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En términos generales, la responsabilidad civil por daños consiste en la obligación que recae
sobre una persona de reparar el daño que ha causado a otro, sea en naturaleza o bien por un
equivalente monetario (indemnización de daños y perjuicios). Díez Picazo define esta
responsabilidad como la sujeción de una persona que vulnera un deber de conducta impuesto
en interés de otro sujeto a la obligación de reparar el daño producido. Y aunque normalmente la
persona que responde es la autora del daño, es posible también que se haga responsable a una
persona distinta de aquel, como ocurre, por ejemplo, con el empresario respecto de los daños
causados por sus empleados o dependientes. Esta responsabilidad civil puede ser a su vez,
contractual o extracontractual. La primera surge cuando la norma jurídica transgredida es una
obligación establecida en una declaración de voluntad particular (esto es, un contrato, oferta
unilateral etc.), en tanto que la segunda implica la transgresión de una norma o ley en sentido
amplio (calificándose de delictual o penal, si el daño causado fue debido a una acción tipificada
como delito; y cuasi-delictual o no dolosa, si el daño se originó en una falta involuntaria).
Por tanto y desde lo expuesto, parece que, en principio, no hay duda en el anclaje mayoritario
de todas las vicisitudes de este tipo de responsabilidad civil profesional dentro de la especie de
responsabilidad contractual, esto es, aquella que late o se gesta cuando, tras el negocio que
rodea la relación entre el ejecutor y el destinatario, por parte del ejecutor y precisamente por la
profesión que ostenta, se ha conexionado con el usuario o el destinatario, de tal suerte que, al
cumplir la prestación requerida concertada, incurre en cualquiera de las conductas
contraventoras de la regulación de dicha prestación.