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Parte 1.
Los preceptos de la ética del trabajo fueron pregonados con un fervor proporcional a la
resistencia de los nuevos obreros frente a la pérdida de su libertad. El objetivo de la prédica
era vencer esa resistencia. La nueva ética era sólo un instrumento; el fin era la aceptación
del régimen fabril, con la perdida de independencia que implicaba.
Toda razón que busca un objetivo permite elegir los medios para alcanzarlo, hacer una
evaluación crítica de ellos y (si fuera necesario) reemplazarlos por otros, en función de su
eficacia para llegar al resultado buscado.
La ética del trabajo y, en forma más general, la apelación a los sentimientos y la conciencia
de los obreros fueron algunos medios -entre muchos- para hacer girar los engranajes del
sistema industrial.
No eran los medios más eficientes; menos aun los únicos concebibles. Tampoco los más
confiables; probablemente, la moralidad del trabajo que los predicadores buscaban inculcar
seguiría siendo, como toda forma de moralidad, inconstante y errática: una mala guía para
el comportamiento esperado y una presión demasiado inestable para regular el esfuerzo
laboral, rígido y monótono que exigía la rutina de la fábrica.
Ya hemos observado que al dirigirse a los pobres e indolentes, se recurría además a métodos
de presión más confiables, como la reclusión obligatoria, el sometimiento legal, la negativa
de cualquier asistencia salvo en el interior de los asilos, y hasta las amenazas de castigos
físicos.
La predica de la ética del trabajo requería una elección moral; la práctica del trabajo reducía
o eliminaba de plano la elección, y luchaba por asegurar que los nuevos obreros -fuera o no
sincera su transformación, creyeran no en el evangelio de la ética del trabajo- se
comportaran como si en verdad se hubieran convertido.
La tendencia general en las sociedades modernas, compartida por la fábrica, era volver
irrelevantes los sentimientos de los hombres con respecto de sus acciones (adiafóricos), para
que esas acciones resultaran regulares y predecibles en un grado que jamás podría haberse
logrado si se las hubiera dejado libradas a impulsos irracionales.
La ética del trabajo parece ser un invento básicamente europeo; la mayoría de los
historiadores estadounidenses comparten la opinión de que no fue la ética del trabajo, sino
el espíritu de empresa y la movilidad social ascendente, el lubricante que aceitó los
engranajes de la industria norteamericana.
No era preciso amar el trabajo ni considerarlo un signo de virtud moral; se podía manifestar
públicamente el desagrado que provocaba sin incurrir en el riesgo de que la disciplina se
derrumbara, siempre que el soportar las condiciones más horrendas fuera el precio
transitoriamente pagado por una libertad no demasiado lejana.
En opinión de Michael Rose, la tendencia a despreciar y dejar de lado la ética del trabajo se
profundizó en los Estados Unidos y alcanzó nuevo vigor al comenzar el siglo XX;
importantes innovaciones gerenciales difundidas en esos años contribuyeron a destruir el
compromiso moral con el esfuerzo en el trabajo.
Pero es probable que hayan adquirido el carácter que alcanzaron porque no era posible
confiar en el compromiso moral con el esfuerzo. Al menos, así se lo veía en la atmosfera que
reinaba en la tierra de las riquezas y el enriquecimiento. La tendencia culmina en el
movimiento de gestión científica iniciado por Frederick Winslow Taylor:
La posibilidad de afirmar la propia independencia se hizo más vaga y remota a medida que
se estrechaban y llenaban de obstáculos los caminos que conducían desde el trabajo
manual a la libertad de “trabajar por cuenta propia”.
El lector escribe.
Hay que impedir que la gente, decida trabajar por su cuenta, hay que poner trabar a esas
iniciativas.
Zygmunt escribe.
Había que buscar otras formas de asegurar la permanencia del esfuerzo en el trabajo,
separándolo de cualquier compromiso moral y de las virtudes del trabajo mismo.
Y la forma se encontró, tanto los Estados Unidos como en otras partes, en los "incentivos
materiales al trabajo": recompensas a quienes aceptaran obedientes la disciplina de la
fábrica y renunciaran a su independencia.
El lector escribe.
Ni un perro, que es castigado, acepta que a cambio de un hueso, le estén humillando.
Zygmunt escribe.
Lo que antes se había logrado con sermones -con el agregado o no de la amenaza del palo-,
se buscó cada vez más a través de los seductores poderes de una zanahoria. En lugar de
afirmar que el esfuerzo en el trabajo era el camino hacia una vida moralmente superior, se
lo promocionaba como un medio de ganar más dinero. Ya no importaba lo "mejor"; sólo
contaba el “mas”.
El lector escribe.
A un burro se le motiva con una zanahoria delante suyo. Pero el látigo, sigue estando detrás
de él.
Zygmunt escribe.
Aquello que a principios de la sociedad industrial había sido un conflicto de poderes, una
lucha por la autonomía y la libertad, se transformó gradualmente en la lucha por una
porción más grande del excedente. Mientras tanto, se aceptaba tácitamente la estructura de
poder existente y su rectificación quedaba eliminada de cualquier programa. Con el tiempo,
se impuso la idea de que la habilidad para ganar una porción mayor del excedente era la
única forma de restaurar la dignidad humana, perdida cuando los artesanos se redujeron a
mano de obra industrial.
La transformación del conflicto de poderes en la lucha por los ingresos monetarios, y las
ganancias económicas, en el único camino hacia la autonomía y la autoafirmación, tuvieron
honda influencia en el rumbo general de desarrollo de la moderna sociedad industrial.
Generaron el tipo de conductas que, en sus orígenes, la ética del trabajo había intentado en
vano conseguir, cuando se apoyaba en la presión económica y, en ocasiones, física. La
nueva actitud infundió en la mente y las acciones de los modernos productores, no tanto el
"espíritu del capitalismo" como la tendencia a medir el valor y la dignidad de los seres
humanos en función de las recompensas económicas recibidas.
El lector escribe
Si el trabajador asalariado se niega a gastar lo que ha ganado con tanto esfuerzo físico, la
sociedad entra en crisis. Ahora, el trabajador, pretende disfrutar de piedritas de colores, de
espejitos, de baratijas, de porquerías sin utilidad. Quiere tener esas tonterías que la
propaganda inserta en sus estupidizados pensamientos.
Zygmunt escribe.
Esta última transformación no se produjo en igual medida, ni con las mismas
consecuencias, en toda la sociedad moderna. Aunque en todos los países avanzados se
aplicó una mezcla de coerción y estímulos materiales para imponer la ética del trabajo, los
ingredientes se mezclaron en proporciones diferentes.
En la versión comunista del mundo moderno, por ejemplo, la apelación al consumidor que
se oculta en el productor fue poco sistemática, poco convincente y carente de energía. Por
esta y otras razones se profundizó la diferencia entre las dos versiones de la modernidad, y
el crecimiento del consumismo que transformó en forma decisiva la vida de Occidente
atemorizó al régimen comunista que, tomado por sorpresa, incapaz de actualizarse y más
dispuesto que nunca a reducir sus pérdidas, tuvo que admitir su inferioridad y claudicó.
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