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Richard M.

Weaver: La sociedad moderna y la psicología del niño malcriado


Sometidos al imperio del deseo, nos falta conciencia de esfuerzo, dice el clásico de
Weaver ´Las ideas tienen consecuencias´

Autor: . | Fuente: ForumLibertas

Extractamos una parte del libro "Las ideas tienen consecuencias" publicado en
España por editorial Ciudadela.

En palabras de su autor, Richard Weaver, durante aproximadamente cuatro siglos, el


hombre ha creído que su redención dependía de que supiera conquistar la naturaleza.
Debe de ser por ello que el hombre moderno piensa que el cielo no es más que
espacio y tiempo y, como puede verlo todo a través de su gran linterna mágica, cree
que la redención es cosa fácil de obtener. Su comportamiento explica la psicología de
las masas urbanas, que es psicología de un niño malcriado.

Los científicos lo han llevado a creer que no hay nada que no pueda saber, los falsos
propagandistas le han dicho que no hay nada que no pueda poseer. Como el principal
propósito de los segundos es aplacar, se le han dado suficientes motivos para pensar
que basta con reclamar y quejarse para obtener lo que se le antoje, en lo que no pasa
de ser una faceta más del imperio del deseo.

Al niño malcriado no se le ha enseñado a comprender que puede existir alguna


relación entre esfuerzo y recompensa. El niño quiere algunas cosas, pero tener que
pagar por obtenerlas es manifiestamente un abuso o una expresión de mala fe por
parte de sus dueños. Este escollo lo supera (...) gracias al engaño.

La degradación moral nunca puede servir de excusa, pero del urbanita, como del
pagano, podemos llegar a admitirla, ya que estos seres nunca han tenido la
oportunidad de salvarse. Se han visto expuestos incesantemente a una falsa
interpretación de la vida, y aunque podamos lamentarlo, difícilmente puede
sorprendernos lo desproporcionadas que son sus exigencias.

Se les ha hecho creer que el progreso es algo que sucede de manera


automática, lo que no los predispone a afrontar obstáculos, y nada
sorprendentemente han interpretado el derecho a alcanzar la felicidad como el
derecho a gozar de ella, como si se tratara del derecho a voto.

Las cosas serían distintas si estos presupuestos formaran parte de alguna visión
espiritual, pero como se les ha dicho que la felicidad puede alcanzarse en un mundo
limitado a lo aparencial, están preparados para sufrir las desilusiones y el resentimiento
que alimentan las psicosis de masas del fascismo.

Se les ha inculcado, en suma, que el mundo es una realidad previsible, de modo


que cuando fuerzas imprevisibles vienen a romper el idilio que mantienen con él,
naturalmente se sienten frustrados. Sus superiores en la jerarquía tecnológica han
abusado de su confianza, por lo que son proclives a padecer crisis periódicas que les
sirven para ajustar cuentas.

Pensemos en un habitante cualquiera de Megalópolis. La linterna mágica le ha evitado


la contemplación del abismo, gracias a lo cual concibe el mundo como una máquina
relativamente sencilla que basta un poco de habilidad para ponerlo en marcha. Y al
hacerlo, le brinda el mundo comodidades y satisfacciones, esas mismas que los líderes
demagógicos le dicen que le pertenecen por derecho propio. Pero de vez en cuando
se puede entrever algún misterio, y por más que se esfuercen los ingenieros, la
máquina no logra evitar del todo estas interrupciones.

Al igual que sus ancestros, tiene que enfrentarse a dificultades, pero como esto es algo
que no figuraba en el contrato original, sospecha la intervención de una mano maligna
y se da a la infantil tarea de culpar a otros individuos de cosas que son inseparables de
la condición humana.

La verdad es que nunca se le ha enseñado a saber en qué consiste ser un


hombre. Nadie le ha dicho que es el producto de la disciplina y la formación, y que
debería agradecer el estar sometido a exigencias que lo obligan a crecer; éstas son
ideas de las que desertaron los libros de texto con la llegada del Romanticismo. El
ciudadano actualmente es hijo de unos padres indulgentes que satisfacen todos sus
caprichos e inflan el ego hasta incapacitarlo para cualquier forma de lucha.

El hombre comienza a consentir este estado de cosas cuando la vida urbana se impone
sobre la vida rural. Cuando abandona el campo para encerrarse en vastos recintos de
piedra, cuando ha perdido lo que Thomas Browne llamaba el pudor rusticus, cuando
su supervivencia depende en última instancia de una compleja urdimbre de
intercambios humanos, el hombre acaba olvidando el anonadador misterio de la
creación. Y comienza a vivir su condición de déraciné, de desarraigado, en un medio
artificial que le impide ver la totalidad del contexto y que escapa a su control.

Innegablemente, estas circunstancias son características de la mentalidad burguesa,


como nos recuerda la misma etimología de la palabra "burgués". El habitante de las
ciudades, que disfruta de comodidades de humana fabricación, no puede concebir
siquiera la hipótesis de que haya fuerzas que escapan a su comprensión. Es un ser que
aspira al aislamiento y desprecia y hostiga a los filósofos, profetas y místicos, a los
salvajes eremitas, que insisten en desplegar ante sus ojos el tema de la fragilidad del
hombre.

Parte de su embotamiento se debe a que ha sustituido la primitiva tendencia a


relacionarse con otros por una impostada autosuficiencia. Si fuera capaz de concebir la
presencia de algo más grande que su propio yo y de apreciar el mérito de ponerse al
servicio de una causa común (es decir, de valorarla, y no simplemente consentir a ello
por sometimiento), podría superar su deficiente educación aun viviendo en la ciudad.
Pero en cuanto decide rivalizar en "igualdad", ya no puede salvar esa distancia
absoluta que es el individualismo. La ciudad esteriliza tan completamente al espíritu
como a la carne.

Estos son hechos comprobables en cualquier sociedad, pero en la nuestra presentan


un vicio añadido, por mor de la extensión de la ciencia. Si las ciudades fomentan en el
hombre la creencia de que es capaz de sobreponerse a las limitaciones de la
naturaleza, la ciencia le inculca la ilusión de que puede librarse del esfuerzo.

De hecho, la lección que el hombre aprende en esta escuela es que el mundo está en
la obligación de garantizarle la vida a la que cree tener derecho, y le resulta más fácil
aprenderla cuando además se le hace creer que la ciencia le facilitará esa tarea. La
ciudad lo protege y la ciencia le da de comer: ¿qué más puede pedir un utilitarista? ¿Y
qué otra lección puede extraer el hombre, como no sea la de que el trabajo es una
maldición que conviene posponer todo lo posible, hasta que la ciencia descubra cómo
erradicarla?

La maldición originaria desaparecerá el día en que el hombre ya no tenga que ganarse


el pan con el sudor de su frente, y la publicidad se encarga de decirnos que ese día no
está lejos.

Es difícil imaginar parte de defunción más claro de la idea de misión. Los hombres ya
no se sienten llamados a actualizar su potencial, nada hay en su horizonte capaz de
evocar remotamente las metas laborales que se ponían los constructores de catedrales.

Y sin embargo, mientras sean incapaces de proponerse algo comparable a esas metas,
lo que nos aguarda es un autocomplaciente derroche de halagos y denuestos,
probablemente rematado con alguna enfermedad real. Ahora que la religión ha sido
convenientemente emasculada, sólo la profesión médica parece recordarnos la sabia y
vieja verdad de que el trabajo es nuestra mejor terapia.

Los polos opuestos de lo actual y lo potencial generan tensiones que interrumpen


el disfrute de la comodidad integral. De ahí la impaciencia que el hombre
masificado siente ante los ideales.

Se dirá, y con razón, que no hay forma aparentemente más inocente de depravación
que el culto a la comodidad, pero cuando aparece acompañada por sofisticados
ingenios tecnológicos, la dificultad de convencer a la gente, no ya de que renuncie a
ella, sino tan sólo de que considere sus consecuencias, resulta sencillamente
invencible.

Una dificultad agravada, desde luego, por la casi total imposibilidad de lograr que los
principios vuelvan a parecernos aceptables, tan es cierto que cuando todo contribuye a
la satisfacción de nuestros deseos, la búsqueda de la comodidad ni siquiera alcanza la
condición de pecado venial.

En el empeño de restaurar los valores, es fundamental observar que el grado de


comodidad alcanzado y los logros de la civilización no guardan entre sí ninguna
relación. Antes bien, la obsesión de la facilidad es uno de los más infalibles síntomas
de decadencia, presente o inminente.

La civilización griega, por poner un ejemplo de altura, fue notablemente deficiente en


comodidades materiales. Los atenienses asistían a sus tragedias sentados en piedras al
aire libre. El neoyorquino de hoy se instala en una mullida butaca a ver obras
correctamente clasificadas de entretenimiento.

Cuando el griego se retiraba a pasar la noche, no se tendía en un colchón de látex: se


arrebujaba en su capa y dormía echado en un banco, como un pasajero de tercera
clase, añadía Clive Bell. Tampoco había adquirido el hábito de quejarse por su magra
dieta, y las privaciones que padecía su cuerpo no suponían obstáculo alguno al
magnífico despliegue de su imaginación.

(...)

La cultura consiste, en realidad, en una infinidad de pequeñas cosas, pero entre ellas
no se encuentran sofás ni camas ni baños extravagantemente decorados. Éstas son
comodidades, ciertamente, para los sentidos corporales, pero como la cultura se
desenvuelve imaginativamente, la persona culta, hasta cierto punto, suele vivir fuera de
este mundo.

El culto a la comodidad, así, representa sólo un aspecto más de nuestra voluntad de


vivir completamente inmersos en ese mundo. En el que, sin embargo, es fácil advertir
una anomalía: por el mismo hecho de vivir únicamente en él y de no mantener
relaciones con ese otro mundo literalmente "improbable", se acaba atendiendo sólo a
lo temporal y pasajero, con una consiguiente merma en la eficacia.

Podemos incluso sentirnos satisfechos con nuestra condena a no crear grandes obras
de arte o a no practicar rito alguno, ¿pero qué pasa si además resulta que nuestra
adicción a la comodidad nos incapacita para la supervivencia?

Se ha visto antes lo de que el animal gordo y fofo sucumba ante el flaco y hambriento,
esa alegoría de la experiencia, y tampoco hace falta evocar los días de la degeneración
romana, por más que se trate de un ejemplo ilustrativo. Quizá sea más útil centrarse en
lo fundamental y preguntarse si el dichoso culto a la comodidad no será una
consecuencia inevitable de esa pérdida de la fe en las ideas que conduce a la
desmoralización social. Visto así, parece significativo que su origen resida en esa clase
media que aspira a la moderación en todas las cosas, incluida la virtud, como observó
Nietzsche.

Una vez repudiados los ideales, la gente se vuelve sensible a los pinchazos del hambre
como el animal al tábano, pero este incentivo, por las razones ya señaladas, no basta
para reemplazar la función del trabajo sistemático como aspiración suprapersonal.
Volverse pragmático también es volverse inútil. Tocqueville, siempre atento a las
consecuencias de los distintos ideales sociales, vio con claridad este fenómeno que
describe así en La democracia en América:

En épocas de fe, la finalidad última de la vida se encuentra más allá de esta vida. Los
hombres de esas épocas, por consiguiente, de un modo natural y casi involuntario, se
acostumbran a vivir durante largos años con la mirada puesta en un objeto inmóvil
hacia el que constantemente dirigen sus pasos, y aprenden lenta e insensiblemente a
reprimir la multitud de deseos insignificantes y pasajeros que los acosan... Ello explica
por qué las naciones religiosas han logrado frecuentemente resultados tan
perdurables, ya que ocupadas únicamente de las cosas del otro mundo, descubrían el
gran secreto del éxito en éste.

Las grandes ideas arquitectónicas no nacen del amor por la comodidad, pero la ciencia
está constantemente diciéndole a las masas que el futuro será mejor porque las
condiciones de vida se suavizarán. La suavidad como ideal de vida hace que una virtud
como el heroísmo viril se convierta, como los sentimientos de los que hablaba Burke,
en algo "absurdo y anticuado".

El camino hacia la comodidad y mediocridad quedó expedito en cuanto la Edad Media


abandonó la moral de Platón y adoptó la de Aristóteles. La doctrina de la prudencia
racional condujo a este filósofo a declarar, en su Política, que el mejor gobierno del
Estado es el que recae en la clase media. En su opinión, la vida virtuosa debía consistir
en el rechazo de los extremos y la búsqueda de una vía intermedia entre opuestos,
considerados dañinos.

Tal doctrina impide contemplar la posibilidad de que existen virtudes que no pierden
su valor al incrementar su fuerza, que hay virtudes, como la valentía y la generosidad,
que pueden ser llevadas al extremo en que el hombre se anula a sí mismo. Por
descontado, la idea de humildad y modestia que esto conlleva es perfectamente ajena
a las filosofías que recomiendan la búsqueda de la prosperidad y el éxito mundanos.

Con esta concepción contrasta marcadamente la de Platón (expresada certeramente,


también, por el cristianismo), consistente en perseguir la virtud hasta que las
consideraciones mundanas resulten superfluas.

Aristóteles no pasa de ser una especie de historiador natural de las virtudes, que se
dedicó a observarlas y describirlas del mismo modo que observó y describió las
técnicas dramáticas, sin atender a su dimensión espiritual. Una vida adaptada a este
mundo que sepa evitar las dolorosas experiencias que deparan los extremos, incluidos
los de la virtud: no en otra cosa consisten los consejos a su hijo Nicómaco.

Es fácil advertir por qué semejante teoría pudo seducir a los caballeros renacentistas y
después a la burguesía. Incluso el tomismo, basado como está en Aristóteles,
consiguió que la Iglesia católica se apartara de la vía ascética y la rigurosa moral de la
patrística y buscara cierto grado de conformidad con el mundo. Una diferencia que ha
llevado a alguno a afirmar que la diferencia entre Platón y Aristóteles es que, mientras
con el primero se levantaron las catedrales, con el segundo se construyen casas
solariegas.

Esta veta no se ha agotado. Está presente en (...) las Cuatro Libertades de Roosevelt,
que articula los conceptos de comodidad y seguridad. Para la oposición a la filosofía,
esto es, por supuesto, lo apropiado, pero otros, animados por aspiraciones espirituales,
también han dado en enseñar esta doctrina, como vio Emerson: "Como Plotino, parece
que el heroísmo se avergüence de su aspecto. ¿Qué pensaría si sueños dorados y
castillos en el aire, afeites, cumplidos, rencillas, natas y natillas fueran la única
preocupación de la sociedad?".

Como quien ansía realizar su ideal no suele preguntar si la silla en la que le toca
sentarse es blanda o si hace bueno ahí afuera, es evidente que la dificultad y la dureza
son condiciones heroicas. Esfuerzo, humildad, resistencia: éstas son las cualidades del
héroe, en las que el niño malcriado sólo ve calamidades de la naturaleza y malignidad
humana.

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