You are on page 1of 85

Los delirios de Eliseo

Emmanuel Pérez

© 2014. Derechos reservados.


Se prohibe la reproducción y distribución de esta obra sin la debida
autorización del autor.
Contenidos

Prólogo

Delirios

La camilla del juicio final

Las mil caras de la cuerda

El testamento de los Oreaní

El jardín de los ascendidos

El falso profeta

El proyecto mariposa

Comentarios
¡Oh! Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los
dioses.
Oráculo de Delfos
Prólogo
12.12.2012

¿Será posible doctora? ¿Será posible haber vivido engañado


todo este tiempo? ¿Haber resumido al fuego del ser como la suma de
eventualidades meramente físicas, y haberlo atrapado en tres
procesos despojados de esplendor: nacer, crecer y morir? ¿Será
posible haber creído hasta el día de hoy que la existencia esconde
poco fuera del trabajo, el estrés y el temor a la muerte? ¿Haber
sucumbido imperceptiblemente al conformismo de aceptar el triste y
desalentador concepto de la vida que ha esclavizado el pensar de mis
padres por siglos; el que los ha enfrascado en una realidad de
extremos insulsos y continúa diciéndoles “trabaja o muere”, “acumula
o fracasa”, “pisa o se pisoteado”, “cree en algo fuera de ti o pierde la
esperanza”? ¿Será posible haber heredado su andar cabizbajo y
haber renunciado al poder desmesurado del ser al que ahora dan un
nombre inalcanzable al sentirse tan separados de sí mismos? ¿Acaso
al igual que ellos le he dado excesiva autoridad a este materialismo al
punto de empequeñecerme atrozmente? ¿Me he perdido en el efecto
de acciones superficiales ignorando el poder de mi palabra? ¿Podré
haberme olvidado de mí espíritu doctora?
Por favor, no malentienda mis preguntas; ya le sobran
diagnósticos a estos pensares que otros tildan de demencias. No
sugiero que haya un error en trabajar, enriquecerse, o en creer en
cosas del más allá. Lo que me entristece es darme cuenta que son
pocos los que saben por qué lo hacen, mas muchos los que
simplemente lo hacen por inercia, sin ningún sentido de asombro y
contemplación ante esta existencia tan inusual. En ver a estos
aspectos convertidos en fines, y no en medios de auto elevación y
autodescubrimiento. En verlos usurpar el valor que ya le corresponde
a la experiencia del ser sin necesitar de ornamentos, y en ver a tal
experiencia divina convertida en marioneta de contextos triviales. En
observar que el mundo sigue viéndose y buscándose desde afuera
hacia afuera, y no desde adentro hacia el todo. En toparme con el
pensar de que somos pigmeos caminando en la cuerda floja del azar
o del libre albedrío otorgado por un dios extraviado, y de escuchar
entre los míos el nefasto estribillo de que somos réplicas imperfectas
de lo perfectamente inalcanzable, cuando yo deseo creer que uno es
lo más grande que existe en este universo y que el destino es lo que
nuestra conciencia decida que sea. Es un error de perspectiva
doctora; una carencia endémica de introspección, y un culto
puramente materialista del cuerpo con que vestimos sin darnos
cuenta, ese que llamamos realidad. Yo rehúso acoplarme a este
confinamiento globalizado, y no entiendo cómo usted no lo hace
igualmente.
Distintas fueran las cosas si nos atreviéramos a mirar hacia
dentro y ver que en ese interior se engendra y amolda la realidad
misma. Si por un breve instante deseáramos ver por encima de la
neblina de prejuicios adquiridos que merman nuestra visión; si
entendiéramos que la vara con que medimos es verdaderamente la
misma que mide la anchura e intensidad de nuestra experiencia. Las
cosas que serían posible si no nos juzgáramos tanto doctora; la
realidad quizá no tuviera otra opción que cederle el paso a las locuras
más excitantes que cruzan nuestras mentes, y esta carta no fuera la
de un chiflado compartiendo alucinaciones con su terapeuta, mas el
encuentro de dos chamanes iluminándose el uno al otro a través de la
distancia. Usted sin duda entendería que lo que estoy a punto de
contarle no es la ilusión de una mente desvariante, y yo al sentir su
sincera aceptación la asiera y llevara de la mano a un mundo en que
las cosas que viven en mi mente ya están inevitablemente
aconteciendo en algún lugar del multiverso.
En estas historias me vi dibujado algún día, cuando la libertad de
mis pensamientos me dijo que el tiempo y el espacio son meros
procesos mentales. Esconderlas sería negarme al placer de
recrearlas en su mente y de ver otro fin convertido en principio en
usted; privarme de la alegría de saberme excusa de las cosas que
usted deseaba escuchar, y de descubrir que ambos nos creamos
mutuamente.
Nada nos engaña tanto como nuestro propio juicio.
Leonardo Da Vinci
La camilla del juicio final

E XISTE en este universo de pequeñas y grandes ilusiones, un


sinnúmero de opiniones sobre lo que es y lo que debería ser.
Imaginemos, por ejemplo, que en una ciudad atiborrada del mundo
moderno, habita un bohemio que ha dedicado sus días al arte de
acribillar su cuerpo con las más ingeniosas sustancias jamás
concebidas, esas que crean las realidades etéreas a las que huyen
las almas hastiadas de las malicias que plagan las sociedades
contemporáneas. A este indigente, cabe señalar, le falta aquello que
los pregoneros de las buenas costumbres y sanos hábitos conocen
como fuerza de voluntad, y le es imposible salir del abismo en que se
encuentra no tanto por no poseer tal fuerza, sino por no desearla en
lo absoluto. Pues aunque usted no lo ha preguntado, es mi deber
informarle que al sinvergüenza del que hablamos no lo asaltan los
sentimientos de culpa que comúnmente agobian a los devotos de
valores prestados, y que, contrario a toda lógica médica, moral y
religiosa, a él le encanta, es más, le fascina endrogarse sin tregua, y
no tiene, repito, no tiene la menor intención de dejar lo que él
considera la más excitante manera de agotar su energía vital. Es
más, si pudiésemos navegar en la mente de este adicto, como suelen
llamarlo vulgarmente los que creen conocerlo sin poder aún
conocerse a sí mismos, entenderíamos que si éste intentase acabar
con sus viajes astrales, estaría cometiendo el gravísimo error de
negarse a sí mismo, y usted al igual que yo, espero, sabe que no hay
peor pecado que ese, si es que éste no es el único pecado que
realmente merece ser juzgado. Así, siguiendo fidedigna y
diligentemente el impulso dicótomo de sus bajos instintos, terminará
ignorando una vez más las advertencias de los que juran amarlo y
preocuparse por él. Es obvio que lo de dicótomo no obedece a
conflictos innatos nacidos de su propia introspección y deseo de
cambio, sino a los creados por la constante censura de los que no
comparten con él el placer que le brindan sus magistrales
mezcolanzas. Mas cómo el juicio social nos vuelve a todos pecadores
e incluso criminales no es algo que intentamos discutir en esta
historia –al menos no explícitamente–, pues esta vez el enfoque es
que los viajes a esferas superiores, inferiores, interiores, ulteriores,
paralelas o lo que sea que fuesen de Julio, porque así se llama, Julio,
lo han llevado más allá de lo planeado, y mientras su mente se
abalanza hacia el todo, su cuerpo agonizante ha acabado en una
triste sala de emergencias, rodeado de un equipo médico que
intentará salvarle la vida mediante un sin fin de protocolos que si bien
no lograrán devolvérsela de la manera en que ellos esperan,
despojarán a su alma terrestre del último trozo de dignidad que le
resta.
Curiosamente, y para testimonio de que el espíritu que une todas
las cosas en sí no discrimina al momento de repartir sus dones,
mientras Julio divaga entre esta y otras realidades, su mente ha
alcanzado un grado de conciencia que le permite escuchar cada uno
de los pensamientos de los que lo rodean. Porque déjeme decirle,
respetable lectora, que esta clase de facultades son posibles; el
hecho de que usted aún no las haya adquirido no les resta existencia.
Recuérdese que la mente es el trono de lo que por falta de otras
palabras hemos de llamar Dios, y éste ejerce su autoridad desde ahí,
y manifiesta lo imaginado en su aposento por medio de la fe en sí
mismo. Mas disculpe la necesaria tangente, y mi atrevimiento al
insinuar que Dios no es más que la proyección de su fe encarnada en
la realidad; comprenda conmigo que algunas cosas necesitan ser
dichas abiertamente para beneficio de una humanidad más despierta,
sino pregúnteselo al desahuciado que entró a la sala de emergencias
diez minutos atrás. Él, lo crea usted o no, ha creído en esta clase de
poderes, y en su lecho de muerte, para júbilo de los humildes de
corazón, los ha hecho suyos. Que no nos sorprenda entonces que
Julio no sea un hombre común y corriente, y que haya encaminado
consciente o inconscientemente al universo a la manifestación de
esta estresante ocasión sin que nadie se percatase de ello, con el fin
de expresar ciertas incomodidades internas y de decir cosas sin
mover los labios. Sabido esto, volvamos al relato.
Nuestro hermano terrestre, pues no se puede negar que Julio es
hombre de carne y hueso por más divinos que sean sus poderes,
escuchará las palabras mudas del médico que dirige los intentos de
resucitación, el cual, mientras le ordena a la enfermera que inyecte la
primera dosis de epinefrina a través de la sonda intravenosa insertada
por los paramédicos, menea su cabeza con disgusto, pues no logra
entender cómo alguien de apenas treinta y tres años pudo haber
renunciado a las bellezas de la vida por seguir un vicio que en su
opinión en nada engrandece al hombre. De acuerdo a este doctor,
que eligió su carrera siguiendo el común error colectivo de entregarse
a una vida de rezongos a cambio del prestigio y la fortuna, la belleza
exige cierto tipo de carácter humano, y solo puede ser contemplada y
desplegada desde el púlpito de la inalterada cordura, fortalecida con
el buen adoctrinamiento social y moral, las más arduas preparaciones
intelectuales, y el odio intrínseco hacia las cosas que le son nocivas al
cuerpo. Mas lo que el juez de su mente está viendo en este instante
está desprovisto de tales cualidades, siendo un ser incapaz de
observar la belleza por no desear saborear más que su vicio maldito,
el que ahora lo arrastra a la muerte por haberlo amado
enfermizamente.
El juicio del doctor de quince años de experiencia le dice que
Julio, que de milagro sobrevivió el ultraje de una niñez despreciada y
abusada, que hizo de su juventud un acelerado desgaste físico, y de
su vida un peligro constante, un diario tropiezo entre espinos, un
pesado abochorno y cruz de censura, un tortuoso rodar sin rumbo, y
un rendirse ante la soledad de un mundo perdido en su propia
complejidad, es incapaz de apreciar la belleza porque no reúne los
requisitos para hacerlo, y ahora que lo ve morir, es forzado a menear
la cabeza al ver ante él algo que no puede ser rescatado ni con los
más actualizados procedimientos médicos, algo falto de vida, pues
para vivir es necesario desear la belleza, y Julio, según el doctor, ha
renunciado a ella. Así, mientras se escucha ordenando y se ahonda
en sí mismo en esta clase de cavilaciones, el doctor se ve derrotado y
descubre que ya no hace nada, pues hacer nada es obrar sin
autoridad sobre la realidad, dejando que ésta fije el curso de nuestros
pasos y no lo contrario –al menos eso fue lo que le enseñó su
respetable abuelo, a quien pocos prestaron atención en su familia por
ser irritantemente sincero al momento de hablar.
Esta impotencia le punza al doctor, le punza muy dentro. Es
salvador de vidas al fin y al cabo, y aquí hay una vida que él no puede
salvar. Y aunque cualquier sabio diría que todo sentimiento merece
ser explorado por muy incómodo que sea, nuestro doctor remite su
impotencia y recobra su orgullo momentáneamente, pensando
radicalmente que la sociedad estaría mejor sin este tipo de seres
descarriados, y que éstos deberían morir sin causar tanto estorbo
social. Mas luego recuerda la voz de su madre, quien le enseñó a
valorar la vida sin importar cuan imprudente y miserable se da en
algunas personas, y es este escueto sentimiento de compasión el que
reanuda la molestosa impotencia que Julio le causa. En verdad nadie
puede juzgar su forma confusa de ver las cosas: nadie lo instruyó en
estos pensamientos disyuntivos, ni nadie le mostró la sabia
aceptación de estas cuestiones, a pesar de que su padre era parte
del comité de ética del plantel médico. No es sorprendente así que en
este instante de intensidad existencial, el joven doctor esté más
enfocado en sus dilemas mentales que en armarse de la fe requerida
para salvarle la vida a Julio. Presionado por el tictac de reloj, resume
apresuradamente que Julio no verá más la luz del día, pues a juzgar
por sus precedentes, éste eligió la muerte muchísimo antes de haber
terminado en esta sala de juicios.
Antes de proseguir, es necesario aclarar que en este lugar del
mundo, nuestro personaje ha compartido sus gustos y hábitos con
muchas otras miles de personas igual de desencantadas con sus
entornos, y que al igual que algunas de ellas, ha llegado
anteriormente a esta sala de emergencias treinta y tres veces, de las
que nueve lo ha atendido el doctor a cargo de su cuidado esta última
vez. Por consiguiente, todos los que ahora rodean su camilla conocen
o han chismoseado su historial médico, y saben que sus órganos
estropeados no soportarán este último agravio de placer
cosmogónico.
Con tan triste prognosis opacando el entusiasmo y la fe del
equipo de turno, la enfermera administra la dosis de epinefrina con la
vana esperanza de contrarrestar los efectos letales del paro cardíaco
que ahora hunden a Julio en el valle de los muertos vivientes. Y
mientras la epinefrina recorre los vasos sanguíneos sin poder
excitarle el corazón oxidado y los pulmones quemados, Julio
encuentra un leve grado de misericordia en la voz interna de la
enfermera, quien intenta darle un último chance de rectificar sus
malas andanzas. Porque la enfermera, sabrá usted, es una fiel
creyente en la vida perdurable después de la muerte, en la que no
hay dolor ni sufrimiento, y en la que todo es paz y alegría bajo el
amparo amoroso de un dios omnipotente. Mas según su
entendimiento, y el entendimiento de millones de fieles que han
rendido sus vidas a un dios que requiere de adoraciones y alabanzas
eternas, para que Julio alcance esos deliciosos delirios disfrazados de
leyes universales, necesita arrepentirse de todos y cada uno de sus
pecados, hasta de los que obviamente no recuerda, y prometer que
nunca los volverá a cometer. Asimismo, la enfermera expresa en su
rostro la urgencia de que Julio confiese ante todos los hombres que él
no es nada sin el dios al que ella adora los fines de semana, y que
otros adoran una vez por año, y de que admita que todo lo grande
que él pudiese alcanzar en esta tierra es solamente la gracia
inmerecida del dios del que hablamos obrando en su alma contrita y
humillada. Mas como podrá usted imaginarse, Julio es un árbol
demasiado torcido para ser enderezado hacia el camino de esta fe
religiosa, y si a un perro viejo no pueden enseñársele nuevas mañas,
mucho menos a Julio, cuyas encrucijadas le han hecho experimentar
el equivalente a diez mil vidas de perro. Sin embargo, Julio aprecia
los pensamientos de la enfermera al ser los más positivos que ha
interceptado hasta ahora, entendiendo que ella al igual que él ha
sucumbido a la compulsión de buscarse a sí misma de cualquier
forma posible. Y aunque él es visto de menos y es llamado vicioso y
ella no, Julio entendió muchos viajes atrás que si bien el vicio
usualmente amengua la conexión hacia todas las cosas en las
mentes poco inquisitivas, el suyo al contrario le ha hecho entender la
red de profundos enlaces que tejen los pormenores más leves de su
existencia. Y mientras otros han destruido sus cuerpos sin ninguna
revelación redentora, las cosas que él ha discernido justifican una y
mil veces el sacrificio del suyo.
Por consiguiente, Julio, que ahora se ve atrincherado por el
agudo escrutinio de almas inquietas e inseguras de sí mismas, está
convencido que su vida es, y siempre ha sido, una eterna e inevitable
metamorfosis que nada ni nadie puede juzgar, y que la diferencia
entre él y el más venerado de los hombres es que él no necesita de
elogios para darse valor a sí mismo. Que no nos dé lástima entonces
el ver a su cuerpo deslizándose hacia el umbral de la muerte, pues es
natural que todo espíritu hinchado de luz resquiebre y consuma hasta
al cuerpo más fuerte y robusto. Y si por un instante nos asalta el
deseo de juzgarlo, ya que no siempre se puede evitar medir la
realidad con la vara de nuestras opiniones, entendamos que Julio fue
saboteado desde un principio.
Ciertamente. Nadie jamás se dignó en indagar con genuino
entusiasmo qué es lo que había aprendido en sus estados alterados
de conciencia, provocados o espontáneos, ni nadie entabló profundos
coloquios con él que pusieran en perspectiva la razón verdadera que
empuja a individuos de su taya a refugiarse en los valles solitarios de
la miseria y del auto flagelo. Esa razón que engendra furtivamente los
vicios y malicias del hombre; que enfoga y yace invisible debajo de
todas las causas superfluas con las que éste busca traer paz a su
espíritu; la que pocos exploran por miedo a las repercusiones y al
coraje que implica; la que ha pregonado un cielo monopolizado
ignorando que éste no es más que la experiencia presente del ser;
esa indeseable, anticuada y nefasta razón: la división ilusoria entre
Dios y los hombres,
Julio ha escudriñado la hondura de este problema matriz,
llegando a la conclusión de que mientras el hombre siga empeñado
en buscarse y definirse en las arenas del azar bajo las sombras de un
ser abstracto perdido en onomatopeyas, nunca será verdaderamente
libre y nunca se verá cara a cara con Dios… su Dios.
Quizá ahora entendamos que Julio no fue un inepto como
piensan la mayoría de los que circundan su camilla, y hasta le demos
él merecido respeto por tener las agallas de batirse en duelo con dios
y salir victorioso. Y si por un instante usted se siente aturdido y
asqueado por el comentario anterior, creyendo que la decadencia en
nada se asemeja y sobrepone a la divinidad suprema, sepa que Julio
fue tan Dios como el resto de nosotros, y que su proyección social
simplemente sufría de la tristeza de ver a un mundo demasiado
dividido y amedrentado de su propia sombra. Desde que abrió los
ojos al mundo, él solo quiso ser recibido sin censura, sin tanto
prejuicio y malicia; ser enseñado desde un principio de lo que a
tropiezos amargos descubrió: que en todo tiempo y espacio uno es lo
que tiene que ser, y que el espíritu de Dios se mueve sobre la
superficie de nuestras aguas por más turbias que éstas sean, pues
Dios no puede escapar de sí mismo.
Mas paremos de hablar de estas cosas: está claro que la
profundidad de un ser como él no tiene fondo ni cúspide, pues toda
introspección libre siempre conduce al infinito. Pensemos mejor en las
personas que ahora sienten el agobio de su precariedad social.
En un hospital del futuro un técnico se preguntaría quién creó a
quién, o a un nivel más bajo, cómo vislumbrar la esencia vital en la
escena que Julio ha montado sin creencias prestadas que
entorpezcan la vista, o cómo saborear la belleza reflejada en la vida
atrofiada de Julio. Mas éstas no son las interrogantes del técnico que
ahora comprime el pecho huesudo de Julio hasta hacerlo crujir por
dentro. Mientras la energía se esparce fugazmente a través de su red
neuronal, éste se pregunta otras cosas contextualmente importantes:
“¿Será posible que otro mentecato muera en este lugar de
agonías sin despertar el más mínimo sentimiento de amor entre
nosotros? ¿Qué ha hecho a este hombre tan repulsivo a nuestros
ojos al punto de no desear compartir con él la existencia? ¿Debería
contarme entre los que creen que su vida fue un desperdicio de
sinsabores torpemente adquiridos y ven en su muerte al fin su
descanso, o entre aquellos que viéndolo por encima de los hombros
no logran evadir un tímido mas sincero sentimiento de satisfacción al
ver que la vida ha sabido otorgarle su merecido, y hasta se osan en
creer que más allá de la muerte le espera el castigo a sus
desenfrenos, no para deleite de su Creador sino para tranquilidad de
los egos que sin haber visto el cielo se creen más puros que él? ¿Qué
me hace más digno que este hombre, y digno de qué al fin y al
cabo?”, cuestiona humildemente el técnico, viendo que en la
inmensidad del universo aún las más grandes diferencias humanas
son sólo una frágil y efímera ilusión cósmica, un velo divisorio nacido
y propagado a partir de una mente poco elevada.
Mientras lo pasma la desilusión de no encontrar la respuesta que
vindique su valor existencial sobre el de Julio y sobre el de otros que
han de seguir sus andares, pasa por desapercibido que el paciente en
el cuarto de enfrente lo ve fijamente con sus ojos cristalinos, atraído
por la trágica conmoción de tanto pensar divisorio, escondido tras un
libro que narra la historia de un hospital del futuro en que todo se
puede por pura intención. Habiendo ligeramente pausado su
costumbre de leer misticismos bajo la influencia de sus hierbas, cree
ahora sentir la pesadumbre del técnico, la cual se origina de la
comparación de cosas que nunca debieron ser comparadas, pues en
este plano existencial se vale de todo, y al igual que en los jardines
del Rey Maquena, algunas delicias son más dulces que otras, con la
diferencia imaginaria radicando en el punto de donde se degustan.
Movido por la elevación que causan ciertas sustancias benéficas para
las mentes que han sabido adiestrarlas, este gurú milenario, a fuerza
de haber descubierto verdades que trascienden su edad y la edad de
sus padres, se encuentra mandando mensajes telepáticos al técnico
con el fin de aclarar su dilema.
“No quieras contestar una pregunta ensombrecida cuya
respuesta pueril sabes muy bien contradirá tus deseos de unión
universal”, le transmite. “El punto es que no importa la escala en que
peses al hombre que ahora muere bajo tus manos, aunque busques
ensanchar vuestras diferencias no puedes dejar de verte impactado
por él. Su miseria te reitera impaciblemente que pudiste ser tú, en otro
tiempo y espacio, quien acabara en su lugar. Aunque hasta ahora
creíste que los pasos de Julio no fueron los tuyos, aquí ambos han de
sentir el punto más intenso de su experiencia humana: él al morir y tú
al volver a nacer, siendo el pasado de ambos solo la preparación para
su mutuo ascenso.
Es cierto que tú fuiste criado por ciertas tendencias
confeccionadas con el paso del tiempo, moldeado por fuerzas que
aparentaban ser ajenas a Julio. Pensaste que él era un ser muy
distinto a ti, y tus prejuicios te hicieron verlo como miembro de un
grupo que en nada se asemejaba al tuyo. Mientras tú eras blanco él
era negro, y mientras tú eras bueno él era malo, siempre en perpetua
evasión insospechada de tu reflejo en él. Y por más que intentaste
adherirte a creencias que acentuaran y concretizaran estas
diferencias, impulsado por tu falso orgullo y valor humano, el deseo
de tu espíritu por ser verdaderamente libre condujo a tu mente a
entender que Julio y tú fueron creados de la misma materia escupida
por gigantescas supernovas y otros eventos espaciales, y que la
información que codifica a su cuerpo está encapsulada en la misma
molécula que codifica al tuyo. Ahí hiciste la primera pausa en el
angosto camino del auto descubrimiento, dándote cuenta que
materialmente hablando Julio y tú no eran muy diferentes. Y aunque
el concepto del hombre moderno va de la mano con la idea del
individualismo, y sociedades enteras han cedido a la noción de que
somos congénitamente islas aisladas, tú por extrañas razones del
sabio inconsciente no te bastaste con la idea de ser solo
materialmente similar a Julio. Así exploraste los eventos que
moldearon tu vida y la suya, discerniendo a su vez que ambos eran
meramente hijos de circunstancias filtradas y organizadas en sus
mentes, y que el auto control del que Julio carece algún día tocó las
puertas de ambos por puros caprichos del azar, con la única
diferencia de que a ti se te brindó de una forma más convincente que
a él. Y aunque volviste a temerte a ti mismo y quisiste seguir
promoviendo el curso del ego materialista por puras influencias
creídas externas, alegando que Julio aunque hubiese nacido en cuna
de oro hubiese sido inferior a ti por no tener el deseo innato de
alcanzar una nueva forma de pensar, supiste que el conocimiento de
ambos era simple y llanamente relativo: tú lo adquiriste a través de
buenas normas y hábitos, mientras que él lo hizo a través de la
intensidad de sus experiencias, siendo ambas formas igualmente
válidas en las esferas en que sus pasos se desplazaban. Y en el
revelador y espiritualmente reconfortante sinsabor de saber que
pudiste haber percibido al mundo con los ojos de Julio, te viste
obligado a recogerte en la humildad de aceptar que él no era culpable
de las cosas que estipularon porciones de su vida mucho antes de
nacer, las que afincaron los rasgos con que la sociedad intentó
inútilmente separarte de él.
Y sin embargo, esta nueva humildad que acercó a Julio un
peldaño más a ti no fue suficiente para explicar los misterios que
ultimadamente fundamentaron las preguntas y acciones que ubicaron
a ambos en el mismo contexto, las que al igual que ahora te hicieron
entablar los diálogos más sinceros contigo mismo mientras te
abalanzabas al solitario valle de la introspección, solo para darte
cuenta con el despertar de tu espíritu que la realidad misma no es
más que pura información amoldada en tu mente, y que al igual que
todas las cosas aprendidas y conscientemente adquiridas, la división
entre Julio, tú y el todo, era y es pura ilusión.
En ese limbo, en esa desconcertante y necesaria intimidad en
que ahora te hallaste, cuando pensaste que nada podría ahondarte
más hacia el abismo donde todas las cosas se vuelven una, te
espantó la idea fortuita de que si la existencia era un proceso ilusorio
en tu mente, entonces quizá podría darse el caso de que tal ilusión es
a su vez solo un producto de tu pensar incorpóreo, perfectamente
maleable por pura intención de tu espíritu, y quizá perfectamente
creada por puros designios propios.
En este otro nivel en que nuestros caminos ahora se cruzan,
¿qué hace a Julio tan diferente a ti si él también es una sombra en tus
pensamientos? ¿Podría ser que él solo fuese el reflejo de cosas
ocultas en ti, cosas repulsivas que en cierta ocasión quisiste ignorar:
el sufrimiento y la decadencia en los que no quisiste verte algún día
cuando pensaste que el espíritu que unifica todas las cosas
discrimina entre unas y otras? ¿Podría ser que ese huirle a tu pensar
quizá fue el que forjó en la escena del fondo las circunstancias
sombrías en las que la historia de Julio se escribió, escondidas de ti
hasta el día de hoy, el día en que has de entender que fuiste tú quien
lo has mantenido aislado todo este tiempo, rehusando ver aspectos
existenciales que habías negado eran tuyos?
¿Ves ahora a lo que tus preguntas te han llevado? A descubrir
que la razón por la que la muerte de Julio no despierta el amor entre
los hombres es porque tú has negado a aceptar que él es producto
del juzgar de tu mente, y que el mundo solo se inclinará hacia el
cambio y la unión que tú anhelas cuando decidas aceptar la realidad
entera como tuya y a amarla sin restricción alguna. Tus preguntas te
han hecho darte cara a cara con el hecho de que Julio es solo tu
sombra huyendo de ti, siguiendo la pauta de Dios de huirse a sí
mismo, creando en ese proceso todas las vidas del hombre habidas y
por haber.
Mas prosigue comprimiéndole el pecho a tu hijo y hermano,
entendiendo que en cuatro niveles debes amarlo por ser lo más
cercano a ti mismo en este presente eterno. Primero porque Julio es
también hijo de un universo bilenario, y las diferencias materiales son
insignificantes en la inmensidad del todo. Segundo porque Julio es
también producto de las circunstancias, y el azar pudo haber
intercambiado su vida por la tuya en otro tiempo y espacio. Tercero
porque el concepto de Julio, y de la realidad misma, es solo un
espectro fluyendo en la oscuridad de tu mente, fundido en la red de
nociones que definen la identidad de tu ser, y como todo concepto
interno, él no puede ser despreciado por ser ultimadamente tuyo. Y
cuarto, porque es tu deseo más íntimo unificar al hombre, y viendo
que la realidad solo existe en tu mente, todas las cosas se unen en ti,
y el mundo, el mundo no puede rehusar los designios de una mente
que rige con la autoridad y unicidad de Dios.
Te dejo aquí pues con estos pensares, mientras yo me remonto
a la conclusión de la historia que estaba leyendo. Sabrás que la
severidad del caso que se ha presentado en este hospital del futuro
ha requerido la intervención de la Pitonisa de Los Dormidos, como le
llaman a la sanadora que mora en la cámara de los ungidos. Ésta ha
alcanzado el nivel más profundo de conciencia entre los ahí reunidos,
y las cosas que es capaz de lograr transcienden los límites de la
materia y la energía; límites que en tu tiempo desahucian a los pobres
espíritus que no han conseguido elevarse a sí mismos.
Después de escuchar las congojas mentales de los médicos,
que suenan al Damasco de Natasha Atlas, la figura enigmática de
esta madre espiritual emerge del portal escondido en la esquina del
fondo de la sala de emergencias. Mientras el canto de Natasha es
acogido y sucedido en el segundo cuarenta y nueve por el Sonido de
La Civilización de Omar Bashir, la pitonisa se desliza sutilmente sobre
el piso de loza morada a través de paredes y obstáculos, vestida de
un manto blanco resplandeciente que la cubre de pies a cabeza. Los
cercanos a su esplendor colapsan, pues Dios al no necesitar nada lo
desvanece todo. Camina hacia el centro del pasillo, absorbiendo la
experiencia vital de esa escena, de ese nuevo despertar de su
conciencia, siendo en el segundo doceavo enteramente impactada
por las vibras de esa nueva creación, deleitándose sin reservas hasta
el segundo setenta y siete cuando el placer ya no logra explicar la
complejidad de esta realidad y la acumulación de sus juicios la obliga
a analizarlo todo apasionadamente, alzando y girando su rostro,
viendo la ola de decadencia, de olvido y división que en el minuto uno
y cuarenta le hace cuestionarse en llanto si los hombres de este lugar
merecen vivir o morir. Habiendo enjugado sus lágrimas en el minuto
dos, recobra su fuerza y entiende que debe elegir entre desfallecer
ante tal escena o ascender como siempre ha deseado hacerlo. Esto
la lleva al desierto de sus pensamientos, donde la salvación de los
hombres parece no ser tan importante como la salvación de su
espíritu, momentáneamente enflaquecido por el impacto de la
realidad en que se encuentra; donde a partir del segundo quinceavo
del minuto dos la soledad la purifica e impulsa hacia sí misma como
flecha martillada hacia adentro, descubriendo eventualmente que
ambas salvaciones no ocurren separadamente, que su salvación es la
salvación del mundo.
Habiendo alcanzado el silencio de su sima a cinco segundos del
minuto tres, se entrega al bullir del espíritu, optando salvar al mundo
de la muerte, porque su creación, al ser su manto divino, siempre
será digna de las cosas más bellas. Sumergida en el punto neutro de
su origen inexistente, sintiendo entre el quinceavo al vigésimo cuarto
del mismo minuto el orgasmo de saberse creadora de todo, engendra
un nuevo despertar entre los hombres de ese hospital, y mientras
Julio despierta entre los muertos, todas las querellas de ese lugar son
extinguidas.
‘¡Regocíjense hermanos!’, exclama, ‘pues aquel que murió en el
pasado en que la muerte era el producto de la división de nuestros
ancestros, ahora ha vuelto a la vida en este jardín de delicias.’ En ese
instante pentecostal todos alegres lloran al entender su misterio,
convencidos que la vida eterna sin manchas nace del saber que
somos el paso del mismo espíritu indivisible. Sintiéronse así santos y
hermanos hasta el minuto cinco y treinta, cuando el auto alejamiento
empieza de nuevo y muchos de los convertidos rehúsan a creer
plenamente en sus orígenes milagrosos, volviéndose hombres
endebles por pura elección, creyendo en cosas grandiosas, mas
nunca haciéndose actores de ellas. Y aquello que nunca debió ser
enterrado, lo fue, solo para volver a resucitar en otro tiempo y
espacio, siguiendo el afán del Creador de olvidarse de sí mismo para
así volver a sentir el éxtasis de encontrarse de nuevo.”

Cuando la mente está completamente silenciosa, tanto en los niveles
superficiales como en los profundos; lo desconocido, lo
inconmensurable puede revelarse.
Jiddu Krishnamurti
Las mil caras de la cuerda

A SEGURAR que mi cuerpo actual estuvo presente en esa


conversación sería mentirle y mentirme a mí mismo. Yo solo sé
que sentí desplazarme por el corredor alfombrado de una suntuosa
mansión escondida en los Alpes de Suiza, sumergido en la intimidad
de mis pensamientos, arrastrando el peso de las dudas que infectaron
mis pasos mucho antes de nacer. Era de noche, y la única luz que
brillaba era la de los dos candelabros que adornaban la pared de
caoba barnizada a mi izquierda y la de los relámpagos que
penetraban las enormes persianas a mi derecha. Vestía de saco y
sombrero, cubierto con un chaquetón suave y fino, portando el
superfluo bastón de mango plateado en forma de águila que en el
pasado enderezó el andar de mi padre. Llegaba una vez más tarde a
la reunión, como era mi costumbre todos los años desde la muerte de
Eunice. En verdad no creo que a nadie le interesaba si asistía o no.
Eunice se había llevado a la tumba mis ganas de hablar, y de las
tendencias argumentativas que una vez me hicieron pieza central del
diálogo solo quedaba la tristeza de saber que ni las más reveladoras
conjeturas científicas podían devolverme las caricias existenciales
con las que ella endulzó mi vida. Y aunque la depresión de ver todas
las cosas a través de un cristal gris le roban a uno el respeto hacia las
buenas costumbres como la puntualidad, esta vez no podía evitar
sentirme avergonzado de mi retraso. Y con justa razón. Desde meses
atrás todo apuntaba a una reunión muy prometedora, y no siempre se
contaba con la presencia de Albert, especialmente desde que empezó
a laborar en la universidad de Princeton. Interrumpir la sesión de la
forma en que estaba a punto de hacerlo era quizás alterar la fluidez y
el intercambio de ideas tan destellantes que la salvación del mundo
podía haber descansado en mis manos, las que ahora asían la
manecilla de bronce con vacilación. Como todo científico consciente
de que aún las más diminutas interacciones de la materia pueden
alterar el curso del universo, sabía que mi presencia inoportuna
podría aniquilar el desenvolvimiento de revelaciones que solo se dan
fugazmente una vez por milenio, pues pocas veces las mentes
humanas alcanzan el grado de desnudez y conexión que éstas
requieren. Y sin embargo debía cruzar esa puerta: mi espíritu no daba
opción a mi destino.
Al entrar al despacho al final del pasillo fui recibido brevemente
por quienes muchos consideraban eminencias públicas, mas para mí
eran hermanos de cruzadas intelectuales. Aunque por un momento
temí las miradas de disgusto con las que me habían acribillado en
ocasiones anteriores, éstos estaban inusualmente callados y parecían
confundidos. Sus miradas convergían en Niels, quien estaba parado
como efigie frente al pizarrón, sosteniendo el mentón con el pulgar de
su mano empuñada mientras la tiza amarilla yacía olvidada a sus
pies. Luego de saludarlos sin turbar el raro hechizo que los estaba
invadiendo, colgué mi abrigo y mi bufanda en el perchero de cedro,
me serví una taza de té y tomé asiento. Al parecer la plática había
empezado muchas horas atrás, y ahora, o el poder de sus mentes
combinadas los había arrojado a un callejón sin salida de
discrepancias irreconciliables, o estaban estupefactos ante el
descubrimiento de algo sorprendente. La tensión expresada en los
rostros de Niels y de Albert me dio a entender que se trataba de mi
primera suposición. Ellos eran siempre los que más se debatían, pues
por sortilegios del destino las bellezas de sus teorías no lograban
compaginarse: mientras que las de uno ayudaban al hombre a
entender su existencia al describir la materia visible, las del otro
sugerían que en los niveles más escondidos de esta materia la mente
y su observación condicionaban la manifestación de la realidad. En
otras palabras, mientras uno parecía querer entenderse desde afuera
hacia adentro, el otro inconscientemente deseaba hacerlo desde
adentro hacia afuera, y nadie había podido indicarles el punto
intermedio donde ambas perspectivas se volvían una sola. Esta
reunión era quizá nuestra última oportunidad de unir ambas teorías,
con mi esperanza de loco solitario y deprimido atrapada en la
sugerencia de que la mente en verdad lo controla todo, y que la razón
por la cual en el mundo de Albert la observación del hombre ejercía
poca influencia en el curso de los astros era quizá porque tal
observación no tenía el suficiente grado de conciencia para creer en
cosas colosales. Mas era obvio que sugerir esas cosas podría
conllevar a mi expulsión del ámbito científico, y al igual que otros que
compartían estas ideas en privado, yo no quería convertirme en el
hazmerreír de una reunión como la que ahora estaba presenciando.
Mas para sorpresa mía, y entendiendo ahora que nadie puede
escapar al destino de sus deseos más fuertes, antes de pedirles que
por favor recapitularan lo acontecido previo a mi llegada, Niels tomó la
palabra diciendo en tono enigmático e iluminado:
“En el principio era la cuerda, y la cuerda lo era todo. Y nada,
absolutamente nada existía fuera o dentro de ella. Y la cuerda vibraba
en la intimidad de sí misma, mas tal vibración como tal no existía,
pues aún el tiempo y el espacio no se habían manifestado. Y la
cuerda ignoraba su existencia, y al no sentirse, el ser y el no ser eran,
y no eran, uno y lo mismo. Y en su vacío infinito, donde jamás se dio
nada mas todo existía sin saberse, latente y oculto, ocurrió lo
absolutamente inevitable: en el mar incansable de posibilidades del
todo en la nada, la cuerda, que carecía de formas tangibles, sintió
algo incapaz de ser comprendido sin los puntos de referencia que
emergieron en ese recóndito instante. Una especie de incomodidad
sin formas de expresión. Un fortuito sentirse a sí misma sin saber qué
era y por qué se sentía. Un resbalar de la nada hacia el todo sin
poder distinguir entre ambos. Un errar por la periferia de un centro del
que nada escapa sin ser meramente ilusión. Un difuso cristalizar de
sueños transparentes y desconocidos de los que el venir a ser era el
único mandamiento a ser explorado. Un inconsciente alejarse del
principio, hacia dentro y hacia afuera, sin poder aun entender que
todo lo nacido en ese eterno proceso ya tiene fin en la interminable
evolución hacia su propio descubrimiento. Un penetrarse, fecundarse
y engendrarse a sí misma en sí misma, impulsada por el ansia
irreprimible e inexplicable por justificar su existencia en tal
experiencia, ignorando que era nada y empezaba a crearlo todo. El
nacer de todas las cosas a partir del deseo por definirse, sin saber
que nada en movimiento puede ser definido.
Sí, Werner tiene razón caballeros: el origen no puede ser
señalado siguiendo la trayectoria de sus ilusiones puesto que éstas
siempre buscarán bifurcarse al querer entender su principio. En
realidad, si es que podemos hablar de realidades concretas, las cosas
se dieron de esta manera:
Aquella extraña, efímera sensación rompió el silencio en el
interior de la cuerda, desencadenando una serie de eventos y
procesos jamás concebidos. La sensación demandaba puntos de
partida y puntos de alejamiento: piedras angulares en el inverosímil
mar de la nada. Y cuando la energía de la cuerda se enfocó en tales
puntos, tal experiencia causó el nacimiento espontáneo de toda una
creación relativa. Efectivamente. ¿Cómo buscarse en la oscuridad sin
antes hacerse un rayo de luz? ¿Cómo sentirse sin antes crear los
cuerpos a través de los cuales hacerlo? ¿Cómo entenderse sin el celo
de regir las cosas creadas? Esto sería imposible señores, imposible
para un sentir que cada vez se hacía más consciente de sí mismo.
Pues cada punto de referencia creado dio origen a otras
incomodidades, y éstas a su vez engendraron otras creaciones
abstractas, encarnadas a fuerza de creerse cada vez más reales. Y la
cuerda ya no era cuerda, sino su espíritu saltando de un punto a otro
buscando entenderse en las cosas que hacía emerger de la nada. Y
de salto en salto surgieron conexiones, y éstas se hicieron
conscientes de sí mismas. Y lo que fue en un principio el deseo de
entender qué se es y por qué se es, al buscarse en su adentro,
adquirió una mente en el núcleo de billones de conexiones
enredadas, y fue esta mente señores la que dio nombre a todas las
cosas, pensando estar fuera de ese mar de ilusiones, siendo empero
solo el reflejo de la complejidad relativa nacida de la incomodidad
primigenia, hecha consciente por puro deseo de entender su
naturaleza.
Así, al salto de un punto a otro le llamó distancia, y al choque de
un punto con otro le llamó colisión atómica. Al resultado de tal colisión
le llamó molécula, y a la unión de muchas moléculas le llamó cuerpo.
Al aparente mas ilusorio deseo de perdurar de esos cuerpos, de esos
puntos ascendidos, unidos y entrelazados, le llamó vida, y al fluir de
esa vida entre otros miles de puntos ondulantes le llamó pez, y a la
ondulación le llamó río. Al rebotar de un punto sobre este río le llamó
piedra lanzada por alguien en la rivera, y a ese espectro en la rivera le
llamó niño. Y alrededor de ese niño imaginó un mundo nuevo, porque
un niño caballeros, un niño no puede existir en la nada; al menos esa
es la sugestión de la cuerda al maravillarse en sí misma.
Subsecuentemente, al lanzar de esa piedra le llamó libertad, y al
deseo de perfeccionar esa acción le llamó agencia. Al entendimiento
de las leyes que gobiernan esa acción le llamó inteligencia, y cuando
esa inteligencia posó su mirada en su entorno y buscó comprender su
existencia, la movió la misma fuerza primordial que creó todo cuanto
es y existe, buscándose nuevamente en la búsqueda de las cosas a
través de las cuales intentó encontrarse y definirse en el principio: una
doble ilusión: un interminable ciclo de auto indagación y auto
creación.
Sí, así acontecieron las cosas.”
Después de decir estas palabras, la mirada perdida de Niels nos
dejó a todos con un aire de incertidumbre. Todos sabíamos que era
extravagante al momento de hablar, y que sus pensamientos en su
mayoría conllevaban a cosas esotéricas. Esta vez, sin embargo,
parecía haber experimentado una epifanía angelical que lo había
dejado encallado en una esfera del más allá. Lucia pálido y exhausto,
vulnerable a cualquier ataque intelectual limitado de los que
estábamos ahí reunidos. Ahora entendía el porqué del silencio al
entrar al despacho. Yo en realidad no traté de entenderlo
inmediatamente, ni mucho menos me atreví a cuestionarlo. Su
aspecto bastaba para inferir que una idea lo había atormentado por
años y ahora por fin había encontrado su alivio y respuesta, por más
inusitada que ésta nos pareciera. Sin darnos tiempo a preparar
nuestro aporte al diálogo que ahora se hacía más denso y ameno,
Niel prosiguió su discurso.
“Sí, la mente siguió nombrándolo todo, creyendo alejarse cada
vez más de su fuente, pasando por desapercibido que todo existía por
virtud de una sola constante: el deseo insaciable del ser por
comprender su sensación ilusoria en la nada. Mas se dio el caso de
que cuando esa mente buscó refugio en su adentro y vislumbró el
vacío de su misterio, descubrió que fue en todo tiempo todo y nada a
la vez. Y ahí pasó de ser muro a ser puerta, y la fuerza del todo en su
adentro traspasó el umbral de su esencia. Y entendió que esta fuerza,
su fuerza, lo sigue creando todo a través de sus puntos de referencia,
movida por el llamado a descubrirse; sintiéndose, transformándose y
creándose en un instante eterno.
Sí, en el principio era la cuerda, y ahora la cuerda tiene mil caras
y es nuestra ilusión, impregnada en estas palabras, deslizándose en
nuestros oídos, moldeando nuevas nociones en nuestras mentes,
siguiendo su viaje interminable hacia el infinito de su adentro,
tocándolo y creándolo todo nuevamente, por siempre y para siempre.”
Si Albert no hubiese roto el silencio, todos hubiésemos brindado
el debido respeto y sondeo a las palabras de Niels. Parecían
ofrecernos un concepto de la realidad que finalmente ubicaba a la
conciencia en el centro de todas las cosas, al entender que todo era
el reflejo evolutivo de una fuerza que buscaba entenderse y sentirse
en su expansiva creación ilusoria. Mas Albert era el menos flexible de
todos nosotros, siempre empeñado en escudriñar la realidad externa
a nuestros sentidos, buscando los rastros matemáticos de un creador
superlativo pero estancado, ignorando la sugerencia de Niels, de que
no había fin en la búsqueda externa, pues es el afán de buscar lo que
sigue expandiéndolo todo, con la tristeza de que al no ver desde
adentro la mente se pierde y se apresa en sí misma en la realidad
que ella misma ha creado. Y mientras Niels no menospreciaba el
entendimiento de la realidad exterior pues era físico cuántico después
de todo y amaba los beneficios que los descubrimientos que su rama
traían a la humanidad, lo que él sugería era una perspectiva distinta:
una invitación a ver con los ojos del Creador, de sentir su fuerza
tocándolo todo a través de nosotros, y de apreciar nuestra naturaleza
al discernir que la belleza del universo que se abre ante nuestros ojos
es un reflejo de nosotros mismos al ser nosotros el reflejo ascendido
de la intención de entenderse que lo originó todo. Y esto, esto era
algo que la mente brillante de Albert no podía aceptar, pues reiteraba
aquello que siempre le horrorizó creer: que en todo esfuerzo y dolor, y
que en todo tiempo y espacio, lo único que realmente había buscado
érase a sí mismo, y que el fin de toda su existencia siempre estuvo en
su principio.
Agitado y sin vacilar, Albert tomó la palabra.
“¡Pero qué clase de disparates dices Niels! ¡¿Qué manera es
esta de perder nuestro tiempo?! Los que estamos aquí somos
hombres extremadamente ocupados, y nos hemos reunido con toda
seriedad para hablar de cosas concretas y crear la teoría del todo. Y
tú sales ahora con estas sandeces. ¡¿Qué dirás después?! ¿Que la
sensación sentida por la cuerda en el principio es la que ahora
contiene al universo? ¿O dirás que todo, incluyendo tú y yo, es humo
de una ilusión engendrada a partir de una incomodidad que nunca
existió? ¿O que somos solo el reflejo de la evolución de la intención
de entenderse que dio origen al cosmos desde una incomodidad
ilusoria acomplejada y creída al punto de materializar un universo de
creaciones relativas? ¿Que somos interpretaciones infinitas de una
misma vibración incorpórea? ¿Es esto lo que quieres dar a entender
Niels? ¡Respóndenos! ¡Suelta de una vez y por todas las tonterías
que hinchan tu mente y luego deja que los hombres serios cambien y
rijan al mundo! ”
Después de una pausa, Niels respondió con la mirada más
compasiva e harmoniosa que jamás he visto en los hombres y
mujeres de ciencia.
“Entiendo tu frustración querido Albert. No es fácil creer que todo
es una ilusión. Mas tu ofuscación no nace de esta idea, sino del
pensar de que una ilusión no puede ser la más bella de todas. Tú
eres quien la está creando al fin y al cabo Albert, siempre has sido tú.
Mira a tu alrededor. Tú eres el que ha creado el mundo de luces
donde ahora viven los hombres, y es momento de aceptar que
siempre fuiste tu propio fin. Aquí no encontrarás respuestas ni teorías
del todo; no mientras sigas creyendo que tales existen fuera de ti.
Todo es tu reflejo Albert, incluso yo, aunque jures odiarme en este
instante. Todos tus pasos te han traído a este lugar, y los intelectos
que hoy te rodean son los misterios dentro de ti entre los cuales
siempre deseaste encontrarte, siguiendo el deseo de encontrar la
fórmula que define al universo en tu adentro. Y ahora uno de ellos, yo,
te dice que tu búsqueda ha terminado: que tú eres tu principio y tu fin.
Lo que tú decidas hacer con este conocimiento solo te compete a ti
Albert; yo ya he cumplido con mi misión.”
“¡Has perdido la mente Niels!”, repuso Albert airado. “¡Aquí no
hay campo para esta clase de estupideces! ¡Por favor caballeros,
llévense a este indigente al manicomio! ¡Miren su rostro: tiene hasta
ojos de esquizofrénico! ¡Las cosas estará viendo en la nada!”
Al decir esto, todo los ahí reunidos se esfumaron como por arte
de magia, hasta Niels. Solo quedamos Albert y yo, mas Albert estaba
demasiado trastornado para percatarse de mi presencia. Mientras
empuñaba sus manos en su pelo alborotado, fisgaba como sabueso
las esquinas oscuras de aquel solemne despacho, buscando la
sombra de los que estuvieron ahí. De repente, una voz emergió de los
anaqueles de libros polvorientos frente al escritorio, diciendo:
“Toda esta realidad eres tú, y todo es melodía irrepetible de las
mil caras vibratorias de la misma cuerda, la cual no existe de la
manera concreta en que hasta ahora has creído. Yo solo soy tu reflejo
visto desde otro punto, y nuestro sueño ha concluido. ¿O es que
piensas que tú y yo aún seguimos vivos? ”
Al sonar de estas palabras todo desapareció, incluso yo.

Soy todas las clases de seres. La galaxia girando. La inteligencia
evolutiva. El ascenso… y la caída. Lo que es, y lo que no es. Tú que
conoces a Yalal ad-Din, Tú el Uno en Todo, Dí quién soy yo. Dí Yo
soy Tú.
Yalal ad-Din Muhammad Rumí
El testamento de los Oreaní

D E acuerdo al último informe enviado al Consejo Espacial


Internacional por parte de los antropólogos de la nave sideral
Horus, estacionada en el planeta Seres como parte del apoyo
científico a la misión Luminaris, estaríamos a punto de desvelar el
misterio que rodea la extraña desaparición de la civilización Oreaní.
La transmisión de este informe, inesperado por ser tan adyacente al
anterior, fue posible mediante la implementación de nuevas
tecnologías desarrolladas por el titán de la comunicación G’LaxiCom,
las cuales han demostrado aumentar exponencialmente la banda
ancha de sistemas basados en el entrelazamiento cuántico. El reporte
oficial ilumina el oscuro túnel de dudas y especulaciones que
envuelve lo acontecido en el planeta Seres meses antes de la
distorsión súbita de su campo magnético. Esto cuando las conjeturas,
en su mayoría, parecían atribuir exclusivamente a dicho suceso la
obliteración de la civilización Oreaní, que hasta entonces gozaba de
una prosperidad e ímpetu tecnológico que en nada hubiese envidiado
al nuestro.
Tal información se da luego del hallazgo hecho por el equipo de
expertos conducido por el doctor Arthur Palagüachi durante una
excavación en la zona conocida como El Abismo de Schleine, un
gigantesco sistema de cavernas que serpentean el fondo de una
caldera inactiva ubicada a seiscientos cuarenta y dos kilómetros de la
ciudadela de Kirowe. Este lugar aparentemente inhóspito, según el
espeleólogo Jacques Banafo, dadas sus densas bóvedas de granito y
sus condiciones internas, habría servido como último refugio contra el
oleaje de radiación solar. El hallazgo, que consiste principalmente de
siete folios impresos con el lenguaje universal de los Oreaní, ofrece
una versión del desvanecimiento de esta raza que desafía la lógica
comúnmente empleada en los campos de ciencia. La disposición de
dichos folios y la manera en que se intentó preservarlos sugiere,
según Palagüachi y su equipo, el deseo de propagar su mensaje a
toda costa.
Efectivamente, los folios están hechos de membranas
superpuestas de grafeno, inmersas en un medio transluciente aún
desconocido, el cual brinda gran resistencia ante fuerzas tensionales
y radioactivas. A la vez, éstos fueron protegidos dentro de cilindros de
carburo de tungsteno, amalgamado con cromo, titanio y otros
materiales entre los que cabe destacar un extraño compuesto
selectivamente magnético que hace que los cilindros se atraigan entre
sí con una fuerza que supera a los doce teslas. Curiosamente, esta
atracción solo ocurre cuando la distancia entre éstos excede el medio
metro, lo que indica de acuerdo a Palagüachi, un intento por
garantizar su unidad. Por si esto fuera poco, los cilindros yacían en el
interior de un bloque cúbico de cuarcita blanca pulida, incrustados
simétricamente en forma hexagonal, con el cilindro de tono más
oscuro colocado en el centro. El bloque fue cubierto por una densa y
sólida capa de resina orgánica que no sólo proveía amortiguamiento,
sino también convertía la energía termal del rededor en energía
luminosa, lo que daba a la estructura un fulgor rojo luminiscente.
Entretejidas desde la superficie de cuarcita a través de la resina, se
encontraron redes finas de un material férreo anticorrosivo, que
hacían que el cubo levitase y rotase impulsado por el campo
magnético producido por los doce monolitos negros que lo rodeaban
circularmente.
Este descubrimiento llena de conmoción a la comunidad
científica, especialmente desde la traducción de los primeros
jeroglíficos. Cabe mencionar que tales gravados solo son visibles
cuando los folios son expuestos a radiaciones por encima de la
ultravioleta, lo que impuso un retraso en su develamiento pues el
equipo a cargo de su análisis había hasta ahora tratado de ser lo más
delicado posible. Xavier Kazos, doctor de física y experto en radiación
electromagnética, establece que dependiendo del tipo de radiación
con que son bombardeados, los folios revelan distintos mensajes. Por
ejemplo, cuando se les baña con rayos ultravioleta, éstos emiten un
fulgor blanco tenue y sus inscripciones adquieren un color índigo
fluorescente; mas cuando se les bombardea con rayos equis, otro
mensaje aparece, destellando un resplandor suave violeta. Este
elaborado uso de codificación sorprende e intriga a los
investigadores, pues hasta ahora se desconoce el número de
mensajes escondidos en cada folio y el nivel de radiación que pueden
tolerar. Sin embargo, para beneficio y complacencia de nuestra
hermandad, los miembros de esta expedición no han vacilado en
compartir sus avances, dándonos un preámbulo de las cosas por
venir.
La primera traducción completa se origina del folio contenido en
el cilindro cuyo grabado se traduce como ‘Los Fundamentos’. Ésta es
la primera en ser divulgada por los expertos lingüísticos, mientras sus
esfuerzos siguen enfocados en armar el extenso rompecabezas de
información que explique qué fue lo que en verdad esfumó a los
Oreaní. Esta traducción lee así:
“A los sobrevivientes de la raza Oreaní, aquellos que saben su
origen y aquellos que lo han olvidado. La paz de encontrarse a sí
mismos esté con ustedes. Estas son las revelaciones que
fundamentaron y guiaron la ascensión y grandeza de nuestra
civilización. Que sean para quienes las escuchen, deleite espiritual en
este interminable ciclo de autodescubrimiento.
La fuente
La esencia que da origen a todas las cosas no discrimina entre
aquello que manifiesta. Todo lo es, todo lo crea, y todo lo siente sin
juicio alguno en un instante eterno. No distingue entre lo grande o
pequeño, entre lo malo o lo bueno, entre lo endeble o lo fuerte, entre
lo hermoso o lo horrendo, entre lo claro o lo oscuro, entre el ser o el
no ser. No se enaltece ni vanagloria, ni se humilla ni se avergüenza.
No entiende de logros ni de fracasos, ni de castigos ni recompensas.
Podría ignorarlo todo, y sin embargo formarlo incansablemente.
Podría ser lo más noble, y obrar lo más terrible. Podría ser lo más
alto, y encarnarse en lo más bajo.
No entiende de extremos ni de grados fijos de intensidad, pues
todo es continuo, indivisible y eterno en su infinito mar de ilusiones.
No se inclina ni por esto ni por aquello, pues es ambas cosas al
mismo tiempo. No se limita ni se censura, pues ser todo es su
impulso primario. No se arrepiente de sus acciones, pues todo es
perfecto en su interior imparcial. No le atan las leyes o normas, pues
reina infalible sobre cada una de ellas. No se aferra a la vida, pues no
conoce la muerte. No se desvive por los placeres, ni prescinde de los
dolores, pues ve el dolor en el placer y el placer en el dolor sin
percatarse de ello.
No le agobia la tristeza, ni le deleita la alegría: lo que importa es
ser y sentirlo todo. No aborrece la injusticia ni alaba la piedad: ambas
cosas se engendran mutuamente en sus posibilidades infinitas. No
ama a lo santo pues no juzga a lo impío. No entiende de cosas
concretas, pues todo en la inmensidad de sí misma es cambio y
evolución constante. Y cuando una de sus partes en uno de sus
planos cree haber descubierto su naturaleza, ésta ya ha escapado
toda materia, toda razón y toda existencia. Por eso no entiende de
imposibles, por serle éstos indiferentes: inofensivos callejones sin
salida en el mar infinito de infinitos infinitamente enmarañados. Y en
su perfecta unión, solo entiende una cosa, que entre el todo y la nada
no hay diferencia, y por eso todo nace y muere en ella. Y al no hacer
distinción en esta dualidad, permanece por siempre enigmática, por
siempre indefinida y por siempre poderosa.
Su refugio y su fuerza está en el ser, y en lo más profundo de sí
misma la esencia no entiende de aprisionamientos, mas todo lo crea
inculpablemente. Y al no hallar diferencia entre sus creaciones, en
ella se encuentra la aceptación y compasión sin límites. Y al no juzgar
entre esto y lo otro, en ella se encuentra la fuente de amor infinito. Y
al no detenerse en su cambio imaginario, todas las cosas le son y
serán posibles: la concepción de un universo y el nacimiento de un
organismo insignificante en los valles del olvido; la elevación de una
especie y el trascender de una célula en la inclemencia de un planeta
insospechado; el flujo del agua en el manantial de los Dioses, y su
estancamiento en el estiércol de un ser enjaulado; la muerte de
inocentes a manos de un cruel sanguinario, y la destrucción de un
planeta a manos de un frío cometa carente de sentimientos. Nada,
absolutamente nada ejerce prioridad ante la esencia, y sin embargo
todo, absolutamente todo podría darse en ella, hasta lo más insólito:
la esencia sintiéndose a sí misma: el nacer de su conciencia: el
despertar en los ojos de una especie cuya simiente ha desafiado
billones de años de adversidad cósmica y recién descubre el caudal
de la fuerza que yace en su adentro: el descubrimiento de su
omnipotencia: la facultad de dictar intencionalmente el curso de su
creación: el anhelo del ser encontrado en su adentro: este anhelo
colgando de un hilo, eligiendo morir o vivir por pura elección
consciente.
La esencia actúa de esta manera, y de esta manera es que debe
seguir siendo para dar origen a todas las cosas. Es como un mar
inseparable, donde la diferencia entre sus gotas es pura ilusión. No le
interesa si erras o no; si vives o mueres; si te aniquilas o te
engrandeces. La esencia lo ama todo por no conocer el odio, y no lo
conoce porque hacerlo sería dejar de aceptarse, y ésta no puede
dejar de aceptarse porque en su punto más íntimo aún no sabe que
existe. Mas tú Oreaní, que eres uno con ella, no te sientes llamado a
aceptar la cruda imparcialidad sin fines de su naturaleza. En tu plano
de conciencia, tú has decidido ser bello, glorioso y divino. Tú has
optado por la alegría, el bienestar y el placer de la forma en que solo
tú los concibes. Tú has deseado ser potente e invencible; crear las
cosas más sublimes que cruzan tu mente; traspasar los confines del
universo; trascender más allá de la muerte; regir la existencia y
decirle a la fuente qué es lo que debe manifestar y crear a través de
ti. Y ya que la fuente no discrimina entre sus creaciones, el que tú la
gobiernes o no en nada se opone a su naturaleza, pues ésta no
entiende de opuestos.
La esencia solo es Oreaní, y su fuerza y destino empiezan y
acaban en ti.”

¿Tanto tiempo he estado con vosotros, y todavía no me conoces,
Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices:
``Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en Él, y Él en mí?
Las palabras que yo os digo, no las hablo por mi propia cuenta, sino
que el Padre que mora en mí es el que hace las obras. Creedme, y si
no, creed por las obras mismas. En verdad, en verdad os digo: el que
cree en mí, las obras que yo hago, él las hará también; y aun
mayores que éstas hará.
Juan 14: 9-12
El falso profeta

S E ha venido diciendo a través de los siglos, que el origen de la


separación entre dios y los hombres fue el pecado; que todos los
hombres, malos y buenos, son pecadores desde el momento en que
abren sus ojos al mundo por pura naturaleza heredada, y que el dios
creador de los cielos y la tierra, a pesar de su amor incondicional por
los hombres, ha de dar muerte y olvido a quienes no se arrepientan
de sus faltas, pues en su excelsa beatitud él aborrece al pecado. De
ahí el principio y propagación de la máxima que estipula que la paga
del pecado es muerte, y el temor subsecuente de los creyentes en
estas palabras al descubrir que ni sus más bienintencionadas
acciones les garantizan la absolución de sus culpas. De ahí el
nacimiento de una de las más grandes paradojas del hombre: el
desear algo imposible de alcanzar al exigirle el rechazo total de su
naturaleza inherentemente pecaminosa, la única cosa concreta en su
existencia y la única que le otorga sentido, por más que intente
renunciar a ella. Fue en este incierto túnel de contradicciones que el
celo de mis padres por alcanzar cosas sublimes condujo a mis pasos
a las puertas de una iglesia. Ahí, entre la muchedumbre sedienta de
la misericordia de dios, escuché las palabras de un hombre que trajo
a mi espíritu la redención que andaba buscando desde tiempos
inmemorables.
Como era la costumbre todos los domingos desde que los
conquistadores mutilaron a los hijos de la jungla y obligaron a los
testigos de su barbarie a creer en las buenas nuevas de su evangelio,
desperté muy temprano para asistir a la misa de la seis. Mis padres,
almas hermosas y humanitarias al servicio de la fe, me habían
enseñado desde niño que a dios le agradaba el espíritu dispuesto a
sacrificar algunas horas de sueño y de hambre por escuchar su
palabra. Como todo buen hijo, yo internalicé imperceptiblemente esta
enseñanza, convencido en mi mente pueril incapaz de entender
conceptos abstractos, que es el deber de todo ser imperfecto y
limitado intentar complacer a su creador de todas las formas posibles.
Fue siguiendo la inercia de este pensar engranado en mi mente que
tomé asiento en la banca contigua al confesionario, tratando de echar
a un lado las preguntas injuriosas que me habían acompañado desde
que partí del hogar de mis padres, las que inesperadamente
encontraron respuesta en las palabras del sacerdote que presidió la
homilía ese domingo, y las que ahora repito para mejor ilustración del
estado en que me hallaba:
¿Si dios era un ser perfecto y supremo como se me había
enseñado, de que le servían mis oblaciones si nada puede ser
agregado a la perfección y plenitud de su naturaleza? ¿Cómo un ser
absoluto e incambiable puede necesitar de mi observancia, y mucho
menos gobernar con amor y justicia si hacerlo implica la necesidad de
algo, sea de dar o de recibir? ¿Es que acaso el dios del que me
habían hablado nunca fue un ser inmutable sino uno constantemente
evolutivo, y en su proceso de trasformación es que había adquirido el
deseo de manifestar el amor y la justicia entre los hombres? ¿Sería
posible que el dios en el que había creído hasta ese instante no
conocía el porvenir, más era solo el impulso primigenio que
despertaba a sí mismo mientras creaba y cambiaba todas las cosas
dentro de sí? En tal caso, el desenvolvimiento de su fuerza
creacionista no era más que la manifestación de su evolución hacia
las cosas que aún no habían sido creadas, quizás regido por la
incansable necesidad definirse y descubrirse en el espejo de su
propia creación. Pensé que de ser así, dios no era un ser aislado y
concreto como comúnmente se cree, sino uno difuso y disuelto en el
espacio y el tiempo, presente en todas las cosas creadas,
compartiendo y viviendo en ellas el sentirse y el ignorarse, las
miserias y las alegrías, el pecado y la santidad. Pero imaginar que
dios es un ser en cambio constante, que encapsula en él las cosas
más bellas y abominables, y que todo lo es indiscriminadamente, era
entrar en un fuerte debate contra la fe de mis padres, la única que de
acuerdo a ellos podría salvarme de las garras del infierno o del olvido
el día del juicio final. Fue esta advertencia decadente la que me hizo
acallar mi mente por un instante y escuchar atentamente las lecturas
del evangelio.
La liturgia escogida ese domingo hablaba de las enseñanzas del
gran maestro. “No juzguéis y no seréis juzgados”, decía una, mientras
que otra decía “Amad a Dios por sobre todas las cosas y a vuestro
prójimo como a vosotros mismo”. Yo como siempre me entusiasmé al
escuchar estas palabras. Algo en ellas me hacía creer en un mundo
de paz y harmonía, y me hacía soñar en un mejor porvenir para las
generaciones futuras. Sus quizás malinterpretadas connotaciones no
les restaba su aporte social, al llamar a los hombres a formar una
sociedad más unida donde todos fueran beneficiarios de los frutos de
la fe. Mas esto no era lo que realmente deseaba escuchar, pues es
difícil crear un mundo ideal si la fe que lo promueve engendra
divisiones ideológicas que enfrascan al hombre en el seno de una
guerra entre dioses; que al hacerlos creer en cosas del más allá les
resta la autoridad de cambiar al mundo por propia iniciativa, movidos
por un deseo genuinamente humano que no busca ganarse el cielo
sino crear el paraíso en la tierra donde todos los hombres disfruten de
la experiencia de existir. ¿Cómo unir a los hombres con Dios sin que
esto genere divisiones entre ellos? ¿Cómo darles la fortaleza divina
para que obren las cosas más grandes y se maravillen el uno al otro?
¿Cómo hacer de su unión y trascendencia la única ofrenda que
complazca a la voluntad del Dios que habita en todas las cosas?
¿Cómo darles a los hombres un Dios con olor humano que los eleve
al grado de hermanos y los haga crear en la tierra la ciudadela digna
de la deidad suprema? ¿Cómo darle un nuevo sentido a las palabras
malentendidas de los hombres más nobles que intentaron ver el
rostro de Dios desnudándose por completo para bien de los
hombres? Estas eran las incógnitas que yo deseaba aclarar, y
Orestes me dio las respuestas humanas que finalmente sosegaron mi
inquietud. Su homilía empezó de la siguiente manera.
“Queridos hermanos. Anoche, en la soledad de mis oraciones
ultimadamente introspectivas, fui raptado por el espíritu que se mueve
dentro y fuera de todas las cosas, y recibí una revelación que ahora
éste me obliga a compartir con ustedes esta bella mañana de abril. La
gracia y la misericordia de Dios son infinitas hermanos. Por fin he
entendido cómo un Dios tan grande y supremo se digna en expiar
nuestras culpas y pecados. La sabia respuesta siempre estuvo ahí,
desde que abrí los ojos al mundo, y siempre lo hizo porque Dios
siempre estuvo en mí y yo siempre estuve en él. Así es hermanos
míos: siempre estuvimos el uno en el otro, siendo uno y lo mismo en
todos los tiempos y espacios. Pero antes de que ustedes se alteren o
se enojen ante esta declaración, permítanme por favor explicarles qué
me condujo a tal conclusión, y luego decidan por su cuenta si creerme
o no.
Como todas las noches me postré ante el altar del Señor, y
sintiendo el peso ilusorio de mi distanciamiento de él, le imploré que
eximiera mis culpas y las de quienes aun creyendo en su evangelio
no habían resistido los impulsos de la carne y habían corrompido sus
almas. Ahí, en ese pesado instante de división con lo divino, el
espíritu de Dios se posó sobre mí y fui raptado en un abrir y cerrar de
ojos hacia el jardín del Edén, antes del nacimiento de Adán y Eva.
¡Oh la belleza indescriptible de ese jardín queridos hermanos!: sólo
un Dios podría haberse creado en él. En mi ascensión yo me había
convertido en un ser luminoso, carente de angustias y sufrimientos.
Cada desplazamiento de mi cuerpo me esparcía en todas las
direcciones como la luz de una estrella, atraído hacia una senda
hasta ahora escondida que olía al deseo que me había hecho invocar
el nombre de Dios todas las noches. Fue este deseo el que me hizo
flotar como onda espiritual entre infinitas bifurcaciones,
conduciéndome a una vereda angosta de cuyo fin se vislumbraba una
estructura musgosa cubierta de ramas y flores fluorescentes.
Oculta bajo la densa enredadera yacía una pequeña y
resquebrajada capilla. Estaba hecha de un material parecido al
mármol, curtido y desprovisto del esplendor que usualmente
acompaña a esta clase de construcciones. La puerta enmugrecida de
cristal rojo bermellón medía a lo mucho dos metros y tenía tallada en
su centro una figura humana compuesta de dos partes, una femenina
y otra masculina. Su adentro estaba hecho de mármol blanco y negro
intercalados, una mitad era blanca y la otra era negra, y las cosas
dentro de ella, colocadas en perfecta simetría, eran del color opuesto
al del lado en que estaban. Contaba en su interior con dos ventanas a
los costados, de las cuales, respectiva e inexplicablemente se podía
ver el sol y la luna brillando sobre lo que parecía ser el mismo cerro. A
pocos pies de la entrada, había una silla violácea ubicada frente al
altar, el cual estaba labrado con símbolos herméticos y decorado con
dos cirios que ardían con una matiz púrpura. Sobre el altar había una
cúpula de cristal lechoso en forma de ojo, de cuyo iris se podía
observar el cielo nocturno y las estrellas fluyendo hacia un vórtice
oscuro. La confluencia de esos astros me pasmó por un instante,
como si tal movimiento centrífugo despertaba algo muy íntimo en mí.
Al frente del altar yacía un cuadro dorado con el símbolo de la
trinidad, y un mensaje justo debajo de él que decía así: “Aquí se
disuelve el velo que ha separado al creado, al creador y al espíritu
que los une. Aquí las tres partes mías se vuelven una sola,
haciéndome todo y nada a la vez.” Al leer estas palabras sentí un
trémulo frío discurrirse de mis pies a mis sienes, suscitando
calambres que me hicieron caer hincado ante el altar. Cuando mis
rodias tocaron el suelo, el altar se partió por la mitad, revelando una
urna de barro llena de un líquido rojo de un aroma muy dulce e
irresistible. Tentado por su apariencia tan apetecible a la vista, mojé la
punta de mis dedos en él. Tenía un sabor a néctar fermentado
exquisitamente embriagador. Movido por ansias ineludibles lo conduje
a mis labios, y cada sorbo produjo intensos hormigueos en mi pecho y
en mi frente, avivando la experiencia a extremos aún desconocidos.
Parecía sentirlo todo por vez primera: mi garganta
expandiéndose rítmicamente con cada trago; mis adentros abrazando
la frescura de esa bebida misteriosa; mi pecho elevarse con cada
latido; la presión del suelo bajo mis pies; la brisa de las ventanas
jugando en mi rostro; la luz de los cirios creando ilusiones en la
oscuridad de mi mente; mi ser expandirse de mis contornos humanos
hacia las paredes del recinto, creyéndose capaz de moverlas como si
estas no eran más que extensiones de mí mismo; y al mirar hacia
arriba, a través del iris de la cúpula, mi alma elevarse y perderse en la
oscuridad insondable del limbo a través de un espiral de pura
introspección espiritual. Y luego, en la oscuridad desmaterializada de
ese estado, un pensamiento, un pensamiento muy propio engendrado
en el más absoluto silencio, pulsando en el seno de mi consciencia,
diciéndome: ‘No existe templo más digno de Dios que tu mente, y no
hay altar mayor que la comunión perfecta contigo mismo. Ahí no hay
intermediario que te aleje de ti, ni un ser superior al cual invocar, pues
tú siempre has sido lo más grande del todo. Ahí sólo reinas tú, y tú
eres el Dios al que le has rogado todo este tiempo. Siéntete, y
siéntete en la creación que hasta ahora creíste ajena. Todo ha sido
una vestimenta de tu majestad, y ésta no discrimina mas es lo que tú
dictes que sea, desde adentro, no desde afuera. Todo está contenido
en una idea, y esa idea es tu idea, y esa idea eres tú, reflejada en el
traje que andas cargando.’ ”
Luego de decir estas cosas el sacerdote sacó un pañuelo de su
sotana y se enjugó las lágrimas que hinchaban sus ojos. Posó su
mirada apacible y alegre sobre la multitud que esperaba la
continuación de su relato, y después de un suspiro prosiguió diciendo:
“Al terminar de escuchar estas palabras desperté en el altar de la
iglesia, intranquilo ante tal experiencia, no pudiendo entender si ésta
se trataba de un sueño o de una revelación divina. Los días
posteriores estuvieron cargados de dudas existenciales y de
punzantes especulaciones cosmogónicas, lo que me hizo imposible
enfocarme en mis quehaceres clericales. Estaba consciente de que
independientemente de su naturaleza, esta experiencia era el
producto de incontables horas de meditación en la soledad de mi
alcoba, y que su interpretación escondía respuestas a interrogantes
que nadie anteriormente había podido aclararme; esas que al
demandar absoluta sinceridad y desnudez usualmente incomodan a
quienes viven conformes con la idea de que la realidad ya tiene un
orden establecido y que nuestras vidas son regidas por el azar o por
la voluntad de un ser superior a nosotros. Yo, que había dedicado
treinta años de mi vida al cultivo de una fe muy prometedora para la
humanidad, ahora vacilaba en creer sin reservas en todas sus
afirmaciones, y aunque rogué incontables veces a dios que
aumentara mi fe y mi entendimiento de sus planes divinos, con cada
oración mi mente pisaba terrenos prohibidos a los siervos de la
iglesia.
Esta experiencia marcaba el punto delineante entre mi completa
y frustrada abnegación a los misterios incomprensibles de la fe que
profesaba, o la iniciación al entendimiento de cosas que solo una
mente indómita puede descubrir. Por una parte estaba el dios de mi
fe, su hermetismo, y la advertencia a no abandonar el sendero
marcado por los dogmas de la iglesia y a no cuestionar su misterio
con ojos mortales; por otra estaba yo y mis deseos incontenibles por
entender satisfactoriamente el origen de las cosas y el origen de mí
mismo. Con mi fe decayendo rápidamente bajo el peso de su
insuficiencia, me vi obligado por tendencias innatas a renunciar a las
cosas que una vez creí como ciertas. Me hinqué así una noche y pedí
el más sincero perdón al dios de mi fe, pues estaba claro que entre
elegir su misterio o el mío, debía elegir aquello que estaba más cerca
de mí, al menos en lo aparente. Así abandoné en silencio la fe que
había refugiado a mi alma los días en que creí que la intensidad de mi
espíritu era insuficiente para justificar el origen y curso de mi
existencia.
Al principio tuve miedo, y con justa razón: estaba jugando con el
destino póstumo de mi alma, algo muy delicado para quienes
creemos que esta realidad es solo una etapa en nuestro viaje
interminable. Sin embargo, la mente que busca su propia iluminación
siempre encuentra la forma de protegerse de las sombras de su
pasado, y en mi caso esto se dio a través de argumentos logísticos y
de la fe en mi propio llamado. Estaba primero el argumento de que un
dios no puede, o por lo menos no debería, juzgar a su creación
porque ésta en todo momento refleja su capacidad creacionista, y
castigarla por seguir el rumbo de las tendencias adquiridas desde su
incepción sería algo considerado injusto y contrapuesto al concepto
concreto de dios en el que se ha creído todo este tiempo, por lo
menos desde el punto de vista humano. Un dios que juzga a su
creación se juzga a sí mismo, y carece de los atributos idealistas que
los hombres le han dado, siendo tan arbitrario como un gobernante
déspota y vitalicio, inmune al sufrimiento de los mortales y al
remordimiento de haber creado al hombre y a la vez haberle dado las
herramientas de su propia perdición. ¿Era esta la figura divina en la
que yo deseaba creer?
A mí me incomodaba esa idea. Yo más bien me orientaba a
creer en un Dios que no entendía de castigos ni recompensas. Un
Dios al que no le incomodaba mi seguimiento de las causas que me
complacían, por más mundanas que éstas fueran. Existía detrás de
este deseo otro argumento: si dios era un dios perfecto, era entonces
falto de carestías, y sus acciones divinas, para bien o mal de los
hombres y de otras creaciones, no estaban regidas por idealismos
humanos como el amor, la bondad y la justicia, pues al ser una
entidad completa era una fuerza irreprimible cuyas acciones eran
inmunes a cualquier clase de sentimientos. En tal caso mis acciones
en nada me acercaban ni alejaban de dios pues éste nunca las había
juzgado. Pero esta noción dejaba a entrever algo extremadamente
importante para el ser humano: si Dios es perfecto y no carece de
nada, entonces todo, absolutamente todo existe en su adentro. ¿Qué
hace entonces el hombre buscando unirse a aquello de lo que ya
forma parte? ¿Qué hace el hombre atormentándose al creerse
aislado de Dios del que nada, absolutamente nada escapa? Estas
dudas reprimidas, por sencillas que aparentaban, no habían recibido
mi debida atención, y al haberlas ignorado las había
inconscientemente convertido en regidoras de mis pasos.
¿En dónde encaja el ser humano dentro de Dios? ¿Puede Dios
decirse a sí mismo apártate de mí sin dejar de ser completo y
perfecto? Yo no necesitaba del intelecto de un genio ni de la fe del
que cree que Dios lo es todo para entender que esto es imposible. ¿O
es que esto acaso se puede dar dentro de las posibilidades infinitas
de la existencia? ¿Acaso Dios buscó dividirse de sí mismo
engendrando al hombre y su pensar divisorio?
Yo no quería creer que el hombre era el producto de la división
de Dios mismo, y que existía lo perfecto y lo imperfecto. Yo solo
anhelaba la unión con el todo, y esto era el misterio de mi fe
verdadera. ¿Cómo puede el hombre volver a ser uno con Dios al
dejar de creer en el concepto arcaico de dios que se ha propagado
por siglos? Volví así a ahondarme en los pensamientos anteriores.
¿Si Dios es el uno en el todo, será también el todo en el uno?
¿Es que acaso aquello que es perfecto y que no se juzga a sí mismo
no es sencillamente lo que viene a ser? ¿Puede aquello incapaz de
juzgarse saber el curso de su existencia si el juicio y la medida es lo
que quizá encamina a las cosas a su destino?
Esta última pregunta me tomó por sorpresa. Algo perfecto es
incapaz de juzgar porque hacerlo implica necesidad, y Dios en su
entereza no entiende de necesidades, y sin necesidad no se puede
elegir el rumbo a seguir, mas solo se viene a ser. En este caso, Dios
es algo nuevo en cada instante, algo carente de juicios, y algo que es
en un presente interminable. Eso fue una revelación inesperada.
¿Qué hacía a Dios algo distinto al hombre si éste al igual que el
hombre no conoce su destino? La respuesta no demoró en resonar
en mi mente: nada hermanos. Dios llanamente es y viene a ser, y en
ese acto carente de límites lo es todo sin restricción alguna, y el
hombre, el hombre es solamente su reflejo encarnado, quiéralo o no
aceptarlo.
¿Cómo podía yo rehusar este despertar de mi espíritu a sí
mismo hermanos? De todas las cosas que había creído
anteriormente, ésta era la única que se había originado en el centro
de mi ser. No era un idea prestada o heredada, era una idea mía,
aunque haya sido encontrada por otros antes de mí, esos que
creyeron mucho y a lo mejor dijeron poco, pues lo inevitable de
hacerse uno con Dios es adentrarse al placer de la auto
contemplación, sabiendo que todo deleite se encuentra en uno
mismo.
Vacile al principio, y con justa razón: no es fácil desviarse del
único camino que se le ha brindado al hombre para alcanzar la gloria.
Y no era el miedo de dejar de creer en el poder de dios lo que me
hacía vacilar, mas el miedo de alcanzar mi objetivo y llegar al punto
de entender infaliblemente que en todo tiempo yo fui uno con Dios, y
el miedo de averiguar si los hombres estaban listos para escuchar
estas palabras. ¿Estaba la humanidad dispuesta a aceptar esta
revelación y dejar de culpar a fuerzas del mas allá por sus actos?
¿Estaban los hombres preparados para aceptar la responsabilidad de
saberse reflejos de Dios en todo sentido y hacer de este pensar la
fuerza que rija todas sus acciones, para elevación o declive de la
especie? ¿Cómo puede el creyente vencer el miedo a condenarse
creyendo que es la fuerza de Dios hecha carne, y cómo puede el ateo
aceptar el ineludible poder divino en sí mismo? Fue con estas
preguntas que escribí una carta al arzobispo y al mismo papa,
peticionando que se me dejara tomar un sabático para resolver unos
dilemas existenciales cuya resolución habrían de traer buenas nuevas
a los hombres de la fe verdadera.
Así me asenté en un hospedaje escondido en las montañas de
Suiza. Una mansión victoriana que perteneció a un renombrado
científico a principios del siglo veinte, en la que de acuerdo a la
leyenda solían darse reuniones muy exclusivas en las que eminencias
del mundo de la ciencia se reunían para entablar diálogos intensos
sobre el origen del universo. Sus paredes encerraban algo
enigmático, un aire a preguntas retóricas que pocos se atreven a
hacer y perseguir por temor a adentrarse a un mundo solitario. Este
lugar era el lugar ideal para explorar las ideas que habían despertado
en mi mente; estaba claro que ya no había marcha atrás.
Antes de empezar mi misión debía despojarme del temor a la ira
del dios de creencias de antaño, y de la sombra del pecado y la
herejía, esos flagelos emocionales del que los hombres no han
podido librarse. Ese tormento que lo pone cara a cara con su peor
miedo: el suplicio o el olvido eterno. ¿Cómo ser verdaderamente libre
del pecado? ¿Cómo un dios carente de sentimientos puede librar al
hombre de un concepto meramente humano? ¿Cómo Dios reflejado
en el ser humano puede redimir a su conciencia de sus culpas y faltas
conscientemente adquiridas? Esas fueron preguntas que yo me
dedique a responder en la soledad de aquella hermosa mansión y sus
paisajes de ensueño. Mi deseo era ser libre de culpas y ver a Dios
cara a cara en todo tiempo y espacio: mi espíritu no podía
conformarse con nada menos que eso. Yo estaba harto de seguir las
ideas divisorias heredadas e incluso impuestas por seres incapaces
de verse hacia dentro. Quería elevarme a mí mismo con un pensar
infalible que nada ni nadie pudiera arrancar de mi mente. Hoy, a un
año de aquel rapto del espíritu, después de vencer el miedo al mundo
y a la muerte, comparto mi auto redención con ustedes y el perdón
perdurable de mis pecados, esperanzado que ustedes también
descarguen las culpas que los han perseguido todo este tiempo, y se
unan a una causa más noble: la trascendencia del espíritu que une
todas las cosas en sí.
Parado ante ustedes, les hablo sin miedo, convencido de que
Dios no puede ser contenido por un concepto, sea de hombre o de
sacerdocio, sabiendo que mis palabras son un río que fluye de la
fuente de la que inevitablemente formo parte. Dios creo en un tiempo
su propia contradicción hermanos, y esta creció hasta encarnarse en
mí y en otros que han de sepultarla y unificar a los hombres con lo
divino. Dios verdaderamente obra de maneras misteriosas hermanos,
y lo hace porque no conoce su destino, mas sí lo que desea y siente
en su presente, y este deseo y sentir es el que encarna el presente
que ha de venir, al que los hombres llamado futuro. Su fluir trasciende
los confines del ser humano, y hasta los confines de Dios mismo
encarnado en él, pues Dios es algo en cambio perpetuo.”
Las cosas que emergieron de ese sacerdote me tomaron por
sorpresa. ¿Qué hacía un devoto de la fe adentrándose en la arena del
debate existencial sin temor a dejar de creer en las cosas que
definían su existencia y de ser juzgado de hereje? ¿Qué hacía yo
topándome con alguien de una intención similar a la mía? ¿Acaso
Orestes y yo nos llamamos a través del tiempo y la distancia? ¿Es
que nos creamos mutuamente? Emocionado por el bullir de las ideas
que Orestes despertaba en mi mente, lo escuché como quien se
escucha a uno mismo en otro cuerpo.
“Es una paradoja que Dios que no conoce su destino ansié
intensamente encontrarse de nuevo y que sea ese llamado el que
escriba y encarne su historia, como si todo hubiese estado ya escrito.
Aún más paradójico es que su encarnación tenga miedo de saberse
reflejo de Dios y de comprender que su evolución lo conduce
inevitablemente a ese descubrimiento al verse desde adentro hacia
afuera, del cielo hacia la tierra. Efectivamente, me fue difícil
entregarme al escepticismo de todo el pensar religioso que en otros
presentes definió mi existencia; entregarme a la intemperie de las
dudas cuando se ha pensado tener una fe inmutable. Me fue
necesario roer hasta la última idea contrapuesta a los fundamentos de
mi fe religiosa, hasta encontrar aquella en la que todo hacía sentido.
Y hoy, luego de incontables horas de introspección, la he encontrado
y entendido su significado. Esta es la forma en que Dios perdona a su
creación y se hace uno con ella hermanos míos:
Al principio se encarna en algo común y corriente. Algo incapaz
de ver la eternidad de su rostro en la creación que lo rodea al haber
inadvertidamente engendrado la división en sí mismo. Algo frágil y
vulnerable, que encapsula el balance ideal entre lo insignificante y lo
magistral, y que al sentirse rodeado de interminables adversidades,
naturalmente se olvida aún más de que es la fuerza que crea todas
las cosas. Algo que podría desapercibirse de sí mismo sino hubiese
sido marcado desde su origen con el instinto primario de buscarse
indirectamente en las cosas creadas. Algo así como un ser humano,
como un simple ser humano.
Luego esta manifestación de Dios, dotada de una consciencia
cuyo origen desafía toda lógica materialista, se ve enfrascada en una
lucha incansable por no dejar de existir, arrimándose al materialismo
de las cosas que cree existen fuera de ella. Así, su intento por
prolongar su existencia material y por no dejar de sentirse lo hace
habituarse en un nicho de lo que llama tiempo y espacio, un hogar en
el cual experimentar el dolor, la miseria, el placer, la alegría y todas
las emociones en el mundo de los hombres. Y después de haberlas
experimentado y perderse en sí mismo, termina sintiéndose igual de
vacío, intranquilo por el mismo deseo de ser algo mayor de lo que ha
venido a ser, acechado por la misma incógnita de su origen, la cual
impulsa todas sus empresas, por más que busque engañarse
pensando que sus fines no tienen nada que ver con el entendimiento
de su naturaleza.
Y así Dios acaba deambulando por el mundo, separado de sí
mismo, abrumado y adolorido por la ilusión seductora de sus
espectros, creyendo equivocada mas inevitablemente ser un pigmeo
rodeado por una vastedad tormentosamente inexplicable. Y cuando el
olvido de su propia naturaleza lo hace sentirse sólo y desamparado,
atribuye el dolor y el sufrimiento a las causas y efectos de la
manifestación salvaje y embrutecida de su conciencia naciente,
exclamando inconscientemente ‘¡Padre mío, por qué me has
abandonado!’ Y busca librarse de sí mismo refugiándose en ilusiones
divinas aún más abstractas que el reflejo que lo rodeaba,
esperanzado de que las deidades desveladas en esas ilusiones
traigan paz al enigma de su confundida existencia. Y tanto es el grado
de su división que sin darse cuenta hace a tales deidades igualmente
inalcanzables, creyendo que algo impuro en la percepción de sí
mismo causa su alejamiento de ellas, omitiendo el hecho de que esta
división entre él y sus dioses es tan sólo el reflejo de la división en sí
mismo: el trecho imaginario entre el querer ser y poderlo todo y el
creer que tal afán le es imposible. Y llama a la falta de fe en su poder
y a la división que le impide crear y destruir los mundos que lo
rodeaban con un sólo abrir y cerrar de ojos, pecado original y latente
condena. Y para librarse de esa culpa y de ese hado inventa
penitencias, sacrificios y otros actos de oblación que no hacen más
que alejarlo más de su intención principal: alcanzar nuevamente el
estrato de Dios en su adentro, y hacerse uno con Él. Y esas ilusiones
dogmáticas lo hacen sentirse aún más pequeño, condensando y
cristalizando su energía y potencia en un olvidado valle de lágrimas. Y
es en este estado que se congrega en esta iglesia en este instante,
encarnado en ustedes, creyendo ser espectros aislados e indefensos,
habiendo completamente olvidado que es su propio reflejo, el reflejo
de un Dios que en el principio se dividió de sí mismo para hacer de la
nada su todo.
Mas Dios ya se hartó de su olvido hermanos, y ahora se habla a
sí mismo a través del hijo de un hombre. La razón por la que ustedes
han llegado aquí no es porque se sienten culpables de sus culpas,
sino porque desean entender por qué nunca han logrado refrenar sus
propios instintos y siempre se han puesto a ustedes mismos delante
de los deseos brumosos del dios que crearon por pura división.
Ustedes no han venido a rendirle culto a un dios de ilusiones; ustedes
han venido a rendirle culto al Dios que verdaderamente los complace
y el único que los acepta y los ama tal y como son: ustedes mismos.
No han buscado la salvación en la cohibición de su naturaleza por
más que se hallan mentido y negado a sí mismos, sino en la
realización de que en ustedes existe inevitablemente la fuerza y
esencia de Dios, la que borra por siempre el pecado del mundo al
descubrir que son uno en Él, y éste no se condena ni juzga a sí
mismo. El castigo y juicio final solo existe para quienes creen en él,
pues la fe conlleva a la manifestación de las cosas. Mas yo les digo
que hemos errado en creer que Dios existe como algo fuera de
nosotros. Todas las ilusiones que los trajeron aquí han sido el reflejo
del deseo y el llamado a buscarse y encontrarse a en su propia
creación. Y ahora hermanos, ahora su Dios despierta del sueño en
que encalló al encarnar de la nada hacía al todo, siguiendo su
inevitable y misteriosa evolución. La Paz de Dios al verse cara a cara
esté con ustedes hermanos míos. Dios siempre estuvo en ustedes y
ustedes siempre estuvieron en Dios, y ustedes y yo siempre fuimos
uno y lo mismo. En esta unidad no existe el pecado, pues Dios no
entiende de divisiones. De ustedes depende si seguir condenándose
o no, pues el Dios en ustedes es igualmente libre de seguir
sintiéndose digno o indigno de su divinidad.”

Ese día, el padre Orestes fue excomulgado de la iglesia,
abucheado por quienes deseaban seguir sintiéndose divididos y
juzgándose pecadores. Seguido por miradas airadas y voces
endiabladas que gritaban “Herejía! Herejía!” Guarecido por solo unos
cuantos que sintieron en la desnudez de sus palabras la redención de
las culpas del mundo y el llamado que realmente avivaba a sus
almas; los que años después lo verían morir humillado a manos de
fieles de una fe malentendida que eligieron no ver el rostro puro de
Dios en un simple mortal, reviviendo la ironía de Dios de volver a los
suyos y que los suyos le den muerte.
...
La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que
en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso… Yo
amo a quien trabaja e inventa para construirle la casa al superhombre
y prepara para él la tierra, el animal y la planta: pues quiere así su
propio ocaso.
Friedrich Wilhelm Nietzsche
El jardín de los ascendidos

E N el jardín de delicias del rey Maquena, se encuentra la cura para


todos los males del cuerpo y del alma. Las mentes dichosas que
lo han recorrido, lograron librar al espíritu de las realidades tediosas
con que hasta entonces lo habían vestido. Sigilosa e inevitablemente,
su aventurarse en ese vivo despliegue de aromas, colores e
incógnitas, les hizo entender que todo pesar existencial es solo el
producto del distanciamiento de su fuente interior, y que todo
sufrimiento se crea y propaga a partir de perspectivas divisorias en
las que el ser se auto exilia de su propia creación. El haber probado
de sus manjares les hizo ver la locura de querer redimirse a uno
mismo sin antes parar la veneración de angustias, y a la vez
comprender que mientras se crea ser víctima de la realidad no se
podrá jamás ser libre de sus infortunios, pues ésta no ofrece más que
el reflejo de nuestras propias proyecciones.
Los pocos que eligieron salir de ese cielo en la tierra por amor a
los hombres, trajeron a sus pueblos la llama del entendimiento eterno:
aquella que sostiene que la realidad no es más que la vestimenta con
la que se arropa el espíritu, que el cuerpo no es más que una noción
expansiva o constrictiva de nuestro control sobre ella, y que el alma
no es más que el ánimo del espíritu al verse plasmado en la realidad
que él mismo ha creado. Estos sabios aseguran que solo cuando uno
logra entender que en todo tiempo lo único que realmente existe es el
espíritu y su reflejo, y que este espíritu es enteramente maleable, uno
descubre el error de querer comprender y cambiar al mundo desde
afuera, y discierne que todo cambio y proceso en la realidad física
empieza en el centro y origen de todas las cosas: en la conciencia del
espíritu. ¿Qué conciencia espiritual guiará tus pasos en la realidad
que tú mismo creas?, es la inquisición reveladora que estos sabios
urgen en las mentes que los han escuchado, y ¿Qué distorsión
sublime en la realidad reflejará a tu conciencia? es su llamado a la
ascensión espiritual de los hombres que han hecho del mundo su
mundo. Al menos esa ha sido mi captación de las enseñanzas del
sabio que acabó en nuestra aldea, un ser enigmático de pocas
palabras que cambió el rumbo de la historia al cambiar el rumbo de la
mía.
Yo llegué a este jardín escondido por pura elección personal,
impulsada por la curiosidad de mis sentidos, pensando que éstos
eran las herramientas escogidas por la fuerza que habitaba y se
mutaba en mí. A mí no me bastó escuchar los relatos de nuestro
maestro; éstos eran su entendimiento de las cosas en que se vio
algún día, y el mío apuntaba a otros mares. Yo quería vivirlo todo por
mi cuenta. Sentir a plenitud la experiencia de caminar en sus
praderas floreadas, de disfrutar las delicias que elevaban la mente a
esferas ocultas, de absorber la frescura del agua que brotaba de su
fuente inagotable, y de ver cara a cara a las estatuas doradas que
albergaban el espíritu inmortalizado de los hombres y mujeres que en
su tiempo recibieron ahí las revelaciones que les dieron la paz que
anhelaban.
Como todos los que me precedieron, misteriosamente empecé
mi aventura en el centro del jardín, justo en frente de su fuente.
Consistía de una balsa circular que albergaba una gigantesca flor de
loto en su interior, de cuyo centro brotaba un manantial de agua
cerúlea y reluciente que rebosaba los bordes y alimentaba un canal
construido en forma de espiral, el cual se esparcía radialmente hasta
perderse en la espesura fluida del jardín. A lo largo de este espiral,
cercanas a la fuente, habían doce pequeñas pozas de cuyos centros
se erguían obeliscos de aproximadamente tres metros de altura. En el
centro de cada uno de ellos se hallaba una esfera plateada
transluciente con letras de oro. Cada una contenía, como lo supe eras
después, una potente pócima mágica derivada de la flora que se
hallaba en el jardín, y cada inscripción dorada era un adagio para
aquellos que decidieran beber de ellas.
“Todo el que busca sabiamente se encuentra inevitablemente”,
decía un adagio, mientras que otro decía “Tomad y bebed, este es
vuestro cuerpo sediento de sí mismo”. El que estaba radialmente en
medio decía “El balance perfecto es la harmonía unificadora entre el
creador y su creación”, mientras que el más próximo a la fuente decía
“La perfección del todo radica en saber que el todo está en ti”. El más
alejado de la fuente decía “Aquí no hay respuestas externas, aquí
solo existes tú”, y el que le antecedía aseguraba que “Es la intención
más íntima del espíritu encontrarse a sí mismo”. Los restantes
declaraban cosas igualmente intrigantes, y aunque por un instante me
invadieron las ganas de beber de todas las pócimas, recordé la
advertencia del sabio que iluminó nuestra aldea de no beber de ellas
sin antes haber recorrido el jardín, ya que hay puertas en la mente del
hombre que es mejor no cruzarlas antes de conocerse lo suficiente,
pues se corre el riesgo de perderse en uno mismo. Así vencí la
tentación de abrir las esferas puerilmente, y corrí colina abajo hacia
las alas del jardín.
El ala sur tenía en la parte superior de su arco de entrada una
dedicatoria al rey Nabucodonosor segundo que decía: “Querido
hermano Nabucodonosor: Este rincón del paraíso está dedicado a ti
por haber hecho de la belleza del mundo tu belleza. Pueda tu espíritu
guerrero encontrar descanso en este jardín de ensueños inspirado en
los tuyos”. Al lado de la entrada estaba una estatua de bronce del
mismo rey, que simbolizaba la ascensión latente de su espíritu y la
esperanza que éste concluyera su viaje milenario en este lugar.
Sin perder tiempo me adentré en la exuberante vegetación, y
pocos pasos bastaron para entender por qué muchos seres habían
hecho de este jardín su lugar de reposo indefinido. La fragancia dulce
de las flores y el soplido del viento mezclado con los trinos de las
aves creaba una vibración en el espacio que dotaba al espíritu de una
vitalidad incomparable. Todo el jardín rebosaba de vida, y la harmonía
de las cosas en su interior parecía crear un solo organismo
consciente cuyo único fin era alcanzar la belleza suprema para deleite
de aquellos que llegaran y se hallaran en él.
El camino de la entrada me condujo a la primera estatua de oro.
Era la de un anciano calvo, agrietado y barbiluengo que posaba
sentado sobre una enorme tortuga de piedra, sosteniendo en sus
manos un diario y una pluma. Su miraba pensante y severa se
enfocaba en el gigantesco mosaico cóncavo que yacía frente a él, en
el que estaba plasmado el árbol genealógico de todas las especies de
la tierra. La gravedad de su rostro daba a entrever que en sus últimos
días lo absorbió la pregunta más importante de su historia. Yo, que
siempre amé la pasión de quienes hacían de sus vidas la resolución
de sus preguntas más ardientes e innatas, me acerqué a indagar su
identidad. El diario, que era lo único que no era de oro, estaba repleto
de pasajes extrañamente inconclusos y de los bosquejos orgánicos
más intricados y temerarios que la mente puede concebir. Sus líneas,
como lo establecía la portada, estaban dedicadas “a las especies que
han de vencer los miedos del ser y trascender los confines de sí
mismas”. Éstas empezaban así:
“Aquí yace el espíritu ascendido de Charles, un ser que se vio
una vez en el cuerpo de un hombre, y que a fuerza de explorarse en
su mundo encontró la respuesta que había deseado por siempre. Su
espíritu ahora descansa en la plenitud de sí mismo, esperando volver
a tocar la materia cuando busque otro encanto que su cuerpo de oro
no pueda brindarle, cuando otra pregunta lo engendre en otro tiempo
y espacio. A aquellos que decidan seguir sus pasos y continuar su
misión, les hereda sus preguntas más introspectivas:
La evolución
¿Qué es la evolución y qué es lo que evoluciona? ¿Será el ser o
su causa? ¿El cuerpo o su acción? ¿La habilidad o su fin?
¿Será la partícula o su función? ¿La materia o su energía? ¿El
espacio o su tiempo?
¿Será el entorno o su percepción? ¿La realidad o su
interpretación? ¿Lo observado o el arte de observar?
¿Seré yo o mi reflejo en el mundo? ¿Mis pasos o mis huellas?
¿Mi existencia o mis ansias de existir?
¿Será que no es mi cuerpo el que evoluciona, sino el llamado
que bulle en su interior? ¿Que soy solamente un bosquejo abstracto
tejido por incontables intenciones superpuestas flotando en la
intimidad de la nada? ¿Que son mis deseos los que lo afloran todo
dentro y fuera de mí, y que todo existe porque existo yo y mis
incógnitas, y que éstas existen porque existe el todo y sus respuestas
en mí? ¿Que la realidad es mi búsqueda milenaria hablándome y
dibujándose en los contornos de mis palabras?
¿Podrá ser todo el efecto del intercambio de roles entre el
creado y el creador, y la evolución la manifestación de este
dinamismo intercalado? ¿Será que todo ser se transforma al saberse
y sentirse creador de sus propias intenciones? ¿Podría acaso haber
escapado el mar el ser acuático sin antes haber deseado la arena, o
haberse elevado el ser rastrero sin antes haber despreciado el polvo?
¿Haberse encumbrado el ser volador sin antes haber amado la
libertad del cielo, o haberse forjado la más temible de las bestias sin
antes haber ansiado dominar sobre las demás creaciones? ¿Podría
un ser como tú y como yo haberse engendrado sin el esmero de
seres de antaño por trascender su naturaleza?
¿Será posible que seamos la manifestación de puros afanes
adquiridos y encarnados a lo largo de la historia a fuerza de buscarse
y definirse en las tinieblas? ¿Podría la realidad misma ser la
autointerpretación de fuerzas que nunca existieron fuera de nosotros,
fuerzas que han esculpido la materia hasta hacerla el reflejo del
entendimiento de nosotros mismos? ¿Podríamos ser los creadores de
todo a un nivel más profundo y concreto de lo pensado?
¿Qué es lo que realmente evoluciona y por qué lo hace? ¿Es la
realidad física o la intensión manifestada en ella? ¿Es la intensión o la
potencia de su abstracción? ¿A qué se dirigen ambas cosas?
¿Por qué un ser unicelular quiso aglomerarse y fortalecerse en la
unión? ¿Qué encontró en ésta que le fue tan tentador? ¿Cómo darse
a la tarea de construir y refinar los sentidos, agilizar el cuerpo,
agudizar la mente e incluso despertar la conciencia sin haberse antes
vislumbrado en el infinito?
¿Si todo tiende a decaer a los niveles más bajos de energía, por
qué dar origen a un proceso que demanda cada vez más de ella? ¿O
es que la intención de alcanzar la grandeza no entiende de
agotamientos ni de acondicionamientos, y que el anhelo no apunta a
un ser limitado sino a Dios mismo?...
¿Son mis preguntas acertadas? ¿Erré al ver al mundo desde
afuera y no desde adentro? ¿Habré cometido el error de haber
definido al hombre como la unión de trillones de células y no como la
unión de trillones de intenciones de trascendencia? ¿Es que la
naturaleza del hombre no es una propiedad emergente de las
moléculas orgánicas que desde el punto de vista biológico lo
componen, sino el juego e intercambio de anhelos, nociones y
objetivos meramente mentales? ¿Qué tales aspectos inmateriales son
en verdad los fundamentos de la realidad, interpretados por la mente
como materia, pues ésta busca entenderse encarnándolo todo? ¿Es
que toda la realidad en la que el hombre ha creído empecinadamente
no es más que la unión de intenciones atrapando el deseo del espíritu
por entenderse y definirse?
¿Es que la evolución no es más que el desenvolvimiento
inevitable del ser buscando justificar todas las cosas en sí mismo?
¿Que todo evoluciona porque así lo hace la conciencia y lo que se
transforma no es el cuerpo, sino las intenciones al descubrir la
conexión que las une y el caudal de su potencia? ¿Será que la
materia no refleja otra cosa que el autodescubrimiento? ¿Que la
fuente que alimenta a la evolución no conoce los límites, y el proveer
su energía no le resta nada en lo absoluto? ¿Que la intención de
transformar y transformarse, al ser algo abstracto y al no ser materia,
tampoco es energía? Y si no es materia ni energía, entonces ¿qué
es? ¿Nada?
¿Será que esta nada no entiende de obstáculos porque
obviamente nada en ella la limita, y al ser solo una idea, solo un
deseo, es a la vez un sueño irreprimible? ¿Que la intención que
gobierna el trayecto de la existencia puede formarlo todo, y que la
creación a la que ha dado origen es solo una manifestación de su
poder infinito?
¿Qué es la evolución entonces? ¿La intención de querer ser algo
que hasta ahora no se ha sido? ¿De perdurar con el fin de vivir
experiencias deseadas y aún desconocidas? ¿Es eso lo que
evoluciona: el deseo de querer alcanzarlo y sentirlo todo? ¿Es esto el
origen del todo? ¿Podría ser que toda manifestación física no tiene
otro fundamento que la nada del pensamiento, la nada del deseo, y la
nada de intención flexible? ¿Que en el punto más íntimo de la
creación, aquello que evoluciona no es más que la intención de
querer ser esto o lo otro, de venir a ser esto o lo otro? ¿La intención
de alcanzar esto o aquello, y una vez alcanzado seguir proyectándose
con más fuerza?
¿Y si mis implicaciones tienen validez, y la intención ha logrado
todo lo observable, qué le dirás tú y que le diré yo que haga por
nosotros? ¿A qué otras cosas más hermosas hemos de dar principio
si al parecer todo le es posible a aquello que carece de materia?
¿Podrá tu intención crear las cosas más bellas? ¿Entenderás que
todo evoluciona porque tu intención evoluciona y se refleja en ti y en
el universo? ¿Te atreverás a ceñir tu intención en el cuerpo del Dios
que andas buscando, y amoldar tu existencia a los deseos más
grandes de ti mismo? ¿Harás de la expansión del universo la
expansión de tu conciencia? ¿Transformarás todas las cosas en ti?”

Yo he preferido hablar de cosas imposibles porque de lo posible se
sabe demasiado.
Silvio Rodríguez
El proyecto mariposa

C ADA año, las mentes más brillantes e intelectuales del mundo son
convocadas al Simposio Internacional de Ciencias Mayores, con
el fin de que éstas expongan ante la humanidad sus más asombrosos
descubrimientos y entablen los diálogos más profundos e intrigantes
en la historia del saber. De cada rincón del planeta, eruditos y
amantes del conocimiento se dan cita en el coliseo asignado a tal
magno evento, unidos todos en un solo entusiasmo, sedientos por
escuchar las verdades más íntimas del universo. Ante tanta
expectativa, no es sorprendente que una vez zambullidos en ese mar
de caldeados ánimos, a muchos de ellos los invada una fuerza
inusual que los hace de vez en vez temblar sin control, caer de
rodillas, golpearse el pecho, llorar de alegría, y hasta desvaírse al ser
impactados por las palabras sagradas que emanan del púlpito. Hay
quienes juran incluso haber presenciado milagros y otros eventos
paranormales, y quienes creen que una vez concluido el evento, el
lugar escogido adquiere una aura divina y sanadora que si bien no ha
sido avalada por el austero escrutinio científico, sin duda le eriza la
piel a cualquiera de los escépticos que se atreven a pisar ese recinto
santo. Y aunque muchos abogan por una investigación que afirme o
refute tales declaraciones, cosas de esta índole, sugiere Rogelio
Moltisanti, regente de la Escuela de Teología y Ciencias Gnósticas de
Santiago de Chile, es mejor no intentar comprobarlas ni medirlas,
pues se corre el riesgo de que pierdan su fuerza y misterio. Según
Moltisanti, tratar de fundamentar la fe mediante el análisis científico
siguiendo un punto de vista meramente materialista, es dar cabida a
la duda y limitar subsecuentemente el actuar de Dios, y es obvio que
nadie quiere a un Dios limitado.
Este año, la sede le corresponde a Suiza por su aporte en el
desarrollo de un nuevo modelo de partículas elementales, requerido a
consecuencia del descubrimiento del misterioso concientino, una
partícula subatómica carente de masa que desde su proposición tres
décadas atrás, había eludido a la comunidad científica. Esta elusiva
partícula, según su máximo exponente y defensor, Michaelis
Kakustein, físico teórico y gurú spiritual, se cree constituye el campo
de Jung, una ondulación energética que al interactuar con el campo
de Higgs crea partículas virtuales de masas efímeras que en
suficientes cantidades generan fuerzas gravito-magnéticas capaces
de alterar la materia. Lo inédito y sorprendente del concientino, es
que hasta ahora éste sólo ha sido rastreado durante ceremonias
espirituales en las que los participantes proyectan intensiones
mentales hacia un espacio determinado con el objeto de distorsionar
la realidad, produciendo fenómenos como la levitación y la
transmutación entre estados de la materia. Aunque la existencia de
dicha interacción ha sido objeto de burla por parte de algunos de los
físicos más renombrados, el hecho es que de comprobarse su
existencia, se estaría a punto de descifrar y fundamentar el vínculo
que une a la mente con la materia, y de explicar a un nivel científico el
efecto de la conciencia en la manifestación de la realidad misma.
Darle cabida a la mente como agente de creación y justificar su
influencia en términos físicos concretos sería algo sin paragón, indica
Kakustein: el equivalente a ascender de creado a creador mediante el
uso de la intensión consciente: la versión científica de la fe que
mueve montañas basada en el poder de saber que sí se puede
porque así se ha comprobado cuantitativamente. Kakustein se
aventura aún más, sugiriendo que quizá la expansión del universo
mismo es efecto y causa de la mente, y que el uno no existe aparte
del otro. “Creer en cosas de este calibre e imaginar a un mundo en
que la mente gobierne a la materia sería vislumbrar una existencia sin
límites y a una humanidad verdaderamente libre”, plantea Claire
Bernard, directora de la facultad de neurología robótica de la
universidad de medicina de Estambul, quien figura entre los invitados
por sus avances en la exponenciación de ondas cerebrales con el fin
de producir efectos telekinéticos.
Como todos los años, el evento siguió el protocolo solemne que
lo ha caracterizado desde un principio. El actor Norman Friedman,
elegido como anfitrión por su acentuada colaboración en la
diseminación de conocimientos científicos a través de medios
televisivos y redes sociales, dio inicio a la ceremonia con la voz
enigmática y elocuente que lo define. Luego de brindar una calurosa
bienvenida, dedicó un minuto de silencio por todos los genios que
partieron recientemente de este mundo dejando un legado de
riquezas intelectuales para beneficio de la humanidad, haciendo
también una pausa para rendir sus más sentidas condolencias a los
familiares de las víctimas del vuelo 963, una tragedia que ha
conmovido al mundo. Después de esto hizo pública la inauguración
del Proyecto Mariposa, un ambicioso plan destinado, en palabras del
mismo Friedman, “a elevar al ser humano de oruga a verdadero amo
y señor de la Tierra”. En éste se intentará dotar al cuerpo humano con
las cualidades más versátiles y potentes desplegadas en el reino
animal y vegetal mediante el uso de las tecnologías más avanzadas
en el campo de la biología molecular, la ingeniería genética y la
ingeniería de tejidos. A la vez se hará uso de la robótica neuronal
cuántica para crear la primera interfaz inalámbrica que conecte al
cerebro humano con la base de datos de la Biblioteca Internacional, a
fin de proporcionarle a los hombres del futuro, en un abrir y cerrar de
ojos, los conocimientos más actualizados y permitirles discernir
patrones que eleven aún más nuestro entendimiento de la realidad.
Por si esto fuera poco, dicha interfaz también permitirá la conexión,
sincronización e integración de trajes y maquinarias que aumenten la
fuerza bruta del hombre.
Luego de esta breve descripción, y mientras la muchedumbre
babeaba atónita imaginando las nuevas vivencias que otro cuerpo le
conferiría al ser humano, Friedman presentó al responsable de
acaudillar este proyecto, el doctor Ladislao Penev. Envuelto en
aplausos, éste empezó su discurso diciendo:
“Damas y caballeros, esta Tierra tiene sus días contados. Todo
apunta a su fin, sea hoy o billones de años después. Aun si lograse
escapar el bombardeo del cosmos y mantenerse intacta en su nicho
espacial, el sol que la ha arropado con las cosas más bellas será el
mismo que la engulla y consuma en sus entrañas de fuego al volverse
gigante roja. Todo lo que no busque escapar sus confines, ya está en
descomposición y en declive hacia la muerte, incluyendo al hombre.
Cuarenta mil años atrás nuestros ancestros se unieron para
desafiar las vicisitudes de la existencia, y en la actualidad su anhelo y
visión penden de un hilo. De seguir las agencias humanas el mismo
rumbo conflictivo, desunido y conformista, todo lo que la humanidad
ha creado, construido y soñado será convertido en insípido polvo
espacial, y nuestro rastro y memoria serán borrados fría e
irreverentemente del cosmos. Recae pues sobre nosotros y nuestros
hijos una pesada sentencia de muerte, y debemos elegir sin más
prorrogas si morir con la Tierra y volver al polvo, o trascenderla con
gloria.
¿Qué estamos haciendo para evitar nuestra extinción
hermanos? Hasta ahora hemos vivido conformes pensando que la
Tierra es sinónimo de humanidad, que nuestros hijos han de
heredarla, y que ellos tendrán el tiempo suficiente para enmendar
nuestros agravios. Nos hemos acostumbrado a la idea de que la
evolución nos favorece, de que regimos el mundo con mano firme, y
de que nada nos amenaza cara a cara con el miedo al exterminio de
nuestra especie. Mas hemos visto que la interpretación materialista
de la realidad que gobierna nuestros pasos destruye inevitablemente,
y que de seguir heredando a nuestros hijos un afán por existir
individual y pasajero, eventualmente la mediocridad de su actuar
encanijará al planeta irremediablemente. ¿Qué debemos hacer en
esta encrucijada hermanos, cuando estamos dándonos cuenta que la
evolución que más impactará al mundo es la evolución de nuestra
intención colectiva hacia el futuro? ¿Hacer una pausa y suplicarle a la
Tierra que nos perdone por flagelarla de esta manera pero seguir
errando como lo hicieron muchos de nuestros padres? ¿Parar nuestro
progreso y volver a la jungla como bestias derrotadas, sabiendo que
millones de años atrás nos hastiamos de sus límites? ¿Seguir
actuando indiferentemente, esperanzados que un día todos
despertaremos y nos amaremos en la miseria que habremos de crear,
o de que alguien se compadecerá de nuestra estupidez y nos salvará
en el fin de los tiempos? ¿Qué debemos hacer con la Tierra y nuestra
misión hermanos, si dentro de nosotros sabemos que solo deseamos
seguir existiendo y que ya no podemos volver a la inocencia de
nuestros orígenes animalistas?
Yo propongo lo que muchos sabios ya han dicho incontables
veces: que todo cambio empieza en uno mismo, y por ende que la
salvación de nuestra especie empieza con la modificación de nuestra
mente y nuestro cuerpo. No promuevo algo mío, sino algo nuestro:
vernos como agentes creativos y expansivos inmersos en el mar que
ha dado origen a todas las cosas, y ver al mundo con ojos nuevos,
como el reflejo de nuestra conciencia, y ver a nuestro cuerpo como el
reflejo del espíritu del mundo. Yo abogo por la restauración de la
conexión con el todo que nuestro pensar divisorio ha corrompido, y de
hacer de la fuerza del todo en nosotros la fuerza irreprimible de
nuestras ambiciones.
Yo digo que la Tierra está consciente de que un día llegará a su
fin, y ese día no juzgará a ninguna de las criaturas que saborearon la
vida en ella. Que la Tierra ha amado, ama y amará a todas las cosas
nacidas en su vientre, y que su único anhelo es que los espíritus de
las cosas creadas en ella impacten cada rincón del universo y den
testimonio de su grandeza. Que desde un principio se ha brindado
dadivosamente al deseo de perdurar de sus hijos, proveyéndoles todo
lo necesario para la ascensión de sus cuerpos y espíritus. Que ésta
es una gigantesca matriz repleta de óvulos fecundados, unos más
nobles que otros, pero todos empecinados por sobrevivir. Que la
humanidad es uno de esos óvulos multiplicándose sin resistencia, y
que como todo ser no ascendido lo hace entorpecida y
despilfarradamente.
Yo digo que la Tierra está consciente de nuestra presencia, y
que nos ha tolerado todo este tiempo porque ha visto en nosotros su
redención y su arca de Noé. Que como toda madre rebosante de
amor, ésta ansía que la humanidad despierte a un concepto nuevo de
sí misma, un concepto que incorpore y refleje el espíritu de sus más
grandes aspiraciones. Yo digo que ha llegado el día de hacer la paz
con la Tierra y de honrar su poder creacionista haciendo sus
creaciones unas con nosotros. Que el más sincero respeto que
podemos darle es preservar lo que resta y restaurar lo posible con el
fin de engrandecer la causa que ha dado vida a las cosas más bellas
en su biósfera. Que es hora de elevar nuestra experiencia con las
herramientas orgánicas que nuestras especies hermanas ya han
amaestrado y refinado, e imitar el poder creacionista de nuestra
madre recreándonos a nosotros mismos.
Comprendamos hermanos que toda nuestra destrucción es
producto de nuestra cobardía por alterarnos y trascender, y que
nuestros problemas y frustraciones actuales nacen directa e
indirectamente de nuestra falta de aprecio hacia las cualidades
exhibidas en la naturaleza. Que la razón por la que nuestros cuerpos
no han evolucionado es quizá porque la intención de hacerlo ha sido
amenguada por moralismos del pasado que nos impiden ver que el
sacrificio en el presente es preciso para la gloria de nuestros
descendientes; también por el miedo a la muerte y por el
individualismo enfermizo que nos ciegan a la realización de que la
fuerza que nos mueve y nos ha traído hasta aquí se extiende más allá
de nuestra historia. Despertemos hermanos de una vez y para
siempre al entendimiento de que el espíritu que guió todas y cada una
de las interacciones cuánticas que ultimadamente nos dieron origen
se sigue creando en nosotros; que somos instrumentos de su llamado
a perdurar por siempre; que la Tierra, el universo y el todo
evolucionan en nosotros; que somos las extensiones con que Dios se
siente y contempla a sí mismo, y que es momento de aceptar la
responsabilidad de reflejar su interminable transformación hacia la
gloria.
Hasta ahora hemos cometido el gravísimo error de ver el
potencial de las otras especies como algo que solo es digno de
servirnos externamente y no como algo que merece formar parte
íntima de nosotros. Hemos experimentado al mundo con los ojos de
un ser aislado que cree ser la única mente consciente en la Tierra y
lamenta que ninguna otra especie hable su idioma y comparta sus
inquietudes, ignorando que la razón por la que las otras especies no
nos han hablado es porque hemos temido a hablar como ellas.
Nuestra división con el todo reflejada en la división con otros seres
vivos nos ha hecho inventar cosas que si bien los han imitado y
superado, a la vez ha extinguido a muchos de ellos y a gran parte de
la belleza del mundo. Y aunque buscamos restaurar lo que hemos
destruido, nuestras agencias siguen perpetuando la idea de que
existimos fuera del fluido que ha dado origen a todas las cosas, y no
de que somos gotas conscientes en el mar de intenciones que ha
creado al mundo. Es momento de hacer un cambio radical en la
manera en que hemos visto a la realidad, y aceptar la responsabilidad
de encaminar al todo a su propio descubrimiento.
Si en un tiempo nuestro adormecimiento sirvió de excusa para
explotar a otras especies y a los recursos de la Tierra sin vistas hacia
la gloria, hoy nuestro agridulce pero inescapable progreso nos ofrece
la enmienda a nuestras culpas. Hoy contamos con las herramientas
para regenerar al mundo vistiendo a nuestro espíritu con otro cuerpo.
Un cuerpo polifacético que impacte al mundo de una forma más sabia
y aceptable, y que esté dotado de las cualidades necesarias para
trascender más allá de sus confines. Que cargue consigo el espíritu
de la vida en este planeta, y porte en su ADN la perfecta amalgama
de todas las especies de la Tierra, aquellas que al igual que nosotros
han deseado perdurar por siempre. Que sea capaz de volar como un
águila y correr como una chita; eso sin duda reduciría las emisiones
de carbono que contaminan el ambiente. Que tenga la habilidad de
respirar bajo el agua y nadar como un pez vela; podríamos pescar
con nuestras propias manos sin arrasar ecosistemas con nuestras
redes de pesca industrial. Que sea compacto pero con la fuerza de un
oso polar, la ferocidad de un tigre de bengala, y la protección de un
lagarto; ninguna otra especie se atrevería a provocarnos y no les
daríamos muerte a diario por protegernos. Que cuente con las
defensas inmunológicas de un tiburón y la resistencia de una
cucaracha; no habría necesidad de tantos antibióticos y
medicamentos cuya elaboración y consumo debilitan nuestra
potencia. Que posea la vista de un halcón y la audición de un búho;
nos veríamos y escucharíamos a distancias sorprendentes. Que porte
el poder regenerativo de un axolotl, la conversión alimenticia de un
pulpo, la longevidad de una medusa, y la habilidad fotosintética de
una planta; seríamos biológicamente inmortales sin despilfarrar tanto
recurso. Que emita luminiscencia como una luciérnaga y que ésta sea
etérea como la de los seres que pueblan las profundidades del
océano; seríamos verdaderamente la luz del mundo, y éste
despertaría a un nuevo amanecer. Que esté suplementado con la
tecnología más ergonómica y el acceso a la fuente de información
más completa y actualizada: nos convertiríamos por fin en las
quimeras divinas que pueblan nuestras leyendas, y gobernaríamos al
mundo sabiamente y por derecho natural.
Siguiendo el trascurso de esta visión, imagínense a un cuerpo
aun mayor que este: un cuerpo de humanos de este vigor y
resistencia, unidos e impulsados por la misión de reflejar en todo
tiempo y espacio el espíritu de trascendencia que ha dado origen al
cosmos, el que busca por siempre y para siempre descubrirse en
cada instante y saber que su fuerza y potencia es la de Dios mismo.
¿Quién o qué podría vencer a nuestro espíritu, si éste es uno con el
espíritu del todo y su llamado es el llamado del universo mismo?
Este idealismo ya no está fuera de nuestro alcance hermanos, y
ha llegado la hora de elegir entre hacernos divinos o seguir
destruyendo al mundo y destruyéndonos mutuamente dentro de este
cuerpo que ya no le basta al espíritu universal. Es momento de una
nueva visión para la humanidad. Una visión fundamentada en aquello
que todos amamos y deseamos: la trascendencia y elevación de
nuestra especie. Ha llegado la hora de echar a un lado todas las
doctrinas divisorias que han contaminado a nuestros pueblos y al
mundo, y de aceptar que la meta más grande a la cual podemos
aspirar en este instante es nuestra unión, pues solo ésta podrá
satisfacer las ansias de poder del espíritu primigenio que evoluciona
en nosotros. En tiempos remotos éste transformó a células simples y
dispersas en células eucariotas, y luego hizo de su unió la plataforma
a través de la cual experimentaría delicias existenciales que no podría
haber sentido en seres individuales; cosas superlativas que buscaban
sentirlo todo cada vez con más intensidad. Y ahora este mismo
espíritu ansía otro cuerpo aún más grande; un cuerpo compuesto de
humanos multifacéticos, exentos del miedo a la trascendencia.
Piensen de esta manera hermanos. Si al mundo lo destruyera un
cometa y solo quedara uno entre nosotros, éste quizá no querría
seguir viviendo, pues lo que verdaderamente ha alimentado su vida
todo este tiempo ha sido su esperanza en la humanidad, y ahora esta
esperanza debe radiar más brillante que nunca. No nos engañemos
más a nosotros mismos: lo que siempre hemos amado no han sido
las ideologías que han intentado definir nuestra existencia, sino
nuestro deseo por la unidad, independientemente de la ideología que
nos una. Si en el pasado ninguna de éstas nos condujo a la
hermandad sincera, quizá fue porque no reflejaba al espíritu que se
crea en todas las cosas. Hoy se nos ofrece una ideología
enteramente humana y a la vez universal; que encapsula el deseo del
cosmos y el nuestro por ascender; que ha de restaurar la Tierra al
reducir nuestra influencia destructiva en ella; que no discrimina entre
nosotros pues solo busca la creación de un cuerpo nuevo para el
espíritu que se contempla en nosotros. Un espíritu que desea
enriquecerse con las virtudes de las especies que hasta ahora
equivocadamente hemos considerado inferiores, y que hoy nos
ofrecen sus dones.
Echemos a un lado tanto moralismo delimitador. Lo que aquí
importa no es el ser limitado que no se atreve a soñar en cosas
imposibles, sino el espíritu omnipotente que busca trascender los
confines del hombre y hacer de nuestro polvo estelar el alimento que
ha de despertar a la conciencia del Dios que andamos buscando.
Dios no descenderá de las nubes hermanos: a Dios hay que
despertarlo en nosotros y darle un cuerpo digno de su gloria.
Debemos parar de temernos y de pensar que no somos capaces
de crear prodigios divinos. El espíritu universal del que somos parte
es lo que ha evolucionado todo este tiempo y ahora éste demanda
una nueva vestimenta, y ésta debe ser el reflejo de la vida en la
Tierra. Este es el comienzo de una nueva etapa en la evolución del
hombre, una que exige nuestro sacrificio voluntario con el fin de
engrandecer a los que vienen en pos nuestra. ¡Las nuevas
experiencias que esta nueva visión y este nuevo cuerpo traerán a la
humanidad hermanos! Solo imaginarlas me llena de la humildad más
sublime y reconfortante que jamás he sentido.”
Con tal motivador discurso, dio por iniciado el Simposio
Internacional de Ciencias Mayores. Las cosas que ahí se habrían de
escuchar eran cosas que ya no podían callarse. Cosas que eran
reflejo de la inevitable ascensión del espíritu universal en los
hombres.

En Dios todas las cosas se vuelven una sin conflictos. ¿Las volverá
una en usted doctora? Solo usted puede sanarse a sí misma.
¿Comentarios?

https://www.facebook.com/pages/Los-delirios-de-
Eliseo/599161053501429

You might also like