—. ¿Deja de
llover? Los caballos se van a quedar empapados.
Alasdair pasó por alto ese último comentario. Cogió la copa de Emma y se la quitó de las
manos. Su rostro había perdido la expresión divertida. Se inclinó hacia ella y le tomó la cara entre
las manos. La miraba muy serio, como si quisiera ver en su interior.
Hubo un silencio que parecía eterno. Emma podía oír el latido de su corazón; podía notar la
respiración de Alasdair en la cara. Se sentía como si pisara un suelo de cristal, capaz de res-
quebrajarse en cualquier momento.
Alasdair rompió el silencio.
—¿Y bien, Emma? —dijo suavemente, acariciándole las mejillas con la punta de los dedos.

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¿Qué quería decir con eso? Ella lo sabía. No contestó, se quedó mirándolo a los ojos, a la espera
de ver cuál sería su próximo movimiento.
Alasdair sonrió, parecía turbado.
—¿Qué puedo decir, Emma?
Aliviada y a la vez atemorizada, Emma comprendió que el juego había terminado. Contestó
indirectamente.
—¿Qué hiciste con Paul Denis?
—Oh. —Seguía sonriendo, pero parecía más turbado todavía—. ¿Tengo que decírtelo?
—Sí.
—Está bien: le golpeé en la cabeza con una ninfa de latón.
—¿Qué hiciste qué? —exclamó Emma espantada—. Qué horror, pobre hombre.
—Fue él quien se cruzó en mi camino —dijo Alasdair a modo de disculpa—. No había tiempo
para planes sutiles. —Desplazó los dedos hacia la boca de Emma y le frotó suavemente los labios.
—¿Sabe que le golpeaste?
—Por Dios, espero que no. Entonces tendríamos que batirnos. —Alasdair parecía
verdaderamente asustado ante esa idea—. Las pistolas o las espadas al alba nunca han sido mi
debilidad.
Dado que Alasdair era un gran tirador y un espadachín excelente, Emma no le dio mucha
importancia al comentario.
—Fue una barbaridad —dijo ella.
—Es posible —asintió Alasdair—. Pero no lo soporto. Y temo, cariño, que yo no... que no
estoy... preparado para quedarme indiferente mientras tú tomas a Paul Denis como amante.
Tampoco para ver cómo te casas con un afamado cazafortunas. Por eso... —Se encogió de
brazos—. ¿Qué podía hacer?
—No tienes ningún derecho —dijo Emma con voz entrecortada—. No puedes interferir en mi
vida cuando se te antoje, Alasdair.
—Te equivocas —replicó con un brillo travieso en los ojos—. Lo que hago es en realidad tu
voluntad. —Acercó su boca a la de ella, pero Emma se puso en pie soltando una violenta
exclamación.
Se apartó de él como si no quisiera volver a verlo. Se quedó de pie con la espalda apoyada
contra una columna. A Alasdair le pareció un animal encerrado en una jaula.
Se quedó quieto unos instantes, mirándola fijamente. Cuando se levantó del banco, lo hizo tan
rápidamente que para cuando ella reaccionó ya lo tenía delante. Emma estaba de espaldas a la
columna y no podía moverse, porque Alasdair había apoyado las manos a cada lado de su cabeza.
—No me rehúyas, Emma —dijo suavemente—. Después de lo de anoche, los dos sabemos que
nada ha cambiado entre nosotros.
—¿Es que no lo entiendes? —gritó ella—. Ese es el problema. Estamos condenados, Alasdair.
Nos hacemos daño el uno al otro pese a que nos compenetramos perfectamente en todo...
cuando tocamos... cuando cantamos... cuando hacemos el amor... cuando discutimos... en todo.
Pero al mismo tiempo nos estamos destruyendo.

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—¿Cómo nos hacemos daño? —murmuró él—. ¿Así, quizá? O así... o así... —Mientras decía
esto acercó la boca a su oreja, sus dientes le rozaron el lóbulo y su lengua de deslizó por sus
mejillas, por las comisuras de sus labios.
La rodeó con los brazos y la atrajo con fuerza hacia él, deslizó las manos por su espalda y palpó
impacientemente las curvas que se ocultaban bajo la ropa. Sin darse cuenta Emma se puso de
puntillas. Notaba su erección presionándole el bajo vientre y sentía en las entrañas una debilidad
líquida que le hacía temblar las piernas.
No había tiempo para precauciones ni cautelas, tenían que saciar sus necesidades. En aquel
momento a Emma le habría dado lo mismo que Alasdair fuera el diablo en persona. Era lo que ella
quería. Lo que ella siempre había querido. Tocó con la mano el duro bulto que su erección
formaba en los pantalones, resiguió su forma, lo sintió moverse y ponerse todavía más duro al
contacto de su mano. Gimió de placer y apretó su cuerpo contra el de él.
—Dios, cuánto te he echado de menos —musitó Alasdair. Buscó sus pechos, perfilados por la
estrecha chaqueta. Los apretó entre las manos y Emma volvió a gemir, aunque esta vez con mayor
desesperación.
—¡Jesús, María y José! No podemos hacerlo aquí —dijo él apartándose—. ¡Por el amor de Dios,
mira dónde estamos! —La situación era tan absurda que se le escapó una carcajada—. ¡En un
templo griego bajo la lluvia!
—Sí, pero ¿qué más podemos hacer? ¿Adónde podemos ir? —preguntó Emma, cruzando los
brazos sobre los pechos y con los dientes rechinando tanto de frustración como de frío.
—Conozco un sitio —dijo Alasdair con decisión—. Quédate aquí, traeré los caballos.
—Te vas a empapar.
—En el estado en que me encuentro no puede hacerme mal —contestó con una sonrisa—.
Recoge el picnic. Vuelvo en cinco minutos.
Emma guardó los restos del picnic en la caja de cualquier manera. No sabía si el temblor de las
manos se debía al frío o a la frustración. Tenía la piel fría pero su sangre era caliente como lava
líquida hirviéndole en las venas. Era incapaz de pensar con coherencia; parecía incapaz de pensar
con nada más que las entrañas, era como si no pudiera sentir ninguna otra parte de su cuerpo.
Alasdair volvió con los caballos. Estaban tan empapados que daba pena verlos.
—Vas a mojarte —dijo Alasdair ayudando a Emma a subir a la silla—. Pero no tardaremos más
de quince minutos.
—¿Adónde vamos? —preguntó cogiendo las riendas y notando cómo el agua se le introducía
por la nuca.
—A Richmond —dijo Alasdair ciñendo la caja del picnic, a la silla y montando—. Sígueme. —Se
metió bajo la lluvia y puso a Phoenix al galope. Swallow arrancó tras él y cabalgaron juntos bajo la
lluvia como si estuvieran en plena cacería.
Salieron del parque y en vez de tomar la carretera de Londres, Alasdair hizo girar a su caballo
hacia el pueblo de Richmond, que empezaba a las puertas del parque. Paró frente a una posada
con tejado de paja del centro del pueblo. Le cedió las riendas a Emma y le dijo que se quedara
donde estaba un momento, luego desmontó y entró.
«¿Y ahora qué?» pensó Emma entre escalofríos. En el letrero de la posada había un ganso
verde. El establecimiento era pequeño, pero desde fuera se veía bien cuidado.

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Un muchacho llegó corriendo de la parte de atrás con una chaqueta.


—Yo me encargo de los caballos, señora —dijo—. Entrad.
Emma desmontó, le dio las riendas al muchacho y entró a toda prisa. La puerta se abrió antes
de que ella la tocara, Alasdair la tomó de la mano y la llevó adentro.
—Pobrecilla, entra. Estaremos tranquilos y hay un buen fuego. Eliza ha ido a encender la
chimenea del cuarto.
A Emma le daba vueltas la cabeza. Se encontraban en un cuarto pequeño con revestimiento de
madera separado del bar. Podía oír el rumor de voces procedente del pasadizo que conducía al bar
y oler el humo de las pipas, que formaba una nube azulada bajo las negras vigas.
—¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste? —preguntó inclinándose para calentarse las manos
frente al fuego.
—El ganso verde, ¿es que no has visto el letrero? —Alasdair cogió a Emma de las manos y le
quitó los guantes empapados—. Eliza te prestará un vestido mientras se te seca la ropa.
—¿Quién es Eliza?
—La dueña —dijo Alasdair ligeramente confuso—. ¿A qué vienen tantas preguntas, Emma?
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que me extraña que conozcas tan bien un sitio como éste. No es precisamente un
lugar de paso, ¿no?
Alasdair apretó los labios. Estaba claro adónde quería llegar con aquellas preguntas, pero él no
estaba dispuesto a echar a perder la ocasión. Si quería recuperar lo que en el pasado habían
tenido, tenía que empezar por alguna parte. En vez de contestar, se acercó a una mesa de alas
abatibles donde había una vasija y los ingredientes para preparar un ponche.
—Eliza nos traerá lo necesario para preparar un ponche y yo... Ah, Eliza, ¿está todo listo?
—Sí, lord Alasdair. La habitación está caliente y a punto. —La mujer de pelo cano que acababa
de aparecer saludó a Emma con la cabeza pero evitó mirarla de cerca—. He dejado una bata sobre
la cama para la señorita. Si lo desea, puede dejar la ropa en la puerta y haré que la sequen y la
planchen. Y la vuestra también, lord Alasdair.
—Gracias, Eliza. Nos llevaremos también el ponche —dijo Alasdair yendo hacia la puerta—.
Ven, Emma.
¿A cuántas mujeres habría llevado a aquel nidito de amor? ¿Llevaba sólo a las de moral ligera o
también a las que eran como lady Melrose? ¿Sería ella una más en la larga lista de mujeres que
habían subido aquellas escaleras con Alasdair? Emma se quedó quieta, incapaz de avanzar ni de
retroceder.
—Ven, Emma —repitió Alasdair dándole la mano—. Confía en mí —dijo con delicadeza.
No podía volver a hacerlo. La confianza era algo tan frágil; una vez rota era casi imposible
recuperarla. Jamás podría volver a confiar en Alasdair sin reservas. «Aunque sí puedo divertirme
con él», se dijo Emma. Podía hacer como él. Disfrutar de la pasión conservando intactos alma y
corazón. La noche anterior, y poco antes en el templo griego, se había dejado llevar por la lujuria.
Sabía todo lo que había que saber sobre Alasdair. ¿Por qué iba a ser eso un inconveniente? Había
ido a aquel lugar en busca de pasión, y la tendría.
Lo cogió de la mano y subió las escaleras con él.

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La habitación era pequeña pero estaba limpia y bien iluminada por velas, adornos dorados y el
fuego del hogar. La lluvia tamborileaba contra la ventana, lo que la hacía aún más acogedora.
Emma echó un vistazo a la cama. Estaba cubierta con un edredón y una colcha de colores
alegres. ¿Cuántas mujeres habrían compartido aquel lecho con Alasdair? «¡No!» No permitiría que
esos pensamientos volvieran a distraerla.
—Acércate al fuego —dijo Alasdair conduciéndola a la chimenea. Le sacó el casquete y lo dejó
sobre una silla. El penacho goteaba. Luego le soltó la cabellera, que se le derramó sobre los
hombros. Alasdair enredó las manos en ella y se quedó mirándola—. No dejes que los malos
pensamientos estropeen esto, amor mío —rogó con voz acaramelada—. Sé lo que estás pensando.
Olvídalo. —La besó en la boca—. ¡Te deseo tanto! ¡Te he extrañado tanto!
Emma dejó que sus malos pensamientos se diluyeran en la dulzura de sus labios.
Alasdair empezó a desabotonarle la chaqueta, sus dedos desabrochaban los alamares, cuyas
presillas se habían estrechado por efecto de la lluvia.
—Malditos botones —protestó y al mismo tiempo se dio cuenta de que para quitarle la
chaqueta iba a tener que desabrochar también la hilera de botoncitos de la mangas.
Emma, temblando de impaciencia, dijo:
—¿Por qué no te quitas tu ropa y yo me quito la mía?
Alasdair negó con la cabeza.
—No, quiero desnudarte yo. Tengo que aprender a ser paciente; me conviene. —Desabrochó
las mangas y con un gruñido de satisfacción le quitó la chaqueta; desabrochó también el cuello
almidonado, lo tiró al suelo y empezó a desabotonar la blusa.
—¿Siempre llevas tanta ropa? Me parece que antes no tardábamos tanto.
—A mí también —murmuró Emma—. Tal vez no teníamos tanta prisa... o tal vez —añadió con
picardía— se te daba mejor.
—Dios, eres igual de provocadora que de excitante —dijo Alasdair dejándole los hombros al
descubierto. Cuando los pechos quedaron desnudos respiró hondo con satisfacción. Eran blancos
como la leche, turgentes y tenían una aureola rosada que se alzaba ligeramente más oscura.
Alasdair los acarició suavemente con la punta de los dedos.
—Ya casi me había olvidado de tus magníficos pechos —murmuró rodeándolos con las manos,
sopesándolos y apreciando su tacto aterciopelado. Agachó la cabeza y besó primero uno y
después el otro, rozó los pezones con los dientes; Emma jadeó de placer y echó la cabeza hacia
atrás, dejando al descubierto el blanco cuello.
Alasdair se lo besó ahí donde podía percibirse su pulso acelerado; le lamió y le mordisqueó la
barbilla; ella rió y dejó escapar la tensión acumulada.
Emma recordó que solía hacerle eso. La hacía arder de deseo con sus caricias para después
hacer algo divertido o absurdo, de tal forma que ella no pudiera más que reír y disminuir su grado
de excitación... que inmediatamente después volvía a aumentar con renovado fervor.
Alasdair se apartó de ella sonriendo, recorriendo con los ojos su piel desnuda.
—¿Y ahora? —murmuró cogiéndola por la cintura y subiendo lentamente las manos por los
flancos.
Poco a poco las acercó a la parte trasera de la falda. El cierre se abrió y la falda cayó al suelo.

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—¡Por Satanás y todos los demonios! —exclamó—. Me había olvidado de los malditos
pantalones de montar.
—Y de las botas —apuntó Emma. Llevaba unos pantalones de cuero que en la parte inferior
quedaban dentro de las botas de montar.
Alasdair no hizo caso de la apostilla. Se apartó y se quedó mirándola con unos ojos que
parecían querer devorarla.
—Quizá después de todo no tenga tanta prisa —dijo—. Ponte las manos en la cintura y date
media vuelta, por favor.
Emma lo hizo, la sensual demanda de Alasdair hizo que su vientre volviera a inundarse de
lujuria y que sus entrañas se humedecieran.
Alasdair le puso las manos en las caderas y resiguió su forma con las palmas; luego las bajó
lenta, muy lentamente, hasta acariciarle las nalgas. Emma era consciente de que aquellos
pantalones se las marcaban tan bien como si no los llevara, y en cierto modo se sintió más
desnuda que si no llevara ya nada puesto.
—Un auténtico tesoro —murmuró Alasdair—. Creo que ahora quiero verte del todo. —Le
desabrochó el botón de la cintura y con un movimiento lento y calmoso le deslizó los pantalones
cadera abajo hasta las rodillas.
Se arrodilló detrás de ella sin apartar las manos de las caderas. Le besó las nalgas y después
recorrió con las manos la parte trasera de los muslos. Le besó las corvas y Emma se puso a
temblar, a la espera del paso siguiente, del próximo roce de sus labios, deseando que acabara de
desvestirla y al mismo tiempo dándose cuenta de que estar sólo medio desnuda hacía que las
sensaciones fueran más intensas. Bastaba con una caricia en el lugar apropiado para ponerla al
límite, y ella era consciente de que Alasdair lo sabía.
Todavía de rodillas, hizo que se diera la vuelta. Le besó el blanco vientre, presionó la lengua
contra los huesos de las caderas, introdujo los dedos en el oscuro vello en el vértice de los muslos
y jugó a tirarle de los húmedos rizos.
Emma bajó las manos y comenzó a frotarle la oscura cabellera ensortijada. Los dedos de él
habían penetrado más aún entre sus caderas, toda ella estaba en tensión, suspendida al borde de
la felicidad, a la espera de una gran oleada de placer. Alasdair separó los suaves labios de su sexo
como si fueran pétalos y la ola rompió al fin. Los dedos entraron todavía más y el pulgar empezó a
juguetear con su carne húmeda, que se había endurecido al tocarla. La ola se retiró y volvió a
romper. Emma gritó y se echó hacia delante para hundir la cara entre los cabellos de él en un
intento de ahogar sus salvajes gemidos de placer.
Alasdair la sujetó con fuerza hasta que hubo terminado, y entonces se levantó. Su rostro
reflejaba la tensión y el esfuerzo que había hecho por contenerse; Emma pensó en lo difícil que
debía de haberle sido controlarse todo ese tiempo.
Lo besó agradecida y él, sonriendo, la arrojó sobre la cama.
—Acabemos con esto. —Sacó los pantalones de debajo de las botas y se las quitó lanzándolas
sin contemplaciones por encima del hombro. Le quitó lo que le quedaba de ropa con la misma
brusquedad y por fin la dejó desnuda.
—Ahora déjame que te desnude —murmuró Emma con lánguida voz postorgásmica.
—No hay tiempo —dijo Alasdair sacudiendo la cabeza y quitándose él mismo la ropa—. No
puedo esperar, cariño.

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Emma soltó una risita y se abrió de piernas sobre el edredón.


—Estoy lista.
—Siempre lo estás —dijo él quitándose al mismo tiempo los pantalones y los calzones y
saltando primero sobre una pierna y luego sobre la otra para quitarse las medias.
Era hermoso. Emma paseó la mirada sobre ese cuerpo desnudo y definido. El sexo sobresalía
poderoso debajo de la oscura mata de vello púbico. Emma arqueó el cuerpo, incapaz de seguir
esperando. Cuando Alasdair se tumbó en la cama a su lado, se lo cogió con la mano, deseosa de
devolverle algo del placer que él le había dado.
—No —susurró con voz quebrada y apartándose de ella—. Como me toques, Emma, estoy
perdido. —Se echó sobre ella apoyándose sobre los codos y mirándola a la cara—. Mucho me
temo, cariño, que voy a terminar antes que tú. —La besó en la frente con una sonrisa tímida en la
que estaba reflejada toda su ansiedad.
—Lo dudo mucho —murmuró ella abrazándole la cintura—. Date prisa.
Alasdair rió por lo bajo. Deslizó una mano debajo de sus nalgas y la levantó al tiempo que
penetraba su cuerpo abierto y expectante. Cerró los ojos un instante, sintiendo cómo su sexo se
cerraba en torno a él como una vaina.
—No te muevas —murmuró—. Un movimiento y perderé el poco control que aún tengo de mí.
Emma se quedó quieta, sintiéndolo bien adentro y notando que el pulso palpitante de su carne
la llenaba y se convertía en parte de ella misma. Lo miró a la cara y vio en el rígido gesto de su
boca que estaba pugnando por contener el inminente torbellino. Los músculos de los antebrazos
estaban en tensión y se le marcaban los tendones del cuello. Alasdair abrió los ojos y se encontró
con su mirada. Los ojos le brillaban como esmeraldas.
Emma se abrazó a su cuerpo. Deslizó las manos por sus muslos, subió hasta clavar los dedos en
los fuertes músculos de sus nalgas y lo atrajo contra sí. Al mismo tiempo, levantó las caderas para
salir al encuentro de la profunda embestida de su cuerpo.
El cuerpo de Emma se convulsionó y Alasdair echó la cabeza hacia atrás con un gemido
apagado. Salió de ella y escupió su cálida simiente sobre los muslos y el vientre de Emma para
después desplomarse sobre ella y entrelazar sus brazos.
Durante un buen rato lo único que se oyó fue la respiración profunda y entrecortada de ambos.
Luego Alasdair se apartó y posó una mano sobre los húmedos rizos del vello púbico de Emma. Se
dio un cuarto de vuelta apoyándose sobre el codo y la miró a la cara. Poco a poco logró dibujar
una sonrisa.
—En una cosa tenías razón, Emma. Nos compenetramos muy pero que muy bien. —Bajó la
cabeza y le besó la frente y en la raíz del cabello, saboreando el rocío salado de su sudor—.
¿Quieres que intentemos arreglar las cosas, cariño?
Emma se quedó en silencio, pero levantó una mano y le dio un golpecito en la mejilla.
—¿Eso es un sí? —preguntó Alasdair intentando, sin éxito, disimular cierta desilusión.
—No es un no —dijo ella.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1100

— Emma, cariño, me tenías tan preocupada. ¿Dónde has estado? —María, que llevaba un
vestido de noche de seda de color lavanda y un gorro de tela plisada, salió corriendo del salón en
cuanto oyó entrar a Emma. Ya había oscurecido y la lluvia no había amainado. Alasdair había
alquilado un calesín en Richmond para que Emma volviera a casa; él había vuelto a caballo con
Swallow.
—Nos cogió la lluvia —dijo Emma—. Tuvimos que buscar refugio en Richmond.
—¡Mira qué ropa! —dijo María haciendo aspavientos—. ¡Está totalmente arrugada!
«La verdad es que Eliza no ha sido demasiado cuidadosa», pensó Emma con resignación ante su
ropa de montar hecha un verdadero desastre.
—Estaba empapada. Pero Tilda lo arreglará —dijo—. ¿Has retrasado la cena? Sólo necesito
media hora para cambiarme. —Fue hacia las escaleras; por alguna razón le costaba mirar a María a
los ojos.
—Tal vez deberíamos quedarnos en casa esta noche —sugirió María dubitativamente—.
Después de este mal rato, lo que menos te conviene es exponerte a que te coja un catarro.
—¿Desde cuándo se considera que el quedarse atrapado bajo la lluvia sea pasar un mal rato? —
dijo Emma en tono de burla mientras subía las escaleras, y añadió por encima del hombro—: Creo
que tomaré un baño para entrar en calor. Bajo en media hora.
María no acababa de creérselo, aunque Emma podía ser veloz como un huracán cuando
convenía. Para curarse en salud, le ordenó a Harris que retrasara la cena una hora. Aun así,
tendrían tiempo de sobra para llegar a Almack's antes de las once, la hora límite para los más
rezagados.
«Ni siquiera el príncipe de Gales habría osado contravenir una regla tan estricta. Aunque en
cualquier caso tampoco es probable que haga acto de presencia en Almack's», pensó María
regresando al salón. Bailes, y no cartas, era lo que ofrecía Almack's, y además el refrigerio no era
de los que complacen a la gente glotona y aficionada a la bebida.
Tilda se lamentaba de ver el estado en que había quedado la ropa de montar y los lacayos
subían jarras de agua caliente para el baño de Emma.
Emma se quitó la ropa suspirando de alivio y se metió en la bañera de cobre. El agua caliente le
mojó la piel y poco a poco fue deshaciéndose del cansancio provocado por aquella larga tarde de
correrías.
Sonrió como si soñara despierta mientras frotaba con las manos una pastilla de jabón con
aroma de verbena. Cuánto había echado de menos esa deliciosa languidez, esa sensación de que
todas y cada una de las partes de su cuerpo habían sido tocadas por la pasión. Se sentía suave,
abierta y radiante, y no pensaba echar a perder aquella sensación preguntándose en qué acabaría
derivando todo aquello.
—El vestido de crepé verde, Tilda —dijo—. El de la enagua blanca. —Se levantó goteando de la
bañera y cogió la toalla que Tilda le había acercado. Podía oler la delicada fragancia del jabón
sobre su piel y seguía sintiendo el cuerpo de Alasdair pegado al suyo. Tiempo atrás ya había
notado que su piel y sus músculos parecían tener memoria propia.

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—Creo que deberíais poneros el chal con estampado de cachemira, lady Emma —dijo Tilda
mientras frotaba pomada en los bucles de su señora hasta dejarlos brillantes como oro bruñido—.
Los tonos verdes y dorados combinan bien con el vestido.
Emma mostró su aprobación con un movimiento de cabeza. Se puso unas medias de seda, unos
zapatos verdes y tres collares de perlas. Se los había regalado Ned al cumplir veintiún años. Los
pendientes de perlas a conjunto eran un regalo de Alasdair.
Llamaron a la puerta de la habitación y Tilda fue a abrir.
—Oh, qué ramillete tan bonito, señora —dijo cogiéndolo de manos del lacayo que lo había
traído—. Rosas blancas. Quedarán divinas con el vestido. Deberíamos prenderlas a los guantes.
Acercó el ramillete a Emma. Tres rosas blancas y perfectas atadas con una cinta plateada.
Elegantes y delicadas. «¿Qué otra cosa podía esperarse de Alasdair?», pensó Emma sonriendo y
abriendo la tarjetita.

«Ma belle, llevadlas y me haréis el más feliz de los hombres.


Vuestro más leal servidor, Paul.»

—Oh —dijo Emma frunciendo la nariz sin darse cuenta. Las flores eran delicadas, pero el
mensaje era presuntuoso. ¿Le había dado ella motivos para tanto optimismo? Siendo sincera
consigo misma tenía que reconocer que tal vez sus flirteos justificaban las esperanzas de Paul.
Ahora tendría que truncarlas. Algo de lo más desagradable y que la haría quedar como una
coqueta y una frívola, a menos que se le ocurriera alguna idea para salvar la situación.
—No, no me las pondré, Tilda —dijo cuando la doncella estaba a punto de prender el ramillete
a los guantes.
—¡Oh, pero lady Emma! —protestó Tilda.
—Son muy bonitas —contestó Emma—. Pero voy a ponerme los brazaletes de oro de mi madre
—dijo abriendo el joyero.
Tilda parecía extrañada, pero dejó el ramillete sobre el tocador y fue a buscar el chal. Lo puso
sobre los hombros de Emma y retrocedió unos pasos para ver el efecto.
—Muy moderna, lady Emma —dijo satisfecha mientras ajustaba el cordón de borlas que ceñía
el vestido por debajo del busto.
Emma sonreía sin prestar atención. Le daba un poco de miedo desilusionar a Paul Denis, sobre
todo en presencia de Alasdair, que ya había dicho que iría a Almack's; sería verdaderamente difícil
estar en compañía de ambos sin pensar en la ninfa de latón.
Era probable que la historia de la agresión sufrida por el exiliado estuviera ya en boca de toda la
ciudad. Seguramente Paul le habría mencionado el incidente al duque de Devizes, dado que había
tenido lugar en su casa. Pero entonces recordó que cuando por la mañana había hablado con Paul,
mintiendo acerca de su regreso al jardín de invierno, él sólo había dicho que la había estado
esperando «una eternidad». ¿Por qué no le había dicho nada de la agresión? Habría sido lo más
natural.
¿Orgullo, tal vez? Quizá no estuviera dispuesto a admitir que había sufrido un ataque tan
ignominioso. Parecía ser la única respuesta, y además era plausible. Paul Denis no querría
convertirse en el hazmerreír de la alta sociedad. Se habría convertido en el blanco de sus

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maliciosas burlas... La alta sociedad disfruta ridiculizando cualquier escándalo, aunque sea una
desgracia.
Bajó las escaleras pensativa. María revoloteaba alrededor de ella, sufriendo por las posibles
consecuencias de su exposición a los elementos.
—¿Estás segura, querida, que no quieres tomarte un poco de polvos del doctor Bennett? Para
que no te coja una amigdalitis... La amigdalitis es terrible, cariño. No hay nada peor que un dolor
de garganta.
—Es peor que la viruela y el tifus —bromeó Emma.
—Oh, no, claro que no... pero ya sabes lo que quiero decir.
—No sufras tanto —dijo Emma con una sonrisa afectuosa—. Venga, vamos a comer, me muero
de hambre. —Parecía que habían transcurrido siglos desde el picnic en el templo griego, y el
ponche de brandy que Alasdair había preparado en El ganso Verde apenas había mitigado su
apetito, aunque gracias a él no había pasado frío durante el camino de vuelta a casa.
María se tranquilizó un poco al oír esto. El apetito era sinónimo de buena salud.
Se disponían a sentarse a la mesa cuando Emma oyó una voz en el vestíbulo. Se quedó quieta,
con la mano sobre el respaldo de la silla.
—Es Alasdair, qué sorpresa —dijo María extrañada—. Me imagino que habrá venido a cenar.
—Si lo invitan —dijo Alasdair alegremente desde la puerta—. Acabo de dejar a Swallow en el
establo. Sam dice que un puré de salvado evitará que la lluvia le perjudique la salud. Pensé que te
gustaría saberlo, Emma.
Sonrió con el aire complacido de quien sabe que ha hecho un buen servicio y observó lo que
había en la mesa.
—Si eso de ahí es pato de Aylesbury, con mucho gusto me quedaré a cenar. Después os
acompañaré a ambas a King Street.
Iba vestido con la ropa que exigía la etiqueta de Almack's. Emma siempre había pensado que
los bombachos de satén negro con chaleco blanco, medias rayadas y chaqueta entallada de faldón
largo realzaban su esbelta figura. Y lo que veía la confirmaba en su opinión. Pensó que Alasdair
tenía el aspecto elegante y ágil de una pantera. Discreto y a la vez rodeado de un aura de poder
controlado.
—Os traeré un cubierto, señor —dijo Harris chasqueando los dedos, y un lacayo apareció a toda
prisa y se puso a preparar el servicio.
Alasdair apartó la silla de Emma para ayudarla a sentarse. Al adelantarla, le rozó los hombros
con las manos. Sintió su estremecimiento y le apretó suavemente la nuca un instante antes de
rodear la mesa para ocupar su sitio.
Miró la botella de vino que estaba sobre el mueble aparador.
—¿Un poco de burdeos con la cena, Emma?
—¿Saco el borgoña, señor? —preguntó Harris.
—¿Queda del noventa y nueve? ¿Del que le mandaron a lord Edward por su mayoría de edad?
—preguntó Alasdair.
—Hay seis botellas, señor. Iré a la bodega a buscar una —dijo Harris, y se dirigió hacia la puerta.

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Emma frunció el ceño. Aquella era su casa, y Harris debía haberse dirigido a ella. Pero es difícil
olvidar viejas costumbres, y obviamente el mayordomo seguía viendo a Alasdair como uno más de
la familia y lo trataba con tanta deferencia como si fuera el propio Ned.
Alasdair la miró y se fijó en su expresión.
—Oh —dijo con una sonrisita compungida—. ¿Me he extralimitado?
—Los caballeros son mucho más peritos que las damas en materia de vinos —dijo María
conciliadora—. Emma no tiene nada que objetar a que vos escojáis el vino.
—Eso son bobadas, María —protestó Emma—. Eres una anticuada. Sé tanto sobre vinos como
Alasdair.
—No me extrañaría —se apresuró a decir Alasdair—. Todo lo que sabes te lo enseñamos Ned y
yo. Aunque por lo que veo has olvidado alguna de las lecciones básicas —añadió sacudiendo la
cabeza en señal de reprobación.
Antes de que Emma tuviera tiempo de protestar, María habló.
—Bueno, en honor a la verdad, Emma, hay que decir que tú eres una jovencita fuera de lo
común —admitió—. Pero en general, prefiero dejar esta clase de decisiones en las capaces manos
de los caballeros. Alasdair, servíos pato. Creo que las setas a la parrilla también serán de vuestro
agrado.
Alasdair se sirvió. Harris volvió con dos de las botellas de borgoña de Ned y se puso a
escanciarlo con solemnidad.
—Oh, para mí sólo un poco, gracias —dijo María—. El borgoña lo encuentro un poco fuerte.
—Harris, sírvele a la señorita Witherspoon una copa de burdeos —ordenó Emma, lanzándole a
Alasdair una mirada penetrante—. A la señorita Witherspoon podría cogerle dolor de cabeza con
el borgoña.
—Ah, esto lo explica todo —dijo Alasdair aliviado—. Tenía miedo de que hubieras perdido tu
paladar, Emma. El burdeos es bueno para tomar antes de la cena, pero no con la comida. —Le
lanzó una sonrisa benevolente por encima del borde de la copa.
La ponía de los nervios. Era imposible conseguir que Alasdair perdiera su temple, y esos aires de
familiaridad, esa serenidad tan absoluta, hacían que fuera imposible enfadarse con él, además de
que se corría el riesgo de quedar como un simple. Emma se sirvió una porción de pastel de añojo,
pensando con repentina añoranza que sólo faltaba Ned a la mesa para que todo fuera como
antaño. Podía oír su voz, sus bromas, tan amables comparadas con el cáustico ingenio de Alasdair.
Podía oír su risa, de timbre tan sonoro si se comparaba con la risa ligera, melosa, de Alasdair.
Levantó la vista y se encontró con que Alasdair la miraba fijamente. Sabía lo que estaba
pensando. Sus ojos transmitían compasión y añoranza... También él sentía la pérdida de Ned.
Seguro que le habría hecho feliz saber lo que había ocurrido entre ellos. Se habría felicitado a sí
mismo por haber tejido un plan tan astuto. Pero ¿podría entender que ella no tuviera más
intención de casarse con Alasdair que el día que lo había dejado plantado frente al altar, tres años
atrás?
María, aparentemente ajena a la melancolía que de pronto había invadido la mesa, contaba
chismes con una voz serena que hacía más perceptible aún el silencio de los otros dos comensales.
Al rato, Alasdair hizo un comentario y ambos se pusieron a hablar, dejando a Emma con sus
propios pensamientos hasta que también ella logró reponerse y sumarse a la conversación.

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No le molestaba el hecho de pasar la velada en medio de una multitud. Sus pensamientos


podían seguir su propio curso aun cuando ella estuviera mezclada en una de esas charlas que
pasaban por conversaciones en esa clase de actos sociales. Alasdair y ella bailarían un par de
piezas, no más, de lo contrario vulnerarían una de las reglas no escritas del club, y si Paul Denis se
ofendiera con ella por no llevar sus flores, no tendría ningún derecho a expresarlo.
—¿Por qué estás tan preocupada? —preguntó tranquilamente Alasdair mientras la ayudaba a
ponerse la capa en el vestíbulo, ya después de cenar.
Ella le lanzó una sonrisa fugaz y respondió con la misma tranquilidad.
—¿Te parece que no tengo motivos?
—Entonces supongo que es una preocupación grata —respondió guiñando un ojo. No le parecía
que las preocupaciones de Emma pudieran ser muy serias.
Emma se encogió de hombros y salió a la calle, donde les esperaba el carruaje. Había dejado de
llover y la luna se asomaba a ratos entre las nubes.
Paul Denis tuvo la poca elegancia de ser de los primeros en presentarse en el club. Las
patrocinadoras lo habían saludado y le habían presentado a varias doncellas que aguardaban
pacientemente sentadas a lo largo de la pared, a la espera de pareja. Pero su atención estaba fija
en la puerta, pendiente de la aparición de Emma Beaumont. En el bolsillo llevaba un frasquito con
suficiente láudano para sumir en un sueño profundo a alguien el doble de corpulento que lady
Emma. Tenía pensado administrarle el bebedizo hacia el final de la velada.
El refrigerio fue parco por no decir exiguo: té, sirope y limonada, pero tenía la esperanza de que
el baile le diera sed a la muchacha. Lo más natural sería que él le procurara una bebida hacia el
final de la velada, con lo que no sería difícil verter en ella el láudano.
Emma volvería a casa en su carruaje. María la pondría en la cama. Permanecería dormida
pasara lo que pasara, incluso si hacía falta raptarla. Era de esperar que no fuera necesario. Sería
muy desagradable, y aunque sobreviviera al interrogatorio, no podían permitirse dejarla con vida.
No es que Paul fuera contrario al asesinato, o al homicidio, como él prefería llamarlo, pero por
regla general se decantaba por soluciones menos expeditivas.
Mantenía una aburrida conversación con una muchacha muy joven y muy callada cuando lady
Emma hizo su aparición en la sala. En seguida se fijó en que no llevaba sus flores y la bilis se le
subió a la boca. Aquello era un insulto premeditado. No había otra forma de interpretarlo. Paul se
había decidido por las rosas blancas porque iban a juego con cualquier color, con lo cual no había
ninguna razón para no ponérselas. De hecho, no esperaba que ella pusiera reparos de ningún tipo.
El ramillete formaba parte del ritual del cortejo. Él la había estado cortejando, y ella no se había
mostrado esquiva, en realidad, al contrario.
La rabia aumentó cuando vio que la acompañaba lord Alasdair, pero no dio signos de agitación
al excusarse ante la joven y atravesar la sala, llena ya de gente. Se inclinó ante Emma sonriendo
con aire melancólico.
—Señora, estoy desolado —murmuró llevándose la mano de Emma a los labios—. Esperaba
que mi humilde presente fuera de vuestro agrado.
—Era muy bonito, señor —dijo Emma sonriendo. Retiró la mano, pues él no daba la impresión
de querer soltarla—. De hecho, lo he encontrado tan delicado que no he querido ponérmelo para
que las flores no se marchitaran con este calor. Las he puesto en un lugar privilegiado de mi

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tocador. —Dirigiéndose a María le explicó—: El señor Denis me ha enviado un ramillete de rosas


blancas precioso, María. Tienes que verlas cuando volvamos a casa.
Alasdair tardó un momento en darse cuenta de que tenía el ceño fruncido. Cuando reparó en
ello, suavizó su expresión y recuperó su habitual aspecto de indiferencia.
—Con estos gestos tan elegantes, nos ponéis en evidencia a lo demás, señor Denis.
Paul sonrió fugazmente, pero su mirada era seria. El retintín irónico de Alasdair era
inconfundible.
—¿Me concedéis el honor, lady Emma? —preguntó indicando a la pista de baile, donde un
grupo se preparaba para el cotillón—. ¿O debe proponerme alguien como pareja? —Rió—. Me
confunden tantas normas no escritas.
Emma le tocó el brazo con la mano.
—Sólo para el vals, señor. Y hoy no voy a bailar ningún vals. —Sonrió, pero había gravedad en
su mirada. Tenía que dejar las cosas claras lo antes posible. Alasdair estaba un poco hostil. ¡Era de
esperar que no hubiera ninfas de latón a mano!
Paul se la llevó al grupo. Alasdair los fulminó con la mirada.
—Alasdair, permíteme que te presente a una señorita encantadora —dijo lady Jersey,
abordándolo sin darle opción de escapar—. La nieta de Bedford. Es nueva en la ciudad, pero se
conduce como una dama.
—Quieres decir que es una insulsa —espetó Alasdair—. Me das pena, Sally.
Sally Jersey se quedó mirándolo con ojos muy brillantes. Alasdair era uno de sus favoritos.
—Si la oferta no es de tu agrado, págalo con quien tienes que pagarlo —dijo mirando a Emma y
a Paul.
—Créeme que lo intento, Sally —dijo Alasdair. Suspiró—, ¡Pero ni una palabra! Huirá de mí
como un venado de los perros si esto se sabe.
—Oh, ya me conoces, Alasdair. Soy una tumba —dijo Sally sonriendo. Alasdair enarcó una ceja.
A Sally Jersey la llamaban la «Silenciosa» por su incapacidad para mantener la boca cerrada.
—¿Con cuál de estas debutantes habías pensado emparejarme? —preguntó poniéndose el
monóculo para examinar la sala.
—La del tul rosa.
Alasdair se encogió de hombros.
—Me lo temía. ¿Por qué una pelirroja se viste de rosa?
—Evidentemente no tiene la suerte de contar con un asesor como tú —dijo Sally con acritud—.
Ahora no seas ingrato sólo porque Emma haya preferido a ese francés encantador. —Tomó a
Alasdair por el brazo y lo condujo al lugar donde la joven de rosa estaba sentada junto a su madre.
Los pasos del cotillón eran lo bastante complicados para imposibilitar cualquier conato de
contacto prolongado o de conversación, y Emma se contentó con intercambiar frases sueltas con
su compañero cuando el baile se lo permitía. Pero cuando los músicos dejaron los instrumentos,
dijo:
—¿Podríais traerme un vaso de limonada, señor? Quisiera descansar durante el siguiente baile.
—Permitidme que os acompañe hasta la silla —dijo Paul conduciéndola a un rincón solitario
cerca de un tiesto con una palma—. Vuelvo en un minuto.

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Emma se sentó en una silla baja con dorados y desplegó su abanico. La conversación se
auguraba incómoda, pero ella no era de las que eludía las situaciones incómodas cuando el deber
lo exigía.
Paul volvió a los pocos minutos con un vaso de limonada. Se lo dio y acercó otra silla. Había
cambiado de idea; Emma bebería la pócima en ese mismo momento. Empezaría a encontrarse mal
y habría que llevarla a casa. Habría más expectación de lo deseable, pero no estaba dispuesto a
perder aquella oportunidad a la vista de lo que presentía que podía ocurrir.
Emma bajó el vaso y lo sostuvo sobre el regazo.
—Señor Denis, temo que os hayáis hecho de mí una idea equivocada. Yo no... no estoy
buscando marido —dijo sin rodeos—. El recuerdo de la muerte de mi hermano es todavía
demasiado reciente para que yo... yo... —Tomó un trago de limonada—. Creía que podría
superarlo, pero me parece que no.
—Vuestra sinceridad os honra —dijo él con gravedad—. ¿Me permitiréis, no obstante, que sea
vuestro amigo?
—Tengo muchos amigos, señor —dijo sonriendo. Estaba siendo más fácil de lo que había
imaginado. Paul estaba mostrando un comportamiento irreprochable, mucho más de lo que ella
merecía—. Será un honor contaros entre ellos. —Se llevó el vaso de nuevo a los labios.
Paul sonrió y la miró mientras bebía.
—Señor Denis. —Era la princesa Esterhazy, vestida de seda amarilla con unas cintas de color
turquesa—. Ah, lady Emma —añadió sonriendo con frialdad—. ¿Me permitís que os robe un
minuto al señor Denis? Hay alguien a quien quiero que conozca, una sobrina de la tía abuela de mi
esposo. Seguro que la reconoceréis, señor Denis, pues es vuestra pariente lejana. —Se llevó al
caballero antes de que éste pudiera poner reparos.
Emma bebió un poco más de limonada. Vio que el duque de Clarence se acercaba a ella muy
decidido. Tenía los ojos inyectados en sangre y la nariz algo colorada, resultado seguramente de
una buena cena y abundante vino. Emma bajó el vaso, pensando en la manera de evitar el
encuentro. Se levantó de la silla con la intención de retirarse al cuarto de baño pero el duque le
dirigió un sonoro saludo.
—Ah, lady Emma, no huyáis. Tenía muchas ganas de hablar con vos. —Se acercó sonriendo y
ensayando una torpe reverencia—. Sentaos, sentaos, querida —dijo indicando con aparatosos
gestos la silla de la que Emma acababa de levantarse—. Me sentaré a vuestro lado. —Se acomodó
en la silla de al lado—. Me temo que no soy un gran bailarín —dijo sacudiendo la cabeza y
marcando el ritmo con la mano sobre la pernera satinada—, pero me gusta la música. Cosa de
familia, ¿sabéis? A mi hermano, el príncipe de Gales, le gusta toda clase de música, es todo un
mecenas. Ya he perdido la cuenta de los músicos a los que ha tomado bajo su protección.
Emma murmuró algo adecuado al caso y volvió a la limonada.
—Me han dicho que vos también sois toda un virtuosa, lady Emma —dijo el duque—. Seguro
que os gustaría tener vuestra propia sala de música, y maestros y esas cosas. Y buenos
instrumentos. —Sacudió de nuevo la cabeza—. Conmigo os lo podréis permitir... Oh, sí, ya lo creo
que sí.
Emma no sabía cómo reaccionar. El duque actuaba como si estuvieran prometidos y de camino
al altar. Emma creía que no había habido petición formal, por lo menos ella no había sido
consciente de ello. Bajó el vaso y con voz firme dijo:

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—Tengo una sala de música excelente en mi casa de Mount Street, señor. Con ella me basta y
no necesito otra para nada.
—Ah... ah... —El duque parecía algo desconcertado—. Tal vez podríamos llegar a un acuerdo,
querida. Emma desplegó su abanico.
—Perdonadme, señor, pero creo que no acabo de entenderos —dijo levantándose de la silla—.
Os ruego que me disculpéis, pero debo retirarme un minuto. Si me excusáis... —Hizo una
reverencia y se alejó a toda prisa, dejando al real personaje rascándose la cabeza y preguntándose
si acaso no se había expresado con la debida claridad. Le había propuesto matrimonio, no una
relación esporádica.
Emma fue al cuarto de baño con la intención de esconderse ahí hasta que pudiera irse a casa
sin llamar la atención. Se sentía acosada por todas partes. Los baños estaban vacíos, a excepción
de unas pocas encargadas. Entró en uno de los retretes dando gracias por haber encontrado
tranquilidad al fin.
No duró mucho.
Se oyeron unas voces. Emma reconoció en seguida la de lady Melrose, que era potente y aguda,
como si estuviera enfadada por algo.
—Alasdair dice que pretende dejarse ver por ahí con un cabriolé de carreras —dijo—. Dice que
es tan vulgar como Letty Lade. Arma un escándalo como pocos se recuerdan y ahora vuelve a la
ciudad para echarnos a la cara su fortuna y confiando en que todos los hombres se postren a sus
pies.
—Clarence ha estado rondándola —dijo lady Bellingham—. Aunque era de esperar.
—Si lo que quiere es un título nobiliario, no hay mejor camino —comentó lady Melrose con
malicia—. A menos que, claro, pique alto y vaya a por el príncipe de Gales.
A Emma le hervía la sangre pero siguió escuchando.
—Parece que últimamente lord Alasdair también la ronda —dijo una mujer cuya voz Emma no
supo reconocer—. ¡De perdidos al río! —Bajó un poco la voz y añadió con maldad—: Aunque
seguro que a ti eso no te preocupa, querida Julia.
—Las cosas que Alasdair dice de Emma Beaumont hay que oírlas para creerlas —se apresuró a
decir Julia Melrose—. Si es su administrador, es por obligación. —Soltó una sonora carcajada, pero
parecía lejana, como si se alejara—. Creedme, amigas mías, Alasdair no ve el momento de que
Emma encuentre marido para sacudírsela de encima.
Hubo un breve silencio; luego lady Bellingham dijo:
—Me parece que nuestra querida Julia hace tiempo que espera a que lord Alasdair abra los
ojos.
—Oh, ése no se casará nunca con Julia —dijo la otra mujer—. ¿Y, de todos modos, para qué iba
a hacerlo si a ella le falta tiempo para darle lo que él desea sin anillos de por medio? —Las dos
mujeres rieron estrepitosamente, algo que sólo podían permitirse hacer en la intimidad del cuarto
de baño. Las risas y las voces se apagaron en cuanto se fueron detrás de lady Melrose.
Emma salió del retrete, lívida de rabia. De modo que Alasdair había estado hablando con lady
Melrose. Le había hablado a su amante sobre el cabriolé de carreras. Le había dicho que no veía la
hora de sacudirse de encima todas sus responsabilidades hacia ella. ¿Qué más le habría contado?

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¿Le habría dicho cómo hacía el amor? ¿La habría comparado con su amante? ¿Con todas sus otras
amantes?
Sintió un vahído y se sentó sobre un taburete que había enfrente del espejo. Tenía la cara
pálida y la cabeza le daba vueltas.
—¿Os encontráis mal, señora? —preguntó preocupada una de las encargadas.
—¿Podría traerme un vaso de agua, por favor? —Parecía hacer mucho calor en el cuarto de
baño y sintió un extraño peso, en la nuca.
Emma cogió el vaso que la encargada le había traído y se lo pasó por la frente. Sintió algo de
mejora en el cuerpo, pero no en el espíritu. ¿Cómo se atrevía a hablar de ella con su amante?
Aquello era lo último. Podía aceptar que hubiera otras mujeres en su vida. Sabía que nunca
volvería a confiar en él, pero de algún modo se había hecho a la idea de que podría aprovechar las
partes buenas de su relación sin arriesgarse a salir malparada. Hasta entonces.
El mero pensamiento de que hablara sobre ella con otra mujer la hacía bullir de ira. Se bebió el
agua y poco a poco se puso en pie y se arregló la falda. Toda la alegría de aquel día había quedado
en nada; acababa de desvanecerse hasta el último pedazo de placer y plenitud. Se sentía como si
la hubiesen vaciado, como si le hubiesen arrebatado todas las emociones menos la rabia y la
frustración.
Salió del cuarto de baño y al hacerlo la asaltó un fuerte olor a perfume y a calor humano. Hasta
la música parecía sonar insólitamente fuerte. Apoyó una mano en la pared para conservar el
equilibrio.
—¿Emma, qué tienes? Estás blanca como un fantasma —dijo Alasdair emergiendo entre la
niebla que le nublaba la vista.
Ella se frotó los ojos para aclararse la vista, pero no sirvió de nada.
—Estoy mareada —dijo al oír su voz lastimera y casi aniñada. No quería estar cerca de Alasdair,
pero en ese momento no tenía fuerzas ni para rechazarlo.
Alasdair fue a buscar a María, llamó al carruaje, la abrigó con la capa y la ayudó a subir al coche
en un lapso de tiempo que a Emma se le antojó muy corto. Se echó en el asiento con los ojos
cerrados, durmiéndose y despertándose por momentos.
—Sabía que era mejor no salir esta noche —le dijo María a Alasdair mientras éste la ayudaba a
subir también a ella—. Después de la tormenta... Espero que no sea amigdalitis.
—Emma no se ha puesto enferma casi nunca —dijo Alasdair, pero no podía ocultar que
también él estaba preocupado; además, de algún modo se sentía responsable de que Emma se
hubiera empapado aquella tarde. Era un sentimiento ridículo, por supuesto; él nada podía hacer
contra el tiempo. Y sin embargo, lo sentía.
—Hacedme saber qué tal pasa la noche —le dijo a María mientras ésta tomaba asiento frente a
Emma—. Y no dudéis en llamar al doctor Baillie.
—Lo mandaré llamar a media noche, si es necesario. —dijo María inclinándose para tocarle la
frente a Emma—. Parece que no tiene fiebre. Creo que se ha dormido.
Alasdair cerró la puerta y le hizo una señal al cochero para que arrancara. Se quedó mirando el
coche con el ceño fruncido. «Dormida.» ¿Cómo podía quedarse dormida en medio de un baile? A
no ser, claro, que fuera síntoma de alguna enfermedad. Pensó en el tifus y se estremeció.

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No le apetecía lo más mínimo volver a entrar en Almack's, de modo que caminó hacia St. James
Street con la esperanza de que unas partidas de macao en Watiers le servirían para distraerse. En
esos momentos no podía hacer nada por Emma, y ponerse nervioso tampoco iba a servirle de
nada.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1111

Paul Denis volvió al salón de baile mientras Emma y sus acompañantes desaparecían
escaleras abajo en dirección a la calle. Tenía en los labios una fina sonrisa. Emma dormiría durante
las doce horas siguientes. Esperaría a primera hora de la madrugada para irrumpir en la casa con
Luiz. Para entonces, el servicio estaría durmiendo y las calles, vacías.
Antes del mediodía siguiente, habría obtenido la información que necesitaba... de una forma o
de otra.
Cuando el reloj dio la una, se marchó de Almack's y caminó a paso ligero hacia Half Moon
Street. Las calles estaban mojadas y brillaban bajo la luz de la luna; allá donde terminaban las
aceras, empezaba el barro.
Luiz ya estaba esperándole.
—Llegas a tiempo, Paolo. Tengo la soga y la mordaza... y una palanca. Si no podemos forzar la
puerta del jardín, tendremos que romper el cristal. También hay melaza y papel —dijo indicando el
maletín que había sobre la mesa.
—Bien. Le he dado a la muchacha una buena dosis de láudano. Suficiente para derribar a un
caballo. Dudo de que se despierte antes de media mañana —dijo Paul quitándose el traje.
—¿Se lo tomó sin problemas?
Paul soltó una risita burlona mientras se ponía unos pantalones oscuros.
—Se durmió antes de marcharse de ese ridículo local. Menudo aburrimiento. Ni bebida, ni
cartas, sólo un atajo de mujeronas acatando absurdas reglas. Créeme, Luiz, no voy a echar de
menos este condenado país. Sus habitantes o están locos ó son unos granujas.
Metió los brazos en una chaqueta oscura y se la abotonó; hasta el cuello, de modo que no se le
viera la camisa blanca. Se puso unos finos guantes negros y se los ajustó bien a la forma de los
dedos.
Había algo inefablemente siniestro en su forma de flexionar los dedos. Luiz notó que se le ponía
la carne de gallina. Había visto a Paolo estrangular a un hombre con esas manos enguantadas. Y
había visto su cara al hacerlo. Se mostró impasible, sin un atisbo de emoción, mientras le
arrancaba la vida a su víctima.
Si uno era listo, sabía que era mejor no cruzarse en el camino de Paolo. Más valía que la
muchacha supiera dónde encontrar el documento que andaban buscando.
Salieron de la casa y recorrieron rápidamente las oscuras calles ocultándose entre las sombras.
Paul llevaba un bastón espada. Y un par de pistolas sujetas al cinturón, bajo el abrigo. En el bolsillo
llevaba un cordel para estrangular.
Un vigilante apareció por un callejón oscuro. Llevaba un farol y tenía las botas cubiertas de
barro. Se quedó mirando a los dos hombres y cogió su pesada porra con la mano que le quedaba
libre. Los ciudadanos de bien y temerosos de Dios no iban por la calle a esas horas de la noche. Los
carruajes era una cosa, e ir a pie, otra muy distinta.
—¿Adónde van a estas horas de la noche, caballeros? —preguntó en tono beligerante.

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Paul estaba de un humor terrible. Llevaba dos humillaciones en dos días. La primera a manos de
su atacante la noche anterior, y luego a manos de Emma Beaumont. Aunque aquel desplante no
había tenido consecuencias para sus planes, Paul se había sentido herido en su orgullo.
El vigilante dio un paso hacia ellos. Error. El cordel voló por el aire y se enrolló en el cuello del
hombre. Casi al mismo tiempo, Paul se colocó detrás de él, cogió el extremo libre y apretó.
Fue cuestión de segundos. El hombre se desplomó pesadamente en el suelo, el farol se rompió
y el aceite soltó una llamarada.
—Ocúpate de él, Luiz —dijo Paul haciendo un gesto desdeñoso hacia el oscuro callejón por el
que había aparecido el vigilante. Pisoteó las llamas y de una patada arrojó el farol al barro.
Luiz se llevó el cuerpo a rastras al callejón y lo dejó apoyado contra una pared, donde se
confundía con el color negro del barro. No lo encontrarían hasta al cabo de un día o dos y se
convertiría en uno más de los crímenes sin resolver de la ciudad. Nadie le prestaría demasiada
atención.
—Oye, Paolo, ¿era necesario? —murmuró Luiz al salir del callejón.
Paul enrolló el cordel y se lo guardó en el bolsillo.
—Me ha molestado. Tenía que hacerlo —dijo con un gesto displicente. Se puso de nuevo en
marcha y Luiz tuvo que aligerar el paso para alcanzarlo.
Si uno era listo, sabía que era mejor no cruzarse en el camino de Paolo. Ahí estaba la prueba.
No hubo más percances y llegaron a Mount Street justo en el momento en que la luna quedaba
oculta tras las nubes.
—Los dioses están de nuestra parte —señaló Paul. Empezaba a sentirse más ligero, como si se
hubiera quitado un peso de encima.
—Por aquí —dijo Luiz indicando el camino al pasaje que separaba la casa de Emma de la de los
vecinos. Las ramas desnudas del haya sobresalían por encima del muro. Luiz dejó el maletín en el
suelo, trepó al muro con una agilidad inesperada y saltó a las ramas del árbol.
—¿Hay luz? —preguntó Paul en voz baja.
—No, la casa está oscura como una tumba —respondió Luiz, que luego cayó en lo
desafortunado del símil a la vista de su reciente encuentro con el vigilante—. Pásame el maletín.
Paul se lo lanzó, Luiz lo cogió sin problemas y lo arrojó al suelo. Luego saltó de las ramas del
árbol a la blanda tierra del jardín.
Paul ya estaba en lo alto del muro antes de que Luiz terminara de recoger el maletín. Observó
la oscura masa de la casa pensando en la distribución de las habitaciones.
—El cuarto de la muchacha está en frente. Tiene un tocador o un cuarto para vestirse.
Miraremos ahí primero.
Avanzó en cuclillas por el césped hasta la puerta de cristal de la sala de música, luego se apartó
para dejarle sitio a Luiz que era el experto en allanamientos.
—Hay un pasador —gruñó Luiz—. Tendré que romper el panel superior y abrir desde ahí.
—A ello, pues —dijo Paul mirando con impaciencia las ventanas del piso superior. Eran casi las
tres de la madrugada.
Debían de estar todos durmiendo.

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Luiz extendió la melaza sobre el papel y lo pegó al panel de cristal. Levantó la palanca y golpeó
el cristal con el papel. Se rompió sin hacer apenas ruido. Luiz cogió el papel con cuidado y lo tiró
sobre el césped. Luego introdujo el brazo y abrió el pasador. No tardó ni un minuto en romper el
pestillo y la puerta se abrió.
Paul entró en la oscura sala de música y cruzó la habitación hasta el pasillo que conducía al
vestíbulo principal. Una vela ardía en un candelero, arrojando luz suficiente para ver el vestíbulo y
la escalera.
Le hizo una seña a Luiz, que había llegado a su lado, y subió pegado a la pared y sin hacer el más
mínimo ruido. La casa estaba envuelta en un silencio sepulcral. Tanteaba cada uno de los peldaños
antes de subirlo y pisaba siempre lo más cerca posible del pasamanos. Luiz iba detrás siguiendo
sus pisadas.
A llegar arriba, Paul se detuvo para orientarse, con los oídos atentos al menor ruido. El rellano
se dividía a derecha e izquierda. Uno de los corredores conducía a las habitaciones de la parte
trasera de la casa. Ese no les interesaba.
Frente a las escaleras había una elegante doble puerta. Se imaginó las ventanas que Emma le
había señalado desde la calle y concluyó que ella debía de dormir del otro lado de esa puerta.
Una vez dentro, tendría todo el tiempo necesario para un registro a fondo. Emma no se
despertaría y el servicio no empezaría a trabajar hasta las cinco y media como muy pronto.
Cruzó el rellano y puso una mano en el pomo dorado. Luiz estaba detrás de él, notaba su
respiración acelerada. El pomo giró sin hacer ruido y la puerta se abrió.
El cuarto estaba tenuemente iluminado por un fuego bien alimentado. Paul entró arrimándose
a la pared y Luiz lo siguió, cerrando la puerta sin hacer el menor ruido. Ambos se quedaron
inmóviles hasta que se hubiera disipado la más imperceptible alteración que su entrada hubiera
provocado. Oyeron la respiración acompasada que provenía de la cama con dosel y el crujido de
las sábanas al moverse el cuerpo dormido de la muchacha.
«Las cortinas de la cama están descorridas, pero no importa», pensó Paul. No había peligro de
que abriera los ojos.
Había una puerta en la pared de la derecha que comunicaba con otro cuarto. El tocador o el
vestidor. Caminó de puntillas por encima de la gruesa alfombra, lanzando alguna que otra mirada
a la cama. Emma dormía sobre su espalda, con los brazos extendidos sobre la cabeza y con las
sábanas revueltas cubriendo sus piernas extendidas.
Paul sintió un primer indicio de excitación. Durante aquellos días, ni una sola vez había sentido
el más mínimo deseo por la mujer. No era más que el medio para un fin. Sin embargo, en ese
momento, viéndola tan vulnerable, tan asequible, privada de su ingenio y de su afilada lengua,
sintió que le hervía la sangre y que la carne se le endurecía.
Pero no era ése momento para distracciones. Tal vez pudiera poseerla más tarde, una vez
terminado el trabajo. A fin de cuentas ella le debía una compensación. Llegó a la puerta sin hacer
ruido, la abrió y entró en el pequeño vestidor.
Luiz cerró la puerta y ambos se quedaron ahí dentro a oscuras. No había ninguna fuente de luz.
—Enciende una vela —ordenó Paul en voz baja.
Luiz encontró pedernal y yesca sobre la repisa de la chimenea y encendió una candela de cera.
La llama titiló y finalmente ardió con fuerza, proyectando sus sombras, grandes y distorsionadas,
en las paredes empapeladas.

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No dijeron nada más. Paul levantó la persiana del secreter y examinó el interior. Había doce
cajoncitos para las facturas de cada mes y dos cajones más grandes en el cuerpo del mueble.
Sobre el tablero había un estuche de piel con un cierre de oro. La llave no parecía estar a la
vista. Paul empezó a mirar en los cajones. Estaban llenos de papeles. Detrás de él, Luiz, metódico y
silencioso, se dedicaba a registrar el ropero.
En la habitación contigua, Emma se incorporó de un salto. Sentía la cabeza pesada y dolorida,
tenía la garganta seca notaba un gusto desagradable en la boca. Aunque apenas era consciente de
estas molestias.
¿Qué la había despertado?
Parpadeó mirando el fuego de la chimenea. No recordaba el momento en el que se había
metido en la cama. Lo último que recordaba era haberse subido al coche en la puerta del Almack´s
en King Street. E incluso ese recuerdo le parecía algo borroso.
Pero algo la había despertado. Y entonces vio qué era. Un leve parpadeo dorado que asomaba
por debajo de la puerta del vestidor. Se quedó inmóvil, respirando apenas. No podía ser nadie del
servicio a esas horas de la noche. ¿María, tal vez? No, desde luego que no. ¿Qué iba a estar
buscando María, ahí dentro?
Escuchó aguzando bien los oídos y oyó unos sonidos apagados. El ligero chirrido de un cajón, el
crujido de la puerta del armario.
El corazón empezó a latirle con fuerza. En el ambiente flotaba una amenaza indefinible.
Quienquiera que estuviera ahí dentro, no había venido para bien. ¿Ladrones? Por fuerza. ¿Debía
enfrentarse a ellos?
No.
A Emma no le faltaba valor, pero tampoco era una inconsciente. Qué locura sería que se
enfrentara una mujer sola y desarmada a un peligro desconocido. Alargó la mano hacia el tirador
de la campanilla que había junto a la cama, respiró hondo y tiró... y tiró otra vez y otra y otra. Los
criados oirían la campana y su tañido descontrolado haría que Tilda se presentara corriendo.
A continuación bajó de la cama con sigilo y se dirigió a la puerta del pasillo. La abrió de golpe y
gritó pidiendo ayuda con todas sus fuerzas.
Paul soltó el estuche de piel y profirió una violenta blasfemia. Luiz se quedó congelado por unos
instantes. Ambos se quedaron mirando la puerta que conducía al dormitorio. Al fin, Luiz corrió
hacia la ventana del vestidor y levantó la hoja. La ventana quedaba justo encima del pasaje lateral.
Una tubería de cobre bajaba a tocar del alféizar. Luiz salió por la ventana y se cogió a la tubería
con la agilidad de un mono.
En la escalera se oían pasos apresurados y gritos. Paul volvió a coger el estuche y corrió a la
ventana en el mismo momento en que se abrió la puerta que conducía al dormitorio.
Era Harris, que había entrado en el vestidor armado con un trabuco. Disparó contra la ventana
justo cuando la oscura figura desaparecía por debajo del antepecho.
—¡He fallado! —dijo con furia mientras corría hacia la ventana. El trabuco era de un solo
disparo y Harris no pudo más que ver con impotencia cómo aquella enjuta figura bajaba por la
tubería de cobre.
Emma corrió a su lado.
—¡Envía a alguien tras ellos, Harris! ¡Que los atrapen en el pasaje!

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Harris salió corriendo de la habitación y dio la orden al exaltado séquito de criados que se había
agolpado en el corredor.
Emma se asomó a la ventana todo lo que pudo intentando no perder de vista al intruso, pero
éste se confundía ya entre las sombras. Se abrió la puerta lateral, arrojando un haz de luz, pero el
intruso fue muy hábil y logró permanecer en la sombra. Sin embargo, aquello había servido para
que Emma distinguiera otra figura al fondo del pasaje. Un cómplice, presumiblemente.
—Querida... oh, querida, ¿pero qué ha pasado? —dijo María entrando en el vestidor con el
gorro de dormir medio torcido sobre unos rulos de papel, descalza y con bata abierta—. ¿Hay
fuego? —Tenía la mirada desorbitada.
—No. Ladrones —dijo Emma, sorprendida de su propia calma. Seguía asomada a la ventana
mientras los criados salían al pasaje—. Han ido hacia las caballerizas —gritó.
—Oh, Dios santo, podrían haberte matado mientras dormías —dijo María desplomándose
sobre la chaise longue y llevándose una mano al pecho—. Creo que me voy a desmayar.
—Han escapado —dijo Emma contrariada mientras se apartaba de la ventana—. Si llegan a las
caballerizas, ya no los cogerán. —Miró a su alrededor—. Me pregunto si se han llevado algo.
—Hay que mandar a buscar a lord Alasdair —dijo María con una firmeza poco usual en ella—.
Hay que mandar a buscarlo en seguida. Él sabrá lo que hay que hacer.
—Ya no podemos hacer nada —dijo Emma distraídamente, observando los cajones abiertos del
secreter.
—Oh, señora, ¿se han llevado las joyas? —preguntó Tildi entrando apresuradamente en el
cuarto.
—Parece que no —dijo Emma. El joyero estaba a la vista en el vestidor—. Parece que ni lo han
tocado.
Miró el tablero del secreter arrugando el ceño y preguntándose qué era lo que no iba bien.
—¡Se han llevado mi estuche! —exclamó—. ¿Por qué habrán hecho eso? ¿Por qué iban a
quererlo? Está viejo y desgastado.
—Le diré a Harris que mande a alguien a por lord Alasdair —dijo María poniéndose en pie y
envolviéndose mejor con la bata.
—¡No seas ridícula, María! —espetó Emma—. No hay necesidad de sacarlo de la cama. Ahora lo
único que se puede hacer es cerrar el establo.
—Han entrado por la sala de música, lady Emma —dijo Tilda—. Dice el señor Harris que lo más
probable es que hayan entrado por el muro lateral.
—Me da igual lo que digas, Emma, esta situación tiene que manejarla un hombre —sentenció
María—. Voy a mandar a por lord Alasdair inmediatamente. Es tu fideicomisario. ¿Quién mejor? —
diciendo esto, salió de la habitación.
«A veces la confianza de María en la superioridad de los hombres deja de ser algo divertido»,
pensó Emma enojada. No quería ver a Alasdair mezclado en todo aquello.
Se acordaba en ese momento de lo que había oído en el cuarto de baño del Almack's y el dolor
volvió a atenazarla con la misma fuerza que entonces. Aunque no podía entender cómo esos
comentarios podían haberle provocado una reacción como aquélla.
Se pasó una mano por la frente y se frotó las sienes. Tenía la cabeza todavía un poco embotada,
como si los pensamientos llegaran a ella desde muy lejos, y tenía la boca seca como la arena del

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desierto. Se masajeó la garganta haciendo una mueca. Algo no iba bien... En realidad nada iba
bien; ser asaltada por ladrones en mitad de la noche no era precisamente motivo de alegría, pero
había algo en todo aquello que olía a chamusquina.
—Abajo todo parece estar en orden, lady Emma. —Harris acababa de entrar en la habitación
con una bata sobre el camisón de dormir—. Lo único roto es el panel de cristal en la sala de
música, pero la plata está toda. —Frunció el ceño, extrañado—. Podían haberse llevado muchas
cosas, pero no echo nada en falta.
—He enviado un lacayo a casa de lord Alasdair —dijo Harris en un tono que, como el de María,
daba a entender que cuando llegara Alasdair todo quedaría explicado y resuelto.
—No acabo de ver qué puede hacer lord Alasdair ni qué luz puede arrojar sobre todo esto —
dijo Emma—. Los ladrones se han ido hace rato. Lo mejor que podemos hacer es volver a la cama y
dar parte al alguacil de Bow Street por la mañana.
—¿Os traigo un té, lady Emma? —preguntó Tilda solícita.
—Os iría mejor una copa de brandy —apuntó Harris—. Para paliar el susto.
—No estoy asustada —dijo Emma. Suspiró. Lo único que querían era ayudar—. Té, Tilda, por
favor. Me iría bien una taza de té.

Lo primero que pensó Alasdair cuando Cranham lo despertó con la noticia de la llegada del
lacayo de Mount Street fue que la indisposición de Emma había derivado en algo más serio. Se
levantó de la cama pese a no estar del todo despierto y se dirigió al salón, donde esperaba el
mensajero.
—¿De qué se trata? ¿Qué le ha pasado a lady Emma? —preguntó quitándose la camisa de
dormir—. ¿Y mi camisa, Cranham? ¡Rápido!
—Nada que yo sepa, señor —dijo el lacayo cambiando el peso de pierna.
Alasdair cogió la camisa que le tendía Cranham y, desnudo como estaba, se quedó mirando al
mensajero como si se hubiera vuelto loco.
—Entonces, ¿qué haces aquí, si puede saberse? —preguntó poniéndose la camisa por encima
de la cabeza.
—Me envía el señor Harris, señor, por orden de la señorita Witherspoon —dijo el lacayo
ciñéndose escrupulosamente los hechos.
Alasdair sacó la cabeza por el cuello de la camisa con la cabellera despeinada y una mirada de
extrañeza. Luego, con una voz educada y paciente que sorprendió al mismo Cranham preguntó:
—¿Sería mucho pedir que me dijeras por qué exactamente se me ha hecho salir de la cama a
las... —miró el reloj de péndulo—, a las cuatro en punto de la madrugada?
—Ha habido un robo, señor.
—¿Qué? —Alasdair se quedó suspendido sobre una pierna en el acto de ponerse los calzones.
La expresión de irónica paciencia se le había borrado de la cara. Sus ojos, brillantes y penetrantes,
quedaron fijos sobre el lacayo.
—Eso mismo venía a deciros, señor —dijo el lacayo en un tono ligeramente ofendido—. Los
ladrones... han entrado en casa por la sala de música.

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—¿Qué se han llevado? Bueno, da igual, ¿cómo ibas a saberlo?... Cranham, manda a Jemmy a
por mi caballo... No, tardaría demasiado. Iré a pie. —Se sentó para subirse las medias y ponerse las
botas—. ¿Alguien ha visto a los ladrones?
—Harris y lady Emma, señor. Hemos salido corriendo tras ellos, pero han desaparecido en
dirección a las caballerizas.
—¿Hay alguien herido? —preguntó Alasdair mientras se ponía la capa que le tendía Cranham,
aunque luego pensó que si Emma había ido tras ellos difícilmente podía estar herida.
—No, señor. Harris ha disparado a uno de los ladrones mientras escapaba por la tubería, pero
ha logrado escapar.
—¿La tubería...? Oh, da igual, ya me enteraré de los detalles cuando llegué a Mount Street —
dijo Alasdair mientras cruzaba la habitación—. Cranham, envía a Jemmy a Mount Street y dile que
lleve a Sam, el nuevo mozo de lady Emma.
Llegó a Mount Street diez minutos más tarde, subió corriendo los peldaños de la puerta
principal y llamó con la aldaba. En seguida fueron a abrirle.
Harris, vestido ya con su habitual uniforme negro, lo saludó con flemática dignidad.
—Menuda noche ésta, lord Alasdair.
—Eso me han dicho —dijo Alasdair entrando en el vestíbulo—. ¿Qué se han llevado?
—Por el momento parece que nada, señor. Eso es lo más desconcertante.
—Oh, Alasdair, menos mal que habéis venido. Emma no quería que os molestáramos... decía
que no había nada que pudierais hacer. —María había bajado la escalera corriendo y
enderezándose el gorro de dormir, que llevaba todavía puesto sobre los rulos de papel—, Qué
miedo. El corazón me late como si fuera un tambor. Ya se sabe que una casa sin hombres es muy
vulnerable.
—Por el amor de Dios, María, pero si esta casa está llena de hombres —dijo Emma con voz
irritada desde la escalera—. Tenemos a Harris y a media docena de lacayos. —Estaba en mitad de
la escalera y miraba a Alasdair con indiferencia—. No había ninguna necesidad de mandarte a
buscar. Si quieres, puedes volver a casa y meterte de nuevo en la cama.
«¿Qué está pasando? Llevaba varios días sin usar ese tono conmigo», pensó Alasdair. Y sin que
lo mirara con esa fría indiferencia. Pero no había tiempo para perplejidades en ese momento.
—¿Dónde estaban los ladrones? —preguntó con calma.
—En el vestidor de Emma —contestó María—. Imaginaos, con Emma dormida en la habitación
de al lado. Podría haber pasado cualquier cosa.
—Pero no ha pasado nada —dijo Emma en tono mordaz—. Me he despertado, he hecho sonar
la alarma y los ladrones han huido. Sólo se han llevado el estuche. —Se dio la vuelta para volver a
subir las escaleras—. Si me disculpáis, me vuelvo a la cama a tomarme mi té.
—Un segundo, Emma —dijo Alasdair poniendo un pie en el primer peldaño—. ¿Has dicho que
se han llevado tu estuche?
—Sí. Estoy muy cansada, así que si me disculpas... —repitió.
—Disculpa tú, Emma, pero me temo que la cosa no es tan simple —dijo Alasdair subiendo las
escaleras—. Ven, quiero echar una ojeada al vestidor. —La cogió por la cintura y subió con ella los
últimos tres peldaños. _

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Emma se dio cuenta en seguida de la tensión acumulada en el cuerpo de Alasdair. Era evidente
por la rigidez del brazo que tenía en su cintura. Sus ojos brillaban con mayor intensidad que antes
y tenía las mandíbulas apretadas. Todo ello hizo que Emma se guardara sus protestas para sí y se
dejara llevar al vestidor.
María, que había subido las escaleras corriendo tras ellos, se encontró con que la puerta del
vestidor estaba cerrada. La abrió sin mucha convicción.
—Querida...
—Ahora no, María —dijo Alasdair en un tono cortante que nunca antes había empleado con
ella. María se dio cuenta de que en los últimos minutos había sucedido algo que le había hecho
perder los buenos modales a los que los tenía acostumbrados.
—De acuerdo —dijo mansamente y retrocedió, cerrando de nuevo la puerta.
—¿Qué pasa? —dijo Emma olvidándose por unos instantes de la escena en el cuarto de baño
del Almack's.
Alasdair tardó un poco en contestar. Caminaba de un lado a otro del vestidor.
—¿Está todo como lo han dejado?
—Sí, no creo que Tilda haya tenido tiempo de poner orden. —Vertió el té y dio un sorbo
mirando a Alasdair con ojos curiosos.
Alasdair fue a la ventana.
—¿Han escapado por aquí?
—Mmm —dijo ella tomando otro trago de té.
—¿Y el estuche estaba en el escritorio del secreter? —dijo pasando la mano por la lustrosa
superficie del tablero. Era el mismo sitio donde él había visto el estuche la vez que había entrado a
inspeccionar.
—Mmm.
—¿Qué había dentro? —Se dio la vuelta para mirarla, apoyándose con las manos sobre el
tablero. Su rostro parecía más angulado de lo habitual y sus ojos, medio escondidos por los
párpados, eran penetrantes como puñales. Emma se encogió de espaldas.
—Lo normal. Cosas para escribir. Plumas, papel, lacre.
—¿Cartas? —La pregunta salió de él con la fuerza de una bala de mosquete.
Emma lo miró sorprendida.
—No lo sé.
—¡Piensa! —gritó él con la misma brusquedad de antes.
Emma lo miró con semblante resentido.
—¿Por qué? ¿Importa eso?
—Más de lo que piensas. Vamos, ¡piensa!
—¡No puedo pensar si me chillas como si fuera un perro!
Alasdair se pasó la mano por sus ya despeinados rizos. Suspiró y mandó mentalmente al diablo
a Charles Lester y sus instrucciones. Charles Lester no conocía a Emma Beaumont.
—¿Había alguna carta de Ned en el estuche? —preguntó, ya más sereno.

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—No —dijo ella con decisión—. Durante un tiempo guardé ahí su última carta... aunque en
verdad no era una carta sino un poema algo raro... y muy malo. —Se mordió el labio y calló.
—¿Y ahora dónde está? —dijo Alasdair sin mover un solo músculo.
Emma frunció el entrecejo.
—¿A qué viene todo esto?
Se levantó y fue al dormitorio. Alasdair la siguió.
—Lo guardo en mi ejemplar de la Oda al presentimiento de la inmortalidad —dijo ella con voz
algo temblorosa. Cogió el delgado libro de Wordsworth que tenía sobre la mesita de noche y se lo
tendió a Alasdair.
Él lo abrió y cogió el pergamino manchado con la mano. Se quedó mirándolo en silencio.
—Por el amor de Dios, Alasdair, ¿qué está pasando? -—preguntó Emma, que no entendía nada.
Alasdair levantó la mirada.
—Esto —dijo con voz queda mostrándole el pergamino—. Son los planes cifrados de la
campaña de primavera de Wellington en Portugal.
Emma se lo quedó mirando con cara de incredulidad.
—¿Y qué hacen aquí?
—Buena pregunta —dijo Alasdair enarcando una ceja en un gesto casi burlón mientras se
guardaba el pergamino en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Ned le entregó esto y una carta para ti al hombre con el que estaba cuando lo mataron. Por
lo visto Hugh Melton se confundió y tu carta llegó a la Guardia Montada justo antes de Navidad.
Pensaron que eran los planes y tardaron más de lo previsto en darse cuenta de que aquello no era
más que lo que parecía: una simple carta de hermano a hermana... ni más ni menos. Para
entonces los aliados portugueses y españoles de Napoleón ya andaban tras el documento. Sabían
que Ned lo llevaba encima al morir, pero se dieron por vencidos al pensar que había llegado a
Inglaterra. Pero por lo visto tienen un topo en la Guardia Montada que les informó de que en
realidad el documento se había extraviado. No hacía falta ser un genio para saber qué había
pasado.
Esbozó una sonrisa triste y continuó.
—A partir de ahí, como ves, esto se convirtió en una competición por ver quién lo recuperaba
antes. Ha sido una carrera contrarreloj; el tiempo, como te puedes imaginar, era algo crucial.
Napoleón necesita la información antes de que Wellington emprenda su campaña en marzo.
Necesita saber qué estaba planeando antes de que las tropas avancen.
Emma asintió con la cabeza. Todo tenía sentido.
—Pero ¿por qué los superiores de Ned no se limitaron a pedírmelo? —preguntó con su habitual
pragmatismo.
Alasdair suspiró.
—Otra buena pregunta. Tenían miedo de que si te enterabas de lo que tenías entre manos,
pudieras entregárselo a la persona equivocada.
—¡Yo puedo guardar un secreto! —dijo indignada.
—Tenían miedo de que en determinadas circunstancias no fueras capaz de guardarlo —dijo
Alasdair con cautela, mirándola atentamente.

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Emma lo miró comprendiendo lo que quería decir.


—¿Te refieres a que alguien podría intentar... obligarme a decírselo?
—Eso es. —Se cruzó de brazos sin apartar los ojos de su cara—. ¿Recuerdas el poema de
memoria? Emma asintió.
—Sí, claro que lo recuerdo. Lo he leído un sinfín de veces intentando encontrarle el sentido.
—Recítalo —ordenó Alasdair.
Emma frunció el ceño y recitó el extraño y absurdo poema de Ned sin vacilar.
Alasdair escuchó en silencio. Cuando hubo terminado, dijo:
—¿Ves a lo que me refería, Emma? Recuerdas el poema de memoria. Si el enemigo te
encuentra, no le hará falta el documento.
—Qué inconveniencia —dijo ella subestimando el peligro—. Pero ya está todo resuelto. Tú
tienes el documento, se lo entregarás a quien corresponda y fin del asunto.
—Ojalá fuera verdad.
—¿No lo es?
—No —dijo negando con la cabeza—. Es por eso que durante las próximas semanas voy a tener
que ser tu sombra. Cuando empiece la campaña, ya no habrá peligro. Si el tiempo lo permite,
Wellington dará comienzo a la campaña a principios de marzo. Hasta entonces, corres peligro...
pero yo seré tu custodio.
Cruzó la habitación y tiró de la campanilla.
—Nos marcharemos a media mañana. Jemmy y Sam nos acompañarán como escoltas.
—¿Adónde nos marchamos?
—A Lincolnshire. No sé si te acuerdas del pabellón de caza que me dejó mi tío en su
testamento. Está algo destartalado, pero creo que podremos hacerlo habitable.
—Pero yo no quiero irme a Lincolnshire —protestó Emma, recuperando poco a poco las fuerzas
que antes le habían faltado—. Tengo compromisos aquí.
Alasdair la miró.
—En esto no te servirá de nada contradecirme, Emma. No sacarás nada. Y si piensas con
sentido común, tú misma verás que no hay otra salida.
Emma miró a la ventana, todavía abierta. Habían estado muy cerca. Si no se hubiera
despertado, ¿qué habrían hecho con ella?
Se cruzó de brazos y la recorrió un escalofrío.
Alasdair sacudió la cabeza con gravedad y se dio la vuelta para darle instrucciones a Tilda, que
acababa de presentarse a la llamada de la campana.

—Dijiste que había suficiente para tumbar a un caballo —dijo Luiz arrojando el sombrero y la
capa sobre la mesa de la fría casa de Half Moon Street—. ¡Pues vaya caballo! —Por una vez se
sentía superior a su compañero. Paolo había echado a perder el plan. Era algo inaudito, y Luiz no
podía evitar cierta satisfacción perversa al pensarlo.

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Paul soltó una retahíla de blasfemias en portugués. Se sacó un cuchillo del cinturón y la
emprendió con el cierre del estuche.
—¡No debió de acabarse la bebida! —gritó—. Si esa zorra de Esterhazy no nos hubiera
interrumpido, se habría bebido hasta los posos. Debió de dejar el vaso cuando me alejé.
El cierre acabó cediendo y Paul empezó a rebuscar, sacando del interior todo el contenido.
Cuando lo hubo vaciado, lo levantó y lo sacudió en el aire. Soltó otra blasfemia, aún más fuerte
que las anteriores.
Luiz escuchaba admirado.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Paul cogió una botella de brandy, se la llevó a los labios y empezó a beber con avidez el fuerte
licor.
—¿Y bien? —inquirió Luiz cuando su compañero paró a coger aire.
Paul se secó la boca con el dorso de la mano. La expresión de su rostro era mucho más
tranquila y la voz, más fría.
—Nos llevaremos a la muchacha. La raptaremos en plena calle si es necesario. ¡Y lo haremos
hoy!
Paul miró a la chimenea, donde los últimos rescoldos brillaban tímidamente. Su misión acababa
de dar un giro. Aquello se había convertido en un asunto personal. Deseaba vengarse de esa mujer
por haberlo engañado, por haberlo rechazado, por haberse burlado de él. Siempre resulta
peligroso mezclar los motivos personales con el trabajo, pero así iba a ser en ese caso.
Empezó a dar vueltas por la exigua habitación.
—Necesitamos dos hombres más... ¿podrás encontrarlos?
—Sí —dijo Luiz asintiendo con la cabeza—. Compatriotas.
—Bien. Tráelos.
Luiz cogió de nuevo la capa y el sombrero y salió a la calle, ya iluminada con las primeras luces
del alba.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1122

— No, María, no voy a ir en la berlina —dijo Emma con rotundidad al mismo tiempo que
cortaba la parte superior de un huevo pasado por agua—. Tilda y tú iréis más cómodas si viajáis
solas. Yo iré en mi cabriolé con mis nuevos zainos.
—Pero no puedes ir en un carro descubierto hasta Lincolnshire —dijo María sumergiendo una
tostada en el té.
—Ya lo creo que puedo. Aunque también podría ir montando. Podría amarrar a Swallow a la
parte trasera de la berlina.
—Pero ¿y Alasdair?
—¿Alasdair qué? —dijo Emma con un brillo furioso en los ojos—. Si quiere ir en la berlina, es
asunto suyo.
—Ay, señor —suspiró María y bebió un poco de té—. Parecía que todo iba tan bien entre
vosotros, y ahora... —dijo sacudiendo la cabeza con consternación.
Emma no hizo ningún comentario. Espolvoreó un poco de sal en el huevo y pensó en el viaje.
Pasar los tres días que duraba el viaje a Doddington confinada en una berlina no era un panorama
muy alentador. Ni aun cambiando postas regularmente era posible recorrer más de diez millas en
una hora. Pero ella haría de necesidad virtud y aprovecharía para familiarizarse con sus caballos
zainos. Cuando necesitaran descansar, podría montar a Swallow y Sam se encargaría de llevar a los
zainos en cómodas etapas. Quizá terminaría siendo un viaje de placer.
Por más que lo intentara, sin embargo, era incapaz de obtener el más mínimo placer o
satisfacción al pensar en la compañía de Alasdair. La voz de Julia Molrose martilleaba sus oídos
como el goteo de la lluvia en una alcantarilla obstruida. Aquella era la peor de las humillaciones:
pensar que Alasdair hablaba tranquilamente sobre ella con sus otras mujeres. Se ponía enferma
sólo de pensarlo.
—Emma, querida —dijo María tanteándola—. Pareces un poco molesta. ¿Es que no te apetece
ir a Lincolnshire? Quizá si se lo dijeras a Alasdair, él...
—¡Por el amor del cielo, María! ¡Alasdair no controla lo que hago! —gritó Emma, cuya
paciencia había acabado agotándose ante los comentarios de su compañera, convencida de que,
por ser ella mujer, debía vivir bajo el control de un hombre, Como si no fuera posible que una
mujer tomara decisiones por sí sola, y mucho menos decisiones acertadas.
—No voy a Lincolnshire porque me lo diga él. Si voy, es porque he decidido que es lo que tengo
que hacer.
—Sí, querida —murmuró María—. No pretendía ofenderte. Todo esto nos está poniendo muy
nerviosos a todos. —Alargó la mano y dio unas palmaditas en la de Emma—. Qué espanto de
situación. Pero estoy segura de que Alasdair sabe qué es lo mejor.
Emma apretó las mandíbulas en silencio.

Alasdair regresó a Mount Street poco antes de media mañana. Llegó en su cabriolé, con una
maleta amarrada a la parte trasera. Jemmy, que iba en la plataforma, llevaba a los pies un par de

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pistolas amartilladas. Un mozo iba a lomos de Phoenix, que trotaba plácidamente detrás del
cabriolé.
Alasdair se había encargado de entregar el comunicado extraviado a Charles Lester y de
relatarle los acontecimientos de la noche anterior. Lester se había mostrado de acuerdo con poner
a Emma fuera de peligro. Cuando localizaran al responsable del intento de robo, o cuando dieran
con el topo, Emma estaría a salvo. Pero hasta entonces, no.
Lester le había ofrecido a Alasdair algunos de sus hombres para reforzar la seguridad, pero a
Alasdair no le gustaba la idea de rodearse de desconocidos que bien podían estar a sueldo del
enemigo. Iría con sus postillones y escoltas habituales. El cochero era un hombre leal y sabía
manejar una pistola. Aunque en quienes más confiaba era en Jemmy y Sam.
El servicio estaba cargando el equipaje en el techo de la berlina cuando Alasdair paró frente a la
puerta principal. El temible Sam, cuya cara curtida parecía la de un luchador rijoso, estaba
probando el cabriolé de carreras de Emma, con los caballos enganchados en los tiros. Hizo una
reverencia y dijo que en su opinión los caballos de Emma era un par de animales de muy buena
sangre.
—Desde luego que lo son —dijo Alasdair, apeándose del cabriolé y cediéndole las riendas y el
látigo a Jemmy—. Pero ¿qué haces con ellos?
—Lady Emma, señor —dijo Sam haciendo un gesto con la cabeza—, ha dicho que irá con ellos a
Lincolnshire.
—¿Eso ha dicho? —murmuró Alasdair—. Menuda comitiva. Una berlina, postillones, dos
caballos de silla, dos cabriolés, dos escoltas y dos parejas de caballos de tiro. Lo ideal para salir
discretamente de la ciudad.
Entró en la casa, donde Harris le informó de que lady Emma estaba en el salón del desayuno.
—Emma, no pretenderás en serio conducir hasta Lincolnshire —dijo al entrar, sacándose los
guantes y guardándolos en el bolsillo del abrigo.
—Precisamente —contestó ella tomando una rebanada de pan con mantequilla.
Alasdair cogió una silla y se sentó. Intentó adoptar un tono de voz razonable.
—Piénsalo por un momento, Emma: formaremos una comitiva larguísima, será como una
ridícula procesión. Cualquiera podría tendernos una emboscada.
—¡Una emboscada! —chilló María—. Ay, señor, ¿quién va a tendernos una emboscada?
María no conocía los detalles de la situación. Le habían dicho que después del incidente de
aquella noche, lo que necesitaban todos era un breve retiro en el campo. La verdad era que, como
ella misma había dicho, tenía los nervios bastante alterados, y Emma, sin duda, debía de estar
sufriendo tanto como ella.
—Los salteadores de caminos —dijo Emma casi en tono de chanza—. Bandoleros. Hombres con
trabucos y... —María parecía a punto desmayarse y Emma añadió algo asustada—: Es una broma,
María. Alasdair es un exagerado.
—No —dijo Alasdair—. No lo soy.
—Bueno —dijo Emma alcanzando un recipiente de plata con compota de frambuesa—. Tal vez
podríamos reducir el tamaño de la comitiva si no trajeras tu cabriolé. —Puso mermelada sobre el
pan con mantequilla—. Yo voy a llevar el mío, ¿para qué quieres el tuyo?

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Alasdair tenía que reconocer que la pregunta era muy astuta. Puso un codo sobre la mesa y,
con la barbilla apoyada sobre la mano, la miró como dándole la razón.
—¿Y me permitirás que conduzca tus caballos de vez en cuando?
—Si me demuestras que eres capaz de manejarlos —replicó tomando la taza del café—. Son
bastantes impetuosos.
Alasdair echó la silla hacia atrás y la miró con ojos afables.
—No entiendo cómo es posible que sea tan difícil ponerte las bridas, Emma. Supongo que
tendremos que acostumbrarnos. —Yendo hacía la puerta, añadió—: Tú y yo partiremos en tu
cabriolé dentro de media hora. Daremos una vuelta por Hyde Park para que dé la impresión de
que simplemente vamos de paseo. Haremos el primer cambio de posta en Potters Bar, allí
esperaremos a la berlina.
—¿Por qué tiene que dar la impresión de que vais de paseo? —preguntó la pobre María, que
no entendía nada.
—Es algo complicado —contestó Emma—. Cuando lleguemos a Doddington te lo explicaré.
Pero no tienes por qué preocuparte.
—Menos mal que Alasdair está con nosotras —dijo María, dedicándole una sonrisa de
agradecimiento.
Alasdair hizo una profunda reverencia.
—Siempre a vuestro servicio, María —dijo, y salió del salón del desayuno.
En cuanto salió de la estancia, el rostro se le ensombreció. Algo había ocurrido para que Emma
cambiara de actitud respecto al día anterior en Richmond, pero era incapaz de imaginar qué. Él no
había hecho nada que pudiera haberla molestado. Cuando hacía algo que pudiera enojarla, él
siempre se daba cuenta, pero esta vez sabía con total certeza que no había hecho ni dicho nada en
absoluto.
«Entonces, voto a Belcebú, ¿qué está ocurriendo?»
Salió a la calle y le dijo a Jemmy que devolviera el cabriolé y los caballos al establo.
—Deja orden de que los ejerciten cada día, luego llévate a Phoenix y a Swallow a Potters Bar.
Nos encontraremos en La gaviota negra.
—¿No vais a llevaros a los bayos con vos? —preguntó Jemmy mirándolo con estupor.
—Parece que no —replicó Alasdair irónicamente—. Pon mi maleta en el cabriolé de lady Emma
y esconde las pistolas bajo el asiento.
Jemmy refunfuñó algo entre dientes, subió al cabriolé de su amo y tomó las riendas y el látigo.
Alasdair se quedó mirando con resignación cómo su coche desaparecía por la esquina de
Audley Street. Decidió que la próxima en hacer concesiones sería Emma.
Pero no iba a ser así.
Emma se presentó quince minutos más tarde vestida con un traje de montar de color naranja
encendido ribeteado con galones negros. «Parece un ave del paraíso», pensó Alasdair casi al borde
de la desesperación.
—Si mi intención era sacarte de la ciudad sin llamar la atención, puedo irme olvidando —dijo
mientras ella bajaba los peldaños de la calle—. Con este despliegue de colores vamos a llamar la
atención a varias millas a la redonda.

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—Oh, pero tengo mi velo —dijo Emma con una sonrisa inocente mientras se ajustaba el
sombrerito negro ceñido a los galones listados que le colgaban a los lados de la cabeza.
El velo era un retazo de ropa meramente ornamental, el poco potencial de discreción que
pudiera tener quedaba anulado por el vistoso penacho negro que Emma llevaba sobre el hombro.
El efecto era espectacular; más aún, pensó Alasdair, era magnífico. Una vez visto, era difícil de
olvidar.
—De todos modos -continuó Emma con el mismo aire inocente mientras recogía las riendas y el
látigo de manos de Sam y se preparaba para subir al cabriolé—, si lo he entendido bien, queremos
que todo el mundo nos vea dando una vuelta por el parque. Mientras la berlina abandona
discretamente Mount Street, yo iré a dejarme ver con mi cabriolé.
Había usado las mismas palabras que lady Melrose y lo había hecho con cierto retintín, sin dejar
de mirar fijamente a Alasdair, que, no obstante, no tuvo ninguna reacción particular. Era como si
no la hubiera oído.
—Si es necesario, llamaré la atención como si fuera una de esas mujeres vulgares —añadió en
clara alusión.
Alasdair frunció el entrecejo.
—¿Por qué ibas a tener que hacer eso? —dijo, y sin esperar respuesta le dio al cochero las
instrucciones para la primera etapa del viaje.
Emma pensó que lo más probable era que hubiera olvidado lo que le había dicho a su amante.
Seguramente, en el punto álgido de la lujuria, parloteaba sin prestar atención a sus propias
palabras.
La cólera la invadía, pero la apaciguó dándose la vuelta y observando la calle como si estuviera
ocurriendo algo interesante. Aunque así hubiera sido, tampoco se habría percatado; lágrimas de
rabia cubrían sus ojos.
—Muy bien. Pongámonos en marcha —dijo Alasdair montando a su lado en el cabriolé—. Sam,
suéltalos.
Como si los hubieran liberado de un cepo, los caballos arrancaron a paso veloz. Emma los
refrenó un poco con un delicado tirón de las riendas. Obedecieron de inmediato.
—Muy bien —dijo Alasdair.
—Ya lo sé —dijo Emma y estaba a punto de añadir un comentario entusiasta sobre la reacción
de los caballos cuando se dio cuenta de que había vuelto a olvidar que estaba furiosa con su
acompañante. Un momento lo odiaba con todo su ser y al siguiente se encontraba completamente
enfrascada en discusión acerca de las muchas experiencias y aficiones que ambos compartían.
Apretó los labios y centró toda su atención en los caballos.
Alasdair le lanzó una mirada de perplejidad. Definitivamente, algo no iba bien. Tal vez era una
reacción nerviosa causada por el robo. Él había empezado a notar algo al llegar a la casa a media
noche. Vio que a Emma la había molestado que María lo hubiera mandado llamar, pero la
exagerada insistencia de María en recurrir siempre al consejo masculino era algo habitual y solía
tomárselo a broma.
En circunstancias normales, Alasdair habría buscado en sí mismo la causa de la frialdad de
Emma, pero sabía que no tenía nada que reprocharse. Desde que estuvieran en Richmond, no
había hecho nada que pudiera haberla enfurecido o molestado.

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Era razonable pensar que estuviera nerviosa, e incluso asustada, ante la idea de que pudieran ir
tras ella espías con aviesas intenciones, pero había empezado a mostrarse distante antes de
enterarse del estado real de las cosas.
¿Qué demonios podía ser?
—Me alegro de ver que te has recuperado de tu indisposición de anoche —dijo al entrar en
Hyde Park—. Nunca te había cogido un ataque de somnolencia tan fuerte ni tan repentino.
Emma no dijo nada. La única explicación que encontraba para aquel extraño malestar era el
dolor que había sentido al oír aquellos comentarios en el cuarto de baño. Ella se consideraba lo
bastante fuerte para no tener esa clase de reacciones, pero el cuerpo juega a veces malas pasadas.
—Claro que tuvimos una tarde bastante movidita —murmuró Alasdair sonriendo. Por un
momento posó la mano sobre el muslo de Emma. Ella se quedó rígida, con la mirada fija en el
camino que se abría delante de ellos. Alasdair apartó la mano. Su perplejidad empezaba a
convertirse en frustración.
Si tenía algún problema, ¿por qué no se lo decía sin más?

Paul Denis, oculto tras unos arbustos a pocos metros del camino, observaba pasar el cabriolé.
Aquel condenado Alasdair Chase y Emma eran como uña y carne. Sería imposible raptarla en
medio del parque, pero si se produjera un accidente o una distracción de algún tipo en los
concurridos senderos del parque, surgiría la ocasión.
Los dos hombres que Luiz le había proporcionado y él podían reducir fácilmente al mozo con
cara de pocos amigos que iba subido en la parte trasera, pero la presencia de Alasdair Chase
cambiaba las cosas.
Paul había estado esperando a que Emma entrara en parque. Luiz había enviado a un
muchacho al establo donde guardaba los caballos. Al salir el cabriolé de las caballerizas, el
muchacho había dado el aviso, le habían pagado unos peniques y se había marchado silbando
alegremente.
El plan era de una sencillez exquisita. Al ver a Emma, Paul intentaría abordarla. Le pediría que lo
acompañara a dar una vuelta por el parque, una solicitud de lo más ordinario y que ella no podía
dejar de aceptar sin incurrir en una grave descortesía. La noche anterior habían departido
amistosamente en Almack's. No tenía ningún motivo para actuar de modo grosero con él.
Le pediría que lo dejara en Fribourg and Treyer's para comprar un poco de rapé. Tampoco
podría negarse a un favor tan inocente. Sus amigos estarían esperando en la calle del
establecimiento para fingir el accidente.
Sus dedos acariciaron la pequeña barra de plomo que llevaba en el bolsillo. Un golpe en la base
del cráneo le haría perder el conocimiento. La impresión sería que había quedado herida a causa
del accidente. Aprovechando la confusión y la inevitable aglomeración de curiosos, no sería difícil
dejarla en manos de Luiz, que estaría esperando en un cabriolé.
Un plan infalible que, sin embargo, no contemplaba la presencia de lord Alasdair. De todos
modos, no se vería como algo extraño si Paul le pedía a Chase que le cediera el puesto. Lady Emma
seguía en el mercado matrimonial, por lo menos de cara a la sociedad, seguía teniendo
pretendientes, y diversificar sus atenciones formaba parte del juego.

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Paul salió de detrás de los arbustos y empezó a caminar distraídamente junto al camino, a la
espera de que el cabriolé diera la vuelta. En vano. El cabriolé no volvía.
Tardó casi quince minutos en darse cuenta de que estaba perdiendo el tiempo. Salió del parque
jurando entre dientes y llamó a un coche de punto.
Llegó a Mount Street justo a tiempo para ver a María Witherspoon, que se disponía a subir en
una berlina cargada de paquetes. Una de las criadas la seguía con un joyero. De Emma, ni rastro.
Paul dio unos golpecitos en la pared de detrás del cochero, el hombre frenó el caballo y se dio
media vuelta y a voz en grito preguntó:
—¿Quiere bajar aquí, jefe?
—No, espérese hasta que le avise.
El cochero se encogió de hombros, volvió a sentarse erguido y se puso a hojear un número
atrasado de la Gazette. Paul apoyó el brazo en la ventana y observó lo que sucedía ante la casa de
Emma.
Postillones, escoltas, montañas de equipaje... todo parecía indicar que preparaban un largo
viaje.
Sin embargo, a Emma no se la veía por ninguna parte, sólo estaba su acompañante y la criada.
Emma conducía su cabriolé por el parque con Alasdair Chase.
Paul se tocó la afilada barbilla. Si se iba de viaje, ¿por qué iba a querer dar antes una vuelta por
el parque?
Para dar una pista falsa a todo aquél que estuviera interesado en seguirle el rastro, por
supuesto.
Había enseñado sus cartas al llevarse el estuche la noche anterior. Habrían pensado que
mientras ella estuviera en el parque nadie se interesaría por la casa. Si conseguían abandonar
Londres sin llamar la atención, sería casi imposible seguirles el rastro. Había muchas carreteras
que salían de Londres en todas direcciones. Los destinos posibles eran tan numerosos como los
colores del arco iris.
La berlina empezó a avanzar. Paul se asomó a la ventana.
—Siga a la berlina.
—¿Adónde? —le preguntó el cochero doblando el periódico.
—Si lo supiera, no le diría que la siguiera —espetó Paul en un tono contrariado.
Emma condujo el cabriolé hacia Cumberland Gate, en extremo norte de Park Street, y siguió en
dirección norte hacia la carretera de Holloway. En el peaje a las puertas de Islingt Spa, Sam bajó a
coger los pases que les permitirían cruzar los tres próximos puestos de peaje.
A Alasdair se le acabó la paciencia.
—¿Vas a seguir en silencio hasta que lleguemos a Potters Bar, Emma?
—No tengo nada que decir.
—Eso no es verdad —dijo él—. Te mueres por decir algo. Algo hay que te come por dentro, y
me parece que sería mejor que lo soltaras antes de que te consuma por completo.
Sam volvió a su puesto y Emma puso los caballos en marcha otra vez. Por una parte, quería
acusarlo, quería ver la confusión y la vergüenza en su rostro, quería ver cómo improvisaba una
explicación o una refutación que de ningún modo podría ser convincente.

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Pero por otra parte, no quería arriesgarse a que él le quitara hierro al asunto... que se riera de
ella por comportarse como una mocosa, por entrometerse en sus conversaciones con otra gente.
Estaba casi convencida de que reaccionaría de esta última manera. Le reprobaría que tuviera esas
preocupaciones tan ingenuas y burdas. Ambos eran personas adultas que tocaban con los pies en
el suelo. Así era la vida.
Y ella no podría soportarlo.
Alasdair esperaba una respuesta. Esperó mientras atravesaban el hermoso pueblo de Islington
Spa, seguían colina arriba hasta Highgate y bajaban por la ladera norte. Esperó hasta que llegaron
a Finchley Common, donde la carretera, flanqueada de brezos, se estrechaba ante ellos bajo un
cielo de color plomizo.
Esperó hasta que dejaron atrás la horca de Fallow Corneta. El cuerpo medio descompuesto de
un salteador de caminos se balanceaba en ella y el viento hacía crujir los brezos. El silencio se
hacía cada vez más denso, hasta que Sam, pistola en mano ante la posible aparición de algún
bandolero, se puso a silbar por lo bajo, como queriendo disipar su propia incomodidad.
Salieron de los brezales sin encontrar el más leve indicio de peligro y llegaron al peaje de la villa
de Whetstone. Para entonces Alasdair había agotado toda su paciencia, pero nada podía hacer
mientras Sam estuviera con ellos. Podían discutir en presencia de Jemmy, pero Sam era un recién
llegado.
—Detente en El león rojo —dijo en tono tajante al entrar en la bulliciosa ciudad de Barnet, a
dos millas de Whetstone.
—Creía que íbamos a parar en Potters Bar.
—Necesito beber algo, y los caballos también.
Emma entró en el patio de El león rojo. Los palafreneros estaban ocupados cambiando los
caballos de tres berlinas que se dirigían a la carretera de Great North.
Alasdair bajó.
—Ven —dijo ofreciéndole una mano a Emma para ayudarla a apearse.
Ella vaciló un instante, luego le tomó la mano pero bajó sin dejarse ayudar. Sabía que Alasdair
estaba furioso y era consciente de que había sido su mala cabeza la causante de la escena que
estaba a punto de empezar. Aunque temía la reacción de Alasdair, necesitaba que se produjera la
confrontación. Nunca habían sido capaces de ocultarse sus emociones, de modo que discutían de
continuo. Tal vez no era la forma más madura de mantener una relación, pero por lo visto ninguno
de los dos podía evitarlo.
Alasdair apartó la mano en el momento en que Emma puso los pies en el suelo.
—Entra en la taberna y pide una sala privada —dijo él, y añadió con fría cortesía—: Y pídeme
una jarra de cerveza, si eres tan amable.
Emma hizo lo que le pedía. El posadero, que había salido a la puerta a recibirlos, le dijo que
disponía de una sala privada con vistas a la calle y que en seguida les serviría un tentempié.
Chasqueó los dedos en dirección a una de las camareras y le mandó que acompañara a la señorita.
Emma siguió a la muchacha al piso de arriba hasta un comedor revestido de madera. Cuando
Alasdair llegó, la encontró apoyada en una ventana de dos hojas que miraba a la calle.
—El posadero nos traerá cerveza y café —dijo ella en tono neutro sacándose los guantes—. Y
también un poco de pollo y pastel de carne. No sabía si tenías apetito.

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—No especialmente —dijo Alasdair. Se quedó de espalda frente a la chimenea, levantando los
faldones del abrigo para calentarse la espalda.
—Me imagino que a estas horas María ya debe de estar en camino —observó Emma sin darse
la vuelta.
—Muy bien, Emma, ¡ya basta!—exclamó Alasdair— ¿Qué demonios está ocurriendo? Has
estado enfurruñada desde que he llegado esta mañana a Mount Street y...
—¡No estoy enfurruñada! —gritó Emma dándose la vuelta—. Yo no me enfurruño nunca.
—Hasta esta mañana yo habría dicho lo mismo —replicó él—. Dime, ¿por qué me haces el
vacío?
Emma dejó los guantes sobre una mesa de alas abatibles.
—Por lo visto no debería importarme... —empezó, pero la interrumpió la camarera, que llegaba
con la comidas y las bebidas. Emma volvió a ponerse de cara a la ventana.
La muchacha miró con curiosidad a ambos. La tensión era « tanta que podía cortarse con un
cuchillo. Dejó lo que llevaba en la bandeja haciendo más ruido del habitual para una tarea como
ésa, y es que el silencio era tan ensordecedor que hacía sentir la necesidad de rellenarlo.
—¿Es todo, señor? —dijo haciendo una reverencia en dirección a Alasdair, pues Emma seguía
de espaldas a la habitación.
—Sí… sí —dijo él despidiéndola con un gesto brusco. La muchacha hizo otra reverencia y salió
del comedor llevándose la bandeja vacía.
—Empecemos otra vez —dijo Alasdair sirviéndose cerveza—. ¿Qué es eso que no debería
importarte? —Dio un trago largo a su jarra y miró a Emma entrecerrando los ojos. Era consciente
de su tono impaciente y del temor que dejaba entrever su irritación, pero no hizo nada por
mostrarse más conciliador.
—No debería importarme oír cómo me critican lady Melrose y las de su condición —dijo Emma.
Se le habían subido los colores y la voz le temblaba ligeramente—. ¡He oído que me criticaban en
términos desdeñosos que al parecer procedían de ti!
Alasdair se quedó mirándola absolutamente desconcertado. Dejó la jarra sobre la mesa.
—No te entiendo.
—¿Ah, no? —dijo ella, esta vez perceptiblemente enfadada—. Tal vez no recuerdas haberle
dado tu opinión sobre mí a lady Melrose, en términos que habría que oír para creer. Vulgar como
Letty Lade, era uno de ellos, si mal no recuerdo. Tal vez no recuerdas haberle dicho que no veías el
momento de que yo encontrara marido para librarte de tus odiosas responsabilidades como
administrador.
Jadeó de rabia en un intento de coger aire y se llevó la mano a la boca, luchando por
sobreponerse. No le daría el gusto de verla derrumbarse.
—¿De qué más hablasteis? —continuó, tomando ventaja de esos primeros instantes de
desconcierto—. ¿De mis habilidades en la cama, quizá? ¿Disfrutas haciendo comparaciones entre
tus amantes, Alasdair?
Alasdair palideció.
—¡Ya es suficiente! —dijo con los ojos inyectados en sangre en medio del lívido rostro. Una de
las comisuras le temblaba de puro nervioso—. A ver si lo entiendo: ¿me estás acusando de hablar
de ti con otras mujeres?

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—No de hablar de mí —replicó ella—, de criticarme ante otras mujeres. Tanto es así que luego
ellas repiten tus comentarios ante amigas y conocidas y ante todo aquel que ponga el oído...
¡Tanto es así que tus palabras están en boca de todas las víboras de la ciudad y todo el mundo
habla de ello!
Se dio la vuelta, incapaz de seguir mirándolo. Se sentía herida e indignada y no sabía cuál de los
dos sentimientos era más fuerte.
—¿Cómo te atreves? —dijo Alasdair con una calma feroz que parecía más intensa por efecto de
la suavidad de su voz—. Pero ¿cómo te atreves?
—¿Cómo me atrevo a qué? —dijo ella por encima del hombro—. Lo único que hago es repetir
lo que he oído. Y lo he oído en un lugar público.
—¿Te atreves a creer que yo sería capaz de hacer algo así? ¿Piensas que tendría en tan poco el
decoro y las buenas maneras como para hablar de ti en términos personales con quien fuera?
—Es lo que yo he oído —dijo ella tajante—, Y yo creo lo que oigo.
Alasdair cruzó el cuarto en dos zancadas. La cogió por los hombros y le dio la vuelta para
mirarla a la cara.
—Por Dios, Emma, en mi vida he estado tan a punto pegar a una mujer como ahora.
—¡Oh, adelante, pues! —gritó ella—. La violencia es lo único que puede esperarse de un
hombre que menosprecia a su amante para ganarse los favores de otra. —Se estremeció al ver
cómo la miraba. Los dedos de él se clavaron dolorosamente e sus hombros. Se quedó esperando
asustada a que cumpliera la amenaza. Así podría despreciarlo todavía más. Aquello pondría fin de
una vez a todas sus otras emociones.
Alasdair apartó las manos de sus hombros y dio un paso atrás. Exhaló un suspiro largo y
profundo, se frotó los ojos y la boca con los dedos y se pasó las palmas de las manos por la cara en
un gesto de sumo hastío.
Emma se fijó en que las manos le temblaban.
—En vez de lanzarme acusaciones, ¿por qué no te limitas a decirme qué es lo que ha ocurrido?
—dijo él con una voz serena como una balsa de aceite—. Es evidente que tienes motivos para
insultarme de esta manera, y por Dios, Emma, espero que sean buenos.
Por primera vez Emma pensó en la posibilidad de que todo aquello fuera un malentendido, un
terrible malentendido. Vislumbraba las primeras esperanzas. Conocía a Alasdair y sabía que esa
rabia no podía ser fingida, pero no mostró el menor signo de culpabilidad, ni siquiera el más
remoto indicio de mala conciencia.
Respiró hondo y le dijo palabra por palabra lo que había oído en el cuarto de baño del Almack's.
Alasdair escuchó. Se iba poniendo cada vez más lívido. A Emma se le entrecortó la voz una o
dos veces al ver los destellos de rabia en los ojos de Alasdair, pero siguió con su relato, poniendo
mucha atención en no adornar nada de lo que había oído.
Cuando hubo terminado, Alasdair dijo:
—Escúchame, y escúchame bien. Nunca he hablado a nadie de ti en esos términos, y no lo haría
jamás. Julia Melrose tiene una lengua de víbora. No sé qué es lo que tiene contra ti, pero fueran
cuales fueran sus palabras, no provienen de mí.
Emma se frotó las manos como si las tuviera frías.
—Pero ¿es posible que ella se llevara de ti una impresión que justificara que dijera esas cosas?

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—No sé qué impresión se habrá llevado de mí —dijo en tono desdeñoso—. No tengo ni idea de
qué es lo que puede haberle puesto esa idea en la cabeza.
—¿Entonces tú nunca le hablarías de mí a otra mujer?
—¿No es eso lo que acabo de decir? —preguntó enfadado.
Emma tragó saliva y por primera vez mencionó el tema tabú.
—¿Ni siquiera con la madre de tu hijo?
Alasdair se acercó a su cara.
—A Lucy vamos a dejarla al margen, si te parece —dijo gélidamente—. Yo a ella no le hablo de
ti más de lo que a ti te hablo de ella.
—¿Entonces para ti es posible mantener a tus mujeres en compartimentos estancos? —
observó Emma.
Ya que habían emprendido ese camino, estaba decidida a llegar hasta el final. Si tenía que
llevarlos a una ruptura irrevocable, que así fuera. En ese momento Emma supo que no podría vivir
como Alasdair. A ella los efímeros placeres de la pasión y las compañías entretenidas y entusiastas
no le bastaban. Nunca le bastarían.
Alasdair se dio la vuelta. Cogió la jarra y dio otro trago. Fue hacia la chimenea y se quedó frente
a ella, apoyando un pie sobre el guardafuegos de cobre y el brazo izquierdo sobre la repisa. Tenía
la mirada fija en las llamas. Levantó la jarra y dio otro trago.
Emma esperó, sentía una opresión en el pecho y aguantó por un momento la respiración.
—¿Cuántas amantes crees que tengo, Emma? —preguntó él tratando de entablar conversación.
—No lo sé. Está lady Melrose, estoy yo, si es que yo cuento como una, está la madre de tu hijo
—dijo Emma.
—Estás tú. —La afirmación fue hecha en voz tan baja que por un momento Emma no estuvo
segura de haber oído bien—.Es decir —continuó—, siempre y cuando te consideres mi amante.
—¿Sólo yo? —preguntó ella.
—Sólo tú.
—Oh. —Estaba a punto de preguntar qué había sido de las demás. ¿Sería eso lo que Julia
Melrose tenía contra Emma? Pero entonces pensó que todo aquello no era de su incumbencia. No
podía acusarlo de hablar sobre ella y al minuto siguiente pedirle que le hablara sobre otras
mujeres.
—¿Sólo yo... por el momento? —Era importante dejar este punto perfectamente claro.
—Hasta que tú decidas otra cosa.
—Oh —dijo ella de nuevo. Se hizo un silencio que hizo perceptibles los ruidos de la calle: el
traqueteo de las ruedas sobre el adoquinado, un vendedor que anunciaba a gritos su mercancía, el
aullido de un perro apaleado.
—Ven aquí —dijo Alasdair dejando la jarra sobre la repisa de la chimenea.
Emma tardó un momento en reaccionar. Veía un brillo en sus ojos que la hacía desconfiar.
—Emma, ven aquí —repitió con voz queda, haciendo un gesto con el dedo.
Ella fue hacia él pensando que era absurdo seguir mostrándose desafiante, como si se hubiera
equivocado. Tenía todo el derecho de hacer lo que había hecho.
Alasdair le tomó la cara con ambas manos.

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—Cariño mío, eres la mujer más desconfiada, pendenciera y rezongona a la que un hombre
podría tener la desgracia de adorar.
A Emma le brillaron los ojos.
—¿Adorar? —preguntó.
—¡Sí, maldita sea! —La besó con brusquedad, apretando su cara entre las manos—. No tienes
nada de adorable, y sin embargo yo te adoro desde la primera vez que te vi con tus coletas y tus
enaguas medio rotas.
—¿Así iba? —preguntó sorprendida ante ese inesperado recuerdo.
—Siempre llevabas las enaguas rotas.
—Eres un exagerado —protestó ella.
—Es posible. —La rodeó con los brazos hasta tocarle las espaldas con las manos. La aferró
contra sí y la miró fijamente a los ojos.
—No sé qué más decir, Emma. Te quiero. Te necesito. Te amo como no he amado nunca a otra
mujer. Si con esto no te basta, no sé qué más puedo hacer o decir.
Había como un ruego en su voz. Era algo tan inusual en él que Emma no sabía qué decir. Se
quedó rodeada entre sus brazos, mirándolo.
—¿Tú me amas? —preguntó él cuando el silencio se le hizo insoportable.
—Sí —dijo ella en voz baja—. Siempre te he amado. Incluso cuando te odiaba, te amaba.
Alasdair rió suavemente y la besó en la comisura de los labios.
—Bueno, supongo que esto es lo más que puedo esperar... por ahora.
Emma aprendería a confiar en él otra vez. Alasdair se dijo que la batalla estaba casi ganada al
notar que el cuerpo de ella se relajaba y que sus labios cedían al beso. Habían nacido para estar
juntos, unidos de forma inextricable. Emma no podría negar eternamente esa verdad.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1133

Llegaron a La gaviota negra de Potters Bar algo después de mediodía. Sam desenganchó los
caballos y Emma entró en la posada a pedir un tentempié para cuando llegara María con la
berlina. Según las previsiones que había hecho Alasdair, llegarían poco después de la una. El viaje
desde Potters Bar a Stevenage, donde se quedarían a pasar la noche, duraría unas dos horas. Un
viaje sencillo para que María no se cansara demasiado.
Emma dejó la comanda hecha en la posada y fue al establo. Alasdair estaba de pie bajo el arco
que daba entrada al patio, mirando en dirección a la calle.
—¿Los ves? —preguntó poniéndose a su lado.
—Aún no.
—Vamos a dar un paseo. Necesito estirar las piernas.
Alasdair asintió con la cabeza y le ofreció el brazo.
—He estado pensando —dijo Emma.
—Otra vez no —refunfuñó Alasdair—. Cada vez que lo haces surgen problemas.
—Hablo en serio.
—Créeme, yo también.
Emma hizo caso omiso.
—¿No crees que a los hombres de anoche les habría ido mejor si no me hubiera despertado en
ese momento?
Alasdair aflojó el paso.
—¿Qué quieres decir? Emma se encogió de hombros.
—No acabo de saber adónde quiero llegar, pero el caso es que por regla general yo nunca me
quedo dormida de esa manera a mitad de un baile. Yo pensaba que... —Vaciló, luego siguió—:
Pensaba que mi indisposición se debía a lo que había oído. Pero no estaba indispuesta.
Simplemente me cogió sueño.
Alasdair se paró ante un muro bajo que recorría la estrecha calle. Se apoyó contra él y miró
hacia los campos mientras pensaba en lo que acababa de oír.
—¿Qué comiste y qué bebiste en el Almack's?
—Nada. No había nada apetecible. —Se dio la vuelta y se recostó en el muro junto a él,
balanceándose sobre sus largas piernas.
—Es verdad —dijo él arrugando el ceño—. Tú y yo bebimos el mismo vino durante la cena.
Comimos de los mismos platos.
—Sí —dijo ella meneando la cabeza—. Bueno, da igual; lo que pasa es que se me había ocurrido
que... que si no eran simples cacos, tal vez hubieran sido ellos quienes me hubieran inducido el
sueño.
—No sé cómo no se me había ocurrido —dijo él mirando por encima del muro—. Pero no sé
cómo lo habrían hecho. —Se dio la vuelta y la cogió de la cintura con las manos—. ¡Vaya una
sinvergüenza estás hecha, sentada sobre un muro como si fueras una mocosa! Me extraña que ya

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no lleves las enaguas rotas. —La ayudó a bajar sacudiendo la cabeza—. Este muro está lleno de
musgo, date la vuelta.
La hizo girarse y le sacudió vigorosamente la parte trasera de la falda naranja, luego la mano se
quedó quieta, le resiguió la curva de las nalgas y palpó las tersas carnes que se ocultaban bajo la
ropa.
—¡Alasdair, estamos en medio del pueblo! —susurró apartándole la mano—. ¡No hagas eso!
—Es que me gusta —dijo él simplemente.
—¡Sátiro! —dijo Emma. Luego su atención se centró en el sonido de unas ruedas de carro—.
¡Ahí llega la berlina! Por el amor del cielo, compórtate.
Alasdair dejó escapar una risita.
María bajó del carruaje hablando a toda velocidad.
—Qué amortiguadores tan buenos, sí señor. Nunca había hecho un viaje tan agradable. No
hemos tenido el menor sobresalto al atravesar Finchley Common, y eso que yo tenía mucho miedo
de los salteadores de caminos. ¿Has disfrutado del trayecto, Emma, cariño? —preguntó
dirigiéndoles una sonrisa a Emma y Alasdair.
—Sí, ha sido encantador —mintió Emma entre dientes. Había sido uno de los viajes más
incómodos de toda su vida—. Estos caballos tienen un bocado muy suave.
María sintió como si supiera perfectamente lo que le estaba diciendo, a pesar de que nunca en
su vida había cogido unas riendas.
—Esta tarde iremos hasta Stevenage a caballo —dijo Emma alegremente—. Así los zainos
podrán descansar. Pero ahora entremos en la posada. Ya te he pedido un tentempié. Y también
tienes una habitación para que puedas refrescarte antes.
—Oh, qué maravilla. Qué pueblo tan encantador —dijo María entrando en la posada, dispuesta
como siempre a encontrarlo todo de su agrado—. Me gustaría lavarme las manos y peinarme. Ven
conmigo, cariño.
Alasdair se quedó en el patio de los establos.
—¿Todo en orden, Jemmy?
—Sí, señor —dijo Jemmy desmontando de Phoenix—. Aunque hemos encontrado algo de
tráfico. Nos ha costado atravesar Barnet, estaba de bote en bote.
—Todo irá mejor ahora que hemos salido de Londres. Sam está en la cocina, ve con él cuando
hayas acabado con Phoenix y Swallow. Y asegúrate de que nos dan buenas postas para el próximo
tramo.
—Yo sólo acepto los mejores caballos, señor —afirmó Jemmy escupiendo sobre la paja del
suelo.
—Cierto —asintió Alasdair con media sonrisa. Entró en la posada.

Al mismo tiempo cuatro jinetes dejaban atrás la horca de Fallow Córner.


—¿Estás seguro de que se dirigen al norte, Paolo? —dijo Luiz, sentado sobre su silla como un
saco de patatas. Era un jinete pésimo y no soportaba montar por largo rato.

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—Los he seguido hasta el peaje de Islington. Han comprado pases para las tres próximas
paradas —dijo Paul en tono irascible. Había previsto terminar con todo aquel asunto por la
mañana y en esos momentos se encontraba cabalgando campo a través tras una procesión más
larga que el séquito de un emperador romano.
Luiz gruñó y se hundió aún más sobre la silla.
—Corremos más que una berlina —dijo—. Además, ellos tendrán que parar a cambiar postas.
—Seguramente paren en Barnet —murmuró Paul, casi hablando consigo mismo—. Ahí daremos
con su rastro.
Miró de soslayo a los otros dos hombres, que montaban en silencio con gesto impasible.
Hablaban un inglés elemental y tenían instrucciones estrictas de mantenerse en silencio excepto
cuando estuvieran solos. En el momento en que abrieran la boca, se delatarían. Por lo demás, a
Paul le gustaba su aspecto. Sabía que eran el tipo de hombres indicados para esa clase de trabajo.
Tenían el porte macizo y brutal de quien carece de imaginación y escrúpulos. Si se les ordenaba
matar, matarían; si se les ordenaba hacer daño, lo infligirían sin reparos.
Barnet bullía de actividad. En ella convergía el tráfico procedente de Holloway y de la carretera
de Great North. Paul entró en los establos de El Hombre Verde para hacer unas preguntas.
Un palafrenero con cara de rata se lo quedó mirando con aire compasivo.
—No, aquí no ha parado a cambiar caballos nadie que fuera al norte. —Dio unas chupadas a
una paja, como meditando—. Aquí nunca para nadie que vaya al norte. El Hombre Verde no
trabaja con las rutas del norte, sólo con las del sur. —Se quitó con cuidado un trozo de paja de la
lengua y añadió en tono condescendiente—. Pensaba que todo el mundo lo sabía.
Paul tuvo que controlarse para no contestar a la insolencia del hombre a latigazos. Montó de
nuevo en su caballo para salir del patio.
—Eh, señor... —dijo una voz.
Bajó la mirada y vio a un muchacho escuálido con aspecto de golfo que se acercaba corriendo.
—Yo puedo deciros adónde han ido —dijo el muchacho levantando una mano mugrienta.
Paul sacó un penique.
—¿Y bien?
—Han ido a El león rojo, señor —dijo el muchacho levantando la mano para que le diera otro
penique.
Paul tiró una moneda al suelo y volvió a la calle.
En El león rojo dio con la pista que necesitaba. Los trabajadores de la posada no recordaban
ninguna berlina con dos pasajeras, pero sí un cabriolé conducido por una dama vestida de naranja
acompañada de un caballero. Se habían quedado una media hora en la posada para comer algo
antes de continuar hacia Potters Bar.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Luiz relajando su dolorida espalda—. ¿Descansamos aquí
un rato?
Paul miró el sol. Empezaba a declinar hacia el oeste.
—No —dijo—. Nos llevan cierta ventaja. Seguimos.
Luiz masculló algo y cogió la jarra de cerveza que le ofrecía un muchacho. Se bebió el contenido
de un trago.

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—¿Cuánto más crees que aguantarán estas bestias?


—Las cambiaremos en Potters Bar. —Paul estaba impaciente, pero Luiz había pedido que le
volvieran a llenar la jarra, y lo mismo sus compañeros. También Paul estaba sediento, pero se
negaba a saciar su sed. Tenías las miras fijas en su misión, el orgullo no le permitía tomar en
consideración trivialidades como el hambre, la sed o la fatiga.
—Eh, Paolo, no te amargues —dijo Luiz—. La atraparemos... no será difícil. Sea donde sea que
paren, nos la llevaremos.
Paul ensanchó los orificios de la nariz y cerró la boca. Sabía que Luiz tenía razón. Cosas más
difíciles habían logrado. Además ni su mozo ni su protector podían saber que les perseguían.
—¡Limonada! —dijo Emma de repente. Hizo girar a Swallow por un camino y se volvió a
Alasdair, que montaba a su lado—. La limonada.
—¿Limonada? —preguntó él—. ¿Qué pasa con la limonada?
—Bebí limonada... anoche... en el Almack's —dijo con impaciencia—. Mientras el duque de
Clarence se me declaraba... o por lo menos eso me pareció. No se expresó con mucha claridad,
pero sin duda me estaba proponiendo algo.
—Espero que supieras frenarle los pies —dijo Alasdair con sequedad.
—Por supuesto. Lo dejé... pero no me estás escuchando.
—Sí, te escucho. Limonada —dijo enarcando sinuosamente una ceja—. Dime.
—Paul Denis me trajo un vaso... justo antes le había dicho que no iba a casarme con él... Lo que
dije en verdad era que no iba a casarme con nadie, por no ser brusca, ya me entiendes.
—Te entiendo —dijo aún más secamente que antes—. Parece que estuviste muy ocupada
rechazando pretendientes. ¿Le rompiste el corazón?
—No —dijo Emma lanzándole una mirada hostil—. ¿Me vas a dejar que te lo explique?
—Perdona —dijo haciendo una discreta reverencia—. Denis te trajo un vaso de limonada. ¿Te
lo bebiste?
Emma frunció el ceño.
—Me lo estaba bebiendo cuando la princesa Esterhazy se lo llevó y apareció el duque. Creo que
entonces dejé de beber. Luego me fui al cuarto de baño para dar esquinazo al duque y... bueno, lo
que ocurrió después ya lo sabes.
—Mmm. De primera mano.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¿Qué pasa con qué?
—Alasdair, cómo puedes hablarme así —exclamó visiblemente exasperada—. ¡Una panda de
forajidos intentan torturarme para que el duque de Wellington no venza en la campaña de
primavera y tú te limitas a hacer mofa y befa!
Espoleó a Swallow y la ruana dio un salto hacia delante y se puso al galope.
Alasdair no la siguió. Sus burlas eran pura apariencia. Las piezas del rompecabezas encajaban
tan perfectamente que no lograba entender cómo no lo había visto antes. Charles Lester le había
advertido de que el enemigo sabía que Emma poseía el documento. Paul Denis había entrado en
su vida y desde ahí había ido directo a por Emma mientras él, ciego de celos como corresponde a

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un hombre, había ignorado la posibilidad de que ese supuesto caballero francés persiguiera algo
más que fortuna.
Le entraban ganas de golpearse por ser tan estúpido. Por estar tan ciego. Estaba tan obcecado
en Emma que no había sabido ver más allá de sus narices.
Cuando Emma se dio cuenta de que no la había seguido, tiró de las riendas e hizo dar media
vuelta a Swallow. Volvió junto Alasdair y adivinó por su expresión que algo lo preocupaba.
—¿Estás enfadado contigo mismo?
—Estoy furioso como una bestia —asintió él.
—Ahora ya no importa. Anoche fracasó, y ahora ya estamos muy lejos.
—Lo dudo, Emma —dijo suavemente Alasdair—. Lo dudo de verdad.
—¿Crees que nos puede estar siguiendo?
—Creo que monsieur Denis, o como quiera que se llame, es demasiado inteligente y audaz para
dejarte escapar sin pelear. Hay demasiado en juego.
—Pero hemos salido de Londres sin llamar la atención... —dijo ella con voz trémula.
Alasdair tenía una expresión sombría en el rostro.
—Esperemos que sí.
Era evidente que no tenía muchas esperanzas. Cabalgaron en silencio durante unos minutos,
hasta que Emma, despreocupada pero decidida, dijo:
—Bueno, tendrás que asegurarte de que esta noche nos den habitaciones contiguas en la
posada. Necesitaré tener cerca a mi guardaespaldas.
—Yo iba a sugerirte que María compartiera la cama contigo y Tilda durmiera en el catre —dijo
en tono grave.
Emma lo miró horrorizada.
—¿Y ellas de qué pueden protegerme— Ni siquiera servirían para entretenerme —añadió.
A Alasdair no le hizo gracia.
—¿Todavía te acuerdas de cómo manejar una pistola?
—Era casi tan buena tiradora como tú y como Ned —dijo ella, siempre dispuesta a sacar a
relucir su espíritu competitivo.
—No estoy yo tan seguro... Sea como sea, lo que me importa es si aún disparas bien.
—Hace tiempo que no lo hago —confesó Emma, viendo que no conseguía que Alasdair se
relajara.
Alasdair hizo que Phoenix se apartara del camino y se adentrara campo a través. Desmontó y
buscó el par de pistolas debajo de la silla.
—Muy bien, veamos de qué eres capaz.
Emma desmontó.
—Aunque disparara como una campeona, no tengo pistola.
—Eso tiene arreglo. —Se sacó un pañuelo blanco de los pantalones y lo ató a una rama baja de
un sicómoro. Quedó ondeando al viento.
—Prueba a diez pasos —dijo tendiéndole una de las pistolas.
Emma miró con recelo el pañuelo ondeante.

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—Es un blanco en movimiento —protestó.


—Dudo mucho que Denis se quedé quieto —apuntó Alasdair secamente—. Los objetivos vivos
suelen ser algo más difíciles que los blancos de la galería de tiro de Mantón.
Emma tuvo que darle la razón. Examinó la pistola un momento. Hacía tiempo que no
empuñaba una. Podía oír la voz de Ned diciéndole cómo calibrar el peso, cómo distribuirlo en la
mano.
—Separa un poco los pies —dijo Alasdair, detrás de ella. Le cogió las caderas con las manos
para estabilizarla—. Ahora, inténtalo.
Emma levantó la pistola y apuntó. El pañuelo iba y venía en la rama. Apretó el gatillo despacio,
se oyó la detonación y Emma dio un salto hacia atrás por el retroceso.
El pañuelo, intacto, seguía ondeando alegremente.
—¿Por qué has dado ese respingo? —preguntó Alasdair con un deje de aspereza, quitándole la
humeante pistola de la mano—. Creía que habíamos corregido eso hacía años.
—Me falta práctica, ya te lo he dicho —respondió ofendida—. Además, el blanco no deja de
moverse. Me gustaría ver si tú lo haces mejor.
—¿De verdad? —dijo él escépticamente enarcando una ceja—. Por mí, encantado.
—Eso seguro —murmuró Emma—. Déjame probar con la otra pistola.
Alasdair se la alargó, retrocedió y se cruzó de brazos para examinar sus movimientos. Aunque
volvió a errar el tiro, por lo menos no dio ningún salto.
—Bueno, esperemos que si tienes que dispararle a alguien, se ponga lo bastante cerca para que
no yerres el blanco. —Alasdair cogió la pistola y se puso a recargarla.
—Eso dando por hecho que soy lo bastante fuerte para decidirme a disparar —dijo Emma con
un ligero sarcasmo.
—Confío en tu instinto de supervivencia —dijo él—. Recoge el pañuelo. —Volvió a esconder las
pistolas bajo la silla.
Emma desató el pañuelo y lo examinó con cuidado.
—Oye, ¡le he dado! —exclamó—. Mira la quemadura de la esquina. —Blandió la prueba con
aire triunfador—. ¡Mira!
—Habrá sido el viento, que lo habrá puesto en la trayectoria de la bala —dijo Alasdair con gesto
inexpresivo.
—Eres... eres un... un miserable y un mezquino... ¡No te rías de mí! —Sin dejarse amedrentar
por su aparente solemnidad, Emma lo miró y logró resistir las ganas de dar un pisotón en el
suelo—. A veces creo que sería capaz de pegarte un tiro sin sentir ni pizca de remordimiento.
—Pero qué grosería —murmuró él apartándose de Phoenix. Se veían destellos de fuego en la
superficie de sus ojos verdes, y a Emma se le cortó la respiración. De pronto, la atmósfera volvió a
llenarse de esa tensión que tan a menudo surgía entre ellos, por lo general en los momentos
menos apropiados.
—Apártate de mí —dijo ella retrocediendo y levantando las manos como queriendo
ahuyentarlo—. Estamos en medio del campo a mediados de invierno.
—Te deseo —dijo él con voz queda.

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—¿Ahora? —Lo miró impotente, consciente de que, una vez arraigaba en ella, era incapaz de
soportar la fuerza de la lujuria.
—Ahora. Aquí —dijo él.
—¿Cómo? —dijo ella mirando en torno con el mismo aire de impotencia que antes—. Te lo
advierto, Alasdair, no pienso echarme de espaldas sobre este suelo helado.
—No tocarás el suelo, te lo juro. —Le cogió las manos. Llevaba la determinación pintada en el
rostro y la tempestad de la pasión en los ojos.
Emma sintió que se derretía como la mantequilla al sol. Tenía una voluntad de gelatina.
Tendones, huesos y músculos parecieron disolverse. Sin voluntad, entrelazó sus manos con las de
Alasdair. Los dedos se cerraron cálidamente y él la atrajo hacia sí, poco a poco, hasta tenerla en
frente, con los ojos a la misma altura.
Sin soltarle las manos, le hizo levantar los brazos para separarlos del tronco y que sus cuerpos
estuvieran en contacto desde el pecho a las rodillas. La besó en la boca.
Emma sentía todo su cuerpo en contacto con el de Alasdair. Senos, pezones, vientre, caderas,
muslos, rodillas. Podía sentir también el cuerpo de Alasdair. Era presa de su fragancia, de su olor a
hombre y almizcle. Empezaba a excitarse, era una sensación que se subía a la cabeza. Se apretó
aún más contra su cuerpo y notó la erección clavada en su pubis. Un suave gemido escapó de sus
labios.
Sin separar sus bocas y sin soltarle las manos, Alasdair la hizo retroceder. Dieron unos pasos en
perfecta sincronía y sin dejar de tocarse, como si ejecutaran un elaborado pas de deux. Emma se
detuvo al notar el sicomoro en la espalda.
Alasdair apartó la cara un segundo. Su expresión era extrañamente severa. Le soltó las manos, y
los brazos cayeron a cada lado del cuerpo de Emma.
—Te deseo —repitió—. Tengo que poseerte.
La voz de Emma sonó algo ronca.
—Me parece perfecto, pero ¿piensas poseerme contra un árbol como si fuera una furcia de los
muelles? —dijo ensayando una risita.
La risa se desvaneció al ver que el rostro de él seguía igual de severo.
—Ésa es la idea, pero dime: ¿qué sabes tú de las furcias de los muelles?
—Sólo lo que me enseñaron mi hermano y sus amigos —contestó. Por un momento la tensión
había disminuido, pero aquellas palabras volvían a exacerbarla.
Las profundas y expectantes cavidades de su cuerpo se llenaban de humedad y sufrimiento. Sus
manos desabotonaban los pantalones de Alasdair. Buscó su sexo con un apetito incontenible y
comenzó a sacudir y apretar su carne dura y palpitante. Él le había levantado la falda naranja y con
un tirón salvaje le había bajado las enaguas de napa.
Emma separó las piernas poniéndose de puntillas al mismo tiempo que lo hacía entrar en su
cuerpo impaciente y acogedor. Alasdair la cogió por las nalgas.
—Rodéame la cintura con las piernas, cariño.
Lo hizo al mismo tiempo que se abrazaba a su cuello mientras él seguía sosteniéndola por las
nalgas. Alasdair entró en ella y Emma se apretó contra él para que penetrara entero, hasta sentirlo
llenando su vientre. Sus músculos internos respondieron estremeciéndose y tensándose, y el
vientre se le contrajo de pura excitación.

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Alasdair exhaló un gran suspiro de placer.


—Oh, estar dentro de ti es como estar enterrado en miel —susurró—. Es dulce casi hasta lo
intolerable.
Emma pegó su boca a la de él e hizo fuerza con los brazos. Hundió la lengua en la húmeda
caverna de su boca como si fuera el único modo de poseerlo como él la poseía a ella. Se aferraba a
él como si fuera un tablón a la deriva en medio de una vorágine que la zarandeara de un lado para
otro hasta depositarla en la orilla, llorosa y casi sin aliento.
Alasdair la dejó hundirse en su cuerpo hasta tocar el suelo con los pies. Cuando la tuvo a la
altura del hombro, le acarició la mejilla.
—Santo cielo —murmuró él—. Haces milagros.
—Hoy es día de cumplidos —dijo ella con una sonrisa—. Antes era adorable, ahora hago
milagros. ¿Qué es lo siguiente?
—También tienes un don diabólico para estropear los buenos momentos —replicó él
apartándose de ella para ponerse bien la vestidura. No obstante, su voz era afable y su mirada di-
vertida.
Emma se secó con el pañuelo antes de arreglarse la ropa.
—A estas alturas seguramente la berlina ya nos habrá adelantado. Se estarán preguntando qué
nos ha pasado. —Lo prosaico del comentario sirvió para volver a centrarse en las cuestiones
prácticas.
—Muy bien, en marcha, pues —dijo Alasdair con tono de eficiencia—. En Stevenage te
compraré una pistola pequeña, una que puedas llevar en el bolsillo sin problemas. —Puso las
manos para ayudarla a montar.
—¿De verdad crees que la necesitaré? —dijo montando de un salto gracias al impulso de
Alasdair. En realidad, no sabía hasta qué punto tomarse en serio las preocupaciones de Alasdair.
Casi parecía mentira que alguien pudiera estarla persiguiendo por la campiña inglesa sólo por un
poema malo de Ned. Aunque más imposible aún era imaginarse a Ned cifrando algo tan vital para
su país en forma de mal poema.
—No me tomaría tantas molestias si no lo creyera —dijo Alasdair. Montó en su silla e hizo que
Phoenix retomara el camino—. Pasar las próximas semanas en un pabellón de caza medio
destartalado no me entusiasma especialmente. Además, tenía asuntos muy importantes a los que
atender en la ciudad.
—¿Qué clase de asuntos? —preguntó Emma mirándolo con curiosidad.
—Financieros. Algunos relativos a tu fortuna y otros de tipo personal —dijo él—. Esta semana
salen a bolsa unos títulos del estado sumamente interesantes. Tenía pensado hacer algunas
transacciones.
—¿Así es como te las arreglas para vivir tan bien? —preguntó ella, con creciente interés—.
Siempre me he preguntado qué hacías para vivir como un señor cuando parecías no tener un
penique. —Soltó una risa entrecortada y confesó—: Daba por hecho que estabas plagado de
deudas. Esperaba que cualquier día me dijeran que te habían detenido por no pagar a tus
deudores.
—Me halaga que te preocupes tanto por mis asuntos —dijo secamente—. Si me lo hubieses
preguntado, te lo habría dicho. Ned supo siempre de mi interés por los mercados financieros.

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—No seas así, Alasdair. Era normal que me preguntara... y no —añadió—, nunca he creído que
quisieras casarte conmigo por mi dinero. Sé que lo dije una vez, pero me habías provocado y solté
lo primero que me pasó por la cabeza.
Alasdair recordaba perfectamente aquella discusión. De todos modos, aquélla era una
acusación que no le había importado mucho. Se hacía cargo de que Emma había querido hacerle
daño, pero había elegido para ello un arma tan ridícula que no lo había perturbado lo más mínimo.
—Bien, no vamos a abrir viejas heridas —dijo él—. Recuperemos el tiempo perdido. —Espoleó
a Phoenix y el caballo se puso al galope.
Emma pensó en las viejas heridas y se quedó vacilando. Finalmente, se encogió de espaldas y
fue tras él.
Llegaron a la posada de El cisne de Stevenage poco después de las cuatro. La berlina no había
llegado todavía, pero llegó al cabo de media hora.
María no podía ocultar su satisfacción por haber llegado al final de la jornada de viaje.
—Me crujen todos los huesos —se quejó—. No es que la berlina no tenga una buena
amortiguación, pero necesito echarme media horita en una cama antes de cenar.
El cisne era una posada muy grande. En el patio era constante el ir y venir de palafreneros y
mozos y no dejaban de llegar coches para cambiar postas.
—Como no sé si por la noche hay el mismo alboroto —dijo Emma señalando el ajetreo que las
rodeaba—, te hemos cogido una habitación en la parte trasera, alejada del comedor. Si no te
importa, Tilda dormirá en un catre en tu habitación.
—Oh, pero ella debería dormir contigo —dijo María cogiendo del brazo a Emma según
entraban—. Por si te hace falta cualquier cosa por la noche.
—No voy a necesitarla esta noche —dijo Emma con firmeza—. Además, a mí no me importa
dormir sola. Así que si no es molestia...
—Oh, no, en absoluto. Más cómoda estaré —dijo María al instante—. No me gusta dormir en
posadas, ya lo sabes, cariño. Normalmente las sábanas huelen a humedad y una nunca sabe quién
anda rondando por ahí fuera.
—Las sábanas estarán bien aireadas —la tranquilizó Emma—. Ya he hablado de eso con la
posadera, y me ha garantizado que no tienes nada que temer. Le ha enseñado a una de las
camareras a airear las sábanas con un calentador, por si acaso.
—Oh, gracias por todo. —María parecía mucho más contenta.
—Bueno, y ahora por qué no subes con Tilda a la habitación, así ella te ayuda a desvestirte y tú
puedes descansar antes de la cena. Alasdair ha reservado un comedor privado y la cena se servirá
a las seis. Costumbres de gente rústica, ya lo sé, pero ha sido un día largo.
—Ay, pobre de mí, ya lo creo... ¡y después de lo de anoche! —dijo María levantando las manos
con ademán horrorizado—. Apenas hemos pegado ojo. Cenar temprano e irnos a la cama es justo
lo que necesitamos.
Mientras hablaban llegaron a la parte trasera del tercer piso de la posada, a una estancia donde
uno de los sirvientes había dejado ya la maleta de María.
—Oh, sí, me parece estupenda. —Se quitó el sombrero con un gesto de alivio y se dejó caer
sobre la cama—. ¿Y tú dónde duermes, Emma, cariño? No muy lejos, espero.

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—Eh... bueno, no mucho —dijo Emma—. No quedaban habitaciones en este piso, así que me
han puesto en el de abajo.
—¡Oh, cielos, no! En pisos separados... ¡y tú sola! No... no, querida, ¡no voy a permitirlo!
—Alasdair tiene el cuarto en el mismo piso —dijo Emma—. De hecho, está en la habitación de
al lado.
—Oh. —María se quedó pensando mientras se desabrochaba la pelliza—. Creo que Tilda
debería dormir contigo, cariño.
—No —dijo Emma con firmeza—. No voy a dormir con Tilda.
María la observó en silencio por unos segundos con una suspicacia poco habitual en ella. Luego
dijo:
—Supongo que tú sabes lo que te conviene, querida.
—Sí, María, lo sé —dijo Emma sonriendo.
—Aunque no me parece lo más decoroso —dijo María—. Lord Alasdair y tú juntos en
habitaciones contiguas. Estaría faltando a mi deber si no te lo dijera.
—Nadie va a enterarse —apuntó Emma. Si María no tenía intención de disimular, tampoco ella
lo haría—. ¿Con quién íbamos a encontrarnos en Stevenage?
—Tienes toda la razón —asintió María, y añadió con desconfianza—: Me haría muy feliz que tú
y lord Alasdair pudierais... en fin, que pudierais llegar de nuevo a un acuerdo. Siempre me ha
parecido que estabais hechos el uno para el otro. Nunca llegué a entender lo que ocurrió.
Emma dejó escapar una risa nerviosa.
—Nos peleamos a todas horas, María. Lo sabes muy bien. ¿Cómo íbamos a estar hechos el uno
para el otro?
—No lo sé —dijo María meneando la cabeza—. Estoy de acuerdo en que todo esto es un
rompecabezas, pero, con todo y con eso, es la verdad.
Tilda llegó en ese momento y Emma, que no sabía si alegrarse o apenarse de poner fin a la
conversación, las dejó solas.

Los cuatro jinetes pasaron por El cisne poco después de las seis en punto. No se detuvieron,
sino que siguieron cabalgando hasta un establecimiento algo más modesto en Danestrete.
—Ya sabes lo que hay que hacer, Luiz —dijo Paul desmontando en el patio de La liebre y el
sabueso.
Luiz asintió con un gruñido. A punto estuvo de caerse del jamelgo y blasfemó entre dientes
mientras se frotaba la espalda dolorida y estiraba las piernas.
—Maldita la hora en que nos pusimos en marcha —murmuró.
—Nosotros esperaremos aquí —dijo Paul haciendo oídos sordos a sus lamentos—. Nos la
llevaremos pasada la medianoche, así que tendrás que encontrar la manera de entrar sin hacer
ruido. ¿Serás capaz?
—No lo sabré hasta que me ponga en situación —contestó Luiz. Se caló el sombrero, se levantó
el cuello del sobretodo y salió del patio medio encogido, en dirección a El cisne.
Paul hizo una señal a los otros dos hombres.

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—Y vosotros desapareced... haced lo que queráis pero pasad desapercibidos. Volved a


medianoche.
Se marcharon sin decir palabra y Paul se puso manos a la obra. Alquiló una berlina y seis
caballos veloces en la posada y dio instrucciones para que estuvieran a punto y esperando en la
plaza de la iglesia a medianoche. Como tenía cochero propio, no necesitaba a nadie de la posada.
La berlina y los caballos serían devueltos a La liebre y el sabueso en el plazo de una semana. Pagó
una buena suma por esa licencia. Hecho esto, se fue a cenar.
Luiz entró en el comedor de El cisne y tomó asiento en una esquina apartada. Pidió una cerveza
e hizo lo que mejor sabía hacer. Mirar y escuchar.
Se fijó en que en un comedor privado del piso de arriba se estaban haciendo los preparativos
para una cena de aristócratas. Oyó las conversaciones de las camareras, que hablaban sobre
cuánto les habían insistido en que airearan bien las sábanas con calentadores y sobre la calidad del
vino que el caballero quería que se sirviera con la cena.
Cenó en una de las mesas del comedor en compañía de un grupo de locuaces viajeros que,
viéndolo poco proclive a la charla, lo dejaron tranquilo con su cordero y su cerveza.
Después de cenar dio un paseo alrededor de la posada. Su figura oscura se mimetizaba con las
sombras y con el ir y venir de trabajadores y clientes. Al final de la velada, nadie habría sabido dar
una descripción de ese cliente gris y taciturno.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1144

Alasdair se despertó dando un respingo. Una extraña premonición se había ido tejiendo en
su cabeza como una tela de araña. Yacía boca abajo, con un brazo por encima del cuerpo inmóvil
de Emma, entrelazado con el suyo. Tenían las sábanas a la altura de las caderas. Sus cabezas
estaban juntas sobre la almohada. Alasdair podía notar en la mejilla su respiración, profunda y
acompasada.
Supo que había alguien dentro de la habitación antes de notar el pinchazo afilado y mortal del
cuchillo en la espalda. Se había dado cuenta apenas se había despertado, cuando su cuerpo aún no
había salido completamente del sueño. Luego llegó el cuchillo. Permaneció sin moverse mientras
alguien trazaba lentamente una línea sobre su columna vertebral, sin hender la piel... todavía.
—Levantaos, lord Alasdair.
Era la voz de Paul Denis. No se sorprendió.
Alasdair se incorporó y miró a los intrusos. Pese a la oscuridad grisácea de la noche, logró
distinguir a tres hombres aparte de Denis. Habían rodeado la cama y lo miraban con gesto
impasible. Sus cuatro pistolas le apuntaban al pecho.
Uno de ellos le resultaba vagamente familiar. Había algo en la forma encorvada de su espalda.
Claro... el hombre que vigilaba delante de la casa de Mount Street... el que había entrado al jardín
saltando por encima del muro.
—¿Qué pasa? —murmuró Emma revolviéndose en la cama. Se giró y abrió los ojos. Miró con
incredulidad a las cuatro figuras que rodeaban la cama y luego, en un movimiento instintivo, se
tapó con las sábanas revueltas.
Alasdair le puso una mano en el hombro, que era todo lo que podía hacer para tranquilizarla. La
rabia lo consumía por dentro. Había cerrado la puerta con llave, pero ahora eso le parecía una
precaución de lo más inútil. Una puerta cerrada no podía ser impedimento para esos desalmados.
En su cabeza, los pensamientos discurrían a una velocidad vertiginosa. Era sólo un hombre
desnudo frente a cuatro asesinos. Deslizó la mano hacia la almohada en busca de la pistola que
ocultaba debajo.
Alguien lo golpeó en la cabeza con el cañón de un arma. Emma soltó un grito, un chillido breve
y agudo que fue inmediatamente silenciado presionando una almohada contra su cara.
—Por el amor de Dios, dejadla en paz —dijo Alasdair jadeando y limpiándose la sangre que le
caía en el ojo.
—Por desgracia, mi cometido afecta a lady Emma... como bien sabéis lord Alasdair —dijo Denis
con calma. Le hizo una señal con la cabeza al hombre que sujetaba la almohada sobre la cara de
Emma.
Emma cogió aire en cuanto dejó de tener encima esa sofocante presión. Se sentó sobre la
cama, tapándose con las sábanas hasta el cuello.
—¡Animales! —exclamó. El miedo había sido desplazado por la rabia de que hubieran golpeado
a Alasdair—. ¡Malnacido!
Paul se burló de ella haciendo una reverencia.

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—Perdonad, pero lord Alasdair me ha obligado a hacerlo. —Miró a Alasdair—. ¿Tendríais la


bondad de levantaros, por favor?
Alasdair se puso en pie, consciente de su desnudez, de su absoluta vulnerabilidad. Consciente
también de la mirada despiadada que había en los ojos del hombre que tenía delante.
Paul Denis se acercó entonces al lado de la cama donde estaba Emma. Hizo una inclinación y
con un movimiento ágil cogió la almohada y tumbó a Emma sobre el colchón apretando de nuevo
la almohada contra su cara. Ella agitó las piernas luchando por respirar, pero en seguida se dio
cuenta de que no pretendía asfixiarla, sino mantenerla en silencio. Si no decía nada, la dejarían
respirar.
Un ruido escalofriante empezó a llenar la estancia, un ruido tenue pero terrible. El ruido de la
carne golpeada por la carne. Alasdair profería unos extraños y espantosos jadeos de dolor... no
gritaba, era más bien como si suspirara.
Emma se revolvió y luchó con renovada fuerza, pero la almohada la silenciaba y no le dejaba
ver nada. No sabía qué estaban haciendo con Alasdair... pero sabía que le estaban haciendo daño.
Y de repente, los ruidos cesaron.
Luiz, que había estado sujetando los brazos de Alasdair, lo soltó y su cuerpo machacado se
desplomó inconsciente en el suelo.
Paul apartó la almohada de la cara de Emma. Tenía un pañuelo enrollado en la mano, le hizo
abrir la boca con un gruñido y le introdujo el ovillo de ropa en la boca.
—Vestíos —dijo con voz queda—. A menos que queráis que os saquemos de aquí tal como
estáis.
Emma contempló horrorizada el cuerpo de Alasdair tendido en el suelo. Sangraba y tenía la
cara hinchada y el torso oscuro de las contusiones. Le entraron arcadas, sintió que el pecho y el
estómago se le revolvían. Se ahogaba con el pañuelo que tenía en la boca. Empezaron a
derramársele lágrimas por la cara. Intentó sacarse la mordaza pero Paul la golpeó en un lado de la
cabeza y ella se tambaleó.
—Vestíos —ordenó de nuevo con la misma calma. Emma se dio cuenta de que los otros
hombres tenían los ojos fijos en su cuerpo desnudo. Guardaban silencio de pie junto al bulto
informe que yacía en el suelo y dos ellos se frotaban los nudillos.
Tambaleándose todavía, Emma obedeció. Buscó su ropa de montar bajo la mirada fija y atenta
de su público. Se la puso como pudo, impaciente por cubrirse e intentando no mirar a Alasdair,
porque, de hacerlo, volvería a sentir aquella terrible nausea y no podía vomitar. Tampoco se
atrevió a tocar de nuevo la mordaza, ni siquiera a llevarse las manos a la cara para enjugarse las
lágrimas que le tapaban la nariz y resbalaban por las mejillas.
¿Cómo era posible que nadie oyera lo que estaba sucediendo? ¿Cómo podía ser que en una
posada llena de clientes y trabajadores nadie supiera lo que estaba ocurriendo en esa habitación?
Aunque la verdad era que todo había sido ejecutado con sigilo, celeridad y eficacia.
Cuando estuvo vestida, Paul le ató las muñecas a la espalda con un fino cordel de cuero. Las
ciñó con fuerza y el cordel le desgarró la piel. La hizo avanzar hacia la puerta poniéndole una mano
en la parte baja de la espalda.
Acercó la cabeza a su oído y le dijo en un tono casi afable:

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—Lord Alasdair sigue con vida, me parece. Pero esto puede cambiar si no os limitáis a caminar
hasta que yo diga lo contrario. ¿Ha quedado claro?
Emma asintió con la cabeza. No estaba segura de que Paul Denis le estuviera diciendo la
verdad, pero si había alguna posibilidad de que Alasdair no hubiera sucumbido a aquella terrible
paliza, ella no podía más que obedecer a su raptor.
Atravesaron el pasillo y bajaron las escaleras como fantasmas en una casa donde todo el
mundo duerme. No se oía ruido alguno, aparte de los crujidos y chasquidos habituales en un
edificio antiguo. Luiz abrió una puerta corredera que daba a la calle, lejos de los establos, donde
un caballo insomne o un perro guardián podrían haber dado la alarma.
Avanzaron, con el mismo sigilo que antes, por las calles oscuras del pueblo dormido. Delante de
la iglesia, un postillón medio adormilado de La liebre y el sabueso esperaba con la berlina y los seis
caballos.
Como obedeciendo a un plan ensayado y perfectamente orquestado, Luiz pasó delante de
Emma y Paul se adelantó a hablar con el postillón. Otro de los hombres se quedó detrás de ella y
entre él y Luiz la subieron al carruaje y la hicieron sentarse en un rincón, donde el postillón no
pudiera verla.
Paul pagó al postillón, que se marchó a la cama corriendo, demostrando apenas curiosidad por
averiguar qué motivo podían tener aquellos caballeros para viajar a altas horas de la noche. Luiz
bajó de la caja y subió al pescante, los dos ayudantes montaron a lomos de los dos caballos de
varas y Paul entró en la caja con aire parsimonioso.
Se sentó frente a Emma y la miró pensativo. Ella le correspondió con una mirada torva.
Comenzaba a tener la mente más clara y el miedo iba alejándose si conseguía no pensar en
Alasdair. Sabía lo que Paul Denis quería de ella y sabía que no se detendría ante nada para
conseguirlo. ¿Lograría convencerlo de que no lo tenía en su poder? No parecía una buena opción,
pero era la única que tenía.
La berlina salió de Stevenage por la carretera de Londres a una velocidad vertiginosa. Emma no
tenía modo de averiguar hacia dónde se dirigían. Las cortinillas de las ventanas estaban corridas y
lo único que podía percibir era la velocidad a la que avanzaban. El cordel de las muñecas
empezaba a doler de verdad y notaba un cosquilleo en las manos. Intentó escupir la mordaza,
pero tenía la boca tan seca que no era capaz de dominar la lengua.
—No os preocupéis, lady Emma —dijo Paul al ver sus esfuerzos—. Cuando llegue el momento
de que habléis, podréis hacerlo. Y entonces colaboraréis. Hasta entonces, aceptad mi consejo y
guardad fuerzas para cuando las necesitéis. —Sonrió, su boca se veía a ratos entre la oscuridad. Se
cruzó de brazos y cerró los ojos.

Jemmy lanzó el dado con una exclamación de disgusto.


—Siempre has sido un granuja con los dados, Sam.
Sam sonrió y cogió su jarra de cerveza.
—¿Alguien más? —preguntó.
Los demás hombres negaron con la cabeza.

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—No, por esta noche ya basta —dijo uno de los palafreneros levantándose del barril en el que
estaba sentado y desperezándose—. ¿Habéis visto esa berlina a toda velocidad por la calle
principal?
—No —dijo Jemmy acercándose a la puerta del cobertizo—. ¿En qué dirección iba?
—Hacia Lunnon. Seis caballos corriendo como demonios.
—¿Cuándo?
—Pues hará media hora. Cuando he salido a orinar. —Se rascó la entrepierna recordando el
placer del momento—. No hay mucha gente que se ponga en camino a estas horas de la noche.
—No —admitió Jemmy con aire pensativo. Volvió a mirar al interior del cobertizo. Olía a
cerrado, a cuero, caballo, sudor y cerveza—. Sam, ¿crees que el amo podría estar interesado en un
carruaje que se dirige a Londres a toda velocidad?
—¿A estas horas? —Sam se acabó la cerveza, barrió con la mano el puñado de monedas que
había sobre la caja que habían estado utilizando como mesa y se las guardó en el bolsillo de los
pantalones—. No me apetece moverme.
—Ha dicho que estuviéramos atentos por si pasaba cualquier cosa fuera de lo común —dijo
Jemmy en tono reflexivo—. Creo que deberíamos informarle.
—Tampoco hace falta que vayamos los dos —dijo Sam encogiéndose de hombros.
—Puede que tenga órdenes para los dos —dijo Jemmy—, así que mejor te vienes conmigo. —
Se arregló el chaleco como si se preparara para una entrevista—. Vamos.
Sam lo siguió bostezando exageradamente.
Entraron en la posada por la puerta trasera, que daba al patio interior, y atravesaron la cocina
desierta.
—¿Sabes en qué habitación está lord Alasdair? —preguntó Sam bostezando otra vez.
—Sí —se limitó a decir Jemmy. Subió por las escaleras de la parte trasera y giró sin vacilar por el
pasillo que llevaba a la parte delantera de la posada. Cuando llegaron ante la puerta de Alasdair,
se detuvo y puso la mano en el pasador. Llamó. No hubo respuesta. Volvió a llamar. Tampoco esta
vez contestó nadie.
—Creo que vas a despertar al bello durmiente —dijo Sam.
Jemmy no contestó porque le parecía obvio. Levantó el pasador y abrió la puerta. La habitación
estaba vacía y la cama, intacta. Jemmy se rascó la cabeza.
—Juraría que era ésta. He estado aquí esta tarde mientras el amo se cambiaba para la cena. Me
ha dado las órdenes para la mañana.
—Pues ahora no está —declaró Sam bostezando otra vez—. Me voy a la cama. —Se dio media
vuelta para salir y entonces se paró—. Oye, ¿qué ha sido eso?
Jemmy también lo había oído. Un gemido ahogado procedente del otro lado de la pared. Se
quedó inmóvil con la oreja pegada a la pared. Se oyó otro gemido.
Los dos hombres intercambiaron miradas y salieron corriendo al unísono hacia la puerta del
cuarto contiguo. Estaba mal cerrada y la abrieron de un empujón.
—¡Santo cielo! —exclamó Jemmy hincándose de rodillas junto a la maltrecha figura—. ¡Santo
cielo!
Sam se inclinó sobre Alasdair y le puso los dedos sobre la arteria carótida.

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—Está vivo —dijo—. ¡Dios mío! Quien ha hecho esto sabía lo que estaba haciendo. —Examinó
el cuerpo de Alasdair con una actitud de máximo respeto, igual que alguien que supiera por
experiencia lo que es hacer picadillo a un hombre a base de puñetazos.
Jemmy gruñó, se levantó y cogió la jarra de agua del lavabo.
—Odio tener que hacerlo —murmuró—, pero tiene que recuperar el conocimiento.
Derramó el contenido de la jarra sobre la cara de Alasdair y éste volvió en sí. Ladeó la cabeza y
vomitó entre agónicos gemidos y las convulsiones de la nausea. Poco a poco, el cuerpo iba
despertando.
—No pasa nada, señor, no pasa nada. —Jemmy le sostuvo la cabeza hasta que el malestar
pasó—. Quédese tendido hasta que veamos si le han roto algo —añadió, y volvió a agacharse.
Alasdair cerró los ojos. Tenía la mente en blanco; no era consciente de nada más que del dolor.
Poco a poco fue recuperando la memoria. Profirió un gemido de desesperación. Se habían llevado
a Emma.
—Yo diría que tiene un par de costillas rotas —dijo Sam palpando el cuerpo de Alasdair con sus
expertas manos—. La clavícula está bien. —Se puso en cuclillas y añadió—: Podría haber sido
peor... Sí, podría haber sido mucho peor.
Alasdair intentó encontrar algún alivio en aquellas palabras, pero fue en vano. Por un momento
sintió compasión de sí mismo y deseó estar muerto, no sentir aquel dolor ni el temor que lo
consumía.
—Vendaremos la zona de las costillas, señor —dijo Jemmy—. No podemos hacer mucho más.
—Hablaba con la autoridad de quien se había roto unas cuantas durante su época de yóquey—.
Hay moratones por todas partes. Debe de dolerle una barbaridad.
—Y mucho más, amigo mío —dijo Alasdair, sorprendido de poder dar una respuesta tan seca.
Intentó sentarse y al momento volvió a perder el conocimiento.
Cuando volvió en sí, Jemmy estaba envolviéndole el torso con retazos de lino procedentes de
las sábanas.
—Sam ha salido a buscar árnica y hamamelis, señor. Dice que un cataplasma de malva sería
mejor, pero no tenemos malva. Se la compraremos al boticario cuando se haga de día. —Se
recostó para observar la obra y cogió a Alasdair por las axilas—. Veamos si puede levantarse,
señor.
Alasdair intentó ponerse en pie, pero la tensión en los músculos abdominales le arrancó un
grito y se quedó como un peso muerto en manos de Jemmy, que volvió a dejarlo sentado en el
suelo.
El esfuerzo había extenuado a Alasdair. Se quedó recostado en la pared con los ojos cerrados y
la respiración entrecortada.
—También tenemos láudano —anunció Sam, que acababa de entrar corriendo en la habitación
con un viejo petate de cuero—. Os tomáis una buena dosis y echáis una buena cabezadita. —Dejó
el petate en el suelo y sacó de él unos frascos con árnica, hamamelis y láudano.
—Sam tiene cierta experiencia curando caballos —informó Jemmy, apartándose para que Sam
pudiera ponerse manos a la obra.
—Que haga lo que pueda —dijo Alasdair—. Pero el láudano tendrá que esperar. Ensilla a
Phoenix y dos caballos más del establo. Que sean fuertes y rápidos.

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—¡Pero, señor, no podéis montar! —dijo Jemmy horrorizado.


—Veo que tienes muy poca curiosidad por saber por qué me encuentro en este lamentable
estado —observó Alasdair haciendo un esfuerzo por adoptar su característico tono irónico y con la
esperanza de contener así el temor de su mozo.
—No he tenido tiempo ni de preguntármelo, señor —dijo Jemmy con voz dolida para excusar su
falta de curiosidad—. Estábamos muy ocupados.
—Sí... sí —dijo Alasdair levantando una mano en señal de conciliación—. Han raptado a lady
Emma. —Cerró los ojos otra vez intentando alejar el dolor y el temor. Si se dejaba dominar por la
desesperación, perdería las pocas fuerzas y la poca voluntad que todavía le quedaban.
—Tenemos muy poco tiempo para rescatarla antes de que... —Sacudió la cabeza. No debía
pensar en qué pudieran hacerle.
—Entonces puede que fuera en esa berlina —dijo Jemmy.
Alasdair parecía tener la cabeza ya completamente despejada. Sus ojos habían recuperado la
expresión.
—¿Qué berlina?
—Eso es precisamente lo que os veníamos a decir, señor —dijo Jemmy, y se lo explicó todo.
Alasdair escuchó y sintió que todavía quedaba un atisbo de esperanza. Mientras supieran a
quién perseguir y qué dirección tomar, habría una oportunidad. Denis confiaría en que Alasdair no
se recuperara hasta la mañana, tal vez incluso más tarde, hasta que lo encontraran algunos de los
trabajadores de la posada. Para entonces Denis se encontraría a una distancia prudencial, sumido
en el oscuro caos de la capital, donde sería fácil esconder a Emma y disponer de ella a voluntad.
—Ya está, señor, es lo más que puedo hacer —dijo Sam levantándose y mirando a su paciente
con cara de preocupación—. Pero dudo que podáis montar.
—Pues debo montar. Ayudadme a levantarme. —Respiró hondo e hizo acopio de fuerzas. Al
coger aire sintió una dolorosa opresión a la altura del pecho.
Jemmy y Sam lo cogieron por los brazos y lo ayudaron a ponerse en pie. La cabeza le daba
vueltas y a punto estuvo de desmayarse otra vez, pero logró aguantar. Respirar era una agonía y
procuraba hacerlo de forma superficial.
—Sam, ve a ver los caballos. Jemmy, ayúdame a vestirme.
—Tomad un poco de láudano, señor —sugirió Jemmy—. El suficiente para aplacar el dolor, pero
no tanto como para dejaros sin sentido.
—Sí. Los jinetes lo hacen a menudo —dijo Sam alargándole un frasco—. Os irá bien.
Alasdair decidió que si un ex yóquey y un hombre con la cara curtida como la de un luchador le
daban el mismo consejo, valía la pena aceptarlo. Se tomó las dosis que Sam le preparó.
Aun con la ayuda de Jemmy, vestirse le supuso tanto dolor y esfuerzo que llegó a preguntarse
cómo podía ser que hasta entonces no hubiera reparado en esa tarea, de tan sencilla y natural que
le parecía. La mente se le iba aclarando y el dolor iba pasando a formar parte de él de tal manera
que ya no lo limitaba ni le impedía pensar en otras cosas.
—¿Has dicho seis caballos, Jemmy? —Respirando apenas, se echó la chaqueta sobre los
hombros.
—Sí, señor. Y corrían como alma que lleva el diablo. —Con cuidado, Jemmy cerró la chaqueta
sobre el pecho vendado de Alasdair.

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Alasdair echó un vistazo al reloj de la repisa de la chimenea. Marcaba las tres en punto. Hizo un
cálculo rápido: la berlina les llevaba unas dos horas de ventaja, pero tendrían que parar en alguna
parte para cambiar de caballos o por lo menos para dejarlos reposar. En cualquier caso no podrían
mantenerlos a aquella velocidad por mucho tiempo. Si cabalgaban rápido podrían darles alcance
en el peaje.
A menos que siguieran alguna ruta secundaria, pero Alasdair descartó esa posibilidad. Una
berlina con seis caballos no lo tendría fácil para abrirse paso por los estrechos y accidentados
caminos rurales.
Se sentó con cautela en el borde de la cama y Jemmy le puso las botas. Doblarse era tarea
imposible. Vio su imagen reflejada en el espejo del tocador. Le sorprendió ver que la cara estaba
menos magullada de lo que habría esperado. Se habían ensañado sobre todo con las costillas, el
abdomen y los riñones, seguramente porque era allí donde podían hacer más daño en el menor
espacio de tiempo, pensó. Había sido una agresión sin rencores personales, de lo contrario los
atacantes lo habrían desfigurado.
Era posible que poco después esos mismos hombres hicieran lo mismo con Emma.
Se levantó de nuevo.
—Dame las pistolas, Jemmy. Están debajo de la almohada. —Caminó hasta la puerta, cada paso
requería un esfuerzo supremo de la voluntad. Pero era tal la determinación que le infundía el
temor que trascendía el dolor corporal.
Sam estaba esperándolos delante de la posada. Llevó a Phoenix al montadero que empleaban
las mujeres y los hacendados obesos después de una noche de excesos en la posada.
Alasdair logró subir a la silla por su propio pie, se dejó caer sobre ella y tardó un minuto en
volver a respirar con regularidad. Sólo podía respirar con inspiraciones breves y superficiales.
Luego se enderezó sobre la silla y tomó las riendas.
Jemmy enfundó el par de pistolas en la silla.
—¿Sam y tú lleváis las vuestras? —preguntó Alasdair, y agregó con gravedad—: Las
necesitaréis.
—Oh, sí —dijo Sam—. Las pistolas y esto. —Sonrió y la luz de la luna dejó ver el destello de un
alfanje—. Prefiero los cuchillos. Son más silenciosos.
—Para mí, nada como un trabuco para sembrar la confusión —dijo Jemmy sonriendo a su vez y
acariciando el arma enfundada en su silla.
Alasdair se sintió un poco más optimista al comprobar las ganas de pelea que parecían tener
sus compañeros. No le cabía la menor duda de que su habilidad y su valor no eran menores que su
entusiasmo.
—Vámonos.
Tomaron la carretera de Londres al galope.

Después de la primera hora, Emma había perdido la sensibilidad en las manos. Tenía un dolor
de cabeza espantoso y a cada minuto que pasaba su miedo iba en aumento. Paul Denis iba
sentado frente a ella cruzado de brazos y cerrando los ojos a ratos, aunque la mayor parte del
tiempo la vigilaba con la fría atención de una serpiente que ve acercarse una presa.

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No había ninguna razón para hacerla sufrir de esa manera, a menos que quisiera prepararla
para lo que iba a venir. Para acrecentar su temor. Y estaba dando resultado: su voluntad inicial de
resistirse a sus preguntas y negar todo conocimiento del poema de Ned iba diluyéndose por
momentos.
Paul la cogió desprevenida cuando de improviso se inclinó hacia ella y le sacó la mordaza de la
boca. Sintió un gran alivio, pero por un momento fue incapaz de articular palabra. Era como si la
lengua hubiera perdido su fuerza o como si no recordara cómo moverse.
—Bueno, hablemos un poco de vuestro hermano.
Ella lo observó con la mirada perdida, intentando humedecer la boca reseca.
—¿Queréis un poco de agua? —preguntó con tono casi solícito.
Emma asintió con la cabeza.
Paul se dobló y sacó una cantimplora de cuero de debajo del asiento. La abrió y se la acercó a
los labios. Emma bebió profusamente sin parar mientes al agua que se le derramaba por la
barbilla. Cuando Paul le apartó la cantimplora todavía no había saciado su sed, pero mejor era eso
que nada.
—¿Y bien? —preguntó él tapando la cantimplora—. Su hermano. Hablemos un poco acerca de
lord Edward Beaumont.
Emma pensó en Alasdair, yaciendo inconsciente, apaleado y con los huesos molidos. Miró a
Paul Denis con los ojos encendidos como llamas en su pálida cara.
—Mi hermano está muerto —dijo—. ¿Por qué iba interesaros?
—Oh, creo que lo sabéis —dijo Paul reclinándose y cruzando de nuevo los brazos—. Estoy
seguro de que vuestro amante os ha explicado todo lo que hace falta saber. ¿Por qué razón, si no,
ibais a querer escapar de mí?
—Eso digo yo, ¿por qué? —dijo Emma con sorna—. ¿Qué os hace pensar que escapábamos de
alguien? íbamos a Lincolnshire a cazar.
—Oh, por favor, no pongáis a prueba mi paciencia. —Sacudió la cabeza con fastidio—. No os
interesa que se me agote la paciencia.
Emma apretó las mandíbulas con firmeza, pero el estómago le temblaba de puro miedo. Estaba
segura de no haber conocido nunca a nadie tan intrínsecamente aterrador como Paul Denis. No
acertaba a entender cómo no se había dado cuenta antes. Aunque, en el fondo, sí lo había notado.
Se había percatado de su aire de depredador y de que siempre parecía listo para atacar. Y, que
Dios se apiade de ella, había habido un tiempo en que aquello le había resultado atractivo.
—No me siento las manos —dijo.
—Qué pena —dijo él encogiéndose de hombros. Luego hizo un movimiento abrupto, se echó
hacia delante agarrándola de la chaqueta a la altura del cuello y poniendo su cara muy cerca de la
de ella—. Recibisteis un comunicado de vuestro hermano después de su muerte. ¿Qué decía?
Su aliento era cálido y ligeramente agrio. Sus ojos negros llevaban inscrita la amenaza en la
mirada. Emma intentó zafarse, pero la mano de Paul la atenazó con más fuerza todavía y apretó
los nudillos contra su garganta.
—Su última carta estaba llena de detalles acerca de la hacienda —dijo intentando ladear la
cabeza—. No recuerdo todos los detalles. ¿Por qué iba a interesaros?

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—Su hermano era espía, amén de mensajero y experto en cifrar mensajes —dijo Paul
articulando cada palabra con meticulosa furia.
—¿De verdad? —dijo ella fingiendo indiferencia—. No lo sabía.
La empujó con violencia y Emma cayó de golpe sobre el asiento, pues no podía parar el golpe
con las manos.
Paul se inclinó un poco más y la cogió por la cara, apretando los dedos en sus mejillas hasta que
los ojos empezaron a llenársele de lágrimas. La obligó a abrir la boca y volvió a meterle dentro el
pañuelo hecho un ovillo. Su rostro adoptó una expresión neutra, descorrió la cortinilla de la
ventana y se asomó.
—¡Luiz!
—¿Sí, Paolo? —contestó Luiz frenando un poco los caballos y girándose sobre el pescante.
—Para cuando puedas. Que sea en algún campo apartado. Sin casas a la vista. Donde nadie
pueda oírnos —ordenó, haciendo pausas entre frase y frase.
Emma empezó a temblar por dentro. Tenía la piel fría y sudorosa. Lanzó a Paul una mirada
temerosa.
—Esperaba que pudiésemos charlar aquí —dijo con desenvoltura—. Creía que seríais un poco
más sensata, un poco más complaciente. Pero no importa. —Se encogió de hombros—. Lo mismo
me da conseguir las cosas de una manera que de otra.
El carruaje se balanceó abruptamente hacia la derecha. Las ruedas de hierro empezaron a rodar
por una superficie muy accidentada haciendo un ruido sordo. Como la cortinilla seguía descorrida,
Emma vio el oscuro bulto de los setos tan cerca del lateral del carruaje que rozaban el barniz
produciendo un chirrido. Debían de haber tomado una pista muy angosta.
—Aquí está bien —dijo Luiz deteniendo los caballos—. No se ve a nadie en varias millas a la
redonda.
Paul abrió la puerta y bajó. Era una noche luminosa, despejada y fría. Le echó un vistazo al
sendero y saltó por encima de una pequeña acequia hacia un campo de rastrojos con una hilera de
álamos que protegía del viento. No había ni rastro de ninguna casa.
—Saca a la muchacha.
Luiz hizo bajar a Emma de la berlina y ésta cayó de rodillas a causa de la altura. El hombre
volvió a levantarla y de un empellón la hizo cruzar la acequia y entrar en el campo.
—Voy a ocuparme de los caballos —le dijo a Paolo—. Para esto no me necesitas.
Evidentemente estaba incómodo y Emma tuvo por un momento la esperanza de que acudiría
en su ayuda. Mas la esperanza se evaporó al ver que se alejaba del campo y que los dos matones
que iban montados en los caballos cruzaban la acequia y se quedaban a su lado.
—Encended una hoguera —mandó Paul—. Junto a esos árboles.
Nadie parecía prestarle la menor atención. Miró a su alrededor. ¿Lograría escapar corriendo?
Pero aun no había acabado de evaluar ese plan desesperado cuando Paul dijo:
—Id a los árboles. —Le puso la mano en la parte baja de la espalda y la empujó hacia delante.
Caminó a trompicones por entre los duros rastrojos hasta la hilera de árboles, donde los dos
hombres se afanaban en recoger astillas y ramas. ¿Para qué encender una hoguera? ¿Por el frío?
¿Porque le gustaba estar cómodo mientras interrogaba a sus víctimas?

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Se quedó ensimismada viendo cómo recogían las astillas y las ramas, y cómo de ellas empezaba
a salir humo primero y una llama después.
—Al suelo con ella. —La voz de Paul llegó como un disparo en la oscuridad. Los dos hombres
cogieron a Emma y la obligaron a tenderse en el suelo junto al fuego; uno de ellos la mantenía con
los hombros pegados al suelo mientras el otro le desabrochaba las botas.
Entonces lo entendió. Podía sentir el calor del fuego en sus pies desnudos y aquello la llenó de
horror.
—La última carta de vuestro hermano —dijo Paul arrodillándose junto a ella—. Vamos a ver si
la recordáis, ¿os parece?

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1155

— Parece que iban a galope tendido —observó Jemmy examinando el rastro de la berlina y
los seis caballos—. A esta altura los caballos han comenzado a agotarse. ¿Tú qué opinas, Sam?
Sam desmontó para echar un vistazo más de cerca.
—Sí —asintió—. Los de varas se inclinan a la izquierda.
—Bien, sigamos —dijo Alasdair quien pese a saber que esas averiguaciones eran necesarias
empezaba a impacientarse. Si la berlina se apartaba del camino en algún momento y ellos no caían
en la cuenta, podían perderle el rastro. Tampoco quería caer sobre ellos sin más. Les superaban en
número y, en su estado presente, no podía ofrecer mucha resistencia en combate cuerpo a
cuerpo. Su única baza era el sigilo y la sorpresa.
Siguieron cabalgando bajo la luz de la luna. Jemmy y Sam sabían cómo sacar lo mejor de sus
monturas y sus caballos apenas si rozaban el suelo. Phoenix les seguía el ritmo sin problemas, pero
Alasdair era consciente de que les llevaban dos horas de ventaja.
El láudano le había aliviado el dolor, que había quedado relegado a la periferia de su
sensibilidad, como a la espera. Tenía la mente clara e iba barajando y descartando las diversas
opciones. ¿Debían atacarlos en el camino o debían esperar a llegar a Londres? Una emboscada
sería lo mejor, pero para ello era necesario adelantar a la berlina. Cuando se hiciera de día,
tendrían menos oportunidades.
Finchley Common. Una emboscada en los brezales. Allí podrían encontrar el lugar adecuado. Si
conseguían llegar antes que ellos, podrían acecharlos.
—Eh, se han desviado por aquí.
El susurro de Sam lo sacó de su ensimismamiento y levantó la mirada.
—Mirad —dijo Sam señalando el suelo con el látigo—. Han hecho girar la berlina por aquí y
luego han seguido por esa senda.
—Qué estupidez —opinó Jemmy—. Por aquí apenas pasaría un calesín.
—¿Por qué? —se preguntó Alasdair mirando en torno. Le pareció vislumbrar un leve resplandor
en el cielo hacia oriente. La luz zodiacal. ¿Dispondría Denis de algún escondite en los alrededores?
Después de todo, ¿no llevaba a Emma hacia Londres?
Pero de nada servía hacerse esas preguntas. Hizo girar a Phoenix por el sendero.
—Y ahora silencio —murmuró—. Puede que anden cerca.
Siguieron los surcos en el barro hasta que la senda describía una curva. Alasdair tiró de las
riendas y le hizo a Sam una seña para que acudiera a su lado.
—Desmonta y ve a echar a un vistazo —murmuró, sus palabras eran poco más que un leve
susurro en el aire frío.
Sam descabalgó, caminó en dirección a las profundas sombras de los setos y dobló la curva.
Alasdair esperó con el corazón en un puño y presa de una terrible agitación. ¿Habría llegado
demasiado tarde?

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Sam pareció ausentarse durante una eternidad y durante ese tiempo Alasdair reparó en las
heridas sufridas. El láudano comenzaba a perder su efecto y las consecuencias de esas dos horas a
caballo empezaban a notarse.
Cuando Sam volvió a emerger de entre las sombras de los setos, Alasdair tuvo que contenerse
para no gritarle.
—¿Y bien? —susurró.
—Se han detenido un centenar de metros más adelante. Han dejado a un hombre a cargo de
los caballos y los demás están en el campo. Han encendido una hoguera. —Miró a Alasdair, que
seguía a lomos de su caballo—. Creo que se han llevado a lady Emma junto al fuego —dijo con voz
serena.
El rostro ya de por sí pálido de Alasdair, adquirió una expresión cadavérica y la luz de la luna le
confería un tono verdoso, céreo. Su mente, no obstante, trabajaba con la frialdad y la precisión de
un estoque. Si le estaban haciendo algo, significaba que no la habían matado. Eso era todo lo que
tenía que pensar.
—Sam, ¿puedes encargarte del hombre de los caballos? ¡En silencio!
—Sí, creo que sí —dijo Sam acariciando el alfanje que llevaba ceñido al cinto.
Alasdair desmontó con alguna dificultad, aunque ya no sentía dolor. Su cuerpo se movía
obedeciendo al cerebro, ajeno a cualquier otro estímulo.
Jemmy desmontó también y ató a los tres caballos.
—Adelante, pues. Ve por él y desata los caballos de las varas —ordenó Alasdair a Sam—. Tienes
diez minutos antes de que nosotros pasemos a la acción.
¡Diez minutos! No quería ni pensar en lo que podían hacerle a Emma en diez minutos.
—Jemmy y yo avanzaremos campo a través desde aquí. Tienen que creer que somos más de los
que somos. Cuando oigas el trabuco de Jemmy, mandas a los caballos en dirección a ellos. Quiero
confusión, ¿me habéis entendido?
Jemmy y Sam asintieron con la cabeza. Jemmy desenfundó su trabuco. Estaba cebado con una
carga de plomo que se disparaba formando un amplio arco de destrucción.
Alasdair empuñó sus pistolas. Cada una tenía un disparo. Tendría que bastar con eso. Pero Paul
Denis también llevaría una.

Emma sudaba. Estaba tendida sobre un barro endurecido y frío, pero su cuerpo estaba bañado
en sudor. La hoguera desprendía un calor intenso y las plantas de sus pies, pese a que todavía no
habían sido quemadas, parecían ajarse como anticipando el efecto del fuego.
Paul Denis le sacó la mordaza de la boca y le hablaba con voz queda. Emma notaba que unas
manos la sujetaban por los tobillos. A medida que Paul iba hablando, las manos acercaban sus
contraídos pies a la fuente de calor. Quería decirle lo que deseaba saber, pero había algo, un
recóndito residuo de terco orgullo que no se lo permitía.
Pensó en Ned. Pensó en Alasdair. Dejó que su mente retrocediera hacia la infancia, hacia todo
aquello que habían compartido. Le parecía estar oyendo la estentórea risa de Ned y la voz
maliciosa de Alasdair. Estaban en el campo, era verano y los campesinos recogían el heno. Podía
oír el corte de las hoces y el silbido de los mayales. Sentía el sabor de las fresas en la lengua.

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Gritó.

Alasdair oyó el grito. Lo oyó como en la distancia. Siguió avanzando por los campos, pegado a
los setos y con Jemmy siguiéndolo pegado a su espalda. Las llamas de la hoguera iluminaban la
escena. Tres figuras en cuclillas en torno a otra estirada en el suelo. Calculó la distancia con
cuidado. Tendrían que acercarse bastante si querían hacer el máximo daño posible con el trabuco,
pero no lo suficiente para ser detectados antes de tiempo.
Empuñaba una pistola en cada mano. Su cuerpo se movía con la fluidez del agua. Parecía no
pertenecerle, pero no importaba. Cuando distinguió la silueta de la berlina en el sendero a través
de las ramas desnudas, se reclinó en los setos y le hizo una señal a Jemmy.
Jemmy salió de entre las sombras gritando desaforadamente y avanzó unos cuantos pasos
antes de abrir fuego con el trabuco. Alasdair estaba justo detrás de él, con las pistolas a punto y a
la búsqueda de su objetivo.
Sam disparó desde detrás de los setos, y los caballos saltaron la acequia y avanzaron por el
campo comandados por el látigo de Sam. Galoparon en dirección al fuego y cuando notaron el olor
del humo y el calor de las llamas se encabritaron. Sam dio un trallazo con el látigo para que
siguieran adelante y los animales levantaron los cuartos traseros y agitaron los cascos.
Los hombres de la hoguera se pusieron en pie de un salto e intentaron apartarse de la
trayectoria de los cascos. La carga del trabuco de Jemmy pasó entre ellos.
Alasdair levantó una pistola y apuntó. La silueta de Paul Denis se dibujaba perfectamente
contra las llamas. Apretó el gatillo y Paul cayó de rodillas, llevándose la mano al hombro.
Sam entró en la refriega y volvió a disparar. Dejó la pistola a un lado y desenfundó el alfanje.
Mientras soltaba cuchilladas a diestra y siniestra sonreía con una macabra satisfacción.
Los hombres de Paul intentaron replegarse pero era demasiado tarde. Uno de ellos llegó a
disparar su pistola, pero el proyectil voló sin infligir daño alguno a través del campo hasta
incrustarse en el tronco de un álamo. El alfanje de Sam lo hirió en el brazo y lo dejó fuera de
combate. El otro cayó al suelo tras recibir un golpe de garrote de Jemmy.
Emma intentó arrastrarse por el suelo para alejarse tanto del fuego como de los caballos
desbocados, pero como seguía teniendo las manos atadas a la espalda no lograba levantarse. Se
hizo un ovillo y contuvo la respiración.
De repente se hizo el silencio. Le pareció que en torno a ella todo quedaba en calma. De
improviso, se encontró con las muñecas liberadas. Todavía no se sentía las manos, pero
experimentó una gran sensación de alivio.
Alasdair se agachó junto a ella. Intentó levantarla, pero no pudo y tuvo que ser Sam quien la
tomara en brazos.
—¿Estás bien? —preguntó Alasdair con voz preocupada.
—Más o menos —dijo ella mirándolo entre maravillada e incrédula—. Temía que te hubieran
matado.
Alasdair negó con la cabeza y le tocó los pies. Profirió una violenta blasfemia al ver las ampollas.
Se giró hacia Paul Denis, que había logrado ponerse en pie pero seguía presionándose el hombro
con la mano. La sangre le manaba entre los dedos.

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—Os voy a conceder unos minutos de mi tiempo —dijo Alasdair calmosamente. Sin apartar los
ojos de Denis, le hizo una señal a Jemmy.
Jemmy, que comprendió en seguida, le alargó el látigo sin pronunciar palabra.
Alasdair cerró los dedos en torno a la empuñadura de madera pulida y sin desclavar la mirada
de Denis ordenó:
—Sam, llévate a Emma a la berlina, y Jemmy, vuelve a enganchar los caballos a las varas.
Dejadme cinco minutos a solas con este canalla y luego volved para ayudarme a inmovilizarlos.
—De acuerdo —dijo Sam asintiendo alegremente y se fue con la muchacha hacia el sendero.
Jemmy parecía reacio. Lord Alasdair no estaba del todo recuperado y no le agradaba la idea de
dejarlo a solas con tres hombres, aunque estuvieran fuera de combate. Sin embargo, el rostro de
Alasdair tenía una expresión tal que el mozo casi sintió piedad por los tres hombres. Finalmente,
hizo un movimiento de cabeza casi imperceptible y fue a enganchar los caballos.
Emma tardó un rato en darse cuenta de que la pesadilla había terminado. Sam la cargaba como
si fuera una pluma, rodeándola con sus musculosos brazos. Emma tenía tanto frío como antes
calor, sentía escalofríos en el espinazo y le castañeteaban los dientes.
—Estáis conmocionada —dijo Sam al subirla a la berlina—. Suele suceder. Os traeré algo.
Desapareció durante un minuto o dos, durante los cuales Emma oyó que Jemmy hablaba con
los caballos para tranquilizarlos mientras los enganchaba en las varas. Cuando puso los pies en el
suelo de la berlina, el dolor fue tan intenso que se desplomó al tiempo que involuntariamente
profería un grito. Se preguntó qué debía de haberle ocurrido al cuarto hombre, al que llamaban
Luiz y que había conducido el carruaje.
Sam regresó con una bolsa de cuero y un frasco. Destapó el frasco y se lo acercó a los labios.
—Tomad un buen trago de esto.
Era coñac. Sintió que le abrasaba la garganta y le calentaba el estómago. Aquello la hizo salir de
su extraño trance. Se incorporó y meneó la cabeza como para disipar los últimos residuos de
aquella pesadilla.
Puso las manos sobre el regazo. Tenían un insólito y mortecino color blanco y era incapaz de
moverlas... ni siquiera los dedos.
—No me obedecen —dijo a Sam con voz quejumbrosa.
Sam cogió primero una mano y luego otra y las apretó entre sus palmas duras y callosas.
—En nada volveréis a sentirlas.
Emma decidió creerle. Sam había centrado su atención en los pies. La porción de piel quemada
escocía espantosamente, pero la parte superior del pie estaba entumecida por el frío.
Sam revolvió en la bolsa de las medicinas y sacó de ella un ungüento pestilente con el que le
untó las plantas de los pies. Al momento sintió un gran alivio.
—Ahora me voy a ayudar al amo. Quedaos aquí sentada, volveremos en un momento.
Saltó de la berlina y se agachó para examinar al cochero, que yacía inmóvil en la acequia, donde
Sam lo había arrojado después de golpearlo en la cabeza con un garrote.
—Eh —murmuró Sam—. Tú te vienes conmigo.
Se cargó a Luiz al hombro y se adentró en el campo con él.

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Alasdair estaba de pie ante Paul Denis y la tralla del látigo descansaba en el suelo a su lado. Paul
Denis estaba en el suelo replegado en forma fetal y casi inconsciente.
Sam dejó caer a Luiz en el suelo junto a los otros dos hombres, quienes, lejos de su cruel
hieratismo anterior, observaban ahora temerosos a aquel diablo vengador que empuñaba el
látigo.
—Átalos —ordenó Alasdair—. Amordázalos y escóndelos tras los árboles, donde nadie pueda
verlos. Los dejaremos aquí para recogerlos más tarde.
Para Charles Lester sería un placer echarle la mano encima a Paul Denis.
Sam y Jemmy se aplicaron a la tarea con entusiasmo. Alasdair, que volvía a sentir que el dolor
llenaba todo su cuerpo, era incapaz de ayudarlos. Se dio media vuelta y se fue en dirección a la
berlina. Cada paso que daba era una agonía.
Subió por su propio pie al carruaje y se dejó caer sobre el asiento frente a Emma con los ojos
cerrados y respirando entrecortada e irregularmente.
—¡Alasdair! —dijo Emma inclinándose sobre él e intentando cogerlo de las manos. Dejó
escapar una exclamación al ver que la sangre volvía a circular por sus manos y que, entre dolores,
volvían a la vida—. ¡Santo cielo! —Las colocó entre sus rodillas y las presionó con fuerza en un
intento de contener el dolor.
Alasdair abrió los ojos al instante.
—¿Qué tienes, cariño?
—Las manos. Vuelvo a sentirlas —dijo ella esbozando una trémula sonrisa, y añadiendo con
humor—: Menudo pareja desastrosa estamos hechos. Yo que intento tocarte y que no lo consigo.
—Yo que quiero abrazarte y que no lo consigo tampoco —replicó él, intentando adoptar el
mismo tono burlón.
—Ésta ha sido una aventura que, si puedo evitarlo, prefiero no repetir —dijo Emma con otra
valiente sonrisa. De niña, corría siempre en busca de aventuras tras Ned y Alasdair, seguía sus
pasos porque estaba convencida de que vivirían aventuras y quería estar allí para vivirlas con ellos.
La boca entumecida de Alasdair insinuó una sonrisa al captar la alusión.
—Éstas son la clase de cosas por las que las aventuras tienen mala reputación, cariño. Incluso
Ned estaría de acuerdo.
—¿Te pondrás bien? —La sonrisa se había desvanecido. Alasdair tenía muy mal aspecto: estaba
gris, verde, céreo, sus ojos eran dos cuencas saturadas de dolor.
—Me siento como si me hubiera arrollado una manada de percherones —confesó
compungido—. Pero Jemmy me ha asegurado que no son más que moratones y un par de costillas
rotas. —Respiró hondo un par de veces, y luego añadió—: ¿Qué tal tus pies?
—Sam me ha puesto algo. No me los siento. —Lo miró con el ceño arrugado, y preguntó—:
¿Has matado a Denis?
—Casi —dijo él en tono neutro—. Lo hubiera hecho, pero hay un par de personas a las que les
gustaría mucho tener una charla con él.
—Espero que charlen con él igual que él charló conmigo —dijo Emma sin piedad.
—Listos para partir, señor —dijo Jemmy asomando la cabeza por la puerta abierta—. Hemos
atado nuestros caballos al carruaje. ¿Volvemos a Stevenage o seguimos hacia Londres?

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—¿Qué ha sido de María? —exclamó Emma de repente—. Debe de estar muerta de la


preocupación. Tenemos que volver a Stevenage.
—No, tenemos que ir a Londres de inmediato —dijo Alasdair—. Tengo que encargarme de que
alguien venga a recoger a estos salvajes antes de nada. Cambiaremos postas en Barnet y
alquilaremos postillones y un cochero para que nos lleven a ti y a mí. Sam y Jemmy volverán a
caballo a Stevenage con una nota para María. Ellos se encargarán de llevarla de vuelta a Mount
Street lo antes posible.
—A sus órdenes, señor. —Jemmy cerró la puerta de la berlina y saltó a lomos de uno de los
caballos de varas. Sam hizo restallar el látigo y los animales empezaron a avanzar por la estrecha
senda.
—Hay coñac en la bolsa de Sam —dijo Emma indicando la bolsa que había sobre el asiento
junto a Alasdair.
Alasdair cogió el frasco y bebió un buen trago, luego se echó hacia delante y se lo acercó a los
labios de Emma.
—¡Es horrible! —exclamó él—. Necesito abrazarte, pero no logro mover un músculo. ¡Si no
fuera por mi mala cabeza, nada de esto habría ocurrido!
—¿Qué culpa tienes tú?
—Debería haber tomado más precauciones en la posada —dijo él con amargura, y dio otro
sorbo de coñac—. Tendría que haber dejado a Sam o a Jemmy apostado frente a la puerta...
Tendría que haberte cambiado de habitación en el último momento para despistarlos... Tendría
que haberme quedado despierto... Oh, la lista es interminable.
Emma frunció el ceño.
—Hablas como si hicieras esto todos los días. Primero me entero de que mi hermano es un
espía... y... —Arrugó la frente intentando recordar las palabras de Denis— un experto en cifrar
mensajes. Y ahora resulta que tú eres un custodio profesional o algo por el estilo.
Alasdair negó con la cabeza.
—No, me temo que no. Soy un aficionado sin mucho futuro. Me vi involucrado en todo esto
porque los superiores de Ned en la Guardia Montada creyeron que como viejo amigo suyo y
administrador tuyo, conseguiría averiguar el paradero del documento. Lo ideal habría sido
registrar tus dependencias y encontrar el poema sin que tú te enteraras de nada.
Emma guardaba silencio. Estaba demasiado exhausta para pensar con claridad, pero no le
gustaba la idea de que durante semanas aquellos hombres sin rostro que nada sabían sobre ella
hubieran estado manipulándola. Y tampoco le gustaba la idea de que Alasdair tuviera más de un
motivo para volver a inmiscuirse en su vida.
—¿Por qué accediste? —preguntó pasado un rato.
—Por Ned —contestó él sin más—. Ned murió por el contenido de ese poema. No podía dejar
que su muerte fuera en vano.
Emma asintió. No podía reprochárselo. Con todo, la apenaba darse cuenta de que, en cierto
modo, Alasdair había estado espiándola. No había confiado en ella hasta que no había tenido más
remedio. Seguía siendo la misma persona reservada de siempre.

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Cerró los ojos e intentó no pensar en nada. Los pies habían empezado a dolerle de nuevo, y, sin
saber por qué, lejos de sentirse feliz y aliviada por haber dejado atrás aquella pesadilla, lo único
que quería era llorar como una niña.
Alasdair se abandonó al traqueteo de la berlina. A cada sacudida le parecía sentir la agonía de la
muerte, pero el sentimiento de culpabilidad y la rabia hacia sí mismo eran mucho más fuertes.
Podía percibir la aflicción de Emma, pero no sabía qué hacer para aliviarla. Le cogió los pies y se los
puso sobre el regazo, sosteniéndolos entre las manos. Era lo único que podía hacer... la única
forma que tenía de tocarla dado su penoso estado.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1166

María se precipitó escaleras arriba al llegar a la casa de Mount Street. Harris le abrió la
puerta y ella entró atropelladamente en el vestíbulo, desatándose las cintas del sombrero.
—¿Dónde está lady Emma? ¿Alguien ido a buscar al doctor Baillie? Oh, Señor, qué cosa tan
terrible. Que preparen gelatina de ternera ahora mismo. Y unas gachas... ¡Ay, el corazón! ¡El
corazón! ¡Qué palpitaciones! —Subió las escaleras corriendo y se deshizo del mantón, del
sombrero, del bolso y de los guantes tirándolos por el suelo mientras el impasible Harris, que
venía siguiéndola, los iba recogiendo.
—El doctor Baillie está con Emma en estos momentos, señora, y la gelatina ya debe de estar
lista —afirmó, en un tono algo molesto—. Aunque a lady Emma, como bien sabemos, no le gusta
la gelatina de ternera.
—Oh, pero le conviene... le conviene. Da la orden en la cocina. —María atravesó el corredor en
dirección al cuarto de Emma.
—¡Oh, querida, querida mía! —dijo entrando—. Esa nota de Alasdair... No supe cómo
tomármelo. Un accidente, decía. ¡Ay, el corazón! —Se dio una palmada en el pecho con una mano
temblorosa—. ¡Un accidente en mitad de la noche! Pero ¿se puede saber qué hacías, cariño? Ay,
doctor, espero que no sea un caso desesperado.
Corrió hasta la cama y se agachó para besar a Emma antes de desplomarse sobre la chaise
longue abanicándose con la mano.
—No, nada de desesperado, señora Witherspoon —la tranquilizó el doctor—. Lady Emma tiene
unas quemaduras en los pies, pero le he puesto un bálsamo.
—¡Quemaduras! —exclamó María abriendo unos ojos como platos—. ¡En los pies! Pero ¿cómo
ha ocurrido, cariño?
—Me quedé dormida con los pies en el guardafuegos —dijo Emma—. Qué estúpida. —Estaba
sentada sobre la cama, completamente vestida a excepción de las medias y los zapatos—. Pero
tranquilízate, María. No es nada.
—Oh, ¿y por qué no estás en la cama? Lo mejor es que te desvistas y te acuestes ahora mismo,
¿verdad, doctor? —dijo María poniéndose en pie—. Le diré a Tilda que venga y que te traiga
gelatina de ternera.
—María, odio la gelatina de ternera —protestó Emma. María remediaba con eso todos los
males—. Y no necesito meterme en la cama. Apenas es mediodía.
Pero como si hablara con las paredes. María ya había ido a buscar a Tilda.
—Lo mejor será que no caminéis durante uno o dos días —dijo Baillie acabando de vendarle los
pies—. ¿Conque dormida con los pies en el guardafuegos? —añadió enarcando incrédulamente
una ceja.
—Así es —dijo Emma con firmeza—. Qué estúpida, ¿verdad?
—Debéis de tener el sueño pesado —dijo Baillie— para no despertaros a causa del dolor.
—Tengo un sueño pesadísimo, doctor.

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—¿De veras? —dijo el doctor empezando a guardar las cosas en el maletín—. Tengo que ver a
otro paciente. Vaya mañanita la de hoy. Al parecer, lord Alasdair también ha tenido un pequeño
accidente.
—Oh, ¿de verdad? —dijo Emma fingiendo sorpresa y curiosidad—. Qué coincidencia tan
extraordinaria. Ha tenido que suceder después de regresar a la ciudad. ¿Acaso se lo ha hecho
montando?
—Conduciendo, por lo que sé. Volcó con el cabriolé y las ruedas le pasaron por encima. Dice el
criado que ha sido bastante serio.
—Qué mala suerte. —Emma meneó la cabeza y chasqueó la lengua—. Y eso que lord Alasdair
es un conductor experimentado.
—Hasta el conductor más experimentado puede perder el dominio de sus caballos —observó el
doctor secamente—. Y ahora hacedme caso, lady Emma, tomaos una dosis de láudano y
descansad un poco. —Le lanzó una mirada astuta—. Parece que habéis sufrido una pequeña
conmoción a causa de las quemaduras. No tenéis muy buen aspecto.
Emma estaba lejos de tener buen aspecto. A decir verdad, la perspectiva de pasar un rato
inconsciente le parecía muy atractiva. Pero estaba preocupada por Alasdair y sabía que sería
incapaz de descansar hasta que Jemmy le contara cómo había ido la entrevista con el médico.
María apareció trajinando una escudilla de plata.
—Te he traído un poco de caldo de cebada, cariño. Es un buen reconstituyente. Y por si no
quieres la gelatina, he pedido en la cocina que te preparen una tisana con mi receta especial. —
Dejó la escudilla sobre la mesita de noche y sin casi hacer ninguna pausa, añadió—: Si surge el
menor motivo de preocupación, le mandaré llamar, doctor Baillie.
—No habrá ninguno —dijo Emma, preguntándose cómo reaccionaría María si supiera que
Alasdair también había sufrido un accidente... un accidente sin relación con el suyo, por supuesto.
Con todo, la coincidencia le llamaría la atención a cualquiera—. El doctor Baillie tiene que atender
a más pacientes, María —declaró con firmeza—. Me recuperaré en seguida.
María acompañó al doctor a la puerta.
—Decidme qué debo hacer, doctor; sabed que soy una enfermera competente.
Emma puso una mueca al oír que la voz de María se perdía por el pasillo. Olió la escudilla y
sacudió la cabeza. María era encantadora, pero estaba cargada de manías. Seguro que le pediría
más explicaciones de las que le había dado hasta el momento.
—El doctor Baillie dice que deberías tomarte el láudano y descansar, cariño —dijo María
entrando de nuevo en el cuarto—. Ahora te daré un poco de caldo. Te ayudará a recobrar fuerzas.
Emma dijo que no hacía falta que se lo diera, pero aceptó comer un poco para dar satisfacción
a María.
—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó María con gesto acuciante mientras Emma tomaba una
cucharada de caldo—. ¿Por qué os marchasteis en mitad de la noche sin decir nada? —
Ciertamente estaba desconcertada.
—Me quedé dormida y me quemé los pies. Alasdair pensó que debíamos volver a Londres en
seguida para me viera el doctor Baillie... Me dolía bastante, como comprenderás. —Emma estaba
maravillada por la facilidad con que las mentiras, pese a su inverosimilitud, manaban de su boca—.
Alasdair estaba muy preocupado, tanto que seguro que no pudo pensar en nada mejor. Cuando

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cambiamos postas en Barnet se le ocurrió mandarte la nota. Tendría que haberte llegado antes de
despertar. Espero que haya sido así. —Lanzó a María una mirada inocente.
María meneó la cabeza.
—Bueno, sí, así ha sido, gracias al cielo. La verdad es que no sé qué habría hecho si me hubiera
encontrado con que habías desaparecido de tu cuarto sin decir palabra. Creo que me habría dado
un soponcio del que no me habría recuperado.
—De verdad que lo siento, María —dijo Emma cogiéndole una mano—. Hicimos muy mal, pero
me dolía tanto... y Alasdair estaba tan preocupado que supongo que no pensamos en nada más.
—Sí, creo que puedo imaginarme cómo ha ido todo —dijo María, vacilando todavía—. Podría
pasarle a cualquiera, desde luego. —Se sentó en el borde de la cama mirándola con gesto atónito
y compungido—. Pero habría preferido que me hubieras despertado. Me habría vestido en un
decir Jesús.
—Me parece que Alasdair creyó que las quemaduras eran más graves de lo que son —se
justificó Emma. Lo importante en realidad no era que María se creyera toda aquella patraña, lo
importante era que se aviniera a aceptarla tácitamente.
—En fin, de verdad que no sé —dijo María meneando otra vez la cabeza—. Tilda vendrá para
arroparte.
Emma pensó que probablemente lo mejor sería que se comportara como una auténtica inválida
y asentir. Así complacería a María, y en verdad le debía cierta complacencia. María querría
cuidarla y si le permitía hacer su voluntad, lo más probable era que dejara de hacer preguntas. Por
supuesto, cuando supiera del «accidente» de Alasdair le picaría la intriga, pero lo mejor era no
adelantar acontecimientos.

Alasdair soportó las atenciones del doctor sin protestar. Se negó, no obstante, a que le hiciera
una sangría, alegando que bastantes moratones tenía ya para añadir otro sin necesidad.
El doctor Baillie refunfuñó, pero no insistió.
—Vuestro mozo dice que os lo habéis hecho conduciendo, señor —dijo vendándole las costillas
rotas con tiras de lino.
—Sí —asintió Alasdair apretando los dientes—. He sido demasiado temerario, qué estupidez.
—¿Una carrera, señor?
—Podría decirse así —replicó Alasdair—. ¡Ay! Por el amor de Dios, hombre, un poco de
cuidado.
—El vendaje tiene que estar bien apretado, señor, de lo contrario los huesos no se sueldan —
dijo Baillie, impasible ante la cascada de improperios de su paciente—. No haga esfuerzo durante
un día o dos, hay peligro de que una de las costillas le perfore el pulmón. Tiene que permanecer
echado para darles tiempo a soldarse.
Alasdair juró con renovado vigor, aunque sabía que el hombre tenía razón. El insoportable
dolor que sentía al respirar era prueba más que suficiente.
—Vengo de ver a lady Emma —dijo Baillie con indiferencia—. Tengo entendido que estabais
con ella cuando se quemó los pies.
—Si hubiera estado con ella, no se habría quemado —dijo Alasdair no sin razón.

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—Muy cierto, señor. Dice que se quedó dormida con los pies en el guardafuegos. —Sacudió la
cabeza—. Qué extraño... casi imposible, me atrevería a decir.
Alasdair no respondió. Baillie era un chismoso de primera categoría. Sin duda lo pasaría en
grande regalando los oídos de sus distinguidos pacientes con el relato de esos dos extraños
accidentes. Guardar silencio parecía ser la única forma digna de reaccionar. Sus propios amigos lo
mortificarían sin piedad cuando se enteraran de que, precisamente él, había volcado con el
cabriolé. Tendría que aguantar.
—Acaba de llegar una carta para vos, lord Alasdair —anunció Cranham entrando en el
dormitorio con una bandeja de plata—. El mensajero ha dicho que no requiere respuesta.
La misiva estaba lacrada con el sello de la Guardia Montada. Alasdair lo rompió. Charles Lester
le informaba de que los cuatro bultos habían sido recogidos y que serían abiertos en las próximas
horas.
Alasdair asintió con gesto grave. No le cabía duda alguna de que los hombres de la Guardia
Montada eran interrogadores tan experimentados y desapasionados como Paul Denis y sus
secuaces. Un interesante caso de burlador burlado.
Por lo visto, el caso que había empezado con la muerte de Ned quedaba por fin zanjado. Al fin
podría dedicarse a Emma sin distracciones. Por lo menos, corrigió, cuando dejara de sentir ese
dolor infernal.
Tuvieron que pasar tres días para que pudiera salir de la cama. Estaba débil como un recién
nacido, y aunque el doctor Baillie no le hubiera prescrito reposo para permitir que las costillas se
soldaran, no habría podido moverse sin sentir terribles molestias.
La casa había sido un ir y venir de gente desde que la noticia de su accidente llegara a oídos de
sus amigos y Alasdair había llegado a adquirir una gran práctica en el gesto de encogerse de
hombros para admitir su torpeza y una gran paciencia para sobrellevar las pesadas burlas de sus
visitantes.
De Emma tuvo pocas noticias. Recibió un mensaje en el que se le informaba de que se sentía
mucho mejor, pero que todavía tenía dificultades para caminar, por lo que seguía recluida en casa.
Ni ella ni María recibían visitas. Le había mandado ramos y ramos de rosas y violetas, por las que
no recibía más que un correcto agradecimiento. Estaba inquieto, preguntándose el porqué de ese
aparente distanciamiento. Parecía que cada vez que alcanzaban algo parecido a un acuerdo, ella
se alejaba de él.
Se preguntó si acaso ella lo culpaba de lo ocurrido. Tenía todo el derecho. Alasdair se
culpabilizaba a todas horas. Temía que aquella terrible experiencia la hubiera traumatizado y no la
dejara recuperar su habitual alegría, su vibrante energía y el buen humor que la caracterizaba.
Pasó tres días tumbado sobre su espalda, inquieto, resoplando. Poco a poco empezó a respirar
con menos dificultades y el dolor fue remitiendo. Al cuarto día, se levantó y consiguió caminar
hasta el sillón del cuarto de estar. Se desplomó sobre él sudando profusamente y jurando
impíamente por su ridículo estado de debilidad.
—Daos tiempo, señor —le aconsejó Cranham.
—Tiempo es algo de lo que no dispongo —espetó Alasdair. No sabía por qué, pero tenía la
sensación de que cada minuto que pasaba inmóvil era una preciosa porción de tiempo que perdía.
Presentía que algo pasaba con Emma, y que él no estaba allí para intervenir, fuera lo que fuera.

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Emma estaba tan confundida como Alasdair. No sabía qué le ocurría. Todo le parecía cubierto
por una pátina gris. Se decía a sí misma que era cosa del tiempo, del terrible tiempo inglés que
mostraba esos días su peor rostro con aquella llovizna y esos cielos cargados. Se dijo también que
era consecuencia de aquella desdichada aventura.
Pero no. Sabía que había llegado a algo así como un punto de inflexión. Llevaba semanas
aproximándose a él, y la discusión en El león rojo de Barnet había hecho que tomara conciencia de
ello aunque la cuestión estaba lejos de resolverse. El horror de aquella noche en manos de Paul
Denis le había servido para contemplar aquel capítulo sin apasionamiento y llegar a una certeza: o
se casaba con Alasdair o no debía volver a verlo. No podía vivir únicamente de lujuria y de pasión.
Ella lo amaba. Se lo había dicho y era la verdad. Cuando estaba con él sentía que estaba
completamente viva, que vivía la vida al máximo, que apuraba hasta el último vestigio de emoción
que le brindaba el momento. Así eran las cosas, lo amara o lo odiara. A fin de cuentas, eran dos
caras de la misma moneda.
Pero ¿podría vivir con un hombre que ocultaba tantos secretos? Alguien para quien esconder
información era algo natural. Un hombre que no admitía preguntas, que respondía con
despiadados sarcasmos a todo aquello que a su juicio revestía la más mínima intención de
entrometimiento.
Por una parte, lo conocía. Lo conocía muy bien. Pero al mismo tiempo le estaban vedados
numerosos rincones de su corazón. Él siempre se había mantenido distante. Ya de niño, a veces se
encerraba en sí mismo y se negaba a hablar con nadie, ni siquiera con Ned. Entonces se ponía a
tocar, daba paseos en solitario y descubría un placer morboso en rechazar a cualquiera que
intentara penetrar en su retiro.
Ned siempre decía que era debido a la familia de Alasdair, a que él nunca se sintió parte de ella.
Se había distanciado de su familia y había elegido otra, pero las heridas del niño cicatrizaban
lentamente, si es que en verdad cicatrizaban. Emma ya se había dado cuenta de ello pese a ser
una chiquilla. Ned y ella protegían a Alasdair, le toleraban sus retiros y sus malas contestaciones
en un esfuerzo por acercarse a él en su soledad.
Pero ¿podría vivir con él... ser su esposa... sabiendo que la tomaría con ella si, por voluntad o
por accidente, cruzaba los límites? ¿Soportaría vivir con alguien que tenía una vida privada que no
compartía con nadie? Él decía que la amaba, y ella lo creía. Pero ¿la amaba lo suficiente para
abrirse a ella? ¿Lograría Alasdair abrirse a alguien algún día?
Permanecía tendida, mirando el techo, donde el resplandor del fuego titilaba. La noche se
cernía sigilosamente. Él le había prometido que en ese momento ella era la única mujer de su vida.
Estaba dispuesta a creerlo, porque Alasdair no mentía. Despreciaba la mentira. Cuando no
deseaba hablar sobre algo, simplemente no lo hacía.
Nunca hablaba de la madre de su hijo.
Lucy. Emma ni siquiera sabía su nombre antes de la discusión en la taberna de Barnet. No sabía
ni si tenía un niño o una niña. ¿Cómo iba a casarse con él si no sabía estas cosas ni se atrevía a
preguntarlas? Él diría que a ella en nada le afectaban, pero no era cierto.
Era un amante maravilloso. Y evidentemente, era un experto administrador de fortunas. Pero
Alasdair nunca sería un buen marido, al menos no para una mujer como ella, que necesitaba la
claridad, la transparencia, la sinceridad. No soportaba los secretos. No podía aceptar la idea de

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que alguien la engañara. Tal vez fuera un defecto de su carácter, pero Emma se conocía y sabía
que comprometerse con un hombre que no veía la necesidad de ser completamente sincero en
sus relaciones la haría desgraciada. Mejor cortar por lo sano ahora, mientras el dolor aún fuera
tolerable. Sin embargo, cada vez que creía haber tomado la decisión, lo reconsideraba. Todas las
noches se tendía mirando la luz en el techo y lo pensaba una y otra vez buscando la manera de
cambiar de opinión.
A la quinta noche, no pudo más. Al levantarse por la mañana, bajó renqueando al salón del
desayuno, donde estaba María, que se quedó mirándola con la taza de té en la mano y una
expresión entre sorprendida y preocupada.
—Querida, ¿por qué no estás desayunando en la cama?
—Estoy harta de estar en la cama —dijo Emma sentándose a la mesa—. Luego voy a vestirme y
a salir.
—¡Pero no puedes salir! —exclamó María—. ¡De ninguna manera! ¿Qué pasará con tus pobres
pies, querida?
—Mis pies ya están mejor —dijo Emma untando una tostada con mantequilla—. Me pondré
zapatillas de seda, así no me apretarán.
—En fin, supongo que si quieres que te dé un poco el aire, será lo mejor —dijo María sin
oponer resistencia—. Un paseo en calesa no te hará ningún daño.
—Esta mañana tengo que hacer un recado yo sola —dijo Emma—. Pero por la tarde, a las cinco,
iremos con la calesa al parque para que todo el mundo se entere de que hemos vuelto.
—¿Tú sola? —dijo María claramente dolida—. ¿Y se puede saber qué tienes que hacer tú sola,
cariño?
Emma frunció el entrecejo. Si le contaba a María que iba a hacer algo tan vergonzoso como
visitar a Alasdair en su propia casa, a la pobre mujer le entraría un ataque de histeria. Las
jovencitas no debían visitar a un caballero en su casa, por más que se tratara de un viejo amigo o
de su administrador.
—Eso no te lo puedo decir —dijo tras un silencio—. La verdad es que es mejor que no lo sepas.
—Le lanzó una sonrisa—. Créeme, es mejor así.
—Oh, cariño, ¿vas a hacer algo escandaloso? —preguntó María disgustada.
—Haré lo posible porque nadie me vea —dijo Emma para tranquilizarla.
—Ay, señor —suspiró María, que no se había tranquilizado, y cuando Emma le dijo a Harris que
llamara un coche de punto se llevó las manos a la cabeza horrorizada y se retiró al tocador.
Emma dirigió al cochero a Albermarle Street. Un coche de punto era lo mejor para no llamar la
atención. Al llegar a Albermarle Street Emma se asomó a la ventana para ver los números de las
casas. Buscaba la número dieciséis.
—Es la siguiente a la derecha —gritó, y el cochero se detuvo a un lado de la calzada. Al bajar,
Emma echó un vistazo a los miradores que había a lado y lado de la puerta principal. Entonces se
quedó petrificada, con un pie en la calle y el otro todavía en coche.
Miraba fijamente la que sin duda era la sala de estar de Alasdair. Y aquél, sin duda, era Alasdair.
Tenía a una mujer entre los brazos. Una mujer de poca estatura cuya cabeza le llegaba apenas al
pecho. La rodeaba con sus brazos y con la mano le acariciaba la cabeza.
Emma sintió un vahído y volvió a entrar en el coche.

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—Cochero, vaya al final de la calle. Deténgase en la esquina.


El cochero se encogió de hombros y obedeció. Paró en la esquina de Stafford Street. La pasajera
miró por la ventana calle abajo, hacia el número dieciséis.
¿De verdad lo había visto? ¿Había visto a Alasdair abrazando a una mujer en el salón de su
propia casa? La cabeza le daba vueltas y las preguntas se agolpaban una tras otra. Él le había
prometido que era la única mujer de su vida. Se lo había prometido.
Mientras seguía mirando la casa como presa de un trance, la puerta se abrió. Alasdair salió de
ella rodeando con el brazo a la mujer, que lo contemplaba con lo que a Emma le pareció devoción
absoluta. Alasdair la cogió por los hombros y la besó antes de abrazarla con tanta fuerza que por
poco la levanta del suelo.
Se suponía que Alasdair tenía que hacer reposo a causa de las heridas... que estaba demasiado
débil para salir de casa y acercarse por Mount Street. ¡Sin embargo, no le dolía tanto como para
tener que dejar de coquetear! Sonrió y le acarició la mejilla a la mujer.
Emma sintió una oleada de furia desatada. ¿Cómo osaba mentirle a ella? Seguía siendo el
mismo seductor sinvergüenza de siempre. Un día le prometía amor y matrimonio y al siguiente se
ponía a flirtear con la primera que le llamaba la atención.
Se quedó mirando cómo la mujer se iba calle abajo mientras Alasdair permanecía en el umbral
saludándola con la mano. Cuando volvió a entrar en la casa, Emma buscó un chelín para el cochero
en el bolso, se apeó de un salto, se arremangó las faldas y corrió hacia el número dieciséis.
Golpeó la puerta con la aldaba, estaba ciega de furia, era incapaz de pensar con claridad.
Cranham se quedó estupefacto al ver que de sus ojos saltaban chispas y tenía el rostro lívido de
rabia.
—Lord Alasdair está en casa, si no me equivoco —dijo apartando a un lado al sirviente y se
dirigió directamente a la puerta de la izquierda.
Cranham cerró la puerta principal y corrió para abrirle la de la sala de estar, pero ella se le
adelantó, la abrió de golpe y cerró dando un portazo en las narices de Cranham.
—¡Emma! —dijo sorprendido Alasdair dándose la vuelta desde la mesilla donde estaba
sirviéndose una copa de jerez—. ¿A qué debo el honor de esta visita, cariño? —Se acercó a ella
con los brazos extendidos, pero entonces reparó en su expresión. Dejó caer los brazos y la alegría
se le borró del rostro. La miró con recelo.
—Oh, no irás a decirme que no estás acostumbrado a recibir la visita de mujeres —dijo Emma
con menosprecio—. No esperarás que me crea eso. Seguro que acuden en manadas... seguro que
hacen fila para tener el privilegio de...
—¡Emma, por el amor del cielo, basta! —exclamó Alasdair—. No sé de qué diablos me estás
hablando, lo cual, ahora que lo pienso, ocurre siempre que me acusas de algo —añadió con
acritud—. ¿Puede saberse qué demonios es lo que he hecho ahora?
—¿No lo sabes? —dijo mirándolo incrédula—. ¡No puedo confiar en ti, Alasdair! —Dio una
vuelta por la habitación a paso rápido, el vuelo bordado de su vestido crudo de crepé ondeaba al
caminar.
Alasdair la observaba confuso, también él empezaba a enojarse como respuesta al enfado de
ella, aun cuando no acababa de tener clara la causa.

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Emma se detuvo frente a él y, articulando cada palabra con lentitud como si estuviera
dirigiéndose a un necio, dijo:
—Me dijiste que yo era la única mujer de tu vida. ¿Te acuerdas, Alasdair? ¿Te acuerdas? —Le
dio un golpe en el hombro con la punta del dedo—. Me dices eso y a los pocos días te veo en los
brazos de una...
—¡Cuidado con lo que vas a decir, Emma! —interrumpió él agarrándola de la muñeca. Su voz
era suave—. Ten mucho cuidado.
Emma decidió que no era necesario faltar al respeto a la mujer que acababa de ver con él. Daba
lo mismo que fuera una furcia o una mujer de buena cuna.
—¿Y bien, quién es ella? —preguntó con triste curiosidad—. La mujer a la que estabas
abrazando en esta misma habitación hace diez minutos. La mujer a la que has besado en el
umbral. No me ha parecido que fuera una extraña. Debe de ser alguien a quien conoces bien.
Alguien con quien tienes una relación estrecha, de lo más íntima. —Se apartó de él con un gesto
de disgusto—. No es que me importe. ¿Por qué iba a importarme? Jamás podré creerte. Me has
mentido. Siempre me mientes.
—Yo no te he mentido jamás —dijo Alasdair con parsimonia—. ¡Y no me des la espalda! —Le
puso la mano sobre el hombro e hizo que se girara para verla cara a cara—. Puesto que hablas de
confianza, Emma, ¿te has planteado que yo no puedo confiar en que confíes en mí? ¿Lo habías
pensado? ¿Por qué siempre tienes que pensar lo peor? ¿En qué te basas? ¿Sabes lo agotador que
es estar siempre bajo sospecha? ¿Tener la sensación de que siempre me estás vigilando, sacando
conclusiones sobre mí, esperando un desliz?
—Eso no es verdad —gritó Emma—. Yo no hago eso. Tú, en cambio, siempre andas con
secretos. Hay facetas de tu vida sobre las que te niegas a hablar. ¿Cómo voy a confiar en ti, si no sé
lo que pasa en tu vida, si ni siquiera sé lo que piensas la mitad del tiempo? Obviamente, cuando te
niegas a compartir las cosas da la impresión de que ocultas algo. Después de la última vez...
después de lo que me ocultaste en su momento... ¿cómo voy a creerte? —Se pasó la mano por los
ojos. Tenía lágrimas de rabia—. No vas a decirme quién era esa mujer. ¿Qué esperas que piense?
—No —dijo Alasdair con gélida determinación—. Creía que podríamos arreglar las cosas, pero
está claro que no es así. Esto no puede salir bien. No puedo ni quiero vivir todo el tiempo bajo
sospecha, con la sensación de que vigilan mis pasos.
—Es verdad, tienes razón —replicó Emma—. Esto no puede salir bien, eso mismo había venido
a decirte. —Se volvió hacia la puerta haciendo ondear el vestido—. Adiós, Alasdair. —Y cerró de un
portazo tras de sí.
Alasdair se acercó a la ventana apretando los dientes y con una mirada dura en los ojos y la vio
alejarse rápidamente calle abajo sin ni siquiera echar la vista atrás.
—¡De todas las arpías, ella es la más terca, insoportable y desconfiada! —gritó Alasdair a las
cortinas de terciopelo. Ningún hombre digno de tal nombre podía tolerar eso. ¿Acaso debía
rendirle cuentas de lo que hacía a cada minuto, de cada conversación que tenía, de cada persona a
la que conocía?
No había esperado que Lucy fuera a verle aquella mañana. A decir verdad, nunca antes lo había
hecho. Pero Tim había decidido que no quería volver a la escuela. Mike no había querido
intervenir y Lucy, cuyo mayor deseo era que su hijo creciera y se convirtiera en un caballero como
su padre, había acudido a Alasdair para pedirle ayuda.

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Alasdair no sabía si le habría explicado todo aquello a Emma en el caso de que se lo hubiera
preguntado de forma amable y no sacando conclusiones ridículas.
Se sentó, le dolían las costillas, los moratones parecían estar del mismo humor que él. Siendo
sincero consigo mismo, no creía que se lo hubiera explicado. Habría sorteado sus preguntas de la
manera habitual, haciendo oídos sordos, como siempre.
¿Tenía derecho a una explicación? Cogió la copa de jerez y tomó un sorbo mientras cavilaba.
Empezaba a calmarse y el dolor iba remitiendo.
«¡Maldita mujer! ¡Habrase visto semejante bruja inquisidora!» ¿A qué se refería con que había
ido a decirle que aquello no podía salir bien? ¿Habría resuelto al fin no casarse con él?
Apuró la copa y la dejó sobre la mesa. Parecía como si alguien le oprimiera el espinazo con un
dedo helado. ¿Se enfrentaba a una situación más seria que sus habituales trifulcas? Seguro que no
había querido decir lo que había dicho. Él por lo menos no. Con el acaloramiento del momento,
ambos decían cosas que no debían tomarse en serio. Era su forma de ser.
Sin embargo, si ella había ido a verlo para decirle aquello antes del estallido de ira, la cosa era
distinta. Alasdair conocía la fuerza de su determinación. Si Emma había tomado una decisión, sería
difícil hacerla cambiar de idea.
Con todo, era preciso lograrlo. No podía vivir sin ella. Por más suspicaz, imposible y
temperamental que fuera.
Se levantó de la silla y fue hacia el piano. Se sentó y tocó una serie de acordes antes de atacar
Las estaciones de Haydn.
«Si es verdad que la música tiene la propiedad de apaciguar a las bestias salvajes, la necesito
como agua de mayo», pensó Alasdair torciendo la boca con gesto irónico. Se disponía a acabar con
sus costumbres de toda una vida.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1177

María escuchaba los sonidos provenientes de la sala de música. Al principio se había oído
un tumultuoso aluvión de notas, pero lo que se oía en ese momento sonaba en clave menor,
suave como el llanto, y le oprimía el corazón. No era tan insensible para no darse cuenta de que
Emma no era la misma desde que habían vuelto de Stevenage. Estaba tensa y susceptible, y, en
reposo, su rostro adoptaba una expresión que a ella le parecía a la vez triste y confundida. Sin
embargo, nada tan triste como la música que estaba interpretando. María no poseía el don de la
elocuencia, pero creía estar escuchando la expresión de un alma atribulada.
Ella no tenía la menor idea de a dónde había ido Emma aquella mañana pero había vuelto como
un torbellino, dando portazos y se acabó encerrando en la sala de música sin decirle una palabra a
nadie. La música llenaba la casa con su desesperada tristeza y la pobre mujer se sentía impotente.
La sala de música era sacrosanta. Sólo Alasdair entraba en ella mientras Emma estaba tocando.
Emma tocaba para sacarse los pensamientos de la cabeza. No había ido a ver a Alasdair para
poner fin a su relación de forma irrevocable, por más que eso fuera lo que le había dicho. Había
ido a hablar con él, a pedirle que comprendiera su ansiedad. Había ido a verlo con la esperanza de
que le diera algo que le permitiera amarlo sin reservas.
Pero ya no había lugar para la esperanza. Sólo ahora se daba cuenta de que todo estaba total e
irremediablemente dicho y de cuánto había perdido. La primera vez había sido doloroso, pero la
segunda era casi insufrible. Se había estado atormentando con la posibilidad de ser feliz, y
finalmente esa posibilidad se le había escapado entre las manos.

Alasdair llegó a la casa con su cabriolé mediada la tarde. Le tendió las riendas a Jemmy y subió
los peldaños de la entrada principal con un paso algo menos ligero y ágil que de costumbre.
Harris le abrió la puerta.
—Espero que os hayáis recuperado del accidente, lord Alasdair.
El joven aludido hizo una mueca. Hasta los sirvientes estaban al corriente de las habladurías.
—Estoy mejor, gracias, Harris.
Se quedó en el vestíbulo escuchando el mensaje que transmitía la música de Emma desde la
parte trasera de la casa. Tenía la boca rígida y la mirada grave. De modo que había desistido. Sólo
una gran infelicidad podía alimentar aquella manera de tocar. Tendría que valerse de ello para
lograr su propósito.
Pasó junto al mayordomo haciendo un gesto con la cabeza. Ante la puerta de la sala de música,
vaciló un instante. Por fin, la abrió y entró. Al cerrar pasó el pestillo.
—Márchate —ordenó Emma por encima de la música, irritada ante la idea de que alguien
hubiera violado la regla no escrita de no entrar mientras estuviera tocando.
—No —contestó Alasdair.
Las manos de Emma cayeron sobre el teclado produciendo un acorde estremecedor.

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—Ponte la capa —dijo colocándose detrás de ella y levantándola por las axilas. Se adelantó a
sus protestas diciendo simplemente—: Y no discutas conmigo, estoy al límite de mi paciencia.
Ella se giró y se quedó mirándolo anonadada.
—Pero ¿qué haces?
—Te vienes conmigo —contestó él impasible. Se dio la vuelta y cogió la capa, que había sido
arrojada sin cuidado sobre una silla—. Póntela. El camino es largo y cuando oscurezca hará frío.
Emma sacudió la cabeza.
—Yo no voy a ninguna parte contigo. Se acabó, Alasdair, ¿es que no lo entiendes?
—No —dijo él sujetando la capa—. Ni lo entiendo ni lo acepto. Y ahora ponte esto, por favor.
Emma creía que nunca lo había visto comportarse de aquella manera. Estaba calmado, la voz
era serena, pero había una severidad tensa en su gesto, en la expresión de la boca y en la
gravedad de la mirada. No era furia, sino una determinación absoluta. La clase de determinación
desesperada que hace que un náufrago se aferré a un madero a la deriva.
Sin ser muy consciente de lo que hacía, se puso la capa. Alasdair le acercó los guantes y esperó
con el sombrero de ella en las manos hasta que hubo acabado de ponérselos. Entonces él le puso
el sombrero, de color azul oscuro, y le ató las cintas de terciopelo azul claro bajo la barbilla.
Emma intentó resistirse de nuevo, con una nota de desesperación en la voz.
—Alasdair, esto es ridículo. Estás perdiendo el tiempo. Nada va a cambiar. No puedes
obligarme a que me vaya contigo.
—Ven —dijo él abriéndole la puerta.
«Es como si me llevara sujeta con una correa invisible», pensó Emma, incapaz de creer que
estuviera yéndose con él contra su propia voluntad y sin que Alasdair empleara la fuerza. Salió al
vestíbulo.
—Oh, ¿vais a salir otra vez? Alasdair, os he visto desde la ventana —dijo María, que bajaba
corriendo las escaleras, claramente aliviada de que la música hubiera cesado—. ¿Os lleváis a
Emma a dar una vuelta? ¿Ya os habéis recuperado? Qué cosa tan terrible. Y justo después del
accidente de Emma... qué coincidencia tan curiosa.
—No esperéis a Emma para cenar —dijo Alasdair sin molestarse en contestar a la avalancha de
preguntas de María.
—Santo cielo, ¿y por qué no? ¿Adónde vais? —preguntó María mirándolo fijamente, reparando
por fin en su expresión y en el rostro pálido y agarrotado de Emma y la palpable tensión que había
entre ambos—. ¿Pasa algo? —preguntó temerosa.
—No —dijo Alasdair tranquilamente—. No pasa nada. Vámonos, Emma. —Y poniéndole la
mano en la parte baja de la espalda la llevó hacia la puerta.
Emma, cual marioneta a merced de los hilos, obedeció sin rechistar. Igualmente en silencio,
consintió en que la ayudara a subir al cabriolé.
Jemmy la saludó alegremente, pero al momento también él se dio cuenta de que las cosas no
marchaban como debían. Calló, saltó a su puesto en la parte de atrás y los caballos arrancaron.
—¿Adónde me llevas? —preguntó Emma al fin.
—A un sitio al que debía haberte llevado hace tiempo —contestó Alasdair en tono uniforme—.
Tendrás que perdonarme, pero no estoy de humor para mucha conversación.

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Aquél era un comentario tan sumamente arrogante dadas las circunstancias, y por lo demás tan
propio de Alasdair, que Emma por poco se arremanga las faldas y se baja del carro en marcha.
Como si le leyera el pensamiento, Alasdair alargó una mano y la sujetó del muslo con firmeza.
Emma dejó la mirada perdida hacia delante y apretó los labios.
Cuando llegaron a la tranquila villa de Kensington, Emma estaba intrigada aun contra su
voluntad.
De repente Jemmy se puso muy recto sobre su plataforma.
—Bueno, ahora sí que la vamos a tener —dijo para sí, consciente ya de su destino.
Dejaron atrás Hammersmith y atravesaron el río en Chiswick. Emma miró a Alasdair. Parecía
que por fin se había relajado, tenía la mandíbula menos rígida. «Claro, que no le interesa
trasmitirles la tensión a los caballos», pensó Emma. Lo más probable era que no se hubiera
relajado en absoluto.
Doblaron en el arco de entrada de una posada que lucía como enseña las palabras El león rojo.
Alasdair se apeó y tendió la mano para ayudar a Emma, que bajó y miró a su alrededor. El león
rojo no tenía nada de especial. ¿Qué estaban haciendo allí?
—¿Os espero aquí, señor? —preguntó Jemmy tomando las riendas de Alasdair.
Alasdair asintió con la cabeza y tomó a Emma por el brazo.
—Tenemos que caminar un poco.
—Suerte que las ampollas no me duelen mucho —dijo ella en tono mordaz.
—Esta mañana, desde luego, tampoco —replicó él—, a juzgar por la manera en que te has
marchado corriendo por Albermarle Street.
Emma lo miró como si quisiera acuchillarlo y vio por un momento que su expresión se
suavizaba, que sus ojos recobraban el brillo habitual, aunque al poco volvió a desaparecer y su
semblante se tornó de nuevo circunspecto.
Dejaron el patio de la posada y recorrieron un estrecho callejón de pequeñas casas hasta que
llegaron al final. La última vivienda era mayor que las otras y Emma vio una pequeña granja en el
terreno adyacente.
Alasdair abrió la verja y con un gesto le indicó a Emma que lo precediera en el camino hasta la
puerta principal. Llamó a la puerta, que abrió inmediatamente un muchacho alto y desgarbado
que miró a Emma con curiosidad.
—Emma, te presento a mi hijo —dijo Alasdair con calma—, Tim. Tim, te presento a lady Emma
Beaumont.
La cabeza empezó a darle vueltas. ¿Por qué no se lo había advertido? Por supuesto, cómo iba a
hacerlo. Era muy propio de Alasdair. Era su forma de castigarla por haberlo obligado a hacer eso.
Pues muy bien, estaría a la altura del reto. ¡Señor, cuánto le recordaba el aspecto de aquel
muchacho al joven Alasdair!
Emma le tendió la mano al chico.
—Tim, me alegro mucho de conocerte —dijo sonriendo sinceramente.
El muchacho hizo una reverencia pero no podía disimular que tenía la cabeza en otro sitio. Le
lanzó a su padre una mirada inquisitiva.
—Mamá ha ido a verte.

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—Así es, esta mañana —asintió Alasdair—. ¿Está en casa?


—Está en la cocina con Sally. Están preparando el picadillo.
—Bien, ¿por qué no vas a pedirle que...?
—¡Alasdair! —el grito de júbilo procedía del interior de la casa—. He oído tu voz. Qué bien que
hayas venido tan rápido.
En la puerta apareció la mujer que Emma había visto por la mañana. Lucía una amplia sonrisa.
Llevaba un delantal sobre el vestido de muselina y sostenía en la mano un gran cucharón de
madera.
—Oh, santo cielo —dijo al ver a Emma. Se limpió la mano que tenía libre con el delantal,
parecía turbada—. No me has avisado de que ibas a venir acompañado, Alasdair.
—No, él nunca avisa de nada —dijo Emma dando un paso al frente y tomando la iniciativa del
encuentro. Le tendió la mano—. Tú debes de ser Lucy... Oh, por favor, perdonadme, qué
maleducada. ¿Señora...?
—Hodgkins —dijo Lucy, estrechándole la mano. Miró intrigada a Alasdair.
—Permíteme que te presente a lady Emma Beaumont —dijo Alasdair—. Tengo intención de
casarme con ella.
Emma se quedó con la boca abierta ante tamaña desfachatez. Ese hombre era imposible. Lucy
sonreía. Tim movía los pies, estaba incómodo.
—Vaya, me hace muy feliz... Madre mía, es una noticia estupenda —dijo Lucy—. Entrad, entrad.
Esto merece celebrarse con un vaso de vino de saúco. Mike está en el campo. Timmy, vete a
buscarlo... vamos. Entrad, lady Emma. Perdonad el desorden. No esperaba ninguna visita.
«Lucy, como la mayoría de las personas, no parece inclinada a cuestionar las pretensiones de
Alasdair», pensó Emma entrando en el pequeño vestíbulo. No se le habría ocurrido preguntarse si
Emma deseaba convertirse en la esposa de Alasdair.
Sin embargo, habría sido una grosería por su parte estropear el encuentro. Todo el mundo
parecía alegrarse por la noticia de Alasdair y nadie encontraba extraño que hubiera llevado a
Emma a conocerlos. ¿Sería distinto el Alasdair que ellos conocían? ¿Un Alasdair menos reservado?
Saltaba a la vista que el personaje urbano y sardónico que interpretaba en sociedad no encajaba
en aquel entorno doméstico y acogedor.
Mike Hodgkins, que no tardó en llegar con Tim, tenía el mismo aire feliz que su esposa. Le dio la
mano, la felicitó y luego, con escrupulosa formalidad, hizo lo mismo con Alasdair, a continuación
soltó una gran carcajada, besó a su mujer y sirvió unos vasos de vino.
Emma notó que Tim parecía no querer moverse del lado de su padrastro. Lo escuchaba cuando
hablaba, se reía cuando él se reía y se apresuraba a rellenarle el vaso cuando se le vaciaba. Pensó
que no parecía estar muy cómodo en presencia de Alasdair, pese a que éste lo trataba con un
afecto y una sencillez que rara vez profesaba en compañía de otros. Era la parte de él que a Emma
le gustaba. Y la que le gustaba a Ned.
Tim, sin embargo, era hijo de Mike Hodgkins en todo menos en la sangre. ¿Sería eso una
molestia para Alasdair? Él sabía muy bien lo que era ser separado de los padres... No sentir lazos
afectivos con la propia familia. ¿Qué sentiría su hijo?
Mientras miraba, escuchaba y cumplía con su papel, Emma pensó en el mucho tiempo que ella
y Alasdair habían perdido porque él no había querido mostrarle aquella faceta de su vida. Era ésa

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una cuestión que debía ser solventada. Ella lo amaba. Y si una persona ama a otra, ¿cómo no va a
comprender una parte tan importante de la vida de la otra persona? ¿Y cómo era posible que él no
se diera cuenta de ello?
Se quedó mirándolo fijamente, pensando en su terquedad. En ese momento él la miró y lo que
Emma vio en sus ojos le cortó la respiración. Había en ellos una interrogación y una súplica.
Entonces entendió lo mucho que Alasdair se había jugado aquella tarde.
Ella le sonrió y le tendió una mano. Él se levantó y cruzó el pequeño salón. Le tomó la mano y se
la acercó a los labios. La habitación estaba en un silencio que parecía envolverlos.
A continuación Alasdair le soltó la mano y con voz serena le dijo:
—Tim, Mike y yo tenemos que hablar de un asunto. ¿Nos disculpáis un momento?
Emma hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Le pareció que Tim se ponía nervioso,
aunque creía que no tenía ninguna razón para estarlo.
Lucy fue a sentarse junto a Emma en la ventana.
—No sé qué es mejor —le confió—. Alasdair quería mandar a Tim a su antigua escuela, sería
muy bueno para Tim. Pero él no quiere ir.
—¿A Eton? —dijo Emma arrugando la nariz—. Mi hermano y Alasdair nunca dijeron una
palabra amable sobre ese sitio.
—Pero allí harían de Tim todo un caballero —dijo Lucy.
—No, si él no quiere —dijo Emma—. Sólo harían que se sintiera desdichado.
—Pero tiene que ir al colegio —insistió Lucy—. Ni siquiera quiere ir a la escuela del pueblo... ni
con el rector, que le enseña latín y griego. Esta mañana he ido a preguntarle a Alasdair qué puedo
hacer.
Emma movió la cabeza. Aquella mañana parecía muy lejana. Como si entre medio hubiera
transcurrido toda una vida de errores, confusiones y desconciertos.
—¿Y qué es lo que quiere Tim?
—Quiere ser granjero, como Mike —dijo Lucy jugando con los deditos del bebé—. Mike es un
buen granjero... y un buen cabeza de familia. No podría querer un marido mejor. Pero Tim podría
llegar más lejos, tiene más oportunidades.
—Pero quizá Alasdair podría buscarle oportunidades que sean más de su gusto —dijo Emma
dubitativa. No quería interferir. Toda aquella situación le venía tan de nuevo que hablar por boca
de Alasdair le parecía a la vez peligroso e inadecuado—. Si lo que quiere es ser granjero, siempre
será mejor granjero si sabe leer y entender las cosas. Hoy en día hay muchísimo que aprender
sobre el trabajo del campo: rotaciones de cultivos, construcción de cercados... —Calló, dándose
cuenta de que se estaba dejando llevar por el entusiasmo. Ella estaba hablando de gestión de
grandes explotaciones y Lucy y Mike eran pequeños agricultores.
Lucy parecía impertérrita. Asentía con la cabeza con aire pensativo.
—¡Mamá, no voy a volver con el rector nunca más! —Tim entró en el salón dando botes con la
cara enrojecida y los ojos brillantes—. Y no tendré que ir a ningún colegio cuando sea demasiado
mayor para ir con la señorita Baldock. Cuando Mike lo crea adecuado, iré a aprender cómo se
mantiene una gran granja.
«Bien hecho, Alasdair.» Emma asintió en silencio. Tanto Alasdair como Mike parecían
satisfechos con la decisión.

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Alasdair se agachó para besar a Lucy.


—Espero que estés contenta, Lucy. Es lo mejor.
—Sí —dijo ella sonriendo—. Eso mismo estaba diciendo lady Emma.
Alasdair dirigió una mirada extrañada a Emma y dijo:
—Bueno, creo que no debemos interferir más en vuestra vida. Vámonos, Emma —dijo
ofreciéndole el brazo.
Emma lo cogió, se despidió y salió con él. Mientras caminaban, Alasdair hizo una observación.
—Me alegra ver que pensamos lo mismo sobre Tim. Claro que tú y yo, futura esposa, siempre
hemos estado de acuerdo en casi todo.
—Todavía no sabes qué pienso respecto al matrimonio —apuntó Emma con ligera aspereza.
—Dímelo pues, cariño.
Emma respiró hondo.
—¡Eres un arrogante, un intolerante y un embustero, deberías pudrirte en el infierno!
—Nunca había oído piropos como éste en tu boquita de miel, ángel mío.
—Pues esto no es más que el principio —dijo Emma—. Pienso llenarte los oídos de insultos
todos los días durante el resto de tu miserable existencia.
—Querida, voy a ser el hombre más feliz de la tierra —dijo él alegremente, y añadió—: Además,
el día que me canse de oírte, sólo tengo que hacer una cosa.
—¿Ah, sí?
Se detuvo entre las sombras del callejón. Sus ojos relucían como esmeraldas bajo la luz del
atardecer. Lentamente selló los labios de Emma con los suyos.
—¿Lo dudas, Emma, amor mío? —murmuró desplazando la boca por la suave curva de su
cuello.
—No —susurró Emma—. Ya no me queda ninguna duda... ninguna en absoluto. —Con el pulgar
le resiguió la línea de los labios—. Ya nada puede hacerme dudar.

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EEPPÍÍLLO
OGGO
O

—¡ Pensaba que íbamos a Vauxhall! —dijo Emma desconcertada mientras los dos remeros
pasaban de largo la entrada de Vauxhall Gardens. Las miles de luces de los jardines iluminaban el
río y la música de la glorieta llegaba hasta el agua y se perdía en el frío de la noche.
—He cambiado de parecer —dijo Alasdair con una lánguida sonrisa. Estaba sentado en el bote
frente a ella con los brazos cruzados y sus brillantes ojos la miraban fijamente a la cara. Emma
estaba especialmente elegante aquella noche con su capa para la ópera hecha de terciopelo
blanco con adornos plateados en la piel de zorro. La cara quedaba enmarcada por el recogido del
pelo y el collar. Sus ojos parecían oro puro a la luz de las antorchas de popa y la boca parecía
reclamar el beso.
—Pues yo no —replicó Emma, todavía confusa—. Además, decías que iba a haber una gran
fiesta. —Puede que haya exagerado un poco. —¿Qué es todo esto, Alasdair?
—Una pequeña sorpresa —respondió él—. Pero no pienso echarla a perder, así que puedes
ahorrarte las preguntas.
Emma se reclinó en su asiento. Ya había notado algo cuando Alasdair se había presentado en
Mount Street para acompañarla a la fiesta de Vauxhall Gardens. Era como si le estuviera
escondiendo alguna cosa; parecía estar reprimiendo un gran entusiasmo, sólo que Alasdair nunca
se entusiasmaba por casi nada.
Emma lo miró entrecerrando los ojos, dispuesta a dejarse sorprender. Notó un ligero escalofrío
de emoción en la espalda. Se tapó las piernas con unas pieles y se quedó contemplando la orilla.
Poco después habían dejado atrás las luces de Londres y el único sonido perceptible era el batir
suave y acompasado de los remos en las aguas oscuras.
Llegaron a un tramo en que el río se estrechaba. En la orilla del sur se veía un brillo de luces. Los
remeros acercaron el bote a la orilla, hasta que chocó suavemente con las escaleras de un
embarcadero.
—¿Dónde estamos? —preguntó Emma, mirando hacia la orilla. En lo alto de las ramas
deshojadas de un roble había colgadas lámparas de aceite que iluminaban los escalones y el río,
pero era imposible ver qué había más allá de ellas.
Alasdair se limitó a seguir sonriendo y salió del bote. Le tendió la mano y cuando Emma se puso
en pie el bote se balanceó un poco. Uno de los remeros la ayudó a salir.
Como no parecía querer decirle dónde estaban, subió los escalones y llegó a la orilla. Del río
partía un sendero de gravilla flanqueado de árboles e iluminado por farolillos colocados a
intervalos regulares. Al fondo, alcanzó a divisar un edificio encalado de techo bajo, las ventanas
estaba iluminadas y trazaban arcos dorados sobre el verde césped.
—¡Oh, qué bonita! —exclamó sin querer—. Es un sitio fabuloso.
Alasdair pagó a los remeros y fue con ella.
—Me alegro de que os guste, señorita. —Sonrió y le acarició la mejilla con un dedo
enguantado—. Vamos, entremos. Empieza a hacer fresco.
La cogió de la mano, enlazando los dedos con los de ella y recorrieron el sendero.
Una criada les abrió la puerta, hizo una reverencia y les sonrió.

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Boda en San Valentín

—Todo está como ordenasteis, señor. Si necesitáis cualquier cosa, sólo tenéis que llamar.
—Gracias. —Alasdair volvió a coger a Emma de la mano y la condujo a las escaleras que había al
fondo del vestíbulo. Subieron un tramo y pasaron a un pasillo.
Emma estaba intrigada. Había llegado a la conclusión de que debían de estar en la villa de
Chelsea. Pero ¿por qué habría pagado Alasdair a los remeros? Tal vez fueran a regresar por
carretera. Seguramente habría considerado que haría demasiado frío para volver por el río.
Alasdair abrió una puerta al fondo del pasillo y se hizo a un lado para dejarla pasar a ella
primero. Emma entró en una estancia amplia, con pesadas cortinas de terciopelo en las ventanas
que se abrían a un lado y a otro. En la chimenea ardía el fuego y sobre el brillante suelo había
alfombras de ganchillo. Una cama con dosel presidía la habitación.
Emma miró a Alasdair arqueando las cejas a modo de interrogación.
—Eso es para más tarde —dijo él quitándole la capa de encima de los hombros—. Antes, la
cena. —Hizo una señal en dirección a una mesa y dos butacas de madera trabajada dispuestas
junto al fuego.
En la mesa había cubiertos de plata y fuentes, copas de cristal y dos palmatorias de peltre. En el
aire tibio flotaba un olor de lavanda, pétalos de rosa y flor de manzano. Emma buscó la
procedencia y la encontró en un platillo que colgaba de un trébede sobre el fuego.
Todo en aquel cuarto era agradable a los sentidos. Era una habitación aromatizada, relajante,
parecía existir fuera del espacio y del tiempo. No se oía ningún ruido del resto de la casa, daba la
sensación de que no había nadie más en el mundo a excepción de ellos dos.
Emma miró a Alasdair, que la observaba con la sonrisa en los labios y la capa colgando del
brazo. Entonces él dejó la capa sobre el asiento de la ventana, luego hizo lo mismo con la suya y se
dirigió hacia un mueble aparador situado en el extremo opuesto de la pieza.
Emma lo siguió con los ojos. Sobre el aparador había comida. Una gran fuente de plata con
ostras, opalinas en sus desiguales conchas grises y presentadas en un lecho de hielo con rodajas de
limón. Había codornices con galantina, relucientes langostas rosadas con salsa de azafrán y un
delicado puré de guisantes. Un festín para los ojos y para los paladares.
Alasdair estaba descorchando una botella de champán.
Vertió el espumoso líquido dorado en una copa.
Emma, que no había reparado en el recipiente, soltó una expresión de admiración al ver que
Alasdair se lo tendía. Era un cáliz con dos asas de plata grabada tachonado de esmeraldas y zafiros.
—La copa de la amistad —dijo él, sonriendo complacido por su reacción.
—¿De dónde es?
—Noruega, creo, de allá por el siglo XII. Está en mi familia desde hace generaciones —dijo
acercándolo a los labios de Emma.
Ella bebió, sintiendo la efervescencia del champán en la lengua; las burbujas estallaban en su
paladar como si fueran moras maduras. No era un champán cualquiera. Alasdair bebió del mismo
vaso con la mirada clavada en ella.
—La copa de la amistad sólo se utiliza en ocasiones especiales —dijo gravemente, acercándola
de nuevo a los labios de Emma—. Hay que beber hasta el final.
Emma bebió de nuevo. Bebieron alternativamente hasta que Alasdair dijo:
—Tómala. Mira qué bonito es el interior.

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Boda en San Valentín

Emma miró en el interior de la copa. La parte posterior de las piedras preciosas brillaba
tímidamente, como una vidriera en un día nublado. En el fondo quedaba un poco de champán y
algo relucía bajo el líquido ambarino. Al inclinar la copa oyó un ligero tintineo.
Con cuidado introdujo los dedos en el cáliz, mojándoselos con el champán, y sacó un aro de oro
grabado. Llevaba engarzados unos oscuros zafiros azules.
Miró a Alasdair maravillada, sin saber qué decir o hacer.
Alasdair le quitó el anillo.
—¿Sabes qué día es hoy, Emma?
—Martes —contestó ella, confundida por la pregunta.
La cogió de la mano izquierda y la sostuvo un instante. Sacudió la cabeza como reprendiéndola.
—Es San Valentín. No hace mucho dijiste que sería un día importante para ti. ¿Tan pronto lo
has olvidado?
—Creo que ya he obtenido lo que me proponía —dijo ella.
Alasdair le puso el anillo en el dedo anular.
—Un amante y un futuro esposo. ¿No era eso?
—Ya sabes que sí. —Levantó la mano para verla a la luz. El zafiro era su piedra preferida, y
aquéllos eran extremadamente bellos—. No me esperaba un anillo de compromiso de nuevo —
dijo con una sonrisita compungida—, después de tirarte el último a la cara.
—Bueno, esta vez me aseguraré de que no lo hagas. —Buscó en el interior de su chaleco y sacó
un papel y un pañuelo.
—Traigo una licencia especial y el anillo. El vicario local vendrá por la mañana, y hasta
entonces... —La cogió por la barbilla con una expresión entre grave y divertida—. Hasta entonces,
cariño, nos quedaremos en esta habitación. Te garantizo que por la mañana estarás demasiado
exhausta para nada que no sea subir al altar y decir tus votos. Esta vez nada de huidas a Italia.
—Ni falta que hará —dijo ella buscando su mirada.
Alasdair asintió lentamente con la cabeza.
—La festividad de San Valentín —musitó—. Me pareció que podía ser curioso pasar nuestra
noche prenupcial en los brazos del santo patrón de los amantes desventurados.
—¿Crees que su bendición prevendrá más desventuras?
—A veces un poco de ayuda externa no está de más —dijo él cogiendo una ostra de la fuente—
. Abre.
Emma abrió la boca y él le dio la ostra. El frío bocado con sabor a pescado le descendió por la
garganta y ella cerró los ojos involuntariamente.
—Creo que no me hacen falta afrodisíacos —murmuró.
Alasdair le quitó de las manos la copa de la amistad.
—Creo que la cena tendrá que esperar. —Buscó las manos de ella y la atrajo hacia sí.
Sujetándola con fuerza, se dejó caer sobre la cama y se colocó encima de ella. Se apoyó sobre los
codos y la miró—. Señor, Emma, eres preciosa. No sabes cuánto te deseo.

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—Entonces, tómame —dijo ella con una sonrisita maliciosa—. Soy vuestra, mi señor. —Abrió
los brazos y los puso sobre la colcha como si se estuviera rindiendo—. Pero no me rompas el
vestido o tendré que subir al altar en enaguas.
—Es una tentación irresistible —murmuró él con los ojos encendidos de pasión. La besó
salvajemente y con deseo, mordisqueándole el labio inferior para que ella sintiera el sabor salado
de unas gotas de sangre. Tenía las manos en el cuello del vestido de delicada gasa. Lo rasgó desde
el cuello hasta el dobladillo y Emma rompió a reír.
Ella lo cogió por la camisa y tiró de ella, sin prestar atención a los botones que salían volando, y
alzó su cuerpo sobre el colchón para que él pudiera despojar sus caderas y sus muslos del viso de
seda azul que llevaba bajo el vestido. Alasdair le rompió las medias con las uñas. Ella le rompió los
botones de la trincha y liberó su dura y prominente erección.
Alasdair le levantó las piernas y se las puso sobre los hombros, y en el mismo movimiento se
introdujo hasta el fondo de su cuerpo. Le tocó la cara con la mano y entonces empezó a moverse,
cada vez más adentro, cada vez más a fondo, para que se sintiera poseída como nunca antes.
Emma volvió la cara y le mordió la mano; el placer crecía y crecía hasta que fue imposible
contenerlo. Y entonces, justo cuando se dio cuenta de que no había vuelta atrás, él se retiró y se
quedó justo a la entrada de su cuerpo. Los ojos de Emma, rebosantes de deseo, se perdieron en
los de él.
Despacio, muy despacio, Alasdair sonrió y a continuación, centímetro a centímetro, se fue
deslizando de nuevo en su interior.
Ambos gritaron su triunfo salvaje mientras liberaban los cálidos fluidos de su amor y se
abrazaban el uno con el otro, eufóricos de éxtasis.
Mientras se abrazaba a Alasdair, Emma pensó que Ned había resultado ser un poderoso deus ex
machina. Besó el hombro húmedo de Alasdair y sintió los labios de él en sus pechos. Sabía que
también él estaba pensando en aquel hombre que había insistido en que, a pesar de las
apariencias, a pesar de las adversidades, ellos se pertenecían.

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