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BIBLIOTECA DE ESTUDIOS BÍBLICOS MINOR

20

Flavio Jose fo es uno de los p erso n a je s más


fascinantes de la Antigüedad. Nacido en Judea, en
el siglo I d.C., recibió una amplia formación tanto
judía com o grecorrom ana. Durante los años que
precedieron al enfrentam iento con Roma, desple­
gó una intensa actividad diplom ática y política; ya
en la guerra, dirigió la defensa de Galilea.
Capturado, logró convertirse en asesor e in ­
term ediario de los romanos. Asi pudo presenciar
la destrucción de Jerusalén en el año 70. Poste­
riormente Josefo se trasladó a Roma, donde se de­
dicó a redactar, adem ás de su interesante auto­
biografía, la historia de Israel hasta los últimos y
trágicos acontecimientos.
Estas páginas ofrecen una introducción básica
y com pleta a la vida y escritos de Flavio Josefo,
valiosísim a fuente de información sobre el mundo
en que vivió Jesús y nació el cristianismo.
Joaq u ín G onzález Echegaray (Santander 1930) es
escritor, historiador y arqueólogo. Ha dirigido ex­
cavaciones en España y en Oriente Próximo, y ha
participado activam ente en el Centro de Investi­
gación y Museo Nacional deAltam ira.

8782330118052
Joaquín González Echegaray

FLAVIO JOSEFO
Un historiador judío
de la época de Jesús
y los primeros cristianos
BIBLIOTECA DE ESTUDIOS BÍBLICOS M INOR
20

Colección dirigida por


Santiago Guijarro Oporto
JOAQUÍN GONZÁLEZ ECHEGARAY

FLAVIO JOSEFO
Un historiador judío de la época
de Jesús y los primeros cristianos

EDICIONES SÍGUEME
SALAMANCA
2012
Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín

© Ediciones Sígueme S.A.U., 2012


C/ G arcía Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España
Tlf.: (+34) 923 218 203 - Fax: (+34) 923 270 563
ediciones@ sigueme.es
www.sigueme.es

ISBN: 978-84-301-1805-2
Depósito legal: S. 353-2012
Impreso en España / Unión Europea
Imprime: Gráficas Varona S.A.
CONTENIDO

Introducción ................................................................. 9

I. E l PERSONAJE .......................................................... 13
1. Los primeros años de su vida .......................... 17
2. El político y militar ........................................... 25
3. Enemigos dentro de c a s a .................................. 37
4. La guerra en G a lile a ......................................... 51
5. La conquista de Jeru salén ................................ 59
6. C onclusión.......................................................... 67

II. L a o b r a h is to r io g r á f ic a y a u to b io g r á f ic a .. 69
7. Obras de Llavio Josefo ..................................... 75
8. Estilo lite rario ..................................................... 89
Anexo. Transmisión de las obras de Jo se fo 91

III. R e la c io n e s e n tr e J o s e fo y e l N u e v o T e s ta ­
m e n t o ........................................................................................ 97
9. El medio ambiente geográfico......................... 103
10. El medio sociopolítico...................................... 111
11. Poncio Pilato ...................................................... 117
12. Pablo y los z e lo te s............................................. 123
13. Juan el B au tista.................................................. 129
14. Santiago, el hermano del S e ñ o r....................... 139
15. El «Testimonium Flavianum» ......................... 149

Bibliografía .................................................................................... 157


INTRODUCCIÓN

Para el estudioso de la vida de Jesús de Nazaret y


de los primeros pasos del cristianismo en el antiguo
país de Judea, la obra literaria de Flavio Josefo po­
see una importancia incuestionable. Pero este interés
se extiende igualmente, más allá de la tarea propia de
los especialistas., a muchas personas cultas., tanto cre­
yentes como no creyentes, interesadas en los orígenes
del fenómeno histórico cristiano. Por eso, Josefo es un
autor particularmente buscado y apreciado. Si a ello se
une el hecho de que fue testigo directo de uno de los
acontecimientos más señalados en la historia antigua
- a saber: la conquista y destrucción de Jerusalén y su
famoso templo por parte de los romanos, y de la gran
diáspora del pueblo judío que esto originó-, se com­
prenderá fácilmente el valor que la obra de Josefo ha
conservado a lo largo de la historia y el interés que aún
sigue suscitando su lectura.
La relación de las ediciones de Josefo y de los es­
tudios llevados a cabo tanto sobre el conjunto de su
obra como sobre temas específicos de la misma cons­
tituye una inmensa bibliografía. Por eso, ha supuesto
un considerable esfuerzo condensar la información
10 Introducción

requerida por un lector medio y ajustada a las carac­


terísticas de un libro como este. Pero nuestro propósi­
to de llegar a un público amplio no comporta falta de
rigor científico, tanto en la visión general como en los
detalles, a pesar de que omitimos muchas referencias
eruditas y soslayemos cuestiones menores discutidas
entre los especialistas.
Como decimos, la obra de Flavio Josefo despierta
interés, singularmente hoy, que tanto atraen nuestra
atención las circunstancias históricas y sociales del si­
glo I de nuestra era. Entre otras razones, porque ella
refleja, si bien de forma marginal, el cristianismo en
sus orígenes. Por otra parte, dado que nuestro historia­
dor reúne en sí mismo la doble condición de sacerdote
judío y de ciudadano romano, se constituye, de algún
modo, en representante de las ideologías y sensibilida­
des de aquellas gentes que presenciaron la predicación
y muerte de Jesús, así como el despuntar del nuevo
movimiento cristiano.
Es importante, pues, no sólo leer las citas testimo­
niales de Josefo de forma aislada, sino también inte­
grarlas en el contexto de su obra, la cual nos describe
aquel mundo en el que vivieron Jesús y, posterior­
mente, sus discípulos, que afirmaban haber sido tes­
tigos de su resurrección. Allí nos adentramos en las
ciudades y los campos, descritos de primera mano, y
visitamos el templo de Jerusalén y otros edificios que
aparecen en los escritos del Nuevo Testamento. Pero,
sobre todo, nos sumergimos en el ambiente social, las
costumbres, las prácticas religiosas y las distintas for­
mas de concebir la política tanto del pueblo como de
Introducción 11

sus dirigentes. Incluso nos topamos con aquellos per­


sonajes que determinaron el rumbo de tan trascenden­
tales acontecimientos, como fueron los miembros de
la dinastía real de los Herodes, los sumos sacerdotes y
sus familias, o los gobernadores romanos, entre ellos
Poncio Pilato.
Deseamos que el presente libro despierte en el lec­
tor el deseo de acceder sin intermediarios a las obras
de Flavio Josefo y descubra la importancia de estas
para el conocimiento del mundo judío del siglo I, así
como sus conexiones con temas del mayor interés para
la gente de hoy'.

1. A lo largo de las siguientes páginas citaremos pasajes de las obras


de Josefo. Generalmente, tomaremos la traducción de las ediciones que
se indican en la bibliografía (p. 157), pero en algunos casos ofreceremos
nuestra propia versión del texto original griego.
EL PERSONAJE
Flavio Josefo fue uno de esos escritores cuya vida
real, tremendamente agitada, comparte el dramatismo
de los relatos contenidos en sus obras. Él mismo pro­
tagonizó muchos de los acontecimientos que narra,
hasta el punto de que su nombre nos resultaría hoy co­
nocido aunque no hubiera sido él quien los escribiera.
Todo esto quiere decir que buena parte de sus relatos
aparece descrita con un realismo singular, dotado de
un palpitante apasionamiento. Es más, los testimo­
nios de que disponemos para reconstruir su biografía
se hallan casi exclusivamente en sus obras, de modo
que nuestros conocimientos sobre la vida de Josefo,
por una parte, responden con garantías a la verdad,
al proceder de una fuente fidedigna; pero, por otra, a
veces adolecen de parcialidad al ser ofrecidos por el
propio protagonista, sin contraste con otras opiniones
y datos objetivos.
Por eso, cuando nos asomamos a la historia narrada
por Josefo, acude a nuestra memoria el caso de Julio
César en La guerra de las Gallas y La guerra civil,
aunque las diferencias entre ambos escritores y el es­
tilo de sus obras sean considerables, pese a las apa­
16 El personaje

riencias. De todos modos, en las obras de ambos auto­


res, así como en las de otros de la Antigüedad (como
Tucídides, Jenofonte, Polibio...), encontramos lo que
Michael Grant denomina «justificación personal», un
defecto característico de la historiografía clásica y que
está en el origen de la desinformación y los desaciertos
en que suele caer este tipo de literatura1.

1. M. Grant, Historiadores de Grecia y Roma, Madrid 2003, 88-92.


LOS PRIMEROS AÑOS
DE SU VIDA

1. N o m b r e , n a c im ie n t o y f a m il ia

Nuestro personaje se llamaba Joset ben-Matthías


(en hebreo, Yosef ben-Mattiyah). Sólo en la segunda
etapa de su vida, cuando recibió la ciudadanía roma­
na, utilizó el nombre latinizado de Flavius Josephus
(Joseppos en griego, que fue la lengua que empleó
en sus escritos). Su padre Matías, de la tribu de Leví,
era sacerdote del templo de Jerusalén y pertenecía a
la que se consideraba más alta estirpe de descendien­
tes de Aarón, la familia sacerdotal primera, llamada
del turno de Joarib (1 Cro 24, 1-8). Sin embargo, no
formaba parte de la clase social de los denominados
entonces «príncipes de los sacerdotes», dado que nin­
gún miembro de su familia había ocupado el cargo de
sumo sacerdote, prebenda esta que en aquella época
los gobernantes -tanto los pertenecientes a la dinas­
tía herodiana como las autoridades rom anas- distri­
buían a su antojo. En todo caso, Matías era una per­
sona importante en Jerusalén, como se deduce de sus
18 El personaje

contactos y su proceder al enterarse de la conspiración


contra su hijo cuando este era gobernador de Galilea.
Además de a Josefo, sus padres tuvieron otro hijo, lla­
mado también Matías.
Sobre el nacimiento de Josefo sabemos que tuvo
lugar en Jerusalén, pero desconocemos la fecha exac­
ta. Debió de rondar el 37 d.C., pues, según él, vino al
mundo el primer año del imperio de Calígula y conta­
ba veintiséis años cuando hizo su primer viaje a Roma
-del que hablaremos más adelante-, debiendo situarse
tal evento en el 64 d.C.
No nos han llegado muchas referencias a la madre
de Josefo. Ignoramos su nombre, pero sabemos que
era descendiente de la dinastía real de los Asmoneos,
ya que su tatarabuelo, llamado Matías, casó con una
hija del sumo sacerdote y jefe de los judíos Jonatán, el
hermano de Judas Macabeo. Esta mujer aparece cita­
da durante el sitio de Jerusalén, cuando su hijo Josefo
fue herido frente a la muralla.

2 . F o r m a c ió n j u d ía

Con estos antecedentes se entiende con facilidad


que Josefo, desde su infancia, fue una persona afortu­
nada y bien considerada socialmente. Si a esto se une
el talento natural que mostraba de adolescente y la es­
merada educación que recibió, obtenemos un cuadro
elocuente de cómo debieron ser los primeros años de
vida de nuestro personaje en Jerusalén.
Para los miembros de la elite judía de entonces,
era fundamental escoger desde pequeños el camino, la
Los primeros años de su vida 19

vía religiosa de interpretación de la Ley (Tora), con el


fin de ir asimilándola cada vez más e ir adaptando la
vida cotidiana a las múltiples y a menudo complicadas
prescripciones inherentes en la opción elegida. La reli­
gión judía, con sus implicaciones doctrinales y prácti­
cas, llenaba entonces casi toda la vida de un hombre de
alta posición social. La situación político-religiosa del
judaismo de mediados del siglo I está muy bien refle­
jada por el propio Flavio Josefo, y puede enmarcarse
perfectamente en lo que él llama «las tres escuelas de
filosofía», cuya descripción desarrolla en su libro La
guerra judía (Bell. Iud. II, 119-166).
Josefo, pues, ya con dieciséis años, fúe instruido por
buenos maestros tanto fariseos -grandes estudiosos y
estrictos cumplidores de la L e y - como saduceos -que
constituían la secta más numerosa entre los sacerdotes
y daban preferencia al culto en el templo jerosolimita­
ño-, Fariseos y saduceos llevaban entonces el peso de
la dirección religiosa y política del pueblo judío, repar­
tiéndose los puestos principales en el Gran Sanedrín o
senado de la nación israelita.
La época de estudios de Josefo coincide con el
magisterio de Gamaliel el Viejo o con el de su hijo
Simeón en la escuela farisea. Podemos pensar que
Josefo recibió enseñanzas directas de estos rabinos,
pero esto no es más que una discutible conjetura, pues
nuestro autor nada dice al respecto.
Sorprende, sin embargo, que tras estudiar y for­
marse bajo la tutela de los maestros más prestigiosos
de la Ciudad Santa, Josefo fuera autorizado por su pa­
dre a iniciarse también en los principios de la «tercera
20 El personaje

filosofía», es decir, en la escuela de los esenios. Es­


tos, entre los que predominaban hombres de la estirpe
sacerdotal, se hallaban en total oposición al «sistema
establecido» y no reconocían la autoridad de los diri­
gentes del templo jerosolimitano, empezando por el
propio sumo sacerdote - a quien consideraban un im­
postor- y siguiendo por los guías religiosos del pue­
blo judío, incluido el mismo Sanedrín. Los esenios so­
lían establecerse y vivir fuera de Jerusalén, formando
una comunidad aparte. A una de sus ramas pertene­
cía el «monasterio» de Qumrán, junto al mar Muerto,
tal como describe el naturalista romano Plinio el Viejo
(Nat. Hist. V, 13-73).
Tras ese periodo de formación en los tres sistemas
dichos, el joven Josefo, no contento con ello, se retiró
al desierto de Judá, ya muy famoso como lugar de
aislamiento ascético para llevar una vida religiosa in­
tensa, no solo por la presencia allí de la comunidad de
Qumrán, sino también porque allí había desarrollado
su predicación y su dramática llamada a la conversión
Juan el Bautista. En ambos casos, las abluciones con
agua -baños rituales en Qumrán, bautismos en el Jor­
d án - aparecen como ritos de purificación.
El desierto, cargado de evocaciones y de experien­
cias místicas en la historia de Israel, ha sido un lugar
al que el pueblo, o en su caso los iniciados, se sentían
atraídos para encontrarse directamente con la divini­
dad. Más aún, por entonces estaba muy extendida la
creencia de que el Mesías esperado habría de aparecer
en el desierto, como atestigua el propio evangelio (Mt
24, 26). Josefo lo confirmará narrando el surgimiento
Los primeros años de su vida 21

de falsos mesías que pretendieron sublevar al pueblo


contra la dominación romana. Tal es el caso de Teu-
das, el cual en tiempos del gobernador Cuspidio Fado
concentró a sus partidarios en las riberas del Jordán
(Antiq. XX, 5, 1), y también el de «El Egipcio», que
con varios miles de seguidores salió del desierto para
caer sobre Jerusalén, siendo gobernador Antonio Félix
(Bell. lud. II, 261-263). Ambos personajes aparecen
asimismo mencionados en los Hechos de los apóstoles
(Hch 5, 36; 21, 38).
Aquí, en el desierto de Judá, en tomo a los años 50
d.C., habitaba un maestro anacoreta que no pertenecía
a ninguno de tales movimientos sectarios religiosos o
políticos. Se llamaba Banno. Vestía y se alimentaba
con productos naturales de la zona. El joven Josefo,
que sólo contaba entonces dieciséis años, pidió ser
instmido por este maestro y permaneció junto a él, tal
vez en compañía de otros condiscípulos, por espacio
de tres años, llevando una vida de rigurosa disciplina,
estudio y oración.

3 . E s t u d io d e l a c u l t u r a n o j u d ía

Cumplidos los diecinueve años, y tras haberlo pro­


bado todo, Josefo decidió regresar a Jerusalén y en­
cauzar su vida de judío observante de acuerdo con las
doctrinas de la corriente farisea. Comenzó entonces
su estudio de la cultura griega, tanto en el dominio
de la lengua y la literatura como en el de la filosofía,
inclinándose hacia el estoicismo por encontrarlo afín
a las creencias y la moral judías. No cabe duda de que
22 El personaje

la formación clásica del joven Josefo fue profunda y


esmerada, como lo prueban su dominio de la lengua
griega -que escribía y hablaba con fluidez, si bien,
como él mismo indica (Antiq. XX, 263), manteniendo
cierto acento semita- y su conocimiento de la literatu­
ra y preceptiva literaria -que también se hace patente
en sus escritos, como después veremos-.
Hay que tener en cuenta que en el siglo I d.C. la
lengua griega y la cultura helenístico-romana estaban
mucho más extendidas por Palestina de lo que los es­
tudiosos han creído hasta hace bien poco; así lo de­
muestran día tras día las investigaciones arqueológi­
cas. Existían, por tanto, grandes ciudades de ambiente
helenístico, donde preferentemente se hablaba el grie­
go, como Cesárea, Séforis, Tiberias y Tariquea en Ga­
lilea, y otras fuera de esta región, tales como Sebaste
en Samaría y Escitópolis en la cuenca derecha del Jor­
dán. También en ciudades que todavía conservaban
un carácter muy judío, tales como Jericó y la propia
Jerusalén, la lengua griega se hallaba muy generaliza­
da. Los judíos cultos no podían sustraerse al ambiente
del mundo clásico que iba empapando la cultura y la
vida del país, hasta el punto de que en algunas regio­
nes llegó a predominar lo helenístico, incluso en el as­
pecto religioso.
Josefo, por lo que se deduce de su posterior actua­
ción, debió de dedicarse también a formarse en dere­
cho, e incluso cabe pensar que estudió también latín,
lengua que no utilizó en sus obras, pero que no debía
desconocer, dado que -com o verem os- fue designado
para ir a Roma en comisión de servicios y allí pasó los
Los primeros años de su vida 23

últimos treinta años de su vida. De hecho, fue un entu­


siasta de muchos aspectos de la cultura romana, entre
ellos la organización y eficacia del ejército romano.

4. L a m a y o ría d e e d a d

Ignoramos si Josefo, una vez alcanzada la mayoría


de edad, llegó a ejercer de forma habitual sus funcio­
nes sacerdotales en el templo de Jerusalén. El número
de sacerdotes y levitas era entonces de unos 20000.
Los sacerdotes que servían en el santuario se distri­
buían en veinticuatro tumos a lo largo del año, lo cual
quiere decir que, para un simple sacerdote, las ocasio­
nes de oficiar en el culto eran escasas y, sobre todo,
muy distanciadas en el tiempo. En cualquier caso, y
tratándose de una persona como Josefo, con su estatus
social y su cuidada formación, cabe pensar que sus
principales ocupaciones eran el estudio y las relacio­
nes en la alta sociedad.
Llama la atención el hecho de que permaneciera
soltero en su juventud, ya que no contrajo matrimonio
hasta que fue hecho prisionero por los romanos el 67
d.C., cuando ya contaba treinta años. La alusión en un
discurso a su «madre, esposa, raza y familia», que se
hallaban dentro de Jerusalén durante su asedio (Bell.
Iud. V, 419), parece un simple recurso retórico. No sa­
bemos si la presunta soltería de Josefo respondía a un
prejuicio religioso adquirido por Josefo cuando vivió
en el desierto junto a los esenios y otras sectas rigoris­
tas, a pesar de que nuestro personaje era ya un fariseo
declarado. En su Autobiografía (Vita, 80) cuenta que,
24 El personaje

siendo gobernador de Galilea, tenía buena fama por


su escrupuloso respeto al honor de las mujeres, lo que
podría ser otro indicio de su posible decisión de per­
manecer célibe en aquella época de su vida.
Por orden de Vespasiano contrajo matrimonio con
una cautiva procedente de Cesárea, pero enviudó po­
co después, mientras acompañaba al futuro emperador
en su viaje a Alejandría. En esta ciudad Josefo se casó
con una alejandrina, con la que tuvo tres hijos, dos de
los cuales murieron siendo muy niños -co sa frecuen­
te entonces, dadas las pésimas condiciones sanitarias
de la población-. El tercero, llamado Hircano, nació
ya en Roma después de la guerra, en el año 73 d.C. Al
poco tiempo, Josefo se divorció para casarse con una
mujer judía de la alta sociedad de Creta, la cual le dio
dos hijos (en el 77 y en el 79 d.C.), los cuales, ya como
ciudadanos romanos, recibieron los nombres de Justo
(Iustus) y Agripa, también llamado Simónides.
EL POLÍTICO Y MILITAR

1. F l a v io J o s e f o p o l ít ic o

Cuando Josefo era ya un hombre de veintiséis años


(64 d.C.), la situación política de la provincia romana
de Judea era tan tensa, que se veía como casi inevita­
ble la violenta explosión revolucionaria, la cual abocó
a la guerra y a la destrucción de Jerusalén y su templo.
A dicha situación contribuían tanto los extremismos
nacionalistas de una alborotada minoría judía, como
los atropellos y las arbitrariedades de los últimos go­
bernadores romanos en el país, más preocupados en
obtener ventajas económicas que en la recta adminis­
tración de la provincia.

a) Bajo el procurador Antonio Félix


El primero de estos procuradores venales fue An­
tonio Félix (52-60 d.C.). En su tiempo ya se produ­
jeron revueltas y aparecieron los terroristas llamados
«sicarios», que cometían asesinatos en las calles. El
gobernador mandó crucificar a varios revoltosos y -n o
sabemos por qué razón- acusó de complicidad a un
26 El personaje

pequeño grupo de sacerdotes distinguidos, a quienes


envió a Roma para que comparecieran ante el tribu­
nal del emperador. Las noticias que, al cabo de varios
años, llegaron a Jerusalén acerca de las condiciones
en que, a la espera de juicio, se hallaban en Roma es­
tos detenidos, fueron realmente alarmantes. Aquellos
sacerdotes, fieles cumplidores de la Ley y de las pres­
cripciones alimenticias judías, se negaban a comer la
mayoría de los alimentos que se les ofrecía, por no
ajustarse a las normas judías y ante el temor de que
algunos pudieran haber sido previamente ofrendas en
los templos paganos. En consecuencia, apenas comían
otra cosa que higos y frutos secos.
Aunque Josefo no lo dice expresamente, la deci­
sión de viajar hasta la capital del imperio para asistir a
los ilustres prisioneros y negociar su liberación debió
ser tomada por el Sanedrín en pleno, o al menos por
un grupo de los principales dirigentes religiosos de
Jerusalén. Fue entonces cuando se pensó que la perso­
na adecuada para tan difícil y comprometida gestión
era el sacerdote Josef ben-Matthías. En su favor pesó,
además de su autoridad y prestigio, emanados de su
estatus social y de su profundo estudio de la Ley y las
tradiciones judías, el hecho de que conocía el mundo
no judío, que hablaba griego y probablemente tam­
bién latín, y estaba familiarizado con la mentalidad y
las normas de la sociedad romana.
Josefo, pues, partió de Judea aquel año 64 d.C.,
probablemente antes de que el actual gobernador de la
provincia, llamado Albino, tras una lamentable actua­
ción durante dos años en su cargo, fuera relevado por
E l político y militar 27

el nuevo procurador Gesio Floro, personaje aún más


nefasto, si cabe. Josefo se embarcó en el puerto más
importante del país y capital de la provincia, Cesa-
rea del Mar, pues allí era donde la actividad marítima
contaba con mayores facilidades y estaban afincadas
las principales compañías navieras que enviaban bar­
cos a Italia. Por entonces, la navegación de altura solo
se llevaba a cabo entre el final de la primavera y el
comienzo del otoño. Ignoramos el día exacto en que
partió la nave que transportaba a Josefo, pero, dado
el trágico resultado del periplo, cabe suponer que fue
a principios o a finales de la temporada, los periodos
en que estallaban más tormentas. En todo caso, la tra­
vesía desde la costa palestinense a la italiana suponía
casi dos meses de navegación a causa de, por un lado,
la dirección de los vientos en el Mediterráneo en esas
fechas y, por otro, la necesidad de que las naves toca­
ran bastantes puertos a lo largo del trayecto.
Sabemos por la Autobiografía que la nave grande,
en la que viajaba Josefo, se hundió en el mar Adriático
(aunque debemos pensar que fue más bien en el mar
Jónico), sin duda por culpa de un temporal inesperado.
La tripulación y el pasaje, cuyo número total ascendía
nada menos que a seiscientas personas, pasaron la no­
che a la deriva en el mar, aferrados a los restos de la
nave que flotaban, hasta que muy de mañana fueron
avistados por un barco menor procedente de la cos­
ta de la Cirenaica, en el norte de Africa, y que había
logrado capear el temporal. Josefo se halló entre los
ochenta náufragos que pudieron ser rescatados. La na­
ve los condujo a Puteoli (hoy Pozzuoli), en el golfo de
28 El personaje

Nápoles, que era uno de los puertos más importantes


de Italia y que en sus tiempos de colonia griega había
recibido el nombre de Dikaiarkheia. En esta ciudad
comercial, Josefo encontró una importante colonia de
judíos, de la que habla en un pasaje de sus obras (Bell.
Iud. II, 104) y a la que también se refiere el libro de los
Hechos de los apóstoles (Hch 28, 13-14).
Entre los judíos de Puteoli, apareció un persona­
je llamado Aliturus. Este -que, a juzgar por lo que se
cuenta de él, no debía de ser demasiado practicante
desde el punto de vista religioso- era un famoso ac­
tor de teatro que tenía fácil acceso a la corte imperial
de Roma en virtud de las preferencias y aficiones del
emperador Nerón. Josefo trabó con Aliturus una gran
amistad, y este, cuando por fin llegaron a Roma, lo
introdujo en palacio. Allí Josefo conoció a la nueva
esposa del emperador, Popea, cuyas afinidades y com­
placencias con la religión judía eran bien conocidas en
la capital del imperio. Josefo, valiéndose de su presti­
gio como sacerdote y experto en las diversas corrientes
del judaismo, logró ganarse el favor de la emperatriz,
que no sólo atendió su petición de gestionar la libe­
ración de los presos, sino que también le hizo otros
favores de los que habla Josefo sin especificar. Ni que
decir tiene que, gracias a esta experiencia en la corte
romana, nuestro historiador tuvo ocasión de ampliar
sus conocimientos del mundo romano y ejercer sus fi­
nas dotes diplomáticas entre la alta sociedad romana,
cosas que, en las complicadas vicisitudes que le iba a
deparar la vida, le resultarían muy útiles.
El político y militar 29

b) Bajo el procurador Gesio Floro


Cuando Josefo regresó triunfante a Jerusalén con
los prisioneros liberados -probablemente el 65 d .C -,
la conflictiva situación política en la provincia había
llegado a su culmen. De hecho, ese año y el siguiente
fueron trágicos para la Ciudad Santa. Coincidieron con
el desastroso y provocativo gobierno del procurador
romano Gesio Floro, hombre sin escrúpulos que odia­
ba a los judíos y al que sólo le interesaba enriquecerse
a costa de ellos lo antes posible. Su codicia lo llevó
incluso a tratar de apoderarse de parte del dinero de­
positado en el templo. Ocupó Jerusalén con sus tropas
y, sin atender a las autoridades religiosas y civiles de
la ciudad, que estaban dispuestas a llegar a un acuer­
do honorable, mandó masacrar indiscriminadamente
a buena parte de la población, incluyendo mujeres y
niños, así como judíos distinguidos que poseían la ciu­
dadanía romana. En este caldeado ambiente, prospe­
raron las ideas revolucionarias de los nacionalismos
extremos, como los zelotas y los sicarios.

c) Hacia la guerra del año 70 d.C.


Cuando el procurador y sus tropas lograron, a du­
ras penas, abandonar la ciudad, que ya se había su­
blevado en pleno, se produjo la mayor anarquía, en
medio de la cual fue asesinado el sumo sacerdote Ana-
nías y Manahén, uno de los caudillos nacionalistas,
fue linchado por una multitud. La torre Antonia, cuar­
tel de la guarnición romana permanente en Jerusalén,
fue asaltada e incendiada, y todos los militares que la
30 El personaje

habitaban fueron pasados a cuchillo. E idéntica suer­


te corrió poco más tarde un contingente de soldados
romanos que aún permanecía refugiado en las torres
de la muralla cercana al llamado Palacio de Heredes,
la residencia oficial del gobernador romano cuando
visitaba Jerusalén.
Entre los judíos de la ciudad, especialmente entre
los miembros de las clases altas, predominaba la ten­
dencia a la sensatez y a evitar a toda costa un enfrenta­
miento armado con Roma, lo que supondría un fin trá­
gico para Jerusalén y para el pueblo judío en general,
como así fue. Por su parte, el rey Agripa II y su her­
mana, la reina Berenice, aunque gobernaban estados
que se hallaban en el norte del país (en los Altos del
Golán y en la zona de Galilea contigua al lago de Ge-
nesaret), ejercían una especie de patronazgo sobre el
templo jerosolimitano que Roma les había concedido
por ser judíos. Pues bien, también ellos intentaron con
empeño hacer entrar en razón al pueblo y a sus diri­
gentes para que renunciaran a la lucha armada contra
los romanos, que no era sino una alternativa suicida.
Asimismo, intentaron influir sobre el poderoso gober­
nador romano de Siria, Cestio Galo, que ejercía una
tutela de hecho sobre el modesto gobernante de Judea,
con el fin de apaciguar la situación antes de que fuera
demasiado tarde.
Evidentemente, Josefo era uno de los notables ju ­
díos que en Jerusalén se esforzaban por serenar los
ánimos y volver a la amistad con Roma. Consideraban
la actuación de los últimos gobernadores como un epi­
sodio aislado que la propia autoridad romana, una vez
El político y militar 31

bien informada, estaría dispuesta a corregir, castigan­


do incluso a tan siniestros personajes, como lo había
hecho en otras ocasiones similares.
Pero la intensa labor de consejo y negociación que
llevaba a cabo nuestro personaje comenzó a resultar
sospechosa en aquel ambiente tan violento. Su vida
llegó incluso a correr peligro. Por eso, Josefo dejó
de actuar y decidió pasar desapercibido en medio del
caótico ambiente de aquella explosiva sociedad. Du­
rante los días más duros de las revueltas, en que fue
masacrada la guarnición romana de la torre Antonia,
Josefo permaneció encerrado en el templo en calidad
de sacerdote, sin contacto con nadie del exterior. Esto
sucedió en agosto del año 66 d.C.
Como era de prever, la autoridad romana ya no po­
día dejar impunes a los revoltosos y enseguida envió
su contundente respuesta. Así, al comienzo del otoño,
el gobernador de Siria se presentó ante las murallas
de Jerusalén al mando de un ejército de unos 17000
hombres, al que se unió el rey Agripa con 500 solda­
dos más. Por distintas causas que no vamos a detallar
aquí, las tropas romanas fracasaron en su intento de
atacar y someter la ciudad, y la retirada temporal del
ejército a sus cuarteles de invierno acabó en un autén­
tico desastre, al sufrir el acoso de los partisanos judíos
durante la marcha.
Pero la cosa no podía quedar ahí. La guerra es­
taba ya irremediablemente declarada. Como, por una
parte, los revoltosos judíos se habían crecido con el
triunfo obtenido y, por otra, Roma -regida entonces
por N erón- no estaba dispuesta a que semejante si­
32 El personaje

tuación se prolongara más, el emperador encomen­


dó al general Flavio Vespasiano que reuniera un gran
ejército, reconquistara todo el país comenzando por
Galilea y sometiera definitivamente al rebelde pueblo
judío, arrasando cuanto fuere necesario, incluida Je­
rusalén con su famoso templo.

2. F l a v io Jo sefo m il it a r

Llegados a este punto, debemos detenemos a ana­


lizar la figura de Flavio Josefo, su actitud ante los
acontecimientos, sus ideas y sentimientos, y el peso
de las responsabilidades que se vio obligado a asu­
mir. Leyendo sus obras, se aprecia claramente que, a
lo largo de los años, fluctuó en la interpretación y el
juicio de cuanto él mismo realizó en aquellos días trá­
gicos. En La guerra judía - la primera obra que escri­
b ió - reconoce que desempeñó un papel beligerante en
los acontecimientos de la guerra contra Roma. Aceptó
el nombramiento de gobernador de Galilea con el fin
de preparar allí un ejército capaz de enfrentarse a los
romanos, y de hecho asumió la responsabilidad de
defender aquel país y de ponerse al frente de sus tro­
pas para dirigir el combate. Pero en su Autobiografía,
escrita al final de sus días, ofrece una versión muy
distinta de su proceder en la guerra. Así, la misión que
llevó a cabo en Galilea habría consistido más bien en
sosegar y conciliar los ánimos para buscar soluciones
de paz, en aquietar a los revoltosos y en evitar vanos
enfrentamientos cuando los romanos llegaran con su
ejército. Cabría pensar que la distancia de bastantes
El político y militar 33

años respecto de los acontecimientos reales había per­


mitido a Josefo olvidar algunas cosas y moldear otras
para adquirir una visión más madura y serena de los
trágicos sucesos, aunque ello supusiera una cierta de­
formación de los hechos.
Nadie duda de que nuestro historiador, que ad­
miraba la cultura helenístico-romana y era capaz de
contemplar la acuciante situación desde una perspec­
tiva más amplia que la mayoría de sus compatriotas,
habría preferido la paz. Su actitud se parece a la del
rey Agripa II, un judío-romano empeñado también en
calmar los ánimos de los sublevados y buscar vías que
condujeran al entendimiento de todos y a recobrar la
paz. Pero estos dos personajes -que, por cierto, en los
años finales de sus vidas trabaron una buena am istad-
se posicionaron finalmente de formas muy distintas:
Agripa acabó uniéndose a las tropas romanas represo­
ras; Josefo, en cambio, aceptó el encargo de ponerse
al frente de un ejército rebelde en Galilea.
Josefo fue un hombre de profesión civil, un inte­
lectual, pero siempre mostró interés por el mundo mi­
litar, y especialmente por el prestigioso ejército roma­
no, que le fascinaba. Así lo demuestra en sus obras,
en las cuales dedica amplios y entusiastas excursus a
describir las características de las legiones, y ello con
tal minuciosidad que los expertos los sitúan entre las
mejores aportaciones de la literatura clásica para el es­
tudio del ejército romano durante el Alto Imperio (si­
glos I-II d.C.), al igual que el famoso texto de Polibio
(Hist. VI, 19-42) lo es para el conocimiento de la an­
tigua legión manipular (siglos III-II a.C.).
34 E l personaje i

El texto más importante se encuentra en La gue­


rra judía III, 71-109, que Josefo sitúa al comienzo de
las operaciones militares de Vespasiano en Galilea.
En dichas páginas, además de las brillantes y minu­
ciosas descripciones, se pone de relieve la disciplina,
el orden, la previsión y la valentía de los legionarios,
factores que aseguraron a Roma la conquista del im­
perio. «Son dueños de un imperio tan grande como
resultado de su propio esfuerzo, no como si ello fuera
un regalo de la fortuna» {Bell. Iud. III, 71). En otro
texto muy significativo, Josefo describe al ejército ro­
mano cuando, en la primavera del año 70 d.C. y a las
órdenes de Tito, se pone en marcha hacia Jerusalén
{Bell. Iud. V, 39-53). Finalmente, entre otras muchas
descripciones e informaciones, cabe reseñar el texto
en que el ejército romano, perfectamente uniformado,
con sus oficiales vestidos de gala, lleva a cabo una bri­
llante parada militar frente a los muros de Jerusalén,
con el fin de intimidar a la población asediada, la cual
se asoma admirada entre las almenas de la muralla
para contemplar desde la distancia el singular espec­
táculo {Bell. Iud. V, 349-354).
Josefo no sólo se muestra fascinado por el ejérci­
to romano, sino que, al ser nombrado gobernador de
Galilea, se propone transformar el anárquico ejérci­
to irregular de las guerrillas judías en un remedo del
aparato militar romano, copiando de él sus divisiones
internas, los mandos de las distintas unidades, las tác­
ticas para atacar y defender, la transmisión de órdenes
mediante toques de trompeta, encareciendo sobre todo
la disciplina y la valentía. Según las cifras que da en
El político y militar 35

La guerra judía (II, 577-584), en sólo unos meses lle­


gó a preparar un ejército compuesto por 60000 solda­
dos de infantería (téngase en cuenta que Josefo tiende
a inflar las cifras; antes habló con más verosimilitud
de sólo 10000) y 350 de caballería, sin contar los mer­
cenarios que constituían una unidad militar de 4500
soldados y su guardia personal compuesta por 600
hombres. Dadas sus aficiones, sin duda Josefo se había
preocupado por conocer de cerca el aparato militar ro­
mano durante su prolongada estancia en Roma. Ahora
la fortuna le había dado un mando militar. Además,
disponía de abundante armamento, en parte de origen
romano, procedente del enorme botín obtenido tras la
derrota de Cestio, y en parte procedente del mercado
negro armamentístico, muy extendido por Oriente en
aquellos tiempos, del que se beneficiaban los reyezue­
los de la zona y al que nuestro autor hace referencia en
sus obras (Ant. XVIII, 251-252). Josefo se creía ahora
un nuevo Jenofonte, un intelectual y futuro escritor de
una obra sobre la guerra, que iba a ser capaz de poner­
se al frente de sus compatriotas en armas, para obtener
un triunfo militar que pasaría a la historia.
ENEMIGOS DENTRO DE CASA

Josefo comenzó por fortificar varias ciudades de


Galilea. A la vez, y más allá de la premura de tiempo y
de hallarse sin un ejército profesional, se topó con dos
importantes dificultades.
Por una parte, en Galilea, las mayores ciudades te­
nían una población no judía, de habla y cultura hele­
nísticas, que se sentía más próxima a los romanos que
a los judíos sublevados.
Por otra parte, la misión encomendada a Josefo con
vistas a la sublevación general se extendía también a
las ciudades de ambas riberas del lago de Genesaret.
Las de la orilla occidental pertenecieron en otro tiem­
po a la Galilea como parte de la provincia romana de
Judea, pero desde hacía unos cinco años integraban,
junto a los Altos del Golán, el Estado autónomo del
rey Agripa II. Por tanto, la autoridad del nuevo go­
bernador resultaba aquí más que cuestionable, sobre
todo en un ambiente en que la población judía estaba
era minoritaria. El nuevo gobernador se enfrentaba,
pues, a una tarea ardua en extremo cuyo éxito, siendo
realistas, no resultaba previsible.
38 El personaje

1. J u a n de G is c a l a

Por otro lado, Josefo se encontró con la oposición


decidida de ciertos personajes galileos que creían tener
más derecho que él a ser nombrados jefes de la revuel­
ta en el país. Entre esos rivales del nuevo gobernador
destacó Juan hijo de Leví de Giscala (en hebreo, Yo-
hanan ben-Lewi). Se trataba de una especie de cacique
local, fanático, envidioso y sin escrúpulos, que actuaba
desde la pequeña ciudad de Giscala, situada al norte de
Galilea, casi en la frontera con los territorios fenicios
de la provincia romana de Siria. Desde el principio ac­
tuó de manera taimada, sin oponerse de frente a Jose­
fo, pero tratando de socavar su autoridad y creando
una corriente de opinión contraria al gobernador que
llegó hasta las altas personalidades de Jerusalén, preci­
samente las que habían puesto a Josefo al frente de tan
delicada e importante misión. Al principio, este Juan
actuó como si estuviera dispuesto a colaborar con el
gobernador; sin embargo, con una indudable vocación
de caudillaje, había formado por su cuenta un ejército
propio integrado por 400 hombres, la mayoría merce­
narios procedentes de la región de Tiro. El dinero para
financiarlo lo obtenía traficando en el mercado negro
con trigo cosechado en tierras pertenecientes al Estado
romano y que era patrimonio del emperador, y especu­
lando con el aceite de oliva de la región, que vendía en
Siria diez veces por encima de su valor real.
Inmediatamente después, pasó ya a tender trampas
a Josefo, con el fin de pillarlo por sorpresa y asesinar­
lo. Así, en una ocasión lo convocó para que le ayudase
Enemigos dentro de casa 39

a apaciguar unos desórdenes surgidos en la comarca de


Giscala. La intención era acusar a nuestro personaje de
negligencia si no acudía de inmediato, o tenderle una
emboscada y darle muerte si ingenuamente se ponía
en camino. Pero Josefo advirtió la estratagema y salió
airoso de la situación. Tiempo después, y también ba­
jo la apariencia de cortesía y amistad, Juan de Giscala
solicitó al gobernador el permiso para ir al balneario
de Hamath, junto a Tiberias, ciudad a unos 5,5 km de
Tariquea, donde entonces se hallaba Josefo. La inten­
ción de Giscala no era otra que propagar sus ideas en­
tre la población de Tiberias y sembrar así el rechazo
a Josefo. Dada la proximidad entre ambas ciudades,
Juan convoca al gobernador para una entrevista. Este
acude con el propósito de aclarar la situación políti­
ca del momento. Pero al llegar y encontrarse sólo con
unos emisarios de Juan -y a que este decía estar enfer­
m o-, Josefo decide reunir al pueblo en el estadio de la
ciudad. Ante el descontento de una población ya ma­
leada e incluso ante las amenazas de muerte por parte
de varios seguidores de su rival, Josefo se ve obligado
a abandonar el estadio y se dirige hacia el lago de Ge­
nesaret para embarcar y huir a Tariquea.
Lo que el de Giscala iba sembrando por todas par­
tes consistía en la sospecha de que Josefo era en rea­
lidad partidario de los romanos, de modo que no se
le podía considerar la persona indicada para dirigir la
guerra contra ellos. A decir verdad, el cabecilla galileo
no iba descaminado en su apreciación de los senti­
mientos íntimos del gobernador, pero sí en atribuirle
un plan de entrega del país al enemigo, pues Josefo
40 El personaje

profesaba una lealtad total al pueblo judío y estaba de­


cidido a luchar contra Roma arrostrando todas las con­
secuencias, como así sucedió de hecho.
Sin embargo, como ya hemos indicado, el ambicio­
so Juan de Giscala iba a dar un paso más allá, tratando
de sembrar la sospecha en el seno mismo del poder
judío, es decir, en el Sanedrín y en los círculos de ma­
yor influencia política y religiosa de Jerusalén. Mandó,
pues, a hábiles personas de su entorno, entre ellas a su
hermano Simón y a Jonatás, que fueran a la Ciudad
Santa y expusieran allí sus objeciones al nombramien­
to de Josefo como gobernador de Galilea y sus temores
de que éste, en el momento oportuno, volviera su ejér­
cito contra la propia Jerusalén. Como solución, debían
proponer que el caudillo Juan de Giscala asumiera el
poder y la defensa de Galilea frente a la próxima llega­
da de las fuerzas romanas.
Los mensajeros fueron bien recibidos en Jerusa­
lén por el rabino fariseo Simón hijo de Gamaliel (en
hebreo, Simón ben-Gamaliel), quien dio cuenta de la
situación en el Sanedrín y se entrevistó con los an­
tiguos sumos sacerdotes Anano hijo de Anano y Je­
sús hijo de Gamala (en hebreo, Yosua ben-Gamala).
Aunque convencidos ambos, en lugar de proponer la
remoción inmediata del gobernador -lo que podría
acarrear divisiones en el Sanedrín-, decidieron seguir
el consejo de Anano, el cual habría sido ya sobornado,
según Josefo. Tal consejo consistía en crear primero
una comisión que se desplazara a Galilea y que allí re­
cogiera informes negativos contra el gobernador, pa­
ra después presentarlos en Jerusalén y proceder a su
Enemigos dentro de casa 41

destitución. Así, se formó una comisión integrada por


cuatro miembros, dos de ellos fariseos y dos sacer­
dotes (uno de estos también fariseo). Irían protegidos
por una escolta del nuevo ejército rebelde judío.
Pero esta comprometida decisión, que en principio
se quería mantener en secreto, comenzó a ser divul­
gada en Jerusalén y llegó al conocimiento del propio
Josefo a través de una carta enviada por su padre, que
por entonces residía allí y había sido informado por el
propio Jesús hijo de Gamala. Ante la situación, nues­
tro personaje estuvo a punto de adelantarse a los acon­
tecimientos y presentar su renuncia. Pero en un sueño
le fue revelado que debía seguir adelante y permane­
cer en su puesto. Nótese la tendencia de Josefo -que
comprobaremos en más ocasiones- de actuar movido
por mensajes recibidos en sueños, práctica por otro
lado muy generalizada en la época, tanto entre los ju ­
díos como en el mundo greco-romano.
Cuando la comisión llegó a Galilea, astutamente
y sin enfrentarse de forma directa con el gobernador,
intentó que este, acompañado tan sólo por una peque­
ña escolta, se desplazase a la localidad de Haloth, en
la llanura de Esdrelón, con el fin de mantener allí una
entrevista, aduciendo cínicamente que las autoridades
de Jerusalén estaban dispuestas a apoyarlo contra las
agresiones de Juan de Giscala. Josefo, como ya estaba
advertido, se negó a ir, alegando que debía personarse
urgentemente en la zona de Chabul, limítrofe con Pto-
lomais, donde se había comprobado la presencia de
tropas romanas. El hecho era real, pero había tenido
lugar con anterioridad, y el gobernador se había des­
42 El personaje

plazado allí en su momento y había logrado controlar


la situación sin necesidad de entrar en combate.
Un tal Jonatás, el portavoz de la comisión jeroso-
limitana, repetió la estratagema y envío otra carta a
Josefo donde le proponía un nuevo lugar de encuen­
tro, concretamente la localidad de Gabana. Pero los
términos de esta misiva eran bastante menos amiga­
bles que los de la primera. Josefo, entre tanto, se fue
preparando y buscó el apoyo popular de los galileos.
Tras disponer sus tropas, contestó a Jonatás en un tono
también muy serio, negándose abiertamente a acudir
a lugares sospechosos que estuvieran controlados por
Juan de Giscala y sus huestes.
Por fin, y tras múltiples intentos de llegar a un en­
cuentro, acciones de espionaje y diferentes estratage­
mas por parte de ambos bandos, se concertó la entre­
vista en Gabara, no muy lejos de Kabul, una de las
residencias habituales de Josefo. Sin embargo, el en­
cuentro no llegó a realizarse propiamente, ya que cada
una de las partes se situó sobre el terreno a bastante
distancia de la otra. Entonces el enfurecido populacho
de aquella localidad mostró su apoyo decidido a Jo­
sefo. En consecuencia, Jonatás y los suyos se vieron
obligados a abandonar el campo para salvar sus vidas.
Por su parte, Josefo envió una delegación a Jerusalén
para informar de todo lo que había pasado.
Jonatás y los suyos no regresaron a la Ciudad San­
ta, sino que se desplazaron hacia las orillas del lago de
Genesaret, concretamente a la ciudad de Tiberias, para
allí tratar de obtener el triunfo que se les había escapa­
do en la Baja Galilea. Pero también Josefo se dirigió
Enemigos dentro de casa 43

a esa ciudad con el fin de desbaratar los planes de sus


adversarios. De nuevo volvieron las buenas palabras
por parte de la comisión jerosolimitana, que recono­
ció el prestigio y la autoridad del gobernador. Este se
retiró entonces a la vecina Tariquea (Mágdala), donde
siempre se hallaba más a su gusto, pero sin fiarse de la
situación y dejando en Tiberias personas de su confian­
za para que le informaran de cualquier novedad.
El sábado se reunió el pueblo judío en la gran sina­
goga de Tiberias, y Jonatás y los suyos aprovecharon la
ocasión para sembrar el descontento y las dudas con­
tra Josefo. Así pues, convocaron nueva reunión para
la mañana siguiente. Enterado Josefo, se presentó de
improviso en la asamblea. Entonces los de la comisión
hicieron correr el bulo de que se habían visto soldados
romanos en la zona y de que Josefo, por consiguiente,
debía salir de inmediato con sus hombres para enfren­
tarse a ellos. Mientras tanto, llamaron a Juan de Gisca­
la para que viniera con sus tropas a Tiberias.
Josefo, una vez más, tuvo que embarcarse hacia
Tariquea para salvar su vida. A pesar de que en esta
otra ciudad tanto el pueblo como los soldados del ejér­
cito del gobernador quisieron ir a enfrentarse a Juan y
Jonatás, Josefo se lo impidió, ya que comprendía que
no era el momento de guerras civiles, es decir, de con­
tiendas entre judíos, sino de prepararse para el ya in­
mediato ataque del ejército romano. Juan con su gente
se vieron precisados a huir a Giscala.
Llegaron por fin noticias desde Jerusalén. Las ges­
tiones de la embajada enviada por Josefo habían lo­
grado que los dirigentes político-religiosos de la ca­
44 El personaje

pital reprobaran la censurable actuación de Anano y


Simón de Gamaliel y, por tanto, también el proceder
de la «comisión de los cuatro» enviada a Galilea, así
como los manejos de Jonatás y, por supuesto, de Juan
de Giscala. En las cartas llegadas desde Jerusalén se
establecía que la comisión debía regresar a la capital
y se confirmaba a Josefo como gobernador de Galilea.
Jonatás y los suyos se opusieron y buscaron disculpas
y dilaciones, pero Josefo actuó entonces con rapidez y
contundencia, atacando Tiberias por tierra y mar, co­
giendo allí prisioneros que envió a la ciudad de Jota-
pata y devolviendo a Jerusalén, custodiados por solda­
dos, a los miembros de la famosa comisión.
Así quedó solventado el enfrentamiento con Juan
de Giscala, el cual hasta en su ciudad sufrió la inqui­
na de muchos galileos procedentes de distintas locali­
dades y comarcas. Poco después, ya en plena contienda
contra los romanos, Juan huirá de Giscala, encerrándo­
se en Jerusalén con sus huestes. Allí acabará convir­
tiéndose en un auténtico tirano al frente de los zelotes y
en uno de los caudillos más pertinaces en la trágica de­
fensa de Jerusalén, hasta que finalmente los romanos
lo capturaron y lo exhibieron en el espectacular cortejo
triunfal de Vespasiano y Tito en Roma, el año 71 d.C.,
en calidad de trofeo de guerra. Su inveterado enemigo
Flavio Josefo, que se hallaba en Roma por entonces,
probablemente tuvo ocasión de contemplar el desfile,
pero desde una posición más confortable: como ciu­
dadano romano, amigo y cliente de la nueva familia
imperial de los Flavios. Estas son las sorpresas que iba
a deparar un futuro entonces ya no demasiado lejano.
Enemigos dentro de casa 45

2. J esú s de S a f ía s

Otro personaje judío que se enfrentó a Josefo en


Galilea fue Jesús hijo de Safías (en hebreo, Yoshua
ben-Safiah). Este era uno de los magistrados de Tibe­
rias, la cual, como ciudad helenístico-romana, solía
estar regida por dos arcontes (duoviri), con el refren­
do del senado o concejo (bouleterion) y la asamblea
popular (ecclesía). Tal vez uno de ellos era judío y el
otro greco-sirio.
Quizás por la hostilidad que las ciudades del lago,
ahora pertenecientes a los estados de Agripa II, sen­
tían hacia las poblaciones del resto de Galilea, y en
especial hacia su capital, Séforis, Jesús no veía con
buenos ojos que la nueva autoridad impuesta por las
autoridades judías de Jerusalén a todo el país galileo
fuera este sacerdote llamado Josefo. Jesús se conside­
raba más indicado, pues había demostrado su patrio­
tismo (más bien, su fanatismo) dirigiendo una masa­
cre contra la población no judía de Tiberias.
En todo caso, el hecho es que, desde el principio,
Jesús se opuso a Josefo, para lo cual buscó el apoyo
de Juan de Giscala. A su vez, encontró una baza a su
favor en el hecho de que unos bandidos galileos ha­
bían asaltado a Ptolomeo, intendente del rey Agripa,
mientras atravesaba la llanura de Esdrelón, arrebatán­
dole un cuantioso botín compuesto por vajillas y va­
liosos tejidos, un grueso lingote de plata y quinientas
monedas de oro. Los bandoleros, aprovechándose del
estado de guerra imperante en el país, habían llevado
el botín a la ciudad de Tariquea y se lo habían entrega­
46 El personaje

do a Josefo, con la esperanza de que se verían libres de


castigos y de que el propio gobernador les entregaría
una buena recompensa. Josefo, sin embargo, decidió
devolver el botín a Agripa, su propietario legal, si bien
la situación presente, en la que se estaba esperando la
llegada de las tropas romanas -con las que, se decía,
Agripa y su pequeño ejército iban a colaborar- acon­
sejaba retrasar la entrega. Así, Josefo encargó la cus­
todia del tesoro a un conocido personaje local llama­
do Aneo; no quiso retenerlo personalmente para evitar
que lo acusaran de intentar quedarse con él.
Así pues, Jesús de Safías pronto entró en contacto
con Juan de Giscala para conspirar contra Josefo. Se
dio cuenta de que el robo de la caravana de Ptol orneo
podía servirle para desacreditar ante el pueblo al nue­
vo gobernador, sembrando el bulo de que Josefo había
recibido el tesoro de los bandidos y se había quedado
con él sin dar cuenta a nadie. Este reprobable delito
cometido por una autoridad nacional, precisamente en
los difíciles momentos previos a una guerra, merecía
la pena de muerte, y debía ser la autoridad municipal
quien denunciase el robo y el pueblo quien ejecutase
la sentencia. Así las cosas, se convocó la asamblea de
Tariquea en el hipódromo de la ciudad. Josefo, exper­
to en idear estratagemas, se presentó ante la multitud
de forma teatral, como si fuera un reo ya condenado,
con la vestidura negra rasgada, la cabeza cubierta de
ceniza y una espada colgada al cuello, como adelan­
tando el tipo de muerte que le esperaba. Pidió hablar
al pueblo en medio de la expectación producida. En
un alarde de oratoria, y declarando que quería contar
Enemigos dentro de casa 47

la verdad antes de morir, convenció al pueblo de que


era inocente, admitiendo que había retenido el tesoro,
pero sólo con la intención de invertirlo en levantar las
murallas de la ciudad y así protegerla del ataque de las
fuerzas romanas.
Enterados de todo los dirigentes de la vecina ciu­
dad de Tiberias y no conformes con la explicación,
enviaron una partida de seiscientos hombres armados,
que se dirigieron a la casa donde residía el gobernador
con ánimo de capturarlo. Josefo subió a la terraza y
les pidió que designaran unos parlamentarios para que
entraran en la casa, dialogaran y se hicieran cargo del
tesoro. Así lo hicieron. Al cabo de algún tiempo, los
parlamentarios salieron del edificio semidesnudos y
cubiertos de sangre, pues Josefo les había aplicado la
pena de los azotes. Los que aguardaban para el asal­
to a la mansión, desconcertados ante esa desafiante
conducta del gobernador, se intimidaron y acabaron
retirándose, con lo que los planes de Jesús de Safías
quedaron frustrados.
De nuevo, Jesús tramó otro ataque semejante con­
tra Josefo, esta vez cuando ya habia entrado en escena
la comisión jerosolimitana de la que hemos informado
más arriba. El hecho tuvo lugar en la sinagoga de Ti­
berias. Ya nos hemos referido a él al hablar de Juan de
Giscala, pues tanto Jesús como Jonatás habían pedido
a ese caudillo que se acercara a Tiberias para capturar a
Josefo cuando este fuera denunciado y acorralado ante
el pueblo por otro presunto apropiamiento de dinero ^
público. Estaban reunidos, pues, los dirigentes judíos ^
en la sinagoga de Tiberias -entre ellos Jesús y Juan-
48 El personaje

para orar. A ellos se había unido el propio Josefo, que


había acudido desde Tariquea y al que sólo se le había
permitido entrar acompañado de dos amigos. Enton­
ces, Jesús de Safías interrumpió la ceremonia y pre­
guntó a Josefo delante de todos que dónde estaban los
lingotes de plata salvados del reciente incendio del pa­
lacio real de Tiberias. Tal incendio se había producido
tras el asalto al palacio que el propio Jesús había insti­
gado. Josefo, que no se hallaba en la ciudad cuando se
produjo el incidente, sólo había podido recuperar de la
rapiña de Jesús y los suyos algunos objetos valiosos,
como candelabros, mesas y los lingotes en cuestión. El
gobernador respondió que ese tesoro no estaba en su
poder, sino en manos de Julio Capella, jefe de una de
las facciones de la ciudad partidaria del rey, excepto un
lingote que había sido vendido por veinte piezas de oro
(áureos), dinero con que se habían sufragado los gastos
de la comisión enviada a Jerusalén para que informa­
se de la situación actual de Galilea y contrarrestase los
informes de la «comisión de los cuatro».
Pero Josefo añadió que estaba dispuesto a devolver
ese dinero a la ciudad y pagar de su peculio particular
los gastos de la comisión. La mayoría de los presen­
tes, una vez más, acabó poniéndose del lado de Josefo,
pero algunos de los secuaces de Jonatás se acercaron
a Josefo para asesinarlo allí mismo. Los acompañantes
del gobernador desenvainaron las espadas que lleva­
ban ocultas y se produjo una importante refriega. Jo­
sefo y sus dos escoltas aprovecharon la gran confusión
producida entre el público para huir del edificio hacia
el lago, donde pudieron embarcarse cuando ya la ban­
Enemigos dentro de casa 49

da de Juan de Giscala, que había llegado a la ciudad,


les pisaba los talones. Este fue, al parecer, el último
enfrentamiento directo de Jesús con Josefo.

3. J u sto de T ib e r ia s

El tercer personaje a quien debemos considerar


enemigo de Josefo fue Justo de Tiberias. Pero en este
caso la perspectiva varía totalmente. En efecto, Justo
no se enfrentó directamente con Josefo mientras te­
nían lugar los dramáticos acontecimientos que prece­
dieron a la llegada del ejército de Vespasiano a Gali­
lea. Su rivalidad estalló tiempo después de la guerra y
la caída de Jerusalén, a la hora de escribir los hechos;
pues, al igual que Josefo, Justo redactó una obra so­
bre la guerra judía. El paso del tiempo había propi­
ciado que cambiaran las tomas, de modo que la m a­
yoría de los judíos supervivientes de la guerra llegó a
mostrar afecto y comprensión hacia los romanos, a la
vez que sostenía que el propio comportamiento había
sido siempre pacifista y encaminado a evitar enfren­
tamientos. Ya lo hemos expresado respecto de Josefo,
especialmente en lo referido a su Autobiografía; aho­
ra hay que decirlo también de Justo, que en su obra,
desgraciadamente perdida, alardeaba de su aprecio a
los romanos, cargando sobre el antiguo gobernador la
culpa de la actitud beligerante que en aquellos tiem­
pos reinaba en Galilea. Josefo, por su parte, dedica un
amplio excursus en su Autobiografía a defenderse de
tal acusación. A esto se circunscribe el conflicto entre
ambos personajes.
50 El personaje

Tanto en la forma helenizada que figuraba en su li­


bro -Justo de Tiberias-, como en su forma judía -Ju s­
to hijo de Pistos; Iustus es nombre latino, y el del pa­
dre, Pistos, es griego-, el nombre denota su condición
de judío helenizado. A pesar de ello, durante la guerra
Justo se sintió muy judío, mostró su odio a la rival
ciudad de Séforis, siempre partidaria de los romanos,
y apoyó el enfrentamiento contra Roma. Su persona y
opinión constituían una verdadera tuerza política en
Tiberias, aunque, al parecer, su conducta traslucía sín­
tomas de cierto desequilibrio mental. Mandó incen­
diar los pueblos dependientes de las ciudades de Ga-
dara e Hippos, colindantes con Tiberias y Escitópolis.
Pronto comenzó a recelar de Josefo y a tratar con Juan
de Giscala, incluso apoyó a veces al propio Jesús de
Safías. De hecho, fue él quien sublevó Tiberias contra
Roma. A punto de comenzar la invasión del ejército
romano, Justo abandonó Tiberias y pidió refugio en
la corte de Agripa. Iniciada ya la campaña de Vespa-
siano, fue hecho prisionero en Ptolemais y condenado
a muerte a petición de los habitantes de la Decápolis,
que recordaban la quema de sus pueblos. El general
romano concedió al rey Agripa la facultad de ejecutar
o no la sentencia. A instancias de la reina Berenice,
Justo fue indultado y reducido a prisión. Más tarde,
el mismo Agripa le concedió un puesto de secretario,
pero con el tiempo terminó apartándolo de sí.
LA GUERRA EN GALILEA

1. L O S PREPARATIVOS

El tiempo había transcurrido con una premura in-


misericorde para quienes lo necesitaban con vistas a
preparar la defensa militar ante la llegada de Flavio
Vespasiano y su ejército. En efecto, los dramáticos
acontecimientos de la expedición de Cestio Galo ha­
bían tenido lugar en pleno otoño del año 66 d.C., y
en consecuencia tanto los romanos como los judíos
sublevados solo dispusieron de aquel invierno para
poner a punto sus nuevos ejércitos. En Galilea -que
por su situación al norte del país era la zona por la
que se esperaba que penetrase la invasión de las tropas
del flamante general Vespasiano, procedentes de Si­
ria - había, ya muy entrada la primavera, una enorme
expectación por avistar sobre el terreno a los explora­
dores y las vanguardias del ejército invasor.
Por su parte, Josefo prácticamente no había tenido
ocasión de llevar a cabo su plan de instruir un ejército
al estilo romano, ya que la contumaz oposición inter­
na dentro del bando judío le había mantenido dema­
52 El personaje

siado ocupado. En realidad, el ejército de Josefo casi


no había realizado más que funciones de control mi­
litar y policía en el país. En estas circunstancias, sus
ideas de sacar adelante un ambicioso plan militar para
enfrentarse a un poderoso enemigo, y de emular a los
grandes soldados-historiadores que le habían precedi­
do, como Jenofonte y Julio César, se esfumaron.

2. E l e s c e n a r io

Para entender la situación de la Galilea en los


tiempos de Josefo, hay que tener presente que, fren­
te a la población rural de pequeñas ciudades, pueblos
y aldeas, en su mayoría de etnia y religión judaicas,
existían tres grandes focos urbanos con poblaciones
intensamente helenizadas, entre las que abundaban
incluso los no judíos, es decir, gentes greco-sirias de
religión pagana, como han confirmado las excavacio­
nes arqueológicas.
Estos núcleos urbanos eran, en primer lugar, la gran
ciudad de Séforis, en la Baja Galilea, que había sido
capital del país y que, tras su destrucción, fue reedi­
ficada por el tetrarca Herodes Antipas durante el pri­
mer cuarto del siglo 1 d.C. Al hallarse muy próxima la
aldea de Nazaret, se ha pensado con fundamento que
en Séforis José y Jesús habrían desempeñado habitual­
mente su oficio de «constructores» (en griego, tektori),
al que se refieren los evangelistas Marcos y Mateo (Me
6, 3; Mt 13, 55). Esta ciudad fue siempre partidaria de
los romanos y no se sentía ligada al movimiento inde-
pendentista judío.
La guerra en Galilea 53

La segunda ciudad era Tiberias (o Tiberíades), en


la orilla occidental del lago de Genesaret o Mar de Ga­
lilea. Había sido construida por Heredes Antipas en
los años veinte del siglo 1 d.C. para sustituir a Séforis
como capital de su tetrarquía. Inicialmente fue muy
poco judía, pero en los años sesenta los judíos ya ha­
bían adquirido sobre ella un control mayor. Ahora per­
tenecía a los dominios del rey Agripa II y, de acuerdo
con la política de este monarca, se sentía a gusto den­
tro del Imperio romano. Sólo su arraigada rivalidad
con Séforis permitía a sus habitantes, y especialmente
a sus dirigentes, jugar con la posibilidad de apoyar la
revolución judía.
La tercera gran ciudad era Tariquea, llamada tam­
bién Mágdala -d e aquí era María M agdalena-, muy
cerca de Tiberias, y se levantaba un poco más al norte
en la misma ribera del lago. Ahora pertenecía igual­
mente al reino de Agripa. Pese a tratarse de una ciu­
dad de mucha actividad comercial e industrial, estaba
bastante influida por el elemento judío y, en conse­
cuencia, resultaba propensa a apoyar la revuelta con­
tra Roma, a lo que contribuían sus malas relaciones
con Tiberias.
Josefo, consciente de la situación, no se fio nunca
de Séforis, e incluso es posible deducir de sus escritos
que, en cierta manera, comprendía la postura política
de sus habitantes. Por otra parte, nuestro autor siempre
se sintió a gusto en la ciudad de Tariquea, donde en­
contraba un cierto apoyo, a diferencia de lo que acon­
tecía con Tiberias, a la que odiaba, y especialmente a
sus dirigentes.
54 El personaje

3. E l COMIENZO DE LA INVASIÓN ROMANA

Las primeras noticias serias sobre la llegada de las


tropas invasoras se produjeron en la zona norte del
lago de Genesaret. Agripa, cuyo modesto ejército se
unió al de Vespasiano en Siria, mandó por delante a
su lugarteniente Sila con un contingente de caballe­
ría e infantería, para que tanteara la situación y fuera
tomando posiciones. El proyecto inmediato consistía
en recuperar dos ciudades de su reino, ahora en poder
de los judíos revoltosos: lulias/Betsaida, al norte del
lago y al oriente de la cercana desembocadura del alto
Jordán, y Gamala, en los Altos del Golán.
Por su parte, Josefo envió a su lugarteniente Jere­
mías con una avanzadilla de doscientos hombres para
salirles al paso. Detrás llegaría el propio Josefo con un
contingente de 3 000 soldados. Entre los dos ejércitos
enfrentados hubo algunas escaramuzas en la zona pan­
tanosa próxima al río, sin trabar verdadera batalla. Sin
embargo, Josefo sufrió un accidente: su caballo quedó
atrapado por el barro en una irregularidad del terreno y
nuestro hombre cayó a tierra, lesionándose gravemen­
te la muñeca. Incapaz de continuar en el combate, fue
llevado hasta la pequeña ciudad de Cafamaúm (por
cierto, fuera de los evangelios, las obras de Josefo son
de las pocas fuentes que citan esta localidad). Como el
accidentado estaba muy molesto y febril, al siguiente
día fue trasladado a Tariquea, donde los médicos pu­
dieron atenderle debidamente.
Pero la alarma de la gran invasión romana no se
localizaba precisamente en la zona del lago, sino más
La guerra en Galilea

a occidente, en el territorio galileo contiguo a la bahía


de Haifa, donde las tropas se iban concentrando a las
afueras de la ciudad de Ptolemais (la San Juan de Acre
de los cruzados). Josefo, tan pronto como se recupe­
ró, se dirigió allí para comprobar la situación de las
defensas en las ciudades galileas, cuya construcción o
reparación se había realizado durante el invierno.
Séforis, políticamente siempre favorable a los ro­
manos, era una ciudad bien defendida. Había sido ocu­
pada por las fuerzas de Josefo en el invierno, porque
se decía que estaba ya en tratos con los romanos. Por
ello, nuestro hombre a duras penas pudo lograr que
sus soldados detuvieran el saqueo que habían iniciado
y respetaran personas, edificios y bienes de los sefo-
ritanos. Los problemas subsistieron, y la ciudad llegó
incluso a recibir con agrado un pequeño destacamen­
to de soldados romanos procedentes de Siria, al que
Josefo atacó sin conseguir el éxito esperado ni la re­
conquista la ciudad. Ahora, en vísperas de la invasión,
las autoridades de Séforis incluso se habían dirigido a
Ptolemais para entrevistarse con Vespasiano y pedirle
auxilio; recibieron entonces un primer contingente de
tropas al mando del tribuno Plácido.

4. E l s it io d e J o ta pa ta ;

Cuando todo el ejército romano había atravesado


la frontera y estaba ya en pleno territorio galileo, Jose­
fo y sus tropas no pudieron más que presentar alguna
oposición en campo abierto, cerca de la localidad de
Garis, al este de Séforis. Josefo se retiró a Tariquea,
56 E l personaje

desde donde envió un comunicado a Jerusalén dando


cuenta de la precaria situación estratégica de Galilea
frente al enemigo. Mientras tanto, las tropas coman­
dadas por Vespasiano tomaban la ciudad de Garaba, al
norte de Séforis, a la vez que Trajano, el lugarteniente
de Vespasiano, padre del futuro emperador que lle­
varía su mismo nombre, se apoderaba de Yafia, desde
luego no la conocida ciudad judía de la costa, sino una
pequeña localidad homónima al sur de Séforis.
Josefo, viendo comprometido todo el plan de re­
sistencia, decidió encerrarse en la ciudad de Jotapata
(Yodefat), situada a poca distancia al norte de Garaba.
Se trataba de la plaza con mejores condiciones de de­
fensa de toda Galilea, que poco antes había sido ata­
cada sin éxito por el tribuno Plácido y sus soldados.
Se hallaba edificada sobre una colina, cuyas laderas
estaban cortadas casi a pico, salvo por uno de sus la­
dos, defendido por una sólida muralla. Las tropas de
Vespasiano, renunciando en principio al asalto direc­
to, levantaron contra la ciudad un cerco fortificado
que impedía la salida o entrada en la misma de bas­
timentos o personas. Simultáneamente, construyeron
una rampa (agger), compuesta de cantos y tierra y con
un armazón de madera, que permitiera a las máquinas
de guerra aproximarse a las murallas. En respuesta,
los defensores decidieron recrecer las murallas, pero
para entonces ya se hallaban próximos a ellas podero­
sos arietes que las machacaban, así como catapultas y
balistas que arrojaban sobre los defensores una lluvia
constante de flechas y de gruesas balas o proyectiles
de piedra. Una vez que los asaltantes se acercaron a la
La guerra en Galilea 57

altura de los muros desde torres móviles de madera,


fueron recibidos por los defensores con dardos y aceite
hirviendo, lo cual causó estragos en el ejército romano.
Por fin, abierta una brecha en la muralla, los romanos
penetraron en la ciudad y masacraron a sus ocupantes,
incluidos mujeres y niños, arrasándolo todo e incen­
diando las casas. Josefo habla de 40000 víctimas, pero
la cifra, una vez más, resulta desorbitada. Los arqueó­
logos que en los últimos años han excavado la ciudad
calculan que su población al comienzo del asedio no
superaría las 7 000 personas. Por otra parte, se han ha­
llado restos y huellas del asalto romano, incluida la
rampa, y numerosos proyectiles y flechas; igualmente,
han aparecido los huesos de muchos judíos cuyos ca­
dáveres quedaron sin enterrar1.
Josefo, que hasta el momento -com o hemos visto-
no se había caracterizado por ser un general realmente
brillante y eficaz, se convierte por fin ahora en un mili­
tar excelente por su heroica defensa de la ciudad. Con
un ejército escaso de efectivos y de medios, fue capaz
de defender la plaza durante cuarenta y siete días, infli­
giendo importantes pérdidas al enemigo, que contaba
con muchos más hombres y toda clase de pertrechos y
máquinas de guerra. Es cierto que hubo un momento
en que Josefo estuvo a punto de abandonar la ciudad
en medio del ataque, con el pretexto de ir en busca de
ayuda; sin embargo, ante los ruegos de los defensores,
Josefo asumió definitivamente su responsabilidad y

1. M. Aviam, «Yodfat», en E. Stem (ed.), The New Encyclopedia


o fth e Archaeological Excavations in The Holy Land V, Jerusalem 2008,
2076-2078.
58 El personaje

se quedó, con resignación pero a la vez con coraje, al


frente de la plaza hasta el inevitable final.
Durante la campaña bélica de Galilea sucedieron
otros muchos acontecimientos, antes y después de la
caída de Jotapata. Sin embargo, no los vamos a tratar
aquí porque en ellos no intervino directamente Josefo.
LA CONQUISTA DE JERUSALÉN

1. J o s e f o c a ptu r a d o po r los ro m a n o s

Cuando las tropas romanas penetraron por fin en


Jotapata en la madrugada del 20 de julio del año 67
d.C. (el 1 del mes de Panemo del año 13 de Nerón),
en medio de la atroz masacre, algunos judíos pudie­
ron esconderse en las cuevas que se encuentran en
el subsuelo de la ciudad. El propio Josefo huyó des­
colgándose por una profunda cisterna vacía de agua.
El fondo de la misma comunicaba con un sistema de
covachas, donde halló un grupo de refugiados que te­
nían provisiones.
Los soldados romanos registraron todas las ruinas
de la ciudad, incluidas las estructuras subterráneas, y
cuando descubrían a alguien normalmente le daban
muerte. Sin embargo, resultaba muy peligroso para los
soldados desplazarse por las angostas y oscuras gale­
rías, donde podían ser víctimas fáciles de emboscadas.
Pero finalmente, y al parecer gracias al chivatazo de
una mujer cautiva, localizaron la covacha donde se
escondían Josefo y sus acompañantes.
60 El personaje

Corrió la voz de que el antiguo jefe y defensor de


la ciudad se encontraba entre el grupo de judíos recién
descubierto. Entonces Vespasiano, que quería captu­
rar vivo a Josefo, envió a dos de sus oficiales para que,
a través de las galerías, hablaran con Josefo y le ga­
rantizaran que, si se entregaba, salvaría su vida y la de
los suyos. Con el fin de reforzar el valor de la oferta,
Vespasiano envió a un comandante (tribuno militar,
chiliarchos en griego) llamado Nicanor que era viejo
amigo de Josefo, al que probablemente había conoci­
do en Roma y que acaso fue uno de los militares que
habían iniciado a nuestro autor en el conocimiento
de las tácticas del ejército romano. Gracias a Nica­
nor, por cierto, no se puso por obra la idea de algunos
soldados de llenar las galerías de fuego y humo para
acabar con los huidos.
El grupo de judíos escondidos con Josefo se plan­
teó entonces el dilema de si entregarse al enemigo o
no; en caso de decidir que no, barajaron la posibilidad
del suicidio colectivo. Josefo trató de convencerles de
que lo mejor era la entrega, ya que el suicidio no se
avenía con la moral judía. Ninguna de las alternativas
terminaba de convencerlos a todos, y al final optaron
por una especie de matanza ritual, dándose muerte
unos a otros por tumo, según un riguroso sistema de
«echar a suertes». Uno a uno fueron muriendo hasta
que sólo quedaron Josefo y otro. Entonces el primero
convenció a su obligado contrincante de que, llegados
a este punto, lo mejor era entregarse a los romanos, y
así lo hicieron.
La conquista de Jerusalén

2. L a p r o f e c ía d e Jo sefo

Desde el primer momento, Vespasiano trató con


mucho respeto y deferencia a Josefo, imponiéndole
unas condiciones de prisión muy suaves. Tito, el hijo
de Vespasiano, llegó incluso a trabar amistad con el
prisionero. Un día que Josefo se hallaba ante Vespa­
siano y su hijo, el general romano le comunicó que
había decidido enviarlo a Roma, para que allí, con
todas las garantías, compareciera ante el tribunal del
propio emperador Nerón. Entonces Josefo, dirigién­
dose a Vespasiano, le declaró que tal comparecencia
judicial ante el emperador resultaba superflua, pues
Nerón iba a durar muy poco y su sucesor sería el pro­
pio Vespasiano, y posteriormente su hijo Tito. Josefo
conocía esto por revelación del Dios de los judíos, de
quien él era sacerdote. Tanto Vespasiano como Tito se
quedaron pasmados y fuertemente impactados por tan
inesperada y feliz profecía. Sin embargo, el vetera­
no general, hombre de mucha experiencia y muy ba­
queteado por la vida, enseguida interpretó el presagio
como una estratagema del judío para librarse de un
más que comprometido juicio.
Algo, no obstante, quedó en la recámara psicológi­
ca de Vespasiano y sobre todo de su hijo, que entonces
contaba unos 30 años, la misma edad de Josefo. A esto
se unían las noticias que llegaban desde Roma y el
ambiente de inquietud y revolución en todo el Imperio
frente a las arbitrariedades, las simplezas, las actitu­
des bochornosas e incluso los instintos criminales de
Nerón. A partir de entonces, la situación del ilustre
62 El personaje

prisionero judío fue haciéndose cada vez más cómoda


y honorable, hasta el punto de que Josefo llegó a con­
vertirse en poco menos que miembro de la camarilla
privada del general. Así transcurrió el año 67.

3. V e s p a s ia n o e m p e r a d o r

Durante los meses siguientes, una vez conquistada


Galilea, Vespasiano se fue apoderando de Judea, a ex­
cepción de Jerusalén. Cuando, por fin, en la segunda
mitad del año 68, llegaron las noticias de la muerte de
Nerón, del levantamiento de Galba en Hispania y de los
inquietantes movimientos -con vistas a la sucesión en
el Im perio- de los generales acuartelados junto al Rin
y el Danubio, Vespasiano debió ver claramente que la
profecía de Josefo podía ser verídica. En realidad, no
sabemos si Josefo utilizó ese supuesto presagio como
una simple y hábil estratagema para salvar la vida, o si
efectivamente creía que se le había revelado, pues no
sería el primer caso en que los sueños jugaron un papel
decisivo en las importantes resoluciones que nuestro
personaje tomó, de acuerdo con lo que él mismo dejó
escrito en sus obras.
Vespasiano entonces suspendió por el momento el
ataque definitivo a Jerusalén. Mientras tanto, había en­
viado a Roma al rey Agripa II en compañía de Tito,
para que lo mantuvieran al corriente de la explosiva y
cambiante situación en la capital del Imperio, si bien
su hijo se volvió a medio camino. Durante el verano
del 69, en Alejandría, los generales y líderes políticos
de Oriente tomaron la determinación de elegir a Ves-
La conquista de Jerusalén 63

pasiano emperador, a la vista de lo decidido por los


jefes militares del resto del Imperio, que habían pro-
mocionado para tal puesto a Galba en Hispania y las
Galias, a Vitelio entre las legiones acampadas en las
dos Germanias, y a Otón entre la poderosa guarnición
de la propia Roma, es decir, las cohortes pretorianas.

4. La c a íd a d e Jeru salén

En este momento Flavio Vespasiano, sobre todo a


instancias de su hijo Tito, liberó oficialmente a Jose­
fo de su condición de prisionero de guerra y lo de­
claró colaborador del ejército romano. Nuestro autor
acompañó a Vespasiano a Alejandría, donde este se
proclamó emperador. Entre tanto, y apoyado por las
legiones del Danubio, Vespasiano se apoderó de Italia
a través de su lugarteniente el general Antonio Primo,
y preparó su viaje triunfal a Roma, dejando a Tito al
frente del ejército de Judea, para que fuera él quien
tomara Jerusalén. Josefo, como experto conocedor del
país, de sus gentes y de su lengua, sería el consejero
de Tito y el intermediario para las obligadas relacio­
nes con el enemigo, sobre todo en orden a las futuras
propuestas de rendición y entrega de las armas.
Y así, durante el asedio a la Ciudad Santa, a lo
largo de la primavera y el verano del año 70, Jose­
fo permaneció al lado de Tito. Los judíos encerrados
en Jerusalén creían que el antiguo gobernador de Ga­
lilea había muerto en la toma de Jotapata, de modo
que descubrir su presencia entre el ejército romano
fue motivo de sorpresa y de indignación. En cierta
64 El personaje

ocasión, Josefo acompañó al tribuno Nicanor, que se


acercó a las murallas para hacer una propuesta a los
sitiados. Entonces ambos fueron atacados por los de­
fensores y una flecha hirió al militar romano, mientras
que Josefo salió ileso del trance. En otra ocasión, se
encomendó directamente a Josefo la difícil misión de
parlamentar, dirigiéndose a los habitantes de Jerusa­
lén desde fuera de la muralla para exhortarles a acep­
tar una rendición honorable, en vista de la absoluta
imposibilidad, por parte de los defensores, de superar
el poderío indiscutible del ejército sitiador. Debió de
ser entonces, o poco después, cuando Josefo, mien­
tras trataba de convencer a los judíos que se halla­
ban sobre los muros, fue atacado por ellos y cayó en
tierra. Los sitiados pensaron que lo habían matado,
pero afortunadamente sólo había resultado herido y
no de gravedad. La madre de Josefo, que estaba en
una cárcel de Jerusalén, hizo unas declaraciones un
poco ambiguas sobre la conducta y misión de su hijo,
aunque en privado y entre los suyos mostró su plena
identificación con Josefo. Por entonces el padre de Jo­
sefo, que también vivía en la ciudad, había sido ya
detenido por las cambiantes autoridades que asumían
el mando de la defensa.
Todavía hubo una tercera ocasión en la que Jose­
fo se vio comprometido a ejercer el peligroso papel
de parlamentario en plena lucha. Esta vez tuvo lugar
cuando ya el ejército romano había penetrado en Jeru­
salén. El caudillo Juan de Giscala, el viejo enemigo de
Josefo, aún resistía atrincherado en el templo. Enton­
ces se hizo una pausa en los combates para que José-
La conquista de Jerusalén 65

fo, a voces y en arameo, pudiera ofrecerle una última


oportunidad de hacer las paces. Todo fue inútil, salvo
para algunos judíos aislados que se pasaron al bando
romano. Al final, las tropas de Tito destruyeron el tem­
plo, se hicieron con el control absoluto de la ciudad y
masacraron horriblemente a sus habitantes.
Tras la caída de Jerusalén, Tito ofreció a su amigo
Josefo tomar el botín que quisiera. Este tan solo aceptó
una colección de libros sagrados y la facultad de resca­
tar, librándolos de la muerte, a los seres queridos que
estaban presos. Así, al primero que buscó y liberó fue
su hermano Matías, pues sus padres habían muerto ya;
después hizo lo propio con otros familiares y amigos,
hasta un total de cincuenta personas, a las que se suma­
ron después otras ciento noventa. Incluso cuando, al
regresar de una visita a la cercana Técua, encontró por
el camino a tres conocidos suyos que estaban ya cru­
cificados, pidió autorización para bajarlos de la cruz.
Sólo uno de ellos logró recuperarse de la tortura, mien­
tras que los otros dos murieron en sus casas.

5. J o se fo , c iu d a d a n o r o m a n o

Cuando en el año 71 se dispuso el viaje a Roma


de Tito para reunirse allí con su padre Vespasiano, el
nuevo emperador, con objeto de celebrar en la capi­
tal un espectacular desfile de triunfo -que, por cierto,
quedaría registrado como uno de los acontecimientos
más memorables de la historia de la ciudad-, Josefo
fue invitado a acompañar a la nueva familia imperial.
En Roma recibió honores, casa (la antigua domus fa­
66 El personaje

miliar de los Flavios), una pensión cuya cuantía debió


de rondar los 100000 sestercios anuales y, sobre todo,
la condición de «ciudadano romano», a raíz de lo cual
incorporó a su propio nombre el de sus benefactores,
los Flavios. Además, se le concedieron buenas fincas
en la nueva Judea, para que en el futuro pudiera dis­
frutar holgadamente de sus rentas.
En Roma el nuevo honrado «ciudadano» llevó una
vida social distinguida y trabó amistad con otro ciu­
dadano judeo-romano, nada menos que el mismísimo
rey Agripa II. Con este intercambió impresiones y da­
tos de cara a redactar La guerra judía, pues Josefo
decidió dedicarse en adelante a su otra vocación, la
de escritor, dejando ya a un lado la que hasta entonces
había ejercido, es decir, la de político y militar.
Un pequeño incidente, que apenas tuvo trascenden­
cia, quizás llegó a preocupar a nuestro personaje por
un tiempo. Lo protagonizó un judío llamado Jonatán,
que había organizado una revuelta contra Roma en
la provincia africana de la Cirenaica. Cuando fue cap­
turado, declaró que había recibido auxilio y dinero de
Josefo. La acusación era muy grave, aunque realmente
carecía de fundamento. Cuando el caso llegó al empe­
rador Vespasiano, este mandó rechazar los cargos con­
tra Josefo, considerándolos una vil calumnia.
Josefo, rodeado de su esposa e hijos, debió de fa­
llecer en Roma poco después de Agripa II, cuya muer­
te se sitúa hacia el año 100 d.C. >
CONCLUSIÓN

Esto es cuanto sabemos de la biografía de Flavio


Josefo, una vida verdaderamente apasionante y mar­
cada por tremendas contradicciones. Era un intelec­
tual, pero se vio obligado a sumergirse por completo
en la política. Fue en su juventud un verdadero asceta,
pero en su edad madura vivió en la Roma imperial
y se casó tres veces. Tenía vocación de servir en el
ejército, pero no llegó a ser un verdadero militar. A
veces dio muestras de lo que podríamos llamar co­
bardía antes de entrar en combate o ya en el campo
de batalla, pero supo portarse como un héroe cuando
defendió a sangre y fuego una posición o se arriesgó
a acercarse al enemigo para negociar la paz. Fue un
hombre sereno y calculador, mas a menudo se dejaba
llevar por simples «corazonadas» o recurría a peque­
ñas estratagemas circunstanciales. Fue un judío cabal,
sacerdote en el templo de Jerusalén, pero a la vez ad­
mirador de los romanos, llegando a sentirse orgulloso
cuando consiguió el título de ciudadano romano. Ge­
neral del ejército rebelde de los judíos y gobernador
de la región de Galilea, pasó a ser asesor del ejército
68 El personaje

romano, ante el que sucumbió trágicamente el nacio­


nalismo judaico. Su lengua materna era semita en su
doble vertiente hebrea y aramea, pero escribió todas
sus obras en una lengua indoeuropea como es el grie­
go, aunque hasta el último momento de su vida le re­
sultó un tanto ajena.
Así era la contradictoria personalidad de Flavio
Josefo, uno de los personajes más destacados de su
tiempo. En la historia y en la literatura de la segunda
mitad del siglo I d.C., su nombre, su aportación a la
cultura y su amplio conocimiento del mundo antiguo
serán siempre valorados de forma singular y altamen­
te positiva.
LA OBRA HISTORIOGRÁFICA
Y AUTOBIOGRÁFICA
Flavio Josefo es, ante todo, un historiador, y como
tal se comporta prácticamente en todas sus obras, sin
apenas pretensiones de internarse en otros campos del
mundo literario. Pertenece al ámbito de los historia­
dores de temas romanos pero que escriben en griego
en lugar de en latín, según un viejo modelo que se ini­
cia con Polibio en el siglo II a.C., continúa con Apia­
no ya en el siglo II d.C. y desemboca en Dion Casio
con su famosa Historia romana, escrita en el primer
tercio del siglo III d.C.
En rigor, Josefo no es propiamente un historiador
de Roma, sino del pueblo judío. Pero el periodo que,
en el conjunto de sus obras, es objeto de su más am­
plia atención y al que dedica mayor espacio es preci­
samente la etapa en que los judíos entran en contacto
con los romanos. La guerra judía está dedicada en su
integridad al conflicto entre ambos pueblos, con sus
precedentes y sus consecuencias inmediatas; en las
Antigüedades judías, la parte dedicada a las relacio­
nes entre Roma y los judíos ocupa un tercio de la obra,
y en la Autobiografía se habla de los romanos desde el
principio hasta el final.
72 La obra historiográfica y autobiográfica

Para ser considerado un historiador romano, no es


necesario que su obra abarque una larga etapa de la
historia de Roma. Puede limitarse a un periodo muy
concreto, incluso simplemente a una guerra; es el caso
de Salustio con la Guerra de Yugurta, o de Julio Cé­
sar con La guerra de las Galias. Lo que sí cabe su­
brayar es la necesidad de que esos acontecimientos
estén vistos -com o en los ejemplos citados- desde la
perspectiva romana, y no desde la de los pueblos nú-
mida y galo que se enfrentan a Roma. En el caso de
Josefo, y pese al propósito aparente de contar la histo­
ria del pueblo judío, en realidad nuestro historiador se
muestra como un narrador imparcial, que no inclina
la balanza hacia ninguno de los lados. Más aún, en el
conjunto de su obra se percibe la sintonía de Josefo
con Roma y con lo que ella significa para la cultura
y la paz del mundo, frente a la ciega obstinación del
pueblo judío, por el que ciertamente siente afecto y de
cuya tradición étnica y religiosa se considera herede­
ro, pero nada más.
En definitiva, Josefo es en el mundo de la cultura
clásica y de las letras, ante todo, un historiador. Y de­
be ser considerado un historiador romano. No deja de
resultar altamente significativo que escriba sus obras
cuando ya vive en Roma, gozando del privilegio de ser
ciudadano romano y, además, «cliente» y amigo de la
familia imperial.
Pero, por otra parte, sería injusto ignorar el he­
cho de que Josefo encaja igualmente dentro de una
corriente de historiadores judíos de la época, que es­
criben en griego por ser la lengua más hablada por las
Introducción 73

distintas comunidades judías de la diáspora, entre las


que destaca la de Alejandría con una tradición que
se remonta al siglo 111 a.C. Estos historiadores o tra­
tan viejos temas de la antigüedad de Israel, o se refie­
ren a acontecimientos recientes. Es el caso de Filón
de Alejandría o de Justo de Tiberíades, de quien he­
mos hablado más arriba.
Una vez determinada la perspectiva desde la que
nuestro autor aborda los hechos que narra, pasemos a
presentar cada una de sus obras.
OBRAS DE FLAVIO JOSEFO

1. « L A GUERRA JU DÍA»

Se trata de la obra más importante de Flavio Jose­


fo. Su título presenta variaciones, como La guerra ju ­
daica, La guerra de los judíos o Historia de la guerra
judía. Antiguamente también fue conocida como Des­
trucción del templo y ciudad de Jerusalén, o Sobre la
conquista. Para las citas bibliográficas suele emplear­
se el título de la versión latina, Bellum Iudaicum.
La obra fue compuesta por su autor en Roma muy
pocos años después de la guerra que relata. A juzgar
por ciertas citas, se cree que fue publicada entre los
años 75 y 79, si bien su última parte, el llamado «Li­
bro VII», pudo añadirse posteriormente. Consta, pues,
de siete libros, cuyo texto actualmente aparece divi­
dido en párrafos numerados. Como precedentes de la
obra deben señalarse algunos relatos que Josefo escri­
bió en arameo y que le habrían servido de base.

a) Estructura y contenido
La guerra judía comienza con un breve preámbu­
lo, en el que se denuncian ciertas historias que se es­
76 La obra historiográfica y autobiográfica

tán divulgando en tomo a la guerra con visiones muy


parciales e inexactas de la misma. Así, en algunas se
exalta desmesuradamente el poderío de los romanos,
despreciando el valor de los judíos. El autor hace pro­
fesión de su imparcialidad en cuanto historiador, pero
no ahorra críticas a los revolucionarios, a quienes ta­
cha de «bandidos» (en griego, lestai), y reivindica su
propia competencia de veraz relator de hechos, en los
que él participó de forma directa.
En el Libro I toma perspectiva, retrotrayéndose a
más de dos siglos antes de la guerra, con el fin de es­
tudiar y presentar las causas remotas y el ambiente
social y político que iban a derivar en el choque en­
tre el Imperio romano y el pueblo judío de Palestina.
Aparecen aquí personajes como Antíoco IV, el monar­
ca que inició la persecución contra la religión judía;
los hermanos Macabeos que lucharon contra los reyes
seléucidas hasta conseguir la independencia del país y
restituir el culto en el templo de Jerusalén; sus descen­
dientes, los monarcas conocidos como los Asmoneos;
la conquista romana a manos de Pompeyo; la presen­
cia de Julio César en Egipto y, en fin, el reinado en
Judea del nuevo monarca Herodes el Grande, creador
de una dinastía apoyada por los romanos, de cuya vida
y agitada actividad política se ocupa Josefo con gran
extensión. A la muerte de este personaje, le suceden
sus hijos Arquelao en Judea, Antipas en Galilea y Fi-
lipo en la región de los Altos del Golán.
El Libro II es particularmente importante, pues na­
rra los hechos que de forma inmediata precedieron a
la guerra y dedica especial atención al estado de la so­
Obras de Josefo 77

ciedad judía en el siglo I, describiendo con amplitud


los grupos o sectas religiosas de entonces (esenios, fa­
riseos y saduceos) y las nuevas facciones políticas de
zelotes y sicarios. Cuenta la historia de los goberna­
dores romanos de la nueva provincia de Judea, entre
ellos Pilato; la subida al trono de Herodes Agripa I y
después de su hijo Agripa II. Por último, narra el le­
vantamiento de Jerusalén contra el procurador roma­
no Gesio Floro, la llegada de las tropas del goberna­
dor de Siria, Cestio, que ponen cerco a la ciudad, así
como su inesperada retirada y la derrota que entonces
sufrieron. Con la panorámica de la compleja situación
política en el país, antes de la llegada de las tropas de
Vespasiano, da fin a este interesantísimo libro.
Viene a continuación el Libro III, que relata la cam­
paña de los romanos en Galilea, en la que, como hemos
visto, la figura del propio Josefo desempeña un papel
muy relevante. Estas páginas contienen descripciones
interesantes de todo el país, y en concreto de Galilea,
incluyendo el lago de Genesaret y su entorno. También
aquí encontramos el famoso excursus sobre el ejército
romano, su composición y sus tácticas.
El Libro IV completa la campaña de Vespasiano en
Galilea, así como su continuación en la región de Ju­
dea. Describe también la crítica situación política del
Imperio en el año 68 d.C. tras la muerte de Nerón, con
los conflictos entre los distintos candidatos a sucederlo
que dieron lugar a la guerra civil. Al final, Vespasiano
fue proclamado emperador en Alejandría y desde allí
se dirigió a Roma. Destaca en este libro la presencia de
varias descripciones geográficas, especialmente la del
78 La obra historiográfica y autobiográfica

mar Muerto y sus alrededores, incluida la ciudad de


Jericó; asimismo, contiene descripciones de Egipto, y
más en concreto de la ciudad de Alejandría.
En los libros V y VI se narra con amplitud la con­
quista de Jerusalén por Tito. Ocupa un espacio muy
destacado la descripción de Jerusalén con sus mura­
llas, sus principales edificios y, sobre todo, el templo.
El Libro VII, el más breve, está dedicado a los
acontecimientos que siguieron a la toma de Jerusalén,
entre ellos la llegada de Vespasiano a Roma y la cele­
bración allí del triunfo. También se narra la conquista
por parte de los nuevos gobernadores romanos de al­
gunas fortalezas en Judea, donde se habían refugia­
do los últimos resistentes al dominio de Roma, y en
especial la toma de la imponente fortaleza-palacio de
Masada, en el desierto de Judá. Finalmente, se cuenta
la sublevación judía en Alejandría y en Cirene.

b) Fuentes

Sobre las fuentes históricas empleadas por Josefo


en la composición de esta obra, debemos distinguir
entre aquellas que se refieren a la etapa antigua de pre­
paración remota para la guerra y aquellas que atañen
a la guerra misma. Sobre las primeras, señalaremos
las de carácter bíblico, como los libros de los Maca-
beos, además de otras profanas, tal vez una Historia
de Estrabón que no ha llegado a nosotros. Para las
épocas más recientes, como los reinados de Herodes
el Grande y de sus hijos y nietos, con seguridad Jose­
fo consultó obras igualmente hoy perdidas, como las
Obras de Josefo 79

propias Memorias de Herodes, las Historias de Nico­


lás de Damasco y las de Filón de Alejandría.
Para la crónica de la guerra, la fuente principal se­
guramente fue la compilación de notas de campo, en
hebreo o arameo, que el propio Josefo tomó acerca de
los acontecimientos que él mismo presenció y, en mu­
chos casos, protagonizó. A estos apuntes informales
hace referencia en sus obras {Bell. Iud. I, 3; Contra
Apion I, 49). Además, para distintos acontecimientos
en los que él no intervino, debió de utilizar las Memo­
rias de Vespasiano, obra que no se ha conservado pero
que Josefo cita en alguna ocasión {Vita 342 y 358), así
como narraciones menores escritas por alguno de los
romanos que participaron en la guerra, como el libro
perdido del procurador de Judea, Marco Antonio Ju­
liano {Bell. Iud. VI, 238), autor de una obra sobre las
guerras de Vespasiano, según Minucio Félix {Octav.
33,4), y sin duda otras más que desconocemos, pero a
las que también alude Josefo {Bell. Iud. I, 1-2).
En todo caso, la solvencia histórica de La guerra
judía de Josefo puede considerarse de un alto valor,
aunque siempre con las salvedades que anteriormente
hemos señalado. En cierto modo, por lo que se refiere
al contenido histórico puede recordar a las obras clá­
sicas de Jenofonte y Julio César. '
f í.

2. «L a s a n t ig ü e d a d e s ju d ía s » ’5'

La obra Las antigüedades judías debió de escribirí ^


se en Roma bastante después de La guerra judía, pro­
bablemente hacia el año 94 o 95 d.C., es decir, ya en
80 La obra historiográfica y autobiográfica

tiempos del emperador Domiciano. El título en griego


es loudaike archaiologia. Normalmente se cita por la
versión latina, Antiquitates. Es muy probable que, a
juzgar por la doble conclusión que aparece en el libro,
se hiciera de él una segunda edición en tomo al año
100 d.C., añadiéndosele la Autobiografía.

a) Estuctura y contenido '<


Antigüedades es una obra extensa, distribuida en
veinte libro. Narra la historia de Israel desde sus co­
mienzos hasta la época de la guerra contra Roma. Esto
quiere decir que, aunque la obra sitúa su argumento en
una etapa anterior a La guerra judía, hay un periodo
histórico, desde los tiempos de Antíoco IV (175-164
a.C.) hasta la llegada del gobernador romano Gesio
Floro (64-66 d.C.), en que coinciden las narraciones
de ambas obras, si bien están escritas con distinto esti­
lo. Para esta época concreta, la extensión y abundancia
de datos que aportan las Antigüedades superan nor­
malmente a las noticias narradas en La guerra judía,
especialmente por lo que se refiere a los tiempos de
Heredes el Grande y de sus descendientes.
Las antigüedades judías comienza con la creación
del mundo, el paraíso terrenal y los acontecimientos
relacionados con el diluvio universal. Sigue después
la historia de los patriarcas, que se desarrolla a lo lar­
go de los libros I y II. Al final de este último se inicia
la historia de Moisés y la salida de Egipto del pueblo
israelita. En los libros III y IV se narran las vicisitudes
del pueblo por el desierto, camino de la tierra prome­
Obras de Josefo 81

tida. El libro V comienza con la conquista de Josué


y concluye con las guerras contra los filisteos, quie­
nes llegan incluso a apoderarse del arca de la alianza.
El libro VI continúa con la historia de Samuel y Saúl
hasta la muerte de este, mientras que el libro VII está
dedicado al reinado de David. El VIII comienza con
el reinado de Salomón y sigue con la historia de sus
descendientes, los reyes de Judá, así como con la de
los reyes del reino de Israel, tema que continúa desa­
rrollándose igualmente en el libro IX, el cual culmina
con la invasión de los asirios y la destrucción del Rei­
no del Norte.
El libro X se centra en la historia de Judá, desde
el rey Ezequías hasta el destierro a Babilonia, m ien­
tras que el XI desarrolla la vuelta del destierro y la
época persa hasta los tiempos de Alejandro Magno.
Los libros XII y XIII relatan el dominio sobre el país
por parte de los Ptolomeos y Seléucidas, así como las
guerras de los Macabeos y el reinado posterior de los
Asmoneos. Los libros XIV a XVII narran con gran
detalle la vida de Herodes el Grande, enmarcada por
la presencia activa de los romanos en el país, desde
los tiempos de Pompeyo hasta Augusto. A partir del
libro XVIII, la narración se centra en la conversión
de Judea en provincia romana y la historia de sus seis
primeros gobernadores, así como la de Antipas, tetrar-
ca de Galilea. El libro XIX contiene la historia del rey
Herodes Agripa I, ya parcialmente iniciada en el li­
bro anterior, mientras que en el XX se nos presenta la
historia de los siete restantes gobernadores romanos
hasta las vísperas de la guerra.
82 La obra historiográfica y autobiográfica

b) Fuentes
Respecto a las fuentes que Josefo debió de utilizar
en la elaboración de esta extensa obra, diremos aquí
que, por lo que se refiere a la antigua historia de Israel,
la fuente principal, casi única en la mayoría de los
casos, es la Biblia, preferentemente la versión griega
llamada de los Setenta. A partir de la época helenísti­
ca, con las fuentes bíblicas como los libros de los Ma-
cabeos, se combinan otras informaciones procedentes ¡
de la literatura griega, como Polibio, Poseidonio, Ti-
mágenes de Alejandría y especialmente las historias
de Nicolás de Damasco. Para épocas más recientes
hay que citar, además de a Nicolás de Damasco, a Es-
trabón y su historia -hoy perdida-, a Delio, a Hipsí-
crates, a Asinio Polión, a Claudio Rufo, así como las
Memorias de Herodes y las obras del propio Filón de
Alejandría, aparte de noticias orales sobre todo acerca
de la vida de Herodes Agripa I en Roma, que el au­
tor debió recoger directamente en esta ciudad, y quizá
también a través de su hijo Agripa II, con quien Josefo
llegó a trabar amistad ( Vita 364-367).

c) Valoración

El valor histórico que posee esta segunda obra de


Josefo resulta, en principio, desigual y se halla en fun­
ción de las fuentes empleadas. De cualquier forma, se
trata de una nueva relación de los hechos del pueblo
judío paralela a las narraciones bíblicas, de las que de­
pende en buena medida, pero que unas veces presenta
resumidas, mientras que otras las completa con datos
Obras de Josefo 83

históricos y tradiciones, sobre todo en lo que se refiere


a las épocas más modernas, como la guerra de los Ma-
cabeos. A partir de aquí y hasta la guerra del 67 d.C.,
la obra adquiere mayor importancia histórica, pues no
sólo aporta datos que no aparecen en la Biblia, sino
que nos informa de obras literarias que no han llegado
hasta nosotros.
Como hemos señalado, de esta etapa podemos con­
frontar las noticias que nos da Antigüedades y las que
aparecen, normalmente de forma más resumida, en los
dos primeros libros de La guerra judía. A veces se de­
tectan contradicciones que responden, por lo general,
a la mayor reflexión sobre los hechos y al acopio de
nuevos datos que precedieron a la redacción de Anti­
güedades. Por ello se tiende a dar más crédito a esta
obra, aunque tal criterio no es siempre del todo fiable.

3. O t r a s obras de F l a v io Jo sefo

Al final de sus Antigüedades, el autor declara que


se encuentra preparando otras obras. En primer lugar,
una continuación de La guerra judía hasta la época de
Domiciano -e s decir, el momento en que se publica
Antigüedades-, en la que se presentaría de nuevo un
resumen de la Guerra y se abordarían los veinte años
de postguerra en Palestina. En segundo término, una
obra en cuatro libros sobre la religión judía, que com­
prenda temas de teología dogmática y moral.
Aparte de esta, ninguna noticia tenemos sobre tales
obras, lo que nos permite sospechar que no llegaron
a redactarse. En cambio, Josefo sí escribió esos años
84 La obra historiográfica y autobiográfica

dos obras menores, la primera de las cuales se titula


Contra Apión y la segunda Autobiografía. Algunos
comentaristas han sugerido que el proyecto inicial de
Josefo habría variado con el tiempo, convirtiéndose
de hecho en estas dos obras que ahora presentamos.
Así, la continuación de la Guerra sería la Autobiogra­
fía, y el tratado de la religión judaica el Contra Apión.
Es una posibilidad, aunque dudosa.

a) «Contra Apión»
En realidad, ignoramos el título original de la obra
que conocemos como Contra Apión, ya que este se
le puso posteriormente. Suele aparecer citada confor­
me a la versión latina, Contra Apionem. Fue escrita
en el año 95 o 96 d.C. Consta tan sólo de dos libros,
frente a los veinte de las Antigüedades; por lo tanto,
se trata más bien de lo que llamamos un opúsculo. Es
una obra polémica o apologética, que responde a las
críticas que suscitó Antigüedades en algunos ambien­
tes culturales, sobre todo por el hecho de que Josefo
sostenía en ella que la religión y la cultura judías ha­
brían precedido en el tiempo a las griegas, de las que
estas dependerían en gran medida, habiendo tomado
de aquellas las ideas filosóficas y morales, así como
algunos temas literarios. Entre los opositores a es­
tos planteamientos de Josefo se solía colocar a un tal
Apión, escritor de Alejandría entusiasta de la cultura
griega y autor de una Historia de Egipto, que miraba
con desprecio al judaismo. En realidad, este gramá­
tico alejandrino es anterior a Josefo, de modo que no
Obras de Josefo 85

pudo conocer las Antigüedades. No obstante, en cier­


tos ambientes su figura seguía representando entonces
la idea de oposición al pobre judaismo, enfrentado con
el mundo de la espléndida cultura griega.
El primer libro del Contra Apión está dedicado fun­
damentalmente a apoyar la idea de que el pueblo judío
y su cultura habían precedido ampliamente al mundo
griego. Para probarlo, recurre a lo que algunos historia­
dores, como Manetón, Menandro de Éfeso y Beroso,
escribieron sobre la Antigüedad de los egipcios, sirios
y mesopotámicos, respectivamente. Elogia en especial
a Manetón, conocido escritor greco-egipcio del siglo
111 a.C. que elaboró una Historia de Egipto. Basándose
en él, Josefo trata de identificar a los israelitas con los
famosos hicsos, los cuales, tras invadir Egipto, vivie­
ron allí muchos siglos antes de que Homero escribie­
ra la Ilíada. Pero enseguida Josefo arremete contra él,
porque Manetón recoge unas leyendas egipcias según
las cuales Moisés sería en realidad un egipcio, sacer­
dote de Heliópolis, y los judíos conducidos por él un
pueblo que habría contraído la lepra y por eso se vio
obligado a abandonar el país del Nilo. En este sentido,
cita a otros autores, como Queramón y Lisímaco, que
caen en los mismos errores.
El segundo libro sí que está dedicado prácticamen­
te por entero a refutar al gramático Apión, quien, a los
ya señalados errores de Manetón y de otros, añadía le­
yendas que constituían un ultraje para el pueblo judío,
como que en el templo de Jerusalén se adoraba una
cabeza de asno y tenía lugar todos los años el asesinato
ritual de un griego, seguido de prácticas de antropofa­
86 La obra historiográfica y autobiográfica

gia. Apión odiaba y calumniaba igualmente a los nu­


merosos judíos de Alejandría, a los que aquí Josefo de­
fiende señalando su notable aportación al desarrollo, la
cultura y el esplendor de dicha ciudad. A continuación
se detiene en la figura de Moisés, el gran legislador
de los judíos. Reivindica su antigüedad histórica, que
precede con mucho a la de los famosos legisladores
griegos. Subraya el alto concepto de la divinidad que
trasluce la obra mosaica y el culto que, en consecuen­
cia, ha de rendírsele a Dios. Expone algunos de los
avances de carácter moral que propugna el judaismo,
como la concepción del matrimonio, la pedagogía, el
respeto a los padres, la piedad con los difuntos, etc.,
para concluir, por contraste, con una crítica acerada
contra la religión griega, aunque reconoce los grandes
valores de filósofos como Platón, que por cierto coin­
ciden en parte con los de los judíos.
Josefo termina su Contra Apión igual que lo empe­
zó, con una mención a Epafrodito, antiguo ministro de
Nerón, a quien dedica la obra. Ese personaje, acaso su
mecenas, aparece mencionado también en Antigüeda­
des (Antiq. I, 8) y en Autobiografía ( Vita 430).

b) «Autobiografía»
La llamada Autobiografía tiene en griego el títu­
lo de Bios y suele citarse por su versión latina como
Vita. Desconocemos la fecha exacta de su redacción,
pero probablemente estaba ya terminada después del
año 94. Respecto a su publicación, algunos estudiosos
creen que fue añadida como un apéndice a la segunda
Obras de Josefo 87

edición de Antigüedades, publicada en los primeros


años del siglo II. La presencia de dos finales en el ac­
tual texto de Antigüedades delatarían esa doble edi­
ción, según hemos indicado anteriormente.
La Autobiografía es la obra de menores dimensio­
nes dentro de la producción literaria de Flavio Josefo.
En las ediciones modernas, su texto figura como un
libro único, compuesto de 430 párrafos numerados.
Además de aportar algunos datos personales de Jo­
sefo -tam poco demasiados-, el libro está enfocado co­
mo una defensa en primera persona de la actuación
política del autor durante los conflictivos años 67-70
d.C. Para ello, narra bastantes acontecimientos acae­
cidos principalmente durante su misión como gober­
nador y general en jefe de la resistencia en Galilea, y
que en su momento no incluyó en La guerra judía. Ya
hemos comentado anteriormente algunas divergencias
de ambos libros en el enfoque y el juicio de lo sucedi­
do entonces.
Esta Autobiografía contiene también una especie
de excursus, que consta de 31 párrafos (n. 336-367),
dedicado a refutar las críticas que le había lanzado Jus­
to de Tiberias. A esta polémica nos hemos referido al
hablar de la vida de Josefo (cf. supra, 49s).
Las fuentes históricas de este libro son fundamen­
talmente los propios recuerdos de Josefo. Pero tam­
bién contó con obras ajenas que ya hemos citado al
referimos a La guerra judía y, sobre todo, a la polé­
mica obra de Justo de Tiberias.
ESTILO LITERARIO

Para concluir esta parte, hemos de referimos al as­


pecto literario de la obra de Josefo. Evidentemente,
La guerra judía es el primero y más importante de sus
escritos, tanto por su original aportación a la historio­
grafía greco-romana como por su calidad literaria. Así
pues, lo que en este capítulo vamos a decir se refiere
principalmente a esta obra, aunque en alguna medida
puede aplicarse también a las demás.
El estilo de Josefo sobresale por una gran agilidad
en el desarrollo de los relatos, lo cual propicia que el
lector quede atrapado por el devenir de la narración,
que le va suscitando un creciente interés.
Por otra parte, Josefo domina la técnica de la des­
cripción. A veces consigue descripciones de una gran
viveza; otras, tal vez resulte excesivamente minucio­
so, lo cual hará las delicias del lector interesado en la
geografía o la arqueología, pero puede resultar pesa­
do para quien busca simplemente el placer estético
de la lectura. A este tipo de lector le conmoverán, en
cambio, las crudas descripciones de los horrores de la
guerra o algunas escenas cargadas de pasión. En este
90 La obra historiográfica y autobiográfica

sentido, ciertos pasajes de Josefo podrían compararse


con otros de Jenofonte o Julio César.
La técnica literaria del montaje histórico se ajusta
a la de historiadores clásicos como Tucídides entre los
griegos y Salustio entre los latinos. El autor no perma­
nece ajeno al significado y la valoración de los hechos
que narra, sino que los expresa por boca de los pro­
tagonistas del relato. Es el método de los discursos.
Al igual que en la tragedia griega el coro interviene y
reflexiona sobre lo que ocurre en la escena, aquí los
relatos se interrumpen para dar cabida a arengas o dis­
cursos ficticios, a veces breves, pero otras extraordi­
nariamente largos, en los que los personajes expresan
las ideas del autor en tomo a hechos, exhibiendo a
menudo incluso documentadas referencias de carácter
cultural, ajenas a los personajes y al momento en que
hablan. A esta misma técnica recurre también el evan­
gelista Lucas en los Hechos de los apóstoles.
Respecto a la lengua, Josefo utiliza el griego pro­
pio de su época, llamado aticista, ya un tanto alejado
del que empleaban los historiadores clásicos de los
siglos V y IV a.C., y en general se expresa de forma
correcta y en ocasiones elegante. El propio Josefo nos
explica cómo un escritor como él, cuya lengua mater­
na es muy distinta de aquella que utiliza, logra salir
tan airoso de la prueba: «Una vez que hube comple­
tado la preparación de mi historia, fui ayudado por
algunas personas para el griego, y compuse así el re­
lato de los hechos» (Cont. Apion. 1, 50). Es decir, que
el texto fue revisado por expertos en la lengua griega
para asegurar su correcta redacción.
A n ex o

SOBRE LA TRANSMISIÓN DE LAS


OBRAS DE FLAVIO JOSEFO

Los textos de Flavio Josefo que han llegado hasta no­


sotros han pasado por una larga historia, en cuyos por­
menores no vamos a entrar aquí, así como tampoco en la
relación y análisis de los distintos códices. En cambio, en
un libro como el presente, sí estimamos oportuno dedicar
unas páginas al aprecio con que la obras de Josefo han
sido recibidas en distintas épocas de la historia y en los
diferentes ambientes culturales, siendo hoy en día uno de
los autores de la Antigüedad más estudiados y traducidos.

1. E N EL MUNDO JUDÍO 1

En el ámbito cultural del judaismo, la obra de Josefo


no gozó de demasiado éxito durante los primeros siglos.
En principio, ello pudo deberse al hecho de estar escrita en
griego y no en hebreo, pero esta explicación resulta válida
sólo parcialmente, porque existen otros casos de autores
judíos que escribían en griego -preferentemente alejandri­
nos- y que eran conocidos y en ocasiones muy apreciados
en este ámbito cultural.
Así pues, nos inclinamos a pensar que esa falta de es­
tima se ha debido no tanto a la lengua, sino al contenido.
92 La obra historiográfica y autobiográfica

En efecto, la obra de Josefo trasluce una gran admiración


por todo lo romano y, a la vez, pone en tela de juicio y en
ocasiones reprueba por completo la actuación de muchos
judíos, especialmente durante los años de la guerra. Se
trata de una percepción generalizada que, cuando menos,
incomodaba al judío que leía a Josefo, por no hablar de
las posturas extremistas de aquellos que consideraban a
Josefo un traidor a su patria. Por nuestra parte, estimamos
injusta esta última opinión, pues no tenía en cuenta la sin­
cera y valiente defensa del judaismo que Josefo realiza
en Contra Apión, o su grandioso esfuerzo por recopilar
y presentar un relato unificado de la historia del pueblo
judío en Antigüedades.
Un paso fundamental para el acercamiento de Josefo
al mundo de la cultura judía fue la traducción al hebreo
de Contra Apión, obra editada en Estambul en 1566. La
misma obra será vertida al castellano para las comunida­
des judeo-espafiolas por José Semah Arias, e impresa en
Ámsterdam en 1687.
Por otra parte, en el ámbito de la literatura rabínica
se había divulgado ya en comunidades judías el conoci­
do como Josippon, obra escrita en hebreo que cuenta la
historia desde la creación de Adán hasta la destrucción de
Jerusalén el año 70 d.C., utilizando para ello principal­
mente datos y textos procedentes de las obras de Josefo.
La primera edición fue impresa en Mantua poco antes de
1480, y en 1510 se publicó en Constantinopla otra más
completa. De esta obra se hicieron traducciones al árabe,
el etíope e incluso el latín.
A mediados del siglo XIX sale a la luz la versión en
hebreo de la Autobiografía, y hubo que esperar hasta 1923­
1928 para ver publicada en esa misma lengua La guerra
judía. Finalmente, entre 1955 y 1963 Abraham Schalit pre­
paró la traducción de Antigüedades en tres volúmenes.
La transmisión de las obras de Josefo 93

En la actualidad, Josefo es leído, estudiado y estimado


en los medios historiográficos y literarios tanto del ámbito
judío universal como del Estado de Israel.

2. E n LA TRADICIÓN CRISTIANA

Las obras de Josefo, especialmente La guerra judía,


fueron bien conocidas y utilizadas por los historiadores ro­
manos de los siglos II y III. Los datos contenidos en ellas
sobre el pueblo judío y las vicisitudes de la última guerra
contra Roma se consideraban dignos de credibilidad histó­
rica. De hecho, Tácito, Suetonio y Dión Casio se sirvieron
de Josefo como fuente histórica para esos temas.
Pero donde las obras de Josefo gozan de la más entu­
siasta acogida y la mayor relevancia es en el ámbito de
la historiografía cristiana. Así, Eusebio de Cesárea (prin­
cipios del siglo IV d.C.), autor de la primera Historia de
la Iglesia, no sólo conoce y recurre a Josefo, sino que lo
cita en dieciocho ocasiones, mostrando siempre hacia los
datos que aporta una postura de respeto y de acatamiento,
hasta el punto de llamarlo «el más ilustre de los historia­
dores hebreos».
También san Jerónimo (ca. 347-420 d.C.) expresa en
alguna de sus obras su admiración hacia Josefo. Precisa­
mente en el siglo IV se lleva a cabo la clásica traducción
al latín de la Guerra conocida como el Hegesippus, pro­
bable corrupción del nombre de Josefo, contaminado con
el de un historiador cristiano del siglo II llamado Hegesi-
po y cuya obra se ha perdido, pero que fue aprovechada
en su época por Eusebio de Cesárea. El Hegesippus es en
realidad una paráfrasis del texto de Josefo. Sin embargo,
existía también por entonces una traducción más literal,
atribuida a Rufino. En cualquier caso, la obra de Josefo
seguía siendo bien conocida y estimada en los ambientes
94 La obra historiográfica y autobiográfica

literarios cristianos apenas dos siglos después, como se


deduce de las referencias a ella en autores como Casiodo-
ro (ca. 485-580) e Isidoro de Sevilla (556-636).
Durante la Edad Media, Josefo y su obra continúan es­
tando presentes. Como muestra de ello podemos citar la
obra de Alfonso X el Sabio Grande e general estoria, es­
crita entre 1272 y 1284, que utiliza abundantemente los da­
tos de Josefo en algunos de sus pasajes.
Pero fue durante el Renacimiento cuando en Europa
se disparó el interés por Flavio Josefo. En 1534 se publica
en Basilea una edición que contiene el texto traducido al
latín de Antiquitates, Be!lum ludaicum y Contra Apionem.
A esta última obra se le añaden otras que se atribuían o se
creían relacionados con Josefo, como De imperio rationis.
La elegante edición fue preparada por Segismundo Jelens-
ky (en latín, Segismundus Gelanius), humanista checo que
traducía obras del griego al latín para la famosa imprenta
del alemán Johannes Froben en Suiza, amigo y editor de
Erasmo. En 1544, y también en Basilea, se publica la pri­
mera edición del texto griego de la Guerra.
Pero ya desde que, en aquellos años del Renacimien­
to, comenzó a crecer el interés por las obras de Josefo, se
percibió la necesidad de hacer traducciones a las lenguas
modernas. La más antigua edición en castellano de toda
la obra de Josefo fue llevada a cabo, desde el texto lati­
no, por Alonso de Palencia e impresa en Sevilla en 1492.
Pero sin duda la más famosa es la del humanista valencia­
no Juan Martín Cordero, publicada en Amberes en 1554 y
dedicada a Francisco Eraso, secretario del Real Consejo de
Estado. Contiene las traducciones de las Antigüedades y
de la Autobiografía, que vinieron a completar la versión de
la Guerra que había publicado en 1549. De esta última se
han hecho varias ediciones, de las que queremos destacar
aquí la de 1657, impresa por Gregorio Rodríguez en Madrid,
La transmisión de las obras de Josefo 95

y la de 1791, impresa en la misma ciudad por Benito Cano,


compuesta de dos tomos y que figuraba ya como quinta
edición. La traducción de Cordero es sin duda muy meri­
toria para su época, pero resulta inapropiado que algunas
editoriales de nuestros días la hayan reproducido sin más,
como si se tratara de una versión actual, ya que en sus deta­
lles concretos y técnicos ya no responde, como es natural, a
las exigencias y el rigor de un texto útil y fiable.
De las traducciones que por entonces se realizaron a
lenguas distintas del castellano, destacan la francesa de
Amauld D’Andilly (1667), vertida desde el texto griego;
las inglesas de John Hudson (1720) y de William Whiston
(1737); así como otras al alemán, al italiano, al portugués
y al catalán, esta última tan antigua como de 1482.

3. T extos y t r a d u c c io n e s a c t u a l e s

La publicación de las obras completas de Josefo, den­


tro de la gran colección de «Clásicos griegos» de Didot,
en 1865, marca a nuestro juicio un hito. Se trata de dos
grandes volúmenes publicados en París, a cargo de Karl
W. Dindorf, en su doble versión griega y latina con el títu­
lo de Flavii Josephi Opera.
Pero hubo que esperar unos años más para que Bene-
dikt Niese sacara a la luz la edición crítica del texto griego
de Josefo que se considera hoy definitiva. Sus siete vo­
lúmenes fueron publicados en Berlín entre 1885 y 1895.
Casi al mismo tiempo apareció en Leipzig (1895-1896),
dentro de la colección griega de Teubner, la edición de
Samuel A. Naber, Flavii Josephi Opera omnia.
Por su parte, Henry J. Thackeray y sus colaboradores
publican en Londres a partir de 1927, dentro de la colec­
ción Loeb Classical Library, los nueve volúmenes de su
Josephus, con el texto griego y la traducción inglesa, que
96 La obra historiográfica y autobiográfica

comienza con la Autobiografía, el Contra Apión y la Gue­


rra, y continúa hasta 1969, ya a cargo de Louis H. Feld-
man, con las Antigüedades. Probablemente esta es hoy en
día la edición de Josefo más útil y accesible.
Otra edición bilingüe muy accesible es la francesa de
la Société «Les Belles Lettres», dirigida por André Pelle-
tier. En 1959 salió a la luz la Autobiografía, y entre 1975
y 1982 tres volúmenes de La guerra judía’, el cuarto y úl­
timo está aún pendiente de publicación.
En español tenemos, entre otras, una traducción de la
Guerra por Juan A. Larraya, publicada en Barcelona en
1952. Pero sin duda la mejor y con una buena introducción
es la publicada en dos volúmenes por la Biblioteca Clá­
sica Gredos en 1997-1999, a cargo de Jesús M. Nieto Ibá-
ñez. Respecto a las Antigüedades, resulta útil y manejable
la edición publicada en tres tomos por la editorial Clie de
Tarrasa en 1988, aunque aparece como anónima y carece
de introducción. Para la Autobiografía y el Contra Apión
contamos con una edición de Alianza Editorial en 1987,
debida a José R. Busto y María V. Spottomo. Una bue­
na versión de estas dos obras ha sido publicada también
por la Biblioteca Clásica Gredos en 2008; en este caso, la
traducción es de Margarita Rodríguez de Sepúlveda, y va
precedida de una introducción a cargo de Luis García Igle­
sias. Finalmente, podemos citar una edición de las obras
completas de Josefo a cargo de Luis Farré, publicada en
Buenos Aires en 1961 y reimpresa en 1988.
III

RELACIONES ENTRE JOSEFO


Y EL NUEVO TESTAMENTO
Después de todo lo dicho hasta aquí, se compren­
derá fácilmente que uno de los mayores atractivos de
las obras de Josefo, tanto para nuestra civilización
occidental en conjunto como específicamente para el
cristianismo, consiste en que nos presenta una detalla­
da visión de la Palestina del siglo I, lo que resulta un
magnífico complemento que nos ayuda a comprender
mejor cuanto narran los libros del Nuevo Testamento,
y particularmente los evangelios.
Por eso, en un libro como este se impone dedicar
un capítulo a las aportaciones concretas de Josefo a
nuestro conocimiento del ambiente en que se desarro­
llan los relatos neotestamentarios. Expondremos, en
primer lugar, los principales datos referentes a la geo­
grafía, economía, sociología y política que encuadran
tanto los acontecimientos referidos por Josefo como
los bíblicos. En una segunda parte, estudiaremos aque­
llos pasajes de la obra del historiador greco-judío en
los que se habla de personajes del Nuevo Testamento
y particularmente de Jesús de Nazaret.
Pero conviene hacer de entrada una advertencia im­
prescindible para tratar todas esas aportaciones con un
adecuado método histórico. La panorámica medioam­
100 Josefo y el Nuevo Testamento

biental, tanto geográfica como humana, que nos pre­


senta Josefo, debe ser encuadrada y ponderada, para
su aplicación al mundo del Nuevo Testamento, con un
sentido estricto de la cronología de los acontecimien­
tos. Como hemos dicho, Josefo escribe en el último
tercio del siglo I, entre el año 75 y el 100 aproxima­
damente, y los hechos y ambientes de los que él fue
testigo se circunscriben a la década de los sesenta. Las
narraciones evangélicas evocan hechos acaecidos en
tomo a los años treinta. La transformación de Palestina
a lo largo de ese siglo fue grande en todos los aspec­
tos, de modo que resulta imprescindible un esmerado
cuidado a la hora de distinguir y aplicar circunstancias
que se refieren a una determinada época para transfe­
rirlas a otra.
El paisaje, el aspecto del campo y las mismas ciu­
dades y sus monumentos no variaron excesivamente
a lo largo de los setenta primeros años de ese siglo I
d.C., pero la economía sí que sufrió algunas transfor­
maciones. Ahora bien, en el ámbito político, las ten­
siones y preocupaciones que se registraban en los años
inmediatamente anteriores a la guerra de finales de los
sesenta eran muy distintas de las que agitaban el país
a finales de los años veinte y en el año 30 d.C., fecha
probable del proceso y muerte de Jesús de Nazaret en
Jerusalén. Este es un factor que frecuentemente no ha
sido tenido en cuenta por parte de muchos historia­
dores modernos, los cuales trasladan a los tiempos de
Jesús una ambientación social y política que no co­
rresponde al momento, en buena medida por culpa de
un uso inadecuado de la información que aparece en
Introducción 101

Josefo. Un laudable esfuerzo por desmontar tal tras­


trueque de datos es la obra de Hernando Guevara, que
desgraciadamente sigue siendo poco conocida y utili­
zada1. En cambio, la documentación que aparece en
ciertos pasajes de los Hechos de los apóstoles, sobre
todo la referida a la prisión de Pablo, sí que se halla
mucho más cercana al ambiente previo a la guerra que
reflejan las obras de Josefo.

1. H. Guevara, Ambiente político del pueblo judio en tiempos de


Jesús, Madrid 1985.
9
EL MEDIO AMBIENTE
GEOGRÁFICO

Como primera y feliz comprobación, vemos que


en Flavio Josefo aparecen citados los nombres de va­
rias ciudades del siglo I que conocemos igualmente
porros textos de) Nnevo Testamento. Ta) es e) caso de
Jerusalén, Jericó, Sebaste-Samaría, Cesárea Marítima,
Gaza, Asdod, Jaffa, Ptolemaida, Cafamaúm, Mágdala-
Tariquea, Tiberias, Betsaida-Julias, Panias-Cesarea de
Filipo, Gádara, G erasa...
Pero no sólo hablamos de nombres, sino que Jo­
sefo describe con precisión el paisaje, el medio am­
biente de regiones y comarcas donde tuvieron lugar
muchas escenas evangélicas. Así, las páginas del his­
toriador greco-judío iluminan y propician una mejor
comprensión de los relatos neotestamentarios.

1. G a l il e a

A los lectores del evangelio siempre les ha llamado


la atención el tono alegre que tiñe la llamada «misión
de Galilea», llevada a cabo en un país de naturaleza
104 Josefo y el Nuevo Testamento

hermosa y feraz. Esta se refleja en lo que podríamos lla­


mar un ambiente ecológico, que aparece, por ejemplo,
en las parábolas de Jesús. Si la Galilea de hoy es verde
y casi exuberante, más aún debió serlo en tiempos de
Jesús de Nazaret. He aquí una de las descripciones que
nos ha dejado Josefo: «El suelo es allí en todas partes
tan fértil, tan rico en pastos, todo plantado de árboles
tan variados, que el hombre que no tuviera la menor
inclinación al trabajo de la tierra, sería allí incitado a él
a causa de tales facilidades» (Bell. Iud. III, 42).
De forma especial los evangelios transparentan
el encanto de la comarca del lago de Genesaret, en
donde se desarrolló una gran parte de la predicación
y la actividad de Jesús. Dice Josefo: «A lo largo del
lago de Gennesar se extiende una campiña que lleva
el mismo nombre, admirable por su belleza natural.
Gracias a su fertilidad, la tierra no rechaza ninguna
plantación, los agricultores producen allí de todo, y
la feliz condición de la atmósfera conviene a las es­
pecies, hasta las más diversas. Así, los nogales, espe­
cie que tolera mejor los climas rigurosos, prosperan
al máximo en este país, lo mismo que las palmeras
que viven bajo grandes calores; las higueras y olivos
se les aproximan, para los cuales se requiere un clima
más suave (...). Así, los reyes de las frutas, las uvas
y los higos, se producen sin interrupción durante diez
meses; las otras frutas, durante todo el año, maduran
allí en el árbol. Es que, además de su aire templado, la
zona está regada por una fuente muy fertilizante. La
gente del país le da el nombre de Cafamaúm» (Bell.
Iud. 111,516-519).
El medio ambiente geográfico IOS

2. S a m a r ía y J udea

Además de Galilea, las otras regiones de Palesti­


na que visitó Jesús fueron Samaría y Judea, así co­
mo el valle del Jordán, donde se encuentra la ciudad
de Jericó. Samaría y, sobre todo, Judea presentan, en
contraste con Galilea, un paisaje bastante más sobrio.
Las dos son descritas por Josefo como «zonas mon­
tañosas». De ellas afirma que «sus tierras son secas
por naturaleza, si bien reciben abundantes lluvias. No
obstante, todo el agua que hay en sus fuentes es muy
dulce, y debido a la gran cantidad de rico pasto los ga­
nados producen más leche que en otras regiones». Un
poco antes ha señalado que el país también cuenta con
«tierras apropiadas para la agricultura», y que «poseen
muchos árboles y están llenas de frutos silvestres y de
cultivo» (Bell. Iud. III, 49-50).
Más adelante dice que en Judea «está la real ciu­
dad de Jerusalén, que domina toda la región, igual que
hace la cabeza con el cuerpo» (Bell. Iud. III, 54). Es
aquí adonde viajaba Jesús de Nazaret desde Galilea,
con motivo de las fiestas religiosas, y donde los temas
y las palabras de su predicación parece que adquieren
un tono más severo.
Por otro lado, la profusión de rebaños a la que alude
Josefo se aviene bien con la descripción de las maja­
das y las costumbres de los pastores que hace Jesús al
proponerse como «buen pastor» (Jn 10, 1-16) que, an­
tes de recoger su rebaño al atardecer, separa las ovejas
blancas de las cabras negras (Mt 25,32-33), escena que
aún hoy se puede contemplar en el campo de Judea.
106 Josefo y el Nuevo Testamento

En el evangelio de Marcos, la distribución de los


hechos y dichos de la vida pública de Jesús en dos par­
tes bien definidas -p o r un lado, la misión de Galilea, y
por otro, la subida a Jerusalén, en Judea-, adquiere un
carácter simbólico. En otro lugar hemos explicado que
«resulta evidente el parangón entre el estado de ánimo
de Jesús y sus discípulos al comienzo y al fin de la mi­
sión, y la clara diferencia entre las dos tierras en donde
se sitúan los hechos. Como lo es también el contraste
entre el éxito triunfal de la primera predicación en Ga­
lilea y los terribles acontecimientos de la pasión»1.
De la región del gran valle del Jordán y del conti­
guo desierto de Judá explica Josefo: «Toda esta zona
tiene una superficie irregular y está deshabitada a cau­
sa de su esterilidad. En frente se alzan las montañas
que bordean el Jordán (...). Entre las dos cordilleras
se encuentra la región conocida por el nombre de
Gran Llanura, que va desde la aldea de Senabris hasta
el lago de Asfaltitis (mar Muerto). Su longitud es de
mil doscientos estadios y su anchura de ciento veinte.
La cruza por el medio el río Jordán y posee los lagos
de Asfaltitis y de Tiberíades, que son de naturaleza
opuesta, pues el primero es salado y estéril, y el se­
gundo es de agua dulce y fructífero. En verano la lla­
nura arde de calor y por el exceso de sequedad posee
un aire malsano. Toda la región carece de agua, salvo
el Jordán, por lo que las palmeras que crecen en sus
orillas están más floridas y tienen más frutos que las
que nacen lejos del río» (Bell. Iud. IV, 453-458).

1. J. González Echegaray, Jesús en Galilea, Estella 22001, 13-19.


El medio ambiente geográfico 107

Y algo más adelante dice: «No obstante, en Jericó


hay una fuente abundante y muy rica para el riego,
que nace en las proximidades de la ciudad antigua
(...)• Riega una llanura (...) y sustenta en ella jardi­
nes muy hermosos y floridos. Son muchos los tipos
que reciben el agua de esta fuente (...). La región (...)
tiene opobálsamo, el más preciado de los frutos de la
zona, el ciprés y el mirobálano, de tal manera que uno
no se equivocaría si dijera que es una región divina,
en la que florecen en abundancia los frutos más raros
y bellos» (Bell. Iud. IV, 459-469).
En toda esa zona del bajo valle del Jordán y del
desierto contiguo vemos a Jesús cuando es bautizado
por Juan en el río, cuando se retira al desierto contiguo
donde pasa un tiempo de oración y ayuno. Cerca de la
ribera oriental del Jordán volveremos a ver al Maestro
y sus discípulos en la última etapa de su actividad, ya
próximo el desenlace de su vida (Jn 10, 40-41).
Por su parte, Jericó es una ciudad al parecer bas­
tante frecuentada por Jesús, ya que se hallaba en el
camino habitual que llevaba desde Galilea a Jerusalén.
Esa vía de comunicación evitaba las tierras altas de
Samaría, optando por la llanura al otro lado del Jordán
(la Perea), para vadear luego el río y entrar en Judea
por Jericó. Aquí los evangelios registran la escena del
ciego Bartimeo, curado por Jesús, y la estancia en casa
del publicano Zaqueo (Le 18, 35-43; 19, 1-10). Des­
de esta ciudad se ascendía a la montaña, camino de
Jerusalén. El evangelio describe a Jesús subiendo con
determinación a la Ciudad Santa, aun a sabiendas de
lo que le esperaba y en medio del temor y desaliento
108 Josefo y el Nuevo Testamento

de sus discípulos (Me 10, 32-34). Aparte de esto, una


parábola, la del Buen Samaritano (Le 10,30-34), alude
a ese camino solitario que atraviesa el desierto y donde
los viajeros se exponen a ser presa de los bandidos.
Josefo ambienta el paisaje, limitándose a indicar que
«Jericó está a ciento cincuenta estadios de Jerusalén y
a sesenta del río Jordán. Hasta Jerusalén el paisaje es
desierto y pedregoso» {Bell. Iud. IV, 474).

3. J er u sa lén

Por fin, llegamos a la Ciudad Santa, que Josefo


presenta en toda su espectacular magnificencia, apor­
tando detalles, describiendo lugares, palacios y, sobre
todo, el templo. Contemplada desde el Monte de los
Olivos, al final del camino que venía de Jericó, la ca­
pital, símbolo de la nación y religión judías, debía im­
presionar por la magnitud y riqueza de sus edificios.
No en vano, el evangelio de Lucas refiere que, ante
esta vista, Jesús se emocionó intensamente hasta el
punto de que se le saltaron las lágrimas (Le 19, 41­
44). El panorama está bien atestiguado por Flavio Jo­
sefo, que describe la topografía de la ciudad, rodeada
de sólidas murallas, de las que sobresalían tres espec­
taculares torres, cerca del espléndido palacio de He­
rodes el Grande, ya en la zona occidental de Jerusalén
{Bell. Iud. V, 136-183).
Pero el conjunto monumental más destacado de la
ciudad era el enorme templo, que le elevaba sobre una
loma de altura notable. El santuario, que se extendía
a lo largo de más de medio kilómetro, es objeto de
El medio ambiente geográfico 109

una especial consideración por parte de Josefo, el cual,


tras hablar de los tres atrios que lo rodeaban y de sus
numerosas y espléndidas puertas, añade: «La parte ex­
terior no carecía de nada de lo que causa impresión al
espíritu y a los ojos, pues estaba recubierta por todos
lados por gruesas placas de oro y, así, cuando salían
los primeros rayos del sol, producía un resplandor muy
brillante, y a los que se esforzaban por mirarlo les obli­
gaba a volver los ojos, como si fueran rayos solares.
Desde lejos, a los extranjeros que se acercaban allí les
parecía que era un monte cubierto de nieve, ya que el
mármol era muy blanco en las zonas que no estaban
revestidas» {Bell. Iud. V, 222-223).
Del palacio de Herodes, donde con toda probabi­
lidad Pilato juzgó y condenó a Jesús, Josefo dirá: «El
palacio real, que supera toda descripción, estaba uni­
do por la zona interior con estas torres2, que estaban
situadas al norte. Efectivamente, no era superado por
ninguna otra construcción ni en su desmesurado lujo
ni en su equipamiento (...). Numerosos pórticos se su­
cedían en círculo uno tras otro, cuyas columnas eran
diferentes en cada uno de ellos, y los patios que había
en medio de ellos estaban totalmente verdes (...). No
obstante, no es posible describir de un modo digno el
palacio» {Bell. Iud. V, 176-182).

2. Se trata de las altas y m onum entales torres llam adas H ípico, Fa-
sael y M ariam m e.
10
EL MEDIO SOCIOPOLÍTICO

1. L A SO C IED A D JU D ÍA D E L SIG LO I d.C. },

Como hemos dicho, las obras de Josefo no sólo sir­


ven de apoyo para recrear el medio ambiente en que
discurrió la vida de Jesús; también resultan interesan­
tes sus descripciones de aquella sociedad.
Así, en el orden económico, Josefo nos presenta
una Galilea muy rica y poblada, que aparece como un
foco de inmigración, sobre todo con gentes proceden­
tes de Judea. «Toda la región está dedicada al cultivo,
y no hay ninguna parte de su suelo que esté sin aprove­
char. Pero además hay muchas ciudades y la mayoría
de las aldeas están muy pobladas en todos los lugares
a causa de la fertilidad de la tierra» {Bell. Iud. III, 43).
A través de otras fuentes y estudios sabemos que,
en los tiempos de Jesús, el país había vivido una época
de mayor desarrollo que en los días de Josefo, próxi­
mos a la guerra, cuando la economía y el bienestar
venían resintiéndose desde hacía varios años1.

1. J. G onzález Echegaray, Los Herodes. Una dinastía real de los


tiempos de Jesús , E stella 2007.
112 Josefo y el Nuevo Testamento

Por otra parte, la sociedad de Palestina se presenta


fraccionada a lo largo del siglo I d.C. En ella se daban
las habituales distinciones entre ricos y pobres, gentes
de ciudad y aldeanos, rentistas y trabajadores, a las
que se unía, como propio de una sociedad del mundo
antiguo, la diferencia entre libres y esclavos. Además
de todo esto, la estructura social en el ámbito judío se
veía entonces muy afectada por fronteras de carácter
religioso, que daban lugar a una importante separa­
ción entre las familias o los individuos, dependiendo
de su adscripción a los diferentes modos de interpre­
tar y practicar las exigencias del judaismo. Ello solía
comportar además relevantes consecuencias de carác­
ter político dentro de aquella sociedad teocrática, muy
afectada por la división y rivalidad de los distintos
sectores políticos, la mayoría de ellos de inspiración
inicialmente religiosa.
Josefo, que vivió en aquella sociedad y se vio con­
cernido y a veces comprometido por unas u otras ideo­
logías, describe con profusión de detalles todas las ten­
dencias, que, por otra parte, aparecen bien reflejadas
en los escritos del Nuevo Testamento. A las distintas
escuelas interpretativas de la ley mosaica las llama «fi­
losofías»: «Los judíos tienen tres tipos de filosofía: los
seguidores de la primera son los fariseos, los de la se­
gunda son los saduceos, y los de la tercera, que tienen
fama de cultivar la santidad, se llaman esenios» {Bell.
Iud. II, 119).
Por lo demás, Josefo se detiene tanto en el análisis
teológico del ideario de cada uno de estos gmpos co­
mo, sobre todo, en la conducta social de sus adeptos.
El medio sociopolítico 113

Aunque la descripción de cada una de estas «sec­


tas» se realiza a lo largo de toda la obra de Josefo, los
textos más específicos figuran en La guerra judía (II,
1 1 9 - 1 6 6 ) y en Antigüedades (XVIII, 1 1 - 2 2 ) . Dado que
Josefo era fariseo, muestra predilección por esta «fi­
losofía», pero el mayor espacio lo dedica a informar
sobre los esenios. Todo lo que dice sobre el tema re­
sulta clave para interpretar correctamente muchas co­
sas contenidas en el Nuevo Testamento, sobre todo en
los evangelios y Hechos de los apóstoles, donde tan a
menudo aparecen en escena miembros de tales sectas.
Con todo, es cuando menos curioso comprobar que no
hay ni una referencia directa a los esenios. En cual­
quier caso, los datos que al respecto nos proporciona
Josefo, junto con los que poseemos por otras fuentes,
resultan imprescindibles para comprender el ambiente
y las tensiones religiosas y políticas del país de los ju ­
díos en el siglo I d.C. 1
■i

2. E l N uevo T esta m en to a la luz de Jo sefo


b
En este ámbito del mundo político hemos de tener
presente algo que ya hemos señalado: que, dados los
diferentes acontecimientos que tienen lugar en el país
a lo largo del siglo I d.C., así como las cambiantes
circunstancias y reacciones de la sociedad, se impone
ser muy rigurosos al aplicar a los años en que vivió
Jesús los datos suministrados por Josefo, ya que co­
rresponden a una situación distinta, cuatro o cinco dé­
cadas posterior. De lo contrario, distorsionaríamos la
realidad histórica que tratamos de estudiar.
114 Josefo y el Nuevo Testamento

Tomadas con esta precaución, las obras de Josefo


siguen siendo de singular importancia de cara a com­
prender muchos aspectos de los evangelios. Por poner
algún ejemplo, veamos un pasaje de la predicación de
Jesús, una parábola recogida por Mateo y Lucas en ver­
siones diferentes (Mt 25, 14-30; Le 19, 11-27). Se trata
de un señor que, al irse de viaje, confía a sus servidores
diferentes cantidades de dinero. A la vuelta pide cuen­
tas a los siervos y premia a quienes han hecho que el
dinero rente, y recrimina al que le devuelve la misma
cantidad que recibió, sin haberla hecho aumentar.
Como decimos, la versión según el evangelista. En
Mateo se trata de un gran señor que distribuye mucho
dinero: cinco talentos, dos y uno, teniendo en cuenta
el altísimo valor de esa moneda. Por su parte, Lucas
habla de un magnate que deja a sus esclavos domésti­
cos diez minas de oro, es decir, una cantidad aprecia-
ble, pero notablemente más modesta, ya que un solo
talento equivalía a unas sesenta minas, y la mina equi­
valía a cien dracmas de plata. Pero lo sorprendente
de la versión lucana de la parábola es que el magnate
aspiraba a obtener el título de rey, para lo cual se po­
ne en camino hacia un lugar donde reside una auto­
ridad suprema, que podríamos llamar «emperador»,
con potestad para conceder títulos reales a ciertas per­
sonas para que administren algunas zonas de su impe­
rio. Entonces, cuenta Lucas, se forma una comisión
de ciudadanos que acude también al emperador y le
transmite el rechazo popular a que el aborrecido mag­
nate gobierne sobre ellos. Precisamente durante la au­
sencia del magnate sus esclavos deben negociar con
El medio sociopolítico 115

las minas. A su regreso, el ya nuevo monarca busca a


quienes trataron de desacreditarlo ante el emperador y
los manda degollar en su presencia.
Para aclarar el sentido del comienzo y el final de
la parábola en Lucas, hemos de recurrir a Flavio Jo­
sefo, que explica quién era ese magnate. En efecto, se
trataba de Arquelao, el hijo de Herodes el Grande y
hermano de Herodes Antipas, este último tetrarca de
Galilea en los tiempos de Jesús. La autoridad suprema
era César Augusto, que desde la lejana Roma nombra­
ba gobernadores de las provincias o, en su caso, reyes
vasallos o «clientes» para administrar zonas margina­
les del Imperio. Cuando Arquelao regresó a Judea, no
precisamente con el título de rey, que no pudo conse­
guir, sino con el casi equivalente de «etnarca de los
judíos», mandó masacrar a quienes se habían opuesto
a sus aspiraciones.
Esta historia está largamente narrada por Josefo en
La guerra judía. He aquí algunos de los párrafos más
significativos: «La necesidad de ir a Roma fue para Ar­
quelao el origen de nuevos disturbios (...). Dijo que
de momento no sólo no tomaría el poder, sino ni si­
quiera los títulos reales hasta que le confirmara como
sucesor César, que, según el testamento de Herodes,
era el soberano de todo» (Bell. Iud. II, 1-2). Y más ade­
lante añade: «En Roma, Arquelao se vio implicado de
nuevo en otro proceso judicial contra los judíos que,
antes de la rebelión, con el permiso de Varo, habían ido
allí en embajada para pedir la autonomía de su pueblo.
Estos eran cincuenta, pero contaron con el apoyo de
más de ocho mil judíos en Roma. César convocó un
116 Josefo y el Nuevo Testamento

consejo de autoridades romanas y de amigos suyos en


el templo de Apolo Palatino (...). Cuando a los acusa­
dores se les dio la palabra, expusieron en primer lugar
los crímenes de Herodes y dijeron que habían tenido
que sufrir no a un rey, sino al más cruel de los tiranos
que haya existido nunca (...). Después de la muerte
de su padre, rápidamente proclamaron rey a Arquelao,
el hijo de aquel tirano (...). Arquelao (...) empezó su
reinado con la ejecución de tres mil ciudadanos (...).
Después de que César escuchó a ambas partes, disol­
vió el consejo y pocos días después dio la mitad del
reino a Arquelao y le concedió el título de etnarca (...).
Tras tomar posesión Arquelao de su etnarquía, se com­
portó cruelmente no sólo con los judíos, sino también
con los samaritanos (...), por lo cual en el noveno año
de su reinado Arquelao fue desterrado a Vienne, ciu­
dad de la Galia, y sus bienes fueron confiscados por el
tesorero imperial» {Bell. Iud. II, 80-111).
Así pues, las propias palabras de Josefo ilustran
cuanto venimos diciendo acerca del valor que su obra
tiene para la mejor comprensión de los evangelios.
A continuación, vamos a ver cómo Josefo nos ayu­
da a entender también la psicología y el comporta­
miento de ciertos personajes evangélicos. Tomaremos
como ejemplo uno que resultó clave en la vida de Je­
sús: Poncio Pilato, el que ordenó su ejecución.
PONCIO PILATO

1. L a im a g e n d e P il a t o e n e l ju d a ís m o y e n e l c r is ­

t ia n is m o

La idea que nos hemos formado acerca de la per­


sonalidad de Pilato, debida al escritor judío Filón de
Alejandría, es pésima. En efecto, este autor del siglo I
d.C. lo retrata como un personaje siniestro, cruel, ava­
ro y vengativo (Legatio 38).
Por el contrario, en la tradición cristiana se dio
una tendencia a considerar al gobernador romano un
hombre no tanto malvado, sino débil, fundándose en
la imagen que dan de él los evangelios, los cuales lo
presentan tratando de salvar a Jesús, mientras que los
dirigentes judíos buscan condenarlo.

a) Pilato en los evangelios


Esto se observa claramente en Mateo (Mt 27, 11­
26), según el cual desde el primer momento Pilato
sospecha de la intención de los acusadores de Jesús,
a lo que contribuye también su mujer, que le trasmite
un sueño en el cual vio al nazareno como un justo,
118 Josefo y el Nuevo Testamento

por lo que debía ser absuelto. El romano trata de sal-


vario, contraponiéndolo al criminal Barrabás, pero la
estratagema fracasa. Pilato insiste en preguntar qué
mal ha hecho Jesús. Sólo cuando se convence de que
, sus intentos de salvarlo son inútiles ante la presión
¡ de los judíos, pronuncia la sentencia, acompañada del
, gesto simbólico de lavarse en público las manos, para
, expresar que actúa contra su conciencia y declararse
i inocente de la muerte de Jesús, a lo que los asistentes
j replican que ellos y sus descendientes asumen la res-
s ponsabilidad.
i En Marcos (Me 15, 1-15) encontramos práctica­
- mente el mismo esquema, menos la intervención de la
I esposa del gobernador y el teatral lavatorio de manos.
£ Su narración, que probablemente se adapta mejor al
primitivo relato jerosolimitano de la pasión, resulta
más sobria y no insiste tanto en el deseo de Pilato de
salvar a Jesús.
Lucas (Le 23, 1-25), por su parte, introduce ele­
mentos nuevos, como el envío del acusado al tribunal
de Herodes Antipas, y presenta a Pilato declarando
que no encuentra ninguna culpa en Jesús y que tiene
intención de soltarlo. Aun así, para aquietar al pueblo
vociferante, manda infligir un castigo al reo -posible­
mente los azotes, aunque no se especifica-, Pero ante
la obstinación del público, el gobernador firma la sen­
tencia de muerte.
El proceso es todavía más claro, si cabe, en Juan (Jn
18, 28-40-19, 1-16). Desde el comienzo se produce
un molesto intercambio verbal entre el romano y las
autoridades judías, como si aquel supiera, o al menos
P ondo Pilato 119

intuyera, que arteramente pretendían llevarle a emitir


una sentencia injusta. A continuación, el interrogato­
rio con el acusado es más largo, menos protocolario y
tal vez más distendido. Después, Pilato declara ante la
audiencia que no encuentra culpa alguna en el acusa­
do. Se repite la escena de Barrabás. Entonces, para dar
cierta satisfacción a los responsables del pueblo, man­
da que se le aplique a Jesús la pena de la flagelación,
con ánimo de soltarlo después; pero ellos piden que
sea crucificado. Se da incluso un tenso diálogo entre el
romano y los judíos, pues Pilato trata de humillar a es­
tos mostrándoles al pobre acusado -tras haber sufrido
bárbaros azotes y escarnios- como el rey del pueblo
judío, y señalando que, si ha de ser condenado, lo será
en calidad de rey. Al final, Pilato cede, en parte intimi­
dado ante el riesgo de que salvar a Jesús le acarreara
disgustos en Roma, pues se perfilaba una posible de­
nuncia de los judíos, que llegan a decir frases como:
«Si sueltas a ese, no eres amigo del César», o: «Noso­
tros no tenemos más rey que el César».

b) Pilato y la tradición cristiana


En todo el proceso, incluidas las conversaciones
que tras la muerte del reo mantienen el gobernador
y los dirigentes judíos, se manifiesta una hostilidad
mutua y el ánimo de Pilato de vengarse por lo que
considera una injusta presión sobre su conciencia. Por
el contrario, a los seguidores de Jesús se les conce­
de cuanto piden, incluso la entrega del cadáver de su
Maestro para enterrarlo dignamente, cosa que, aunque
120 Josefo y el Nuevo Testamento

tenía precedentes en las costumbres romanas, no era


en absoluto frecuente.
Así pues, en la Iglesia de los primeros siglos sor­
prendentemente se aprecia cierto respeto hacia la figu­
ra de Pilato, cuando lo lógico sería que hubiera sido
más bien vituperado, por ser el responsable jurídico de
la muerte de Jesús. El gobernador romano es un perso­
naje habitual en el mundo de los apócrifos del Nuevo
Testamento1. En Oriente, durante los siglos posterio­
res, incluso se le profesó verdadera admiración, lle­
gando la Iglesia copta al insólito y pintoresco extremo
de contarlo entre el número de los santos. Algunas le­
yendas altomedievales de la Iglesia de Occidente ha­
blan de que Pilato finalmente se suicidó.

2 . Im a g e n de P il a t o en F l a v io J o s e f o

Pues bien, frente a los ataques despiadados del ju ­


dío Filón a la figura de Pilato y frente a la indulgencia
de los propios evangelios y de la Iglesia, resulta inte­
resante conocer la opinión presuntamente imparcial de
Flavio Josefo, sacerdote judío y a la vez ciudadano ro­
mano. Josefo se manifiesta con libertad cuando juzga
a otros gobernadores romanos de Judea, echándoles en
cara cuando procede sus vicios y su execrable compor­
tamiento. Así, dice de Albino (62-64 d.C.):
No hubo ninguna clase de maldad que dejase de lado.
No sólo en los asuntos públicos robó y despojó a todos de
sus bienes y agobió al conjunto del pueblo con impuestos,

1. A. de Santos O tero, Los evangelios apócrifos, M adrid 1979.


P ondo Pilato 121

sino que también entregó a sus familiares, mediante el pago


de un rescate, a los bandidos que habían sido capturados
por los consejos locales o por los anteriores procuradores;
sólo el que no daba dinero se quedaba en la cárcel como un
malhechor (Bell. Iud. II, 272-273).

De su sucesor, el procurador Gesio Floro, afirma;


A pesar de la maldad de Albino, sin embargo resultó ser
una persona muy honrada en comparación con su sucesor
Gesio Floro. Albino realizaba sus perversidades a escon­
didas y con disimulo, mientras que Gesio se vanagloriaba
públicamente de sus ilegalidades contra el pueblo, y, como
si fuera un verdugo enviado para castigar a los condenados,
realizó todo tipo de rapiñas y de agravios. Era una persona
muy cruel en situaciones que eran dignas de piedad, y no
mostraba ningún pudor en cometer acciones vergonzosas.
No hay nadie que haya dado tanta desconfianza a la verdad,
ni que haya planeado formas tan astutas para hacer el mal
(Bell. Iud. II, 277-278).

¿Y qué dice Josefo de Poncio Pilato? ¿Cuál es su


juicio? Nuestro historiador habla de él con cierta am­
plitud en dos ocasiones, tanto en Guerra (II, 169-177),
como en Antigüedades (XVIII, 55-64; 85-89), pero no
emite ningún juicio sobre su moralidad personal. Tal
ausencia de critica puede interpretarse, según creemos,
como un reconocimiento de cierta «buena intención»
en el gobernador, aunque a la vez se reconoce que
suele reaccionar con contundencia, llegando a come­
ter acciones inadmisibles e injustas. Así, no se oculta
que el gobernador detestaba a los judíos, cuyo com­
portamiento no comprende; que castigaba con seve­
ridad cualquier clase de tumulto público; que recurrió
122 Josefo y el Nuevo Testamento

a estratagemas y engaños para mantener la paz; que


confiscó dinero del templo de Jerusalén, aunque no
para su propio provecho, sino para sufragar una obra
pública en beneficio de la ciudad: un acueducto.
Entre la condena sin matices de Filón y la tenden­
cia a disculparlo de la tradición cristiana, el testimo­
nio de Josefo arroja luz sobre el auténtico carácter y
el comportamiento de Poncio Pilato, a quien cegaban
la incomprensión hacia todo lo judío y una cierta des­
preocupación por la legitimidad moral de sus actua­
ciones políticas, actitud esta bien expresada en la pre­
gunta escéptica que el evangelio de Juan le atribuye:
«Y ¿qué es la verdad?» (Jn 18, 38).
12

PABLO Y LOS ZELOTES

£ Un nuevo ejemplo ilustrará el papel que Josefo


puede desempeñar en el proyecto de alcanzar una
comprensión más cabal de muchos pasajes del Nuevo
Testamento. En este caso vamos a referimos no a un
texto evangélico, sino de los Hechos de los apóstoles,
concretamente al que narra la detención de Pablo, que
tuvo lugar en Jerusalén probablemente el año 58 d.C.
(Hch 21, 27-23, 35).

1. E l a rresto de P ablo en Jeru salén

Aquí puede sorprender la actitud de un influyente


grupo popular que quiso linchar a Pablo en el templo
y que, estando ya el apóstol preso en poder de los ro­
manos, persiste en su propósito de acabar con él. Para
ello intenta aprovechar el momento en que Pablo sea
conducido por los soldados romanos ante el tribunal
del Sanedrín, donde se va a juzgar el caso. El texto ha­
bla de un gmpo de más de cuarenta hombres fanáticos
que, juramentados para dar muerte a Pablo, deciden
abstenerse de comer y beber hasta lograrlo. Pero falló
124 Josefo y el Nuevo Testamento

su intento. Algún tiempo después, estando el apóstol


preso en Cesárea, aún persiste en ellos la idea de ten­
derle una emboscada durante su eventual traslado a
Jerusalén para comparecer ante el nuevo procurador
Porcio Festo (Hch 25, 2-3).
Esta actitud violenta y provocadora, que pretende
tomar la justicia por su mano, y que ni siquiera respe­
ta al ejército romano de ocupación, es evidentemente
muy distinta de la que veíamos en los días del proceso
de Jesús. Entonces eran los sacerdotes y dirigentes ju ­
díos los que instigaban al pueblo para que pidiera la
muerte de Jesús (Mt 27, 20; Me 15, 11), ahora es un
anárquico gmpo popular quien trata de imponer su cri­
terio a los notables del Sanedrín (Hch 23,13-15). En la
época del proceso de Jesús, nunca se plantea la posibi­
lidad de que los propios judíos procedan a un eventual
linchamiento ilegal del acusado, sino que piden que la
ejecución sea llevada a cabo por la autoridad romana;
ahora, en cambio, están dispuestos a ejecutarlo ellos
mismos pasando por encima de esta.
A estas consideraciones sobre la época de Jesús sa­
cadas de los relatos evangélicos, podrían añadirse otras
obtenidas de las obras de Josefo y referidas también al
tiempo en que Pilato ejercía de gobernador, es decir,
entre los años 26 y 36 d.C. En efecto, con motivo del
motín popular en protesta por la introducción en Jeru­
salén de imágenes del emperador ordenada por Pilato,
contrariando la costumbre de respetar la sensibilidad
de los judíos al respecto, estos acuden a Cesárea y,
frente al palacio del gobernador, se tienden en el sue­
lo boca abajo y permanecen allí largo tiempo. Cuando
Pablo y los zelotes 125

Pilato les convoca al estadio de la ciudad para darles


una respuesta y los amenaza con sus soldados ya pre­
parados para arremeter contra ellos, los judíos vuelven
a echarse «al suelo con el cuello inclinado y dicien­
do a gritos que estaban dispuestos a morir antes que no
cumplir sus leyes» {Bell. Iud. II, 171-174). Pilato, dice
Josefo, quedó asombrado de la religiosidad de aquella
gente y, lejos de mandar a sus soldados que la atacaran,
ordenó que inmediatamente se retiraran de Jerusalén
las imágenes que habían dado lugar a esa revuelta que
podríamos calificar de «pacifista».

2. Z elotes y s ic a r io s

El escenario político de Judea desde los años trein­


ta hasta la época de Pablo, en tomo a los sesenta, ha­
bía cambiado por completo. En este momento, existen
grupos religioso-políticos dominados por elementos
fanáticos que incluso están predispuestos al asesinato,
y que no respetan en absoluto la autoridad romana.
Esta nueva situación que se da en el país aparece cla­
ramente reflejada en la obra de Josefo. Así, tras hablar
de las famosas tres «filosofías» de los judíos (fariseos,
saduceos y esenios), nuestro autor señala:
El galileo Judas introdujo una cuarta. Sus seguidores
imitan a los fariseos, pero aman de tal manera la libertad
que la defienden violentamente, considerando que sólo
Dios es su gobernante y señor. No les importa que se pro­
duzcan muchas muertes o suplicios de parientes y amigos,
con tal de no admitir a ningún hombre como amo (...). Esta
locura empezó a manifestarse en nuestro pueblo bajo el go-
126 Josefo y el Nuevo Testamento

biemo de Gesio Floro, durante el cual por los excesos de


sus violencias, determinaron rebelarse contra los romanos.
Estas son las escuelas filosóficas existentes entre los judíos
(Antiq. XVIII, 23-25).

Con estas palabras se describe esa cuarta filosofía,


que acabó imponiéndose sobre el pueblo judío duran­
te los años de la guerra. Sus integrantes reciben gene­
ralmente el nombre de «zelotes», por su desmedido
celo por la ley (la Tora) y su propósito de aplicarla a
ultranza en la vida social, estando para ello dispuestos
a cualquier cosa, incluidos la violencia y el asesinato
aun de las personas más sagradas, como era el sumo
sacerdote. Josefo dice de ellos: «Estos malhechores
se habían dado este nombre (zelotes) como si tuvie­
ran celo por realizar buenas acciones, y no por sus
tremendos crímenes que llevaron a cabo en exceso»
(Bell. Iud. IV, 161). Y más adelante añade: «Los zelo­
tes llegaron a tal extremo de crueldad, que no permi­
tieron sepultar en su tierra ni a los que fueron ejecuta­
dos en el interior de la ciudad, ni a los que acabaron su
vida en los caminos. Y dejaron a los muertos pudrirse
al sol, como si hubieran acordado destruir a la vez
las leyes de la patria y las de la naturaleza y ultrajar
a Dios, además de cometer crímenes contra los hom­
bres» (Bell. Iud. IV, 381-382).
Una rama extremista de este movimiento naciona­
lista eran los llamados «sicarios», verdaderos terro­
ristas que terminarían en lucha interna con el resto
de los zelotes. Josefo se refiere a ellos así: «Surgió
en Jerusalén otro tipo de malhechores, llamados si­
Pablo y los zelotes 127

carios, que mataban a la gente a pleno día en medio


de la ciudad. Esto ocurría en los días de fiesta, pues
ellos se mezclaban con la multitud. Con unos peque­
ños puñales (sica), que llevaban escondidos debajo de
sus ropas, herían a sus enemigos. Luego, cuando sus
víctimas caían al suelo, los asesinos se unían a la mu­
chedumbre, indignados, de modo que no se les podía
descubrir a causa de la confianza que inspiraban. Al
primero que mataron fue al sumo sacerdote Jonatán, y
después de él cada día morían muchos a manos suyas
(Bell. Iud. II, 254-256).
Josefo, como vemos, resalta con precisión la fecha
en que la «cuarta filosofía» se extiende por el país. Se­
gún él, tal locura comenzó a manifestarse bajo el go­
bierno de Gesio Floro; este gobernador tomó posesión
de su cargo en Judea el año 64 d.C. De los sicarios
declara que surgen ya siendo gobernador Félix (Bell.
Iud. II, 252-254; Antiq. XX, 162-164). El procurador
Antonio Félix gobernó el país entre el 52 y el 60 d.C.,
y precisamente en junio del 58, por la fiesta de Pen­
tecostés, debió de ser cuando Pablo íue detenido en
Jerusalén y se produjo la conspiración del grupo ex­
tremista para asesinarlo. Las fechas, pues, coinciden y
apuntan al decenio que va desde el 55 al 65 d.C.
Esta situación, que queda ilustrada y fijada a lo
largo de las obras de Josefo, nos permite comprender
cuanto sobre el tema nos trasmite el libro de los H e­
chos de los apóstoles, que presenta una situación reli­
giosa, social y política en Palestina muy distinta de la
que reflejan los evangelios, la cual se sitúa en la déca­
da de los años 25-35 d.C.
128 Josefo y el Nuevo Testamento

En realidad, no es que el espíritu nacionalista y re­


belde de los judíos surgiera de repente a finales de la
década de los cincuenta. El mismo Flavio Josefo trata
de enlazar el movimiento con precedentes que se re­
montan a los comienzos de aquel siglo, citando a Judas
el Galileo, autor de la rebelión del año 6 d.C. con mo­
tivo del primer censo del país, efectuado con vistas al
pago de los impuestos {Antiq. XVIII, 9 y 23). Pero, a lo
largo del siglo I d.C., la cambiante situación de Judea
fue evolucionando, y Josefo mejor que nadie refleja
dos ambientes bien distintos dentro de la agitada tra­
yectoria del nacionalismo judío: uno que corresponde
a la época de Jesús y otro a la de Pablo, tal como he­
mos tratado de presentar.
JUAN EL BAUTISTA

En la obra historiográfica de Josefo aparecen cier­


tos personajes clave de los orígenes del cristianismo,
como son Juan el Bautista, Santiago el llamado «Her­
mano del Señor» y, en fin, el propio Jesús de Nazaret.
Estos testimonios de un historiador de la época como
Josefo, por otra parte totalmente ajeno al movimiento
cristiano que entonces se hallaba emergiendo del seno
del judaismo, adquieren una dimensión especial por
cuanto arrojan luz sobre los orígenes del cristianismo
y sobre algunas de las figuras fundamentales que apa­
recen al frente del mismo.

1. J u a n el B a u t is t a en e l N uevo T estam ento >

Vamos a fijamos, en primer lugar, en Juan el Bau­


tista. El papel que este personaje desempeña en los
comienzos del movimiento cristiano es fundamental.
Según los evangelios, él anunciaba la aparición inme­
diata del Mesías y declaraba la necesidad de disponer
al pueblo para tal acontecimiento bautizándolo en el
río Jordán, como símbolo de conversión. Los cuatro
130 Josefo y el Nuevo Testamento

evangelios narran igualmente la presencia de Jesús en


ese lugar, así como su bautismo por Juan. Muchos bi-
blistas actuales creen que Jesús no sólo fue uno de los
muchos que acudieron a la convocatoria del Bautista,
sino que permaneció algún tiempo a su lado, como uno
de sus discípulos. El tema es tratado a fondo por John
P. Meier, que analiza, a su vez, el contenido doctrinal
de la predicación del Bautista y lo que de ella heredará
después Jesús al proclamar la Buena Nueva1.
Por su parte, el evangelista Lucas enfatiza la rela­
ción entre Juan Bautista y Jesús, mostrándolos como
parientes y poniendo en relación sus nacimientos en
una de las más peculiares narraciones de los llamados
«evangelios de la infancia» (Le 1, 5-80). A su vez, la
conocida como «Fuente Q», documento del que de­
penden en este caso los evangelios de Mateo y Lucas,
se refiere a la misión de algunos discípulos de Juan
que, estando este ya en la cárcel, fueron enviados a
Jesús con un mensaje, así como la respuesta de este
último y el elogio a Juan que Jesús pronuncia ante to­
dos los presentes (Mt 11, 2-19; Le 7, 18-28 y 16, 16).
Hay todavía otras citas del Bautista en los evangelios,
especialmente las que se refieren a su muerte, de las
que hablaremos después.
Más allá de los evangelios, en los Hechos de los
apóstoles se dice que en Efeso había un judío alejan­
drino de nombre Apolo, que, hasta que fue de nue­
vo instruido en la fe, predicaba la doctrina de Jesús

1. J. P. M eier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico


II/l. Juan y Jesús. El Reino de Dios, E stella 2001.
Juan el Bautista 131

dentro de la tradición y la escuela de Juan el Bautista


(Hch 18, 24-25; 19, 1-7). A este Apolo, después exce­
lente apóstol en Grecia, se refiere Pablo en su Carta
primera a los corintios (1 Cor 1, 12; 3, 4-6.22).
En total, el número de veces que el nombre de Juan
el Bautista aparece citado en el Nuevo Testamento se
eleva a noventa y uno, siendo uno de los personajes
que es tratado con mayor extensión en el conjunto de
los cuatro evangelios.

2. Juan el B a u t is t a en Jo sefo

Por su parte, Josefo se refiere al Bautista en un tex­


to bastante amplio, que presentamos a continuación:
Algunos judíos creían que el ejército de Herodes fue
destruido por Dios: realmente en justo castigo de Dios para
vengar lo que él había hecho a Juan llamado el Bautista.
Porque Herodes lo mató, aunque (Juan) era un buen hom­
bre e invitaba a los judíos a participar del bautismo, con tal
de que estuviesen cultivando la verdad y practicando la jus­
ticia entre ellos y la piedad con respecto a Dios. Pues así, en
opinión de Juan, el bautismo sería realmente aceptable, es
decir, si lo empleaban para obtener no perdón por algunos
pecados, sino más bien la purificación de sus cuerpos, dado
que sus almas ya habían sido purificadas por la justicia.
Y cuando los otros se reunieron, como su excitación lle­
gaba al punto de la fiebre al escuchar (sus) palabras, Hero­
des empezó a temer que la gran capacidad de Juan para per­
suadir a la gente podría conducir a algún tipo de revuelta, ya
que ellos parecían susceptibles de hacer cualquier cosa que
él aconsejase. Por eso, (Herodes) decidió eliminar a Juan,
adelantándose a atacar antes que él encendiese una rebelión.
Herodes consideró esto mejor que esperar a que la situación
132 Josefo y el Nuevo Testamento

cambiara y lamentarse cuando estuviera sumido en una cri­


sis. Y así a causa del recelo de Herodes, Juan fue llevado en
cadenas a Maqueronte, la fortaleza de montaña antes men­
cionada y allí se le dio muerte. Pero los judíos opinaban que
el ejército fue destruido por vengar a Juan, en el deseo de
Dios de castigar a Herodes {Antiq. XVIII, 116-119).

Vemos en este pasaje, intercalado en la historia de


Herodes Antipas, una precisa descripción del Bautis­
ta, de su actividad en el valle del Jordán y del trágico
fin de su vida a manos del tetrarca. Todo ello ilustra y
en cierta medida amplía cuanto se dice en los evan­
gelios sobre él. En primer lugar, el personaje apare­
ce perfectamente identificado con el mismo nombre e
idéntico sobrenombre: Juan el Bautista. En segundo
lugar, Juan es tenido por una persona santa que predi­
ca la reconciliación de los hombres con Dios y entre
sí. En tercer lugar, se habla de la ceremonia simbólica
del bautismo. Finalmente, se deja constancia de su ro­
tundo éxito entre las gentes del país, las cuales, con­
movidas, reconocían la misión religiosa del personaje,
cuyos consejos estaban dispuestas a seguir.
A partir de aquí, viene la reacción de Herodes An­
tipas, el cual, dada su precaria situación política, teme
a Juan, pues podría poner al pueblo contra él. Por lo
cual, adelantándose a los acontecimientos, ordena la
muerte del Bautista, que ya llevaba un tiempo encar­
celado en la fortaleza real de Maqueronte. El pueblo,
que desaprueba la medida, creerá que ha sido el pro­
pio Dios el que, para castigar al tetrarca, ha permitido
la derrota de sus tropas en el enfrentamiento con su
rival, el rey de los nabateos.
Juan el Bautista 133

3. El p ro b le m a d e l a m u e rte d e l B a u tis ta

a) Los motivos de la ejecución


Prácticamente nadie pone en tela de juicio que el
testimonio de Josefo, tal como nos ha llegado, es au­
téntico, o sea, que no ha sido manipulado por copistas,
y que responde a la realidad de los hechos. Sin embar­
go, algunos estudiosos críticos han tratado de enfrentar
de algún modo las palabras del historiador judío con
el contenido de los evangelios. Así, admiten que, en
efecto, ambas fuentes coinciden en señalar que al prin­
cipio se daba cierta admiración de Herodes hacia Juan,
pero que después surgieron discrepancias entre ambos,
hasta que finalmente Herodes decretó la muerte contra
quien ya consideraba su adversario.
Sin embargo, tales estudiosos notan que los evan­
gelios y Josefo discrepan sustancialmente a la hora de
señalar la causa de lo ocurrido. Los primeros achacan
el conflicto a la severa reprimenda que el Bautista soltó
a Herodes Antipas por haberse casado ilícitamente con
Herodías, la mujer de su hermano. Josefo, en cambio,
lo atribuye al temor de que la popularidad de Juan, de­
rivada del éxito de su predicación, pudiera ser utilizada
eventualmente contra el propio tetrarca, cuyo prestigio
estaba en horas bajas por culpa de sus fracasos políti­
cos. Desde este planteamiento, algunos críticos niegan
la historicidad de la escena narrada por Marcos (Me 6,
14-29), que presenta la decapitación de Juan Bautista
a instancias de Herodías con motivo de una fiesta ce­
lebrada por el tetrarca en uno de sus palacios, conside­
rándola una leyenda popular.
134 Josefo y el Nuevo Testamento

Sin embargo, se diría que quienes niegan relación


alguna entre la muerte de Juan y el caso de Herodías
no han leído bien a Josefo, o únicamente han tenido
en cuenta esos párrafos de su obra que hemos repro­
ducido antes. Pero tales párrafos no son más que una
alusión a la persona del Bautista a propósito del fra­
caso político de Herodes Antipas, tema primordial en
la historia narrada por Josefo. La relativamente breve
digresión sobre la persona de Juan Bautista constituye
un recurso literario que Josefo utiliza con frecuencia
para introducir personajes que no pertenecen a la tra­
ma principal del relato.
Veamos ahora nuestro caso. Josefo se refiere a que
el ejército del tetrarca Antipas ha sido vencido y humi­
llado por el del rey nabateo Aretas. Entonces el pueblo
interpreta la derrota de su tetrarca como un castigo de
Dios a Herodes por haber dado muerte a un profeta, el
Bautista. Pero lo que interesa principalmente a Josefo
son las consecuencias políticas de la victoria de Aretas
sobre Antipas, las cuales van a dar lugar a una serie de
acontecimientos que serán el foco de atención en las
siguientes páginas de su obra. Tal ha sido la ocasión
para incluir los párrafos sobre Juan el Bautista, perso­
naje secundario por no ser político, pero muy desta­
cado y principal en la vida del pueblo judío durante el
reinado del tetrarca.
La causa última de estos sucesos aparece expresa­
mente declarada por Josefo, que empieza así el capí­
tulo V: «Por este tiempo surgieron disensiones entre
Aretas, rey de Petra, y Herodes» {Antiq. XVIII, 109).
El motivo, ampliamente explicado por Josefo, consis­
Juan el Bautista 135

tió en lo siguiente: el tetrarca Herodes Antipas estaba


casado con la hija del rey Aretas IV, pero, durante un
viaje de aquel a Roma, se enamoró de una cuñada y
sobrina suya llamada Herodías, esposa de su hermano,
a la que prometió matrimonio. Para poder llevar a cabo
su propósito, manifestó que estaba dispuesto a repu­
diar a la hija de Aretas.
A pesar de que llevaba el asunto en secreto, la no­
ticia llegó a oídos de Aretas y de su humillada hija.
Entonces ambos prepararon una treta consistente en
que ella, fingiendo desconocer el proyecto de su mari­
do, le solicitaría el permiso para pasar unos días en el
palacio-fortaleza de Maqueronte, junto al mar Muerto,
al parecer lugar muy querido por Antipas y su esposa.
El se lo concedió enseguida con la idea de apartarla de
su lado, pues estaba esperando la próxima y compro­
metida llegada de Herodías a Galilea2.
Como Maqueronte se hallaba muy cerca de la fron­
tera con el reino nabateo de Petra, Aretas tenía todo
preparado, incluido el soborno a los criados de su hija,
para facilitar su huida a Petra. Una vez a salvo con su
padre, este decidió vengarse del tetrarca. Con la excusa
de la discutida posesión de unos territorios fronterizos
en la zona de Gamala, al norte, al otro lado del lago
de Genesaret, provocó un enfrentamiento bélico, en el
que derrotó y humilló a Antipas.
Así pues, la causa de todo había sido Herodías. El
pueblo, como suele ocurrir, buscó también una expli­

2. J. G onzález Echegaray, Los Herodes. Una dinastía real de los


tiempos de Jesús, E stella 2007, 92-94 y 124-150.
136 Josefo y el Nuevo Testamento

cación divina al castigo sufrido por el tetrarca, y la en­


contró en el asesinato del Bautista. No hay, por tanto,
contradicción entre lo narrado por Josefo y el relato
que aparece en los evangelios, que enlaza aquí perfec­
tamente. Sin violentar los textos, la narración evangé­
lica completa la razón por la que Antipas comenzó a
recelar del Bautista, hasta ordenar su encarcelamiento
y finalmente su decapitación. Respecto a la cronolo­
gía de los hechos, los relatos evangélicos habrían teni­
do lugar entre la huida de la esposa de Antipas a Petra
y la guerra contra el monarca nabateo.

b) El lugar de la ejecución
En cuanto al lugar donde se produjo la muerte del
Bautista, el testimonio de Josefo ilustra la narración
evangélica de Marcos, identificando el sitio de la fies­
ta con el palacio de Maqueronte. Esta fortaleza, que
forma parte de los espléndidos palacios fortificados
que Herodes el Grande construyó en pleno desierto,
ha sido excavada arqueológicamente, al igual que
el Herodium, Masada y otras edificaciones de menor
importancia. Su fastuosidad llama nuestra atención y
nos ayuda a hacemos una idea de la extraña mentali­
dad de aquel rey3. De todos los mencionados, sólo le
correspondió en herencia a su hijo Herodes Antipas
este palacio de Maqueronte, pues los territorios de la
tetrarquía de Antipas no sólo abarcaban la región de
Galilea -que era la más importante y donde se hallaba

3. E. Stem (ed.), The New Encyclopedia o f the Archaeological Ex-


cavations in The Holy Land V, Jerusalem 2008, 1861 -1862 y 1888.
Juan el Bautista 137

entonces la capital, Tiberias-, sino también la región


de la Perea, al oriente del Jordán, que llegaba inclu­
so hasta una parte de la ribera del mar Muerto, don­
de precisamente se hallaba Maqueronte. Nada tiene de
particular que Antipas, para celebrar su cumpleaños
con su nueva esposa Herodías, escogiera el que había
sido palacio de su padre y que hubiera invitado a los
magnates y autoridades de su Estado, lo que cuadra
con la excentricidad de los Herodes.
De la escena narrada por Marcos se desprende
que el Bautista se hallaba preso justamente en aquel
lugar, ya que la sentencia se cumplió de inmediato.
Era usual entonces - y lo ha sido después durante mu­
chos años tanto en Oriente como en Europa, lo cual
hoy nos resulta extraño- que las mazmorras donde se
encerraba a los presos se hallasen junto a los pala­
cios o en sus subterráneos. Algunos textos de Josefo
hacen referencia a prisioneros de Herodes el Grande
encerrados en las cárceles de los palacios del desierto,
como Antípatro en el palacio de invierno de Jericó,
asesinado también de forma inmediata por orden de
su padre ya moribundo.
Tratándose del Bautista, su detención a instancias
de Herodes Antipas tuvo lugar, sin duda, en los terri­
torios pertenecientes a este tetrarca, mientras el profe­
ta bautizaba en el valle del Jordán. Es decir, estamos
hablando de la región de la Perea, no de Galilea. Lo
probable es que Juan fuera recluido en la prisión aneja
a alguna de las fortalezas-palacios de la comarca, en
este caso Maqueronte por ser la más próxima, lo que
está expresamente testimoniado por Josefo.
138 Josefo y el Nuevo Testamento

Resulta así verosímil la coincidencia de una fies­


ta en el mismo palacio donde se encontraba preso el
Baütista, tal como aparece en el relato evangélico. Los
detalles concretos de la danza de Salomé, la taimada
intervención de su madre Herodías y la escena de la
cabeza de Juan sobre una bandeja pueden formar par­
te de una tradición legendaria, pero en todo caso habrá
que fundamentar tal suposición, pues el conjunto de
los hechos narrados por Josefo no hace inverosímil
la escena, sin que por esto pretendamos defender una
postura fundamentalista al respecto4.

4. El hecho de que exista cierta dificultad en com paginar las no­


ticias que Josefo da sobre la fam ilia de H erodes el G rande en dos oca­
siones (Antiq. X V III, 109-111, y XV III, 130-140), y en concreto las
relativas a H erodías, a su prim er m arido H erodes y a su hija Salom é,
no autoriza, a nuestro ju icio, a rechazar que el H erodes m arido de H e­
rodías sea el Filipo del que habla M arcos (M e 6, 17), pudiéndose llam ar
H erodes Filipo. De hecho, varios de los fam iliares poseen un nom bre
doble, com o H erodes A ntipas y H erodes Agripa. R especto a Salom é, se
distinguen diversos personajes hom ónim os dentro de la fam ilia. H ay una
Salom é, hija de H erodes F ilipo y H erodías, com o dice Josefo (XVIII,
136), que suele llam arse Salom é II, la cual sería la hija de H erodías
citada en la escena narrada por M arcos.
SANTIAGO,
EL HERMANO DEL SEÑOR

1. S a n t i a g o en el N uevo T estam ento

Nos acercamos ahora a uno de los personajes más


relevantes de la Iglesia de los primeros tiempos. Así lo
atestigua Pablo en la Carta a los gálatas: «Al cabo de
tres años, vine a Jerusalén para ver a Pedro y me quedé
con él quince días. No vi a ninguno de los otros apósto­
les, sino a Jacobo (Sant-Yago/Santiago, en castellano),
el hermano del Señor» (Gal 1, 18-19). Un poco más
adelante, en la misma carta, habla de él considerándo­
lo, junto a Cefas (Pedro) y Juan, una las columnas de
la Iglesia (Gal 2, 9). Señala, pues, el papel directivo
que este Santiago desempeñaba en la Iglesia madre de
Jerusalén, hasta el punto de que su nombre llega a ser
sinónimo de ella. Así, en Gal 2,12 «venir de Santiago»
significa «venir de la Iglesia de Jerusalén».
Es en el libro de los Hechos de los apóstoles don­
de aparece todavía con más claridad el carácter de la
misión directiva de Santiago sobre la comunidad jero-
solimitana a partir de la cuarta década del siglo I d.C.
Cuando Pablo y Bernabé acuden a Jerusalén para dar
140 Josefo y el Nuevo Testamento

cuenta de su primera misión a los gentiles, allí está


aún Pedro, pero junto a él aparece la figura de Santia­
go, el cual, tras la intervención de Pedro defendiendo
el ingreso de los paganos en la Iglesia, toma la palabra
y se dirige con autoridad a los congregados diciendo:
«Varones hermanos, oídme». Tras citar las Escrituras
para apoyar sus argumentos, añade: «Yo juzgo que no
hay que inquietar a quienes desde la gentilidad se con­
vierten a Dios», y señala que estos únicamente deben
respetar ciertas tradiciones mosaicas, como abstener­
se de lo sacrificado a los ídolos, de comer sangre con
la carne y de la fornicación (Hch 15, 1-31).
Al día siguiente de su llegada a Jerusalén por la
fiesta de Pentecostés, Pablo, que ha traído consigo el
importe de la colecta recaudada entre los cristianos
de Grecia y Anatolia en favor de la Iglesia jerosolimi-
tana, se entrevista con Santiago. De él y de los otros
dirigentes de la Iglesia recibe instrucciones para com­
parecer en el templo con motivo de la fiesta.
Parece que este «hermano del Señor» sería el mis­
mo al que, con motivo de la visita de Jesús a Naza-
ret, nombra la gente cuando dice: «¿No es este (Jesús)
el constructor (artesano), hijo de María, hermano de
Santiago, José, Judas y Simón? ¿No están aquí con
nosotros también sus hermanas?» (Me 6, 3; cf. Mt 13,
55-56). Sin embargo, el papel desempeñado hasta en­
tonces por estos familiares de Jesús no había resultado
muy brillante, pues no habían sido capaces de com­
prender la misión del Maestro (Jn 7, 3-5) e incluso
habían llegado a pensar que se hallaba fuera de sí (Me
3, 20-21). Por eso, en cierta ocasión habían acudido
Santiago, el hermano del Señor 141

a Cafamaúm para agarrarlo y llevárselo a casa (Me


3, 31-35). Esta actitud cambia por completo tras los
acontecimientos pascuales, pues precisamente es San­
tiago uno de aquellos a quienes se aparece Jesús resu­
citado, según testimonio de Pablo en 1 Cor 15, 1-8, lo
que debió conferirle un enorme prestigio en la Iglesia
naciente, ya que este texto de Corintios forma parte de
una primitiva profesión de fe que, al parecer, repetían
los primeros cristianos en las diferentes Iglesias1.
En el evangelio de Marcos, figura como uno de los
doce, además de Santiago hijo de Zebedeo y herma­
no de Juan, del que aquí no hablamos, otro Santiago
llamado «Santiago de Alfeo» (Me 3, 14-19; cf. Mt 10,
2-4; Le 6, 13-16). No sabemos si este es nuestro «San­
tiago hermano del Señor», o si se trata de alguien dis­
tinto. También se menciona a un Santiago en el pasaje
de las mujeres que van al sepulcro el día de la resu­
rrección, entre las que figura una «María de Santiago»
(Le 24, 10), a quien Marcos designa como «Santiago
el Menor» (Me 15, 40; 16, 1). Esta María de Santia­
go aparece, en efecto, como «María madre de Santiago
y José» (Mt 27, 55-56), coincidiendo con dos de los
llamados «hermanos de Jesús» en el texto citado con
motivo de la visita de Jesús a Nazaret. Resulta muy
difícil identificar con seguridad a todos estos persona­
jes, y más teniendo en cuenta la costumbre del siglo I
de repetir los mismos nombres, como puede compro­
barse en las tumbas jerosolimitanas de aquella época.

1. Sobre la figura de Santiago, cf. J. Painter, Who Was James ? Foot-


prints as a Means o f Identification, en B. C hilton - J. N eusner (eds.), The
Brother o f Jesús, Louisville-L ondon 2001, 10-65.
142 Josefo y el Nuevo Testamento'

Obsérvese que sólo entre los doce apóstoles hay dos


Santiagos, dos Simones y dos Judas. Se ha sugerido
que ese «Santiago el Menor», posiblemente el mismo
hijo de la citada María, sería en efecto el Santiago her­
mano de Jesús. Pero ello parece poco probable, ya que
éste no debió de pertenecer al grupo de «los doce», a
juzgar por cuanto hasta aquí hemos comentado.
Sí sabemos, en cambio, que alguien, posiblemen­
te uno de los discípulos o colaboradores de nuestro
Santiago, amparado en el indudable prestigio que en
la Iglesia primitiva tenía el jefe de la comunidad de
Jerusalén, escribió una carta que forma parte del ca­
non bíblico y que comienza con estas palabras: «San­
tiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, a las doce
tribus de la diáspora» (Sant 1,1). No faltan quienes
opinan asimismo que aquí no se trataría de un caso
de seudonimia, sino de un escrito auténtico del propio
Santiago hermano del Señor, aunque esta opinión se
considera menos probable.
También en el Nuevo Testamento hay otra carta que
comienza así: «Judas, siervo de Jesucristo y hermano
de Santiago, a los que son llamados en Dios Padre y
custodiados en Jesucristo» (Jud 1). Su autor se presen­
ta, pues, como hermano del anterior, y el escrito debe
datarse en una fecha más tardía del siglo I.
La figura de nuestro Santiago, conocido también
con el sobrenombre de «El Justo», forma parte del
más antiguo patrimonio cultural y religioso de la Igle­
sia, y representa una tendencia judaizante y conser­
vadora frente a la Iglesia más abierta de la gentilidad.
De él habla Hegesipo en el siglo II elogiando mucho
Santiago, el hermano del Señor 143

su persona y deteniéndose en su muerte, que narra ya


en términos un tanto legendarios. Sus palabras son re­
cogidas por el historiador eclesiástico Eusebio de Ce­
sárea, a principios del siglo IV {HE II, 23). También
se refiere a Santiago el escritor cristiano de finales del
siglo II y comienzos del siguiente Clemente de A le­
jandría, así como Orígenes, ya en pleno siglo III.

2. S a n t ia g o en la obra de Jo sefo

De este Santiago hermano del Señor habla Flavio


Josefo en su obra Las antigüedades de los judíos, con­
cretamente en un pasaje que dice así:
El joven Anano, que, como dijimos, recibió el pontifi­
cado, era hombre de carácter severo y notable valor. Perte­
necía a la secta de los saduceos, que comparados con los
demás judíos son inflexibles en sus puntos de vista, como
antes indicamos. Siendo Anano de este carácter, aprove­
chándose de la oportunidad, pues Festo había fallecido y
Albino todavía estaba en camino, reunió el Sanedrín. Lla­
mó a juicio al hermano de Jesús que se llamó Cristo. Su
nombre era Jacobo (Santiago), y con él hizo comparecer
a varios otros. Los acusó de ser infractores de la Ley y los
condenó a morir apedreados. Pero los habitantes de la ciu­
dad (Jerusalén), más moderados y afectos a la Ley, se in­
dignaron. A escondidas enviaron mensajeros al rey (Agri­
pa II), pidiéndole que por carta exhortara a Anano a que, en
adelante, no hiciera tales cosas, pues lo realizado no estaba
bien. Algunos de ellos fueron a encontrar a Albino, que ve­
nía de Alejandría; le pidieron que no permitiera que Ana-
no, sin su consentimiento, convocara al Sanedrín. Albino,
convencido, envió una carta a Anano, en la cual lleno de
indignación le anunciaba que tomaría venganza contra él.
144 Josefo y el Nuevo Testamento

Luego el rey Agripa, habiéndole quitado el pontificado, que


ejerció durante tres meses, puso en su lugar a Jesús hijo de
Damneo» (Antiq. XX, 199-203).

El texto de Josefo corrobora, pues, la existencia de


un importante dirigente de la comunidad judeocristia-
na conocido como «hermano de Jesús». Era una per­
sona de mucho prestigio, incluso entre los judíos orto­
doxos, probablemente entre los fariseos, pues aparece
como fiel observante de la Torá. Sin embargo, el sumo
sacerdote Anán II (Anano), que era saduceo y, por tan­
to, mayor enemigo entonces del movimiento cristia­
no que el círculo de los fariseos, aprovechó el cambio
de gobernador romano el año 62 d.C. para, durante el
periodo vacante, reunir al Gran Sanedrín con vistas a
decretar y ejecutar la muerte de Santiago y de otros di­
rigentes cristianos. El Sanedrín, presidido por el sumo
sacerdote o sumo pontífice, normalmente carecía de
autoridad para dictar y ejecutar sentencias capitales;
tal potestad, que era conocida con el nombre técnico
de ius gladii (derecho de la espada), estaba reservada
al gobernador romano. En el evangelio de Juan, hay
un pasaje relativo al proceso judicial de Jesús donde se
alude a este tema. Cuando Pilato les dice a las autori­
dades religiosas: «Lleváoslo vosotros y juzgadlo según
vuestra ley», los judíos le responden: «No estamos au­
torizados a dar muerte a nadie» (Jn 18, 29-31).
Por eso, Anán, aprovechando que la provincia es­
taba sin gobernador, porque Festo había fallecido y
aún no había llegado desde Alejandría el nuevo pro­
curador Albino, reunió al Sanedrín en sesión extraor-
Santiago, el hermano del Señor 145

diñaría y este se arrogó la facultad de dictar y ejecutar


sentencias de muerte. El hecho resultó un escánda­
lo, tanto por la irregularidad del comportamiento del
Sumo Sacerdote, como porque su víctima principal,
Santiago, era una persona estimada en los ambientes
religiosos de Jerusalén2.
En este caso resulta sustancial la aportación de Jo­
sefo al conocimiento de los orígenes del cristianismo
en Palestina, al hacer referencia en su obra a dos perso­
najes tan importantes como Santiago, jefe de la Iglesia
de Jerusalén, y el propio «Jesús llamado Cristo». Tanto
es así que, entre ciertos estudiosos, surgió la duda de si
este texto no habría sido manipulado por algún copista
cristiano que hubiera introducido dichos personajes en
el escrito original de Josefo. Hoy esta posibilidad es
casi unánimemente rechazada por la crítica.

3. S a n t ia g o , ¿ « h e r m ano » de Jesú s?

Otro aspecto del tema general -e n el que aquí no


vamos a entrar en detalle por resultar secundario, pero
al que parece inevitable aludir- es el significado de
la expresión «hermano de» en el ambiente judío de la
época. En este caso, tanto el Nuevo Testamento como
Josefo utilizan la palabra adelfós.
Como la idea de «hermano camal» podía resultar
extraña referida a Jesús de Nazaret, algunos prim iti­
vos escritores cristianos, como el propio Hegesipo,

2. S obre el papel de Santiago en la Iglesia de Jerusalén, cf. S. G ui­


jarro , La primera generación en Judea y Galilea, en R. A guirre (coord.),
A sí empezó el cristianismo, Estella 2010, 101-138, en especial 113-117.
146 Josefo y el Nuevo Testamento

varios apócrifos antiguos (Protoevangelio de Santia­


go) y más modernos (Evangelio del Psendo-M ateo),
así como Epifanio, Gregorio de Nisa y otros Padres
de la Iglesia, sostenían que este Santiago hermano del
Señor era hijo de un primer matrimonio de José.
Sin embargo, distintos autores a lo largo de la his­
toria han defendido que el vocablo adelfós obliga a
entender que se trata, en efecto, de un verdadero «her­
mano», normalmente de padre y madre. En realidad,
esta aseveración resulta discutible, dado el sentido
amplio del término en el Nuevo Testamento, incluidos
los evangelios, donde esta palabra se aplica a los dis­
cípulos en general. En efecto, cuando tras la resurrec­
ción Jesús se aparece a M aría Magdalena, le encarga:
«‘Anda, ve a mis hermanos (toús adelfoús) y diles:
Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y al
Dios vuestro’. María Magdalena fue y anunció a los
discípulos: ‘He visto al Señor’» (Jn 20, 17-18).
La opinión más generalizada, ya defendida por
san Jerónimo (siglos IV-V), que vivió largo tiempo
en Palestina, es que en el caso de Santiago la palabra
«hermano» indica sin más que era pariente de Jesús.
En efecto, tanto en el Antiguo Testamento como en el
Nuevo dicho término se aplica también a alguien que
pertenece a la familia, sin que necesariamente sea un
hermano camal. Recordemos como ejemplo el pasaje
ya citado del evangelio de Mateo, en el que se habla de
María, madre de Santiago y José (Mt 27, 55-56), una
de las mujeres galileas que contemplaron de lejos la
muerte del Nazareno, la cual aparece bien diferenciada
de María la madre de Jesús. Sin embargo, estos San­
Santiago, el hermano del Señor 147

tiago y Joset figuran en Marcos entre los «hermanos


de Jesús» (Me 6, 3), a pesar de tener distinta madre, lo
que evidencia que en realidad serían sus primos.
Digamos para concluir que la palabra «hermano»
como designación de un familiar, no necesariamente
de un hermano camal, es empleada todavía hoy por
los semitas. Así, entre los árabes de Palestina, la ex­
presión de cortesía «tú eres mi hermano» equivale a
«considérese usted como uno de la familia»3.

4. « H erm ano de Jesú s, llam ado C r is t o »

Volvamos ya al comentario de las palabras de Jo­


sefo relativas a Santiago. Más allá de la confirmación
histórica de este personaje, cuya muerte martirial tuvo
lugar en el año 62, las fuentes históricas extrabíblicas
y extracristianas lo presentan como un hombre rele­
vante en la Iglesia jerosolimitana. Particularmente nos
interesa aquí su sobrenombre, testimoniado por Jose­
fo, de «hermano de Jesús llamado Cristo». La frase da
a entender que lo que identificaba socialmente a San­
tiago no era el ser «hijo de» -lo habitual en los antro-
pónimos de la época-, sino «hermano de». Esto indica
que ese Jesús era o había sido un personaje muy cono­
cido en la Palestina del siglo I, y que probablemente
la comunidad religiosa a que pertenecía Santiago, ya
sólidamente establecida en la sociedad de la segunda

3. Sobre los diversos significados del térm ino «herm ano» en los
pasajes que hablan de los «herm anos de Jesús», cf. J. P. M eier, Un judío
marginal. Nueva visión del Jesús histórico I. Las raíces del problema y
la persona, E stella 2001, 327-341.
148 Josefo y el Nuevo Testamento

mitad de ese siglo, se hallaba vinculada de alguna for­


ma con ese tal Jesús. En este caso, como el nombre
de Jesús era entonces muy corriente, Josefo especifica
que se trata de un personaje conocido también por el
apelativo de «Cristo».
Ahora bien, el vocablo griego xristos (cristo, «un­
gido») equivale al hebreo mesías. Este era el término
con que se designaba al profeta, rey y salvador larga­
mente esperado por la tradición judía. La expresión
empleada por Josefo, «el llam ado... » (en griego, lego-
menos), no implica que esté afirmando o negando que
ese tal Jesús era el M esías, sino que es simplemente
una constatación de que con ese nombre era conocido
entonces en ciertos ambientes. De hecho, sus segui­
dores se llamaban ya «cristianos», como lo atestigua
no sólo el libro de los Hechos de los apóstoles (Hch
11,26), sino también historiadores no cristianos como
Suetonio (Ñero XVI) y Tácito (An. XV, 44).
Esta referencia a «Jesús llamado Cristo» parece
suponer que este personaje, de algún modo importan­
te en la historia de Palestina, había sido ya objeto de la
atención de Josefo en su obra. En efecto, en Las anti­
güedades ju d ía s, al hablar de los gobernadores roma­
nos de los años treinta, y en concreto de Pilato, dedica
un párrafo amplio a «Jesús llamado Cristo». Se trata
del famoso y debatido pasaje que los historiadores y
biblistas conocen como el Testimonium Flavianum.
EL «TESTIMONIUM FLAVIANUM»

Como indicábamos en el capítulo anterior, Las an­


tigüedades judías contienen un curioso párrafo dedica­
do a «Jesús llamado Cristo». Se trata del Testimonium
Flavianum.
Los términos en que está escrito resultan tan sor­
prendentes que, con razón, han hecho sospechar a la
crítica que se trata de una interpolación posterior rea­
lizada por un autor cristiano, el cual aprovechó la oca­
sión para hacer una apología de Jesús y de los oríge­
nes del cristianismo. La manida frase «correr ríos de
tinta» resulta muy apropiada a la vista de cuanto se ha
publicado acerca del Testimonium Flavianum durante
los dos últimos siglos.
Adelantando las conclusiones, digamos que hoy
predomina entre los estudiosos la opinión de que, un
copista cristiano, a quien «supo a poco» lo que decía
el texto de Josefo sobre la figura de Jesús, amplió y
retocó su contenido, dando lugar a la versión actual.
Esta manipulación se realizó en época muy temprana,
antes del siglo IV d.C. He aquí dicho texto, en la for­
ma como ha llegado hasta nosotros:
150 Josefo y el Nuevo Testamento

En aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, si


verdaderamente se le puede llamar hombre. Porque fue au­
tor de hechos asombrosos, maestro de gente que recibe con
gusto la verdad. Y él atrajo a muchos judíos y a muchos de
origen griego. Él era el Mesías. Y cuando Pilato, a causa de
una acusación hecha por los hombres principales de entre
nosotros, lo condenó a la cruz, los que antes lo habían ama­
do no dejaron de hacerlo. Porque él se les apareció al ter­
cer día, vivo otra vez, tal como los divinos profetas habían
hablado de estas y otras innumerables obras maravillosas
acerca de él. Y hasta este mismo día la tribu de los cristia­
nos, llamados así a causa de él, no ha desaparecido {Antiq.
XVIII, 63-64).

1. E l e m e n t o s d e o r ig e n c r is t ia n o

La simple lectura de este texto es suficiente para


caer en la cuenta de que muchas de sus expresiones no
han podido ser escritas por nadie que profese la reli­
gión judía. En este sentido, la frase «si verdaderamente
se le puede llamar hombre» alude a la condición divina
de Jesús, que únicamente sostienen los seguidores de
la fe cristiana.
Otra expresión delatora sería «él era el Mesías».
Esta frase jam ás la habría mantenido un judío orto­
doxo de finales del siglo I d.C.
Una más es la siguiente: «Porque él se les apare­
ció al tercer día, vivo otra vez, tal como los divinos
profetas habían hablado de estas y otras innumerables
cosas maravillosas de él». Aparece aquí no sólo una
confesión de fe en Cristo resucitado y un reconoci­
miento de que en él se cumplieron las llamadas pro­
E l «Testimonium Flavianum» 151

fecías mesiánicas, sino también un evidente desajuste


literario en la redacción final del texto, que parece su­
poner la inserción forzada de esta frase. En efecto, no
se ha aludido con anterioridad a la muerte y sepultu­
ra de Jesús, sino simplemente a que fue condenado a
la cruz por Pilato, y a que sus discípulos continuaron
guardando el recuerdo de su Maestro y profesándole
su amor. Con todo, aquí se inserta de manera brusca
-hasta el punto de romper la continuidad estilística con
lo anterior- la aparición de Cristo resucitado, cuando
lógicamente se esperaría más bien una alusión al en­
terramiento y a la desaparición del cadáver que expli­
cara por qué ahora, de forma maravillosa, se muestra
vivo a los discípulos.

2. E lem entos o r ig in a l e s d e Jo sefo

Por lo demás, el resto del texto que estamos ana­


lizando responde sin duda al propósito de Josefo. En
primer lugar, porque la alusión a la actividad de Je­
sús y a su muerte decretada por Pilato era obligada
en una obra como Antigüedades. De hecho, resultaría
extraño que Josefo no las hubiera mencionado en su
obra, y más cuando contamos con testimonios de que
no pasaron inadvertidas para la historiografía romana.
Así, el historiador latino Tácito escribirá pocos años
después: «El autor de este nombre ( ‘cristianos’) fue
Cristo, el cual, siendo emperador Tiberio, había sido
ajusticiado por orden de Poncio Pilato, procurador de
Judea» (.Anuales 44ss). Más aún, todo parece indicar,
como creen los estudiosos, que el propio Josefo fue la
152 Josefo y el Nuevo Testamento

fuente de que se sirvió Tácito para redactar su cita, al


igual que cuando en otras ocasiones buscó informa­
ción acerca del país de los judíos. Por consiguiente,
era de esperar que en las Antigüedades, al referirse al
gobierno de Pilato en Judea, Josefo hablara de Jesús
y de su ejecución.
Además, como ya hemos indicado, el hecho de que
en esta misma obra histórica de Josefo, unas páginas
más adelante, encontremos la noticia de la muerte de
Santiago y que, al identificar a este personaje, se aluda
a «Jesús llam ado Cristo» como alguien ya conocido
por el lector, nos obliga a suponer que el Testimonium
Flavianum existía ya en el momento de redactarse
esta parte de la obra, aunque desgraciadamente su for­
ma original se haya perdido por culpa de la manipula­
ción realizada por un amanuense cristiano.
Por otra parte, y más allá de los párrafos interpo­
lados, el resto del texto y sus particulares expresiones
encajan bien con el estilo de Josefo y resultan ajenos
a la m entalidad y la terminología propias del mundo
cristiano. En efecto, se habla de Jesús como de un
«hombre sabio» (en griego, sófos anér), que muestra
esta condición tanto mediante la calidad de sus ense­
ñanzas al pueblo como mediante los «hechos asom­
brosos» que realizó. Estos, además de la fascinación
psicológica que produciría a las personas que lo escu­
chaban, pudieran ser las curaciones e incluso un cierto
control sobre la naturaleza, en alusión evidente a sus
milagros. E n la Antigüedad, tales prodigios se atribu­
yeron tam bién a otros personajes tenidos por predica­
dores sabios, com o el filósofo neopitagórico Apolonio
El «Testimonium Flavianum» 153

de Tiana, por citar el más conocido en el mundo paga­


no de la época de Josefo. E igualmente en el mundo
judío, y en concreto en el ambiente de Galilea, hubo
entonces hombres sabios y santos que realizaron cura­
ciones y milagros. Es el caso de Honi, «el trazador de
círculos», o de Hanina ben Dossa1.
La mención de la palabra «Cristo» (Mesías) pro­
bablemente pertenece también al texto original, pues
está en la raíz del apelativo «cristianos», que aparece al
final del párrafo. Además, como hemos visto, la encon­
tramos también en la misma obra más adelante, cuan­
do se hable de Santiago «el hermano de Jesús llamado
Cristo». Ahora bien, la frase en la que se incluye, «él
era el Cristo», seguramente no fue escrita por Josefo.
Acaso en el original se decía algo así como que en cier­
tos ambientes se le conocía con el nombre de Cristo.
Respecto a la condena de Pilato, el texto indica que
esta fue dictada a instancias de las autoridades judías,
«los hombres principales entre nosotros». Esta expre­
sión responde al modo como lo diría un escritor judío,
y no un interpolador cristiano.
Por otro lado, el texto constata la persistencia del
movimiento cristiano más allá de la ejecución de Je­
sús, la cual llega hasta el tiempo en que escribe Josefo
en Roma, en las postrimerías del siglo I d.C. Eviden­
temente, todo el mundo conocía en la capital del im­
perio la acusación lanzada en su día contra los cristia­
nos de que fueron ellos quienes provocaron de forma
intencionada el incendio de la ciudad en tiempos de

1. G. Vermes, Jesús el judío, B arcelona 1994.


154 Josefo y el Nuevo Testamento

Nerón. Esto supone que el movimiento cristiano era


ya entonces bien conocido incluso a nivel popular. A
este persistente y relativamente numeroso movimien­
to lo designa Josefo con una palabra muy especial,
ajena a la terminología cristiana: él habla de la «tribu»
de los cristianos. El vocablo griego utilizado es jylon,
que significa, en efecto, pueblo o nación. Aunque de
suyo no es despectivo, resulta aquí peculiar y tal vez
connote cierto desdén hacia dicho movimiento.

3. R e c o n s t r u c c ió n d e l «T e s t im o n iu m »

Sin duda, la alteración de este famoso texto debió


ser muy temprana, pues en su versión actual aparece
ya en la obra de Eusebio de Cesárea Historia ecle­
siástica, escrita entre los años 312 y 315. Si lo despo­
jam os de las frases claramente interpoladas, la forma
original del texto podría ser:
En aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio.
Porque fue el autor de hechos asombrosos, maestro
de gente que recibe con gusto la verdad. Y atrajo a
muchos judíos y a muchos de origen griego. Por eso,
se le ha llamado el Cristo. Y cuando Pilato, a causa
de la acusación hecha por los hombres principales
entre nosotros, lo condenó a la cruz, los que antes
lo habían amado no dejaron de hacerlo. Y hasta este
mismo día la tribu de los cristianos, llamados así a
causa de él, no ha desaparecido.

No se puede descartar que el texto original fuera


algo más extenso y que su manipulador cristiano su­
primiera frases que estimara poco adecuadas. En ese
El «Testimonium Flavianum» 155

caso, hoy resultaría imposible recuperar lo perdido.


Más aún, ni siquiera podemos estar seguros de que las
que consideramos frases originales fueran realmente
estas y así. De cualquier forma, el texto reconstruido
se asemeja con mucha probabilidad al original, y un
gran número de estudiosos cualificados lo aprueba2.
En todo caso, lo que queremos resaltar aquí es que
el Testimonium Flavianum representa, con todas sus
limitaciones, la referencia más importante a Jesús de
Nazaret procedente de fuera del ámbito cristiano. Él
confirma y culmina lo que hemos sostenido desde el
principio: el extraordinario valor que tienen las obras
de Flavio Josefo de cara a nuestro conocimiento de
los orígenes del cristianismo.

2. Cf., p o r ejem plo, J. P. M eier, Un judío marginal I. Las raíces del


problema y la persona, E stella 2001, 79-108.
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