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Imaginar al otro

Lección Inaugural en
la Universidad Rafael Landívar

Dr. Sergio Ramírez


Escritor
304.87228
R173 Ramírez, Sergio, 1942-
Imaginar al otro : Lección Inaugural en la Universidad Rafael Landívar. /
Sergio Ramírez. -- Universidad Rafael Landívar, Editorial Cara Parens, 2018.

iv, 20 p.

ISBN de la edición física: 978-9929-54-222-8


ISBN de la edición digital: 978-9929-54-223-5

1. Emigración e inmigración
2. Niños (Derecho internacional)
3. Discriminación
i. Lección Inaugural, 2018
ii. Universidad Rafael Landívar. ed.
iii. t.

SCDD 21

Lección Inaugural, 2018


Imaginar al otro
Dr. Sergio Ramírez

Edición, 2018

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Imaginar al otro

H ay una fantasmagoría recurrente a la cual terminamos


dando la espalda de tanto que se repite, y es la de ese
ejército de emigrantes centroamericanos que tratan, con
permanente terquedad, de alcanzar la frontera mexicana con
Estados Unidos, a pesar del muro, leyes, decretos, razias, y a
riesgo de maltratos, secuestros, extorciones, humillaciones, y
sobre todo, a riesgo de la vida; asesinados en el trayecto, muertos
de asfixia dentro de contenedores, o de insolación y de sed en el
desierto de Arizona.

Es un viaje épico, pero la épica se construye con nombres de


héroes, y estos héroes del infortunio, dispuesto a alcanzar la
tierra mal prometida a cualquier precio, no tienen nombre.
Representan estadísticas, son números. El drama de sus vidas,
todo lo que significa el desarraigo, las penurias del viaje, el miedo,
el peligro, la zozobra, la ansiedad, la angustia, la esperanza, van
a dar a una abstracta suma total.

Las remesas enviadas el año pasado desde Estados Unidos a


Centroamérica por esa masa humana de emigrantes, sumaron
15 mil millones de dólares. Las de Guatemala crecieron
16 % respecto al año anterior, y representan casi 7 mil millones.
Es el país de la región que más recursos recibe en concepto
de remesas. Sus exportaciones totales en bienes sumaron
12 200 millones de dólares; o sea, que su principal producto de
exportación es la gente. Sus propios habitantes. Y es lo mismo
que ocurre en Honduras, El Salvador y Nicaragua.

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Imaginar al otro

El tren de carga en el que muchos de ellos hacen el trayecto


desde el sur de México, apiñados en los estribos y en el lomo de
los vagones, ha sido bautizado por ellos mismos como La Bestia.
Un Leviatán de tierra firme montado sobre rieles que los lleva
en un viaje por el infierno a través del paisaje desolado y hostil
que necesitan atravesar para llegar al paraíso vedado; un viaje
al que muchos de esos pasajeros anónimos e indocumentados,
que han dejado todo atrás, no sobrevivirán, desnucados a
consecuencia de una caída del tren, machacados por las ruedas.
Asesinados. Secuestrados. Desaparecidos.

Nunca nadie llegó a imaginar que secuestrar pobres


y extorsionarlos, hacerlos víctimas de represalias, torturas y
asesinatos, convertirlos en toda una industria de centenares de
millones de dólares, sus vidas sometidas al arbitrio de las bandas
criminales que los acechan en cada recodo del camino, pudiera
llegar a ser posible. Lo es. El tráfico de emigrantes en manos de
los «coyotes», al lado de los beneficios de las organizaciones que
como Los Zetas se lucran de los secuestros y del trabajo esclavo
a que los someten, se coloca inmediatamente después del tráfico
de las drogas en cuanto a montos y rentabilidad.

Pero también los niños dejan sus hogares, la mayoría de ellos


solos, y emprenden el camino hacia la frontera de las ilusiones.
Son miles. Unos logran llegar a territorio de Estados Unidos.
Otros van a dar a albergues humanitarios en México, o ahora
mismo van de camino.

Crisis migratoria. Crisis humanitaria. Pero no olvidemos que,


antes de nada, se trata de una crisis ética. Es cierto que quienes
manejan el multimillonario negocio de la emigración ilegal han

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hallado un nuevo filón con la exportación de niños que buscan
reunirse con sus familiares, o facilitar que sus familiares sean
admitidos tras ellos. ¿Pero en qué condiciones vivían estos
niños en sus propios países, antes de ponerse en marcha a lo
largo de miles de kilómetros hacia la frontera que sus mayores
han buscado de manera tan persistente antes que ellos?

Estos pequeños Ulises tampoco tienen nombre, y lo mismo que


sus padres también son solo cifras. Viven su propia aventura
épica, pero nadie cantará sus hazañas. Subidos al tren de la
muerte, andando por veredas ocultas, mendigando, expuestos
a abusos y violaciones, y también a perder la vida que apenas
empiezan a vivir, son hijos de la miseria y el desamparo, y eso es
lo primero que olvidamos.

Olvidamos que las sociedades centroamericanas en que


nacieron siguen siendo injustas, divididas entre quienes tienen
mucho, o demasiado, y quienes viven al margen porque no
tienen oportunidades, empezando por la educación, cuyos
déficits y deficiencias siguen representando el impedimento más
frustrante para el desarrollo.

Y estos niños que emigran, y que serán deportados masivamente


y devueltos a los lugares donde iniciaron su éxodo, nacieron
sin esperanzas y por eso van a buscarlas lejos. Huyen del
reclutamiento forzoso de las pandillas criminales, igual que sus
padres huyen de la violencia del narcotráfico y de la violencia
que significa la miseria.

Mi primera pregunta es: ¿son ellos también parte de los otros,


aquellos en quienes no nos reconocemos porque son distintos?

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Imaginar al otro

¿Nos pertenecen, sentimos de verdad que forman parte de


nuestra propia identidad? ¿Somos capaces de ver el mundo con
sus ojos? ¿Nos importan, nos preocupa su suerte, su éxodo?

El Informe Mundial de la Ultra Riqueza (2012-2013), presentado


por la compañía Wealth-X de Singapur, revela que el número
de nuevas fortunas personales ha crecido como nunca en los
últimos años en los países centroamericanos, de donde parten
al exilio forzado los niños de esta amarga historia, expulsados
de sus hogares por la pobreza y la inseguridad.

Esa riqueza, la de los nuevos ricos del dinero fácil, es ajena al


desarrollo y no representa ninguna palanca de transformación
para traer bienestar a los demás, a los que viven con menos
de dos dólares al día, que son la mitad de la población
centroamericana. Es una riqueza ofensiva, que se exhibe en el
lujo vulgar y desmedido.

Y la injusticia y la desigualdad se repiten en otras latitudes.


«No sólo en la India, sino en todo el mundo está naciendo
un sistema económico que divide a la gente», dice Arundhati
Roy, la autora de la novela El dios de las pequeñas cosas, ganadora
del Booker Prize en Inglaterra. «Un sistema que destruye a las
personas vulnerables. Me costaría estar en paz conmigo mismo
si callara».

Es el mismo sistema que ha expulsado a esos miles de niños


que esperan juicios de deportación en Estados Unidos, y que
demuestran un rotundo fracaso. No el de ellos, sino nuestro
fracaso. Vivimos en sociedades que han fracasado en crear

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equidad y justicia distributiva. Y el poder político y económico
es responsable de ese fracaso ético que ha permitido, entre otros
males, que la corrupción se adhiera como una piel purulenta al
cuerpo social.

Muchos de estos pequeños, los que logran pasar al otro lado


y se encuentran recluidos en campamentos en Texas, Arizona
o California, al ser preguntados por los motivos de su largo
y azaroso viaje, a veces responden como adultos y dicen que
venían tras una vida distinta. «Aquí hay trabajo, se puede
comer y tener casa, aquí todo es barato…», dice uno de ellos.
Otro simplemente dice que emprendió camino desde su aldea
remota para no morirse de hambre. Y otros más hablan como
lo que son. Niños. Dicen que querían conocer Disneylandia.
O comerse una hamburguesa.

El muro entre Estados Unidos y México se ha vuelto un asunto


familiar para nosotros. Si nos preguntan qué opinamos, todos
estamos en contra. Pero mientras sigamos siendo una fábrica de
alto rendimiento para producir pobres, las olas de emigrantes
seguirán yendo hacia ese muro y buscarán como atravesarlo a
cualquier costo, o se estrellarán contra él.

Es un muro para los otros. Los muros son siempre para los
otros, para los extraños, para los que son diferentes. Y no solo
eso. Inferiores. Así es como son vistos los centroamericanos
por muchos del otro lado de ese muro, empezando por quienes
proclaman la supremacía blanca. Los rednecks, los beatos del
cinturón de la Biblia, los racistas profesionales del Ku Klux
Klan, los devotos del tea party.

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Imaginar al otro

Son inmigrantes pobres, y eso también los hace aún más


diferentes. Más otros. Pero mi preguntan sigue siendo:
¿para nosotros no son también los otros? ¿Los conocemos?
¿Los consideramos nuestros iguales? ¿El que se va, o el que se
queda viviendo en la pobreza es nuestro prójimo?

El prójimo es el próximo, el que está cerca de nosotros. Nos


identificamos con él, lo hacemos parte nuestra. La solidaridad
se vuelve identidad, y entonces somos capaces de sentirlo dentro
de nosotros, saltando barreras y prejuicios, anulando distancias.

En un mundo como el de hoy, donde las peores amenazas


contra la convivencia humana provienen del terrorismo,
la discriminación, el racismo, la intolerancia política y religiosa,
los nacionalismos exacerbados, la resurrección del fascismo aún
en Europa, la posverdad, las realidades alternativas, el desprecio
a la diversidad, la persecución y el acoso contra los emigrantes,
debemos tomar partido. Y el sentimiento de exclusión que es
tan íntimo en el corazón humano, y se halla tan soterrado,
debemos sacarlo a flote, enfrentarlo, y combatirlo. Desarraigarlo
de nosotros.

No simplemente la tolerancia, que es una forma pasiva de ver


a los demás que no son como nosotros, sino tratar de ser, ver,
sentir como los otros, encarnarse en ellos, trasladarnos hacia
ellos. Meternos debajo de su piel, ser nosotros en el otro. Sean
nuestros emigrantes, o los emigrantes de otras latitudes.

Los otros son aquellos que se ven forzados a partir en busca del
bienestar y la dignidad que en sus propios países se les niega.

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No Ulises que regresa a su patria, sino Ulises al revés, que deja su
patria y debe enfrentar los peligros que surgen en su ruta azarosa,
a merced de bandas criminales, expuestos a amenazas mortales,
por lo que no pocas veces estos desterrados van a parar al fondo
de una fosa común antes de haber podido divisar el espejismo al
otro lado de un muro que pretende ser inexpugnable. Un muro
construido con las piedras de la intolerancia.

Los otros son los distintos, y por tanto discriminados y


reprimidos, por el color de su piel, por su raza, por razones de
género, por sus preferencias sexuales. Por su religión, por su
cultura. Porque vienen de lejos. Porque hablan una lengua que
no entendemos, porque no se visten como nosotros.

Debemos emprender el viaje hacia ellos, para encontrarlos,


y encontrarnos en ellos. Es lo que mi maestro Mariano Fiallos Gil,
rector de la universidad donde me formé en Nicaragua, llamaba
«humanismo beligerante». No el humanismo pasivo encerrado en
el claustro, sino el humanismo que busca transformar el mundo
pero primero nos transforma a nosotros mismos.

Para miles de africanos, la larga y azarosa travesía marítima


comienza otra vez en el golfo de Benín, de allí mismo de
donde partían hace siglos los barcos cargados de esclavos hacia
América. Desembarcan en Brasil y atraviesan el continente en
busca también de la frontera mágica, recorriendo distancias
inauditas a través de páramos, selvas, ríos y cordilleras. Es un
viaje que parece imposible aún para la imaginación, pero sus
protagonistas son de carne y hueso.

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Imaginar al otro

Buscan alcanzar el Darién, la primera puerta cerrada que tienen


que burlar para avanzar por el territorio de Panamá, y luego
Costa Rica, hasta la siguiente estación prohibida, Nicaragua.
Junto a ellos, marchan miles de haitianos.

Por su posición geográfica, que conecta las dos masas


continentales, desde tiempos milenarios Centroamérica ha sido
un puente de migrantes que bajaban desde el norte o subían
desde el sur, un territorio de fusión de razas, culturas y lenguas.
Pero los migrantes de hoy día no quieren quedarse, solo quieren
pasar. Su meta es la arcadia que está detrás del muro, la que se
representa en sus cabezas como un mundo en tecnicolor, el final
feliz de todas sus penurias.

Los africanos vienen huyendo del hambre y la desesperanza,


de la miseria y el abandono. ¿Nos suena extraño? Y también de
las guerras tribales, de persecuciones, del fanatismo religioso,
de sus aldeas incendiadas, del desierto que avanza implacable con
sus arenas ardientes, de la muerte de los cultivos; los haitianos
huyen de la pobreza crónica, de las calamidades provocadas por
las catástrofes naturales, huracanes, terremotos, sequías, y del
fracaso político de un Estado en descomposición.

En Nicaragua, la política oficial de contención les cierra el


paso, y son capturados y devueltos al territorio fronterizo de
Costa Rica donde se hacinan en campamentos de emergencia.
Pero vuelven siempre a intentarlo, andando de noche por
trochas ocultas para no ser descubiertos y escondiéndose de día,
en busca de alcanzar la estación siguiente, que es Honduras,
y de allí seguir adelante, hacia México.

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Mientras atraviesen clandestinos Nicaragua, no pocos quedan
en el camino, ahogados en los ríos, picados por culebras;
hay mujeres que mueren al dar a luz en media montaña, junto
con el niño que paren. Pero muchos consiguen llegar a Tijuana,
lo que quiere decir que el implacable muro nicaragüense, otro
muro, pese a todo tiene grietas.

Cuando hay un naufragio de las frágiles embarcaciones que los


transportan a la medianoche, sus cuerpos son arrojados por el
oleaje del Gran Lago, y reciben sepultura en los cementerios
de los poblados vecinos, en tumbas sin nombre, o en la misma
costa, por su avanzado estado de descomposición. En el
expediente policial, bajo el nombre «desconocido», solo figuran
unos cuantos rasgos: pelo ensortijado, piel oscura. Aspecto
atlético, gran estatura. Complexión media, sexo femenino.
Camiseta negra, zapatos deportivos.

Fragmentos de las vidas de estos caminantes quedan en


las noticias de los periódicos que no tardarán en envejecer.
Me fijo en una de esas historias. David, de 21 años, y Yandeli,
de 25, una pareja de haitianos que lograron atravesar la frontera
y se vieron obligados a vivir escondidos en un paraje del sur de
Nicaragua. Detuvieron su marcha porque ella iba a ser madre
pronto y buscaba parir en la soledad de su refugio. Escogieron
llamar Davison a su hijo.

Sin empleo, vendieron todo lo que tenían y decidieron emigrar.


Por el momento su sueño americano fue este, un refugio en el
monte y el riesgo diario de que el ejército, o la policía los saquen
de allí para hacerlos regresar al campamento en Costa Rica.

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Imaginar al otro

Los pobladores de las aldeas de pescadores del Pacífico ven


aparecer a los perseguidos cuando cae la noche en los patios de
sus casas, sombras sigilosas que se acercan con temor. Por señas
de manos se dan a entender: que tienen sed, que tienen hambre.
Y desafiando el temor, los vecinos les dan el amparo que piden,
agua, comida, zapatos, ropa, pañales para los niños. Solo saben
que deben ayudarles, no importa el riesgo a ser reprimidos.
El prójimo da al prójimo mientras menos tiene, o da todo lo
que tiene.

El escritor israelita Amos Oz recibió hace diez años el Premio


Príncipe de Asturias. Para empezar a hablar de él, quiero
recomendar a ustedes su novela La pantera en el sótano, publicada
en 1988, en la que narra sus años de infancia en Jerusalén,
entonces bajo el dominio británico. Sus padres habían llegado
a Israel con la ola de judíos de Europa Oriental que huían de la
persecución nazi, y no pocos de sus familiares, a los que nunca
conoció, perecieron en los campos de concentración.

En Jerusalén vivían entonces, en barrios separados, sin


violencia manifiesta entre ellos, judíos, palestinos, magrebíes,
sirios, libaneses, armenios, turcos, griegos, una verdadera babel
de lenguas, y si podemos llevar este término más allá de las
lenguas, una babel de costumbres, y de religiones. Vivían en
tensión, pero en paz.

La pantera en el sótano cuenta la historia de Tolfi, el propio Amos


Oz, un niño que se convierte, en secreto, en profesor de hebreo
de un sargento de las tropas de ocupación inglesas. La novela
provocó reacciones encontradas; ganó con ella el premio

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nacional de literatura de Israel, y al mismo tiempo la extrema
derecha confesional lo acusó de traidor ante el Tribunal Superior
de Justicia. Traidor, como había sido el caso de su personaje
infantil, Tolfi, por enseñar hebreo al enemigo.

Antes del Premio Príncipe de Asturias, había obtenido ya el


Premio Goethe, y al recibirlo en Fráncfort recordó en su
discurso que un día se había jurado nunca poner un pie en
Alemania. Agravios, de esos que uno arrastra como si se tratara
de una pesada cadena atada a los tobillos, tenía suficientes.
Y dijo también que imaginar al otro es un antídoto poderoso
contra el fanatismo y el odio.

No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse


dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades,
de sus sueños, y aún de sus propios odios, por irracionales que
parezcan, para tratar de entenderlos.

¿Somos nosotros capaces de hacer ese viaje imaginario hacia


los kiche’s, los tz’utujiles, los lencas, los miskitos, los talamancas,
los garífunas, los creoles? ¿Entender su honda relación
sacramental con la naturaleza, los ríos, los bosques, la selva,
la montaña, esa pasión perseverante por preservar su universo
sagrado por la que asesinaron a Bertha Cáceres en Honduras,
opuesta a la explotación minera en las tierras ancestrales lencas?

Si la buscamos, siempre hallaremos una salida al círculo


vicioso de los rencores y las inquinas que se abren como llagas
purulentas en la piel de aquellos que se sienten tan distintos de
otros como para creerse contrarios de esos otros, adversarios,

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Imaginar al otro

y por fin enemigos. Ser nada más tolerantes, se queda en una


actitud condescendiente, como la de quienes habitan en una
misma ciudad, pero en barrios separados, y aun cuando hablen
la misma lengua, viven en una babel del espíritu, porque no
quieren oírse, ni les interesa oírse.

Amos Oz no ha dejado de hablar un solo día sobre la necesidad


de la paz y la concordia entre palestinos y judíos, por lo que
también ha sido acusado de traidor por sus propios compatriotas,
mientras, a su vez, también hay palestinos que no terminan de
tolerarlo. Uno puede conformarse con la tolerancia, pero más
allá de la tolerancia se hallan la convivencia y el entendimiento,
y mejor que eso, la identificación.

No basta tolerarse. Hay que hacer el viaje de nuestra mente


hacia la mente ajena, y vivir dentro de ella lo suficiente para
que, al salir, ya no seamos otra vez los mismos. De ninguna
otra manera podría resolverse el conflicto recurrente, odioso
y tan sangriento entre israelitas y palestinos, que deberán vivir
un día en paz, compartiendo el mismo ladrillo en que los han
confinado la geografía y la historia. Y en América Latina,
vivimos en ladrillos de diferentes tamaños, y cercados por
muros visibles e invisibles, el primero de ellos el del egoísmo.

Otro judío que habla el mismo lenguaje de Amos Oz, es Daniel


Barenboim, músico de genio universal. Aspira a que haya una
orquesta sinfónica formada por israelitas y palestinos, y ha
creado en Ramala un jardín de infancia musical para niños
palestinos, de lo que ha resultado una orquesta juvenil. Y para
que no queden dudas de que quiere ir más allá de la tolerancia,

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ha dirigido El anillo de los Nibelungos de Wagner en Tel Aviv.
Wagner, el compositor acusado de manera recurrente de haber
compuesto, con un siglo de anticipación, la música de fondo
para la negra saga de los nazis.

La ignorancia es la base del conflicto entre Israel y Palestina,


dice. Y dice que mientras ambos pueblos no lleguen a conocerse
a fondo, y no aprendan a aceptar el punto de vista del otro,
y a saber lo que el otro quiere y lo que necesita, las matanzas
cotidianas van a continuar.

Le parece una aberración que la política oficial de su país haya


llevado a la construcción de un muro como parte de la escalada
de guerra, uno más en la terrible secuencia de muros que han
dividido a pueblos enteros a lo largo de la historia, muros
alzados por razones ideológicas y raciales, o por egoísmo, y que
han marcado siempre fronteras infames. «No es un muro entre
Israel y Palestina —eso todavía sería tonto pero aceptable—
sino que es un muro que divide tierras palestinas de otras tierras
palestinas...», dice.

Al negarse a ceder su asiento a un blanco en el autobús segregado


de Montgomery, Alabama, en 1955, Rosa Parks logró que los
negros pudieran sentarse al lado de los blancos. Logró tolerancia,
pero desde allí a que los blancos se imaginen como negros,
o viceversa, todavía queda un largo trecho por recorrer.
O que un ladino de San Cristóbal de las Casas se imagine como
un tzotzil, o un mestizo de Santa Cruz de la Sierra se imagine
como un aimara del altiplano boliviano. O un costarricense
como un nicaragüense. O un español como un marroquí, o un

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Imaginar al otro

francés como un argelino. O un cristiano como un musulmán, o


viceversa. O un chiita como un sunita o viceversa. O un católico
como un protestante, o viceversa.

El joven periodista catalán Agus Morales, hace en su libro


No somos refugiados una exploración de los éxodos contemporáneos
en el mundo, consecuencia de un intensivo trabajo de campo,
pues ha estado en todos los lugares cuyos conflictos describe,
en los campamentos de auxilio de Médicos sin Fronteras.
Y cuenta los muros que hoy día separan a los pueblos, erigidos
para evitar las migraciones, o simplemente para dividir.

El consabido muro entre Estados Unidos y México. Otro en


Ceuta y Melilla para cortar el paso a los marroquíes. El que
divide Botsuana de Zimbawe. El que se alza entre Arabia
Saudita y Yemen. El de Israel para aislar a Palestina. El que
divide en dos Chipre. Otro entre Turquía y Siria, y otro entre
Turquía y Grecia. Otro entre India y Pakistán, y otro entre India
y Bangladesh. El que hay entre Corea del Norte y Corea del
Sur. Entre Afganistán y Uzbekistán. Y el muro líquido que es el
mar Mediterráneo, que tratan de atravesar refugiados somalíes
esclavizados en Libia, libios víctimas de la anarquía, sirios que
huyen de las ciudades convertidas en escombros bajo el fuego
de los misiles.

En Myanmar, la antigua Birmania, la mayoría de la población


profesa el budismo. Pero están los rohingya, un grupo étnico
musulmán bengalí asentado al norte del país, en la frontera con
Bangladesh. Aunque el gobierno civil está nominalmente en
manos de Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz (1991),

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es el Ejército, del que ella fue prisionera por años, el que tiene
el poder real. Y ese mismo Ejército desató recientemente una
operación de limpieza étnica contra los rohingya. Solo en el
primer mes fueron asesinados 9 000, ente ellos centenares
de niños.

650 mil huyeron hacia Bangladesh en apenas tres meses,


dejando atrás miles de sus aldeas incendiadas, todo en represalia
por acciones de la guerrilla Ejército de Salvación Rohingya,
y hoy se encuentran hacinados en campamentos, toda una
catástrofe humanitaria a la que el gobierno de Bangladesh no
puede hacer frente.

Entre budistas y musulmanes hay viejas rencillas resultantes de


conflictos que datan de la Segunda Guerra Mundial, cuando
estos últimos quisieron imponer a sangre y fuego en su territorio
un Estado islámico independiente. Pero la represión de hoy del
Estado budista no es solo contra la minoría musulmana. También
son segregadas otras minorías, expulsadas violentamente hacia
Tailandia y Birmania, entre ellas los católicos, y cristianos de
otras denominaciones.

Diderot, en su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, construye
una gran metáfora acerca de la concepción del mundo que
tienen los ciegos de nacimiento. «Es que yo presumo que
los otros no imaginan de manera diferente que yo», dice
el ciego de Diderot. El mundo es lo que el ciego piensa, y
como lo piensa. La ceguera congénita, o adquirida, conduce
a la imaginación única, al pensamiento único, y de allí a toda
suerte de fundamentalismos destructivos. Por causa de ese

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Imaginar al otro

libro, juzgado subversivo, Diderot fue llevado a las cárceles de


Vincennes en Francia, igual que Amos Oz, más de dos siglos
después, fue acusado ante los tribunales de Israel por causa del
suyo, La pantera en el sótano.

Más allá de la simple tolerancia es que empieza la verdadera


aventura, la de abrirse camino hacia los otros, en busca de
encontrarnos con ellos. El camino es largo y azaroso, no hay
duda. Pero hay que empezarlo a andar.

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Dr. Sergio Ramírez
Escritor

Nació en Nicaragua en 1942. Doctor en Derecho por la


Universidad Nacional Autónoma León. Publicó su primer libro
Cuentos, a los 20 años.

Su novela Castigo divino  (1988) obtuvo el Premio Dashiell


Hammett en España, y la siguiente, Un baile de máscaras, ganó el
Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida
en Francia en 1998. Margarita, está linda la mar ganó el Premio
Alfaguara en 1998, además del Premio Latinoamericano José
María Arguedas, otorgado por Casa de las Américas en Cuba.

Otros de sus libros son Mentiras verdaderas (ensayos sobre la


creación literaria, 2001); los volúmenes de cuentos Catalina
y Catalina (2001), El reino animal (2007), y Flores oscuras  (2013);
así como las novelas Sombras nada más (2002), Mil y una muertes
(2005), El cielo llora por mí (2008), La fugitiva (2011), que obtuvo el
premio Bleu Metropole en Montreal, Canadá, en 2013, Sara en
2015. La última de ellas es Ya nadie llora por mí (2017).

También ha publicado sus memorias de la revolución, Adiós


muchachos (1999). Bajo el sello del Fondo de Cultura Económica
han aparecido sus Cuentos completos en 2014.

Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto


de su obra literaria (Chile, 2011). Premio Internacional 
Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español
(México, 2014). Premio Miguel de Cervantes (España, 2017).
Su obra literaria traducida a más de quince idiomas.

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Imaginar al otro

Profesor visitante de la Universidad de Harvard. Ha recibido


la Beca Guggenheim, lo mismo que la Orden de las Artes
y las Letras de Francia, la Cruz al Mérito, de Alemania; y la
Orden Isabel la Católica de España. Doctor Honoris Causa de la
Universidad de Chile.

Presidente del encuentro de escritores Centroamérica Cuenta, y


director de la revista electrónica Carátula.

18
Esta publicación fue impresa en los talleres gráficos
de Editorial Kamar, en enero de 2018.
La edición consta de 500 ejemplares en
papel bond crema.

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