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“El dualismo es aquella doctrina filosófica que reduce la realidad a dos principios
opuestos”1 En el ámbito de la antropología sostiene que el ser humano es un
compuesto de dos substancias distintas y separables: alma y cuerpo. Platón, en sus
primero escritos, sostiene que el cuerpo es como una cárcel para el alma, por lo que
ésta debe tratar de huir de aquella a través del cultivo de las facultades del espíritu
o
alma intelectiva. Más tarde va a suavizar esta rígida oposición y sostendrá que el
cuerpo es como una barca y que el alma es como un barquero, de manera que el
barquero no podría llegar a su destino sin el concurso de la barca; de este modo,
tampoco el ser humano podría alcanzar la realización de sus más altas facultades,
digamos la intelectiva, sin el concurso de las facultades del cuerpo como son las
facultades sensitivas. El dualismo sigue siendo una postura actual; muchas
personas piensan que el cuerpo es algo insignificante y pasajero, por lo cual los
seres humanos tenemos que concentrarnos en guardar y salvar nuestras almas,
porque éstas y sólo estas sobrevivirán a la muerte orgánica del cuerpo. Esta visión
del ser humano presenta serias dificultades, por lo que a lo largo del tiempo se le
han enrostrado varias objeciones, como por ejemplo:
Estas, entre otras, son preguntas a las cuales el dualismo, en ninguna época, ha
podido responder satisfactoriamente.
Frente a las limitaciones del dualismo se levanta otra perspectiva que busca dar
cuenta de este “complicado” y “maravilloso” ser que es el ser humano.
¿Qué decimos cuando afirmamos que cada uno de nosotros, que todo ser humano
en general, es persona? Ante todo queremos decir que es un ser por sobre todo
valioso. Al decir que todo ser humano es persona, estamos indudablemente
haciendo una valoración: estamos afirmando que nos encontramos ante un ser que
tiene un valor absoluto y que, por ese mismo motivo, no puede ser
instrumentalizado bajo ninguna circunstancia. Afirma Emmanuel Mounier:
¿En qué nos fundamentamos al afirmar que todo ser humano es un valor
absoluto?
¿Hay algo en el ser humano que nos permita tal valoración o es esto sólo un delirio
de grandeza de nuestra especie? La realidad es que no sólo valoramos “como”
persona, es decir, “de manera absoluta” a todo ser humano, sino que lo hacemos
porque entendemos que todo ser humano “es” persona. Esto es, entendemos que
todo ser humano es de naturaleza espiritual. Y un ser de naturaleza espiritual no se
comporta como los demás seres de la naturaleza: como individuos intercambiables
dentro de su especie. Cada ser humano, en cierto sentido, es único en su especie.
Quizás sea esto el fondo de aquella afirmación popular de que “cada cabeza es un
mundo”. Con esta intuición común se señala una profunda realidad: somos seres
únicos por nuestra naturaleza espiritual, por nuestra condición personal.
La persona no es “algo”, sino “alguien” con una profunda “riqueza interior”, la cual
crece en el encuentro con el mundo y, particularmente, en el encuentro con los otros,
en la conciencia, en los sentimientos, en afecto, en fin, en todos los actos
específicamente humanos. Esta riqueza interior se manifiesta parcialmente al
exterior, pero en gran medida queda “incomunicable”. Elemento esencial de esta
riqueza interior es la libertad, por la que las personas asumen con autonomía la
construcción de su propio yo, del sujeto. De ahí que pueda decirse con Juan Pablo
II que la persona es quien “se posee a sí mismo” (p.45).
La persona sólo hace cada vez más “plena” su vida interior en el encuentro con los
otros y, en especial, con aquel Gran Otro que es Dios. Así que es una característica
esencial de la persona humana el estar abierta, aún más, el trascenderse
continuamente. Cuando el ser humano se “trasciende” a si mismo y se hace “don”
(“entrega”) para los otros, sobre todo en el afecto y en el amor, es cuando realmente
se pone en camino hacia la “plenitud de su persona”. Todas las relaciones que las
personas establecen, en especial las relaciones con los otros y con Dios, se dan en
una doble dirección: una de recepción y otra de influencia. A la vez que
influenciamos la realización de los otros, recibimos influencias de parte de ellos, y
así nos vamos definiendo en una apertura constante y siempre mayor.
Esta estructura bisexual del ser humano apunta a una característica esencial de la
persona: a la diversidad y a la complementariedad. “La corporalidad, la
sensibilidad, la psicología, la inteligencia y la afectividad recorren caminos
distintos en el hombre y en la mujer y enriquecen así de modo inagotable el mundo
del ser personal” (p.47). En el hombre y en la mujer la naturaleza personal de los
seres humanos se expresa como un apelo a la diversidad y a la complementariedad.
Cuando decimos que toda persona es digna (dignitas) queremos significar que a
su ser le corresponde una excelencia superior a cualquier otra criatura en este
mundo. Por su condición espiritual, la persona posee una preeminencia ontológica
por sobre todos los demás seres de la naturaleza. Esta grandiosidad la hace
“preferible” frente a cualquier creación natural o frente a cualquier creación
humana. De ahí que, en al ámbito axiológico, la “persona” sea el valor fundamental
y, de este modo, el fundamento de todos los valores que históricamente podamos
reconocer.
Juan Manuel Burgos hace un elenco de las principales consecuencias que se
derivan del reconocimiento de la persona como el “valor fundamental” del
fenómeno humano. La presentamos a continuación:
e. La dignidad de la persona hace que cada ser humano sea insustituible: como
dijimos anteriormente, cada ser humano es único, irrepetible y, por lo tanto,
“insustituible”. Esto se nos hace evidente cuando amamos a alguien: cada acto de
amor es único, porque es única la persona amada, de nada vale buscar sustitutos.
Las personas no se sustituyen, porque, como afirmó Pareyson, “en el hombre, todo
individuo es, por decirlo de algún modo, único en su especie”. Por eso afirma Juan
Pablo II que el amor es la actitud adecuada para la relación entre personas.
f. Por último, al hablar de “dignidad” humana hay que ser consciente de que su
reconocimiento está históricamente ligada al cristianismo: es en el ámbito de la
cultura cristiana donde se reconoce que la persona es “valor absoluto” porque la
divinidad decidió “morar” en ella: “¿No saben que su cuerpo es templo del Espíritu
Santo que han recibido de Dios” (1Cor 6,19). Por eso, la actitud adecuada ante las
otras personas es la de respeto y cuidado solidario: “todo lo que hagan a uno de mis
hermanos más pequeños, a mi me lo hacen” (Mt. 25,40). Sin embargo, esto no es lo
que generalmente ocurre. Son precisamente las personas vulnerables (“los más
pequeños”) las principales víctimas del irrespeto a la dignidad humana y quienes
padecen los diversos tipos de insolidaridades. Hoy, lo mismo que ayer, los cristianos
estamos convocados a defender la dignidad humana en cualquier situación, en especial
en donde es más vulnerable.
En primer lugar afirmamos que el ser humano es cuerpo; el cuerpo es “la primera
manifestación de la persona”6. Es lo primero que vemos al encontrarnos con los
otros. “El hombre –afirma Enmanuel Mounier-, así como es espíritu, es también un
cuerpo. Totalmente “cuerpo” y totalmente “espíritu”7. De hecho, el cuerpo, nuestro
cuerpo, es la experiencia originaria: “la experiencia originaria que el ser humano
hace de sí mismo no es la del cogito cartesiano, la de una conciencia pensante; es
la experiencia de un yo encarnado”8. De ahí que las ideas dualistas, las que
consideran al ser humano como la unión de dos substancias diversas y separables
(cuerpo y alma), “no encuentran un fundamento suficiente en la experiencia”9;
aunque, a causa de una secular y pobre interpretación de la fe cristiana, hayan
mantenido una amplia preponderancia en la civilización occidental.
En la experiencia, sobre todo en la común y ordinaria de nuestra “vida vivida”,
los seres humanos experimentan al menos dos certezas: la primera, la experiencia
profunda e indudable de la unidad de nuestro yo interior (espíritu) con nuestro
cuerpo10 y, la segunda, la convicción igualmente profunda de que nuestro cuerpo no
agota definitivamente nuestro yo interior: “la no-identificación, en contra de lo que
afirma el dualismo y el maniqueísmo, no significa antagonismo con el cuerpo
(aunque se presenten algunos aspectos de tensión), sino excedencia permanente
respecto de todas las virtualidades del cuerpo orgánico”11.
A esta altura cabe hacernos una pregunta fundamental, ¿cuál es el sentido humano
del cuerpo? “El significado humano del cuerpo –responde J. Gevaert- procede del
hecho de que es el cuerpo de una persona humana y está por tanto asumido y unido
a la persona, que comparte su suerte con la del propio organismo (…) Sólo a la luz
de
la totalidad de la persona es posible comprender y valorar el significado humano
del cuerpo y de las acciones corporales”12. A continuación, el autor presenta algunas
de estas acciones corporales que expresan de modo particular el sentido humano,
personal, del cuerpo.
Veamos:
“respecto a la persona concreta que tiene que vivir su propia existencia en el
cuerpo y a través del cuerpo, el significado fundamental del cuerpo es el de
ser el campo expresivo del hombre, el lugar primero en que el hombre tiene
que realizar su propia existencia
respecto a los demás hombre, hacia los que la persona está constitutivamente
orientada, el cuerpo tiene como significado fundamental el ser para los
demás. Y esto desde un triple punto de vista: el cuerpo es fundamentalmente
presencia en el mundo, es el lugar de comunicación con el otro y es medio
de reconocimiento del otro;
respecto al mundo material y humano, al que pertenece toda persona, el
cuerpo es fundamentalmente la fuente de la intervención humanizante en el
mundo, el origen de la instrumentalidad y la cultura”13.
El ser humano es una realidad en la que, según X. Zubiri, sobresalen tres notas
que le son características: el entendimiento, los sentimientos y la voluntad. “Son
unas notas en virtud de las cuales –afirma- el hombre es una realidad esencial y
formalmente psico-orgánica”15.
Con el término psique, la filosofía clásica se refería al “alma” como “el principio
formal substancial de los procesos vitales”16. A cada reino de la vida correspondía
un tipo de psique o alma. Aristóteles, quien por primera vez sistematiza los
conocimientos acerca del alma, distingue tres tipos de alma: la vegetativa,
la
sensitivo-animal y la intelectual. El alma es entendida como un principio de
actividad (facultades) y, en aquellos primeros momentos, se priorizan las facultades
de orden cognoscitivo. Hoy día, sobre todo después de Kant, se integran otro tipo
de actividades como son los afectos o sentimientos17.
Antes de considerar las facultades del Alma y su vinculación con la persona, me
ocuparé de una cuestión que ha ocupado a los filósofos desde mediados del siglo
XIX. Me refiero a la cuestión del origen del alma. Frente a este problema hay varias
posturas: en primer lugar está la tesis del dualismo que sostiene que tanto el cuerpo
(material) como el alma son substancias originarias y separables, que están unidas
circunstancialmente y cuya comunicación es problemática. Entre los pensadores
que han asumido esta postura tenemos a Platón y a Descartes, y las dificultades que
implica son también conocidas. Existen también posturas monistas como la de de
B. Spinoza, quien afirma que “cuerpo y alma son dos aspectos de una
realidad fundamental”18; a esta postura se le conoce como panpsiquismo y tiene
muy poca incidencia hoy día. Otra postura monista, y de mayor incidencia en la
actualidad, es la materialista. Los pensadores materialistas sostienen que la psique
o alma procede por evolución de una substancia primigenia que es la materia. Hay
dos corrientes distintas dentro de la postura materialista: los fisicalistas, que
reducen todas las manifestaciones de la materia (lo química, lo biología, lo psíquico,
etc.) a solo aspectos del mundo físico; los emergentistas, por su parte, sostienen
que de lo físico a emergido lo químico, de éste lo biológico y de éste último lo
psíquico constituyéndose cada uno de ellos “en niveles de ser cualitativamente
distintos (…).
Cada uno de estos niveles supone los anteriores pero los supera antológicamente
y es irreductible a ellos”19. Gustuelo a formulado la siguiente objeción a esta tesis:
“¿Cómo puede emerger algo no prefigurado sin ser creado?”20. Por último, podemos
mencionar la tesis del creacionismo que se ha expresado mediante las ideas
hilemórficas de Aristóteles. Sostiene que Dios crea las almas humanas como una
substancia incompleta que sólo puede hacer activas sus facultades mediante el
concurso del cuerpo humano, el cual comparte la misma característica de substancia
incompleta del alma o psique: “el hombre, y sólo el hombre, es una substancia
completa. El alma es una substancia incompleta. El cuerpo no es una substancia, es
cuerpo en razón del alma”21. Creo que la visión emergentista, salvando algunos
escollos, puede muy bien ser recuperada desde una perspectiva de fe. Esta postura
se aviene bien a la visión dinámica que hoy tenemos de los procesos de la realidad
y, en especial, de la realidad humana. Luís Farré, en su libro “El Hombre y sus
Problemas. Antropología Filosófica” concibe la evolución, siguiendo en esto a T
de Chardin, en términos de liberación22. Dios empuja la evolución hacia los
términos de mayor libertad, y por esta vía va constituyendo seres de un orden
distinto y especial, esto es, seres espirituales.
No hay espacio para tratar en detalle las facultades que se le atribuyen al alma,
por esta razón nos limitamos a citar la enumeración que hace R. Verneaux en el
capítulo segundo de su libro “Filosofía del Hombre”23, antes de iniciar el desarrollo
en detalle de estas facultades. Como el profesor Verneaux se ciñe a la tradición
aristotélica, añadiré al final un párrafo relativo a otras facultes del alma que hoy
se ventilan.
“Habrá –dice- cuatro funciones psicológicas principales: Primero, el
conocimiento sensible, que comprende todos los actos del conocimiento de un
objeto concreto: sensación, imaginación, memoria, al que se le une la
conciencia sensible. Segundo, el conocimiento intelectual, que comprende todos los
actos que versen sobre un objeto abstracto: la idea, el juicio, el razonamiento, al
que se une la conciencia intelectual que es reflexiva. Tercero, el apetito sensible,
que es la tendencia hacia un bien concreto, de donde derivan el placer y el dolor,
así como las emociones. Cuarto, el apetito intelectual, que es la tendencia hacia
un objeto concebido por la inteligencia y que se llama voluntad. De la tendencia
resulta la actividad. Por la actividad física se forman las costumbres; por la
actividad intelectual, los hábitos” (Verneaux, p. 36).
Por último, tenemos el universo de los sentimientos y de la afectividad que, como
habíamos hecho notar fueron integrados a las facultades del alma por iniciativa de
Inmanuel Kant. De los sentimientos y la afectividad, “lo primero que hay que
afirmar es que se trata de una dimensión esencial. No podemos concebir a una
persona sin afectividad, sin sentimientos, le faltaría algo fundamental que la
haría inhumana en un sentido muy profundo”, afirma J. M. Burgos24. La
reflexión
filosófica no prestó adecuada atención a la afectividad y a los sentimientos, quizás
porque desde el inicio, en el contexto del ideal racionalista griego, a estas facultades
se le identificó con la dimensión irracional del ser humano (pathos). Von
Hildebrand lo deja claramente establecido: “la tesis abstracta y sistemática que
tradicionalmente ha sido considerada como la postura aristotélica sobre la esfera
afectiva da testimonio inequívoco del menosprecio del corazón. Según Aristóteles,
el entendimiento y la voluntad pertenecen a la parte racional del hombre, mientras
que la esfera afectiva, y con ella el corazón, pertenecen a la parte irracional del
hombre, esto es, al área de la experiencia que el hombre comparte supuestamente
con los animales”25. Es Descartes quien primero vincula los sentimientos y los
afectos con la subjetividad y la disocia del entendimiento y de la voluntad: “la
afectividad no podía considerarse un mero producto derivado de las tendencias o de
la voluntad, no era ni querer ni desear, sino una dimensión originaria no reductible
a otras: la experiencia de sentir, de emocionarse, de vivir la afectividad”26. Los
sentimientos y la afectividad componen un amplio espectro que va desde las
sensaciones corporales (frío y calor, relajado o tenso, etc); pasando por las acciones
psíquicas como el miedo, la ira, tristeza, decepción, alegría y esperanza, entre otras,
hasta llegar a las afectividad del corazón que es de carácter espiritual, como el amor
y la felicidad.
Pero, y con esto me hago eco de una cuestionante planteada por J. L. Ruiz de la
Peña, ¿cómo afirmar unos principios formales de las funciones vitales y de las
facultades superiores sin sostener un substrato ontológico de estas funciones y
facultades?27. “El alma del hombre es más que una simple forma substancial,
es también un espíritu. Es un espíritu que actúa como forma substancial en la
materia”28. Con este párrafo introductorio dejamos ya señalada la orientación de la
presente reflexión acerca de la tercera dimensión del ser humano: la dimensión
espiritual.
Desde la misma creación, Dios hizo a la persona hombre y mujer, para que el
hombre no estuviera solo. La dimensión relacional de la persona humana es
intrínseca a su creación. Somos animales de razón, sentimiento, afectividad,
sexualidad,… de necesidades y deseos, que por ser creados a imagen y semejanza
de Dios, tendemos a trascender, estamos llamados a ser Trascendentes. Solamente
trascendemos si, conscientes de nuestra realidad y naturaleza, nos encaminamos al
horizonte que nos constituye como personas trascendentes, que es el reconocer los
valores, aptitudes, habilidades,… que poseemos y desarrollarlas, de una manera
equilibrada.
Al desarrollo equilibrado nos acercamos, cuando las dimensiones, valores,
aptitudes,…la vamos expresando en nuestro diario proceder. Es que procedemos
desde lo que somos, y desde lo que somos procedemos. Si no hay congruencia entre
ambas dimensiones, “algo” falla en nosotros. Y ese fallar puede conducirnos a la
des realización nuestra como persona humana.
Nos desrealizamos cuando no trascendemos. Y no trascendemos cuando
solamente actuamos desde nuestras necesidades, como actúa cualquier animal
irracional.
Si damos un vistazo a los estímulos que recibimos a través de los anuncios
comerciales, veremos que solamente motivan el consumo, es decir, a satisfacer las
necesidades, sin motivar el razonar, la vida en familia, la vida en comunidad,…
Y es que para lograr esa madurez humana, debemos desarrollar, toda esas
dimensiones nuestras con equidad. Es decir, haciendo justicia a cada una de ellas.
Desde aquí podemos ir configurándonos como personas humanas pertinentes y
prudentes. La persona prudente es la que descubre lo que debe hacer, es decir cómo
debe proceder en cada momento. La persona pertinente es la que hace lo que debe
hacer en el momento y lugar oportunos y precisos. Aquí radica la madurez de la
persona humana.
Ahora bien, se afirmó que la persona humana es un ser en relación. Y es que esa
madurez solamente se logra siendo y haciendo conciencia de esa dimensión
relacional.
La relación cualificada de la persona se configura desde esa relación de respeto
consigo misma, sabiéndose y reconociéndose la dignidad impresa en uno mismo.
Se tiene el “Soplo de Dios”, la vida del Dios Creador, desde el primer momento de
la concepción en el vientre de la madre. Y cuando se reconoce esa “grandeza”, se
reconoce uno mismo y se respeta como persona. Los demás respetan a cada persona
a la altura en que esa persona se respeta a sí misma.
Solamente desde la calidad de esa relación respetuosa consigo misma, cada
persona puede salir de sí para relacionarse con el Trascendente, con las demás
personas y con la naturaleza. En esas cuatro “instancias” nos realizamos o
desrealizamos. Y la madurez o realización de cada persona depende de la calidad
de la relación consigo misma, con el Trascendente, con los demás y con la
naturaleza.
Es imprescindible la comunicación con lo Trascendente. Esa relación nos habla de
nuestra capacidad de superarnos cada día, de la llamada a desarrollarnos como
personas conscientes, inteligentes y libres. Cuando se hace conciencia de la
inteligencia y de la libertad, se comienza a caminar por los senderos que conducen
a la planificación o realización personal. Y es que cada momento de nuestra
existencia nos ofrece la oportunidad de desarrollar nuestras dimensiones humanas.
En ese desarrollo cada quien se destila como lo que se es: PERSONA HUMAMA.
Es decir, la relación con el Trascendente es expresión del deseo de vivir,
consciente y responsablemente. En esta conciencia responsable radica la libertad de
toda persona humana. Y la libertad se define y expresa, en la responsabilidad de
cada acción. Desde aquí, la relación con el Trascendente, nos conduce a la
realización más allá de nosotros mismos.
Ahora bien, esa relación consigo misma y con el Trascendente se manifiesta en la
relación con las demás personas. Por eso, la altura o bajeza de esa relación con los
demás, nos habla de la altura o bajeza de la relación de la persona humana consigo
misma y con el Trascendente. Por eso, la definición que cada persona tiene de la
otra persona, está en la misma dimensión de la definición que se tiene de sí misma
y del Trascendente.
Desde aquí, nos realizamos en un medio ambiente, en un habitab. Ese habitab es
la misma naturaleza. Naturaleza que nos acoge y nos (ofrece los) elementos
fundamentales para crecer, para vivir, para… por eso es necesaria la relación
armoniosa y respetuosa con la madre naturaleza. Una realización de seguirla
cocreando para establecer espacios que sigan dando vida y en abundancia. Todas
las personas somos responsables de mantener, sostenidamente, el espacio donde
vivimos, nos movemos, existimos, nos relacionamos y nos realizamos.
Por estas razones, cada persona, desde esa relación consciente y respetuosa consigo
misma, se sale de su propio querer, amor e interés, para convivir, respetuosamente,
con el Trascendente, con las demás personas y con la naturaleza.
A. El sentido de la vida
B. La trascendencia y esperanza
visión integral del ser humano? ¿Qué es la persona? ¿Cuáles son las
humana con los otros? ¿Cómo se relaciona la persona humana con Dios?
humano, y describa cada una de ellas? ¿En qué consiste el sentido de la vida?