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En 1927, dieciséis años después de la aparición de Los partidos políticos, Michels dio en
la Universidad de Roma una serie de conferencias sobre sociología política. En esas
conferencias, publicadas con el título de Corso di Sociología Política, se ocupó de un
problema que juzgaba teóricamente importante: el de la validez relativa de la concepción
marxista de la sociedad y la historia. También en sus conferencias, Michels trata de
señalar los límites dentro de los cuales el materialismo histórico se ajusta a la verdad
histórica y, sobre todo, a examinar su lugar en la ciencia política.
Puede probarse esta tesis de la manera más efectiva, razonaba Michels, describiendo la
estructura y las tendencias de los diversos partidos social-demócratas de Europa. Si era
posible hallar fenómenos oligárquicos «en el seno mismo de los partidos revolucionarios»
que pretendían representar la negación de estos fenómenos o trabajar para eliminarlos,
entonces, ello constituiría «una prueba concluyente de la existencia de tendencias
oligárquicas inmanentes en todo tipo de organización humana que luche por alcanzar
fines definidos».
Michels reconocer que las «corrientes democráticas de la historia», aunque «se estrellan
siempre en el mismo banco de arena» se «renuevan eternamente». Y parecería innegable
que, al menos en parte, las razones de esta renovación consisten en que el pueblo siente
opresivas a las oligarquías, por lo cual las derroca. Michels insiste, sin embargo, en que
las corrientes democráticas se estrellarán de manera inevitable una y otra vez en el
mismo banco de arena. Esta es su «ley de hierro de aplicación universal», la cual,
empero, solo puede ser afirmada si se acepta su concepto subyacente del hombre.
Ello no obstante, no cabe duda de que los hechos que Michels describía como hechos,
eran verdaderos. Su estudio es una correcta descripción sociológica de lo que es; lo cual
no quiere decir que sean válidas las conclusiones pesimistas que extrae a menudo de su
análisis.
Es innegable que todas estas instituciones educativas para los funcionarios del partido y
de las organizaciones sindicales tienden, principalmente, a la creación artificial de una
élite de la clase obrera, de una casta de segundones compuesta por personas que
aspiran a ponerse al frente de los proletarios de la base. Sin que se lo desee, se produce
así un continuo ensanchamiento del abismo que separa a los líderes de las masas.
De este modo se da el proceso familiar por el cual los hombres designados en un principio
para servir a los intereses de la colectividad, pronto desarrollan intereses propios,
opuestos a menudo a dicha colectividad, pronto desarrollan intereses propios, opuestos a
menudo a dicha colectividad. Lo que empezó siendo una situación democrática e
igualitaria culminó en la creación de líderes y en el surgimiento de dominadores y
dominados. La causa eficiente de esta transformación es la organización como tal. La
democracia implica organización, y esta a su vez «implica la tendencia a la oligarquía.
Como resultado de la organización, todo partido o sindicato profesional se divide en una
minoría de directores y una mayoría de dirigidos».
Según Michels, pues, toda organización, por democrática que sea en sus comienzos, si
aumentan su número de miembros y su complejidad, manifiesta en forma creciente,
tendencias oligárquicas y burocráticas. Lo que en un principio fue una necesidad técnica y
práctica se transforma en una virtud: ya no se consideran esenciales dentro del partido la
democracia y la igualdad, y emerge una nueva ideología para justificar los cambios
impuestos por los procesos «inexorables» de la organización.
En general, la opinión de Michels es que las masas necesitan del liderazgo y en realidad
se sienten muy contentas de que otros se ocupen de sus asuntos. y por supuesto, esto
sirve para reforzar el carácter aristocrático y burocrático del partido o sindicato.
Las masas son apáticas. Su «escasa asistencia a las reuniones ordinarias», escribe
Michels, pone de manifiesto su indiferencia. Y puesto que los diversos problemas políticos
e ideológicos «no sólo están más allá de la comprensión de los de abajo, sino que los
dejan totalmente fríos», también son incompetentes. Alguna de las razones de esa escasa
asistencia, observa el mismo Michels, son en realidad muy simples y prosaicas: «cuando
termina de trabajar, el proletario solo piensa en el descanso y en ir temprano a la cama».
Existe, pues, «una inmensa necesidad de dirección y guía [que] va acompañada por un
genuino culto de los líderes, quienes son juzgados como héroes». Agréguese a esto las
grandes diferencias de cultura y educación entre los líderes y los de abajo (pues en su
mayoría los primeros son de origen burgués), y podrá comprenderse la sumisión de los
miembros comunes del partido.
Varios factores contribuyen a aumentar la distancia entre las masas y los líderes. En
muchos países, los líderes partidarios provienen en su mayor parte de la clase media y,
por consiguiente, poseen desde el comienzo una superioridad cultural o intelectual. Pero
aun en aquellos países en los que hay pocos intelectuales en la dirección, como era el
caso de Alemania durante la época de Michels, se crea una distancia similar entre los
líderes de origen obrero y los miembros comunes.
Michels explica que mientras que su dedicación a las necesidades de la vida cotidiana
impide a las masas alcanzar un conocimiento profundo de la maquinaria social, y sobre
todo del funcionamiento de la máquina política, el líder de origen obrero puede, gracias a
su nueva situación, familiarizarse íntimamente con todos los detalles técnicos de la vida
pública y, de este modo, aumentar su superioridad sobre los de abajo. También las
cuestiones sobre las que deben decidir [los líderes de origen obrero] – cuestiones cuya
solución efectiva exige por su parte un serio trabajo de preparación – suponen un
incremento de su propia capacidad técnica, y en consecuencia aumentan la distancia
entre ellos y sus camaradas de fila. Así, los líderes, si no son ya «cultos», pronto llegan a
serlo. Pero la cultura ejerce una sugestiva influencia sobre las masas. Finalmente esa
competencia especial, ese conocimiento especializado, que el líder adquiere en asuntos
inaccesibles, o casi inaccesibles para la masa, le da una seguridad en la tenencia de su
cargo que está en conflicto con los principios esenciales de la democracia.
Los hombres de la cúspide abusan de su poder, por ejemplo, para controlar la prensa
partidaria con el fin de difundir su fama y popularizar sus nombres; y los líderes
parlamentarios a menudo se convierten en «una corporación cerrada, separada del resto
del partido».
Los controles que ejercen las masas sobre este proceso son puramente teóricos. En la
lucha constante entre los líderes y las masas, los primeros están destinados a ganar. «No
puede negarse – escribe Michels – que las masas se rebelan de tanto en tanto, pero sus
revueltas son siempre sofocadas».
Las masas nunca se rebelan en forma espontánea, es decir, sin líderes. El proceso de la
revuelta presupone que conducen a las masas ciertos elementos dirigentes propios,
quienes, una vez que han tomado el poder en nombre del pueblo, se transforman en una
casta relativamente cerrada, alejada del pueblo y opuesta a él.
La lucha real no se entabla entre las masas y los líderes, sino entre los líderes existentes
y los líderes nuevo, desafiantes y en ascenso. Aun cuando las apariencias indiquen lo
contrario y los primeros parezcan guiados por la buena voluntad y el deseo de las masas,
de hecho no es así: «la sumisión de los viejos líderes es manifiestamente un acto de
homenaje a la muchedumbre pero por su designio es un medio profilaxis contra el peligro
que los amenaza: la formación de una nueva élite». La lucha entre la vieja y la nueva élite
casi nunca culmina «en la completa derrota de la primera». Modificando un poco la
doctrina de Pareto, Michels declara que «el resultado del proceso no es tanto una
circulación de las élites como una reunión de las élites, esto es, una amalgama de los dos
elementos».
Por una ley social universalmente aplicable, todo órgano de la colectividad que debe su
existencia a las necesidades de la división del trabajo, crea por sí mismo, tan pronto como
se consolida, intereses peculiares a él. La existencia de estos intereses especiales implica
un conflicto necesario con los intereses de la colectividad. Más aún, los estratos sociales
que tienen funciones peculiares tienden a aislarse, a crear órganos adecuados a la
defensa de sus propios intereses peculiares. A la larga, tienden a transformarse en clases
distintas.
«La organización misma da origen al predominio de los elegidos sobre los electores, de
los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien
dice organización dice oligarquía». Y esto se funda, para Michels, en la naturaleza
inherente a las masas, las cuales, serán por siempre incompetentes. La masa «es en sí
misma amorfa y, a causa de ello, necesita de la división del trabajo, la especialización y la
guía», procesos que conducen de modo inevitable a su manipulación y subordinación.
Sin embargo, nada más lejos de la intención de Michels que brindar una justificación para
inclinarse ante estos procesos. Utiliza la expresión «ley férrea» para destacar los difíciles
y grandes obstáculos que obstruyen la realización de la democracia; pero no con el fin de
negar de manera total la posibilidad de su realización.
El autor no pretende negar que todo movimiento obrero revolucionario y todo movimiento
sinceramente inspirado en el espíritu democrático pueda tener cierto valor como
contribución al debilitamiento de las tendencias oligárquicas.