You are on page 1of 128

Georges Bataille

Cuatro nociones inaugurales

Silvio Mattoni

E DI TOR I A L QUA DR ATA - B i b l i ote c a N ac i o n a l


Abraham, Tomás
El amigo americano / Tomás Abraham; dirigido por Mariano
Arzadún. - 1a ed. - Buenos Aires: Quadrata, 2010.
128 p.; 21 x 14 cm. (Pensamientos locales)
ISBN 978-xxx-xxx-xxx-x
1. Filosofía. 2. Pensamiento Filosófico. I. Título
CDD xxx

Colección Pensamientos locales


Dirigida por: Ariel Pennisi - Adrián Cangi

Diseño de cubierta: Kovalsky


Ilustraciones: Micaël Queiroz
Diseño de interiores: Natalia Brega
Corrección: Manuel Camino

Esta obra se edita en el marco de la cooperación con las


ediciones de la Biblioteca Nacional.

© Editorial Quadrata de Incunable SRL


Av. Corrientes 1471 - (C1042AAA)
Buenos Aires - Argentina
info@editorialquadrata.com.ar
www.editorialquadrata.com.ar

Dirección comercial: Mariano Arzadún


marzadun@editorialquadrata.com.ar
Dirección Editorial: Pablo Giménez

Impreso en Argentina
Printed in Argentine

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción total o parcial sin permiso escrito


de la editorial. Todos los derechos reservados.
Pensamientos locales

Imaginamos una colección popular de filosofía en la tradición del


ensayo. Tradición que ha mantenido vivas las voces de la crítica y el
compromiso irrevocable con la insistencia y resistencia vitales. Recono-
cemos tanto las impresiones indecisas como las expresiones conceptua-
les, tanto la silueta o el contorno en el que viven ritmos y figuras como
la fuerza de creación de conceptos que renuevan el sentido e imponen
nuevas circunscripciones a las cosas y acciones. Ambas tradiciones son
parte del ensayo filosófico argentino y del cono sur, que no carece ni
de ritmos locales ni de colores de época que definen una atmósfera en
la que viven movimientos del pensamiento. Valoramos el ensayo de
intervención que no sólo se contenta con la precisión de los saberes
sino que discute experiencias existenciales y modos sensoriales frente a
la apropiación y uso del conocimiento para la vida.
Confiamos en el pensamiento local de autor que, ocupándose de
otros pensamientos al parecer lejanos, crea de improviso un giro en la
lengua, un silencio capaz de provocar tempestades o una constelación
proclive a traer del afuera potencias amputadas en el interior. Creemos
valiosa la composición en nuestro medio de tradiciones que avanzan
hacia la construcción de conceptos o hacia impresiones personales vo-
luntariamente fragmentarias. Para el conocimiento y para la vida una mi-
rada exhaustiva nos parece tan intensa como la primera impresión. Nos
interesa lo singular bajo la figura estilística del nombre propio y creemos
que es posible hacer convivir miradas dispares, tanto las que captan el
mundo de cerca, comprometidas con el detalle, como las que permiten
entrever de lejos, tramadas por los ojos entornados. No proponemos
aquí un estéril debate entre objetividad y subjetividad, sólo creemos que,
por parcial que fuera una mirada, hay caminos hacia el concepto y los hay
hacia la opinión. Nos interesa la posibilidad de hacer convivir en el ensa-
yo filosófico local los mil ojos de la diferencia sin que el prodigio del pen-
samiento se desvanezca. Por ello nos provocan a pensar tanto las miradas
directas como las oblicuas, las que creen atesorar una verdad y aquellas
otras que se disponen en el ángulo que entorpece menos el movimiento
del objeto. Nos aventuramos en una tradición de polemistas y estilistas
en la que las “ideas propias” yacen en el magma indiferenciado de voces

[5]
entremezcladas, haciendo convivir la fidelidad a las obras que interrogan
y el punto de vista que recrea los vínculos con las fuentes. Tradición en
la que el intérprete con criterio y movimiento afectivo personal inaugu-
ra pensamientos anunciadores de una época aún no avistada en todos
sus términos conceptuales. Como si dijéramos que en ésta conviven el
ímpetu expositivo instruido y la intuitiva y áspera incuria espontánea, la
apropiación fundada en citas de autoridad y el desvío creativo, los modos
cultivados en tiempos de calma y otros imprecisos amasados en tiempos
de convulsión, los gestos serenos de una técnica filosófica y la intuición
inaugural encarnada en la experiencia, la evocación de una ontología
definidora de un sentido y un modo de autogobierno práctico para la
vida. Nos interesan los escritores a contrapelo que, hablando idiomas
singulares y estableciendo posición crítica, hacen de los problemas que
plantean una dramaturgia. La filosofía es, para nosotros, una posición
singular de un singular, y por lo tanto, requiere ritmos, figuras y estilos
también singulares. Filosofía inseparable de un modo de escritura, de
apropiación y de transformación de una tradición a la que se valora, pero
no como última palabra, ya que nos interesan, en el conjunto, los puntos
de inestabilidad que sirvan de enlace con un futuro distinto. Cuando
imaginamos esta colección, un solo acto de conciencia y emoción acom-
pañó el entusiasmo. Sabíamos que nos dirigíamos a un público amplio.
Pero la constatación abrió la pregunta: quién será el destinatario de una
colección popular y local de filosofía.
Un texto de filosofía vive en nuestra contemporaneidad como una
botella lanzada a las aguas movedizas de un mar indiferente; sin embar-
go, esta colección no se reduce, para nosotros, a un conjunto de libros-
botellas ajustados de antemano a un público acotado, en la medida en
que alcance la forma de una intervención, de una cierta capacidad para
evocar la palabra de pueblos por venir. Una intervención apela a la reserva
virtual frente a la actualidad de un estado de cosas dado porque enfrenta,
al mismo tiempo, al nihilismo según el cual “no hay mucho en que creer”
y a la política revocable que piensa de antemano todo lazo social como
precario. Ante una sociedad como la nuestra, constituida por identidades
efímeras –amenazada por vínculos sociales fragilizados, modelos laborales
deleznables y por una única velocidad de vencimiento de las mercancías–
elegimos imaginar una intervención capaz de hacer de la inestabilidad de
nuestro tiempo una apertura del sentido que resiste abierto y vigilante.

Adrián Cangi - Ariel Pennisi

[6]
Georges Bataille
Cuatro nociones inaugurales

Silvio Mattoni

E DI TOR I A L QUA DR ATA - B i b l i ote c a N ac i o n a l


Prólogo

No parece un proyecto coherente la tentativa de explicar a Bataille,


sus escritos, a la manera de un manual o una introducción que sinteti-
zara algunos de sus aspectos fundamentales. De hecho, quizá los doce
gruesos volúmenes que contienen sus obras completas no respondan
ni a la idea de “obra” ni al carácter de lo completo. Más bien en el
límite de su incompletud encuentra su fuerza la escritura de Bataille.
Lo seguimos leyendo medio siglo después de su muerte, no porque
sepa algo, sino porque afecta algo en nosotros. Barthes, hace también
muchos años, se preguntaba: “¿Cómo clasificar a Georges Bataille? ¿Es
este escritor un novelista, un poeta, un ensayista, un economista, un
filósofo, un místico? La respuesta es tan poco confortable que general-
mente se prefiere olvidar a Bataille en los manuales.”
De modo que las travesías que siguen en torno a los escritos de
Bataille no aspiran a devolverles la comodidad de un lugar. Las cuatro
nociones que se desarrollan más adelante no se definen nunca del todo
y derivan en otras, sobre todo en figuras, metáforas, acontecimientos.
Por supuesto, hay una vaga cronología en el orden de los textos co-
mentados, pero desde el comienzo aparecen todos los temas: lo sagra-
do, que se piensa en el arte y en la etnología, para seguir presente en
la cuestión del sacrificio, que se encuentra entre las formas del gasto, si
no se identifica con ellas, y luego, interiormente, la experiencia, gra-
tuita y sacrificial, que se autoriza a sí misma, por un golpe de suerte,
y se revela como huella de la soberanía arcaica. En el ámbito social o
en la constitución de un sujeto, lo sagrado, el gasto, la experiencia y la
soberanía se entrelazan para que el arte de las imágenes, la poesía que
no sirve para nada, la filosofía de haber salido de los propios límites y el
eclipse o muerte del saber que da la soberanía determinen un impulso
originario, persistente, cuyas huellas se leen hasta en los silencios y las
interrupciones.
Arrojado a seguir los fragmentos de Bataille que vuelven siempre a
lo que en otros momentos no se llegó a decir, debí descartar los libros
o los planes más sistemáticos. Los proyectos de sociología, historia,
economía aparecen pues aquí sólo vislumbrados a través de sus escritos
más personales, iniciales. Y además el fracaso del sistema se inscribía

[11]
de antemano en un pensamiento que esbozaba sus objetos más allá de
lo pensable, donde la claridad muestra toda su insuficiencia y su sufri-
miento de ser una palabra conceptual, mutilada. La insubordinación de
los materiales, los textos que sin pausa acumuló Bataille sobre ciertos
temas que eran la vida misma para él, me sugirió la forma de la travesía,
la conexión de puntos, de tachaduras, de libros subjetivos con ensayos
y observaciones sociológicas, de novelas con reflexiones de raíz filosó-
fica… de mí con él.
Me separan de Bataille: las épocas, la formación, los idiomas, su
rechazo de la poesía y su fe en la crítica de lo social, su experiencia
religiosa infantil, mis supersticiones literarias, dos erotismos diferentes.
Me unen a Bataille: el pensamiento dominante de la muerte, la creencia
en el contagio de lo íntimo, el uso no filosófico de los filósofos, el amor
a la poesía y a su revolución permanente.
Leer a Bataille no es un aprendizaje, sino una experiencia. Todo
cambia, o puede cambiar, en esa travesía que además se excede siem-
pre, prosigue, casi persigue a quien la emprende. Quisiera que el lector
de estas páginas percibiera la intensidad de mi experiencia de leerlo, y
que entonces volviera a la suya, a su propio acercamiento y a su pro-
pio distanciamiento del amigo Bataille. Un amigo: a veces no estoy
de acuerdo con él pero siento que sin él todo lo que pienso y escribo
tendría menos interés para mí.
“–¡Pero si está muerto!...” –podrían contestarme. Precisamente, ése
es un problema que toda vida debe enfrentar.

S. M.
Córdoba, 26 de agosto de 2010

[12]
1. Lo sagrado o la imagen

¿Será absurdo empezar a describir uno de los conceptos fundamen-


tales en la obra de Georges Bataille a partir de un texto que él mismo
no reconocía? Se trata de un escrito de la más extrema juventud, fecha-
do en 1918, publicado como un folleto de seis páginas en una oscura
imprenta de provincias, y donde el autor lamenta los estragos de la
guerra y anuncia el renacimiento de Francia por obra de una patrió-
tica y absurda fe. Ese Bataille católico, ferviente, nos parece descono-
cido, salvo por lo principal: el estilo. Igualmente, una experiencia o
un sentimiento religiosos parecen anunciar en el folleto la conmoción
que luego producirá el enfrentamiento con lo sagrado. Las piedras de
una catedral, el recuerdo de la emoción que esa construcción infundía
en el ánimo de un niño exaltado, sólo era una cosa sagrada, que será
reemplazada por otras, o más bien por el gesto de la separación o la
suspensión del tiempo ordinario, de lo útil. Así, el erotismo, lo abyecto,
el arte, la embriaguez pueden cumplir de otro modo con la etimología
de la palabra “sacrificio: el de instaurar lo sagrado. En el origen, en
medio de una experiencia que aún no sabe diferenciarse de lo común,
lo transmitido por la enseñanza católica, Bataille recuerda sin embargo
el martirio de Juana de Arco, su locura de voces que la asedian, y se
alienta a compartir ese destino delirante: “También nosotros tendre-
mos días de lágrimas y el día de nuestra muerte nos acecha de antema-
no como un ladrón”1. Allí, frente a Notre-Dame deReims , oscurecida
por la guerra que terminaba, el joven filósofo puede ver la mueca de un
esqueleto en las lagartijas que se posan sobre los muros de la catedral
como sobre una cara humana. ¿Y no es lo humano de un rostro esa
posibilidad de anticipar en su gesto el momento de su muerte? Al fin y
al cabo, lo sagrado se proyecta desde la experiencia de lo imposible, la
propia muerte. El erotismo, la embriaguez, las conmociones de toda
índole que suspenden la conciencia práctica, la racionalidad que plani-
fica alcanzar ciertos fines, no hacen más que disolver ciertos límites de
esa misma conciencia y anunciar su final.

1 Oeuvres complètes [en adelante O. C.] I, Gallimard, París, 1970, p. 612.

[13]
El compañero de Bataille en la École des Chartes, donde se estudia
para bibliotecario, André Masson, escribió con ironía necrológica, en
1964, que esa primera obra, “que no cita ningún bibliógrafo”, sería
un “mal Huysman, presa de un fervor que pronto iba a dirigirse a un
ideal completamente distinto”2. Justamente, en 1928 se publica el pri-
mer libro de Bataille, Historia del ojo, con ocho litografías del mismo
Masson, firmado con el seudónimo de “Lord Auch”, alusión al nom-
bre inglés del “Señor” Dios y al insulto aux chiottes (“a las letrinas”,
literalmente; “a la mierda” entre nos). “A la mierda con Dios” parece
decir esa novela extraordinaria, donde se explora un erotismo más que
explícito siguiendo una metonimia del deseo: el huevo, el huevo en la
vulva, el globo ocular, el testículo de un toro, la mutilación, etcétera.
Dado que intento describir el pensamiento de Bataille, descarto las
alegorías que podrían hacerse a partir de esa novela y reviso un punto
inédito que en cierto modo explica –o enreda– el origen del libro. Se
titula “Reminiscencias” y registra la coincidencia de algunas escenas,
de los momentos de su escritura, con experiencias o recuerdos de ex-
periencias del autor. Mejor dicho: al buscar la máxima obscenidad, el
escritor recupera las imágenes de momentos cruciales, azarosos pero
crueles, que se insertan en la narración bajo una forma irreconocible.
El ojo arrancado a un personaje es reflejo de una herida en los ojos
vista en un accidente mortal. Por otra parte, un manual de anatomía
revela a posteriori que el testículo de toro, ovoide y blancuzco, tiene
“el aspecto y el color del globo ocular”. Pero las asociaciones apenas
empiezan. El padre era sifilítico y se quedó ciego (ya lo era cuando
concibió al autor). Cuando éste tenía dos o tres años, quedó también
paralítico. Leamos esta terrible “reminiscencia”: “De chico, adoraba a
mi padre. Pero la parálisis y la ceguera tenían, entre otras, las siguientes
consecuencias: no podía ir a orinar al baño como el resto de nosotros;
meaba desde su sillón, tenía un recipiente para hacerlo. Meaba delante
de mí, bajo una frazada que el ciego no acomodaba bien. Por otra
parte, lo más molesto era la manera en que miraba. Como no veía
nada, su pupila a oscuras se perdía hacia arriba, debajo de los párpa-
dos: este movimiento se producía habitualmente en el momento de
la micción.” 3 Los ojos en blanco, la expresión de extravío, ¿por qué
revelarían “un mundo que sólo él podía ver y cuya visión le causaba una
sonrisa ausente”?

2 O. C., I, p. 643.
3 O. C., I, p. 607.

[14]
Con el tiempo, el padre se vuelve odioso, grita, se caga, hasta que
empieza a delirar. Ante la visita del médico, que sale a anunciar su diag-
nóstico a la esposa, el sifilítico aúlla: “¿Y, doctor, cuándo termina de
cogerse a mi mujer?” Se reía.
La frase, recuerda Bataille, acababa de arruinar “el efecto de una
educación severa y me dejó, en medio de una espantosa hilaridad, la
constante obligación sentida inconscientemente de hallar sus equiva-
lentes en mi vida y mis pensamientos”. Pero la risa, o el delirio, como
lo sabrá toda la obra de Bataille, roza siempre lo trágico, el impulso de
morir, la locura en acción. A las pocas semanas, enloquece la madre, se
deprime. “Su delirio me asustaba a tal punto que una noche saqué de la
chimenea dos pesados candelabros con pies de mármol: tenía miedo de
que me golpeara mientras dormía.” Pero el peligro era otro: un día la
madre desaparece. El hermano de Bataille la encuentra justo a tiempo
colgada en un granero. Luego desaparece otra vez. “Tuve que buscarla
sin tregua a lo largo del arroyo donde hubiera podido ahogarse. Cru-
zaba corriendo unos pantanos. Finalmente, me encontré en un camino
frente a ella: estaba mojada hasta la cintura, su vestido chorreaba agua.
Había salido por sí misma del agua helada del arroyo (era pleno invier-
no), muy poco profundo en ese lugar como para ahogarla.” ¿Cuántos
personajes femeninos que se entregan a su propia destrucción en los
relatos de Bataille habrán de repetir el extravío que se cuenta en estas
“reminiscencias”? Hasta parece concluir que cierta neutralización ha
banalizado ambas figuras en el recuerdo –el padre con los ojos en blan-
co y su goce enfermizo de mear; la madre empapada por el suicidio
fallido– y que de alguna manera su forma obscena, en esa literatura
sin nombre de Lord Auch o luego de Pierre Angélique, permitía que
resurgieran, que recobraran una pizca de supervivencia. ¿Qué lugar
podría ocupar este registro de “reminiscencias”, de residuos vitales en
el origen de unas imágenes o escenas literarias?

***

Una década después, en 1939, se publica el artículo “Lo sagrado”,


que en una página de borrador Bataille piensa en incluir dentro de un
libro “tal vez con el nombre de Lord Auch y como una continuación
de las explicaciones de la Historia del ojo”4. Todo indica que lo sagrado,
antes de ser una idea o un conjunto de nociones y hasta de prácticas,

4 O. C., I, 683.

[15]
fue una experiencia. Lo obsceno se repite e instaura lo sagrado en la
misma escena contemplada, en su retorno como pensamiento o como
impulso enloquecedor, reflexión de lo mismo y éxtasis de lo ajeno. Lo
sagrado, acaso perdido en las condiciones de la filosofía y de la literatu-
ra, meros conjuntos de ideas, vuelve como su experiencia originaria y
su justificación. ¿A qué llama Bataille lo “sagrado” en su artículo, que
tendrá múltiples desarrollos posteriores? A un instante privilegiado.
Cuando una experiencia no quiere ya el bien ni la verdad, pero sin em-
bargo busca algo, un elemento indefinible. No puede decirse que sea
una cosa, o en el caso de la literatura y la pintura, una obra. Más bien se
busca el impulso, cuya causa y cuyo origen se ignoran, de la búsqueda
misma. Bataille usa la palabra quête, que designaba las búsquedas, las
aventuras místicas de los caballeros en los relatos medievales, y luego,
para nombrar la cosa buscada, menciona el mito del Grial. Pero si está
hablando del arte moderno, de su concepción en medio de una angus-
tia que experimenta con el ser vivo que debería concebirlo y que ya no
lo expresa en absoluto, ¿qué sería el grial? “Los largos tormentos y las
cortas violencias confirmaban por sí solos la importancia fundamental
para la vida entera de esa ‘búsqueda’ y de su objeto indeterminable.”5
¿A qué se refiere con estas alusiones a torturas autoinfligidas y ac-
cesos maníacos cuyo fin no resulta claro? ¿Es todavía lo que antes, en
el romanticismo todavía, se llamaba arte o literatura? Un vértigo, un
descubrimiento incesante de fórmulas que darían la clave de la exis-
tencia, pero que a la vez descubren su íntima sinrazón. Para Rimbaud
o para Van Gogh, a los que Bataille menciona como precursores de
la inquietud del presente, poco importa el resultado de escribir o de
pintar. ¿Cuál es el objeto entonces de lo que no puede dejar de des-
cribirse en el sentido de ciertas búsquedas? ¿Qué soplo de un tifón
fantasmagórico arrastra hacia delante las cosas hechas, los hallazgos,
las repeticiones e insistencias y hasta las vidas de esos buscadores en
territorios que nadie espera que exploren? El mismo Bataille deshace la
consistencia del supuesto objeto buscado. Inevitablemente decepciona,
se confunde con las nieblas que se cruzaron, y su revelación no dice
otra cosa: sólo “el hecho de que nunca pudo tratarse de una realidad
sustancial y que por el contrario sería un elemento caracterizado por
la imposibilidad de que perdure”. Fuera de la perduración entonces,
fuera de la consistencia material que supondría un tesoro acumulado

5 La conjuración sagrada, Ensayos 1929-1939, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003,


p. 262.
espiritualmente en la cosa, lo buscado habita el tiempo como su propia
negatividad. Es el instante, del cual nada puede afirmarse. De hecho,
ese punto del tiempo, abstraído de la sucesión, inasible como el presen-
te entre lo que ya no es y lo que adviene, no es más que otra metáfora.
Idea de la cual el grial o cualquier otro objeto perdido cuyas huellas se
persiguen en vano serían la apariencia, imágenes. Bataille cita un estu-
dio sobre los sufíes, que relacionaba mística y poesía, donde encuentra
una definición más: “El instante, dice un sufí, corta las raíces del futuro
y del pasado.” Copa, espada, negación de las cosas y su perduración en
el espacio, el instante no deja de ser una idea aproximativa. Se trata de
un instante privilegiado por la experiencia que se encuentra al azar de
la búsqueda. No hay un método, un camino claro para el extravío de
la quête. Cuanto más perdido está, cuanto más lejos de toda intención
y todo plan, más cerca se halla el artista, por así llamarlo, de que algo
aparezca. Pero esa aparición se escapa apenas ingresa en el campo de
la mirada y no se deja capturar. Bataille concluye: “La voluntad de fijar
esos instantes, que por cierto pertenecen a la pintura o a la escritura,
no es sino el medio para hacerlos reaparecer, ya que el cuadro o el texto
poético evocan pero no sustancian lo que había aparecido una vez.”
Lo que llamamos “obra” es entonces una evaluación posterior, una
contemplación teórica de la experiencia que privilegió la agudeza del
instante. Como cualquier fetiche, ídolo, ícono, la obra señala una sa-
cralidad que no pertenece al mundo de los objetos. Por supuesto, tiene
una materialidad, está incluso más cerca de la materia que cualquier
objeto útil, cuya finalidad práctica de algún modo lo desmaterializa,
lo vuelve traslúcido para dejar ver su para qué. Pero esa materialidad
señala la insubordinación incesante de lo que es a toda atribución de
significado. La falta de metas de la búsqueda moderna, por lo tanto, es
constitutiva de su marcha en el vacío. Sin embargo, se trata también y
sobre todo de un vestigio práctico de lo sagrado como tal. Porque, ¿en
ausencia de qué cosa se ha producido el vacío, la agitación que toda
búsqueda instaura? El sentido de la obra, su perdurabilidad, eran a fin
de cuentas sucedáneos de la trascendencia. Los principios románticos
de la inmortalidad del arte, de universalidad, de un carácter absoluto
que cada obra revelaría parcialmente son religiosos e indican ya la au-
sencia de religiosidad. Sólo faltaba advertir debidamente la retracción
de lo sagrado para que el arte tomara a su cargo la realización de una
sacralidad sin dioses, sin figura humana, sin una significatividad histó-
rica. El arte promueve entonces, como la antigua mística, un erotismo
del objeto amado y perdido desde siempre. La cosa fijada en la obra,

[17]
el pedazo de tela o el puñado de palabrasparecen la muerte misma en
su manifestación material. Y el deseo se estira desesperadamente hacia
aquello que se sigue buscando y que se había creído ver en la consti-
tución de la obra. La materia se había desnudado en la obra, antes de
hacerla, cuando no decía nada más que sí misma, pero después, “la
frialdad del desnudamiento”, como dice Bataille, “hace temblar a aquel
que siente que lo amado se le escapa”.
En última instancia, esto quiere decir que el deseo precede a la
asignación de un objeto. El objeto sería siempre un esquema para la
mirada, es decir, la teoría. La noche de la filosofía, su vuelo de búho,
le cuenta más tarde al día el fulgor deslumbrante que en éste se diera.
Esa iluminación fue lo sagrado, pero ya no puede ser explicada desde
afuera. De alguna manera, no sería el dios lo que aparece, la luz y su
brillo repentinos, que entonces el artista señala y reclama, sino que
antes bien el deseo de sagrado hace la luz en la vana materia que se está
combinando. El azar, aunque lo parezca, no es un dios. Este personaje,
al que casi paradójicamente Bataille llama “moderno”, “ya no podría
vivir si no tenía la fuerza de alcanzar el instante sagrado únicamente
mediante sus recursos”. Como un punto extremo de vocación de au-
tonomía, el arte no sólo se desprende del bien y la verdad, puesto que
no sirve para nada y no contrasta nada, sino que también abandona la
apariencia ideal de lo bello. Su búsqueda apunta a lo único que hay, sin
el esquema de una idea, la apariencia como aparecer de la pura materia,
la muerte como principio de sacralización del presente. Así, ni la reli-
gión ni la ciencia ni la filosofía le conciernen, puesto que son recursos
para la subsistencia de las cosas como objetos de sentido, son saberes.
Y el arte en el que piensa Bataille busca algo no sabido, incluso la nada
misma del saber. El arte no revela algo oculto, sino que muestra que
no hay nada detrás de lo que hay. Es decir, toma conciencia de que le
agrega cosas al mundo y que, como todas las cosas, eso sale de la nada o
no es originado por nada. Lo que el arte creaba, simulacro de todos los
mitos, era más perceptible que una simple verdad sometida a los otros,
era la experiencia de un deseo que busca el azar de lo realizable y que
se excita con lo irrealizable. Como si dijéramos: alguien tira los dados
mientras espera morir, ¿podrá soñar que un número detiene el tiempo
o que la muerte se transforma en un instante vivible?
El grial, como lo sigue llamando Bataille a lo largo de su breve ensa-
yo, no puede soportar tampoco el intercambio, o sea la discusión sobre
su valor. De hecho, el grial no es alcanzable para el que lo busca y sólo
se hace convención en el que disfruta de meros resultados de otras bús-

[18]
quedas. Pero el mismo fracaso de las búsquedas indicaría que sin eso
“la existencia humana no puede ser justificada”. En otros textos, Ba-
taille cuestionaría además si es necesario justificar la existencia. ¿No es
acaso su carácter injustificable lo que se muestra en la materialidad del
arte, en la apariencia que sólo se exhibe como tal? Por eso, lo propio de
la religión no es un Dios, ni unas animaciones espirituales de las cosas,
sino ese objeto sagrado, absurdo, trivial que al mismo tiempo se persi-
gue y se vislumbra, se construye y se deshace en lo hecho. Un grial, un
pedazo de madera quemada, una tela manchada de sangre, una espada,
un carretel de hilo de coser: objetos de la religión o de las literaturas,
cosas siempre perdidas que señalan, como hacia una pura negatividad
de la vida común, lo sagrado. Bataille constata entonces que la historia
pareciera confirmar el verdadero objeto de la actividad religiosa, no
unas personalidades trascendentales, seres inhumanos y eternos, sino
“una realidad impersonal”. Lo sagrado no se confunde con el mito,
con las maneras de la significación, la enseñanza y la transmisión, sino
que abre el vacío del olvido en el seno de la materia inmemorial, y abre
también los cuerpos vivos de los únicos seres que existen desde un
punto de vista sagrado, separado, los hablantes mortales.
Escribe Bataille: “El cristianismo sustanció lo sagrado, pero la na-
turaleza de lo sagrado tal vez sea lo más inasible que se produce entre
los hombres, lo sagrado no es más que un momento privilegiado de
unidad comunal, momento de comunicación convulsiva de lo que or-
dinariamente está sofocado”. Lo sagrado, etimológicamente, parece
expresar lo separado, pero se trata de aquello que se aparta de la vida
ordinaria, de sus esquemas y acciones tendientes a fines prácticos, es
decir, algo que no circula, que está aparte y en cierto sentido suspende
el tiempo. La promesa de felicidad no es un pagaré, algo que quizá
mañana nos sea concedido, sino el cumplimiento en el instante de la
apertura de toda promesa. La felicidad sería la posibilidad misma de
prometerse a la obra, a su vulnerabilidad, a lo inaccesible de su origen.
Sin embargo, lo sagrado en el arte –un problema “moderno” en la me-
dida en que ya no se abre un espacio sacrificial en la mera costumbre de
las religiones históricas, que son para nosotros, como diría Hegel, cosa
del pasado– produciría una unidad ante la presencia viva de lo que ahí
dejó huellas, porciones de carne. Es la unidad en la que el individuo
percibe que los límites de su individualidad no pueden enfrentarse con
la muerte, que lo impensable de morir está más allá de la prosa de su
conciencia. Esta herida en su ser permite por lo tanto la comunicación:
un ente completo en sí mismo no puede comunicarse. Es a través de

[19]
la herida, que la muerte, el deseo y el pensamiento hacen en el cuer-
po que habla, por donde se torna posible comunicarse. Del otro me
atrae su herida, porque me devuelve la intuición de la mía. La censura
sexual, entonces, en la simulación moderna de un mundo profano y
completo, sería el signo de aquella comunicación convulsiva, que pone
en juego la muerte, su fantasma en los instantes de desvanecimiento de
la conciencia diaria. Así, los relatos de Bataille en general pertenecen a
la noche, a la escritura disoluta de la noche, y en muchos casos pueden
prescindir de la normalización que exigiría justificaciones, motivacio-
nes, interioridades discursivas. Lo sagrado es la simple presencia de los
cuerpos y su inminente extravío, no hay allí ninguna sustancia trascen-
dente, ni dioses ni posterioridades a la existencia física. Por lo tanto,
si lo trascendente era imposible de hacer con las manos, lo sagrado se
revela en cambio como lo tangible, “un campo en el cual es posible
entrar”. Ante el reconocimiento de que el objeto sagrado no era la cosa
hecha, sino la imagen brumosa de la búsqueda, se hace necesario entrar
en el cerco de lo prohibido, mostrar su carácter metafórico. Nunca era
eso que ahí se encerraba, sino el ansia agitada de buscar lo inaccesible
del propio impulso originario. Digamos que allí, en el centro de un
campo imaginario, Dios, el alma, el espíritu han muerto. ¿Qué quiere
decir esto? Que no eran sino cosas, afectadas por la muerte frente a
la misma estupefacción con que el cazador toca el cuerpo del animal
y comprueba la separación cumplida entre una idea de movimiento y
una idea de materia orgánica. Lo sagrado afirmaría: somos el bosque,
el cazador y la presa.
Bataille, todavía esquemáticamente y siguiendo la fábula de
Nietzsche, afirma: “Dios representaba el único límite que se oponía a
la voluntad humana, libre de Dios, esa voluntad se entrega desnuda a
la pasión de darle al mundo una significación que la embriaga”. En la
ausencia de Dios, aparece como por primera vez la insubordinación de
la materia que anima los objetos sagrados. No hay una sustancia, no
hay sentido, hasta el mito se retrae tras el absurdo de un espectáculo
de agonía que no está destinado a nadie. El que hace cosas en una
búsqueda que lo lleva al enfrentamiento con la muerte, ya no puede
admitir otro límite que la propia ansiedad, la propia actividad incesan-
te, o el silencio, que no se hace simplemente callándose, sino dibujando
el contorno de la obra como un objeto ausente. El acallamiento de la
voz que hacía poemas en Rimbaud, por ejemplo, se torna una charla
y una invitación a la charla biográfica sin fin. Hacer cosas de la nada se
ha vuelto una actividad en sí misma sagrada, cuando no sacrificial. Pero

[20]
el poema o el cuadro sólo son cosas. La ansiedad del viaje y su factor
autodestructivo siguen haciendo poemas firmados por un pragmático
Rimbaud. Por sí y para sí, a solas, el poeta dispone “de todas las con-
vulsiones humanas posibles y no puede sustraerse a esa herencia del
poder divino, que le pertenece”. Pero sabemos, por muchos escritos
futuros de Bataille, que dicha herencia es una ilusión: lo convulsivo del
animal que habla y muere no ocupa el lugar vacante de un Dios, sino
que se descubre como convulsión y creación en el simple vacío que era
lo sagrado. Lo sagrado, como un cuerpo vivo, huye hacia la muerte que
se anuncia en la misma separación de su existencia inmediata. Que lo
inexistente pueda transformarse en algo sería el primer movimiento de
una dialéctica que esconde la evidencia más reacia de la historia: que
sólo en el interior del animal que habla se pueden hacer cosas con pa-
labras, crear objetos de la nada. Pero cuando el hablante se enfrenta al
vacío que lo rodea, que lo sostiene, cuando en su cuerpo titilan el dolor
y el goce, la manía de moverse y el anhelo de ser una cosa inorgánica,
lo inexistente se le ofrece como un destino. La vieja y arraigada creen-
cia de diversas tribus en la supervivencia espiritual de los individuos
sería pues una forma de imaginar esta inmersión del cuerpo parlante
en la inexistencia, la autoanulación de su materia. Sólo el atomismo de
Lucrecio, con su teoría de una dispersión de la interioridad junto a la
disolución del cuerpo en corpúsculos materiales, pareciera haber visto
el carácter denegatorio de toda idea espiritual.
¿Quién puede saber, a la hora de pensar la muerte, si el vacío en el
que actúa llegará a aniquilar la consagración que había puesto en lo
que hacía? Sin embargo, concluye Bataille, el artista –o cualquiera que
se encuentre absorbido, fascinado por un proceso de fetichización de
cierta materia, de lo cual habría que excluir los saberes acumulables o
las fantasías de perduración, todo aquello que supondría algún sentido
en la historia– no puede abandonar la cosa que lo posee, mucho menos
subordinar ese vacío que incesantemente crea lo sagrado y lo destruye
a los antiguos juicios de dependencia del arte, un bien, una verdad,
un equilibrio soñado –y que ningún sueño tiene– llamado belleza. En
este punto negativo, se acaba el ensayo de Bataille. Pero ya puede verse
allí el círculo de una afirmación: el bien no es conservar nada, sino el
gasto, la dilapidación de la energía; la verdad no se encuentra en una
correspondencia de palabras y cosas, de ideas y mundo, sino que se
muestra como un puro en sí del éxtasis en un instante privilegiado, y
hasta como la pura nada del presente repentinamente sentido, como un
postulado del azar; la belleza, mostrada en cierta historia idealista del

[21]
arte bajo la especie de la armonía, se conectará con lo excrementicio, la
bajeza, el reverso amorfo de todo esquema formal. Porque, de alguna
manera, este ensayo sobre lo que el arte ya no es y sobre la liberación
de lo sagrado de las tradiciones religiosas afirma una visión del goce
estético y de la crueldad fascinante del arte que apenas se deja percibir
en las ilustraciones del escrito.

***

En las notas a la edición de las Oeuvres complètes, se dice que al


manuscrito de “Lo sagrado” se añaden tres hojas que contienen una
especie de esquema cuyo primer punto anuncia: “Una búsqueda. os-
curidad. Lo sagrado en realidad. ni lo verdadero ni lo bello. ni el bien.
ni siquiera en Proust”.6 Con lo cual disponemos del esbozo de las con-
clusiones del ensayo, y se nos aclara en parte su finalidad: no tanto
esclarecer las búsquedas innovadoras del arte moderno, sino más bien
despejar el campo específico de lo sagrado que no coincidiría con la
estética o la ética, ni con la ciencia en cuanto sistema de leyes de una
sustancia hipotética, aunque tal vez tenga intersecciones con todos esos
ámbitos. Luego, el esquema anota cómo se abre ese espacio en la bús-
queda de lo que una historia cosificante persiste en llamar “obra”. Se
trata de “la búsqueda de instantes privilegiados. análisis. El instante
privilegiado como suerte. Espera de un valor que se instaura. dándole
un sentido al resto de los instantes sin privilegio”. Y si sólo lo sagrado
puede responder a dicha espera, hacer del instante una suspensión del
tiempo ordinario, “en realidad este descubrimiento pone de relieve el
valor esencial de determinados elementos accesibles: erotismo / corri-
da de toros”. En un mundo sin sacrificio comunitario, habría puntos
esparcidos en la superficie de la práctica cotidiana que indicarían lo
sagrado, lo separado, a la manera de recordatorios o cumplimientos
del instante privilegiado. El erotismo, en la medida en que le recuerda
a cada uno –si es que directamente no le muestra a cada uno– su pro-
pia muerte, produce un hiato en el tiempo. Pero lo afirmativo de su
experiencia sería no tanto pensarla como excepción, como accesorio o
diversión para la monotonía del mundo profano, sino situarla como la
única verdad accesible, espectáculo de cualquiera para sí y donde otro
al mismo tiempo se entrevé y se esfuma bajo la brillante piel de un
objeto deseado. La corrida de toros, por su parte, menos accesible de

6 O. C., I, 683.

[22]
manera inmediata, requeriría una interpretación particular, o sea postu-
lar en ella el vestigio de antiguos rituales, de la hecatombe. Y es sabido
que Bataille y su grupo de amigos de juventud tenían una particular afi-
ción a sostener esa lectura. Incluso sería una prueba del origen de todo
espectáculo –religioso, deportivo, artístico– en los rituales de sacrificio.
La novela de Bataille Historia del ojo, que ya mencionamos, pone en
primer plano la conexión postulada entre erotismo y muerte, entre el
orgasmo y la ejecución de un ser vivo a través de la metonimia explícita
de sus escenas: huevo, testículo de toro, globo ocular enucleado.
También en el esbozo esquemático del mismo ensayo hay una lista
de posibles ilustraciones, ya que la revista Cahiers d’Art, donde se pu-
blicaría el texto, iba a incluir algunas. Leemos: “Túmulo / Cráneos de
caballos / Rayo / Erupción / Tauromaquia / f. erótico / suplicio”.
Las fotos que finalmente acompañaron el ensayo fueron sólo cuatro:
una especie de loma o montículo cuya parte superior plana está col-
mada de cruces y que sería un lugar sagrado de Lituania, un campo
santo. El epígrafe de la imagen explica: “Las cruces clavadas por los
campesinos no hacen más que perpetuar el sentido de un túmulo paga-
no donde se realizaban sacrificios”7. La segunda es la foto de un torero
junto al animal que acaba de matar; en este caso, el epígrafe afirma la
relación de la corrida con los antiguos juegos sagrados. La tercera foto
contiene una enorme estatua fálica del siglo III a. C., y su epígrafe
resulta más teórico: “Las palabras que en diversas lenguas designan lo
sagrado significan a la vez ‘puro’ e ‘inmundo’.” Por último, una repro-
ducción de un códice de la conquista de México donde se representa
el sacrificio humano azteca mediante el arrancamiento del corazón. Al
pie, se lee: “El sacrificio humano es un sacrificio más elevado que nin-
gún otro –no en el sentido de que sea más cruel que cualquier otro–,
sino porque se aproxima al único sacrificio sin engaño que sólo podría
ser la pérdida extática de uno mismo”. Lo teatral del sacrificio, en ge-
neral, sólo se aboliría en la pérdida de sí. Hasta el sacrificio del ser más
semejante y más ajeno, el otro que también habla y muere, incluye esa
trampa teatral de una puesta en escena. Pero, más allá de lo visible y lo
espectacular, de la fascinación y el horror, ¿cómo pensar la pérdida y el
éxtasis de una conciencia que ya no podría pensar, que tan sólo después
añora el éxtasis como un pinchazo de vacío en la piel de la memoria?
Las notas de la edición citada, en su escudriñamiento obsesivo de
los manuscritos de Bataille, arriesgan una hipótesis sobre la conexión

7 Las ilustraciones con sus epígrafes se reproducen en las láminas de O. C. I.

[23]
entre el listado y las ilustraciones efectivamente publicadas. Obviamen-
te, faltan los cráneos equinos, el rayo y la erupción. Notemos de paso
que la ausencia total de obras de arte, en su sentido usual, resulta sig-
nificativa cuando el artículo habla sobre el tema del arte después del fin
de la imaginería de la trascendencia. Están presentes el túmulo, la tau-
romaquia y el f[alo] erótico –si completamos la abreviatura “ph.” que
figura en el esbozo–, pero, ¿puede pensarse el sacrificio azteca como un
“suplicio”? La conjetura del editor afirma que el “suplicio” sería “el del
chino que reproducirán Las lágrimas de Eros”, el último libro ordena-
do en vida por Bataille. Y quizás haya una conexión entre ambas eje-
cuciones, o al menos Bataille conecta sus representaciones, puesto que
en Las lágrimas de Eros, el libro más profusamente ilustrado de Batai-
lle y más pobremente escrito, menos persuasivo porque fue redactado
en condiciones de deterioro mental y físico que eran ya indicios de la
muerte inminente, figura el mismo dibujo mexicano inmediatamente
después de tres fotos de un desollamiento chino cuyo impacto dejaría
huellas en varios textos del autor. Bataille veía en la expresión extravia-
da del supliciado chino, al que le han arrancado la piel del pecho y los
músculos que cubrían las costillas, una especie de sonrisa o de extremo
goce. ¿Qué significa esa fotografía? Bataille no se detiene en los atarea-
dos verdugos ni en los fascinados y en algunos casos horrorizados asis-
tentes al espectáculo del despedazamiento de alguien cuyo rostro sigue
vivo y con los ojos abiertos. Le interesa el éxtasis y el horror unidos en
la expresión de la víctima, una identidad de contrarios que no podría
resolverse en ninguna síntesis, porque su unidad ya es la negatividad
misma de todo lo que existe. Con el cuerpo abierto, las vísceras, los
huesos a la luz, se abre una interioridad que sin embargo sólo muestra
su extravío, la pérdida absoluta de sí. El erotismo del horror revelaría
así su comunidad de origen con el sacrificio. Bataille imagina incluso lo
que podría haber pensado o disfrutado Sade si hubiese visto esas fotos
demasiado reales para ser verosímiles. ¿Sería el disfrute de lo intransmi-
sible, como cuando sus descripciones novelescas se repiten una y otra
vez en una belleza física más allá de toda comparación y en un deleite
desmedido que ninguna palabra expresa?
¿Qué une el éxtasis de quien contempla imágenes que lo asustan y
lo fascinan, cuando en verdad se afirma allí, desde esa postura expec-
tante, su condición separada? Se relaciona, para Bataille, con la idea
de que los cuerpos limitados, en el placer que se pueden brindar y
en el dolor que se infligen, parecen comunicarse no consigo mismos,
sino con la ausencia de límites. Tal sería la descripción del erotismo,

[24]
que se comunica con la realidad impersonal de lo sagrado en la misma
medida en que separa algo que nunca estuvo unido para postular una
reunión, un efecto de comunicación en el que se abandona la imagen
del yo. Al margen del manuscrito de “Lo sagrado”, junto a la frase
que lo define como “un momento privilegiado de unidad comunal,
momento de comunicación convulsiva de lo que ordinariamente está
sofocado”, Bataille anotó: “identidad con el amor”8. El amor así, como
otras formas llamadas místicas de un rapto fuera de los proyectos más
o menos claros de la conciencia, usaría la individualidad limitada del
cuerpo para pensar una unidad ilimitada. ¿Acaso el cuerpo mismo,
con sus excrementos y sus sensaciones sublimes, su incomodidad y sus
goces, no es un infinito para esa ilusión de clausura que es la mónada
del pensamiento?
El libro sobre lo sagrado que Bataille planeaba en su borrador, que
acaso realizó en el despliegue de todos sus libros, pero que puntual-
mente debía incluir su ensayo de Cahiers d’Art “con la explicación de
las circunstancias en que fue escrito”, a la manera de una “continuación
de las explicaciones de la Historia del ojo”, seguiría con las notas de la
compilación de Laure, el misterioso personaje real de la Summa ateoló-
gica y cuya muerte cumple un papel determinante en ella, una figura a
la que podremos volver puesto que Bataille, su amante, y Michel Leiris,
el íntimo amigo, editarían casi clandestinamente los apuntes filosóficos
que había dejado, en 1939, precisamente con el título de Lo sagrado. A
esta probable reunión o despliegue de ciertos textos, Bataille agrega un
proyecto justamente dedicado al amor: “Habría que abordar también la
cuestión planteada en la página 146 de la Edad de hombre –o más bien
continuar inmediatamente después del artículo con la cita de Leiris.”
La edición de las Oeuvres complètes nos proporciona la cita indicada y,
dada la escasa circulación de Leiris en español, vale la pena traducirla
casi entera: “El amor –única posibilidad de coincidencia entre el suje-
to y el objeto, único medio de acceder a lo sagrado que representa el
objeto codiciado en la medida en que nos resulta un mundo exterior y
extraño– implica su propia negación debido a que tener lo sagrado es al
mismo tiempo profanarlo y finalmente destruirlo, despojándolo poco
a poco de su carácter de extrañeza. Un amor durable es algo sagrado
que demora mucho en agotarse”. De modo que el amor sería entonces
una quête cuyo grial se disfraza de cuerpo deseado. O más bien: en el
cuerpo se oculta lo sagrado que sería lo extraño, la pura exterioridad

8 O. C., I, p. 684.

[25]
de otro ser con respecto al que ama. Pero justamente el amor abre la
herida, rompe la imaginaria completud del enamorado y le ofrece una
comunicación, como si lo sagrado se volviese allí accesible. Sin embar-
go, la comunicación no existe, aunque todo el impulso del que ama,
del que habla para otro, se origine en ese deseo de comunicación ilimi-
tado. En cuanto acceso a lo sagrado, el amor implica la negación de su
propio impulso. No obstante, Leiris pareciera buscar un consuelo en
una malversación de lo sagrado que haría posible la prolongación del
amor. La realización del amor, en la medida en que profana lo sagrado,
la separación que fascinaba en el otro, niega y destruye por medio del
conocimiento aquella extrañeza original que atrajo al amante. Pero, ¿es
posible en verdad conocer, profanar a alguien? Su encierro dentro de sí,
la suposición de su realidad, ¿no son una y otra vez lo sagrado? Sobre
todo si no se trata del erotismo más simple, donde todo es más directo
y claro, dice Leiris, y “para que el deseo siga despierto sólo hay que
cambiar de objeto”. El problema surge cuando ya no se quiere cambiar
de objeto, cuando se “pretende tener lo sagrado en casa, al alcance de
la mano, permanentemente; cuando ya no basta con adorar algo sagra-
do sino que se quiere ser para el otro, a su vez, algo sagrado”. ¿Qué
significa esta ilusión de reciprocidad? Un dios, soberano, no adora a
otro dios, porque con ello dejaría de ser soberano. El fiel no puede
exigir la fidelidad de lo que adora, salvo que se trate de una fidelidad a
su propia soberanía, a su extraña arbitrariedad.
De tal modo, en lo inexplicable, en la potencial fuga sin sentido,
se encontrará un dispositivo para la perduración del amor. Entendido
literalmente, dicho dispositivo se cumpliría en la destrucción mutua,
puesto que “entre dos seres sagrados uno para el otro y que se ado-
ran recíprocamente, no existe la posibilidad de ningún movimiento,
salvo en un sentido de profanación, de decadencia”. Entendido prácti-
camente, para salvar en el ser amado algo que una y otra vez, durante
mucho tiempo aunque sin contar el tiempo, merezca, reclame ser pro-
fanado, excite hasta en las curvas descendentes de la vida biológica un
centelleo de transgresión del propio límite, el dispositivo se resuelve
con el pequeño riesgo de la huida, de una revelación intermitente que
se esfuma para siempre y se vuelve presa del recuerdo. Según Leiris:
“Es el amor dedicado a una criatura lo bastante personal como para
que, a pesar de la incesante cercanía, nunca se alcance el límite del co-
nocimiento que podemos tener de ella”. La paradoja es que no habría
posibilidad de amar sino a criaturas así, excesivamente personales, vale

[26]
decir, incognoscibles. Y lo que no se puede conocer es una definición
de lo improfanable.
En el erotismo, decimos que conocemos a alguien cuando inter-
cambiamos roces, fluidos, chispas de los sentidos, y es porque el cuer-
po entonces abre en la pequeña cabeza la grieta por donde ingresa lo
que siempre falta, lo deseado y la ausencia en el fondo de la noche y
de las cosas. Pero conocer, que es hacer lo sagrado bajo la ilusión del
pensamiento, no sería una tarea, ni un acto, sino la marcha misma del
ansia de conocimiento tras lo particular de un ser cuyo acceso implica
perderlo en la generalidad.

***

Volvamos a mirar las cuatro imágenes que Bataille eligió para ilus-
trar “Lo sagrado”, y que serían fotografías, escrituras luminosas del
amor, del arte, de la búsqueda de lo sagrado que no cesa; documentos
pues de la profanación de cosas que en algún momento fueron sagra-
das para algunos. Sobre el túmulo de cruces lituano, nubes blancas en
el cielo: la aspiración elevada de esa meseta artificial y de las espigadas
cruces ortodoxas se contrapone a lo que esconde, lo que encierra, la
simple putrefacción de los cadáveres bajo la tierra. El serio y bien pei-
nado torero, en su erotismo kitsch y apolíneo a la vez, parece erguirse
sobre la arena con toda la majestad del que ha matado, pero abajo el
animal le opone una carne en tránsito, una simple comida, al cuerpo
brillante del hombre; y la espada comunica la nuca del toro con la
mano hábil, con la técnica del sacrificador. El gran falo de piedra, sobre
un pedestal donde se descascaran unos relieves humanos y un hombre
levanta su mano en dirección al testículo gigante como si invocara u
ofrendara algo, está cortado; la ruina que ha hecho el tiempo de esa so-
lemne erección antigua señalaría su carácter efímero. Nada, ni la piedra
tallada, perdura en su dureza. Por último, los aztecas y su sacrificio hu-
mano quizás estén más cerca de una imagen imposible de lo sagrado;
ahí nada se eleva, todo cae, se tira hacia abajo; los dioses gozan con el
dolor humano.
¿Qué relación hay entre la imagen y lo sagrado? En primer lugar, su
ambivalencia, su posibilidad de inversión. Lo miserable, en la imagen,
puede ser sublime. A eso llamará Bataille la crueldad del arte, su capa-
cidad de fascinar con el horror, que una imagen terrible cause placer.
La fascinación de la historia de la pintura occidental con las escenas de
martirio, de tormentos físicos, acompaña su permanente complacencia

[27]
en los cuerpos y en su ofrecimiento a la mirada. La historia del erotis-
mo en imágenes será para Bataille la reunión y el diálogo, la contrapo-
sición y la conciliación de esos aparentes contrarios, el goce y el horror,
el orgasmo y la muerte. Pero también, en segundo lugar, las imágenes
se parecen, y no pueden dejar de parecerse, a lo sagrado en que mantie-
nen cierta dualidad suspendida. Lo alto y lo bajo siempre conviven en
la imagen, ya sea como representación perceptible de lo imperceptible,
como encarnación imaginaria del espíritu, ya sea como reducción de lo
imperceptible a la pura materia. Bataille, en algunos de sus primeros ar-
tículos en la revista Documents, habla en torno a ciertas imágenes para
empezar a pensar la transgresión a la que se ha visto reducida lo sagra-
do en el presente. Pero no se trata de “arte”, sino de testimonios de lo
imposible o de lo infigurable, por llamarlo de alguna manera, en ciertas
figuras antiguas o actuales. Por ejemplo, en 1929 publica “El caba-
llo académico”, donde opone la figura idealista, helénica, del caballo,
como representación de aspiraciones nobles, del equilibrio alcanzado, a
una imitación gala, que se reproduce en la revista, donde se percibe lo
informe y lo monstruoso que serían los presupuestos y los orígenes del
animal. De manera extravagante, casi hegeliana, Bataille supone que
existen animales más académicos, más aptos para la idealización, como
el caballo y el hombre mismo, mientras que otros, aferrados a su barro
primitivo, prolongarían el espanto desequilibrado de lo que se muestra
sin forma, sin simetrías, como el pulpo o la araña. En el caballo deforme
de la antigua moneda gala, copia malograda de la noble figura griega,
se representaría “una respuesta definitiva de la noche humana, burlesca
y espantosa, a las simplezas y a las arrogancias de los idealistas”9. Pero
lo que destaca Bataille no es tanto la fácil conjetura de una alternancia
entre lo ideal y lo bajo, entre lo clásico y lo deforme, como un vaivén
de la historia cultural, sino que eso también pasa en la naturaleza. Si su-
pusiéramos que existe un sujeto llamado naturaleza, habría que admitir
que por momentos parece buscar la forma clara, la simetría o la pureza
de líneas, y en otros casos, no como un arrepentimiento sino como un
chorro de pintura rabiosa sobre la tela clara y distinta, se dejaría fasci-
nar por la libertad ilimitada de la materia, sin arriba ni abajo, como si
esta suposición, la naturaleza, estuviera “en constante rebelión contra
sí misma: tan pronto el espanto de lo informe y lo indeciso desembocan
en las precisiones del animal humano o del caballo, se sucederán, en
un profundo tumulto, las formas más barrocas y más repugnantes”.

9 En La conjuración sagrada, op. cit., p. 16.

[28]
¿Y qué quiere decir entonces, para el animal hablante, suspicaz ante su
muerte, el espectáculo natural? Que la vida humana no está lejos del
mismo teatro, siempre entre la forma alcanzada y la revuelta contra
lo formado, entre lo informe que se eleva y se delimita en una cabeza
pensante y lo formado que se arruina, se agrieta y se une de nuevo a la
marea de donde había surgido. En palabras de Bataille: “Oscilación ri-
gurosa que se levanta con movimientos coléricos y que, si se considera
arbitrariamente en un tiempo reducido la sucesión de revoluciones que
han persistido sin fin, golpea y hace espuma como una ola en un día de
tormenta”. Lo que se impone en la deformación es la falta de planes,
la negación de un método racional y de una organización progresiva. Y
Bataille parece terminar su ensayo afirmando la necesidad y el retorno
de la “noche humana” en sus condiciones actuales de sometimiento a
una planificación clara y sin disimulos.
Por la misma época, su original alabanza del dedo gordo del pie
también proclama el retorno de lo bajo en la obsesión oculta, no sabi-
da, de la cabeza erguida y soñadora. Y el desprecio, el pudor que oculta
ese dedo, su olor, su trato, implica al mismo tiempo su poder de exci-
tación, su atracción, su transformación en fetiche. Para el fetichista del
pie, aun cuando lame extasiado, casi sin poder pensarlo ni aprehenderlo
como una experiencia memorable, los dedos de un pie, lo sagrado está
ahí presente y es lo que seduce, pero se escapa en la fuga del tiempo y
nada queda de ese instante privilegiado. Bataille insiste: abandonemos
toda cocina poética, donde los débiles se entregan a sus bajos impul-
sos, y veamos de frente lo bajo que nos seduce, lo real del sueño de la
belleza: “Esto quiere decir que somos seducidos bajamente, sin oculta-
miento y hasta gritar, con los ojos desorbitados: así desorbitados ante
un dedo gordo”10. ¿Y qué es lo que se niega en el caballo monstruoso
del galo sin Estado, ni literatura ni fundación de nada, al igual que en
el dedo del pie, saliendo de su escondite de fetiche como un reptil de
su caparazón para ofrecerse a la codicia de alguien? La cabeza humana.
Al revés que en Hegel, quien veía a los dioses con cabezas de ani-
males como un estado primitivo de lo divino, lo todavía no logrado, la
idea aún incompleta, que sólo en la figura humana armónica de los dio-
ses griegos encontraría su verdadera apariencia sensible, Bataille piensa
que lo divino revela su auténtico vacío sagrado en esa negación de lo
humano, en la reducción a cosa de un cuerpo cuya materia condena a
dejar de ser. Así, en el ensayo “El bajo materialismo y la gnosis”, de

10 Ibíd., p. 49. Ibid. [sin acento, en todos los casos]

[29]
1930, se anticipa la postulación del dios sin cabeza como representa-
ción de una ausencia de sentido que sensibiliza y hace sagrado todo lo
visible. La materia simple, no sacralizada, mero opuesto de la idea, sólo
sería un ente abstracto sin la sangre que la sustrae de las operaciones
formales, paredes de una cárcel cuya dirección estaría a cargo de la
idea más absurda y más formalista de todas: Dios como omnipotencia
de una razón infinita. Otro es el Dios incognoscible de los gnósticos.
Precisamente, lo que se puede conocer no puede corresponder en nada
a su inaccesibilidad. Y esa deidad suprema, única, se habría retraído en
su misma totalidad infinita para hacer lugar, ausentándose, a la exis-
tencia material. Por lo tanto, la materia no pertenece a Dios, sino a
oscuros demiurgos, emanaciones monstruosas de la autonegación del
ser que crearon el mundo, el hogar informe, exiliado y mortal donde
los cuerpos se dispersan. En un sentido histórico, Bataille observa que
los gnósticos eran pesimistas, con sus almas perdidas en la materia y
ávidas de acceder a lo que desde toda la eternidad se les niega; marti-
rizados por ello, mutilados por la locura de saberse en el mal pero sin
esperanza de un bien, salvo por el absurdo de lo absolutamente ajeno
a toda experiencia. Pero en un sentido literal, cuando ya no se espera
la solución divina, la libertad de la materia que se afirma como pura
actividad de agitación, éxtasis y degradación de los seres vivos puede
parecer optimista. Se trata de una afirmación del principio activo de lo
material que, en lugar de someterse al pensamiento demasiado huma-
no, se convierte en negación de lo que se niega en la existencia. No
habría que sostener el carácter material de lo que existe, puesto que eso
implicaría considerar la materia como cosa en sí. Pero tampoco habría
que “someterse, ni uno mismo ni su razón, a algo que sería más eleva-
do, a cualquier cosa que pueda darle al ser que soy, a la razón que es-
tructura ese ser, una autoridad prestada”11. El acto de pensar, negación
momentánea de lo real que se inscribe en la muerte anticipada, debe
rendirse pues no ante lo divino de un pensamiento, sino ante lo más
bajo, a lo que no supone ningún pedestal. Si los principios del Dios au-
sente no ejercen ningún poder sobre el pensamiento ni sobre el cuerpo,
entonces la materia baja, lo animal, lo monstruoso, acaso simplemente
lo excretorio y lo caduco en cada uno, se vuelve una liberación de la
cárcel formal. Lo que se traduce en imágenes por medio del bestialismo
de los dioses “materialistas” de ciertas medallas gnósticas.

11 “El bajo materialismo y la gnosis”, en La conjuración sagrada, op. cit., p. 62.

[30]
Bataille publica cuatro fotos de moldes conservados en la Biblioteca
Nacional de Francia atribuidos a sectas gnósticas. La primera representa
unos arcontes con cabeza de pato; son tres cuerpos humanos de pie, que
tampoco tienen manos humanas pero sostienen una especie de bácu-
lo en sus extremidades derechas que terminan en pinzas de dos dedos.
¿Qué oscuro, ridículo destino traman en su cónclave los integrantes de
ese triunvirato de potencias? Lo siniestro y lo cómico se esbozan en los
pectorales de sus torsos masculinos y en sus picos de palmípedo, que nos
transportan desde el antiguo pánico maniqueo a la ominosa atracción de
los dibujos que animan las infancias mediáticas del presente. Bataille no
comenta los detalles, lo que le importa es lo que falta, la figura humana,
su cabeza ideal, la mirada. Si esos patos ciegos, con un pie humano que
se levanta y parece avanzar, rigen el mundo, es que no existe un sentido
ni una dirección. Súbitamente, nadie más que el delirio y el miedo hu-
manos habrían producido, emanado esas caricaturas de gerentes cósmi-
cos, y la materia se entrega al azar o a la nada. Vivimos, es cierto, en un
mundo sin sentido, pero con la libertad de tocar casi cualquier cosa para
convertirla en el ojo que asistirá a nuestra muerte. La segunda figura,
“Iao panmorfo”, es el dios de la materia en devenir, un Proteo en trance
de volverse todas las cosas imaginables y que pueden caber en los dos
centímetros del sello ovalado: tres pares de patas de cabra, una serpiente
que se enrosca al báculo de mando, una cabeza de burro con rayos de
sol, estrellas alrededor, otros fragmentos de animales que quizás una mi-
rada más experta alcance a descifrar. ¿No es la prosopopeya pueril de la
materia insubordinada, a la que todas las formas le estarían permitidas?
El tercer molde sería un “Dios acéfalo coronado por dos cabezas de ani-
males”. Por cierto, el dios sin cabeza termina en una especie de capitel u
ornamento, a su vez descansa sobre un cartel al estilo egipcio con figuras
menores, y más abajo hay un hombre, un cadáver quizás, acostado y con
tocado egipcio. ¿Acaso el cuerpo le recuerda a la cabeza que la muerte
es lo imposible de pensar pero lo que exige pensar más allá del límite del
pensamiento? La tumba debajo del acéfalo le recuerda al sectario gnósti-
co su degradación física y su muerte, pero también debería suscitar risa,
llanto, maneras de no pensar y de embriagarse en la pura evidencia de lo
que existe. La última medalla repite su siniestra miniaturización del ab-
surdo, un dios con piernas de hombre, cuerpo de serpiente y cabeza de
gallo. ¿Por qué estas variaciones sobre el enigma del bestialismo o de lo
semihumano? Hegel decía que las esfinges miraban melancólicamente al
desierto como esperando la solución del enigma que ellas mismas repre-
sentaban. Pero el hombre que discurre lógicamente no podía surgir en

[31]
ese sacrificio del presente por una eternidad mortuoria, detenida, mero
opuesto abstracto de la destrucción natural de todo cuerpo vivo. En la
lectura de Bataille, el dios monstruoso no eleva al animal a la expectativa
de la eternidad, no imanta ningún alma inmortal, sino que reduce la ilu-
sión de continuidad del habla, de la interioridad, a su despedazamiento
fatal. Lo imposible en lo real, el dios de sexo humano y cabeza de gallo,
sin las manos que modelan un mundo práctico y vivible, revela que lo
real es imposible, no se piensa, no avanza, no espera nada. Los arcontes
absurdos no son esfinges que custodien un reposo eterno, sino alegorías
de la pura nada.
Pero los gnósticos eran creyentes. El reverso de los arcontes-patos
dice: ABAATANAABA, variante de nuestra persistente consigna para
niños “abracadabra”. El nudo de animales, el “panmorfo”, sería el
“dios maldito” que se identifica generalmente con el dios del Génesis,
el creador del mundo, el hacedor de la luz y artesano del cuerpo huma-
no. En general, parecen amuletos, signos apotropaicos, simulacros de
gobierno de la materia o de lo involuntario. O sea que buscan la suerte.
Tal es el nombre del azar para el goce humano. Si la serpiente sibilante
de la ese se sustrae, el mandato que amenaza con cumplirse, inexorable,
es la simple muerte. Es sabido que la “Summa ateológica” de Bataille,
que desemboca en la afirmación de una “voluntad de suerte”, puede
leerse como una larga meditación sobre la muerte.

***

Los escritos de Bataille no pueden leerse sino empezando casi gra-


tuitamente por un texto cualquiera. Sin embargo, este método rigu-
rosamente ametódico revela en cada ocasión una insistencia en ciertos
temas y sobre todo una manera de abordarlos que señalan un pensa-
miento sostenido. Por supuesto, no se trata de un sistema de pensa-
miento, sino de un pensamiento sobre la experiencia, pero no sólo
sobre la experiencia de pensar, pues eso haría de Bataille un “filósofo”,
más bien al contrario, su base estaría en una experiencia de lo no pen-
sado, e incluso de lo impensable. De allí que en muchos de sus escritos
parezca haber una estructura binaria –lo alto y lo bajo, lo académico y
lo monstruoso, lo útil y lo gratuito, la producción y la pérdida, etc.–,
pero lo que en realidad se describe son los límites de un orden más
allá del cual comenzaría lo ilimitado. Lo ilimitado es lo que no tiene
definición y sólo se muestra bajo una forma negativa, que en muchos
momentos asume su aspecto de figura retórica: negar para afirmar algo

[32]
que se esconde detrás de lo negado. En un texto titulado “El obe-
lisco”, publicado en la época del Colegio de Sociología, en 1938, lo
negado se piensa primero a través de una parábola de Nietzsche sobre
la muerte de Dios. En ese fragmento nietzscheano, un loco llega a la
plaza pública en busca de Dios, lo que suscita la risa de muchos de los
que estaban allí reunidos, puesto que no creían en Dios. El loco en-
tonces anuncia que hemos matado a Dios. Pero no como un antiguo
profeta que acusa a los otros de esa muerte y que vendría a restituirle
una vida renovada, una nueva fe, sino como uno más de los asesinos de
Dios. ¿Cómo sucedió esa muerte? No se sabe. El carácter inconsciente
de la muerte de Dios es uno de los problemas de Nietzsche que Bataille
no deja de retomar, pues ese hecho inconsciente tiene consecuencias
que se expresan en estas preguntas irresolubles: “¿Pero cómo lo hici-
mos? ¿Cómo pudimos agotar el mar? ¿Quién nos dio un borrador para
suprimir el horizonte entero? ¿Qué hicimos cuando separamos esta tie-
rra de su sol? ¿Adónde se dirige ahora? ¿Adónde nos dirigimos? ¿Lejos
de todos los soles? ¿Acaso no estamos cayendo sin cesar? ¿Hacia atrás,
de costado, hacia delante, de todos lados? ¿Todavía existen lo alto y lo
bajo? ¿No somos llevados al azar en una nada sin fin?”.12
No obstante, más allá de Nietzsche, este movimiento en el vacío
helado del espacio afecta igualmente al que hace las preguntas. Es un
loco, no un filósofo. La existencia humana, reducida en cada individuo
a las atracciones que sufre o que produce en otros, se torna aislada-
mente una sombra, “menos que partículas de polvo”, dice Bataille. Esa
fugacidad, ese torbellino de polvo que constituye cada vida es apenas la
encarnación provisoria de lo humano, no tiene nombre, y sólo encuen-
tra su centro, la ilusión de un eje en torno al que gira, en la agitación
de multitudes innumerables. Esa es la experiencia no pensada. Bataille
afirma en otro texto de la misma época, “La suerte”, que “la existencia
no es verdaderamente humana sino en la medida en que puede darse
un sentido”13. Pero el sentido siempre es ilusión, una explicación uti-
litaria, razonable, de la pura suerte. El vacío alrededor del cual gira la
vida, sin sentido, le comunica a la agitación que la precipita rumbo a
su final un sabor acre, áspero, una percepción de algo inimaginable
que corroe toda imagen y que le da su atracción gratuita a esas mismas
imágenes. Algo sagrado se desprende del sinsentido de la agitación de
la vida, en la medida en que se trata de algo separado de las atribucio-

12 O. C., I, p. 502.
13 O. C., I, p. 541.

[33]
nes de sentido. Bataille escribe: “Cada individuo no es más que una
de las partículas de polvo que gravitan en torno a esa existencia acre.”
Pero el vacío que está en el centro es representado por su negación.
El obelisco, monumento a lo imperecedero, a lo que permanece fijo,
mientras las generaciones humanas nacen y mueren, pululan a su alre-
dedor sin prestarle atención, representa la negación más calmada, más
inexpresiva, de la muerte de Dios. Viene a decir: el tiempo, esto que
pasa, la agitación sin sentido, no modifica el lugar único, unificado de
un soberano. Sin embargo, a diferencia de su origen egipcio, en que
pirámides y obeliscos se yerguen como imágenes de la eternidad, como
negaciones y justificaciones de las vidas consumidas en edificarlos, por
el contrario, en una época burguesa ya sólo se trata de glorificar un de-
safío al tiempo. Su mismo carácter inmutable se sostiene en la mutación
constante de las vidas que pasan a su lado y que preside desde lo alto.
Testimonio de un orgullo, aunque también anuncio de su duración
histórica, el obelisco moderno le revelaría a quien lo mirase de frente el
carácter tóxico del eterno retorno. Pero sólo se trataría de un loco, ob-
jeto de risa en la plaza pública, para el cual fácilmente se levantaría un
escenario de escarnio. Según Bataille: “Los sitios destacados responden
de esa manera burlona y vaga a la insignificancia de las vidas que gravi-
tan en su órbita hasta perderse de vista; y el espectáculo no cambia sino
cuando la linterna de un loco proyecta su luz absurda sobre la piedra”.
En ese momento, visto así, como una cosa fijada desde el fondo de los
tiempos, el obelisco parece dominar la fuga enloquecida de las épocas.
Pero en verdad es un recuerdo de esa misma fuga, una memoria de
la desaparición de toda época y de todo enjambre humano. ¿Quién
recuerda? El loco, el separado, el momentáneamente sagrado. Allí se
anuncia, en público, un umbral después del cual se hace preciso lanzar-
se adonde ya no hay fundamento ni medida. ¿Qué sería lo sagrado en
esta quizá demasiado plástica oposición de Bataille entre el obelisco y la
muchedumbre agitada de transeúntes? Ninguno de los dos polos, sino
las maneras en que ambos comprueban la ausencia, la muerte de Dios.
El obelisco señala la eternidad con una fecha como la opaca, incons-
ciente ilusión de una época fijada. El enjambre humano ignora que su
agitación no se dirige a ninguna parte, no tiene una meta, ni otra vida
que su mismo movimiento inconsciente.
Lo persistente en la parábola de Bataille es la idea del enjambre so-
cial, que en algunos textos suyos se acercará a la analogía con la galaxia,
es decir, algo, un ser compuesto por partes que no forman un todo

[34]
definible. Sin embargo, lo sagrado, que une al enjambre, que atrae los
cuerpos de algún modo, no se percibe más que individualmente.
Cuando Michel Leiris decide apartarse del Colegio de Sociología
y le envía una carta a Bataille con sus observaciones epistemológicas,
sobre la poca relación de los intereses del Colegio con los estudios más
coherentes y consecuentes de la sociología francesa y de la etnografía,
la respuesta de Bataille es clara y despeja el malentendido: “Cuando
usé por primera vez la expresión de sociología sagrada, no pensé que
la disciplina definida por esos términos se situara exactamente como
continuación de la tradición sociológica de la escuela francesa. En mi
opinión, la experiencia que cada uno de nosotros podía tener de lo sa-
grado conservaba una importancia esencial”.14 Se trata de experiencias
que se le ofrecen a cada uno como lo sagrado fuera de toda religiosi-
dad: el éxtasis, la embriaguez, la opacidad del rostro ajeno y el misterio
de la comunicación. Son los agentes inasibles que concentran al enjam-
bre humano. Aunque no se remiten a un orden, un esquema, sino que
se arraigan en la separación absoluta de cada elemento, partícula, ser.
Por eso una figura repetida de lo sagrado en Bataille, como experiencia
absurda, estética en cierto modo, de la ausencia de Dios es la imagen
de la mosca o de la avispa, insectos efímeros, lejos de la más mínima
sospecha de pensamiento, que pondrían en escena la insignificancia de
toda existencia. Sólo que “un hombre puede reconocer el abandono
en que se encuentra. El universo lo ignora al igual que un vidrio igno-
ra la avispa que se estrella contra su superficie ilusoria. El resto de los
hombres también lo ignora: los rostros que se abren en apariencia tal
vez no son más penetrables que el vidrio.”15 Esta cita pertenece a un
breve texto titulado “El paisaje” de 1938. En las notas de la edición
de las Oeuvres complètes, se consigna que el manuscrito original decía
“mosca” en lugar de “avispa”. Más allá de la equivalencia de los insec-
tos en tanto metáforas de la fugacidad o lo ínfimo, habría que señalar
al menos dos rasgos diferentes entre ambos términos. Por un lado, las
avispas pueden formar enjambres y de algún modo reflejarían la ana-
logía con la forma corpuscular de fuerzas centrífugas y centrípetas que
Bataille parece atribuir a las sociedades. Y por otro lado, el cuerpo de
la avispa, más agresivo, más redondeado, en última instancia suicida,
tiene para Bataille una tradición personal. En la novela inconclusa Julie,
escrita alrededor de 1944, la protagonista femenina, borracha, aban-

14 Bataille, Leiris, Échanges et correspondances, París, Gallimard, 2004, p. 129.


15 O. C., I, p. 521.

[35]
donada al sueño después del sexo, es comparada con una “avispa” por
la forma en que su cintura acentúa el ensanchamiento de las nalgas y
por la animalidad que recuerda. “Julie en ese momento: avispa herida,
exhibición de carne. La embriaguez le daba una majestuosidad animal:
¡impudor, majestad de las bestias!”16
Además, la “mosca” sustituida, antiguo signo de lo efímero de la
vida terrestre, memento mori de la pintura barroca, tiene su tradición
más reconocible en la filosofía materialista y atea de un Diderot, por
citar sólo un ejemplo, que en su Carta sobre los ciegos compara la creen-
cia de los hombres en un orden estable del universo con las suposi-
ciones religiosas que haría una mosca efímera si pudiera transmitirles
a otras moscas sus experiencias sobre la permanencia de un cuerpo
humano. También en Diderot podían encontrarse ya las analogías de la
sociedad con un torbellino de corpúsculos e incluso de cada ser con un
cúmulo de partículas concentradas pero prontas a disolverse llegado el
momento, analogías que recuperan las imágenes de la filosofía atomista
de Lucrecio. Salvo que a diferencia de la mosca o de la avispa, en el
momento de morir, el hombre puede percibir esa insignificancia. Es
un momento de conciencia de lo impensable. Según una frase tachada
del mismo texto “El paisaje”, es “el hastío [lo que] permite finalmente
percibir desnudo el vidrio contra el cual los esfuerzos desordenados
han chocado en vano”. Y en la versión publicada de esta misma frase,
leemos: “El hastío ya no permite seguir chocando con fervor contra
el vidrio”. Este cansancio, este abandono de la vida de alguna manera
le daría al hombre la posibilidad de conectar el universo con la mirada
sin esperanza y vacía de todo entendimiento de la avispa que muere.
El aburrimiento, otra experiencia de lo sagrado, del apartamiento, que
aún resiste a la homogeneización general de las actividades posibles,
le daría un sentido al sinsentido del insecto, puesto que pone ambas
muertes, la humana y la animal, dentro de una analogía. Pero si bien la
mosca teológica del barroco le recordaba al pecador que debía arrepen-
tirse, porque la vida es breve y todo lo terrenal desaparece, la avispa del
fin de los tiempos, tras la muerte de Dios, con su aguijón ardiente que
implica la existencia sin sentido, recuerda la destrucción como destino
de cada ser y estimula la comprensión, la revelación y la embriaguez del
instante presente. El hombre hastiado, dice Bataille, “se encierra en un
silencio grave, y con una alegría que lo angustia apoya el pie desnudo
sobre el suelo húmedo para sentir que se hunde en la naturaleza que lo

16 O. C., IV, p. 114.

[36]
aniquila”. Los lectores de “El dedo gordo” recordarán de qué modo
en Bataille la presencia de lo bajo, el pie, el barro que pisa, la desnudez
que oculta, se oponían a lo alto, la cabeza descubierta, el ideal de una
mirada. De alguna manera, el pie desnudo le recuerda a la cabeza pen-
sante la mortalidad del cuerpo, el animal que va a morir más allá y más
acá de todo pensamiento.
En un proyecto de prólogo inconcluso para su nouvelle El muer-
to, Bataille describe el estado enfermizo, a la vez febril y excitado, en
que se hallaba cuando concibió ese relato. En dicho fragmento, que
cuenta hechos de 1943-1944, Bataille refiere uno en particular que
parece conducir al abandono de la filosofía. Un día escucha la caída de
un avión alemán y se dirige al lugar. Ve los árboles derribados por el
impacto. Y su mirada se fija en el pie de un tripulante que había sido
desnudado por la rotura de su zapato. Sólo ese pie estaba intacto en
un paisaje de cabezas quemadas y restos informes. “Era la única cosa
humana de un cuerpo y su desnudez, amarronada, era inhumana”,
anota Bataille, que dice haberse quedado allí inmóvil puesto que el pie
descalzo lo miraba. En esa mirada muerta, se le revela la verdad, que
es una sola, una violenta negación. “La verdad no es la muerte: en un
mundo donde la vida desapareciera, la verdad sería en efecto esa ‘cosa
cualquiera’ que sugiere una posibilidad pero que, al mismo tiempo, la
sustrae.”17 En el mundo vacío, vaciado de mí que soy el que lo piensa,
persistiría lo indefinido de una posibilidad, el azar eternizado, pero
esto sería una simple idea. En el yo, en el que escribe, la percepción del
pie descalzo, calcinado, “anuncia la desaparición aterradora de ‘lo que
es’”, y en adelante ya no podrá ver más “lo que es” sino “en la transpa-
rencia del pie que anuncia su aniquilación”. Esa cosa muerta que ya no
dice nada, que se separa del sentido pensable de una vida, en el mismo
momento en que se hunde en el barro, en la nada, en ese rato en que
arde buscando la materia informe, el retorno a lo inorgánico, muestra
lo que existe, lo que hay. De esta experiencia, difícil de compartir por-
que remite a la intuición de lo sagrado, lo inmundo y lo separado, lo
glorioso y lo desprendido, no se deriva la adquisición de un objeto para
el pensamiento, salvo que se postule la negación de todo objeto como
impulso para pensar. Inmediatamente después, Bataille cuenta sus lec-
turas de filosofía casi abandonadas: “Sólo tengo la certeza de haber
arruinado en mí aquello que hizo que en otro momento leyera a Hegel
[…]. Pero lo que me quedó de eso en primer lugar fue un violento

17 O. C., IV, p. 365.

[37]
silencio”. En este mutismo alcanzado, en esta lasitud, lo banal y lo
sublime se reúnen, como para el que contemplaba con hastío la muer-
te de un insecto, la falta de sentido de la mera vida orgánica. ¿Qué se
hace presente en esas escenas, quizá demasiado dramáticas, frente al pie
del alemán muerto, hegeliano, frente a la mosca espontánea, epicúrea,
frente a la avispa que corre hacia su fin con una inexplicable filosofía
de la vida? Como en la parábola que se imagina representada alrededor
del obelisco, signo permanente de lo pasajero y lo fechado, se trata de
la loca percepción de la ausencia de todo principio divino. Tal ausencia
implica también la desaparición de un sentido humano. Reemplazar
el servicio a Dios por unos servicios al hombre sería el engaño, la sus-
titución de elementos que deja intacta la forma jerárquica de su fun-
cionamiento efectuada por un ateísmo ingenuo. Pero, ¿es posible vivir
sin servir a nada? ¿No es esta pregunta un pensamiento que sirve para
entender algo? Y si la inteligencia de una experiencia en cierto modo
anula su inmediatez, su violencia y su negatividad, de todos modos no
habría otra forma de hacer la experiencia que no fuera describiéndola.
Por lo tanto, lo imposible de decir sigue siendo lo único que importa
decir. Y dado que no hay ideas para lo imposible –porque toda idea
desmaterializa la experiencia, uniendo lo que siempre estuvo separa-
do–, habrá parábolas, analogías, imágenes.
En un escrito de 1947, “La ausencia de Dios”, que es una sucesión
de aforismos o miniaturas que aluden a la nada contenida en su títu-
lo, encontramos los siguientes temas de meditación: tropezarse en la
noche y sentir que el suelo nos falta debajo de los pies; ser deslumbrado
por un objeto que al mismo tiempo decepciona sin medida; no leer,
no saber, no responder; la melancolía de no ser ni Dios ni una ostra;
llorar y reírse. A continuación, las dos últimas escenas nos devuelven
al mundo de los insectos. En la primera, Dios enloquece y sueña que
es un enfermo comido por las chinches. Luego se convierte en una
chinche que el enfermo aplasta entre sus uñas. ¿Qué quiere decir esto?
El mismo Bataille parece responder que si lo supiéramos no existiría la
pregunta. El sueño de la muerte de Dios, ese insecto pensado por la
conciencia de repente surgida en el animal cualquiera que empieza a
hablar, no es más que un espacio infinito, vacío, apenas teñido por la
confusión y la furia, el inexplicable deseo de perseverar y el inexplica-
ble anhelo de dejar de ser que el pensamiento niega por igual. La otra
escena que se contempla es la muerte de una mosca que ha caído en
la tinta. Prescindamos de la fácil alegoría del escritor y el naufragio de
su vanidad siempre destinada piadosamente al olvido. Bataille piensa

[38]
desde el punto de vista de la mosca agonizante, lo que continúa una
antigua ficción filosófica. “Para una mosca caída en la tinta, el universo
es una mosca caída en la tinta, pero para el universo la mosca es ausen-
cia del universo, pequeña cavidad sorda ante el universo y por la cual
el universo se sustrae a sí mismo.”18 La misma desaparición del todo
que se manifiesta en lo insignificante pareciera darle valor de totalidad
a cada instante, es decir, a lo que no tiene sentido porque se consume
en sí mismo, no lleva a nada ni proviene de nada.
Otro escrito del mismo año, “La ausencia de mito”, desarrolla dia-
lécticamente el misterio por el cual una mosca haría desaparecer el uni-
verso a la vez que lo vuelve perceptible como materia, como no-saber.
Ahí escribe Bataille: “La ausencia de Dios no es más el cierre: es la
apertura de lo infinito. La ausencia de Dios es más grande, más divina
que Dios”.19 Y su consecuencia inmediata, o más bien su efecto sin
consecuencia, sin previsibilidad, sería la desaparición del yo. A la espera
de tal pérdida de sí, el que escribe encuentra una promesa de felicidad.
Mientras tanto, la ausencia de mito –que también es un mito– se expo-
ne como un correlato en el ámbito de la palabra de la experiencia de la
ausencia de Dios. El mito de la ausencia de mito, por el cual se revela la
ruina de lo que existe, su vacío originario convertido en absurdo final,
sería “el más frío, el más puro, el único verdadero”. ¿Acaso también
la ausencia de Dios sería un dios “verdadero”? En todo caso, bajo sus
diversas formas, como ausencia, mosca o acéfalo, sigue realizándose en
las hierofanías, en la glorificación y en la profanación simultáneas, del
erotismo, la angustia, la risa y la pérdida del sentido.

***

En 1930, también en Documents, Bataille había publicado un ar-


tículo titulado “El espíritu moderno y el juego de las trasposiciones”,
cuyas dos ilustraciones eran fotos de un papel engomado con moscas
muertas y una capilla romana de monjes capuchinos que está decorada
con los huesos de los frailes a los que sirvió de tumba. ¿Cuál sería la
modernidad en esas moscas pegadas a la inexorable trampa adhesiva y
a la vez en las guirnaldas de partes de esqueletos que dibujan curiosos
arabescos en la capilla mortuoria? En todo caso, las trasposiciones que
el espíritu moderno recupera en el arte serían un violento transporte

18 O. C., XI, p. 230.


19 O. C., XI, p. 236.

[39]
de los símbolos, las imágenes acuñadas en la cultura a la esfera de las
emociones, de las obsesiones más íntimas. Pero esto ocurre porque
antes, en la vida cotidiana, se ha olvidado toda significación interna,
perturbadora de lo que se ofrece a la vista. Y lo que debería perturbar
termina siendo indiferente incluso para los ojos del arte. Así, la mosca
y los huesos, reunidos al azar para ilustrar el artículo, darían la medida
de la impotencia del presente para salir de sus vías tradicionales e ima-
ginar lo que no tiene ningún sentido, un más allá de todo símbolo.
Las escasas formas que permitirían disponer, según Bataille, “del terror
causado por la muerte y por la podredumbre, la sangre derramada, los
esqueletos, los insectos que nos devoran”20 aparecen sólo de una ma-
nera retórica. La mosca, en lugar de amenazar con su inmundo hambre
de putrefacción, de significar apenas la nada de cualquier cosa frente a
la materia casual, se ha vuelto símbolo: es la vida efímera, el “acuérdate
de la muerte” que una filosofía degradante de las sensaciones actuales
usa para el bajo continuo, el zumbido de su canción triste.
Justamente, el desinterés equivalente que suscitan las moscas muer-
tas y los esqueletos decorativos indicaría el empantanamiento al que se
enfrentan quienes tienen que “manipular y transformar los tristes feti-
ches todavía destinados a conmovernos”. Al contrario que en una tribu
cualquiera donde la sangre y los huesos rompen la regularidad de los
días, en una fiesta cuya enormidad se notaba en lo indescriptible de su
advenimiento para el que participaba en ella, para nosotros los moder-
nos, que gozamos de numerosas muertes y restos, el contenido de los
días siempre iguales se pierde como en un barril agrietado. El mal de
morir a cada instante, que se experimenta sin saberlo en esa fiesta perdi-
da, sólo aparece de forma negativa en el higienismo diario y diurno del
hombre actual. Pero la mugre y la noche están fuera de lo visible, aun
cuando su intensa atracción se revele apenas se raspa la corteza de los
intereses inocentes, las cosas que hacer, las preocupaciones familiares.
Preferimos pues la vida que se olvida de sí misma, cuando su verdadero
sentido apuntaba a una imagen grandiosa de descomposición y peligro.
Nosotros, dice entonces Bataille, servimos a los dioses de lo negati-
vo, las cosas fabricadas para olvidar el acercamiento a la muerte. “Tal
servidumbre se prolonga en todos los lugares adonde un ser normal
todavía puede dirigirse. Entramos a la galería de arte como quien va a
la farmacia, en busca de remedios bien presentados para enfermedades
confesables.” ¿Y no son acaso inconfesables las figuras que quisiéramos

20 O. C., I, p. 272.

[40]
ver pero que están en el reverso de las mismas imágenes claras de la
calle y sus ocupaciones? ¿No es la noche la que expulsa con sangre el
nacimiento del día? Bataille contesta: “Sólo en una oscuridad completa
es posible encontrar lo que uno siempre buscó”. En esa oscuridad,
no habría ya representaciones, es decir, trasposiciones que iluminan la
obsesión personal con un repertorio de símbolos. Y sin embargo, el
impulso de pintar o de escribir en el presente se esconde más allá de las
trasposiciones, de cuadros y libros, y se arraiga en una necesidad muy
distinta al intercambio de valores simbólicos.
La inspiración, por usar otro viejo símbolo, no sería pues algo que
se insufla en el interior de un ser hablante, como un hálito vital que
divinizaría la carne, sino más bien un viento nocturno que empuja y
arrastra el cuerpo y lo enfrenta a su mortalidad. Ahí, en su noche parti-
cular, se muestra lo sagrado, eso que sustituye al animal que muere en
el sacrificio justo en el momento en que su sangre se derrama; pero es
también lo que nunca está presente aunque le dé por instantes a la vida
activa la suspensión de todo proyecto, donde se cumple la presencia.
Bataille dirá, en muchos textos, que se trata de pensar “lo que es”, “lo
que hay”, pero sin las trampas del pensamiento, sin atributos ni cons-
trucciones. Nada más difícil de pensar, aunque nada debiera ser más
fácil de experimentar, puesto que “lo que es”, en el plano del saber, es
un saber de nada. Es la existencia como soberanía que no se somete
a ningún proyecto, que no puede ser utilizada sin desaparecer. Para el
habla y el pensamiento, es una ventana que se abre a la noche, aunque
también indica el encierro de quien no puede salir de su discurso, de
su vida discursiva o simplemente activa. En el artículo sobre las tras-
posiciones, la intuición de conmociones soterradas, causa de todas las
imágenes pero también lo escondido en ellas, se describe como una vo-
luntad súbita, “una ráfaga nocturna que abre una ventana”, para vivir
de otro modo, “sacando bruscamente los tapices que ocultan lo que a
cualquier precio no habría que ver, una voluntad de hombre que pier-
de la cabeza, la única que puede permitirle enfrentar lo que todos los
demás eluden”21. La trasposición de los símbolos a un nuevo lenguaje,
si a eso lo llamamos un espíritu estético moderno, no puede satisfacer
esa necesidad violenta a la cual sólo le ofrece pinturas y poemas. Aun
cuando sin duda la violencia de la misma trasposición, su novedad,
señala el mundo oscuro, no representado, de la necesidad vital de la
noche. Cuando la cabeza deja de controlarlo todo, o más bien cuando

21 O. C., I, p. 273.

[41]
se desvanece la ilusión de un control y unos planes, cuando el habla
trastabilla, aparece lo no sabido que es el fondo de todo lo que se sabe y
se busca. Una risa enloquecida es entonces el principio de la muerte. Y
la pequeña muerte del cuerpo hace latir sus partes con señales insigni-
ficantes, sin palabras, rodeado aun así de palabras: deseo, fetiche, goce.
O en otro idioma: tortura, risa, comunicación.
Más allá de las trasposiciones, del juego representativo, algo que-
daría si se suprimiera su servilismo, su dicción repetida. Y aunque ese
residuo, según Bataille, no se puede llegar a representar, las obras que
aspiren a utilizarlo para responder a sus necesidades artísticas deberán
clasificarse según “contengan más o menos aquello horrible que tiene
dicho residuo”. Y aunque ese punto no pueda ser aislado; de hecho las
fotos de moscas y huesos se ordenan en una simetría y siguen siendo
diseños, incluso triviales; Bataille señala que sería la manera de atender
a la violencia del presente. La inmersión en la historia del arte es una
forma de la muerte, pero no de risa, sino de una petrificación que aplas-
tó la existencia y se niega a soportar el brillo de lo que hay. Así, cuando
una obra no se dirige al público iniciado, culto en el sentido vacío,
utilitario de la palabra, “sino a las emociones más desgraciadas o más
disimuladas de un hombre, podrá entenderse fácilmente que una razón
muy distinta a la facultad de perderse en el juego de las trasposiciones
más inauditas o más maravillosas impulsó a pintar o a escribir…”. Las
facultades, las habilidades no dejan de ser retóricas, es decir, partes de
un habla ordenadas en un todo que se inventa y dispone a priori, un
proyecto. Lo que importa es el origen del impulso, la experiencia que
no forma nada, el residuo de la nada que está en el origen de cada uno
y que aparece, en lo imposible de ser recordado, como anticipación
imposible de la muerte. Esto es una locura, en parte, porque el proyec-
to es el mundo normal, implicado en su racionalidad, en su actividad
aparente. Pero no sólo detrás, sino debajo y arriba de ese mundo de
cálculos inocentes, está la explicación y el sentido de la vida que no vale
nada, en el “delirio de los convulsionarios”, anota Bataille en un pasaje
inédito del manuscrito de su artículo. “Sin duda que desde hace mucho
tiempo se ha dicho que la locura maneja el mundo, pero al mismo
tiempo es posible que lo digamos, que nos refiramos sin broma a lo que
pasa realmente en los asilos que no están lejos de la calle.”22 El mundo
estaría loco de olvido, se toma en serio lo poco que existe que puede
asumir un sentido práctico. Pero tras ese olvido hay un terror, revela-

22 O. C., I, p. 656.

[42]
do en las risas nerviosas que asaltan a cualquiera en sus momentos de
estupor, de anonadamiento. Las imágenes son visibles en tal sentido:
avergüenzan, asombran, anuncian la falta de sentido. La trasposición
devuelve esa impresión de angustia o de alegría, de ambas a la vez, a
una clase de sentido. Pero la vida misma se escapa de la trasposición
de las imágenes; ya lo sagrado abandonó la apariencia. Sin embargo,
lo particular, las cosas, los animales, los fascinantes otros de la propia
herida, pueden ser lo sagrado en la medida en que no tienen ningún
sentido, no son generalidades. La trasposición de la experiencia intensa
al arte parecería un dispositivo análogo a la utilización de lo sagrado
por la religión. Lo particular, lo deseable no es generalizable, es la cosa
del momento privilegiado, lo que allí se disfruta y se pierde a la vez,
tal como lo sagrado, lazo común ante la simulación o la efectuación de
una muerte, no se despliega en las fábulas de un Dios. Por supuesto,
toda imagen puede ser sagrada, ya es por definición una separación del
mundo, una contemplación; y en la medida en que se contemple con
suficiente estremecimiento, entre carcajadas o espasmos de miedo, se
convierte en el lugar de algo presente, sagrado, aunque sólo sea su abs-
tracción, su figura, su fetiche. Las imágenes, como el uso inútil del len-
guaje por la poesía, que sacrifica las palabras al separarlas de su sentido
común, son residuos de lo sagrado y pueden volver a serlo para alguien,
para algunos. La experiencia subjetiva, lo individual de nuestros place-
res, conspira contra ese retorno de lo sagrado en un punto cualquiera
del tiempo, en la detención absoluta de una cosa. Lo sagrado requiere
de la comunicación, en cuanto conexión de seres por su propia incom-
pletud, no en tanto que transmisión de mensajes, órdenes y proyectos.
Por lo tanto, las reflexiones de Bataille sobre lo sagrado apuntan a una
especie de comunidad. ¿Cómo establecer entonces una noción de lazo
social que se define por algo indefinible, incluso inconfesable? ¿En qué
medida lo sagrado, que pega a los seres en un conglomerado móvil,
podrá ser lo común y al mismo tiempo lo absoluto, como la muerte
para cada uno? Preguntas cuya falta de respuesta no le impidió a Batai-
lle explorar una visión de lo social antieconomicista, fundar un colegio
de sociología efímero, soñar con una conjura amistosa para que la ma-
teria prevalezca, el cuerpo se extravíe, la alegría le diga “sí” a todo lo
que muere pero está presente, ahora mismo.

[43]
2. El gasto o la poesía

En “La conjuración sagrada”, suerte de manifiesto inaugural de la


revista Acéphale en 1936, aparece, entre Sade y Nietzsche, un epígrafe
de Kierkegaard que dice: “Lo que tenía un aspecto político y creía ser
político, un día se descubrirá como movimiento religioso.”23 Por lo
tanto, la conjura que se emprende –y toda revista a tal punto gratuita
se asemeja a una conspiración secreta, una tentativa de modificación
del mundo– pareciera desprenderse de las actitudes políticas, buscando
más bien en un pensamiento sobre la comunidad alguna base para otro
tipo de sociedad. No se trataría pues de expresar tan sólo ese pensa-
miento, ni mucho menos de intervenir en el espacio del arte o de la
literatura. La revista misma es innecesaria, pero ¿acaso no es lo necesa-
rio, producir y comer, un ámbito que se identifica con la nada? Más allá
de la reacción ante lo odioso de una sociedad, más allá de la agitación
política, la nada de las actividades comunes deberá chocar contra algo
distinto, ¿qué cosa? “Somos ferozmente religiosos”, aúlla el manifiesto
de los conjurados. En la misma medida en que las religiones se han
visto reducidas a la nada de satisfacer alguna oscura necesidad, un viejo
vicio humano, la ferocidad implicará la apertura de un vacío, una oscu-
ridad total, la falta de caminos. La ferocidad quiere decir que no se ha
de instaurar nada, nada se fundará a partir del estado de apertura que
se busca, que se proclama. El mundo en que se está, disfrazado de civi-
lización ilustrada, enceguece con sus luces pero sólo para alumbrar las
líneas de montaje, las cajas, la circulación de un punto a otro, desde el
suplicio de perderse hasta la perdición del tiempo laboral. Ese mundo
que no puede ser amado, donde lo único amable es la insuficiencia, la
fragilidad de cada individuo, “representa solamente el interés y la obli-
gación del trabajo. Si se compara con los mundos desaparecidos, resul-
ta odioso y se muestra como el más fallido de todos. En los mundos
desaparecidos, fue posible perderse en el éxtasis, lo cual es imposible en
el mundo de la vulgaridad instruida”.
¿Qué significa ahora ese éxtasis que fue posible en otros mundos?
¿Cómo se muestra en el presente? Llama que arde en el centro de todo

23 La conjuración sagrada, op. cit., p. 227.

[45]
pensamiento que no encierre un fragmento muerto; deseo que fascina
y se extravía; baile del fanatismo que torna incierta cualquier certeza
previa; visión de lo que existe lejos, detrás de la mirada embobada de
quienes sólo hablan y creen en la existencia del mundo. De hecho, el
éxtasis es la prueba de que no hay tal mundo. Las prácticas del éxtasis
no entran en la órbita de los pasatiempos que aureolan el mundo orga-
nizado para distraer de su tracción mecánica hacia lo insignificante. La
aparente insignificancia del arte o del goce “religioso” oculta apenas la
explosión que demuele toda justificación utilitaria de las cosas usuales.
¿En qué se apoya ese mundo, tedioso y opresivo, simplificador? En la
cabeza imaginaria del ser hablante. Por lo tanto, antes que una rebe-
lión en las ideas, una modificación de lo pensado, se trata de salir de lo
racionalmente pensable. El acéfalo es la negación de la cabeza humana,
que simbolizaba la idea de que el universo mismo estaba encabezado,
tenía una dirección y una jerarquía. Hay una arjé, por cierto, un poder
que se funda en la absoluta soberanía de las cosas en cuanto materia
del azar y en la soberanía del acto que no sirve para nada. Pero esa
potencia, pura ferocidad, no está ordenada, no es presidida por una
cabeza. La misma ausencia de cabeza del dibujo de André Masson para
la revista es la afirmación de una potencia amorfa, o que tiene la forma
disonante, baja, de las partes del cuerpo menos ennoblecidas por los
ideales armónicos. En el centro del dibujo, se transparentan los intesti-
nos del acéfalo, un dios con un laberinto de tubos blandos, sin centro y
donde la salida obvia es la degradación más que la sublimación. Que el
universo no tenga un sentido libera al mismo tiempo lo que queda de
la cabeza humana. El dios acéfalo parece afirmar ese sinsentido final de
todo y le quita a la cabeza humana la servidumbre de tener que darle
un sentido al universo. Así, libre, la existencia es un juego, dice Bataille.
“La Tierra, mientras sólo engendraba cataclismos, árboles o pájaros,
era un universo libre: la fascinación de la libertad se ensombreció cuan-
do la Tierra produjo un ser que exige la necesidad como una ley por
encima del universo.”
Sin embargo, la libertad de la pura materia persiste en ese ser ab-
surdo, angustiado por la distancia que lo separa de los otros seres, de
los que se alimenta pero a los que no puede parecerse; tras la angus-
tia, pinta y habla para acercarse a lo incognoscible, a la inmediatez,
al instinto que se satisface sin mediaciones, y entonces reencuentra la
libertad: parecerse a su propia negación. Lo inhumano, lo que no habla
y no tiene ningún sentido, le abre el camino a la íntima libertad de no
ser, no querer ya nada. Es una fuga del pensamiento, la ventana abierta

[46]
a la noche que un niño puede ver como la revelación de la gran farsa
del mundo. Frente al espacio vacío, inexplicable y absurdo, infinito si
tan sólo pudiera pensarse en la falta de límites, el niño ve la ilusión de
la casa, de los hábitos, la lengua y el nombre. ¿Quién sabe lo que está
esperando ahí? ¿Que le indiquen que ha sido depositado por arcon-
tes absurdos en un juego obligatorio y aburrido? ¿Que la angustia se
transforme en risa? Para quien sigue negando la ilusión del sentido, las
alienaciones, los consuelos de dioses organizadores o estructuras de lo
real, el juego se torna cruel y jubiloso a la vez. Se piensa entonces hasta
el extremo lo que hay, lo decible y lo vivible, para después destruirlo
todo de un golpe. Así, mejor que matar una figura cuyo cadáver habrá
de pesar eternamente en los hombros de otra figura, sería decapitar a
Dios, dejarlo vivir en el sinsentido, el juego infinito.
Leo pues la descripción que hace Bataille de su ícono: “El hombre
se escapó de su cabeza como el condenado de la prisión. Encontró
más allá de sí mismo no a Dios, que es la prohibición del crimen, sino
a un ser que ignora la prohibición. Más allá de lo que soy, encuentro a
un ser que me hace reír porque no tiene cabeza, me llena de angustia
porque está hecho de inocencia y de crimen: sostiene un arma de hie-
rro en su mano izquierda, unas llamas similares a un sagrado corazón
en su mano derecha. En una misma erupción reúne el Nacimiento y la
Muerte. No es un hombre. Tampoco es un dios. No es yo, pero es más
yo que yo: su vientre es un dédalo en el que se ha extraviado, en el que
me extravío con él y me recobro siendo él, es decir, monstruo”. Em-
blemáticamente, la mano izquierda mata, enfría con su tajo repentino,
siempre inesperado hasta para el que agoniza y cree saber que está a
punto de morir; la mano derecha hace nacer, enciende la fogata a partir
de casi nada, la leña de la carne de otras carnes; un soplo cualquiera
podría apagar lo que nace, lo que siempre está en trance de nacer. Ni
hombre ni Dios, el acéfalo ostenta un poder, arconte del absurdo, del
juego y su necesidad. El condenado a pensar se escapó de su prisión
y se consagra a invertir las piezas del juego: la angustia se adhiere al
nacimiento, al ser separado; la risa, al frío de lo inorgánico que aguarda
con una unidad sin fisuras y que se anticipa en las unidades fisuradas,
comunicadas, de los otros. La cabeza ausente, el ser monstruoso revela
su atención al intestino, al laberinto que extravía, que evacua, que le
pone su ritmo y su escansión al canto fúnebre que toda vida emprende
entre ambas manos extendidas del acéfalo. Puesto que el que habla,

[47]
en un universo sin cabeza, se convierte en el yo-que-muere. Y ante
la muerte inevitable, pero también inaccesible, se sumerge en el pen-
samiento de su propio vacío. No por ello accederá a la muerte, a una
experiencia imposible, aun cuando se exprese entonces una liberación
de la angustia del “yo” cualquiera. Su límite era su insignificancia, es
decir, su universalidad. Yo, que nací por la conjunción casi azarosa de
otros dos, que estoy al final de una larga serie de casualidades, que no
encuentro mi causa sino en el inasible presente, siento la aparición del
vacío debajo del pronombre, la atracción de una nada impura donde lo
posible y lo improbable se unieron para formar un simulacro irrempla-
zable. Pero el yo-que-vive se niega a pensar que su suelo es la nada, que
nunca tuvo justificación y que la existencia embriaga con su luz para
olvidar su básica falta de sentido. El yo-que-muere, finalmente, parece
anunciar la experiencia de no ser más nada; y sin embargo se aferra a la
violencia del azar, a la invención de su destino. Para este “yo” todo fue
“casi” casual, y esa pizca de suerte lo alimenta y lo comunica, lo hace
seguir hablando. Decapitado, es una cabeza parlante como las de Locus
solus de Raymond Roussel, resucitada por una sustancia antinatural que
vuelve a los cadáveres, sus cabezas, narradores de historias. En su en-
tusiasmo artificial, hecho por el arte que dibujó el acéfalo, el “yo” en-
cuentra su afirmación, que está en salir de sí, obedecer al rapto de una
melodía o de un instante. Toda existencia subjetiva, casi casual, se afila
y corta la red enmarañada de los efectos, su pura simulación, para dejar
colgando los vestigios, el agujero de su destino. Es por lo tanto contra
la proyección de la muerte donde se imagina la propia vida. Una trama
de hilos se interpone entre la llama de haber nacido y el que habla de sí
mismo; la muerte, su fantasma, perfora la tela para que algunos haces
de fuego lleguen al yo que, al fin, no sabe nada, habla en el vacío.
Así, digamos que angustiado o herido, el sujeto –por llamarlo de
algún modo– habla con otros, se conjura por lo sagrado que se espera
y se busca. Bataille escribe, en el sueño comunitario de una revista, algo
escrito por todos, no por uno: “Lo que pienso y lo que imagino no lo
pensé ni lo imaginé solo”.24 Junto al amigo, las palabras, el dibujo, la
música son vías de acceso “al rapto fuera de mí mismo”. Frente al sim-
ple lote del azar, lo que le tocó a uno en suerte, está la afirmación del
rapto, la parte necesaria que dice “así lo quise”. Se quiere la trivialidad
incluso, repetir intensamente su aparición. Bataille comenta la deses-
peración, el llanto impulsado por el vino de su amigo André Masson,

24 La conjuración sagrada, op. cit., p. 230.


que no podía evitar un reclamo cuando imaginaba su propia muerte y
la muerte de los seres queridos. Claro, es algo inevitable. Morirse es
una actividad que no exige nada, pero si en otros mundos el universo
cesaba, todo cambiaba de nombre y de color, ante lo sagrado de una
muerte, el artista Masson debe gritar “su odio hacia un mundo que im-
pone aun sobre la muerte su pata de empleado”. ¿Qué hacer? ¿Qué ex-
presar ante esa opresión? ¿Cómo devolverle a la muerte su intensidad,
su pathos y su despojamiento de sentido, o sea su comicidad? El acéfalo
puede ser un payaso, una ridiculez siniestra, y también los actos de los
conjurados serían ridículos, vistos desde un mundo razonable: ir a un
bosque todos juntos, sin hablarse, cometer una pequeñez que nunca
se cuenta, simular una fe, una iniciación en la que nadie a solas llega a
creer. Las palabras de Bataille, recordando el entusiasmo desesperado
del autor del acéfalo, su exigencia de morir en un mundo que sea po-
sible amar hasta el extremo, aluden a la libertad. Y parecen rememorar
las preguntas de cierta filosofía del fragmento: ¿cómo un yo, que es lo
limitado por definición, puede ejercer la libertad, su infinitud de posi-
bilidades? Pero el error de tales filosofías, siempre prudentes, era seguir
razonando y llamar a una cabeza absoluta para que ostente la libertad
absoluta, cuando en realidad el animal que muere, cualquiera, ha visto
más de cerca lo infinito que toda proposición. Sin embargo, debajo del
yo no está sólo la materia, sino también la singularidad de un ser im-
probable que llega a ver el animal y la muerte, la necesidad y la libertad,
el punto y su sugestión de infinito. “El destino y el tumulto infinito de
la vida humana”, escribe Bataille, deberían abrirse, dejar de ser simple
repetición y fabricación de sentidos limitados, dejar de ver las vidas
como segmentos geométricos a los que se les da aspecto de flechas.
Que el segmento estalle en puntos dispersos, en todos los sentidos, que
revele su infinito, tal sería el mandato y el deseo “para quienes ya no
podían existir como ojos reventados, sino como videntes arrebatados
por un sueño perturbador que no puede pertenecerles”. Lo que hace
ver no está pues en el ojo, sino en las imágenes absolutamente extrañas
del sueño que arrebata, ojos cerrados, placer y dolor, angustia y éxtasis.

***

No obstante, el éxtasis que propicia la alegoría del acéfalo no se en-


cuentra directamente afuera de lo social, sino que más bien sería su fuen-
te secreta. El éxtasis enciende y anima las partículas frías de la sociedad,
que no se justifica sólo por su persistencia, la producción con miras a

[49]
la reproducción de un orden dado. Ya en 1933, en un texto inaugural,
Bataille había planteado que la noción de gasto debía sustituir el princi-
pio de la utilidad clásica para pensar la economía de una sociedad. Si en
cierta tradición, más allá de lo útil y del placer y para justificar la existen-
cia de la sociedad, se recurría a principios trascendentales: deber, honor,
Dios; Bataille sostendrá que el verdadero fin de las actividades humanas
es el gasto improductivo, la dilapidación de los bienes materiales, al cual
sirven las funciones productivas y reproductivas. Como si dijéramos: el
verdadero fin del sexo es el goce erótico, la momentánea pérdida de sí
que se alcanza en el rapto infinitesimal del orgasmo o en su horizonte,
al cual sirve la actividad reproductiva –que en última instancia ofrecerá
nuevos objetos, los que nacen, para más y más raptos. La estructura del
castillo de Los ciento veinte días de Sade revela más adecuadamente la
verdad social que las simulaciones de una supuesta célula familiar como
aparato reproductivo del cuerpo social.
Las ideas de lo útil en la economía clásica reducirían el placer a re-
presentaciones cuantitativas de adquisición y conservación de bienes, a
la reducción del dolor y el hambre. Y lo que se considera puro placer,
arte, algún desenfreno aceptado, juego, según consigna Bataille, “se re-
duce en definitiva a una concesión, es decir, a un entretenimiento cuyo
papel sería secundario”. Entonces, la parte más apreciable de la vida, en
la medida en que no sirve para nada, aparece como una válvula de segu-
ridad para que la producción continúe. Ante esto, se alzan innumera-
bles experiencias personales, sobre todo en la juventud, donde el ansia
de destruir y derrochar sin motivo, sin cálculos, parece imponerse al
orden razonable. Sin embargo, a ese joven se le dice que está enfermo,
que pierde su tiempo, que desperdicia su vida. Ninguno es capaz de
justificar la “utilidad” de su conducta destructiva. Bataille descubrirá el
interés de fondo que toda sociedad tendría en ese comportamiento de
gasto improductivo, en las catástrofes y las pérdidas considerables de
lo acumulado. La angustia del joven se podría equiparar a la opresión
del ánimo social que debe estallar en la fiesta. La búsqueda sexual del
individuo y la energía que consume en ello no difieren de las cantidades
de bienes que toda sociedad derrocha para sus celebraciones o, en un
sentido ominoso, sus guerras.
Habría pues una contradicción flagrante entre las ideas que circulan
sobre la sociedad y sus necesidades reales, casi como el enfrentamiento
entre el juicio del padre que pretende ejercerse sobre las necesidades

[50]
del hijo a su cargo, según la comparación de Bataille. El padre ofrece
alimento, ropa, alojamiento, algunas distracciones anodinas, pero el
hijo ni siquiera puede hablar de aquello que lo consume, lo que desea,
ningún horror le está permitido –y hablamos de la expresión, no de la
acción. Y de alguna manera la humanidad, lo que ha llegado a ser el
principio de utilidad occidental, se estanca en una minoría de edad cuya
conciencia superior le concede que adquiera, conserve y consuma en su
justa medida, pero no admite el gasto improductivo.
El acéfalo diría: “La Tierra bajo la costra del suelo es fuego incan-
descente”, en el cartel que acompañará el dibujo de Masson25. Quiere
decir que el fondo de las cosas es un fuego móvil, que reclama una
comunicación extática, que llama a la destrucción para que el hombre
salga de su mero desgaste natural. Lo trágico, que es la forma extrema
de la representación de la muerte, aun siendo un espectáculo, se abre
hacia esa incandescencia, el giro de la destrucción que se refleja en la
autodestrucción inmanente del ser trágico, que habla de la tierra ar-
diente bajo sus pies.
La práctica cotidiana no consideraría que el cuerpo se desgaste
como una pieza de máquina que luego se reemplaza, mientras el orden
persiste y justifica su existencia. Esa reproducción de lo mismo es lo
inexistente para quien está inmerso en procesos de gasto –no desgaste
ni consumo calculados, progresivos– que le entregan al momento una
fuerza incalculable.
Al principio de la utilidad, por lo tanto, se le opone el principio de
la pérdida, que divide claramente las formas del consumo de bienes y
cuerpos en cualquier sociedad: por un lado, la utilización de lo nece-
sario para conservar la vida y la continuidad de las actividades produc-
tivas; se trata de un consumo que sirve a la producción. Por otro lado,
los gastos improductivos: “El lujo, los duelos, las guerras, los cultos, las
construcciones de monumentos suntuarios, los juegos, los espectácu-
los, las artes, la actividad sexual perversa” serían otras tantas actividades
que tienen su fin en sí mismas, cuya significación social dependerá de
la pérdida que ocasionen y cuyo sentido es el gasto. Por supuesto, sería
ingenuo no observar que estos procesos de gasto suscitan acumulacio-
nes productivas de capital, flujos, actividades desviadas de la pérdida.
Pero Bataille no dice que el gasto sea contrario al capital, más bien
estaría en su base y le indicaría su sentido. El resultado “útil” del gasto
ingresa en una conciencia adaptativa que lo subordina a fines prácticos,

25 Reproducido en las notas a O. C., I, p. 676.

[51]
de supervivencia, de igual modo que la economía atolondrada imagina
un derrame de la proliferación infinita del capital sobre las cabezas de
los miserables que alimentan la maquinaria. El fin del capital es crecer
hasta la explosión final, como el fin de la Tierra es destruirse y el fin de
la sociedad es sacrificarse a la nada que la transforma en otra.
¿Qué hace el sujeto con sus experiencias, con el gasto? Anticipa su
propio fin, que es la resistencia última a ser pieza de repuesto de una
utilidad que se le revela, para el yo-que-muere, privada de otro sentido
que el ridículo. La risa es el movimiento del capital, del planeta y del
cuerpo en busca de la destrucción inexorable; para el yo-que-muere, se
convierte fácilmente en comienzo de la angustia.
Las cuentas parecen equilibrarse entre los raptos de angustia o de
risa y las horas del trabajo, así como en la sociedad todo gasto pa-
reciera compensarse por nuevas adquisiciones, pero Bataille enumera
cuatro ejemplos que demuestran el carácter incondicional del gasto, su
insubordinación a esa racionalidad empobrecida, contable. En primer
lugar, las joyas, que no valen tanto por su aspecto como por su precio
desmesurado, por el hecho de que una fortuna se ha sacrificado a ese
cuello rodeado de diamantes. Las joyas son materias malditas que se
consagran a la ostentación de un monto obsceno; no cumplirían su
función ostentatoria si no tuvieran ese precio. En segundo lugar, una
ostentación menos ligada al deseo individual y destinada a la exhibición
comunitaria: los cultos, que exigen sacrificios para producir cosas sa-
gradas. Bataille señala que el éxito del cristianismo se debe a su repre-
sentación de la pérdida, constitutiva de todo sacrificio, en el tema de la
crucifixión. En tercer lugar, los juegos, las competencias de un orden
que actualmente se ha banalizado como deporte. Y sin embargo, las in-
mensas sumas de dinero que implica el mantenimiento de construccio-
nes, animales, hombres y máquinas recuerdan aún su origen en alguna
forma de sacrificio. Un recuerdo que se hace más patente cuando hay
vidas que se ponen en juego, como en las carreras de autos de manera
directa, pero en general por la misma fascinación de los espectácu-
los de competencia, donde las apuestas y la pasión del juego pueden
ocasionar pérdidas que arrastran al abismo las vidas de los jugadores.
El cuarto ejemplo cotidiano de gasto improductivo tiene quizás una
importancia teórica mayor, puesto que se trata del arte. Por un lado,
habría gastos reales implicados en la arquitectura, la música y la danza,
similares a los que insumen el culto religioso o los espectáculos lúdicos.

[52]
Pero por otro lado, ya en la escultura y la pintura que pueblan el espa-
cio arquitectónico, se introduce la categoría del gasto simbólico, que
encuentra su realización en la literatura y el teatro. Las representacio-
nes simbólicas de la pérdida provocan angustia y asombro en su forma
trágica, pero también la risa puede escenificar la decadencia, la mengua
del ser. No olvidemos que la gloria, lo terrible de un destino excelso,
comparte con la ruina, lo risible de una casualidad banal, el lugar de
efectos ambivalentes de la pérdida, del sacrificio.
Por lo tanto, la forma extrema del gasto simbólico, identificable
con un estado de pérdida, sería la poesía, puesto que por un lado niega
el carácter acumulable de la literatura y por otro se resiste a su esceni-
ficación en un espacio público. La poesía pues, sinónimo de gasto en
cualquier orden, sería la producción de algo por medio de una pérdida
en el lenguaje. El mensaje y el proyecto no llegan a destino, no utilizan
el lenguaje para sus fines, sino que más bien lo lingüístico pierde allí
su potencia de vehículo de contenidos y se vuelve sobre sí mismo. En
casos extremos de este retorno a lo opaco del lenguaje, quien ejerce la
poesía se sacrifica a sí mismo. Y en cierta medida, la sociedad recibe ese
mensaje loco, sin cabeza, y destina al poeta “a las formas de actividad
más decepcionantes, a la miseria, a la desesperación”26; en la medida
en que o bien renuncia a la desmesura de un acceso al ser, que anula el
significado de lo que dice, y entonces se defrauda y se aniquila como
intensidad absoluta, o bien se conforma con un malentendido y hace
creer que habla para los instrumentos de la producción, para la obra.
Es el lugar de la poesía llamada maldita, que Bataille en sus clasifica-
ciones y esquemas siempre ubicó entre las formas de lo heterogéneo
incondicionado.
La “heterología”, abordaje derivado de la noción de gasto, debía
analizar los elementos heterogéneos de la sociedad. Y si pensamos que
la producción, sus productos y el principio de la utilidad son las bases
de los elementos homogéneos de una sociedad, ya que las piezas útiles
para producir requieren su intercambiabilidad, al igual que los bienes
requieren ser equiparables para todo intercambio, entonces lo hetero-
géneo se basaría en cambio en el gasto improductivo, que fundamenta
a su vez actitudes soberanas: cosas, seres y gestos que no sirven para
nada. La heterología, como ciencia imposible de los elementos maldi-
tos de la sociedad, no llegó más que a algunos esbozos, ensayos, cua-
dros sinópticos, quizá porque su meta, en cuanto apunta a la soberanía,

26 La conjuración sagrada, op. cit., p. 117.

[53]
era en verdad el no-saber. Un saber de lo heterogéneo lo convertiría
en homogéneo, tal como la filología y la historia literarias hacen de los
poetas malditos una materia reproducible.
Nada resulta más esclarecedor del carácter imposible de la hetero-
logía, salvo como un pensamiento del ser social pero sin acumulación
científica, sin historia, que los cuadros inéditos de Bataille donde clasi-
fica la totalidad de lo simbólico en series de oposiciones y reacciones.
Lo heterogéneo incondicionado está allí en relación con la dinámica
interna del yo, sus perversiones, su no-saber, su gasto –aunque en los
órdenes culturales también se trata de lo incondicionado. Mientras que
lo heterogéneo social oscila entre el padre, por un lado, “tipo violento
y autoritario / Patria guerrera / Nobleza militar / Revolución fascista
/ Guerra civilizada”, cuyas emanaciones ordenatorias llegan hasta el
padre de familia donde se suprime todo gasto y esto luego retorna en
los fastos de la patria; y por otro lado, el “Hijo rebelde / Multitud /
Pueblo / Revolución popular / Guerra civil”27. Este esquematismo
se repite en otras divisiones. Por ejemplo, dentro de lo “heterogéneo
condicionado individual”, se ubica la “mujer seductora”, donde se
oponen la “virgen-madre” y la “prostituta”, con diversas subdivisiones
y retroalimentaciones entre los personajes virginales y los degradados.
Lo heterogéneo condicionado incluye también las formas fastuosas del
arte, la tragedia, los crímenes y la policía, etcétera. Pero en lo hetero-
géneo “incondicionado” volvemos a encontrar lo sagrado, que en su
forma moderna es una reacción contra el principio de la utilidad, del
rendimiento, y donde los gastos, como sacralizaciones, se concentran
en el sexo. En el cuadro número XX –son XXV en total y sólo menciono
algunos de sus detalles– se sitúa “Lo heterogéneo en la literatura”, que
se articula en dos polos, la “poesía noble” y los “géneros bajos”. Del
primer polo, que incluye la tragedia y la literatura clásica y clasicista, se
desciende un escalón hasta una forma degradada, la “poesía no poéti-
ca”, que sería una reproducción moral de la noble, ya que un paso más
abajo se llega a lo convencional y la “vida normal”. Esta normalidad
sería una reacción contra lo heterogéneo de la literatura, una poesía sin
peligro para usos prácticos, como la enseñanza, la administración del
lenguaje, la edificación ciudadana. Pero a su vez la llamada “vida nor-
mal” produce “desechos” y “sueños” por donde retorna todo aquello
que era incondicionado y heterogéneo en una forma trágica, como
representación de la pérdida. De ese giro por lo desechado y lo soñado

27 O. C., II, p. 179.

[54]
sale una flecha que apunta a los “géneros bajos”: “poesía maldita” de
“tendencias antiliterarias” y “autopunición” y “literatura naturalista”,
que puede ligarse a lo cómico. En el medio, entre lo noble y lo cómico,
apenas por debajo de la línea de los desechos, figura el nombre de Sade.

***

Al tratar de pensar la economía no desde el punto de vista de la


producción de bienes, sino desde su destrucción, Bataille incluyó a la
poesía entre las formas del gasto improductivo, sin finalidad, forma que
socavaría la supuesta naturaleza comunicativa y utilitaria del lenguaje.
El fin último del lenguaje, y quizá su origen, sería lo contrario de la
comunicación. “El término de poesía”, escribe en 1933, “significa en
efecto, de la manera más precisa, creación por medio de la pérdida”.
Unas décadas más tarde, Bataille define el aspecto afirmativo de
aquello que había vislumbrado como negatividad y bajo los nombres
de gasto, pérdida, sacrificio. La parte maldita gira entonces en torno
del “principio de soberanía”. De un punto al otro de la obra de Batai-
lle, la poesía se definirá siempre de esa manera doble: afirmativamente,
como la palabra soberana por antonomasia, y negativamente, como la
pérdida en el lenguaje y del lenguaje que niega las funciones sociales
productivas que comúnmente se le adjudican.
Me pregunto: ¿qué quiere decir Bataille cuando afirma que la poesía
es creación por medio de la pérdida? Sin duda que tal como las prácti-
cas del gasto improductivo, es decir, el lujo, el derroche, la guerra, la
experiencia mística, el erotismo, se oponen al orden de la producción
de bienes, de la conservación y reproducción mecánicas de la sociedad,
así también la poesía se opondría al orden acumulativo del lenguaje, a
la transmisión de un saber utilizable. La poesía, imponiéndole un ritmo
al uso de la lengua y revelando así el carácter material del lenguaje, la
articulación sonora y sin sentido sobre la que se asienta violentamen-
te el sentido, haría caer de ese modo el velo de la instrumentalidad
de las palabras. En ese lugar acaso inaccesible pero del cual tenemos
noticias de vez en cuando y que Bataille sigue llamando poesía, las
palabras dejan de designar, se dilapidan, se derraman en servicio de un
ritmo que no les pide sino el sacrificio del sentido. Pero, ¿qué sacrifica
un poema? Podríamos decir que sólo es representación de la pérdi-
da, gasto meramente simbólico. No obstante, esa representación tiene
consecuencias reales, tiene la eficacia de un acto propiciatorio. Cuando
verdaderamente ocurre, lleva a quien efectúa esa rara actividad inmóvil,

[55]
esa creación del máximo de sentido a través de la destrucción parcial
del sentido subordinado al ritmo, a una zona donde sólo puede reves-
tirse de gloria o de ruina, bañarse en oro o en desperdicios, y quizás
siempre una cosa y la otra.
Debemos señalar además que el gasto improductivo, la destrucción
gratuita de bienes, y en el caso de la poesía la dilapidación del bien por
excelencia, la pérdida buscada de la expresión de uno mismo, de la pro-
piedad del lenguaje para darnos un lugar y un nombre, no son simple-
mente el reverso de lo útil, del mundo productivo y de la transparencia
comunicativa, antes bien la destrucción es el fundamento y la finalidad
última de la producción. De modo que Bataille podrá decir que una
sociedad no vive para producir los bienes necesarios a su conservación,
sino para destruir el excedente y llegar hasta el límite de la miseria con
tal que un símbolo brille un instante antes de la extinción. Por lo tanto,
el valor otorgado a las cosas no estaría en función de su utilidad, sino
de su investidura simbólica que las hace ocasión de gasto. La economía
se basa en el exceso, no en la escasez.
¿Y acaso la literatura, que a nadie sirve, que nadie pide, no expone
la sobreabundancia perpetua del lenguaje, su exceso de representación
con respecto al mundo? Desde Bataille, habría que invertir el principio
de la escasez del lenguaje que en Occidente diera lugar a la idea de una
inefabilidad del mundo. No es el lenguaje el que no alcanza a nombrar,
a describir todo lo que hay, sino que todo lo que hay no logra colmar,
darle su trascendencia significativa al infinito exceso de sentido que está
en las posibilidades de cualquier idioma humano. Lo sagrado se hace
así en el lenguaje, como un más allá de lo describible, ante la escasez de
lo que hay para ser descripto. Porque el crecimiento perpetuo sólo es
posible en el exceso de límites que impone el lenguaje, y cada lengua,
cada hablante definido por su vida limitada, cada nombre atravesado
por la pérdida de sentido y que podemos agregar a nuestra utilitaria
lista de poetas, vale decir, negarnos a leer, todo es otra vez limitado,
a lo cual el poeta añade su arbitrio métrico o respiratorio, su limitada
invención, y siempre el límite provoca esa ebullición del sentido, esa
fuente que no se agota. Mientras que la naturaleza o el mundo, en su
evidente infinitud, en su carácter indefinido, siempre se tornan escasos
para el sentido. Su silencio atestigua que alguna vez la palabra faltó
y que siempre puede faltar y que la mayor parte del tiempo falta, en
ese tiempo del trabajo que ignora el gasto, que acumula sin perder un
stock de silencio imitando la disponibilidad muda de la naturaleza.

[56]
Hay una soberanía otorgada por el gasto frente a todo lo que sirve.
El prestigio es la forma degradada, vista desde una perspectiva utilita-
ria, de esa soberanía que cae sobre el sujeto de un gasto, simbólico o
no. Pero la soberanía del que gasta no es un atesoramiento de valores,
sería lo opuesto al prestigio en cuanto que no puede acrecentarse, se
da de una vez y para siempre. Si el prestigio se despliega en el tiempo
siguiendo la línea de formación de una vida y culminando quizás en
la suposición generalizada de cierta sabiduría, la soberanía en cambio
reside en una capacidad de pérdida, en la disponibilidad de la palabra
para nada. Y la promesa de la soberanía es la experiencia del no-saber
absoluto. Si el prestigio supone una ventaja en la lucha por el rango,
una salida anticipada en la carrera por el reconocimiento, la soberanía
no otorga ningún abrigo ante la necesidad, no funciona como escu-
do del nombre propio, antes bien, escribe Bataille, pone a quien le
toca esa suerte “a merced de una necesidad de pérdida desmesurada”.
La soberanía exige seguir apostando, seguir destruyendo en el vacia-
miento de las palabras a través del ritmo, que a su vez se va volviendo
cualidad irrepetible, todo lo que se ofrece como contrapartida de los
dones sacrificados en primer término. El prestigio es ganado, pero en
el sentido de un rebaño que puede inmolarse en aras de la soberanía.
Esto podría explicar por qué algunos poetas siguen excavando el sen-
tido, interrogando un ritmo para alcanzar su transparencia en el vacío
del lenguaje que se vuelve simulacro del mundo, un entrechocarse de
cosas, por qué Juan L. Ortiz llega hasta el deshilachamiento de la frase
en sus últimos poemas, hasta esa supremacía del ritmo que quiere ser
naturaleza, menos que eso, hebras, ramitas, gotas de agua en el pasto; o
por qué Mallarmé naufraga en la métrica absoluta, lejos de la ribera del
sentido, y lanza entonces su golpe de dados donde estallan las unidades
musicales del verso.
Ahora bien, dentro de las prácticas que Bataille identifica con la fun-
ción insubordinada del gasto, a cuyo acceso aspira toda sociedad, cuya
promesa justifica la existencia de una comunidad, y que en nuestro sis-
tema corpuscular se ha convertido en anhelo, miseria y dolor individua-
les, la literatura puede ser pensada como lujo, juego, sacrificio, perver-
sión, duelo, espectáculo. En realidad, el hecho de que Bataille prefiera
siempre hablar de poesía indica un rechazo del aspecto institucional
que exhibe la palabra “literatura”. Pues si la poesía, etimológicamente,
remite a un surgimiento, a algo que se pone súbitamente en juego, la
literatura recuerda la conservación de lo escrito, el atesoramiento de la
biblioteca, es decir, lo contrario del gasto. Por lo tanto, poesía aquí no

[57]
debe entenderse como un género literario. Y Proust mostró que la pér-
dida ocurre en las formas más variadas del tiempo entre las cuales está
la lectura, y que el sacrificio de sí mismo que implica escribir a partir de
allí puede conducir a la aniquilación, la ruina del cuerpo, la enfermedad
y todo lo que no quedará en el libro sino como huella desafiante de una
soberanía alcanzada e intransmisible.
Por otro lado, cuando Bataille señalaba en La noción de gasto, texto
del cual partimos, que el fin último de la economía social no era la
producción y autoconservación sino el gasto, invertía no sólo el pen-
samiento tradicional de la economía política, trastocaba además una
idea que encuentra quizá su forma sistemática ya en Platón. Como
para todo lo que vale la pena preguntar, surge entonces una pregunta
griega: ¿a qué llamamos el bien para los hombres, el bien común? La
tan célebre como incomprendida expulsión de los poetas de la repúbli-
ca ideal esconde tal vez una respuesta anterior a aquella pregunta que
habría fundado el pensamiento político occidental. No se trata de una
exclusión arbitraria, sino que más bien lo excluido le daría consistencia
al conjunto de la comunidad racional. Los poetas no son allí sino el
símbolo del gasto improductivo que se niega en su totalidad. Y si toda
comunidad, en cuanto conjunto, se define por los elementos que no la
integran, podríamos decir que la racionalidad del discurso práctico, la
utilidad política, comienzan con el exilio de la palabra sin propiedad,
inoperante y ajena a esa responsabilidad legaliforme de los que poseen
el saber y obran en consecuencia. Incluso hasta a Sartre, quien no podía
ver de qué modo contribuiría la poesía a la toma de conciencia y a la
acción políticas, se extendió esta sospecha. Y no porque los filósofos
estén ciegos ante la eficacia de esa representación inconducente, sino
porque el discurso del saber define el conjunto de sus objetos de aplica-
ción mediante la exclusión de lo imposible. La discusión entre Sartre y
Bataille acerca de la figura de Baudelaire, en cuya lucidez desesperada el
primero ve una claudicación y el segundo, una prueba de la eficacia no
calculable de la poesía, muestra la inversión de la idea del bien que po-
demos seguir llamando platónica. Si el bien es lo deseable, como argu-
menta Sócrates, lo deseable sería perderse, perder el dominio de sí, caer
en el entusiasmo, el goce. Y no puede ser otro el bien para la sociedad:
el goce en la fiesta común. Sólo que Occidente se dedicará a una vasta
empresa de dominio, de saber; y la locura, el crimen, el éxtasis místico
serán definidos e investigados, una y otra vez, para conocer y poseer el
control de los propios actos, el dominio de sí. Y el gasto, reducido a la
mezquindad de un lujo privado, sin peligro, sin otra pérdida que la de

[58]
aquellos pocos que lo llevan hasta el fin, se transformará masivamente
en horror, mostrará su faz terrible en la guerra y el exterminio, donde
se destruye un excedente cada vez mayor de bienes producidos y donde
se aplica a los individuos, si todavía pueden llamarse así, el rango mise-
rable de la pieza de recambio.
Sin embargo, lo otro no puede ser expulsado sin la abolición del
mismo conjunto excluyente. Y Platón aún podía describir la eficacia de la
poesía, en el Ión, como la de una cadena magnética. La suerte, o un dios
–como quieran llamarlo–, imanta a un poeta, éste despierta a su vez el
entusiasmo de otros y así sucesivamente. De modo que la poesía, dada de
una vez, se engendra en esa manía imitativa, aun cuando nosotros, desde
la invención de la moda que nos dio el nombre de modernos, podamos
ver esa cadena como si un eslabón rechazara el anterior y le demos la
apariencia de un movimiento, de una historia. Platón había percibido
entonces algo que Bataille describirá como el principio del contagio en el
gasto. La risa, la excitación sexual, la destrucción violenta pueden expan-
dirse mediante el contagio. De allí la necesaria expulsión de los poetas al
menos fuera de la academia, ya que la república sólo es ideal, porque la
poesía no enseña, apenas contagia algo. Si la fe en que un concepto sigue
siendo el mismo en sus diversas formas de exposición está en la base de
la transmisión del saber, el poema se expone primero, se obstina en esa
exposición anterior a toda transmisión.
En la modernidad, resulta difícil precisar el lugar reservado a esa
soberanía de quien se dedica a encarnar una representación del gasto,
cuando todo parece orientado a la utilidad práctica de las acciones. Ni
el loco está ya poseído por un demonio respetable, ni el criminal ha
violado un tabú que lo exilia del género humano pero que quizá lo
acerque a los dioses, ni los sacrificios individuales cargan con el sentido
de volver a unir a la comunidad que ya no los encomienda. Caídos los
reyes, últimos representantes de la soberanía como seres del lujo abso-
luto, pero que ya mutilaban la parte excrementicia de lo soberano, la
miseria y la ruindad creadas por el mismo movimiento que aparta al rey
de su comunidad, la soberanía del artista, que rechaza toda empresa
útil en cuanto tal, se descubre a cada paso en una estrecha afinidad con
la indigencia. Lo que no significa que el artista en sí mismo tenga algún
tipo de cercanía con el indigente, simplemente pertenecen a la misma
zona de improductividad donde se escarba la basura.
Pero, ¿qué es la soberanía, que es eso que encuentra su ocurrencia
en el gasto y que no puede perdurar más allá de la pérdida misma, que
significa esa cualidad imposible de atesorar, de transmitir? “La soberanía

[59]
no es NADA” anota Bataille en uno de sus últimos escritos28. Y antes
ha dicho: “Lo que es soberano no puede venir sino de lo arbitrario,
de la suerte”29. Si podía pensarse que entre el gasto y la producción se
establecían ciertas relaciones, puesto que se gastan bienes producidos
y el gasto le da sentido a su acumulación, desde que consideramos la
insubordinación absoluta de las prácticas de gasto frente a las acciones
tendientes a un fin, la soberanía que deriva de ellas se encuentra ya tan
separada del orden conservador del servicio que instaura otro tiempo,
no la línea de la duración ni el curso del relato que ésta permite, sino
el instante irrepetible, el golpe de suerte. Así los poetas sólo cuentan,
con la mímesis y con los dedos, para alcanzar ese akmé, filo, cumbre,
punto culminante de una crisis, para prepararlo pero también para salir
de ese “reino milagroso del no-saber” y no arder íntegramente allí. La
salida es el momento productivo de la poesía, momento servicial y no
soberano, donde se comunica mediante la recuperación del sentido la
experiencia del ritmo que lo había negado.
¿Y qué puede hacer el que lee el poema, llamémoslo crítico, si no
poner en crisis también el acceso y la recuperación que rodean al ins-
tante soberano? ¿Buscar acaso su propia pérdida en la variedad infinita
de textos acumulados como bienes para la lectura? Quizá para la crítica
sólo en la máxima variación de los objetos pueda vislumbrarse lo que
le resulta inaccesible, la soberanía, el saber de nada. Nosotros, servi-
ciales y poco soberanos, podríamos entonces reconocer a un crítico
por su disposición constante a perder los objetos adquiridos. El gasto
también es el fin último en ese caso: la destrucción o el abandono de
todo lo que parecía transmisible (como saber) para ponerse en juego y
recibir entonces de la suerte una experiencia arbitraria, a fin de cuentas
inutilizable. Buscar el acceso a lo arbitrario sin poder instalarse nunca
allí sería la miseria de la crítica. Pero es igualmente, por la búsqueda
misma, y en esto como la poesía, una promesa de libertad, es decir, de
soberanía.
No obstante, si pensamos que en la modernidad la poesía es ya la
crítica de la poesía, si quisiéramos librarnos de esa palabra demasiado
rutilante, hay algo en la escritura, un impulso de liberación que la aleja
de la vocación por la lectura. En ésta, la ilusión de una continuidad de
los textos, de lo necesario en lo aleatorio, oculta la proximidad de la
muerte, que es en cambio el intolerable sol negro que no deja de con-

28 Lo que entiendo por soberanía, Paidós, Barcelona, 1996, p. 113.


29 Ibíd., p. 88.

[60]
templar el poema. La soberanía con que muere el sentido en el ritmo,
para no renacer sino en la veladura tranquilizadora de la lección, refleja
el acto soberano de entregarse a la muerte. Acto cuya insignificancia lo
vuelve jovial y cuyo vacío lo hace emblema del presente más absoluto.
Por esto la poesía no puede convertirse del todo en su crítica, por su
convulsa alegoría del instante presente, donde la poesía leída anterior-
mente se reduce a lo que pueda decir ahora, a lo que el instante dicte, y
donde la salida del poema no aparece todavía, no se sospecha siquiera.
La crítica, que no puede deshacerse de la historia, sacrifica el instante
leído, revisado, rastreado, a sus reminiscencias de otros presentes, a sus
proyecciones en inciertos mañanas del sentido. De allí que la crítica se
sitúe bajo el manto de lo perdurable y tome entonces el poema, cada
vez, como si fuera un testimonio. Como si cada poeta le pasara un
objeto inmemorial del poema que lo precede al poema que lo seguirá,
como si la poesía tuviera un curso. ¿Y no se dio de una sola vez, no dijo
siempre lo que dice, hoy, ya?
En un principio, en cualquiera, se pensó que glorificaba; en un ori-
gen, cualquiera, de lo que nos hace pensar, se supuso que más bien
execraba, es decir, sacralizaba. Gloria y miseria de estar ahí, o acá, ha-
blando, imitando el habla, para rodear eso que no puede decirse, la
certeza de la muerte, un día, cualquiera. Ser uno, y no poder ser más
que este paso, este momento, la risa llorona de poner en otro lado, en
las palabras, en la boca, en los oídos, el pánico y el éxtasis reunidos, el
eclipse del plexo solar, el interruptor que nos sacará definitivamente de
la noche y del día para hundirnos en esa única metáfora enigmática, en
el sueño sin despertar. Llamarlo eterno sería añadirle una fe que cada
instante desmiente. En ese pánico todo falta, hasta la poesía, pero su
ausencia es ya la experiencia de su retorno inminente, el reinado del
instante, la atención. Mirar, escuchar, leer porque estamos aquí. Es-
cribir porque nada más importa. En el poema, la rememoración sigue
siendo soberana porque no se separa nunca de un origen involunta-
rio, de un encuentro, presente. La poesía se acuerda de otra cosa para
poner en evidencia que la esencia del presente no está en el lenguaje. La
mera repetición de pronombres y deícticos no alcanza ni a rozar la ex-
periencia del presente, la mortalidad soberanamente desnuda, cuerpo
deseable o repugnante, espectáculo lacrimógeno o irrisorio.
Seguimos pensando en Bataille, para quien la misma subordina-
ción de la crítica, su servicialidad, la vuelven útil. No económicamente
utilizable, depósito de técnicas de lectura, sino remedio, fármaco para
entrar y salir de aquello que no está allí. Por eso cumple a veces el in-

[61]
sidioso papel de hacernos olvidar aquello de lo que habla. “El gasto es
simplemente útil para el acceso al ser”, escribió Bataille; para nada más,
fundamento único de la soberanía. El gasto de lenguaje en la poesía
permitirá el acceso al ser hablante, al hecho de que hablemos. La utili-
dad de la crítica, con su pensamiento paradójico que apunta al mismo
tiempo al gasto y al orden práctico, a la poesía y al discurso, al presente
y a la historia, será curarnos de ese acceso, no sin antes prometernos
una repetición.
¿Repetimos la poesía en cada poema? ¿Nos leemos a nosotros mis-
mos en lo que leemos? ¿Es idéntico el instante a todos los instantes?
Pero si lo preguntamos, ¿no hemos salido ya del instante soberano,
único, mortal? Lo que escribe un poeta no sería entonces un testimo-
nio, personal o histórico, sino el registro de una voz imposible, el soni-
do del instante detenido en un idioma detenido. En el límite y más allá,
nada se mueve, cada lengua es el instante que la eternidad no cambia.
Leyendo a un poeta, no nos remontamos a “su” mundo, a “su” pre-
sente, sino que entrevemos una experiencia originaria que cualquiera
tiene, que todos pueden revivir. ¿Cómo decirlo? Pareciera que empezó
en ese único momento, que retorna siempre, en el que aprendimos
suficientes palabras como para tener idea de la muerte, fabricarla como
idea para defendernos de la sensación de estar muriendo, guardar la
idea como un tesoro, recibir la idea del cielo, redonda, y partirla en los
pedazos de lo que sentimos, una vez, de una vez y para siempre.

***

En tanto que creación por medio de la pérdida, como dijimos, la


poesía está cerca de la noción de sacrificio. Bataille definirá luego, en
La experiencia interior, un sentido del sacrificio: “Mantener tolerable
–viva– una vida que la avaricia necesaria encamina sin cesar hacia la
muerte”30. La avaricia, en este caso, puede pensarse como la economía
utilitaria, que hace sobrevivir y acrecentar un cuerpo social, pero que
lleva a la muerte, a lo intolerable, al yo-que-muere, ése que sólo puede
pensar en su existencia separada y a la vez absurda, producto del azar.
En la muerte encontrará una salida, pero ningún lugar adonde ir. Será
preciso proponer una práctica de la alegría ante la muerte, contra toda
idea de inmortalidad, para que la partícula elemental del yo se eva-
pore y no delegue más nada. La poesía, en esta perspectiva, tiene un

30 La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1981, p. 143.

[62]
momento tramposo, puesto que no sacrifica ningún ser real. Le falta la
crueldad objetiva de una muerte para que a partir de ella se desenca-
dene una fiesta. Sin embargo, dado el carácter simbólico que adquiere
la muerte de Dios como sacrificio después del cristianismo, la poesía se
torna un escenario de consagración y destrucción simultáneas, donde
el teatro de la vida expresa su profunda ridiculez y la tragedia de morir
avaramente aferrado a un yo se derrama en lágrimas de sangre. Bataille
buscará en una obra que intenta justificar el sacrificio de la propia vida
a la literatura y al tiempo recobrado, atesorado, la consumación de la
poesía. ¿Por qué Proust, nombre de una obra planificada y extensa,
podría ser ejemplo del sacrificio y la poesía? ¿Cuál es la inmoralidad
sagrada de recuperar la insignificancia del tiempo vivido para perderse
en la noche de una escritura que agota la vida misma?
En principio, Bataille aclara la cercanía entre el sacrificio y la poesía,
que implica cierto carácter sustitutivo de esta última. “De la poesía,
diré ahora que es, según creo, el sacrificio cuyas víctimas son las pala-
bras.” Es decir, las palabras como instrumentos útiles, como produc-
tores de relaciones eficaces entre los seres hablantes, son sacrificadas
en la poesía. Al arrancarlas de esa red de relaciones, el poema revela
su profunda oscuridad, las desconoce como indicios de cosas que hay
en el mundo. La palabra “taza” en el mundo común, en un bar cual-
quiera, significa esa cosa, puede ser pedida, llenada, descripta como
algo presente. El mozo trae el café en esa taza. La palabra “plata” tiene
un sentido literal y otro traslaticio, pero significan lo mismo: la cosa
que mide el valor de los objetos de todo intercambio, un universal y
sus símbolos, etcétera. Pero si en un poema se dice “taza de plata”,
aun cuando en mí se hagan presentes los recuerdos de innumerables
tazas vistas, el brillo de las cosas plateadas, de inmediato desaparecen
como configuraciones, se disuelven en la necesidad del poema, donde
quizá se diga “taza de plata” sólo porque suma cinco sílabas y a la vez
esconde la sugerencia absurda de un símbolo sin ninguna clave precisa.
De lo conocido a lo desconocido, la poesía abre una trampa, una com-
puerta que no conduce a nada. Las palabras serviciales son sacrificadas
a la pérdida de grandes porciones de sentido. Lo que sucede es que
ya las palabras de las relaciones usuales estaban en un plano ideal, ho-
mogeneizaban las cosas que en su singularidad no tienen nombres; un
poco como la palabra “yo” designa a cualquiera que habla pero no dice
nada de mí; el que muere no tiene registro en una palabra dada, quizá
sí en el gesto de sacrificarlas todas a lo desconocido. ¿Cómo entonces
el gesto de sacrificar las idealidades de un mundo usual en un orden

[63]
irreal, simbólico, podría decir algo de mí? Por la apertura de la trampa.
De lo desconocido, de su noche, escribe Bataille, no puedo saber nada.
Lo que digo supone ese desconocimiento y “no puedo en modo algu-
no figurarme lo desconocido ocupado de mí”. El carácter sacrificial de
la poesía supone una supresión del individuo, una comunidad –no una
sociedad que resguardará las glorias poéticas, sino una sencilla y festiva
aglomeración de participantes en el hecho, en lo dicho– y por lo tanto
lo desconocido adonde se traslada no expresará lo no sabido por un
ser particular, que sería su moral oculta. La transgresión de una moral
inserta en la intimidad del yo, ignorada incluso por éste, seguiría sien-
do un orden conocido. Si la moral tiene un plan, lo que debo hacer, la
obra que debo escribir, su forma es un proyecto. Y lo desconocido es
lo contrario del proyecto. La taza de plata recibiría el sacrificio de las
palabras sólo si terminara destruida y sus fragmentos diseminados en el
fondo de la trampa.
“Lo contrario del proyecto es el sacrificio.” Puesto que al sacrificio
no le importa tanto el resultado, la cosa hecha, sino más bien el acto,
sin aplazar nada, su potencia se ejerce en el lugar, o sea en el presente.
Hay, por supuesto, preparativos y luego rituales; se guardan las huellas
del acto. El poeta, antes del acto, se dispone a escribir, se prepara o
espera, después junta los papeles y guarda esos restos aún calientes en
cajones, urnas, sobres enviados a un receso –todavía no se sabe nada
sobre lo hecho. ¿Y el acto mismo? ¿Cómo describir el momento en
que las palabras abandonaron su camino de hormigas del discurso y se
empecinaron en formaciones cuyo gobierno no les pertenece? Imposi-
ble. La descripción se guardó para después. El instante del sacrificio se
compromete con el presente a tal punto que no lo dice nunca: el tema
del poema está en el pasado, el resultado, en el futuro; pero el poema
mismo sólo vive en su instante de escritura, en el dictado, en la opera-
ción manual de hacerse, y eso no dice nada. Es, según Bataille, un acto
inmoral porque no toma en cuenta a nadie, degrada lo que sea para
satisfacer su necesidad de hacer presente, de hacer cosas con palabras.
Sin embargo, Bataille desemboca en Proust –en el largo río de Proust
cuyas frases son el estuario donde se espera la muerte del autor–, por-
que no puede quedarse con esa definición demasiado simple: poesía
como holocausto de las palabras. La vida de quien comete el acto ha de
estar en juego, arruinarse entre la disposición incumplida, imposible,
las preparaciones de la nada, y la esperanza absurda, el vaciamiento del
nombre que implica también la negación de lo esperado, un “recono-
cimiento”. Proust pierde el tiempo de la vida y luego anhela recogerlo

[64]
para ofrecerlo a la literatura, como el dolor que encuentra su justifi-
cación cuando se imprime en una forma, pero esa forma no redime el
sufrimiento sentido ni tan siquiera lo contiene, se vuelve hacia el tesoro
vano de los libros, atestigua más todo lo perdido antes que cualquier
ganancia poética. Como en el amor, la obra de la poesía se escapa por-
que ésta sólo vive del ansia, no del objeto alcanzado. “El amor que vive
no es más que un suplicio, un engaño, en el que aquello que ama se
escapa interminablemente de su abrazo.” Como dijera también Leiris,
si lo que se ama es un objeto sagrado, alcanzarlo, poseerlo es siempre
profanarlo.
Así en la poesía, el objeto soñado, buscado, deseado es sagrado
hasta que se transforma en cosa hecha. El poema, como los libros, las
bibliotecas, el público son cosas profanas, que circulan, pertenecen al
mundo homogéneo. Sólo en la experiencia que alguien puede hacer
con una lectura, la manera en que se le revela en la libertad anhelada
por el poema todo lo demás que no está en él, podría volver a intuirse
algo sagrado, que también se escapa en la medida en que se pretenda
atesorarlo, en la memoria y el uso de lo leído. Lo desconocido es lo que
estimula el deseo pero nunca está en su cumplimiento. “Pero lo desco-
nocido (la seducción) se escapa si quiero poseer, si intento conocer el
objeto” anota Bataille para explicar lo irrealizable del amor proustiano
que reitera lo irreal de la literatura. Lo desconocido no estaba en la
cosa sino en un estado seducido, perturbado. Se da cuando todo lo
demás que no es el yo se abre de pronto a la percepción. Lo sagrado,
como el objeto amado, abría esa comunicación, o la prometía. Sin em-
bargo, una comprensión de lo comunicado anula el estado seducido:
“Esos momentos de intensa comunicación que tenemos con lo que nos
rodea –ya se trate de una hilera de árboles o de una pieza soleada– son
en sí mismos inaprensibles. No gozamos de ellos sino en la medida
en que nos comunicamos, en que estamos perdidos, desprevenidos. Si
dejamos de estar perdidos, si nuestra atención se concentra, dejamos
por eso mismo de comunicarnos”. De allí que entre la reminiscencia
y el momento de plenitud que se recuerda medie toda una estructura
representativa que nunca alcanza la plenitud. Lo que producía la co-
municación con todo lo demás en el momento aquel, que ahora vuelve
más allá de la voluntad, por obra de un azar parecido a la distracción
originaria, era más bien una incompletud, la herida que en el yo se
abre al mundo, la tela de la serie de percepciones, palabras, sensaciones
que me envolvía de pronto tajeada, una ventana de la casa abierta ante
la noche estrellada y su infinita oscuridad sin sentido, lo casual de las

[65]
estrellas arrojadas como dados temblorosos. Pero el recuerdo apunta a
esa revelación como un objeto de su propio teatro, entre la experiencia
interior abierta a su exterior y la reminiscencia actual está la diferencia
del yo, que era sujeto de la experiencia –aunque olvidado, desatento,
desprevenido de serlo– y en el recuerdo es objeto de la memoria. Sin
embargo, la memoria pareciera más transmisible, aunque no se comu-
nica sino desde aquel yo, otra vez cerrado en el recuerdo, hacia mí;
y por más que se reduzca a una serie de estados en la representación
del yo, de todos modos apunta a la experiencia original que de alguna
manera había permanecido muda.
¿Qué se sacrifica en esa operación de usar el pasado para la pesca
azarosa de una experiencia real? El presente, la vida del que escribe, y
se acuerda, y se acerca a la muerte a la misma velocidad con que sus
palabras le devuelven representaciones propias, íntimas, el yo que pudo
ser, que podría llegar a ser, que será para otros pero que nunca es. Lo
que es se escapa como los árboles inaccesibles al costado de un camino,
que parecen coincidir con algo, ser signos de un pasado, pero no lo
dicen y caen en la insignificancia. Si bien lo que es, en cuanto momento
absoluto, es el objeto deseado, lo sagrado del aquí y ahora. Su expe-
riencia, más allá del experimento de Proust y su obra, tiene que ver con
la suerte, lo que se da sin espera, lo que se dispone a esperar sin nadie
para poseer lo dado por la suerte.
La suerte es un atributo del momento; la ocasión tiene una larga
cabellera que se suelta y parece invitar a la mano, pero los dedos apenas
rozan las puntas del pelo. Lo que se escapa entonces es una imagen de
lo desconocido, pero si lo captáramos como imagen, como impresión
en nuestro cuerpo de un placer o de un rapto, perdería su carácter
desconocido. El deseo produce imágenes para que lo desconocido se
precipite como un polvo mágico sobre un objeto, pero la posesión
de la imagen anula en parte lo desconocido en el objeto, en la chica
proustiana, por ejemplo. Sólo la impresión que permanece como tal,
que no depende del objeto sino de un estado del yo, y de las mil facetas
de su percepción móvil, parece estar a salvo del conocimiento. Y es
también la aureola que hace brillar uno tras otro los variados objetos
del deseo. Ante la frase musical traída por la ocasión, ante el sol que
transparenta los tules de una nube, nada puede hacer la voluntad de
saber, y allí se esconde un secreto que anima el futuro. Aunque Ba-
taille dirá que en esta impresión que la memoria podría volver a traer
más allá de la voluntad y su conocimiento reductivo, al igual que en
la imagen poética, hay una paradoja: ¿cómo capturar en una forma la

[66]
impresión recobrada, la imagen del momento intenso, aquello que sólo
tiene valor en cuanto se escapa? “En el debate que sostienen, oponién-
dose, la voluntad de tomar y la de perder –el deseo de comunicarse y su
contrario, el de apropiarse– la poesía está al mismo nivel que los estados
de ‘consolación’, las visiones y las palabras de los místicos.” El deseo de
comunicarse quiere atrapar el roce instantáneo de lo desconocido que
pasa; y cuando se conoce, se consagra un objeto, la voluntad quiere
perderlo, apropiarse sólo de la fugacidad, sin objeto. La consolación
de la poesía consiste en referirse a lo imposible de decir y contentarse
con las cosas dichas: imágenes. Las visiones y palabras de los místicos
quisieran aludir a lo que está más allá del saber, a lo incognoscible, y
sólo dicen lo imposible que habita en las cosas familiares, en lo más in-
mediato. La poesía, en cambio, por un procedimiento similar, busca en
verdad lo desconocido en la misma inmediatez, el fondo de las cosas en
las sensaciones. Su imposibilidad no apunta a ningún ser trascendente,
sino a los seres y cosas particulares que por momentos se comunican
con la herida del yo, y le hacen ver su propia inaccesibilidad. Porque,
¿qué cosa más inaccesible que un “yo”? ¿Qué necesita más consuelos
en forma de imágenes para hacerse ver y para verse? Entre las tinieblas
de una absoluta inacción, sin deseo, sin voluntad, parpadea el que se
entrega a la decepción de sus imágenes, y no ve… nada, no sabe nada.
El yo, como los otros seres que se imaginan en un mundo poética-
mente habitado, sólo abría un campo, a la vez altar, víctimas y ofician-
tes. La existencia poética, hecha de imágenes, palabras, paradojas, era
entonces ese campo “donde se efectuaban caprichosas depredaciones”.
¿Acaso hay otra existencia que no sea también intolerable, de mundillos
encerrados en sí mismos, de intercambiables funciones que angustian
apenas titila a lo lejos el iris negro de una muerte de perro? La depre-
dación de la poesía sobre el lenguaje, inevitable como cualquier efecto
de un hambre, intentaría reparar la insignificancia del ser separado, es
decir, comunicar la experiencia interior, cuya autenticidad se reduce a
ser la experiencia de nada. Por lo tanto, la poesía “devuelve al tiempo
que roe lo que un estupor vanidoso le arrebata, disipa las máscaras de
un mundo ordenado”. El asombro quiere sacar del tiempo destructor
sus momentos de arrebato íntimo: yo quiero que mi vida valga algo.
La poesía, si sacrifica algo, es esto, y vuelve a hundir en el torbellino
del tiempo, en el vacío de sentido, aquellas imágenes que ahora son de
cualquiera. Cualquiera es un yo, que habla, pero en el poema no habla
nadie. Sin embargo, escuchar, leer poesía, su consolación incansable,
induce a la caída de las máscaras, cualquier yo deja de serlo o empieza a

[67]
ser de nuevo, el mundo se vuelve una farsa. Tras la satisfacción de esta
revelación, para el que sigue viviendo como si nada, como si la nada
no estuviera derramando olas negras a sus pies, empieza la tragedia.
Recuperar el tiempo perdido de la vida a través de la escritura es una
tentativa desesperada para convertir la tragedia en comedia, en la co-
media divina de la salvación por la poesía.
Aun así, el triunfo de este final enfrentado con alegría, la satisfac-
ción tramposa de la obra realizada, no sería más que “el éxtasis que se
desprende de una gran angustia”. La reminiscencia parece recuperar
el tiempo, la escritura parece darle una forma, comunicar dicha recu-
peración, pero lo que se sacrifica es la persona, la máscara misma, el
yo de un personaje poético. La comedia era tan sólo aceptación del
destino fatal; el personaje debe morir para que la obra surja, para que
se nimbe con un halo sagrado. “Orestes o Fedra arrasados son a la poe-
sía lo que la víctima es al sacrificio”, escribe Bataille. Es un abuso del
lenguaje esperar que la poesía, sacrificando palabras, redima el tiempo
vivido y constituya una colección de momentos privilegiados, que le
den sentido al resto. El tiempo vuelve a aparecer como insignificancia,
devolviéndole a la obra su carácter de cosa, un libro más, entre las cosas
del mundo. La poesía es olvidada por el proyecto de hacer cosas; las
palabras separadas sufren todo el tiempo el reflujo que las retrotrae a
una especie de discurso; el poema es una cosa escrita. La estupidez de
esta última afirmación intenta escapar del estupor con que se asistió
a la separación de la poesía, su gasto de lenguaje, de la utilización de
palabras como mensajes, y al instante su regreso a la necesidad de decir
algo. Ante este fracaso, el gasto simbólico de palabras se vuelve real, en
la medida en que comprometerse así en cierta corriente de sinsentido,
mezclar el sentido banal de una vida con el absoluto vacío que no dice
nada, ritmo vuelto a su azar originario, implica perderse. Tal es la expe-
riencia extática de la poesía, que pone la firma debajo de la disolución
del nombre propio, aquello que habrá sido escrito por todos no por
uno. Conjetura Bataille: “Si la poesía es la vía que en todo tiempo sigue
el deseo experimentado por el hombre de reparar el abuso del lenguaje
hecho por él, éste tiene lugar, como dije, sobre el mismo plano”. ¿Cuál
es el abuso del lenguaje que la poesía viene a reparar? La poesía misma,
las expresiones que colorean la vida. No hay, por un lado, un lenguaje
instrumental, práctico, vehículo de sentidos distintos, y por el otro, el
holocausto de palabras, el extrañamiento, en un lenguaje de imágenes
y de ritmos. La nada va y viene entre el sentido común y la revocación
poética. Se pretende que aquellos días dedicados a la pérdida, pero

[68]
también al trabajo y al proyecto, adquieran sentido por el acto de es-
cribir, para nada, pero también lo adquirido se sumerge en los mismos
días, en la sucesión. La misma ilusión de haber adquirido algo, el ansia
de poseer la experiencia intensa, introduce allí un saber, una variante
del conocimiento que suprime la seducción fascinante que se quería
captar. El título de “poeta”, como se sabe desde que existe un mercado
literario, no vale nada y es lo contrario del deseo de poesía. “Incluso un
poeta maldito”, dice Bataille, “se encarniza en poseer el mundo fugi-
tivo de imágenes que expresa y por el cual enriquece la herencia de los
hombres.” El sacrificio entonces, como ya dijimos, es un espectáculo,
tiene un lado engañoso, ilusorio. Lo que se debía matar para salir de
uno mismo queda a salvo, sólo retiene una anticipación de la muerte
que se traslada al objeto sagrado, en este caso las palabras escritas. La
vanidad de pretender que ese resto sea una herencia, un tesoro para
los otros, añade un presupuesto trascendente a algo que debía ser pura
inmanencia, alegría del presente, angustia del instante, comunicación
con otros.
Lo imposible de la poesía se traduce en ese manotazo que arroja la
obra para intentar que su comunicación interior se traslade a la lectura.
Pero nadie lee, cada cual ausculta su propia oscuridad en la página de
pronto ensombrecida por las letras ajenas. De modo que la poesía, que
aspira a llegar de lo conocido –nuestras palabras diarias, serviciales– a
lo desconocido –lo que no pudo darse nunca– “es casi por comple-
to poesía caída, goce de imágenes ciertamente retiradas del dominio
servil (poéticas en tanto que nobles, solemnes), pero que se rehúsan
a la ruina interior que es el acceso a lo desconocido”. En última ins-
tancia, sólo el silencio podría ser la imagen ruinosa de lo desconocido,
pero todavía es una imagen, algo que se posee. Así, el silencio de Rim-
baud es entendido incluso como una herencia, un legado para nuevos
poetas. Pero después del silencio, que sólo vale para quien lo realiza
íntegramente, para quien se suprime por haber escrito, ¿para qué se-
guir? Los que vinieron después o bien escriben poemas, o bien posan
de nihilistas. Hasta el surrealismo, piensa Bataille, se dejó seducir por
la belleza del aniquilamiento. Proust, al no dejar de pensar, al querer
saber algo sobre lo imposible de saber, no hace lo mismo. Su obra es
un proyecto inmenso que niega la ilusión del proyecto, ya que ningún
acto le pone fin excepto la muerte. En las contradicciones y paradojas
de una búsqueda cuyo objeto sagrado, la experiencia interior olvidada,
se disfraza de objeto de un saber, Proust toca el punto extremo de la
poesía. Tiene aparentemente un don pero tarda en usarlo, porque sabe

[69]
que usarlo es ya el comienzo de la degradación y de la muerte. Con
su materia aérea, la poesía sería el único sacrificio renovable, pero su
carencia es por eso más evidente que en otros sacrificios. El carácter
sustitutivo del objeto se presenta desde un principio como intolerable,
aunque no haya nada antes, en el origen, que pueda imaginarse en el
lugar sustituido. Sólo cuando desfallece, el sujeto se libera de la avidez
con que perseguía objetos en una operación cuyo sentido es la pérdi-
da. Bataille admite la insuficiencia general del sacrificio: “Ciertos de la
incapacidad que tienen los sacrificios de objetos para liberarnos ver-
daderamente, experimentamos a menudo la necesidad de ir más lejos,
hasta el sacrificio del sujeto”. El poeta, que debe derrumbar un objeto
inasible, sus palabras, se cansa de ese cúmulo de restos sacros que se
van sumando a su paso. Su condena es que sólo de esa forma, avara,
puede seguir escribiendo. Incluso Proust, en la suma inagotable de pa-
pelitos que inundan su pieza clausurada hasta el final, parece un avaro
compulsivo que se sienta sobre su riqueza y no quiere perderla aun en
la muerte. Cuando imagina que en algún futuro lejano, almorzando
sobre una hierba amena, dos amantes repetirán sus análisis y sus imáge-
nes, el río de sus frases, resguarda de la muerte una parte de sí, donde
lo inasible de la experiencia se describe, se hace una sustancia y espera
aún la disolución. Pero el don poético no puede utilizarse del todo para
esas acumulaciones y señuelos de una posteridad, hay algo en ello que
se resiste al uso, su misma gratuidad. La búsqueda de la muerte, que es
lo sagrado y lo trivial al mismo tiempo en la poesía, desliga al “genio
poético” del mero don verbal. Ningún saber adquirido o habilidad in-
nata explican esa búsqueda, sino la percepción anticipada, secreta, de la
ruina definitiva de todo, la propia muerte y la de todos, la destrucción
de las cosas, la finalización de la vana sucesión de tiempo, y a partir de
allí el orden aparente del mundo se deshace, los seres se extravían, una
intensidad se comunica. Si esto que hay es todo lo que existe, su valor
es absoluto, y las palabras, las imágenes, las ideas caídas de su cielo
falso, todo debe gastarse en la danza festiva que celebra el momento.
A lo cual parece referirse Bataille, en el sacrificio literario de sus perso-
najes, sobre todo en la imagen de la ausencia de Dios que es Madame
Edwarda, esa puta autodestructiva, cuando habla de una alegría ante la
muerte. No se puede conocer la alegría ante la muerte, sólo se puede
buscar, para no morir como si uno fuera otro, sustitutivamente, y ser al
fin el animal que habla para morir.
La poesía, entonces, se alimenta de la transgresión de lo conocido,
pero al aferrarse a las palabras que sacrifica y a la vez consagra, se man-

[70]
tiene en un anhelo de lo desconocido que puede todavía conocerse,
saberse. Lo único verdaderamente desconocido, hueco negro que se
instalaría de una vez y para siempre, no es el silencio sino la muerte,
cuando ya lo desconocido no puede volverse algo potencial o parcial-
mente conocido porque habría desaparecido el organismo que tenía
la capacidad de conocer. Sin embargo, esa oscura visión, esa invisibi-
lidad es lo que la poesía, acaso puerilmente, hace ver. Sólo que aquel
que se dedica a esa oscuridad, a leer su propia muerte en cada trazo
que imprime la agitación de su mano, único modo de no ser un mero
corpúsculo cerrado, se aleja de todas formas del resto de los que sim-
plemente hablan. Abusa del lenguaje con que los otros antes, también
abusivamente, se entienden. El poeta revela los secretos que guardaba,
y que son los de todos y cada uno, el deseo, la muerte impensable, la
angustia y la ansiedad de gastarse, y cuanto más se interna en esa reve-
lación interminable, más se aísla. “Su soledad recomienza el mundo en
el fondo de él, pero sólo lo recomienza para él.” En su pieza de horas
trastornadas, el que escribe reinicia el mundo que vivió, le da sentido,
pero no deja de percibir el alejamiento de los otros, tan inmersos en
el mundo que no pueden ver su fondo de teatro negro. Ya se sabe, el
que actúa no puede contemplar su acción, y el que contempla, aunque
se aleja de la acción, aunque conoce lo imposible de todo intento de
actuar que no sea una negación, no obstante adquiere la potencia del
desfondamiento del mundo y de su refundación por el lenguaje. A esa
apertura que imagina, este solitario involuntario le sacrifica el mundo
que sólo pudo amar en el momento de dejarlo ir. Las emociones que
sintió se recuperan entonces, son la leña de la fogata que inscribe con
palabras encendidas un mundo renacido, pero ya no alimentan a nadie,
no inflaman un cuerpo que se agrieta, se seca y se aproxima a la muerte.
Bataille escribe, entre dos melancólicas citas de Proust sobre los rostros
ajados, atormentados, de algunos grandes artistas, que “los dioses a los
que sacrificamos son ellos mismos sacrificio, lágrimas lloradas hasta la
muerte”. Las obras consumadas, que consumieron la vida entera, son
sacrificios sin dioses. Aun en la ingenua fe antigua de una inmortalidad
de las obras, seguirían siendo cosas, consagradas o no, y no encerrarían
ningún espíritu. El monumento construido, que dura más que el bron-
ce y las pirámides, que supera las épocas y las inclemencias de la histo-
ria, se cierra en sí mismo y dice poco sobre la temblorosa angustia o la
risa loca que lo habrían originado, apenas que una muerte puso fin a
sus ornamentos. Todo lo escrito, el río de la frase de Proust –pero toda
frase es un río– se encamina desde el principio hacia el estuario en que

[71]
concluye. Estuario: digresiones y paréntesis insertos entre las cláusulas,
subordinaciones y paralelismos, puntos y pausas que rodean los obstá-
culos y se dirigen al silencio: “La anchura en que se abre el estuario es la
muerte”, dice Bataille. Y la obra entonces conduce al autor a su tumba,
o más bien es la forma misma de su muerte, escrita en el lecho de muer-
te. Lo adivinamos muriéndose un poco más en cada frase. Y más allá de
Proust, porque éste fue un punto extremo, claro porque todavía quería
saber, atestiguar, pensar el tiempo como un sentido cuando la escritura
lo niega, toda poesía vive de su propia agonía.
¿Hay una satisfacción escondida en este gasto de la vida en la obra?
¿No se pretende atesorar allí, en lo escrito, aquello que parecía dilapi-
darse? El deseo de reconocimiento revelaría entonces esa detención de
la poesía en ella misma, como si se conformara con ser un sufrimiento
y una alegría traspuestos al libro y a la espera de que otros se confun-
dan con sus emociones originarias. Ingenuidad de la escritura, anota
Bataille, que se entrega al arrobamiento fácil de “saborear la posesión
del porvenir”. Pero la obra no es la última instancia de la poesía, que
puede ir más lejos, disolviendo lo escrito por medio de la escritura: una
ausencia de obra, una borradura, que se aplica sobre el mundo. En
lugar de representarlo, el poeta que se niega al programa de la gloria
o de su espera, anula el mundo, que no es otra cosa que la sombra de
Dios en un suelo ahora sustraído debajo del cuerpo que baila en un
espasmo, y deja fragmentos de poesía. La ruina sella entonces también
al poeta, que no se representa siquiera a sí mismo. El mundo, la sombra
y el poeta se dejan ver en la sustracción de la expectativa y del proyecto
de obra como lo que son, lo desconocido y lo imposible. A nadie se
le puede decir más que eso: no hay mundo ni sombra ni yo en lo que
estás leyendo, pura destrucción de lo imposible de ser escrito, la vida,
en el abuso de unas palabras. La soledad es absoluta, y la poesía no
está escrita para nadie, ni siquiera para el poeta. “Se sentirá tan solo”,
dice Bataille, “que la soledad le será como otra muerte.” El vaciamien-
to del lenguaje más íntimo desemboca en la experiencia interior más
profunda, el punto de ese máximo desconocido que es la percepción,
la certeza de la muerte. “¿Hay una soledad más ahogada, más sub-
terránea? En lo desconocido oscuro, falta el aliento.” Pero aun en el
desaliento, en las tinieblas, se escribe. ¿Qué? El silencio de los otros en
mí. La fiebre de mi intuición de ser separado, es decir, muerto. La obra
parece diferir la muerte, o consolar la vida con una memoria inhuma-
na, pero en verdad aspira a su cumplimiento. Hace olvidar la soledad,
pero esa comunicación con todo lo demás que no es el yo, ese éxtasis,

[72]
etimológicamente hablando, se enciende en la noche del no-saber y
enceguecen. El enfermo –y la poesía sería entonces un síntoma del mal
que terminará con el cuerpo– puede ver en su sueño interrumpido, en
su incomodidad, en una conversación ansiosa su fragmentación inte-
rior, ese resplandor terrible. “Fulgor extremo: estoy ciego…, noche
extrema: sigo estándolo. Del uno a la otra, siempre ahí, los objetos que
veo, una zapatilla, una cama.”
En lo familiar, en las cosas usadas que siempre están ahí, al alcance
de la mano, parecen atenuarse el fulgor súbito y la oscuridad perpetua,
como si hubiera una media luz vivible, bajo la cual se trabaja y se des-
cansa. Pero en la misma cosa usada, abierta a cada instante como una
puerta a lo inexistente, puede surgir el testigo que asiste a mi muerte:
lo que se deja, lo que se gasta, lo que se reemplaza. Las pequeñas cosas,
antes ambientes que objetos, en Proust se cargaban de significado por
medio de complejas operaciones con la memoria y el olvido. No esta-
ban ahí sino hasta el momento en que se siente su nostalgia, hasta la
reminiscencia que las redescubre y puede describir sus efectos. Lo que
está presente ahora, en cambio, es la caída de los objetos, de un rostro
incluso, a simple cosa degradada por el tiempo. El momento privile-
giado del sentido de una vida no está siempre ahí, aparece y desaparece
como la sensación de reconocimiento de una frase musical o un matiz
de color que sin embargo no se alcanzan a precisar. Aunque justamente
esta ausencia de sentido de lo que se recobra en la poesía fundaría su
independencia: no necesita acumular sentido, el monumento le es tan
ajeno como el trabajo hacendoso. Sin embargo, la poesía que afirma su
soberanía, que no se subordina del todo a lo que dice, que juega sobre
el borde del sentido asediado por un ritmo interior que empuja hacia
afuera y por un torbellino girando en el espacio exterior de todo lo
posible, está de algún modo inserta en las actividades comunes, como
la risa y el sacrificio, como el erotismo y la borrachera, se sitúa por
momentos en el sencillo reverso del mundo diario. Ya su momento
lingüístico, su inmersión en el oleaje de una lengua que hace subir
mareas significativas arbitrarias, casuales o fatales de su historia, inserta
a la poesía en un mundo. Sin embargo, esta inserción no la subordina
del todo, como lo prueba su valor inconmensurable: ínfimo desde el
punto de vista del sentido ordinario –el poema es una tontería o una
verdad solemne– e inmenso para quien se entrega a su pequeñez. La
mosca que muere en un charco no es nada, pero si quisiéramos ima-
ginar el sentido que tiene el universo entero para esa mosca… todo se
vuelve nada. La poesía eleva la lengua a la insignificancia de una mosca.

[73]
La poesía zumba en los oídos de cualquier hablante y le recuerda, aun
sin que lo sepa, que estaba ahí antes de su existencia efímera. Por lo
tanto, que la poesía se inserte en la esfera práctica no significa que esté
subordinada, es gasto, potlatch potencial: “La risa, la embriaguez, el
sacrificio o la poesía, el mismo erotismo, subsisten en una reserva, au-
tónomos, insertos en la esfera, como niños en la casa”. Retorno del niño
que descubre su impotencia mirando el cielo nocturno, cuando sabe de
pronto que no es un dios sometido a la prueba de su pequeño nombre,
su lugarcito y su destino familiar, cuando siente la angustia de la mosca
que no le importa porque no puede, de ninguna manera, imaginársela.

***

No obstante, la inserción de la poesía en el mundo quizás apunte


al máximo interés de las actividades de pérdida: la obtención del pres-
tigio. La necesidad que hay en cada uno de perderse, de embaucarse,
promueve esas búsquedas de prestigio que, salvo para la ingenuidad
que se conforma con ganar estúpidas competencias –de ajedrez, baile,
deporte o escritura, da lo mismo–, no consuelan sino en la dispersión
del acto mismo de buscar. Hacer desaparecer la cosa buscada, donando
lo que se creía tener, es la finalidad última del potlatch, y acaso también
de la poesía, entendida en su acto y no en su resultado literario. Re-
cuperar las cosas perdidas, los momentos vividos, es el aparente punto
de inicio del proyecto literario, pero su objetivo es perderse, morirse
dulcemente en el laberinto de la escritura antes de que todo termine.

[74]
3. La experiencia o la suerte

¿Qué quiere decir “experiencia”? Un término que para Bataille está


antes de que se defina: la experiencia no se traduce en el discurso, como
otro de sus términos, tampoco es lo expresado por la literatura o la fi-
losofía. La experiencia no es un pensamiento ni la inteligencia de algo,
mucho menos lo que se habrá de expresar gracias a un don verbal. La
experiencia es un dato interior, es decir, de alguna manera inexpresable.
De allí que su punto de partida consista en hablar de lo que no se puede
decir, algo que tradicionalmente se llamó “mística”. “Entiendo por ex-
periencia interior lo que habitualmente se llama experiencia mística”31,
es la primera afirmación de Bataille al respecto. Pero tiene que limitar
luego esa analogía inicial. El éxtasis y el rapto de los que hablará, como
estados que no se reducen a su expresión, se parecen a los de la mística,
pero no son idénticos. No hay una confesión, una fe en alguna exis-
tencia sustraída de la muerte, que sostenga la experiencia. Se trata de
un puro rapto, sin lazos, sin revestimientos religiosos. La experiencia
interior será un punto de refutación de todo lo que se haya establecido,
ya que no se apoya en algo intuido, como trascendencia de lo sabido;
su principio es el no-saber. Es algo que no desemboca en nada, o que lo
niega todo para encontrar la nada. Y así define un lugar íntimo, tan in-
accesible como evidente detrás de las percepciones, creencias y saberes:
“La experiencia es la puesta en cuestión (puesta a prueba), en la fiebre y
la angustia, de lo que un hombre sabe por el hecho de existir”. Y lo que
alguien sabe porque existe es en primer lugar un yo, el que se sabe y se
dice como punto ciego y punto instaurador del discurso. Ese yo sigue
un camino, su habla, y cree tener una existencia separada, enfrentada a
los demás seres y al mundo, que se convierten en objetos al costado del
camino. El sujeto separado del objeto es la consecuencia necesaria de
su método. Pero, ¿qué le importa de verdad al que existe? Ni el yo ni
el camino, sino el encuentro, el deseo del encuentro, lo posible que se
abre hasta en las cosas menos esperadas. El que existe quiere contagiar
su fiebre a todo aquello que toca, quiere una presencia no separada, o
sea la angustia que se anticipa al insólito encuentro con la muerte. Pero

31 La experiencia interior, op. cit., p. 13.

[75]
una existencia ilimitada es impensable para un sujeto, siempre limitado,
por lo tanto su deseo es ilimitar lo real mediante la destrucción de lo
que sabe, que es la destrucción del yo. No hay que olvidar que un yo
es una miniatura de Dios, y muere junto con éste. La experiencia busca
pues lo desconocido, no un camino sino el extravío, la dispersión, y es
algo desconocido que no puede captarse, volverse conocido como un
concepto.
Bataille cita al Pseudo-Dionisio, cuando menciona que desde la ex-
periencia íntima de la iluminación, que implica la suspensión de toda
operación intelectual, sólo puede hablarse de lo experimentado negati-
vamente. Y la idea misma de una presencia ilimitada “no es distinta en
nada de una ausencia”. Lo que se experimenta no podría ser nunca una
totalidad –un infinito paradójico , místicamente limitado en la esfera
perfecta del todo–, sino el movimiento en que no hay nada cerrado,
una especie de viento. Si la poesía se dejara arrasar por ese viento, po-
dría dar una imagen de lo desconocido, dar lugar a la experiencia. Aun
cuando las imágenes se aferren a lo conocido y las palabras nunca dejen
de recordar el mundo familiar en el que sirven. La poesía contagia,
pero lo que dice la retiene en el camino familiar del discurso. La posee
un yo, aunque se trate de un yo desquiciado, en busca de lo ilimitado.
Si lo desconocido es la muerte, en la poesía “no morimos del todo: un
hilo, tenue sin duda, pero un hilo, une lo aprehendido al yo”. El hilo
es el camino de la vida del yo, la tijera que lo habrá de cortar se parece
todavía demasiado a la que está guardada en el cajón de costura. La ex-
periencia, rotura del puente, pérdida en el monte, desnudaría la simple
existencia, donde el yo pierde toda su autoridad y apenas exclama el
único valor y la única autoridad de esa desnudez, cuyo fin no es moral,
ni una sabiduría, ni un aumento del placer. Y por ello niega la moral,
la ciencia o el experimento estético. ¿En qué se basa entonces, si no se
justifica en la adquisición de sensaciones por medio de diversos éxtasis?
En nada. La misma experiencia, que se aparta de todo lo sabido y a la
vez une a todo lo posible, se autoriza por sí sola. Bataille admite que
esta respuesta vacía, vinculada a los retazos del yo despedazado que se
disuelven en una líquida impotencia para responder, deja un residuo
de angustia. Lo desconocido de la experiencia que simplemente afirma
su soberanía es ya la angustia, prueba de que alguien padece, piensa y
produce un impulso de existencia no subordinada a ningún sujeto (ni
objeto). De allí que la experiencia interior, mística de lo inmanente, sea
la superación de la filosofía (del sujeto), tal como la poesía es el más allá
de la literatura (instaurada).

[76]
Pero, ¿en qué sentido la poesía rompe el hilo sumiso del habla que
separa del mundo, en qué sentido la experiencia ilimita lo que en la
filosofía apenas existe subordinado al pensamiento? La respuesta, como
la nada, es el silencio. En su tendencia al silencio, en su danza que se
dirige a la muerte, la poesía y la experiencia que la domina encuentran
una forma de respuesta. Pero el silencio es algo que se sabe, y debe a su
vez ser franqueado, porque el silencio real, el de la muerte, es inaccesi-
ble para la poesía. Quizá no para la experiencia que no tiene otro con-
tenido. En silencio, la pasión se desencadena y se niega el amor al saber,
el reino de la inteligencia. Nada más se entiende ni debe entenderse.
La autoridad de la experiencia se afirma sin comprensión, sin imágenes.
Por eso no puede transmitirse, y se comunica fuera de su inteligibilidad.
“Sólo desde adentro, vivida hasta el trance, aparece uniendo lo que el
pensamiento discursivo debe separar.” Si las palabras ordenadas sepa-
ran al sujeto del objeto, puesto que los constituyen como tales, el habla
de la experiencia debería alcanzar, para el sujeto, el no saber, que no es
algo que se pueda llegar a saber, que esté pendiente de investigación,
y para el objeto, lo desconocido, que tampoco podría conocerse. ¿Qué
dice entonces la experiencia, como trance, silencio, pérdida de sí, más
que un desencadenamiento? Se desencadenan pasiones que la razón
no comprende, contradicciones vividas hasta el extremo y que ignoran
toda lógica, todo se vuelve inacabado, vertiginoso, material. Así como
la filosofía desarrolla la lógica de la teología sin Dios, la experiencia
piensa lo desconocido sin ataduras lógicas, no se subordina al método
del discurso. Habla, por supuesto, pero no persuade ni argumenta, y si
convence es sólo a aquel que vivió la experiencia, al otro desencadena-
do, contagiado. Este apasionamiento liberado en la experiencia había
estado aislado de todo saber; el saber se construyó como apartamiento
de lo que libera. Pero el no-saber no es su simple reverso, sino algo
distinto. Como la noche no es lo contrario del día, sino una evidencia
que ilumina, entre la dispersión de estrellas hormigueantes y la palidez
lunar, la rasgadura de esa superficie sabida que durante el día parecía
firme y sostenible. Con ello, también las cosas diurnas se desfondan de
pronto. La mesa en la que escribo, independiente, profana en su utili-
zación, cosa banal, se desdibuja ante mis ojos que siguen las nervaduras
de una madera muerta, soñando un bosque arrasado. Y la simple pre-
sencia de la cosa me dice que existo para tocarla, y mi cabeza se apoya
en ella para representar un posible dormir, para imaginar mi muerte.
La materia –lo que hay– se vuelve sagrada. Si busco en mí un sentido
para todo, es porque el todo no tiene sentido. Y desde el momento en

[77]
que el yo no justifica el mundo, todo se libera, se fragmenta, las astillas
de la percepción salen despedidas como si buscaran una constelación
en movimiento. Tan sólo el deseo de mirar eso, dibujar su forma, ser
la mirada del sentido, puede todavía albergar el vano pero insoslayable
anhelo de no morir. Sin embargo, la mirada significativa es una trampa,
es el abandono de la mirada perdida, la que no interpreta ni encuentra
en las nervaduras de la mesa cualquiera más que su remolino de ser
cualquier cosa.
Bataille registra: “No más salvación: es el más odioso de los sub-
terfugios”. Querer registrar incluso la experiencia muda, si aspira a sal-
var su intensidad o su anhelo de plenitud, es también un subterfugio.
Como el silencio, donde “la palabra silencio es también un ruido”, la
voz de la experiencia se funda en lo que niega, y al instante debe ne-
garse de nuevo para dejar sólo la estela de una autoridad que se basa en
eso. La respuesta sería no hablar más, pero así se dejaría en pie el fun-
damento de la pregunta que más bien debería castigarse, azotarse hasta
que la multiplicación de las heridas anuncie en el torso de la pregunta
su misma caducidad. “¿Qué sentido tiene todo esto?” no es una pre-
gunta que pueda responderse; decir: “ninguno” es darle a la pregunta
el valor de una existencia, de algo real. Sólo la experiencia anuncia la
disolución de la pregunta, el origen irrecuperable de lo que se supone
que dice: angustia, confusión, dolor, o bien alegría, indistinción, delei-
te. La filosofía se encamina a la pregunta, la experiencia se pierde en el
camino, sólo habla como un medio para alcanzarse ella misma. Clara,
discursivamente , pronuncia Bataille su refutación del discurso: “En
la experiencia, el enunciado no es nada más que un medio, e incluso,
tanto como un medio, un obstáculo; lo que cuenta no es ya el enuncia-
do del viento, sino el viento”. Viento que apaga la antorcha de Miner-
va, su discurrir arropado en la noche, y obliga a confiar solamente en la
mirada animal de un ave de presa. Pero ningún búho puede salir de su
jaula alegórica para señalar el espacio vacío, el sinsentido de la tiniebla
absoluta. La mirada se encontró en la luz, en la imagen de dioses, pero
sabe que no ve nada, contempla su profundo no saber, ahora que abro
los ojos y farfullo sonidos totalmente solo. Esta representación de mí
mismo busca dramatizar la experiencia, sin decirla, porque así se agota-
ría como si fuera un simple tema. El viento helado de la experiencia me
hace notar la desnudez de pensar, el cuerpo que piensa, el yo olvidado
que piensa que se muere. Sólo dramáticamente, e incluso apocalíptica-
mente, las palabras le hacen señas a la experiencia que al mismo tiempo
las justifica y las disuelve.

[78]
La idea misma de una existencia personal, vinculada al deseo de
no morir, produjo la percepción de algún tipo de realidad inmaterial y
particular: el alma, la sombra del nombre, la propiedad de llamarse a
uno mismo. Sólo que esta percepción disfraza el otro deseo que afirma
la inexistencia de lo inmaterial, deseo de morir del todo, declive hacia
la extinción. La muerte entonces indicaría ese punto de nada definitiva,
aunque no sea algo imaginable. La experiencia interior es una experien-
cia –imposible– de la muerte. Pero “muerte” es una palabra, un ruido
como la palabra “silencio”. Designa incluso el límite del lenguaje: si el
yo es cualquiera que hable, muerte es el punto final, alegórico, del re-
lato que se intenta hilvanar. La muerte es la interrupción del discurso,
o más bien los hiatos de vacío que cortan la apariencia continua de lo
que se dice, que lo convierten en archipiélago. La fragmentación del
mundo que se cuenta como si tuviera unidad y sentido es obra de la
muerte. Pero la muerte no hace nada, sino que acribilla de nada al ser
desnudo, lo deja sin habla. ¿Cómo no soñar entonces que la intensi-
dad de existir podría continuar? ¿Cómo no imaginar otras vidas, otros
mundos donde la sombra del ser se angustia o se deleita pero persiste?
Sin embargo, el anhelo de perseverar en el propio ser oculta el deseo
de traspasar lo particular, lo propio, y disolverse en la nada. La medi-
tación que precede y sucede a la experiencia no busca eternizar al que
medita, sino anular su representación, la ilusión personal. Detrás de la
máscara, en el fondo negro de los orificios por donde espiamos lo real,
está el vacío, o ni siquiera eso. Acaso solamente la dispersión constante
de corpúsculos que se agruman por azar, que chocan, que se alejan y
se atraen, en un torbellino fatal. La anulación del yo, la ruptura de su
hilo de palabras de apariencia continua, anticipa entonces en el trance
de una experiencia su final, la muerte inscripta en la idea misma de una
continuidad. Dice Bataille: “La muerte rompe el hilo: no podemos
captar una continuidad más que a falta de un umbral que la interrum-
pa”. De modo que la vida que creo tener, entre las repeticiones y los
relatos de novedades, se me escapa, no es más que la negación de los
umbrales, la negación de la interrupción que sin embargo me alcanza
y agrieta todo lo que digo. El último recurso de mis palabras heridas
de muerte es imaginar la persistencia de otros seres, un universo sin
mí, sin nadie que yo haya conocido, amado, tocado. Es la presencia de
la obra como palabra mortificada. Pero la experiencia me devuelve al
presente, donde la obra no existe y la supervivencia sólo se enfrenta a
la vida como su abstracción. La obra esconde un proyecto, un someti-
miento de la existencia a lo que aún no existe, el olvido del cuerpo que

[79]
muere, que está muriendo mientras realiza la obra. La experiencia en
cambio se opone al proyecto como lo ilimitado –o lo indescriptible– a
lo limitado. La muerte entonces, más que el umbral que le da sentido
al discurso sostenido, es la aniquilación del proyecto, y vuelve ilimitado
el presente. Si siento la muerte en mí, como la nada absoluta y también
trivial, ritmada en la noche que sigue a cada día, mi existencia limita-
da se disgrega, estalla en fragmentos y cada frase balbuceada ilumina
el cielo con sus fuegos de artificio. Pero la sensación de morir no es
casual, requiere búsquedas, “la voluntad de llegar a ser presa de lo des-
conocido” que, en oposición al cálculo del proyecto, necesita una au-
sencia de límites. Por supuesto, tal ausencia no se da en ningún espacio
conocido, no se da en el lenguaje sino por una violencia que lo mortifi-
ca. Entre las palabras, se deslizan actitudes que indicarían esa voluntad
de que lo desconocido llegue a alcanzarme, a mí, que no me conozco,
que ya no me reconozco. Bataille enumera algunas de esas actitudes
que son la moral de la experiencia interior: “La ausencia de cuidados,
la generosidad, la necesidad de retar a la muerte, el amor tumultuoso,
la ingenuidad amenazadora”. En tales instancias, se olvida el deseo de
querer serlo todo, se eclipsa el centro del mundo que está limitado por
mi lenguaje, de modo que la experiencia renuncia a la omnipotencia
del yo, su pensamiento y su cuerpo: soy un punto sin nombre.
Sin embargo, hasta en esa búsqueda ametódica se filtra el plan, se
articula algo. La misma experiencia, en tanto que es buscada, se sigue
como si un hilo reapareciera en ella. También “la experiencia interior
es proyecto”, dice Bataille. Y no es una contradicción. Puesto que me
defino íntegramente por el lenguaje, que siempre se proyecta en la su-
cesión, en el encadenamiento, la experiencia –del silencio, de la muer-
te, del amor– se inserta en una especie peculiar de proyecto. “Pero el
proyecto no es en este caso el de salvación, positivo, sino el negativo de
abolir el poder de las palabras y, por lo tanto, del proyecto.” El proyec-
to de la experiencia interior consiste en anular la palabra del proyecto.
¿Y cuál es la palabra del proyecto si no la que se refiere a quien lo sos-
tiene, al dueño de la palabra? “Yo”. La experiencia entonces revela –o
más bien lo repite porque se trata de un no-saber siempre sabido– que
el yo no es dueño de lo que dice, que el sentido no emana de su fuen-
te. El deseo y la búsqueda de la experiencia apuntan por lo tanto a no
querer serlo todo, que lo designado por el yo sea un hiato, un punto, lo
incompleto por definición. El que habla quiere serlo todo, dar sentido
a lo que pasa, contarse interiormente la historia de su nombre. Pero la
experiencia le repite: nunca podrás ser el sentido ni completar la histo-

[80]
ria, las palabras son astillas clavadas en una carne que se descompone
sin que lo sepas. El que hablaba entonces se ríe de sí mismo, se olvida
por momentos, ya no quiere ser todo, sino una brizna en el aire, un
adorno, una donación que se destruye cuando se entrega; “se quiere
finalmente tal como es, imperfecto, inacabado, bueno –si es que puede
serlo, incluso en los momentos de crueldad–; y lúcido… hasta morir
ciego”. Una lucidez ciega, sin contenido, que se ríe del final inevitable
que destruirá la ilusión del ser incompleto –para los vivos que vendrán,
él mismo, muerto, parecerá completo, serio. El muerto parecerá tam-
bién cruel, impasible, de piedra. Sólo quien lo ame hasta el extremo de
discutirlo y ridiculizarlo, de olvidarlo, podrá advertir el bien soberano
que lo impulsaba, que lo fragmentaba en la risa y el llanto, su acepta-
ción de lo incompleto. Quien actúa soberanamente, desarmando así la
impostura de su conciencia como dueña del sentido y entregándose a
una risa súbita, a los dichos para nada y para nadie, se aleja del interés
ávido por acumular cosas, saberes, potencias, y la “bondad” se depo-
sita en lo que queda de sus palabras como un rocío sólo perceptible al
tacto, a la amistad.
Pero los otros no son un objeto para el sujeto –desarmado– de la
experiencia. La existencia ilimitada a la que accede, con la que sueña
la experiencia, se comunica con todos y cada uno. En cada uno se
precipita el torrente de los demás y cada uno recibe el mandato de ser
ese oleaje ilimitado. Hay un punto extremo, el borde, más allá del cual
soy “una multitud y un desierto”. En tales figuras ve Bataille el sentido
de una comunidad cuyo objeto sería la experiencia, motivada por la
experiencia, pero donde lo común le otorgara a cada uno la soledad
de un desierto. La experiencia es privativa, negación del proyecto, el
método, el saber; por ende instaura el éxtasis común, incluso vulgar,
trivial –que se encuentra en todas partes– como una distancia antes y
después de la fiesta. Entonces, en silencio, la experiencia se comunica,
o ya se comunicó o se promete como comunicación. ¿Cómo se comu-
nica lo incomunicable? ¿Cómo nuestras palabras comunes nos hacen
pensar su afuera? Un desierto instalado en la comunidad es la huella
desoladora de la experiencia interior, negación del acuerdo discursivo,
del plan y del pedido. Pero algo se solicita de esa comunidad, puesto
que la experiencia, comunicada sólo negativamente, vivida, “transfor-
ma a los que ella pone en juego”. El silencio al que llega no es un
abandono de las palabras, sino un silencio “querido”, buscado tras el

[81]
estupor que se extravió frente a todo lo posible, aun lo que el lenguaje
ignora, y así puede expresarse con un mayor grado de desprendimien-
to. Palabras desprendidas de su dueño, soberanamente dispersas en su
no querer decir, musicales; silencio que no esconde ningún misterio,
ningún saber, simple punto final querido, alegremente deseado, son-
risa de agonía, que musita: “Que otros, que otros siempre vivan en el
futuro –y que la muerte nos haya lavado, y después lave a esos otros,
infinitamente”32.

***

Hace un tiempo, escribí una lectura de Bataille que se refiere al


ateísmo como una experiencia. Experiencia, pues, de la pura materia
que encuentra una larga tradición en torno al disfrute de las sensacio-
nes y el sorteo de las ilusiones ideales y que abarca desde el atomismo
hasta Lucrecio y desde Spinoza hasta los filósofos del siglo de la Revo-
lución. Sin embargo, lo que ahí importaba era la intensidad vivida de la
negación de toda trascendencia, de un desencadenamiento, y la angus-
tia de un ser entregado a su suerte. Transcribo entonces aquella lectura,
cuyo título prometía o casi anhelaba una “Presencia de la suerte”.

***

En un singular escrito del entonces joven filósofo Diderot, cuya lec-


tura le debo agradecer a Diego Tatián, aparece una serie de afirmacio-
nes que no pude dejar de leer como anticipos, anuncios del pensamien-
to de Bataille. Pero antes que comprobar, una vez más, el ingenioso
recurso de Borges acerca de la construcción que toda obra realiza de
sus propios precursores, quisiera pensar más bien que tanto Diderot
como Bataille hablan de lo mismo: una comunidad imposible pero ne-
cesaria tras la experiencia de la ausencia de Dios.
Nos resulta difícil medir ahora el alcance, el impacto de esa expe-
riencia. Dado que no sentí nunca su presencia, la ausencia de Dios está
ligada en mí a una imagen mucho más concreta y que no se percibe
como la desaparición súbita, la disolución de una persona absoluta. No
puedo entonces imaginar la ausencia de Dios sino como el descubri-
miento, la revelación infantil de mi muerte. La idea de que voy a morir
es la última sombra del ateísmo sobre mi cuerpo que se desgasta.

32 La experiencia interior, op. cit., p. 31.

[82]
Pero en aquellos tiempos heroicos del ateísmo, que anhelaba im-
ponerse como un pensamiento más claro, que buscaba liberarse de
innumerables cadenas, el mundo sin Dios era un vacío absoluto que
atraía todas las ideas y las hacía girar vertiginosamente. Diderot publica
entonces, en 1749, su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven33,
donde se discute fundamentalmente el problema del origen de las ideas
y la relación entre el pensamiento y las sensaciones. En esa carta, di-
rigida a una curiosa y filosófica interlocutora, el futuro enciclopedista
plantea objeciones a las conclusiones de Locke y de Condillac sobre el
origen sensorial de las ideas. No voy a revisar aquí ese complejo debate
sobre el así llamado sensualismo. Pero Diderot comenta entonces la
vida y la obra de un matemático inglés, ciego de nacimiento, cuyas vi-
cisitudes cotidianas y cuyas argucias para explicar cuestiones de geome-
tría y de óptica le sirven como demostración de una autonomía relativa
de las ideas verdaderas con respecto a la percepción de los sentidos. El
caso es que Diderot intercala además un diálogo entre el matemático
ciego y un sacerdote, que acude a asistirlo en su agonía; un episodio
completamente inventado que no figuraba en la biografía del persona-
je, profesor en Cambridge y bastante notorio en su época. La discusión
entre el ciego moribundo y el sacerdote, por otro lado, también pare-
ciera inaugurar una fábula atea que conocemos en la versión de Sade.
El diálogo trata acerca de la existencia de Dios, o al menos acer-
ca de su eternidad. El sacerdote le describe al ciego las maravillas del
mundo visible, el impecable orden que reina en cada organismo vivo
y en la totalidad de lo que existe. Semejante espectáculo, tamaña per-
fección, sostiene el sacerdote, no pueden estar privados de un autor,
una inteligencia perfecta que así lo ha dispuesto. El ciego responde que
no puede percibir tales maravillas y que nada le parece tan ordenado
como le cuentan. Pero accede a prestarle su confianza a la palabra del
sacerdote y de otros amigos que lo quieren y le dicen que el mundo
contiene un sinfín de prodigios evidentes. Lo que no quiere decir,
agrega luego, que siempre haya sido así. Que ahora todo tenga una
apariencia de orden no significa que su origen no sea el más absoluto
caos. Y el geómetra ciego afirma: “Si nos remontáramos al nacimiento
de las cosas y de los tiempos, y sintiéramos la materia moviéndose y
el caos desenmarañándose, encontraríamos una multitud de seres in-
formes frente a unos pocos seres bien organizados”. Unos azares físi-

33 Denis Diderot, Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, El Cuenco de Plata, Co-
lección “El Libertino Erudito”, Buenos Aires, 2005.

[83]
cos, materiales hacen que algo sobreviva, sin ninguna inteligencia, sin
ningún sentido. La movediza materialidad de lo que es no puede ser
más que soberana. El mundo surge fuera de toda lógica previa, así el
ciego declara que “los monstruos se aniquilaron sucesivamente, que
todas las combinaciones viciosas de la materia han desaparecido y que
sólo han quedado aquellas cuyos mecanismos no implicaban ninguna
contradicción importante y que podían subsistir por sí mismas y per-
petuarse”. Pero el aparente orden alcanzado no tiene nada de estable.
Los monstruos retornan a cada momento. Él mismo, que nació ciego,
es una prueba de que ninguna conciencia suprema dirige lo que pasa.
¿Y acaso los hombres no son monstruos increíblemente persistentes,
que perseveran en su monstruosidad? ¿Cómo explicar la inaudita li-
bertad humana, desertora del instinto, sino como una consecuencia
monstruosa y un reflejo traspuesto de la impredecible actividad de la
materia originaria?
No resulta obvio, para el ciego, que el hombre y su supervivencia
fuesen algo necesario. Si el azar o una serie de casualidades combinadas
no lo hubieran ayudado, el animal que habla “hubiese quedado en-
vuelto en la depuración general del universo, y ese ser orgulloso que se
llama hombre, disuelto y disperso entre las moléculas de la materia, ha-
bría quedado, quizá para siempre, dentro del número de los posibles”.
De alguna manera, la depuración general del universo es inhumana: la
materia se complejiza hasta convertirse en organismo, que a su vez se
complejiza hasta convertirse en animal, el animal se hace hombre, el
hombre deviene histórico, etcétera. Pero al mismo tiempo se eliminan
un gran número de posibilidades, la persistencia de algo es una excep-
ción, y todo parece indicar que la materia tiende a simplificarse después
de alcanzar un punto sin retorno. El lenguaje humano, el pensamiento
pueden ser un instante en esa depuración general del universo. Y si mu-
chos experimentos del azar que llamamos naturaleza pudieron fallar,
arruinarse, perderse en la nada de lo imposible como también pudo
pasarle al animal humano, entonces el ciego preguntará por qué los
mundos no estarían sujetos a la misma ley de una probabilidad impro-
bable. Lo que aquí y ahora parece un orden, aunque sólo para quienes
lo ven con los ojos encandilados, hipnotizados por la belleza, no es más
que una tirada de dados. Y llamamos Dios a la suerte.
Oigamos la arenga del ciego de Diderot: “¿Cuántos mundos es-
tropeados, fallidos se han disipado, se rehacen y se disipan tal vez a
cada instante en espacios lejanos que yo no toco y usted no ve, pero
donde el movimiento continúa y continuará combinando cúmulos de

[84]
materia hasta que hayan obtenido alguna disposición en la cual puedan
perseverar?”. Y aun así, sería apenas para que subsista una materia, una
masa no dispersa, ¡y qué lejos estaría todavía la mezcla necesaria para
que algo vivo encontrara su posibilidad! ¿Cómo definirá entonces el
ciego matemático este mundo palpable, negro, donde los sonidos y los
olores se arremolinan, se acercan y se alejan hasta desaparecer, donde
lo único cierto son algunas formas regulares de la materia que puede
compartir en sus clases de geometría con los alumnos que ven? ¿Qué
significa todo esto? Respondiendo a sus propias preguntas, a su propio
nihilismo, afirmará: “Un compuesto sujeto a revoluciones que indican
todas ellas una tendencia continua a la destrucción; una sucesión rápida
de seres que se entrecruzan, se empujan y desaparecen; una simetría
pasajera; un orden momentáneo”. Allí la vida no es más que un largo
deseo que nunca podría satisfacerse y la propia duración es un fantasma
construido por su necesaria brevedad.
Sin embargo, quizás esos fantasmas sean más reales para el fugaz,
momentáneo ser mortal que la eternidad inaccesible de la materia en
movimiento. Quizás los fantasmas de una vida breve sean un acceso a la
posibilidad de pensar el movimiento incesante. Se trata de pensar desde
la perspectiva de una mosca. Al sacerdote, que ha empezado a llorar
en medio del discurso de su amigo agonizante, el ciego le dará este
ejemplo, que puede verse acaso como una especie de consuelo. Si la
mosca efímera que sólo vive un día se pusiera a pensar en un hombre y
transmitiera su pensamiento a otras, de generación en generación, ¿no
se convertiría entonces ese hombre en particular, la miserable vida hu-
mana, en el ser, en la eternidad, algo así como un astro o un dios? Y la
mosca tendría razón en pensar así. Tal como nosotros tendríamos algo
de razón, al igual que el sacerdote y los amigos del ciego que celebran
las maravillas de lo visible, en creer, con fe ciega, que el mundo no va a
desaparecer con nuestra muerte.
El editor francés de Diderot, un tal Paul Vernière, en su introduc-
ción nos comenta que este fragmento de la Carta le valió al autor tres
meses de cárcel, acusado de “fanatismo”, a pesar de las frases con que
intentara separar su opinión de las afirmaciones del ciego, que dice
haber traducido del inglés. Más allá de que las imágenes de las disper-
siones y combinaciones de la materia hayan sido tomadas de Lucrecio,
no significan lo mismo para Diderot y es lo que el censor va a sancionar.

[85]
La caducidad de los seres y las cosas en Lucrecio, las combinaciones
que surgen espontáneamente y luego se disuelven de manera absoluta
son ejercicios del pensamiento para lograr la ataraxia, observar desde
una lejanía, que sólo se aferra al instante presente, el caos multifor-
me del mundo, su permanente catástrofe. Para Diderot, en cambio, se
trata de recordar que la moral, las leyes, las constricciones cristianas o
monárquicas de la libertad son aleatorias; que todo es casual y por lo
tanto nada es verdaderamente imposible, ni siquiera la felicidad huma-
na, al menos en el instante que le toca vivir a este género en particular.
Y lo que Bataille llamará la “insubordinación de la materia” también
intentará relacionar, vislumbrar la íntima conexión entre las metamor-
fosis continuas del mundo y los impulsos que conducen a la mayor
libertad posible en lo social.
Precisamente, en mayo de 1947, Bataille publica un breve escrito
en una revista. Se trata de una meditación cuyo título, “La ausencia de
Dios”34, permite vincularla con la elaboración de esos diarios filosófi-
cos que componen la “Summa ateológica”. Allí la ausencia de Dios,
imposible de expresar, se intenta sugerir a partir de diversas figuras, de
imágenes y paradojas. Y quizá tenía razón Sartre cuando decía, acerca
de libros como La experiencia interior, que Bataille era “un nuevo mís-
tico”. Porque en verdad utiliza los procedimientos habituales de la lite-
ratura mística: siempre hay algo inexpresable que sin embargo impulsa
una comunicación destinada de antemano a no poder ser entendida.
No se trata de entender entonces, sino de que otros puedan intuir,
acaso revivir, por fuera del lenguaje, más allá de las imágenes puestas
en juego, la experiencia imposible que es un acontecimiento, porque
atraviesa el lenguaje pero no lo deja indemne. Sartre ponía el acento en
el carácter evasivo, antirrealista de la experiencia a la que se refería la
escritura de Bataille. Más bien deberíamos pensar que lo real, lo único
que existe fuera de la burbuja lingüística y social, es esa experiencia,
casi un exceso de inmanencia. Por lo tanto, importa menos que Batai-
lle sea o no un místico, que retome esa tradición, aunque también lo
hace con la filosofía, la sociología, la literatura, sino el hecho de que sea
uno “nuevo”, puesto que dice, forzando los límites del pensamiento
y las palabras, una ausencia. Salgo de mí para encontrar no un sujeto
trascendente o una eternidad ilusoria, sino la negra iluminación de mi
propio abismo, inscripto en mi cuerpo. Como dijera el poeta argentino

34 Incluido en La felicidad, el erotismo y la literatura, Ensayos 1944-1961, Adriana Hi-


dalgo, Buenos Aires, 2001.

[86]
Héctor Viel Temperley, cuya experiencia también es un acontecimiento
y que casi seguramente no leyó a Bataille: “Voy hacia lo que menos
conocí en mi vida, voy hacia mi cuerpo.”
Imágenes de la ausencia de Dios, vagos ecos de un miedo y una
felicidad impensables, que no pueden ser ideas: el suelo que desaparece
bajo mis pies en el instante que se detiene, suspendido, entre un latido
y otro de mi ritmo sanguíneo; un objeto extático que deja fuera toda
afirmación, anula la pretensión de existencia del ser y también de la
nada; una mujer amada que muere o un Dios que revela su inexisten-
cia. ¿A quién le está hablando Bataille con estas figuras? Ni a un Dios
ni a un idiota, dice, sino a todo semejante que padece la melancolía de
no saberse nada.
Por lo cual, lo más seguro es el malentendido, creer que está trans-
mitiendo un pensamiento. Pero lo que es no puede ser objeto de trans-
misión. Ningún objeto, ninguna figura limitada, ninguna obra dice ni
hace lo que es. Cito a Bataille: “No poseo otra verdad que el silencio”.
Aunque no se trata de una espera, una atención despertada por algo
trascendente. Es un silencio que hace hablar, un silencio como la pica-
dura de un insecto que hace rascar las costras del lenguaje. La uña del
silencio que descascara las palabras me hace desear la noche, un infinito
de términos enfermos, dichos sin querer. Lo que dice el sonido del
rasguño involuntario, para el oído de alguien que no quiere escuchar,
es la impotencia de escribir, hablar, “mis lágrimas”, dice Bataille, “mi
ausencia (más pura que mis lágrimas), mi risa, más dulce, más maligna
y más vacía que la muerte”.
¿Acaso ese fantasma viscoso, ese algo ilimitado, podría ser un sueño,
vale decir, un efecto inexpresable que suscita una imagen o una serie de
imágenes? Pero serían imágenes imposibles, las imágenes de un ciego
de nacimiento. Dios, dirá Bataille, “soñó que era un enfermo al que las
chinches devoraban”, pero luego se convierte en una de esas chinches
que el enfermo descubre entre las sábanas y aprieta entre sus uñas. En
medio de la fiebre, el cuerpo sueña que es arena desolada, sin lugar,
sin descanso. “No pudo despertarse, ni gritar, ni morir, ni detener ese
movimiento de terror fugitivo.” Sin embargo, el sueño no es más que
una consecuencia. La cosa ilimitada que se presenta como su causa ni
siquiera puede pensarse en cuanto ausencia o en cuanto nada, sería
entonces algo demasiado limpio, seco, un corte en la continuidad de
las representaciones. Más bien se trata de su misma sucesión, repetición
incesante de representaciones, imposibilidad en el fondo de ser un in-
dividuo, que a fin de cuentas supondría un Dios definible, presente o

[87]
ausente, cuando no hay más que esa confusión llena de rabia con que
la fiebre acelera los pasos perdidos de la vida en peligro.
Pensemos en un Dios para Lucrecio. Las cosas, los seres surgen de
la nada y vuelven a ella. La cantidad de átomos es siempre igual, sólo
se combinan y se dispersan continuamente. Pero ese clinamen, ese vér-
tigo genera no sólo sustancias variadas, sino principalmente imágenes,
representaciones, incluyendo dioses. El mismo movimiento incesante
de los corpúsculos innumerables que originan todo lo que hay se vuel-
ve entonces lo divino, es Dios. Como una sustancia única en perma-
nente circulación, expandiéndose y retrayéndose, que utiliza la nada y
la plenitud al mismo tiempo. Así lo describía Bataille en su “experiencia
interior”: “El torbellino duradero que te compone choca con torbelli-
nos semejantes con los cuales forma una vasta figura animada por una
agitación medida”.
Los átomos se agruman, se componen, fingen una interioridad
hecha de conductos, flujos, circulación. Es como si dijéramos que las
palabras que se suceden en nuestra cabeza somos nosotros mismos.
¿Qué querría decir? Simplemente, que Dios es yo: imagen de las pa-
labras en un cuerpo que sólo puede ser si es excluido, perdido. Pero
el efecto de Dios, aunque sea pura ausencia, no se reduce a una cosa
infinita ni a una conciencia parlante, mucho menos a un sujeto del len-
guaje. La ausencia de Dios, como en el ilustrado Diderot, es el punto
de vista de la mosca, es hundirse al fin en la insignificancia. Leo ahora
cómo la perspectiva de la mosca aniquila esa totalidad de materia muda
que también podemos llamar Dios: “Para una mosca caída en la tinta”,
escribe Bataille, “el universo es una mosca caída en la tinta, pero para
el universo la mosca es ausencia del universo, pequeña cavidad sorda
ante el universo y por donde el universo se omite a sí mismo”. La
mosca hace desfallecer a Dios, es su obscenidad, un goce absurdo que
no sueña con nada. Lo que entonces goza, arde o se inflama es una
presencia que se ha vuelto tangible porque suprimió toda trascenden-
cia. Está del lado de la suerte. Sin mirada, sin absoluto, sin universo,
mero instante en que se toca y cada uno se comunica con algún otro,
un semejante anonadado, ofrecido y ante quien ofrecemos nuestro ser
mortal.
Pero la ausencia de Dios no es sólo un anonadamiento, una caída
definitiva en lo insignificante, un instante pleno de no-saber. También
es pérdida del lenguaje, ya que toda palabra piensa en el futuro y no
puede decir el presente. Mi propia presencia, mi cuerpo marchando de-
recho a la muerte, se vuelve tangible y faltan las palabras. Es entonces

[88]
cuando abandono la escritura, dejo caer la birome, y me río porque no
me estoy dirigiendo a nadie, porque no me importa en absoluto haber
escrito. La muerte pondrá fin a la ilusión de ser, pero ahora se termina,
en este momento de risa nerviosa, angustia y flaccidez, la ilusión de
permanecer en lo escrito, último vestigio, última larva del gran insecto
transformista que llamamos Dios. ¿Cómo seguir hablando? No con la
negación de Dios, que consolida su presencia, sino con la evocación de
su ausencia.
Bataille invoca entonces un estado teopático sin Dios. El que pro-
voca, por ejemplo, la presencia de un ser amado. La sensación de que
ha sido visto antes –el amor es un déjà vu– nos recuerda los gestos
originarios, la risa y el llanto, como si pudiéramos soñar con una ex-
periencia anterior al habla. Podríamos decir entonces, como una chica
ciega citada por Diderot y que escuchaba todo con suma atención:
“Me parezco a los pájaros, aprendo a cantar en las tinieblas”. Tocar,
oír dan una impresión de presencia que la vista no puede garantizar.
Lo que vemos aparece y desaparece, está y no está, como la imagen de
la madre para el niño balbuceante. Pero tocamos algo, una piel herida
que late con su fugacidad, o escuchamos algo, un grito en la noche
que me conmueve sin explicación. La vista nos enseña una figura intac-
ta, impenetrable, la belleza que aparece como un fantasma misterioso.
Pero es imposible comunicarse con ese ser entero, tampoco yo puedo
comunicarme a mí mismo como ser entero, como unidad visible.
Cito a Bataille: “La comunicación no puede realizarse de un ser
pleno e intacto a otro: necesita seres que tengan el ser en ellos mismos
puesto en juego, situado en el límite de la muerte, de la nada”. Pero
ninguna comunicación verdadera es amarga, más bien suscita la risa
de una pura felicidad, porque en nuestro propio límite que se rompe
tocamos la presencia invisible, la suerte de ser. Ciegos por un instante,
un instante indivisible, un átomo de tiempo que no tiene otro fin que
sí mismo, tan ciegos como el geómetra de Diderot, soñamos que la
materia piensa, damos nuestro consentimiento a la felicidad.
La felicidad es el sol al mediodía, con que les digo a otros que la
sombra del ausente no se proyecta siempre en nuestro suelo, y que
podemos sentir la presencia del calor sin abrir los ojos, pensando en la
materia del presente.

***

[89]
Hablamos, escribimos y nuestras palabras se vuelven una isla ro-
deada por la muerte. Sin embargo, el agua intransitable es justamente
lo que quiero decir, o más bien el querer decir sin nada que sea dicho:
querer la suerte del presente y todo lo que es y va a desaparecer, con
nosotros o después de nosotros. Aunque no soy quien desarma el len-
guaje para que se diga el presente, pero quedo inerme entre las cosas
para que algo más allá de un sujeto pueda asomarse, sirena en medio
de las olas, en el límite de las palabras.
¿Qué es, si no, la poesía más que este instante inmotivado, la pura
felicidad sin palabras, hecha de palabras gratuitas y que nada saben? El
ritmo, latido suspendido en el aquí y ahora, atraviesa como un soplo la
estructura lingüística y hace de las palabras, que suelen pensarse como
la ausencia de las cosas, un pasadizo directo al centro del presente,
como si la materia muda, la naturaleza o todos los que viven sin escribir
de repente se tradujeran en una voz. Soñamos con ese timbre, aunque
lo dicho siga siendo el cofre, la cámara de eco donde resuena lo inde-
cible. En ese vacío revelado, la vida entera, las vidas propias y ajenas,
amadas o ignoradas, adquieren un sentido luminoso, deslumbrante.
En el sacrificio incruento, pero no inocente, del lenguaje que llama-
mos poesía, empieza la vida común, nuestra brevedad y nuestra apo-
teosis. Lo que escapa a mi voluntad, la inacción del lenguaje, comuni-
cación de nada, es obra del dios. Una sombra de Dios se vuelve chispa,
fogonazo o lumbre amorosa en esa comunicación que no se entrega
del todo a la obediencia del sentido.
¿Cómo escribiste eso? Fue suerte.

***

Lo visto, lo sabido, lo escrito ya no tienen sentido cuando se está


solo, “ante la impenetrable sencillez de lo que es”35. ¿En qué consiste
tal sencillez, la evidencia que me pone en juego? Bataille le atribu-
ye, con un patetismo inevitable, el nombre de desnudez: cuando uno
juega consigo mismo y se asigna una serie de tareas útiles, llenando el
vacío, pero por otro lado el placer o el dolor atacan esos deberes y los
corroen, y el vacío llama desde el fondo de las cosas. La pieza se abre al
espacio exterior. Juego conmigo mismo y me convierto en el personaje
que quiero ser para hablar, para convencerme de que en mí habita “lo
que es”. Pero en el extremo de lo posible, yo soy imposible, y antes

35 “La desnudez”, en La experiencia interior, op. cit., p. 201.

[90]
de ello fui lo improbable. Entonces puedo pensar en el derrumbe de
lo que creo sobre mí, el final de mi conciencia y de mi sensibilidad in-
consciente, la ausencia de todos los dones y las impotencias que al azar
se hilvanaron en mi memoria. ¿Puede agradarme la idea de la muerte,
como al niño que construye un sistema de juguetes o un castillo de
arena le divierte destruirlo, desarmar todo? ¿Puedo desprenderme de
la persona que es la mirada ajena, y estar solo? ¿Desprenderme acaso
de las palabras que son mi juego en el desierto? La más mínima volun-
tad, el menor plan, una frase que se asoma y quiere salir, terminan de
pronto con el juego. Vuelvo así a las tareas, lo que tengo que hacer.
Hay que escribir y escribir, ¿pero no se trata en el fondo de ponerle fin
a lo escrito?

***

Los puntos suspensivos flotan en el lugar abstraído donde nadie


parece dejar huellas, ¿quién afirmará la presencia de este instante? Lo
que existe es, está excesivamente presente. Y a la vez todo falta, el suelo
desaparece. No hay nada que hacer.
Bataille se va callando de a poco, va desapareciendo de opaco: “…
eso ya no importa, yo escribo este libro, y clara y distintamente he
querido que sea lo que es”. Contradicción flagrante entre buscar la
experiencia interior, la solitaria desnudez de jugar en la ausencia de
toda regla, y hacer un libro al respecto, una descripción del presente
subordinada a la lectura del porvenir. Por un lado, el éxtasis, la suerte
del instante que se olvida del individuo y afirma su simple presencia, su
vivacidad, escapan de la utilidad, son para la nada; pero también existe
lo útil, la preservación material, el interés, y no habría que proponerles
a esas definiciones del ser demasiado humano un fin más elevado. De
otro modo, la experiencia y sus raptos serían una redención del mundo
útil, de su materia, cuando en verdad se dan en otro plano, abajo, más
materia, más inanidad que toda herramienta y toda naturaleza, azar en
última instancia. Se trata de querer el sinsentido, prueba de presencia
relampagueante pero insostenible, y no poner el sinsentido por encima
del sentido, que el lenguaje y el hablante necesitan, de donde comen.
En una nota al pie de estas últimas frases sueltas de La experien-
cia interior, entre las interrupciones y los puntos suspensivos, Bataille
considera necesario aclarar la divergencia entre el método para escribir
y la destrucción del discurso escrito que la experiencia exigiría. A eso
que resulta inaccesible por medio de la claridad, es decir, con método,

[91]
Bataille se refiere sólo metafóricamente, a través de palabras que dicen
otra cosa –y todas las palabras dicen algo así… Por ejemplo, la “opera-
ción soberana” sólo se dice “en la noche”. Y la palabra “noche”, ¿qué
dice? Ausencia de la luz, tiempo de dormir, y a la vez presencia del
cielo negro y estrellado, temor de dejar de ver y ya no ser. La noche
expresa un momento soberano sólo si alude a una intensidad que la
palabra tolera, y en ciertos casos tal vez la provoque. Los momentos
son en sí mismos banales, triviales, y el entusiasmo o la desidia alcanzan
a suscitarlos, cargando las simples palabras con otra cosa. Pero después,
cuando hablamos de cosas “serias”, pareciera que aquellos momentos
de risa y de goce, de inexplicable comunicación con otros presentes y
ausentes, de intensa percepción de lo que existe, no hubiesen ocurrido.
Este “como si nada sucediese” designa para Bataille el servilismo, lo
contrario de la soberanía que la experiencia en la noche pudo sentir,
instaurar. Sin embargo, esa autenticidad y esa autoridad están ahí, muy
cerca de nosotros, en la poesía que provoca algo, en la risa, en una
distracción que nos absorbe y nos ausenta. He aquí el relato, tenebroso
y casi vulgar, de un episodio que demostraría esta intimidad entre la
experiencia viva y el momento cualquiera: “Me imaginaré la aparición,
de noche, en la ventana de una casa aislada, del rostro amado pero
espantoso de una muerta: súbitamente, por el impacto, la noche se
transforma en día, el temblor de frío en una sonrisa demente como si
nada sucediese”. El mismo momento intenso tiene su reverso en la in-
significancia, o más bien en la trivialidad, que puede tener o no sentido.
La muerta amada es sin embargo más real que la afirmación burlona
que pretende volver a lo creíble y a las tareas claras. La muerta es más
real que el cuento de su aparición. La soberanía impera entonces sobre
el continuo de la servidumbre a unos productos y unas disposiciones
diferenciables, tal como el punto ciego, inextenso, rompe y explica la
ilusión de la línea continua.

[92]
4. La soberanía o el no-saber

En su libro El culpable, de 1944, Bataille comienza preguntándose:


“¿Acaso será Dios un hombre para quien la muerte, o mejor, la re-
flexión sobre la muerte, supondrá una diversión prodigiosa?”36 ¿Qué
clase de pregunta es ésta? ¿Y acaso la ausencia de dioses, cuya inexis-
tencia nos devuelve a un pozo material, o el pensar en la pura nada,
supondrá una angustia incurable para esto que somos? O más perso-
nalmente, ¿por qué Bataille escribe El culpable, de qué se culpa? De su
indiferencia tal vez, de la guerra que lo rodea mientras escribe su diario
de meditaciones, pero sobre todo de la muerte de una mujer amada.
La reflexión sobre la muerte no es ya solamente una experiencia con
relación al propio final, a la propia enfermedad, sino también un efecto
de la muerte de ella, Laure, que pensó lo sagrado antes de morir y que
en todo sentido fue un ser sagrado para el “culpable”. Y aunque en la
muerte concreta, ese sometimiento a la absurda ley de la decadencia
física, no haya ni pueda haber una actitud soberana, Bataille pudo ver y
anotar, sin que se publicaran esos papeles sino póstumamente, la escena
de una conciencia que se ausenta. Un recuerdo trae la soberanía, el ser
para sí misma, el interior no comunicable de Laure –nombre poético
en todos los sentidos de una mujer que existió. Se trata del recuerdo
de una ascensión al Etna. El relato parece tan literario que cuesta creer
que sea una invención. En el volcán, la pareja de amantes ve la terrible
indiferencia de la materia, y también la herida, lo que los comunica
entre sí, abierta incluso en el cuerpo del planeta que busca su disolu-
ción. ¿Es una suerte poder ver ese magma? ¿Es una decisión no some-
terse a la eficacia de un pensamiento que posterga su choque con el fin
de todo? Quizá la suerte sea haber podido pensar en eso, nacer como el
dios que nunca abandona su larga reflexión sobre la muerte, salvo en la
embriaguez. Un poeta que conoció a Bataille decía que la embriaguez
era una de las formas de la escritura de Dios sobre la Tierra. Pero sería
ya decir demasiado. La soberanía, en su momento de súbito fulgor, no
escribe. Se parece más al acto de borrar las huellas o de romper las pie-
zas del juego con el que se había meditado y esperado hasta su llegada.

36 El culpable, Taurus, Madrid, 1981, p. 9.

[93]
***

Otro libro de Bataille, uno de sus intentos más hegelianos para des-
cribir el surgimiento del ser hablante en un mundo inimaginable que
lo habría albergado como “animalidad”, termina con estas palabras:
“Soberanía designa el movimiento de violencia libre e interiormente
desgarradora que anima la totalidad, se resuelve en lágrimas, en éxtasis
y en estallidos de risa y revela lo imposible en el éxtasis, la risa o las
lágrimas. Pero lo imposible así revelado no es ya una posición resbala-
diza, es la soberana conciencia de sí que, precisamente, ya no se aparta
de sí”.37 Pareciera haber aquí una sustancia afirmativa de la soberanía,
como violencia que mueve la totalidad, y cuya manifestación subjetiva
sería lo impensable del éxtasis, la risa, el llanto. Entonces, tras esta
salida de la conciencia hacia la violencia exterior de pronto despertada
como violencia interior, la soberanía se afirma en tanto que autocon-
ciencia: el ser despedazado ya no se aparta de su escisión originaria. O
en otras palabras: el ser hablante ya no se encierra en su habla y recibe
el impacto de lo que no sabe ni dice, de aquello que lo devuelve al
remolino desgarrado de nacer y morir. Es una operación contraria a la
de Hegel con las herramientas de Hegel. En lugar de que la conciencia
supere la mera sensibilidad y se eleve hacia las ideas que le dan su len-
guaje y su afirmación como ser separado, Bataille describe en los ins-
tantes de pérdida, de ausencia, la soberanía de la conciencia, que es su
negación. La fidelidad a sí misma es la adhesión al inimaginable animal
que muere hablando. Es posible imaginarlo, luego dejo de pensar, soy
una imagen de lo imposible, consciente ahora del instante que suprime
mi conciencia.
Sin embargo, este contenido positivo, por así decir, de la soberanía
aún se somete demasiado a un sentido filosófico de lo que es, como si
la nada fuera simplemente un no-ser. Y además, la soberanía no es la
nada, sino el gesto de quien abandona todo saber, incluyendo la idea
de la nada. El sacrificio, la poesía, el sexo pueden ser momentos de
una experiencia soberana, incitaciones a no saber más nada, pero en
última instancia quizá sólo la práctica de la alegría ante la muerte sea la
única soberanía accesible, definitiva y al fin silenciosa. “¡Todavía no!”,
dirá Bataille. Antes del silencio hay que reducir la suerte del lenguaje,
pensar las propias palabras en relación con su punto final. “Pero perma-

37 Teoría de la religión, Taurus, Madrid, 1975, p. 112.

[94]
nezco, permanecemos en el ámbito en el que sólo el límite del silencio
es accesible”, agrega Bataille en 1961 a una reedición de El culpable.
Falta poco para que el silencio deje de ser una figura. Pero más que
nunca hace falta comunicar la crítica del silencio a los otros, ser para
los demás un muerto que se instaura con la soberanía del testimonio,
con el derroche de palabras y de vida ya consumado, con los éxtasis en
que le llegaron las frases de lo que pudo escribir. A partir de entonces,
habla la obra, se vuelve parlanchina, y el que se consagró a trazarla sin
otra búsqueda que no fuera raspar con una pluma las piedras impávidas
de la muerte y la alegría, los otros y la experiencia solitaria, el amor y la
angustia, ya se aleja, se hace una sombra. Como Áyax ante la visita de
Ulises a los infiernos, afirma su soberanía en el silencio.

***

En unos fragmentos inéditos, añadidos a la edición española de El


culpable, Bataille cuenta que va a visitar la tumba de Laure en septiem-
bre de 1939, casi un año después de su muerte. También en 1939
había publicado junto con Michel Leiris los escritos dejados por la
muerta, sin su nombre real. En el camino a la tumba, de noche, el
narrador se pierde, no ve nada. Le vuelve el recuerdo de una subida al
Etna, junto a ella, un año antes de su muerte. La misma negrura, cierto
ominoso temor, antes de la llegada al amanecer a la orilla del cráter, al
pozo inmenso y sin fondo. Ahí habrían contemplado la herida abierta
en el planeta donde respiramos todos, como si la Tierra comunicara
su fondo de nada. Y esa vista comunicaba al ser que cada uno era, por
separado, con el universo: “Quien mira cara a cara a la muerte deja de
pertenecer a una pieza, unos parientes, y se entrega a los libres juegos
del cielo”. Y ellos mismos, los amantes, se comunicaban con la herida
que les señala una abertura en el otro al que miran, al que presienten
conmovido. La tremenda, disimulada casi siempre, inestabilidad de las
cosas se hacía evidente. Laure entra en pánico, corre a través del valle
de lava endurecida. El volcán ilumina la palidez de la mañana. En eso
piensa el narrador que ahora visita la tumba de quien se escapó hacia el
corazón de toda inestabilidad, el final en plena juventud, en el momen-
to del derroche de la vida y el pensamiento. ¿Cómo es que su recuerdo,
signo de lo inexistente, se aureola con la gloria subterránea de aquella
vista volcánica? El recuerdo parece negar la muerte y aterroriza. Entre
las lápidas, las cruces, la tumba de Laure ha sido tapada por los yuyos y
se ha vuelto una superficie negra. El narrador se abraza, solo, y tiene la

[95]
ilusión de desdoblarse y “fue como si la abrazase”; es lo que suele lla-
marse “fantasma”, lo que aparece con la muerte de alguien amado por-
que entonces se abre el hueco de la ausencia en uno mismo, se escinde
el yo, y el desdoblamiento hace abrazar la fisura con el hueco, los órga-
nos del cuerpo con su imagen o cáscara. En ese resquebrajamiento de
alguna manera caen los obstáculos que impiden la comunicación, y lo
imposible, precisamente la comunicación, se aproxima. Pero la ilusión
se desvanece, como la semipenumbra de la noche con la salida del sol
insinuándose, y el narrador es violentamente devuelto a su identidad,
sus necesidades, el límite se alza por todas partes y se arma como un
muro, ladrillo a ladrillo de frases y más frases. La vergüenza se adueña
de quien sabe ya que habrá de perder esa presencia fantasmal, que se
convertirá en un ser encerrado, fijado, como una figura de narrador. El
hecho mismo de escribir este episodio es ahora la prueba de que ya no
se comunica con aquel éxtasis, aquella certidumbre, con la joven mujer
que sintió junto a él un mismo espanto, un asombro, una sensación al
borde del volcán.
Sin embargo, el retorno a sí mismo trae la certeza de que hay algo
diferente, aunque se escape perpetuamente en los laberintos de la ex-
periencia, en los desiertos y en las laderas calcinadas por el magma
desencadenado, más allá de su alcance. Lo ilimitado estuvo ahí, era lo
sagrado de ella, era el absurdo del planeta hirviendo y de la tumba fría
en el lóbrego cementerio. Todo parece afirmar, como un recuerdo, es
decir, como lo indemostrable por definición: “Que la experiencia de
los seres perdidos, cuando se desprende de los objetos habituales de
la actividad, no está limitada en ningún sentido”. Lo ininteligible de
esa experiencia, que se afirma en su falta de límites, no es simplemente
lo todavía no comprendido, lo todavía no sabido, sino la anulación
de la conciencia que sabe, presentida como lo ilimitado en el mismo
límite de la conciencia. Sin embargo, este ser ilimitado presentido por
un ser limitado, en la noche de lo que ignora, no es lo infinito, que
representaría la insignificancia del ser, sino la irrupción de un ser en
otro, y de la noche en cada uno. Como el volcán irrazonable que no
espera nada y encuentra su erupción para desgarrar la penumbra quieta
con su chorro ardiente, así cada uno asiste al derrumbe de aquello que
lo definía y le ofrece su desnudez a un reconocimiento desordenado.
¿Cómo unas cuantas palabras: “Dolor , miedo, llanto, orgía, fiebre y
muerte”, pueden describir la comunión, el pan compartido con el ser

[96]
amado? ¿Cómo explicar la forma que asumía, a tal punto vertiginosa,
un amor ansioso, ávido de exceder los límites? No hay descripción ni
explicación posibles. Sólo un reconocimiento, es decir, un recuerdo
de la vía abierta entre dos que ahora la muerte separa, como antes las
cosas banales los habían separado sin lograrlo. El narrador contempla la
felicidad perdida, o su chispazo que repercute en la noche del presente:
“Miraba mi destino avanzar en la oscuridad a mi lado y es imposible
que una frase exprese hasta qué punto ya lo reconocía”. Las frases no
exponen el grado de reconocimiento de un encuentro que se convierte
en destino, en certeza. Tampoco pueden decir la belleza de la chica
muerta, el pensamiento ardiente que la animaba. El amor, como un
simulacro de sentido, aspira a llenar las frases como si fueran flechas
lanzadas más allá de todo alcance humano. Pero la falta de sentido está
ahí, en la articulación, en la proyección y en la sucesión del lenguaje,
como una bestia hecha de nada que se esconde en la próxima curva, en
la próxima oración subordinada. También Bataille, aún entusiasmado
por su recuerdo encendido, se encuentra con una carta de ella y trans-
cribe un fragmento, para luego decir: “Transcribo las frases, pero no
comprendo realmente lo que encierran de verdad.” La verdad está ahí,
una mano la trazó en signos sobre el papel, pero permanece encerrada.
Liberarla sería casi alcanzar lo inaccesible; intentarlo es posible en muy
pocas ocasiones, como subir a un volcán o visitar una tumba, pozos de
nada.

***

¿De qué se es culpable cuando se interroga la existencia hasta su


fondo, cuando se pretende algo más que un relato antes de hundirse
en la tumba? En esa angustia, alguien sube todas las cuestas, se esfuerza
por pensar los puntos que cercan la luz del pensamiento, quisiera decir
un cuerpo que se sostiene apenas rozado por las palabras. Pero una vez
arriba, los simulacros se deshacen, forman otros. Abajo, sus impulsos y
los ajenos que lo enviaron a explorar se separaron. La ironía de haber
llegado a una cumbre se considera una falta. Ser culpable es el signo
de haber alcanzado la cumbre. Aunque volviera a bajar, seguiría siendo
un desterrado. Tampoco tiene nada que decir sobre las nimiedades del
ascenso.

[97]
La carta de Laure dice: “Georges y yo hemos hecho la ascensión al
Etna. Me gustaría hablarte de ello, no puedo pensar en eso sin turba-
ción y refiero a esa visión todos mis actos del momento”.38
Un año después, está dedicada al acto de morirse, en una lenta
agonía que sólo incluye algún destello de luz, de alegría o de olvido.
Laure se va pareciendo al padre de Bataille: “Un rostro de Edipo vacío
y medio demente”. Y el testigo de la muerte huye del rostro que ago-
niza; con el padre, se trató de una fuga material: Georges acompañó a
su madre que enloquece y el padre murió solo, “el ciego, el paralítico,
el loco, gritando y pataleando de dolor, clavado a un sillón desvencija-
do”; con Laure, es una fuga interior, un ensimismamiento, una serie de
ausencias y borracheras que evitan saber que alguien muere.
La fuga es casi necesaria, aun con la presencia física de quien agoni-
za, porque el aire se ha vuelto irrespirable en esa cumbre invertida que
significa morir. Es, de pronto, estar vivo, tener sensaciones, el vértigo
que eleva infinitamente hacia los últimos momentos, las últimas frases
con algún sentido, los mensajes alucinados, y al instante siguiente, la
caída, el pozo, la pérdida del sentido que anuncia ya la nada. Es un
deslumbramiento en plena noche. Bataille puede decirlo en primera
persona, desde un yo-que-muere, pero no se puede ver realmente la
muerte, lo sagrado invadiendo un cuerpo en su lapso final, cuando el
rostro se cristaliza en máscara mortuoria. Es un espectáculo invivible.
“Escribo y no quiero morir.” Parece una simple frase, a la que Bataille
agrega: “Para mí, estas palabras, ‘yo estaré muerto’, no son respirables.
Mi ausencia es el viento del exterior”. El aire irrespirable de la cumbre,
de la ausencia absoluta, vuelve cómico el dolor, pero también disuelve
las paredes en donde se ha refugiado el cuerpo. El refugio donde se ex-
hala el último suspiro envuelve al yo que hace frases como un plano de
su tumba. ¿Quién escribe entonces una frase imposible? Nadie puede
estar en la muerte ni escribirla. El viento externo hiela de ausencia la
voz que se simula en la escritura. Y no amaina. “¿Acaso el viento de
afuera escribe este libro?”, se pregunta Bataille, la voz ahora muerta
que llamamos Bataille. “Mi muerte y yo nos deslizamos en el viento del
exterior, en el que me abro a la ausencia de mí.” No es que me ausente
en mí mismo, como si despertara lo no sabido por mi yo, sino que se
disuelve la misma escisión que hacía fluir de un lado a otro al yo y su
olvido, el no-saber y su éxtasis, la huella y la noche.

38 El culpable, op. cit., p. 191.

[98]
Queda un relato, antes hubo frases contradictorias, accesos posibles
a lo imposible, experiencias del límite de toda experiencia, sueños con
el exterior frío, ininteligible. El relato es el ascenso al Etna, sin ella,
que ha muerto antes de la escritura del fragmento, titulado “El rey del
bosque” y fechado en 1943. El polvo de lava negra suplanta la vege-
tación cerca de la cima. El viento sopla fuerte en medio de la noche
que ha caído. El narrador se mete en un refugio precario, un mirador,
y tiene que salir a “satisfacer una necesidad” que no espera. El frío, lo
risible del cuerpo que necesita seguir funcionando, se apoderan de su
conciencia. En la oscuridad, toca las paredes del refugio para rodearlo
y buscar un lugar donde evacuar sus residuos, esas pruebas diarias de la
mortalidad. Al pasar el ángulo de la construcción, una tremenda ráfaga
casi lo voltea, un rugido que le recuerda el cansancio de la subida, y ahí
nomás, a doscientos metros, el cráter. “Hoy me parece que nunca el
no-yo de la naturaleza me agarró de la garganta con tanta rabia. El ago-
tamiento me impedía reír. Sin embargo, lo que ascendía conmigo a la
cumbre no era más que una risa infinita.” ¿Hasta qué punto la imagen
aniquiladora del cráter, su negación de todo sentido, vuelven en la an-
gustia de quien asiste a la muerte de un ser que había reconocido como
íntimo, que había querido a su lado? La risa ante un mundo, el refugio
del yo, que se diseminaba, que era incendiado por el azar y el impacto
de infinitos fragmentos, se convierte en lágrimas, en silencio. Bataille
escribe: “Identidad con el amor”, al margen de su ensayo sobre “Lo
sagrado”39, como para continuar y desarrollar la idea de una unidad
comunal, de un momento privilegiado de comunicación exasperada,
convulsa, pero no puede seguir.
Dos arduas frases preceden al momento de volver a la pieza de la
moribunda. Un mundo se deshacía. Así lo anota él: “Me acerqué a ella
y advertí enseguida que estaba mucho peor. Intenté hablarle pero ya
no respondía nada, pronunciaba frases sin ilación, sumida en un gran
delirio; ya no me veía ni me reconocía. Comprendí que todo terminaba
y que nunca más podría hablarle, que iba a morirse así en unas pocas
horas y que nunca más hablaríamos. La enfermera me dijo al oído que
era el fin: estallé en sollozos; ella no me oía. El mundo se desplomaba
implacablemente”. Pero el derrumbe dura cuatro días, con momentos
de reacción, de búsqueda de cosas perdidas. Entre los papeles de su
compañera, Bataille encuentra una carpeta con el título: Lo sagrado,
y se la muestra, sin respuesta. Nace entonces la hipócrita esperanza de

39 Leído aquí en el capítulo 1.

[99]
escucharla decir algo después de la muerte, en sus escritos, que nunca
le había mostrado. Ahí encontrará sus ideas en común, que lo sagrado
es comunicación, instante de desnudez que sale de sí y se desplaza, y se
pierde tras el acontecimiento que lo había instaurado. El acto soberano
de un movimiento sin objeto que funda los desplazamientos de los
seres separados, como un suelo de unidad anterior a todo lo existente.
Pero durante la agonía, lo soberano no aparece en el anhelo vano de
reacomodar papeles o de encontrar todavía un lenguaje en trance de
perderse, sino en el asombro, la memoria de lo todavía vivo.
El jardín, descuidado durante la agonía, da una rosa amarillenta,
que apenas se ha abierto. El narrador, abstraído, se la lleva a Laure, que
“estaba entonces perdida en sí misma, perdida en un delirio indefini-
ble”. Pero cuando recibe la flor en estado naciente, ella sale de su ab-
sorción delirante en los últimos días, le sonríe al narrador y pronuncia
una de sus frases entendibles, una última exclamación: “C’est charman-
te” (“es encantadora”). El malentendido, que siempre puede afectar a
las últimas palabras, porque no existe ya quien aclare un sentido que se
construye entero en el oído del testigo, podría ocultar estas otras pala-
bras: “Cette chair ment” (“la carne miente”). Un juego absurdo que no
podría hacer nunca quien contempla el rapto de lucidez atribuido a la
persona amada, y la ve besar esa flor, como un gastado símbolo de todo
lo que se le escapa, aunque todavía eficaz. Más que nunca, se aprove-
cha el segundo en la rosa del día. Pero el símbolo no evita la caída, el
agotamiento del cuerpo, antes bien le pone un rótulo ya sepulcral. La
flor es un adiós, y Bataille se la había llevado, inconscientemente, como
el que pone una moneda en la mano de quien agoniza y espera que la
guarde en su boca antes de cerrarla para siempre. “No duró más que
un instante: tiró la rosa de la misma manera que los niños tiran sus
juguetes y se hizo de nuevo ajena a todo lo que la rodeaba, respirando
convulsivamente.” Miente la flor, que no es posible atesorar, guardar
cuando la muerte avanza con su paso de hielo.
En otro fragmento, vuelven a transcribirse últimas palabras, se sabe
que ninguna es completamente última. Le traen rosas a Laure, a su
lecho de muerte, levanta una y con una voz que se desvanece parece
decir, justo antes del fin: “¡La rosa!”. La rosa y el grito conmueven in-
tensamente al poeta de una larga tradición que se disimula en la lucidez
del narrador, sólo que esa voz no expresaba un dolor, ni un éxtasis del
último minuto, sino que sonaba en la memoria como algo desgarrador.

[100]
Es, en el fondo, algo absurdo, un ritual para los otros. Lo que ella vio
en la rosa no podía ser una apertura, una concordancia final con el sím-
bolo ni con el órgano reproductivo de la planta. Por lo tanto, Bataille
no puede imaginar ese momento sino como una “visión interior”, algo
que respondía a necesidades ya inescrutables. El mero sustantivo, casi
un gesto, indica la ausencia de la frase, no hay verbo, no hay atribucio-
nes calificativas. “No era una reflexión libre”, dice el último fragmento
de Bataille, fechado el 12 de octubre de 1939. La soberanía no está en
esa respuesta simbólica, ni es posible en el interior de la agonía, sino en
la interrogación que no cesa y que se entregó a la noche como si fuera
la muerte de fiesta, con imprevisible alegría.

***

Uno de los capítulos de El culpable se titula “El cómplice”, y habla


de cierta inexplicable exaltación por el hecho de ser el que es. Tener
la suerte de la excepción, la posibilidad de temblar y admirarse, en un
mundo cada vez más fijado, es lo que exalta. Pero, ¿adónde conduce la
suerte? ¿Por qué habría una complicidad con ese movimiento percibi-
do en el simple azar pero que me exalta y me hace temblar? Es preciso
acompañar esos atisbos de éxtasis para que en algún punto se rompa
la cáscara del día, emborracharse con el vino de la suerte, en silencio.
Es preciso relatarse un episodio que abra paso al instante, cuando ya
no hay nada que contar. La soberanía se encuentra ahí, cuando todo
se volatiliza, se agrieta el azul del cielo y el vacío estrellado prende y
apaga los destellos de la nada. La vida entonces se desnuda, o aspira a
una desnudez que nunca podrá conocer. En un bosque, en un lugar sin
otros que compartan la desnudez, el animal que habla camina en silen-
cio y se tira al suelo, muerto de risa, inundado de lágrimas. O bien está
borracho, y recibe inconsciente la luz del amanecer, y ante ese deslum-
bramiento las circunstancias de una vida, que antes fijaban, paralizaban
sus movimientos, se muestran como efectos puros, transparentes de la
suerte: yo soy la suerte, el vacío y la farsa donde juego. La desnudez es
la imagen del no saber, de lo no sabido que no le sirve a nadie, que no
es el objetivo de ningún proyecto de indagación, sino lo que se hunde
en el barro del bosque o se pierde en el aire frío de una noche sin mi-
radas. Pero antes de ser la soberanía que hace fracasar el ansia de saber,
el no-saber se revela en el sollozo, el espasmo del fracaso. La imposible
desnudez del ser que soy, animal enceguecido, me hace llorar porque
todo pensamiento me abandona. El cómplice de la suerte se imagina

[101]
chicas semidesnudas; la dulzura y el orgullo de la desnudez que no sabe
más que estar, desplazar, atraer. ¿Cómo quedarse a vivir en el placer,
en su tibia complicidad, si después siempre viene al galope la angustia
que separa y hace crujir el piso, la cama, los tirantes del techo? ¿Cómo
pedirle a quien se ama que sea presa de lo imposible? “La profunda
complicidad no es expresable en palabras.”40 Aunque en ese silencio
surge la soberanía. Si hablara, volvería a la sumisión, se aboliría. La
soberanía no convence, no pide justicia, sólo admite la compañía de
la amistad cómplice. Ante una idea, como ante Dios, me someto; ante
la palabra justa, me someto; sólo doy con la soberanía frente a lo que
hay, frente al ser, que se reduce a decir: “Yo y la noche, nada más”.
Cualquier explicación anula el éxtasis que en su insignificancia se ubica
como el punto soberano, un instante de licencia del sentido. La so-
beranía es pueril, como el ser es un niño que juega a los dados, que
destruye las formas de arena que armó distraídamente. El éxtasis de la
soberanía no es concedido por nada, ni siquiera por la negación del
ser, es la experiencia de alguien enfrentado a lo que es, su ausencia y su
punto de identidad. Delante de uno mismo, la vacuidad del ser hincha
las velas que no van a ninguna parte: “Quien pone el ser ante sí mismo
tiene la actitud de un soberano”. No hay sumisión devota, extasiada
ante la potencia natural, sino señorío ciego, festivo, ante lo ridículo de
las cosas, su apariencia que se desdibuja pero brilla y relumbra. ¿De qué
se ríe un ser “soberano” en su instante de extravío? Del santo, del súb-
dito, del proyecto que él mismo era y que será si no muere ahora. La
soberanía incluso traiciona esa búsqueda sagrada del otro y del deseo,
simple “amistad que el hombre tiene por sí mismo, sabiendo que mo-
rirá, que podrá emborracharse de muerte”. En el fondo, la soberanía
es individual, aunque ningún individuo, ser separado y unitario, pueda
encarnarla. En todo caso, cualquier conjunto niega la soberanía, punto
excepcional, visible desde cualquier otro punto. Si hablo de la muerte,
el amor y el gasto me dirijo a cada uno, no a una masa. No hay conjun-
to soberano. La suerte abre paso a la soberanía porque insiste en pro-
ducir diferenciaciones, risa y espanto, y en el vacío de la cumbre o en la
oscuridad del pozo se insinúa el destello soberano. Pero lo excepcional
es también lo que nadie quiere ver, ni oler, ni mucho menos comer (ex-
cepto en el castillo de Sade). El excremento es soberano, justo cuando
la persona individual no puede desentenderse de la insignificancia y la
caducidad de su cuerpo. Un dios, un soberano nombrado anulan mi

40 El culpable, op. cit., p. 50.

[102]
soberanía, pero sólo hasta que se convierten en testigos de mis estados
miserables o extáticos, hasta que estallan y los centelleos de su gloria y
su crueldad me nimban la frente. Entonces, sin querer ser nada, ya no
hay nada, me río de todo, lloro porque todo va a desaparecer.

***

Alrededor de 1953, Bataille empieza a escribir el tercer tomo de un


proyecto mayor que pensaba titular La parte maldita, donde se incluía
como primera parte este libro, subtitulado: La destrucción. Ensayo de
economía general (1949); la segunda entrega sería El erotismo (1951);
la tercera quedó inédita y llevaría el título de La soberanía. Eran pro-
yectos de sistematizar una aproximación a lo heterogéneo, a la trans-
gresión. Pero lo que resultaba de alguna manera un hecho social, como
lo maldito del gasto improductivo, en el primer tomo, y lo que luego
podía configurarse como una historia y confrontarse con la experiencia
erótica que nos afecta a todos, en el caso de la soberanía se enfrentaba
con un hecho incomunicable, o que más bien encontraba su razón
de ser en no poder transmitirse nunca del todo y en negarse a todo
estudio. La soberanía, en la medida en que niega el saber, no puede
explicarse como un objeto de saber. De allí lo inacabable que abriría
fisuras en el libro hasta que el proyecto se fragmentó y quedó inconclu-
so, salvo por algunas notas, desarrollos aislados, axiomas herméticos,
ensayos. ¿Cómo planear un libro, si la soberanía se aferra al presente, al
instante, y su organización en la unidad planificada del estudio anularía
lo que ella es? “Lo soberano es gozar del tiempo presente sin tener en
cuenta nada más que ese tiempo presente.”41
También el erotismo goza del presente, pero se anticipa, se prome-
te, y también se recuerda, se visibiliza en la memoria, por lo cual da
lugar a innumerables libros como actos propiciatorios de algún pre-
sente y de algún otro ser. El erotismo servía a la lectura y la constituía.
Pero el vacío soberano no admite otro comentario que la negatividad
de todo comentario. Y en la comunidad, si bien la soberanía se funda
en el gasto, “en oposición al trabajo, a la servidumbre que producen las
riquezas sin consumirlas”, y por lo tanto tendría un carácter social –el
amo es una función social–, sin embargo no hay un cálculo de la sobe-
ranía, no ingresa en la economía como la columna de pérdidas paralela
a la de ganancias, porque su naturaleza es incalculable, en todo caso

41 Lo que entiendo por soberanía, op. cit., p. 65.

[103]
pérdida absoluta, noche total, el olvido hasta de las cenizas del cuerpo
que yace en el fondo de la tumba y que ahora, sin testigos, se hace igual
al abismo estrellado de arriba. La soberanía tiene algo de momento
milagroso, dado por la suerte, porque sustrae de la necesidad. Y la
tentativa de comunicar eso que no es necesario, la poesía, puede volver
a definirse como la espera de un momento milagroso, como si las pa-
labras encontraran la manera de disponer libremente del mundo. No
obstante, dicha disposición no sabe nada, es algo dado, y está tan lejos
de la elevación o la nobleza como de cualquier otro reino de la idea.
Necesariamente, la suerte soberana es una disposición de la materia
para alguien, que entonces se ríe, digamos, divinamente. Lo divino es
lo contrario de lo necesario, no la ley que rige la necesidad, sino el goce
caprichoso de las cosas. De alguna manera, el no-saber anticipa el mo-
mento divino, y también retorna como su meta y su conclusión. En el
estado que subjetivamente se siente divino o se acerca a esa risa que no
ríe, a esas lágrimas joviales, se produciría la unidad de lo asqueroso y lo
sublime, el erotismo y la muerte, la opulencia y la indigencia. Estado al
que Bataille llama “teopático”, pasión de lo divino, y donde es posible
esa coincidencia imposible entre el perfecto no-saber y el saber ilimita-
do. Saber sin límites, saber el todo, su absurda totalidad que no puede
ser un objeto de conocimiento porque no se puede estar afuera de ello
para observarlo, es entonces, por un momento de suerte, idéntico a no
saber nada. Cuando el no-saber se realiza, al cabo de las preguntas que
suscita la búsqueda del saber, se halla la respuesta. Y esa respuesta no
dice nada. La búsqueda de lo sagrado, más sabia que la búsqueda del
saber, sabe que su objeto se consume en el proceso de buscarlo, como
el pan y el vino.
Resume Bataille: “El objeto de la risa o de las lágrimas, del horror
o del sentimiento de lo sagrado, de la repugnancia, de la conciencia de
la muerte… es siempre NADA, que sustituye a la espera de un obje-
to dado. Es siempre NADA, pero revelándose súbitamente respuesta
suprema, milagrosa, soberana. Defino la soberanía sin mezcla: el reino
milagroso del no-saber”.42 Un reino que es milagroso en la medida en
que no es posible conocerlo, hacerlo un mundo, ya que sería un adve-
nimiento objetivo del instante. Lo que disuelve todo objeto, aquello
que se esperaba en la búsqueda, no es solamente una nada que ocupa el
lugar del objeto, sino su negación absoluta, la soberanía incognoscible.
El instante entonces, que no es nada, negación del tiempo encadenado

42 Ibíd., p. 68 (itálicas y mayúsculas de Bataille).

[104]
en el cual se conoce, se trabaja, se sirve a la vida, sustituye, o destituye
más bien, no un objeto, sino la expectativa de objeto. En el instante
no se espera nada, nada se sabe, porque el instante sólo es, o es nada.
“Del instante no sabemos absolutamente nada. En una palabra, no
sabemos nada de lo que en definitiva nos afecta, de lo que nos importa
soberanamente.” De lo que más importa, lo que se da en el instante,
no podemos hablar, no podemos aislar objetos: lo sagrado, la suerte, lo
soberano. Dados en el sujeto, pero ausentes de él en cuanto el instante
se intuye, se esboza ahí donde la flecha del lenguaje encuentra el límite
de su alcance y cae y se clava todavía en el terreno del saber, pero ya en
una zona fuera de todo mapa, donde el no-saber hace su reino de luces
y sombras. ¿Qué hay ahí? Nada, claro. Pero sí afecciones, puesto que la
soberanía en el presente es una instancia del sujeto, y ya no se encarna
en nada que no sea ridículo o residual, de tal modo que la risa, el llanto,
como huellas de un vacío del pensamiento, indicarían la dirección en
la cual se sustrae el saber. Aunque ni la risa ni el llanto niegan el saber,
sino que éste se quiebra al chocar con los objetos de la risa y del llanto,
del orgasmo y el desmayo. ¿Y por qué no decirlo menos dramáticamen-
te? El saber choca también con los objetos del aburrimiento, que son
los objetos del saber de pronto retirados del suelo, flotando, chorrean-
do, como basura imborrable. Sólo el ritmo de un interés soberano, que
no quiera trabajar ni ganar nada con aquello que toca, puede devolver-
les a las cosas un sentido instantáneo, que haga brillar en su aparición
fugaz el dominio de lo que más afecta, el fin de la espera que no es su
satisfacción sino la anulación del tiempo que la hiciera posible. La nada
debe ser pues no una idea, como si se tratara de lo opuesto al ser, sino
una experiencia. Decir que la nada es “soberana” no implica ponerla
por encima del todo, más bien sería su grieta, su ausencia de totalidad.
Bataille, o un yo-que-piensa, le dice a su interlocutor que puede ser
soberano, pero ninguna masa puede serlo en la medida en que la expe-
riencia es privativa, negativa, y por lo tanto, interior. Si imaginamos un
conjunto de seguidores, lectores, exégetas de Bataille, estamos en las
antípodas de la soberanía. Nada más servil que sostener, en un orden
ideal, en un registro libresco, la soberanía de un muerto. El lector so-
berano, solo, desierto en la multitud, tiene que haber olvidado todo,
tiene que hablar de nada. El pensamiento de Bataille, si existe un con-
cepto para esta expresión, es inexplicable porque cualquier explicación
lo ridiculiza, y refleja en forma de mueca, de rictus, la sonrisa y la carca-
jada con que eso que parece haber dejado huellas en lo escrito se expe-
rimentó. Hablar de nada, escribir a favor de lo que no puede ser leído

[105]
salvo en la inversión, en el malentendido, es lo que estaría destinado a
hacer el interlocutor de Bataille, multiplicando las contradicciones en
lugar de salvarlas, acentuando la dispersión y lo fragmentario en lugar
de completar las lagunas epistémicas de una obra. Pero la única manera
de negar la servidumbre de la obra, la homogeneización de un autor,
es hablar con él de nada, o sea negar el valor de la obra como si fuese
un espacio más allá de lo útil. ¿Qué vale entonces, qué leemos? La in-
significancia, la sencillez de las fallas, de lo que muere y decae, que son
los jirones de la experiencia colgados del armazón de la obra y azotados
por el viento ajeno al sentido, el viento de no querer ya ser entendido:
una imposibilidad, la de un lenguaje de la experiencia y del presente,
que de pronto se hace realidad. Sólo que esa es también la definición de
la muerte, lo imposible que se realiza, pero ya no estamos ahí para esa
experiencia. La lectura entonces, si se llevara hasta el extremo soberano
de disponer libremente de su silencio y de la voz del otro, también es
muerte, pequeña muerte, goce anticipatorio. Y desde Hegel sabemos
que la soberanía se adquirió a costa de arriesgarse a morir. ¿Acaso el
amo, que no se rebajaría al servilismo del escriba, sencillamente lee y
disfruta?
Pensar en la muerte, por lo tanto, un hecho dado por la suerte, la
angustia de descubrir la farsa general, sería el principio de la exigencia
soberana. El milagro de la soberanía, su espera tranquila por inevita-
ble e impensable, es la muerte “que requiere lo imposible haciéndose
verdadero, en el reino del instante”. Sin embargo, lo importante no
es la actitud expectante, casi risueña, del soberano, sino que la espera
desemboca en nada. Lo soberano es no saber nada y reducir la idea de
la muerte a la experiencia de nada. Aun la espera del estado teopáti-
co, de lo sagrado, de la misma aniquilación de quien espera, de algún
modo encadena, simula la estructura de actividad y resultado, cuando
era soberano el instante de asombro, inesperado, en que brilla sobre el
objeto deseado la aureola negra de la nada.

***

La muerte viene a destruir la coherencia del sujeto, que no sólo se


había supuesto idéntico a sí mismo, persistente en el tiempo, sino que
también había interiorizado el orden de las cosas, esa relación con un
pasado y un futuro que inserta orden, o apariencia de orden, en el pre-
sente. El presente de la muerte reduce a nada esa ilusión de coherencia,
hace que el futuro sea nada. Pero la ilusión persiste y acompaña con sus

[106]
planes no sólo la conciencia de la muerte sino hasta su idea. Nada más
contrario a la súbita oscuridad de la muerte que la idea de la muerte,
proclive a la producción de fantasmas, simulacros de supervivencia de
los muertos. Pero Laure, digamos, no ofreció el espectáculo de la idea
de la muerte al señorío que la enfrenta sin conciencia, sino que se fue
deslizando en la noche, hasta que no quedó más que un grito, un estu-
por. Y los papeles que había escrito no afirman ninguna supervivencia,
sino que atestiguan la lucidez con que se acercaba, extasiada, al final
en que no se afirma nada. En lo arbitrario de su muerte se ocultaba,
para otro, para quien había deseado la cercanía de su vida, la soberanía,
porque el amor es soberano en la medida en que se sitúa con respecto a
lo inaccesible de su objeto como un deseo libre. ¿Y qué desea, si no ser
a su vez reconocido como deseo por el deseo ajeno? La servidumbre
que trabaja para algo, que puede acumular resultados, desea su objeto
y se satisface en ello; la soberanía no desea en la cosa que se le ofrece
o que toma sino el deseo con que fue dada. Pero el otro siempre está
ausente, y entonces el reconocimiento que soberanamente se desea no
es nada… si al menos la cosa, el rostro, el cuerpo contuvieran la chis-
pa del reconocimiento, la evidencia de ser, que una crueldad liviana
pudiese analizar hasta la agonía, hasta la unidad… “En la unidad, el
objeto de las efusiones contradictorias se resuelve en NADA y el silen-
cio reina.” Anotación marginal de Bataille que postula la unidad de
los momentos soberanos, en los cuales quedan abolidos esos objetos
incitadores, sagrados, triviales, que los propiciaron. Amar, creer, temer
pueden ser inducidos por objetos, eso que se ama y se teme, en lo que
se cree, pero el momento soberano, cuando no importa nada más que
el presente, desestabiliza el plano en donde todo objeto parece puesto
a disposición.
Antiguamente, la unidad de la soberanía se mostraba en una fun-
ción social que luego se disgrega, se objetiva, y terminará siendo un
residuo, un muñeco ridículo, pero su experiencia se interioriza, confor-
ma al sujeto, su profundo no-saber-nada-de-sí. Bataille, como Hegel,
como Freud, imagina extrañas tribus, hordas, conciencias primitivas
que protagonizaron hechos arcaicos pero que formarían el espíritu o
el inconsciente, y a partir de allí, en Hegel y en Freud, por una supera-
ción dialéctica o por una huella traumática, el amo y el padre se revelan
como figuras en el interior del sujeto; mandatos, hubiera dicho Kant.
Pero la soberanía interiorizada de Bataille, que es un milagro momen-

[107]
táneo, no es nada, ni figura, ni fuerza, ni tendencia, simple desaparición
del objeto, experiencia subjetiva de la ausencia. El punto extremo de
la soberanía es la ausencia de todo soberano. Por eso la conciencia no
supera la negatividad absoluta de la soberanía, sino que ésta retorna
caprichosamente a disolver por instantes la supuesta existencia de la
conciencia. La soberanía apunta al no-saber, lo señala, es decir, se expe-
rimenta en la negación, sin objeto negado. La soberanía es el sujeto, lo
rige, que dispone del objeto, y sobre todo del otro como objeto, pero
la experiencia soberana, en la consunción de todo objeto, en la nada
que queda, implica la muerte del sujeto. Porque el hecho inicial de la
soberanía había sido el enfrentamiento con la muerte, la inconsciencia
de la muerte, que no espera nada, y es lo que vuelve cuando ya no se
sacrifica el deseo soberano al simple placer de ver crecer las provisiones
que previenen el mal. Imprevisible, la suerte trae un momento sobe-
rano. Y al menos en ese instante de alegría inconsciente, la muerte ya
no es una idea, un objeto de temor, sino la confirmación misteriosa de
la nada. Momento de risa soberana que en los escritos de Bataille ya
había encontrado figuras, expresiones, mucho más cercanas a la comu-
nicación de un éxtasis, al riesgo de la palabra que no sabe nada y que
afecta al que se interpela, que sus tentativas teóricas, disgregadas por
la paradoja de un no-saber que fuera objeto de la parte maldita de una
sociología intuitiva.
Sin embargo, también en sus primeras narraciones venía a inscri-
birse este proceso que veía lo sagrado, lo soberano, el gasto como he-
chos sociales que se interiorizan y son ya el sujeto mismo. Así, uno de
los epígrafes de la primera edición de Madame Edwarda, alrededor de
1941, decía: “La angustia es única soberana absoluta. El soberano no
es más que un rey: está oculto en las grandes ciudades. Se rodea de
silencio para disimular su tristeza. Está agazapado a la espera de algo
terrible y sin embargo su tristeza se ríe de todo”.43 Como si un dios
destituido acechara a la multitud moderna, como un caído o un mal-
dito, es decir, un ente romántico. Pero en verdad, podríamos pensar,
cada uno es el dios que muere, la soberanía exaltada y extinguida, el
tiempo del sujeto y la muerte del sujeto, tal como parece afirmarlo la
corrección del epígrafe de 1956: “Mi angustia es por último lo abso-
luto soberano. Mi soberanía muerta está en la calle. Inasequible –a su
alrededor un silencio de tumba agazapada a la espera de algo terrible– y
sin embargo su tristeza se ríe de todo”. El reino del silencio, el sigilo

43 Madame Edwarda, Alción, Córdoba, 2009, p. 52.

[108]
del soberano caído, se ha vuelto el lugar inasequible de la muerte del
sujeto. Yo me río de mi propia inaccesibilidad. Mi soberanía, que me
angustia, se ríe de todo.

***

El arte, en cierto modo, puede ser el lugar donde se realicen actos


soberanos. Pero es algo que ha llegado a ser, en la misma medida en
que el objeto del arte se alejaba del orden de lo útil. Hacer cosas que
no sirven para nada, cuyo valor es simplemente ser, se oponía a la con-
fección de herramientas, a la fabricación de abrigos. El error antropo-
lógico sería pensar que primero se hizo la herramienta y el utensilio,
se cortó la piel del abrigo, y que sólo después se dibujaron cosas, se
modeló el dios. El gasto improductivo –acaso causado por el temor,
el amor y la creencia o quizás incluso causa de toda afección– estaba
antes de la utilidad. La mitología parece un cuento sólo para los que la
perdieron en la obsesión técnica de la herramienta, pero dice la verdad
histórica de la manera más clara para tiempos sin memoria, libres del
registro que cambia los nombres para escribir lo mismo: fue un dios el
que obsequió la primera herramienta, fue un animal que dijo palabras
divinas el que enseñó el arte de coser ropas. Y al cabo de los dones, el
cielo eligió a alguien para que representara esa soberanía que decoraba
cada acto, que fundaba cada genealogía, que se separaba del trabajo y
de la muerte, del agotamiento. Lo que no se gasta en el trabajo, que
hace del hombre un objeto, una herramienta, es su parte soberana.
Y cuando no hay rey, esa subjetividad soberana está en cada uno, en
la medida en que pueda salir de su objetividad, salir de la tiranía del
tiempo futuro. Aunque sólo cuando se está a salvo del futuro, por un
excedente de cosas hechas, el ser soberano puede restituirle su primacía
al presente. El goce del soberano entonces no es tanto una liberación,
o lo es sólo del engranaje del trabajo, sino que más bien tiene ribetes
peligrosos. El goce del presente, en su punto extremo, en el olvido
completo de uno mismo, es el anticipo de la muerte. Sólo que la parte
soberana, mantenida a flote en la pura atención al instante, puede na-
vegar hacia ese estuario con alegría regia.
Dice Bataille: “El soberano, resumiendo la esencia del sujeto, es
aquel por el cual y para el cual el instante, el instante milagroso, es el
mar donde se pierden los arroyos del trabajo”.44 Y el oleaje de este mar

44 Lo que entiendo por soberanía, op. cit., p. 100.

[109]
rompe contra los seres que habían creído fluir a solas en su pequeña
montaña; la soberanía no se transporta discursivamente, no se cono-
ce, se contagia. La subjetividad, que es la soberanía, no es un objeto
que pueda aferrar el sujeto del conocimiento, “se comunica de sujeto
a sujeto por un contacto sensible de la emoción: así se comunica en
la risa, en las lágrimas, en el tumulto de la fiesta…”. Y sin embargo,
esto no es aún la soberanía, sino la nada que el estremecimiento de la
emoción habrá de anunciar, y que en nuestro tiempo sin dioses se da
en la soledad que siente su nada y su ser, cuando yo es otro, se inspira
y se objetiva como arte soberano. Ese arte ni siquiera aspira a la huella,
al monumento, mucho menos al valor que le asignaría una adhesión
multitudinaria, sino que busca la cosa sagrada de la propia muerte, el
secreto con el cual nació un sujeto imposible, que no pertenece al len-
guaje ni a la biología. El lema del arte soberano podría ser: martirizar
la materia, palabras y objetos, hasta que su disposición a serlo todo se
convierta en nada. No obstante, todavía hay algo que decir, la comuni-
cación y el contagio de ese riesgo en que se pierde toda precaución, en
que se prefigura la muerte, allí donde se hace incendiar el mundo para
que el deseo encuentre su deleite y su milagro.
Uno de los proyectos de subcapítulos del libro inconcluso sobre la
soberanía se llama: “La soberanía que no se apoya en NADA o la poe-
sía”, un apartado que habla sobre Sade. El mundo objetivo, objetivado
por el trabajo, sería un muro impenetrable, donde sólo nuestra oscuri-
dad, nuestro lenguaje hace imaginar brechas, agujeros. El lenguaje dice
menos que el mundo; de allí que los agujeros sean siempre imaginarios,
sólo los ladrillos o las piedras son reales. La imaginación de Sade abrió
brechas en el muro, fantasmas del agujero irreal que sueña con derribar
esa pared de las cosas. Sin embargo, dice Bataille, las cosas no son pro-
fundas, son pura superficie. Y si bien el muro de los objetos, la pantalla
fenoménica, es impenetrable, infranqueable, se puede rodear. Cuando
la soberanía era una cosa, la corona y el cetro, la pared parecía cerrada,
como un interminable muro circular que tocáramos hasta la muerte
sin encontrar otra salida que en los momentos del sueño. El raciona-
lismo que pone los esplendores regios en el plano de la representación
engañosa no hace más que terminar el círculo de piedras. Si no hay
nada que no sea simplemente cosa, ¿cómo se podría salir del cálculo,
la herramienta y el reduccionismo de lo posible? La soberanía estaba
oculta en el esplendor, y habrá de revelarse, más soberana aún, en el
extremo de la indigencia. La abyección no depende de nada. Quien no
posee las palabras se vuelve poeta. Si las poseyera, tendría un poderoso

[110]
instrumento de dominación, una máquina de producción de mensajes.
Pero apenas quiere ser, hablar como ser, escribir como si nada.
¿Qué quiere Sade? ¿Ser un escritor? Cabe dudarlo. Quiere que el
mundo encuentre su disolución, que el muro circular se derrumbe,
por obra del deseo desencadenado. Apertura imaginaria, que miente
pero no engaña, porque su fin es seducir y no convencer. Escribir so-
beranamente, sin fin, es obligarse a mentir, puesto que la soberanía no
es nada. Pero una vez que las representaciones de la soberanía desapa-
recen, todas ellas: realeza, religión, saber, “sólo la imaginación dispone
de momentos soberanos”. El arte, la poesía, esas mentiras impiadosas,
serán nuestro rey, nuestro dios y nuestra única creencia. Arte de deseo
y de muerte. Cuando Sade, encerrado en la Bastilla, escucha el final
de la mentira regia, sabe que la soberanía es la nada desencadenada
e imagina la nada, la muerte extraída por la imaginación del cuerpo
deseado, la cosa ya puramente superficial. Las descripciones de esas
bellezas indescriptibles, angelicales, imposibles, son la superficie del
muro que se adelgaza y que de pronto se abre dejando ver una negrura
enceguecedora. En el erotismo soberano que limita con la muerte, des-
pués de Sade, el arte habría encontrado su búsqueda moderna: ya no
se representa lo dado, no se cree ni se celebra un objeto. El peligro del
presente es que el artista crea en sí mismo, crea ser su objeto, y se con-
vierta en la última, la más ridícula cosa de apariencia soberana, el rey
caído. A Sade, suponemos, no le importa esa vanagloria, sabe que está
escribiendo cosas imposibles. Cuando está preso y arenga a la turba
enardecida por el tubo que evacuaba la mierda de su celda, ya ha escrito
allí Los ciento veinte días de Sodoma, documento terrible donde todo es
materia, piedra, carne, y sólo reina la rapacidad soberana del hambre
que se satisface, que consume las cosas. Ahí el hambre es el hombre,
última definición del humanismo. Pero Sade escribe como el último
hombre; el manuscrito larguísimo del libro se pierde en los tumultos
revolucionarios, se encontrará un siglo después. Sobre su pérdida, el
último hombre, que sabe que no habrá nadie que pueda leerlo, lloró
“lágrimas de sangre”. No pensaba en ser reconocido por su libro, sino
acaso en ocupar el lugar supremo en la escala de lo concebible bajo las
formas del deseo, y reivindicaba quizás, conjetura Bataille, “la herencia
‘terrible’ de los soberanos destituidos”.
El error moderno, más allá del humanismo, habrá de ser esa reivin-
dicación dirigida a los dueños de las cosas. Como si dijeran: “Soy más
noble, soy un artista”, o algo por el estilo. Pero la soberanía del ser lo
ubica afuera del orden real, el cual no se puede influir desde ese lugar

[111]
imaginario, al cual no se le pueden pedir derechos. Si lo hiciera, ya no
hay soberanía. “El artista no es NADA en el mundo de las cosas, y si
reclama un lugar en él, aunque se limite al derecho de hablar o al dere-
cho, más modesto, de comer, toma el relevo de quienes creyeron que
la soberanía puede influir en el mundo de las cosas sin alienarse.” Todo
lo que puede hacer, a lo que lo destina su trato con la materia a la cual
se consagra, es seducir; seducir a los que hablan y comen, a la cosa en la
que él mismo se convierte cuando el agotamiento lo devuelve al simple
trabajo. No puede juzgar ese mundo del que se apartó para obedecer
a lo ininteligible de su deseo, para desear que el todo sea nada. Si no
puede seducir, algo que tampoco es un acto de voluntad, sino más bien
una voluntad de afirmar la suerte, lo que llega solo, al menos podrá
callar, retirarse al silencio soberano y al fin, sin quererlo, seducir desde
la muerte. La tumba de Sade, en un prado donde se tiran semillas
de árboles, sin marcas ni nombres, es un símbolo del anonadamiento
que seduce, de la soberanía que busca, todavía desesperadamente en
los escritos que subsisten, el olvido final. Que el planeta desaparezca
conmigo, con mi deseo que desaparece; o mejor dicho: que cada uno
de los vivos perciba su propia desaparición en el goce y así arda lo más
intensamente posible, un esfuerzo más para ser el agujero en la pared
de las cosas…

***

La apariencia de la historia nos dice que el arte y la literatura, con


el declinar del mundo sagrado, el eclipse de sus fulgores, habrían asu-
mido formas profanas. Vehículos del saber, métodos de reflexión, pro-
ductores de entretenimiento, los objetos artísticos y literarios parecen
bienes, mercancías, cosas simplemente. Y lo son, pero sólo desde el
mundo del trabajo, en el fondo siguen estando separados como objetos
sagrados, abandonados ahora a la suerte subjetiva. Porque no dejan de
expresar, con su momento de pura afirmación y de existir para nada,
que el mundo de los objetos se consume y se consuma en la experien-
cia subjetiva, en su intensidad soberana. Lo profano y lo sagrado en el
arte, como la cosa hecha y la experiencia vivida, no están, sin embargo,
en clara oposición, ningún umbral los separa. Lo soberano se yergue
de repente en el seno de las cosas, los sucesos comunes, aun cuando
esa aparición sea totalmente ajena al mundo común. La genialidad y
la simple habilidad técnica son radicalmente diferentes, pero nada las
separa. Así como ningún umbral separa la prosa de la poesía. De alguna

[112]
manera, la soberanía en el lenguaje, que pliega el discurso y su orden,
es un pliegue de la superficie prosaica, rulo del cerco continuo que lo
torna infinito y horadado, atravesado de nada. ¿Qué es la poesía, si no
un ritmo que se repliega de la subordinación al concepto? ¿Y qué es un
ritmo? Nada, soberanía que se esboza en el instante de su desaparición
en el sonido, y en el sentido que deja atrás. Allí ya no se distinguen la
prosaica angustia que precedió al acontecimiento de la poética alegría
del momento, lo profano de la inminencia de algo sagrado que, en
nuestra época, nunca se produce. La subjetividad aislada que somos
con nuestro arte profano necesita del talento, la mera habilidad, para
soñar con lo genial, el completo derrumbe del muro que aísla. Pero el
objeto anhelado se apoya en su desaparición, la miseria del artista se-
ñala una soberanía inaccesible. La expresión de la subjetividad es algo
ofrecido a los otros, una moneda prestada, no se reconoce a sí misma,
no puede leerse ni contemplarse. Noli me legere, amonesta la obra a su
autor, como un fantasma que asusta y que sería divino si no fuese de-
masiado carnavalesco. Si el arte debía heredar la soberanía de dioses y
reyes, no era en un discurso, como voz del pueblo o expresión sublime
del ser, sino en un apartamiento, “en el movimiento soberano de una
indiferencia definitiva”, probándose a solas con el deseo, la mortalidad,
la reproducción de la especie y el lenguaje inhumano. El arte parodia
entonces la afirmación, no quiere ser algo, no quiere tener una función
aunque fuera la más noble. Apenas dice: “No soy NADA”. Se refugia
en cierta fascinación por la indigencia, pero sin querer ser ejemplar; el
ascetismo espiritual no lo incluye porque se niega a olvidar la nada, ma-
teria, cuerpo y residuos. No hay plan, ni compromiso, ni territorios que
le conciernan; ni siquiera la miseria y la indigencia le resultan otra cosa
que figuras de la pobreza de las representaciones. La subjetividad se
expresa allí, a pesar de la pobreza, con el centelleo de un punto más allá
de todo rango. Su brillo es inversamente proporcional a la voluntad de
brillar; el brillo, el prestigio, corona imaginaria como un agujero entre
la cabeza y el cielo, se difunde sin que se sepa. Lo no sabido en lo que
brilla es la “belleza” soberana; hasta los élitros de la mosca incognos-
cible despiden ese brillo. La soberanía no es nada, no sirve para nada,
pero no es posible vivir sin ella. ¿Es posible morir soberanamente? No
se sabe. Al menos si yo fuera el último hombre, si actuara como tal,
habría encontrado la nota grave de la muerte y la agudeza de la alegría
que afirma el presente.

[113]
***

En un ensayo publicado en 1952, “El soberano”, Bataille propone


la soberanía como algo que persiste y que puede leerse en las actitudes
de revuelta. La rebeldía de no querer admitir la existencia de nada so-
berano por encima de mí, ya no esperar más una respuesta del silencio
perfecto de lo que existe, apuntaría en dirección a la soberanía. Sólo
que esa rebeldía no tiene objeto, puede ser víctima de las palabras re-
beldes, afirmar la existencia secreta del poder contra el cual se rebeló.
Es una revuelta cuya salvación está en su gesto de risa. La falta de
sentido le da risa, y se rebela contra las atribuciones de sentido, las
ilusiones del lenguaje. Y dado que el sentido está hecho de tiempo en-
cadenado, articulado, esa risa rebelde, insidiosa, niega la continuidad
y se exalta en el instante, hasta las lágrimas. “Sé que en mí el hombre
está solo aquí con la soledad que da la muerte cuando golpea a quien
amábamos; y mi llamado es un silencio que engaña: no conozco más
que ese instante desnudo, inmensamente jovial y tembloroso, que ni
siquiera un sollozo puede retener.”45 En el fondo, tras la decadencia de
toda representación gloriosa de la soberanía, la posición rebelde basa
su potencia en la atención suprema al instante. Todo lo que me some-
te, toda la sumisión implicada en la necesidad del trabajo no es una
cuestión de fuerza ni de agotamiento físicos. La fuerza puede faltarle
al cuerpo pero ninguna precaución lo detiene en el instante en que es
raptado por la felicidad. La sumisión está más bien ligada al tiempo
futuro. O al simple encadenamiento del tiempo. Si actúo ahora porque
hice algo antes o porque no quisiera haberlo hecho, me someto. Todo
sometimiento del presente al tiempo que prosigue y que nos precede
significa una pérdida de esa parte soberana que cualquiera tiene. En el
éxtasis, pareciera que somos presa del espanto, la muerte anticipada,
pero en ese abandono se brinda una alegría soberana. Sin embargo,
lo soberano en nosotros siempre es parcial. La prevención y el trabajo
presiden el tiempo que pisamos con apariencia de rigor. La plena ma-
nifestación de lo que se subleva al plan y al cálculo, eso que no puede
mirarse fijamente, exige abandonarse a la revuelta: nada por encima de
esto que soy ahora, aunque no pueda mirarlo ni expresarlo porque es
el sol al mediodía, mi muerte.

45 La felicidad, el erotismo y la literatura, op. cit., 228.

[114]
“Esa soledad final y traviesa del instante, que soy, que igualmente
seré, que seré al fin de manera completa en la fuga de pronto rigu-
rosamente realizada con mi muerte, no hay nada en mi revuelta que
no la llame, pero tampoco hay nada en ella que no la aleje.” La fuga
debería realizarse además de manera inesperada, como si la vacilación
del ser en el instante produjera un pestañeo, la ficción de morirse, y
el acto fuera celebrado por el público. Entonces el acto, el instante, el
público –que son el mismo ser en su fuga, su adentramiento en el pre-
sente– incitan al aplauso. Ese estruendo, la multitud que niega al sujeto
en fuga pero lo alienta a ser hasta su fondo sin nombre, sustrae al yo
de su sometimiento a la conciencia y al tiempo de su lenguaje interno.
El yo no existe sin la duración, que contiene los rasgos distintivos, de
modo que el instante lo eclipsa. Aunque el instante nunca se da como
tal; todavía en la muerte el eclipse llama a la conciencia que se asoma
por detrás del círculo negro como una aureola, un borde que brilla.
La fulguración del instante sólo es una memoria de haber mirado lo
imposible. De allí el aplauso incomprensible que libera del estupor.
No queda sino el instante como soberanía, separado del pensamiento
que sólo lo conoce en relación a lo que ya no es y a lo que vendrá; y
si el instante se cierra, se teatraliza y se pierde en su relato, también se
abre en la medida en que niega la separación, niega al ser separado que
mi conciencia cree acompañar. La soberanía: instante de apertura en
que se asiste a la unidad de acto, público y aplauso, en un teatro negro
atravesado de estrellas, puntos. La pérdida del tiempo es soberana. Una
parte de mi ser se resiste al tiempo, no quiere ser un medio para al-
canzar algo, rechaza el resultado. Reina entonces la risa insidiosa, y la
desidia que no quiere nada. Bataille, hegelianamente, afirma: “Cuando
compromete la vida, tal actitud es terminante: entre el sometimiento
y la muerte, cada cual es libre de elegir la muerte”. Y si la humanidad
se formó por la conciencia servil, abocada a la planificación y al tra-
bajo, ocultando el amo como mandato interior de no desperdiciar el
tiempo al que se sacrifica la vida separada, entonces lo inhumano es
lo soberano que espera el instante, que desata la fiesta. El soplo que
me conmueve no puede acumularse como un tesoro en los graneros
del tiempo y la tribu. Debe animar a la tribu para que encuentre en la
caída de la noche su éxtasis y su crepúsculo, antes de desaparecer con
la historia. La soberanía está en todos a la medida de una sublevación
que llega repentinamente. Aunque hay un problema en el fondo de
la revuelta, la amenaza de un finalismo recuperado en ella. Me rebelo
para algo, quiero ser algo, y entonces someto de nuevo el presente a lo

[115]
nuevo, que se esboza en el horizonte de la revuelta. La revuelta parece
ser contra otro, al que no se cree sometido, y el movimiento soberano
que contenía se retrae, resulta incompleto al no concederlo en el otro.
El amo antiguo, arcaico si se quiere, no era completamente soberano al
no admitir la soberanía en el esclavo; se afirmaba en el reconocimiento
del otro. La revuelta, para no ser el simple exterminio del amo y de la
soberanía jugada a muerte, tiene que sacar al esclavo del tiempo, es
decir, negar el reconocimiento para que reine el deseo, en el presente.
Por supuesto, la revuelta no tiene planes, propone lo imposible. Pero
es algo que está latiendo en cada uno como la experiencia más alejada
del discurso que habla en su interior y a la vez como el origen de la
palabra que lo hace vivir. El discurso articulado separa y fija aquello que
el ritmo niega, si pensamos que en el lenguaje, hecho de elementos
limitados, se puede expresar la negación de todo límite. Pero nunca
hay ritmo sin discurso, ni estado soberano sin que haya en él una parte
de cálculo o de anticipación. Aunque si en toda despreocupación, toda
risa del instante, todo ritmo venido del no-saber, despunta un borde
de proyecto, una concatenación por venir, también en los más burdos
proyectos, en el rigor de los métodos más sumisos al orden del tiempo,
yace el movimiento ingenioso, la revelación, el enceguecimiento que
anula las palabras usuales. La atención intensa da paso a la desatención,
o se confunde con ella. De hecho, si la atención al presente quiere
captar algo divino, soberano, incalculable, el acto de atender pone ese
estado de atención en una cadena, apunta a un resultado. Así, paradó-
jicamente, el esfuerzo de atender al presente adquiere el aspecto de un
trabajo. El objeto de la atención deja de ser el instante y ya es aquello
que se espera del esfuerzo requerido para sostenerla. La única ganan-
cia –y esta pseudometáfora indica el inevitable error– es que después
se nos escapa el instante y sabemos que se fuga, mientras que antes
simplemente transcurría fuera de la atención. En todo caso, el instante
habrá sido el fin del acto, y se habrá sometido la razón del tiempo a su
disolución en ese fin. El tiempo sólo es un medio para el encuentro de
su ruptura en el instante, inesperada. Lo inútil y lo insensato son el sen-
tido de lo útil y lo racional. ¿Pero no es imposible que el sinsentido sea
el sentido? Nuevamente, es la revuelta que se recupera como si fuera
una espera de resultados, una renovación del mundo común.
Pero algo se enciende en la revuelta, en su ímpetu. Como si nos
ofreciéramos la visión insensata, risible, angustiante del ser del capricho
que somos; y aplaudiéramos eso. “Así, en la noche última en que nos
hundimos, se nos concede la posibilidad de descubrir nuestra ceguera

[116]
y extraer una virtud del rechazo que les oponemos a los retazos de
saber que nos estupidizan: la virtud de despertarnos sin medida en esa
noche y de erguirnos, vacilantes o riendo, angustiados, extraviados en
una intolerable alegría.” Soy dios, nada de lo divino me es ajeno. La
noche hace que el no saber, que es el instante, se torne visible, aunque
más no fuera como negación de las cosas vistas que ahora se hundieron
en la oscuridad. Pero es algo más, de otro ámbito. Lo soberano borra
las claridades del discurso, la locura de creer en la sustentabilidad del
pensamiento, pero se dirige a otro lugar. No se trata de oscurecer lo
visible, sino de atravesar el tiempo para que su detención me haga ver
la muerte. ¿Acaso esta alegoría, que se somete a su propio descifra-
miento, puede captar ese levantamiento que se ríe en la noche ante el
sinsentido, ante el puro instante? Tras la negación de toda autoridad,
de los soberanos reales, lapsos vicarios en el largo río de una corriente
negra donde la soberanía es nada, apenas si el instante alcanza a formar
la figura geométrica de lo impensable, punto ciego de la extensión.
Sin embargo, ¿puede el instante ofrecer una verdad, a la manera de los
antiguos poderes? Sólo la autorización por el silencio: en la medida en
que mi experiencia se autoriza sola, enceguecida, risueña, susurrante en
la noche, soy la verdad sin sentido que rechaza los jirones extenuados
del saber, con los cuales no obstante sigo escribiendo, sigo apabullando
el único hecho real, que es mi muerte, último instante. Si fuera el últi-
mo hombre, esa verdad sería un acallamiento en el que desembocarían
todas las palabras, todos los ásperos arroyos del discurso… “el instante,
única verdad que nos afecta y que sin embargo no puede ser negada,
nunca será más acabadamente el instante sino al ser el último (y cuando
sea el del último hombre…)”. Pero el mundo acaba con cada uno, en
su jovialidad instantánea, aun cuando nadie pueda soportar ese carácter
último de la experiencia que lo empuja y a la que nunca verá de frente.
El mismo placer del instante, la risa y las presencias, las palabras que
repiquetean gozosas en el cuerpo al hablar, se subleva contra el tiempo
y su predación del presente. La revuelta, ni sombría ni fúnebre, usa la
muerte para reírse del mundo, para alegorizarlo como teatro de ca-
laveras y de pasiones desencadenadas; y es “lo que se juega con todo
pensamiento”. Lo soberano se subleva y luego se eclipsa, la revuelta se
sofoca sola, pero nada podrá eliminar el juego que se vivió con la mayor
intensidad posible. Porque su eliminación, la muerte, era el objeto y la
meta del juego. Al fin, el instante soberano, silencio.

[117]
***

Hablar para ya no decir nada es el signo de la pasión que conduce al


no saber. ¿Cómo seguir pensando cuando se llega al punto en que no
hay nada que decir? Es como caer por un plano resbaladizo, sin topes,
y la posibilidad de hacer equilibrio gracias a las uniones de las piezas del
plano parece responder al llamado del viento, a lo que arrastra.
Escenas imaginarias del no saber, de lo irrepresentable, donde la so-
beranía se levanta, solitaria en el viento de la noche: 1) resbalarse sobre
un techo azotado por la tormenta interminable; 2) sentir que la muerte
impone su silencio en la pieza donde de pronto prendemos la luz y nada
está claro; 3) un filósofo que agoniza y se queja por lo difícil que le re-
sulta morir, por la trivialidad que vuelve a derrumbar toda una vida de
construcciones serias; 4) la ausencia de pecado, vale decir, pecar pero sin
la sensación de una meta frustrada, inacción que no es abandonar una
acción ni postergarla, o el incumplimiento como meta; 5) un amigo me
falla, y siento que mis fallas son intolerables, sólo porque fallo puedo
percibir el mal comportamiento del amigo, sólo porque no mantengo la
soberanía que ahí está en juego y así pude ver y hacer posible la sumisión
a fines de mi amigo, en donde se perdió y nos perdimos; 6) el pensa-
miento que sirve para revelar el servilismo de todo pensamiento, en su
resolución, se agota y se autoanula; 7) un desconocido que pasa por la
calle, olvidable, carga con el sentido de la novela, esa ventana a la vida in-
accesible de cualquier otro, donde lo sagrado es que el desconocido sea
el mundo una vez que se quita la máscara profana, el rostro del peatón
en la muchedumbre; 8) la nada es la negación de mí sin que nunca haya
existido nada, no la mera negación de lo existente, pura antimateria filo-
sófica, fondo contra el que se destacan… seres –nada de nada, lo que se
le mostraría a la hormiga si se distanciara y pudiera verse, lo que ésta no
hace–; 9) la multitud insatisfecha, su violencia, su derroche, su ceguera,
eso es lo que soy, el yo no sale de ahí, risa, llanto, silencio que no guarda
secretos, espera, lo que no posee nada, la risa loca del derroche total; 10)
el silencio soberano después de las frases insensatas, silencio que hace
brillar al que muere, como un sol donde se derrite hasta la más mínima
intención de que el universo adquiera sentido en él; 11) “el sinsentido
tiene más sentido que el sentido”46; 12) borramiento de todas las figuras
en el cuadro negro, ¿interior?, que no es aniquilación ni oscurecimiento,

46 La felicidad, el erotismo y la literatura, op. cit., p. 255.

[118]
sino goce de la noche, morirse y captar, casi sin palabras, que la muerte
hace desaparecer el saber, la ansiedad, pero también el fondo de alegría
que hacía girar las figuras de la vida; 13) la muerte del pensamiento pre-
para la fiesta de un goce irrepresentable, una alegría sin sentido, que no
corona ninguna vida, sino que engrosa la línea de su límite, entre el pan-
tano y la estrella fugaz; 14) ser, pero no un dato, “soy en la medida en
que rechazo eso que se puede definir”, en la ignorancia, en el anuncio de
la mortalidad del saber, que es el anuncio de nada; 15) un sentido angus-
tiante de la soberanía que aparece en el sexo exhibido de una mujer, lo
soberano y lo sagrado ahí, exaltado y degradado a la vez, da risa porque
es el origen y no tiene sentido –todos los símbolos, palabras, saberes del
animal que habla son incapaces de cubrir ese gesto soberano.
Escenas del ensayo fragmentario, aforístico, que se titula “El no-
saber”, publicado en 195347. Hay otras, la mayoría ideas sobre la pa-
radoja de pensar para negar el servilismo del pensamiento, o para leer
la negación del sentido. La última que anoté: la vulva de mujer abierta
por una voluntad indescriptible de excitación y degradación, la cosa
sagrada del origen, parece recordar los movimientos del personaje no-
velesco de Madame Edwarda. Esa puta desconocida, que en su delirio
extasiado se llama “Dios”, era el mundo, la expresión de todo lo que
hay y también de su aniquilación caprichosa.
Bajo el seudónimo de Pierre Angélique, Madame Edwarda se pu-
blicó por primera vez en 1941. En la edición definitiva de 1956, Batai-
lle añade un “Prefacio” con su firma, donde habla del autor del relato
como si fuera otro. ¿No lo es en el fondo, no es algo que le fue dictado,
una experiencia antes que una ficción? “Pierre Angélique intenta de-
cirlo: no sabemos nada y estamos en el fondo de la noche.”48 No saber
nada es el principio de la soberanía, pero no es una simple negación del
saber. El fondo de la noche es algo más que la simple franja de horas
que sucede al día. Es el pozo, el vértigo de una caída que de pronto,
por la fuerza de una inconsciencia absoluta, de no ser nadie ni saber
nada, se entrega a la búsqueda del límite del deseo. ¿Y qué pasa enton-
ces? Nada, no existe el límite. Sólo la muerte; “la alegría es lo mismo
que el dolor, lo mismo que la muerte”. ¿Y es algo la muerte, algo más
que un asco o un rechazo? La simple desaparición de lo que creemos
ser no describe en absoluto lo que nos hace representar la muerte,
un movimiento insoportable, un eclipse justo cuando el astro que nos

47 Ibíd., pp. 245-259.


48 Madame Edwarda, Alción, Córdoba, 2009, p. 13.

[119]
alumbraba empieza a deslumbrar. La obstinación de perseverar en el
ser se niega a mirar el eclipse, pero eso es justamente la muerte, el nom-
bre de lo que nos supera, lo que no debería pasar. La muerte habrá de
ser ese momento insensato, imposible de saber, que buscamos en cada
rapto de goce, en cada olvido, en cada embriaguez o en el entresue-
ño, y que al mismo tiempo hemos rechazado y rechazaremos hasta el
final. La alegría, acaso ilusoria pero feroz, de no existir se basa en que
la inexistencia nunca se toca, su perpetua inminencia brilla en el borde
del círculo negro como un anillo de luz. ¿Pero qué será la noche, el no
saber absoluto?
Si pensamos en el relato de Madame Edwarda, la noche es el coito,
su repetición, su intangibilidad. La felicidad, que parecía estar ahí, en
el roce de un cuerpo, enseguida se eclipsa, cuando la unión se consuma
y se reinicia la división. Y casi de inmediato, la repetición arranca otra
vez, a pasos lentos, hasta que tarde o temprano se lance a correr. Esa
noche no puede escribirse como si se la conociera; es incluso la sobe-
ranía mortal de la misma mano que escribe, aquello que excede a la
escritura y al lenguaje. Por la noche, sueño inconcebible de la muerte,
la escritura se escapa de los límites que acepta al escribir, “aceptados
por la mano que escribe, pero negados en la mano que muere”, acota
Bataille. Y en la negación de los límites que me confinarían a ser se-
paradamente, es decir, en la insignificancia de un yo, todo se abre, se
dispersa. Todo se ilumina bajo el cielo nocturno. El espanto ante esos
vacíos infinitos del caos universal, ante el hecho de ser una vana forma
de la materia, un azar, se mezcla con la alegría de asistir al inacabamien-
to del ser. Una luz, después la noche. “Y el grito que, con la boca, este
ser quiere que se oiga –¿en vano?– es un inmenso aleluya, perdido en
el infinito silencio.” Como si dijéramos: no entraré callado en la noche,
canto aunque no haya sentido, que la chispa de mi alegría inunde la
inmensidad del instante y no quiera más nada.
El relato de la noche es inverosímil, el angélico narrador lo dice. La
excitación le impide dar rodeos, pararse a describir o a justificar. Lo que
pasa es instantáneo. Conoce la belleza de Madame Edwarda cuando to-
davía no está perdido en la noche. Y ella lo impulsa a perderse, ya ebria.
“¿Querés verme la concha?”, es su primera frase. La segunda: “Soy
Dios…” La elipsis del coito conduce a la salida del burdel, la enloque-
cida caminata de una mujer desnuda por la ciudad nocturna. La belle-
za, que un momento antes se quería tocar, con desesperación, se vuelve
pétrea, es una luna que deja helado a quien la mira. Las convulsiones
de una borrachera inexplicable la devuelven a la miseria de ser, a la re-

[120]
pulsiva piedad. El angélico la adora, la rechaza. No es irónico que Dios
sea una puta, se aclara en un paréntesis. Pero la noche es inaclarable. Es
además una loca, una delirante. ¿Quién puede entender la equivalen-
cia? Sólo los heridos incurables, los que no quieren ser sanados. En una
variante del manuscrito, la explicación de la equivalencia Dios = puta se
resume en la afirmación de la protagonista: “Soy, me dijo ella, una puta
de burdel, pero Dios es libre”.49 La libertad, si existiera, no podría ser
más que entregarse a la noche, perderse. Ninguna precaución, aunque
no se pueda vivir sin algunas, es libre. La soberanía, insoportable, es
un vacío libre. Edwarda termina copulando con el taxista que la lleva
junto al narrador sin ningún destino. El angélico testigo la ve gozar,
escucha su grito de placer, “ciego deslizamiento hacia la muerte”. Los
sucesos terminan allí, cuando se duermen el chofer, la puta y el escritor.
Nada podría pasar después. ¿Para qué seguir? El librito desemboca en
las reminiscencias, la angustia de pensar, que el escritor desglosa como
si tallara en piedra el comienzo de un largo silencio.
Seguir escribiendo después de la noche sería como preguntarle al
día si todo se ha disuelto o si hay un sentido. En la noche se resquebraja
el suelo mismo de las preguntas. ¿Para qué se escribe entonces? ¿Acaso
para toparse más tarde, en un final siempre postergado, con una especie
de sentido mayúsculo? Pero resolver la ausencia de sentido en una ne-
gación del sentido, un gran sinsentido que eleva otro sentido luego de
pasar por la nada, sería como reducir el desmayo de una loca a un saber,
por más absoluto que se lo imagine. El sentido último de la vida es que
no lo tenga. Mi vida adquiere sentido si yo no lo tengo. Al que pueda
entender, al que pueda morir, al que pueda sentirse desnudo en una
noche sin palabras le dirige este escritor cualquiera su desviación angé-
lica. “Así pues, el ser está ahí, sin saber por qué, temblando de frío…;
la inmensidad y la noche lo envuelven, y con toda intención, está allí
para ‘no saber’.” Si yo supiera lo que pasa, si supiera el absurdo, perde-
ría el sentido, su difusión, su chispazo y su repetición. Querer saberlo
todo, idea de Dios, idea de un yo que aprende, es lo que se abandona
cuando se desea el temblor de estar y sustraerse, el peligro y la felici-
dad. El no saber apenas se vislumbra, ¿más profundo que el centro del
eclipse?, ¿menos oscuro que turbio?, ¿lo que la chica borracha muestra
sin saber, ni saber si se está riendo o llorando? Y en ese borde, tiembla
la mano que escribió un “librito”. “El resto es ironía, larga espera de
la muerte…” Es lo último que dice el narrador, tras despertar, contar

49 Ibíd., p. 53.

[121]
que se despertó, asqueado, en un auto. El cuento es pura ironía, por-
que lo que pasa, lo que es, el instante de sumirse en la noche, aunque
también llamemos “noche” al sueño sobrio de un personaje trabajador,
no puede relatarse, sólo se transparenta en aquello que hace vibrar las
palabras y le hace creer al cuerpo que ama a otro cuerpo.

***

En el número 5 de Acéphale, en junio de 1939, sin firma, aparece


“La práctica de la alegría ante la muerte”. ¿Qué es? Una frase tachada
del manuscrito lo decía: “Es la apoteosis de la carne perecedera.”50
Lo que muere se vuelve dios. Pero lo que muere es más que el ser
que piensa, que habla: “Paloma, serpiente y cerdo”, dice un alegórico
Nietzsche en el epígrafe. Ese misterio de alcanzar lo que es en el ins-
tante, de anticiparse con alegría al punto del fin, no tranquiliza ni satis-
face. El creyente saborea la eternidad en su fantasía de aniquilación. La
violencia interior que se instala con la alegría ante la muerte no acorrala
contra ese fondo, convierte más bien en absoluto el más ínfimo detalle
de lo posible. La acción comienza después del asombro angustiado ante
la muerte, cuando se deja de saber la muerte del yo. Toda la vida es el
destino del que actúa, casi bailando, ante la muerte, porque eso ejercita
el gran sí a lo que hay. “Ahora” ya no es una palabra para cualquier
momento de enunciación, es el grito afirmativo de aquel que baila con
el tiempo que lo mata. La alegría ante la muerte sólo le llega a “aquel
para quien no hay más allá”51. Ni siquiera el triunfo en las acciones em-
prendidas podrá empañar el bien de buscar sus momentos privilegiados
a cada paso, en cada acercamiento a la certidumbre del final. ¿Con qué
medios se ejercita la alegría ante la muerte? No el ascetismo, porque lo
divino se revela en la carne, en la reducción de mí mismo al cuerpo que
me transporta feliz hacia su ruptura y su corrupción. La borrachera, la
cabeza pulsátil, la atracción de las imágenes de chicas desnudas, todo
puede ser un aviso y un cumplimiento de la cumbre. “Es una apoteosis
de lo perecedero, apoteosis de la carne y del alcohol.” ¿Qué escribe
después Bataille? Frases, ejercicios de disolución del yo, una escritura
que quiere volver hacia el cuerpo y aniquilar la dirección pensada de
la mano que escribe. Quiere convertirse en la oscuridad desconocida,
sin combates, vacía, que el sueño disfraza de espacio en el que se in-

50 O. C., I, p. 682.
51 La conjuración sagrada, op. cit., p. 255.

[122]
gresa con la muerte. Pero no hay más espacio. No hay tiempo. No hay
quien hable. “Soy la alegría ante la muerte” quiere decir “encuentro
el sinsentido, que es sentido, en el punto límite del umbral”, que no
desemboca en nada.
La fiebre me arranca la cabeza. Me anulo en la alegría de la guerra
perdida. El cielo se astilla, es el final de todo espacio, de toda palabra.
“Todo lo que existe destruyéndose, consumiéndose y muriendo, cada
instante que no se produce sino en la aniquilación del que lo antecede
y que a su vez sólo existe herido de muerte.” ¿Soy entonces el instan-
te herido de muerte? Me imagino, sin embargo, separado, el instante
detenido de mi propia muerte. Sería como soñar con lo absolutamente
desconocido, el no saber ya nada, no haberlo sabido nunca ni haber
olvidado nada. Lo incumplido de la vida, la inminencia de las cosas
que lucha contra el instante, la misma insatisfacción perpetua anticipan
eso desconocido que pasa y pasa delante de mí, que lo acaricio con mi
alegría ante la muerte. Pasan las estaciones del año, nacen y mueren
todos los seres que importan, las estrellas se dispersan, explotan, se
consumen… todo parece exigir que yo muera, definitivamente y sin
resto. Bataille está en condiciones de escribir: “Esa muerte no es más
que una consumación brillante de todo lo que existía, una alegría de
ser con todo lo que viene al mundo”. El brillo mismo que me emborra-
cha mientras vivo, que se refracta irisado mientras duermo o me olvido,
requiere que todo se dé y se aniquile de una vez por todas en cada lugar
y en cada momento.
¿Se puede escribir en ese deslumbramiento de lo que perece y nin-
guna frase alcanza? ¿Todas las palabras irán hacia el fulgor y después lo
negro? ¿Encontrarán la libertad soberana, divina, de mostrarse como
un aleluya sin sentido? El infinito azar, la caída del lenguaje como una
suerte de rayo inesperado sobre la vida, me hicieron ser. Dada la vida,
dadas las palabras, queda un derroche soberano que no acepta ninguna
sumisión repetitiva. La alegría ante la muerte, acaso inalcanzable, se
vuelve el horizonte de toda palabra que no se resigne al aislamiento
de un sentido determinado. Que los sentidos bailen con todo lo que
muere y que recojan las astillas del cielo en sus dibujos riesgosa y se-
riamente puestos en juego. Lo que se repite, la muerte y las pequeñas
muertes, llamará al grito de lo irrepetible, eso que nunca dejará de ser
desconocido.

[123]
Bibliografía

Obras de Georges Bataille

En francés

Oeuvres complètes, 12 vols., Gallimard, París, 1970-1988.

Traducciones

Documentos, Monte Ávila, Caracas, 1969.


El verdadero Barba Azul. La tragedia de Gilles de Rais, Tusquets,
Barcelona, 1972.
Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte, Taurus, Madrid, 1972.
La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1973.
El culpable, Taurus, Madrid, 1974.
Obras escogidas, Barral, Barcelona, 1974 (selección de textos, artículos,
reseñas y fragmentos de los años treinta).
Teoría de la religión, Taurus, Madrid, 1975.
Breve historia del erotismo, Caldén, Buenos Aires, 1976.
El pequeño, Pre-textos, Valencia, 1977.
La literatura y el mal, Taurus, Madrid, 1977.
Lo imposible, Villalar, Madrid, 1978.
El ojo pineal, Pre-textos, Valencia, 1979.
Poemas¸ Pre-textos, Valencia, 1980.
El Aleluya y otros textos, Alianza, Madrid, 1981.
Lo arcangélico y otros poemas, Visor, Madrid, 1982.
Historia del ojo, Tusquets, Barcelona, 1989.
El azul del cielo, Tusquets, Barcelona, 1990.
El cura C., Icaria, Barcelona, 1991.
Las lágrimas de Eros, Tusquets, Barcelona, 1991.
Mi madre, Tusquets, Barcelona, 1992.
El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1992.
El Estado y el problema del fascismo, Pre-textos, Valencia, 1993.
La literatura como lujo, Cátedra, Madrid, 1993.
Lo que entiendo por soberanía, Paidós, Barcelona, 1996.

[125]
La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, Adriana
Hidalgo, Buenos Aires, 2001.
La oscuridad no miente, Taurus, Madrid, 2001.
La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939, Adriana Hidalgo, Buenos
Aires, 2003.
Lascaux o el nacimiento del arte, Alción, Córdoba, 2003.
Manet, Colegio de Arquitectos, Murcia, 2003.
Escritos sobre Hegel, Arena Libros, Madrid, 2005.
El límite de lo útil, Losada, Madrid, 2005.
La sociología sagrada del mundo contemporáneo, Libros del Zorzal,
Buenos Aires, 2006.
Intercambios y correspondencias, 1924-1982 (con Michel Leiris), El
Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2008.
La religión surrealista. Conferencias 1947-1948, Las Cuarenta, Buenos
Aires, 2008.
La parte maldita y apuntes inéditos, Las Cuarenta, Buenos Aires, 2009.
Madame Edwarda, Alción, Córdoba, 2009.
Charlotte d’Ingerville y otros relatos eróticos, El Cuenco de Plata, Buenos
Aires, 2009.
Poemas eróticos, Chinatown, Buenos Aires, 2009.

[126]
Índice

Pensamientos locales. ............................................................... 05

Prólogo. ................................................................................... 11

1. Lo sagrado o la imagen......................................................... 13

2. El gasto o la poesía............................................................... 45

3. La experiencia o la suerte..................................................... 75

4. La soberanía o el no-saber. ................................................... 93

Bibliografía............................................................................. 125

You might also like